Roberto Esposito obra
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Roberto Esposito: Pensar la persona
El filósofo italiano Roberto Esposito, profesor de Historia de las Doctrinas Políticas y Filosofía Moral
en Nápoles, renueva en El dispositivo de la persona, su último libro y en el anterior (Tercera persona,
ambos publicados por la editorial Amorrortu) la retórica de los derechos humanos; sin impugnar su
legitimidad cívica, pero sospechando de la eficacia política de sus postulados. ¿Qué se está diciendo
cuando se dice “persona”?, pregunta, y concluye que esa categoría, en lugar de cerrar el hiato entre vida
y derecho abierto por los totalitarismos del siglo pasado y la actualidad, lo que ha provocado es
contribuir a la imposibilidad de su clausura y reforzar esa misma imposibilidad, dejando el campo
abierto para la generalización del estado de excepción permanente bajo el disfraz consensual de la
democracia.
Publica Ñ
Por Pablo E. Chacón
Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud, Elias Canetti, Georges Bataille, Giorgio Agamben, Alain Badiou,
Michel Foucault, Gilles Deleuze y Simone Weil son los precedentes que el italiano usará para
deconstruir a la “persona” y denunciar que como concepto clave de la Declaración Universal de los
Derechos del Hombre, dictada en 1948, su principal logro ha sido aplastar lo que de singular
caracteriza al sujeto a cambio de una universalidad jurídica que -ecuánime en sus intenciones- resulta
de bajísima eficacia en sus resultados políticos: poblaciones enteras masacradas, migraciones forzadas,
hambrunas, guerras, propagación de pestes, privatización de la atención sanitaria, fundamentalismos,
criminalización de la pobreza, etcétera, no dejaron de sucederse desde 1948 a la fecha. Y mucho más
durante los últimos tiempos, que los protocolos de intervención humanitaria están casi exclusivamente
bajo la férula de las Naciones Unidas. Pero a Esposito le interesa menos el recuento diario de las
calamidades que la fundación filosófica de la “persona” (y el “personalismo”), deudor de la teología
jurídica cristiana, que en la actualidad se articula con las tecnologías de la información, el aislamiento,
la violencia sin causa y la “desaparición” del sujeto, ese incalculable, impolítico, impersonal,
incompleto, sometido a la pulsión de muerte, a la “parte maldita”, a la castración y a la finitud.
La tesis que se desarrolla en el libro es que la “persona”, más que un concepto, es un dispositivo
impuesto con objeto de separar, al “interior” del sujeto, voluntad y razón, excluyendo la “animalidad”
que lo habita -su impersonalidad. Frente a las críticas más obvias, Esposito jamás dice que la
Declaración de 1948 no sirve sino que relativiza sus alcances y sospecha (como intelectual crítico) de
las buenas intenciones que como se sabe, de ellas está empedrado el camino al infierno.
“En tiempos en que aun los partidos políticos ambicionan llegar a ser „personales‟ para producir la
identificación de los electores con la figura del líder, cualquier gadget es vendido por la publicidad
como „personalizado‟, adaptado a la personalidad del comprador y destinado, así, a darle mayor relieve,
con el resultado de homologar los gustos del público a modelos apenas diferenciados. Otra vez la
misma paradoja: cuanto más se trata de recortar las características inconfundibles de la persona, tanto
más se determina un efecto, opuesto y especular, de despersonalización”, escribe. Es decir, prestando a
cada uno la misma “máscara” de persona, termina por resultar una repetición susceptible de
intercambio.
“En contra de una ideología (el nazismo) que había reducido el cuerpo humano a los lineamientos
hereditarios de su sangre, esa filosofía se proponía recomponer la unidad de la naturaleza humana,
ratificando su carácter irreductiblemente personal”. Para Esposito no es casual que el pensador católico
Jacques Maritain, uno de los redactores de la Declaración del 48, defina a la “persona” como “un todo,
señor de sí mismo y de sus actos”, únicamente si ejercita un pleno dominio sobre su “parte animal”, o
sea, en términos de Esposito, su impersonalidad.
Desde este punto de vista, el proceso de personalización de algunos es el espejo invertido de la
despersonalización de otros. Como dice el filósofo italiano, “‟persona‟, en la antigua Roma, es quien es
capaz de reducir a otros a la condición de cosa. Así, de modo correspondiente, un hombre puede ser
considerado „persona‟ sólo de otro proclamado „persona‟”. En las antípodas de esta concepción
también pueden entenderse las críticas a los derechos universales de Jacques Derrida (que trata la
cuestión en su último seminario, “La bestia y el soberano”, publicado en castellano por la editorial
Manantial); también las de Agamben y de Alexander Kojeve (“El hombre es producto de la tensión
entre su animalidad y su humanidad. Y tan monstruoso es un hombre sólo animal, como un hombre
sólo humano”). A esta reacción antihumanista se suma Esposito.
