Robert Louis Stevenson - La Isla Del Tesoro -Aleph

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LA ISLA DEL TESORO R. L. STEVENSON Ediciones elaleph.com

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PARTE PRIMERAEL VIEJO BUCANERO

1. El viejo lobo de mar en la posada del "Almi-rante Benbow"

Me ha sido imposible rehusar las repetidas ins-tancias que el caballero Trelawney, el doctor Liveseyy otros muchos señores me han hecho para que es-cribiese la historia circunstanciada y completa de laISLA DEL TESORO. Pongo, pues, manos a laobra, relatándolo todo, desde el alfa hasta la omega,sin dejarme cosa alguna en el tintero, exceptuando ladeterminación geográfica de la isla, y esto sólo por-que estoy convencido de que en ella existe aún unescondido tesoro. Tomo la pluma en el año de gra-

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cia de 17... y retrocedo hasta la época en que mi pa-dre era propietario de la posada del "AlmiranteBenbow" y hasta el día en que por vez primera, vinoa alojarse en ella aquel viejo marino de tez curtidapor los elementos, con su grande y visible cicatriz.

Aún lo recuerdo. Llegó a la puerta de la posadaestudiando su aspecto, seguido de su maleta, quealguien conducía tras el en una carretilla de mano.Era un hombre alto, fuerte, de pronunciado colormoreno avellana. Su trenza o coleta alquitranadacaíale sobre las hombreras de su poco limpia blusamarina. Sus manos callosas y llenas de marcas, en-señaban las extremidades de unas uñas quebradas ynegruzcas; llevaba en una mejilla aquella cicatriz desable, sucia y de color blancuzco y repugnante. Paré-ceme verlo aún paseando su mirada investigadoraen torno del cobertizo, silbando mientras examina-ba, y prorrumpiendo en seguida en aquella antiguacanción marina que tan a menudo le oí cantar des-pués:

Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto,Son quince,¡joh, oh, oh!, son quince; ¡viva el ron!

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con voz temblorosa y grave, que parecía haberseformado y roto en las barras del cabrestante. Cuan-do pareció satisfecho de su examen, llamó a lapuerta con un pequeño bastón, especie de espequeque llevaba en la mano, y cuando acudió mi padre lepidió, bruscamente, un vaso de ron. Lo saboreó,lenta y pausadamente, como un experto catador,paladeándolo con deleite y sin cesar de recorrer al-ternativamente con la mirada, ora las rocas, ora laenseña de la posada.

-Esta es una caleta de buen fondo -dijo, en sujergana-, y al mismo tiempo, una taberna muy biensituada. ¿Mucha clientela, patrón?

-Al contrario -le respondió mi padre-, bastantepoca.

-Bien -dijo él-, entonces esto es lo que yo nece-sito. ¡Hola, tú, grumete! -gritó al hombre que hacíarodar la carretilla enlute venía su gran cofre de abordo-, trae esa maleta y súbela. Y pienso fondearaquí un poco. -Y, luego, prosiguió: -Yo, soy unhombre llano; todo lo que yo necesito es ron, hue-vos y tocino y aquella altura que se ve allí, que do-mina la bahía. ¿Quieren ustedes saber cómo debenllamarme? Llámenme capitán. ¡Oh, sé lo que estánesperando!

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Mientras decía esto, arrojó tres o cuatro monedasde oro en el umbral, y añadió, con tono altivo y conuna mirada tan orgulloso como la de un verdaderocapitán:

- ¡Avísenme cuando se acabe!Y, la verdad es que, aunque su pobre traje no

predisponía en su favor, ni menos aún su lenguaje,no tenla aspecto de un tramposo, sino que parecíamás bien un marino, un maestro de embarcación,acostumbrado a que se le obedeciese como capitán.El muchacho que traía la carretilla nos refirió que laposta del correo lo había dejado, la víspera, en laposada del Royal George, que allí se había informa-do qué albergues había a lo largo de la costa, y que,habiéndosele descripto el nuestro como muy pococoncurrido, lo había, elegido para su residencia. Esofue todo lo que pudimos averiguar acerca de nuestrohuésped.

El capitán no pecaba de locuaz. Todo el día se lopasaba, ya vagando a orillas de la caleta, ya encimade las rocas, con un largo anteojo marino. Por lasnoches se acomodaba en un rincón de la sala, cercadel fuego, y se dedicaba a beber ron y agua con to-das sus fuerzas. Las más de las veces no contestabacuando se le hablaba; contentábase con arrojar so-

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bre el que le dirigía la palabra una rápida y altiva mi-rada, y con dejar escapar de su nariz un resoplidoque formaba, en la atmósfera, cerca de su cara, unacurva de vapor espeso. Los de la casa y nuestrosamigos y clientes ordinarios pronto concluimos porno hacerle caso. Día a día, cuando retornaba a laposada de sus excursiones, preguntaba, in-variablemente, si no se habla visto a algunos mari-neros atravesar por el camino. Al principio nos pa-reció que la falta de camaradas que le hiciesencompañía le obligaba a hacer esa constante pre-gunta; pero luego vimos que lo que el procuraba eramás bien evitarlos. Cuando algún marinero se dete-nía en la posada, como lo hacían entonces y lo ha-cen aún los que siguen el camino de la costa paraBristol, el capitán examinábalo a través de las corti-nas y, cuando tal concurrente se presentaba, el per-manecía, invariablemente, mudo como una carpa.

Para mí, sin embargo, no había mucho de miste-rio ni de secreto en sus alarmas, en las cuales teníayo cierta participación. Un día me llamó aparte, yprometió darme una pieza de cuatro peniques el díaprimero de cada mes, con la condición de que estu-viese alerta y le avisara cuando notara la presenciade un marino con una sola pierna. Con frecuencia, sin

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embargo, cuando el día primero del mes iba yo areclamar el salario prometido, no me daba más res-puesta que su habitual resoplido nasal, clavando susojos airados en los míos, obligándome a bajarlos;pero, antes de que hubiera pasado una semana, loveía venir a mí trayéndome mi moneda, no sin reite-rarme las órdenes de estar alerta.

Imposible me sería contar hasta qué punto eseesperado personaje turbaba y entristecía mis sueños.En las noches tempestuosas, cuando el viento hacíaestremecer los cuatro ángulos de nuestra casa ycuando la marea bramaba, despedazando sus olas alo largo de la caleta y sobre los abruptos riscos, yolo vela aparecérseme, en sueños, en mil formas di-versas y con mil expresiones diabólicas. Ya era lapierna cortada hasta la rodilla, ya desarticulada des-de la cadera; ya se me aparecía como una especie decriatura monstruosa que nunca había tenido más deuna pierna, y ésta de forma indescriptible. En otrasocasiones lo veía saltar, correr y perseguirme porzanjas y vallados, lo cual constituía la peor de todasmis pesadillas. Hay que convenir en que con aque-llas visiones abominables pagaba bien cara mi pobrerenta mensual de cuatro peniques.

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Pero, si bien es cierto que tal era mi error a pro-pósito del marino de una pierna, también es ciertoque, por lo que respecta al capitán mismo, le teníaYo mucho menos miedo que cualquiera de los quelo conocían. Algunas noches tomaba mucho másron del que podía, razonablemente, tolerar su cabe-za. Entonces se le veía sentarse y entonar sus per-versas, salvajes y antiguas cantigas marina, de que yanadie hacía caso. A veces, luego de un convite gene-ral, forzaba a su tímido y trémulo auditorio a escu-char sus patibularias historias o a hacer coro a sussiniestras canciones. Con frecuencia, oía yo a la casaentera estremecerse con aquel estribillo:

El diablo, ¡oh, oh, oh!, ¡ viva el ron!

en el que todos los vecinos se le unían por amor asus vidas, por el temor de que aquel ogro les diesemuerte, y cada uno procurando levantar la voz másque el compañero de al lado, a fin de no llamar laatención por su negligencia; porque, durante aque-llos accesos el capitán era el compañero más intole-rable y arrebatado que se ha conocido.

Sus narraciones eran lo que espantaba a la gentemás que todo. Historias de ahorcados, bárbaros

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castigos, como el llamado paseo de la tabla, v temi-bles tempestades en el mar y en el paso de Tortugas,y salvajes hazañas y abruptos parajes en el mar Ca-ribe y costa firme. Por lo que dejaban traducir susnarraciones, debió pasar su vida entera entre l9hombres más perversos que Dios ha permitido quecrucen sobre los mares; el lenguaje que usaba paracontar todas sus historias disgustaba a aquel sencilloauditorio, casi tanto como los crímenes espantososque describía. Mi padre decía siempre que la posadaconcluiría por arruinarse, pues la gente dejaría deconcurrir a ella para evitar que se la tiranizase, se laasustase y se la mandase a acostar horripilada y es-tremecida; pero creo que, al contrario, su presencianos fue de mucho provecho. La gente comenzó portenerle un miedo atroz; pero a poco, según hoypuedo recordarlo, empezó a gustar de el. Porque, ala verdad, el capitán era una fuente de valiosas emo-ciones en medio de aquella quieta y sosegada vidade campo. Algunos de los más jóvenes de nuestrosvecinos no le escatimaban ya ni su admiración, lla-mándole un verdadero lobo marino, un tiburón le-gítimo y otros nombres parecidos, agregando que,hombres d su ralea son, precisamente, los que hacen

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que el nombre de Inglaterra sea temido y respetadoen el mar.

Pero, también, en cierto modo, no dejaba de lle-varnos bonitamente a la ruina, porque su perma-nencia se prolongaba en nuestra casa semana trassemana, y después mes tras mes, de tal manera queya aquellas primeras monedas de oro habían sidomás que gastadas, sin que mi padre se atreviese ainsistir demasiado en que las renovase. Sí alguna vezse permitía indicar algo, el capitán resoplaba de unamanera tan formidable, que se podría decir quebramaba, y, con su feroz mirada, arrojaba a mi po-bre padre fuera de la habitación. Yo lo vi, despuésde tales repulsas, retorcerse las manos con desespe-ración, y estoy seguro de que el fastidio y el terror,que se repartían su existencia, contribuyeron gran-demente a acelerar su infeliz muerte.

En todo el tiempo que vivió con nosotros el ca-pitán no hizo el menor cambio en su vestimenta.Habiéndosele caído una de las alas de su sombrero,no se ocupó de volver a su lugar primitivo aquelcolgajo, que era para el una molestia, sobre todocuando hacía viento. Recuerdo la miserable aparien-cia de su jubón, que remendaba el mismo en su ha-bitación, y que antes de su muerte no era ya más que

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remiendos. Jamás escribió ni recibió carta alguna nise dignaba hablar a nadie que no fuese los vecinosque el conocía por tales, y hacíalo solamente cuandobullían en su cabeza los vapores del alcohol. Encuanto al cofre que ha a traído consigo, ningunohabía logrado verlo abierto.

Sólo una vez se le vio realmente enojado y suce-dió poco antes de su triste muerte, en ocasión enque la salud de mi padre iba declinando en la pen-diente que acabó por llevarlo al sepulcro. El doctorLivesey había venido con cierto retardo, esa tarde,con el objeto de ver a su enfermo; tomó alguna lige-ra comida que le ofreció mi madre y entró en la salapara fumar su cigarro, mientras le traían su caballodesde el pueblo, porque en la posada carecíamos decaballeriza. Yo fui tras el, y recuerdo haber observa-do el contraste que ofreció a mis ojos aquel doctorfino y aseado, de cabellera empolvada, blanca comola nieve, de vivísimos ojos negros y maneras gratas yamables, con aquellos retozones palurdos del cam-po; y, más que todo, con el sucio, enorme y repug-nante espantajo de pirata de nuestra posada, queveía sentado en su rincón habitual, bastante avanza-do a aquella hora en su embriaguez cotidiana, y re-cargando sus brazos musculosos sobre la mesa. De

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repente, nuestro huésped comenzó a canturrear sueterna canción:

Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto,Son quince, joh, oh, oh!, son quince ¡viva el ron!El diablo y la bebida hicieron todo el resto,El diablo, ¡oh, oh, oh!, el diablo, ¡viva el ron!

Al principio habíame figurado que el cofre delmuerto a, que el se refería en su canción sería pro-bablemente aquel gran que guardaba arriba en sucuarto, y este pensamiento se -mezclado confusa-mente en mis pesadillas con la figura del esperadomarino cojo. Pero cuando sucedió lo que ahora re-fiero,¡ habíamos dejado de conceder la más pequeñaatención al canto de nuestro hombre, que, con ex-cepción del doctor Livesey conocido de todos. Pudeobservar, sin embargo, que al no. le producía efectoagradable, porque le vi levantar los ojos con aire debastante disgusto hacía el capitán, antes -de iniciarconversación con el viejo Taylor, el Jardinero, acer-ca de una n va curación para las afecciones reumáti-cas. Entretanto, el capitán parecía alegrarse alsonido de su propia música, de una gradual, hastaconcluir por golpear con su mano sobre la J11 de

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aquella manera brusca y autoritaria que todos noso-tros estamos muy bien que quería decir: "¡Silencio!".Todas las voces callaron a la vez, como por encan-to, excepto la del doctor L que continuó dejándoseoír Imperturbable, clara y agradable interrumpidasolamente cada dos o tres palabras por las chupadasque daba a su cigarro. El capitán lo miró fijo poralgunos momentos, volvió a golpear sobre la mesa,le una nueva mirada, más terrible todavía, y conclu-yó por vociferar con, un villano y soez juramento.

-¡Silencio, allí, los del entrepuente!-¿Era a mí a quien usted se dirigía? -preguntó el

doctor.Nuestro hombre contestó afirmativamente, no

sin añadir un nuevo juramento.-No curé a usted más que una cosa -dijo el doc-

tor-, y es quo, si usted continúa bebiendo ron comohasta ahora, muy pronto 0¡ mundo se verá libre deuna asquerosa sabandija. Sería inútil pretender des-cribir la furia que se apoderó del viejo al escucharesto. Púsose en pie de un salto, sacó y abrió una na-vaja marina de gran tamaño, y balanceándola abiertasobre la, palma de la mano, amenazó clavar al doc-tor contra la pared.

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Éste no hizo el más leve movimiento. Tornó ahablarle de nuevo, lo mismo que antes, por encimadel hombro y con el mismo tono de voz, sólo queun poco más alto, de manera que oyesen todos loscircunstantes, pero con la más perfecta calma y se-renidad: -Si no vuelve usted esa navaja al bolsillo eneste mismo instante, le juro a usted, por quien soy,que será ahorcado en la próxima reunión del tribu-nal del condado.

Siguió luego un combate de miradas entre uno yotro, pero pronto el capitán hubo de rendirse; guar-dó su arma y volvió a su asiento, gruñendo comoperro que ha sido mordido. : -Y, ahora, amigo -:continuó el doctor-, desde el momento en que meconsta la presencia de un hombre como usted en mídistrito, puede estar seguro de que ni de día ni denoche se le perderá de vista. Yo no soy solamenteun médico; soy también un magistrado; así es que, sillega hasta mí la queja más insignificante en su con-tra, aunque sólo sea un rasgo de grosería como el deesta noche, sabré tornar las medidas necesarias paraque se le de caza y se le arroje a usted del país.

Poco después llegó a la puerta la cabalgadura y eldoctor Livesey partió sin dilación; contra lo que es-

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perábamos, el capitán se mantuvo pacífico aquellanoche, y aún otras muchas de las subsiguientes.

2. Black Dog aparece y desaparece

No mucho tiempo después de lo referido en elcapitulo precedente, ocurrió el primero de los suce-sos misteriosos que nos desembarazaron, por fin,del capitán- aunque no de sus negocios, comopronto lo verán los que continúen en esta narración.Sufría a 1a sazón. un Invierno crudo y frío, con lar-gas y terribles das y deshechos temporales. Mi po-bre padre empeoraba día a de tal forma que se creía .muy remota la probabilidad de llegase a ver unanueva primavera. El manejo de la posada ha caídoenteramente en manos de mi madre y mías, y ambosMiramos demasiado que hacer con ella pata que nosfuese da el ocuparnos excesivamente de nuestro de-sagradable huésped.

Era una fría y desapacible mañana del mes deenero, muy temprano todavía; la caleta, cubierta deescarcha, aparecía gris o blanquecina, en tanto que lamarea subía, lamiendo suavemente las piedras de laplaya, y el sol, muy bajo aún, tocaba apenas las cimas

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de las lomas y brillaba allá, muy lejos, en el confíndel océano. El capitán se había levantado muchomás temprano que de costumbre y se había dirigidohacia la playa, con su especie de alfanje colgado bajolos anchos faldones de su vieja blusa marina, su an-teojo de larga vista bajo el brazo y su sombreroechado hacia atrás, sobre la cabeza. Todavía me pa-rece ver su respiración, suspensa, en forma de unaestela de humo, en el camino que iba recorriendo alargos pasos, y aún recuerdo que el -último sonidoque, oí de el cuando se hubo perdido tras de la granroca, fue un gran resoplido de Indignación, como sítodavía revolviese en su ánimo el recuerdo desagra-dable de la escena con el doctor Livesey.

Mi madre estaba a la sazón con mí padre, en suhabitación, y yo me ocupaba en arreglar la mesa pa-ra el almuerzo, mientras volvía el capitán, cuandorepentinamente se abrió la puerta de la sala y pene-tró en ésta un hombre que yo no había visto hastaentonces. Era un Individuo pálido y encanijado, encuya mano izquierda faltaban dos dedos y que, aun-que llevaba también su cuchillo al cinto, no tenía nicon mucho el aspecto de hombre de armas del mar.Yo siempre estaba en acecho de marineros de unasola pierna, o de dos; pero el que acababa de apare-

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cérseme era, para mí, un enigma. No tenía el aspectode un verdadero marino, y sin embargo había en elno sé qué aire de gente de mar.

Le pregunté, desde luego, en que podía servirle, yel me con. testó que deseaba tomar un poco de ron;pero apenas iba yo a salir de la. sala en busca de loque pedía, cuando se sentó a una de las mesas, indi-cándome que me acercase a el. Yo me detuve, te-niendo en mi mano una servilleta.

-Ven aquí, muchacho -me repitió-, acércate más.Yo di un paso hacia el.-¿Es para mi camarada Bill para quien has prepa-

rado esta mesa? -me preguntó, dirigiéndome ciertamirada extraña.

-Ignoro quién es su camarada Bill -le contesté-;esta mesa es para una persona que se aloja en nues-tra casa y a quien nos. otros llamamos el capitán.

-Eso es -replicó él-; mi camarada Bill. Puede serllamado capitán o no; es lo mismo. Tiene una cica-triz en una mejilla y un modos valientemente agra-dables, muy propios de el, sobre todo cuando estábebiendo. Como señas, pues... ¿qué más? ... Te re-pito que tu capitán tiene una cicatriz en un carrillo.... y si quieres más, te diré que ese carrillo es el dere-

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cho. .. ¡Ah, bueno! Ya lo había yo dicho... ¿con quemi camarada Bill está aquí, en esta casa?

-Ahora anda fuera -le contesté yo-; ha salido depaseo.

-¿Por donde se ha ido, muchacho?Señalé yo entonces en dirección de la roca, di-

ciéndole que el capitán no tardaría en volver; res-pondí a algunas otras de sus preguntas, y entoncesel añadió: -¡Ah, vamos! Esto será tan bueno comoun vaso de ron para mi querido camarada Bill.

La expresión de su cara, al decir esto, no teníanada de agradable, y yo tenía mis razones para pen-sar que aquel extraño se equivocaba. Pero, al fin y alcabo, pensé, aquello no era negocio mío. Además,no era asunto muy fácil el saber qué partido tomar.El recién venido se mantenía esquivándose tras laparte interior de la puerta de la posada, ojeando, desoslayo, en torno de su escondrijo, como gato queestá en acecho de un ratón. Una vez, salí yo hacia elcamino; pero el me llamó inmediatamente, y comono obedeciese con la celeridad por el deseada, uncambio instantáneo y espantoso se operó en susemblante enjuto, y me repitió su orden, acompa-ñándola de un juramento que me hizo brincar. Tanpronto como estuve adentro, reasumió el su primera

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actitud, burlona, dióme una palmadita sobre elhombro y me dijo:

-Vamos, chico, tú eres un buen muchacho, yo nohe querido más que asustarte en broma. Yo tengoun hijo de tu edad -añadió- que se te parece comoun montón a otro, y te aseguro que ya es el orgullode mi arte. Pero una gran cosa, para los muchachos,es la disciplina, chico... mucha disciplina. Mira, sialguna vez hubieras tú navegado con Bill, a buenseguro que no te hubieras quedado allí esperandoque te llamaran por segunda vez; te aseguro que no.Nunca Bill ha obrado de otro modo, ni ninguno delos que han navegado con el. Ahora bien, si no meengaño, allí viene el camarada Bill, con su anteojobajo el brazo. ¡Bendito sea su viejo arte, que mepermite reconocerlo! Sea enhorabuena; tú y yo, mu-chacho, vámonos allá detrás, a la sala, y nos escon-deremos tras de la puerta para dar a Bill una peque-ña sorpresa; ¡y bendito sea de nuevo su arte, una ymil veces!

Al decir esto, el hombre retrocedió conmigo a lasala y me colocó tras el, en el rincón, de manera talque quedábamos ocultos por la puerta abierta. Yoestaba realmente inquieto y alarmado, como es fácilfigurárselo, y añadía no poco a mis temores el ob-

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servar que aquel nuevo personaje tampoco las teníatodas consigo, Le veía aflojar la hoja de su cuchilloen la vaina, sin que, durante todo el tiempo que du-ró la espera, hubiese cesado de tragar saliva como sihubiera tenido, según la expresión familiar un nudoen la garganta.

Por último, entró el capitán, empujó la puertatras de sí, 514, mirar ni a Izquierda ni a derecha, ymarchó directamente, a través del cuarto, haciadonde le esperaba el almuerzo.

Entonces mi hombre pronunció con una voz queme pareció se esforzaba en hacer hueca y campana-da, esta sola palabra:

-¡Bill!El capitán giró rápidamente sobre sus talones y

se encaró a nosotros. Todo lo que había de morenoen su rostro había desaparecido -en aquel momento,y hasta su misma nariz ofrecía un tinte de una livi-dez azulada. Tenía el aspecto de un hombre que veun espectro o al diablo mismo, o algo peor, si es quelo hay, y créaseme, bajo mi palabra, que sentí com-pasión por el, al verle, en tan corto instante, ponersetan viejo y tan enfermo.

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-Ven acá, Bill, tú me conoces bien. No has olvi-dado a un viejo camarada, Bill, estoy seguro de ello -continuó diciendo el recién venido.

El capitán exclamó entonces, en una especie deboqueada penosa:

¡ Black Dog -¿Pues quién habla de ser sino el? -replicó el

otro, comenzando asentirse un poco más tranquilo-.Black Dog, al, que, lo mismo que antes, viene aquí ala posada del "Almirante Benbow para saludar a suviejo camarada Bill. ¡ Ah, -Bill, Bill, cuantas cosashemos visto juntos, nosotros dos, desde la época enque perdí estos dos "garfios"! -añadió, levantandoun poco su mano mutilada.

-Bien dijo el capitán-, ya veo que me has cazado...Aquí ¿de qué me tienes ... ; vamos..., ¿qué quieres?...Habla... Di..., se trata?

-Veo bien que eres el mismo -replicó Black Dog-,tienes razón, Bill, tienes razón. Voy a tornar un vasode ron que me traerá este buen Chiquillo,-a quientanto me he aficionado; en seguida nos sentaremos,si tú quieres, y hablaremos, lisa y llanamente, comobuenos camaradas que somos.

Cuando yo volví con el ron, ya los dos se habíansentado en cada una de las cabeceras de la mesa en

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que el capitán iba a almorzar. Black Dog hablasequedado más cerca de la puerta y se le veía sentadode lado, de modo que pudiese tener un ojo atento asu camarada antiguo, y otro, según me pareció, a suretirada libre.

Despidióme luego, ordenándome que dejase lapuerta abierta de par en par, y añadió:

-Nada de espiar por las cerraduras muchacho,¿entiendes?

Yo no tuve más remedio que dejarlos solos y re-tirarme a la cantina del establecimiento.

Durante largo rato, por más que puse mis cincosentidos en percibir algo de lo que pasaba, nada lle-gó a mis oídos, sino un rumor vago y confuso deconversación; pero, al cabo, las voces comenzaron ahacerse más y más perceptibles, y ya me fue posibleescuchar distintamente alguna que otra palabra, lamayor parte de las cuales eran juramentos e insolen-cias proferidos por el capitán.

-¡No, no, no, no! -le oí proferir-; ¡no!, y conclu-yamos de una vez- Y después añadió: -Si hay queahorcar, ahorcadlos a todos; ¡y basta!

Luego, de una manera repentina, todo se volvióuna tremenda explosión de juramentos y ruidostremebundos. Rodaron la silla y la mesa, siguióse un

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chis-chás de entrechocar de aceros y luego un gritode dolor. En ese instante pude ver a Black Dog enplena fuga y al capitán persiguiéndolo encarnizada-mente, ambos con sus cuchillas desenvainadas, y, elprimero de ellos manando abundante sangre de suhombro, izquierdo. En ese momento, al llegar a lapuerta, el capitán descargó sobre el fugitivo unatremenda y que debió ser última cuchillada, con lacual, sin duda alguna, lo habría abierto hasta la espi-na si no hubiera tropezado su arma con la enseña denuestra posada, que fue la que recibió el golpe, de-jando una señal que es fácil ver todavía hoy en elmarco de nuestro "Almirante Benhow hacia la partede abajo.

Aquel mandoble puso fin a la riña. Una vez afue-ra, y sobre el camino público, Black Dog, a despe-cho de su herida, pareció decir, con una prisamaravillosa, "pies, para qué os quiero y en mediominuto le vimos desaparecer tras de la cima de laloma cercana. El capitán, por su parte, permanecióclavado cerca de la enseña del establecimiento, co-mo un hombre extrañado. Después pasó su manovarias veces sobre sus ojos, como para cerciorarsede que no soñaba, y, en seguida, volvió a penetraren la casa.

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-¡Jim! -me dijo-. ¡Trae ron!Y al hablarme, se bamboleaba un poco y, con

una mano, se apoyaba contra la pared.-¿Está usted herido? -le pregunté.-¡Ron! -me repitió- Necesito irme de aquí... ¡Ron!

¡Ron!Corrí a buscárselo; pero, con la excitación que

los sucesos ocurridos me habían ocasionado, rompíun vaso, obstruí la llave, y cuando todavía estaba yoprocurando despacharme lo mejor posible, escuchéen la sala el ruidoso y pesado golpe de una personaque se desplomaba. Corrí y me encontré con elcuerpo del capitán tendido de largo a largo sobre elsuelo. En el mismo instante mi madre descendía co-rriendo la escalera para venir en mi ayuda. Entreambos levantamos la cabeza al capitán, que respira-ba fuerte y, penosamente, cuyos ojos estaban cerra-dos y en cuya cara parecía un color horrible.

-Cielos, cielos santos! -gritó mi madre-. ¡Qué desre nuestra casa, y con tu pobre padre enfermo!

Entretanto, a mí no se me ocurría la más insigni-ficante para socorrer al capitán, convencido de quehabía herido de muerte en su encarnizado combatecon aquel extraño. T ron para asegurarme de - ello,y traté de hacerlo pasar por su ganta; pero tenía los

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dientes terriblemente apretados unos contra otros, ysus quijadas estaban tan duras como si hubieran si-do de acero. Fue para nosotros entonces un grandí-simo alivio al ver abrirse la puerta y aparecer en ellaal doctor Livesey, que venía a hacer a mi padre suvisita diaria.

-¡Oh, doctor! -exclamamos mi madre y yo a lavez -. ¿Qué haremos? ¿En dónde estará herido?

-¿Herido? -dijo el doctor, ¡qué va a estarlo!; nimás ni menos que ustedes o yo. Este hombre acabade tener un ataque, como yo se lo había pronostica-do. Ahora bien, señora Hawkins, corra usted arribay, si es posible, no diga usted a nuestro enfermo niuna palabra de lo que pasa. Por mi parte, mi deberes tratar de hacer cuanto pueda por salvar la vidatres veces Inútil de este hombre. Anda, pues tú, Jim,y trae una palangana.

Cuando volví el doctor había ya descubierto elnervudo brazo del capitán, desembarazándolo desus mangas. Todo el aparecía pintado con esas figu-ras indelebles que se dibujan en el cuerpo los mari-neros y los presidiarios. "Buena suerte decía una desus inscripciones y, en otras, "Vientos prósperos","Capricho de Billy Bones" se podía leer, en caracte-res claros y cuidadosamente ejecutados sobre el an-

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tebrazo. Un poco más arriba, cerca del hombro, seveía un esbozo de patíbulo y, pendiente de el, unhombre ahorcado; todo, según a mí me pareció, eje-cutado con bastante destreza y propiedad.

- ¡Profético! -dijo el doctor, tocando este últimodibujo con su dedo- Y ahora, maese Billy Bones, sital es su nombre, vamos a ver de qué color es susangre.

Acto continuo tomó su lanceta y con gran habili-dad picó una vena. Una gran cantidad de sangre sa-lió antes de que el capitán abriera los ojos y echaseen torno suyo una mirada vaga y anublada. Recono-ció, luego, al doctor, a quien miró con un ceño im-posible de equivocar; en seguida me miró a mí, y mipresencia pareció aliviarle un tanto. Pero, de repen-te, su color cambió de nuevo; trató de enderezarsepor sí solo e inmediatamente exclamó:

-¿Dónde está Black Dog?-Aquí no hay ningún Black Dog -díjole el doc-

tor-, como no sea el que tiene usted dibujado sobresu espalda. Ha seguido usted bebiendo ron, y, comoyo se lo había anticipado, ha venido un ataque. Muycontra mi voluntad me he visto obligado, por deber,a atenderlo, pudiendo decir que casi he sacado austed de la sepultura. Y, ahora, maese Bones...

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-Ése no es mi nombre - interrumpió él.-No importa -replicó el doctor-; es el nombre de

cierto filibustero a quien yo conozco, y le llamo austed por el en gracia de la brevedad. Lo único quetengo que añadir es esto: un vaso de ron no le haríaa usted ningún daño; pero si usted toma uno, toma-rá otro, y otro después, y apostaría mi peluca a que,si no se contiene, se morirá en muy breve tiempo...,¿entiende usted esto? ... Se morirá y se irá al mismí-simo infierno, que es el lugar que le corresponde,como lo reza la Biblia. Ahora, vamos; haga un es-fuerzo. Yo le ayudaré por esta vez a llevarlo a sucama.

Entre los dos, y no sin trabajo, logramos llevarloa su cuarto, y acostarlo sobre su lecho, en cuya al-mohada dejó caer pesadamente la cabeza, como sise sintiera desmayar.

-Ahora, recuérdelo bien -dijo el doctor-; paradescargo de mi conciencia debo repetirle que parausted ron y muerte son dos palabras de un mismosignificado.

Dicho esto, se alejó de allí para ir a ver a mi pa-dre, tomándome del brazo para que lo acompañase.

-Eso no es nada -dijo en cuanto hubo cerrado lapuerta de sí-. Lé he extraído suficiente sangre para

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mantenerlo por bastante tiempo. Debe quedarse poruna semana en cama; es lo menos malo para el y pa-ra ustedes; pero un nuevo ata traería inevitable-mente la muerte.

3. El disco negro

Hacía el mediodía me llegué hasta el cuarto delcapitán. Lo encontré casi en la misma posición enque lo habíamos dejado, sólo que un poco más ha-cia arriba, pareciéndome al mismo tiempo, más dé-bil y algo excitado.

-Jim -me dijo-, tú eres el único que vale aquí algo,y S muy bien que siempre he sido bueno para conti-go. Jamás he dejado de darte, cada mes, tu monedade cuatro peniques. Ahora, pues, chiquillo..., mira...,yo me siento muy abatido y abandonado de todo elmundo... Por lo mismo..., Jim..., vamos..., Y" atraerme, ahora mismo, un vasillo de ron, ¿no esverdad?

-El doctor...comencé yo.Pero el me interrumpió, con una voz débil aun-

que animada.

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Quiero saberlo. Pero soy un bendito. Yo jamáshe derrochado un buen dinero mío, ni lo he perdidotampoco. Yo sabré pagárselas una vez más. No lestengo miedo; les soltaré otro rizo y ya los haré virarde bordo, chico, ¡ya lo verás!

En tanto que así hablaba, habíase levantado de lacama, aunque con gran dificultad, agarrándose -es lapalabra-, agarrándose a mi hombro con una presióntan fuerte que casi me hizo llorar, y moviendo suspiernas como si fuesen un peso muerto. Sus pa-labras, que, como se ve, estaban rebosando un pen-samiento activo y lleno de vida, constrastaban tris-temente con la debilidad de la voz en que eranpronunciadas. Cuando se hubo sentado en el bordede la cama, se detuvo un poco y, luego, murmuró:

-Ese doctor me ha hundido... los oídos me zum-ban... Acuéstame otra vez.

Pero antes de que me hubiera adelantado paracomplacerlo, el había caído de espaldas, en su posi-ción anterior, en la cual permaneció silencioso poralgún rato.

Jim -me dijo al cabo-, ¿has vuelto a ver a ese ma-rinero?

-¿A Black Dog? -le pregunté.

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-¡Ah, Black Dog! -exclamó el- Black Dog es unperverso; pero hay alguien que es peor, que le obligaa serlo. Ahora bien; si no fuera posible marcharmede aquí de ninguna manera, y si me envían un disconegro, acuérdate de que lo que ellos buscan es miviejo cofre de a bordo... Montas en un caballo..., loharás, ¿no es cierto?.. . montas en un caballo y vas aver..., pues.- si... no tiene remedio... a ese doctor deldemonio y le dirás que se de prisa en reunir a todassus gentes.. ., magistrados y cosas por el estilo...- yque haga rumbo con ellos y los traiga aquí, a bordodel "Almirante Benbow". lo mismo que a todo loque haya quedado de la vieja tripulación de Flint,hombres y grumetes. Yo fui primer piloto, sí, primerpiloto del viejo capitán Flint, y soy el único que co-noce el sitio Verdadero. £1 me lo descubrió en Sa-vannah, cuando estaba, como yo he estado hoy,próximo a la muerte. Pero tú no lo denunciarás, amenos que logren hacerme llegar su disco negro, oen caso de que vuelvas a ver nuevamente a eseBlack Dog, o a un marinero con una pierna sola...

-Pero, ¿qué significa ese disco negro, capitán?-pregunté.

-Esto no es más que una advertencia, chico -mecontestó. Yo te lo explicaré, si ellos logran lo que

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quieren. Entretanto, Jim, ten siempre tu ojo alerta, ypor mi honor te juro, que tú serás mi socio a partesiguales.

Divagó todavía un rato más. Su voz era, por ins-tantes, más y más débil. Le di en seguida su medici-na, que el apuró como un niño, sin hacer la másligera observación, y añadió luego: -Si alguna vez unmarino ha querido drogas, ése soy yo, ahora.

Después de decir esto, cayó en un sueño profun-do, muy parecido al desfallecimiento, y en este esta-do lo dejé.

¿Qué es lo que yo debía haber hecho, entonces,para que todo hubiera salido bien? No sé. Proba-blemente, debí haber contado todo al doctor, por-que el hecho es que yo me encontraba en unaangustia mortal temiendo que, cuando menos, searrepintiera el capitán de sus confidencias y quisieradar buena cuenta, de mí. Pero la muerte de mi pobrepadre, ocurrida aquella noche, me obligó a dejar delado cualquier otra cosa. Nuestra pesadumbre natu-ral, las visitas de los vecinos, los arreglos del funeraly todo el que hacer de la posada, que había que de-sempeñar en el ínterin, me tuvieron tan ocupado,que no tuve tiempo para acordarme del capitán ymucho menos para pensar en tenerle miedo.

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A la mañana siguiente, bajó por sí solo, segúncreo, a la sala; tomó sus alimentos como de costum-bre, aunque mucho menos que de costumbre, y, encambio, consumió mayor cantidad de ron que deordinario, pues el se sirvió, por su propia mano, enla cantina, enfurruñado y resoplando por la narizvisto lo cual ninguno se atrevió a contrariarlo. Y esanoche, la víspera del entierro, el capitán estaba tanborracho como de costumbre y era, en verdad, unacosa escandalosa en aquella casa sumida en el luto yla desolación, oírle cantar su eterna y horrible can-tilena marina. Pero, aun abatidos y tristes como es-tábamos, no dejaba de preocuparnos la idea delpeligro de muerte que sobre aquel hombre se cernía,tanto más cuanto que el doctor había sido urgente-mente llamado a mucha distancia de nuestra casa,para asistir a un enfermo, y después de la muerte demi padre, no volveríamos a verlo por mucho tiem-po.

He dicho que el capitán se hallaba débil, y la ver-dad es que no sólo lo estaba, sino que parecía de-caer más y más visiblemente en vez de recuperar susalud. Yo veíalo subir y bajar la escalera sumamenteagitado; y ya iba de la sala a la cantina, ya de la can-tina a la sala; ya medio se asomaba a la puerta exte-

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rior de la casa como para aspirar las brisas salobresdel mar, sosteniéndose en las paredes para no caer,y respirando fuerte y aprisa como un hombre queasciende la pendiente abrupta de una montaña. Novolvió a conversar reservadamente conmigo y yocreo que había olvidado sus confidencias; pero sucarácter se había vuelto cambiante, y, teniendo encuenta su debilidad, más violento que nunca. Cuan-do estaba ebrio, solía poner junto a sí, sobre la mesay desenvainado, su enorme alfanje o cuchilla. Pero,como contraste, se preocupaba menos de los concu-rrentes, absorto enteramente en sus propios pensa-mientos, sin hablar casi nada, pero divagando unpoco. Una vez, por ejemplo, con grandísima sorpre-sa nuestra, comenzó a dejar oír un canto nuevo paranosotros: era una especie de sonatilla amorosa, degente del campo, que el debió haber aprendido enSu juventud, antes de que se dedicara a la carrera demarino.

Así siguieron las cosas hasta el día siguiente alentierro de mi padre. Como a las tres de una tardenebulosa, helada y desagradable, estaba hacía unosmomentos parado en la puerta del establecimiento,lleno de tristes y desconsoladoras ideas acerca depobre padre, cuando noté que alguien se acercaba

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por el camino lentamente. Era un hombre al parecerciego, porque tanteaba delante de sí con un palo yllevaba puesta sobre sus ojos y nariz una gran vendaverde. Elevaba una pronunciada joroba, que podíaser por efecto del peso de años o de alguna enfer-medad. Ve una vieja y andrajosa capa marina con uncapuchón, que le daba un, aspecto deforme y horro-roso. Yo nunca he visto, en mi y U" figura más ho-rripilante y espantosa que aquélla. Detúvose unInstante cerca de la posada y, levantando la voz entono de canturria extraña y gangosa, lanzó al vientoesta súplica:

-¿Querrá algún alma caritativa informar a un po-brecito ciego que ha perdido el don preciosísimo dela vista en defensa voluntaria de su patria, Inglaterra(así bendiga Dios al rey Jorge), en dónde o en quéparte de este país se encuentra ahora?

Está usted en la posada del "Almirante Benbow".caleta d1 Plack Hill buen hombre -le dije yo.

- Oigo una voz, una voz de joven -me replicó el-.¿Quisiera usted darme su mano y guiarme adentro,mi bueno y amable niño?

Tendíle mi mano y, rápidamente, aquella horriblecriatura sin vista que tan dulcemente hablaba seapoderó de ella e una garra. Asustéme tanto que

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pugné por desasirme; pero e me atrajo hacia sí conuna sola contracción de su brazo.

-Ahora, muchacho -díjome-, llévame adonde estáel Señor -le contesté-, bajo mi palabra, le aseguroque no me atrevo.

¡Oh! -replicó el con una risita burlona-, llévameen el acto, o te destrozo el brazo.

Y así diciendo, aumentó la presión de su manode manera tan brutal que me obligó a lanzar un gri-to.

-Señor -añadí entonces-, si no me atrevo, es porusted. El capitán ya no es el mismo... Ahora tienesiempre junto a sí una cuchilla desenvainada. Otrocaballero...

-¡Vamos, vamos, en marcha! -me interrumpió elciego, con voz tan áspera, tan fría, tan ingrata y tanespantosa, como no he vuelto a oír jamás otra en mivida. Me atemorizó más todavía que el dolor queantes había sentido, así es que, sin vacilar, le obede-cí, llevándolo directamente hacia la sala, en dondenuestro filibustero permanecía sentado, entregado asu placer favorito.

El ciego se mantenía junto a mí, sujetándomecon su mano formidable, y dejando cargar sobre mí

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más peso de su cuerpo del que yo podía, razona-blemente, soportar.

-Llévame derecho adonde está el -Me repitió- ycuando esté yo a su vista, grítale: "Bill, aquí está unode sus amigos". Si no lo haces así, Yo te repetiréeste juego.

Y diciendo esto volvió a retorcerme el brazo deuna manera tan brutal y dolorosa, que creí que iba adesmayarme. Fue tal el terror que sentí por el men-digo ciego, que me olvidé de mi antiguo miedo alcapitán, y tan pronto como abrí la puerta de la sala,exclamé, como me había ordenado: -¡Bill, aquí estáuno de sus amigos!

El pobre capitán levantó los ojos y bastó unasola mirada para que huyeran de su cabeza los hu-mos que el ron había alojado en ella y se pusiera detodo punto natural y despejado. La expresión de surostro no era tanto ya de terror como de mortal yangustiosa agonía. Hizo un movimiento para poner-se en pie, pero no creo que le quedaban fuerzas su-ficientes para realizarlo. -Veamos, Bill -díjole elmendigo-: no hay por qué incomodarse; quédate allísentado en donde estás. Aunque no puedo ver pue-do oír, sin embargo, hasta el movimiento de un de-do. No hablemos mucho; vamos al asunto; negocio

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es negocio. Levanta tu mano izquierda..., muchacho,toma su mano izquierda por la muñeca y acércala ami mano derecha.

Ambos obedecimos como fascinados, al pie de laletra, y noté, entonces, que el ciego hacía pasar a ladel capitán algo que traía en la mano misma con queempuñaba su bastón. El capitán apretó y cerróaquello en la suya nerviosa y rápidamente.

-¡Ya está hecho! -dijo entonces el ciego, y al pro-nunciar estas palabras, se desasió de mí brusca-mente, y con increíble exactitud y destreza, salió, depor sí, fuera de la sala y se lanzó al camino real, sinque yo hubiera podido todavía moverme del sitio enque me hallaba, como petrificado, cuando ya se ha-bía perdido, a lo lejos, el tap-tap de su caña tantean-do, a distancia, sobre la vía por donde marchaba.

Pasó algún tiempo antes de que el capitán y yonos recuperamos; pero al cabo, v casi en el mismoinstante, solté su puño; lanzó el una mirada ansiosaa lo que tenía en la palma (le la mano y, en seguida,exclamó, poniéndose violentamente de pie: -¡A lasdiez!... ¡Aún es tiempo!

Al decir esto y al ponerse en pie, vaciló como unhombre ebrio, llevose ambas manos a la. garganta,se quedó oscilando por un momento y, luego, con

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un extraño ruido se desplomó cuan largo era, dandocon su rostro en el suelo.

Yo me precipité hacia el, llamando a gritos a mimadre. Pero todo apresuramiento era vano. El ca-pitán yacía exánime, fulminado por un ataque deapoplejía.

¡Cosa extraña y curiosa! Yo, que no había sentidojamás cariño por aquel hombre, aun cuando en susúltimos días me inspirase una gran compasión, tanpronto como comprobé su muerte, rompí en unverdadero torrente de lágrimas. Aquélla era la se-gunda muerte que yo veía, y el dolor de la primeraestaba todavía demasiado reciente en mi corazón.

4. El cofre del muerto

Me faltó tiempo entonces para hacer lo que debíahaber hecho mucho tiempo antes, y fue contar a mimadre todo lo que sabía. Luego de un breve análisisde la situación, vi que nos encontrábamos en unaposición sobre manera difícil. Parte del dinero deaquel hombre -si alguno tenía- nos lo debía; pero noera muy presumible que por pagar las deudas deldifunto los extraños y siniestros camaradas del ca-

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pitán, sobre todo aquellos dos que ya me eran cono-cidos, consintieran en deshacerse de parte del botínque pensaban repartirse. Cumplir la orden que elcapitán me, había dado, corno se recordará, de quesaltase al punto sobre un caballo y corriese en buscadel doctor Livesey, hubiera dejado a mi madre solay sin protección, por lo cual no había que pensar enello. Lo cierto es que no nos era posible a ambos elpermanecer mucho tiempo en la casa; los rumoresmás Insignificantes, como el carbón cayendo en lahornilla del fogón de la cocina, el tic-tac del reloj depared y otros por el estilo, nos llenaban de terrorsupersticioso. Un ruido apagado de pisadas cautelo-sas que se acercaban a las inmediaciones de la posa-da, llenaba el ambiente tétrico y así, entre el cadáverdel pobre capitán yaciendo sobre el Piso de la sala, yel recuerdo de aquel detestable y horroroso pordio-sero ciego, rondando, quizá muy cerca y, tal vez,pronto a volver, momentos había en que, comosuele decirse, no me llegaba la camisa al cuerpo. Erapreciso adoptar una resolución inmediata, cual-quiera que fuese, y, al fin, se nos ocurrió irnos jun-tos y pedir socorro en la aldea cercana.

Era ya noche cerrada cuando llegamos a la aldea,y jamás olvidaré lo mucho que me animó el ver, en

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puertas y ventanas, el brillo amarillento de las luces;aunque, ¡ay!, como después se vio, aquél era el únicoauxilio que podíamos esperar por aquel lado. Por-que no hubo un solo -por más vergonzoso que estosea para aquellos hombres-, no hubo quien consin-tiera en acompañarnos de vuelta a la posada. A me-dida que detallábamos nuestras desgracias, veíamosque hombres, mujeres y niños se aferraban más enquedarse al abrigo de sus hogares. El nombre delcapitán Flint, por más que para mí era completa-mente extraño, era bastante conocido para algunosde aquellos campesinos y bastaba el sólo para llevarel terror a sus corazones. Algunos de aquellos hom-bres, que habían estado trabajando en el campo, enlas cercanías del "Almirante Benbow", recordaban,además, haber visto a varios extraños, en el caminoy tomándolos por contrabandistas, los habían obli-gado a alejarse; otros aseguraban haber visto unaespecie de bote de vela cuadrada en la parte de lacosta que llamamos Caleta del Gato. Por lo visto, lasola mención de un simple camarada del capitán erasuficiente para producir un terror mortal a aquellasgentes. Y si bien después de muchas vueltas revuel-tas encontramos a algunos dispuestos a montar e ira p Venir al doctor Livesey de lo que sucedía,- debi-

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do a que tenía que ir en dirección contraria a la po-sada, lo cierto es que ninguno quiso venir a ayudar-nos a defenderla.

Se dice que el miedo es contagioso; pero, encambio, la elocuencia posee fuerza de convicción,así que, cuando cada uno hubo expresado su opi-nión, mí madre les dirigió un pequeño discurso.

-Yo declaro- dijo-, entre otras cosas- que jamásconsentiré", en perder dinero que pertenece a míhijo huérfano, y si ninguno de ustedes se atreve aayudamos, Jim y yo nos atreveremos a todo. Ahoramismo nos volveremos por donde hemos venido, ypocas gracias doy a ustedes, camastrones, desentra-ñados, corazones de conejos. Solos abriremos esamaleta; aunque nos cueste la, vida ese atrevimiento.Gracias mil a usted, señora Crossley, por este saqui-llo que me ha prestado, en el cual traeré mi "muymío", y muy legítimo dinero.

Es Indudable que ratifiqué que Iría con mi ma-dre, y lo es también que todas aquellas gentes pro-testaron contra nuestra temeridad; pero, con todo,no hubo uno sólo que se resolviera a acompañamos.Todo lo más que hicieron fue darme una pistolacargada" por si acaso nos atacaban, y prometernosque tendrían listos los: caballos ensillados para el

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caso de que fuésemos perseguidos en nuestra vuelta.Mientras, un muchacho corría en busca del doctor,para pedir auxilio armado.

Mi corazón latía violentamente cuándo mí madrey yo retornábamos, en medio de aquella noche hela-da, para afrontar tan temible y peligrosa aventura.La luna llena comenzaba a levantar su disco rojizosobre las vagas siluetas de las nieblas del horizonte,cual nos Incitaba a acelerar el paso, porque no tar-daría en que. dar todo Inundado de una diáfana cla-ridad y nuestra partida queda. r expuesta, por lomismo, a los ojos vigilantes de nuestros enemigos.Deslizándonos cautelosamente a lo largo de los se-tos y vallados sin hacer el menor ruido, y sin ver nioír nada que aumentase nuestras zozobras, logra-mos, con gran consuelo nuestro que la puerta de laposada se cerrara tras de nosotros. Corrí instintiva-mente el cerrojo tan pronto como entramos, y nosquedamos por un momento en medio de la oscuri-dad, Jadeantes y palpitantes, sin más compañía queel cadáver del capitán. Mi madre fue al mostrador ytomó una bujía y, asidos ambos de las manos Intro-dujimos en la sala.

-Corre las persianas, Jim -murmuró mi madre-;podría suceder que viniesen a espiarnos desde afue-

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ra. Y ahora -añadió, cuando su orden fue ejecutada-,tenemos que buscar la llave de eso y veremos quiénes el que lo caza.

Púseme de rodillas inmediatamente. En el suelo,muy cerca de la mano del difunto, me encontré undisco pequeño de papel, ennegrecido de un lado.No dudé de que esto era el disco negro a que el sehabía referido, y, levantándolo, encontré escrito, alotro lado, en letra muy buena y muy clara, esta inti-mación lacónica: "Se le da a usted de plazo hasta lasdiez de esta noche".

-Le dieron de plazo hasta las diez, madre -dije, yno bien acababa de pronunciar estas palabras,cuando nuestro viejo reloj crujió y comenzó a sonarpausadamente sus campanadas haciéndonos estre-mecer con un movimiento involuntario.

-¡Una..., dos..., tres..., cuatro..., cinco..., seis! ¡Lasseis! Son las seis; apenas... tenemos tiempo, Jim -dijomi madre. Ahora, veamos; ¡esa llave!

Busqué en cada uno de sus bolsillos; algunas pe-queñas monedas, un dedal, un poco de hilo, agujasgruesas, un pedazo de tabaco de pipa, su navaja demango corvo, una brújula de bolsillo y una cajitacon eslabón y yesca, fue todo lo que encontré.

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-Tal vez la tenga colgada al cuello -sugirió mimadre, al notar mi desconcierto.

Sobreponiéndome a una gran repugnancia, meresolví a abrirle la camisa, y allí, suspensa de un su-cio cordoncillo embreado que me di prisa a cortarcon su propia navaja, estaba la llave que bus-cábamos. Esta primera victoria entonó nuestro va-lor y llenos de esperanza nos apresuramos a subir ala habitación del difunto, en la que había dormidopor tan largo tiempo y en la cual su cofre de a bordohabía permanecido desde el día de su llegada.

Era una maleta de marino común y corriente,sólo que por fuera llevaba esta inicial: B, hecha conun hierro candente, y las esquinas aparecían un po-co rotas y estropeadas, debido, tal vez a un uso lar-go y poco cuidadoso.

-Dame esa llave -dijo mi madre; y a pesar de quela chapa estaba muy dura, la abrió y levantó la tapade la maleta en un abrir y cerrar de ojos.

Un fuerte olor a tabaco y a brea salió inmediata-mente del interior; pero nada pudimos ver en elcompartimento de arriba, con excepción de un trajede muy buena tela cuidadosamente cepillado y do-blado, que, según dijo mi madre, jamás debió habersido usado. Bajo de el comenzaba la miscelánea: un

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cuadrante, una cajilla de hojalata, varios palillos detabaco, dos pares de muy buenas y hermosas pisto-las, un trozo de lingote de plata, un antiguo reloj es-pañol y algunas otras baratijas de poco valor, en sumayor parte de estructura extranjera; un par debrújulas montadas en latón y cinco o seis extrañas ycuriosas. conchas de los mares de las Indias Occi-dentales. Con frecuencia he pensado después, paraqué había traído y guardado aquellos mariscos en eltranscurso de su azarosa, culpable y agitada vida.

Entretanto, no habíamos encontrado nada devalor, excepto la barrilla y las baratijas de plata, que,por cierto, no era lo que buscábamos. Debajo habíaun viejo capote de a bordo, blanqueado.., con lassales marinas, que mi madre levantó con impacien-cia, des. cubriendo a nuestra vista las últimas cosasque contenía la maleta, gran éstas: un paquete o le-gajo de papeles, envueltos cuidadosamente en telaimpermeable, y una talega de cáñamo, que nos bastóagitar para que su sonido nos dijese que conteníaoro.

-Yo les probaré a esos pícaros -prorrumpió mimadre- que soy tina mujer honrada. Tomaré de aquílo que se nos debe y ni un solo penique más. Ten elsaquito de la señora Crossley.

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- Y diciendo esto, comenzó a contar escrupulo-samente el monto de lo adeudado, pasando las mo-nedas de la talega del capitán al saquillo que yosostenía abierto con mis manos.

Fue aquélla una operación larga y difícil, porquelas monedas eran de todos los países y de todos loscuños Imaginables; doblones y liudes de oro, gui-neas y piezas de a ocho, y no sé, cuántas otras mástodas mezcladas y en montón. Las guineas, además,escaseaban y ellas eran las únicas con que mi madresabía contar.

Habríamos llegado a la mitad de nuestra tarea,cuando súbitamente tuve que poner mi mano sobreel brazo de mi madre e Imponerle silencio, porqueacababa de oír un rumor que hizo que el corazónme latiera de nuevo hasta querer salírseme por laboca; era el formidable tap-tap del bastón del ciegomendigo golpeando sobre la superficie helada delcamino. 01 que se acercaba más y más, en tanto quenosotros procurábamos contener hasta la respira-ción. Por fin golpeó con firmeza la puerta de la po-sada y luego oímos, distintamente, que hacía jugar laperilla de fuera de la cerradura y el cerrojo crujíacon los esfuerzos que aquel miserable hacía paraentrar. Hubo -un silencio largo y angustioso, tanto

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fuera, como dentro de la casa. Por fin, el tap-tap delbastón comenzó de nuevo y, con alegría indescrip-tible de nuestra parte, acabó extinguiéndose a lo le-jos lentamente, hasta que, por último cesó porcompleto.

-Madre -le dije yo-, tome, usted todo de una vezy vámonos. Parecíame que la puerta, con el cerrojocerrado, debió de excitar las sospechas de aquelhombre y que, probablemente, nos echaría encima atodo su nido de gavilanes. Por lo demás, nadie queno se haya visto en presencia de aquel terrible ciego,puede explicarse cuánto me felicité `de haber tenidoantes la ocurrencia de correr el cerrojo cuando en-tramos.

Empero mi madre, azorada como estaba, no qui-so tomar ni un céntimo más de lo que se nos debía;pero tampoco uno menos.

-Todavía no han dado las siete -dijo-; falta mu-cho aún; yo sé lo que me corresponde y lo que quie-ro a todo trance.

Aún discutía conmigo cuando un ligero silbidollegó hasta n otros, lanzado a buena distancia sobrela loma. Aquello era tanto y más que bastante paranosotros dos.

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-Me llevaré lo que he contado -dijo mi madre -yyo tomo esto para redondear la cuenta -agregué,apoderándome del lío de papeles envueltos en telaimpermeable.

Un instante después ambos bajábamos a todaprisa la escalera, dejando la vela junto al cajón vacío,y no tardamos sino pocos segundos en abrir lapuerta exterior y ponernos en plena retirada. Unminuto más de dilación y hubiera sido ya demasiadotarde. La niebla se estaba desbaratando rápidamentey ya la luna brillaba con toda claridad en la parteelevada del terreno, a uno y otro lado nuestro, yapenas si quedaba ya un tenue velo a la orilla de lahondonada y las puertas de la taberna, para favore-cer con su gasa, todavía no rota, los primeros pasosde nuestra fuga. Mucho antes de que hubiéramospodido llegar a la mitad del camino que lleva a laaldea, muy poco más allá del pie de la loma, debía-mos penetrar forzosamente, en el espacio claro ydescubierto alumbrado por la luna. Pero eso no fuetodo: el rumor de pasos numerosos que se acerca-ban en tropel llegó hasta nuestros oídos, y, al miraren dirección a ellos, pudimos notar, a causa de lasoscilaciones de una lucecilla y de su rápida aproxi-

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mación, que uno de los que se acercaban traía unalinterna.

-Hijo mío -díjome mi madre de repente-, toma eldinero y escápate corriendo. Yo siento que voy adesmayarme.

Pensé que era el fin de todo para nosotros.¡Cuánto execré en aquel momento la cobardía de.los vecinos, cuánto no desaprobé a mi pobre madrepor su honradez y su avaricia, lo mismo que por supasado atrevimiento y su extrema debilidad, enaquella hora! Para nuestra gran fortuna, en aquelinstante nos encontrábamos sobre el pequeñopuente; yo la sostuve lo mejor que pude, vacilantecomo estaba, hasta la extremidad de la ribera, endonde exhaló un suspiro y se dejó caer sobre mihombro. No podré decir ahora cómo encontré enmí fuerzas bastantes para hacer lo que hice en aque-llas criticas circunstancias, y aun me temo que lo queejecuté lo llevé a cabo con cierta brusquedad; el he-cho es que logré fuerzas para hacerla bajar conmigoel paredón de la hondonada, casi arrastrándola ycolocándonos bajo el arco del mismo puente. Nadamás pude hacer después de esto, porque el puente-cillo era demasiado bajo para permitirnos otra cosaque el acurrucarme a mí debajo de el, dejando a mi

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madre casi enteramente afuera; pero quedando am-bos a tan corta distancia de la posada, podíamos oírclaramente lo que se hablara en ella.

5. El fin del mendigo ciego

Mi curiosidad, empero, pudo más que mis temo-res; comprendí que el permanecer allí no me traíamás utilidad que la de pasarme agazapado Dios sabecuánto tiempo, por lo cual trepé, como pude, unavez más, al paredón del barranco, y, ocultando micabeza entre las retamas, pude colocarme en posi-ción de dominar desde allí toda la parte del caminoque paga frente a nuestra puerta. Apenas había lo-grado acomodarme, cuando nuestros enemigos co-menzaron a llegar en número de siete u ocho, a todacarrera, golpeando desacompasadamente los pies enel sendero y trayendo a la vanguardia al hombre dela linterna. Tres hombres corrían juntos, tomadosde las manos, y yo comprendí, luego, aun a través dela niebla, que el que formaba el centro del trío noera otro que mi formidable mendigo ciego. Un mo-mento después, su voz me probó que no me habíaequivocado.

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-¡Abajo la puerta! -gritó.-¡Bien, bien, señor! -contestaron dos o tres de los

asaltantes, los cuales se precipitaron en tropel sobrela puerta de la posada, seguidos por el hombre de lalinterna; pero luego los vi detenerse y cambiar algu-nas palabras en voz baja, como sorprendidos dehaber encontrado abierta la misma. entrada que seproponían forzar. Pero su sorpresa fue pasajera; elciego volvió a lanzar órdenes, oyéndose su voz másfuerte y más levantada, como si se sintiera encendi-do por un grande anhelo y una violenta rabia almismo tiempo.

-¡Adentro, adentro, adentro! -les gritaba, profi-riendo maldiciones y juramentos por lo que a el leparecía tardanza.

Cuatro o cinco se apresuraron a obedecer, per-maneciendo dos, en el sendero al lado de aquelmendigo formidable. Hubo otra, pausa, no muy lar-ga, y tras ella resonó una exclamación de sorpresa,seguida por una voz que clamó desde adentro: ¡Billha muerto!

Pero el ciego, lanzóles un tremendo y nuevo ju-ramento, por su poca diligencia, añadiendo:-Regístrelo alguno de ustedes, tramposos, vagabun-dos, ¡y los demás, arriba y a bajar la maleta!

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Hasta mi escondite llegaba el ruido de las pisadasde aquellos hombres en los peldaños de madera denuestra escalera; por tanto, es seguro que la casaentera debía retemblar con ella. En el momento sesiguieron nuevas exclamaciones de sorpresa: laventana del cuarto del capitán fue abierta de par enpar con un empujón violento, acompañado de ruidode vidrios que se rompían. Un hombre apareció enella, iluminado por la luz plena de la luna, y se diri-gió al mendigo ciego, que se encontraba, como hedicho, en el camino, y, precisamente, debajo de laventana recién abierta.

-Pew -le gritó-, nos han ganado de mano. Al-guien ha registrado la maleta.

-¿Está eso allí? -preguntó.-El dinero, sí -contestó el de arriba.-¡Carguen mil diablos contigo y el dinero! Lo que

yo pregunto es si está el manuscrito de Flint, ¡ber-gante!

