Roberto Pianelli, el delegado del subte

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Roberto Pianelli, el delegado del subte Esteban Schmidt

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Artículo sobre el delegado de la línea E del subte de Buenos Aires, Roberto Pianelli, creador de la guerrila sindical. Publicado en la revista Rolling Stone del mes de enero de 2010.

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Roberto Pianelli,

el delegado del subte

Esteban Schmidt

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Sueños subterráneos y espíritu libertario se cruzan en la vida de Roberto Pianelli, el delegado que representa como pocos un nuevo modelo sindical: creativo, idealista y por fuera del peronismo tradicional. (Copete original)

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Un sábado a mediodía de mitad de diciembre, un sábado muuuuy tranquilo como alguien dijo por la radio esa mañana, poquísimo tránsito, templado como se podía advertir en la piel, en el ánimo de los vecinos de Buenos Aires, brisa del sur con sol, siete troscos de mediana edad, con participación en las comisiones internas de distintas empresas privadas y privatizadas, deliberaban en una pequeña oficina del edificio de la Central de Trabajadores de la Argentina en la calle Piedras al 1000, barrio de San Telmo, iluminados por una luz blanca y titilante y con hilos de humo de cigarrillos serpenteando el aire y aportando mística, ensoñación o clima conspirativo a la escena. Depende quién mire, depende qué busque. Roberto Pianelli, de 43 años, caucásico, alias “el Beto”, alias “el gordo”, delegado de la línea E del subte, gran estrella emergente de la izquierda argentina, terror del sindicalismo peronista, era el anfitrión de esta cita que debía mantenerse en secreto puesto que la mayoría arriesgaba mucho al visitar territorio enemigo de la Confederación General del Trabajo que es la central de los gremialistas millonarios y madre tirana y violenta de los sindicatos en los que ellos despliegan con más o menos suerte su pasión política y clasista, su hambre de salario y de más días al sol para los compañeros.

Pianelli vestía una gorra negra en la cabeza, con la emblemática estrellita roja del desorden estampada a la altura en que van los tiros en la frente. Una bermuda verde, una remera negra y zapatos náuticos marrones oscuros, sin medias, le completaban la facha para ese sábado inglés que el sindicalista partió en dos, entre reuniones y familia. La pinta es lo de menos, vos sos un gordo bueno, silba el sindicalista cuando se viste y hay más sobre eso: a la altura del tobillo de la pierna derecha tiene un tatuaje en tinta azul de algo que podría ser una tobillera de espinas o de alambre de púa (ese invento argentino). La panza le cae a plomo, flácida, la barba va para adelante y para abajo, desprolija, moldeada por la gravedad y los masajes pensativos en el mentón. Y hay más: la presentación puede complicarse en los días malos cuando tiene conjuntivitis o cuando su cirrosis crónica, provocada por una hepatitis, le

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encoge el hígado, le agranda el bazo, le retiene líquidos y lo condena a penar con la digestión y a que la cara hable su padecimiento.

Eso sí, cuando Pianelli sonríe, parece un chico acariciando un perro por primera vez y todo se compensa. Y es exactamente así como llegó al fin del año 2009, con el estilo me cago en la elegancia en su punto más alto y con una sonrisa que nacía en la nuca y volvía a la nuca tras el gran triunfo de los delegados del subte que obtuvieron, mediante un acta firmada con el gobierno nacional, legitimidad para mantener discusiones salariales pese a haber sido electos por fuera de los procedimientos de la UTA, que es el gremio histórico de los trabajadores del transporte automotor y del subterráneo de Buenos Aires. El mismísimo ministro de Trabajo Carlos Tomada, el de la barba candado, les dijo a los delegados del subte: muchachos, ustedes ganaron.

Hace 16 años los delegados surgieron de la nada misma, de las costillas de los primeros despedidos sin defensa, de las madrugadas en las boleterías con bizcochitos, teniendo ocho horas por delante y respirando aire inmundo, en la camaradería del comedor, un cuarto con heladera, televisor y larga mesa de fórmica, un anafe y, siempre encendida, bajita, una hornalla para calentar el agua del mate, del té, del café batido, todo bajo las luces blancas de la cocina del pobre.

