Rodulfo, Ricardo. El niño y el significante (Ptos. 1 y 2)

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Ricardo Rodulfo EL NIÑO Y EL SIGNIFICANTE Un estudio sobre las funciones del jugar en la constitución temprana Prólogo de María Lucila Pelento Lic. Javier Paul Psicólogo MP 960 PAIDÓS Buenos Aires Barcelona México

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Ricardo Rodulfo

EL NIÑO Y EL SIGNIFICANTE Un estudio sobre las funciones

del jugar en la constitución temprana Prólogo de María Lucila Pelento

Lic. Javier Paul Psicólogo

MP 960

PAIDÓS Buenos Aires

Barcelona México

Cubierta de Gustavo Macri

155.4 Rodulfo, Ricardo CDD

El niño y el significante.- I a ed. 8s reimp.-Buenos Aires : Paidós, 2008. 256 p. ; 22x14 cm. (Psicología profunda)

ISBN 978-950-12-4133-4 1. Psicología Infantil 1. Título

Ia edición, 1989 S" reimpresión, 2008

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

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Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723 Impreso en la Argentina - Printed in Argentina

Impreso en Gráfica MPS, Santiago del Estero 338, Lanús, en enero de 2008 Tirada: 1000 ejemplares

ISBN 978-950-12-4133-4

1. LA PREGUNTA POR EL NIÑO Y LA CLINICA PSICOANALITICA

Si volvemos a reflexionar sobre la clínica con niños y adolescentes, es ahora esencial reconsiderar la cuestión de los significantes en relación a qué llegamos a entender por niño en psicoanálisis. Aparentemente, es muy fácil señalar qué es un niño, pero desde el punto de vista del psicoanalista, allí comienzan los problemas. Si nos situamos en un plano obser-vacional o conductista, el niño aparece como una determinada entidad psicofísica. Uno de los autores más creativos en este campo, Donald Winnicott, problematizó tal evidencia a través de una paradoja: "los bebés no existen". Lo importante de esto es que lleva a un cuestionamiento radical en nuestra praxis con respecto a lo que aparece tan dado por sentado como ser (de) niño.

Cuando se cree saberlo sin más trámite y ocurre que un niño 'de verdad' es traído a la consulta, no se nos ocurre mirar más allá de él, echar un vistazo a sus costados, por ejemplo (hay gente allí); de ahí los tests u otras formas de acopio de datos a fin de escudriñar cómo siente, cómo piensa, cómo fantasea el chico en cuestión, poniendo de relieve que se entiende por 'niño' algo que empieza y termina en las fronteras de su cuerpo, la célebre entidad psicofísica. Sucede que este método es el origen de muchos errores, como inventarle una enferme­dad al niño, inventarle una patología para tratarlo, sin plantear­se qué pasa allí donde el chico vive, o qué pasa con la escuela a donde concurre. No es nada fácil determinar psicoanalítica-mente lo que por lo común se designa al decir 'niño'. Exige

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movilizar una serie de conceptos, dar no pocos rodeos, resultando finalmente que las cosas clínicas no coinci­den del todo con las ideas previas que se tenían.

Si se considera la historia del psicoanálisis, una de las primeras cosas que se ponen en el candelero respecto del niño en el siglo XLX es su sexualidad, pero en manos del psicoanálisis el tema de la sexualidad del niño (lo hizo notar Foucault) se convierte en un cuestionamiento de la sexualidad del adulto. Es un viraje muy importante en cuyo centro o epicentro podemos ubicar la época en que Freud publica los Tres ensayos sobre una teoría sexual.

La cuestión de qué es un niño, en qué consiste un niño, conduce a la prehistoria, tomándola no sólo en el sentido que Freud le otorga (primeros años de vida que luego sucumben a la amnesia), sino la prehistoria en dirección a las generacio­nes anteriores (padres, abuelos, etc.), la historia de esa fami­lia, su folklore, especialmente a partir del momento en que al psicoanálisis le concierne la problemática de las psicosis en un sentido amplio, o de los trastornos narcisistas en un sentido más amplio aun. La historia del chico deja de ser un recuento de todo lo que él puede fantasear o no, lo cual conduce por sí solo a toda la problemática de la prehistoria,) esto es, lo que lo precede, los modos y gradientes de lo ocurrido determinantes para ese niño, antes de que propiamente exista.

Esta serie de rodeos se dirige a alertar sobre el peligro que implica tomar al niño en el sentido más estrecho y cotidiano, a la manera tradicional de las pruebas psicológicas: a qué edad el chico dio tal paso, cómo rinde en tal esfera, medición de su cociente intelectual, develamiento de sus fantasías proyectivas. No es que todo esto deba ser masivamente recha­zado a priori, sino que será muy insuficiente, en particular en aquellos casos donde nos enfrentamos a una patología grave, del orden de obstruir radicalmente el crecimiento, el desarro­llo, el advenimiento de ese sujeto. Para entender a un chico o a un adolescente (de hecho, incluso a un adulto), tenemos que retroceder a donde él no estaba aún.1

Hay dos movtmientos en psicoanálisis. Uno se popularizó mucho, se volvió su representación vulgar: es el retorno del

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psicoanálisis a lo que fue la infancia, a temáticas como por ejemplo, las fantasías tempranas, los traumas precoces, interés en fin por retroceder tanto como se pueda.

Esto es suficientemente conocido y además conserva toda su importancia y toda su validez; el psicoanálisis sigue invo­lucrado en esas cuestiones, pero su gravitación ha quedado reposicionada en un segundo movimiento más amplio, donde nuestra disciplina se interesa particularmente en ciertas pato­logías (verbigracia, las psicosis). Este segundo viraje se va produciendo lentamente a partir de la década de 1950 y está estrechamente relacionado con el desplazamiento de la clínica más allá de las neurosis (fuertemente "más allá..."), a las márgenes ambiguas y fronterizas, a los trastornos narcisistas, esquizofrenias, adicciones, etc. Introduciré un pequeño ejem­plo: se trata de un paciente que empieza su análisis en los últimos años de la adolescencia. El problema central que lo trae al tratamiento es una celotipia que lo atormenta, habiendo fases en las que llega a evitar todo contacto de su novia y él con el exterior: salidas, amigos, ir a un cine. El punto no son sólo las complicaciones prácticas, considerando el estado anímico que se desencadena, en el que queda atrapado por una creencia enceguecedora: ella se arregla no para agradarle sino para otro, que en algún momento ubica al azar entre la multitud. El segundo paso es una requisición absoluta de la mirada de su novia. Y siempre encuentra (inventa) algún soporte, momen­to electivo en el cual se encarna la suposición de que ella mira con deseo al que nunca es él. Uno de los problemas más difíciles que abordamos en la clínica es cómo se encuentra a quien se necesita para autodestruirse, para desplegar sus sínto­mas o para encontrar cierta complementariedad cerrada sobre sí misma.

Por otro lado, el paciente repara (de manera discontinua) en lo absurdo de sus suposiciones, pero la intensidad de la certeza, sobre todo en el momento que lo captura su fantasmática, es absoluta, llega a tener características de una construcción delirante en el sentido de resistir toda duda, toda crítica o distanciamiento, toda diferencia entre él y su creencia. Hay todo un plano de análisis en el que no avanza mayormente y

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que concierne a lo relacionado con la imagen de la mujer, o de su novia; por otra parte, durante un tiempo nada significativo se produce para que se esclarezca la cuestión. Elegí este fragmento porque las claves principales caen del lado de la prehistoria. En un momento dado me di cuenta que en su familia, que constituía lo que a primera vista parecía un hogar común y corriente, sin embargo se podían descubrir perfiles menos genéricos, como por ejemplo un episodio psicótico posparto de la madre, una depresión intensísima y larga. Esta madre, que aparece en principio con la fisonomía de una ama de casa convencional, sólo se arregla en el sentido que habitualmente consideramos 'femenino', es decir sólo delata cierto deseo de gustar, de querer estar linda, cuando se trata de salir a la calle; contrasta su apariencia deslucida dentro de la casa, lo cual por lo demás ocurre la mayoría del tiempo, en tanto que cuando tiene que dejar su hogar hay un especial cuidado para nada, porque en general se trata de hacer alguna compra.

Descubrimos allí un aspecto muy importante en relación con lo erótico: la madre no juega esta imagen con el padre, sino en el ámbito de una mirada anónima, fantasmática. El paciente rememora, con respecto al padre, sus aventuras extraconyugales, de las cuales la madre invariablemente se entera, ya que su marido trabaja cerca y las vive no lejos de ese lugar. Vale decir, todo queda en el mismo barrio, no hay un intento de doble vida. Punto de confluencia: el padre y la madre aparecen unidos por un factor común, la sexualidad está en la calle, fuera de la pareja.

Hasta que avanzó en su análisis el paciente creía que cuando la madre se enteraba había conmoción verdadera, pero en realidad no ocurría nada de eso, aunque se gritara mucho. En esta familia, lo revolucionario, lo cuestionante, lo que alteraría el equilibrio narcisista hubiera sido que la sexua­lidad estuviese adentro de la casa y en la pareja, no que se la emplazara afuera, actuada o fantaseada, pues esto es lo permi­tido, lo que está aprobado, y ningún cimiento se quiebra por tal situación.

El paciente recuerda un relato, reprimido, olvidado por él, 20

y que retomado en ese momento gana importancia. En la casa había otro personaje que poco a poco cobra más relevancia en el decurso de su relato: la abuela materna. En el discurso del paciente aparece primeramente como una 'pacífica anciana'; poco a poco, durante el curso del análisis esa imagen toma un viraje de ciento ochenta grados. Y esto cuando el adolescente advierte que el poder reside del lado de la abuela y, posterior­mente, que las parejas que se arman en la casa pueden ser: la abuela y la madre, 'contra' el padre o alguno de los hijos, pero la pareja que nunca se arma es entre el padre y la madre; más aun, advierte que en los pocos momentos en que se atisba la formación de algo parecido a una pareja entre ellos, por ejemplo, algún gesto cariñoso o que insinúe sexualidad, eso queda cercenado porque alguna intervención sinuosa de la abuela provoca una pelea. Así va captando que hay un orden de cosas, una serie de funciones y de equilibrios que descono­cía. El hecho de que la sexualidad esté en la calle, mantiene a la madre en la órbita de la abuela; no hay que olvidar que la madre es una mujer que sufrió una depresión de magnitud con la consiguiente internación, llevándole un largo año volver a hacerse cargo de sus hijos.