-Por lo que he visto no hay nada -replicó el otro.-Bueno; bajen y vean si está sobre el cadáver de

Bill.En ese momento, otro de la partida, probable-

mente el que se había quedado en la sala registrandoel cuerpo del capitán, apareció en la puerta de la po-

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sada, diciendo: -Bill ya ha sido registrado; no handejado nada sobre el.

-Han sido las gentes de la posada, ha sido esemuchacho. De buena gana le hubiera arrancado losojos -rugió el ciego Pew. No ha mucho que estabanaquí todavía; la puerta tenía cerrojo puesto cuandoyo quise entrar. ¡A registrar, muchachos, a registrar ya encontrarlos!

Siguióse entonces una infernal batahola, un vai-vén indecible dentro de la casa; ruidos de pisadasresonaban de un lado y otro; rumor de mueblesarrojados al suelo; puertas abiertas a puntapiés;hasta las rocas repitieron, con sus ecos, aquel ruidoinfernal. Vióse entonces a todos aquellos hombressalir al camino, uno tras del otro, declarando quenada les quedaba que registrar y que, seguramente,no estábamos ocultos dentro de la casa. En aquelinstante, el mismo silbido que tanto nos había alar-mado a mi madre y a mí cuando contábamos el di-nero del difunto capitán volvió a oírse clara ydistintamente, en medio de la noche; pero, en estaocasión, repetido dos veces. Yo había creído queese sonido era algo como la trompeta del ciego, or-denando con ella a su tripulación lanzarse al abor-daje; pero entonces comprendí que -no era sino una

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señal soltada sigilosamente del lado de la loma endirección de la aldea, y, según el efecto que ella pro-dujo en nuestros filibusteros, era un aviso preventi-vo de algún peligro cercano.

-Dirk ha silbado -dijo uno-, ¡y dos veces! ¡Tene-mos que ponernos en guardia!

-¡Pon en guardia al infierno malandrín! -gritólePew-. Dirk siempre ha sido un cobarde y un tonto, yustedes no deben hacerle caso. Esas gentes debenestar por aquí, muy cerca, las tenemos a mano, conseguridad. Revolvedlo y registradlo todo ... ¿A quéhemos venido, si no, perros de Satanás? ¡Oh!, ¡porla vida del diablo! ... ¡Si tuviera yo mis ojos! ...

Estas exclamaciones parecieron producir algúnefecto, pues dos de los de la banda comenzaron aregistrar aquí y acullá, entre las duelas y trastos quehabía por afuera; pero con poca resolución, segúnme pareció, Y siempre teniendo un ojo listo paraescapar al peligro que temían, mientras que los res-tantes estaban aún indecisos y vacilantes en el cami-no.

-¡Ah, imbéciles! -exclamaba el ciego-; tienen uste-des las manos puestas sobre millones, ¡y están ahícomo idiotas, con los brazos cruzados! Todos uste-des pueden hacerse en un momento tan ricos como

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reyes con sólo encontrar eso, que muy bien sabenque está por aquí, a su alcance, ¡y ninguno quiere ha-cer su obligación! ¡Bergantes! ¡Bergantes! Ningunode ustedes se atrevió a presentarse a Bill, y tuve quehacerlo yo..- ¡un ciego! Pues bien, no quiero perderla parte que me corresponde por culpa de ustedes.¡Qué! ¿Voy a seguir siendo toda la vida un pordiose-ro que se arrastra chicaneando y trampeando por unmiserable vaso de ron, cuando debo y puedo rodaren coches magníficos? ¡Si esas gentes se volvieranojos de hormiga todavía deberían ustedes en-contrarlas!

-Cierra tu escotilla, Pew -gruñó uno de los ban-didos- Por lo menos, hemos pescado los doblones.

-Es seguro que ellos habrán escondido bien elmaldito lío -saltó otro-; pero no perdamos tiempo,toma tú los Jorges1, Pew, y no estés ahí chillando.

Chillando era la palabra exacta, y, al oírla, la malcontenida cólera del ciego hizo explosión, excitadaya por las objeciones precedentes, tan furiosamente,que su excitación se sobrepuso a todo; as! fue que,empuñando su grueso bastón, arremetió con el a sus

1 Las monedas inglesas qué llevaban el busto del rey; recuérdese que enel talego las había de todos los cuños y de todas las naciones. (N. delT.)

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secuaces, golpeando con rabia a derecha e izquierda,a pesar de su ceguera, llegando hasta mí los tremen-dos golpes que descargaba sobre los que no podíanponerse fuera de su alcance.

Éstos, a su vez, respondieron vomitando las máshorribles injurias y amenazas sobre el perverso cie-go y se lanzaron sobre el pretendiendo apoderarsedel garrote.

Esta riña fue, para nosotros, la salvación, puestodavía estaban aquellos hombres empeñados enella cuando el nuevo ruido del galope tendido devarios caballos se dejó oír hacia la cumbre de la lo-ma, por el lado de la aldea. Casi en el mismo ins-tante percibiose simultáneamente, la luz y el truenode un pistoletazo que partió del lado del vallado.Aquélla era, evidentemente, la última señal de peli-gro, porque los filibusteros se pusieron en fuga alinstante, en precipitada carrera. Todos corrieron endirección diferente; rumbo al mar; otros hacia la ca-leta; otros, oblicuamente, por la loma, y así los de-más, de tal manera que, en menos tiempo del quenecesito para contarlo, no quedaban ya ni trazas deellos, excepto el ciego Pew. En cuanto a éste, lo ha-bían abandonado, no sabré decir si por el pánicoque de ellos se apoderó o en venganza de sus inju-

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rias y garrotazos. El hecho es que el estaba allí, de-trás de todos, tanteando el camino con su bastón,loca y desesperadamente, y llamando a gritos a suscamaradas fugitivos., Finalmente, tomó por la peordirección para el, rumbo a la aldea, y pasó a muypocos pasos de mi escondite, clamando frenética-mente: -¡Juanillo, Black Dog, Dirk! -y otros nombresmás- Ustedes no dejarán aquí a su viejo Pew; com-pañeros ... ¡no dejarán a su pobre Pew!

En aquel instante el ruido de los caballos llegó ala cumbre, y cuatro o cinco jinetes aparecieron so-bre la loma, alumbrados por la luna y se precipita-ron, a galope tendido, por el declive.

Comprendió entonces Pew su error; trató devolverse, prorrumpió en una maldición, y se dirigióhacia la zanja, en la cual rodó. En un segundo ya sehabía puesto en pie nuevamente e intentaba escapar;pero, descarriado ya como estaba, no hizo más quecolocarse precisamente bajo el más próximo de loscaballos que se acercaban. El jinete trató de evitarlo,pero fue en vano. El mendigo cayó, atropellado porel bruto, que le echó por tierra y estampó sobre eldespedazándolo, entre sus cuatro herrados y pode-rosos cascos. Pew dejó oír un grito horrible y an-gustioso, que se perdió en el silencio trágico de la

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noche; cayó sobre un costado, giró luego débil-mente con el rostro a tierra, y no volvió a moverse.

Yo me enderecé entonces y saludé cortésmente alos jinetes, que retrocedían horrorizados, por el ac-cidente ocurrido. No tardé en darme cuenta dequiénes eran ellos. Uno, que venía detrás de todos,era el muchacho que había ido a la aldea en buscadel doctor Livesey; los demás eran aduaneros oguardas fiscales que aquél habla encontrado en sucamino y con los cuales se había entendido para re-gresar sin pérdida de tiempo. La noticia de aquellaextraña barca de vela cuadrada surta en la Caleta delGato había llegado hasta el inspector Dance, quehabía resuelto hacer una excursión aquella noche endirección a nuestras playas, circunstancia sin la cuales seguro que mi madre y yo habríamos perdido lavida.

En cuanto a Pew, estaba muerto. Por lo que hacea mi madre a quien condujimos a la aldea, algunosbaños de agua fría y algunas sales que le hicimos as-pirar, le volvieron por completo conocimiento; y,aunque quedó enteramente exhausta por sus terro-res, continuaba deplorando el resto del dinero queno quiso tomar. En el ínterin, el Inspector apresurósu marcha tanto cuanto p en dirección a la Caleta

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del Gato; pero sus guardas tenían desmontar e irmarchando a tientas por las escabrosidades de ca-ñada, llevando del ronzal a los caballos, algunas ve-ces conteniéndolos y, cautelosamente, con el temorde una emboscada. No pues ninguna sorpresa elque, cuando llegaron al lugar en que bien que la bar-ca estaba fondeada, ésta se hubiera hecho ya a mar,el bien estaba aún a cortísima distancia de la playa.No obstante la voz del Inspector pudo llegar hastalos fugitivos, uno de los cuales le gritó que se quita-se de la luz de la luna, porque p r Ir a saludarle unpoco de plomo. No acababa de apagarse el eco deesta intimidación, cuando silbó una bala de mos-quete rozando e el brazo de Dance, y, acto conti-nuo¡ la embarcación dobló la punta de la caleta ydesapareció. El Inspector se quedó, según su propiaexpresión, "como pez. fuera del agua” y lo únicoque pudo hacer fue enviar un hombre a Bristol paraprevenir el posible arribo de aquella falúa, lo cual ensu opinión era lo mismo que nada. n conseguidosalvarse -añadió-, y la cosa ha concluido allí. Me ale-gro, eso sí mucho, de que hayamos terminado conmaese Pew, que, de no ser así, ya hubiera recibidonoticias mías.

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Volvime con 61 a la posada del "Almirante Ben-bow". Nadie podrá imaginarse el, cuadro de desola-ción, que encontré en nuestra casa. El reloj, con sugran caja de madera, había sido arrojado, al suelopor aquellos bárbaros en su desesperada cacería, de,la, cual ¡ni madre y yo éramos presa codiciada, y auncuando nada se habían llevado, a excepción del tale-go con el dinero del capitán y algunas monedas deplata de nuestra gaveta, pude hacerme cargo, desdela primera ojeada, de que estábamos arruinados. Elinspector Dance no podía hacer nada para remediaraquel caos.

-Bueno, Jim. -díjome-; tú afirmas que ellos toma-ron el dinero, ¿no es así? Entonces, ¿qué fortuna erala que buscaban aquí? ¿Más dinero, tal vez?

-No, señor, creo que no era dinero -le contesté-;yo creo tener aquí, en la bolsa del pecho de mi ju-bón, lo que ellos buscaban, y quisiera depositarlo enun lugar seguro.

-¿Para ponerlo a salvo, muchacho? Me parecemuy bueno -dijo-. Yo me lo llevaré, si tú quieres ...

-Yo pensaba tal vez que el doctor Livesey... -comencé yo.

-¡Excelente! ¡Magnífico! -me interrumpió el enmuy amable tono-; tu idea es inmejorable; el es todo

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un caballero y todo un magistrado. Y, ahora quepienso en ello, yo también debo ir allá a dar cuenta,ya sea a el, ya al caballero Trelawney, de la muertede ese maese Pew, que ya no tiene remedio. Y, no esque yo la deplore, no; sino que las gentes poco be-névolas podrían recriminar por ella a un oficial delfisco de Su Majestad, si recriminación cupiese eneste caso. Ahora, pues, Hawkins, si tú quieres, pue-do llevarte conmigo.

Le di cordialmente las gracias por su ofreci-miento, y nos fui a pie a la aldea, en donde estabanlos caballos. Mientras ponía al tanto a mi madre delo que iba a hacer, ya las cabalgaduras estaban ensi-lladas.

-Dogger -dijo el señor Dance-; tú llevas ahí unbuen caballo; pon a este chiquillo en ancas.

No bien hube yo montado y asídome al cinturónde Dogger, el inspector dio la señal de partida, y to-da la caravana se puso en movimiento, saliendo alcamino, a un trote bastante vivo y cruzando elpuente que nos sirvió de escondite, con rumbo a lacasa del doctor Livesey.

6. Los papeles del capitán

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Caminamos bastante de prisa hasta que, por fin,nos detuvimos a la puerta de la casa del doctor Li-vesey, que permanecía exteriormente oscura.

El inspector Dance me dijo que me apeara y lla-mase a la puerta, y Dogger me dio uno de sus estri-bos para que bajara por el. La puerta se abrió casiinmediatamente, y apareció la criada.

-¿Está en casa el doctor? -le pregunté.-No -me contestó-, estuvo aquí por la tarde; pero

volvió a salir con rumbo a la Universidad, en dondeiba a comer y a pasar la velada con el caballero Tre-lawney.

-Entonces, vamos allá, muchachos -dijo el ins-pector.

Esta vez, como la distancia que había que reco-rrer era muy corta, no volví a montar, sino que mar-ché asido a la correa del estribo de Dogger, hasta lapuerta del parque, y después por la larga avenida delos árboles, alumbrada a aquella hora, por el res-plandor de la luna, en medio de viejos jardines,hasta la blanca silueta del grupo de edificios queforman la Universidad.

El criado nos condujo por un pasillo esterado, acuyo extremo nos mostró la gran biblioteca, toda

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formada de inmensos estantes coronados de bustosde sabios de todas las edades. Allí encontramos alcaballero Trelawney y al doctor Livesey, charlandoanimadamente, cigarro en mano, junto a un fuegovivificador.

Hasta aquella noche no había tenido la ocasiónde ver de cerca al caballero Trelawney. Era unhombre de más de seis pies de estatura y de anchoproporcionado, con un rostro rudo, áspero, y en-carnado, que sus largos viajes habían puesto así,como forrado por una mascara. Sus pupilas erannegras y se movían con gran vivacidad, por lo cualaparentaba poseer un temperamento, no diré malo,pero sí violento y altivo.

-Pase usted, señor Dance -dijo entonces, en tonobenévolo y amable.

-Buenas noches, Dance -dijo, a su vez, el doctor,con una inclinación de cabeza- Y, buenas noches, tútambién, amigo Jim. ¿Qué buenos vientos traen austedes por acá?

El inspector quedóse de pie, derecho y tieso co-mo un veterano, y contó lo acaecido como un estu-diante que recita su lección. Era de verse cómoaquellos dos caballeros se acercaban insensi-blemente, y qué miradas se dirigían uno al otro, em-

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bargándoles la sorpresa de tal modo, que hasta seolvidaron por completo de fumar sus cigarros.Cuando se les refirió cómo mi madre había vueltosola conmigo a la posada, el doctor se dio una bue-na palmada en el muslo y el caballero Trelawney ex-clamó: -¡Bravo, bravo!

Y en su entusiasmo, arrojó su excelente habano ala chimenea. Mucho antes se había puesto de pie, ymedía, a pasos agitados, la habitación, en tanto queel doctor, como si esto le ayudara a oír mejor, sehabía arrancado la empolvada peluca y se nos exhi-bía, haciendo una figura extraña con su negro cabe-llo, cortado a peine, como se dice en términos debarbería.

Al fin el inspector Dance concluyó su narración.-Señor Dance -dijo el caballero-, es usted un

hombre de noble corazón. En cuanto al hecho dehaber atropellado a aquel perverso, lo considerocomo un acto meritorio, tal como el aplastar unaalimaña venenosa. Por lo que se refiere a este buenmozalbete Hawkins, el ha sido el "triunfo" en estejuego. Vamos, chicuelo, ¿quieres hacer el favor detirar del cordón de esa campanilla? Es preciso queobsequiemos al señor inspector con un buen vasode cerveza.

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-Por lo visto, Jim, tú crees tener en tu poder loque esos malvados buscaban -dijo el doctor.

-Aquí lo tiene usted -dije, alargándole el paqueteenvuelto en tela impermeable.

El doctor lo tomó y le dio vueltas y más vueltas,como si sus deseos danzaran con la impaciencia deabrir aquello; pero, en vez de hacerlo así, depositó elpaquete tranquilamente en su bolsillo.

-Caballero Trelawney -dijo-, así que el señorDance haya tomado cerveza, tiene, por fuerza, quesalir de nuevo, al servicio de Su Majestad; pero, encuanto a Jim, me propongo hacer que se quede estanoche en mi casa. Así es que, con su permiso, pro-pondría yo que le mandáramos dar una buena tajadade pastel frío para que cene.

-Como usted quiera, Livesey -dijo el caballero-.Ha M w ha hecho acreedor a algo Mejor que UnPastel frío.

Dicho esto trajeron y colocaron en una mesitalateral un grande y apetitoso pastel de pichón, con elcual me despaché concienzudamente y muy a mi sa-bor, porque la verdad es que tenía tanto apetito co-mo un halcón. Entretanto, el señor Dance recibíanuevos cumplidos, tomaba su cerveza, y concluía, alfin, por pedirse.

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-Y, ahora, caballero... -dijo el doctor.-Y- ahora, Livesey... -exclamó, el caballero en el

mismo tono-Cada cosa a su tiempo, como lo reza elproverbio doctor riendo-; usted ha oído hablar deese Flint, a lo que creo- ¡Oído hablar de el!- exclamóel caballero-. ¡Oído de el! Pues ha sido el más san-guinario filibustero que jamás cruzado el océano ...Barbarroja era un niño de pecho junto el. Los espa-ñoles le tenían un miedo tan horrible que, debo de-cirlo con franqueza, me sentía yo orgulloso de queFlint inglés. He visto con mis ojos, las gavias de sunavío, a la altura de la Trinidad, -y el gallinazo hijode borrachín con quien yo había embarcado hizoproa atrás, refugiándose a toda prisa en Puerto Es-paña.

-Está bien -dijo el doctor-; también yo he oídohablar el en Inglaterra; pero la cuestión es ésta: ¿te-nía dinero?

¡Dinero! -exclamó el caballero Trelawney-, ¡haoído usted cosa! ¿Pues qué es lo que esos villanosbuscaban, sino dinero? ¿les Importa a ellos nadaque no sea dinero? ¿Y por qué otra arriesgaban vi-les pellejos que no fuese dinero?

-Eso lo veremos pronto -replicó el doctor-, perousted tan, excitado que no acierto a sacar en limpio

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lo que deseo. que yo quiero saber es esto: suponien-do que tenga yo en aquí, la clave para descubrir elpunto en que Flint ha sepultado tesoro, ¿el tal tesoroserá algo que valga la pena? -¡Que valga la pena! ¡PorSan Jorge! Valdrá nada menos que esto al tenemosesa clave que usted sospecha, yo fletaré un bluqueen Bristol y llevaré con a -usted y a Hawkins, ycréame que encontraré el tal tesoro aunque debabuscar un año entero.

-Muy bien; ahora, pues, si Jim consiente, abrire-mos este paquete -dijo el doctor poniéndolo sobrela mesa.

El envoltorio estaba cosido, y el doctor tuvo quesacar sus tijeras y cortar las hebras que lo asegura-ban. Dos cosas aparecieron: un cuaderno y un papelsellado.

-Primero examinaremos el cuaderno -rió el doc-tor.

Tanto el caballero como yo estábamos ya obser-vando por cima de su hombro, cuando lo abrió,porque el doctor me había invitado a que me acer-case, sin ceremonias, dejando la M donde había ce-nado, para participar en el placer de laInvestigación. En la primera página no había másque rasgos de manuscrito, como los que un hombre,

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con una Pluma en la mano, puede hacer por vía depráctica o de entretenimiento. Una de las frases es-critas era la misma que el capitán llevaba en los di-bujos indelebles de su brazo: "Caprichos de BillyBones-. Luego se leía esto: "Maese W. Bones, pilo-to”. No más ron y Cerca de Punta de Palma lo hu-bo" y algunos otros motes y palabras sueltas, en sumayor parte inteligibles. No pude prescindir de quese excitara mi curiosidad pensando quién sería elque lo hubo y qué fue lo que hubo. Lo mismo po-dría tratarse de una buen, estocada en la espalda quede otra cosa cualquiera.

-No sacaremos de aquí gran cosa en limpio -dijoel doctor, volviendo la hoja.

Las diez o doce páginas siguientes estaban llenascon una curiosa serle de entradas. En la extremidadde cada una de las línea se veía una fecha, y, en laotra, una suma de dinero, como en los libros decuentas comunes y corrientes; pero, en vez de pala-bras explicativas, sólo se encontraba un número va-riable de cruces entre una y otra. En la fechamarcada, 12 de junio de 1745, por ejemplo se veíaclaramente que la cantidad de setenta libras esterli-nas debía a alguno, y no se velan sino seis crucespara explicar la causa u origen de la deuda. En algu-

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nos lugares, para mayor seguridad, añadía el nombrede alguna región, como "A la altura de Caracas" obien una mera cita geográfica de latitud y longitud,como 53 17 20 y 19 2 40.

Aquel memorándum abarcaba un período demuy cerca veinte años, aumentando, como era natu-ral, los guarismos a m da que el tiempo avanzaba,hasta que, al último, se vela el total sumado, despuésde cuatro o cinco adiciones equívocas rectificadas,;,y, por todo apéndice, estas tres palabras: "Hucha deBones".

-No le hallo a esto ni pies ni cabeza -dijo eldoctor.

-Pues la cosa es clara como la luz del mediodía-exclamó ex caballero- éste es el libro de cuentas delmalvado sabueso. Esas cruces ocupan allí el lugar delos nombres de buques y aldeas que y echó a piqueo entró a saquear. Las sumas no son más que laparte que en cada hazaña de ésas tocó a nuestro es-corpión, y en donde había algún error ya ve ustedque cuidaba de añadir al que aclarara, como “A laaltura de Caracas” ya puede usted colegir, por estainscripción, que algún desdichado buque fue toma-do al abordaje a la altura de las costas mencionadas.¡Dios hay; recibido en su seno a las pobres almas

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que tripulaban esa barca. Es verdad -dijo el doctor-.Vea usted lo que sirve a un ser viajero; es verdad. Yel monto aumenta a medida que el asciende, y encategoría.

Muy poco más había en el libro, excepto deter-minaciones geográficas de algunos lugares anotadosen las hojas en blanco, y hacia el fin del cuaderno,una tabla para la reducción de monedas francesas,Inglesas y españolas, a un valor común.

Hombre precavido! -exclamó el doctor-. No era ael quien podían hacérsele trampas de seguro.

- Ahora -prosiguió el caballero-, veamos estootro.

El papel cuyo examen seguía estaba sellado endiversos puntos, habiéndose usado un dedal por víade sello, tal vez el mismo que había yo encontradoen la bolsa del capitán.

El doctor abrió los, sellos con gran cuidado, yapareció, entonces, el mapa de una isla con su lati-tud, longitud, sondas, nombres de montañas, bahías,caletas, abras, y todos los pormenores necesariospara poder llevar un buque a anclar a salvo, en suscostas. Parecía como de unas nueve millas de largo ycinco de ancho, teniendo la figura de una especie dedragón en pie, y presentaba magníficos fondeade-

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ros, perfectamente cerrados, y una eminencia en laparte central, marcada con el nombre de "El Vigía".Veíanse algunas adiciones hechas en fecha más re-ciente; pero lo que más saltaba a la vista eran trescruces marcadas con tinta roja, dos en la parte nortede la isla y una al sudoeste, y, además, escrito con lamisma tinta encarnada, en caracteres muy claros yelegantes, bien distintos de la tosca escritura del ca-pitán, estas significativas palabras: "El tesoro estáaquí".

Por detrás, la misma mano había trazado estasexplicaciones complementarias:

"Un árbol grande, en la vertiente de «El Vigía»,en dirección al N N E.

"Islote del Esqueleto, E S E., cuarto al E."Diez pies."La gran barra de plata está en el hoyo del lado

norte; puede encontrársela siguiendo el declive delmontículo, al este, diez brazas al sur del peñasconegro y frente a él.

Mas armas se encontrarán fácilmente en la lomade arena que está en la punta norte del fondeaderoseptentrional, en dirección al este, cuarta al norte".

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Esto era todo; pero, conciso como era, y para míincomprensible, llenó de júbilo al caballero y aldoctor Livesey.

-Livesey -dijo el señor de Trelawney-, va usted aabandonar en el acto su desdichada y penosa profe-sión. Mañana salgo para Bristol. En tres semanas ....¡no!, en dos semanas .... en diez días le aseguro austed que tendremos el mejor buque, sí, señor, y lamás escogida tripulación que pueda suministrarnuestra Inglaterra. Hawkins vendrá con nosotroscomo paje de a bordo. ¡Vamos! Yo sé que tú harásun famoso paje de a bordo, chico... Usted, Livesey,será el médico del buque; yo me gradúo almirante,desde luego. Nos llevaremos a Redruth, Joyce,Hunter. Tendremos vientos favorables, viaje rápidoy, sin la menor dificultad hallaremos el sitio indica-do, y, en el, dinero en cantidad bastante para comer,para poseer carrozas y para gastar como príncipes.

-Trelawney -dijo el doctor-, prometo acompa-ñarle en la expedición, y puedo responder de suéxito; Jim también vendrá, por supuesto, y será unahonra para la empresa. Pero hay un hombre sólo aquien yo temo.

-¿Y quién es el? -exclamó el caballero-; nombreusted a ese pícaro sin dilación.

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-¡Usted! -replicó el doctor- Usted, que no tiene lafuerza necesaria para frenar su lengua. Nosotros nosomos los únicos que conocemos la existencia deeste documento. Esos individuos que han atacado laposada esta noche –arrojados y valientes marrulle-ros, sin duda alguna-, lo mismo que los que se ha-bían quedado guardando la extraña barca de quenos habló Dance, todos esos, y me atreveré a afir-mar que otros todavía, por angas o por mangas,manifiestan una resolución Inquebrantable de apo-derarse del tesoro. Ninguno de nosotros debe, pues,salir solo, en adelante, hasta estar a bordo. Jim y yoandaremos juntos hasta entonces. Usted llevaráconsigo a Joyce y Hunter cuando salgo para Bristol,y, del primero al último de los que aquí estamos, de-bemos comprometemos a no decir nada de lo quehemos descubierto.

-Livesey -dijo el caballero-, usted siempre tienerazón; por mi parte, prometo permanecer mudocomo una tumba.

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PARTE SEGUNDAEL COCINERO DE A BORDO

7. Salgo para Bristol

Pasó más tiempo del que el caballero Trelawneyse imaginó al principio, antes de que estuviéramoslistos para hacernos a la mar, y ninguno de nuestrosplanes primitivos pudo llevarse a ejecución, ni aunel de que el doctor Livesey me tuviese siempre con-sigo. Éste tuvo que marchar a Londres para buscarun profesional que se hiciera cargo de su clientela; elcaballero se fue a Bristol, en donde puso, con todoardor, manos a la obra, en los preparativos de la ex-pedición, y, en cuanto a mí me quedé instalado en laUniversidad, a cargo de Redruth, el montero o guar-dacaza, casi en calidad de prisionero; pero lleno de

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ensueños marítimos y de los más atrayentes antici-pos imaginativos de islas extrañas y aventuras no-velescas. Me deleitaba reproduciéndome en unmapa, durante horas enteras, todos los detalles querecordaba.

Y, sin moverme de junto al fuego, en el salón deldueño de la casa, me acercaba con la fantasía a laansiada isla, en todas las direcciones posibles; ex-ploraba cada acre de terreno de su superficie, subíaveinte veces a la cumbre de aquel elevado monteque llamaban "El Vigía", y, desde su cima, gozabade los más deliciosos y variados panoramas.

Así fueron transcurriendo semanas y semanas,hasta que, un hermoso día, llegó una carta dirigida aldoctor Livesey, con esta adición: "En caso de au-sencia del doctor, abran esta carta Tom Redruth o eljoven Hawkins". En acatamiento de esta orden en-contramos, pues, o más bien dicho, encontré yo,puesto que el guardamonte era un hombre bastanteatrasado en escritura y lectura que no fuesen letrasde molde, encontré, digo, las importantes noticiassiguientes:

"Hotel del Ancla, Bristol, marzo 19 de l7...""Querido Livesey:

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"No sabiendo si ha regresado usted a la Univer-sidad o si permanece todavía en Londres, envio és-ta, por duplicado, a ambos lugares.

"Nuestro buque está ya adquirido y arregladocon todo lo necesario. Ahora mismo está surto ylisto para levar anclas en el momento necesario.Usted no ha visto, en su vida, una goleta más esbeltani más gallarda y velera. Cualquiera podría mane-jarla con la mayor facilidad: tiene doscientas tonela-das de arqueo, y su nombre es “La Española”.

"La he comprado con la intervención de mi viejoamigo Blandy, que ha probado en esta ocasión serun sorprendente conocedor de la materia. Este in-comparable amigo se ha consagrado literalmente encuerpo y alma a mis intereses, y -puedo decirlo lomismo han hecho, en Bristol, todos, en cuanto hanvisto la clase de puerto a que nos dirigimos: es decir,a Puerto-Tesoro...” -Redruth -díjele, interrumpiendola lectura de la carta-, el doctor Livesey no se pon-drá muy contento con esto. Veo que, al fin y al cabo,el caballero ha dejado deslizar su lengua.

-Bueno; ¿quién tiene más derecho a hacerlo?-murmuró el guardacaza-. Apuesto una botella deron a que el caballero puede muy bien hablar sin es-perar el permiso del doctor Livesey.

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Después de esto, creí prudente prescindir de to-do comentario, y continué leyendo: Blandy en per-sona dio con «La Española», y con una habilidadque le admiro, la compró por una verdadera bicoca.Hay aquí, en Bristol, ciertos hombres monstruosa-mente hostiles al pobre Blandy. Parece que andanpor esas calles de Dios pregonando que mi honradoy excelente amigo no ha hecho más que una groseraespeculación; que “La Española” era propiedad su-ya y que todo lo que hizo fue vendérmela a un pre-cio absurdamente alto. Todas ésas no son más quecalumnias evidentes, y lo cierto es que ninguno desus autores se atreve a negar las excelentes cualida-des de nuestra goleta.

"Empero él, dije, no contaba ni con una solavuelta de cabo. Los trabajadores, o por mejor lla-marlos, los aparejadores, han andado verdadera-mente a paso de tortuga. Pero esto no era sino obrade pocos días. Lo que me preocupaba era la tripula-ción.

"Yo quería una veintena redonda de hombres,pero es el caso que no daba ni con la mitad de lorequerido, hasta que un verdadero golpe de fortuname trajo al hombre que necesitaba.

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"Un día estaba parado en el muelle cuando, pormera casualidad, entré en conversación con el. Meenteré de que es un viejo lobo de mar, que tiene unaespecie de taberna en Bristol, conocida de todos losmarinos; que ha perdido su salud en tierra y que re-cibiría de mucho agrado una plaza de cocinero abordo, para volver de nuevo al mar. Díjome queaquella mañana andaba por allí con el objeto de as-pirar un poco las brisas salobres del océano.

Conmovióme profundamente -como usted mis-mo se hubiera conmovido-, y, aunque no por meraconmiseración, lo contraté, sobre la marcha, paracocinero de nuestra goleta; John Silver es su nom-bre, y tiene una pierna menos, lo cual es, a mis ojos,una recomendación, puesto que la ha perdido endefensa de la patria, bajo las órdenes del inmortalHawke. No goza de pensión alguna, Livesey ... Dí-game, ¿en qué tiempos tan abominables vivimos?

"Ahora bien, amigo mío; al principio creí no ha-ber encontrado otra cosa que un simple cocinero;pero fue, en realidad, toda una tripulación lo que yodescubrí. Entre Silver y yo hemos conseguido, enuna semana, la más cumplida y característica tripula-ción que pudiera apetecerse; no de aspecto grato nisonriente, a la verdad, sino sujetos, a juzgar por sus

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caras, del más esforzado e indomable espíritu. Meatrevo a declarar que podríamos muy bien derrotara una fragata de guerra.

"Silver ha llevado su escrupulosidad hasta licen-ciar a unos dos de los hombres que yo tenía yaajustados. Sin gran trabajo, me demostró en unmomento oportuno, que los aludidos no eran másque unos lampazos de agua dulce que para nadaservirían y que, antes bien, nos estorbarían en uncaso de apuro.

"Me siento con la más excelente salud y en admi-rable disposición de ánimo: como igual que un toro,duermo como un tronco, y, sin embargo, no me da-ré punto de tregua ni de reposo hasta que no oiga yvea a mis viejos lobos marinos maniobrar en tornodel cabrestante. ¡A la mar!, ¡pronto a la mar! ¡A sacarese tesoro! La locura de las glorias marítimas se haapoderado de mi cabeza. Así, pues, Livesey, véngasevolando: si en algo me estima usted, no pierda ni unminuto.

"Deje usted al jovencillo Hawkins que vaya, sintardanza, a visitar a su madre, a cargo de mi viejoRedruth, y que ambos vengan luego, a toda prisa,para Bristol.

Juan Trelawney

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"Post scriptum - Se me olvidaba decirle que Blandy,a quien dejo con el encargo de enviar una embarca-ción en busca nuestra, si no hemos regresado parafines de agosto, ha encontrado un sujeto admirablepara capitán de nuestra goleta, un hombre muy serioy muy estirado -lo cual deploro, de paso-; pero, entodos los demás conceptos, es un verdadero tesoro.Silver, por su lado, nos ha traído un hombre muycompetente para piloto: su nombre es Arrow. Ten-go un contramaestre que silba, para la maniobra,que es una gloria, así es que las cosas van a marchar,a bordo de “La Españlola”, como si hubiéramosfletado un verdadero buque de guerra.

"Se me olvidaba añadir que Silver es un hombrede sustancia: me consta personalmente que tiene sucuenta en el banco, y que sus gastos nunca han ex-cedido de sus depósitos. Deja su establecimiento acargo de su esposa, y como ésta es una mulata, po-dimos decirnos aquí, entre solteros, como ambossomos, que me parece que no sólo es la salud, sinola mujer, lo que hace que Silver quiera salir otra veza correr los mares.

“J. T...

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“P. P. S-Hawkins puede quedarse una noche consu madre. J.T."

Cualquiera se figurará, sin esfuerzo, la emociónque esta carta me produjo. Estaba medio fuera demí de júbilo. Pero si hubo alguna vez un hombredespechado sobre la tierra, ése era, ciertamente, elpobre viejo Tom Redruth, que no hacía ni podía ha-cer más que gruñir y lamentarse. Cualquiera de losguardamontes subordinados suyos se habría cam-biado por el con el mayor placer; pero no eran ésoslos deseos del caballero, y tales deseos eran comoleyes, entre aquellas buenas gentes. Nadie que nofuese el viejo Redruth se habría tomado la libertadde murmurar siquiera, como a el le era permitidohacerlo.

A la mañana siguiente, el y yo nos pusimos enmarcha, a pie, hacia la posada del "Almirante Ben-bow", en la cual encontré a mi madre muy animada.El capitán aquel que por tan largo tiempo había sidopara nosotros causa de tanto disgusto, había ido yaal lugar en que los perversos cesan de molestar. Elcaballero había hecho reparar todos los estragos asus expensas, y tanto los salones de la parte públicade la casa como la enseña de la posada, habían sido

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pintados de nuevo, habiéndose añadido algunosmuebles de que antes carecíamos, entre ellos, prin-cipalmente, una muy cómoda silla de brazos para mimadre, tras el mostrador. Al mismo tiempo, le habíabuscado un muchachuelo, como de mi edad, en ca-lidad de aprendiz, con el cual mi madre no necesita-ba de más servidumbre, durante mi ausencia.

Pasó la noche, y, al día siguiente, después de lacomida, Redruth y yo salimos de nuevo, por el ca-mino real. Dije adiós, muy conmovido, a mi madre,a la caleta en que había vivido desde que nací, aaquel viejo y querido "Almirante - Benbow", que,sin embargo, me parecía menos querido desde elinstante en que ya lo había tocado la mano profanadel pintor. Una de las últimas cosas en que penséfue en el capitán, que tan frecuentemente salía a va-gar a lo largo de fa playa, con su sombrero volán-dole sobre la espalda, con su gran cuchilla colgadabajo la blusa y su enorme catalejo bajo el brazo. Uninstante después, ya habíamos doblado tras el án-gulo de las rocas, y mi hogar y sus contornos habíandesaparecido.

La tartana del correo nos recogió al oscurecer enel Royal George, hacia el brezal. Se me Incrustó enel coche aquél, entre un viejo gordo y mi amigo Re-

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druth, y a pesar del desapacible movimiento y delaire frío de la noche, debo haber cabeceado bonita-mente desde un principio, y en seguida, entregádo-me a un sueño de lirón, lo mismo de subida que debajada, y estación tras estación, porque cuando des-perté, lo hice gracias a una insinuación poco amableque sentí por el costado. Abrí los ojos y me en-contré con que nos habíamos detenido frente a ungran edificio, y que hacía mucho rato que había sali-do el sol.

-¿En dónde estamos? -pregunté.-En Bristol -dijo Tom-; bajemos.El señor Trelawney había sentado sus reales en

una posada cerca de los muelles, para vigilar perso-nalmente los trabajos de la goleta. Para ella teníamosque enderezar nuestro rumbo inmediatamente. Congran contento mío, nuestro camino corría a lo largode los muelles y, por consiguiente, al lado de unaverdadera multitud de barcos de todos tamaños y detodas nacionalidades.

En uno, los marineros cantaban alegrementemientras trabajaban; en otro veíanse hombres sus-pensos allá, muy arriba, sobre mi cabeza, asidos so-lamente de cuerdas que no parecían más gruesas quelas hebras de la telaraña. Aunque toda mi vida la

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había pasado en la playa, me parecía que sólo ahoraconocía verdaderamente el mar. El penetrante olordel alquitrán y la sal eran para mí una novedad. Veíalos más extraños rostros que jamás han surcado elocéano. Veía viejos marinos, con extraños dijes enlas orejas y con sus patillas en caprichosos rulos; y,los más, ostentando sus embreadas coletas sobre laespalda y marchando, todos, con ese paso cimbra-dor propio de los marinos. No debe dudarse que, sihubiera visto un cortejo de reyes o arzobispos nome hubiera deleitado más de lo que estaba en aque-llos momentos.

Y yo .... yo mismo iba también a hacerme a lamar; iba a penetrar en una goleta con su contra-maestre mandando la maniobra con un silbato, consus marinos de trenza cantando al compás de lasondas; ¡y todo navegando en pos de una isla desco-nocida, en busca de tesoros enterrados!

Continuaba deleitándome con este ensueño deli-cioso cuando, de repente, nos detuvimos frente auna gran posada. Allí nos esperaba el caballeroTrelawney, vestido y aderezado como un oficial de abordo, con un traje de grueso paño azul. Se ade-lantó con expresión sonriente en todo su semblante,

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y con una perfecta imitación del andar contoneadode un marinero.

-¡Vamos!, ya están ustedes aquí -dijo-. El doctorha llegado anoche de Londres. ¡Bravísimo! ¡La tri-pulación está completa!

-¡Oh, señor! -exclamé yo-, ¿y cuándo zarpamos?-¿Zarpar? ¡Mañana sin falta! -me contestó.

8. La taberna de "El Vigía"

Terminado mí almuerzo, el caballero me dio una,carta dirigida a John Silver, en su taberna de "El Vi-gía". Me aseguró que sería muy fácil encontrarla si-guiendo la línea de los muelles, hasta que viese unapequeña taberna con un catalejo por enseña. Partíalborozado con esta nueva oportunidad que se mepresentaba de observar más atentamente y más decerca todos aquellos, buques y marineros, y tomé miderrotero por entre una verdadera masa de gentes,carromatos y bultos de mercancías, por ser aquéllala hora de mayor que hacer y tránsito en los muelles,hasta que di, al fin, con la taberna en cuestión.

Era ésta, a la verdad, un sitio bastante aceptable.La enseña estaba recién pintada; las ventanas tenían

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flamantes -cortinas rojas, y los pisos aparecían cui-dadosamente enarenados. El establecimiento hacíaesquina, teniendo una puerta hacia cada calle,abierta de par en par, lo que hacía que el salón bajotuviese aire y luz a despecho de las nubes de humoque salían de las, bocas de los parroquianos. Eranéstos, en su mayor parte, de la marina mercante, yhablaban en voz tan alta que no pude menos de de-tenerme, vacilante y sin atreverme a franquear lapuerta.

Un hombre salió de un cuarto contiguo al salón,y al primer vistazo tuve la certeza de que aquél noera otro que John Silver. Su pierna izquierda parecíaamputada desde la cadera, apoyando el brazo iz-quierdo en una muleta que manejaba con la más in-creíble destreza, saltando sobre ella con la agilidadde un pájaro. Era alto y fuerte, con una cara grandecomo un jamón rasurada y pálida, perol Inteligentey risueña. No cabía duda de que estaba, a la sazón,del mejor humor del inundo, silbando al mentemientras. pasaba por entre ¡as mesas, y soltando acada broma graciosa, o dando una palmadita fami-liar sobre el hombro a cada uno de sus parroquia-nos favoritos.

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Ahora bien, el he de decir la verdad, confesaréque, desde la primera mención de John Silver que elcaballero hacía en su carta, comencé a temer, Inte-riormente, que éste no fuese otro que el marinero deuna sola pierna" por cuya temida aparición vigilétanto tiempo en el "Almirante Benbow". Pero mebastó la primera ojeada que eché sobre el para des-vanecer mis temores. Ya había visto al capitán, y aBlack Dog, y al ciego Pew, y creí que con eso mebastaba para saber lo que era o debía ser un filibus-tero, es decir, una criatura, según yo, bien distinta deaquel aseado, sonriente y bien humorado amo decasa.

Todo mi valor retornó inmediatamente, pasé alvestíbulo y me dirigí sin rodeos al hombre aquel, enel lugar mismo en que estaba apoyado en su muletay conversando con un parroquiano.

-¿El señor Silver? -pregunté, tendiéndole la carta.-Yo soy, chiquillo; ése es mi nombre. ¿Y tú, quién

eres?Luego, como observase la escritura del caballero

en el sobre de la carta, pareció como que mal con-tenta un sobresalto involuntario.

-¡Oh! -díjome en voz muy alta y ofreciéndome sumano-, ahora comprendo; tú eres el pajecillo de cá-

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mara de la goleta, ¿no es verdad? Tengo muchogusto de verte.

Y diciendo esto tomó la mía en su larga y pode-rosa mano.

Precisamente en aquel momento uno de los pa-rroquianos que estaban en el lado más retirado, selevantó rápidamente y se precipitó fuera de la puer-ta, que tenía muy cerca de sí, lo cual le permitió ga-nar la calle en un instante. Pero su precipitación mehizo fijarme en el y le reconocí a la primera ojeada.Era el mismo hombre de cara enjuta, a quien falta-ban dos dedos de una mano y que fuera una vez al"Almirante Benbow".

-¡Oh! -grité yo- ¡Deténgalo! Ése es Black Dog!-No me importa quién pueda ser -exclamó Sil-

ver-; pero no pagó su cuenta. ¡Harry, corre y atrá-palo!

Uno de los que estaban cerca de la puerta se pu-so de pie de un salto y se precipitó afuera en perse-cución del fugitivo.

-¡Oh! Yo le haré que pague el consumo, así fuerael mismo almirante Hawke en cuerpo y alma-. Enseguida añadió, soltándome la mano: -¿Quién dicestú que es ése?... Black... ¿qué?

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-Black Dog, señor -le contesté- ¿No le ha conta-do a usted el señor Trelawney lo de los filibusteros?Pues ése era -uno de ellos.

-¡Es posible! -exclamó Silver, ¡Y semejante hom-bre en mi casa! Mira tú, Ben, corre y ayuda a Harry aperseguir a ése. Conque el era uno de esos pillastres,¿eh? Hola, tú, Morgan, ven aquí, ¿estabas tú bebien-do con ese hombre?

El interpelado, que era un viejo bastante canosoy con cara color caoba, se acercó con un continentebastante marino, contoneándose.

-Veamos -dijo John Silver con bastante rigidez-,¿no has Visto tú antes de ahora a ese Black..., BlackDog? ¡Di pronto!

-YO, no, señor -contestó Morgan con una reve-rencia.

-Tú no sabías cómo se llamaba, ¿eh?-No, señor.-¡Rayos Y truenos! Tom Morgan, dale gracias a

Dios por ello -exclamó el irritado tabernero-, por-que si yo averiguo que te andas mezclando con ca-nallas de esa ralea, te prometo, por quien soy, queno vuelves a poner un pie en mi casa, entiéndelobien. ¿Y qué te estaba contando?

-La verdad es que Yo no lo sé; no puse cuidado.

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-¡Es increíble! Y luego dirán ustedes que tienen lacabeza sobre los hombros. ¿Conque no lo sabes?¿Conque no pusiste cuidado? Tal vez ni supiste conquién estabas hablando, ¿no es verdad? Ni qué es loque decía, ¿eh? Vamos, haz por acordarte, ¿qué es loque charlaba? ¿Viajes? ¿Capitales? ¿Buques? ... Va-mos, ¿qué era?

-Yo creo que estábamos hablando de estirar laquilla.

-Conque de estirarla, ¿eh? ¡Gran asunto porcierto! ¡Es muy posible, sí!... ¡Anda, vuélvete a tu lu-gar, haragán!

Mientras Morgan se volvía a su asiento, Silvermurmuró, casi a mi oído, en un tono confidencialque me pareció en extremo halagador para mí: -Esepobre Tom Morgan es un hombre honrado: sola-mente tiene la desdicha de ser estúpido.

Y luego, levantando la voz de nuevo, prosiguió: -Conque, veamos... ¿Black Dog? ... Pues no, no co-nozco ese nombre; no, por cierto. Sin embargo, ten-go cierta idea... Sí, yo creo haber visto ya antes a eseagua dulce por aquí. Entiendo que solía venir antesen compañía de un mendigo ciego.

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-Por supuesto -le dije yo con seguridad-; puedeusted creerlo. Yo conocí también a ese ciego. Sellamaba Pew.

-¡Es verdad! -exclamó Silver, en extremo excitadoya ¡Pew! Era ése su nombre, no cabe duda. ¡Ah! Pa-recía un tiburón completo, ¡de veras que si! Así, siahora pillamos a ese Black Dog, ya tendremos noti-cias que enviar a nuestro patrón el caballeroTrela-wney. Ben es un buen galgo; creo que pocosmarineros tendrán piernas más ligeras que el. ¡Rayosy truenos! Yo creo que debería acogotarlo y traerlo.Conque estaba hablando de estirar la quilla, ¿eh?¡No le daré yo mal tirón de la quilla al belitre si melotraen!

En todo el tiempo que empleó en disparar estaandanada, no cesó de recorrer el salón de un lado alotro, brincando agitadamente sobre su muleta, gol-peando con la mano sobre las mesas y manifestandouna excitación tal que hubiera bastado para con-vencer al juez más ducho y para hacer caer en elgarlito al más avisado. Mis sospechas se habían denuevo despertado con gran fuerza al encontrarmecon Black Dog en la taberna misma de "El Vigía",por lo cual me propuse tener la mirada atenta sobreel cocinero de "La Española" y espiar sus menores

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movimientos. Pero aquel hombre era demasiado vi-vo, demasiado zorro y sobradamente astuto para mí;así es que pronto me distraje con la vuelta de los sa-buesos soltados en persecución de Black Dog, loscuales llegaban sin aliento, confesando que habíanperdido el rastro de su presa en una apretura degentes y que se habían visto regañados como si fue-ran ladrones. En esos momentos habría yo, con micabeza, garantizado la inocencia de John Silver.

-Mira ahora, Hawkins -dijo esto, qué compromi-so para un hombre como yo. ¿Qué va a pensar demí el caballero Trelawney? ¡Tener yo en mi mismacasa a ese hijo del demonio, bebiendo mi propioron! Dime si no es una picardía. ¡Y aquí mismo, amis propios ojos, lo dejamos todos que tome las deVilladiego! ¡Rayos y truenos! Yo creo, muchachito,que tú me harás justicia con el capitán. Tú eres unchicuelo todavía; pero vivo como un zancudo. Lopresentí en cuanto que te puse el ojo encima. Elasunto es éste: ¿qué puedo hacer yo con esta viejamuleta que es mi sostén? Si hubiese sido en los co-mienzos de mi carrera de marino, ya habría sabidoyo traerme a ese agua dulce a empujones, no sinantes doblegarlo en una lucha cuerpo a cuerpo. SI,

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entonces, lo habría hecho; pero, ahora, ¡rayos ytruenos!

Cesó de hablar repentinamente, y se quedó con laboca abierta, suspenso, como si se hubiera acordadode algo.

-¡La cuenta! -murmuró al fín- ¡Tres vasos de ron!¡Mil caronadas! ¿Pues no había yo olvidado ya lacuenta?

Y dejándose caer en un banco, prorrumpió enuna risotada tan sostenida que las lágrimas comen-zaron a rodar sobre su rostro. No pude menos queimitarle, así fue que reímos juntos, una carcajada trasde otra, hasta que la taberna resonó con los ecos denuestras risotadas.

-¡Vamos! ¡Pues bonita foca soy yo! -dijo al fin,enjugándose las mejillas- Tú y yo haremos buenasmigas, Hawkins, pues de haberlo permitido el dia-blo yo no sería más que un pajecillo de a bordo,como tú. Pero, ¡qué le vamos a hacer! No es tiempopara pensar patrañas. El deber es lo primero, cama-radas, así es que voy a ponerme mi viejo sombrero ymarcharemos sin pérdida de tiempo a ver al caballe-ro Trelawney y a contarle lo que aquí ha pasado.Porque, acuérdate de lo que te digo, Hawkins, estoes serio, tan serio que ni tú ni yo saldremos de ello

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decorosamente. Ni tú tampoco -dijo- ¡Vaya un parde tontos! Los dos parecemos ahora más que ton-tos. Pero, ¡voto a San Jorge, aquél sí que supo be-berse mi ron!

Y diciendo esto, comenzó a reír de nuevo contodas sus ganas y con tal fuerza comunicativa que,por más que yo no encontraba ni sentido, ni malditagracia a lo que acababa de decir, me vi arrastrado denuevo a acompañarlo en su estrepitosa carcajada.

En nuestra pequeña excursión a lo largo de losmuelles, se manifestó el más servicial e interesantecompañero, explicándome acerca de cada uno delos principales buques a los cuales pasábamos todolo relativo a su aparejo, capacidad, nación, obrasque en ellos se ejecutaban, si el uno estaba a la cargay el otro a la descarga, si el de más allá estaba listopara zarpar, y a cada paso entreverando divertidasanécdotas de navíos y navegantes, o repitiéndomelas frases de tecnicismo de a bordo hasta que yo lasaprendía perfectamente. Así, antes de llegar a la po-sada, estaba convencido de que aquel hombre era,positivamente, uno de los mejores marinos posibles.

El caballero y el doctor Livesey estaban senta-dos, apurando la botella de cerveza con sus brindis

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correspondientes, antes de ponerse en marcha parahacer una visita de inspección a "La Española".

John Silver les refirió lo que acababa de sucedersin omitir detalle, con charla amena y sin apartarseun ápice de la verdad.

-Esto fue lo que sucedió, ¿no es verdad, Ha-wkins? -se interrumpía de vez en cuando.

A lo cual tenía yo que contestar afirmativamente.Los dos caballeros deploraron que Black Dog se

hubiese escapado; pero todos tuvimos que conveniren que nada podía hacerse, por lo cual, después dehaber recibido cordiales cumplimientos, John Silvertomó su muleta y se marchó de nuevo a su taberna.-Todo el mundo a bordo esta tarde, a las cuatro -legritó el caballero cuando ya el iba alejándose.

-¡Bravo, bravo, bravo! -exclamó el cocinero conentusiasmo y siguiendo su camino.

-óigame usted, señor Trelawney -dijo el doctor-,por regla general yo no tengo una gran fe en susdescubrimientos, mas por lo que respecta a esteJohn Silver, debo confesarle que me satisface porcompleto.

-Un hombre como el es "triunfo" en mano-declaró.

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-Y ahora -añadió el doctor-, opino que Jim, debevenir con nosotros a bordo, ¿no le parece a usted?

-De acuerdo -replicó el señor Trelawney- Tomatu sombrero, Hawkins, y vamos a ver nuestro barco.

9. Pólvora y armas

Luego de un breve trecho entre elaboradas y ele-gantes proas de buques y popas de otros, cuyoscordajes y vergas una veces se liaban y yacían bajonuestros pies, otras se balanceaban galanamente so-bre nuestras cabezas, saltamos a bordo de nuestrobarco, en el cual nos recibió el piloto, señor Arrow,un viejo marino bizco, de faz morena y con colgan-tes en las orejas. El caballero y el parecían congeniarbastante y llevarse en muy buenos términos; pero notardé en observar que no acontecía lo mismo tra-tándose de las relaciones del señor Trelawney con elcapitán de “La pañola”Este era un hombre de as-pecto severo y parecía disgustado con todo lo quesucedía a bordo de nuestra goleta. Pronto decirnospor qué, pues no bien habíamos entrado al salónprincipal, un marinero nos anunció: -Caballero, elcapitán Smollet desea hablar con usted.

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Siempre estoy a las órdenes del capitán -contestóel caballero-. Hágale usted pasar adelante.

El capitán, que estaba muy cerca de su mensaje-ro, entró y cerró la puerta tras de sí.

-Bien, capitán Smollet, ¿qué es lo que usted tieneque decirnos? Supongo que aquí todo marcha bien yestá dispuesto como entre, verdadera gente de mar.

-Vea, señor -contestó el capitán-; creo que hablarsin rodeos es siempre lo más práctico, aun a riesgode parecer ofensivo. He aquí mí opinión: no megusta este viaje, no me gusta la tripulación y no megusta mi segundo de abordo. Esto es hablar -Talvez, señor mío, ¿tampoco le gusta a usted el barco?añadió el caballero, bastante molesto, a lo que mepareció.

-En cuanto a eso nada puedo decir, puesto queaún no lo visto moverse. A simple vista me pareceun hermoso velero; no puedo decir.

-También es muy posible que le disguste el pa-trón recalcó el caballero.

En este punto el doctor Livesey creyó oportunointervenir diciendo: -Un momento, señores, unmomento, si ustedes permiten. Esas discusiones noconducen nada más que a crear una perjudicial de-sinteligencia. Creo que el capitán ha dicho demasia-

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do o dicho muy poco, y me creo en el deber de re-querirle para ti nos explique sus palabras, Ha dichousted, para comenzar, que le gusta este viaje. Vea-mos... ; ¿por qué?

-Se me ha contratado, señor, por el sistema de loque llamamos nosotros "pliego cerrado". Se me harequerido simplemente para gobernar un navío, lle-vándolo al punto y rumbo que ase el contratante.Hasta allí todo está bueno. Pero ahora encuentrocon que todos y cada uno de los hombres de la tri-pulación saben mucho más que yo acerca de nuestroviaje. Yo no puedo calificar esto de recto y de natu-ral; ¿tengo razón?

-Sí, sí, la tiene usted-dijo el doctor.-Más tarde he sabido por mis propios marineros,

que va en, busca de un tesoro. No olvide usted queson ellos los que lo, hacen saber. Ahora bien, eso detesoros es una cosa que ti sus peligros. A mí no megustan viajes de tesoros por ningún motivo, menoscuando son secretos, y, sobre todo, perdóneme se-ñor Trelawney, cuando el tal secreto ha sido confia-do al loro.

-¿Al loro de Silver? -preguntó el caballero.-He hablado en sentido figurado. Quiero decir

que ha sido divulgado. Yo tengo la certeza de que

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ninguno de ustedes, caballeros, conoce el riesgo quecorre. Les diré, pues, mi opinión lisa y llana; éste esasunto de vida o muerte y un albur sumamente de-licado.

-Así lo veo Yo -dijo el doctor-, y me parece quees tan claro como cierto. Estamos expuestos a lascontingencias de un viaje incierto, pero no nos ha-llamos tan en tinieblas como usted supone. Peroañadió usted también que no le gusta la tripulación.¿Cree usted que los nuestros no son verdaderos ma-rinos?

-No me agradan, señor - insistió el capitán Smo-llet- Por lo demás, creo que es facultad del capitánelegir sus hombres, más tratándose de una expedi-ción como la que vamos a emprender.

-Quizá tenga usted razón -replicó el doctor-. Talvez hubiera sido mejor que mi amigo hubiera hechosu elección de acuerdo con usted. Pero puede creerque la falta, si la hubo, fue enteramente involuntaria.Por último, dijo usted que tampoco le gusta su se-gundo, el señor Arrow.

-Así es, señor. Creo que es un buen marino; perose roza demasiado familiarmente con la tripulaciónpara ser un buen oficial. Un piloto, debe hacerse

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siempre respetar y no permitirse brindar, como éste,en compañía íntima con los marineros.

-¿Quiere usted decir que el hombre bebe?-exclamó el caballero.

-No, señor, solamente que mantiene una intimi-dad sobrado inconveniente con los hombres de latripulación.

-Está bien, capitán -dijo el doctor-; pero, si he-mos de zanjar dificultades, díganos usted lo que de-sea.

-Bien, señores; ¿están ustedes determinados allevar a cabo esta expedición?

-Contra viento y marea -respondió el caballero.-Muy bien -dijo el capitán- Pero ya que han teni-

do ustedes la paciencia de aguantar lo que han escu-chado, oigan algunas palabras más. Primer punto: seestá colocando la pólvora y las armas en la bodegade proa; ¿por qué no ponerlas en un lugar muy apropósito que hay aquí, precisamente debajo delsalón? Segundo: ustedes traen cuatro personas de suservidumbre que, según he oído, van a tener susdormitorios a proa, con los demás hombres, ¿porqué no darles los camarotes que hay aquí al lado dela cámara de popa?

-¿Hay algo más? -preguntó el señor Trelawney.

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-Sí, hay otra exigencia -continuó el capitán- Pordesgracia, ya se ha charlado y divulgado mucho so-bre la expedición.

-Si, demasiado -apoyó el doctor.-Diré a ustedes lo que yo mismo he oído -siguió

el capitán-: dicen que ustedes poseen un mapa decierta isla en el cual hay cruces rojas que marcan ellugar exacto en que ciertas riquezas están enterradas;añaden que la isla está... (y aquí nombró la longitudy latitud de ella con toda exactitud).

-Jamás he dicho tal cosa -exclamó el caballero.-El hecho es que los hombres lo saben -replicó el

capitán.-Livesey, tal vez alguna indiscreción suya; o tal

vez tú, Hawkins- exclamó el señor Trelawney.-No logramos nada con averiguar quién ha sido

el indiscreto -replicó el doctor.Me fue fácil notar que ni el ni el capitán daban

mucho, pábulo a las afirmaciones y protestas del se-ñor Trelawney; por mi parte, pensaba como ellos,pues me constaba que el caballero era un con-versador incorregible. Sin embargo, en esta ocasión,decía la verdad, según creo, ya que era exacto quenadie había revelado la posición geográfica de la is-la.

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-Enhorabuena, caballeros -continuó el capitán- ;yo no sé en manos de quién está ese mapa; peropongo por condición estricta que se lo mantenga detodo punto secreto y oculto aun de mí mismo y demi segundo, el señor Arrow, o de no ser así, renun-cio a mi puesto en este mismo instante.

-Entendido -dijo el doctor-; lo que usted quierees que el objeto real se mantenga tan velado comosea posible, y que, entretanto, convirtamos la popaen una especie de fortificación, guardada por nues-tros propios hombres y provista con toda la pólvoray armas de que podamos disponer a bordo. Enotras palabras, teme usted una rebelión.

-Caballero -dijo gravemente el capitán Smollet-,sin intención de lastimar a usted, permítame negarleel derecho de poner en mis labios las palabras queyo no he pronunciado. No existe capitán alguno quepudiera juzgarse autorizado para hacerse a la mar situviese las pruebas necesarias para decirle lo queusted me ha supuesto. Por lo que hace al piloto, locreo de todo punto honrado; algunos de nuestrostripulantes lo son también, sin duda, y quizá lo seantodos, por lo que se ve. Pero ustedes se servirán te-ner en cuenta que sobre mí pesa la doble responsa-bilidad de la seguridad de la embarcación y de la

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vida de cada hombre que nuestra goleta lleva a bor-do. Me ha parecido que las cosas no iban por uncamino derecho y he juzgado prudente pedir a uste-des que se tomaran ciertas precauciones: eso escuanto tengo que decir. -Capitán Smollet -comenzóa decir el doctor con cierta sonrisa en los labios-,¿ha oído usted hablar alguna vez de cierta fábula dela montaña y el ratón? Le pido a usted mil perdonespero la verdad es que me ha traído usted a la memo-ria la tal fábula. Cuando usted penetró aquí, apuestomi peluca a que usted pensaba más de lo que confie-sa.

-Doctor, es usted muy listo -respondió el capitán,cuando entré aquí pensé que se me iba a separar delbuque. No me imaginé que el señor Trelawney hu-biese oído una sola palabra de cuanto he dicho.

-Y no ha ido usted descaminado -exclamó el ca-ballero- A no ser por la oportuna mediación de Li-vesey, yo lo hubiera enviado a usted al diantre. Pero,por ahora, ya lo he escuchado y se hará todo lo queusted desea, mas eso no me impide creer que estáusted equivocado en este asunto.

-En cuanto a eso, crea usted lo que le guste -dijoel capitán- Usted verá, en todo caso, que cumplocon mi deber.

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Dicho esto, saludó y salió sin agregar una solapalabra.

-Trelawney -dijo el doctor-, contra todo lo queyo me figuraba, veo que usted se ha ingeniado entraer a bordo a dos hombres honrados: el capitánSmollet y John Silver.

