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IES Joaquín Artiles 18 de Marzo de 2020 Tutoría: 4º ESO B. Continuidad Educativa. Revisión 2 Nota: Los cambios de esta revisión están en rojo. Introducción Estimados alumnos, Espero que tanto vosotros como vuestras familias os encontréis lo mejor posible. Durante las próximas semanas, continuaremos las clases a distancia. En este documento os redacto las primeras tareas e indicaciones de cada uno de vuestros profesores. Durante estas 2 semana, debéis entrar periódicamente en la web del centro y en la carpeta de vuestra tutoría (4º ESO B) para ver las actualizaciones en las indicaciones y tareas de vuestros profesores. Os animo a que aprovechéis estas 2 semanas y os apliquéis en esta recta final del curso. Buenas semanas de cuarentena. Suerte y paciencia. Arantxa. Sumario Continuidad Educativa. Revisión 1.......................................................................................................1 Introducción......................................................................................................................................1 Tareas Tutoría...................................................................................................................................2 Tareas Lengua: Profesora: Doña Elia Padrón...................................................................................2 Tareas Biología y Geología. Profesor: Don Prudencio Santana.......................................................2 Tareas Matemáticas. Profesora: Doña Arantxa Bienes.....................................................................2 Tareas Ingles. Profesor: Don Alejandro Trancho..............................................................................3 Tareas Geografía e Historia: Profesora: Doña Josefa Cabrea...........................................................4 Tareas Historia de Canarias: Profesora: Doña Josefa Cabrea...........................................................4 Tareas Educación Física: Profesora: Doña Fefi González................................................................5 Tareas Francés. Profesora: Doña Carmen Jimenez...........................................................................5 Tareas Música Profesora: Doña Eva Díaz........................................................................................5 Tareas Religión. Profesora Doña Pino Henriquez............................................................................5 Tareas Valores éticos. Profesor: Don Jose Luis Lantigua.................................................................6 Tareas Informática. Profesor Don Manuel Pérez..............................................................................6 Documentos Adjuntos.......................................................................................................................6

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IES Joaquín Artiles 18 de Marzo de 2020Tutoría: 4º ESO B.

Continuidad Educativa. Revisión 2

Nota: Los cambios de esta revisión están en rojo.

Introducción

Estimados alumnos,

Espero que tanto vosotros como vuestras familias os encontréis lo mejor posible.

Durante las próximas semanas, continuaremos las clases a distancia. En este documento os redacto las primeras tareas e indicaciones de cada uno de vuestros profesores.

Durante estas 2 semana, debéis entrar periódicamente en la web del centro y en la carpeta de vuestra tutoría (4º ESO B) para ver las actualizaciones en las indicaciones y tareas de vuestros profesores.

Os animo a que aprovechéis estas 2 semanas y os apliquéis en esta recta final del curso.

Buenas semanas de cuarentena. Suerte y paciencia.

Arantxa.

SumarioContinuidad Educativa. Revisión 1.......................................................................................................1

Introducción......................................................................................................................................1Tareas Tutoría...................................................................................................................................2Tareas Lengua: Profesora: Doña Elia Padrón...................................................................................2Tareas Biología y Geología. Profesor: Don Prudencio Santana.......................................................2Tareas Matemáticas. Profesora: Doña Arantxa Bienes.....................................................................2Tareas Ingles. Profesor: Don Alejandro Trancho..............................................................................3Tareas Geografía e Historia: Profesora: Doña Josefa Cabrea...........................................................4Tareas Historia de Canarias: Profesora: Doña Josefa Cabrea...........................................................4Tareas Educación Física: Profesora: Doña Fefi González................................................................5Tareas Francés. Profesora: Doña Carmen Jimenez...........................................................................5Tareas Música Profesora: Doña Eva Díaz........................................................................................5Tareas Religión. Profesora Doña Pino Henriquez............................................................................5Tareas Valores éticos. Profesor: Don Jose Luis Lantigua.................................................................6Tareas Informática. Profesor Don Manuel Pérez..............................................................................6Documentos Adjuntos.......................................................................................................................6

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Tareas Tutoría

1. Escucha atentamente el video de nuestra Vicedirectora, con el Comunicado y recomendaciones del IES Joaquín Artiles para el período de suspensión de la actividad lectiva desde el 13 de marzo de 2020, cuyo enlace adjunto: https://youtu.be/xgYlL082Cpg

Tareas Lengua: Profesora: Doña Elia Padrón

Indicaciones: Adjunto ha este documento encontrareis las diversas fichas de “Lengua” donde encontrareis el plan de trabajo para los próximos días. El alumnado está informado sobre cómo se ira desarrollando.

En relación al primer bloque (CONOCIMIENTO DE LA LENGUA), está en proceso y en los próximosdías se enviará el documento completo, en cuanto al PLAN DE LECTURA, falta por terminar El Barranco de Nevaría Tejera que se enviará en breve.

Tareas Biología y Geología. Profesor: Don Prudencio Santana

Indicaciones: El alumnado debe terminar de resumir la unidad que estamos viendo por el libro, hasta el final de la misma, así como realizar todas las actividades que faltan hasta dicho final.

La fecha tope para su entrega será el viernes 20 de marzo a las 13 horas.

El Correo para el envío de dichas tareas es: [email protected]

Tareas Matemáticas. Profesora: Doña Arantxa Bienes

Indicaciones:

1. Entrar periódicamente en la plataforma EVAGD, en el curso de matemáticas:

https://www3.gobiernodecanarias.org/medusa/evagd/gcsur/course/view.php?id=8958

2. Realizar las tareas que se colgarán en el apartado "Seguimiento de las clases desde casa"

3. En los casos en los que se requiera, enviar los trabajos realizados mediante la plataforma EVAGD

Nota: Para los que tengan problemas para entrar a en la plataforma EVAGD, he adjuntado las 2 siguientes fichas.

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Tareas Ingles. Profesor: Don Alejandro Trancho

Indicaciones:

Unit 6

En este tema tenemos 2 estructuras gramaticales que vamos a analizar antes de introducirnos en el mismo: las oraciones de relativo y la voz pasiva.

Semana del 16 al 22 de marzo.

1º) En esta semana nos ocuparemos de las oraciones de relativo. Para ello iremos a este enlace en internet donde hay una explicación bastante buena:

https://www.curso-ingles.com/aprender/cursos/nivel-intermedio/relative-and-indefinite-pronouns/relative-pronouns

2º) Posteriormente iremos a la página 53 del student´s book y haremos los ejercicios: 1, 3, 4 y 5.

3º)Pag 51 del student´s book. Estamos en la parte de Vocabulary y haremos los ejercicios 1, 2 y 3.

4º) Pag. 52. Haremos como siempre. Intentaremos entender el texto buscando el vovabulario que no conozcamos. Después haremos los ejercicios 1 y 3.

El lunes 23 de marzo recibirán ustedes las soluciones a los ejercicios y harán una autocomprobación y autoevaluación de los mismos.