Dadas estas condiciones —el muchacho recuerda—, su madre le contó que, en los primeros años de su vida matrimo­nial, ella había comenzado a perder sus inhibiciones y a descubrir el placer, pero un día dejó la puerta entreabierta y a la mañana siguiente la abuela — que vivía con ellos desde el principio; esto ocurrió antes de que el paciente naciera— le recriminó áridamente su vida sexual. La madre le confió al hijo que esto constituyó toda una interferencia, y que esa interven­ción nunca había sido superada.

Disponiendo ya de estas piezas, el paciente se da cuenta, prácticamente por sí mismo, que sus accesos celotípicos res­ponden a una ley familiar, esto es, que la sexualidad sólo pue­de darse en la calle y no entre los miembros de la pareja oficial, como su novia y él, por ejemplo, ese mismo orden de cosas de­terminará la creencia de que la mirada de su novia nunca se dirija a él con deseo y, por otra parte, todo lo que tenga que ver en ella con lo erótico, solo se podrá complementar con ese

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público anónimo que está en la calle y no con el paciente.2 A partir de ahí empieza a desinflarse todo este aparatejo

delirante de la celotipia, a ser más infrecuente, más débil, más breve, con crecientes posibilidades de crítica, no en el sentido de querer contenerse mediante un esfuerzo de voluntad, sino de que algo pueda caer, dejar de ser una invasión masiva en su psiquismo.

Tal posibilidad se da, observemos, al analizar una pieza de la prehistoria donde el paciente como entidad psicofísica no existe; los que cuentan son la pareja de los padres, los inicios de su vida sexual, la vieja relación que suelda la madre a la abuela, todo lo que, por determinadas razones que llevaría muy lejos ahondar, se actualiza, se repite en él. Es distinto suponer que se encontrará la clave de la celotipia en una fantasía inmanente al sujeto, producto autónomo de su inconsciente. Y no porque se pueda desestimar la validez de este registro, en el que el psicoanálisis está irrevocablemente comprometido. Que hemos descubierto un orden fantasmático inconsciente, que aparece en sueños y en múltiples formaciones, es una verdad que aún resiste. Se trata de lo que rebasa, de lo que va más allá, de lo que nos baste con rastrear en el imaginario del paciente para descifrar la clave cuando hay que reconstruir material de otras generaciones. En otras palabras, podríamos decir que se da, desde el punto de vista del psicoanálisis, el itinerario de un significante, algo significante que se repite bajo transformaciones de generación en generación, "rojo Fadián"...

Otro caso es una madre que viene a la consulta por su muchacho drogadicto, menor de edad, con antecedentes poli­ciales y penales. Después de ahondar en toda la sintomatolo-gía del muchacho, esto es, qué drogas toma, índole de los epi­sodios delictivos, inventario de las reprimendas, como al pasar la madre dice: "los segundos hijos varones de la familia siempre tienen problemas o van presos". Por esta vía surge un material que concierne a un tío del paciente, segundo hijo varón, y a un tío abuelo, de otra rama de la familia, pero también segundo hijo varón: todos ellos habían estado presos por los más diversos delitos. En estos casos es necesario

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ubicarse de otro modo, siendo harto insuficiente tomar en cuenta sólo lo intrapsíquico; hay algo que se marca a fuego como repetición: a su calor una frase pesa con el peso de lo significante: "los segundos hijos varones de la familia siempre van presos".

Entender el concepto de significante en psicoanálisis sin diferirlo del de la lingüística es incurrir en un error grosero. El guardapolvo que usa el médico o el psicólogo en un centro de salud es un significante: para el que concurre a ese lugar introduce la dicotomía fálica del que está con y del que está sin. Efecto de poder, basta el guardapolvo para que, en cierto tipo de casos, surja algo, con la librea del discurso Amo, de lo que calificamos como sometimiento; es un ejemplo al fin banal, pero que subraya acerca de qué es un significante como fenómeno que no se reduce al terreno de las palabras.

Una frase como "los segundos hijos varones siempre tienen problemas" es significante, primero, en la medida en que se repite. No todo lo que un paciente dice es significante, pero, burgueses de Moliere o no, todos somos y desde pequeños un poco burros flautistas. Para que algo, en psicoanálisis, sea considerado significante tiene que repetirse. Este es un primer criterio. En este caso tal condición se cumplimenta a las claras: sin duda se puede enlazar a este muchacho con su tío y con su tío abuelo, no por el contenido de la detención, de diversa índole en cada uno (no es que se haya heredado una tendencia a las drogas), sino por el aserto de que el segundo va preso. Es importante, además, tener en cuenta la ambigüedad de la frase, porque si no ahogamos sus resonancias plantea a la escucha analítica la cuestión de su estatuto: ¿la madre nos está descri­biendo, informando, un estado de cosas: 'mire qué casualidad, los segundos varones de la familia fueron presos'? ¿Se duele por eso? ¿O se está haciendo portavoz de una ley en el registro de lo inconsciente en esa familia, de un imperativo 'anda preso, si sos el segundo', imperativo que vehiculiza un mal deseo pa­ra ese sujeto, que tiene que ver con que fracase, y aun con que se destruya? La frase traspone su mero valor de información como elemento de anamnesis psiquiátrica, o como elemento de una entrevista psicológica pautada.

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Esta es además una frase que, al igual que en el mito, se da en un tiempo activamente presente, lo cual le otorga una legalidad (y en ocasiones una fatalidad) problemática. Por otra parte, es revelador escuchar, después del muchacho, cómo todo indicio de esperanza queda abolido, cómo en él lo ineluctable llega a extremos absolutos, lo cual es una compli­cación muy seria desde el punto de vista de lo que se puede hacer en un análisis.

Para que algo sea significante se tiene que repetir. Es más, el significante no reconoce la propiedad privada, no es que sea de alguien; cruza, circula, atraviesa generaciones, traspasa lo individual, lo grupal y lo social; no es pertenencia de algún miembro de una familia; en todo caso es el problema que interpela a cada uno. A veces los analistas nos olvidamos que existen significantes más felices para designar a alguien, pero cuando a un hijo le cae sobre la cabeza un significante como éste, una de las cuestiones que sin excepción se plantean es en qué términos se entablará relación con él, sea bajo una ciega repetición o —si en la vida de ese sujeto desde niño algo replica— sea en forma de una batalla por cambiar la dirección de lo que se repite. En otros términos, lo que conceptualiza-mos como repetición en tanto diferencia. De primar siempre la más obtusa reiteración, la capitulación ante lo mismo sin posibilidad de desvío alguno, en absoluto podríamos cumplir con aquello que Freud propuso como meta: hacer algo tera­péutico por un paciente.

Lo que se juega entonces en una frase como la de los segundos hijos varones es intersubjetivo, no mera ni necesa­riamente invención imaginaria de alguien en particular. Una vez que algo es introducido con la función de significante se produce un poco al menos de lo nuevo, es decir, algo con cierto valor distintivo. Y he aquí un segundo criterio: cuando un elemento adquiere gravitación significante, en el momento de su introducción algo nuevo se traza. Hay un modelo muy desarrollado que me parece óptimo para dilucidar la cuestión, y es el que da Lacan, el modelo de la carretera.3

A partir de la existencia de una carretera principal una serie de diferencias se generan en los lugares que atraviesa. Lacan

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subraya todo lo que se irá amontonando en torno a esa autopista: estaciones de servicio, bares, pequeñas poblaciones, casas solitarias construidas a la vera del camino.

También es posible plantear la cuestión del significante en el terreno de la intervención psicoanalítica, ya que general­mente decimos muchas cosas y pasa como en esos juegos donde damos más veces en la herradura que en el clavo. Pero hay ciertas intervenciones que demuestran tener una inciden­cia significante, porque después de ellas algo no queda exac­tamente igual. En general hablamos de ello cuando contamos nuestras experiencias terapéuticas, en términos de nuestros maravillosos triunfos, dejando de lado todas las veces en que la cosa no funcionó tan bien, lo cual es una lástima porque no ayuda en la transmisión del psicoanálisis el ejercicio de la omnipotencia.

Existe otra forma de reconocer el significante y reside en que éste no viene con un significado abrochado indisoluble­mente, sino que arrastra efectos de significación que son imponderables; es decir, no vale porque designe inequívoca­mente cierto significado, sino por las significaciones que se van generando; de manera análoga a la fisión nuclear en tanto encadenamiento de desencadenamientos tan inevitables como imprevisibles.

Un adolescente se sentía marcado a fuego por la pasividad, especialmente en el terreno sexual. Le preocupaba que hubie­se pasado la época en que, según él, ya tendría que haber accedido al encuentro con los genitales femeninos, encuentro siempre diferido. En el análisis, cobró mucho valor una frase que históricamente aparecía puesta en boca de tías y abuelas cuando él era pequeño: "qué lindo que sos". Lo interesante es que a partir de esta frase, el paciente va dándose cuenta que 'posa' continuamente como carilindo, reconoce una provoca­ción inconsciente para que se lo digan y se las compone para que en la actualidad lo sigan repitiendo incluso a sus espaldas. Por ejemplo, una vez que se cruzó con otra paciente en el consultorio, ésta me dirá al acostarse en el diván: "¡Qué lindo muchacho es el que acaba de salir!" Empieza a advertir que ese ser "lindo" pesa como una lápida sobre él, desoculta un

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coeficiente de feminización en el adjetivo que lo intoxica solapadamente. Digamos que se descubre un trabajo signifi­cante/en donde, por ejemplo, una de las transformaciones inconscientes es 'qué fracasado y qué impotente que sos', 'qué estéril que sos', 'qué poco viril que sos'. La insistencia repetitiva con que en la familia se lo sostiene como "el lindo" a través del tiempo lo condena al estatuto de una bella estatua, 'chiche' de las mujeres. Así, era muy común que se volviera el objeto predilecto de cierto tipo de histérica interesada en rehuir la genitalidad. En consecuencia, la complementación era perfecta, y en su inconsciente se inscribía como impoten­cia.