-Silver, si usted lo quiere -gritó el caballero- Encuanto a este intolerable desconfiado, declaro quesu conducta no me parece digna de un hombre, nide marino, ni mucho menos de inglés.

-Está bien -dijo el doctor-, ya lo veremos.Cuando subimos sobre cubierta, ya los hombres

habían comenzado a cambiar de lugar las armas y lapólvora, canturreando mientras trabajaban, en tantoque el capitán y el piloto inspeccionaban el traslado.

El nuevo orden de cosas era todo de mi gusto. Elarreglo primitivo del buque había sido cambiado. Sehabían hecho seis lechos-literas en el castillo de po-pa, tras de lo que constituía la parte posterior delsalón principal, siendo accesible esta sección de ca-marotes, para la galera y el castillo de proa, única-mente por un estrecho pasadizo a babor. Se habíadispuesto, al principio, que el capitán, el piloto,Hunter, Joyce, el doctor y el caballero ocupasenesos seis camarotes. Ahora se convino en que Re-

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druth y yo tomásemos dos de ellos y que el señorArrow y el capitán durmiesen sobre cubierta, en loque en náutica se llama la carroza, la cual había sidoensanchada de un lado y otro hasta ponerla en esta-do de casi poder llamarle la toldilla. Era ésta bienbaja, pero no tanto que no permitiese colgar concomodidad un par de hamacas, y aun creo que elpiloto pareció muy contento con el arreglo, aunqueel, quizá, no estaba muy seguro de la tripulación.Empero, esto no pasaba de simple conjetura, puescomo se verá muy pronto, no tuvimos por largotiempo el beneficio de sus opiniones.

Estábamos todos trabajando rudamente en elcambio de la pólvora y armas y en el arreglo de lasliteras y camarotes, cuando los últimos de los tripu-lantes, y John Silver con ellos, llegaron en un bote-cito costanero.

El cocinero saltó a bordo con la ligereza de unmono, y no bien hubo visto lo que estábamos ha-ciendo, exclamó: -Hola, muchachos, ¿de qué se tra-ta?

-Cambiando las municiones y las armas, ya lo veusted -respondió un marinero.

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-¿Por qué? ¡con mil diablos! .-prorrumpió Silver-¡Si nos entretenemos en eso, vamos a perder la ma-rea de la mañana!

-Yo lo he mandado -dijo el capitán secamente-Usted, amigo, bájese a su cocina, que la gente notardará en sentir apetito.

-Conforme, voy corriendo -contestó el cocineroy tocándose, por vía de reverencia, la frente, corrióen dirección a su galera.

-Es un buen hombre, capitán -dijo el doctor.-Es muy posible, caballero -replicó el capitán-; en

paz con ése, en paz con todos.Urgió, en seguida, a los que estaban cambiando

la pólvora, y, de repente, fijándose en mí, que estabamuy entretenido examinando el eslabón de vueltaque traíamos en el medio del navío, me gritó conaspereza: -¡Hola, tú grumete, largo de ahí! Márchatea la cocina y busca algo que hacer.

Y aunque me di prisa en obedecerle, oí todavíadecirle, en voz bien alta al doctor.

-Yo no traigo favoritos en mi navío.Puedo asegurar a ustedes que en aquellos mo-

mentos superabundaba yo las opiniones y senti-mientos del señor Trelawney respecto al capitán, aquien aborrecía con todas mis fuerzas.

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10. El viaje

Toda aquella noche la pasamos en gran movi-miento, alistándolo todo, poniendo cada cosa en sulugar y viendo llegar, uno tras de otro, botes llenosde amigos del caballero, como el señor Blandy yotros por el estilo, que iban a desearle un buen viajey feliz regreso. Nunca, en nuestro "Almirante Ben-bow", pasé una noche semejante, ni siquiera la mi-tad del que hacer que tuve en ésta y puede creérsemeque estaba rendido de cansancio cuando un pocoantes del alba el contramaestre hizo sonar su silbato,y la tripulación toda comenzó a maniobrar al ca-brestante. Pero, aunque mi fatiga me doblegara, nome hubiera separado de sobre la cubierta. Todoaquello era nuevo e interesante para mí; las concisasórdenes, la penetrante nota del silbato y los marine-ros moviéndose hacia sus lugares al tenue resplan-dor de las linternas del navío.

-Y ahora, Barbacoa, suéltanos una estrofa -gritóuna voz- La conocida -añadió otra voz.

-Vaya por la vieja conocida, camaradas-dijo,Silver, que estaba allí de pie, con su muleta

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bajo el brazo y al punto prorrumpió en aquella ho-rrible cantilena que me era tan conocida:

Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto,

A lo cual,la tripulación entera contestaba en coro-

Son quince, ¡oh, oh, oh!, son quince; ¡viva el ron!

Y a la tercera repetición del coro, empujó las ba-rras del cabrestante al frente de ellos con gran brío.

En aquel momento de excitación, ese canto lúgu-bre me trasladó con la imaginación, de un modo es-pecial, a mi vieja posada del "Almirante Benbow",en la cual oía de nuevo la voz del sombrío capitánsobresaliendo sobre el coro. Pronto el ancla estuvoafuera y se la dejó colgar, escurriendo junto a laproa. Pronto se izaron también las velas, que co-menzaron a hincharse suavemente con la brisa, y lascostas y los buques empezaron a desfilar ante misojos de uno y otro lado, de tal manera que, antes deque hubiera ido a buscar en el sueño una hora dedescanso, ya “La Española” había zarpado gentil-mente, emprendiendo su travesía hacia la isla delTesoro.

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No es mi deseo referir todos y cada uno de losdetalles de ese viaje; básteme decir que fue en ex-tremo próspero; que nuestra goleta dio pruebas deser una buena y ligera embarcación; que los tripu-lantes eran, todos, marineros experimentados, y queel capitán entendía muy bien lo que manejaba. Peroantes de que llegásemos cerca de las costas de la Isladel Tesoro, acontecieron dos o tres cosas que es in-dispensable referir para la inteligencia de esta narra-ción.

Arrow, el piloto, pronto se tornó peor de lo queel capitán había temido: no tenía la menor autoridadsobre los marineros, los cuales hacían con el lomejor que les acomodaba. Pero no era esto lo peor,sino que uno o dos días después de nuestra partida,comenzó a presentarse sobre cubierta con los ojosinyectados, los pómulos enrojecidos, la lengua torpey todas las señales más evidentes de la embriaguez.Una vez y otra se lo tuvo que mandar a la cala, cas-tigado. Algunas veces se caía, rompiéndose la cara;otras se echaba el día entero en su tarimón, al ladode la toldilla. Como una reacción que durara uno odos días, se le podía ver sobrio y listo, atender a sutrabajo, por lo menos pasablemente.

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Entretanto no podíamos averiguar dónde toma-ba lo que bebía; éste era el misterio de nuestro bu-que. Nuestra vigilancia redoblada y multiplicadanada pudo; fue inútil cuanto hicimos para descu-brirlo. Soltamos preguntárselo abiertamente, y en-tonces, una de dos: o se nos reía en las barbas siestaba borracho, o nos negaba tercamente que seembriagase si acontecía que estuviera en su juicio,protestando que no probaba nada que no fueseagua.

No solamente era inútil en su calidad de oficialdel buque, y Pésimo como fuente de las malas in-fluencias entre los hombres de la tripulación, sinoque se vela muy claramente que, al paso que iba,muy pronto acabaría por matarse. Así es que nadiese sorprendió, ni se apenó mucho tampoco, cuando,en una noche muy, oscura, en que el mar parecíamenos sosegado que de costumbre, el hombre aqueldesapareció sin que volviésemos a verle.

-¡Hombre al agua! -dijo el capitán- Enhorabuena,señores; esto nos ahorra la molestia de tener quemandarle poner grillos.

Lo cierto es que, desaparecido el, nos encontrá-bamos enteramente sin piloto, y era preciso, en con-secuencia, ascender a uno de los tripulantes. Job

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Anderson, el contramaestre, era el más apto de losde a bordo, así fue que, aunque conservando su tí-tulo primitivo, pasó a desempeñar el cargo. El señorTrelawney, que había estudiado náutica y viajabamucho, como se recordará, tenía conocimientos quelo hacían muy útil en aquellas circunstancias, y real-mente los puso en práctica, ejerciendo la vigilanciapropia del piloto en los días en que el tiempo erapropicio. En cuanto al timonel, Israel Hands, era unviejo y experimentado marino, cuidadoso y astuto,de quien podía uno fiarse en todo y para todo.

Era, éste el gran confidente de Silver, cuyo nom-bre me lleva a hablar del cocinero Barbacoa, comola tripulación lo llamaba.

A bordo de la embarcación cargaba éste su mu-leta, suspendiéndola al cuello por medio de un aco-llador, a fin de tener ambas manos libres y expeditaslo más que podía. Era digno de llamar la atención elverlo acuñar el pie de su muleta contra la aberturade alguna tablazón, y apoyándola en ella, despacharbonitamente su cocina, como podría hacerlo cual-quier hombre sano en tierra. Pero todavía era másextraño verle en los días de mal tiempo atravesar lacubierta. Veíaselo trasladarse de un lado a otro, yausando su muleta, ya arrastrándola tras de sí por

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medio del acollador, tan rápidamente como pudierahacerlo un hombre que tuviera el uso de sus dospiernas. Y, sin embargo, algunos de los marineros,aquellos que ya habían hecho travesías con el, de-cían que daba -lástima el verle tan abatido.

-Este Barbacoa no es un hombre común -me de-cía una vez el timonel-. Allá en sus mocedades tuvosus estudios y, cuando se ofrece, puede hablar comoun libro. Y valiente, ¡eso sí! Un león nada es compa-rado con Barbacoa. Yo lo he visto despachar a cua-tro enemigos de una sola vez, haciéndolos morderel polvo, y sin tener un arma en la mano.

Toda la tripulación lo respetaba, y aun puedo de-cir que lo obedecía. Poseía un modo muy peculiarde insinuarse al hablar a cada uno, y siempre hallabaocasión de hacer a todos un pequeño servicio. Res-pecto a mí, Silver era siempre extraordinariamenteamable y siempre se mostraba contento de vermeaparecer en su galera, que tenía siempre limpia ybrillante como un espejo: las cacerolas colgabanbruñidas y lustrosas, y su loro estaba en su relu-ciente jaula, en un rincón.

-Ven acá, Hawkins, ven acá -solía decirme- Ven aechar un párrafo con tu amigo John. Nadie másbien venido que tú, hijo mío. Siéntate y ven a oír lo

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que pasa. Aquí tienes al capitán Flint -as! lo llamo yoa mi loro en memoria del célebre filibustero-, aquítienes al capitán Flint, prediciéndonos el buen éxitode nuestro viaje. ¿No es verdad, capitán?

MY el perico, como si le dieran cuerda, se solta-ba gritando: "¡Piezas de a ocho! ¡piezas de a ocho!¡piezas de a ocho! ¡piezas de a ocho! "Y esto conuna rapidez tal que había que maravillarse de cómono se le acababa el aliento; y no cesaba hasta queSilver no sacudía su pañuelo sobre la jaula del ani-mal.

-Ahora bien, Hawkins, ahí donde lo ves, ese pá-jaro debe tener ya lo menos doscientos años. Casitodos ellos son poco menos que eternos, y yo creo,respecto de éste, que solamente el diablo habrá vistomás atrocidades y horrores que el. Figúrate que fuedel capitán England, del célebre y gran pirata inglés.Ha estado en Madagascar y en Malamar, en Suri-nam, en Providencia y en Porto Bello. En éste asis-tió a la exploración y repesca de los buques car-gados de plata echados a pique, y allí fue dondeaprendió su refrán de piezas de a ocho, lo cual no esmuy de maravillar, porque figúrate, Hawkins, que sesacaron de ellas más de trescientas cincuenta mil.Concurrió, también, al abordaje del virrey de las In-

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dias, cerca de Goa, y, al verle, ahora, se creería queentonces estaba recién nacido. Pero ya has olido lapólvora, ¿no es verdad, capitán?

-¡Prepárate para el zafarrancho! -gritó ruidosa-mente el animal.

- ¡Ah! Este animalito es una joya -añadía con to-no alegre el cocinero, alargándole los trozos de azú-car que sacaba de su faltriquera.

Entonces el pájaro se pegaba a los barrotes de sujaula y comenzaba a jurar y a maldecir redondo, deuna manera tan llena de maldad, que parecía increí-ble. Entonces, John, se veía obligado a añadir: -Elque entre la brea anda, que pegarse tiene. Aquí te-nemos, si no, a este inocente animalito mío, jurandocomo un desesperado, pero no debemos recrimi-nárselo. Puedes creer que lo mismo juraría, es undecir, delante de monjas capuchinas y frailes des-calzos.

Y John, entonces, se tocaba su melena de aquelmodo solemne y peculiar que el tenía y que me con-firmaba a mí en la creencia de que aquél era el mejorde los hombres.

Entretanto, el caballero y el capitán continuabantodavía sus relaciones en términos muy poco amis-tosos. El caballero no hacía gran misterio de sus

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sentimientos, sino que menospreciaba claramente alcapitán. Éste, por su parte, jamás hablaba sinocuando le dirigían la palabra, y aun en esos casos,corto, seco, y brusco, y sin una palabra inútil. Reco-nocía, cuando se lo llevaba a un rincón, que habíaestado injusto y equivocado acerca de su tripulación;que algunos de sus hombres eran tan vigorosos yaptos como el pudiera desearlos, y que todos se ha-bían conducido, hasta allí, perfectamente bien.

Por lo que respecta a la goleta, estaba el hombreenamorado de ella, y solía decir:

-Siempre está lista para enfilar el viento, con másdocilidad y ligereza que si fuera una buena esposacomplaciendo a su marido. No obstante -añadía-,todavía no estamos de vuelta en casa, y repito queno me gusta- esta expedición.

A estas últimas palabras, el caballero volvía laespalda y se ponía a recorrer la cubierta, dándose atodos los diablos, como de costumbre.

-Una palabra más de ese hombre y un día de és-tos estallo - solía decir.

Tuvimos un poco de mal tiempo, lo cual sirviópara probarnos las buenas cualidades de "La Espa-ñola". Todos los hombres parecían contentos, y laverdad es que hubieran pecado de exigentes si hu-

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biera sido de otra manera, pues tengo para mí quejamás tripulación alguna estuvo más mimada y con-sentida desde que el patriarca Noé navegó en su bí-blica arca. Con el menor pretexto doblábase el roncotidiano, y el pudding de harina en días extra-ordinarios, Por ejemplo, si el caballero sabia que erael cumpleaños de alguno de los marineros, y nuncafaltaba un barril de buenas manzanas, abierto y co-locado en el combés, para que se despachara por sumano todo aquel a quien se le antojara comerlas.

-No es cosa de andar con tratamientos parecidos-decía el capitán al doctor Livesey- Al que cuervoscría, éstos le sacan los ojos: ésta es simplemente miopinión.

Sin embargo, lo del barril de manzanas resultócosa buena, como se verá muy pronto, pues a nohaber sido por el, no nos habríamos prevenido atiempo y habríamos todos perecido a manos de latraición y de la infamia.

He aquí lo que sucedió: hasta entonces habíamosnavegado, a favor de los vientos alisios para poner-nos en dirección de la isla que buscábamos. No mees permitido ser más explícito. A la sazón, bajába-mos ya en sentido opuesto manteniendo una asiduay cuidadosa vigilancia día y noche. Era aquél ya el

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último día, según el más largo cómputo presupuestopara el viaje, y de un momento a otro, durante esanoche, o, a más tardar, a la mañana siguiente, antesde mediodía, debíamos llegar a la vista de la Isla delTesoro. Nuestra proa enfilaba al suroeste, y llevá-bamos una firme brisa de baos, con mar muy quieta."La Española" se deslizaba con seguridad, sumer-giendo en las ondas, de cuando en cuando, su bau-prés y produciendo con el algo como pequeñasexplosiones de espuma; todo seguía su curso naturaldesde las gavias hasta la quilla, y todos parecían lle-nos del ánimo más esforzado, ya que casi hablamoscumplido la primera etapa de nuestra aventura.

Mucho después de puesto el sol, cuando mi tra-bajo del día estaba concluido y ya me iba en dere-chura a mi camarote, acometióme el deseo de comeruna manzana. Subí sobre la cubierta La vigilanciaestaba toda a proa, a la espera de descubrir la isla: Eltimonel observaba la orza de la vela y se divertíasilbando alegremente. Éste era el único ruido que seescuchaba, a excepción del rumor del mar, hendidopor la proa, y que murmuraba suavemente sobre loscostados de la goleta.

Me lancé hasta el fondo del gran barril de lasmanzanas en busca de alguna, y me encontré con

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que apenas si habían quedado una o dos. Crucémede piernas tranquilamente en aquel fondo oscuro,sin más intención que la de concluir con mi manza-na; pero, ya fuese el monótono rumor del mar, ya elsuave balanceo de la goleta en aquel momento, elhecho es o que dormité por unos instantes o queestuve a punto de hacerlo, cuando un hombre pesa-do se sentó repentinamente junto a mi escondite. Elbarril se estremeció cuando aquel hombre recargósu espalda, y ya iba yo a saltar afuera, cuando el re-cién venido comenzó a hablar. Era la voz de Silver,y no había ya oído una docena de palabras todavíacuando ya no hubiera osado asomarme ni por todoel oro del mundo. Quedéme, pues, allí, trémulo yatento, angustiado y lleno de curiosidad, porqueaquellas pocas palabras bastaron para darme a en-tender que las vidas de todos los hombres honradosque iban a bordo dependían de mi serenidad.

11., Lo que oí desde el barril

-¡No! ¡yo no! -decía Silver- Flint era el capitán; yono era más que el contramaestre, con mi pierna depalo. En el mismo abordaje perdimos, yo mi pierna

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y el viejo Pew la vista. Me acuerdo que fue un ciru-jano recibido, con su título con muchos latines, queno sabía más que pedir el que me aserró esta pierna;pero todas sus retóricas y sus serruchos no lo libra-ron de que lo ahorcáramos como a un perro y lodejáramos secándose al sol en el castillo del “Cro-so”. ¡Esos eran los hombres de Flint, ésos, sí señor!Ése fue el resultado también de cambiar nombre asus navíos, "Royal Fortune" y otros. Pero yo sos-tengo que el nombre con que han bautizado a unnavío es el que debe quedársele. Así aconteció con"La Casandra", que nos trajo sanos y salvos a nues-tra casa después que England se apoderó del virreyde Indias, y lo mismo con el viejo “Walrus”, que erael antiguo buque de Flint, que yo vi rojo de sangrede popa a proa, algunas veces, y otras repleto de orohasta zozobrar con su peso.

-¡Ah! -exclamó otra voz, que luego conocí por ladel más joven de los de la tripulación, y que expre-saba la admiración más completa-. ¡Ah! ¡Flint sí queera la flor de toda esa banda!

-Davis también era todo un hombre cabal, no lodudes -dijo Silver-, yo nunca navegué con el, sinembargo. Mi historia es ésta: primero con England,luego con Flint y, ahora, por mi cuenta.. . Yo pude

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ahorrar novecientas libras durante mi servicio conEngland y dos mil con Flint. Ya ves tú que eso no espoco para un simple marinero. Y todo eso bienguardadito en el Banco, muy guardado, no te quepaduda. ¿Y qué se ha hecho hoy de los hombres deEngland? ¡No sé! ¿Y de los de Flint? En cuanto aésos, la mayor parte están aquí, a bordo, con noso-tros. Al viejo Pew. que había perdido la vista, le to-caron mil doscientas libras que vergüenza dadecirlo- gastó completamente en un año, como pue-de hacerlo un lord del Parlamento. ¿En dónde estáahora? Muerto bien muerto y bajo escotillas. Pero,dos años antes de morir ... ¿qué hizo? ¡Mil tempes-tades! Ladrar de hambre como un perro; pedir li-mosna, mendigar, robar, degollar gentes, y con todoeso morirse de hambre y de miseria ... ¡voto al de-monio!

-Voy creyendo, que no sirve, pues, de mucho lacarrera -observó el joven catecúmeno de Silver,

-No les sirve de mucho a los manirrotos y locos;por supuesto que no -replicó Silver-. Pero, encuanto a, ti, mira; tú eres un chicuelo todavía; perovivo como un zancudo. Yo te conocí en cuanto tepuse el ojo encima, y ya ves que te hablo como a unhombre hecho.

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Se comprenderá sin esfuerzo lo que sentí al oír aeste viejo abominable bribón dirigiendo a otro lasmismísimas palabras aduladoras que había usadopara conmigo. Créaseme que si hubiera podido, contodo mi corazón lo habría anonadado a través demi, barril. Pero el prosiguió, entre tanto, muy ajenode que alguien lo estaba escuchando:

-Mira tú lo que sucede con los caballeros de lafortuna. Se pasan una vida dura y están siemprearriesgando el pescuezo; pero comen y beben comocanónigos y abades, y cuando han llevado a cabouna buena expedición, ¡ca!, entonces ... los ves po-nerse en las faltriqueras miles de libras en ves, depuñaditos de miserable? peniques. Ahora, los másde ellos lo tiran en orgías y francache las, tambiéneso es cierto, y luego los ves volviendo al mar, encamisa, como quien dice. Pero a fe que yo no he idopor semejante vereda. ¡No, que no! Yo he puestotodo muy bien asegurado, un poquito aquí otro po-co allá, y en ninguna parte mucho para no excitarsospechas inútiles y peligrosas. Ya tengo cincuentaaños, fijate bien, y una vez de vuelta en esta expedi-ción me establezco como un perezoso rentista. Yaes tiempo de ello, me parece que replicas. ¡Ah, sí!Pero puedo asegurarte que entretanto he vivido con

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desahogo. Jamás me he privado de nada que me ha-ya pedido el cuerpo; sueños largos, comidas apetito-sas, y todo esto, día por día, excepto cuando viajopor el agua salada. ¿Y cómo comencé? Pues ni másni menos que como tú ahora, de puro y simple ma-rinero.

-Bueno -replicó el joven -; pero lo que es ahora,todo ese otro dinero es como si ya no existiera, ¿noes verdad? Porque, a buen seguro que, después deesta expedición, ¡vaya usted a dar la cara en Bristol!

-¡Bah! -contestó Silver irónicamente - ¿Pues endónde te figuraste que ese dinero estaba?

-Pues ... en Bristol, es claro, en los Bancos y a ré-dito -contestó su interlocutor.

-Es verdad, allí estaba cuando levamos anclas;pero a esta hora, mi mujer..., ya tú me entiendes ....mi mujer lo tiene ya todo bien realizado, y todo ensu poder. La taberna de "El Vigía" está ya vendida,o arrendada, o regalada, o qué sé yo. Pero, en cuantoa la muchacha, yo te aseguro que ya ella ha salido deBristol para reunirseme. Yo te diría de muy buenagana en dónde va a esperarme; pero esto haría quenacieran celos entre tus compañeros por mi prefe-rencia, y no quiero celos aquí.

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-¿Y tiene usted plena confianza en su ... mujer,como usted la llama? -preguntó el catecúmeno.

-Los caballeros de la fortuna -replicó el cocine-ro-, generalmente, somos poco confiados entre no-sotros mismos, y a fe que, puedes creerlo, no nosfalta razón para ello. Pero yo tengo unos modosmíos muy particulares; de veras que sí. Cuando uncamarada es capaz de tenderme una celada ... quierodecir, uno que me conoce, ya puede estar seguro deque no le será posible vivir en el mismo mundo queel viejo John. Había algunos que le tenían miedo aPew; otros que se aterrorizaban de Flint; pero yo tedigo que el mismo Flint no las tenía todas consigotratándose de mí, con ser quien era. Sí, me tenlamiedo, y eso que estaba orgulloso de mí, vamos aldecir. Nunca ha habido sobre los mares una tri-pulación más escabrosa que la de Flint, al extremode que el mismo diablo hubiera temido ir con ella abordo. Pues, sin embargo, tú me ves, no soy ningúnfinchado ni ningún fanfarrón, Y sé hacer la campa-ña con todos mis camaradas con tanta llaneza comosi no fuera quien soy. Pero,. cuando era yo contra-maestre.... ¡ah, diablo!, entonces sí que no podía de-cirse de ninguno de nuestra camada de viejosfilibusteros que fuese un corderito. ¡Ah! yo sé lo que

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te digo: puedes estar seguro de ti mismo en este na-vío del viejo John.

-Está bien -replicó el mancebo-; ahora le diré austed que cuando vine aquí no me gustaba el pro-yecto ni tanto así; pero ahora ya que hemos tenidoesta explicación, John, ya sabe usted que cuentanconmigo suceda lo que suceda.

-Mucho me alegro, porque tú eres un muchachode provecho -contestó Silver sacudiendo la mano desu converso de la manera más cordial- Puedes creerque no he visto en mi vida una apariencia mejor quela tuya para ser uno de los caballeros de la fortuna.

Al llegar aquí, yo ya había comenzado a com-prender que por caballeros de la fortuna entendíanaquellos hombres ni más ni menos que piratas co-munes y corrientes, y que aquella pequeña escenaque yo habla oído era nada más que el último actoen la corrupción de uno de los hombres honradosque iban a bordo, tal vez ya el último de ellos. Noobstante, pronto debía recibir algún consuelo sobreeste particular, como se verá luego; Silver, en aquelmomento, dejó oír un ligero silbido, y un tercer per-sonaje apareció muy pronto y vino a reunirse aaquel conciliábulo.

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-Dick es hombre de pelo en pecho -dijo Silver alrecién venido.

¡Oh! eso ya me lo sabía yo -replicó una voz quereconocí por la del timonel, Israel Hands-. EsteDick no tiene un pelo de tonto. Pero vamos allá-prosiguió-, lo que yo quiero saber es esto, Barba-coa: ¿tanto tiempo nos vamos todavía a quedarafuera, en esta especie de maldito bote vivandero?Digo esto porque ya tengo bastante del capitánSmollet, ¡con mil diablos!; ya bastante me ha aburri-do, y quiero poder instalarme en su cámara; quierosus pickles, quiero sus vinos, quiero todo eso.

- Israel -le replicó Silver-, tú has tenido ahora ysiempre la cabeza llena de humo. Pero creo que tepodrá entrar la razón, ¿no es esto? Abre, pues, lasorejas, que bien grandes las tienes, para oír lo que tevoy a decir: seguirás durmiendo a proa, y seguiráspasándola penosamente, y seguirás hablando consuavidad, y seguirás bebiendo con la mayor mesurahasta que yo de la voz, y entretanto te conformaráscon eso.

-Está bien, no digo que no -gruñó el timonel- Loúnico que digo es esto: ¿cuándo? ¡Eso es todo!

-¿Cuándo? ¡Mil tempestades! -exclamó Silver-Conque cuándo, ¿eh?; pues mira, puesto que lo quie-

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res voy a decirte cuándo. Hasta el último momentoque me sea posible: ¡entonces! aquí traemos a un ex-celente marino, a este capitán Smollet, que viene di-rigiendo en provecho nuestro el bendito buque.Aquí traemos, igualmente, a ese caballero y a esedoctor con su mapa y demás cosas que nos intere-san y que ni yo ni ustedes sabemos en dónde dia-blos las guardan. En hora buena; entonces tenemosque aguardar a que este caballero y este doctor en-cuentren la hucha y no» ayuden hasta ponerla abordo del buque, ¡con cien mil diantres, Entoncesveremos. Si yo estuviera completamente seguro deustedes, hijos del demonio, dejaría al capitán Smo-llet que nos condujera de vuelta hasta medio cami-no, antes de dar el golpe definitivo.

-Este asunto no me parece tan dudoso. ¿Acasono somos marinos todos los que estamos aquí abordo? Yo creo que sí -dijo el muchacho Dick.

-Quieres decir que entendemos la maniobra, ¿noes verdad? -prorrumpió Silver-. Nosotros podemosseguir una dirección dada; ¿pero quién puede dár-nosla? He aquí en lo que se dividen todas las opi-niones de ustedes, desde el primero hasta el último.En cuanto a mí, si yo pudiera obrar conforme a misolo deseo dejaría al capitán. Smollet que nos lleva-

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ra hasta la última hora en nuestro regreso para noexponernos a cálculos erróneos y a andar luego aración de agua por esos mares del diablo. Pero Yosé muy bien qué casta de bichos son ustedes, y- nohay remedio, acabaré con ellos en la isla, tan luegocomo nos hayan ayudado a poner la hucha a bordo,lo . cual es una lástima. í Que reviente yo. en horamala, si no es cosa que me gusta el navegar con zo-pencos como ustedes!

-Eso sí que es hablar por hablar -exclamó Israel-¿Quién te da motivo para enojarte, John?

-¡Hablar por hablar! -replicó exaltado Silver-¿Pues cuántos navíos de alto bordo te figuras que hevisto al abordaje, y cuántos vigorosos muchachossecándose al sol en la plaza de los Ajusticiados, ytodo esto. solamente por esta maldita prisa? ¿Meoyes bien? Pues. mira; yo he visto una que otra cosaen el mar, puedes creerlo, y te digo que si ustedes selimitaran a poner sus velas siguiendo al viento quesopla, llegarían sin duda, un día al punto de poseercarrozas, ¡por supuesto! ¡Ah!, ¡pero no será así! Losconozco muy bien a ustedes. Comenzarán por an-dar de taberna en taberna, ahítos de ron, y mañana uotro día ya irán por sus pasos contados a hacerseahorcar. -Todos sabíamos bien que tú has sido

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siempre una especie de abad, John. Pero hay otrosque han podido maniobrar y gobernar tan bien co-mo tú -dijo Israel-. Y, sin embargo, a ellos les gusta-ba un poco el jaleo y la diversión. Ellos no eran tanentonados, ni severos, tomando su parte como ca-maradas alegres y de buen humor.

-Es verdad- dijo Silver-, es muy cierto. Sólo que,¿en dónde están ésos ahora? Pew era de ese Jaez, yha muerto mendigando, Flint era también así y mu-rió borracho en Savannah. ¡Oh eran muy alegres ymuy divertidos, sí, señor; pero, lo repito, ¿en dóndeesta ahora?

Yo pude apenas recoger dos o tres frases; peroen ellas supe, sin embargo, algo interesante, puesademás de otras palabras que tendían a confirmarlo,esto llegó muy distintamente a mis oídos.

-Ninguno de ellos quiere ya entrar en el negocio.Era claro, por lo tanto, que todavía quedaban

hombres leales a bordo.En aquel punto cierta claridad cayó sobre mí,

adentro del barril; alcé la vista y me encontré conque la luna acababa de aparecer en el cielo, plateabala gavia de mesana y comunicaba un tinte blanque-cino a la palma del trinquete. Casi en el mismo ins-

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tante la voz del vigía se alzó gritando: -¡Tierra! ¡Tie-rra!

12. Consejo de guerra

Pasos precipitados sonaron por dondequiera, algrito de ¡tierra!, apresurándose tanto mis amigos dela cámara de popa como las gentes de la tripulacióna subir sobre cubierta. Yo salté rápidamente afueradel barril; me deslicé, cubriéndome con la vela deltrinquete, di la vuelta hacia el alcázar de popa y vol-ví a aparecer sobre cubierta a tiempo para reu-nírmeles a proa.

Todo el mundo estaba ya congregado allí. Unacinta de niebla se había alzado casi al tiempo en queaparecía la luna. Allá a lo lejos, hacia el sudoeste,divisábamos dos montañas no muy altas, como aunas dos millas de distancia, y por encima de una deellas aparecía una tercera mucho más alta que lasotras y cuya cumbre se miraba envuelta entre las ga-sas de la niebla. Las tres parecían de figura aguda ycónica.

Esto fue a lo menos, lo que yo creí ver, puestoque aún no me había repuesto de mis terrores de

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hacía pocos minutos. En seguida oí la voz del capi-tán Smollet dando órdenes. "La Española" fuepuesta uno o dos puntos más cerca de la direccióndel viento, y comenzó a enderezar el rumbo de ma-nera que enfilase la costa oriental de la isla.

-Y ahora, muchachos -dijo el capitán, cuando lamaniobra estuvo ejecutada, ¿alguno de ustedes havisto esa tierra antes de ahora?

-Yo -dijo Silver- Siendo cocinero de un buquemercante, anclamos aquí para proveernos de agua.

-El fondeadero está al sur, tras un islote, ¿no escierto? -preguntó el capitán.

-Sí, señor, el islote del Esqueleto, que se llama. Este lugar ha sido alguna vez refugio de piratas, y un hombre que llevábacuales llaman, con nombres marinos, el Trinquete,el Mayor y el Mesana. Pero el principal es el másgrande, que tiene el pico sumido en la nube. Lo lla-man también el cerro del Vigía, a causa de la vigi-lancia que desde su cima mantenían esos hombres,mientras sus embarcaciones permanecían al ancla,para la limpieza, porque aquí es donde ellos lleva-ban a cabo esa operación.

-Aquí tengo un mapa -dijo el capitán Smollet-;vea si éste es el lugar que usted dice.

En los ojos de Silver pasó algo como un relám-pago de alegría feroz al tomar la carta que le alarga-

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ba el capitán. Pero en el mismo instante en que susojos cayeron sobre el papel, su esperanza de un se-gundo sufrió una terrible decepción. Aquél no era elmapa encontrado en la maleta de Billy Bones, sinouna copia cuidadosa en todos sus detalles, nombres,alturas y sondajes, con la sola excepción de las cru-ces rojas y de las notas manuscritas. Sin embargo,por profunda que fuese la contrariedad de Silver.tuvo la necesaria presencia de ánimo para dominar-se y aparecer sereno.

-Sí, señor -contestó-; éste es el lugar, según en-tiendo, y muy bien trazado, ciertamente. ¿Quién ha-brá sido el autor de está carta? Los piratas erandemasiado ignorantes, a lo que creo, para poder di-bujar esto. ¡Ah!, ¡vamos!, aquí está marcado: Ancla-dero del capitán Kidd; precisamente éste es elnombre que le dio mi patrón. Allí existe una fuertecorriente a lo largo de la costa sur, y luego sube endirección norte, a lo largo de la costa occidental.Tenía usted razón -prosiguió- en ceñir el viento yponer la proa hacia la isla, por lo menos si su inten-ción era la de entrar a carenar allí, porque la verdades que en todas estas aguas no hay lugar más a pro-pósito que ése.

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-Gracias, mi amigo -dijo el capitán Smollet- Lue-go pediré a usted algunos otros informes. Puede re-tirarse.

El capitán Smollet, el caballero y el doctor Live-sey se quedaron conversando junto al alcázar deproa. A pesar de mi impaciencia por contarles loque la casualidad me habla hecho oír, no me atreví ainterrumpirlos abiertamente. Entretanto, y cuandomás absorto estaba yo en mis pensamientos paraencontrar alguna excusa probable, el doctor Liveseyme llamó. Hablasele olvidado su pipa en la cámara,y, como era un verdadero esclavo del tabaco, me ibaa indicar que bajara a traérsela, pero en cuanto estu-ve bastante cerca para que me oyese el sólo, le dijerápidamente: -Doctor, permítame usted que le hable.Llévese consigo al capitán y al caballero inmediata-mente abajo, a la cámara, y, con cualquier pretexto,manden ustedes por mí. Tengo nuevas terribles.

El doctor pareció por un instante desconcertarse;pero, en el acto fue otra vez dueño de sí mismo.

-Gracias, Jim dijo en voz bien alta-; eso es todolo que quería saber.

Fingía con esto, haberme hecho alguna pregunta,a la que yo hubiese respondido.

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En seguida giró sobre sí mismo y se volvió a re-unir al grupo. Hablaron los tres algunos instantes, yaun cuando ninguno de ellos dio muestras de sobre-salto ni levantó la voz, me pareció evidente que eldoctor Livesey les acababa de comunicar mi súplica,porque lo primero que llegó a mis oídos fue que elcapitán daba órdenes a John Anderson y el silbatosonó luego llamando sobre cubierta a toda la tripu-lación.

-Muchachos- dijo el capitán cuando todos estu-vieron reunidos-; tengo dos palabras que decir austedes. Esa tierra que acabamos de ver es el lugarde nuestro destino. El patrón de este buque, hom-bre muy liberal y generoso, según todos lo sabemospor experiencia, acaba de hacerme dos preguntasque yo he podido contestar diciéndole que cada ma-rinero de esta goleta ha cumplido con su deber,desde el tope hasta la cala, de tal manera, que nadamejor pudiera pedirse. Por tal motivo, el, el doctor yyo, vamos a la cámara a beber a la salud y buenasuerte de todos ustedes, mientras que a ustedes seles servirá un buen grog para que brinden, por no-sotros. Yo les daré a ustedes mi opinión sobre esto:yo lo encuentro magnífico. Si ustedes son de mi pa-

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recer, les propondré, pues, que envíen un buenaplauso al caballero que así se porta.

El aplauso se dejó oír, esto era claro; pero estallótan compacto y tan cordial, que confieso que me fuedifícil convencerme de que aquellos mismos que lodaban estaban arreglando tramas infernales contranuestras vidas.

-¡Un aplauso más por el capitán Smollet! -gritóSilver cuando el último hubo cesado.

Lo mismo que el anterior, este segundo aplausoparecía enteramente sincero y voluntario.

Apenas pasado esto, los tres caballeros bajaron ala cámara, y no pasó mucho rato sin que enviasenun recado diciendo que se necesitaba a Jim Hawkinsen el salón.

Encontréles en torno de la mesa, con una botellade vino es. pañol y algunas uvas delante de ellos; eldoctor, fumando fuertemente y con la peluca puestasobre sus rodillas, lo cual me constaba que era unsigno de agitación en el. La ventanilla de popa esta-ba abierta porque la noche era bastante cálida, y po-día verse perfectamente desde dentro el resplandorde la luna centelleando sobre la estela de nuestrobuque.

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-Ahora bien, Hawkins -díjome el caballero-, pa-rece que tienes algo que decirme: habla.

Hícelo como se me mandaba y, sin alargarmedemasiado, conté todos ¡os detalles de la conversa-ción de Silver. Ninguno trató de hacer la más pe-queña interrupción hasta que lo hube dicho todo,ninguno, tampoco, hizo movimiento de ninguna es-pecie, sino que todos mantuvieron sus ojos clavadosen mi semblante desde el principio hasta el fin de lanarración.

-Siéntate, Jim -dijo el doctor.-Ahora, capitán -dijo el caballero-, es ya tiempo

de proclamar que usted estaba en lo justo y yo esta-ba equivocado. Me declaro sencillamente un borricoy espero las órdenes de usted.

-Nadie más borrico que yo -replicó el capitán-.Yo no he visto jamás tripulación alguna tramandouna rebelión que no deje escapar imperceptible-mente algunos signos de su descontento, de maneraque todo hombre que no es ciego puede ver el peli-gro y tomar las medidas necesarias para evitarlo. Pe-ro confieso que esta tripulación derrota toda miexperiencia.

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-Capitán -dijo el doctor-, con su permiso diré queésta es obra de Silver y que éste es un hombre nota-ble.

-Me parece que más notable aparecería colgadoen un pañol de las vergas -replicó el capitán- Peroesto no es más que charla que no conduce a nada.He fijado mi atención en tres o cuatro puntos, y conpermiso del señor Trelawney voy a exponerlos.

-Caballero -dijo el señor Trelawney en un tonosolemne-, Usted es el capitán, y a usted es a quientoca hablar.

-Primer punto -comenzó el capitán Smollet-: te-nemos que seguir adelante porque ya es imposibleretroceder. Si esto último se intentara, la rebeliónestallaría inmediatamente. Segundo punto: tenemosa nuestra disposición tiempo hasta que se encuentreese Tesoro. Tercer punto: todavía nos quedan hom-bres leales a bordo. Ahora bien, señores, es una co-sa que no tiene remedio el que tarde o tempranodebamos entrar en hostilidades. Hay que tomar,pues, la ocasión cuando nos presente sus cabellos,es decir, propongo que seamos nosotros los querompamos el fuego, el día más a propósito, y cuan-do ellos menos lo esperen. Me parece, señor Trela-

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wney, que podemos fiar en los criados de su casa,¿no es verdad?

-Tanto como en mí mismo -declaró el caballero.-Tres -dijo el capitán-, y con nosotros cuatro,

somos ya siete, incluyendo a Hawkins. ¿Y cuántosserán los hombres leales?

-Probablemente -replicó el doctor-, han de serlos contratados personalmente por Trelawney antesde que se hubiera echado en brazos de Silver.

-No, por cierto -replicó el caballero- Hands esuno de esos hombres.

-Yo hubiera creído que podríamos tener fe ciegaen este último -dijo el capitán.

-¡Y pensar que todos ellos son iguales!-prorrumpió el caballero- ¡Señores, crean ustedesque ganas me vienen de hacer volar este buque!

-Pues bien, señores -agregó el capitán-, lo mejorque yo puedo decir ahora es bien poco. Debemostenernos por advertidos y mantener la más exactavigilancia. Esto es desagradable para un hombre, yolo sé. Preferiría, por lo mismo, que se rompieran lashostilidades ahora mismo; pero no tendremos ayudasuficiente hasta que sepamos cuáles son nuestroshombres. Estémonos quietos y esperemos la opor-tunidad: ése es mi parecer.

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-Este Jim -dijo el doctor- puede sernos más útilque todo lo demás que hagamos. El enemigo no tie-ne ninguna mala voluntad respecto de el, y yo sé queel es un chico muy observador.

-Hawkins -añadió el caballero-, en ti pongo feciega y completa.

Al oír esto no dejaba de comenzar a sentirmepunto menos que desesperado, porque me conside-raba enteramente sin apoyo. Y, sin embargo, por unextraño encadenamiento de circunstancias, no fuesino por mi conducto por el que todos nos salva-mos. Entretanto, por más vueltas que se le diera alasunto, el hecho es que de veintiséis hombres de abordo, no había sino siete con los que se pudieracontar, y todavía de esos siete uno no era más queun niño; de suerte que, en realidad, los hombres queteníamos de nuestro lado eran seis, para diecinuevede nuestros enemigos.

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PARTE TERCERAMI AVENTURA EN LA COSTA

13. Cómo empezó la aventura

Cuando subí sobre cubierta, a la mañana si-guiente, el aspecto de la isla había cambiado gran-demente. Aun cuando la brisa de la víspera habíacesado, el camino hecho durante la noche era muyconsiderable, y a la sazón nos encontrábamos dete-nidos como a una media milla al sudeste de la costabaja oriental. Bosques de un color pardo cubríanuna gran parte de aquella tierra. Sin embargo, esetinte se interrumpía aquí Y acullá por listas ama-rillentas de arena, en los terrenos más bajos, y poralgunos árboles más elevados de -la familia de los

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pinos, que se alzaban por entre las copas de losotros, algunos de ellos aislados y dispersos, otrosreunidos; por el aspecto y el colorido general la Islaera triste y uniforme. Los cerros se alzaban libre-mente por encima de la vegetación, en espirales dedesnudas rocas. Todos eran de extraña configura-ción, y el de "El Vigía", que sobrepasaba en tres-cientos o cuatrocientos pies a la eminencia próximaa el en elevación, era, probablemente, el de aspectomás raro, alzándose casi derecho por todos lados, yapareciendo después cortado repentinamente en lacima, como un pedestal listo para recibir una esta-tua.

"La Española" vaciaba a torrentes sus imborna-les en la agitada superficie de un mar de leva. Losbotalones chocaban con los motones, el timón gol-peaba de un lado a otro y todo el navío rechinaba yparecía que gemía y temblaba como una gran fábricaen operación. Yo me vela obligado a asirme a losbrandales de los masteleros con todas mis fuerzas ysentía que el mundo entero daba vueltas vertigino-samente en torno de mi cabeza, porque aunque yoera un marino bastante regular, cuando el buque ibaen marcha, aquella movible inmovilidad (permíta-seme la frase), aquel balanceo desesperante sin salir

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de un punto y aquel verme rodando de aquí paraallá como una botella suelta, fueron cosas que jamásafronté sin sentirme desfallecido, sobre todo a lamañana y cuando el estómago estaba completa-mente vacío.

Quizá fue por esto; tal vez fue por el aspecto dela Isla con sus cenicientos y melancólicos bosques,con sus salvajes espirales de rocas y con su mareja-da, que podíamos ver y oír quebrándose tronante yespumosa, en la escarpada costa; el hecho es que,aunque el sol brillaba claro y ardiente y los pájaroscostaneros pescaban y gritaban alegremente en tor-no nuestro, y aun, cuando era de creerse que des-pués de tantos días de no verse m, que a y cielotodos deberían sentirse contentos de saltar a tierra,mi, valor y mi sangre, como dice el adagio, se habíanbajado los talones, y desde el primer Instante en quemis ojos la ve aquella esperada Isla del Tesoro meinspiraba al más profundo cordial aborrecimiento.

Tuvimos que afrontar aquella mañana, de todasmaneras, trabajo ímprobo y pesado. No había lamenor traza de viento, hubo necesidad, en conse-cuencia, de echar los botes al agua y ponerlos al re-mo para remolcar la goleta en una extensión de treso cuatro millas, rodeando la Isla hasta penetrar por

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el estrecho paso que nos condujo a la rada o abrigoque se abre tras el islote del Esqueleto. Yo me ofrecíespontáneamente Para uno de botes, en el cual, co-mo es de suponerse, nada tenía que hacer. calor erasofocante y los hombres al remo gruñían abierta-mente a causa de su tarea. Anderson tenía el mandodel bote en que iba, y en lugar. de conservar a su tri-pulación en orden, 61 mismo tan alto y tan grose-ramente cómo el que más.

-Pero no hay cuidado -dijo en una blasfemia-; alfin esto no es para siempre.

Parecióme este un malísimo signo, porque locierto es que hasta aquel día nuestros hombres ha-bían desempeñado sus tareas voluntaria y vigoro-samente; pero la sola vista de la isla había bastadopara relajar las cuerdas de la disciplina.

Durante toda esta travesía, Silver se estuvo juntoal timonel y dirigió, en realidad, el chinchorro. Élconocía el paso como la palma de su mano, y así esque, aun cuando el hombre que estaba maniobran-do a las cadenas encontró por todas partes más aguade la que marcaban los sondajes del mapa, John novaciló ni un solo momento.

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-Hay siempre un grande arrastre con el reflujo-dijo el-, y este paso parece haber sido ahondadocon un azadón.

Llegamos, por fin, al punto preciso marcado enel mapa como ancladero, como a un tercio de millade las costas, de la isla principal por un lado, y delislote del Esqueleto por otro. El fondo era arenapura. Cuando nuestra ancla se sumergió, se levantóuna verdadera nube de aves acuáticas revoloteandoy chillando sobre nuestras cabezas, lo mismo quesobre los árboles; pero un minuto después todo ha-bía quedado de nuevo en el más completo silencio.

Nuestro fondeadero estaba enteramente rodeadode tierra, sepultado en medio de bosques por todoslados, cuyos árboles bajaban hasta la marea más altade la pleamar; las playas eran casi llanas, y allá, enuna especie de anfiteatro distante, se divisaban lascimas de las montañas, una aquí, otra más allá. Dosriachuelos, o más bien dos pantanos, desaguaban enaquel que muy bien pudiéramos llamar estanque.

Desde a bordo no alcanzábamos a ver nada de lacasa o estacada que había allí, porque estaba dema-siado oculta entre la espesura de los árboles, y de nohaber sido por la carta que nos acompañaba, hubié-ramos podido creer muy bien que nosotros éramos

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los primeros que arrojábamos el ancla en aquel sitiodesde que la isla brotó del fondo de las aguas.

No soplaba ni la más pequeña ráfaga de viento,ni se ola más sonido que el de la resaca tronando amedia milla de distancia sobre las playas, contra lasabruptas peñas de las costas. Sentíase un olor pecu-liar y desagradable en donde estábamos anclados,olor como de hojas y troncos de árboles en putre-facción. Yo observé que el doctor absorbía aire yhacía muecas con la nariz.

-No aseguro que haya o no tesoros aquí -dijo-,pero en cuanto a fiebres, apuesto mi peluca a que esun semillero de ellas.

- Entretanto, si la conducta de los marineros eraalarmante en el bote, se hizo ya realmente amenaza-dora cuando volvieron a bordo de la goleta. Está-banse agrupados sobre cubierta y refunfuñando enmedio de la conversación. La orden más insignifi-cante era recibida con miradas torvas y murmura-ciones entre diente y no se la obedecía sino converdadera negligencia. Es posible que aun los nocontaminados en el motín se hubieran ya contagiadocon la relajación de la disciplina, porque lo cierto esq no había a bordo hombre alguno a propósito paracorregir a otro La rebelión -esto era palpable- estaba

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ya suspensa sobre nuestras cabezas corno una tem-pestad próxima a desencadenarse.

Y no sólo los pasajeros de cámara éramos losque compredíamos el peligro, John Sliver trabajabaInfatigablemente yendo de grupo en grupo, distri-buyendo consejos a todos y siendo un modelo ver-dadero con su ejemplo de sumisión y dulzura. Nadapodía igualarse en aquellos momentos a su come-dimiento y, cortesía; era una perenne sonrisa la quehabía en sus labios para todos 1y cada uno de no-sotros. Si se le mandaba algo, al punto saltaba, sobresu muleta, clamando con el tono más complacientedel mundo- "¡Corriendo, corriendo, señor!". Ycuando no había nada especial que hacer, él cantabauna canción tras de otra, como si tratara de ocultarcon ellas el descontento de los demás.

De todos los detalles sombríos de aquella tene-brosa tarde, esa, notorio ansiedad de John Silver seme figuraba el peor de todos. Celebramos consejootra vez en el gabinete de popa.

-Señores-dijo el Capitán-, si aventuro la más in-significante orden, la tripulación entera sé nos vieneencima. Aquí tienen ustedes lo que pasa: seme dauna respuesta áspera, ¿no es esto? Pues bien, si re-plico en un tono más alto, las cuchillas, saldrían lue-

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go a relucír a mandobles. Si no hago esto, si me ca-llo, Silver..., notará al punto que hay algo por debajode nuestro silencio, entonces el juego queda descu-bierto. Ahora bien: no hay más que un hombre enquien podamos fiar en la situación actual.

-Y quién es el? -preguntó el caballero.-Silver -replicó el capitán-. ti está tan deseoso

como ustedes y como yo de poner las cosas en sulugar. Pronto hablara, a tus hombres pata calmarlos,si se le presenta la ocasión.

- Lo que yo propongo, en consecuencia,es darle la oportunidad busca.- Vamos a dejar que pasen una tarde en tierra.- Si se van todos, está bien, nosotros pelearemos

encastillados en nuestro barco.- Si ninguno quiere bajar, entonces nos, mante-

nernos en nuestra cámara de popa y Dios ayude labuena cal. Si algunos se van acuérdense ustedes delo que les digo- Silver los volverá a bordo, másmangos que unos corderos.

Así se acordó. Al mismo tiempo que se proveyóa todos los hombres de confianza de pistolas carga-das, Hunter, Joyce y Redruth fueron puestos en an-tecedentes de lo que pasaba y, por fortunarecibieron la confidencia con menos sorpresa y más

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valor del que nos habíamos figurado con lo cual elcapitán fue sobre cubierta y arengó a la tripulación.

-Muchachos -les dijo-, hemos tenido un día so-focante todos estamos cansados y sin aliento de na-da. Yo creo, sin embargo, que un paseo por la playano le hará mal a ninguno; los botes están todavía aflote. Pueden ustedes tomar los esquifes y, todos losque gusten, ir a tierra por el resto de la tarde. Yocuidaré de disparar un cañonazo media hora antesde la puesta del sol.

Yo supongo que aquellos malvados debieron fi-gurarse que todo era desembarcar y caer, sin más nimás, sobre el tesoro, porque en un instante todosellos echaron instantáneamente el mal humor a pa-seo y prorrumpieron en un aplauso y en un hurraespontáneo, tan estruendoso, que despertó los ecosdormidos de una de las montañas distantes y pro-dujo un nuevo levantamiento de aves que revolotea-ron y chillaron en número infinito en torno.

El capitán era demasiado vivo para saber lo queconvenía en aquellos críticos momentos, así es quesin aguardar respuesta alguna, se eclipsó como porencanto, dejando a Silver el cuidado de arreglar lapartida, en lo cual creo que obró perfectísimamente.Si se hubiera quedado un momento más sobre cu-

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bierta, le hubiera sido imposible prolongar por mástiempo su pretendida ignorancia de lo que sucedía.,Esto era ya claro como la luz meridiana. Silver era elcapitán y disponía de una imponente tripulación derebeldes. Los hombres aún no corrompidos (ypronto iba yo a ver la prueba de que los había abordo), debían ser unos hombres de muy poco ta-lento. O por lo menos, supongo que la verdad eraque todos estaban dispuestos por el ejemplo de loscabecillas, sólo que unos lo estaban más que otros, yque algunos de ellos, siendo en el fondo buenos su-jetos, no podían ser ni convencidos ni arrastrados oir más allá que el simple disgusto. Una cosa es sen-tirse con laxitud y mal humor, y otra muy diferenteel pensar en apoderarse de un navío asesinando aun buen número de personas inocentes.

Por fin, la partida quedó organizada. Seis de ellosse quedaron a bordo, y los trece restantes, incluyen-do a Silver, comenzaron a embarcarse.

Fue entonces, cuando se me ocurrió la primerade las insensatas ideas que contribuyeron a salvarnuestras vidas. Si Silver dejaba a seis de sus hom-bres, era claro que nuestro grupo -no podía,montarse en la goleta, en pie de guerra, cómo unafortaleza; y no siendo los de la dicha reserva más

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que seis, era también Indudable que el bando depopa no necesitaba, por el momento, de ningunaayuda. Ocurrióseme, pues, instantáneamente, el Ir atierra. En un abrir y cerrar de ojos me deslicé sobrela balaustrada, y dejándome correr por una de lasescotas de proa, caí dentro de uno de los botes en elinstante en que se ponía en movimiento.

Ninguno notó mi. presencia; sólo el remero deproa me dijo:

-¡Ah!, ¿eres tú, Jim? Baja bien la cabeza.Pero Silver, desde el otro bote, comenzó a lanzar

miradas penetrantes e Investigadoras para tratar deaveriguar si era yo el que iba allí. Desde ese mismoinstante comencé a arrepentirme de lo que habla he-cho.

Los dos grupos de marineros se divertían re-mando a cuál mas fuerte, en una especie de carrerasde apuesta, a cuál de los botes llegaba primero a laplaya. Mas como el bote que me había cabido ensuerte ocupar había -recibido mayor empuje, estabamás ligero e iba mucho mejor remado, muy prontodejó muy atrás a su competidor. La proa ya habíaatracado en medio de los arbustos de la playa; ya mehabía yo asido de una rama, lanzándome hacia afue-ra y emboscándome en el matorral más próximo,

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cuando Silver y los suyos estaban todavía a unascien yardas detrás.

-¡Jim, Jim! - le oí que me gritaba.Pero ya se supondrá que no hice maldito el caso

de sus gritos. Brincando, agazapándome, rompien-do breñas, corrí y corrí por el terreno que se mepresentaba delante, al acaso, desaforadamente, hastaque materialmente ya no pude más.

14. El primer golpe

Me sentía yo tan satisfecho de haber dejado aSilver con un palmo de narices, que ya comenzaba arecrearme y a pasear mis ojos ávidamente por la ex-traña tierra en que me encontraba.

Había cruzado ya un trecho cenagoso, lleno desauces, juncos, feos y lodosos arbustos de vegeta-ción más acuática que de tierra, y acababa de llegar alas faldas de un terreno abierto, ondulado y arenoso,como de una milla de largo, dotado con uno queotro pino y algún número de árboles tortuosos, nomuy diferentes del roble en su configuración, perode hojas pálidas como las del sauce. En el términoabierto de aquel terreno se alzaba uno de los cerros,

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con dos picos ¡extraños, fragosos y escarpados quereverberaban vívidamente al sol.

Por primera vez en mi vida sentía el gozo y laemoción del explorador. La isla estaba deshabitada.Mis camaradas quedaban a mi espalda, y nada vi-viente tenía ante mis ojos, si no eran animales detierra y aire, mudos para mí. Aquí y acullá, se alza-ban algunas plantas en flor que me eran totalmentedesconocidas; más allá veía culebras, una de lascuales alzó la cabeza sobre su nido de piedra, mi-róme y lanzó una especie de silbido muy parecido alzumbar de una peonza. Bien ajeno estaba yo de queaquel enemigo llevaba la muerte consigo y que susilbato no era otra cosa que el famoso cascabel.

Llegué, en seguida, a un espeso grupo de aquellosárboles a manera de robles, cuyo nombre, según losupe después, era el de árbol de la vida, que crecíanbajos, entre la arena, como zarzas, con sus brazoscuriosamente trenzados y con sus hojas compactascomo una pasta artificial. El monte se alargaba haciaabajo desde la cima de una de las lomas arenosas,desplegándose y creciendo en elevación conformebajaba, hasta llegar a la margen del ancho y juncosopantano, a través del cual desaguaba, en el fondea-dero, el más pequeño de los riachuelos que morían

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en el. El marjal vaporizaba bajo los rayos de un soltropical, y la silueta de "El Vigía" palpitaba con lasondulaciones de la bruma solar.

De repente comenzó a notarse cierto bullicioentre el juncal de la ciénaga: un pato silvestre se le-vantó gritando; otro le siguió, y muy pronto se viosobre toda la superficie del marjal una nube verda-dera de pájaros revoloteando, gritando y revolvién-dose en el aire. Desde luego supuse que alguno demis compañeros de navegación debía de andar cer-ca de los bordes del pantano, y no me engañé en misuposición, pues muy pronto llegaron hasta mí losrumores débiles y lejanos de una voz humana que,mientras más escuchaba, más distinta y más próximallegaba a mis oídos.

Esto me infundió un miedo terrible, y ya no pudemás que agazaparme bajo la espesura del más cerca-no grupo de árboles de la vida que se me presentó, yacurrucarme allí, volviéndome todo oídos, y mudocomo una carpa.

Otra nueva voz se dejó oír contestando a la pri-mera y luego ésta, que conocí luego ser la de Silver,se alzó de nuevo y se des. ató en una verdaderaavalancha de palabras que duró por largo tiempo,interrumpida de vez en cuando por una que otra

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frase de la otra voz. A juzgar por las entonaciones,debían estar hablando acaloradamente, tal vez conira; pero ninguna palabra llegó distintamente a misoídos.

Al fin los interlocutores hicieron, al parecer, unapausa, y supuse yo que se habían sentado, porqueno sólo sus voces cesaron de aproximarse, sino quelos pájaros empezaron ya a aquietarse y la mayorparte de ellos a volver a sus nidos en el pantano.

Comencé a temer que estaba yo faltando a lasobligaciones que voluntariamente me había im-puesto, por el solo hecho de haber venido a tierracon aquellos perdidos, y a decirme que lo menosque podía hacer era. escuchar sus conciliábulos,acercándome a ellos tanto como me fuese posible, afavor de los espesos zarzales y de los árboles echa-dos por tierra.

Me era fácil fijar la dirección de los dos interlo-cutores, no sólo por el sonido de sus voces, sinotambién por el cálculo que me permitían hacer lospocos pájaros que todavía revoloteaban alarmadossobre las cabezas de los intrusos.

Marché agazapado, en cuatro pies, y muy calla-dito; pero muy en derechura hacia ellos, hasta que,por último, alzando un poco la cabeza a la altura de

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un pequeño claro entre el ramaje, pude ver distin-tamente, en el borde de una pequeña hondonadacubierta de verduras, cerca del pantano y respaldadapor los árboles, a John Silver y a otro de los de latripulación, conversando frente a frente. El sol caíade lleno sobre ambos. Silver había arrojado a un la-do su sombrero, sobre el césped, y toda su enorme,rasa y rubicunda cara, sudorosa y brillante con elcalor, estaba fija en el semblante de su interlocutorcomo en demanda o espera de alguna cosa.

-Mira, camarada -decía Silver-, si yo no creyeraque tú vales oro en polvo, puedes creerlo como lo(ligo, oro en polvo, sí, señor, yo no te habría traídoa este negocio que ya está calentito como perol debrea hirviente. Si así no fuera, yo no estaría aquípreviniéndote. Todo está ya dispuesto y listo, y túno puedes hacer ni remediar nada. Si yo trato deconvencerte, es sólo para salvarte el pescuezo, puespuedes tú creer que si alguno de aquellos salvajes losupiera, ¿dónde estaría yo, Tom?

Silver -replicó el otro (y yo pude observar que nosolamente tenía roja la faz, sino que también la voztenía ronca corno la de un cuervo, y oprimida comopor una cuerda muy apretada)Silver, usted es yaviejo, usted es honrado o pasa al menos por tal, us-

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ted tiene, además, una fortuna que infinitos marinosle envidiarían, usted es valiente, si no me equivoco.Pues bien, dígame usted, ¿va usted a dejarse gober-nar por esa caterva de sucios lampazos? ¡Yo creoque no! Y tan cierto, como que Dios me ve en estemomento, preferiré que me arranquen la mano antesde faltar a mi deber!...