Para cualquier duda y, aunque tengo una licencia por Asuntos Propios no retribuidos estaré encantado de resolverla hasta la incorporación de mi sustituta en la siguiente dirección de e-mail:

[email protected]

Un saludo,

Alejandro Trancho Lemes.

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Tareas Geografía e Historia: Profesora: Doña Josefa Cabrea

Indicaciones:

1. Página 41.- Lee el apartado “El Desastre del 98”. Haz un esquema sobre las cusas del conflicto, las consecuencias de la derrota y explica las razones del interés de EE.UU por Cuba.

2. Página42,43 El reinado de Alfonso XIII (1902- 1931) . Resume las causas del detrioro político, las mejoras laborables que consiguieron la UGT y CNT. Asimismo las razones por las que España interviene en Marruecos, sus consecuencias y el problema militar. Realiza los ejercicios43,44, 45 y 46 de la página 43.

3. Página 44.- Define Expresionismo, Cubismo, Dadaísmo

4. Realiza todas las Actividades de Síntesis de la página 46 ; asimismo realiza las actividades 7, 8, 9, 10 de la página 47

RECUERDA COPIAR LOS ENUNCIADOS DE LAS PREGUNTAS.

Tareas Historia de Canarias: Profesora: Doña Josefa Cabrea

Indicaciones:

5. Páginas 30, 31 .- Sociedad y Economía canarias en la Edad Moderna.- Responde a las preguntas 1,2 de la página 31. También

Características del cultivo de azúcar. ¿ Dónde se ubicaron los ingenios de azúcar?¿ En qué se siglo se realizó, con qué ciudades comerciaron?. ¿Cuándo y por qué entró en crisis?

¿Cuándo empezó el cultivo del vino? ¿En qué islas?¿ A dónde se exporta. ¿Cuándo entraen crisis y por qué?

Productos agrícolas de autoconsumo La ganadería fue potenciada tras la conquista.. Indica la existente y las nuevas. Ventajas

de la ganadería. Característica de la pesca. Explica la afirmación “ la tala de montes fue otro recurso básico”.

6. Página 34 y 35. La economía canaria contemporánea. Lee estas dos páginas y responde a las siguientes cuestiones.

¿ Qué se obtiene de la cochinilla?¡Cuándo se inició?¿Cuándo y por qué desapareció? Haz un resumen de las etapas del cultivo de plátanos, tomates y papas. Ejercicios 2. 3, 4 de la página 35.

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Tareas Educación Física: Profesora: Doña Fefi González

Indicaciones: Adjunto encontrareis las indicaciones de “Educacion Fisica”

Tareas Tecnología. Profesor: Don Néstor Bentejui

Tema actual: Instalaciones eléctricas en vivienda.

Indicaciones: El alumnado debe dirigirse al bloque de este tema en EVAGD.

En el apartado “Foro” hay un tema llamado Teleformación 4º ESO – 01, donde el profesor irá recogiendo las instrucciones, contenidos y ejercicios que el alumnado debe realizar las próximas 2 semanas.

Además ha creado otro tema llamado Dudas teleformación 4º ESO – 01 donde el alumnadopuede realizar las consultas que tenga.

Tareas Francés. Profesora: Doña Carmen Jimenez

Material: FOTOCOPIAS DOSSIER .

Indicaciones:

1. Estudiar y hacer los ejercicios que leímos el otro día en la lectura puntuada sobre:

L’ INTERROGATION, LE PRESENT, LE PASSÉ COMPOSE ( avoir/ être), L ‘ IMPARFAIT, et le FUTUR SIMPLE y Traducir todas las frases y/ o palabras desconocidas.

2. Estudiar la pronunciación francesa.

Tareas Música Profesora: Doña Eva Díaz

Indicaciones: Adjunto encontrareis las indicaciones de “Musica”

Tareas Religión. Profesora Doña Pino Henriquez

Indicaciones: Adjunto encontrareis las indicaciones de “Religion”.

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Tareas Valores éticos. Profesor: Don Jose Luis Lantigua

Indicaciones:

Hola soy jose, debido a los últimos acontecimientos no nos podemos ver, no obstante aquí les presento las actividades a realizar. Están pensadas para dos horas lectivasLas tarea deberás presentarla en el momento de reiniciarse las clases presenciales. En caso de prolongarse la situación, seguirás recibiendo actividades e instrucciones.

Actividades:

1. Busca la biografía de Platón y comenta “El mito de la Caverna”2. reflexiona sobre el papel de la educación en la vida de las personas.3. Busca la biografía de Aritóteles y céntrate en su ética.4. Valora el papel de la felicidad tal como lo plantea Aristóteles y

comparala con el actual significado del término.

Tareas Informática. Profesor Don Manuel Pérez

Indicaciones: Los alumnos deberán de descargarse el programa de la siguiente pagina web e instalar en su ordenador.

http://www.gimp.org.es/descargar-gimp.html

Es un programa gratuito y se descargará de la página oficial. deberán de realizar las tareas que hay en laplataforma EVAGD.

Documentos Adjuntos

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EDUCACIÓN FÍSICA

4º E.S.O. Como habíamos hablado en la última sesión de clase, para este tercer trimestre, las actividades de contenidos mínimos se harán sobre los JUEGOS OLÍMPICOS (JJOO) MODERNOS y LAS OLIMPIADAS DE LA ANTIGÜA GRECIA. Lo que sí vamos a variar es el formato que habíamos explicado. Dijimos que estas actividades se harían por parejas y en formato expositivo de mural, para exponerlos en el gimnasio y pasillos, pero dadas las circunstancias vamos a hacerlo de otra manera.

Se harán en folios, y en principio se entregarán en mano y de manera individual, cuando regresemos a las aulas. Si la situación variara, y tuviéramos que estar más tiempo en casa, escanearíamos las actividades y las mandaríamos por correo electrónico.

Recuerda que estos quince días, tendríamos 4 horas de clase (dos cada semana) así que te dará tiempo para realizar las actividades. De todas formas, me gustaría que hicieran algo de actividad física en casa: sentadillas, bourpees, fondos, plancha isométrica… (los ejercicios que hacemos en cada calentamiento nos valen).

JUEGOS OLÍMPICOS MODERNOS 1. Aros olímpicos: qué representan y qué significa cada color. La antorcha olímpica: de dónde

sale, qué representa, quién la transporta y hasta donde llega. 2. Quién es y qué hizo Pierr de Courbertain (biografía) 3. Ciudades Olímpicas y mascotas de las Olimpiadas (al menos 10) 4. Premios (medallas, diplomas, reconocimientos, becas ADO). ¿Qué es el COI? 5. Olimpiadas Paralímpicas. ¿Por qué se hacen después de los JJOO?. Deportes en los que se

compiten.

JUEGOS OLÍMPICOS DE LA ANTIGUA GRECIA 1. Modalidades y actividades en las que se competían 2. Quiénes podían competir y por qué las mujeres no podían 3. ¿Qué premios recibían los ganadores? 4. ¿Cómo era el Estadio Olímpico y dónde sigue estando? 5. ¿Por qué se dejaron de celebrar?