Otra de las ramificaciones que se desprenden del ser "lindo" y que el piscoanálisis revela, es la imposibilidad de soportar y llevar adelante cualquier tipo de proceso (volvere­mos sobre esto más adelante). Obsérvese que sería bien distinto si se dijera 'qué lindo que vas a ser', abriendo la dimensión de un trabajo a realizar en la perspectiva, concep-tualmente hablando, del ideal del yo, entrañando el ir a ser lo que nunca se acaba de ser, pero en nuestro caso, esto ya se ha consumado, pevalece la instancia del yo ideal.

El muchacho tratará entonces de revertir esa situación, pero para aprender algo, por ejemplo, va a tener que pasar primero por un tiempo decisivo de asumir la posición de no saber. De este modo pretende tocar un instrumento, pero le es tan displaciente la fase inicial que a poco lo deja. Era, de paso, una de las razones por las cuales había consultado: que todo lo abandonaba, no soportando la temporalidad de cualquier adquisición. Ocurre que para ser lindo no tiene, en cambio, que efectuar trabajo alguno; ya lo es, le dice la frase, y por eso mismo anula cualquier realización histórica.

Este paciente continuó su análisis siendo adulto y una de sus luchas más arduas giró en torno a la paternidad. Una fra­se esencial en su análisis lo constituyó la búsqueda activa de afearse. Se las fue arreglando para romper con el estigma de ser "lindo", dejándose la barba, volviéndose temporaria­mente muy desprolijo, etc., todo lo cual prologaba cambios de importancia.

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Por supuesto, recurrimos a cierta ficción expositiva, donde en un ángulo de corte determinada frase resalta especialmente cumpliendo así las condiciones para ser significante; pero debe sernos claro que una sola frase no resuelve todo un análisis. Al narrar el caso, la puntuamos, armando una escena de escritura que tendrá una correlación aproximada con la realidad del tratamiento analítico. Por lo demás, a estos nudos que se destacan en una cadena asociativa nos cuidamos de honrarlos con las insignias de causa prima; en psicoanálisis siempre conviene ser más que cauto al respecto, y no es nada infrecuen­te tropezar con un uso mecánico de la teoría del significante. Todo lo que puede decirse es que una frase así indica dónde cierto régimen deseante familiar ubica a un sujeto y dónde a su turno él se perpetúa, pues no sería justo suponerle a un significante un poder que no deje alternativas.

Es como decir que debemos remitirnos a las series comple­mentarias, articulándolas a la dimensión de espontaneidad. El sujeto no es una maquinilla que reacciona según suene un sig­nificante u otro; por eso mismo alguien se psicotiza en ciertas condiciones, mientras otro resiste ponerse en ese camino aun siendo aquéllas peores. De manera que no debemos apresurar­nos a suponerle un poder automático y omnímodo al signifi­cante.

Siempre hace falta esforzarse para alejar del psicoanálisis todo esquema causal lineal. En la multiplicidad de senderos del inconsciente jamás existe un solo itinerario posible y la expe­riencia nos obliga a defender el principio de la multiplicidad de respuestas. De hecho, queda fuertemente indeterminado muchas veces por qué un sujeto forjó la que le encontramos, cuando nada parece impedir que, en otro, un "qué lindo que sos" pase y caiga sin dejar rastro significante alguno. Cuando concebimos la precedencia del significante o la prehistoria como una fatalidad, el psicoanálisis se devora a sí mismo, porque, de ser así, ¿para qué tratar a alguien? Si no hubiera margen para el acontecimiento, si imperase una estructura inmóvil, desaparecería lo histórico como tal y con él el registro dinámico; por lo tanto, no habría cómo pensar lo nuevo. La limitación más seria de un planteo 'estructuralista' —más que

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estructural— es reducir el acontecimiento al plano del hecho estructurado. Para sortear estas simplificaciones metodoló­gicas, no olvidarse de las series complementarias es funda­mental, sólo que, tal cual las formulara Freud, hoy no nos bastan. Por lo pronto, a mínima, conviene incorporar resuel­tamente la prehistoria del sujeto a los factores constituciona­les.

Junto a ellas el concepto de sobredeterminación y el de repetición y diferencia, nos auxilian para no perder de vista que, una vez que hemos establecido el peso significante de una frase como la analizada, lo importante es qué hace el sujeto con ella: ¿la deja tal cual está?, ¿introduce algún retoque, desvía su dirección? Toda la dinámica de la cura gravita en torno a esto.

En el caso de otro paciente adolescente emerge un motivo fundamental, la frase que funciona como una contraseña entre la madre y él cuando vuelve de dar examen: "¿te sacaste diez?" La frase simula ser un pregunta, pero el análisis demuestra su carácter de afirmación, de certidumbre. Más aun, el muchacho, finalmente, se da cuenta que para él allí se dice algo del deseo de la madre.

Para considerar el orden de las transformaciones del signi­ficante digamos que esa frase ha sido sumamente provechosa para él, no tanto por colocarlo en niño modelo como por estar en la base de sublimaciones exitosas y de intereses intelectua­les muy consistentes. Pero ahora, saliendo de la adolescencia, comienza a pelearse con ella, a completarla de un modo que antes no lo hacía: 'te sacaste diez para mí y sólo para mí', punto en que su talento potencial queda en peligro de verse alienado como regalo a la madre y nada más, vehiculizando la frase toda la dimensión incestuosa, colmando a la madre con ese maravilloso obsequio que es el niño del diez.

Por eso durante su análisis empieza a escucharla en su contracara; si se queda adherido por más tiempo a la satisfac­ción narcisista que proporciona, sus diez siempre van a ser presentificación del deseo materno (o sus sustituciones en un sinfín de condensaciones y desplazamientos), pero no los recuperará de otro modo y para él. He aquí el pleno sentido de

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producción significante, móvil, diferidora. Esta restitución en análisis del peso del significante como

exigencia de trabajo impulsa al paciente a encarar un rastreo histórico en cuanto a sus relaciones desiderativas con la madre, permitiendo añadir a esa frase puntos suspensivos en lugar de dejarla en un inmovilismo fatalista. Obviamente, para que todo este proceso tenga validez, aquella exigencia de trabajo (o el descubrimiento de ella donde antes sólo había un mandato) no es una propuesta del analista y sí un efecto del proceso que se desarrolla durante el análisis. Precisamente es esencial que sea el paciente quien dé el paso. Una intervención prematura en esa dirección, forzando el cuestionamiento porque teóricamente parezca válido, puede intensificar el costado imaginario de la transferencia, por ejemplo, ubicándome en la serie materna y dedicando en adelante sus "diez" a mí. Pero si el cuestiona­miento va surgiendo en él y lo ayudo para que a esa pregunta no la pierda de vista, se reducen muchísimo aquellos riesgos. Debido a esto, la construcción a que en ocasiones el analista se entrega tiene sus contracaras; en tanto el paciente no la acom­pañe activamente, no genera un verdadero efecto analítico sino lo que Winnicott llama efecto de adoctrinamiento. No es infrecuente encontrarnos con pacientes en estas condiciones, que han pasado muchos años en tratamiento y aprendieron a parafrasear a su modo la teoría que les enseñó el anaüsta (a veces desde niños). En estos casos se exhibe un saber psicoa-nalítico muy minucioso sobre la historia, pero no nos asom­brará que sea un saber desprovisto de eficacia alguna ni que siga en pie hasta el más insignificante de los síntomas. Desde el punto de vista conceptual, corresponde decir que no hubo una intervención significante como tal. Creo posible sostener que estas dificultades propias del psicoanálisis se incrementan en la clínica con niños y con adolescentes.

Acaso el criterio princeps para reconocer un significante sea la insistencia repetitiva. Por ejemplo, es común que el juego de un chico se reproduzca infatigablemente, sin que tengamos la más mínima idea de qué significa eso, excepto que la repetición nos pone en la pista de un cierto nudo a descifrar. En la producción histórica de significaciones, además, hay

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efectos en los que no sólo está implicado el sujeto, y esto no tiene que ver únicamente con palabras o frases: con igual frecuencia son determinados actos los que demuestran tener peso significante; apelando a otro material, 'los hombres de la familia se casan muy jóvenes' puede ser el modo de resumir algo que se inscribe en el inconsciente no por ser un dicho sino un procedimiento familiar repetido. Tal inserción del signifi­cante lo liga a los hechos más comunes y corrientes de la vida; de modo que no pocos entre nuestros pequeños intereses y repulsiones resultan función del lugar al que nos empuja incesantemente cierta cadena. Es importante aclararlo, dado que al ser usual que desarrollemos ejemplificaciones clínicas que a menudo suponen patología severa, es fácil olvidar que el habitat significante es la cotidianeidad más banal.

El siguiente punto a precisares que el significante conduce siempre hacia alguna parte. Puede ser hacia un abismo o hacia una cumbre, pero cuando algo se gana ese nombre en la historia del sujeto, es que lo inclina hacia determinados caminos preferenciales. Y éste es el tercer criterio: el signifi­cante tiene dirección. La frase "qué lindo que sos", por ejemplo, llevaba a un lugar muy diferente que la "te sacaste diez". Aquélla conducía al paciente, a medida que las exigen­cias sociales aumentaban, a medida que iba dejando atrás su adolescencia, a un callejón sin salida, porque una cosa es ser el nene lindo a los tres años y otra muy diferente a los veinticinco; no es haciendo monerías, cabe suponer, la forma como nos vamos a arreglar en la vida. El itinerario del signi­ficante lo extravía en la pasividad de lo escópico, lo cual no significa que no pueda salir de allí, la carretera se puede abandonar, hay diversos itinerarios alternativos activables.