Repentinamente fue su palabra interrumpida porun ruido inesperado. Acababa yo de ver a uno delos hombres honrados de a bordo, y acto continuoiba a tener noticias de otro de ellos. Allá, a lo lejos,al lado del pantano, se oyó súbitamente un rumortomo Un grito, de angustia, y luego otro y despuésun largo y horrible alarido. Las rocas de "El Vigía"lo repitieron con sus ecos, varias veces; la bandadade aves acuáticas tornó a alzarse de nuevo, nublan-do el cielo, con un chillido simultáneo, y todavíaaquel alarido de muerte no cesaba de vibrar en micerebro, cuando el silencio había ya restablecido suimperio y no se escuchaba más rumor que el suavealeteo de los pájaros bajando de nuevo a sus nidos yel murmullo distante de la marea perturbando dé-bilmente la languidez de la tarde.

Al resonar aquel grito de suprema angustia, Tomse había puesto en pie de un salto, como un caballo

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que siente el acicate; pero Silver no había siquierapestañeado. Quedóse en donde estaba, apoyándoseapenas en su muleta y con los ojos clavados en sucompañero como una víbora lista para abalanzarse.

-¡John! -gritó el marinero, extendiendo su manohacia Silver.

-¡No me toques! -replicó éste, saltando hacia atráscomo una yarda, según me pareció, con toda destre-za y seguridad de un gimnasta de profesión.

-No lo tocaré, si usted lo quiere así. John Silver-dijo Tom-. Sólo una conciencia negra puede - hacerque me tenga usted miedo; pero, en nombre delcielo, dígame usted, ¿qué ha sido ese grito?

Silver sonrió de una manera horrorosa, siniestra,pero sin perder su actitud cautelosa y expectante.Sus ojos, de ordinario pequeños, no eran en aquelmomento, más que unos puntos como la cabeza deun alfiler, en su inmensa caraza; pero relampa-gueando como dos carbunclos.

-¿Ese grito? -dijo aquella furia-, ese grito me su-pongo que ha sido de Alan.

-¿Alan?... ¡Descanse, pues, en paz esa alma demarino leal! Por lo que hace a usted, Silver, ¡usted,ha sido, hasta hoy, un camarada mío, pero, desdehoy, ya no lo es usted! Si me mata como a un perro,

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¡qué importa!, moriré cumpliendo con mi deber.Conque ha hecho usted matar al pobre Alan, ¿no?¡Pues máteme también a mí, si puede; le desafío aello!

Y, al decir esto, aquel bravo y leal muchacho,volvió la espalda al cocinero y se puso en marchadirigiéndose hacia la playa. Sin embargo no era sudestino el ir muy lejos. Con un grito salvaje, John seafianzó a la rama de un árbol, se sacó violentamentela muleta de bajo el brazo y lanzó aquel Improvisa-do proyectil, con una furia inaudita, zumbando porel viento, y alcanzando al pobre Tom, en medio dela espalda. Sus manos se agitaron en el aire, dio unaespecie de boqueada y cayó de frente contra el sue-lo.

Nada podré decir sobre si aquel, golpe fue mortalo no. Sin embargo, a juzgar por el sonido, es casiseguro que la espina dorsal fue rota con el choque;pero no tuvo tiempo para recobrarse en lo más mí-nimo, porque Silver, ágil como un orangután, aun-que sin muleta ni ayuda alguna, cayó sobre suvíctima en un momento, y en menos tiempo del quetardo en contarlo, había ya hundido dos veces sulargo cuchillo, hasta la empuñadura, en aquel desdi-chado inerme. Desde mi escondite de arbustos pude

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oír los resoplidos feroces de su respiración al se-pultar el arma innoble en aquel cuerpo sin defensa.

Yo no sé hasta qué punto tendrá un hombre de-recho de desmayarse, pero sí sé que por cierto tiem-po, en aquel instante, me pareció que el mundoentero daba vueltas en derredor de mí, en un remo-lino nebuloso; Silver y los pájaros y el altísimo "Vi-gia" danzante ante mis ojos en un torbellino, todosinvertidos, mientras mil campanadas diferentes,mezcladas con ecos distantes, repicaban furiosa-mente en mis oídos.

Cuando me hube recobrado un poco, el mons-truo ya se había compuesto y organizado de nuevo,por decirlo así, con su sombrero sobre la cabeza ysu muleta bajo el brazo. Junto a el yacía precisa-mente el cuerpo inmóvil e inanimado del pobreTom sobre la tierra, sin que su asesino se ocuparapor eso en lo mínimo, pues lo pude ver que, conuna calma verdaderamente satánica, limpiaba en elcésped la sangre de que estaba empapada la hoja desu puñal. Todo lo demás continuaba en el mismoestado, sin el menor cambio: el sol, radiando des-piadadamente sobre el marjal que vaporizaba y so-bre el alto pico de la montaña. Y a mí me parecíaimposible persuadirme de que un asesinato se aca-

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baba de cometer allí, delante de mis ojos, que unavida humana había sido brutalmente segaba en mipresencia misma.

Vi luego a John Silver llevarse la mano a la bolsa,sacar un silbato y hacer vibrar varias veces sus mo-duladas notas, que volaron a través de la atmósferacaliginosa -No me era posible, Por descontado, ex-plicarme la significación de aquella señal, pero sí medi cuenta de que con ella se despertaban de nuevotodos mis temores anteriores. Los demás hombresiban a acudir, y estaba, pues, en peligro de ser des-cubierto. Acababan de asesinar a dos de nuestrosleales y honrados hombres; ¿no era, muy posibleque después de Tom y Alan me tocase el turno amí?

En un abrir y cerrar de ojos comencé a internar-me, agazapado siempre y con todo el silencio y lavelocidad que me fuera posible, hacia la parte delmonte más abierta. Mientras ejecutaba este mo-vimiento, pude oír todavía saludos cambiados entreel viejo pirata y sus camaradas, y a este rumor, indi-cación clara de mi peligro, sentí que me nacían alasen los pies.

No bien estuve fuera de la espesura, eché a co-rrer como jamás había corrido antes en mi vida, sin

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cuidarme de la dirección que seguía, sino en cuantoque ella me alejaba de los asesinos, y mientras máscorría, el miedo más y más se agigantaba en mi almahasta tornarse en un verdadero frenesí de terror.

Y, en verdad, ¿podía haber alguien en situaciónmás perdida de todo punto que la mía? Cuando tro-nase el cañonazo ofrecido, ¿cómo iba yo K atre-verme a presentarme en los bots, en medio deaquellos entes Infernales, cuyas manos humeabantodavía con la sangre de sus víctimas? ¿Acaso elprimero de ellos que me viera no iba a retorcerme elcuello como a una agachona? ¿Acaso mi sola ausen-cia no era ya, para ellos, una evidencia de mí alarma,y, por consiguiente, de mi fatal conocimiento de loshechos? Todo, pues, había concluido para mí.¡Adiós "La Española", adiós el caballero, el doctor yel capitán! ¡Nada me quedaba ya que esperar sino lamuerte por Inanición, o a manos de los sublevados!

Mientras esto pensaba, no cesaba de correr, y sindarme cuenta de ello, me encontraba ya cerca del piede uno de los pequeños picos, y habíame Internadoen una parte de la isla. en que los árboles de la vidacrecían más distantes unos de otros y semejabanmás a verdaderos árboles de bosque por su corpu-lencia y dimensiones. Entremezclados con éstos ha-

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bía uno que otro pino, algunos de ellos como decincuenta pies de altura, y otros como hasta de se-tenta. El aire tenía ya aquí también un olor más fres-co que allá abajo, cerca del pantano.

Pero, al llegar a este -sitio, me esperaba una nue-va alarma que me hizo latir el corazón a punto deescapárseme del pecho.

15. El hombre de la isla

De uno de los lados del cerro, que era, en aquelsitio, escarpado y pedregoso, un guijarro se des-prendió por el cauce seco de una de las vertientescascajosas, saltando, rebotando y haciendo estrépi-do en sus choques repetidos, contra árboles y pie-dras. Volví los ojos instintivamente en aquelladirección Y vi una forma extraña moverse y ocultar-se tras del tronco de uno de los árboles. ¿Era aque-llo un oso, un hombre o un orangután? Me eraimposible decirlo. Me parecía negro y velludo; peroesto era lo único de que me podía dar cuenta enaquel momento. Sin embargo, el terror de esta nue-va aparición hizo contener mi carrera.

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Me veía, según toda probabilidad, cortado por elfrente y por la retaguardia: detrás de mí, los asesi-nos, y delante, aquella forma indescriptible que meacechaba. En el acto comencé a preferir los peligrosque me eran conocidos a aquellos que parecían ve-lados. El mismo Silver se me figuraba ya menos te-rrible comparándolo con aquella extraña criatura,especie de gnomo de la montaña, y así fue que, sinmás vacilaciones, le volví la espalda, no sin vol-verme azoradamente para verle por sobre, el hom-bro, y comencé a correr de nuevo, esta vez en direc-ción de los botes.

Pero, en pocos segundos, la horrible figura, des-pués de dar una gran vuelta, se me igualó en la ca-rrera y aún comenzó a avanzar delante de mí. Yoestaba exhausto ya, no cabía duda; pero aun cuandohubiese estado fresco y descansado, vi pronto queera una locura el pretender luchar en velocidad conadversario semejante. De un tronco a otro, aquellaextraña criatura parecía volar como un ciervo; co-rriendo a semejanza del hombre, en dos pies, perodiferenciándose de la carrera humana en que, comociertas aves se dejan ir en el espacio por largo tiem-po, con las alas cerradas, ésta se deslizaba a trechoshacia abajo por la pendiente, de una manera fantás-

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tica, maravillosa e inexplicable para mí. Y, sin em-bargo, era un hombre; ya -no me era posible du-darlo por más tiempo.

Vínome a la imaginación en el acto todo cuantohabía oído o leído sobre caníbales, y aun estuveapunto de gritar ¡socorro! Pero el mero hecho de seraquel un hombre, aunque fuese un salvaje, me habíaya serenado un poco, y el miedo que Silver me ins-piraba reapareció vivo y formidable.

Me detuve, pues, y buscando en mi atribuladaimaginación alguna puerta de salvamento. o de es-cape, me acordé, de pronto; de la pistola que llevabaconmigo. No bien comprobé que no estaba tan in-defenso, sentí que el valor volvía a mi corazón, ydando el rostro resueltamente al hombre de la isla,marché hacia el con paso vigoroso.

En este momento estaba oculto tras de otrotronco de árbol; pero debía estar espiándome muyatentamente, porque tan luego como yo me adelantéhacia donde el estaba, se mostró de repente y dio unpaso para, venir a mi encuentro. Pero, acto conti-nuo, vacilé, dio algunos pasos hacia atrás, luegootros hacia mí de nuevo, hasta que, por último, conextraordinaria sorpresa y confusión mía, le vi caer

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de rodillas y tenderme, en ademán suplicante, susmanos enclavijadas.

Al ver esto torné a detenerme indeciso.-¿Quién es usted? -le pregunté.A lo cual se apresuró el a contestarme, con una

voz ronca, opaca, como el rumor que produce unacerradura enmohecida y en desuso.

-¡Soy Den Gunn! ¡Soy el pobrecito Den Gunn,que por tres años no ha tenido delante un cristianocon quien hablar. Al oír esto pude darme cuenta deque aquél no era un caníbal, como lo creí al princi-pio, sino un hombre de raza blanca como yo, y aúnobservé que sus facciones eran regulares y agrada-bles. Su cutis, en todos los puntos que parecía des-cubierto, estaba tostado por el sol; sus labiosestaban ennegrecidos y sus ojos claros eran una co-sa sorprendente en aquel conjunto de facciones os-curas. De todos los mendigos que en mi vida habíapodido ver o figurarme, era éste el número uno porlo destrozado y harapiento. Estaba vestido con jiro-nes de lona de velamen, añadidos y mezclados conretazos informes de paño azul marino, y toda aque-lla extraordinaria estructura de andrajos estaba su-jeta y rodeaba su persona con la más incongruenteconfusión de broches y costuras; botones de metal,

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espinas de pescados, correas de pieles crudas, peda-citos de madera a guisa de agujas, y presillas de al-quitranados cordones. Ciñendo su talle llevaba unviejo cinturón de cuero con hebilla de metal, prendaque era la única cosa sólida y sin soluciones de con-tinuidad de cuanto llevaba encima.

-¡Tres años! -exclamé yo- ¿Naufragó usted acaso,cerca de esta costa?

-No, amigo mío, me aislaron2 aquí.Yo había oído esta palabra, aplicada a una espe-

cie de castigo horrible, muy común entre los piratas,cuya esencia era desembarcar al condenado en unaisla deshabitada, dejándole solamente un fusil y unpoco de pólvora y abandonándolo allí para siempre.

-¡Aislado por tres años! -continuó aquel mísero-Tres años mortales durante los cuales he vivido decabras montesas, de berzas silvestres y de otras de laplaya. Yo sé que dondequiera que un hombre se en-cuentre colocado, aquel hombre puede ayudarse yvalerse por sí mismo. Pero, amigo, mi corazón ya

2 El verbo inglés to maroon, usado por el autor, significa abandonar ahombre en una isla desierta, Por castigo o por venganza. SegúnWebster. la palabra está tomada del español cimarrón, pero careciendonuestro Idioma de la facilidad de convertir en verbos los nombres,como el inglés, nos vemos precisados a usar convencionalmente elverbo aislar.

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suspira por alguna comida de cristianos. Tú traerásahí por casualidad un pedacillo de queso, ¿no esverdad?. .. ¡Pues, dámelo, anda!. .. ¿No traes? ... ¡Ah!¡si tú supieras qué noches -tan largas me he pasadoaquí soñando con una tajadilla de queso, con unatostada, sobre todo!

-Si Dios quiere que alguna vez pueda yo volver abordo, le prometo a usted que tendrá queso hastahartarse -le repliqué.

Todo el tiempo que habla durado nuestro cortodiálogo, Ben Gunn no habla cesado de asentar consu mano el paño de mi jubón, de tocarme suave-mente las manos, de contemplar mis botas, y, en unapalabra, de manifestar el placer más infantil con lapresencia de un semejante suyo. Pero, al oír mis úl-timas frases, se enderezó con cierta especie de so-bresalto.

-¿Si Dios quiere que puedas volver a bordo hasdicho? Y bien, ¿quién es el que te lo impide?

-No es usted, por cierto -le contesté.-Y dices muy bien en eso -exclamó-. Pero, antes.

de pasar adelante, vamos a ver, ¿cómo te llamas,camarada?

Jim -le dije.

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Jim, Jim -repetía el con aparente complacencia-Ahora bien, Jim, debo decirte que yo he vivido unavida tan borrascosa que ni aún me atrevo a contár-tela, porque te avergonzarías sólo de oírme. ¿Cree-rás tú, al escuchar esto, que yo nunca tuve unamadre, buena y piadosa, para dirigirme y velar pormí?

-¡No! No he pensado tal cosa -le respondí.-¡Ah! -dijo el- ¡Pues sí que la tuve, y muy santa y

muy piadosa. Yo era un muchachito paisano, muybueno y muy aprovechado, que sabia bien el cate-cismo, que cuando me soltaba a recitarlo, lo repetíacomo si fuera una sola palabra, y sin respirar, desdeel principio hasta el fin. ¡Ah! Pero aquí va ahora loque sucedió, Jim. Un día comencé a jugar a las cani-cas y al hoyuelo; por allí comencé, no te quepa duda,Mi pobrecita madre me sermoneaba y me decía loque me iba a suceder, ¡pobre señora, me acuerdomuy bien! Pero la Providencia me trajo aquí. Yo nohe cesado de pensarlo todo el tiempo que he estadoolvidado en esta isla desierta, y, lo que es ahora, yame siento bueno otra vez. Ya nadie me volverá apillar nunca probando el ron..., a no ser un dedali-to..., nada más que un dedal, por accidente, cuandose me presente una ocasión. Inevitablemente tengo

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que ser bueno y sé cuál es el camino para lograrlo,porque, óyeme bien, Jim...

-Y al decir esto miró en torno suyo y bajó la vozhasta convertirla en un murmullo-, ¡soy muy rico!

Al escuchar esto, no me cupo duda sobre queaquel desgraciado se habla vuelto loco en su sole-dad, y supongo que debo haber dejado conocer mipensamiento en mi semblante, porque el se apresuróa repetir calurosamente: -¡Rico, rico, sí señor! Yo tediré cómo y haré de ti todo un hombre, Jim. ¡Ah,muchacho, dale a Dios una y mil veces gracias deque hayas sido tú la primera criatura humana que seha encontrado conmigo!

Pero no bien había pronunciado estas palabras,su semblante se oscureció repentinamente, como sise viese asaltado por una idea ingrata; estrechó mimano con mayor fuerza entre las suyas Y levantó eldedo índice ante mis ojos con un ademán amenaza-dor, diciendo: -Pero, ante todo, Jim, dime la ver-dad... ¿no es ese de allí el buque del capitán Flint?

Oyendo esto me vino una inspiración rápida yfeliz. Comencé a creer que lo que yo había encon-trado era un aliado, y en tal concepto me apresuré acontestarle: -No, por cierto. Flint ha muerto. Pero sile he de decir a usted la verdad, como usted me lo

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pide- a bordo de esa goleta vienen varios de loshombres del tal Flint, para desgracia de todos losdemás, de la partida.

¿No viene un hombre con una sola pierna?-¿Silver,? -le pregunté.- ¡Ah! ¡ Silver! -contestó el, ¡ Silver! ¡ Ese es su

nombre!- ¡Es, el cocinero de a bordo y, al mismotiempo el cabecilla o director de esos hombres.

Al llegar aquí, Ben Gunn, que todavía me teníasujeto por la muñeca, dióme una especie de fuerte 1sacudida.

Sí tú has sido enviado aquí por John Silver -dijo-,estoy ya tan bueno como un cerdo, muy bien lo sé.¿Pero en que pensaste tu, muchacho?

Yo -había formado una resolución en un instan-te, así es Por vía de respuesta, le conté la historiacompleta de nuestro, y el difícil predicamento 1 enque nos encontrábamos a horas. . Escuchóme el conel más profundo interés y cuando hube concluído,exclamó, dándome una palmadita en la cabeza:

-Jim, tú eres un buen, muchacho, y tú y los tuyosestán en un apuro del demonio, ¿no es esto? Puesno tengas cuidado. Ten confianza en mí. Ben Gunnes el hombre para sacaros de vuestro varadero. Peroantes, dime, ¿crees tú que el caballero resultará ,ser

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un hombre bastante liberal para quien sepa sacarlode un aprieto en que se ve metido?

-¡Oh! ¡En cuanto a eso, el caballero es el hombremás liberal y generoso que yo he conocido! -le res-pondí.

-Pero hay que ver bien -dijo Ben Gunn-; yo noquiero decir, que me recompensará dándome unacovacha de conserje para guardar una puerta, o unalibrea dorada de lacayo, o cosa por el estilo. ¡Oh, no!Lo que yo quiero decir es si me daría, por ejemplo,un buen millar de libras esterlinas, contantes y so-nantes, que es tanto cuanto puede apetecer, para serdichoso, un hombre como yo. ¿Qué dices tú?

-Pues digo que estoy seguro de que lo hará -lerespondí yo. Tal como venían las cosas, todos losexpedicionarios estábamos llamados a dividirnos lahucha.

-¿Y me dará también un pasaje a Inglaterra?-añadió con una mirada recelosa y desconfiada.

-¿Pues cómo no? -le dije-. El señor de Trelawneyes un hombre de honor. Y, además de esto, ¿no veusted que si con su :auxilio logramos desembarazar-nos de los otros, necesitaríamos de usted sin reme-dio para ayudarnos a maniobrar el buque?

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-¡Ah, pues es verdad! -replicó Ben Gunn- Yo lessería indispensable. -Y con esto pareció aliviado deun gran peso- Ahora -prosiguió-, voy a contartecómo pasaron los sucesos ni más ni menos. Yo es-taba a bordo del buque de Flint cuando éste sepultóaquí su tesoro. Él se vino a tierra con seis hombres,grandes, fuertes- Permanecieron aquí cerca de unasemana, y nosotros, entretanto, allá afuera... espe-rando... anclados en el fondeadero, en su viejo bu-que el "Walrus". Un hermoso día vimos, por fin, laseñal. esperada. Flint venía solo..., enteramente solo,en su pequeño bote, con la cabeza rodeada de unavenda azul... El sol comenzaba a levantarse y el apa-recía pálido..., pálido como un muerto, junto al ta-jamar... Pero allí estaba, eso sí! En cuanto a losseis..., ¡todos muertos!, ¡muertos y enterrados!...¿Cómo se arregló para ello? Ninguno de los queíbamos a bordo pudo jamás averiguarlo. ¿Fue luchaleal, asesinato, sorpresa, qué fue?... ¡Quién sabe! Loúnico que sabíamos es que ellos eran seis y el no eramás que uno..., ¡uno contra seis! Bílly Bones era elpiloto del barco; John Silver era el contramaestre yambos le preguntaron dónde quedaba oculto el te-soro. “¡Ah -contestó el-, si ustedes quieren ir a ave-riguarlo, pueden ir a tierra y quedarse allí buscando.

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Lo. que es el barco vuelve a la mar en busca de más,¡con mil diablos!”.

"¡Eso fue lo que el dijo!... Tres años después deaquello, me cupo en suerte venir en -otro buque.Cuando vimos la isla yo dije: "Ea, muchachos; el te-soro del capitán Flint está aquí. ¡Vamos bajando atierra y encontrémoslo!".

"El capitán se disgustó con esto; pero mis cama-radas fueron de mi opinión y bajamos a tierra. Docedías consecutivos buscaron y buscaron en vano,Creían que yo les había jugado una horrible aroma ycada vez me llenaban de nuevos y más duros insul-tos, hasta que una mañana, ya cansados, se volvie-ron a bordo.

-Por lo que hace a ti, Benjamín Gunn- me dijeronal partir-, aquí tienes un mosquete, un pico y unaazada: ¡quédate aquí y encuentra para ti solo el teso-ro del capitán Flint!

"Tres años hace de esto, Jim; ¡tres años que heestado aquí sin probar un solo platillo de cristianos,hasta hoy!... Pero, dime ahora..., mírame..., ¿tengo yoel aspecto de un marino? ... ¡Ya te oigo murmurarque no!... ¡Ah! Es que yo también lo digo., Yo..., ¡Yomismo!

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Al decir esto guiñó los ojos y me oprimió la ma-no fuertemente. Luego prosiguió: -Tú repítele a tucaballero mis propias palabras. Jim. Dile esto: tresaños hace que Ben Gunn es el único habitante deesta isla, lo mismo a, la hora de la luz que, en mediode la noche lo mismo en la tempestad que en elbuen tiempo, Tal vez ha pensado en su anciana ma-dre, que anciana ha de ser si vive aún; quizás a ve-ces, habrá caído de rodillas para decir una oración.Pero la mayor parte del tiempo de Ben Gunn se haempleado en otro asunto. Y, al decirle esto, le darásun pellizco como éste que te doy aquí.

E hízolo como lo decía, de la manera más confi-dencial que imaginarse pueda, prosiguiendo en elacto: -Pero, continuarás al punto y le dirás: Gunn esun buen chico, no cabe duda, y el deposita el pre-cioso don de su confianza -no olvides decírselo conesas mismas palabras- en un caballero por naci-miento, más que en uno cualquiera de esos caballe-ros de la fortuna, de los cuales el ha sido uno.

-Pero vamos allá- le dije yo-; prescindiendo deque no alcanzo a entender una palabra de todo loque me ha estado usted diciendo aquí, ¿cómo podríayo repetírselo al caballero si no veo la posibilidad devolver a bordo?

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-¡Ah! ¡Allí está la vuelta del Cabo! Y bien, aquíestá mi bote, que yo he fabricado con mis propiasmanos. Yo lo tengo oculto bajo la peña blanca. Sisucede lo peor de lo peor, creo debemos intentaresa travesía después de que oscurezca.

En este punto tuvo que interrumpirse brusca-mente, porque aun cuando el sol tenía todavía unahora o más que alumbrar hasta ocultarse en el hori-zonte, oímos repentinamente, repetido por todoslos ecos de la isla, el trueno imponente de un caño-nazo.

-¡Eh! ¿Qué es eso? -preguntó Ben Gunn.-Es que han comenzado a batirse -le contesté-.

¡Sigame!Y olvidando en aquel punto todos mis temores

precedentes, me di a correr hacia la rada, en direc-ción del ancladero, acompañado por el hombre ais-lado que corría junto a mí velozmente, sobre suscacles de piel de cabra, con gran destreza y facilidad.

-¡A la izquierda! ¡A la izquierda! -me decía- ¡Cár-gate siempre hacia la izquierda, camarada! -repetía-.¡Quién diría que yo aquí bajo los árboles, contigo!Mira, allí es donde maté mi primera cabra. Ahora yano bajan hasta aquí; ahora las tienes siempre enca-ramadas en sus masteleros, allá entre las jarcias y los

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montones de sus montañas, todo, no más que pormido de" Ben Gunn. ¡Ah, mira tú!... ¡Allí tienes elcementerio!... ¿No, ves sus terraplenes? ... Cuando,por mil cuentas, creo que debe ser domingo, sabestú ... suelo venir aquí y me arrodillo y rezo. No tieneesto muchas trazas de capilla ni siquiera de una po-bre ermita, ¿no es verdad?..., pues, mira tú..., yo leencuentro no sé qué cosa solemne, imponente. Yluego, ya lo ves, no he tenido las manos muy llenas...-, ni una Biblia, ni una enseña... y en cuanto a cape-llán, pues..., ni soñarlo.

Y seguía así, charla y charla mientras corríamos,sin esperar ni recibir respuesta alguna.

Un rato considerable había transcurrido despuésdel disparo del cañón, cuandó oímos una descargade armas de menor calibre.

Siguióse una pausa, y luego, a menos de uncuarto de milla frente a mí, divisé, repentinamente,en el aire flotando sobre las cimas de los árboles delbosque, la gloriosa bandera de Inglaterra.

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PARTE CUARTALA ESTACADA

16. El doctor prosigue con el relato. El abandonodel barco

Sería la una y media de la tarde cuando los dosbotes de "La Española" se fueron a tierra. El capi-tán, el caballero y yo estábamos discurriendo acercade la situación, en nuestra cámara de popa, Si hu-biera soplado en aquellos momentos la brisa másligera, hubiéramos caído, por sorpresa sobre los seisrebeldes que se nos, había dejado a bordo, hubié-ramos levado anclas y salido a alta mar. Pero elviento faltaba de todo punto, y para completar nues-tro desamparo, vino muy pronto Hunter a traernos

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la nueva de que Hawkins se había metido en uno delos botes y marchóse con los expedicionarios de laisla.

Jamás se nos ocurrió poner en duda la lealtad deHawkins; pero sí nos temimos por su vida. Con laexcitación en que aquellos hombres se encontraban,nos parecía que sólo una casualidad podía hacer quevolviésemos a verlo vivo. Corrimos sobre cubierta.El calor era tal que la brea que unía la juntura de lostablones comenzaba a burbujear, derritiéndose; elnauseabundo hedor de aquel sitio me ponía verda-deramente malo, y si alguna vez hombre alguno as-piró los gérmenes de mil enfermedades infecciosas,ése fui yo, sin duda, en aquel abominable fondeade-ro. Los seis sabandijas estaban sentados a popa, re-funfuñando, a la sombra proyectada de una vela.Hacia la playa ya podíamos divisar los botes sujetosa tierra, y a un hombre de los de Silver, sentado encada uno de ellos. Uno de aquellos dos conjuradosse divertía silbando el Lilibullero.

Esperar era una locura, así que decidimos queHunter y yo iríamos a tierra en el chinchorro enbusca de informes y para explorar el terreno.

Los botes se habían recargado sobre su derecha,pero Hunter y yo remamos recto en dirección de la

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estacada marcada en nuestro mapa. Los centinelas yguardianes de los esquifes parecieron desconcertar-se un tanto con nuestra aparición. El Lillibullero ce-só de oírse y pude ver a aquel par de alhajas,discutiendo lo que debían hacer. Si se hubieranmarchado para avisar a Silver lo que ocurría, aban-donando sus botes, es claro que las cosas hubieranpasado de muy distinta manera; pero supongo quetenían sus órdenes v, consecuentes con ellas, deci-dieron permanecer en donde estaban, y luego oímosque la música del Lilibullero comenzaba de nuevo.

Había en aquel punto una ligera curva en la costay yo no perdí tiempo, remando cuan fuertementepude para ponerla entre los hombres de los esquifesy nosotros, de tal suerte que, antes de que llegáse-mos a tierra, ya nos habíamos perdido mutuamentede vista. Salté, por fin, a la playa, y púseme a corrertan de prisa como podía atreverme a hacerlo, des-plegando sobre mi cabeza un gran pañuelo de sedablanco para evitar la insolación y con un buen parde pistolas, enteramente listas, por precaución con-tra cualquier sorpresa. No había recorrido aún cienyardas cuando llegamos a la estacada.

He aquí lo que había en ella: una fuente de agualímpida y clara que brotaba casi en la cumbre de la

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colina; sobre ésta, y encerrando la fuente, por su-puesto, se habla improvisado una espaciosa cabañade postes de madera, arreglada de manera de poderencerrar una o dos, veintenas de hombres, en casode apuro, y con troneras para mosquetes por todoslados. En derredor de esta cabaña hablase limpiadoun espacio considerable y, para completar la obra,se había levantado una empalizada bastante fuerte,corno de seis pies de elevación, sin ninguna puertao pasadizo, con resistencia suficiente para no po-derla echar por tierra sino con tiempo y trabajo; pe-ro bastante abierta 1)ara que no pudiera servir deparapeto a los sitiadores. Los que estuvieran en po-sesión de la cabaña del centro podrían llamarsedueños del campo y cazar a los de afuera como per-dices. Lo que se necesitaba allí era una vigilanciacontinua y provisiones, porque a menos de unacompleta sorpresa, los sitiados podían sostenersemuy bien contra un regimiento entero.

En lo que yo me fijé entonces de una maneramás particular, fue en la fuente, porque aun cuandoen nuestro castillo de popa de "La Española" te-níamos armas y municiones en gran cantidad, yabundancia de víveres y vinos excelentes, lo ciertoes que de una cosa estábamos ya bien escasos, y era

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de agua. Estaba yo preocupado con este pensa-miento, cuando de pronto llegó a mis oídos distin-tamente, desde algún punto de la isla, el gritosupremo de un hombre que se moría. Yo he servidoa Su Alteza real el duque de Cumberland, y tambiénfui herido en Fonteroy; pero, el] aquel instante, mipulso se detuvo y no pude menos que verme asalta-do por esta idea: ¡Han matado a Hawkins!

Haber sido uno veterano en la guerra es ya algo:pero es todavía más haber sido médico. No tieneuno tiempo para vacilaciones ni cosas inútiles, así esque en un instante formé mi resolución y sin perderun segundo, regresé a la playa y salté de nuevo abordo del chinchorro.

Por fortuna, Hunter era un remador de fuerza.Hicimos volar a nuestro botecillo y muy pronto es-tábamos ya al costado de "La Española", a cuyobordo subimos a toda prisa.

Encontré a todos emocionados, como era natu-ral. El caballero estaba sentado, lívido como un pa-pel, lamentando, ¡alma de Dios! los peligros a quenos había traído. Uno de los seis hombres quedadosa bordo estaba ya en mejores condiciones.

-Allí hay un hombre -dijo el capitán Smolletapuntando hacía el-, que es novicio en la obra de

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estos malvados. Ha venido aquí, a punto de desma-yarse, en cuanto oyó aquel grito de muerte. Con otravuelta de cabrestante, lo tenemos con nosotros, esoes seguro.

Expliqué entonces al capitán Smollet cuál era miplan, y entre los dos arreglamos los detalles de surealización.

Pusimos a nuestro viejo Redruth en la estrechagalería que, como se recordará era la única comuni-cación posible entre la popa y el castillo de proa,dándole tres o cuatro mosquetes cargados y po-niéndole un colchón por vía de barricada para pro-tegerle. Hunter trajo el botecillo de madera,colocándolo precisamente bajo el portalón de popa,y Joyce Y yo nos pusimos inmediatamente a la tareade cargar en el botes de pólvora, mosquetes, bultosde bizcochos, galletas, jamón, una damajuana decognac y mi inestimable estuche de cirugía.

Entretanto, el caballero y el, capitán permanecíansobre cubierta, y el último de ellos hacía al timonella siguiente amistosa y cortés intimación: -AmigoHands, aquí nos tiene usted a dos personas con dospistolas cada una. Si alguno de ustedes seis hace elmenor movimiento para acercársenos, puede tener-se por hombre al agua.

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Los hombres aquellos deliberaron un corto ratoy después de su pequeño consejo de guerra se fue-ron, dejándose caer, uno tras otro, de la carrozaabajo, pensando, sin duda alguna, sorprendernospor la retaguardia. Pero, en cuanto se encontraroncon Redruth esperándolos, mosquete en mano, en laestrecha galería de comunicación, volvieron otra veza querer recobrar su lugar primitivo a proa, apare-ciendo sobre cubierta la cabeza de uno de ellos, poruna escotilla.

-¡Abajo otra vez, perro pirata -gritó el capitán-, ote vuelo la tapa de los sesos!

La cabeza aquella se hundió de nuevo como porencanto, en la escotilla y, por entonces, nada volvi-mos a oír ni a saber de aquellos miserables.

Mientras esto pasaba, nuestro ligero chinchorroestaba ya tan cargado, como era prudente hacerlo.Joyce y yo saltamos por la puerta de la popa y tor-namos a remar hacia la playa, tan de prisa comonuestras fuerzas nos lo permitían.

Este segundo viaje despertó ya de una maneraindudable la alarma de los vigilantes de los esquifes.El Lilibullero fue dado de mano otra vez y precisa-mente antes de perderlos de vista tras del pequeñocabo de la playa, uno de ellos había ya saltado a tie-

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rra y desaparecido rápidamente. Estuve entonces apunto de cambiar de táctica e irme derecho a susbotes y destruírselos; pero temí que Silver estuviesepor allí, demasiado cerca, con los restantes y era, ental caso, muy posible que todo se perdiera por que-rer hacer demasiado.

Muy pronto llegamos de nuevo a tierra, al mismolugar que en el viaje precedente. Los tres hicimos elprimer transporte del bote hasta la cabaña muy biencargados, y depositamos allí nuestras armas y provi-siones. Dejamos entonces a Joyce en la empalizada,de guardia, para custodiar nuestro depósito, y aun-que es ver, dad que se quedaba enteramente solo,tenía a su disposición media docena de mosquetesmuy bien preparados. Hunter y yo volvimos otravez al botecillo, tornamos a cargar lo más que pu-dimos y regresamos a la estacada. Así continuamos,casi sin tomar aliento, hasta que toda la carga puestaen el bote había sido trasladada a la cabaña, en lacual los dos criados tomaron definitivamente posi-ciones, mientras yo, con todas mis fuerzas, remabaotra vez en el ya ligero chinchorro, hasta llegar denuevo a "La Española".

El arriesgar una segunda carga era, en realidad,menos atrevido y peligroso de lo que pareció. Es

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cierto que ellos tenían la ventaja del número; peronosotros teníamos la de las armas. Ninguno de loshombres que estaban en tierra llevaba mosqueteconsigo, y así es que, antes de que hubieran podidoacercársenos a tiro de pistola, es seguro que hubié-ramos dado buena cuenta de ellos.

El caballero estaba esperándome en la puerta depopa, ya restablecido su valor y su ánimo. Tomó elcabo de la amarra que yo le arrojé, lo sujetó arriba, ycomenzamos a hacer ya un cargamento de necesidadvital para nosotros, consistente en carne, Pólvora ybizcochos, sin añadir más armas que un mosquete yun sable por cabeza, para el caballero, para mí, Re-druth y el capitán. El resto de las armas y la pólvoralo arrojamos al agua a dos brazas y media de pro-fundidad, de manera que podíamos distinguir ellimpio acero de los mosquetes, brillando con los re-flejos del sol, allá abajo, en el fondo arenoso del an-cladero.

A esta hora la marea comenzaba, a bajar y el bu-que empezaba á columpiarse en ¡orno del ancla.Oímos voces llamándose mutuamente, muy lejos ymuy débiles, allá en dirección de los quifes, y, auncuando esto nos tranquilizó por lo que hacía a Joycey a Hunter, que por lo visto, quedaban todavía en su

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posición d este sin ser molestados nos hizo com-prender, sin embargo o debíamos darnos prisa.

Redruth, entonces, abandonó su trinchera de la-na en la galería y se replegó al bote con nosotros.Dirigido el pequeño bote por Smollet en persona,dimos vuelta al buque y nos vinimos a colocar juntoa la escotilla de proa.

-Ahora amigos -gritó el capitán-, ¿me oyen uste-des? Ni una voz respondió, sobre cubierta

-¡Es a ti, Abrahan Gray, a quien hablo!...El mismo silencio anterior.-¡Gray! -volvió a decir el capitán en voz más alta

aún-. En este momento voy a dejar este buque, ycomo tu capitán que soy, te ordeno qué me sigas. Yosé que tú eres, en el fondo, un buen muchacho, yhasta me atrevo a decir que ninguno de los marine-ros que están allí es tan malo como aparenta serlo.Aquí tengo en la mano un reloj abierto: te doytreinta segundos de plazo para que te me reúnas.

Hubo un nuevo, silencio.Ven pronto, muchacho mío-continuó el capitán-;

no te detengas tanto- en vacilaciones. Estoy aquí,exponiendo mi vida y la de, estos excelentes caballe-ros cada segundo que pasa.

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Oyóse entonces el ruido repentino de una pen-dencia, el rumor de golpes cambiados, y en unoscuantos segundos apareció Abraham Gray en lapuerta, con la herida de arma blanca en una de susmejillas; pero corriendo presuroso a la llamada delcapitán como un perro puede venir al silbato, de suamo.

-¡Estoy con usted, mi capitán! -dijo aquel lealmuchacho.

Un instante después, con Gray ya a bordo, ha-bíamos empujado de nuevo nuestro barquichueloen dirección a la playa.

Y cierto es que nos encontrábamos ya fuera de lapeligrosa goleta; pero, ¡ay!, aún no nos veíamos entierra, dentro del recinto de la estacada.

17. Continúa el doctor. El último, viaje del chin-chorro

Este quinto viaje fue, sin embargo, distinto de losprecedentes. En primer lugar, aquella cascarita denuez en que íbamos estaba demasiado cargada. Cin-

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co hombres, de los cuales Redruth, el capitán yTrelawney eran de más de seis pies de altura, eramás de lo que nuestro botecito podía, racional ycómodamente, cargar. Añádase a esto la pólvora, lasarmas y las provisiones de boca, y se comprenderáque el chinchorro se balancease de una manera in-quietante, alojando agua de cuando en cuando, porla popa, en grado tal, que todavía no habíamos an-dado cien yardas, y ya una buena parte de mis vesti-dos estaba empapada.

Hízonos el capitán que aparejásemos el botecompartiendo el peso más proporcionalmente, loque nos apresuramos a ejecutar, consiguiendo equi-librarlo un poco. Pero aun as! no dejábamos desentirnos con temor, no del todo infundado, de zo-zobrar. En segundo lugar, el reflujo producía, a lasazón, una fuerte corriente de olas en dirección po-niente, atravesando la rada y moviéndose en seguidahacia el sur, en dirección del mar, por el estrechoque nos había franqueado el paso en la mañanahasta el ancladero. Las olas, de por sí, eran ya unpeligro para nuestro sobrecargado esquife; pero lopeor de todo era que dicha corriente nos arrastrabafuera de nuestra vía y lejos del lugar de la playa enque teníamos que desembarcar, tras de la punta de

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que ya he hablado. Si permitíamos a la corrienterealizar su obra, el resultado iba a ser que antes demucho nos encontrásemos en tierra, es verdad, peroprecisamente al lado de los esquifes de los piratas,que quizá no tardarían mucho en presentarse.

-Me es imposible enderezar el rumbo hacia laestacada, capitán -dije yo, que iba sentado al timón,en tanto que el y Redruth, que estaban de refresco,llevaban los remos- La marea nos arroja hacia abajo;¿no podrían ustedes remar un poco más fuerte?

-No sin echar el bote a pique -contestó- Sostengausted el gobernalle inmóvil hasta que vea usted quevamos ganando la vía.

Hice lo que se me indicaba y pronto vi que, sibien la marea continuaba empujándonos hacia elponiente, logramos que el bote enderezara la proa aleste, siguiendo una línea que marcaba precisamenteun ángulo recto con el camino que debíamos tomar.

-De esta manera no vamos a tocar tierra jamás-dije yo.

-Si no nos queda otro derrotero libre más queéste, no podemos hacer otra cosa que seguirlo-contestó el capitán- Tenemos que ir contra la baja-mar. Ya ve usted, pues, que si seguíamos bordeandoel sotavento de nuestro desembarcadero, era muy

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difícil calcular dónde tocaríamos tierra; esto sincontar con la probabilidad de ser abordados por losbotes de Silver, en tanto que, por el camino en quenos hemos puesto, la corriente puede amortiguarsepronto y entonces virar rectamente hacia la playa.

-La corriente ha aminorado ya mucho, señor-díjome Gray, que iba sentado hacia proa- Ya puedeusted hacer que viremos de bordo un poco.

-Gracias, muchacho -le contesté como si nadahubiera sucedido, puesto que todos hablamos hechotácitamente la resolución de tratarlo, desde luego,como a uno de los nuestros.De repente, el capitánhabló de nuevo y noté que había una perceptiblealteración en su voz: -¿-Y el cañón?

-Ya pensaba en eso -le respondí, seguro comoestaba de que el se refería a la posibilidad de que sebombardeara nuestro reducto- No crea usted queles sea posible bajar el cañón a tierra, y aun en el su-puesto de que lo consiguieran, jamás podrían ha-cerlo subir por entre el monte.

-Pues mire usted a popa, doctor -replicó el capi-tán.

volví la cabeza... La verdad es que nos habíamosolvidado completamente de nuestra pieza de artille-ría en la goleta, y de ahí nuestro horror cuando vi-

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mos que los cinco bandidos estaban muy atareados,despojándola de lo que ellos llamaban la chaqueta, osea el abrigo de grueso cáñamo embreado eón quela manteníamos envuelta durante la navegación. Noera esto todo, sino que al punto me acordé de quelas balas y la pólvora de la misma pieza habíansequedado a bordo, en un cajón, por lo cual no ne-cesitaban nuestros enemigos sino dar un golpe conuna hachuela para ser dueños de aquellas terriblesmuniciones de guerra.

Aquel olvido no podía tener más disculpa que laprisa con que nos vimos precisados a evacuar laembarcación; -pero, desgraciadamente, era irreme-diable.

-Hands era el artillero de Flint -dijo Gray convoz ronca.

No me quedaba, pues, otro recurso que, a cual-quier riesgo, poner decididamente proa a tierra. Aesta sazón, por fortuna nuestra, la corriente quedabaya tan lejos de nosotros que nos fue fácil seguirrumbo a la playa por un camino tan recto comonuestra quilla, a pesar del impulso necesariamentepoco vigoroso que los remos imprimían a nuestrobote. Pero lo malo era que, en la dirección que íba-mos, presentábamos a "La Española" un costado,

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ofreciendo a su tiro un blanco de tal tamaño que pa-recía imposible que se le errara.

Erame fácil ver Y oír a aquel bribón de Handscon su cara de borracho consuetudinario, arreglan-do sobre cubierta un cartucho para el cañón.

-¿Quién es aquí el mejor tirador? -preguntó elcapitán.

-El señor de Trelawney, aquí y dondequiera -lecontesté-Pues bien, señor de Trelawney, ¿quiere us-ted hacerme el favor de quitarme de en medio a unode aquellos pícaros? A Hands, de preferencia, si esque fuera posible -dijo el capitán.

Trelawney estaba frío como el acero; sin decirpalabra preparó el arma.

-Ahora- díjonos el capitán-, mucho cuidado,Dispare usted su arma sin hacer movimiento algu-no, o, de lo contrario, nos vamos a pique. ¡Todo elmundo listo para equilibrar, si el bote zozobra aldisparo!

El caballero levantó el arma y los remos cesaronde hender el agua; todos nos inclinamos del ladocontrario, para mantener el equilibrio, y todo fueejecutado con tal felicidad, que no entró al bote niuna sola gota de líquido.

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En ese instante, nuestros enemigos tenían ya su pie-za montada y lista, y Hands, que estaba junto a laboca, con, el escobillón en la mano, era el más ex-puesto de todos. Sin embargo, no tuvimos fortuna,pues precisamente en el momento en que, ya segurode su puntería, disparó Trelawney, el astuto timonelse en rápido como el pensamiento, y la bala, que pa-só, silbando de el, fue a herir a otro de los piratas,que cayó al suelo.

El grito que éste lanzó fue repetido, -no sólo porsus compañeros, sino por; otras muchas voces des-de la playa. Volví la vista en esta, dirección y notéque todos los piratas salían de entre los árboles y seapresuraban a ocupar sus lugares en los esquifes.

-Ahora bien, allí los botes, señores- dije.-Enfile usted, pues, recto-gritó el capitán-. Ahora

hay miedo de zozobrar; ¡firme a los remos!-No han tripulado más que uno de los botes, ca-

pitándí-. Loa hombres del otro van por tierra, acortarnos el paso,-El calor es excesivo y la distanciano es tan corta para lo consigan fácilmente -replicóel capitán. Marinos, en tierra, no son muy temibles.Lo que me preocupa es el tiro que nos van a largarde a bordo, ¡Rayos y truenos! Nuestro flanco es taluna beata podría pasarnos la bala de lado a lado, sin

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error. Señor de Trelawney, avísenos usted en cuantovea encender el estopón y nosotros remaremos apopa.

Entretanto, habíamos, avanzando, a una veloci-dad harto para un esquife tan cargado como elnuestro. Y estábamos a pocas brazos de la orilla,;unas cuantas remadas más y podría atracar; p«que elreflujo acababa de descubrir una cinta de, a debajode un grupo de árboles de la -Costa- esquife que t dedarnos caza ya no podía, pues, hacernos daño algu-no; el reflujo que tanto nos había detenido a noso-tros, estaba, en compensación deteniendo anuestros perseguidores. El único peligro era el ca-ñón.

-Si me atreviese -dijo el capitán-, de buena ganaharía alto para cazar a otro de, los bandidos.

Los que habían quedado a bordo trataban deacelerar el empleo del cañón. Ni siquiera hablan he-cho el menor caso de su camarada caído que no es-taba muerto, sino simplemente herido, y al cual yodivisaba, tratandose de arrastrarse a un lado. Pordónde pasó la bala ninguno de nosotros lo supoprecisa. mente; pero supongo que debe haber sidopor encima de nuestras cabezas y que el viento deella debe haber contribuido. a nuestro desastre.

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Nuestro bote se había hundido por la popa, co-mo he dicho con la mayor facilidad, en una profun-didad de tres pies de agua, dejándonos al capitán y amí, de pie el uno junto al otro, en tanto que los tresrestantes, que se habían inclinado para evitar, en loposible, la bala del pedrero, salían del agua empapa-dos y escurriendo de la cabeza a, los pies. ,Aún así eldaño no era tan grande. No había perecido ningunode nosotros, y desde allí podríamos caminar las po-cas brazas que nos separaban de la playa. Lo maloera que nuestras provisiones estaban en el fondo delesquife y que de los cinco mosquetes que traíamos,sólo dos quedaban secos y aptos para usarlos: elmío, que yo había tomado sobre mis rodillas levan-tándolo en alto, con un movimiento rápido e instin-tivo, y el del capitán, que lo llevaba puesto en labandolera y que, en su calidad de hombre experto,había cuidado su arma antes que nada. Los restantesyacían ya bajo el agua.

Como complemento de nuestra tribulación, oí-mos voces que se acercaban entre el bosque, a lolargo de la playa. Así es que no sólo sentíamos yaencima el peligro de quedar cortados de nuestro re-ducto, en aquel estado de semicatástrofe y derrota,sino que nos aguijoneaba el temor de que, si Hunter

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y Joyce se velan atacados por una media docena dehombres, no tuviesen el valor y el buen sentido demantenerse firmes a la defensiva. Hunter era unhombre de firmeza y corazón, esto lo sabíamosbien; pero en cuanto a Joyce, el caso era diferente, ybastante dudoso: Joyce era un lacayo muy agradable,de muy finas maneras, y excelente para limpiar unpar de botas o cepillar un vestido; pero la verdad esque no le conocíamos condiciones de hombre decoraje.

Todo esto, como llevo dicho, nos aguijoneó parallegar a tierra tan pronto como era posible, dejandoabandonado a su suerte al pobre bote que, para des-gracia nuestra, había guardado en su fondo algocomo la mitad de nuestra pólvora y provisiones deboca.

18. El doctor relata cómo concluyó el primer díade pelea

Una vez en tierra, dímonos toda la prisa que eraposible para franquear el trecho del bosque que nosseparaba de nuestro baluarte. A cada paso que dá-

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bamos, las voces de los piratas que venían por laplaya llegaban menos y menos distantes a nuestrosoídos. Pronto nos fue fácil distinguir el rumor desus precipitados Pasos y el crujido de las ramas delos arbustos a través de cuyos matorrales se veníanabriendo camino. Comencé a creer entonces que lacosa se agravaba, y hasta requerí el fiador de mimosquete.

-Capitán -dije-: el señor Trelawney es el de pun-tería infalible entre nosotros; déle usted su mosque-te.

Sin responderme cambiaron rápidamente de ar-mas, y Trelawney, callado y frío como habla estadodesde el principio del combate, se detuvo por uninstante para cerciorarse de que aquel arma estabaen buen estado. En el mismo momento, notandoque Gray, iba desarmado, le alargué mi cuchillo.Mucho nos reconfortó el ver a aquel chico escupirsela mano, remangarse la camisa, empuñar el arma yhacerla zumbar, blandiéndola por el aire.

A unos cuarenta pasos de aquella breve pausa,llegamos al lindero del bosque Y vimos la estacadafrente a nosotros. Nos, lanzamos a ella, entrando asu recinto por el lado sur, cuya empalizada salvamosrápidos como el rayo, y casi en el instante mismo

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siete de los amotinados, con Job Anderson, el con-tramaestre, a la cabeza, aparecieron en el lado su-roeste, lanzando gritos tremendos.

Detuviéronse un momento al llegar allí, como sise sintieran pillados por retaguardia; pero antes deque ellos tuvieran tiempo de recobrarse de su sor-presa, no sólo Trelawney y yo, sino también Huntery Joyce, tuvimos tiempo de hacer fuego desde el re-ducto. Los cuatro tiros no sonaron en una descargamuy simultánea, pero hicieron su efecto, eso sí. Unode los enemigos cayó redondo, y los restantes, sinvacilar más tiempo volvieron la espalda y se para-petaron tras los árboles.

Después de cargar de nuestras armas salimosafuera de la empalizada para reconocer al enemigoque había caído. Para reconocer al enemigo que ha-bía caído. Estaba muerto, con el corazón atravesadode parte a parte do en aquel mismo instante unadetonación de pistola se dejó oír en el matorral máscercano; la baja silbó junto a mi oído, y el pobreTom Redruth se tambaleó y cayó en el suelo de lar-go a largo. Ya comenzábamos a felicitarnos denuestra buena suerte, cuando el matorral más cerca-no; Tanto el caballero corno yo devolvimos el tiro;pero como no teníamos sobre qué hacer puntería, es

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muy probable que no hiciéramos más que desperdi-ciar nuestra pólvora. Cargamos otra vez y volvimosa ver al Pobre Tom.

El capitán y Gray estaban ya examinándolo y encuanto a mí, me bastó una. ojeada para comprenderque aquello no tenía re. medio.

Creo que la prontitud con que respondimos a sudisparo dispersó a los rebeldes una vez más, por-que, aunque estábamos a descubierto, ya no se noshostilizó mientras levantábamos al pobre guarda-monte para trasladarlo al interior de la cabaña.

Una vez acostado, el caballero se dejó caer sobresus rodillas, junto a el, besándole la mano y llorandocomo un chiquillo.

-¿Cree usted que me voy, doctor? -preguntó elmoribundo.

-Tom, hijo -le contesté-, vas a volver a tu verda-dera patria-Siento mucho -replicó el agonizante-, nohaber dado antes a esos pillos una lección con mimosquete.

-Tom -exclamó a la sazón el caballero tan con-movido- Tom dime que me perdonas, ¿no es caba-llero tan conmovido-verdad que si?

-Señor -fue su respuesta- ¿no cree usted que esopare. cerca una falta de respeto de mi `Parte? Pero

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hágase como usted lo Pide..., sí, señor, con toda mialma.

Siguió Un silencio no muy largo, al cabo del cualmurmuró que desearía que alguien dijese cerca de sucabecera alguna oración, añadiendo, en tono senci-llo y corno disculpándose de su atrevimiento: -Creoque esa es la costumbre... ¿no?

Luego de una corta agonía sin pronunciar pala-bra, el alma de Redruth Partió de este mundo.

Entretanto, el capitán, cuyo pecho y faltriquerashabía yo visto en extremo abultados, durante la tra-vesía, fue sacando de ellos todo un almacén de ob-jetos: una bandera inglesa una Biblia una adujada olío de cuerdas bastantes fuertes, plumas, tinta, el re-gistro diario de a bordo Y algunas libras de tabacoHablase encontrado en nuestro recinto de la estaca-da un largo ya enderezado tronco de abeto, que,con la ayuda de Hunter, levantó y puso en el ángulode la cabaña, en que los troncos se cruzaban. Actoseguido continuó subiendo ágilmente sobre el techodel reducto, colocó con su propia mano e izó enalto la bandera de nuestra patria. Volvió a entrar a lacabaña, y como si nada hubiera de particular, se pu-so tranquilamente a hacer el recuento de nuestrasprovisiones. Pero no dejaba de mirar con disimulo

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de] lado del pobre Tom Redruth, así es que, no bienhubo éste expirado, cuando se acercó con otra ban-dera y la desplegó reverentemente sobre el cadáver.

En seguida, sacudiendo virilmente la mano delcaballero, le dijo:

-No hay que afligirse, señor. Todo temor es vanotratándose del alma de un leal, que ha sucumbidocumpliendo con su deber para con su capitán y consu señor.

Dicho esto, me llevó a un lado y me dijo: -¿Dentro de cuántas semanas esperan usted y el ca-ballero que vendrá el buque que ha de enviar Blan-dy?

-No es cuestión de semanas, sino de meses -lecontesté- En ,caso de que no estemos de vuelta parafin de agosto, Blandy mandará buscarnos. Ustedpuede calcular por sí mismo.

-Yo creo que sí -contestó rascándose la cabezade un modo muy significativo-. Así es que, no sindar a la Providencia una buena ración de gracias portodos sus beneficios, debo decir que no por esohemos estado menos desafortunados.

-¿Qué quiere usted decir con eso? -le pregunté.-Quiero decir -me respondió-, que es una lástima

que hayamos perdido aquel segundo cargamento del

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botecito. Por lo que hace a pólvora y balas, tenemosbastante; pero, en cuanto a provisiones de boca, es-tamos muy escasos, tanto, doctor, que quizás nosviene muy bien el tener aquella boca de menos.

En aquel mismo instante oyóse el trueno y el sil-bido de una bala de cañón que pasó rozando el te-cho de nuestro reducto y fue a enterrarse entre losárboles del bosque.

-Ajá -dijo el capitán- ¡Salva tenemos! Bastantepoca pólvora tienen esos chicos para que la desper-dicien así tan locamente.

Otro segundo disparo arrojó su, bala con mejorpuntería, pues el proyectil penetró adentro de la es-tacada.

-Capitán -dijo el caballero-, -me consta quenuestro reducto, de por sí, es enteramente invisibledesde el buque. Creo, por tanto, que es la bandera laque les está sirviendo para hacer blanco... ¿No creeusted que sería más prudente traerla acá adentro?

-¿Arriar mi pabellón? ¡Jamás! -exclamó el capitán.Fuimos todos de su misma opinión, porque

aquello no Sólo tenía un aspecto marcial, marino eimponente, sino que entrañaba una buena política,cual era la de mostrar a nuestros enemigos que senos daba un ardite de su cañoneo.

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Toda la tarde continuaron su fuego. Bala trasbala venían; las unas pasaban por encima del techo,otras caían a un lado, otras entraban al recinto de laempalizada, desparpajando la arena del piso. Perocomo tenían que hacer su puntería sobre una miramuy alta, sus tiros no lograron más que encontrarsepultura en la leve arena de la lona. No teníamosrebote que temer, y aun. que una bala penetró a lacabaña por el techo y luego salió de nuevo por uncostado, muy pronto nos acostumbramos a esa es-pecie de broma pesada, y no hicimos más caso deella que el que habríamos hecho de una partida devilorta.

-Se me ocurre una buena idea -dijo el capitán- Elbosque, frente a nosotros, está bastante claro, la ma-rea ha dejado un buen espacio en seco y a esta horanuestras provisiones están ya, probablemente, endescubierto. Creo que si algunos de los nuestros seprestaran a hacer una pequeña salida con ese objeto,podríamos recobrar parte de nuestra carne salada.

Gray y Hunter se ofrecieron desde luego, y, muybien armados, salvaron la empalizada. Su misiónfue, sin embargo, inútil. Los rebeldes eran más in-trépidos de lo que creíamos, o no tenían más fe dela que se merecía en su artillero Hands, porque el

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hecho era que ya cinco o seis de ellos estaban muyocupados sacando nuestras provisiones del fondodel chinchorro y trasladándolas a uno de sus esqui-fes, que estaba allí cerca, mantenido contra la co-rriente por el manejo constante de un remo. Silverestaba en la popa, al mando de las operaciones, ycada uno de sus hombres aparecía ya provisto de sumosquete correspondiente, tomado de algún ocultoarsenal de ellos mismos.

El capitán se sentó para escribir en su diario de abordo, y he aquí el principio de lo que trazó en el:"Alejandro Smollet, capitán; David Livesey, médicode a bordo; Abraham Gray, carpintero de la goleta;John Trelawney, propietario; John Hunter y RicardoJoyce, criados del propietario, que no son marinos;éstos son los que se conservan leales de toda lagente embarcada a bordo de "La Española"; tene-mos víveres para diez días a racines cortas; hemosdesembarcado hoy e izado luego la bandera inglesaen la estacada o reducto que hemos hallado en estaIsla del Tesoro. Tom Redruth, otro sirviente delpropietario, ha sido muerto por los rebeldes. JamesHawkins, paje de cámara..."En este momento yoestaba lamentándome acerca de la triste, suerte y fin

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desastroso del pobre Hawkins, cuando oímos algu-nos gristos y llamados del lado de tierra.

-Alguien nos vocea por acá -díjome Hunter.-¡Doctor! ¡Caballero!... ¡Capitán!... ¡Hola! ¿Eres tú,

Hunter? -decían los gritos aquellos.Corrí a la puerta de la cabaña y llegué a tiempo

para ver de nuevo, sano y salvo, a Jim Hawkins, sal-vando la empalizada.

19. El primer narrador, toma otra vez la pala-bra. La guarnición de la estacada

No bien Ben Gunn hubo visto la bandera, hizoalto inmediatamente, me tomó por el brazo paradetenerme y se sentó.

-¡Ah! Lo que es ahora, Jim, allí están tus amigos.-Más bien creo que sean los rebeldes -le repliqué.

-¡Ca, no! -dijo él- ¿Crees tú que en un lugar comoéste, al cual no abordan sino piratas, había de venirSilver a enarbolar el pabellón inglés? ¡Ni por pienso!Son tus amigos, Jim, no tengas la menor duda.Además, ya ha habido pelea, y me sospecho que lostuyos han llevado la mejor parte, y ahora los tienes

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instalados en esa estacada y reducto que fue cons-truido hace años y años por el capitán Flint. ¡Ah!Puedes creer que el tal capitán era hombre que sabialo que se traía entre manos. Quitándole lo borracho,era persona que jamás dejaba traslucir su juego. Nole tenía miedo a nadie... A nadie más que a Silver.Silver puede jactarse de ello.

-Bueno, pues siendo esto así, como creo que loes, tanta más razón para que yo me apresure a reu-nirme con mis amigos.

-Como tú quieras -replicó él-. Tú eres un buenmuchacho, o yo me equivoco. Pero muchacho nadamás, y con esto está dicho todo. En cuanto a BenGunn éste se escapa. Ni un vaso de ron podría se-ducirme bastante para ir allá, ni el mismo ron, ¡no!,hasta que no vea yo a tu caballero de nacimiento y leentregue eso bajo su palabra de honor. Pero no ol-vides mis palabras. .. El precioso don de su con-fianza, esto es lo que tú debes decirle... Y al decirleesto le das el pellizco que ya sabes.

Y añadiendo la acción a la palabra, me largó, portercera vez un pellizco, con el mismo aire de con-fianza que los anteriores.