ACTIVIDADES DE AMPLIACIÓN Y MEJORA DE NOTA: EN FORMATO DIGITAL Recuerda que éstas actividades no son obligatorias pero su realización mejora la nota final y suple a aquellas pruebas físicas a las que no pueda presentarme. 1. Saludo al sol. Hay que realizar las asanas y secuencias de flexibilidad a través del Yoga estando

en cada una de ellas al menos 10 segundos. La secuencia se puede buscar en google. 2. “Tu cara me suena”. Se trata de elegir un video musical (que te guste y que tenga baile). Se

trata de grabarse para hacer una comparativa del original y el que tu realizas.

Fecha de entrega en papel: - Primer plazo: viernes 3 de abril de 2020 - Segundo plazo: jueves 30 de abril de 2020 ACTIVIDADES DIGITALES: se puede realizar y ya veremos si me dejan un pendrive con la grabación, o la mandan por correo electrónico. Aún por determinar.

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INGLÉSPLANIFICACIÓN 4º ESO A-B-C

Unit 6

En este tema tenemos 2 estructuras gramaticales que vamos a analizar antes de introducirnosen el mismo: las oraciones de relativo y la voz pasiva.

Semana del 16 al 22 de marzo.

1º) En esta semana nos ocuparemos de las oraciones de relativo. Para ello iremos a este enlace en internet donde hay una explicación bastante buena:

https://www.curso-ingles.com/aprender/cursos/nivel-intermedio/relative-and-indefinite-pronouns/relative-pronouns

2º) Posteriormente iremos a la página 53 del student´s book y haremos los ejercicios: 1, 3, 4 y 5.

3º)Pag 51 del student´s book. Estamos en la parte de Vocabulary y haremos los ejercicios 1, 2 y 3.

4º) Pag. 52. Haremos como siempre. Intentaremos entender el texto buscando el vovabulario que no conozcamos. Después haremos los ejercicios 1 y 3.

El lunes 23 de marzo recibirán ustedes las soluciones a los ejercicios y harán una autocomprobación y autoevaluación de los mismos.

Para cualquier duda y, aunque tengo una licencia por Asuntos Propios no retribuidos estaré encantado de resolverla hasta la incorporación de mi sustituta en la siguiente dirección de e-mail:

[email protected]

Un saludo,

Alejandro Trancho Lemes.

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PLAN  DE  LECTURA         “¿Cuánta  tierra  necesita  un  hombre?”,  León  Tolstoi  

 1  

¿Cuánta tierra necesita un hombre? León Tolstoi

Érase   una   vez   un   campesino   llamado   Pahom,   que   había   trabajado   dura   y   honestamente   para   su  

familia,   pero   que   no   tenía   tierras   propias,   así   que   siempre   permanecía   en   la   pobreza.   "Ocupados  

como   estamos   desde   la   niñez   trabajando   la   madre   tierra   -­‐pensaba   a   menudo-­‐   los   campesinos  

siempre   debemos  morir   como   vivimos,   sin   nada   propio.   Las   cosas   serían   diferentes   si   tuviéramos  

nuestra  propia  tierra."    

Ahora  bien,  cerca  de  la  aldea  de  Pahom  vivía  una  dama,  una  pequeña  terrateniente,  que  poseía  una  

finca  de  ciento  cincuenta  hectáreas.  Un  invierno  se  difundió  la  noticia  de  que  esta  dama  iba  a  vender  

sus   tierras.   Pahom   oyó   que   un   vecino   suyo   compraría   veinticinco   hectáreas   y   que   la   dama   había  

consentido  en  aceptar  la  mitad  en  efectivo  y  esperar  un  año  por  la  otra  mitad.    

"Qué  te  parece  -­‐pensó  Pahom-­‐  Esa  tierra  se  vende,  y  yo  no  obtendré  nada."    

Así  que  decidió  hablar  con  su  esposa.    

-­‐Otras  personas  están  comprando,  y  nosotros  también  debemos  comprar  unas  diez  hectáreas.  La  vida  

se  vuelve  imposible  sin  poseer  tierras  propias.    

Se  pusieron  a  pensar  y  calcularon  cuánto  podrían  comprar.  Tenían  ahorrados  cien  rublos.  Vendieron  

un  potrillo  y   la  mitad  de  sus  abejas;  contrataron  a  uno  de  sus  hijos  como  peón  y  pidieron  anticipos  

sobre  la  paga.  Pidieron  prestado  el  resto  a  un  cuñado,  y  así  juntaron  la  mitad  del  dinero  de  la  compra.  

Después  de  eso,  Pahom  escogió  una  parcela  de  veinte  hectáreas,  donde  había  bosques,  fue  a  ver  a  la  

dama  e  hizo  la  compra.    

Así  que  ahora  Pahom  tenía  su  propia  tierra.  Pidió  semilla  prestada,  y  la  sembró,  y  obtuvo  una  buena  

cosecha.  Al  cabo  de  un  año  había  logrado  saldar  sus  deudas  con  la  dama  y  su  cuñado.  Así  se  convirtió  

en  terrateniente,  y  talaba  sus  propios  árboles,  y  alimentaba  su  ganado  en  sus  propios  pastos.  Cuando  

salía   a   arar   los   campos,   o   a  mirar   sus  mieses   o   sus   prados,   el   corazón   se   le   llenaba   de   alegría.   La  

hierba  que  crecía  allí  y  las  flores  que  florecían  allí  le  parecían  diferentes  de  las  de  otras  partes.  Antes,  

cuando  cruzaba  esa  tierra,  le  parecía  igual  a  cualquier  otra,  pero  ahora  le  parecía  muy  distinta.    

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PLAN  DE  LECTURA         “¿Cuánta  tierra  necesita  un  hombre?”,  León  Tolstoi  

 2  

Un   día   Pahom   estaba   sentado   en   su   casa   cuando   un   viajero   se   detuvo   ante   su   casa.   Pahom   le  

preguntó  de  dónde  venía,  y  el  forastero  respondió  que  venía  de  allende  el  Volga,  donde  había  estado  

trabajando.  Una  palabra  llevó  a  la  otra,  y  el  hombre  comentó  que  había  muchas  tierras  en  venta  por  

allá,   y  que  muchos  estaban  viajando  para   comprarlas.   Las   tierras  eran   tan   fértiles,   aseguró,  que  el  

centeno  era   alto   como  un   caballo,   y   tan   tupido  que   cinco   cortes  de   guadaña   formaban  una  avilla.  

Comentó  que  un  campesino  había   trabajado   sólo   con   sus  manos,   y  ahora   tenía   seis   caballos  y  dos  

vacas.  

El  corazón  de  Pahom  se  colmó  de  anhelo.    