Si lo pensamos bien, en el simple caso del guardapolvo en la atención hospitalaria son descifrables todos estos efectos. De examinar históricamente las relaciones de poder médico/ paciente a lo largo de varios siglos, tal como se van configu­rando en la sociedad occidental a partir del 1600, encontra­mos las notas distintivas de lo que un elemento cualquiera debe poseer para justificar llamarlo significante. En modo alguno esto implica que en la práctica clínica el significante

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sólo se hallará en boca del niño que nos traen. Por lo tanto, cuando nos preguntamos qué es el niño en psicoanálisis, localizamos ciertas cosas que denominamos significantes, las cuales tienen mucha relación con la formación de ese niño; pero estas cosas no necesariamente son producidas por él, inventadas por él, ni dichas por él; en cambio, solemos encon­trarlas en labios y en acciones de quienes lo rodean.

Una mujer entra a la consulta con un niño pequeño que luego resultó ser autista. A la analista le extraña que pueda dejarlo solo en la sala de espera, pensando que el chico difícilmente podría sostenerse en esa situación. Ante su inte­rrogante, la madre contesta: "No hay problema, él se queda donde yo lo pongo". Esta frase que sale de la boca de la madre le da a su hijo un estatuto de infrahumano, como si fuera un mueble o un paraguas. Lo que caracteriza a un ser humano es que no se queda donde se le indica; esto lo observamos muy bien en los chicos, si se les dice 'quédate ahí' no nos sorprende su desobediencia y si acatan una orden demasiado rápido, pensamos que están enfermos; pero cuando esto se muestra verdaderamente repetitivo, lo más seguro es que nos aguarda un caso grave. En nuestros términos, lo más terrible que le puede suceder a alguien es quedarse donde lo pusieron deter­minados significantes de la prehistoria, incluso cuando esos significantes aparentemente suenen bien.

Pero debemos retroceder un poco para atender a una segun­da polarización reduccionista que dejamos en suspenso. Ya señalamos los problemas que trae darle tanto relieve a la prehistoria que la historia se desvanezca, lo que no dejará de pesar en nuestra intervención como analistas con un lastre 'musulmanista' sobre lo terapéutico: las cartas decisivas ya estarían jugadas; por este camino acabamos escuchando y atendiendo sólo lo que viene de los padres, de los abuelos, y más atrás aun, pero ya que no recibimos por lo general gente con una prosapia que justifique un árbol genealógico, si tuviéramos que contar con saber lo que pasó a los tatarabuelos en relación con el significante, abandonaríamos el psicoanáli­sis por imposible y nos dedicaríamos a cualquier otra cosa.

El reduccionismo inverso conduce a centrarse exclusiva-31

mente en la fantasmática que el niño produce, encerrándose en sus procesos imaginarios. Atender a la dimensión de la fantasía de los juegos, del grafismo, es muy importante, pero unilateral si se prescinde de las funciones simbólicas y de lo relativo a la prehistoria. Melanie Klein no ignora el hecho de que el chico depende de los padres, pero no lo incorpora al análisis. A los efectos de lo que ella quiere investigar, que es la fantasía infantil, deja congeladas las demás variables, por ejemplo, el campo de lo prehistórico apenas lo toma en cuenta. Pero su proceder se justifica históricamente en la medida en que sirvió para abrir camino por el que hasta ese momento nadie había transitado.

Es una limitación demasiado repetida quedar anacrónica­mente adherido a lo que en un momento histórico se formula. Si, por ejemplo, no insertamos los descubrimientos de Mela­nie Klein en un contexto mucho más amplio, si creemos que la fantasía basta para explicarlo todo, podemos llegar a pensar que una psicosis infantil es un proceso autogenerado, como si fuera posible psicotizarse por puro devenir del imaginar.

En la clínica, la repetición de este simplismo nos hace girar en vano, constreñidos por estrechez epistemológica a tratar de producir mutaciones en el mundo interno de un paciente, excluyendo la consideración de los discursos que circulan en la familia sobre un niño, a quién viene a sustituir, qué sitios hereda, etc.; tantas dimensiones marginadas del análisis no pueden dejar de ocasionar impasses. Tiene el efecto contrario, el inverso simétrico del que toma la prehistoria como único factor causal, despoja de su peso a la vida imaginaria, y sólo asigna valor e interés a todo lo que va más allá del chico, a todo lo que está relacionado con las funciones y los mitos familia­res.

En el análisis con niños, uno de los aspectos más dificul­tosos, en el sentido en que genera más resistencia en el analista particularmente en los primeros tiempos, es lo referente a los padres. Es común encontrar en un terapeuta, por lo demás hábil en su trabajo, evitar al máximo el contacto con aquéllos, incluirlos lo menos posible, lo cual no deja de acarrear serios inconvenientes, según la ley de que lo que no se introduce de

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derecho retorna a la larga o a la corta bajo la forma de acting ova. Si no tomamos en cuenta el discurso de los padres, sus transferencias frecuentemente malogran tratamientos que en otro plano andaban bien.

Nunca es salteable, más allá de los protocolos tecnobu-rocráticos, escuchar y obrar conforme a lo específico de cada situación. Siendo sensible a las condiciones particulares, pron­to se aprende a establecer la diferencia entre la transferencia en esos padres con suficiente deseo puesto en investir como ser separable al hijo —lo que determina que toleren la situación analítica sin que haya que ocuparse mayormente de ellos— y aquellos (sobre todo cuando estudiamos problemáticas más allá de las neurosis) en que esta capacidad casi no existe, donde historia y prehistoria abundan en destructividad, en deseos que tienen que ver con la muerte, con el fracaso y con la locura. Aquí no se puede dejar a los padres de lado; es tan importante trabajar con el chico como con ellos y apostar a la producción de algún efecto analítico en el discurso familiar.

No hay una regla fija para estas cosas. Puede ser que en algún momento sea conveniente, por ejemplo, incorporar una entrevista con los padres, pero esto hay que decidirlo en cada caso; otras veces, durante un cierto período las entrevista con los padres se pueden desarrollar paralelamente a las sesiones con el chico; aun en no pocas ocasiones los padres se incluyen en la sesión. Es decir, no existe una receta técnica, y si hay algo que especifica a la clínica psicoanalítica, es la agudización de lo diferencial en cada caso. Lo difícil es justamente mantener esta flexibilidad,4 lo cual no vale como salvoconducto para intervenir de modo antojadizo, sin respeto por la sobredetermi-nación. Sea lo que sea, nada hay peor que aquella exclusión a priori, porque es una comprobación de hierro en psicoanálisis que lo que tratamos de sacarnos de encima acaba por aplastar­nos, con tratamiento, dogma y todo. A su vez, si los padres piden una entrevista y el analista está muy pegado a una cartilla de estipulaciones, piensa que no bien se la solicitan automáti­camente él debe otorgarla, porque así se lo enseñaron, y no reflexiona que, a veces, ciertas demandas de los padres están relacionadas con el deseo de vigilar, interferir, irrumpir en algo

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de su hijo que es privado. La asistencia inoportuna de los padres puede dar lugar a cierta retracción, a un incremento de la resistencia enojosamente gestado por el analista, y provoca la interrupción del material asociativo que se estaba desple­gando.

Compartimos con autores como Lacan o Winnicott la profunda desconfianza que despierta la palabra 'técnica', que implica siempre una cierta estandarización y tiende a coagu­larse en recetas y procedimientos prefabricados; todo analista debe desconfiar de su sagacidad en cuanto a sortear aquel entrampamiento. Bachelard y su llamado a una "vigilancia" crítica encuentran aquí su vigencia plena.

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2. ¿DONDE VIVEN LOS NIÑOS?

La pregunta acerca de qué es un niño en psicoanálisis desemboca en una serie de cuestiones. Particularmente nos detuvimos en la importancia de lo que llamamos prehistoria o, en otros términos, importancia del mito familiar. Es preciso aclarar que a partir de aquí, modificamos y ampliamos nues­tras preguntas clínicas, tomando en cuenta las más básicas que sirven para situar a un paciente. De esta manera cambia toda la perspectiva de lo que podríamos llamar un diagnóstico en psicoanálisis, que es algo muy distinto de lo que podría ser, por ejemplo, el diagnóstico para un criterio psiquiátrico o psicológico tradicional.

Para empezar a situar al niño que nos traen y a lo que lo rodea5, no procedemos, como tradicionalmente se hacía, are-alizar un inventario de síntomas, que se conoce como semio­logía. No es que despreciemos hacer un buen rastreo, una buena descripción del campo y localizar lo que puede llamar­se síntoma, sino que eso solo, para nosotros, a partir del mito familiar, del peso del mito familiar, nos resulta insuficiente.

Allí donde otro preguntaría: ¿qué tiene el chico?, y siendo la respuesta: 'no va bien en la escuela', 'se hace pis encima', 'sufre terrores nocturnos', y luego procedería a realizar el inventario de todo, nosotros introducimos otras preguntas, por ejemplo, una de las fundamentales bien podría ser: ¿dónde vive este chico?

Esta no es una pregunta fácil de contestar. Es un criterio importante determinar si un pequeño sigue viviendo aún en el

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cuerpo de la madre o si ha empezado a vivir en otro tipo de territorio, en otro tipo de espacio.

Otra pregunta que nos hacemos es: ¿qué representa -este chico para el deseo de los padres? Otra forma de preguntarlo, desde este punto de vista, es para qué se lo desea. La formu­lación binaria (ser deseado/no ser deseado) admite mejoría: un ser humano de hecho es deseado para los más diversos usos y esto cubre una gama asaz variada y variable, desde las posibi­lidades de productividad que se le brinden a alguien en su desarrollo, hasta propiciarle la psicosis o la muerte.

Entonces ésta también es una cuestión nada fácil de precisar y muy importante de situar. Una pregunta complementaria al respecto es en cuanto al lugar que se le asigna a un chico en el mito familiar.

Autoplagiándome o autocitándome, diría un poco más cerca de lo que entendemos por mito familiar, que se puede caracterizarlo por lo que un niño respira allí donde está colocado; mito familiar entonces homologable en su función al aire, al oxígeno, homología que apunta más a lo isomórfico que a lo meramente análogo. Lo que se respira en un lugar a través de una serie de prácticas cotidianas que incluyen actos, dichos, ideologemas, normas educativas, regulaciones del cuerpo, que forman un conjunto donde está presente el mito familiar. Para tomar un ejemplo, cuando uno le dice a una niña 'Es feo que una nena haga eso', no hace más que poner en acción el mito familiar, un trozo de ese mito que en este caso concierne a la diferencia sexual.