-Así pues, cuando necesiten a Ben Gunn, ya sa-bes en dónde encontrarle, Jim: precisamente en el

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mismo lugar en que me has visto hoy. El que vayaen mi busca que lleve en la mano, por señal, algúnlienzo blanco, y que vaya solo, enteramente solo.Para esto, añadirás, Gunn tiene sus buenas razonesmuy particulares.

-Está bien -le dije-; creo haber entendido. Ustedtiene algo que proponer y desea usted ver bien alcaballero o bien al doctor, para lo cual se le puedeencontrar a usted en el mismo lugar en que hoy lehe hallado; ¿es esto todo?

-¿A qué hora? ¿Quieres saber también a qué ho-ra, no es verdad? Pues estaré allí diariamente, desdeel mediodía hasta las seis de la tarde.

-Entiendo -le contesté-; ahora, ¿no cree usted quedebemos despedirnos?

-Sí; pero mira..., cuidado con olvidar las palabrasesas: el precioso don de su confianza, y las otras desus buenas razones muy particulares. Mira que estoes de lo muy esencial... razones muy particulares,¿eh? ¡como de hombre a hombre!

Y sin soltarme del brazo todavía, añadió: -Creoque ya puedes marcharte, Jim... Pero, óyeme: si pordesgracia fueras a tropezar ahora con Silver, ¿no esverdad que ni con caballos brutos te arrancará laconfesión de lo que te he dicho? ... ¿Verdad que no?

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... ¡ Ah, bueno! Pero, y si los piratas acampan estanoche en tierra, Jim, ¿no podremos esperar que paramañana estén ya un poco menos salvajes? ...

Al llegar aquí fue interrumpido por una fuertedetonación, y una bala del pedrero de a bordo vinorebotando entre los árboles y se enterró en la arena,a menos de cien yardas de donde estábamos ha-blando. Sin esperar más, fue aquella como una señalde nuestra despedida, y cada uno de nosotros echóa correr en dirección opuesta.

Por espacio de cerca de una hora, frecuentes dis-paros continuaron haciendo estremecer la isla, y lasbalas siguieron rompiendo y astillando los árbolesdel bosque. Yo me iba acercando de escondite enescondite, para evitar aquella clase de persecuciónpero, como hacia el fin del bombardeo, aunque to-davía osaba aventurarme a entrar abiertamente en laestacada, en recinto, vela yo que caían las balas conmás frecuencia, ya h comenzado a cobrar más áni-mo, y después de un considerable rodeo hacía eleste, logré deslizarme entre los árboles de la playa yme tendí allí en observación.

El sol acababa de ponerse; la brisa del mar crujíay revoloteaba entre los ramales del bosque, encres-pando la parda superficie del fondeadero. El reflujo

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iba ya muy lejos y grandes porciones de playa apare-cían descubiertas. El aire, después de terrible calordel día, era más que fresco, y yo sentía ya frío travésde mi jubón.

“La Española” permanecía aún al ancla en elmismo lugar que habíamos fondeado en la mañana;solamente que en el t de su palo mayor no flameabala bandera del Reino Unido, -la enseña siniestra delos piratas. Desde mi escondite pude una nueva luzrelampaguear a bordo, y oí una nueva detonación alpar que otra bala zumbaba por el aire mientras losecos repetían aún el trueno del disparo. Aquel fue elúltimo cañoneo.

Permanecí todavía por cierto tiempo en mí ob-servatorio siendo espectador pasivo del alborotoque siguió al ataque. Algunos los piratas se ocupa-ban de despedazar con hachas algo que esta en laplaya, no lejos de la estacada: era nada menos qué el,chinchorro, según descubrí después. Allá, más. le-jos, cerca de desembocadura del riachuelo, se velaun resplandor de un fuego brillando entre la arbole-da, y entre aquel punto y el bu uno de los esquifesandaba yendo y viniendo, , con sus reme a, quienespoco antes había visto yo, hoscos y amenazadores,cantando ahora y silbando como chiquillos, si bien

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es verdad que sus voces denunciaban el ron desdeuna legua.

Pensé, al cabo, que podía y debía efectuar mivuelta a la espada. Habíanse colocado muy abajo, enla punta arenosa que cerraba el ancladero hacia eleste y que se hallaba unida a la 1. del -Esqueleto poruna cinta de agua de poquísima profundidad. Alponerme en pie, mis ojos tropezaron, a alguna dis-tancia, a abajo de la punta, con una roca aislada quese alzaba las alta entre los matorrales y que presen-taba un notable color. Se me ocurrió al punto queaquella debía ser la Peña Blanca que me había ha-blado Ben Gunn, que algún día u otro necesitába-mos un bote, era ya una ventaja saber adóndepodíamos ir a buscarlo.

Me escurrí luego entre el bosque hasta - ganarotra vez espalda de nuestro baluarte; lo escalé, entréy fui cordialmente saludado por aquel grupo de lea-les y valientes.

Poco tardé en contarles mi aventura y comencé am torno mí¿, para darme cuenta de nuestra posi-ción. El reducto estaba construido con troncos depino, sin cuadrar, así el techo como los muros y elpiso. Este último se elevaba, en algunos lugares, aun pie y medio sobre la superficie de la arena. En la

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puerta se había formado un portalillo o vestíbulo,bajo el cual la fuente brotaba, arrojando sus cristali-nas aguas en un tazón artificial de bien extraña ralea,que no era otra cosa que un gran caldero de hierrotomado de algún navío con el fondo arrancado, eincrustado allí en la arena.

Bien poca cosa había en aquel recinto a excep-ción de la obra misma de la casa; en un rincón unagran piedra lisa, colocada allí para servir de fogón obrasero, y un tosco cesto de hierro para contener elfuego y ponerlo sobre la piedra.

Los declives de la loma y todo el interior de laempalizada habían sido limpiados de árboles quehablan servido para la construcción de la casa Y dela estacada exterior. Por los troncos, que aún sobre-salían de la tierra, podía verse qué soberbio boscajese había derribado para la erección de aquel reduc-to. Todos los desechos y ramas habían sido arroja-dos lejos o enterrados en algún vallado, después dela traslación de los maderos. La única verdura quequedaba allí era un lecho de musgo por donde co-rrían los derrames de la fuente que se escapabanfuera de su tosco tazón de hierro, y a un lado y. otrode la corriente algunos helechos, zarzas rastreras Ymatas pequeñitas, surgiendo penosamente de entre

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la arena. Aún cerca de la estacada. -demasiado cercapara que sirviese de defensa según oí decir-, el bos-que se. extendía aún denso y elevado, todo de abe-tos, por el lado de tierra, y mezclado con unacantidad de árboles de la vida por el mar. La brisafría de la noche de que antes he hablado, silbaba encada una de las aberturas del rústico y primitivo edi-ficio y hacía caer sobre el piso una continua lluviade menudísima arena. Teníamos arena en los ojos,en los dientes, en los oídos, en nuestra cena y revo-loteando en el desfondado caldero de la fuentecilla,que parecía una gran olla a punto de hervir. Nuestrachimenea se limitaba a un agujero cuadrado en eltecho, y sólo una muy pequeña parte de humo acer-taba a escaparse por allí, en tanto que todo el restose quedaba revoloteando por la pieza, haciéndonostoser y obligándonos a enjugarnos a cada instantelos ojos.

Añádase a esto que Gray, nuestro nuevo aliado,tenía la cara casi cubierta con un gran vendaje a cau-sa de una herida que había recibido en el bosque aldesprenderse de los amotinados; y que el pobre Re-druth aún estaba allí insepulto, rígido y frío, a lo lar-go del muro, y cubierto con la bandera inglesa.

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Si se nos hubiera permitido sentarnos a descan-sar, es claro que todos lo habríamos hecho a piernatirante; pero el capitán Smollet no era hombre paraeso. Todos fuimos llamados a su presencia y dividi-dos en diversas facciones: el doctor, Gray y yo parauna; el caballero, Hunter y Joyce para otra. Cansa-dos como estábamos, se ordenó a dos de nosotrosque fuéramos por leña, otros dos a arreglar, comomejor se pudiera, una fosa para sepultar a Redruth;el doctor fue nombrado cocinero; a mí se me pusode centinela a la puerta de la cabaña, y el capitán seempleó en andar de uno a otro levantando nuestrosánimos y prestando su ayuda material en donde-quiera que se la necesitaba.

De vez en cuando, el doctor salía un momento ala puerta, separándose de su cocina para tomar unpoco de aire fresco y dejar descansar algo sus ojos,que ya parecían querer salirse de las órbitas a causadel humo, y cada vez que venía a mi sitio de guardiame dirigía algunas palabras. En una de sus salidasme dijo:

-Ese hombre Smollet vale mucho más que yo. Ymira, Jim, que el decir yo eso significa mucho.

En otra ocasión, vino y se estuvo callado por uncorto rato. Luego volvió la cabeza y me preguntó:

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-Dime, Jim, ¿ese Ben Gunn es de veras un buenhombre?

-No podría decírselo a usted, señor -le contesté-Por lo menos dudo mucho que esté en su juicio.

-Bueno, si es posible la duda, entonces es seguroque sí lo está -replicó el doctor- Ya tú comprendes,Jim, que un hombre que durante tres años se ha es-tado solo en una isla desierta no puede conservar surazón tan cabal como tú y yo. Eso no es posibledentro de la naturaleza humana. ¿Dices que lo que ael parecía urgirle más era comer un pedazo de que-so?

-Queso, sí, señor -le contesté.-Está bien; pues mira tú ahora lo que es venir

uno sobrenadando en la abundancia. Has visto micaja de rapé; ¿no es verdad? Y nunca me habrásvisto tomar un polvo: la razón es que en esa cajillalo que traigo precisamente es un pedazo de quesode Parma, un queso hecho en Italia, y extraordina-riamente nutritivo. Pues bien: ese queso es ahorapara Ben Gunn.

Antes de que nos pusiéramos a cenar dimos se-pultura al cadáver del viejo Tom en una fosa cavadaen la arena, en torno de la cual permanecimos pia-

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dosamente, por algún rato tristes y preocupados,con las cabezas descubiertas en aquel acto solemne.

No dudábamos que habían agotado el debate pa-ra resolver qué haríamos, siendo, como eran, tanescasas nuestras provisiones, no siendo posibleprever si al fin, nos veríamos obligados a rendirnosmucho antes de que pudiese llegarnos socorro. As!,pues, se decidió que nuestra mejor esperanza era lade procurar matar a cuantos piratas pudiéramos, olargarse, al fin, con "La Española". De diecinueveque ellos eran ya se veían reducidos a quince, ha-biendo dos heridos, y, por lo menos uno de ellos, elque cayó junto al cañón, de gravedad. Cada vez quetuviésemos batalla, debíamos aprovechar biennuestra pólvora con gran cuidado de no exponerinútilmente nuestras vidas. Teníamos, además, dosmagníficos aliados: el ron y el clima. Por lo que haceal ron, aun. que estábamos a más de media milla delenemigo, podíamos oír su baraúnda y sus cánticos,que duraron hasta bien entrada la noche y en cuantoal clima, el doctor apostaba, su peluca a que, ancla-dos en donde estaban, cerca o casi en medio delpantano, sin remedios disponibles, por lo menosuna media docena de ellos esta. rían tendidos confiebre antes de una semana.

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-Por tanto -añadió-, si nos matan a todos noso-tros de una vez, ya se darán por santos con empa-carse en el buque y marcharse con viento fresco apiratear de nuevo por esos mares de Dios, que, alfin y al cabo, nuestra goleta puede servirles para eseobjeto.

-Sería el primer navío que haya perdido yo en mivida –dijo el capitán Smollet.

Yo me sentía inmensamente cansado, como esfácil figurárselo, así es que en cuanto se me dejótenderme, lo cual no sucedió sino después de mu-cho molestarme, caí en un sueño tan pesado queentre un tronco y yo no había la menor diferencia.

Todos los demás estaban ya levantados hacíamucho tiempo; ya habían almorzado y traído casidoble cantidad de leña que la acarreada la víspera,cuando me desperté con una baraúnda repentina yun rumor desusado de voces.

-¡Bandera de paz! -oí que decía alguno; y luegopercibí, casi en seguida, que, con una exclamaciónde sorpresa, añadían: -¡Es Silver en persona!

Al oír esto, di un salto, y restregándome todavíalos ojos, corrí a una de las troneras del reducto.

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20. La embajada de Silver

¡Era cierto! Dos hombres estaban allí, fuera de laestacada, uno de ellos agitando una bandera blanca,y el otro de pie, junto a el, con tranquilo continente:éste era , nada menos que el mismísimo Silver.

Era todavía bastante temprano, y la mañana eratan fría que jamás sentí otra peor fuera de Inglaterra,pues un cierzo helado penetraba hasta la médula delos huesos. El cielo estaba claro, sin la más pequeñanube, Y las cumbres de los árboles tenían en aquelinstante el tinte rosado de la mañana. Pero, en elbajo en que estaban Silver y. su acompañante, toda-vía quedaba bastante sombra y aparecían como se-pultados hasta la rodilla de una bruma baja, quedurante la noche habla brotado del pantano. Elcierzo frío y el vapor aquel, existiendo al mismotiempo, daban una idea de la isla, tristísima porcierto. Evidentemente, aquel era un lugar húmedo,pantanoso, ardiente e insalubre por excelencia.

-¡Todo el mundo adentro! -gritó el capitán-;apuesto diezcontra uno que esto envuelve algunamala pasada.

-¿Quién va? ¡Alto ahí, o hacemos fuego!-¡Bandera de paz! -respondió Silver.

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Dicho esto se volvió de nuevo a los rebeldes,gritándoles: -¿Y qué vienen ustedes a buscar aquícon su bandera de parlamento?

A esta interpelación fue el hombre que agitaba ellienzo el que respondió:

-Señor, el capitán Silver desea pasar a tordo parahacer pro. posiciones.

-¿El capitán Silver? ¡No sé quién es el, no lo co-nozco! -gritó el capitán Smollet.

Y pude oír que añadía para sí, en voz más baja:-¿Capitán, eh? ¡Diantre! ¡vaya si hay ascensos en

la carrera!-Silver respondió entonces por sí.-Se trata de mí, señor. Esos pobres muchachos

me han elegido su capitán después de la deserciónde usted.

Recalcó muy bien la palabra deserción y prosi-guió:

-Estamos resueltos a someternos si no es posibleobtener algún arreglo y nada más. Todo lo que yopido es que me de usted su palabra, capitán Smollet,de que me dejará salir sano y salvo fuera de esa esta-cada y un minuto de plazo para ponerme fuera detiro antes de que se haya disparado un arma.

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-Pues oiga usted esto -replicó el capitán Smollet-:lo que es yo no tengo prisa ni deseos de hablar conusted. Si quiere hablar conmigo, puede entrar aquí, ybasta. Yo no tengo que empeñar mi palabra a unhombre de su calaña; si hay en esto alguna traiciónoculta, será sin duda, del lado de ustedes, y, en talcaso, Dios les ayude.

-Me basta con eso, capitán -contestó John Silveren tono satisfecho- Una palabra de usted es más quesuficiente. Yo sé lo que es un caballero; puede ustedcreerlo.

Entonces pudimos ver al hombre de la banderatratando de hacer retroceder a Silver. No era estomuy de sorprendernos atendiendo al tono caballe-resco de la respuesta del capitán. Pero Silver se lerió en las barbas, y golpeándole sobre el hombropareció decirle que la idea de todo temor o alarmaera perfectamente absurda. Entonces avanzó haciala estacada, arrojó su muleta al otro lado, y con granvigor y destreza, logró salvar el cercado, saltando,sano y salvo, el recinto de la empalizada.

Debo confesar que lo que sucedía en aquellosmomentos me atraía demasiado para que me fueradable servir en lo mínimo como centinela. Desdeluego había ya desertado de mi tronera de oriente,

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que fue la que me designó el capitán y me había des-lizado detrás de éste, que acababa de sentarse en elumbral del portalón, cruzando estoicamente laspiernas, recargando la cabeza sobre una de sus ma-nos y dirigiendo la vista, con la mayor indiferencia,a la fuente, que burbujeaba y salía rumorosa del cal-dero, para perderse correteando sobre la arena. Pu-sose además a silbar el sonecillo del Venid, mozos ymozas!

A Silver le costada gran trabajo el subir por la la-dera del la loma. Lo escabroso de ésta, los troncosde los árboles cortados, que estaban aún allí pega-dos unos a otros, y lo suave de la arena, hacían queel y su muleta me parecieran como un navío. dandotumbos entre las olas, sin velas y sin timón. Perosoportó aquello como un hombre, en silencio, y, porúltimo, llegó a la presencia del capitán, a quien salu-dó de la manera más cortés del mundo. Habíasecolocado sus mejores arreos: una gran casaca azultoda llena de botones de metal le colgaba hasta lasrodillas, y un hermoso sombrero galoneado queostentaba sobre su cabeza, ligeramente echado haciaatrás.

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-¿Y bien?, ya está usted aquí -dijo el capitán le-vantando la cara-. Me parece que usted puede sen-tarse.

Vos-¿Es que no me va usted a recibir allá aden-tro? -dijo Silver un tanto quejoso- Me parece éstauna mañana demasiado fría para que nos estemosaquí, sentados sobre la arena.

-Silver -replicó el capitán-, si usted se hubieraconducido como un hombre honrado, a estas horasestaría usted sentado muy agradablemente en su ga-lera. Esto no es más que obra suya. Como cocinerode mi buque, que era usted, era tratado de la mejormanera del mundo; como capitán Silver, o sea comoamotinado y pirata, tiene usted por perspectiva lahorca.

-Sea enhorabuena, capitán -respondió el cocinerosentándose en la arena, como se le indicaba

- Luego tendrá usted que darme la mano para le-vantarme, he ahí todo. ¡Bonito lugar, de veras, quese han encontrado ustedes! ¡Ah! ¡Allí está Jim! ¡San-tos Y felices días tengas tú, Hawkins! ¡Doctor! ¡Us-ted también! Aquí me tiene usted, a sus órdenes. Ybien, ustedes están todos juntos, como en familia,por decirlo así, ¿no es esto?

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-Silver -dijo el capitán-, si ha venido usted paradecir algo, me parece bien que se despache pronto.

-Razón le sobra, capitán Smollet -contestó el pi-rata- El deber antes que todo, no cabe duda. Puesbien, vamos al asunto ayer nos han dado ustedesbuen que hacer; muy buen que hacer, no lo niego, sí,señor. Hemos visto que algunos de ustedes no sechupan el dedo llevando un espeque entre las ma-nos, ¡vive Dios que no! Por lo mismo, no trataré deocultar tampoco que algunos de mis muchachos sehan bamboleado de miedo; quizá todos estén en esecaso; tal vez yo mismo no las tenga todas conmigo,y sea ésa la razón de que me tenga usted aquí bus-cando un avenimiento. Pero, sépalo usted bien, ca-pitán; ¡esto no sucederá dos veces, por vida deldiablo! Tendremos que hacer nuestro cuartos decentinela, y no ir muy lejos en materia de ron. Puedeque ustedes se figuren que nosotros no fuimos másque una hoja de papel lanzada en un remolino. Pero,le diré a usted: lo cierto es que yo estaba en mis ca-bales; lo que me pasaba es que me sentía cansadocomo un mulo de noria, y con sólo que se me hu-biese llamado un segundo antes, los habría pillado austedes en el acto. Todavía a esa hora el estaba bienvivo, no le quepa a usted duda.

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-¿Y bien? -dijo el capitán Smollet con la mayorcalma y sangre fría del mundo.

Todo cuanto Silver decía en su enmarañado einextricable lenguaje era, para el capitán, un verda-dero enigma; pero nadie se lo habría figurado por eltono de su voz. En cuanto a mí, comenzaba a teneruna sospecha. Las últimas palabras de Ben Gunnme vinieron a la memoria y me di a suponer quequizás habría hecho una visita a los piratas mientrasestaban reunidos en torno de su hoguera, comple-tamente borrachos o poco menos, y acaricié conalegría la esperanza de que quizá ya no teníamos, aestas horas, sino catorce enemigos con quienes li-diar.

-Y bien -contestó Silver-, lo que hay es esto; quequeremos ese tesoro y lo tendremos; ésa es nuestrabase. Ustedes, a su vez, pueden sin pérdida de tiem-po, asegurar sus vidas, a lo que creo; ésa es la basede ustedes. En su poder obra un mapa, ¿no?

-¡Bien podría ser! -murmuró el capitán.-¡Oh! Lo es, de seguro, no me cabe duda -replicó

Sílver. No hay para qué hacerse el misterioso con unhombre como yo; es esta una treta del todo Inútil,puede creerlo. Lo que quiero decir es que nosotrosnecesitamos ese mapa. Por lo demás, nunca ha-

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bíamos pensado en hacer a ustedes el menor daño,¡no señor!

-Silver, no nos crea ingenuos -le interrumpió elcapitán-, sabemos perfectamente lo que se propo-nían hacer con nosotros, y lo cierto es que no nosimporta un bledo, porque ya bien ve que, lo que espor ahora, los tales propósitos son imposibles.

Y diciendo esto, el capitán miró con la mayorcalma a su interlocutor y se puso a llenar su pipacon tabaco.

-Si es que Gray ha podido... -comenzó Silver.-Suposición inexacta - interrumpió Smollet-.

Gray nada me ha dicho, por la sencilla razón de quenada se le ha preguntado. Y, lo que es más, antes deacceder, preferiré ver volar en pedazos a usted y a ely a toda esta isla bendita. Eso y nada más, mi amigo,es lo que yo opino de sus proposiciones.

Esa bocanada -perdónese la palabra en gracia deesta exactitud-, esa bocanada de mal humor del ca-pitán, pareció enfriar bastante a Silver. Un momentoantes sus palabras iban ya tomando cierto tono pro-vocativo, que cesó ante aquella explosión.

-¡Basta con esto! -dijo- No quiero más. No dis-cutiré lo que caballeros como usted considerandentro o fuera de las reglas y del espíritu de verda-

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deros marinos. Entretanto, y puesto que lo veo austed a punto de encender su pipa, voy a tomarmela libertad de hacer otro tanto.

Dicho esto, llenó en efecto, su pipa y la encendió.Durante un rato considerable, aquellos dos

hombres se quedaron silenciosos, sentados con lamayor calma, ya mirándose a la cara mutuamente, yaarreglando su tabaco, ya inclinándose hacia adelantepara escupir.

-Veamos, pues -resumió Silver-, he aquí las cosassin rodeos: ustedes nos dan ese mapa para encon-trar con el el tesoro y cesan ya de fusilar a pobreci-llos marineros y de calentarse la cabeza aun enmedio del sueño. Ustedes hacen esto, y nosotros, encambio, les damos a escoger una de dos cosas: ovienen ustedes a bordo con nosotros, una vez que eltesoro haya sido embarcado, y, en ese caso, les doy austedes, bajo verdadera palabra de honor un afilavis(affidavit quería decir), de que en una costa habitada ysegura los desembarcaré, sanos y salvos; o si esto noles conviniera mucho por ser medio salvajes algu-nos de mis hombres, o por tener recelo de despertarantiguos rencores, entonces, ¡qué demonio! puedenustedes estarse aquí, ¡sí, señores! Dividimos las pro-visiones de boca con ustedes a lo legal y justo, en

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proporción de lo que nos toque, a tanto por cabeza,y, lo mismo que en el caso anterior les doy mi afilavisde que el primer buque que encontremos lo mandoacá para recogerlos. No dirá usted que esto es puracharla: la verdad es que ustedes no pueden esperarnada mejor de lo que yo propongo. Espero, pues (yal decir esto levantó la voz considerablemente), quetoda la tripulación -vamos al decir-, que toda la tri-pulación de este reducto, considerará bien mis pala-bras, porque lo que he hablado para uno, habladoestá para todos.

El capitán Smollet se puso en pie, sacó las ceni-zas del fondo de su pipa, sacudiéndola sobre lapalma de la mano y luego, con toda su calma ante-rior, interrogó así a Silver.

-¿Eso es todo?-¡Si, por vida del infierno, ésa es mi última pala-

bra! Rehuse usted eso y no volverán a oír ustedes demí más que el zumbido de las balas de mis mos-quetes.

-Está muy bien -dijo el capitán- Pues, ahora, ói-game usted a mí. Si vienen ustedes a presentarseaquí, de uno en uno y desarmados, me comprometoa ponerlos a todos con grillos y esposas y llevarlospara que tengan un proceso en regla, hasta In-

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glaterra. Si mi proposición no le conviene a usted,me llamo Alejandro Smollet, la bandera de mi sobe-rano está enarbolada sobre esta casa, y prometo en-viarle a usted y a todos los suyos a los apretadosinfiernos. Ustedes no pueden hallar, ni hallarán nin-gún tesoro. Ustedes no pueden navegar con esa go-leta. Ustedes no pueden batirnos. Gray solo pudosalir dócilmente de entre las manos de cinco de lossuyos. Su navío está como encadenado, maese Sil-ver; ustedes están como varados en una playa desotavento, y muy pronto se convencerá usted deello. Yo, pues, me quedo aquí después de decirle loque le he dicho, que es, por cierto, lo último que meoirá usted de buenas palabras, porque, ¡por vida deldiablo! la primera vez que vuelva a encontrar a us-ted, maese Silver, le meto una bala en la cabeza, co-mo tres y dos son cinco. Pase usted de allí. Sálgaseen el acto de este lugar, mano sobre mano, y despá-chese pronto.

Silver era, en aquel momento, la estampa de laira. Los ojos parecían salírsele de las órbitas, de in-dignación. Sacudió el tabaco fuera de la pipa y luegogritó: -¡Deme usted la mano para levantarme!

-¡No, por cierto! -replicó el capitán.

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-¿Quién de ustedes quiere darme la mano? -aulló,dirigiéndose a nosotros.

Ninguno en nuestras filas se movió siquiera.Vomitando entonces las más horribles blasfemias,se arrastró sobre la arena hasta que tuvo a su alcan-ce una de las pilastras del portalón, de la cual seasió, y ya entonces pudo enderezarse y ponerse depie con su muleta. Caminó en seguida, Y con unaacción insultante, bramó: -¡Eso valen ustedes! Antesde que haya pasado una hora ya los pondré a uste-des a hervir como ponche encendido, en su estaca-da. Rían ustedes, ríanse, ¡con mil diablos! Antes deuna hora ya podrán reír en el infierno, y para esetiempo los que hayan muerto podrán llamarse losmás afortunados.

Con un nuevo y terrible juramento se alejó co-jeando, señaló a su paso la arena en que iba ente-rrándose, trepó sobré la estacada con ayuda delhombre de la bandera, no sin fallar sus esfuerzostres o cuatro veces, y, un instante después, desapa-reció.

21. El ataque

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No bien hubo desaparecido Silver, el capitán,que le había seguido escrupulosamente con la mira-da, se volvió hacia el interior del reducto; con ex-cepción de Gray, no encontró a ninguno de todosnosotros en su sitio. Fue aquélla la primera vez quele vi verdaderamente enojado.

-¡A sus puestos! -gritó.Y cuando todos retornamos humildemente a

nuestras posiciones, prosiguió:-¡Gray! tendrás hoy una mención honorífica en el

diario de a bordo: has cumplido con tu deber comoun buen marino. Señor de Trelawney, me sorprendesu conducta. Doctor, yo creí que alguna vez habíausted llevado encima el uniforme del rey; ¿es asícomo serviría usted en Fontenoy, señor? Si era así,mejor hubiera hecho usted en quedarse en su casa.

Los centinelas mandados por el doctor estabanya todos en sus troneras; los demás hombres seocupaban de cargar las armas, todos con la carabien encendida, puede creérseme, y, como dice eladagio inglés, con una pulga en su oído.

El capitán vio a todos en silencio por algún ratoy en seguida habló así:

-Amigos míos, acabo de descargar sobre Silveruna verdadera andanada. Le he puesto, a propósito,

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a punto de brea hirviente, y así es que, como nos loha anunciado 61 que transcurra una hora tendremosque sufrir más que nosotros, no necesito recordarlo;pero nosotros peleamos a cubierto; un minuto haceque tal vez habría añadido yo y con disciplina". Nocabe duda, por lo mismo, de que p una buena sacu-dida, si ustedes gustan.

Dicho esto recorrió las filas rara cerciorarse deque todo estaba listo y en orden.

En los costados más angostos, o sea, en las cabe-ceras d cabaña que veían al este y al oeste, no habíamás que dos troneras; en el lado sur, que era en elque estaba el portalón, poco había más que dos ycinco en el muro del lado sur, que era en el que es-taba el portalón, teníamos unos veinte mosquetes,para, siete que éramos, La. habla sido arreglada encuatro pilas -llamémosles mesas-, hacia el medio decada uno de los lados, y, sobre cada una de mesas,se colocaron cuatro mosquetes bien cargados, listoslos defensores del reducto los tuvieran a la mano.En el centro todos los sables estaban alineados enorden.

-Apáguese, el fuego-dijo el capitán-. El frío hapasa, no es conveniente que tengamos humo en losojos. El cesto de hierro, con sus leños encendidos,

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fue sacadopor el señor Trelawney en persona fuerade la cabaña, y W se apagaron con la arena.

-Hawkins no ha almorzado todavía -continuó el¿Vamos, chico, despáchate por tu mano y vuélvete atu puesto a comer. Vivo vivo, muchacho; podría serque no tuvieses tiempo de terminarlo. Tú, Hunter,sirve a todos un buen vaso de cognac.

Mientras esto se hacía, el capitán completaba ensu imaginacióm el plan de defensa.

-Doctor, usted se situará en la puerta -con expo-nerse; manténgase a cubierto y haga fu portalón.Hunter, tú te situarás en el costado orle tú al otrolado, al oeste. Señor de Trelawney, a mejor puntería,se le encomienda, ayudado por de este largo do delnorte, que tiene cinco troneras. peligro corremos,ese peligro está en ese punto. Si ellos subir hastaaquí y hacer fuego hacia adentro del reducto, pornuestras propias troneras, las cosas comenzarían aponerse, Hawkins, ni tú ni yo. somos muy hábiles,según puntería; nosotros, pues, permaneceremos allado ocupados en cargar las armas.

Como el capitán había dicho, el frío había, cornoel sol hubo pasado sus rayos por sobre, las copas delos árboles hasta nosotros, se dejó sentir con todasu fuerza sobre las partes no sombreadas y disipó,

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en un instante, la bruma del pantano. Muy pronto laarena estaba Ya abrasándose y la resina de los abe-tos comenzaba a derretirse en los muros del reduc-to. Colgamos a un lado sacos y jubones, las camisasse abrieron por las peche. ras, descubriendo nues-tros cuellos casi hasta los hombros, y ya en esa ac-titud, cada uno estuvo de pie firme, arma al brazo,en su puesto, con la doble fiebre del calor y de lamayor expectativa.

Así pasó más de una hora.-¡Mal rayo los parta! -dijo el capitán- Esto si que

es tan pesado como una calma chicha. Gray, sílbaleal viento.

Como si alguien hubiera oído los votos del capi-tán, en aquel mismo instante nos llegó la primeranoticia del ataque.

-Dispense usted, capitán -dijo Joyce-; si descubroa alguno, ¿debo hacer fuego?

-Ya lo he dicho antes -contestó el capitán.-Mil gracias, señor -contestó Joyce con cortesía.Por algunos momentos nada sucedió; pero aquel

corto diálogo nos había puesto a todos alerta, con-centrando toda nuestra vida en los oídos y los ojos.Los tiradores seguían con sus mosquetes en las ma-

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nos; el capitán en el centro del reducto, con los la-bios muy apretados y con el ceño fruncido.

Así transcurrieron unos segundos más, hasta que,de repente, oímos a Joyce preparar su arma y dispa-rar acto continuo. Todavía no se apagaba el eco desu detonación, cuando ya lo oímos repetido pordisparos que partían de afuera, uno tras de otro, enuna descarga nutrida, sobre cada uno de los cuatrocostados del reducto. Varias balas dieron contra lospostes de los muros; pero ninguna penetró adentro.Cuando el humo se había disipado, la estacada y elbosque que la circundaban aparecían tan quietos ydesocupados como antes: ni una rama se movía, niel brillo del canon de un solo mosquete denunciabala presencia de nuestros adversarios.

-¿Le acertaste a tu hombre? -preguntó el capitán.-No, señor -replicó Joyce-,- me parece que no.-Pues podías hacer algo mejor que eso, a decir

verdad -refunfuñó el capitán Smollet- Hawkins car-ga otra vez el mosquete. ¿Cuántos cree que había dellado de usted, doctor?

-Puedo decirlo con toda precisión: tres disparosse hicieron de este lado. He visto tres llamaradas,dos de ellas muy juntas y la otra más lejana, hacia elponiente.

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-¡Tres! -dijo el capitán-. ¿Y cuántas por el lado deusted, señor de Trelawney?

Esta pregunta no fue contestada con tanta exac-titud. Según el caballero, los disparos hechos sobreel costado norte eran unos siete, y ocho o nueve se-gún el cómputo de Gray. De los lados este y oestesólo un tiro había partido. Era, pues, indudable, queel ataque iba a verificarse sobre el lado norte, y queen los costados restantes solamente se nos iba amolestar con un conato de hostilidades. -Sin embar-go, el capitán Smollet no hizo el menor cambio asus disposiciones anteriores. Si los sublevados losalvar la empalizada y posesionarse de algunas denuestras troneras no ocupadas, de seguro que se nosiba a fusilar impunemente como a ratas, dentro denuestra misma fortaleza.

Pero no se nos dio mucho tiempo para delibera-ciones. Retinamente, con un fuerte grito de "¡Arri-ba!" una pequeña n de piratas saltó de entre losárboles, en el lado norte, y se pitó directamente so-bre la estacada. En el mismo Instante, tiradoresocultos en el bosque abrieron el fuego nuevamen-te,"- una bala de rifle silbó a través de la, puerta y,golpeando sobre el mostrador del doctor se lo hizoliteralmente añicos.

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Los asaltantes se encaramaron sobre la empali-zada como nos; el caballero y Gray hicieron fuegouna y otra vez, y tres hombres de aquellos cayeron,uno, dentro del recinto de la empalizada y dos haciaafuera aunque de estos últimos uno parece que esta-ba más azorado qué herido, porque no tardó, enponerse pie y, desaparecer, en un abrir y cerrar deojos, entre los árboles.

Dos, pues, habían mordido, el polvo, uno habíahuído y habían ya logrado entrar de pie firme en elrecinto de defensa, mientras que al abrigo de los ár-boles, siete u ocho hombres, cada uno de los cualestenía evidentemente, un su mosquetes, manteníanun fuego vivo y nutrido aunque ,el menor resultado,contra los muros de nuestro reducto.

Los cuatro que se habían arriesgado al asalto selanzaron derechos sobre ellos varias voces; pero semovían, eón tal y era tal la prisa de nuestros tirado-res que no se logró alguna de sus balas diera en elblanco. En un momento, los cuatro piratas habíantrepado el declive de la loma y estaban ya sobre no-sotros.

La cabeza de John Anderson apareció en la tro-nera del centro, gritando con una voz de trueno: -¡Todos a ellos! ¡Todos a ellos!

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Al mismo instante otro pirata logró apoderarmedel bosque, de Hunter, sujetándoselo violentamentepor el cañón y desea sobre aquel leal un golpe tantremendo que lo hizo rodar en un sin sentido. En-tretanto, un tercero corrió, sano y salvo, en torno dela casa y apareció, súbitamente en la puerta, cayendosobre el doctor, cuchillo en mano. Nuestra posiciónhabía cambiado por completo. Un momento antespeleábamos nosotros a cubierto y el enemigo acampo ahora nosotros éramos los descubiertos eimposibilitados para devolver golpe por golpe.

El Interior del reducto estaba lleno de humo, acuya circunstancia debimos, en parte, nuestra salva-ción relativa. Gritos, confusión, relámpagos de ar-mas de fuego, detonaciones y un gemido muyprolongado y perceptible, todo esto repicaba de unamanera atronadora en mis oídos.

-¡Afuera, muchachos, afuera! -gritó el capitán-. ¡Apelear al descubierto y mano al arma blanca!

Yo arrebaté una cuchilla de las del centro, y algu-no que al mismo tiempo se apoderaba de otra meinfirió una cortada en los nudillos de la mano, quecasi ni sentí. Me lancé hacia la puerta. saliendo a laluz del sol. Alguien, no sé quién, venía detrás de mi.Frente a mí, el doctor perseguía a su atacante ladera

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abajo, y precisamente en el momento en que misojos tropezaron con el grupo, el doctor dejaba caersobre su enemigo un tajo soberbio que lo tiró entierra, revolcándose, con una cuchillada que le divi-día toda la cara.

-¡Rodead la casa, muchachos! -gritaba el capitán.Al oírle aquel grito noté, a pesar de la baraúnda

general, que en su voz había un cambio muy nota-ble.

Obedecí como un autómata girando hacia elcostado este, con mi cuchilla levantada. Pero, al darvuelta a la esquina del reducto, me encontré frente afrente con Anderson. Aquel hombre rugía comouna fiera, y su marrazo se alzó sobre su cabeza, bri-llando la hoja en el aire al rayo del sol. No tuvetiempo para sentir mi aquel hombre aún no descar-gaba su mandoble sobre mi, cuando la pisa, yo res-balé instantáneamente en el declive, y perdí sobre laarena, rodé cuan largo era por la bajada.

Gray que seguía a tres pasos de mi carrera, habíaderribado gran contramaestre en tierra antes de quehubiera tenido tiempo de recobrarse por haber fa-llado su golpe sobre mí. Otro de ellos había recibi-do un tiro mortal en el momento mismo en quehacer fuego por una de las troneras, y estaba allí,

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agoniza con la pistola -todavía humeante entre susmanos. El doctor, aún pude notar, había dado bue-na cuenta de un tercero con un tajo magnífico. Delos cuatro que habían escalado la empaliza uno sóloquedaba Intacto, y éste, que había dejado escapar suchilla en la refriega, va iba en aquel momento sal-tando de nuevo sobre la empalizada para ponerse acubierto de la muerte que cernía sobre su cabeza.-¡Luego, desde adentro! -gritó el capitán-. ¡Y ustedes,muchachos, al reducto de nuevo!

Pero su orden ya no tuvo efecto; ningún disparopartió los troneras, y el último de los asaltantes pu-do escapar, sano salvo, y desaparecer con todos losdemás en el bosque. En segundos , no quedaban yamás trazas de los asaltantes que cinco de ellos quehablan caído en la refriega, de los cuales cuatro ya-cían dentro y, el quinto fuera del recinto de la estaca.

El doctor, Gray, y yo corrimos con todas nues-tras fuerzas para ponerlo al abrigo, pues era proba-ble que los asaltantes volvieran pronto al lugar enque hablan dejado sus mosquetes y abrieran, , unavez más el, fuego sobre nosotros.

Nuestra casa, a la sazón, estaba ya bastante des-pejada humo y pudimos ver, a la primera ojeada, elprecio a que habíamos comprado la, victoria. Hun-

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ter yacía sin sentido al pie de tronera; Joyce, cercade, el, con una bala en el cerebro, yacía también parano volver a moverse nunca y, en el medio del re-cinto el caballero sostenía al capitán, tan pálido eluno como el otro.: -91 capitán está herido -dijo elseñor de Trelawney. corrido ésos? -preguntó el ca-pitán Smollet.

linternas les faltaban -contestó el doctor-. Peroallí está, cinco de ellos, que no volverán a corrermás.

-¿Cinco? -exclamó el capitán-. ¡Tanto mejor, va-mos! cinco, de ellos y tres de nosotros; eso nos dejanueve contra cuatro. Eso es ya mucho menos des-proporcionado que en un principio. Entonces éra-mos siete para diecinueve; al menos así lo creíamos,cual es casi tan malo como serlo en realidad.

Los sublevados no fueron ya muy pronto sinoocho, pues hombre herido por el caballero, a bordodel buque, con su disparo hecho desde el bote, mu-rió aquella misma noche a causa de sus lesiones.Esto, sin embargo, no se supo en nuestro reductosino después.

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PARTE QUINTAMI AVENTURA EN EL MAR

22. De cual fue el comienzo de una aventura

Los sublevados no volvieron ya; ni siquiera undisparo más volvió a salir de entre los árboles. Ha-bían recibido su ración por aquel día, según la frasedel capitán, y quedábamos, por tanto, en posesiónde nuestro reducto, con tiempo para cuidar y trasla-dar los heridos y para hacer la comida. El caballeroy yo pusimos nuestra cocina afuera, a pesar del peli-gro que corríamos; pero aun allí podíamos difícil-mente atender a lo que traíamos entre manos, acausa de los quejidos y lamentos que nos llegabande los pacientes del doctor.

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De ocho personas que habían caído durante labatalla, sólo tres respiraban aún: el pirata que fueherido junto a la tronera, Hunter y el capitán Smo-llet; y aun de éstos, los primeros eran, poco menosque muertos. El sublevado murió, en efecto, bajo elbisturí del doctor, y en cuanto a Hunter, por másesfuerzos que se hicieron para volverlo a sus senti-dos, no tuvo ya conciencia de si mismo en estemundo, por lo cual, al llegar la noche, sin voz ni es-tremecimiento alguno, entregó el alma a su Hacedor.

Las heridas del capitán eran graves, en verdad;pero no fatales. No había órgano alguno interesadocon lesión mortal. La bala de Anderson, que fue laque primero lo hirió, había roto la parte superior delhombro y tocado ligeramente uno de los pulmones.La segunda bala le había nada más atravesado lapantorrilla, rasgándole y dislocándole algunos mús-culos. Su restablecimiento era seguro, al decir deldoctor; pero, entretanto y por el espacio de semanasenteras, no debería ni andar ni mover el brazo, yaun de hablar debía abstenerse hasta donde le fueraposible.

Mi cortada accidental en los nudillos era un ras-guño insignificante; el doctor me curó poniéndome

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algunas tiras de tela en plástica y me dio un tirón deorejas por haber salido tan bien librado.

Cuando terminamos nuestra comida, el caballeroy el doctor se sentaron en consulta al lado del capi-tán, y cuando ya habían hablado cuanto tenían quedecir, y siendo a la sazón cerca del mediodía, eldoctor tomó su sombrero, se puso al cinto sus pis-tolas, depositó en su bolsa de pecho la carta del ca-pitán Flint, y Poniéndose un mosquete al hombro yun sable a la cintura, cruzó la empalizada por el ladonorte y se aventuró entre los árboles.

Gray y yo estábamos sentados juntos en el ex-tremo opuesto del reducto, de manera de estar fueradel alcance de la covicción de nuestros superioresen consulta. Gray retiró la pipa de sus labios y novolvió a acordarse de llevarla a ellos nuevamentetan atónito le dejaba cuanto vela.

-¡Por vida del demonio! -exclamó-. ¿Se ha Vueltoloco doctor Livesey?

-No, a lo que creo -le respondí-. Me parece quede nosotros es el el menos expuesto a ese accidente,chico, pues si no lo está el, oye bien lo que digo: de-bo estarlo yo!

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-¡Es posible -le repliqué-. El doctor tiene su idea,y, si no me equivoco, creo que va ahora a buscar aBen Gunn.

Los sucesos demostraron que estaba yo en lojusto y racional. Pero entretanto, como el reductoaquel estaba caliente como horno y la arena de afue-ra ardiente como una brasa con el mediodía, co-menzó a bullir en mi cabeza una idea de la cual nopodía decirse, como de la otra, que era racional yjusta, lo que me pasó fue que empecé a envidiar aldoctor, mareando, fresca sombra de los árboles, ro-deado de pájaros y aspirando aire fresco olor de lospinos, mientras yo estaba allí, asándome, espaldapegada a aquellos maderos que saturaban mi traje,una resina a medio fundir, rodeado de sangre portodas partes, en medio de tantos cadáveres tendidosa mi alrededor, y pensé en ello que acabé por sentirhacia aquel lugar un disgusto que era casi tan fuertecomo el miedo mismo.

Todo el rato que estuve ocupado lavando el inte-rior del reducto y en seguida aseando los trastos pa-ra la comida, ese disgusto y esa envidia continuaronacentuándose más y más en mi ánimo, hasta que,por último, encontrándome a mano con una canastade pan y no habiendo en aquel instante nadie que

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me observara, me llené de bizcochos todas las fal-triqueras y di, con eso, el primer paso en la vía de miescapada.

Era yo un buen tonto, si se quiere, y ciertamentelo que yo iba a hacer no podía calificarse sino comouna locura y un acto temerario; pero yo estaba biendeterminado a llevarlo a cabo, con todas las precau-ciones que me era dable tomar. Aquellos bizcochos,caso de que algo me sucediera, podrían alimentar-me, por lo menos, hasta el día siguiente.

Después de los bizcochos, la próxima cosa deque me apoderé, fue de un par de pistolas, y comoyo tenía ya de antemano un polvorín y balas, mesentí suficientemente provisto, de armas.

Por lo que hace al proyecto en sí, tal corno estabaencabeza, me parece que no era del todo malo: iba abuscar, en división arenosa existente -entre el fon-deadero y el mar abierto, la peña blanca que habíavisto la víspera, y cerciorarme sí era o no la que es-condía el bote de Ben Gunn; cosa bien digna de eje-cutarse, según todavía hoy me parece. Pero teniendotenla la seguridad de que no se me permitirla aban-donar el recinto de la estacada, mi plan se redujo adespedirme a la francesa y deslizarme afuera cuandonadie pudiera verme, lo cual era en muy malo. Pero

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yo no era más que un muchacho, y mi resoluciónestaba perfectamente tomada.

Ahora bien, las cosas, se me presentaron, al cabo,de tal manera, que encontré una oportunidad admi-rable para mi objeto. El caballero y Gray estabanmuy entretenidos arreglando los, vendajes del capi-tán, la costa estaba libre; me lancé ágilmente sobre í,estacada, me interné en la espesura de los árboles, yantes de que Mi ausencia pudiera ser notada, ya es-taba yo fuera del alcance de la voz - de mis compa-ñeros.

Esta era ya mi segunda locura, mucho peor que laprimera, supuesto que no dejaba en la casa sino doshombres sanos y Vos para custodiarla; pero, comola primera, en segunda calaverada contribuyó a sal-varnos a todos nosotros.

Hice rumbo derecho hacía la costa oriental de laisla, pues t resolución era Ir a la punta por el ladoque daba al mar, por evitarme toda probabilidad deser observado desde el fondo de la tarde estaba yabastante adelantada; pero todavía brillaba el y no erapoco el calor que se hacía sentir aún. Mientras pro-seguía mi marcha, cortando el alto y espeso bosque,escuchaba a lo, lejos delante de mí, no sólo el truenocontinuo de la majada, sino cierto frotamiento de

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hojas y crujidos de ramas que demostraban que labrisa del mar se había desatado más que de ordina-rio. Muy pronto, bocanadas de aire fresco comenza-ron a llegar hasta mí y a pocos pasos me encontré yabordes abiertos del boscaje y pude ver el mar azul ylleno reverberando desde la orilla hasta el límite le-jano del horizonte mientras sus oleadas murmura-ban, recortando sus capricho de espuma a lo largode la playa. Nunca he visto el mar tranquilo en todoel derredor de Isla del Tesoro. El sol Puede lanzardesde arriba cuanto calor sea posible-, puede muybien la atmósfera estar sin una sola gota de viento, yla superficie lejana de las aguas tersa y azul; esto noimpedirá jamás que aquellas ¡grandes moles de aguaespumante rueden a lo largo de toda la costa tro-nando de día y de noche, de tal suerte que apenashabrá lugar alguno en la ¡ala entera de se pueda unolibrar de oír aquel rumor eterno.

Yo seguí entonces el borde de la playa, marchan-do junto a la rompiente, con gran deleite mío, hastaque, juzgándome ya bastante lejos hacia el sur, meinterné de nuevo en la espesura del bosque y me fuiacercando cautelosamente hacia la parte elevada dela punta término de mi viaje.

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A mi espalda estaba el mar y al frente el fondea-dero. La brisa del mar, como si hubiera gastado to-da su fuerza en el soplo violento de hacía un rato,habla cesado ya y le sucedían ahora suaves corrien-tes de aire cuya dirección variaba del sur al sudeste,arrastrando grandes masas de niebla. El ancladero, asotavento de la isla del Esqueleto, seguía terso yplomizo como cuando penetramos en el la mañanadel día anterior. "La Española". se reproducía todaentera en aquel tranquilo espejo, retratando su cascodesde la línea de flotación hasta los topes de losmástiles, en que flotaba la bandera de los piratas.

A uno de los costados se vela uno de los esquifesy Silver aparecía junto a una de las velas de popa. Alhombre aquel siempre me era fácil reconocerlo. Dosde los sublevados aparecían recargados en la ba-laustra; uno de ellos era el mismo hombre de la go-rra encarnada que pocas horas antes había yo visto ahorcajadas sobre la empalizada. Al parecer no ha-cían más que hablar y reír, aun cuando a la distanciaa que yo me encontraba de ellos -algo más que unamilla- no podía llegarme, por supuesto, ni una solapalabra de lo que conversaban. En aquel instantecomenzó de repente el más horrendo e indescripti-ble rumor de alaridos, que de pronto me alarmaron

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bastante, aunque luego reconocí, por fortuna, la vozdel "Capitán Flint", y aun me pareció distinguir alpájaro mismo, con su brillante plumaje verde, saltarsobre el puño de su amo.

Pocos momentos después vi que el esquife semovía, empujado hacia la playa por el hombre de lagorra encarnada y su compañero, que habían des-cendido a el por la puerta de la popa.

Al mismo tiempo que sucedía esto, el sol seocultaba tras la cumbre de El Vigía y como la nieblase amontonaba rápidamente, todo comenzaba a po-nerse oscuro. Vi, en consecuencia, que no teníatiempo que perder si es que debía encontrar el boteaquella misma tarde.

La Peña Blanca, bastante visible sobre los ar-bustos, estaba todavía como a un octavo de milladistante de mí, hacia la parte baja de la punta, y asíes que tardé aún un poquito en llegar a ella, tenien-do, a trechos, que marchar en cuatro pies, entre laszarzas y retamas. Era ya casi de noche cuando pusemis manos sobre sus ásperos y escabrosos costados.Justamente abajo percibí un pequeño hueco de ver-de césped, oculto por montoncillos de tierra y unmatorralillo de arbustos no más altos que la rodilla,que crecían allí abundantemente, y en el centro de la

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hondonada, no me cabía duda, se miraba una pe-queña tienda hecha de pieles de cabra, como las quelos gitanos tienen la costumbre de llevar sigo en In-glaterra.

Me deslicé adentro de la, cuenca, levanté uno delos lados de la tienda, y allí, en efecto, estaba, el botede Ben Gunn, de factura casera sí alguna vez loshubo. Era éste una tosca estructura de madera, co-rreosa, apenas desmochada y extendida ella una pielde cabra con el pelo hacia adentro. Aquel jugueteera en extremo pequeño, hasta para mi, y puedo di-fícilmente que hubiera podido sostenerse a flote conun hombre de t ordinaria. Veíanse en el un bancode remeros tan bajo como posible imaginarse, unaespecie de apoyo para los pies hacia, proa y unosdos canaletes o remos para propulsión.

Hasta aquel día jamás me había sido dable tenerante mis ojos, uno de esos botes enteramente rudi-mentarios y primitivos una: por los antiguos pesca-dores bretones, y aun parece que también por losegipcios y que en la vieja Bretaña se llamaron cora-cles3 pero, en aquel momento tenía un verdaderocoracle en mi presencia y no me será posible dar 3 El coracle era hecho con un débil armazón de madera recubiertapieles

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mejor idea de el sino diciendo era, sin duda alguna,igual al primero y más imperfecto aparato de flota-ción que fabricara el hombre. Pero la verdad es que.todos los defectos del coracle, tenía, como éste, lagran ventaja de ser en extremo ligero y portátil.

Ahora bien; se supondrá que una vez que hubeencontrado mi bote, tuve ya con eso bastante parasentirme satisfecho de`, truhanería, por aquella vez;pero el caso es que, durante tiempo, otra ocurrenciahabía venido a herir mi imaginación, y tanto, meapasioné de ella, que se me figuraba la h cabo en lasbarbas del mismo capitán Smollet. Esta la de aven-turarme en aquel bote, protegido por la noche, llegarsuavemente hasta "La Española”, cortar el cable suancla y dejarla echarse sobre la playa, adonde la lle-var buena o mala ventura. Yo me había fijado enque, después lección que los rebeldes acababan derecibir aquel día, probablemente no encontraríancosa mejor que hacer que levar anclas lanzarse conla goleta al mar. Parecióme conveniente y grato deveras el impedirles llevar a cabo tal resolución, y meafirmé en la practicabilidad de mi pensamientocuando vi que, no dejaban al guardián de la nave,encastillado en ella, ni un solo bote.

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Me senté, pues, a esperar que se hiciera biendensa la oscuridad y me puse, entretanto, a comer,con gran apetito, al de mis bizcochos. Era aquéllauna noche, ea quizá, entre mil para realizar mi pro-pósito. La niebla había sepultado completamente elcielo y el horizonte. Conforme los últimos rayoscrepúsculo desaparecían, la oscuridad más completacala sobre la isla del Tesoro. Así es que, cuandoconcluí para echarme a cuestas el botecillo aquel yme encaramé, como Dios me ayudó, para salir de lahondonada en que acababa de cenar, no quedabanya más que dos puntos visibles en todo el ancladero.

Uno de ellos era la gran hoguera encendida en laplaya, en torno de la cual los derrotados piratas seconsolaban de su desastre en medio de una tremen-da borrachera, a orillas del juncal. El otro, que noera sino un reflejo de luz opaca rompiendo apenaslas tinieblas, indicaba la posición del navío. La ba-jamar le habla hecho describir un semicírculo com-pleto en torno de su amarre, de manera que, a lasazón, la proa estaba vuelta hacia mí. Las únicas lu-ces encendidas a bordo estaban en la popa y en lacámara, de suerte que el ligero resplandor que yovela no era más que el reflejo, sobre la niebla, de los

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fuertes rayos luminosos que se escapaban de laventanilla de popa.

La marea había bajado hacía ya mucho rato, asíes que tuve que ir vadeando por largo trecho en unaarena pantanosa en la cual varias veces me sumíhasta la pantorrilla, antes de que pudiera llegar allímite en que el agua seguía su marcha de retroceso.Con alguna fuerza y no escasa destreza vadeé elagua del mar cómo lo había hecho en la playa y contoda felicidad boté quilla abajo mi coracle sobre lamovediza superficie.

23. El reflujo corre

El esquife de Ben Gunn, como yo me lo figurédesde antes, con sobra de razón, era un bote muyseguro para una persona de mi estatura y de mi pe-so, y tan ligero como boyante siguiendo su vía porel mar; pero era, al mismo tiempo, el más intratabley desobediente navichuelo que puede imaginarsepara lo que se refería a su manejo. Por más que unohiciera, el siempre se iba de lado, a sotavento depreferencia a cualquiera otra dirección, así es que el

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ir siempre volteando era la maniobra, que más seacomodaba con su naturaleza. Recuerdo que elmismo Ben Gunn me había dicho que su bote eraextraño y difícil para manejar hasta que se le encon-traba el modo.

Y la verdad es que yo no le "encontraba su mo-do". Entre mis manos iba y volvía en todas direc-ciones, excepto en la que yo necesitaba. Nuestramarcha, casi constante, era sobre un costado, y ten-go la seguridad de que, a no ser por causa de la ma-rea, jamás hubiera logrado llegar el. barquichueloaquel adonde yo quería.« Por mi buena suerte, pormás que yo remaba, el reflujo seguía arrastrándomesiempre hacia abajo, en la dirección precisa en queestaba anclada "La Española", de la que, por tanto,era punto menos que imposible desviarse.

Al principio no veía delante de mí más que unborrón, más negro aún que la misma oscuridad; apoco, casco, mástiles y cordaje comenzaron a tomarforma distinta a mis ojos, y un momento después(que no fue más, supuesto que la corriente de la ma-rea me arrastraba cada vez con mayor violencia), yaestaba mi botecillo al lado de la guindaleza, de la cu-al me así en el acto.

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La guindaleza estaba tan tirante como la cuerdade un arco, y la corriente era tan fuerte que manteníaa la goleta en una gran tensión sobre su ancla. Entorno del casco la corriente bullía, escarceaba y,burbujeante y murmuradora, se rompía sobre loscostados por las vertientes de una montaña. No te-nía ya que hacer otra cosa sino dar un corte a aque-lla cuerda con mi navaja de a bordo, y "LaEspañola" se iría zumbando corriente abajo.

Todo esto estaba muy bueno; pero cuando ya medisponía a completar mi hazaña se me ocurrió re-pentinamente que una guindaleza cortada de súbitoes una cosa tan peligrosa como un caballo que dacoces. Las probabilidades eran diez contra una deque, si era bastante temerario para cortar a "La Es-pañola" de su ancla, tanto mi navichuelo como yoteníamos que pagar demasiado caro aquel atrevi-miento, tal vez con un naufragio seguro.

Esta consideración me detuvo en el acto, y sí lafortuna no me hubiera favorecido de nuevo, de unamanera muy particular, habría tenido que abandonarmi designio por completo. Pero los vientos mansosque habían comenzado a soplar del sudeste y del surhabían cambiado, después de entrada la noche, endirección del sudeste. Precisamente en el tiempo que

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yo gasté en reflexionar, vino una bocanada que to-mó a la goleta, empujándola hacia la corriente y, congran regocijo mío, sentí que la tensión de la guinda-leza, que tenía aún asida, disminuyó tanto que, porun momento, la mano con que la sujetaba se en-contró sumergida.

Esto bastó para que yo formara mi resolución:saqué mi navaja, la abrí con los dientes y con lasmayores precauciones fui cortando uno tras otro loshilos de aquella cuerda, hasta que la goleta quedósostenida por dos únicamente. Entonces me detuve,esperando, para cortar estos dos últimos, a que latensión se aligerase de nuevo por otra ráfaga deviento.

Durante todo este tiempo no había cesado de oírvoces que, Partiendo de la cámara de popa, se ele-vaban en diapasón bastante alto; pero, a decir ver-dad, mi imaginación estaba de tal manerapreocupada con otras ideas, que apenas si habíaprestado oído. Pero, a la sazón, que ya tenía muchomenos que hacer, comencé a parar mientes algo másen lo que se decía.

Desde luego pude reconocer la voz del timonelIsrael Hands, el antiguo artillero del buque del ca-pitán Flint. La otra era, por descontado la de mi co-

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nocido, el hombre del birrete rojo. Ambos estabanborrachos como cabras, lo que nos les impedía se-guir bebiendo pues durante mi escucha, uno deellos, con un grito de ebrio, se asomó a la popa yarrojó por ella un objeto que me pareció ser unabotella vacía. Pero no solamente estaban bebidos,sino que pude cerciorarme fácilmente de que se en-contraban en pleno estado de riña. Los juramentosmenudeaban como granizos y, a cada instante, sedejaban oír tales explosiones de ira, que me parecióindudable que aquello iba a concluir a golpes. Sinembargo, una y otra de esas explosiones pasaron sinir a más; las voces se tornaban a gruñir en tono másbajo por algún rato, hasta que se presentaba la pró-xima crisis y pasaba, como las precedentes, sin re-sultados.

Allá, bajo la playa, distinguíase aún el resplandorde la gran hoguera del campamento brillando vigo-rosa a través de los árboles de la playa. Alguien deentre los piratas estaba cantando una vieja y monó-tona canción marina. Más de una vez, durante latravesía, oí esa misma cantilena, de la cual recordabaestos dos versos:

No tornó a bordo sino un hombre vivo,

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Cuando eran, al zarpar, setenta y cinco.

Parecióme aquel un estribillo muy dolorosamenteadecuado a una tripulación como la nuestra, queacababa de sufrir pérdidas tan crueles en la mañanamisma de ese día. Pero, a la verdad, lo que yo vi meconfirmó en la idea de que aquellos filibusteros erantan insensibles como el mar sobre el que navegaban.

La ráfaga de brisa que yo esperaba llegó al fin; lagoleta se ladeó un poco y se acercó más a mí, enmedio de la oscuridad.

Una vez más sentí que la guindaleza se aflojabaen mi mano y con un bueno, aunque penoso esfuer-zo, corté las últimas fibras que aún sujetaban a "LaEspañola".

La acción de la brisa sobre mi navichuelo era casiimperceptible, lo que no impidió que casi al puntome sintiera arrastrado contra la proa de la goleta.Pero, libre ya de sus ligaduras, "La Española" co-menzó a girar sobre su propio eje, tornándose conlentitud a través de la corriente.

Trabajé como una furia, porque a cada instanteesperaba verme sumergido, y tan luego como vi queme era imposible dirigir mi barquichuelo de modode salir resueltamente del círculo que describía la

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goleta, preferí empujarlo en derechura hacia la popa.Por último, me vi libre del alcance de mi peligrosavecina; pero, en el instante mismo en que imprimíael último impulso a mi coracle, mis manos tropeza-ron con una cuerda ligera que la goleta iba arras-trando a popa, de sobre la borda. Rápida einstintivamente, me apoderé de ella.