Los troscos retirados se conocieron en el MAS (Movimiento al Socialismo) en los años 80 y, por distintas razones, entendibles en la galaxia de la ultraizquierda internacionalista, fueron migrando en los 90 hacia otras formaciones de izquierda o hacia la soledad. En cualquier caso permanecieron de izquierda, privilegiando la justicia por sobre el orden, y actuando gremialmente en sus lugares de trabajo. Esta reunión, la primera, alentada por el viento favorable al sindicalismo de base y no peronista, tenía como principal interés recobrar la confianza perdida u olvidada entre ellos, compartir experiencias para que los aprendizajes de cada uno sirvan a los demás y para ver qué más pueden hacer juntos.

“Creo que nuestro gran acierto es haber entendido que ningún conflicto se gana por nocaut. Que el secreto del éxito es entrar y salir del conflicto con inteligencia y con paciencia”, dice Pianelli y revela el secreto

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de un modelo de guerrilla sindical que tuvo en estos años a los usuarios del subte, siempre cebados por los medios de comunicación, en estado de ira. Lo que los delegados hicieron fue, simplemente, sortear de la manera más práctica la mala representación que ejerció la UTA desde su privatización en 1994. Representando bien, los delegados obtuvieron la recuperación de la jornada de seis horas por insalubridad, votada por la Legislatura, vetada por Aníbal Ibarra, y luego consentida mediante la intervención directa de Néstor Kirchner, que se les apareció de improviso cuando negociaban con Alberto Fernández en la que era su oficina en la Casa Rosada, y les dijo: “Yo a ustedes los conozco de la televisión, jeje” . Antes habían conseguido anular los reemplazos de los boleteros por máquinas y del puesto de guarda mediante la duplicación de tareas para el conductor. Y, siempre, mejorando el salario de cada uno de los puestos de trabajo. Hoy, ningún empleado de subte gana menos de tres mil pesos.

La UTA siempre fue ajena a esos reclamos y a esas conquistas y, en masa, los empleados enviaron el año pasado un telegrama reclamando la desafiliación de ese gremio como quien dice contundentemente: no los queremos. Sin embargo, la UTA es un apoyo del gobierno nacional, y el gobierno es débil, y un gobierno débil no puede erosionar a un aliado. El drama de la política: gana quien puede más, no necesariamente quien tiene razón. Y por eso los conflictos no se ganan por nocaut. Se ganan en hemorragias lentas. Para ganar, los sindicalistas se comprometieron a no suspender el servicio durante un año por motivos intragremiales.

Luego de la firma del acta en una oficina del piso trece con vista al río y piso de madera, Tomada se acercó a Pianelli que estaba en bermudas y con remera y le dijo:

Che, ¿una camisita, no?

Unos meses atrás la onda personal era otra. A un director de negociaciones colectivas del ministerio, Pianelli le dijo, ante la negativa a avanzar en la inscripción gremial de los delegados, y la amenaza de la empresa de echar a varios de ellos: teee voooy a tapar los agujeros del subte, entendelo. ¡Comprate un casco porque el subte no anda más! Y sus

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compañeros sacaron a Pianelli de la oficina tironeándolo de los brazos porque era un rumiante descontrolado.

Entrar y salir.

Ante sus compañeros del viejo MAS, Pianelli habla de la batalla cultural que también se libró en estos años. “La empresa decía ‘Metrovías’ y nosotros decíamos ‘subte’, ‘somos del subte’. Porque Metrovías puede estar o no estar, pero nosotros somos del subte. Al final, en la revista institucional de la empresa, Notivías, termina aceptando en los hechos la derrota, en un artículo termina diciendo: ‘al pan, pan y al subte, subte’. Desde ese momento, Metrovías cambió su forma de presentarse ante los usuarios. Ahora es todo ‘subte’. Por ejemplo, cambiaron todas las entradas. Esto contribuyó a que se afianzara una identidad propia de los trabajadores del subte. Yo creo que para liquidarnos a nosotros tienen que barrer, pero barrer con todo. Mañana nos equivocamos, perdemos, nos echan a cincuenta, pero al año aparece todo de vuelta. Porque se ha generado una identidad muy fuerte. Hay una pelea que está ganada”.