Lo importante es entender que el mito familiar no es fácilmente visualizable; no hemos de esperar 'verlo' desple­garse ante nosotros como una unidad acabada, congruente, lista para ser examinada. En la práctica —y hace un poco al saber de nuestra tarea y al saber de nuestro trabajo—, el mito familiar hay que sonsacarlo y deducirlo; suele pasar cierto tiempo antes que se filtre algo que reconozcamos como parte de él. A veces escuchamos frases, trozos más o menos escla-recedores. El ejemplo del capítulo anterior, en el cual la madre decía 'este chico se queda donde yo lo pongo' pone de entrada sobre la mesa algo del orden mítico, constituye una trágica

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definición de lo que es un niño en esa familia: algo que permanece inmóvil allí donde lo ponen, situación con conse­cuencias muy particulares para ese niño en especial.

Pero, por lo general, la regla es que el mito familiar en un análisis lo extraemos de a trozos. No basta con las primeras entrevistas, a lo sumo éstas nos permiten situar algunos de sus aspectos y sintonizar algo de su tendencia dominante. En cambio, es un concepto que altera profundamente la concep­ción misma de las entrevistas iniciales o preliminares: ya no es cuestión de procurarse informaciones como la de saber a qué edad empezó a caminar el niño, o a qué edad le salieron los primeros dientes. Este tipo de datos sólo nos interesará resignificados en un contexto mucho más amplio. Es muy difícil comenzar el tratamiento de un niño—personalmente lo desaconsejaría—, más aun, pronunciarse por si es necesario o no su tratamiento sin tener una noción aproximada de los rasgos principales del mito familiar en donde ese niño está posicionado y cómo. Considero muy importante que se dedi­quen a tal finalidad las entrevistas preliminares. He aquí un ejemplo puntual, muy esquemático, muy tendencioso en el sentido que lo he extraído muy al través. Los padres de un niño de seis años consultan, un poco a instancias del pediatra que dice que es hiperkinético; además, en la escuela se muestra agresivo. El centro de gravedad de la entrevista se desplaza luego al estado de conflicto permanente y nuclear entre los miembros de la pareja parental la cual incluso califica la transferencia conmigo, porque casi lo primero que dicen es que uno quería consultar y el otro no, uno considera que el chico está 'diez puntos' y el otro que el chico está cargado de problemas. De ahí, es muy importante más que compilar una serie de datos, localizar un elemento. Este hijo es concebido después de una separación y testimonia la pos­terior reconciliación de los padres. Ya durante el embarazo se arrepienten de ambas decisiones: la de reconciliarse y la de tenerlo. Es uno de esos casos, nada infrecuentes, en donde un niño ha sido destinado a unir una pareja que tambalea y, por ende, a un gran fracaso. Este nivel concierne al mito familiar más que a la historia a secas; nadie nos dice "estamos eno-

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jados con él porque no sólo no nos llevamos bien como pensábamos después de reconciliarnos y tenerlo, sino que todo siguió tan mal como antes". Nadie nos dice tal cosa, pero se la puede reconstruir6.

Toma entonces el rigor de la enunciación de una ley: todos los datos clásicos de una entrevista, todos los detalles disper­sos, se vuelven importantes sólo si se los aloja dentro del mito familiar; de lo contrario se convierten en un listado molesto con el cual no sabemos qué hacer: después de preguntar y anotar las respuestas, nos encontramos ante una hojarasca inutilizable.

Lévi-Strauss dice algo importante al respecto: es tan mala la carencia de datos sobre algo que uno quiere estudiar, como el abarrotamiento porque sí, el exceso de datos sin criterio de selección y de ubicación nos paraliza. Es un infortunio carac­terístico en las instituciones ordenar al psicólogo que haga entrevistas muy pautadas, tests, etc., y que redacte un informe que luego nadie lee, y si lo lee nada saca en limpio porque falta criterio organizador, o lugar donde poner esa masa de informa­ción.

Tampoco hay que entender el mito familiar como algo más o menos congruente y unitario, algo más o menos sistematiza­do y armónico. Es mejor concebirlo como una red o haz de pequeños mitos, no en singular y en términos del proceso secundario, y así hacer el recorrido de sus incongruencias, contradicciones, lagunas y disociaciones; definitivamente, no estamos ante una unidad armoniosa de tendencia única, en la cual con frecuencia se incurre, cayendo en una visión harto simplista del concepto.

La importancia del mito familiar nos lleva a distinguir dos niveles sobre los que discurriremos a lo largo de este volumen: el nivel de lo que llamaré proceso y el nivel de lo que llamaré función. Cuando decimos 'niño' en psicoanálisis implicamos —sobre todo cuando se trata de un niño pequeño— la cuestión de la construcción misma del sujeto. Tomamos o tocamos ambos niveles a la vez: no sólo todo lo relacionado con aquellos procesos, por ejemplo su trama de fantasías (lo que unos autores designan su mundo interno, y lo que otros

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prefieren llamar su imaginario), sino todo lo relativo a las funciones en las que se apuntala para advenir sujeto, por ejemplo, función materna, función paterna, las funciones que mentan a los implicados en aquel advenimiento, las funciones que cumplen los hermanos y los miembros de otra genera­ción, como los abuelos7.

El psicoanálisis dio un paso adelante el día en el que algunos psicoanalistas empezaron a pensar sin abandonar su propio lugar donde estaban parados para hacerlo8. Este nivel prácticamente ausente en los trabajos de Melanie Klein, en cambio aparece con toda su relevancia en autores como Winnicott, los Lefort, Dolto, y en general en muchos de los que se agrupan en torno de Lacan apartirde la década de 1950, y también, con todo derecho, en otros psicoanalistas como Sami-Ali y Balint. Actualmente, ya no pensamos que analizar a un niño es reunirse con él, conocer sus fantasías, tratar de captar su inconsciente y punto. No porque ello no importe, sino porque resta incompleto si no añadimos en dónde está implantado, dónde vive, en qué mito vive, qué mito respira y qué significa, en ese lugar, ser madre y padre.

Sin esos recaudos el tratamiento suele desembocar en un final abrupto, porque si descuidamos esa dimensión, los padres desde lo real pueden derribar el análisis con alguna actuación, no por culpa de ellos, sino de nuestra omisión. Se trata de una decisión teórica capital para el curso de nuestra práctica, particularmente cuando atravesamos la diferencia entre el campo de las neurosis y lo que lo sobrepasa9. Cuanto más avanzamos en el terreno de una psicosis temprana, por ejemplo, más insuficiente nos resulta confinarnos al nivel de lo que el niño produce, porque está tanto más frágil y masiva­mente adherido al lugar donde vive, mientras que la neurosis tiene una autonomía relativa considerablemente mayor. Po­demos tratar a un neurótico adulto sin conocer jamás a su familia; es más, no la debemos conocer si se trata de un adulto o de un adolescente tardío, porque no haría más que interferir en el análisis; no nos interesa, es una variable que podemos despreciar.

Tratándose de autismo, psicosis u otros trastornos narcisis-39

tas, cualquiera sea la posición teórica del terapeuta, la prácti­ca siempre lo lleva a tener algún tipo de intervención sobre la familia, el discurso familiar, los padres; los mismos hechos clínicos lo fuerzan hacia allí... a menos que prefiera que esos factores obstruyan su labor.

Por ejemplo, volviendo al niño que se queda donde lo ponen, si uno quiere intentar algo con él, aunque más no sea que se corra un poco respecto a donde lo dejan, no lo logrará excluyendo a los padres, reuniéndose solamente con él, aten­diendo a cómo juega (además no juega), escuchando cuando habla (además no habla). Indefectiblemente tendrá que hacer algo (para un psicoanalista, supone algo de interpretación) con los padres, o sobre los padres.

El capítulo anterior introduce un concepto quej?onf iguraun plano propio de la subjetividad humana: el plano del signifi­cante con sus características propias. Un mito familiar bien puede conceptualizarse como un puñado de significantes dispuestos de cierta manera. No obstante, nos resta mucho por examinar de aquéllos. Por lo pronto, recordemos que el signi­ficante no remite a la cosa directamente, sino que remite a otro significante, diferencia decisiva respecto del signo. Si decimos Monde hay humo hay fuego', nos movemos en el plano del signo, interpretamos ese humo como indicio material de que en la realidad hay fuego, pero sería distinto si tomáramos otras culturas, como por ejemplo, la de los indios de América del Norte, que inventaron un lenguaje o un código con señales de humo, con las que se enviaban mensajes. Allí el humo no remitía a fuego, sino a otra ritmación de humo, y eso es lo que le daba un efecto de significación, por ejemplo, el acuerdo de una boda, la cercanía de una fecha ritual o la inminencia de una guerra.

Tal es lo que distingue el plano del significante del plano del signo, la formación de una cadena: a nosotros nos interesa esa cadena en tanto que inconsciente. Otro rasgo diferencial del significante es su particular relación con el sujeto. Conocemos una definición de sujeto devenida 'clásica', esto es, el sujeto es lfi_que representa un significante para otro significante. Re­mitámosla a una muestra vulgar de la vida cotidiana: si escribo

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un libro, me critican, me preguntan o me interpelan como autor para incorporarme mal o bien a una cierta inter-textualidad. Así se relacionan dos significantes entre sí: uno es el de mi nombre y apellido. En la medida en que éste representa todo lo que se sabe de mí, es que en esa condición se me introduce en la máquina literaria. Pero, ¿ante quién me representa ese apellido? Me representa para otro significante que es la red intertextual psicoanalítica en sus múltiples dife­renciaciones internas. Enseguida advertimos que el signifi­cante es algo más que un mero título, una mera palabra, todo ese conjunto de reglamentos tácitos, de citas, de estilos, de slogans, de redundancias, de decisiones políticas, de forma­ciones más sintomáticas que conceptuales, en fin, de disposi­ciones que conforman una práctica específica de la letra como la del psicoanálisis.