¿Qué fue lo que dictó ese movimiento? Me seríamuy difícil explicarlo; fue, como antes dije, un actode mero instinto; pero, no bien tuve en mis manosaquel cabo y me cercioné de que estaba bien sujetopor arriba, la curiosidad comenzó a sobreponerseen mí a todo otro sentimiento, y determiné satisfa-cerla, echando una ojeada al interior del buque, através de la ventanilla de popa.

Fui avanzando una mano y después otra por lacuerda, y cuando me creí a una buena distancia, nosin un inmenso peligro, me hice cuidadosamentehasta una altura doble que la elevación de mi cuer-po, poco más o menos, lo cual me permitió pasearla vista por el techo y una parte del interior de lacámara.

A este punto, tanto la goleta como su microscó-pico apéndice, se iban ya escurriendo con bastantevelocidad sobre las aguas, y no cabía duda de que

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nos hallábamos a la altura del campamento de lospiratas. El navío, como dicen los marinos, iba ha-blando en voz alta, hollando los incontables borbo-llones, con un bamboleo incesante y desordenado.No bien hube visto, a través de la puerta, comprendípor qué razón aquel bamboleo extraño no habíaprovocado alarma alguna en los vigilantes de la go-leta. Una ojeada bastó para explicármelo, y deboañadir que una ojeada fue todo lo que me atreví aaventurar desde aquel inseguro apoyo. Lo que vi fueque Hands y su compañero estaban encerrados jun-tos, empeñados en un combate encarnizado, cadauno con la mano echada a la garganta del adversa-rio.

Me deslicé otra vez sobre el travesaño de mi es-quife, y a te que ya era tiempo, pues con un segundomás de dilación habría sido hombre al agua infali-blemente. No podía ver nada por el momento, a noser aquellas dos horribles caras amoratadas por lafuria, retorciéndose en gestos abominables, bajo lahumeante lámpara; tuve, pues, que cerrar los ojospara acostumbrarme de nuevo a la oscuridad poralgún rato.

Cuando esto pasaba, la balada aquella cantada enel campamento, que amenazaba durar eternamente,

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había concluido ya, y la bien sisada compañía de pi-ratas, reunida en torno del fuego, prorrumpía a lasazón en aquel coro que tan conocido me era:

Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto,Son quince, ¡oh, oh, oh!, son quince; ¡viva el ron!

Precisamente, pensaba yo, a aquella misma hora,¡qué ocupados andaban la bebida y el diablo en lacámara de "La Española"! En esto sorprendiómesobremanera sentir que mi esquife -zozobraba re-pentinamente; guiñó de una manera viva y pareciócambiar de dirección. Observé, al mismo tiempo,que la rapidez de la marcha aumentaba de una ma-nera extraña.

La sacudida me había obligado a abrir los ojos.En todo mi derredor advertí pequeñas hinchazonesde agua que se entumecía acompañada de un sonidoagudo y áspero y presentaba reflejos fosforescentes.La misma "Española", en cuya estela iba yo arras-trando a pocas yardas de distancia, me pareció quetambaleaba en su curso y que sus mástiles y cordajesse echaban un poco de lado, contra la negrura de lanoche; más aún, examinando con más atención, no

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me cupo duda de que la goleta iba rodando rumboal sur.

Di una pálida mirada sobre mi hombro y el cora-zón me dio un vuelco terrible, presa de espanto.Allí, precisamente a mi espalda, se veía el resplandorde la hoguera del campamento. La corriente habíavolteado en ángulo recto, barriendo con ella, en sucurso rápido, lo mismo al alto buque que al dimi-nuto y danzarín coracle. Y, a cada instante, su velo-cidad aumentaba, y cada vez brotando más altas susburbujas, cada vez murmurando más y más recio,corría y corría, alejándose a través del estrecho paraengolfarse en alta mar.

De repente, la goleta, que iba de frente, dio unaguiñada violenta, virando quizá como unos veintegrados, y casi en el acto se oyeron a bordo exclama-ciones, una tras de otra, y luego el ruido de pasosprecipitados en la escala de la carroza.

Era, pues, evidente que los dos borrachos se ha-blan dado cuenta, al cabo, del desastre que inte-rrumpía su querella y los hacía despertar a larealidad.

Me tendí entonces boca abajo en el fondo de miesquife y de, todas las veras encomendé mi alma aDios, porque creí llegado mi último momento. Te-

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nía por cosa inevitable que a la salida del estrechodeberíamos embarrancar en algún esquife o estre-llarnos contra algunas rompientes enfurecidas, enlas cuales todas mis cuitas encontrarían un prontotérmino. Pero, aun cuando no me asustaba tanto lamuerte en sí, me era imposible ver con serenidad elgénero de ejecución capital que se aproximaba porinstantes.

En aquella posición debo haber permanecidohoras enteras, empujado de aquí para allá por lasaltas olas, mojado de cuando en cuando por la es-puma que volaba en copos, y creyendo sin cesar quea la primera sumergida me aguardaba la muerte.Gradualmente la laxitud y el cansancio se fueronapoderando de Mi estropeado cuerpo; luego unentorpecimiento extraño, un estupor desusado, ca-yeron sobre mí, aun en medio de mis terrores, hastaque el sueño llegó, por último, y en aquel mi traído ymi llevado esquife, dormí, dormí, soñando con micasa y con el viejo "Almirante Benbow".

24. El viaje del coracle

Era ya día claro cuando desperté y me encontrécaracoleando sobre las olas, al sudeste de la isla. El

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sol se había ya levantado; pero todavía estaba, paramí, oculto tras la gran peña de El Vigía, que poraquel lado casi bajaba hasta el mar en riscos formi-dables.

El crestón de Bolina y el cerro de Mesana esta-ban, por decirlo así, al alcance de mi mano: el uno,negro y desnudo; el otro, rodeado de riscos de cua-renta a cincuenta pies de altura y franjeado congrandes cantidades de rocas desprendidas. No esta-ba yo a más de un cuarto de milla distante de lacosta, por lo cual mi primer pensamiento fue remary saltar a tierra.

Pero muy luego tuve que desistir de semejanteidea. Sobre las rocas desparramadas en la costa, lasolas despejaban en mil pedazos, bramando enfure-cidas; un trueno sucedía a otro trueno y una explo-sión de espuma a otra explosión, segundo porsegundo, lo que me hizo comprender que, si meaventuraba a aproximarme, o tendría que perecerestrellándome contra la escarpada orilla, o que gas-tar mi fuerza, tratando de escalar, en vano, losenhiestos despeñaderos.

Pero no era eso todo. Como queriendo reunirsepara arrastrarse juntos sobre una misma meseta derocas, o precipitándose al agua con estrépito formi-

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dable, percibí una multitud de monstruos marinos,colosales, viscosos, horrendos, que se me figuraroninmensos y blandos corales de dimensiones increí-bles. Creo que habría allí unos cuarenta o cincuentade ellos, haciendo retumbar los huecos de las rocascon sus espantables gritos.

Después he sabido que aquellos animales no eransino focas o becerros marinos, enteramente inofen-sivos. Pero su aparición en aquellos momentos,añadida a lo escabroso de la playa y a la violenciadesusada con que se rompían las olas sobre ella,acabó por quitarme completamente toda gana debajar a tierra en semejante paraje. Más que a desem-barcar allí, me sentí dispuesto a morir de hambre enel océano, antes de afrontar aquellos peligros.

Pero lo cierto es que tenía en expectativa unaoportunidad mucho mejor de lo que yo suponía. Alnorte del crestón de Bolina, la tierra ofrece una largaprolongación que deja, a la hora de la bajamar, unacinta de arena amarillenta al descubierto. Al nortede esa cinta aparece otro cabo -el Cabo de la Selva,según lo marcaba la carta-, sepultado literalmente enuna masa de altísimos pinos que bajaban hasta lamisma orilla del mar.

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Recordé lo que había dicho Silver acerca de lacorriente, que se dirige hacia el norte, siguiendo entoda su longitud la costa occidental de la isla, yviendo, por mi posición que me encontraba yodentro de aquélla preferí dejar a mi espalda el cres-tón de Bolina y reservar mi fuerza para una intento-na de desembarque en el cabo de la Selva, cuyasplayas eran, sin duda, mucho más abordables y se-guras.

Había a la sazón, una gran cantidad de tumefac-ciones suaves sobre el mar. El viento, que soplabamanso, pero firme, de sur a norte, no era obstáculo,sino más bien ayuda para seguir el curso de la co-rriente, y las oleadas alzaban y abatían sus ondas sindespedazarlas.

Advertí entonces que cada ola, en vez de lamontaña suave, luciente y enorme que se ve desde latierra o desde la cubierta de un navío no era sinouna cadena de montañas de tierra firme, erizada depicos hacia arriba y rodeada de sitios suaves y vallesabiertos. Mi botezuelo, abandonado a sí mismo, vi-raba de un lado para otro, se devanaba, por decirloasí, serpenteando por las partes más bajas del agua,evitando siempre trepar a las cimas o aventurarse alos declives peligrosos de aquellas líquidas alturas.

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-Sea enhorabuena -díjeme a mi mismo- Es claroque debo continuar tendido en donde estoy y noperturbar el equilibrio; pero también me parece evi-dente que, de cuando en cuando, puedo darme tra-zas, en los parajes más tranquilos, para dar una odos Paladas de remo en dirección de tierra.

Era aquél un trabajo lento y fatigoso por demás,y, sin embargo, me sentía ganar terreno; tanto que,conforme nos acercábamos al cabo de la Selva, sibien veía que no me era dable aún ganar aquellapunta, pude notar con alegría que había ya avanzadocomo unas cien yardas hacia tierra, al este. Muy cer-ca estaba de ella, en verdad. Ya me era dable distin-guir las frescas y verdegueantes copas de los árbolesmeciéndose suavemente juntas al soplo de la brisa, ytuve por cosa segura, en consecuencia, que en elpromontorio próximo era ya evidente mi desembar-que.

Y a fe que no sería sino muy a tiempo, pues lased comenzaba a hacerme sufrir bastante. El res-plandor del sol cayendo sobre mi cabeza, y sus ra-yos quebrándose sobre las olas en mil reflexionesdiversas; el agua del mar, que caía y se secaba sobremi cuerpo, cubriendo mis labios con una capa salo-bre; todo esto se combinaba para hacer que mi gar-

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ganta ardiera y mi cabeza fuera presa de un dolorviolento. La brisa de los árboles a tan corta distanciame puso casi fuera de mí con el anhelo vehementede desembarcar. Empero, la corriente me habíaarrastrado, antes de mucho, lejos de la punta, ycuando me encontré de nuevo en mar abierto, per-cibí algo que desde luego hizo cambiar la naturalezade mis pensamientos.

Precisamente frente a mí, a menos de media millade distancia, se aparecía ante mis ojos "La Españo-la", con sus velas desplegadas.

El barco llevaba al viento la vela mayor y dos fo-ques, y la blanquísima lona brillaba al sol como nie-ve o plata. En el momento en que la descubrí, susvelas hinchadas la empujaban bien, haciéndola se-guir una línea en dirección noroeste, lo que me hizopresumir que los hombres a bordo iban con la in-tención de dar la vuelta a la isla para llegar así denuevo al ancladero. Pero en aquellos momentoscomenzó a inclinarse más y más hacia el poniente,visto lo cual me di a creer que me habían descu-bierto e iban a darme caza. Antes de mucho, empe-ro, hizo proa decididamente contra el viento y sevio detenida en su marcha por algún tiempo, falta de

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propulsión, con sus velas estremeciéndose y fla-meando inútilmente.

-¡Vaya unos animales! -me dije- Esos bárbarosdeben estar todavía más borrachos que un alambi-que. ¡Ah! Si el capitán Smollet fuera a bordo, ya ten-drían que saltar listos esos desmañados.

En el ínterin la goleta viró un poco, hizo un bor-do, y su lona la hizo marchar de nuevo por uno odos minutos para caer inmóvil, una vez más, contrael viento. La misma ocurrencia se repitió una y otravez. De aquí para allá, de arriba para abajo, de nortea sur y de Oriente a Poniente. "La Española" se po-nía en marcha con una especie de arremetidas odisparos instantáneos; pero cada repetición de éstasconcluía como había comenzado, dejando el vela-men inutilizado y tremolando débilmente. No tuvetrabajo en comprender que nadie iba dirigiendo laembarcación, y siendo esto así, ¿qué había sido delos dos hombres? O estaban abogados de borra-chos, o habrían abandonado el buque, pensé yo, porlo cual, si lograba entrar a bordo, tal vez me fueradable volver aquel buque a su capitán.

Con sólo que me atreviese a sentarme otra vez ytentar de nuevo el remo, estaba seguro de quepronto me sería dable estar sobre ella. El proyecto

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tenía un sabor de aventura que despertó mi apetito,no sin que lo acrecentara, duplicando mi energía, elrecuerdo de que frente a la carroza de proa estabaun buen depósito de agua dulce en la codiciada"Española".

Sentéme, pues, y, como la primera vez que lo hi-ce, fui saludado por un azote de agua y espuma, conla diferencia de que, por esta vez, el empuje impresoal coracle fue en mi favor. Dediquéme entonces aremar con toda precaución; pero con toda la energíade que era capaz, hacia la no gobernada "Española".En uno de mis impulsos, sin embargo, alojé dentrodel botezuelo tal cantidad de agua, que tuve que pa-rar mi maniobra y estarme alerta, sintiendo que loslatidos del corazón iban a ahogarme. Pero, ya máscauto y muy gradualmente, púseme, al fin, en el ver-dadero camino de mi meta, guiando mi esquife bor-deando las grandes olas y sin poder impedir, contodo eso, que la cresta de alguna azotara la proa demi barquilla y salpicara mi rostro con su desbarata-da espuma.

A la sazón, mi avance sobre la goleta era rápido yperceptible. Ya podía distinguir bien el brillo delmetal en la caña del timón cuando éste se movíagolpeando, y, sin embargo, todavía no aparecía un

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alma sobre cubierta. No pude suponer otra cosa, enconsecuencia, sino que la goleta había sido abando-nada. De no ser así, los hombres aquellos deberíanestar abajo borrachos, como muertos, en cuyo casome sería fácil quizás asegurarlos y hacer con la go-leta lo que me pareciera.

La oportunidad, al cabo, concluyó por presentár-seme, la brisa se puso por algunos momentos su-mamente baja, y la corriente que desvió con lentituda "La Española", hizo que ésta concluyera por pre-sentarme su popa con la porta todavía abierta de paren par, y la lámpara sobre la mesa encendida aún, apesar de ser de día. La vela mayor colgaba, en aquelinstante, desmayada y cala como una bandera. Nada,con excepción de la corriente, interrumpía la inmo-vilidad de la embarcación aquélla.

No me faltaban ya ni cien yardas para llegar a ellacuando el viento llegó otra vez con estruendo hin-chando la lona sobre las amuras de babor, y actocontinuo se me alejó otra vez, deslizándose, on-deando y casi volando como una golondrina.

Mi primer impulso fue de desesperación; pero elsegundo fue de alegría, porque he aquí que, descri-biendo una gran curva, "La Española" vino hacia mihasta ponerse frente a uno de mis costados, y conti-

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nuando la misma inesperada evolución, muy prontola vi a la mitad, y luego a un tercio, -y luego a uncuarto de la distancia que nos separaba hacia poco.Ya distinguía yo las olas que hervían bajo su gorja.¡Qué enorme me parecía la mole de aquella goletavista desde mi bajísima estación en el botezuelo!

Pero instantáneamente comprendí aquella situa-ción, y apenas si tuve tiempo para pensar y menosaún para ponerme a salvo. Estaba yo con mi coracleen la cresta de una alta ola, y la goleta venía sobre lacima de la inmediata, abatiéndose sobre mí. ¡Un se-gundo de vacilación y mi muerte era segura! El bau-prés estaba sobre mi cabeza en aquel instante.Rápido como un pensamiento, me puse en pie, ycon un impulso desesperado, salté haciendo des-aparecer el coracle bajo el agua. Con una mano mehabla asido al botalón del foque, en tanto que mi pieestaba alojado entre el estay y la braza. Y todavía nohabía yo tenido tiempo de hacer el más pequeñomovimiento para cambiar mi posición, que la goletase habla cargado hacia abajo acabando de hundir ydespedazar al coracle y que, por consiguiente, allíquedaba yo, colgado entre cielo y mar, sin retiradaposible de "La Española".

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25. ¡Abajo la bandera del pirata!

Apenas me había sido dable encaramarme en elbauprés cuando el ondulante foque aleteó, por de-cirlo as!, cargándose sobre la otra amura con un rui-do semejante a un cañonazo. La goleta seestremeció hasta la quilla con aquella vuelta formi-dable; pero un momento después las otras velas, queaún continuaban empujando, hicieron retroceder elfoque a su lugar anterior, y ya entonces quedó sus-penso e inmóvil.

En esos movimientos casi me vi zambullir den-tro del agua; pero, a la sazón, ya no perdí tiempo Yme arrastré para atrás o más bien me deslicé por elbauprés hacia la cubierta, en la cual caí como llovidodel cielo, con el rostro hacia el océano.

Me encontré a sotavento del castillo de proa, y lavela que continuaba todavía henchida, me ocultabauna buena parte de la cubierta de popa. No vi unalma por todo aquello. Las mas, que no habían sidolavadas desde que estalló la re enseñaban las Í hue-llas de numerosas pisados, y una botella, por el cue-llo, rodaba de aquí para allá, al. vaivén del buque, e,sí fuera una cosa viva.

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Inesperadamente, “La Española” enfiló el vientoen una, sus bordeadas: los foques, tras de mí, trona-ron con fuerza: el timón se cerró de golpe; el navíoentero se irguió y estremeció como desfallecido ya, yen el mismo momento el botalón del se colgó haciaadentro, y la vela, cayó también, gimiendo débil-mente sobre los montones, y, al plegarse, me descu-brió a sotavento la parte de cubierta, a popa, antesoculta.

Sólo entonces aparecieron a mí vista los dosguardianes la embarcación. ¡No me cabía duda, eranellos! Gorro Encarnado tendido boca arriba, tiesocomo un espeque, con sus brazos atados como losde un crucifijo y con los labios separados, Mi aso-mar su amarillenta dentadura. Israel Hands, recar-gado la balaustrada de la cubierta, con las barbassobre el pecho, y manos abiertas, apoyándose sobreel piso y con el rostro tan blanco, bajo su tinte cur-tido, cómo la cera.

Por algún rato el buque siguió ladeándose o en-cabritándose, como un caballo mañoso y las velashinchándose, ya sobre amura, ya sobre la otra, y elbotalón, colgando y golpea que el mástil pareció,quejarse al esfuerzo de aquellos tirones -De vez encuando también una rociada de espuma cubría la

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balaustra, y el buque daba un fuerte golpe por laproa contra las hinchazones del agua en aquel marde leva. Convertíase en un temporal mucho másviolento, para un navío de alto - ¡La Española! quelo era para mi caserito coracle, como aquellas horasyacía en el fondo del océano. A cada salto goleta,Gorro Encarnado se resbalaba de aquí para allá;¡cosa terrible! ni su actitud cambiaba, -ni sus apreta-dos asomando por entre sus abiertos labios, seocultaban por ningún movimiento de éstos en aquelbrusco traqueteo. A cada brinco también Hands pa-recía irse como sumiendo más y más, dezlizandosesobre el piso de cubierta, avanzando sus pies haciael de proa, y la cala del cuerpo inclinándose hacíapopa, de tal que su cara se me fue ocultando gra-dualmente hasta que -e por no ver nada de ella, ex-cepto la oreja y una de las sor la patilla.

Al mismo tiempo observé, en derredor de am-bos, echar sangre negruzca sobre las tarimas, y co-mencé a abrigar la X de que aquellos hombres sehabían dado muerte mutuamente su querella de bo-rrachos.

Todavía contemplaba aquel espectáculo sin vol-ver en la sorpresa, cuando, en un momento de cal-ma y antes de que el buque se meneara, Israel Hands

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medio se volvió, y con un quejido vago se enderezópenosamente hasta colocarse en la posición en queprimero le vi. Aquel quejido que acusaba, al mismotiempo, dolor y debilidad mortal, y el aspecto quepresentaba su quijada caída, me inspiraron depronto una compasión inmensa. Pero, al pronto,recordé las palabras que o! en boca de aquel malva-do desde el barril de las manzanas, y todo senti-miento de piedad desapareció de mi corazón.

Marché resueltamente a popa y grité, con unacento irónico: -¡Hola, amigo Hands, venga usted abordo!

Paseó penosamente la mirada en torno suyo; pe-ro su trastorno y decaimiento eran tales que, a aque-llas horas, no cabía la sorpresa en su ánimo. Loúnico que hizo fue dejar escapar esta palabra: -¡Aguardiente!

Se me ocurrió entonces que no debía perder unsolo instante, y así fue que, esquivando el botalón,que aún seguía golpeando como antes, marché apopa y bajé a la cámara por la escalera de la carroza.

La escena de confusión y desorden que allí pre-sencié era indescriptible. Todos los armarios ymuebles con cerraduras de llaves habían sido rotospara buscar la carta de Flint. El piso estaba saturado

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de lodo, sobre el cual los malvados aquellos se ha-bían sentado a beber y a consultar, después de em-briagarse en el marjal en torno de su hoguera.

Las mamparas, cuyo color era blanco mate confranjas de oro, mostraban en toda su extensión lashuellas de manos inmundas. Docenas de botellasvacías chocaban entre sí por los rincones o rodabancon el movimiento de la goleta. Uno de los libros demedicina del doctor estaba allí, abierto sobre la me-sa, con un buen número de hojas arrancadas, de se-guro para usarlas en encender las pipas con ellas. Y,en medio de todo aquello, la humeante lámpara en-viaba aún su resplandor, débil, casi tan oscuro comola sombra misma.

Bajé a la bodega: los barriles habían sido todosagotados, y en cuanto a las botellas, era sorpren-dente el número de ellas que habían sido vaciadas ytiradas luego. Era evidente que desde que el motíncomenzó, ni uno de aquellos hombres había estadoen su juicio.

Registrando aquí y allá me encontré una botellacon un poco de cognac para Hands. Para mí toméalgunos bizcochos, frutas en conserva, un gran ra-cimo de uvas y una tajada de queso. Con estas pro-visiones me presenté de nuevo sobre cubierta,

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coloqué tu parte a salvo, tras la cabeza del timón,fuera del alcance del timonel, avancé a proa, endonde se guardaba el agua, sacié tu sed concienzu-damente, y entonces, y sólo entonces, fui a Handspara darle su cognac.

Yo creo que debe haber bebido un cuarto de li-tro, por lo menos, antes de que hubiera apartado labotella de sus labios. Entonces dijo: -¡Ah! ¡Voto alinfierno! ¡Un poco de esto era lo que yo quería!

Oído aquello, me senté tranquilamente en el lu-gar que había escogido y comencé a regalarme elpaladar con aquel inesperado almuerzo.

-¿Se siente usted muy mal? -le pregunté.-Si aquel doctor estuviera a bordo -contestó con

una voz mitad gruñido mitad ladrido-, si el estuvieraaquí, yo estaría sano en dos patadas. Pero, ¡el demo-nio y su cola!, yo no tengo suerte... ¡de veras no, no!... y eso, y no más que eso es lo que me pasa. Por loque hace al "agua-dulce", ése, ya se enfrió de estahecha -añadió señalando con el dedo al hombre delbirrete rojo- Bueno, ¿qué?. .. ¡al cabo, ése ni era ma-rino, ni nada! ... ¡Vamos! ... Y ahora que caigo... tú¿de dónde has brotado aquí?

-Amigo -le contesté-, he venido a bordo a tomarposesión de este buque, y así es que, hasta nuevas

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órdenes, se servirá usted considerarme como su ca-pitán.

Al oír esto, me miró de una manera demasiadoagria; pero no contestó palabra. Algo de su calornatural había vuelto a sus mejillas, si bien continua-ba con una gran apariencia de enfermedad y aúnproseguía resbalándose y dando vueltas, según queel buque se iba para un lado o para otro.

-Por lo pronto, amigo Hands -continué yo-, nome place ver esta bandera izada en el tope de mismástiles; así es que, con su permiso, procedo aarriarla acto continuo. De eso a nada, prefiero nada.

Esquivando de nuevo los golpes del botalón,fuime derecho a las correderas del pabellón, tiré deellas hacia abajo, abatiendo la pirática bandera ne-gra, y no bien la tuve entre mis manos, 12. arrojé almar resueltamente.

-¡Viva el rey! -grité entonces agitando en el airemi birrete- ¡Ha concluido aquí el capitán Silver!

Hands continuó observándome con cierto airemordaz, aunque a hurtadillas, sin levantar, empero,la barba, que seguía , apoyada sobre el pecho. Unrato después añadió: -Me parece, capitán Hawkins,que tendrá usted necesidad de alguna ayuda para

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bajar a tierra, ¿no es verdad? ¿Pues qué le pareceríaa usted que nos entendiéramos?

-Me parece muy bien, amigo Hands; con toda mialma: hable usted.

Y diciendo esto me entregué de nuevo a mi co-mida con el mayor apetito.

-Este hombre -comenzó el timonel apuntandodébilmente al cadáver-, según entiendo, se llamaO’Brien, y era un rematado irlandés; ese hombre,como decía, y yo, desplegamos las velas con el ob-jeto de llevarnos la goleta a su lugar otra vez. ¡Pero,ahora, qué! Ahora ya se enfrió, y está ahí tan tirantecomo un pantoque,por lo cual lo que yo digo esquién va ahora a gobernar el buque; eso es lo que noveo. Si yo no le doy a usted mi ayuda, no es usted elque podrá llevar la goleta, o nada entiendo yo degoletas ni de marina. Bueno; pues la cosa es ésta:usted se asegura mi comida y mi bebida, y una cor-bata vieja o cualquier cosa para vendar mi herida, yyo le diré cómo se ha de llevar el buque. Me pareceque no puede ser más redondo el negocio qu. epropongo.

-Le diré a usted una cosa, maese Hands-prorrumpió yo-;

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mi intención no es volver "La Española" a su anti-guo ancladerosino llevarla a la bahía del norte y acercarla allí a laplaya tranquilamente.

-Bueno, ya lo entiendo -gritó Hands- Me pareceque Yo no soy un haragán tan endemoniado, des-pués de todo. Yo bien sé entender las cosas comoson, ¡dijo que sí! Yo ya traté de sacar el pie adelantey no pude: pues ahora le toca a usted, capitán Haw-kins. Usted ha ganado la partida. ¿Conque a la bahíadel norte? Pues vamos a ella; yo no tengo que andarescogiendo, ¡digo que no! Le ayudaré a usted a llevarel buque aunque vayamos a fondear a la playa de losAjusticiados. ¡Por cien mil diablos que sí!

Me pareció que aquel hombre no iba muy desati-nado en su resolución. Cerramos nuestro trato en elacto mismo, y a los tres minutos, "La Española" ce-ñía gallardamente el viento a lo largo de la costa dela isla con muy buenas esperanzas de doblar lapunta norte a eso de mediodía, y de bajar de nuevoen dirección de la bahía antes de pleamar, a fin depoder, a ese tiempo, orillarla en punto seguro yaguardar hasta que el reflujo nos permitiera bajar atierra.

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Abandoné, entonces, por algún rato, la caña deltimón y baje a la cámara para buscar en mi maletade a bordo una suave mascada de mi madre, con lacual, y con mi ayuda personal, Hands se vendó unagran herida que había recibido en el muslo y que to-davía le sangraba. Con este alivio y después de ha-ber comido un poco y -tomado un trago o dos másde cognac, el timonel comenzó a reanimarse muyvisiblemente, se sentó ya derecho, habló más claro ymás alto, y, en una palabra, parecía otro hombre po-sitivamente.

La brisa nos ayudó de una manera admirable."La Española" se deslizaba ante ella con la ligerezade un pájaro; la costa de la isla corría, en apariencia,a nuestro lado; a cada momento, cambiaba la deco-ración que se presentaba a nuestra vista. Muypronto dejamos atrás los terrenos altos, y bordean-do por una costa baja y arenosa, sembrada de unpinar no muy espeso que antes de mucho dejamostambién a nuestra espalda, pasamos, al fin, la puntade la escabrosa montaña que limita la isla por elnorte.

Sentíame yo sobremanera engreído con mi ca-rácter de capitán de buque, y no menos contentocon el tiempo claro y favorable que hacía, al par que

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con el variado panorama que mis ojos iban gozandosobre la costa. Tenía, a la sazón, agua suficiente yexcelente comida, y mi conciencia, que no había ce-sado de remorderme por mi deserción, estaba yaharto sosegada pensando en la gran conquista quehabía hecho. Me había parecido que no me quedabacosa alguna que desear, a no ser por los ojos del ti-monel, que me seguían en todas mis maniobras conuna mirada burlona, y por la sonrisa extraña queaparecía en sus labios incesantemente. Era aquéllauna sonrisa que llevaba en sí una mezcla de dolor yde maldad, huraña sonrisa de viejo, montaraz yagreste. Pero, además de eso, su semblante dejabatraslucir una expresión de escarnio, una sombra deno sé qué traidores pensamientos de... no puedoatinar el nombre... una botella de vino, vamos. quebullían en su cabeza, pues mientras yo trabajaba, el,con su mañoso disimulo, espiaba, y espiaba sin ce-sar.

26. Israel Hands

El viento, que parecía servirnos al pensamiento,cambió al ceste. Esto facilitó muchísimo nuestro

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curso de la punta noroeste de la isla hacia la desem-bocadura de la bahía septentrional. Sólo que, comono nos era posible anclar y no nos atrevíamos aaproximarnos a la orilla hasta que el reflujo hubierabajado bien, nos encontramos con tiempo de sobra.El timonel me dijo lo que debía hacer para poner elbuque a la capa; después de dos o tres ensayos des-graciados, logré el objeto, y entonces los dos nossentamos en silencio a tomar una nueva comida.

Hands fue el primero que rompió el silencio di-ciéndome con su mofadora y sardónica sonrisilla:

-Oiga, usted, capitán. Aquí está rodando de unlado para otro mi viejo camarada O’Brien. ¿No leparece a usted que sería bueno que lo echara a lospeces? Yo no soy muy delicado ni muy escrupuloso,por lo regular, ni me pica la conciencia por haberlecortado las ganas de hacer conmigo un picadillo;pero, al mismo tiempo, no me parece que ese trozosea un adorno muy bonito. ¿Qué dice usted a eso?

-Digo -le contesté-, que ni tengo fuerza suficientepara hacer eso, ni es de mi gusto semejante tarea.Por lo que a mí hace, que se esté ahí.

-Esta "Española", Jim -exclamó tratando de di-simular-, es un buque muy sin fortuna. Ya va unaporción de hombres muertos y desaparecidos desde

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que usted y yo tomamos pasaje a bordo de ella enBristol. Nunca, en mi perra vida, me he metido enun buque de tan mala suerte. Y si no, aquí está esepobre O’Brien; ya también se ha enfriado; ¿no esverdad? Bueno: pues lo único que yo digo es esto:yo no soy ningún estudiante, y usted es un chicuelomuy leído y escribido que sabría sacarme de dudas.¿El que se muere, se muere para siempre, o puederevivir algún día?

-Amigo Hands -le contesté-, usted puede matar elcuerpo, pero no el espíritu; esto ya debe saberlobien., O’Brien está ahora en otro mundo, desde elcual puede que esté contemplándonos.

-¡Ah! -dijo él- Según ese pensamiento, se me figu-ra que matar gentes viene a ser casi... vamos a de-cir... como tiempo perdido. Con todo eso, y por loque yo tengo de experiencia, los espíritus no cuen-tan ya por mucho en el juego. Ya no les tengo mal-dito el recelo, Jim. Bueno; pero, por ahora, ya hahablado usted como un doctor, y creo que o se mepondrá bravo si le pido que baje otra vez a la cáma-ra y me traiga de allá... pues... sí ...con mil demonios!¿por qué no?... me traiga una botella de... Este cog-nac, Jim raspa mi garganta y fuerte para mí cabeza.

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Ahora bien, la vacilación del timonel me parecíamuy poco natural, y en cuanto a su preferencia delvino sobre el coganc la encontré de todo punto In-creíble. Todo aquello me olía simplemente a pre-texto. Lo que el quería era que yo me ausentara desobre cubierta; eso era claro como la luz; pero, conqué objeto,,¡ esto era lo que yo no me podía imagi-nar. Sus ojos esquivaban tenazmente los míos; susmiradas se paseaban, de aquí para allá, de arribaabajo, ya con una ojeada al cielo, y con otra de sos-layo, cadáver de O’Brien. Constantemente veía son-reír o saca lengua de la manera más llena deembarazo, de suerte que sino podía haber conocidoque aquél hombre meditaba al engañifa. Pronto es-tuve con mi respuesta, sin embargo, porque no seme ocultó de qué lado estaba mi conveniencia y que,más, con un sujeto, tan completamente estúpido, meera muy fácil ocultar mis sospechas hasta el fin.

-¿Quiere usted vino? -le dije-. Pues nada más fá-cil. ¿Lo quiere usted tinto o blanco?

-Pues mire usted, se me figura que maldita la di-ferencia, camarada -me replicó- Con tal de que seafortalecedor y mucho ¿qué me importa el color?

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-Está bien -le contesté-; le traeré a usted Oporto,amigo Hands. Pero tengo que desenterrarlo delfondo de la bodega.

Dicho esto bajé la escalera de la carroza con to-do el ruido que pude; luego me descalcé rápida-mente, y corrí por la galería que comunicaba lacámara con la proa, subí por la escalera de la escoti-lla y saqué cautelosamente la cabeza por la carrozade proa. Y sabía que Hands no se esperaba vermeallí; pero, no obstante, tomé todas las precaucionesposibles, y en verdad que aquello me sirvió paraconfirmarme en mis peores sospechas, que resul-taron demasiado exactas.

Hands se había levantado de su posición, prime-ro con las manos, luego poniéndose de rodillas ydespués, aunque su pierna le hacía sufrir aguda-mente al moverse y aun le o! articular más de unquejido, pudo, sin embargo, arrastrarse con bastanteprontitud sobre cubierta. En medio minuto ya habíallegado a los imbornales de babor y sacó de un rollode cuerda un largo cuchillo, o más, un estoque cor-to, descolorido, y sucio de sangre hasta la empuña-dura. Hands contempló aquella arma por unmomento, hizo un gesto con la quijada inferior,probó la punta sobre la palma de su mano y, en se-

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guida, ocultándola apresuradamente en el pecho desu jubón, se arrastró de nuevo hasta su lugar prece-dente, contra la barandilla de popa.

No necesitaba saber más. Israel podía moverse,estaba armado, y si había manifestado tal empeñoen desembarazarse de mí, era claro que tramaba ha-cerme víctima de sus maquinaciones.

¿Qué sería lo que hiciera después? Si trataría dearrastrarse a todo lo largo d e la isla hasta llegar alcampo de los piratas, cerca de los pantanos, o si in-tentaría hacer señales, confiando en que sus cama-radas podían llegar más pronto en su auxilio, erancosas que, por supuesto, me era imposible adivinar.

Sin embargo, de una cosa me creí seguro, y fuede que nuestro interés común nos imponía la nece-sidad de orillar la goleta en un punto bastante segu-ro y a cubierto, de manera que, llegada la ocasión,pudiera ponérsela de nuevo a la mar con el menortrabajo y riesgo posibles. Hasta lograr esto, conside-ré que mi vida no correría el menor peligro.

Pero, mientras rumiaba estas ideas, no habíapermanecido ocioso. Había vuelto de nuevo, por elmismo camino, hasta la cámara, me calcé otra vez,apresuradamente, eché mano, al acaso, a la primerabotella de vino que se me presentó, y con ella, para

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servirme de excusa, hice mi reaparición sobre cu-bierta.

Hands estaba allí, donde lo había dejado, todoencogido y anudado, con los párpados caídos comosi quisiera dar a entender que estaba bastante débilpara que le fuese dable soportar la luz. Sin embargo,al sentir mis pasos alzó la vista, y luego rompió elcuello del frasco, con la naturalidad del hombre queestá acostumbrado a hacer la misma operación conmucha frecuencia, y dio un gran sorbo con su frasefavorita: “¡buena suerte!” En seguida permanecidoquieto por algún tiempo, y, después, sacando un pa-quete de tabaco, me rogó que le cortara una tajadilla.

-Córteme usted un pedazo de eso -dijo-, porquetengo navaja y apenas me siento con fuerza paramenearme. ¡Ah, Jim, Jim, se me figura que todos misestayes se han reventado! Córteme un pedacillo, quese me figura será ya el porque m¡ casco hace agua ycreo que, sin remedio, me voy a pique.

-Está bien, no me resisto a cortarle a usted su ta-baco si yo fuera usted y me sintiera mal hasta eseextremo, crea que lo que haría sería ponerme a pedira Dios misericordia, como un buen cristiano.

-¿Por qué? -dijo-. ¿Quiere usted decirme porqué?

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-Cómo por qué? -exclamé yo-. Hace un momentoprecisamente, que me preguntaba usted algo acercade los que mueren,. Usted ha hecho traición a su fe.Usted ha vivido encenagado en, el vicio, en la men-tira y en la sangre. Usted tiene aún allí, rodando,junto a sus pies, el cadáver de un hombre a quien haasesinado hace pocos instantes... ¿y todavía me pre-gunta usted por qué?, Pues, por eso, amigo Hands,por todo eso!

-Mi palabra llevaba Impreso un sello de calorinusitado, gracias a que en el fondo, pensaba yo enaquél estilete que el canalla habría de ocultar en sujubón y con el cual se proponía dar buena cuenta demí. Él, por su parte, me vio, tomó- un gran trago devino y dijo con un tono de solemnidad desusada: -Durante treinta largos años he recorrido los mares,durante treinta años he visto bueno y malo, mejor ypeor, tiempo hermososy horrendas tempestades;víveres escasos a bordo; agua casi agotada zafarran-chos Y rebeliones, y luchas, y muertes, y aborda-jes... ¡,oh! ¡tantas cosas!... Pues ten, lo único que nohe vien estos treinta años es que lo bueno produzcanada bueno. El qué, pega primero es el afortunado,y nada más. Los muertos no muerden, Jim; esa, esmi opinión, ésa es mi fe, y así sea.

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Y cambiando instantáneamente de entonación,prosiguió: -Pero, vamos allá. Creo que ya hemosperdido bastante con esas tonteras. La bajamar estábastante propicia en este momento. Siga usted misórdenes, capitán Hawkins, y pronto atracaremos yestaremos listos con la goleta.

Dicho -y hecho: nos quedaban sólo dos millasescasa recorrer; pero la navegación era delicadaporque el acceso a del norte no solamente era estre-cho y lleno de banco sino que serpenteaba de este aoeste, de suerte que el que ser justamente manio-brado para hallar el paso. Creó que fui en aquellaocasión, un subalterno pronto y bueno, y estoy biende que Hands era un excelente piloto, porque el he-cho es que pasamos y repasamos, recordando dies-tramente los peligros, casi desflorando los arrecifes,con una seguridad y una limpieza tales que, positi-vamente, daban gusto.

Acabábamos apenas de cruzar frente a los peño-nes de tierra, junto a nosotros. Las playas de la ba-hía norte estaban tan densamente arboladas comolas del fondeadero del sur; pero el espacio era máslargo y más estrecho, y más parecido a lo que erarealmente, esto es, la desembocadura de un río.Exactamente junto a nosotros, hacia el extremo sur,

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vimos los restos de un buque en el último períodode destrucción. Se advertía que aquél había sido ungran navío de tres palos; pero había permanecidotan largo tiempo expuesto a los embates de los ele-mentos, que se veía orlado aquí y allá por enormescolgajos, de algas marinas, y sobre su cubierta ena-renada, hablan arraigado las ramas de los arbustosde la playa, que apretados y vigorosos, como si es-tuviesen en tierra, florecían allí sin embarazo algu-no. Era aquél un espectáculo triste pero el nos dabala seguridad de que el fondeadero era perfectamentetranquilo y seguro.

-Ahora -dijo Hands-, allí tenemos ya un banco apropósito para atracar un buque; arena limpia y pla-na, jamás un soplo a flor de agua, árboles en todo elderredor, y un montón de flores reventando en lacáscara de aquel barco como en un jardín ... ¿quémás queremos?

-Bien está -le repliqué-; pero una vez atracados oencallados, ¿cómo hacemos para poner la goleta aflote otra vez?

-Muy fácil -me contestó- Largas un cabo allá, a laplaya opuesta, a la hora del reflujo, le das una vueltaen torno de uno de los pinos más gruesos y traes lapunta a bordo. Durante el reflujo, allí se está todo

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quieto, pero viene la pleamar, lías tu cabo al cabres-tante, todos a bordo se ponen a las barras, dan doso tres vueltas y la goleta saldrá a flote tan dulce-mente como por su voluntad. Y ahora, muchacho,para. Ya estamos cerca de nuestro banco y vamosdemasiado a prisa... Un poco a estribor..., ¡eso es!...firme... ¡a estribor!... ahora un cuarto a babor... ¡fir-me... ¡ firme!...

Así daba el sus voces de mando, que yo obedecíacasi sin tomar aliento, hasta que, por último, gritórepentinamente: -¡Bien, muy bien!... ¡ Orza!

Obedecí una vez más y con todas mis fuerzasdoblé el timón: "La Española" dio una vuelta rápi-damente y con el branque a tierra se deslizó ligera-mente hacia la arbolada playa.

El entusiasmo de estas últimas maniobras habíasido causa de que me olvidara un poco de espiaratentamente como hasta allí los movimientos todosdel timonel. En aquel mismo instante estaba todavíatan vivamente interesado en ver al buque tocar tie-rra, que hasta había olvidado el peligro que se cerníasobre mi cabeza, y permanecía yo de pie, emboba-do, sobre la balaustrada de estribor, contemplandolos suaves escarceos del agua, que se despeinabacontra la proa y costados de nuestro buque. Pude

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haber caído allí, lisa y llanamente, sin un solo es-fuerzo para defenderme, a no ser por una inquietudrepentina que se apoderó de mí y me obligó a volverla cabeza. Tal vez había llegado hasta mí algún lige-ro crujido; tal vez de reojo vi su sombra moviéndo-se hacia mí: tal vez no fue aquello más que unmovimiento instintivo como el de un gato; pero elcaso es que, al volver la cabeza, vi allí a Hands amedio camino, con la daga desnuda ya, en su manoderecha.

Ambos debemos haber lanzado un grito simul-táneo cuando nuestros ojos se encontraron; pero siel mío fue el alarido del terror, el suyo no fue másque el espantable bramido de un toro salvaje apunto de embestir. En el mismo instante, Handsavanzó hacia mí, y yo salté de lado hacia la proa. Alejecutar este movimiento dejé caer la caña del ti-món, que saltó violentamente a sotavento, y creoque esto salvó mi vida, porque el madero aquel gol-peó a Hands con fuerza el pecho y lo detuvo, porun momento, paralizándolo por completo.

Antes de que hubiera podido volver en sí de se-mejante golpe yo había podido ya salirme del rincónen que me había acorralado, y pués tome en vía detener toda la cubierta a mi disposición para escabu-

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llirme. A proa del palo mayor me detuve, saqué unapistola de mi bolsillo, apunté fríamente, a pesar deque el había ya vuelto sobre sus pasos y se dirigíauna vez más sobre mí; preparé mi arma y oprimí eldisparador... El martillo cayó; pero no hubo ni re-lámpago ni detonación; ¡el cebo se había inutilizadocon el agua del mar! No pude menos que condenarmi negligencia... ¿Cómo es que no se me había ocu-rrido, mucho antes, recargar y cebar de nuevo misúnicas armas? De haberlo hecho así no me hubieravisto reducido a ser un mero corderillo correteandofrente a su carnicero.

Herido como estaba era asombroso cuán deprisa podía moverse; con su enmarañado cabellocayéndole sobre el rostro y con su cara misma tanenrojecida por la furia y la precipitación como unabandera de degüello, Desgraciadamente, no mequedaba tiempo de ensayar mi otra pistola; esto eraya imposible, y, además, tenía la certeza de que de-bía estar tan inutilizada como la otra. Una cosa mepareció clara y fuera de duda, y era que yo debía ha-cer algo que no fuese simplemente retroceder anteel, porque, de seguirlo haciendo así, muy pronto meacorralaría a proa como un momento antes me teníacazado a popa. Y una vez acorralado y con nueve o

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diez pulgadas de aquella daga dentro de mi cuerpo,podría decir que habían concluido mis aventuras eneste lado de la eternidad. Coloqué las palmas de mismanos contra el palo mayor, que era bastante grue-so, y esperé con el alma en un hilo, como suele de-cirse.

Notando Hands que mi intención era sacarle lasvueltas, el también se detuvo y un momento o dosse Pasaron en fingir el ataques y movimientos queyo eludía con la mayor ligereza. Era aquélla la repe-tición de un juego que muchas veces había yo ensa-yado en las rocas de la caleta de Black Hill; pero contoda seguridad, jamás lo hice con el corazón saltán-dome como entonces. Sin embargo, como acabo dedecirlo, aquello era un juego de muchachos, en laforma, si no en el fondo, y creí que podría fácil-mente llevar la ventaja en el, muchacho como yoera, sobre un hombre más viejo que yo y con unmuslo herido. A la verdad, mi valor había comen-zado a renacer de tal manera, que ya me permitíaalgunos pensamientos arrojados sobre el fin proba-ble de aquella lucha; y eso que, aun admitiendo laseguridad que yo tenía de entretener la maniobraaquella por largo tiempo, no veía una posibilidadverdadera de escape definitivo.

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Pues bien, en tal estado de cosas, "La Española"tocó repentinamente el banco a que la dirigíamos; sebamboleó, fue rozando la arena por un momento, yluego, rápida como una exhalación, se inclinó sobrebabor, recostándose de tal manera que la superficiede la cubierta formaba un ángulo de cuarenta y cin-co grados. El chapuzón levantó una oleada que secoló por los imbornales y se estancó luego entre lacubierta y la balaustra.

Tanto Hands como yo, rodamos en un segundo,casi juntos, hacia los imbornales, revolviéndose connosotros el cadáver de O’Brien, con su gorro en-carnado y sus brazos siempre en cruz. Tan juntosrodamos ciertamente, que mi cabeza se encontróenredada en los pies del timonel, golpeando en elloscon un, sonido que hizo que mis dientes chocarantiritando a causa del horror. Pero con golpe y todo,yo fui el primero en estar en pie, pues Hands estabaenredado estrechamente con los brazos y piernas desu víctima. La inclinación repentina del buque hacíaque su cubierta fuera ya inútil para correr sobre ella.Tenía, pues, precisión de buscarme alguna nueva víade escape, y eso en aquel instante mismo, porque miadversario se había ya desligado del muerto y estabade nuevo en pie, casi sobre, mí. Rápido como el

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pensamiento, salté sobre los obenques de mesana,avancé una mano sobre la otra, y no tomé siquieraaliento, hasta que me encontré sentado en uno delos baos de gavia.

A la rapidez con que obré debí mi salvación; ladaga había golpeado a medio pie de distancia, de-bajo de mí, mientras mi trabajo de ascensión iba enproceso; pero, al último, allí estaba Israel Hands,con la boca abierta y con la cara vuelta a mí, en unaactitud que me hacía verle como la perfecta estatuade la sorpresa y la contrariedad.

Comprendiendo entonces que podía disponer dealgunos instantes, no los desperdicié, sino que, alpunto, cambié el cebo de mi pistola, y ya con unalista para servicio, doblé las seguridades de mí de-fensa cargando de nuevo y bebando con cuidado laotra.

Aquella nueva operación mía impresionó aHands en grado; comenzaba a ver que el juego se levolvía en con as fue que, después de una corta vaci-lación, saltó el tambien pesadamente sobre losobenques, y poniéndose la daga entre los dientespara dejarse las manos libres, comenzó una ascen-sión y penosa para el. Bastante tiempo y quejidos lecostaba el traer consigo aquella pierna herida, así es

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que tuve tiempo suficiente para conclíur mis apres-tos de defensa antes de que el h avanzado siquieraun terció el camino que tenía que recorrer. Empuñéentonces una pistola en cada mano y, apuntándoleellas, le dije:

-Un paso más hacia acá, amigo Hands, y le vueloa la tapa de los sesos. Ya he aprendido de ustedaquello de los muertos no muerden" -añadí con unaentonación débil. Como por encanto, se detuvo ensu marcha, por el miento de su rostro que estabatratando de pensar; pero en cerebro estúpido, pen-sar era un procedimiento tan lento y curioso que,sintiéndome muy seguro, no pude evitar el reí el contodas mis ganas. Por último, no sin tragar saliva unao varias veces, hablo, conservando en su semblantelas mismas seña perplejidad. Para poder hablar ha-bía tenido que quitarla de la boca; pero en todo lodemás permanecía in actitud.

-Jim -díjome-, confieso que hemos estado ha-ciendo tonterías, tanto usted como yo, si señor. Espreciso que hagamos las paces; yo le hubiera cazadoa usted con toda seguridad a no ser por esa barreraen que se ha colocado. Pero no tengo suerte, amigo,¡digo que no! Se me figura, pues, que tengo que ren-dirme, lo cual es cosa dura, ya lo entiende usted, pa-

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ra un marino viejo, tratándose de capitular con unchiquillo como usted, Jim.

Estaba yo gozándome de esas palabras y sintién-dome allí tan satisfecho y orgulloso como un gallosobre una pared, cuando, en un instante casi inapre-ciable, vi que echaba hacia atrás la mano derecha yque la levantaba de nuevo sobre el hombro. Algocomo una flecha silbó en el viento, experimenté ungolpe horrible, un tormento agudo, y me sentí cla-vado contra el mástil por el hombro. En la espanto-sa sorpresa y dolor indecible de aquel momento, nosabré decir si fue con mi voluntad o lo que es másprobable, con un movimiento inconsciente, y, sinhacer puntería alguna; pero el hecho es que mis dospistolas dieron fuego, se me escaparon de las manosy cayeron sobre cubierta. Empero no fueron ellaslas únicas que cayeron. Con el impulso que hizo subrazo derecho para lanzar la daga, el timonel relajóla presión de su mano izquierda sobre el obenque y,no sin lanzar un grito, cayó al agua.

27. "¡Piezas de a ocho!"

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Debido a la gran inclinación en que había queda-do la goleta, los mástiles se veían suspensos en granparte encima del agua; así es que, desde mi asientoen el bao de las gavias, yo no veía debajo de mí sinola superficie de la bahía. Hands, que todavía no ibatan alto, estaba en consecuencia, más cerca del bu-que, y su caída se efectuó pasando su cuerpo entremí y la balaustra. Pero una vez le vi alzarse a flor deagua en una mezcla de espuma y sangre y luego sehundió de nuevo para no reaparecer más.

Tan luego como el agua se serenó, pude verletendido sobre la limpia Y brillante arena del fondo,y como protegido por la sombra que los costadosdel buque arrojaban sobre el agua. Uno o dos pecesotearon su cuerpo al paso. Una vez u otra con el on-dear del agua parecía como si se moviera un poco,como si estuviese tratando de levantarse. Pero bienmuerto estaba para tales maniobras, habiéndole he-rido una de mis balas y ahogándose en seguida, porlo cual en poco tiempo ya no fue sino alimento depeces en el mismo sitio en que habla meditado aca-bar conmigo.

No bien estuve seguro de esto cuando comencé asentirme enfermo, desfallecido, terrificado. Mi san-gre caliente corría copiosamente sobre el pecho y la

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espalda. En el lugar en que la daga me habla clavadoal mástil, la sentía yo arder como si fuera un hierrocandente. Y, sin embargo, por grande que fuese esesufrimiento no era el lo que me acongojaba, pare-ciéndome que podría muy bien sufrirlo sin quejar-me; lo que me enloquecía era el horror que meinspiraba la idea de que podía, de un momento aotro, desprenderme del bao y caer en el agua, toda-vía mal sosegada, junto al cadáver del timonel. Measí al mástil con ambas manos, con tal fuerza, quelas uñas me punzaban, y cerré los ojos como parano ver el peligro que corría. Gradualmente, empero,mi ánimo volvió, mis pulsos agitados se aquietaronun poco y una vez más me sentí en posesión de mímismo.

Mi primer pensamiento fue sacar la daga; peroestaba muy adherida, o mi fuerza no era suficiente,por lo cual desistí con un violento estremecimiento.¡Cosa extraña! Aquel estremecimiento hizo lo que yono pude hacer. El puñal, en resumidas cuentas, ha-bía venido muy a punto de errar el golpe, tan apunto que apenas me había interesado la piel, por lacual la convulsión aquella bastó para sacar el armade la herida. La sangre se escapaba más de prisa, pe-ro, en cambio, Yo era de nuevo dueño de mi mis-

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mo, y sólo quedaba clavado al mástil por el saco y lacamisa.

Con una sacudida violenta desprendí estos últi-mos y acto continuo bajé sobre cubierta por losobenques de estribor. Por nada en el mundo me ha-bría atrevido, conmovido como estaba, a bajar porlos mismos obenques por donde subí, desde loscuales Hands habla caído directamente al agua.

Bajéme en el acto a la cámara y arreglé mi heridacomo Dios me dio a entender; sentí a causa de ellaun dolor bastante agudo y todavía sangraba enabundancia; pero no era ni profunda ni peligrosa, nisentí que me, embargara el libre movimiento de mibrazo. Eché luego una ojeada en mi derredor, y bienconvencido de que el buque en cierto sentido era yaenteramente mío, e( meneé a pensar en desembara-zarlo de su último pasajero, o sea, el cadáver deO’Brien.

Este había recargado, a causa de la sacudida delbuque, contra la balaustra, quedando en pie y en unaposición horrible, parecida un tanto a la de un vivo;pero bien diverso de un cuerpo con vida en el colory en el donaire, ¡oh, bien diferente! En aquella pos-tura me era muy fácil encontrar el medio de realizarlo que yo quería, y como ya la costumbre de las

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aventuras trágicas había concluido por hacermeperder todo miedo a los cadáveres, lo agarré por lacintura como si hubiera sido un saco de salvado yhaciendo un buen esfuerzo, lo arrojé al agua, Lavíctima de Hands cayó al mar con un sonoro cha-puzón y el gorro encarnado salió a flote y quedónadando sobre la superficie. No bien la agitacióndel agua se hubo calmado, pude ver al horriblemuerto yaciendo sobre el cuerpo del timonel y am-bos meciéndose suavemente con el meneo del man-so fondo de la bahía. O’Brien, aunque todavíabastante joven, era en extremo calvo y yo veía muybien aquella su cabeza desnuda descansando sobrelas rodillas del hombre que lo había asesinado, entanto que, rápidos y nerviosos, los peces pasabanazotando aquellas masas inertes.

Estaba enteramente solo, sobre la goleta; la ma-rea había vuelto y el sol estaba a tan pocos gradosde su ocaso que las sombras de los pinos de la costaoccidental comenzaban ya a cruzar la anchura delfondeadero y a caer sobre la cubierta de "La Espa-ñola". La brisa vespertina se había desatado, y auncuando muy cubierto con la colina de los dos picoshacia el este, las jarcias empezaban ya a silbar unpoco y las sueltas lonas a azotar de un lado para

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otro. Comencé entonces a temer algún peligro; arriélos foques a prisa y los eché, sin trabajo, sobre cu-bierta; pero, en cuanto a la vela mayor, ésta va eramateria mucho más difícil. Por supuesto que al la-dearse el navío, el botalón se había colgado haciaafuera, al extremo de su remate y uno o dos pies dela vela colgaban sumergidos en el agua. Me parecióque esta circunstancia lo hacía todavía mucho máspeligroso, y añádase aún que la compresión era tanfuerte que medio temía yo hacer algo en el asunto.Por último me resolví: saqué mi navaja y corté lacuerda de la verga. El pañol se abatió instantánea-mente y una gran curva de la lona, ya suelta, flotóesparcida sobre el agua; desde aquel momento, aba-tido como lo estaba, ya no me era posible mover lacargadera; esto era todo cuanto estaba en mi poderejecutar. Por lo demás, "La Española" debía confiar,como yo mismo, en nuestra buena estrella.

Entretanto, toda la bahía estaba ya sumergida enla sombra del pinar; recuerdo que los últimos rayosdel sol acababan de penetrar por un pequeño clarodel boscaje Y habían brillado como joyas resplan-decientes sobre la diadema de flores de aquel des-trozado casco de navío, con sus arbustos, líquenes ymusgos marinos. El fresco era ya penetrante, la ba-

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jamar iba rápidamente hacia afuera del ancladero, yla goleta quedaba más, a cada momento, descansan-do sobre las extremidades de los baos.

Subí en cuatro pies en dirección de proa Y lancéuna ojeada en torno mío. Me convencí de que elfondo del agua que quedaba era insignificante, y asífue que, agarrándome con ambas manos a la cortadaguindaleza, por una última precaución, me dejé des-lizar suavemente hacia fuera del buque. El aguaapenas me cubría las piernas, la arena era firme, cu-bierta con las ondulantes acentuaciones de la agita-ción suave de las aguas, por lo cual salí por fin atierra lleno de alegría, dejando a "La Española" re-costada sobre sí misma, con su vela mayor bañán-dose ampliamente sobre la superficie de las olas. Enaquel mismo instante el sol se ponía definitivamenteen occidente y la brisa murmuraba suavemente en elcrepúsculo, jugueteando entre los ondulantes pinos.

Por último, a lo menos, me veía fuera del mar yno tornaba, por cierto, con las manos vacías. Allíestaba la goleta, libre al fin de todo pirata y lista paraque nuestros hombres la tripularan una vez más v sehicieran a la mar de nuevo. Nada, por consiguiente,estaba más en mis intenciones que el volver a casa,como quien dice, esto es, a la estacada, y contar allí

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con orgullo mis hazañas Y aventuras, No sería ex-traño que se me riñera un poco por mi travesura;pero haber recuperado "La Española" era una elo-cuente y significativa respuesta, que esperaba obliga-ría al capitán Smollet a confesar que no había yoperdido el tiempo.

Raciocinando de este modo y con el ánimo le-vantado en gran manera, púseme en camino de loque he llamado mi casa, que era el reducto en queestaban mis compañeros. Me acordaba bien que elmás oriental de los ríos que desembocan en la bahíadel Capitán Kidd corría desde la montaña de los pi-cos, sobre mi izquierda, por lo cual enderecé elrumbo en aquella dirección, seguro de poder cruzarel río en el punto en que era aún angosto.

Esto me puso muy cerca del punto en que en-contré a Ben Gunn, el hombre aislado, y por lomismo, mi marcha fue ya más circunspecta, tenien-do siempre un ojo abierto para cada lado. La luz delcrepúsculo iba ya cediendo el campo a las grandessombras de la noche, y no bien hube franqueado elespacio necesario para poder ver entre la aberturaque forman los dos picos, llegó hasta mi vista la on-dulante claridad de un fuego que se destacaba sobreel fondo del horizonte. Supuse que el hombre de la

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isla estaba allí cocinando su cena, al resplandor deuna clara y alegre hoguera. Pero no dejaba de mara-villarme que tan sin cuidado ni precaución alguna semostrara, porque si yo veía aquel fulgor, ¿no eraprobable que también llegara hasta los ojos de Sil-ver, en su campamento de la playa, entre los marja-les?

Gradualmente, la noche había llegado más y másnegra: y en las tinieblas que me envolvían, lo únicoque yo podía hacer era guiarme, y eso no muy segu-ramente, hacia mi destino, teniendo a mi espalda ladoble cima de la altura, y a mí derecha la mole de ElVigía, que a cada momento se desvanecían más ymás en los nimbos de la oscuridad. Las estrellaseran escasas y pálidas, y en el terreno bajo que yorecorría me era imposible evitar el enredarme al pa-so con zarzas y matorrales o caer en sinuosidadesarenosas.

De pronto, cierta claridad inesperada cayó cercade mí. Alcé la vista; el vislumbre pálido de los rayoslunares se dilataba sobre la cima de El Vigía, y muypoco después vi algo como un globo de plata alzán-dose lentamente sobre las copas de la arboleda: erala luna que salía.

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Con esta ayuda ya pude franquear más fácilmentelo que me faltaba de andar y, a veces marchando apaso natural, a veces corriendo, me acercaba a cadamomento más y más a la estacada. Sin embargo,como ya me encontraba en el bosque que limita lafortaleza no me pareció tan fuera de propósito elmoderar mi paso y marchar con bastante precau-ción, pues cierto que hubiera sido un triste fin demis aventuras el verme atravesado por la bala de uncentinela de nuestro campo que hiciera fuego sobremí, sin conocerme.

La luna se alzaba más y más alta; su luz se despa-rramaba ya aquí y acullá sobre los espacios que laarboleda del bosque dejaba limpios y, cosa extraña,frente a mí apareció un resplandor de tinte diferenteentre los pinos. Aquel brillo era rojo y ardiente: pe-ro, de vez en cuando, sé oscurecía como si fuera unbrasero sofocado de tiempo en tiempo por la huma-reda.

Por vida mía que no podía atinar con lo queaquello pudiera ser.