"¿Por  qué  he  de  sufrir  en  este  agujero  -­‐pensó-­‐  si  se  vive  tan  bien  en  otras  partes?  Venderé  mi  tierra  y  

mi  finca,  y  con  el  dinero  comenzaré  allá  de  nuevo  y  tendré  todo  nuevo".    

Pahom  vendió  su  tierra,  su  casa  y  su  ganado,  con  buenas  ganancias,  y  se  mudó  con  su  familia  a  su  

nueva  propiedad.  Todo  lo  que  había  dicho  el  campesino  era  cierto,  y  Pahom  estaba  en  mucha  mejor  

posición  que  antes.  Compró  muchas  tierras  arables  y  pasturas,  y  pudo  tener   las  cabezas  de  ganado  

que  deseaba.    

Al  principio,  en  el  ajetreo  de  la  mudanza  y  la  construcción,  Pahom  se  sentía  complacido,  pero  cuando  

se  habituó  comenzó  a  pensar  que  tampoco  aquí  estaba  satisfecho.  Quería  sembrar  más  trigo,  pero  no  

tenía   tierras   suficientes   para   ello,   así   que   arrendó   más   tierras   por   tres   años.   Fueron   buenas  

temporadas  y  hubo  buenas  cosechas,  así  que  Pahom  ahorró  dinero.  Podría  haber  seguido  viviendo  

cómodamente,  pero  se  cansó  de  arrendar  tierras  ajenas  todos  los  años,  y  de  sufrir  privaciones  para  

ahorrar  el  dinero.    

"Si  todas  estas  tierras  fueran  mías  -­‐pensó-­‐,  sería  independiente  y  no  sufriría  estas  incomodidades."    

Un  día  un  vendedor  de  bienes   raíces  que  pasaba   le  comentó  que  acababa  de   regresar  de   la   lejana  

tierra  de  los  bashkirs,  donde  había  comprado  seiscientas  hectáreas  por  sólo  mil  rublos.    

-­‐Sólo   debes   hacerte   amigo   de   los   jefes   -­‐dijo-­‐   Yo   regalé   como   cien   rublos   en   vestidos   y   alfombras,  

además  de  una  caja  de  té,  y  di  vino  a  quienes  lo  bebían,  y  obtuve  la  tierra  por  una  bicoca.    

"Vaya  -­‐pensó  Pahom-­‐,  allá  puedo  tener  diez  veces  más  tierras  de  las  que  poseo.  Debo  probar  suerte."    

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PLAN  DE  LECTURA         “¿Cuánta  tierra  necesita  un  hombre?”,  León  Tolstoi  

 3  

Pahom  encomendó   a   su   familia   el   cuidado  de   la   finca   y   emprendió   el   viaje,   llevando   consigo   a   su  

criado.  Pararon  en  una  ciudad  y  compraron  una  caja  de  té,  vino  y  otros  regalos,  como  el  vendedor  les  

había  aconsejado.  Continuaron  viaje  hasta   recorrer  más  de  quinientos  kilómetros,   y  el   séptimo  día  

llegaron  a  un  lugar  donde  los  bashkirs  habían  instalado  sus  tiendas.    

En  cuanto  vieron  a  Pahom,  salieron  de  las  tiendas  y  se  reunieron  en  torno  al  visitante.  Le  dieron  té  y  

kurniss,  y  sacrificaron  una  oveja  y  le  dieron  de  comer.  Pahom  sacó  presentes  de  su  carromato  y  los  

distribuyó,   y   les   dijo   que   venía   en   busca   de   tierras.   Los   bashkirs   parecieron  muy   satisfechos   y   le  

dijeron  que  debía  hablar  con  el  jefe.  Lo  mandaron  a  buscar  y  le  explicaron  a  qué  había  ido  Pahom.    

El  jefe  escuchó  un  rato,  pidió  silencio  con  un  gesto  y  le  dijo  a  Pahom:    

-­‐De  acuerdo.  Escoge  la  tierra  que  te  plazca.  Tenemos  tierras  en  abundancia.  

-­‐¿Y  cuál  será  el  precio?  -­‐preguntó  Pahom.    

-­‐Nuestro  precio  es  siempre  el  mismo:  mil  rublos  por  día.  

Pahom  no  comprendió.    

-­‐¿Un  día?  ¿Qué  medida  es  ésa?  ¿Cuántas  hectáreas  son?    

-­‐No  sabemos  calcularlo  -­‐dijo  el  jefe-­‐.  La  vendemos  por  día.  Todo  lo  que  puedas  recorrer  a  pie  en  un  

día  es  tuyo,  y  el  precio  es  mil  rublos  por  día.    

Pahom  quedó  sorprendido.    

-­‐Pero  en  un  día  se  puede  recorrer  una  vasta  extensión  de  tierra  -­‐dijo.    

El  jefe  se  echó  a  reír.    

-­‐¡Será   toda   tuya!  Pero   con  una   condición.   Si  no   regresas  el  mismo  día  al   lugar  donde  comenzaste,  

pierdes  el  dinero.    

-­‐¿Pero  cómo  debo  señalar  el  camino  que  he  seguido?    

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PLAN  DE  LECTURA         “¿Cuánta  tierra  necesita  un  hombre?”,  León  Tolstoi  

 4  

-­‐Iremos   a   cualquier   lugar   que   gustes,   y   nos   quedaremos   allí.   Puedes   comenzar   desde   ese   sitio   y  

emprender  tu  viaje,  llevando  una  azada  contigo.  Donde  lo  consideres  necesario,  deja  una  marca.  En  

cada  giro,  cava  un  pozo  y  apila  la  tierra;  luego  iremos  con  un  arado  de  pozo  en  pozo.  Puedes  hacer  el  

recorrido  que  desees,  pero  antes  que  se  ponga  el  sol  debes  regresar  al  sitio  de  donde  partiste.  Toda  

la  tierra  que  cubras  será  tuya.    

Pahom   estaba   alborozado.   Decidió   comenzar   por   la   mañana.   Charlaron,   bebieron   más   kurniss,  

comieron  más  oveja  y  bebieron  más  té,  y  así  llegó  la  noche.  Le  dieron  a  Pahom  una  cama  de  edredón,  

y  los  bashkirs  se  dispersaron,  prometiendo  reunirse  a  la  mañana  siguiente  al  romper  el  alba  y  viajar  al  

punto  convenido  antes  del  amanecer.    

Pahom  se  quedó  acostado,  pero  no  pudo  dormirse.  No  dejaba  de  pensar  en  su  tierra.    

"¡Qué   gran   extensión  marcaré!   -­‐pensó-­‐.   Puedo   andar   fácilmente   cincuenta   kilómetros   por   día.   Los  

días  ahora  son   largos,  y  un  recorrido  de  cincuenta  kilómetros  representará  gran  cantidad  de  tierra.  

Venderé  las  tierras  más  áridas,  o  las  dejaré  a  los  campesinos,  pero  yo  escogeré  la  mejor  y  la  trabajaré.  