En la clínica esto se presenta de una manera más compleja, porque tiene que ver con la transferencia pero el punto que es imperioso destacar antes de perderse en los detalles de un material cualquiera, es el siguiente. Para poder ser, en el sentido en que cabe hablar en psicoanálisis, para encontrar cierta posibilidad de implantación en la vida humana, la única oportunidad que tiene un sujeto es asirse a un significante. Para poder vivir no basta con las proteínas en el orden simbólico, es necesario adscribirse aunque más no sea a un poco de significante.

Es instructivo asociar esta ley inapelable a una típica historia, recurrente en material de psicosis, que nos cuenta de un recién nacido que no fue anotado en el Registro Civil sino mucho tiempo después de su nacimiento y vivió así días sin existencia simbólica, sin estar inscripto en ninguna parte; hecho que nos transmite algo esencial sobre la llegada al mundo de este sujeto, sobre cómo se lo ha esperado. Con un plus de significación aun, como es en muchos de estos casos el extravío irreversible de la fecha real de nacimiento, nimba­da por un velo de duda y de confusión.

La tarea originaria de un bebé cuando viene al mundo es tratar de encontrar significantes que lo representen, porque no lo encuentra todo hecho. Si bastasen para representarlo su

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nombre y apellido, no tendríamos campo para trabajar. Hemos confrontado brevemente dos ejemplos: 'qué lindo

que sos' y 'te sacaste diez'. Es lícito decir que esas frases son significantes que representan a ambos sujetos. El "qué lindo que sos" lo representa, por mucho tiempo (por supuesto que no es lo único que lo representa), y genera todo tipo de efectos. Lo mismo el "te sacaste diez". Lejos de ser entes pasivos, sólo preocupados por obtener satisfacciones orales, como en algu­na época el psicoanálisis pintó a los bebés, la tarea eminente­mente activa que todo ser humano debe emprender, para la que necesita ayuda porque solo no puede consumarla, es encontrar significantes que lo representen ante y dentro del discurso familiar, en el seno del mito familiar, o sea del campo deseante familiar. En las neurosis, el sujeto encuentra significantes que lo representen, ése no es el problema; en las psicosis los busca y tiene que luchar con los que tienden a destruirlo.

Esa primera tarea es de tipo extractivo: ha de arrancar los significantes que lo representen. A veces vemos que un niño quiere llevar algo de la sesión, algo que ha hecho: eso puede tener muchas significaciones, renunciamos de antemano como psicoanalistas a encontrar una sola. Una posible y de mucha trascendencia transferencial es que esté enjuego que lo que ha producido junto con su analista tenga el valor de representarlo como sujeto, algo de lo cual él pueda aferrarse para vivir. Conseguir un lugar para vivir depende de los significantes que uno encuentra. Un niño le ha pedido a la analista que lo dibuje y se lleva el dibujo. Luego los padres le cuentan a ella que lo ha puesto en sitio visible en su dormitorio. Para él se trata efec­tivamente de un trazo que lo redefine, que le da lugar propio, es decir, un lugar donde se pueda realmente plantear la cues­tión de cuáles son sus deseos.

Otro paciente podría realizar el mismo movimiento por medios más abstractos, haciendo referencia a una sesión fe­cunda de la que se llevó algo figuradamente. Diferencia clínica apreciable a respetar, dando tiempo a que el niño desarrolle nuevos medios simbólicos. En todo caso, sí es importante poner una palabra que subraye la acción, un 'esto lo hiciste acá', marcar el trabajo con un sentido que él ha encontrado y

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que es pensable como una fantasía de nacimiento en la trans­ferencia.

Durante un episodio de tipo paranoico, un adolescente teoriza a su manera. Entre otras cosas, reprocha a su madre no haber "agarrado a la vida" al padre —éste se había suicidado muchos años antes, cuando el paciente era bastante pe­queño—. Según su recriminación, su madre no le dio al padre nada que le sirviese como punto de anclaje a la existencia, abundando en recriminaciones respecto de la frialdad y la escasa disponibilidad amorosa de aquélla. Pero lo que el muchacho enfatiza es el carácter de significante (antes que otros modos de lo material) que debe tener algo para que sea posible asirse de él, como en el caso de un 'te quiero', o 'alguien me quiere', o 'soy querido por alguien'. Si algo de este orden no aparece bajo ninguna forma, la gestión de un sitio es imposible.

Constituye un problema teórico ir más allá de lo que estas fórmulas connotan del amor como sentimiento y percatarse de las complejas operaciones involucradas. El poeta Michaux escribe: "El amor es la ocupación del espacio". Para nosotros, analistas, es una expresión de enorme densidad conceptual. Ocupar un espacio físico viniendo al mundo primeramente, pero sobre todo ocupar un lugar en el deseo del Otro, sin el cual la vida, de entrada, pierde toda posibilidad de sentido; pero para que esto se cumpla es preciso que alguien done lugar. Cuando, por ejemplo, hablamos de abortar un hijo no nos referimos a la dimensión literal; no pocas veces descubri­mos abortos metafóricos con los que se rehusa aquel don. Ahora bien, si el espacio es una característica esencial del deseo, el siguiente paso es señalar que la instrumentación concreta, el medio de dicha operación, es un dispositivo o una composición de significantes10.

Generalmente, en la transmisión del psicoanálisis necesi­tamos insistir en el hecho de que el deseo es lo que circula en toda cadena o composición significante y hace que ésta nos interese, ya que no nos interesa la cadena simbólica de una computadora, por ejemplo, salvo que nuestro tema sea el deseo del científico. Hay que insistir en ello: cuando escribi-

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mos 'cadena simbólica' damos por sentado que pensamos en cadenas, a su turno encadenadas por el deseo.

El «bebé tiene que trabajar y aun luchar para adquirir significantes. Las funciones, parentales y otras, deben auxi­liarlo, brindándole las condiciones mínimas, pero no pueden regalárselos hechos; mejor dicho, si hubiera imposición de significantes, si no se le permitiera hallarlos, fallaría lo esen­cial. Lo mismo sucede en el tratamiento analítico. El sujeto acude en busca de significantes que lo representen o tras ciertos cambios en los significantes que lo representan, o frecuentemente deshacerse de alguno. Es para ello que se requiere nuestra ayuda, el análisis no lo puede hacer él solo. Intervenimos primeramente favoreciendo condiciones para que él logre advenir al encuentro del significante o replantear su relación con él, pero si se los damos hechos, nuestra intervención no sería psicoanalítica sino un adoctrinamiento con 'contenidos' psicoanalíticos.

Se trata de un recentramiento histórico concebir el psico­análisis antes que nada como donador de lugar, y no como una máquina hermenéutica. Esta interpretación sólo funciona si se hace en cierto lugar que se ha creado; de lo contrario o no sirve o daña, como ocurre con las interpretaciones llamadas salva­jes.

Dicho de otra forma, estudiamos los modos y las condicio­nes a través de los cuales el bebé va haciéndose un cuerpo, y, al respecto, que anatómicamente lo tenga sólo induce a error. Desde el punto de vista simbólico es una mentira, no es suyo, está muy lejos de poder asumirlo, a lo sumo vale decir que dispone de la potencialidad de tenerlo, de apropiárselo a lo largo de un complicado devenir histórico-estructural para cumplir el cual lo ayudan no tanto el instinto como las funciones parentales.

Debemos tomar en cuenta la eventualidad (que establece la diferencia entre una situación neurótica y otra psicótica) de que un sujeto no encuentre condiciones propiciatorias para la producción de significantes que lo representen, y que en su lugar comparezcan, de manera aplastante significantes del superyó, en una verdadera sustitución de lo esperable en términos libidinales11.

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Un niño de quien aún no se dice que tenga una evolución psicótica (aunque se la tema) es traído a la consulta. Poco a poco, el motivo que se impone conduce a la pareja parental. Los padres están separados desde hace varios años, pero la separación no es más que una ficción, porque están unidos por el odio. No tarda en descubrirse (tras los buenos modales del comienzo) un estado de perpetua guerra entre ellos, guerra que se lleva a cabo de mil formas, según el viejo adagio de que en el amor y en estas cosas todo está permitido. Esta situación alcanza un nivel que excede largamente las coyunturas trivia­les y tempestuosas asociadas por lo general a una separación. En cambio, adopta un carácter masivo y con picos de convic­ción tan delirante que es irresistible la evocación de lo que Aulagnier formula en cuanto condiciones de formación de una paranoia. Esta guerra más fría o más caliente, pero siempre constante, requiere la presencia de un testigo parali­zado, que es casualmente el hijo. ¿Qué podemos encontrar de los significantes en este niño? Dos muestras al respecto nos devuelven a la temática del superyó, pero no en esa dimensión ligada a la disolución del complejo de Edipo; antes bien, ese nivel del superyó descubierto en psicoanálisis al estudiar la reacción terapéutica negativa, el suicidio, el masoquismo moral; ese nivel que Melanie Klein llamaba del superyó sádico, y Fairbairn, premoral. Una función destructiva, no una función de regulador normativo.

Primera muestra: el niño se llama Luciano. Al respecto nos cuentan que esperaban una nena, Lucía, y en su lugar advino 'Lucía no'. Broma muy instructiva para detectar cómo se lo nomina, con un término que lo niega. Aquí la nominación es una trampa; sólo nos dice que él no es la esperada, no es la de­seada. En ese sentido, no es un significante que pueda servirle para vivir; no podemos decir que lo represente sino que repre­senta instancias maternas y paternas hostiles hacia el hijo.