Pero, al fin y al cabo, llegué a los límites de laparte de, bolada. Su extremidad occidental estaba ala sazón Inundada la claridad del astro de la noche;pero la parte restante, lo m que el reducto, todavía

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quedaban envueltos en la sombra, si con una queotra lista de luz que lograba caer allí a través masaespesa del follaje. Al otro extremo de la casa, una inhoguera habla ardido hasta tornarse en rescoldo pu-ro, y su reverbero, acentuadamente rojo, contrastabaen gran manera como dulce palidez de la luna. Em-pero no había por todo aquello alma que se movie-ra, ni el menor ruido interrumpía la cadencia suave ymonótona del soplo de la brisa.

Me detuve presa de la más grande extrañeza yquizá con a de terror en mi corazón. No había sidocostumbre nuestra, cierto el encender grandes lum-bradas, pues precisamente una las órdenes más ter-minantes del capitán era que economizara, la leñapor lo cual comencé a temer que algo malo habíasucedido allí durante mi ausencia.

Me deslicé con cautela dando vuelta por la es-quina orie manteniéndome resguardado en la oscu-ridad, y en el lugar juzgué más a propósito por ser lasombra más espesa, salvé sueltamente la empaliza-da.

Para aumentar mis seguridades, me puse a reco-rrer el trayecto que me separaba del ángulo delreducto, andando sobre las rodillas y las manos, sinhacer el más pequeño ruido. Cuando, estuve bas-

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tante cerca mi corazón se dilató con una expansiónde gozo indecible. Lo que la causaba no era un ru-mor que pudo llamarse, de por sí agradable en ma-nera alguna, y aun recuerdo haberme quejado de elen más de una ocasión; pero en aquella, lo percibícomo si hubiera sido el eco de una música deliciosa.¿era ello? ¡ Ah! Nada menos que el concierto sonorode los ronquidos de mis amigos, durmiendo todosapaciblemente. El grito, centinela nocturno de abordo que nos anunciaba a las altas horas que todova bien. Pero jamás sonó más agradablemente a mioído.

Por lo pronto en lo que no cabía la menor dudaera en mí campo la vigilancia era, de todo puntodetestable. Si sus hombres fueran en aquel instantelos que hubiesen caído sobre mis amigos, de seguroque ni uno solo vería levantarse la luz del nuevo día.Eso era en lo que influía, pensé yo, el te al capitánherido; raciocinio que me hizo reprocharme, unamás, el haberlo dejado en aquella situación peligro-sa, con ¡ pocas personas hábiles para montar laguardia.

A la sazón ya había llegado aja entrada y estabaallí, de Todo era oscuridad adentro, y mis ojos nopodían distinguir nada en la densa tiniebla de aquel

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recinto. En cuanto a oír, ya se comprenderá que enaquel punto era, para mí, mucho más distinta y per-ceptible 1 a música de los ronquidos. A ella se aña-día, aunque fuese del todo insignificante, un ruidoligero como de alas o picoteo casi imperceptible.

Con las manos hacia adelante, avancé resuelta-mente al interior. Mi intento fue acostarme en milugar de costumbre, y, añadí riendo para mis aden-tros: ¡Cómo me voy a divertir contemplando las ca-ras que ponen mañana cuando me vayan viendo!

Mi pie tropezó con algo que cedía a mi paso: erala pierna de uno de aquellos descuidados dormilo-nes, que, a mi contacto, no hizo más que murmurary volverse del otro lado, pero sin despertar.

Mas en aquel instante, y como partiendo del rin-cón más oscuro de la pieza, una voz chillona y agu-da prorrumpió desaforadamente:

-¡Piezas de a ocho! ¡ Piezas de a ocho! ¡Piezas dea ocho! ¡Piezas de a ocho! ¡ Piezas de a ocho! ¡ Pie-zas de a ocho!...

¡Aquél era Capitán Flint, el loro de Silver!El era el que producía el rumor ligero que yo es-

cuché, picoteando una corteza de los maderos delmuro.

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Era el que, ejerciendo una vigilancia mucho me-jor que la de una criatura humana, acababa de anun-ciar mi llegada con su incansable refrán.

No tuve el tiempo siquiera indispensable parareponerme. Al grito agudo y penetrante del loro to-dos los roncadores se despertaron y se pusieron enpie, escuchándose al punto la voz imponente de Sil-ver, que, con el acompañamiento obligado de unainsolencia, gritó:

-¿Quién va?Me volví para correr; pero di contra una persona;

híceme a un lado para buscar nuevo camino y caí enlos brazos de otra que, me estrechó violentamente,teniéndome bien apretado.

-Trae una antorcha, Dick -dijo Silver cuando miapresamiento estaba asegurado.

Entonces, uno de aquellos hombres salió del re-ducto y, m después, volvió con un hachón, encen-dido.

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PARTE SEXTAEL CAPITAN SILVER

28. El campo enemigo.

-La claridad rojiza de la antorcha iluminando elinterior de la cabaña me hizo ver que cuanto demalo pude imaginar en aquellos momentos, era, pordesgracia, demasiado cierto. Los piratas estaban enposesión del reducto Y de las provisiones: allí esta-ba la barquilla de cognac; allí las carnes saladas y losbizcochos como antes de mi ausencia y, cosa queacrecentó infinitamente mi terror, ni la menor señalde un prisionero. No era posible pensar otra cosaque todos hablan perecido y mi corazón se sintióangustiosamente oprimido al pensar que yo no ha-bía estado allí para perecer con ellos.

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Seis de los piratas quedaban allí únicamente: niuno más sobrevivía. Cinco estaban en pie, colora-dos, soñolientos y malhumorados por haberse teni-do que arrancar al sopor de la embriaguez. El sextose había medio incorporado, nada más, sobre unode los codos; estaba mortalmente pálido, y el ensan-grentado vendaje que rodeaba su cabeza daba a en-tender que aquel hombre había sido recientementeherido y aún más recientemente curado. Recordéentonces al hombre que en el ataque de la estacadahabía sido herido y escapádose por el bosque, y nome cupo duda de que éste era el mismo.

El loro había saltado sobre el hombro de suamo, peinando y componiendo su plumaje. Encuanto a Silver, me pareció más pálido, y como mássevero que de ordinario. Todavía llevaba puesto elhermoso traje de paño que se endosó el día de lasconferencias, sólo que ahora estaba en extremomanchado de arcilla y con bastantes desgarrones,causados por las espinosas zarzas de los bosques.

-¡El diablo me ayuda! -exclamó- ¡Vaya una sor-presa! Conque aquí tenemos a Jim Hawkins, entran-do así, como quien dice sin cumplimientos, ¿eh?¡Sea enhorabuena! ¡Recibámosle como amigos!

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Dicho esto se sentó sobre la barriquilla del cog-nac y dio trazas de componer a llenar su pipa.

-Dick, presta acá tu eslabón y tu yesca por unmomento -dijo.

Y cuando ya tenía una buena lumbre, añadió:-¡Esto te saldrá bien, chiquillo! ¡Veamos, Dick,

encaja eso antorcha en el montón de la leña! Y uste-des, amigos, pueden sentarse, no hay necesidad deestarse ahí de pie. El señor -Hawkins los dispensaráa ustedes, no les quepa duda. Conque sí, amigo, Jim,aquí estás tú. ¡Qué sorpresa más grata para tu viejoJohn!, ¡Yo siempre he dicho que tú eras vivo comoun zancudo, desde que te puse el ojo encima, pero laverdad, chico, esto se adelanta a- todos los pronós-ticos!

A esto, como se supondrá fácilmente, yo nocontestaba una sola palabra. Habíame reclinadocontra uno de los muros, y desde allí clavaba misojos en los de Silver, con bastante descaro y reso-lución aparentes; pero bien sabe Dios que, entre-tanto, la Más negra desesperación envolvía mi almapor completo.

Silver dio una o dos vigorosas fumadas a su pipacon la mayor compostura, y prosiguió:

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-Ahora bien, Jim, puesto que ya estás aquí, voy adecirte algo de lo que pienso. Yo siempre te he que-rido y siempre te he toma, do por un mozuelo deánimo, y por el mismísimo retrato mío cuando erayo como tú, muchacho y buen mozo. Yo siemprequise que tú fueras de los nuestros y que tomaras laparte que te correspondiera para que pudieses viviry morir siendo de veras. persona. Ahora ya estásaquí, pilluelo... ¡Tanto mejor! El capitán Smollet esun buen marino, no cabe duda, tan bueno como yomismo lo sería, en cualquier tiempo: pero rigurosoen achaques de disciplina. "El deber antes que todo"es su dicho favorito, tiene razón, ¡con cien mil dia-blos! Pero, hete aquí emancipado ya de tu capitán.Al doctor mismo, que te quería tanto, lo tienes aho-ra enojado a muerte contigo; "prófugo mal agrade-cido" dijo refiriéndose a ti. Así, pues, por másvueltas que le des al asunto el resultado es que tú yano puedes ir de nuevo a reunirte con los tuyos, por-que ya ellos no te quieren y así, a menos que te pro-pongas encabezar una tercera facción de la isla, paralo cual tendrías el sentimiento de no tener máscompañía que tu sombra, tienes por fuerza que alis-tarte bajo las banderas de tu viejo amigo Silver.

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Aquel discurso me hizo un grandísimo bien. Porel supe que mis amigos aún vivían, y aun cuando nodesconfiaba yo de que fuera cierto en parte lo queSilver decía acerca de los resentimientos del partidode cámara por mi deserción, me sentí mucho másconsolado que afligido con sus noticias.

-Nada te diré respecto de que estás en nuestrasmanos -continuó Silver-. Supongo que ninguna du-da te cabrá sobre este particular. Pero, mira tú sijuego a cartas descubiertas: mi intención no es inti-midarte, sino convencerte. Nunca he visto que lasamenazas produzcan nada bueno. Si te gusta el ser-vicio... bien, adelante; te afilias con nosotros y yaestá... Ahora..., si no te conviene, muy dueño eres detu voluntad y de tu boca para darnos aquí un no re-dondo, y lléveme el diablo si algo más claro que to-do esto puede salir de escotilla humana.

-¿Puedo yo contestar? -pregunté con una voztrémula.

En el fondo de toda aquella charla burlona, bienclaro vela yo que la amenaza de muerte estaba ensuspenso sobre mi cabeza, por lo cual mis mejillasabrasaban y el corazón me latía dolorosamentedentro del pecho.

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-Muchacho -contestó Silver-, aquí nadie te estáurgiendo.

-Está bien -contesté Yo, sintiéndome con un po-co más de brío y atrevimiento- Si debo elegir, decla-ro que me creo con derecho para saber primerocómo están las cosas y por qué están ustedes aquí ydónde paran mis amigos.

-Pues no quiere poco el niño! -dijo en tono gru-ñón uno de los piratas- No sería para el poca fortu-na averiguar todo eso.

-Paréceme, amigo -dijo Silver al interruptor contono demasiado agrio-, que harías mejor en taparesa escotilla y guardar tus andanadas para cuando sete pidan y necesiten.

En seguida, volviéndose a mí, continuó con elmismo acento amable y gracioso de antes: -Ayer porla mañana, amigo Hawkins, a la hora de la segundaguardia, vino por acá el doctor Livesey, trayendo enla mano una bandera de paz.

"-Capitán Silver -díjome-, están ustedes vendi-dos; ¡el buque se ha marchado!

"Aquello podía suceder muy bien; nosotros ha-bíamos estado echando un trago y acompañándolode una ronda de canto por hacerlo pasar mejor. Nodije que no. La verdad es que ni de nosotros había

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apuntado sus vidrios para allá. Salimos a ;ábrase elinfierno!... Aquello era verdad..., ¡la goleta desapare-cido! Jamás he visto en mi vida un puñado de h másdementes que éstos, puedes creer que sí... Parecíande remate.

"-¡Sea enhorabuena! -díjome el doctor-, creo quees caso de capitular.

"Y capitulamos, no hubo remedio, capitulamos ely yo, y nos tienes Instalados con reducto y cognac,provisiones y toda la leña que ustedes tuvieron labuena precaución de compila una palabra, el boteentero y completo, desde las crucetas hasta la so-brequilla. En cuanto a ellos, se han largado conviento fresco; pero lléveme el diablo si sé dóndehan tirado el ancla.

Diciendo esto dio una buena fumada a su pipacon la mayor,. calma, hecho lo cual prosiguió así:

-Y para que no te hagas la ilusión de que. se te haen el tratado, voy a decirte cuáles fueron las últimaspalabras que hablamos.

-¿Cuántos son ustedes para salir de aquí? -le pre-gunté yo-. Cuatro -me contestó-, y uno de esos cua-tro, herido, cuanto a ese muchacho, yo no sé dóndeestá ni me importa saberlo; el diablo cargue con el,

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aunque al principio lo sentimos mucho. Estas fue-ron sus últimas palabras.

-¿Eso es -todo? -le pregunté.-Eso es cuanto tú tienes que oír, hijo mío -replicó

Silver.-Y, ahora... ¿debo ya hacer mi elección?-Ahora tienes que elegir; sí, amigo mío, no te

quepa la menor duda.Está bien -continué-. No soy tan badulaque que

ignore que me espera. Pero suceda lo que suceda,poco me Importa sea lo peor posible. Desde que caímetido en esta aventura he visto morir a tantoshombres, que ya la idea de la muerte asusta tanto.Pero hay una o dos cosas que quiero decirles.

Mi palabra iba tomando un acento desusado deexcitación. En ese tono proseguí:

-Lo primero que quiero decir es esto: están uste-des perdido está el buque, perdido el tesoro, perdi-dos los hombres ustedes. Todo el -proyecto que haengendrado su rebelión no J ya más que un dese-cho... ¡está en pedazos! ¿Y quieren saber ustedes dequién es la obra de su destrucción? ... ¡Es mía! estabaoculto en el barril de las manzanas la noche en que ytierra y desde el té oí a usted, John, y a usted, DickJohnson, no; ya Hands, que a la, hora ésta yace en el

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fondo del océano; y después de oír cuanto decían lorepetí todo, palabra por palabra, antes de que hu-biera transcurrido. una hora, a quienes tenían el de-recho de saberlo. Y, por lo que hace a la goleta, fuiyo también el que cortó su cable; yo quien mató alos dos hombres que tenla usted a bordo, y yo, porúltimo, el que la he llevado a un punto en que nin-guno de ustedes volverá a verla jamás. Si alguiendebe y puede reír en este negocio, ése soy yo..., yo,que desde un principio he tenido la ventaja sobretodos ustedes, de quienes no tengo, en este mo-mento, más miedo del que me inspirarla una mosca.Mátenme, si gustan, o déjenme con vida. Pero unacosa diré solamente para concluir, y es que, si medejan vivir..., servicio por servicio..., el día que uste-des, amigos, estén en una corte del crimen, acusadosde piratería, yo salvaré de la horca, con mi testimo-nio, a todos los que pueda. Ustedes, pues, y no yo,son los que tienen que elegir. Maten uno más, y au-menten inútilmente, con eso, la lista de sus críme-nes; o déjenme vivo y asegúrense de esa manera, eltestigo que puede arrancarlos del patíbulo.

-Ahora bien, señor Silver, como creo que ustedes aquí el hombre más de confiar, quisiera hacerleun solo encargo para el caso de que me acontezca lo

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peor que acontecerme puede, y es que tenga la bon-dad de contar al doctor de qué manera he sufridomi final destino.

-Lo tendré muy presente -contestó el pirata conun acento tan extraño que, por vida mía, me fue im-posible decidir si estaba burlándose de mí o si sesentía favorablemente impresionado con mí valor.

Entonces tomó la palabra aquel Morgan, cara decaoba, a quien yo vi en la taberna de Silver, cerca delos muelles, en Bristol.

-Yo añadirla algo a todo eso -dijo-, y es que esemismo muchacho es el que reconoció a Black Dog.

-Pues miren ustedes -añadió, a su vez, el cocine-ro-, yo puedo agregar aún algo más, ¡por vida delinfierno! y es que el mismo muchachillo que ustedesven es el que supo birlarnos la carta de Flint, queguardaba Billy Bones. Del principio al fin no hemoshecho más que estrellarnos contra Jim Hawkins.

-¡Pues aquí las pagarás todas juntas! -dijo Morgancon un horrible juramento y avanzando hacia mícon su gran navaja abierta.

-¡Aparta, allá! -gritó Silver- ¿Quién eres aquí tú,Tom Morgan? Figúraseme que te has creído ser elcapitán. ¡Por Satanás", mi padre y señor, que pro-meto enseñarte a ser quien eres! Hazme enojar, y ya

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verás si no te despacho adonde muchos hombresbuenos han ido a parar, por mi mano, en estos últi-mos treinta años, algunos a mecerse en los pañoles;otros al agua, atados de pies y manos, y todos ellos aengordar a los peces del océano. Acuérdate de queno hay ni ha habido un hombre que se atreva a mi-rarme entre ceja y ceja, que haya podido jactarse dever un día después de eso: Tom Morgan, ¡no echeseso en saco roto! -Morgan se detuvo, pero un mur-mullo ronco partió de todos los demás.

-Tom tiene razón -avanzó uno.-Creo que he tenido más largo tiempo del regular

a un hombre sólo por espantajo -aventuró otro-¡Lléveme el demonio si un cojo como usted, JohnSilver, mete miedo a un hombre cabal como soy yo!

-¿Sería que alguno de ustedes, caballeros, sienteganas de, saber por sí mismo quién es John Silver?...

El cocinero, bramó más bien que dijo esas pala-bras saltando de sobre la barriquilla de cognac enque estaba sentado avanzando bastante hacia elgrupo de los piratas y sin soltar que brillaba aún en-cendida en su mano derecha. Y, sin h pausa alguna,prosiguió: -¡Pues me parece muy bien! Que de nomás un paso al frente el que quiera, y diga lo que sele ofrece, que me figuro ninguno es mudo. No tie-

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nen más que pedir; yo doy lo que se demande. ¿Contodos los años que tengo, había de venir ahora unbotarate, hijo de algún ladrón de agua dulce, a calar-se el sombrero de través en mi presencia, comotérmino a mi historia?

Por el santísimo infierno que se equivoca! Peroque haga la prueba el más gallito... ¡ya sabe el modo!Todos ustedes son caballeros de la fortuna segúnustedes mismos... ¡ Pues, a la e ¡Aquí estoy listo! ¡De-sencamise el cuchillo el que sea hombre para ello, ypor mi patrón Satanás que antes de que esta pipaacabe ya habré visto el color y el tamaño de su asa-dura!...

Ninguno de aquellos hombres se movió, ningu-no murmuró una palabra. Entonces, el añadió, vol-viendo la pipa a la boca

- ¡Ah! ¡Gallinas!... ¡ Eso es lo que son ustedes! ¡De ve que es una gloria el ver este montón de pol-trones! ¡ Muy bravo, si se trata de batirse con unabotella, pero muy sordos cuan se les llama a probarsi son lo que parecen!.. . Veremos si entienden uste-des el inglés de nuestro rey Jorge: yo soy aquí el ca-pitán por elección unánime. Yo soy aquí el capitánporque a legua soy mejor y valgo más que todos us-tedes juntos. Así, pues, y ya que no quiere ninguno

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salir conmigo a medirse como de los verdaderos"caballeros de la fortuna", a obedecer canallas, y sinchistar... ¿entendido? ... Yo quiero a este muchacho;yo no he visto jamás un chico que valga lo que valeel por quien soy afirmo que el es más hombre y valeel solo mucho más que el mejor par de todas estasratas de navío amontonadas aquí. Ahora bien, loque digo es esto y nada más esto: yo lo tomo a milado; yo lo protejo y cubro con mi ¡Eso es cuanto hede decir, y ténganlo bien entendido!...

Después de esto vino un largo silencio. Yo per-manecía rígido apoyado contra el muro con el cora-zón latiéndome como un martillo de fragua.: perocon un rayo de esperanza comenzando a apareceren el fondo de mi alma. Silver retrocedió también asu lugar primitivo, contra la pared, y estaba allí conlos brazos cruzados, con la pipa en un ángulo de laboca, tan tranquilo y tan sereno como si hubieraestado en una iglesia. Sin embargo, su ojo pequeñopero sagaz vagaba furtivamente de uno a otro de susinsubordinados secuaces, a quienes miraba ince-santemente de través. Ellos, por su parte, fueron re-tirándose gradualmente hasta la extremidad opuestadel recinto, y allí comenzaron a murmurar en vozbaja con un rumor que me parecía el de un torrente

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lejano. Uno después del otro, todos volvían la carade vez en cuando, hacia donde estábamos Silver yyo, y, al efectuar ese movimiento, la luz rojiza quecala en sus facciones les prestaba contornos y tintasespantables. Empero, sus ojeadas amenazadoras noeran para mi, sino para Silver.

-Me parece que tienen ustedes pudriéndoseles decalladas una sarta de cosas que buscan aire. ¡Pues aabrir las escotillas y a soltarlas sin melindres, ami-gos, o si no, a apartarse! -dijo Silver escupiendo conel más altivo desdén.

-Pues, con el permiso de usted, señor -saltó unode los hombres-. Usted es bastante olvidadizo tra-tándose de algunas de nuestras reglas. Será, tal vez,con el fin de vigilar por el cumplimiento de las res-tantes. ¡Está bien! Pero esta tripulación que ve ustedaquí, está descontenta; esta tripulación está resueltaa arriesgar el todo por el todo (dispensando la li-bertad), y así es que, conforme con nuestras propiasreglas, según entiendo, nos retiraremos a celebrarconsejo todos juntos.

Diciendo esto, hizo un respetuoso Y complicadosaludo, a estilo de marineros, y con la mayor calma ysangre fría salió afuera del reducto. A ése, que eraun sujeto alto, de aspecto enfermizo, con los ojos

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amarillentos y como de treinta y cinco años, siguie-ron otro y otros de los de la banda, observando entodo su ejemplo.

-¡Conforme a reglamento! -dijo uno.-Sesión de afiliados -añadió Morgan.Y así, ya con una expresión, ya con otra, todos

salieron del reducto, dejándonos a Silver y a mí ilu-minados por la antorcha.

El cocinero de "La Española" se quitó, al punto,la pipa de la boca, y, de una manera firme y resuelta,me habló así:

-Pronto, ven acá, Hawkins. Debes comprenderque la cuchilla de la muerte está colgada de un solocabello sobre tu cabeza, Y, lo que es todavía peor,acompañada de tormentos. En este instante van adeponerme de mi cargo. Pero no importa, fíjate enesto: yo permanezco firme a tu lado, venga lo queviniere. No era esto lo que yo me proponía al prin-cipio, ¡no, por cierto! Pero, después de que hablaste,ya fue otra cosa. Me desesperaba la idea de perdertodas mis bravatas y salir derrotado en el negocio.Pero he visto que tú eres el hombre que yo necesito.Me dije, entonces, a mí mismo: John, tú ponte dellado de Hawkins, y el estará al lado tuyo del mismomodo. Tú eres, para el última carta de juego, y, ¡por

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tu patrón Satanás, John, que puede ser también latuya! ¡Ayuda por ayuda, me dije: tú, salvas a tu testi-go, y el salvará tu pescuezo de la horca!

Aunque confusamente, comencé a comprender.-¿Quiere usted decir que todo está perdido? -le

pregunté ¡ Por el infierno que sí! -me respondió-. Elbu ido cuesta el pescuezo; he ahí la situación, en dospalabras vez que yo eché una mirada a esa bahía,Jim Hawkins, y vi no había goleta sobre qué con-tar... yo soy duro y correoso; pe con todo, puedescreer que me sentí desorientado. En cuanto ese gru-po y su consejo, te digo que no son más que unosestúpidos y cobardes. Yo te sacaré salvo de entresus garras, cuanto de mí dependa; pero, lo dicho,Jim, servicio por servicio tú salvas a tu amigo Silverde la horca.

Me sentí anonadado y aturdido. Parecíame unacosa tan sin visos de esperanza, lo que el me pedía...el..., el viejo pira visos de esperanza lo que el mepedía... el cabecilla de la rebelión.

-Lo que esté en mi mano hacer, eso haré -le res-pondí.

-¡Pues, trato hecho! -exclamó John Silver-. Tú hassabido hablar con valor y con fiereza, y, ¡por el In-fierno!, yo sabré cumplir tu palabra.

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Se adelantó luego hacia la antorcha, que estaba,como dicho antes, encajada entre la leña, y allí vol-vió a encender a pipa, que se había apagado.

-Entiéndeme bien, Jim -prosiguió en seguida-; yotengo una verdadera cabeza sobre mis hombros. Loque es ahora, nadie es más partidario del caballeroque yo. Comprendo muy bien q tú has puesto a sal-vo ese buque en alguna parte... ¿Cómo?, lo sé; perosí afirmo que está en seguro. Tal vez lograste reduciry convencer a Hands y a O’Brien. Yo nunca tuve enel una gran fe. Pero, fíjate en esto; yo nada preguntoni dejaré que los otros pregunten. Yo sé y conozcobien cuando un juego es a punto, ¡sí, señor! Pues teaseguro, chico, que lo, que es este ¡ya quema! ¡Ah!Tú eres un niño todavía; pero tú y yo juntos ¡cuántasy cuán buenas cosas pudiéramos haber hecho!

Diciendo esto abrió la llave del barrilillo y dejócorrer poco de cognac en un vasito de lata.

-¿Quieres un trago, camarada? -preguntóme. Ycomo yo husase, prosiguió: Necesito un tónico,porque de esta hecha tendremos gresca dentro depocos momentos. Y, a propósito de gresca, tú, ¿porqué me entregaría el doctor la carta de Flint?

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Mi rostro expresó un asombro tan grande y tannatural Silver vio luego la inutilidad de hacerme máspreguntas el asunto.

¡Ah, pues sí que lo hizo! -añadló-. Y no me cabede que debajo de eso hay algo, Jim; bueno o malo,pero algo hay.

Dicho esto bebió un trago o dos de cognac,oprimiéndosedespués su grande e inteligente cabezacon el ademán de un hombre que prevé y temetodo lo que hay de más malo.

29. Otra vez el disco negro

La sesión de los filibusteros había durado ya unrato bastante considerable, cuando uno de ellosvolvió a entrar al reducto, y, no sin repetir el mismosaludo o reverencia a que antes me referí, rogó aSilver, que, por un momento, se les prestase el ha-chón; John accedió, desde luego, y el emisario seretiró, dejándonos sumidos en la oscuridad.

-Ya comienza a soplar la brisa, Jim -dijo Silver,que, a la sazón, había adoptado un tono de todopunto amistoso y familiar conmigo.

Me aproximé entonces a la tronera que estabacerca de mí y eché una ojeada hacia afuera. Los le-

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ños de la gran hoguera se habían consumido casipor completo Como a la mitad del declive de la lo-ma de la estacada aparecían todos reunidos en ungrupo; uno de ellos tenía la antorcha; otro estabamedio arrodillado en medio del grupo, y pude ad-vertir que en su mano brillaba el acero de una na-vaja abierta, produciendo cambiantes de varioscolores, a la doble claridad de la luna y de la antor-cha. Los demás estaban un poco inclinados sobre eldel medio, como si vigilasen o atendieran con inte-rés a lo que hacía. Pude notar también que el mismohombre de en medio tenía en las manos un libro, ytodavía no volvía de la extrañeza que me causabaver en poder de aquellos piratas una cosa tan ajena asu carácter y costumbres, cuando el personaje arro-dillado se puso de pie, y todos con el, comenzaron adesfilar de nuevo hacia el reducto.

-Déjalos que vengan, muchachos, déjalos-exclamó Silver con confianza- Creo tener todavíaun tiro en mi cartuchera.

La puerta dio entrada a los cinco hombres, jun-tos unos con otros en apretado grupo; pero, no die-ron si no un paso adentro del umbral, y empujarona uno de ellos, de modo que ocupase la delantera.En cualquiera otra circunstancia hubiera sido cómi-

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co ver trastabillar a aquel pobre hombre en su avan-ce lento y teniendo su mano derecha cerrada delantede sí.

-Avanza, muchacho, avanza -exclamó Silver-; nocreas que te voy a comer. Entrega eso, haragán; yosé bien las reglas, puedes creerlo, y no he de meter-me a maltratar a una diputación.

Esto dio al pirata diputado un poco más de áni-mo, y pudo ya adelantarse más fácilmente. Enton-ces, y cuando tuvo a Silver al alcance de su mano,pasó algo a la del cocinero, y en el acto retrocediócon la mayor ligereza hasta el grupo.

John Silver echó una ojeada sobre lo que se leacababa de pasar, y murmuró: -¡El disco negro! ¡Yame, lo esperaba! Pero, ¿en dónde diablos han en-contrado ustedes papel? ¡Ah! ¡Vamos! ¡Ya caigo!Aquí está el secreto: pero, chicos, esto es de malagüero; han Ido ustedes a cortar el papel de una Bi-blia. ¡Pues, vaya, que no podía darse nada más tonto!

-¡Ah! ¿Qué tal? -dijo Morgan-. ¿Qué tal? ¿No fueeso mismo lo que, yo dije? ¡De allí no puede salircosa buena!

-Tanto peor para los profanadores: ¡ustedesmismos se han condenado a la horca! -continuó Sil-

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ver-. Y, a todo esto, ¿quién era el santurrón holga-zán que tenía una Biblia?

-Era Dick -dijo uno.-Conque Dick, ¿eh? Pues, hijo mío, ya puedes

encomendarte, a Dios –me replicó John- Creo quecon esto ha concluido ya tu lote de buena suerte,puedes creérmelo.

En esto, el pirata flaco, ojiamarillento, saltó di-ciendo:

-Basta ya de charla inútil, John Silver. Esta tripu-lación le ha pasado a usted el disco negro, en sesiónplena, y conformé a, las reglas, usted no tiene másque hacer sino, volverlo, como las mismas reglas selo mandan y leer lo que hay escrito en el.

-¡Gracias, Jorge, un millón de gracias! -replicó elcocinero de “La Española”-. Este muchacho siem-pre ha sido así para todos los negocios, vivo y enér-gico. Además, se sabe de memoria todas nuestrasreglas, lo cual me complace en sumo grado. ¿Fuistetú quien escribió esto, Jorge? Pues, hombre, te feli-cito, porque, la verdad, se ve que ya te vas haciendoun personaje notable entre estos buenos chicos.¿Qué apostamos a que tú vas a ser mi sucesor,nombrado -capitán con todos tus honores? Pero,

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entretanto, ¿no me haces el favor de pasarme esehachón? Esta pipa no arde bien.

. -Basta una vez más -dijo Jorge- Usted se tienepor muy gracioso, a lo que entendemos, pero, porahora, ya no es usted nadie, con lo cual haría ustedmuy bien en bajarse de ese barril y ayudarnos a vo-tar a otro jefe.

-Me pareció haberte oído decir que conocíasnuestro reglamento -dijo Silver desdeñosamente-.Pero, si no es así, yo lo conozco. Digo, en. conse-cuencia, que no me muevo de aquí, y añado que soytodavía el capitán de la banda, fíjense bien en esto,hasta que ustedes hayan desembuchado, una poruna, todas sus quejas y no haya contestado a ellas.Mientras tanto, su disco"" negro no vale un ardite.Después de cumplir con este requisito ¡ya veremos!

-¡Oh, pues, en cuanto a eso, no hay inconve-niente en darle a usted gusto! Aquí todos somos lla-nos y parejos. Y no nos mordemos la lengua. Heaquí nuestras razones: Primera: usted ha convertidouna expedición en un mero jigote; supongo que viotendrá usted el descaro de negarlo. Segunda: ustedha dejado escapar de esta ratonera al enemigo, sinprovecho alguno. .. ¿Por qué querían ellos salirse?No lo sé; pero lo que es evidente es que querían sa-

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lir. Tercera: usted no nos ha permitido atacarlosdespués de salidos. .. ¡Ah! No se figure que dejamosde ver claro en esto; usted no juega limpio, JohnSilver, y eso es lo peor que puede hacer. Cuarta: esemuchacho que se nos ha colado esta noche y aquien usted defiende.

-¿Eso es todo? -preguntó tranquilamente Silver.-Basta y sobra -contestó Jorge-. Me parece que

tendremos que vernos colgados y secando al sol,todo por su culpa.

-Pues está bien. Voy a contestar a esos cuatropuntos, uno por uno. ¿Conque yo he hecho un ji-gote de esta expedición? ¡Vamos!... ¿Acaso ignoranustedes lo que Yo quería y lo que había resuelto?Ustedes saben bien que si aquello se hubiera hecho,esta noche estaríamos todos a bordo de "La Espa-ñola", como siempre, todos vivos, todos contentos,muy bien comidos, mejor bebidos y con el tesoroalmacenado en la cala, ¡con mil demonios! Y bien,¿quién se me interpuso? ¿Quién forzó mi mano, queera la del legítimo capitán? ¿Quién se hizo pasar eldisco negro el mismo día que desembarcamos ycomenzó esta danza?... ¡Ah! ¡bonita danza, porcierto! Ya me veo en ella con ustedes hasta el verda-dero fin. Esto me parece tan gracioso y divertido

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como si viera una gaita colgando en la punta de lahorca en la Playa de los Ajusticiados. Pero, ¿dequién es la culpa? Pues bien, fueron Anderson yHands y tú, Jorge Merry, los que determinaronaquello. Tú eres el único que quedas vivo de esosoficiosos impertinentes, y ahora te vienes con la in-solencia estúpida y endemoniada de ponérteme en-frente para tomar el puesto de capitán... ¡ Tú, quehas hundido a la mayoría de nuestra tripulación!¡Por mi patrón Satanás! ¡Esto sí que es el más altocolmo de la desvergüenza y del cinismo!

Silver hizo una pausa, durante la cual pude ob-servar en los semblantes de Jorge y sus camaradasque aquella filípica tremenda no había sido pronun-ciada en vano.

-Eso es por lo que hace al cargo número uno-dijo el acusado endulzando un poco el ceño, terri-blemente adusto con que hasta allí había hablado, ybajando el diapasón de aquella voz que acababa dehacer retemblar la casa- Es cosa que pone a uno en-fermo -prosiguió-, el disgusto de tener que enten-derse con ustedes. De todos no hay uno que tengani entendimiento ni memoria; y hasta me admiro depensar cómo se les iría el santo al cielo a sus mamás,que los dejaron meterse a la mar. ¡A la mar!... ¡Mari-

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nos ustedes!... "¡Caballeros de la fortuna!"... Sastres;ése debe ser su oficio.

-Siga usted, John -dijo Morgan- Pero, hábleles alos demás también, no a mí solamente.

- ¡Ah! ¡Sí! ¡Los otros! ¡Precioso hato de hombres!,¿no es verdad? Dicen ustedes que esta expediciónestá desconcertada desencuadernada. ¡Oh! ¡Si pudie-ran ustedes comprender hasta que punto -está de-sencuadernada! ¡Ya verían ustedes entonces!Básteme decirles que tenemos toda la horca tan cer-ca que casi, huelo el cáñamo y siento el pescuezooprimido, de sólo pensar en ello. Ya ustedes habíanvisto ese espectáculo... ¡ qué hermoso! ¿no es ver-dad? Un hombre cargado de cadenas, suspendidode una cuerda, rodeado de buitres que revoloteansobre su cadáver o almuerzan tranquilamente consus entrañas. Y los marinero, horrorizados, seña-lándoselo con el dedo, unos a otros, cuando ala ho-ra de la bajamar cruzan en sus barquillos- junto alpatíbulo. "¿Quién es ése?" -dice uno-. "¿Ése? ¿Y lopreguntas? es John Silver; yo lo conocí muy bien"-le contesta el otro. Y entretanto, puede llegar hastalos oídos del trabajador marino que, cruza hacia laboya cercana, el ruido siniestro con que golpean,unas con otras las cadenas de aquel ajusticiado Pues

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hay que, convencerse de que eso es lo que nosaguarda, a cada hijo su madre, en esta compañía,gracias a Jorge y a Hands y a Anderson? y a todoslos torpes que han arruinado este negocio. Ahora, siquieren ustedes que conteste a su cuarto punto, esdecir, ese muchacho Hawkins, ¡por el diablo en per-sona! ¿Se figuran ustedes que vamos a asesinar a unhuésped? ¡No nosotros ,vida mía! Es muy posibleque el sea nuestra última tabla en el naufragio, y nome sorprenderá que así sea. ¿Matar a este chico?¡Repito que no, camaradas! ¿Y sobre el punto terce-ro? ¡Ahora hay que decir sobre el tercer punto.- Po-drá suceder que ustedes nada significa tener undoctor entero y verdadero viene a visitarnos diaria-mente, a ti, John, con tu cabeza rota, o a ti, JorgeMerry, a quien la malaria ha puesto ahí con unosojos amarillos como limón maduro y que todavía nohace seis horas estabas tiritando con el escalofrío ydelirando con la fiebre. Podrá suceder también queignoren ustedes que hay un segundo buque que de-be venir a buscar a la tripulación de "La Española",si se retrasa por, cierto tiempo. Pues sí, señores, vie-ne, y, para entonces, ya veremos quién se alegra oquién siente recibir una visita. Y, por lo que hace alnúmero dos, esto es, cuál es la razón que tuve para

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hacer un trato, no tienen ustedes más que ponersetodos aquí de rodillas, de rodillas como vinieron undía a pedírmelo, arrastrándose, para que lo hicierayo Pues ahí es nada, vean ustedes la causa... ¡ esa es!

Y diciendo esto, arrojó en medio del grupo, so-bre el piso, un papel que yo conocí en el instante yque no era otra cosa que el mapa en pergamino, conlas tres cruces rojas, que yo encontré en la tela im-permeable, guardada en el fondo del cofre del capi-tán. Por qué razón el doctor había pasado aquello aSilver, era problema que yo no acertaba a resolver.

Pero, si bien, para mí, aquello no tenía explica-ción plausible, la carta fue en sí de un efecto increí-ble y mágico para los revoltosos. Todos a unasaltaron sobre ella como gatos sobre un ratón. Pasá-ronsela de mano en mano; pero casi arañándoseunos a otros para arrebatársela.

-Todo esto está muy bueno -dijo Jorge-; pero lacosa es que, ¿cómo vamos a embarcar la hucha si yano hay buque?

-¡Jorge Merry! -gritó Silver poniéndose violenta-mente de pie y apoyándose con una mano contra lapared-, voy a hacerte una prevención a tiempo. Sisueltas una palabra más, tienes que salirte de aquíallá abajo y verte la cara conmigo, que tengo la cer-

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teza de aplastarte. ¿Cómo?... ¡Qué sé yo! Tú perdisteel buque, y yo encontré el tesoro. ¿Quién vale denosotros dos, Jorge Merry? Y, ahora.. . presento mirenuncia. Pueden ustedes elegir a quien se les de lagana. Yo tengo ya bastante del cargo éste.

-¡Silver! -gritaron todos en coro- ¡Barbacoa ahoray siempre! ¡Barbacoa es nuestro capitán! ¡Viva Bar-bacoa!

-¡Enhorabuena! Esas tenemos, ¿no es verdad?exclamó el cocinero- Pues ya lo ves, Jorge, por hoy.me parece que tendrás que aguardar otro turno paratener tu capitanía. Y da gracias al demonio de queyo no sea un hombre vengativo. Pero, es la verdad,no es ése mi modo. Y, ahora bien, camaradas...¿Este disco negro?... Me parece que por hoy no valeya gran cosa, ¿no es verdad? Todo se reducirá a queDick haya oscurecido su buena estrella y maltratadosu Biblia... ¡ nada más!

-¿No cree usted que la cosa se compondrá be-sando devotamente el libro? -exclamó Dick, que,positivamente, se sentía desazonado al pensar en lamaldición celeste.

viene a visitarnos diariamente, a ti, John, con tucabeza rota, o a ti, Jorge Merry, a quien la malaria hapuesto ahí con unos ojos amarillos como limón

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maduro y que todavía no hace seis horas estabas ti-ritando con el escalofrío y delirando con la fiebre.Podrá suceder también que ignoren ustedes que hayun segundo buque que debe venir a buscar a la tri-pulación de "La Española", si se retrasa por ciertotiempo. Pues sí, señores, viene, y, para entonces, yaveremos quién se alegra o quién siente recibir unavisita. Y, por lo que hace al número dos, esto es, cu-ál es la razón que tuve para hacer un trato, no tienenustedes más que ponerse todos aquí de rodillas, derodillas como vinieron un día a pedírmelo, arras-trándose, para que lo hiciera yo Pues ahí es nada,vean ustedes la causa... ¡ esa es!

Y diciendo esto, arrojó en medio del grupo, so-bre el piso, un papel que yo conocí en el instante yque no era otra cosa que el mapa en pergamino, conlas tres cruces rojas, que yo encontré en la tela im-permeable, guardada en el fondo del cofre del capí-tán. Por qué razón el doctor había pasado aquello aSilver, era problema que yo no acertaba a resolver.

Pero, si bien, para mí, aquello no tenía explica-ción plausible, la carta fue en sí de un efecto increí-ble y mágico para los revoltosos. Todos a unasaltaron sobre ella como gatos sobre un ratón. Pasá-

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ronsela de mano en mano; pero casi arañándoseunos a otros para arrebatársela.

-Todo esto está muy bueno - dijo Jorge-; pero lacosa es que, ¿cómo vamos a embarcar la hucha si yano hay buque?

-¡Jorge Merry! -gritó Silver poniéndose violenta-mente de pie y apoyándose con una mano contra lapared-, voy a hacerte una prevención a tiempo. Sisueltas una palabra más, tienes que salirte de aquíallá abajo y verte la cara conmigo, que tengo la cer-teza de aplastarte. ¿Cómo? ... ¡Qué sé yo! Tú perdisteel buque, y yo encontré el tesoro. ¿Quién vale denosotros dos, Jorge Merry? Y, ahora... presento mirenuncia. Pueden ustedes elegir a quien se les de lagana. Yo tengo ya bastante del cargo éste.

-¡Silver! -gritaron todos en coro- ¡Barbacoa ahoray siempre! ¡Barbacoa es nuestro capitán! ¡Viva Bar-bacoa!

-¡Enhorabuena! Esas tenemos, ¿no es verdad?-exclamó el cocinero- Pues ya lo ves, Jorge, por hoy,me parece que tendrás que aguardar otro turno paratener tu capitanía. Y da gracias al demonio de queyo no sea un hombre vengativo. Pero, es la verdad,no es ése mi modo. Y, ahora bien, camaradas. ..¿Este disco negro? ... Me parece que por hoy no vale

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ya gran cosa, ¿no es verdad? Todo se reducirá a queDick haya oscurecido su buena estrella y maltratadosu Biblia... ¡nada más!

-¿No cree usted que la cosa se compondrá be-sando devotamente el libro? -exclamó Dick, que,positivamente, se sentía desazonado al pensar en lamaldición celeste.

-¡Una Biblia con un pedazo recortado! -dijo Sil-ver sarcásticamente- ¡Imposible! Entre ella y unasimple colección de canciones no hay ya diferenciaalguna.

-¿Cree usted que no? –replicó Dick con ciertaespecie de alegría - ¡Bueno! Pues creo que todavíavale la pena guardarla.

-Y, ahora, Jim -dijo Silver-, aquí hay una curiosi-dad para tu colección de ellas.

Diciendo esto me pasó un pedacillo de papel: eraéste como del tamaño de una moneda "corona". Deun lado nada tenía impreso, porque era la últimahoja del libro; del otro lado contenía un versículo dela Revelación, y en el me llamaron la atención estaspalabras, de una manera particular: "Afuera estánlos perros y los asesinos". El lado impreso habíasido ennegrecido con carbón de la hoguera, que, a lasazón, comenzaba ya a desprenderse y a manchar

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mis dedos; en el lado blanco habíase escrito, con elmismo material, la palabra "Depuesto". Todavía alescribir este relato conservo en mi poder aquella cu-riosidad, y la tengo aquí, sobre mi mesa; pero nopodría ya verse en ella la menor huella de escritura,si no es una especie de arañazo como el que alguienpodría hacer con una uña de su dedo pulgar.

Con aquello terminaron los sucesos de esa no-che. A los pocos momentos se sirvió a todos un va-so de cognac, y nos tendimos todos a dormir. Laseñal de venganza que dio Silver fue nombrar a Jor-ge para hacer cuarto de centinela, amenazándolocon la muerte si no obraba con lealtad.

Mucho rato se pasó para que yo pudiera cerrarlos ojos, y bien saben los cielos que razón me so-braba al solo recuerdo de aquel hombre a quien porla tarde había yo quitado involuntariamente la vida,en el instante de mayor peligro para la mía. Pero loque más contribuía a desvelarme era aquella partidaterrible y sagaz que acababa de ver jugar a Silver,cuyos maravillosos esfuerzos tendían, por un lado, amantener unidos y a la raya a los sublevados, y, porel otro, a intentar todos los medios humanos, posi-bles e imposibles, para obtener una reconciliación ysalvar su miserable existencia. Pero el, por su parte,

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se durmió al momento, de la manera más apacible, ymuy pronto comencé a oír el estrépito de sus ron-quidos. Entretanto, mi corazón se oprimía penosa-mente al pensar en los riesgos inminentes querodeaban a aquel hombre, por más malvado quefuera, y en la horca infamante que tenía como últimaperspectiva de su triste carrera.

30. Bajo palabra

Una voz clara y alegre que sonaba a la orilla delbosque llamando a los del reducto me despertó, ydespertó igualmente a todos los demás; y el centi-nela mismo, que se había buenamente recargadocontra la puerta, se estremeció, enderezándose en supuesto.

-¡Ah del reducto! -gritaba la voz- Aquí viene eldoctor.

Y el doctor era, no cabía duda. Yo sentía gustociertamente en escuchar aquel acento amigo; peromi alegría no era muy pura que digamos. Recordé, alpunto, con gran bochorno, mi insubordinación yconducta furtiva, y, al ver a qué extremo me habíaello conducido, en qué compañía y de qué peligros

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me rodeaba, sentí vergüenza de mirar al doctor a lacara.

Él debía haberse levantado muy de madrugada,porque la luz no llegaba aún decididamente, y cuan-do yo hube corrido a una de las troneras para verle,le divisé allá abajo, de pie, como a Silver el día de sumisión, hundido hasta las rodillas en una nieblarastrera.

-¡Es usted, doctor! ¡Santos y buenos días tengavuestra merced! -dijo Silver perfectamente despiertoy armado de excelente humor en un momento- Vivoy madrugador, no cabe duda; pero ya sabemos aquíque, como lo dice el dicho, "el pájaro madrugadores el que recoge las raciones". Jorge, muévete, mu-chacho, y ayuda al doctor Livesey a saltar a bordode este navío. Por aquí todo va bien, doctor; todossus enfermos van mejorando mucho y todos estáncontentos.

Hablando de esta suerte estaba allí, de pie en lacima de la loma, con su muleta bajo el brazo y conla otra mano apoyándose en una de las paredes de lacasa. Su actitud, su acento, sus palabras, sus moda-les, ya eran, de nuevo, los del mismo John Silver queyo conociera en Bristol.

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-Le tenemos preparada a usted, por hoy, una pe-queña sorpresa, señor doctor -contínuó-. Tenemosaquí un extrañito. Un nuevo comensal y huésped, sí,señor, tan listo o templado, como un violín. Aquí hadormido toda la noche,- como un sobrecargo, al la-do mismo del viejo John.

A este tiempo, el doctor Livesey había ya saltadola estacada y estaba muy cerca del cocinero, por locual pude observar muy bien la alteración de la vozen que preguntaba:

-¿Supongo que no será Jim?-El mismo Jim en cuerpo y alma, sí, señor

-contestó Silver.El doctor se detuvo afuera, y aunque no respon-

dió ya palabra alguna, pasaron algunos segundosantes de que pareciera poder moverse.

-¡Bien, bien! -dijo por último- Primero la obliga-ción y luego el placer, como se diría usted a sí mis-mo. Vamos a ver y a examinar a esos enfermos.

Un momento después ya estaba adentro de la ca-baña y sin tener para mí más que una torva inclina-ción de cabeza, se puso en el acto a la obra con susenfermos. No parecía tener el más pequeño récelo, apesar de que debía haber comprendido muy bienque su vida en manos de aquellos traidores y ende-

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moniados piratas estaba pendiente de, un cabello.Con la misma naturalidad estuviera haciendo unaordinaria visita profesional a una tranquila familiade Inglaterra, iba de paciente en paciente, curando,componiendo y arreglándolo todo. Sus maneras, alo que creo habían ejercitado una reacción saludablesobre aquellos hombres, porque el caso es que secomportaban con 61 como si nada hubiera sucedi-do, como si todavía fuese el mismo médico de abordo y ellos marineros leales en sus puestos res-pectivos.

-Lo que es tú, vas, muy bien -dijo al individuo dela cabeza estrapajada-. Y si hombre alguno en elmundo recibió un porrazo peligroso, ése has sidotú: tu cabeza debe ser dura como el acero. Vamos a,ver, tú, Jorge. ¿Cómo estás, hoy? Bonito color delimón e echando ahí, no te quepa duda: es que el hí-gado se te ha vuelto hacia abajo. ¿Tomaste esa me-dicina? A ver, muchachos, digan la verdad, ¿tomóJorge su medicina?

-¡Oh!, en cuanto a eso, sí, señor, de veras que sí –respondió Morgan.

La cosa es que desde que me he convertido enmédico de rebeldes, o diré mejor, en médico de cár-cel -continuó el doctoren el tono más afable-, vengo

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considerando como un puesto de honor para mí elno perder ni un solo hombre para nuestro rey Jorgeque Dios guarde, y para la horca.

Los malvados aquellos se miraron unos a otros,pero no hicieron más que tragar la píldora en silen-cio.

-Dick no está muy bien, señor -dijo uno.-¿Esas tenemos? A ver ven acá, Dick -llamó el

doctor-. Enséñame la lengua. No, no me sorprendeque se sienta mal: esta le, de por sí bastaría para es-pantar a la armada francesa. ¡Otra malaria tenemos!

-¡Ah! -dijo Morgan- eso resulta de, andar profa-nando Biblias.

-Eso resulta de ser, como tú dices, unos asnosmonteses -replicó el doctor-; o, para hablarte másclaro, de no saber dístinguir un aire vicíado y pon-zoñoso de un aire sano y vivificador, ni un pantanoinmundo y envenenado de una tierra alta y seca. meparece lo más probable (sin que pase esto de unaopiniór4 por supuesto), que todos ustedes, sin ex-cepción, van a tener qué pagar el duro tributo de lafiebre , antes de que logremos arrojar de sus cuer-pos los gérmenes de la malaria que absorbieron portodos los poros. ¡Acampar en un marjal!... Silver, mesorprende,, verle a usted autorizar tal disparate. Us-

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ted es mucho menos tonto,, que todo estos juntos;.pero no se me figura que tenga usted a los más pe-queños rudimentos de higiene.

-Está bien -añadió, después que ya hubo medica-do a todos y cuando ya cada uno había tomado sudroga respectiva con humildad Infantil que distabamucho de denunciar a aquellos hombres como san-guinarios rebeldes y piratas- Está bien; por hoy yano hay nada más que hacer. Y ahora, desearía tenerun rato de conversación con ese muchacho.

Y diciendo esto me señaló con un desdeñosomovimiento de cabeza.

Jorge Merry estaba en la puerta escupiendo algu-na medicina poco agradable; pero, apenas el doctordijo sus últimas palabras, se volvió con un movi-miento brusco y casi bramó así:

-¡No!, ¡por cien mil diablos!Silver golpeó sobre la barrica con su mano

abierta y rugió estas dos palabras, tomando el as-pecto de un verdadero león: -¡Silencio, tú!

Y luego, en su melifluo tono habitual, prosiguió:-Doctor, ya estaba yo pensando en ello, sabiendo lomucho que siempre ha querido usted a este chiqui-llo. Todos nosotros le estamos a usted inmensa-mente agradecidos por su amabilidad, y, como usted

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lo ve, ponemos la más grande fe en usted y toma-mos sus drogas como empinaríamos un jarro deron. Creo, pues, que he encontrado un medio que loconcilia todo. Hawkins, ¿quieres darme tu palabrade honor, como caballero, puesto que lo eres, aun-que jovencito y pobre de nacimiento, de que no nosjugarás una mala pasada?

-Cuente usted con mi palabra -le contesté sin va-cilar.

-Pues, entonces, doctor -añadió Silver-, no tieneusted que hacer más sino salir afuera del recinto dela estacada, y una vez allí, yo personalmente llevaréabajo a Jim para que el de este lado y usted del otro,puedan conversar a través de los grandes claros delos postes. Que usted lo pase muy bien, doctor, ypresente mis más humildes respetos al caballero y alcapitán Smollet.

La expresión de descontento, mal reprimida porlas miradas terribles de Silver, se produjo no bien eldoctor salió del reducto. Silver fue rotundamenteacusado de jugar doble; de intentar una reconcilia-ción especial para sí; de sacrificar los intereses desus cómplices y víctimas, y, en una palabra, de hacerprecisamente lo mismo que en realidad estaba ha-ciendo. Me parecía aquello, a la verdad, tan claro,

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que no me era posible imaginar cómo podría el des-armar su furia. Pero lo cierto es que el solo valíamás que todos aquellos hombres juntos, y que sutriunfo de la víspera le había asegurado una sólidapreponderancia sobre el ánimo de cada uno. Díjo-les, muy formalmente, la mayor sarta imaginable desandeces y tonterías para convencerlos; añadió queera preciso de todo punto que hablase yo con eldoctor; les paseó, una vez más, la carta delante delos ojos y concluyó por preguntarles si alguno seatrevería decididamente a romper los tratados el díamismo en que se les permitía ponerse ya en buscadel tesoro.

-¡No, por el infierno! -exclamó- Nosotros somoslos que debemos romper el tratado; pero a su debi-do tiempo. Entretanto, yo he de mimar y embaucara ese doctor, aun cuando, me viera obligado a lim-piarle sus botas personalmente.

Dicho esto les ordenó que arreglasen el fuego y-se lanzó afuera, sobre su muleta y apoyando una desus manos sobre mi hombro, dejándolos descon-certados y silenciosos; pero más embotados por supalabrerío que convencidos con sus razones.

-¡Despacio, chico, despacio! -díjome moderandola rapidez de, mi marcha- . Podríamos hacerlos caer

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sobre nosotros en un abrir y cerrar de ojos si viesenque nos apresuramos demasiado.

Ya entonces, deteniéndonos con toda delibera-ción, nos adelantamos a través de la arena hasta elpunto en que, habiendo ya cumplido la condición, eldoctor esperaba al otro lado.

-Usted tomará nota de lo que hago en este mo-mento, doctor Silver en cuanto llegamos a distanciade poder hablar- . Además, Jim le contará a ustedcómo he salvado anoche su vida, y cómo fui de-puesto por esa sola razón. No lo olvide usted, doc-tor. Cuando un hombre hace cuanto está en supoder por dar a su embarcación el rumbo cierto,como yo lo hago; cuando con sus postreros esfuer-zos trata aún de jugar al hoyuelo, ¿Creé usted queserá mucho conceder a semejante hombre el decirleuna palabra de esperanza? Usted no debe perder devista qué ahora no se trata ya simplemente de mí vi-da sino de la de este muchacho, que está compro-metido en nuestro trato; así, pues, hábleme claro,doctor, y déme siquiera un rayo de, esa esperanzaque solicito para seguir mi obra, hágalo usted, porfavor.

Silver era, en aquel momento, un hombre total-mente diverso del que parecía antes de volver la es-

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palda a sus amigos. Allí estaba ahora, con la voztrémula, con las mejillas caídas, y con toda 1a apa-riencia de una persona Irremediablemente conde-nada.

-¿Qué es eso, John? -dijo el doctor-. ¡Me figuroque tiene usted miedo!

-Doctor -replicó el-. Yo no tengo de cobarde nitanto así. Si lo fuera no lo confesaría. Pero es el casoque creo ya sentir los horrendos estremecimientosdel patíbulo. Usted es un hombre,, bueno y leal; yonunca vi sujeto mejor que usted. Así, pues, lo quedeseo es que usted no se olvide de lo bueno que yohaya hecho y procure olvidar lo malo. Con esto, mehago ya a un lado, vea usted, aquí, para dejarlos austedes hablar a, solas. Y quiero que añada ustedesto a mi favor también, pues estamos por pasaruna situación más que espinosa.

Diciendo esto se retiró un poco hacia atrás hastacolocar donde no pudiera oírnos, y allí tomó asientoen el tronco de uno de los abetos cortados y co-menzó a silbar, girando en torno su asiento una yotra, vez, con el objeto de vigilar, tanto. Y al doctor,como a sus Insubordinados secuaces de allá que, seocupaban en ir de aquí para allá -en la arena, arre-glando el fuego y yendo y viniendo a la cabaña, de la

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cual sacaban tocino y pan para confeccionar su al-muerzo.

-Conque sí, amiguito -díjome el doctor en un to-no triste-: por fin ya estás aquí, ¿eh? Lo que hassembrado, eso es lo que cosechas, muchacho. Biensabe Dios que no me siento con, la energía necesariapara reñir en regla; pero no omitiré decir esto, ya seaque te parezca suave o duro: cuando, el capitánSmollet estaba bueno y sano, jamás te atreviste a,salir; pero en cuanto lo viste herido y que nada po-día impedírtelo, ¡por San Jorge!, entonces te aprove-chaste al punto. ¡Mira tú si conducta semejante noera ruin y cobarde!

Debo confesar que al oír esto me eché a llorarsin poderme contener. En cuanto pude hablar, dije:

-Doctor, usted puede disculparme; demasiadosreproches me he hecho yo mismo; pero, como quie-ra que sea, mi vida está perdida, y ya hubiera yomuerto a la hora de ésta a no ser -porque Silver haestado de mi parte, y, créame usted, doctor, yo pue-do muy bien morir y aun me atrevo a decir que lomerezco; pero, francamente, la idea de ser torturadome aterroriza. SI, pues, llega el caso de que me dentormento.

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-Jim -me interrumpió el doctor en una voz bas-tante cambiada ya-; Jim, no puedo consentir en se-mejante idea. ¡Salta al punto este cercado ycorreremos hasta ponernos en salvo!

-Doctor-le dije-: tengo empeñada mi palabra.-Ya lo sé, ya lo sé -me replicó- No podemos evi-

tar el faltar a ella, Jim, yo asumo toda la responsabi-lidad del acto sobre mí, hijo mío. Vergüenza ocastigo, yo me comprometo a sufrir lo que venga.Pero es imposible dejarte aquí. ¡Vamos!, date prisa...¡Brinca!, de un solo salto ya estarás al otro lado, y te.aseguro que correremos como antílopes.

-¡No! -le contesté- Usted comprende bien queusted mismo sería incapaz de hacer lo que me acon-seja; y, como usted, no lo harían ni el caballero, niel capitán... Pues ni yo tampoco. Silver ha confiadoen mí. Me ha dejado sin más lazo que la garantía demi palabra... Tengo, pues, que volver y volveré. Perousted no me ha dejado terminar: si se llega el casode que me den tormento, decía yo, podría sucederque se me escapara alguna confesión acerca delpunto donde la goleta está ahora, puesto que yo helogrado capturarla, en parte por mi buena suerte yen parte, arriesgándome un poco. "La Española",doctor, está, e estos momentos, en la bahía norte,

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hacia su playa meridional, abajo de la marca de lapleamar. A media marea debe encontrársela alta y enseco.

-¡La goleta! -exclamó asombrado el doctor.Brevemente le referí mis aventuras de mar, que el

escuchó con silencio.-Hay en esto una especie de hado misterioso

-díjome, cuando hube concluído- A cada paso erestú el destinado a salvar nuestras vidas. ¿Y puedessuponer, por tanto, que vamos a dejarte aquí, a unaperdición segura? Sería eso una gratitud de muymala calidad, amigo Jim. Tú descubriste la conspira-ción; tú encontraste a Ben Gunn, hazaña la másnotable que en tu vida has hecho y que harás auncuando vivas más que Matusalén. ¡Oh! ¡Por el cielo!;y hablando de Ben Gunn, éste es el daño personifi-cado, ¡Silver! -gritó-, ¡Silver!... -Y cuando el cocineroestaba bastante cerca para poder oírlo, prosiguió-:No tengan ustedes ninguna prisa respecto a este te-soro; es consejo que me permito dar a usted.

-Puede usted creer, señor -contestó John-, quehago todo cuanto está en mi mano para hacer tiem-po. Pero tenga usted entendido que, de emprenderla descubierta del tal tesoro, dependen mi vida y lade este muchacho; no hay que olvidarlo.

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-Enhorabuena, Silver -replicó el doctor- Si ello esasí, daré todavía un paso más en mis advertencias:cuidado con un chubasco posible, cuando se en-cuentre.

-Doctor -dijo Silver-, como de hombre a hombredebo decir a usted que sus palabras, o me dicen de-masiado o bien poco. ¿Qué es lo que ustedes persi-guen? ¿Por qué dejaron este reducto? ¿Por qué medieron la carta? Todo eso lo ignoro, ¿no es verdad?Y, sin embargo, ya ve usted que sigo sus instruccio-nes a ojos cerrados sin haber recibido ni una solapalabra de esperanza. Pues bien, esto último es yademasiado. Si no quiere usted decirme claramentequé es lo que usted quiere darme a entender, declá-remelo así sin rodeos, y le ofrezco a usted que alpunto suelto el Limón.