Compraré  dos  yuntas  de  bueyes  y  contrataré  dos  peones  más.  Unas  noventa  hectáreas  destinaré  a  la  

siembra  y  en  el  resto  criaré  ganado."    

Por  la  puerta  abierta  vio  que  estaba  rompiendo  el  alba.    

-­‐Es  hora  de  despertarlos  -­‐se  dijo-­‐.  Debemos  ponernos  en  marcha.    

Se   levantó,   despertó   al   criado   (que   dormía   en   el   carromato),   le   ordenó   uncir   los   caballos   y   fue   a  

despertar  a  los  bashkirs.    

-­‐Es  hora  de  ir  a  la  estepa  para  medir  las  tierras  -­‐dijo.    

Los  bashkirs  se  levantaron  y  se  reunieron,  y  también  acudió  el  jefe.  Se  pusieron  a  beber  más  kurniss,  

y  ofrecieron  a  Pahom  un  poco  de  té,  pero  él  no  quería  esperar.    

-­‐Si  hemos  de  ir,  vayamos  de  una  vez.  Ya  es  hora.    

Los  bashkirs  se  prepararon  y  todos  se  pusieron  en  marcha,  algunos  a  caballo,  otros  en  carros.  Pahom  

iba  en   su   carromato  con  el   criado,   y   llevaba  una  azada.  Cuando   llegaron  a   la  estepa,  el   cielo  de   la  

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PLAN  DE  LECTURA         “¿Cuánta  tierra  necesita  un  hombre?”,  León  Tolstoi  

 5  

mañana  estaba  rojo.  Subieron  una  loma  y,  apeándose  de  carros  y  caballos,  se  reunieron  en  un  sitio.  El  

jefe  se  acercó  a  Pahom  y  extendió  el  brazo  hacia  la  planicie.    

-­‐Todo  esto,  hasta  donde  llega  la  mirada,  es  nuestro.  Puedes  tomar  lo  que  gustes.    

A  Pahom  le  relucieron  los  ojos,  pues  era  toda  tierra  virgen,  chata  como  la  palma  de  la  mano  y  negra  

como  semilla  de  amapola,  y  en  las  hondonadas  crecían  altos  pastizales.    

El  jefe  se  quitó  la  gorra  de  piel  de  zorro,  la  apoyó  en  el  suelo  y  dijo:    

-­‐Ésta  será  la  marca.  Empieza  aquí  y  regresa  aquí.  Toda  la  tierra  que  rodees  será  tuya.    

Pahom  sacó  el  dinero  y  lo  puso  en  la  gorra.  Luego  se  quitó  el  abrigo,  quedándose  con  su  chaquetón  

sin  mangas.  Se  aflojó  el  cinturón  y  lo  sujetó  con  fuerza  bajo  el  vientre,  se  puso  un  costal  de  pan  en  el  

pecho  del  jubón  y,  atando  una  botella  de  agua  al  cinturón,  se  subió  la  caña  de  las  botas,  empuñó  la  

azada   y   se   dispuso   a   partir.   Tardó   un   instante   en   decidir   el   rumbo.   Todas   las   direcciones   eran  

tentadoras.    

-­‐No  importa  -­‐dijo  al  fin-­‐.  Iré  hacia  el  sol  naciente.    

Se  volvió  hacia  el  este,  se  desperezó  y  aguardó  a  que  el  sol  asomara  sobre  el  horizonte.    

"No  debo  perder  tiempo  -­‐pensó-­‐,  pues  es  más  fácil  caminar  mientras  todavía  está  fresco."    

Los   rayos  del   sol  no  acababan  de   chispear   sobre  el  horizonte   cuando  Pahom,  azada  al  hombro,   se  

internó  en  la  estepa.    

Pahom  caminaba  a  paso  moderado.  Tras  avanzar  mil  metros  se  detuvo,  cavó  un  pozo  y  apiló  terrones  

de  hierba  para  hacerlo  más  visible.   Luego   continuó,   y   ahora  que  había   vencido  el   entumecimiento  

apuró  el  paso.  Al  cabo  de  un  rato  cavó  otro  pozo.    

Miró  hacia  atrás.  La   loma  se  veía  claramente  a   la   luz  del  sol,  con   la  gente  encima,  y   las  relucientes  

llantas  de  las  ruedas  del  carromato.  Pahom  calculó  que  había  caminado  cinco  kilómetros.  Estaba  más  

cálido;  se  quitó  el  chaquetón,  se  lo  echó  al  hombro  y  continuó  la  marcha.  Ahora  hacía  más  calor;  miró  

el  sol;  era  hora  de  pensar  en  el  desayuno.    

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 6  

-­‐He  recorrido  el  primer  tramo,  pero  hay  cuatro  en  un  día,  y  todavía  es  demasiado  pronto  para  virar.  

Pero  me  quitaré  las  botas  -­‐se  dijo.    

Se  sentó,  se  quitó   las  botas,   se   las  metió  en  el  cinturón  y   reanudó   la  marcha.  Ahora  caminaba  con  

soltura.    

"Seguiré  otros  cinco  kilómetros  -­‐pensó-­‐,  y  luego  giraré  a  la  izquierda.  Este  lugar  es  tan  promisorio  que  

sería  una  pena  perderlo.  Cuanto  más  avanzo,  mejor  parece  la  tierra."    

Siguió   derecho   por   un   tiempo,   y   cuando  miró   en   torno,   la   loma   era   apenas   visible   y   las   personas  

parecían  hormigas,  y  apenas  se  veía  un  destello  bajo  el  sol.    

"Ah   -­‐pensó   Pahom-­‐,   he   avanzado   bastante   en   esta   dirección,   es   hora   de   girar.   Además   estoy  

sudando,  y  muy  sediento."    

Se  detuvo,  cavó  un  gran  pozo  y  apiló  hierba.  Bebió  un  sorbo  de  agua  y  giró  a  la  izquierda.  Continuó  la  

marcha,  y  la  hierba  era  alta,  y  hacía  mucho  calor.    

Pahom  comenzó  a  cansarse.  Miró  el  sol  y  vio  que  era  mediodía.    

"Bien  -­‐pensó-­‐,  debo  descansar."    

Se  sentó,  comió  pan  y  bebió  agua,  pero  no  se  acostó,  temiendo  quedarse  dormido.  Después  de  estar  

un  rato  sentado,  siguió  andando.  Al  principio  caminaba  sin  dificultad,  y  sentía  sueño,  pero  continuó,  

pensando:  "Una  hora  de  sufrimiento,  una  vida  para  disfrutarlo".    

Avanzó   un   largo   trecho   en   esa   dirección,   y   ya   iba   a   girar   de   nuevo   a   la   izquierda   cuando   vio   un  

fecundo  valle.  "Sería  una  pena  excluir  ese  terreno  -­‐pensó-­‐.  El  lino  crecería  bien  aquí.".  Así  que  rodeó  

el  valle  y  cavó  un  pozo  del  otro  lado  antes  de  girar.  Pahom  miró  hacia  la  loma.  El  aire  estaba  brumoso  

y  trémulo  con  el  calor,  y  a  través  de  la  bruma  apenas  se  veía  a  la  gente  de  la  loma.    