Segunda muestra: su ropa. La ropa es un modo de signifi­carse. Cuando el chico hace múltiples juegos con ella, cuando descubre que se pone y se saca, entabla una relación muy particular y muy íntima a la vez con eso que es él y no es él. No sólo el psicoanálisis intuye que la ropa no es algo 'exter-

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no', que en ciertas condiciones forma parte de nuestro cuerpo, como ocurre con la casa y con otras cosas; no hay un límite tan preciso como podría malentenderse. Pues bien, entre otros servicios, la ropa sirve también para significarse en determina­dos momentos, por ejemplo, para significarse como de un sexo determinado. Pero la experiencia de Luciano es muy distinta: cuando él llega a casa de su padre (los días que le corresponde ir a verlo) debe quitarse toda la ropa que trae de casa de su madre y vestirse con la que aquél le ha comprado para estar allí. Y viceversa. Por lo tanto, él no dice 'mi' ropa, sino "esta ropa es de mi papá", "esta ropa es de mi mamá". Probablemente, ni siquiera necesitemos de demasiada sutileza psicoanalítica para sacar cuentas de qué tipo de marca deja este proceder sobre el cuerpo, porque, en definitiva, su cuerpo está partido en dos, es el cuerpo de papá y el cuerpo de mamá. Y es un acabado exponente de significante del superyó, es una configuración muy diversa de la que examinamos gravitando en torno al "qué lindo que sos", caso en el cual la ropa formaba parte de esa presunta belleza. En lo que hace a Luciano, significa el recíproco odio entre los padres; el cuerpo del hijo es un campo de batalla. Lo que viene a subrayar es el odio que lo engendró, el odio bajo el cual nació, el odio que es su causa; significa esa partición sobre su cuerpo, por lo tanto no es un significante apto para representarlo como sujeto.

Clínicamente es notorio que en ningún momento Luciano subjetiva lo que lleva puesto como propio y, a partir de allí, ya no puede por desgracia asombramos que inconscientemente su cuerpo esté afectado por idéntico reparto. Así pasa las sesiones armando interminables peleas entre dos bandos, mientras él se coloca alternativamente de uno y de otro lado, sin diferenciarse.

Hay una edad (alrededor del segundo año de vida) en la que un niño comienza a repetir no sólo lo que él dice de motu proprio, sino lo que le dijeron en carácter de órdenes: por ejemplo, toma algo que le está prohibido tomar, diciendo simultáneamente "no toque", "no tocar". Es un exponente de un significante del superyó que al ser muy común suele desplegarse libre de patología; esto se verifica porque el niño

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puede tocar igual. Junto al significante del superyó en ascenso ahí está, no obstante, la posibilidad de que el niño mantenga su deseo y toque. Por lo menos hay un conflicto entre obedecer o no. En todo niño hay un cierto equilibrio entre estos dos tipos de significantes.

El pequeño repite la orden como si fuera el Otro, dice "no se toca" especularmente, sin hacer el cambio, habla las pala­bras del Otro entendido no en una posición cualquiera y no en posición de semejante, Otro definido o reconocido por un poder, en tanto lugar de la orden, lugar de la Ley. Durante el segundo año de vida es sabido que los niños atraviesan lo que se llama período de negativismo, en sí saludable, período en el cual diferencian cierto uso del no. Así, cuando se les pregunta "¿querés tal cosa?", replican "no", aun cuando luego acepten. El "no" es su documento de identidad. Aconteci­miento decisivo por su efecto separador, el niño abandona el cuerpo de los otros y se muda a otro territorio. En este proceso, el "no" en el que insiste, que se opone a toda demanda, no es el mismo "no" del "no se toca" que va notando que no lo re­presenta, mientras que se identifica en cuerpo y alma a ' su' no, verdadero 'caballito de batalla' (o dicho con mayor empaque, motivo generador de su diferenciación subjetiva). Aquel "no se toca" representa, en cambio, un incipiente superyó, super­yó todavía en voz alta; no está internalizado en el sentido de "conciencia moral" (Freud). Del equilibrio entre estos moti­vos depende cierta estabilización temprana del sujeto.

El padre de Schreber subrayaba en uno de sus escritos pedagógicos la importancia de abolir desde el momento más temprano toda dimensión de autonomía en el sujeto, intervi­niendo ya durante la lactancia, a fin de aplastar los mínimos conatos de espontaneidad. El padre de Schreber era un peda­gogo que algunos consideran como precursor del nazismo, no sin razón porque hay ciertas cosas que anticipa; pero nadie podría discutirle que fue un hombre muy lúcido en su para­noia. Es notable la precisión, la seguridad, el rigor con los que va al grano: es preciso que el niño renuncie de entrada y sin medias tintas a toda iniciativa propia. El aparato y los castigos que con ese propósito moviliza conforman una máquina

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maestra de significantes del superyó que aparecen para muti­lar cualquier posibilidad de palabra propia en un sujeto y que este singular pedagogo nos ha ayudado a conceptualizar. Si así lo queremos, ya que la insistencia repetitiva es fundamental para la aprehensión de un concepto, podemos plantearlo en términos de ficción: alguien llega al mundo. ¿Qué significan­tes hay allí disponibles? Es un poco como cuando uno accede a una situación nueva cualquiera, aunque esté más crecido que un bebé. Lo usual en un caso así es preguntar por las reglas del juego (sobre todo las realmente vigentes en el lugar en cues­tión). ¿Cómo se debe proceder aquí para conseguir sitio, y sitio aceptable? En nuestro caso, ¿qué hay que hacer para lograr ser deseado en esa familia? ¿Qué, para ocupar algún puesto en el deseo del Otro? No existe cuestión más primordial ni que se formule más temprano en el nivel en que cada edad lo puede preguntar: ¿qué hay aquí para situarme, que me sirva para mi propia apropiación? Hay, por ejemplo, "qué lindo que sos"; bien, esto sirve, se toma, el problema ulterior es quedar demasiado prendido a ese dicho, como veremos luego. Lo cierto es que las más diversas cosas resultan material aprove­chable, "todo puede servir"12.

Retomemos esta consigna del deseo, esta consigna edípica entre madre e hijo adolescente: el análisis no deja dudas en cuanto a que "te sacaste diez" asegura cierto lugar. Además de las muchas buenas notas que en efecto cosecha, la frase lo representa, él es ese "te sacaste diez", y no solamente porque se presente ante los otros como uno de los mejores allí donde está. Este paciente, no obstante, consulta por algo que en principio recuerda una celotipia con matices paranoicos, en permanente búsqueda de apoyaturas 'objetivas', acechando adonde van las miradas de su novia, traspasada la cual se levantó una compleja formación depresiva con ciclos silencio­sos pero constantes. En ese nivel, cobra creciente importancia la figura de una abuela del muchacho, hasta que damos con un fragmento significativo de naturaleza muy distinta de la del "te sacaste diez", fragmento que en realidad no pertenece exacta­mente a sus fantasmas o recuerdos, sino que proviene de la prehistoria, vía su abuela. Había dedicado una sesión a una

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especie de balance tras un año de tratamiento. Al despedirse, me comenta lo bien que se siente, lo contento que está y lo útil que le resultó el análisis. Esas expresiones fueron el preámbu­lo de una violenta caída en depresión, con la que llegó a la sesión siguiente; la síntesis fue que "todo es un desastre". Desastreque tiene ala vez la condición de serenumerado. (La enumerabilidad de lo catastrófico es un rasgo notable de las formaciones depresivas.) Momento oportuno para que mi intervención destaque el hecho de que el bienestar no puede o no debe perdurar. El punto de corte lo constituye precisa­mente la puesta en palabras, decir el decir del 'sentirse bien', enunciación que anuncia la caída, la adelanta como su heral­do.

Le señalo la necesidad que parece regir este ciclo; subrayo que por razones que desconocemos hay algo que debe discon­tinuarse en él —cosa que apunto en la medida que constituye a mi juicio el fenómeno central en la depresión—. La depre­sión es la enfermedad de la continuidad, nada más esencial que su quiebra. A continuación asocia que él toca la guitarra y en realidad se da cuenta que lo hace bien, por lo menos, bien al nivel de amateur. Pero cuando le piden que lo haga siempre responde igual : "soy un desastre", la diferencia con una verdadera muletilla es la convicción con que lo dice.

¿De dónde salen este "soy un desastre" y esta convicción? Entonces recuerda una escena en que tocaba en la cocina de su casa y escuchó la voz de la abuela burlándose de él y de su instrumento. Un recuerdo de tantos, sin mayor valor afectivo en sí mismo, hasta que en análisis, lo vuelve importante el hecho de enhebrarlo. Esto abre espacio a una serie en la que su abuela está en posición ridiculizadora y descalificante, y en donde además quien recibe permanentemente el epíteto de "qué desastre" de sus labios es la madre del paciente: recor­demos que años atrás había tenido una crisis depresiva pos­parto muy severa, con internación. Este "qué desastre" la paraliza, según confiesa al hijo: "Mira vos lo que me pasa, cuando no está la abuela, puedo hacer esto bien". Se refiere a que se las arregla con la casa, le alcanza el tiempo, fluye más tranquila en lo que hace. La presencia de su propia madre

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modifica radicalmente las cosas. Vale la pena subrayar el peso que cobra la alternancia presente/ausente en la regulación de su autoestima.

Cuando a su turno el paciente retoma el "soy un desastre", transforma el "sos un desastre" anterior como si esa esquirla proveniente del discurso de la abuela pasara a activarse en él contra sí mismo. Es así obligado a resignificar con ese término todo cuanto hace, y hasta a producir desastres en pequeña escala (variable acorde a la gravedad de cada caso) en los que aquella resignificación encuentra a la vez su apoyatura y su cumplimiento. Obra maestra del significante del superyó que se contrapone (cuando no neutraliza directamente) al "te sacaste diez".

El régimen del significante del superyó tiene su propia producción, que podemos designar como goce del Otro, detec-table en distintos niveles. A uno ofrece acceso un caso como el de Luciano, con la imago fuerte o marcada de los padres ensañándose sobre el cuerpo del niño en su furiosa contienda. En el paciente que ahora examinamos, los tiempos del goce se manifiestan mediante períodos de eclipse de sus actos como sujeto (con derecho al) de deseo. Quienes lo rodean (sus com­pañeros de deporte, por ejemplo) se asombran de sus bruscos virajes, de cómo desaparece, sobre todo, pasando de ser un jugador valioso para su equipo a una condición de lentitud torpe o de des-presencia en la que se diría que, más que jugar mal, no juega para ningún equipo... pieza del significante de aplastamiento por excelencia. Aquí el sujeto del goce se diluye notoriamente, se impersonaliza (pues sería del todo insuficien­te remitirlo a la imago de la abuela. Esta imago es pertinente, pero debe ser acotada si pretendemos la cura, si pretendemos liberar al paciente de sus aboliciones... lo 'abuelizable' en­cuentra límites muy concretos de eficacia). Hay que llegar en el curso del psicoanálisis al nivel del goce de la frase: la frase (u otra forma de acto) que no pertenece a nadie, goza. Nivel absolutamente esencial. Yo diría que justamente goza en la medida misma en que no pertenece a nadie. Se ha soltado, como Alien por corredores sin nombre.