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Pasadas las seis de la tarde del jueves 29 de octubre de 2009, Pianelli se vuelca sobre uno de los asientos del andén de la Estación Plaza de los Virreyes, cabecera de la Línea E, y me dice la verdad más profunda de la Argentina:

“Esto es a ver quién es más malo, no quién es más bueno.”

Había comenzado un paro de cinco horas en los subtes de Buenos Aires. En la televisión en vivo, un movilero de TN simplificaba el conflicto en una pregunta delirante que le hacía a un usuario acalorado que se había perdido el último subte: “Señor, transpiración, ¿resignación?”

Pianelli usaba sus anteojos de sol como vincha y llevaba una mochila con: folletos, cargadores de celulares, gas paralizante, Propanolol, la medicación que toma para su cirrosis, y un buzo azul. Se levantaba repetidamente para saludar a compañeros de trabajo con un besito, y lo llamaban a sus dos celulares en forma permanente, la prensa, la familia, los amigos, los otros delegados. Uno de ellos lo sobresaltó al avisarle que

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en la estación Emilio Mitre, Varguitas, un conductor rubio, tímido y callado, quedó atrapado entre dos pánicos: a la turba que le pedía a los gritos que vuelva a arrancar el subte y a los compañeros que esperaban que cumpliera con su parte y suspendiera las actividades. Pianelli dice: concha de la lora. Los coches no debían tener pasajeros a la hora de inicio del paro. Un inconveniente logístico provocado por una interrupción técnica del servicio, media hora antes, había arruinado los horarios de salida de las formaciones. La tira de vagones comandada por Varguitas venía desde la cabecera de Plaza de Mayo y había quedado a sólo tres paradas de Virreyes. Se inquietó Pianelli por la posibilidad de que en esa pequeña masa loca que atrapó al conductor hubiera infiltrados metidos a provocar un conflicto mayor. Había que mover a Varguitas.

El gordo dejó su mochila en el cuarto de descanso, también llamado comedor, donde los compañeros miran la transmisión en vivo desde Constitución, cabecera de la línea C, la más cercana a los canales de televisión, y que miran como se mira la tele, con costumbre e inocencia, con la seguridad de no ser lastimados, mientras la tele presenta la noticia del día con total malicia, el sonsonete del millón de rehenes y el caos en la ciudad. Vamos ya, dijo Pianelli, mientras se escuchaba cómo otro delegado hablaba con Varguitas por teléfono: Varguitas, varguitas no seas cagón, salí del volante, abrí la ventana y saltá a la vía, corré para el túnel, metete en el túnel, Vargas, la gente no te va a seguir hasta ahí, está oscuro, loco, la gente cree que se electrocuta, andate Vargas. Para sacarlo a Varguitas del quilombo en el que se metió, Beto, alguien llamado “el gallego” y este cronista, salimos a los pedos en auto pero respetando los semáforos a Emilio Mitre donde encalló el subte. El gallego es el hombre duro de los delegados, alguien que llegado el caso será claro a las trompadas cuando todo esté perdido desde lo argumental. Tiene un tren superior contundente, es un ropero blanco.

Caímos a la estación, bajamos la escalera al trotecito y fuimos a ganar el primer vagón, abriéndonos paso entre el público, de buena manera y de mala manera, de cualquier manera. “Llegó la patota”, dijo para provocar una chica redondita con folios bajo un brazo y una cartera mínima apretada bajo el otro, y se removió a las personas que le

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cacareaban a Varguitas y que le habían tomado la cabina del conductor. El gallego saca también a Varguitas maniobrándolo desde el cuello y salen poniendo quinta de la escena. Pianelli, sin embargo, queda preso dentro de la cabina porque Varguitas en el apuro se llevó la manija para abrirla. Pianelli quedó entonces a merced de la masa a la que ayudó a sublimar su locura. No sabían su nombre, así que lo bautizaron hijo de puta. ¡Hijo de puta, arrancá!, le gritaban.

