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Lo que va de la ciencia al disparate RÍO BRABO / Letras Libres Mayo 31, 2016 La ciencia es el paradigma de nuestro tiempo. Como sucede con cualquier paradigma, sea dios, sea la nación, sea el republicanismo, es objeto de dos impulsos diferentes. Uno de imitación. Otro de reacción. Y ambos entrañan riesgos. Desde la revolución darwinista, la ciencia fue adquiriendo un peso relativo mayor, y no tardó en mezclarse con las ideas políticas. El marxismo se empapó del nuevo paradigma, que alcanzó todos rincones de Europa impreso en las páginas de El Capital de Marx y Engels. En Rusia causó furor. Tiene gracia, porque la Rusia zarista hacía gala de una censura férrea, tan férrea que había prohibido libros tan peligrosos como la Ética de Spinoza. El caso es que El Capital logró burlar la censura, que dijo que aquel mamotreto era demasiado denso, demasiado analítico y demasiado científico como para que alguien se tomara la molestia de leerlo. Pues bien, El Capital lo petó en Rusia. Llegó en 1872, solo cinco años después de que se publicara la primera edición en Hamburgo, y quince años antes de que se editara en inglés. La primera tirada, de tres mil ejemplares, se agotó en menos de un año, cuando la primera edición alemana, de mil copias, había tardado cinco años en venderse. Para la intelligentsia urbana el marxismo fue un soplo de esperanza. Aquella ideología contaba con el respaldo de la ciencia, constituía una “vigorosa fe, pertrechada de hechos y de cifras”. El fatalismo con que los aspirantes a revolucionarios habían encajado el atraso y la pobreza de Rusia, que parecía

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Lo que va de la ciencia al disparate

RÍO BRABO / Letras Libres

Mayo 31, 2016

La ciencia es el paradigma de nuestro tiempo. Como sucede con cualquier

paradigma, sea dios, sea la nación, sea el republicanismo, es objeto de dos

impulsos diferentes. Uno de imitación. Otro de reacción. Y ambos entrañan riesgos.

Desde la revolución darwinista, la

ciencia fue adquiriendo un peso

relativo mayor, y no tardó en

mezclarse con las ideas políticas.

El marxismo se empapó del nuevo

paradigma, que alcanzó todos

rincones de Europa impreso en las

páginas de El Capital de Marx y

Engels. En Rusia causó furor.

Tiene gracia, porque la Rusia

zarista hacía gala de una censura

férrea, tan férrea que había

prohibido libros tan peligrosos

como la Ética de Spinoza. El caso

es que El Capital logró burlar la

censura, que dijo que aquel

mamotreto era demasiado denso,

demasiado analítico y demasiado

científico como para que alguien se tomara la molestia de leerlo.

Pues bien, El Capital lo petó en Rusia. Llegó en 1872, solo cinco años después de

que se publicara la primera edición en Hamburgo, y quince años antes de que se

editara en inglés. La primera tirada, de tres mil ejemplares, se agotó en menos de

un año, cuando la primera edición alemana, de mil copias, había tardado cinco años

en venderse. Para la intelligentsia urbana el marxismo fue un soplo de esperanza.

Aquella ideología contaba con el respaldo de la ciencia, constituía una “vigorosa fe,

pertrechada de hechos y de cifras”. El fatalismo con que los aspirantes a

revolucionarios habían encajado el atraso y la pobreza de Rusia, que parecía

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condenada a ser un país de campesinos pobres, rudos y devotos, encontró en Marx

un optimismo científico y económico sin precedentes.

La intelligentsia despreciaba al campesino ruso sobre el que los zares habían

querido representar una falsa comunión con su pueblo. Decían que eran brutos y

los ridiculizaban asegurando que, durante una epidemia de cólera, aquellos

campesinos hambrientos e iletrados habían agredido a los doctores que trataban de

vacunarlos porque pensaban que les estaban inyectando veneno con su medicina.

Y ciertamente eran brutos: aquellas gentes paupérrimas no habían tenido ocasión

de pisar una escuela.

Pero los altaneros obreros

fabriles que con tanto fervor

habían abrazado el paradigma

científico tampoco eran el

recopetín de la intelectualidad.

Habían dejado de confesarse y

de acudir a la iglesia, pero, a

pesar de sus esfuerzos,

todavía estaban muy lejos de

haber entendido nada. Cuando

trataban de refutar el nihil ex

nihilo de los creyentes,

incurrían en disparates

hilarantes. Es el caso de un

joven obrero que, según cuenta

Orlando Figes, trató de

demostrarle a un campesino lo

errado que estaba al creer en

dios del modo siguiente: tomó una caja, la llenó de arena y la puso al sol. Al cabo

de los días, la tierra contenía gusanos e insectos. Así era como la “ciencia” de la

generación espontánea dejaba a dios fuera de juego.