En el tono y la posición oracular del "en esta familia los 50

segundos hijos varones siempre van presos" se marca mejor todavía esta peligrosa desubjetivación que atraviesa como si nada las generaciones, despreciando su diferencia. Notemos cómo 'desapropia' al muchacho de su vida, si queremos mantener en alto (y creo que es inherente a la ética del psico­análisis) el concepto de vida en el orden simbólico como potencialidad para el sujeto de hallar (o sea, construir, en la formulación paradójica de nuestra disciplina) sus diferencias. Vivir no como otra cosa que diferir. A esto se oponen los significantes del superyó, así como más o menos ayudan los significantes del sujeto.

Coronaré este capítulo con un fragmento clínico de cierto desarrollo y muy conveniente, no sólo por destacar de nuevo la gravitación de lo constitucional en el sentido de la prehis­toria y del mito familiar, sino por algo más. Es el material de una embarazada, tiempo de forja del cuerpo imaginado, ver­dadero alojamiento extrauterino del sujeto temprano y donde, precisamente, habrá de encontrarse con elementos significan­tes de todo tipo allí condensados.

En una sesión, la paciente habla de algo que le preocupa desde su embarazo (que además la tomó por sorpresa). Es una paciente que tiene situaciones de tipo depresivo y paranoide importantes, con predominio de los primeros. Ahora lo que le afecta es la desaparición de su deseo sexual. Formar pareja fue cosa que le costó mucho trabajo, y durante un largo tiempo con una singularidad: vive con un hombre, lo saben por supuesto sus amigos, reciben gente en su casa como cualquier pareja, pero en cambio ninguno de sus familiares conoce su situación. Se ha montado así una doble vida muy curiosa, fuertemente asociada (y en términos causales) por el enérgico rechazo que hace la madre de la paciente del hombre al que está unida. Este rechazo va muy lejos. Por ejemplo la madre, aunque la paciente se ha casado hace varios años, pública­mente la define como soltera. Cuando alguien llama a su casa y pregunta por la hija (alguien que ignora que ya no vive allí), la madre responde que ha salido y volverá tarde o que está durmiendo. Hay pues una abolición radical de la existencia de

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ese hombre que llega harto más allá del 'no me gusta tu novio o tu marido' o 'no me gusta con quien te casaste': repudia su existencia.

Por su parte, pese a enojarse mucho y a múltiples sentimien­tos, la paciente acepta esa mistificación, experimenta una angustiosa impotencia para romperla, no consigue más (y no es poco en el caso de ella) que la transacción que se cifra en su doble vida. Tiene que darse el embarazo para modificar este equilibrio. Y en cuanto el embarazo se afirma (es decir, cuando lo cree, pues también le costó hacerlo), irrumpe el inesperado síntoma de su anorexia genital. Analizamos primeramente una fantasmática donde insiste una representación de precariedad: un embarazo es de poca consistencia, en cualquier momento se pierde. Y vive así aterrada, torturada con imágenes de aborto espontáneo, de hemorragias masivas que barren cualquier frágil implantación. A continuación se liga la entrada del pene como causa de interrupción del embarazo. Nada consigue tranquilizarla. Es interesante notar que lo destructivo de la penetración es particularmente conectado al momento del orgasmo del hombre, tal es el momento más violento y peligro­so, más abortivo. También tiene miedo de que la asalten en la calle y se imagina que alguien le pega un tiro en la panza o la patea allí. Mi intervención al principio se ciñe a mostrarle a qué asoció la sexualidad del marido (el pene a un revólver o al puntapié), pero además enfatiza un aspecto que tuvo más resonancias de lo que yo creía en ese momento: es como si ella enfatizara que desconoce que ese pene es el que la fecundó. 'Pene' aparece allí con un rasgo dañino, tanático, pero en realidad cuando el pene penetra, fecunda y no lastima. Ella ha quedado disyunta de esta sencilla verdad. Le señalo además— porque ella dice que el marido se olvida que está embarazada en tanto la sigue deseando y buscando— lo paradójico de que precisamente olvide que es gracias a ese deseo que ella está embarazada, que es gracias a que alguien la deseó, y no solamente eso, sino que ella también lo deseaba (otra cuestión ahora reprimida). Es ésta la primera puntuación eficaz, a la que responde con un recuerdo y con cierto aumento en su capaci­dad de reflexión. Recuerda haberse sorprendido a sí misma

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formulándose una pregunta ingenua hasta lo cómico, tras enterarse del resultado de los análisis de práctica: "¿cómo habrá sido?" Interrogación que se demostrará nuclear para el esclarecimiento, sesión tras sesión. A partir de allí añade ele­mentos nuevos. Antes de quedar embarazada había estado tomando (por cuenta propia) mucha vitamina E, a raíz de haber escuchado a unos amigos sobre su uso como coadyu­vante en tratamientos para esterilidad. Sobre esa base 'cien­tífica' descubrimos la formación de un núcleo delirante, que eclosiona inocentemente un día, ya embarazada, cuando pregunta a su marido: "¿habrá sido por la vitamina E?" Fue notable para ella misma su sorpresa ante la risa de él que colocaba su pregunta en el nivel del chiste, pues ignoraba que para su mujer era cosa muy seria. Sea como fuere, la cuestión es que la vitamina E se convierte inconscientemente en el padre de su hijo y que entonces se impone una conclusión: hay una categoría de paternidad que no está construida y a la que sólo se adapta en lo preconsciente, así como la relación fecundación U paternidad no parece establecida. Le pregunto si recuerda relatos de su niñez sobre cómo se hacían los chicos; lo único que alcanza a recordar es que ella hasta muy tarde "no sabía nada", y continúa diciendo que, después de todo, su creencia es congruente, porque si la madre descono­ció la existencia de su marido, a quien aviene a darle un estatuto, digamos más empírico, a partir del embarazo, de alguna manera hay continuidad con la representación en la que los hijos se conciben sin mediación de pene alguno. Las piezas encajan muy bien. Las asociaciones ahora acuden a probar los efectos de sobredeterminación generados por el complejo delirante. Así, cuenta que después de un enojo des­proporcionado por una nadería de la convivencia, se le ocu­rrió pensar "no se lo merece" (ser el padre). Mi intervención tiende a mostrarle que "él no se lo merece" no es sino una especie de cobertura de un dicho delirante que reza 'no es el padre','el chico no tiene padre', 'los chicos no nacen de hombre y mujer'.

Recuerda que pensó muchas veces en cuánto le gustaría que el niño llevara su apellido, no el de él. Entendimos

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entonces el énfasis que había puesto en las últimas sesiones sobre el hecho de que el obstetra que la atendía tenía dos apellidos, y si tenía dos apellidos incluía el materno. Era ése el detalle por lo que le interesaba el asunto, y se acordó de la misma ocurrencia pero en términos mucho más categóricos y hostiles: "tendría que tener mi apellido y no el de él".

En suma, la paciente está supeditada al mito de la madre, o a un cierto funcionamiento de la madre en el que se rehusa otorgar estatuto de existencia al hombre en tanto padre, en tanto portador de pene fecundante, funcionamiento que carac­terizamos más precisamente como forclusivo: esto no existe, no se trata de que existe pero no me gusta, hay un paso (de) más.

Recogiendo experiencias nos es lícito evaluar como de gran magnitud la incidencia sobre el cuerpo imaginado del sujeto por venir de trayectos significantes como éste. Si no se tratase de una mujer en psicoanálisis, con la oportunidad de cambio que implica, y si esta serie de factores actuara sin contrapeso alguno, cabría pensar en los múltiples efectos patógenos del lugar que se va dibujando para el niño: hijo que nace de una ingesta de su madre, al margen de la diferencia sexual; hijo en­ganchado por un enquistamiento delirante a una causación oral digestiva. Desde los fantasmas de una embarazada se puede entonces estudiar qué tipo de espacio espera a un futuro ser. Y si un niño como éste llegase a la consulta, sería importante descubrir este mito familiar, mucho más que quedarse enreda­do en tal o cual particularidad sintomática o en tal o cual dibujito o palabreja de él (materiales que, en cambio, cruzados con aquél recobran todo su vigor).

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3. SIGNIFICANTE DEL SUJETO/SIGNIFICANTE DEL SUPERYO: LAS OPOSICIONES, LAS AMBIGÜEDADES

Hasta este punto nos condujo la pregunta en psicoanálisis sobre qué es un niño, mediante la cual llegaremos, ulterior­mente, por una diagonal bastante directa, a lo que ha de ser el núcleo principal en el campo del jugar infantil. Pero es nece­sario antes otro paso: tratar de manera más funcional la polaridad significante del sujeto-significante del superyó.

El significante del sujeto designa lo que agarra, en nuestro caso, a la vida, sobre todo teniendo en cuenta ese momento capital de introducción a la vida humana. Esta expresión, la de agarrar al sujeto a la vida, la tomo de un paciente, un mucha­cho que en pleno brote psicótico le reprocha a la madre no haber podido, querido o sabido "agarrar al padre a la vida": el padre en cuestión se había suicidado. Dejando de lado el grado de verdad de su teoría, que responsabiliza directamente a la madre de esa muerte, el punto es que está muy bien caracterizado esto de algo que agarra a la vida, mientras que para lo que concierne al significante del superyó podemos recordar una expresión de Lacan: "la vida que soporta a la muerte", en tanto apunta a esa condición de la vida en que ésta se vuelve algo sobre lo cual pesa encima, aplasta, la muerte. Doy un ejemplo. En una entrevista con los padres de un niño de tres años en análisis (después de unos cuantos meses de trabajo) aparece lo siguiente: la imposibilidad del chico de desprenderse del cuerpo de la madre o sustitutos, lo cual interferirá, por ejemplo, sus potencialidades lúdicas; no poder

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