Para Boecio, la persona es “una sustancia individual de carácter racional”, reforzando la distancia
irrevocable entre cuerpo y mente -esa tradición que honraron la tradición romana y honra, aún, la
cristiana. Y todavía ciertas vertientes macroeconómicas suelen presentarse como una “ciencia” de
cálculos racionales, tesis que Albert O. Hirschman destruyó en “Las pasiones y los intereses”, donde
disuelve esa división y la primacía de unas sobre otros. Pero “en la perspectiva antigua y medieval, (el
sujeto, de raíz aristotélica) no sólo no se opone al objeto, sino que es entendido en el sentido de „sujeto
a‟, mejor que „sujeto de‟. Este es el punto en el cual la definición filosófica (de sujeto) se cruza con la
concepción jurídica romana y también con la idea cristiana de subordinación del cuerpo al alma.
Esposito prefiere centrarse en la analítica trabajada por Foucault entre subjetivación y sujetamiento: en
el “interior” del viviente, la persona es el sujeto destinado a sujetar la parte de sí no provista de
características racionales, la corpórea, animal o impersonal. Lo contrario a la estrategia de René
Descartes, que contrapone res cogitans y res extensa, “asimilando la primera a la esfera de la mente
y la segunda a la del cuerpo”, reproduciendo el mismo efecto de separación y subordinación,
“individualizado en la semántica teológica y jurídica de la persona”.
“Nietzsche había sumido la irreversible declinación de aquel léxico, refutando la dicotomía tradicional,
a partir de la escisión metafísica entre alma y cuerpo. Sostuvo que la razón, o el alma es parte
integrante de un organismo que tiene en el cuerpo su única expresión, rompe frontalmente con el
dispositivo de la persona. Después de dos milenios de tradición, para él es imposible continuar
escindiendo la unidad del ser viviente en dos lados yuxtapuestos, y sobrepuestos”. Y después llega
Freud: “es evidente que el relieve asignado al padre por el psicoanálisis en el inconsciente, constituye
una impugnación radical. Su „Psicopatología de la vida cotidiana‟ gira enteramente en torno a la
dialéctica entre lo personal y lo impersonal en una forma que hace del uno contemporáneamente el
contenido y la negación del otro. La conclusión que Freud aporta es la individuación de un fondo
impersonal, cambio vertiginoso entre identidad y alteridad, propiedad y extrañamiento, el flujo
impersonal que desfigura el perfil y estropea la máscara”. La máscara de la muerte en “El séptimo
sello” de Ingmar Bergman.
Al respecto, concluye Esposito, “quien deconstruye con más decisión el paradigma de la persona es
Simone Weil. Cuando en la más absoluta soledad, encuentra el coraje de escribir que „la noción de
derecho tracciona naturalmente, detrás de sí, por su misma mediocridad, la de persona, ya que el
derecho es relativo a las cosas personales‟, capta el punto central de la cuestión: persona y derecho se
sueldan en la doble toma de distancia de la comunidad de los hombres y del cuerpo de cada uno.
Sostener, como hace la autora, que „aquello que es sagrado está muy lejos de ser la persona, y es lo que
en un ser humano, es impersonal‟, parece inaugurar un discurso radicalmente nuevo, del cual por ahora
no podemos más que advertir sobre su urgencia, aunque sin ser todavía capaces de definir sus
contornos. Aquello que debería pensarse es un derecho llevado a la justicia entendido como justicia no
de la persona, sino del cuerpo, de todos los cuerpos y de cada cuerpo tomado en su singularidad”.
La inmanencia según Deleuze y la resistencia foucaultiana se orientan en esa dirección: “una vida que
coincida hasta lo último con su simple modo de ser tal cual es, una vida impersonal y singular, no
puede más que resistir a cualquier poder o saber, destinado a dividirla en partes recíprocamente
subordinadas”. Pero lo que dice Esposito en este libro es que no puede ser el derecho el que imponga
las leyes a una vida separada de sí misma; por el contrario, la vida es la que debe imponer sus propias
normas de referencia. La única manera de soldar derecho y vida en un momento histórico donde ambos
conceptos se sostienen separados por la arbitrariedad de poderes globales suturados a la técnica, o en
otras palabras, a un estado de excepción permanente, será ir “contra la tradición del 900 que ha visto
en ella el riesgo extremo del que debe salvarse la especificidad del ser humano -cubriéndolo con la
enigmática máscara de la persona”.-
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