"¡Ah!  -­‐pensó  Pahom-­‐.  Los   lados  son  demasiado  largos.  Este  debe  ser  más  corto."  Y  siguió  a   lo   largo  

del  tercer  lado,  apurando  el  paso.  Miró  el  sol.  Estaba  a  mitad  de  camino  del  horizonte,  y  Pahom  aún  

no  había  recorrido  tres  kilómetros  del  tercer  lado  del  cuadrado.  Aún  estaba  a  quince  kilómetros  de  su  

meta.    

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PLAN  DE  LECTURA         “¿Cuánta  tierra  necesita  un  hombre?”,  León  Tolstoi  

 7  

"No   -­‐pensó-­‐,   aunque   mis   tierras   queden   irregulares,   ahora   debo   volver   en   línea   recta.   Podría  

alejarme  demasiado,  y  ya  tengo  gran  cantidad  de  tierra.".    

Pahom  cavó  un  pozo  de  prisa.    

Echó   a   andar   hacia   la   loma,   pero   con   dificultad.   Estaba   agotado   por   el   calor,   tenía   cortes   y  

magulladuras  en  los  pies  descalzos,  le  flaqueaban  las  piernas.  Ansiaba  descansar,  pero  era  imposible  

si  deseaba  llegar  antes  del  poniente.  El  sol  no  espera  a  nadie,  y  se  hundía  cada  vez  más.    

"Cielos  -­‐pensó-­‐,  si  no  hubiera  cometido  el  error  de  querer  demasiado.  ¿Qué  pasará  si  llego  tarde?"    

Miró  hacia  la  loma  y  hacia  el  sol.  Aún  estaba  lejos  de  su  meta,  y  el  sol  se  aproximaba  al  horizonte.    

Pahom   siguió   caminando,   con   mucha   dificultad,   pero   cada   vez   más   rápido.   Apuró   el   paso,   pero  

todavía   estaba   lejos   del   lugar.   Echó   a   correr,   arrojó   la   chaqueta,   las   botas,   la   botella   y   la   gorra,   y  

conservó  sólo  la  azada  que  usaba  como  bastón.    

"Ay  de  mí.  He  deseado  mucho,  y   lo  eché  todo  a  perder.  Tengo  que  llegar  antes  de  que  se  ponga  el  

sol."    

El  temor  le  quitaba  el  aliento.  Pahom  siguió  corriendo,  y  la  camisa  y  los  pantalones  empapados  se  le  

pegaban  a  la  piel,  y  tenía  la  boca  reseca.  Su  pecho  jadeaba  como  un  fuelle,  su  corazón  batía  como  un  

martillo,   sus  piernas  cedían  como  si  no   le  pertenecieran.  Pahom  estaba  abrumado  por  el   terror  de  

morir  de  agotamiento.    

Aunque   temía   la  muerte,  no  podía  detenerse.   "Después  que  he  corrido   tanto,  me  considerarán  un  

tonto  si  me  detengo  ahora",  pensó.  Y  siguió  corriendo,  y  al  acercarse  oyó  que  los  bashkirs  gritaban  y  

aullaban,  y  esos  gritos  le  inflamaron  aún  más  el  corazón.  Juntó  sus  últimas  fuerzas  y  siguió  corriendo.    

El   hinchado   y   brumoso   sol   casi   rozaba   el   horizonte,   rojo   como   la   sangre.   Estaba   muy   bajo,   pero  

Pahom  estaba  muy  cerca  de  su  meta.  Podía  ver  a  la  gente  de  la  loma,  agitando  los  brazos  para  que  se  

diera  prisa.  Veía  la  gorra  de  piel  de  zorro  en  el  suelo,  y  el  dinero,  y  al  jefe  sentado  en  el  suelo,  riendo  

a  carcajadas.    

"Hay   tierras   en   abundancia   -­‐pensó-­‐,   ¿pero   me   dejará   Dios   vivir   en   ellas?   ¡He   perdido   la   vida,   he  

perdido  la  vida!  ¡Nunca  llegaré  a  ese  lugar!"    

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PLAN  DE  LECTURA         “¿Cuánta  tierra  necesita  un  hombre?”,  León  Tolstoi  

 8  

Pahom  miró  el  sol,  que  ya  desaparecía,  ya  era  devorado.  Con  el  resto  de  sus  fuerzas  apuró  el  paso,  

encorvando  el  cuerpo  de  tal  modo  que  sus  piernas  apenas  podían  sostenerlo.  Cuando  llegó  a  la  loma,  

de  pronto  oscureció.  Miró  el  cielo.  ¡El  sol  se  había  puesto!  Pahom  dio  un  alarido.    

"Todo  mi   esfuerzo   ha   sido   en   vano",   pensó,   y   ya   iba   a   detenerse,   pero   oyó   que   los   bashkirs   aún  

gritaban,   y   recordó  que  aunque  para  él,   desde  abajo,   parecía  que  el   sol   se  había  puesto,   desde   la  

loma  aún  podían  verlo.  Aspiró  una  buena  bocanada  de  aire  y  corrió  cuesta  arriba.  Allí  aún  había  luz.  

Llegó  a  la  cima  y  vio  la  gorra.  Delante  de  ella  el  jefe  se  reía  a  carcajadas.  Pahom  soltó  un  grito.  Se  le  

aflojaron  las  piernas,  cayó  de  bruces  y  tomó  la  gorra  con  las  manos.    

-­‐¡Vaya,  qué  sujeto  tan  admirable!  -­‐exclamó  el  jefe-­‐.  ¡Ha  ganado  muchas  tierras!    

El  criado  de  Pahom  se  acercó  corriendo  y  trató  de  levantarlo,  pero  vio  que  le  salía  sangre  de  la  boca.  

¡Pahom  estaba  muerto!    

Los  pakshirs  chasquearon  la  lengua  para  demostrar  su  piedad.    

Su  criado  empuñó  la  azada  y  cavó  una  tumba  para  Pahom,  y  allí  lo  sepultó.  Dos  metros  de  la  cabeza  a  

los  pies  era  todo  lo  que  necesitaba.  

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 PLAN  DE  LECTURA        “El  escarabajo  rojo”.  Edgar  Allan  Poe  

1  

EL ESCARABAJO DE ORO

Edgar Allan Poe

¡Hola, hola! ¡Este mozo es un danzante loco! Le ha picado la tarántula.

(Todo al revés.)

Hace muchos años trabé amistad íntima con un mister William Legrand. Era de una antigua

familia de hugonotes, y en otro tiempo había sido rico; pero una serie de infortunios le habían dejado

en la miseria. Para evitar la humillación consiguiente a sus desastres, abandonó Nueva Orleans, la

ciudad de sus antepasados, y fijó su residencia en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en Carolina

del Sur.