No-contestó el doctor-. No tengo derecho de de-cir nada más, no es un secreto mío, Silver que si lofuera, le empeño a usted mi palabra de que lo diría.Sin embargo, me avanzo, en bien suyo, hasta dondecreo que puedo atreverme, y un paso más todavía:porque me parece que el capitán va a ajustarse lapeluca si no me equivoco. Pero, no importa: porprimera vez, Silver, le doy a usted alguna esperanza;si ambos salimos vivos de esta lobera, le ofrezco a

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usted que, menos perjurar, haré cuanto esté en mimano para salvarle.

La fisonomía de Silver radió con una expresiónbrillante.

-Si fuera usted mi madre -exclamó aquel hom-bre-, no podría usted decir que me consolara más,estoy seguro.

-¡Bien! Esta es mi primera confesión -añadió eldoctor. La segunda es algo como un nuevo consejo:guarde usted a este muchacho muy cerca de sí, y sinecesitare alguna ayuda, no haga más que gritar. Yovoy a asegurársela a usted, y eso mismo le probaráque yo no hablo a la ventura. Adiós, Jim.

Diciendo esto, el doctor Livesev me apretó lamano al través de los mal unidos postes, hizo unainclinación a Silver y se alejó a paso vigoroso, per-diéndose luego entre la arboleda.

31. En busca del tesoro. El señalero de Flint

-Jim -díjome Silver en cuanto estuvimos solos- siyo salvé tu vida, tú has salvado también la mía, y teofrezco no olvidarlo. Ya noté al doctor urgiéndotepara que te fugases; lo he visto de reojo, sí, señor, y

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he visto que tú no has querido; lo he visto tan clarocomo si lo hubiera oído. Jim, esto debo abonárteloen cuenta. Desde que el primer ataque falló, éste esel primer rayo de esperanza que me llega, y eso lodebo a ti. Ahora bien, es ya tiempo de que nos pon-gamos en marcha en busca de ese tesoro, llevandopliegos cerrados, como quien dice; lo cual no es demi gusto; pero, sea como fuera, tú y yo debemosmantenernos juntos, casi espalda con espalda, y yote aseguro que salvaremos nuestros pescuezos, adespecho del hado y de la fortuna.

En aquel mismo instante un hombre nos dio vo-ces desde arriba, gritando que el almuerzo estabalisto; por lo cual, sin más deliberaciones, llegamoscerca de la hoguera y nos sentamos todos aquí y allá,sobre la arena, haciendo los honores al bizcocho-, y,al tocino frito.

Habían encendido los piratas, una hoguera capazde asar buey, entero y verdadero; y esa hoguera sehabía puesto tan ardiente, que no era posible acer-cársele sino por el lado que soplaba el viento, y esocon bastantes precauciones. Con el mismo espíritude desperdicio, a lo que supongo, habían cocinadouna cantidad de carne por, lo -menos tres veces ma-yor que la que necesitábamos y podíamos comer;

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por lo cual uno de ellos, con una, estúpida risotada,arrojó a la hoguera todo cuanto quedó sobrante, al-zándose en gran manera el fuego con este nuevopábulo. Nunca en mi vida he visto hombres másdescuidados del mañana; "mano a la boca" es loúnico que puede describir su manera de ser y obrar.Con desperdicio de víveres y centinelas que se dor-mían, podían aquellos hombres estar buenos, qui-zás, para una escaramuza de momento o salir conbien de ella; pero era evidente que no servían enmanera alguna para algo que se pareciese a una,campaña prolongada.

El mismo Silver, corriendo con su Capitán Flintposado su hombro, no tenía una sola palabra de re-proche para su faltas,, de previsión y de cuidado. Yesto me sorprendió tanto más cuanto, que me pare-cía que aquel hombre jamás sé había mostrado a ti:astuto y marrullero corno aquel día.

-¡Ah!, camaradas -dijo-: deben ustedes tenersepor muy felices con tener por capitán a este Barba-coa para que piense en vez de ustedes, con. esta ca-beza que Dios le ha dado. Ya he dado, con lo quequería -prosiguió- . Estas gentes tienen, el buque;¿en dónde?, aún no lo descubro; pero, una vez quedemos con lucha, ya sabremos descubrirlo. Además,

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muchachos, nosotros, tenemos los botes, es decir,les llevamos la ventaja.

Sobre este tema continuó disertando, sin esperara que su boca estuviese libre de los tremendos bo-cados de tocino que llevaba a ella. Esto sirvió pararestablecer la esperanza y la fe del los piratas; peroyo, en cambio, tornándome desconfiado, sentí re-bajarse mucho las que había cobrado, poco rato ha-cía.

-En cuanto a nuestro huésped -continuó-, me pa-rece que no volverá a tener otra conversación conaquellos a quienes tanto quiere. Ya he recibido unascuantas noticias, y gracias le dadas por ello; pero esoya está hecho y pasado. Por ahora me llevo entrefilas mientras dura nuestras busca del tesoro, pues eque el guarda caldo con nosotros es tanto comoguardar oro mol por -lo que pudiera suceder", ¿noes verdad? Pero, una vez q tengamos el dinero y elnavío, las dos cosas, y nos demos a mar como bue-nos camaradas, entonces, ¡qué!, nos despediremosdel señor Hawkins, sí señor, y le daremos su parte,sin que quepa la menor duda, agradeciéndole todossus servicios y amabilidades para con sus amigos.

No era de sorprender que aquellos hombres es-tuvieran de buen humor; mas por lo que a mí res-

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pecta, me sentía terriblemente descorazonado. Meparecía que en el caso de que el proyecto que acaba-ba de bosquejar pareciese factible, Silver, doble-mente traidor, no vacilaría ciertamente en adoptarlo.En aquellos momentos en que preferiría la riqueza yla libertad con los piratas, a la débil probabilidad deescapar al verdugo, lo cual era lo que mas esperabade nuestra parte.

Pero aún suponiendo que los sucesos se presen-taran de tal manera que aquel hombre se vieseconstreñido a guardar la fe del pacto con el doctorLivesey; aún suponiendo esto, ¡qué peligro tan ho-rrible se cernía sobre nosotros! ¡Qué momento tancrítico aquel en que las sospechas de sus secuaces ycómplices se trocaran en perfecta realidad! ¡Qué lu-cha tan a muerte y tan desigual, la de cinco marine-ros vigorosos, ágiles Y decididos, contra un viejoinválido y un débil niño!

Añádase a esta doble preocupación el misterioque aún envolvía, a mis ojos, la conducta de miscompañeros; su inexplicable abandono de la estaca-da; su no menos extraña cesión del mapa de Flint, o,lo que todavía era para mí más incomprensible,aquella última prevención del doctor a Silver: Cui-dado con un chubasco posible cuando se encuen-

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tre". Añádase -todo esto y se comprenderá sin difi-cultad qué poco sabor pude tomar a mi almuerzo ycon qué poca tranquilidad me puse en marcha conmis capturadores en busca del dicho tesoro.

Nuestro aspecto era bien curioso, y hubiera di-vertido a cualquiera que hubiese podido vernos: to-dos con trajes de marino, sucios, y todos, exceptoyo, armados hasta los dientes. Silver llevaba dos fu-siles colgados, uno sobre el pecho y el otro a la. es-palda, ambos en bandolera; al cinto llevaba un grancuchillo y en cada bolsa de su saco una pistola. Paracompletar esta extraña figura, Capitán Flint iba po-sado sobre su hombro, chapurreando toda clase detonterías y frases incoherentes de charlas marinas.Yo marchaba atado a la cintura por una cuerda cuyoextremo llevaba e¡ cocinero, a ratos con su manodesocupada, a ratos sujeta a su poderosa dentadura;no me quedaba más recurso que seguirle humilde-mente; pero la verdad era que parecía un oso de fe-ria.

Los restantes iban diversamente cargados: unoscon picos, palas y azadones que habían cuidado desacar de "La Española" desde el primer momento; yotros con víveres para la comida de mediodía. To-das las provisiones eran las nuestras; lo que probó

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que Silver había dicho la verdad la noche anterior.Si el doctor y el no hubiese concluido un verdaderoconvenio, tanto el como sus secuaces se verían pre-cisados a subsistir con agua clara y con el productode sus cacerías. El agua había sido bien poca cosapara su paladar, y, por lo que hace a la caza, un ma-rinero no era precisamente lo que se llama un buentirador; a lo cual hay que añadir que es muy proba-ble que si andaban escasos de provisiones, no de-bían estar más bien provistos de pólvora ymuniciones.

Ahora bien; así dispuestos y equipados, nos pu-simos en camino. Uno tras de otro fuimos hasta laplaya en que estaban amarrados los botes. Aun no-tábanse en ellos las huellas de las brutales borrache-ras de los piratas. Por vía de precaución, se tomaronambos esquifes, dividiéndose la banda en ellos, y yaembarcados en esa disposición, nos pusimos enmovimiento hacia el centro del ancladero.

Al ponernos en movimiento se suscitó una dis-cusión acerca del mapa. De cualquier modo, la cruzroja era lo suficientemente grande para que por sísola pudiera servirnos de guía, y los términos en queestaba concebida la nota, a espaldas del pergamino,no dejaba de contener alguna ambigüedad. Como se

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recordará, decía así: "Arbol elevado en el declive deEl Vigía, en dirección de norte a nor-nordeste. Is-lote del Esqueleto, este-sudeste, cuarta al este. Diezpies”.

Un árbol elevado era la señal principal, Ahorabien, precisamente frente a nosotros el ancladeroestaba ceñido por una meseta de doscientos a tres-cientos pies de elevación, juntándose, hacia el portecon la pendiente sur de El Vigía, alejándose otra vezen dirección sur, hacia la eminencia abrupta y roca-llosa designada con el nombre de Cerro de Mesana,Toda la cima del declive estaba espesamente arbo-lada con pinos de diversas alturas. Aquí y allá algu-no, de especie diferente, se alzaba cuarenta ocincuenta pies sobre las cumbres de los que lo ro-deaban ... ¿Cuál de éstos era el que estaba especial-mente designado por el capitán Flint, con el nombrede "árbol elevado"? Esto no podía decirse sino so-bre el mismo lugar, con las indicaciones precisas dela brújula.

Pero, aunque esto último era palmario, cada unode los que tripulaban los botes eligió su árbol favo-rito, antes de que estuviéramos a medio camino, ysólo John Silver permanecía encogiéndose de hom-

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bros y diciendo a sus gentes que se esperasen hastaestar en tierra.

Remamos sin hacer grandes esfuerzos, conformea las instrucciones de Silver, para no cansarnosprematuramente, y después de una travesía no muycorta por cierto, desembarcamos cerca de la bocadel segundo riachuelo, el que corría tierra abajo poruna de las más arboladas cuencas de El Vigía. Unavez desembarcados, volvimos nuestros pasos sobrela izquierda y comenzamos a ascender el declive delterreno hacia la meseta superior.

Al principio, un terreno pesado y cenagoso y unatupida vegetación de marjal demoraron en gran ma-nera nuestra marcha; pero, poco a poco, la loma seiba escarpando algo, ofreciéndonos ya camino untanto pedregoso, al par que la vegetación aparecíacon carácter diverso, presentando sus árboles enuna disposición más abierta y ordenada. Sin duda, laparte de la isla en que íbamos entrando era la másagradable de toda ella. Finas retamas de aroma deli-cioso y arbustillos vestidos de flores, habían ocupa-do casi enteramente el lugar del césped. Pequeñosboscajes de verdeantes mimosas se apretaban aquí yallá entre las erguidas columnas de los pinabetes, ybajo su sombra protectora, mezclando todos aque-

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llos vegetales y flores sus esencias y sus perfumes,en un solo perfume que embriagaba los sentidos. Labrisa, además, era fresca y regeneradora, lo cual,bajo los destellos clarísimos del sol refrigeraba y to-nificaba nuestros sentidos.

Los expedicionarios se desparramaron en formade abanico, gritando y saltando como chicuelos.Hacia el centro y bastante atrás del cuerpo expedi-cionario, seguíamos Silver y yo; éste tropezando acada paso en las resbaladizas piedras, y yo, tras el,tirado por la cuerda a que me he referido. Empero,de cuando en cuando me veía precisado a sostener-le, porque de lo contrario hubiera perdido el pie ycaído loma abajo. De esta manera habíamos avan-zado como una media milla y ya casi tocábamos elborde de la meseta, cuando el hombre que caminabamás alejado hacia nuestra izquierda comenzó a gri-tar con todas sus fuerzas, con un marcado acento deterror. Llamaba insistentemente a sus compañeros, yya éstos comenzaban a correr hacia el.

-Se me figura que no ha de haber encontrado eltesoro -dijo el viejo Morgan pasando del lado dere-cho junto a nosotros, en dirección del que gritaba-Esta es una cumbre muy pelada para haber hechotal descubrimiento.

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Y, en verdad, cuando Silver y yo llegamos al sitioaquél, nos encontramos con que era algo totalmentedistinto. Al pie de un pino bastante alto y medio en-vuelto en las espirales de una verde trepadora se ha-llaba un esqueleto humano, y a su lado, en el suelo,uno que otro andrajo de vestidos. La exuberancia dela enredadera había ya cubierto algunos miembrosde aquella osamenta. Un escalofrío involuntario seapoderó de todos nosotros, llegándonos hasta elcorazón, en aquel momento.

-Este era un marinero -dijo Jorge Merry, que,menos aprensivo se había acercado y examinaba losandrajos esparcidos por el suelo- Por lo menos, estoes de buen paño marino.

-¡Por vida mía! -dijo Silver- ¡Me gusta el descu-brimiento! ¿Acaso esperan encontrar aquí el cuerpode un arzobispo? Pero, ¿qué postura es ésa para uncadáver? Me parece poco o nada natural, ¿no creenustedes?

Una segunda ojeada nos convenció de la invero-similitud de aquella postura. Por quién sabe quécausas, tal vez por la obra de los pájaros que habíancomido sus carnes, tal vez por la acción de creci-miento de la enredadera, el hecho es que el hombreaquel yacía perfectamente recto, con sus pies apun-

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tando en una dirección, y sus manos tendidas para-lelamente sobre su cabeza, señalando rígidamenteen dirección opuesta.

-Esta vieja calavera me acaba de dar una idea-dijo Sílver. Aquí está la brújula: allí se ve la cimaprincipal del islote del Esqueleto: sigan ustedes ladirección marcada por los huesos y tomen una vi-sual hacia aquella punta.

Hízose como lo ordenó Silver. Las manos delesqueleto apuntaban directamente hacia el islote y labrújula marcó, con toda claridad: este-sudeste,cuarto este.

-Bien me lo figuré -exclamó el ex cocinero-; estesujeto es una señal. Allí derecho tenemos la líneaque nos guía hacia la estrella polar y las benditas ta-legas. Pero, ¡lléveme el diablo si no me da escalofríoel pensar en el amigo Flint! Esta es una de las bro-mas que el acostumbraba hacer, no cabe duda. Él ysus seis marineros vinieron solos hasta aquí: los seismurieron en sus manos, sabe el demonio de quémanera, y a éste le cupo en suerte ser colocado aquí,de apuntador, con todas las medidas náuticas muybien tomadas, ¡voto al infierno! Esos huesos sonmuy largos y el cabello parece haber sido amarillo.

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De seguro que éste era Alan... ¿Te acuerdas de Alan,Tom Morgan?

-¡Vaya si me acuerdo! -contestó Morgan- Porcierto que me debía algunas guineas que le presté, sí,señor; y además, se trajo consigo mi cuchilla cuandobajó a tierra.

-Y. a propósito de cuchilla -dijo otro-, ¿por quéno encontramos la de Alan, por aquí, cerca de el nisu dinero? El capitán Flint no era hombre que seentretuviera en recoger la bolsa de un marinero, y encuanto a los pájaros, no me parece que excitara suapetito semejante hallazgo.

-¡Por mi patrón Satanás! -exclamó Silver- eso meparece muy racional.

-Pues no hay por aquí ni trazas de cosa alguna-dijo Merry, que registraba en derredor de la osa-menta-; ni un pobre penique de cobre, ni nada pare-cido. Pues esto sí que no es natural.

-¡No, por vida mía! -agregó Silver-: ni natural nitranquilizador, ni agradable en manera alguna. ¡Milcarronadas! Compañeros..., la verdad es que si Flintestuviera vivo, ya tendríamios aquí cuentas largasque presentar. Seis eran los que le acompañaron;seis como nosotros, y de aquéllos, ya los hemosvisto, no quedan mas que osamentas.

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-Yo lo vi muerto con estos ojos que se ha de co-mer la tierra -dijo Morgan- Billy Bones me llevó averlo. Estaba tendido. con un penique de cobre so-bre cada ojo.

-¡Muerto, sí!, ya lo creo, y sepultado en los infier-nos -dijo el herido en la cabeza- Pero yo creo, deveras, que si alguna vez hubo ánima en pena, ¡ésa hade ser el alma condenada de Flint! ¡Cáspita! ¡Puesvaya si tuvo una mala y horrible muerte aquel hom-bre!

-En cuanto a eso, ni dudarlo -observó un terce-ro- En su agonía, ya blasfemaba como un condena-do, ya deliraba con el ron, ya prorrumpía, con unavoz hueca como si saliera de la sepultura, en su can-ción eterna:

Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto.

Dijérase que no sabía otra canción más que ésa,y, la verdad, camaradas, desde entonces no es mu-cho lo que me divierte esa cántiga. Hacía un calorterrible; la ventana donde se encontraba el agoni-zante estaba abierta y yo podía oír clara, cada vezmás clara, la lúgubre tonada que el hombre dejaba

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escapar, interrumpida por el hijo del muerto, y yacon las sombras de la muerte sobre el rostro.

-¡Vamos, vamos! -dijo Silver-, ¿quieres dejar se-mejante conversación? Muerto está, muy bienmuerto, y los que se mueren no vuelven, que yo se-pa; o, si vuelven, no pasean de día; a lo menos, estoyseguro. Se acabó el cuento: "¡entro por un caño do-rado y salgo por otro y basta!" ¡Adelante! ¡Adelante,que la hucha nos espera!

Diciendo y haciendo, partimos otra vez. Pero, adespecho del ardiente sol y de la deslumbrante cla-ridad, los piratas ya no marcharon separados, co-rriendo y gritando por la espesura, sino todosjuntos, apretados unos contra otros, con la respira-ción agitada. El terror del filibustero difunto habíacaído como una sombra densa sobre sus espíritus.

32. La voz del alma en pena

En parte por la influencia aterrorizada de aquellaalarma, y en parte para que descansaran Silver y suscompñero enfermos, todos los expedicionarios to-maron asiento en cuanto hubieron ganado definiti-vamente el borde superior de la meseta. Estando

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ésta un poco empinada hacia el oeste, el lugar enque nos habíamos detenido nos descubría un anchopanorama de un lado y otro. Frente a nosotros, so-bre las cumbres de los árboles, mirábamos el cabode la selva con su inmensa franja de espumantesondas. Detrás, no solamente dominábamos el an-cladero y el islote del Esqueleto, sino que podíamosdivisar, por su otra punta arenosa en que estaba laPeña Blanca, y por encima de las tierras bajas, unagran extensión de mar abierto hacía Oriente. Porencima de nosotros destacaba El Vigía, Ya matizadoa trechos por pinos aislados, ya negreado con pro-fundos barrancos y desfiladeros. Ningún ruido lle-gaba hasta allí, a no ser el monótono golpear de lasrompientes lejanas subiendo en oleadas de rumorincesante hasta nuestros oídos, y el zumbido de in-sectos incontables bullendo en la espesura. Ni unhombre ni una vela en el océano. Lo inmenso deaquel vasto panorama parecía aumentar su tristesoledad.

En cuanto Silver se hubo sentado, hizo ciertoscálculos con la brújula.

-Hay tres "árboles elevados" -dijo- hacia la direc-ción de la línea marcada rectamente del islote delesqueleto. La vertiente de El Vigía, ya lo entiendo;

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esto significa aquel punto en declive hacia allá. Puesahora ya es un juego de niños el encontrar el tesoro.Me parece, sin embargo, que haríamos bien en co-mer.

-No me siento muy filósofo -murmuró Morgan-Este pensamiento de Flint me ha quitado el apetito.¡Ah!, si Flint estuviera vivo, yo podría darme ya pormuerto.

-¡Ah, vamos hijo mío! -dijo Silver-, dale gracias atu buena suerte, Flint no tiene nada que hacer ya eneste mundo.

-Era un diablo bien horroroso el tal Flint-exclamó el tercer pirata- ¡Con aquella eterna cara demurria!

-Fue el ron el que le produjo aquel tinte azuladoy aquella expresión de esplín; aunque "murria comodices tú, me supongo que es, una mejor palabra.

Desde que habíamos descubierto el esqueleto deAlan y dado margen con el a esta clase de pensa-mientos, la voz de los piratas` no era más que unligero murmullo, cuyo sonido escasamente inte-rrumpía el silencio misterioso de la selva.

De repente, como del medio de los árboles quehabía frente ti nosotros, una voz aguda, penetrante,

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temblona, prorrumpió en la lúgubre y conocida,cantilena.

Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto,Son quince, ¡oh, oh, oh!, son quince; ¡viva el ron!

Jamás, he visto ni espero volver a ver hombresmás horriblemente asustados que los piratas,- Comopor arte de encantamiento, sus caras se quedaron,de súbito, lívidas como la cera; algunos se pusieronde pie; otros se asieron, trémulos y trastornados, albrazo o a la ropa del más cercano. Morgan murmu-ró, sin levantarse, palabras sin sentido.

-¡Ese es Flint, por el infierno! -exclamó Merry.La canelón - aquella había cesado de una manera

tan súbita como empezó, cortada, podía decirse,como si alguien hubiera cubierto bruscamente consu mano la boca del cantor. Viniendo de la distanciaen que venta a través de la atmósfera clara y lumino-sa y de entre las sombras de los árboles, me parecióa mi que la voz aquella había sonado dulce y airosa,y lo que había que extrañar era el efecto producidosobre mis compañeros.

-¡Vamos! -dijo Silver, pugnando con sus labioscenicientos por hacer salir las palabras-. ¡Esa no pe-

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ga! A otro perro con ese hueso. Ese es alguno quecomienza a ponerse borracho y se va por allí ha-ciéndonos de calandria; es alguno que tiene carne yhueso, no lo duden ustedes.

Conforme hablaba le iba volviendo más y más elalma al cuerpo, y con ella, el color al rostro. Losotros ya comenzaban también a prestar oídos a suenvalentomiento iban recobrándose d poco a poco,cuando el mismo acento prorrumpió esta vez ya nocantando, sino con un voceo lejano los ecos de lascuencas en El Vigía repetían muy débilmente

¡Darby Grow! -gimió aquel acento-. ¡Darby Grow! ¡ Darby Grow! -y seguía repitiendo aquel nombre; yluego, en un diapasón un poco más alto y no sinacompañar un horrible juramento, concluyó así:-¡Corre a traerme ron, pronto, Darby!

-Eso no deja duda -murmuró uno, ¡Vámonos-Esas fueron las últimas palabras de Flint -murmuróMorgan-; sus últimas palabras al borde de estemundo.

Dick había sacado su Biblia y leía mecánicamen-te, como un maniático. Este pobre muchacho habíarecibido una mediana educación antes de unirse contan malas compañías.

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Sin embargo, Silver aún permanecía luchando.Sus dientes casi castañeteaban de cuando en cuan-do; pero el no se rendía al terror ni mucho menos.

-Nadie ha podido oír hablar en esta isla acerca deDarby -exclamó-; nadie más que los que aquí esta-mos.

Pero luego, como para contrapesar estas pala-bras, prosiguió, haciendo un esfuerzo:

-Camaradas: yo he venido aquí para encontrarese tesoro, y ni alma en pena. ni hombre de carne yhueso, podrán impedírmelo. Jamás, durante su vida,tuve miedo al viejo Flint, y, ¡por Satanás, mi patrón!yo le haré frente hasta su misma alma condenada. Amenos de un cuarto de milla de aquí están setecien-tas mil libras de oro... ¿Cuándo se ha visto que un"caballero de la fortuna" haya dado la espalda nadamás que por miedo a la memoria de un viejo borra-cho, con su cubilete de ron, y ya muerto y enterra-do?

Los piratas no daban señal alguna de reanimarsecon este discurso; antes bien, pareció que la notoriairreverencia de aquellas palabras aumentaba su te-rror.

-¡Cuidado, cuidado, John! -dijo Merry- .¡No esbueno enojar a los espíritus.

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En cuanto a los otros, estaban sobradamente ate-rrorizados para que pudiesen contestar. Varios ha-brían emprendido una retirada a carrera abierta, sihubieran encontrado valor siquiera para esto; peroel miedo los hacía querer estarse juntos en torno deJohn, como si encontraran ayuda en el valor de este.Silver, por su parte, había logrado sobreponersebastante a su debilidad.

-¿Espíritus? -dijo-, ¡Bueno! Podría ser. Pero notouna cosa que no me parece muy clara, y es que lavoz del espíritu ha tenido eco. Ahora bien, yo digoque ningún hombre ha visto que las almas hagansombra. ¿Cómo podía, entonces, su voz hacer eco?Quisiera averiguar esto. A mi, por lo pronto, no meparece natural.

Aquel argumento me pareció a mí bastante débil.Pero es imposible decir qué costa afectarán a la su-perstición; así es que, con no poca s- presa de miparte, vi que Jorge Merry se mostraba consolado:

¡Vaya, pues, de veras! -exclamó- John, usted llevauna verdadera cabeza sobre sus hombros, no hayduda en eso. A propósito, camaradas: esta tripula-ción lleva su vela sobre una mala amura. Decíamosque esa voz se parece a la de Flint; un poco, digo yo,

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pero a esta distancia no es fácil juzgar el parecido.Puede ser y buena voz de otro...

-¡Por el infierno! -gritó Silver-; ¡ese fue BenGunn!

Ben Gunn ha sido, le ha acertado usted -dijoMorgan incorporándose ¡Ben Gunn y muy BenGunn!

-Pues ahora no tiene ya mucho de extraordinario-dijo Dick- Ben Gunn no anda entre nosotros, esverdad; pero supongo que tampoco andará conFlint.

Los de más edad de la compañía recibieron lasosa observación de Dick con el más marcado des-precio.

-¡Y que nos importa Ben Gúnn! -exclamó Merry-Vivo o muerto, aquí nadie le tiene miedo a BenGunn.

Era cosa sorprendente el ver hasta qué puntohabía vuelto el ánimo a sus cuerpos y el color a suscaras, poco antes cadavéricas por el terror. Pocodespués ya estaban charlando unos con otros, sibien todavía de cuando en cuando prestaban oídoatentamente; mas como no percibiesen sonido algu-no, concluyeron por echarse a cuestas todos susaperos y la caravana se puso nuevamente en marcha.

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Merry iba a la vanguardia, llevando consigo la brú-jula de Silver a fin de seguir, sin desviarse, la línearecta tirada del islote del Esqueleto. Jorge había di-cho la verdad; vivo o muerto, allí nadie tenía miedoa Ben Gunn.

Dick, sin embargo, todavía conservaba su Bibliaen la mano como un amuleto, y echaba en tornoojeadas llenas de temor; pero su cobardía no en-contró ya prosélitos, y Silver no le hizo poca burla acausa de sus precauciones.

-Ya te había dicho yo, Dick -exclamaba el cocine-ro-; ya había dicho yo que tu Biblia estaba profana-da, y si tal como .está ya no, sirve ni para jugar conella, ¿qué fuerza quieres tú que tenga para librarte deun espíritu? ¡Ninguna por cierto!

Pero Dick no estaba para oír razones; la verdadera. que, según pude notar, el pobre muchacho seestaba poniendo mal; la fiebre que el doctor le habíaanunciado en la mañana se apoderaba de el a todaprisa, espoleada por el susto, el calor y la fatiga.

Ya sobre la cima, el terreno era abierto, y nuestrocamino descendía un poco, porque, como he dichoantes, la meseta se inclinaba pronunciadamente endirección al oeste. Los pinos, pequeños y grandes,crecían a buena distancia unos de otros, y aún entre

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los espesos lunarcillos de azaleas y mimosas queda-ban grandes claros al descubierto en que el sol re-verberaba con inusitada fuerza. Prosiguiendo comoíbamos, en dirección noroeste, a través de la isla,nos acercábamos cada vez más, por una parte, a losdeclives de El Vigía, y, por una, a aquella bahía oc-cidental formada por el cabo de la Selva, en la cualhabía yo pasado tantas angustias a bordo del llevadoy traído coracle.

Llegamos al primero de los grandes árboles; perotomada la dirección con la brújula, resultó no seraquél el que buscábamos. Lo mismo sucedió con elsegundo. El tercero se alzaba como a unos dos-cientos pies de la cima de un boscaje de arbustos.Era éste un verdadero gigante de los bosques, conuna columna recta y majestuosa como los pilares deuna basílica y con una copa ancha y tupida bajo cuyasombra podía muy bien haber maniobrado unacompañía de soldados. Tanto desde el este cómodel oeste podía distinguirse muy bien, en el, mar,aquel coloso, y pudiera habérsele marcado en elmapa como una señal marítima.

Pero no era por cierto, su corpulencia imponentelo que nos impresionaba a los compañeros, sino laseguridad de que nada menos que setecientas mil

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libras en oro yacían sepultadas en -un punto cual-quiera bajo el círculo extenso de su sombra. La, ideade las riquezas que les aguardaban concluyó de darpor tiempo, con todos sus temores precedentes entanto se acercaban al sitio codiciado. Sus G»S, lan-zaban rayos; sus pies parecían más ligeros y expe-ditos; sus almas enteras, estaban absortas en laexpectativa de aquella riqueza, fabulosa que había deasegurarles, para toda la vida, una no interrumpidaserie de extravagancias y placeres sin límite cuyasimágenes danzaban tumultuosamente en sus imagi-naciones.

Silver gruñía, cojeando más que nunca, sobre sumuleta; su nariz aparecía ancha y dilatada estreme-ciéndose de cuando en cuando; si una mosca se pa-raba sobre cualquier parte de su rostro, juraba ymaldecía como un poseído; tiraba furiosamente dela cuerda con que me llevaba sujeto, y, de tiempo entiempo, echaba sobre mí ojeadas con que hubieraquerido aniquilarme. La verdad es que no se tornabaya el menor trabajo para. disimular sus pensamien-tos y a mí me era fácil leerlos -como si los llevaraescritos sobre la frente a la aproximación del orotodo otro pensamiento se había borrado de su me-moria; su promesa, las advertencias del doctor, ha-

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bía dejado de existir, y no me cabía la menor dudade que su esperanza, en aquellos, momentos, eraapoderarse del tesoro, encontrar y fletar "La Espa-ñola" a favor de la oscuridad de la noche, y degollarsin compasión a cuantas gentes honradas había enla isla y hacerse a la mar, copio 19 había meditado,con su doble cargamento de crímenes y de oro.

Impresionado con pensamientos tan poco con-soladores, era para mí cosa difícil seguir el paso rá-pido y agitado de los buscadores de oro. De vez encuando tropezaba, y entonces era cuando Silver da-ba violentos tirones a la cuerda con que se me con-ducía y me arrojaba, como dardos, sus miradasasesinas. Dick, que se había quedado a nuestra es-palda, y que a la sazón formaba en retaguardia de lacaravana, venía murmurando para sí, todo mezcla-do, oraciones y juramentos. Esto no hacía más queaumentar mi desazón y malestar y, como corolario,recordé en aquellos momentos la tragedia. que sehabía desarrollado una vez en esa misma meseta,cuando aquel pirata sin Dios que murió en Sa-vannah cantando y pidiendo ron, había asesinadoallí a sus seis cómplices. Ese bosque, tan tranquilo ysilencioso a la sazón, debió resonar entonces conlos alaridos de terror y de agonía de las víctimas sa-

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crificadas, alaridos que, el terror hacía. resonar a losoídos Pe mi imaginación.

Nos encontrábamos, en aquel momento, al bordedel boscaje.

-¡Hurra, muchachos! -gritó Merry-; ¡todos juntos!Y, al decir esto, el hombre de vanguardia echó a

correr.Repentinamente, y antes de que hubiera avanza-

do diez yardas, vimos al grupo detenerse. Un gritoahogado se escapó de cada pecho. Silver aceleró elpaso, empujándose con el apoyo de la muleta a dis-tancias inverosímiles, y, un momento después, tantoel como yo, habíamos tenido que hacer alto comolos demás.

A nuestro pies se vela una gran excavación nadareciente, porque se veían los costados de la fosadesprendidos, y en el fondo había ya brotado elcésped. Allí yacía, roto en dos pedazos, el mango deuna azada, y las tablas de varias cajas de empaque semiraban esparcidas aquí y acullá. En una de esas ta-blas pude leer esta marca, hecha con un hierro can-dente: "Walrus", nombre del buque de Flint, comose recordará.

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Aquello era claro como la luz del día. El escon-dite había sido descubierto y explotado. ¡Las sete-cientas mil libras hablan desaparecido!

33. La caída de un caudillo

Jamás trastorno alguno en la vida ha sido mássentido que aquél. Se diría que un rayo había heridoa todos aquellos hombres. Pero, a Silver, el golpe lepasó en un instante. Todas las facultades de su almase habían encontrado por un rato en aquel tesoro, esverdad; pero el instinto le hizo recobrarse en un se-gundo: su cabeza se alzó firme, su valor apareció alinstante y ya había formado todo un plan cuandolos otros aún no acertaban a darse cuenta exacta delterrible chasco.

Y, al punto, dándome una pistola de dos años medijo:

-Toma esto, Jim, y preparémonos para una que-rella.

Al mismo tiempo comenzó a trasladarse sin pre-cipitación- hacia el norte, y a pocos pasos, ya habíapuesto la excavación entre nosotros y los otros cin-co. En seguida me dirigió una mirada y me hizo con

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el dedo una señal muy significativa, como diciendo:"Aquí se juega el pellejo", en lo cual estaba yo deacuerdo. Empero, sus miradas eran ya amistosas, yyo me sentí tan indignado con estos frecuentescambios, que no pude menos que decirle:

-Por lo visto es usted de los nuestros otra vez.No tuvo tiempo para contestarme. Los filibuste-

ros, con gritos y maldiciones de todo género, co-menzaban a brincar adentro del hoyo unos trasotros, cavando rabiosamente con sus propias uñas yhaciendo caer los bordes de la fosa al hacer esto.Morgan se encontró una pieza de oro. Alzóla en susmanos con una verdadera explosión de juramentos:era una moneda de valor de dos guineas, y pasó demano en mano durante unos quince minutos.

-¡Dos guineas! -rugió Merry enseñando aquellapieza a Silver y sacudiéndola en alto- ¿Son éstas tussetecientas mil libras? ¡De veras que eres tú el hom-bre para hacer contratos! Tú eres el que asegura quejamás empresa se ha echado a perder entre tus ma-nos, viejo imbécil, haragán, cabeza de alcornoque!

-¡Escarben, muchachos! -gritó Silver con la másfría insolencia-; no me sorprenderá que aún en-cuentren algunos maníes.

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-¡Maníes! repitió Merry con un grito salvaje- Ca-maradas, ¿lo han oído ustedes? Pues ahora tengo laseguridad de que ese infame lo sabía todo. No haymás que mirarle la cara; allí leo su traición.

¡Hola, Merry! -le gritó Silver-; ¿ya piensas propo-nerte de nuevo para capitán?

Pero, esta vez, todos estaban decididamente dellado de Merry Uno tras de otro, fueron echándosefuera de la excavación, arrojando miradas furiosastras de sí. Una cosa observé en aquellos críticosmomentos, que por cierto nos favorecía en gran ma-nera, y es que todos saltaban del lado opuesto al queocupábamos Silver y yo.

Por fin estábamos allí frente a frente, dos de unlado y cinco del otro, con el socavón separandoambas facciones y sin que ninguna de ellas parecieraresuelta a dar el primer golpe. Silver permanecía in-móvil, observando simplemente al enemigo, erguidosobre su muleta y con una frialdad que parecía inve-rosímil. Aquel bandido era valiente, no cabía duda.Merry, al cabo, creyó que un discurso acelerarla laconclusión de la escena.

-Camaradas -dijo-, allí están dos individuos so-los, de los cuales el uno es el viejo derrengado, aquien trague el infierno que se ha burlado de noso-

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tros trayéndonos a soportar una decepción inmere-cida. El otro no es más que ese cachorro del diabloa quien pienso arrancarle esta vez hasta las entrañas.No hay temor, ¡a ellos, camaradas!

Al decir esto, alzó la voz y el brazo como paraguiar el ataque; pero, en aquel instante... ¡crac! ¡crac!¡crac! tres detonaciones de mosquete sonaron casisimultáneamente y tres relámpagos se vieron brillaren La espesura más cercana. Merry se desplomó decabeza dentro de la excavación; el hombre de la caravendada dio vueltas girando como una peonza y ca-yó cuan largo era, muerto. En cuanto a los tres res-tantes, volvieron la espalda y emprendieronprecipitada fuga, corriendo como ciervos espanta-dos.

En un abrir y cerrar de ojos, Silver había dispa-rado los dos cañones de una doble pistola sobre elagonizante Merry, y como este desdichado levantasehasta el los ojos en sus últimas convulsiones, le gritóel implacable cocinero: -Me parece, Jorge, que te heajustado las cuentas.

En el mismo instante, el doctor, Gray y BenGunn salían, a reunírsenos, de un bosquecillo demimosas, trayendo entre las manos sus mosqueteshumeando todavía.

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-¡Adelante, muchachos! -gritó el doctor- Hay queimpedirles que se apoderen de los botes: ¡Adelante!¡Adelante!

Con esta incitación tan apremiante partimos ve-lozmente, sumergiéndonos, algunas veces, hasta elpecho, en las espesuras de retamas y matorrales detoda clase de hierbas.

Silver, en aquellas circunstancias, demostraba elmayor empeño por no separarse de nosotros. Y loque aquel viejo inválido hizo, abriéndose paso pordonde nosotros íbamos saltando frenéticamente so-bre su muleta hasta hacer casi que se destrozaran losmúsculos de su pecho, todo eso no lo habría podi-do hacer con más energía y resolución un hombresano. El doctor fue de mi misma opinión en esteparticular. Con todo, cuando llegamos a la ceja de lameseta en trance de descender, el hombre venía aunas treinta yardas tras de nosotros y su fatiga eratal que parcela a punto de ahogarse.

¡Doctor! -gritó- Mire usted allá; no hay prisa nin-guna.

En efecto no la había. Por un claro bastantegrande de la meseta podíamos divisar a los tres fu-gitivos corriendo todavía en la misma dirección enque habían partido, esto es, directamente hacia el

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cerro de Mesana. Nosotros nos encontrábamos en-tre ellos y los botes, por lo cual nos sentamos, entanto que John Silver, enjugándose el rostro, llegabaya, lentamente, hasta nosotros.

-Doy a usted las más rendidas gracias, doctor-dijo- Ha llegado usted en el momento critico, a loque creo, para Hawkins y para mí. ¡Hola! ConqueBen Gunn está también por aquí, ¿eh?

-¿Y qué tal está usted, señor Silver? Muy bien, di-rá usted ¿no es cierto? ¡Pues me alegro!

-¡Ah! ¡Ben! ¡Ben! -murmuró Silver- ¡Y pensar enla que nos has jugado!

El doctor envió a Gray a que recogiera uno delos picos abandonados por los piratas en su preci-pitada fuga, y fuimos bajando despacio hacia elpunto en que los botes yacían amarrados, mientrasel doctor nos refería, en pocas palabras¡ lo que hablapasado. Pero su narración interesó profundísima-mente a Silver; sobre todo al ver que, desde el prin-cipio hasta el fin, era el único héroe de ella aquelBen Gunn, el semiidiota abandonado hacía tresaños en la isla.

Ben, en sus solitarias y vagabundas excursionespor la isla, había encontrado el esqueleto de Alan ylo había despojado de sus armas y dinero. Después

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había encontrado el tesoro; había hecho la excava-ción dejando en ella, por último, su azada rota y yainútil; había cargado sobre sus hombros todo el oro,en incontables penosísimos viajes, desde el pie delgigantesco pino hasta una gruta que el tenía en laloma de las dos puntas, en el ángulo nordeste de laisla, y allí, por último, lo tenla todo almacenado, dosmeses hacía, perfectamente a salvo.

Cuando el doctor estuvo al tanto de este secreto,en la tarde del día del ataque, y al ver a la mañanasiguiente desierto el ancladero, no vaciló en ir a verSilver, darle el mapa, que era ya inútil, y cederle to-das las provisiones, puesto que la gruta de BenGunn estaba abundantemente surtida con carne decabras monteses y de venados, salada por el; sin re-servarse, en una palabra, cosa alguna, a fin de asegu-rarse la retirada del reducto hacia la colina de lasdos puntas, donde no había el menor peligro demalaria, manteniéndose una vigilancia efectiva sobreel tesoro.

-En cuanto a ti, Jim -dijo-, la cosa me apenaba;pero hice lo que me pareció mejor para los que ha-bían permanecido fieles a, su deber, y si tú no esta-bas entre ellos, no era nuestra la culpa. Pero aquellamañana, comprendiendo que iba yo a verme ex-

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puesto a las represalias que el horrible desengañoque había preparado para los rebeldes haría des-pertar, había corrido, hasta la gruta, y, dejando alcaballero para cuidar al capitán, había traído consi-go a Benn Gunn y a Gray, y describiendo una dia-gonal a través de la isla, trató de acercarse hasta elgran pino. Pronto vio, sin embargo, que los suble-vados le llevaban ventaja; por tanto Ben Gunn, quecasi volaba en aquellos terrenos, fue despachado,vanguardia para. qué hiciese lo posible por detenerel avance de los sublevados. En esas circunstanciasfue cuando al hombre de. la isla se le ocurrió apro-vecharse de la superstición de los piratas, y el éxitode su ensayo permitió que el doctor y Gray pudieran¡legar a destino y emboscarse cerca del pino antes deque se presentaran los buscadores del tesoro.

¡Ah! -dijo Silver- por lo visto ha sido para mi unagran fortuna el tener a Jim conmigo. A no ser por elhubieran ustedes dejado hacer picadillo al pobreviejo John sin consagrarle un pensamiento siquiera,¿no es verdad? ¡Ni un pensamiento! -dijo el doctorjovialmente.

Mientras tanto habíamos llegado a los botes. Eldoctor, sirviéndose del pico, destruyó uno de ellos,y luego nos pusimos con el restante y, nos arregla-

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mos para Ir hasta la bahía del Era aquel un viaje deunas ocho o nueve millas. Silver, aunque mi muertode fatiga, fue asignado a uno de los remos como to-dos. nosotros, y pronto nuestro esquife se deslizóligero sobre un mar terso y -favorable. Pronto pa-samos el estrecho y doblamos a punta sudoeste dela Isla, en torno a la cual, cuatro días antes, había-mos remolcado tan penosamente “La Española”.

Cuando pasamos frente a la colina de los dos pi-cos pudimos ver, la negra boca de la gruta de BenGunn y una figura humana, de pie, cerca de ella, re-cargándose sobre un fusil. Era el caballero, a quiensaludamos ondeando nuestros pañuelos y lanzandotres, hurras, a los cuales la voz de Silver se unió tancalurosamente como la de cualquiera de nosotros.

Tres millas más lelos y muy, cerca de la entradade la bahía del norte, ¿qué otra cosa habíamos deencontrar, sino “La Española” navegando sola? Laúltima creciente la había levantado de la posición enque la había dejado. Tal como la encontramos, huboMuy, poco que reparar y componer, excepto el des-trozo de la vela mayor. Alistóse una nueva ancla y latiramos a braza y media de agua y, en seguida, todosvolvimos al bote, remando Caleta del Ron, que era

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el abrigo más próximo a la gruta del tesoro de BenGunn.

Un ligero declive llevaba desde la playa de la ca-leta entrada de la cueva. En la parte más alta apare-ció el caballero que salió a nuestro encuentro. Fuecordial y amable conmigo, omitiendo toda referen-cia a mi escapatoria, lo mismo para alabarla que paracondenarla. Al recibir el saludo cortés de Silver, sepuso como la grana y dijo: -John Silver, es usted elmás prodigioso villano e impostor que jamás viviósobre la tierra..., un impostor monstruoso, sí señor.¿Se me ha dicho que debo renunciar a perseguir austed ante los tribunales? Enhorabuena: no la haré.Pero eso no impedirá que todos esos hombres quehan perecido pesen sobre usted como piedras demolino.

-Gracias de nuevo, gracias muy cordiales, señor-exclamó Silver saludando otra vez.

-Le prohibo a usted que vuelva a pronunciar esaspalabras -dijo con vehemencia el caballero- He aquíuna parodia de mi deber. ¡Quédese usted detrás detodos!

Dicho esto, entramos en la gruta. Era ésta unagran estancia, bien ventilada, con una fuentecilla yuna represa pequeña de agua clara circundada de

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helechos. El piso estaba enarenado. Ante un grandey confortable fuego estaba el capitán Smollet. En unrincón, más apartado, mal iluminado por los res-plandores de la hoguera, advertí un gran montón demonedas y un cuadrilátero formado con barras deoro. Aquél era el tesoro de Flint, que, desde tan le-jos, habíamos venido a buscar y que, desde enton-ces, había costado ya las vidas de diecisiete de lostripulantes de "La Española". ¡Cuántas más habríacostado el reunirlo, cuánta sangre vertida, cuántosamargos duelos ocasionados, cuántos buques arro-jados al fondo del mar, cuántos hombres realizan-do, con los ojos vendados, el horrible "paseo de latabla", cuántos cañonazos disparados, cuánta menti-ra, cuánto engaño, y cuántas crueldaes! ... He aquíuna cosa imposible de calcular. Y, sin embargo. allímismo, en aquella isla, andaban aún tres hombresque habían tenido su participación en aquellos crí-menes: Silver, el viejo Morgan y Ben Gunn, y cadauno de ellos había esperado en vano tener su parti-cipación en la recompensa.

-Ven acá, Jim -díjome el capitán- Tú eres unbuen muchacho, en tu clase; pero no creo que tú yyo volvamos juntos a la mar de nuevo. Eres dema-siado lo que se dice un niño mimado para que pu-

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dieras estar bajo mis órdenes por mucho tiempo.¿Es usted, John Silver? ¿Que; vientos lo arrojan austed por acá?

-Vuelvo a mis obligaciones, señor -contestó Sil-ver.

-¡Ah! -dijo el capitán, y no añadió una palabramás.

¡Dios mío! ¡Qué cena tuve aquella noche, junto atodos mis amigos, con las carnes saladas por BenGunn y golosinas exquisitas traídas de "La Españo-la"! Estoy seguro de que jamás hubo gentes más ale-gres y felices. Y, con nosotros, estaba allí Silver,sentado detrás de nuestro grupo, casi fuera del radiode luz de la hoguera,- pero comiendo con gran ape-tito, listo para levantarse y servir algo que hicierafalta y hasta uniéndose a nuestras risas de una ma-nera poco ruidosa; en una palabra, el mismo hom-bre obsequioso, comedido y agradable que salió connosotros de Bristol.

34. En donde se relata el fin de esta verdaderahistoria

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A los primeros albores de la mañana siguiente,todos estábamos en movimiento, pues no era tra-bajo sencillo el trasbordo de toda aquella masa deoro desde cerca de una milla en tierra, y tres millasen el borde, hasta "La Española", siendo comoéramos tan escasos en número. Los tres rebeldesescapados la víspera y que forzosamente permane-cían aún en la isla no nos dieron ningún que hacer.Pusimos un centinela en el declive de la loma paraevitarnos una sorpresa, aunque nos tranquilizaba laidea de que ya no deberían tener muchos deseos depelear después de tantas tentativas infructuosas.

Así, pues, la obra del transporte fue activada vi-gorosamente. Gray y Ben Gunn iban y venían con elbote, mientras los restantes, durante sus ausencias,apilaban oro en la playa. Dos de aquellas barras,atadas con un cabo de cuerda, hacían una carga su-ficiente para un hombre, y puede creérseme que nossentíamos contentos de ir marchando lentamentecon semejante carga. Por lo que hace a mí, como noles era muy útil para el acarreo, me ocuparon todo eldía en la gruta, en empacar las monedas en cajas ysacos que habían traído expresamente en "La Espa-ñola".

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Como en la talega de Billy Jones, había allí la másextraña colección de monedas, sólo que en cantidadinfinitamente superior, y en mucha mayor variedad,al punto de que no creo haber gozado más en mivida que al separarlas y arreglarlas. Monedas france-sas, inglesas, españolas, portugueses; jorges Y luises,doblones y dobles guineas, moidores y zequíes, conlos retratos de todos los soberanos de Europa, lomenos de un siglo atrás; y extrañas piezas orientalesmarcadas con lo que parecían haces de cuerdas otrocitos de telaraña, piezas circulares, y otras aguje-readas como si se las hubiera destinado a llevarlas alcuello a guisa de collar; casi todas las variedades demoneda conocida, en una palabra, tenían sus repre-sentantes en aquella colección. En cuanto al núme-ro, tengo por cierto que eran tan incontables comolas hojas que el otoño esparce; de tal suerte que laespalda me dolía ya terriblemente de tanto estar in-clinado y las uñas me punzaban con el trabajo de laseparación.

Un día y otro día repetíamos el mismo trabajo, ya la llegada de cada noche una verdadera fortuna sehabía llevado a bordo de "La Española", en tantoque otra fortuna quedaba aún esperando para el día

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siguiente. En cuanto a los tres rebeldes sobrevi-vientes, para nada nos molestaron.

Por último -y creo que ésta fue la tercera noche,el doctor y yo viajábamos por el declive de la lomaen el punto en que pueden dominarse desde ella to-das las partes bajas de la isla, cuando, en medio dela oscuridad de la noche, el viento trajo hasta noso-tros un rumor entre aullidos y canto. Fue una meraráfaga lo que llegó a nuestros oídos, y luego se res-tableció de nuevo el silencio.

-Dios los tenga en su mano -dijo el doctor-; esosson los rebeldes.

-Borrachos, sí, señor -añadió la voz de Silver trasde nosotros.

Aprovecharé aquí para decir que a Silver se lehabía otorgado libertad absoluta y que, a pesar deque tuvo que sufrir continuos desaires, parecía con-siderarse, una vez más, como un dependiente queri-do y privilegiado. La verdad que era de admirar laprudencia con que sobrellevaba todas sus humilla-ciones y la invariable urbanidad Con que trataba decongraciarse con todos. Sin embargo, tengo enten-dido que nadie lo trató mejor que si hubiese sido, unperro; a no ser Ben Gunn, que continuaba sintiendoun terror pánico por su antiguo contramaestre, y yo

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que, en realidad, tenía algo qué agradecerle, si bienes cierto que aun en esto podía y haberme sentidotan predispuesto como otro cualquiera en contrasuya, puesto que recordaba muy bien haberle vistomeditando, en la meseta una nueva traición en con-tra mía. En virtud de esto, no fue sino ásperamenteque el doctor le respondió:

-Borrachos o delirando, ¿qué sabe usted?-Tiene usted razón que le sobra -replicó John Pe-

ro lléveme el diablo si ni a mi ni a usted nos importaque sea lo uno o lo otro.

-No creo que tenga usted muchas pretensionesde ser considerado un miembro real de la humani-dad -o el doctor con una mirada de desprecio parasu interlocutor-; por lo mismo, maese Silver, es muyprobable que mis sentimientos le sorprendan a d;pero sí yo tuviera -la certeza moral de que los tresestán delirando, como la tengo de que uno, por lomenos, debe estar postrado, por la fiebre, crea ustedque dejaría al punto este campo ya riesgo de mipropio pellejo, iría a llevarle los auxilios de mi pro-fesión.

-Usted me perdonará mucho, señor, si le digoque ése sería un gran. error -añadió Silver-¡ Ustedperdería, con toda certeza, su preciosa vida, y no le

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quepa. a usted duda de ello. Yo estoy ahora en lasde ustedes en cuerpo y alma, y no con. sentiría ja-más en que se debilitara nuestra fuerza dejando irsolo a usted, a quien muy bien sé todo lo que debo.Además, aquellos hombres no sabrían mantenernunca. su palabra, aun suponiendo que se lo propu-sieran, y, lo que es peor todavía, nunca rían tener feen la promesa de un hombre de honor como usted.

-Es verdad -dijo el doctor-; pero, en cuanto ahombres que cumplan su palabra, ahí está usted quese pinta solo para ello.

Aquellas fueron casi las últimas noticias que tu-vimos de, los tres piratas. Sólo una vez oímos undisparo lejano, y supusimos que andarían cazando.Celebramos, a propósito de ello, consejo de guerra,y se les sentenció a ser abandonados en la Isla, conIndecible regocijo de Ben Gunn y la más cordialaprobación de Gray. Les dejamos un abundantesurtido de pólvora y balas, todos sus provisiones decarne salada por Ben Gunn algunas medicinas, topa,una pequeña vela, algunas brazas de cuerda, aperosde labranza y otros muchos útiles y, por de expresodel doctor, -una buena cantidad de tabaco como elmejor regalo, según el.

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Esto fue casi lo último que hicimos en la Isla delTesoro. Antes de esto ya habíamos embarcado cui-dadosamente todo el oro, lo mismo que agua enabundancia y víveres de sobra para el caso de algúnaccidente, por lo cual en una mañana, por ciertomuy hermosa, levamos el ancla que era todo lo quenos restaba por hacer; y levantando al tope denuestro palo mayor la misma bandera que izara elcapitán en la empalizada y bajo la cual peleamos,salimos mansamente fuera de la bahía del norte.

Los tres rebeldes deben haber estado a la mira denuestros movimientos más cerca de lo que nosotroscreíamos. Comprobó este aserto el hecho de que, alcruzar el estrecho que da paso al mar abierto, tuvi-mos que ir costeando la punta sur, y allí los di-visamos a los tres en una pequeña eminencia dearena, arrodillados y tendiéndonos los brazos conaire suplicante. Lo que hacíamos era muy en contrade nuestros sentimientos, dejándolos en aquella islasalvaje y abandonada; pero era imposible exponer-nos a los riesgos de un nuevo motín a bordo, y lle-varlos a bordo para entregarlos al verdugo enInglaterra hubiera sido una compasión de una espe-cie enteramente cruel. El doctor les dio voces avi-sándoles de las provisiones de todo género que les

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dejábamos y el punto en donde podrían encontrar-las. Empero, ellos continuaban llamándonos a todospor nuestros nombres, con . sus gritos que partíandel corazón, y pidiéndonos que por el amor de Diosno los condenáramos a morir en semejante paraje.

Por último, viendo que el buque seguía inflexi-blemente su marcha y se iba poniendo fuera del al-cance de la voz, uno de ellos, que bien sé cuál fue, sepuso de pie de un salto; lanzando Un grito ronco,apoyó el mosquete en su hombro, apuntó e hizofuego, lanzando una bala que pasó casi rozando lacabeza de Silver y perforó la vela mayor.

Después de esto nos pusimos al amparo de labalaustrada de cubierta, y cuando, algún rato des-pués, saqué la cabeza para verlos, habían ya desapa-recido de sobre la eminencia de arena, y laeminencia misma se fue perdiendo, poco a poco, enla bruma de la distancia. Aquel fue en realidad, el findel drama presentado en la Isla del Tesoro; y comoa eso de mediodía, con indecible regocijo de mi al-ma, la punta más elevada, la de El Vigía, se su-mergía, por fin, en la azul inmensidad del océano.

Nuestra tripulación era tan escasa que cada unode nosotros debía prestar su ayuda a la maniobraexcepto el capitán, que, tendido a popa sobre un

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colchón, daba órdenes con toda propiedad, y aun-que muy mejorado de su herida, debía guardar unainmovilidad casi absoluta.

Pusimos la proa a uno de los puertos más inme-diatos de la América española, porque no nos eraposible arriesgarnos a hacer todo el viaje sin tripu-lantes de refresco, pues bastaron uno o dos días demalos vientos para que casi todos quedáramos exte-nuados por el esfuerzo.

El sol comenzaba a ocultarse en el Ponientecuando arrojamos el ancla en un precioso golfo,admirablemente protegido, y al punto nos vimosrodeados por lanchones de indígenas, negros y mes-tizos que vendían frutas y legumbres de toda espe-cie. La vista de tantos rostros placenteros y amigos,especialmente los de los negros; el gustar de las de-liciosas frutas tropicales y, sobre todo, las luces quecomenzaban a brillar en la población, en callespuertas y ventanas, me hacían sentir la inmensidaddel contraste más grato con nuestra sangrienta es-tancia en la isla. El doctor y el caballero, llevándomeconsigo, bajaron a tierra con el ánimo de pasar enella las primeras horas de la noche. Pero, una vezallí, encontraron al capitán de un buque de guerrainglés anclado en la bahía, y, en una palabra, se di-

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virtieron tanto y tan bien que sería como al amane-cer del día siguiente cuando volvimos a bordo de"La Española".

Ben Gunn estaba sobre cubierta, y no bien hu-bimos subido a bordo, cuando comenzó con lasmás estrambóticas contorsiones, a hacernos unaconfesión. Silver se había marchado. El hombre dela isla habla favorecido su escape en un lanchóncostanero, hacía algunas horas, y nos aseguraba quelo había hecho así con el sólo ánimo de salvarnuestras vidas, que, de seguro, habrían corrido ries-go inmenso si aquel "marino de una sola pierna"hubiera seguido a bordo. Pero no era ego todo. Elcocinero no se había marchado con las manos va-cías. Había hecho un agujero disimuladamente y sehabía sacado uno de. los sacas que contenían unasquinientas guineas, para ayudarse, seguramente, ensus correrías posteriores. Creo, de veras, que todosnos sentimos archisatisfechos de vernos libres de ela tan poco costo.

Ahora bien, para abreviar el relato, diré que con-tratamos allí algunos nuevos y honrados marinospara completar nuestra tripulación; que hicimos unatravesía feliz, y que "La Española" ancló en Bristol,precisamente en momentos en que ya el señor Blan-

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dy comenzaba a pensar en la necesidad de enviarotro buque en busca nuestra. Sólo cinco de las per-sonas que habían partido en la goleta volvían enella.

El diablo y la bebida habían hecho el resto, conel agregado de una venganza. Sin embargo, nuestracondición no era tan mala, ni se le parecía, a la deaquel navío del que decía la canción que

No tornó a bordo sino un hombre vivo,Cuando eran, al zarpar, setenta y cinco.

Todos nosotros recibimos una porción conside-rable del tesoro, y la usamos, ya cuerda, ya tonta-mente, según nuestras respectivas inclinaciones. Elcapitán Smollet vive ahora retirado del mar, en unaposición cómoda y desahogada; Gray, no sólo guar-dó su dinero, sino que, sintiendo deseos de aumen-tarlo, estudió cuidadosamente su profesión y ahoraes piloto y propietario, en parte, de un magníficobuque mercante. Además, se ha casado, y es padrede una familia enteramente dichosa. En. cuanto aBen Gunn, le tocaron cinco mil libras, que dilapidócon una prontitud asombrosa, encontrándose, alcabo de pocas semanas, pidiendo limosna para po-

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der vivir. Entonces se le dio lo que a el tanto re-pugnaba según manifestó en la isla, esto es, la con-serjería de una casa, en la cual vive a estas horas,siendo el gran favorito de todos los chicuelos de lavecindad, -a quienes embelesa con la narración desus hazañas y aventuras. Por lo demás, su piadosacostumbre de orar los domingos, en el agreste ce-menterio de la isla, le ha llevado a ser actualmenteun excelente cantor en, la iglesia, lo mismo los do-mingos que en las fiestas de los grandes santos.

De Silver jamás volvimos a saber una palabra.Aquel formidable "marino de una sola pierna" habíadesaparecido del escenario de mi vida. Pero no seríaextraño que, al cabo, se hubiese reunido con unamulata y, tal vez, actualmente, viviese cómodamentecon ella y en la inseparable sociedad de su loro.Quiero creerlo así, porque si en esta vida no le esdable gozar algo, en la otra mucho me temo que nole espere cosa alguna que sea de envidiarse.

La gran barra de plata y las armas aún permane-cer¡, creo, en el lugar en que el terrible pirata las se-pultara, y permanecerán allí ciertamente, hasta queyo vaya por ellas. Empero, ni monjas ni frailes des-calzos, me persuadirán de que vaya de nuevo a aquelmaldito lugar. Créaseme que las más siniestras pesa-

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dillas que suelen aún turbar el reposo de mis tran-quilas noches, son aquellas en que me veo trans-portado a la Isla del Tesoro y escucho el sordomugido del mar estrellándose en sus escarpadascostas, hasta que me despierto sudoroso sobre milecho no bien escucho la voz aguda y penetrante deCapitán Flint, gritando desaforadamente: “¡Piezas dea ocho! ¡Piezas de a ocho! ¡Piezas de a ocho!”