En el pequeño tumulto se destacaba un muchacho alto que dijo llamarse Mariano y se movía en el andén como un títere electrificado, sin control, declamando con el brazo derecho en alto y alentado por el bochinche sísmico de la coreografía irracional montada al lado del vagón. Argentinos de metro setenta nacional se desgarraban, aplaudían en protesta, pateaban las puertas. La señorita redonda, y baja, informó a sus perfectos desconocidos, yo soy abogada y esto no se puede creer. Hablaba del paro. Luego apoyó sus carpetas en un asiento, tomó una escalera de emergencia y la lanzó contra los pasamanos, unos señores feos con caras comidas por el sol y la psoriasis aprobaron la demostración y una pareja enamorada y joven de estudiantes que hacía su Mayo Francés al revés le reclamaba al sistema que por favor funcione y al sindicalista que se deje de joder; el chico, en particular, se desgañitaba en su reclamo, tanto que la novia lo retenía de los hombros, admirada.

Lo que decimos siempre: yo a un argentino lo distingo a tres cuadras. Y estábamos a un metro. Así que vimos al pueblo de la nación en su detalle e intensidad, golpeando chapas del vagón con los zapatos, los vidrios con los llaveros, quejándose con sus bocas deformadas, desgarradas, como en una película de zombis, con las peores razones: ¡Loco, ustedes ganan más que yo; loco, ustedes, trabajan seis horas! Los dos mayores logros de los trabajadores del subte. Desde la cabina, Pianelli alentaba sin querer las pasiones de los ciudadanos transportables, al imponerse un silencio de Kung Fu, porque nada podía hacer para complacerlos; no es chofer, es boletero, y aunque supiera manejar un subte no lo iba a hacer porque el paro total de actividades durante cinco horas era innegociable. Quedó atrapado, entonces, para que arrancara o se muriera en ese metro cuadrado.

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El hijo de puta de Pianelli usaba ese día remera roja y un jean reventado que resaltaban su belleza marginal bajo la luz de los andenes. Callaba el sindicalista pero a las siete menos cuarto alzó las cejas cuando estallaron las ventanas del coche delantero y la pequeña masa hizo bailar el vagón de acá para allá, como quien quiere que vuelque, para luego ir seriamente por la demolición de la puerta del conductor, la parte de la muerte de Pianelli. La abogada redonda, mediadora, se acercó a la ventana a inducirlo: dale, llevanos, dejate de hinchar, después parás y ahí es cuando el huelguista, líder y maestro de los huelguistas del subte, sí habla y dice: el semáforo está en rojo. Mariano sintió en ese momento que podía coronar su gesta reaccionaria y usó los resortes de Meteoro para lanzarse en palomita y escupirle a Pianelli su saliva residual de sediento, a la barba y a la remera. “Quiero volver a mi casa, puto de mierda”, le solicitó. Lubricándolo, quiso convencerlo. Grave error.

Pianelli se levantó del asiento y pareció decir con la mirada: eh, escupidas, no…, juguemos limpio en esta batalla entre explotados y explotados y sacó la cabeza por la ventana exponiéndose a la decapitación o a la mordida de carótida para mirarlo a los ojos y decirle a Marioneta: “Si me ves en la calle y solo, ¿también me escupís?” La lógica inapelable atontó al joven exaltado e hizo meditar un segundo a la indiada violenta y colectivizada sobre la cobardía puesta en escena. Desde la pared del andén, un agente de policía jovencísimo, verde, también meditaba, con su expresión humilde y marrón, sobre qué debería ocurrir para que él intervenga, encontrándose en inferioridad numérica y con la ley del lado de nadie. Mientras, por la vía y custodiado, reaparecía Varguitas con la llave que faltaba para liberar a Pianelli.

Con el timing de un guerrero, Pianelli, con la palanca en su poder, advirtió de pronto que los pasajeros ofendidos por el paro de trabajadores ya habían alcanzado su pico glucémico y dejado pasar el momento de matarlo y, entonces, se puso de pie, abrió la puerta y se abrió paso entre quienes se habían apostado para condenarlo a manejar o morir. Encaró el pasillo, serio, y miró a los ojos a cada uno de los que le decían algo. A la fauna argenta que es tan expresiva siempre, las caras de merecer más, de me podría haber ido mejor, mientras se preguntan cómo es que le fue al

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otro y por qué y que estudiaron a Pianelli a su paso, le miraron la mano derecha y la estrellita de cinco puntas tatuada justo donde van los clavos de la crucifixión y el aro dorado en la oreja izquierda donde no pasa nada porque en los cartílagos, compañeros, no pasa nada nunca.