Esta isla es una de las más singulares. Se compone únicamente de arena de mar, y tiene, poco

más o menos, tres millas de largo. Su anchura no excede de un cuarto de milla. Está separada del

continente por una ensenada apenas perceptible, que fluye a través de un yermo de cañas y légamo,

lugar frecuentado por patos silvestres. La vegetación, como puede suponerse, es pobre, o, por lo

menos, enana. No se encuentran allí árboles de cierta magnitud. Cerca de la punta occidental, donde se

alza el fuerte Moultrie y algunas miserables casuchas de madera habitadas durante el verano por las

gentes que huyen del polvo y de las fiebres de Charleston, puede encontrarse es cierto, el palmito

erizado; pero la isla entera, a excepción de ese punto occidental, y de un espacio árido y blancuzco que

bordea el mar, está cubierta de una espesa maleza del mirto oloroso tan apreciado por los horticultores

ingleses. El arbusto alcanza allí con frecuencia una altura de quince o veinte pies, y forma una casi

impenetrable espesura, cargando el aire con su fragancia.

En el lugar más recóndito de esa maleza, no lejos del extremo oriental de la isla, es decir, del

más distante, Legrand se había construido él mismo una pequeña cabaña, que ocupaba cuando por

primera vez, y de un modo simplemente casual, hice su conocimiento. Este pronto acabó en amistad,

pues había muchas cualidades en el recluso que atraían el interés y la estimación. Le encontré bien

educado de una singular inteligencia, aunque infestado de misantropía, y sujeto a perversas alternativas

de entusiasmo y de melancolía. Tenía consigo muchos libros, pero rara vez los utilizaba. Sus

principales diversiones eran la caza y la pesca, o vagar a lo largo de la playa, entre los mirtos, en busca

de conchas o de ejemplares entomológicos; su colección de éstos hubiera podido suscitar la envidia de

un Swammerdamm.

En todas estas excursiones iba, por lo general, acompañado de un negro sirviente, llamado

Júpiter, que había sido manumitido antes de los reveses de la familia, pero al que no habían podido

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 PLAN  DE  LECTURA        “El  escarabajo  rojo”.  Edgar  Allan  Poe  

2  

convencer, ni con amenazas ni con promesas, a abandonar lo que él consideraba su derecho a seguir

los pasos de su joven massa Will. No es improbable que los parientes de Legrand, juzgando que éste

tenía la cabeza algo trastornada, se dedicaran a infundir aquella obstinación en Júpiter, con intención

de que vigilase y custodiase al vagabundo.

Los inviernos en la latitud de la isla de Sullivan son rara vez rigurosos, y al finalizar el año

resulta un verdadero acontecimiento que se requiera encender fuego. Sin embargo, hacia mediados de

octubre de 18..., hubo un día de frío notable. Aquella fecha, antes de la puesta del sol, subí por el

camino entre la maleza hacia la cabaña de mi amigo, a quien no había visitado hacia varias semanas,

pues residía yo por aquel tiempo en Charleston, a una distancia de nueve millas de la isla, y las

facilidades para ir y volver eran mucho menos grandes que hoy día. Al llegar a la cabaña llamé, como

era mi costumbre, y no recibiendo respuesta, busqué la llave donde sabía que estaba escondida, abrí la

puerta y entré. Un hermoso fuego llameaba en el hogar. Era una sorpresa, y, por cierto, de las

agradables. Me quité el gabán, coloqué un sillón junto a los leños chisporroteantes y aguardé con

paciencia el regreso de mis huéspedes.

Poco después de la caída de la tarde llegaron y me dispensaron una acogida muy cordial.

Júpiter, riendo de oreja a oreja, bullía preparando unos patos silvestres para la cena. Legrand se hallaba

en uno de sus ataques —¿Con qué otro término podría llamarse aquello?— de entusiasmo. Había

encontrado un bivalvo desconocido que formaba un nuevo género, y, más aún, había cazado y cogido

un escarabajo que creía totalmente nuevo, pero respecto al cual deseaba conocer mi opinión a la

mañana siguiente.

—¿Y por qué no esta noche?—pregunté, frotando mis manos ante el fuego y enviando al diablo

toda la especie de los escarabajos.

—¡Ah, si hubiera yo sabido que estaba usted aquí! —dijo Legrand—. Pero hace mucho tiempo

que no le había visto, y ¿cómo iba yo a adivinar que iba usted a visitarme precisamente esta noche?

Cuando volvía a casa, me encontré al teniente G…, del fuerte, y sin más ni más, le he dejado el

escarabajo: así que le será a usted imposible verle hasta mañana. Quédese aquí esta noche, y mandaré a

Júpiter allí abajo al amanecer. ¡Es la cosa más encantadora de la creación!

—¿El qué? ¿El amanecer?

—¡Qué disparate! ¡No! ¡El escarabajo! Es de un brillante color dorado, aproximadamente del

tamaño de una nuez, con dos manchas de un negro azabache: una, cerca de la punta posterior, y la

segunda, algo más alargada, en la otra punta. Las antenas son...

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 PLAN  DE  LECTURA        “El  escarabajo  rojo”.  Edgar  Allan  Poe  

3  

—No hay estaño1 en él, massa Will, se lo aseguro —interrumpió aquí Júpiter—; el escarabajo

es un escarabajo de oro macizo todo él, dentro y por todas partes, salvo las alas; no he visto nunca un

escarabajo la mitad de pesado.

—Bueno; supongamos que sea así—replicó Legrand, algo más vivamente, según me pareció,

de lo que exigía el caso—. ¿Es esto una razón para dejar que se quemen las aves? El color —y se

volvió hacia mí— bastaría para justificar la idea de Júpiter. No habrá usted visto nunca un reflejo

metálico más brillante que el que emite su caparazón, pero no podrá usted juzgarlo hasta mañana...

Entre tanto, intentaré darle una idea de su forma.

Dijo esto sentándose ante una mesita sobre la cual había una pluma y tinta, pero no papel.

Buscó un momento en un cajón, sin encontrarlo.

—No importa—dijo, por último—; esto bastará.

Y sacó del bolsillo de su chaleco algo que me pareció un trozo de viejo pergamino muy sucio, e

hizo encima una especie de dibujo con la pluma. Mientras lo hacía, permanecí en mi sitio junto al

fuego, pues tenía aún mucho frío. Cuando terminó su dibujo me lo entregó sin levantarse. Al cogerlo,

se oyó un fuerte gruñido, al que siguió un ruido de rascadura en la puerta. Júpiter abrió, y un enorme

terranova, perteneciente a Legrand, se precipitó dentro, y, echándose sobre mis hombros, me abrumó a

caricias, pues yo le había prestado mucha atención en mis visitas anteriores. Cuando acabó de dar

brincos, miré el papel, y, a decir verdad, me sentí perplejo ante el dibujo de mi amigo.

—Bueno— dije después de contemplarlo unos minutos—; esto es un extraño escarabajo, lo

confieso nuevo para mí: no he visto nunca nada parecido antes, a menos que sea un cráneo o una

calavera, a lo cual se parece más que a ninguna otra cosa que haya caído bajo mi observación.