Algo parecido sucedió con la siguiente revolución científica, que tuvo lugar al alba

del siglo XX, y cuyo máximo exponente fue Albert Einstein. El bueno de Einstein

nunca imaginó que su teoría de la relatividad de 1915 alcanzaría tales cotas de

éxito social. Lo cuenta Paul Johnson en Tiempos modernos: en los años veinte el

gran hallazgo científico comenzó a permear la vida cotidiana. Para horror de

Einstein, la gente confundió la relatividad con el relativismo, así que comenzó a

extenderse la creencia de que los absolutos se habían extinguido: el tiempo y el

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espacio, el bien y el mal, el conocimiento, el valor, ya no eran absolutos. Como

señala Johnson, el físico no era un creyente practicante, pero reconocía un dios.

Creía apasionadamente en estándares absolutos sobre lo que era correcto y lo

que no, y había consagrado su vida a la búsqueda de certidumbres. Aquella

interpretación caprichosa de su trabajo científico le provocaba gran desazón, y así

se lo hizo saber a su colega Max Born: “Como en el cuento del hombre que convertía

todo cuanto tocaba en oro, también conmigo todo se convierte en confusión en los

periódicos”.

En las décadas siguientes el paradigma científico fue completamente interiorizado.

Así, la gente comenzó a buscar explicaciones de apariencia racional para los

misterios cotidianos que durante siglos se habían atribuido a la magia o a los dioses.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial y durante toda la Guerra Fría, las

noticias sobre avistamientos de ovnis inundaron las páginas de los diarios de

información. Hoy puede parecernos ridículo y descabellado, pero, durante décadas,

la hipótesis extraterrestre se revistió del aura de lo científico. Recuerdo una

entrevista con un campesino burgalés que aseguraba que había tenido un

encuentro en la tercera fase con seres de otro mundo. El ovni había aterrizado junto

a su huerta y de él habían descendido dos tipos verdes que le habían preguntado:

“¿Qué tienes ahí plantado?”. El señor les dijo que tomates. Después, los

alienígenas volvieron a su nave y desaparecieron.

Seguramente, si su señora le hubiera

dicho que había visto una bruja

volando en una escoba o le hubiera

contado que había estado hablando

con el espíritu de su difunta madre, el

campesino burgalés la habría tomado

por una chalada. Sin embargo, pensar

que los extraterrestres nos visitaban

parecía una hipótesis científica y, por

tanto, verosímil. De hecho, las

experiencias místicas y las apariciones

religiosas que habían sido tan

frecuentes todavía a principios del siglo

XX dejan de producirse hacia 1950,

dando paso a un creciente número de avistamientos y encuentros con

extraterrestres. En el fondo se trata de fenómenos esotéricos parecidos que, en

el caso de los ovnis, se reviste de un barniz pretendidamente científico para

actualizarlo al paradigma de su tiempo.

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El fin de la Guerra Fría, de su

carrera espacial y de la

carrera armamentística,

trajo consigo el declive del

fenómeno ovni. Pero eso no

ha significado el fin de las

pseudociencias. El mundo

posmoderno, siempre

dispuesto a jalear al individuo

y a promover la crítica contra

lo establecido, ha dado alas a

un buen número de creencias

que pretenden estar respaldadas por la ciencia. Los movimientos antivacunas, de

los que tanto se hubieran burlado los obreros rusos del XIX que creían en la

generación espontánea, cuentan hoy con un buen número de seguidores. Del

mismo modo, encontramos legiones de opositores a los fármacos, “la química” o la

ingeniería genética. Los alimentos transgénicos son víctima de una cruzada que

sostiene que son cancerígenos. Las pruebas del calentamiento global son

despachadas como mera ideología sin base racional y las antenas de los móviles

son criminalizadas como enhiestos surtidores de muerte.

Ayer mismo, alguien en mi Facebook publicó un enlace a algo que se presentaba

como información bajo el siguiente titular: “Científicos de la USP demuestran que la

energía liberada por las manos tiene el poder de curar”. La ciencia es el paradigma

de nuestro tiempo y, por eso, incluso sus enemigos tratan de imbuirse de su poder

racionalista. A pesar de todo, lo que va de la relatividad al relativismo seguirá siendo

el abismo que media entre la ciencia y el disparate.

Fuente: http://www.letraslibres.com/blogs/rio-brabo/lo-que-va-de-la-ciencia-al-

disparate