Y entonces sí le pidió a Varguitas que llevara la formación hasta Virreyes, lo que de todos modos debía ocurrir en un momento u otro. Fue uno de esos viajes cortos de vuelta de un asado con vino. ¡Un silencio! Pianelli se sentó a mi lado y yo le convidé un Tic Tac. Se rió. Y, entonces, le sonó su segundo celular. Su madre, para preguntarle cómo iba todo.

Cuando lo más miserable de lo más miserable del ser humano se pone arriba de la mesa, los revolucionarios no pueden flaquear, porque si flaquean ahí, en la contemplación de la estupidez, chau. Un revolucionario pone el plus de vida necesario para que ganar más, trabajar menos, y otros delirios, se concreten. Las personas que no son revolucionarias son más de mirar la historia y aguantarse los efectos y, quién sabe si por envidia o por sadismo, se ponen locos con los superhéroes cuando estos tienen que hacer el trabajo sucio por toda la comunidad.

Pianelli tiene dos hijos. Siro, de 3, intolerante a la frustración, según le dijeron las maestras jardineras y Florencia, de 12 (hija de su anterior mujer), que tiene de este padre ensamblado la timidez y el don de la observación. De sus propios padres hereda Pianelli el fastidio por las situaciones rígidas. “Mi papá (también Roberto) es protesista dental y trabaja en relación con odontólogos, pero el tipo no se banca ni se bancó nunca tener que laburar para ellos y que ganen más, entonces el tipo les toma directamente las impresiones a los pacientes. Nunca pudo aguantarse tener empleados tampoco, porque le fastidiaba saber que les iba a pagar menos de lo que correspondía por el valor que producían. En fin, un drama. Así cambió de laburo muchas veces, tuvo kiosco, taxi, y se escolaseó lo que ganaba. Conclusión, no tiene nada, como yo no tengo nada”.

El Beto ingresó a Metrovías en 1994, durante el primer reclutamiento que hizo la empresa tras su privatización. Vivía con unos amigos y, para entonces, ya se había separado dolorosamente de dos

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mujeres, se le habían muerto dos de sus mejores amigos, de muerte natural, y venía de abandonar el MAS donde había militado sin interrupciones desde el año 82, cuando era un adolescente de pelo larguísimo que había ido a todos los recitales de la época, incluido aquél mítico de Los Violadores en el Auditorio de Belgrano donde fueron presos tantos y él no, porque se escapó de la redada por los techos, así como había probado todas las drogas, de las fumables a las inyectables y sus combinaciones, incluso la falopa de Perón, que no se le niega a nadie, porque antes de ser quien iba a ser, militó unos meses, a los 15 años, en el peronismo revolucionario.

Dejar el trotskismo atrás después de tantos años de militancia abnegada, religiosa, sectaria, es “equivalente a la orfandad”, dice Pianelli y con la orfandad tuvo la obligación de iluminarse solo el camino por delante. El MAS contemplaba la proletarización de sus militantes para que influyeran entre los trabajadores no ideologizados. Por el partido incluso se había ido a vivir a Córdoba. Cuando abandonó el MAS por una discusión terrible sobre la posición oficial sobre el conflicto en los Balcanes, “ni más ni menos que por eso y no puedo recordar cuál era exactamente mi opinión”, dejó también su trabajo de acomodador en el teatro Broadway. Tenía 28 años y fue a concretar algo que él llama un sueño del pibe, trabajar con los subtes. Su mitología personal dice: “de chico me volvían loco los subtes, siempre quise darme ese gusto”.

La calle, además, y el colectivo, le habían provocado uno de los momentos más amargos de su vida, a los 14 años, cuando yendo a la escuela, perdió el equilibrio en el estribo y se cayó. Con fractura de tibia, inmovilizado en la casa, encontró la excusa para abandonar el primer año de la secundaria en el Pio Nono y, así, alterar por primera vez el recorrido clásico del hombre que se porta bien y hace aquello que lo presente más prestigiosamente ante los demás. De ahí en más siguió a contramano.

A Metrovías ingresó, entonces, políticamente desmadrado y a trabajar para ganarse la vida en plena cópula de los sectores medios con el gobierno de Carlos Menem que había hecho funcionar los teléfonos de línea mientras la segunda generación de celulares se popularizaba. Pianelli ingresaba a las 4.15 a la estación Independencia del subte E con los ojos

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cerrados. Sus compañeros, en los primeros tiempos, tenían una gran ilusión acerca de las posibilidades de desarrollo personal en Metrovías, una empresa privada, con lo bien que se hablaba de las empresas privadas no los iba a condenar a pasar por empleados grises. Esa creencia, como diría un modisto, fue tan noventa. Pero los brochures de papel ilustración, las capacitaciones con videos, la señalética renovada en los andenes, pretendieron darle un color a un trabajo que ese trabajo, en sí, no tuvo, no tiene, no va a tener. Son trabajos donde no está en juego ningún aspecto creativo para los trabajadores. No es una fiesta ser boletero. Nunca lo será.

No tener partido donde rascarse no volvió a Pianelli un negador de la evidencia de que un sistema que tiende a maximizar ganancias a cambio de reducir mano de obra o achicar salarios es perjudicial para el ser humano. Su condición de militante y de marxista había quedado en estado de latencia, conservó los tics del cuadro político, recomendar libros, explicar por qué las cosas son como son y no como parecen, creer que las cosas se pueden cambiar y hacer algo con eso, el enamoramiento con la política. ¡Ja!, la ilusión había ilusionado tanto que los propios ilusionistas no pudieron ver cómo se les colaban militantes de izquierda en todas las líneas. Cuando peleaban por la jornada de seis horas, un gerente de la empresa lo chicaneó a Pianelli: “Ustedes quieren las seis horas para después beneficiarse con las horas extras”. A lo que Pianelli contestó: “Eso es lo que harías vos, nosotros no queremos embrutecernos trabajando”. Tampoco previeron los empresarios que las ilusiones morirían demasiado pronto entre los miles de nuevos empleados de 18 a 20 años, que la desilusión se volvería rencor y que el rencor sería sublimado y superado por conciencia de clase y una conducta política que Pianelli, junto a otros, se empeñó en difundir y consolidar.

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El mundo, como todo el mundo sabe, es injusto, pero la tendencia natural es a acostumbrarse. Sin embargo, algunas personas, en razón de unas combinatorias de historias personales y familiares, condiciones psíquicas, clima de época, se vuelven rebeldes, ven que las cosas funcionan mal, y de ahí en más ya no se pueden aguantar dejarlo así o tan

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solo callarlo. Ese es Pianelli. Que de todos modos se ríe si algo es muy sentencioso, que hace un culto de no tomarse en serio y que lleva un llavero enorme, casi lo olvidamos, en cualquier circunstancia, con llaves para entrar a más de una casa, como un objeto contrafóbico que le asegura que hay una red donde caer en el peor de los casos; o como un cencerro, para decir acá estoy, el que avisa no es traidor, parte de la banda de sonido de un superhéroe sindical que se completa con el sonido de los pasos que se escuchan en la trasnoche solitaria de la avenida Independencia cuando vuelve al modesto PH que comparte con su esposa Cecilia, y con Siro, con una mano en la cachiporra para defender su casa, su familia y su propia humanidad de los villanos. Un hombre que ha influido sobre un conjunto de trabajadores que se basaron, como él dice, “en un justo odio de clase a una patronal parasitaria y negrera, esperanzada sólo en los subsidios y en la aceptación de las injusticias, para trabajar espalda con espalda y por el bien común”.

Cuando la turba de la estación Emilio Mitre llegó a la terminal de Virreyes, una hora después de iniciado el paro, se retomó el murmullo rencoroso sólo que, entonces, ante la vista de unos veinte empleados que mateaban y comían galletitas con sus camisas celeste subte todavía puestas. Mariano ganó la escalera de salida subiendo atléticamente de dos en dos y gritando putos, putos, putos en cada zancada; la abogada, condenada al tránsito lento entre zombis más ágiles que buscaban la calle, el aire de la calle, insistió con su jactancia profesional. “¡Soy abogada administrativista y gano 2.500 pesos, hijos de puta!”, les gritó, como para que los huelguistas se pusieran en su lugar. Una de las trabajadoras, que no es delegada, que es boletera, gana cuatro mil pesos, trabaja seis horas y tiene tiempo para estudiar fotografía, la miró y le dijo en voz alta: “Luchá, boluda, luchá”.-