—¡Una calavera!—repitió Legrand—. ¡Oh, sí! Bueno; tiene ese aspecto indudablemente en el

papel. Las dos manchas negras parecen unos ojos, ¿eh? Y la más larga de abajo parece una boca;

además, la forma entera es ovalada.

—Quizá sea así —dije—; pero temo que usted no sea un artista, Legrand. Debo esperar a ver el

insecto mismo para hacerme una idea de su aspecto.

—En fin, no sé —dijo él, un poco irritado—: dibujo regularmente, o, al menos, debería dibujar,

pues he tenido buenos maestros, y me jacto de no ser de todo tonto.

—Pero entonces, mi querido compañero, usted bromea —dije—: esto es un cráneo muy

pasable puedo incluso decir que es un cráneo excelente, conforme a las vulgares nociones que tengo                                                                                                                          1  La pronunciación del inglés de la palabra antennae hace que Júpiter crea que se trata de estaño (tin): Dey ain’t no tin in him. Es un juego de palabras intraducible, por tanto. Téngase en cuenta (máxime en la época en que Poe sitúa este relato) la manera especial de hablar de los negros norteamericanos, cuyo slang resulta a veces ininteligible para los propios ingleses o yanquis.  

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 PLAN  DE  LECTURA        “El  escarabajo  rojo”.  Edgar  Allan  Poe  

4  

acerca de tales ejemplares de la fisiología; y su escarabajo será el más extraño de los escarabajos del

mundo si se parece a esto. Podríamos inventar alguna pequeña superstición muy espeluznante sobre

ello. Presumo que va usted a llamar a este insecto scaruboeus caput hominis o algo por el estilo; hay

en las historias naturales muchas denominaciones semejantes. Pero ¿dónde están las antenas de que

usted habló?

—¡Las antenas!—dijo Legrand, que parecía acalorarse inexplicablemente con el tema—. Estoy

seguro de que debe usted de ver las antenas. Las he hecho tan claras cual lo son en el propio insecto, y

presumo que es muy suficiente.

—Bien, bien —dije—; acaso las haya hecho usted y yo no las veo aún.

Y le tendí el papel sin más observaciones, no queriendo irritarle; pero me dejó muy sorprendido

el giro que había tomado la cuestión: su mal humor me intrigaba, y en cuanto al dibujo del insecto, allí

no había en realidad antenas visibles, y el conjunto se parecía enteramente a la imagen ordinaria de

una calavera.

Recogió el papel, muy malhumorado, y estaba a punto de estrujarlo y de tirarlo, sin duda, al

fuego, cuando una mirada casual al dibujo pareció encadenar su atención. En un instante su cara

enrojeció intensamente, y luego se quedó muy pálida. Durante algunos minutos, siempre sentado,

siguió examinando con minuciosidad el dibujo. A la larga se levantó, cogió una vela de la mesa, y fue

a sentarse sobre un arca de barco, en el rincón más alejado de la estancia. Allí se puso a examinar con

ansiedad el papel, dándole vueltas en todos sentidos. No dijo nada, empero, y su actitud me dejó muy

asombrado; pero juzgué prudente no exacerbar con ningún comentario su mal humor creciente. Luego

sacó de su bolsillo una cartera, metió con cuidado en ella el papel, y lo depositó todo dentro de un

escritorio, que cerró con llave. Recobró entonces la calma; pero su primer entusiasmo había

desaparecido por completo. Aun así, parecía mucho más abstraído que malhumorado. A medida que

avanzaba la tarde, se mostraba más absorto en un sueño, del que no lograron arrancarle ninguna de mis

ocurrencias. Al principio había yo pensado pasar la noche en la cabaña, como hacía con frecuencia

antes; pero, viendo a mi huésped en aquella actitud, juzgué más conveniente marcharme. No me instó

a que me quedase; pero al partir, estrechó mi mano con más cordialidad que de costumbre.

Un mes o cosa así después de esto (y durante ese lapso de tiempo no volví a ver a Legrand),

recibí la visita, en Charleston, de su criado Júpiter. No había yo visto nunca al viejo y buen negro tan

decaído, y temí que le hubiera sucedido a mi amigo algún serio infortunio.

—Bueno, Júpiter—dije—. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo está tu amo?

—¡Vaya! A decir verdad, massa, no está tan bien como debiera.

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—¡Que no está bien! Siento de verdad la noticia. ¿De qué se queja?

—¡Ah, caramba! ¡Ahí está la cosa! No se queja nunca de nada; pero, de todas maneras, está

muy malo.

—¡Muy malo, Júpiter! ¿Por qué no lo has dicho enseguida? ¿Está en la cama?

—No, no, no está en la cama. No está bien en ninguna parte, y ahí le aprieta el zapato. Tengo la

cabeza trastornada con el pobre massa Will.

—Júpiter, quisiera comprender algo de eso que me cuentas. Dices que tu amo está enfermo.

¿No te ha dicho qué tiene?

—Bueno, massa; es inútil romperse la cabeza pensando en eso. Massa Will dice que no tiene

nada pero entonces ¿por qué va de un lado para otro, con la cabeza baja y la espalda curvada, mirando

al suelo, más blanco que una oca? Y haciendo garabatos todo el tiempo...

—¿Haciendo qué?

—Haciendo números con figuras sobre una pizarra; las figuras más raras que he visto nunca. Le

digo que voy sintiendo miedo. Tengo que estar siempre con un ojo sobre él. El otro día se me escapó

antes de amanecer y estuvo fuera todo el santo día. Había yo cortado un buen palo para darle una tunda

de las que duelen cuando volviese; pero fui tan tonto, que no tuve valor, ¡parece tan desgraciado!

—¿Eh? ¿Cómo? ¡Ah, sí! Después de todo has hecho bien en no ser demasiado severo con el

pobre muchacho. No hay que pegarle, Júpiter; no está bien, seguramente. Pero ¿no puedes formarte

una idea de lo que ha ocasionado esa enfermedad o más bien ese cambio de conducta? ¿Le ha ocurrido

algo desagradable desde que no le veo?

—No, massa, no ha ocurrido nada desagradable desde entonces, sino antes; sí, eso temo: el

mismo día en que usted estuvo allí.

—¡Cómo! ¿Qué quiere decir?

—Pues... me refiero al escarabajo, y nada más.

—¿De qué?

—Del escarabajo... Estoy seguro de que massa Will ha sido picado en alguna parte de la cabeza

por ese escarabajo de oro.

—¿Y qué motivos tienes tú, Júpiter, para hacer tal suposición?

—Tiene ese bicho demasiadas uñas para eso, y también boca. No he visto nunca un escarabajo

tan endiablado; coge y pica todo lo que se le acerca. Massa Will le había cogido..., pero enseguida le

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soltó, se lo aseguro... Le digo a usted que entonces es, sin duda, cuando le ha picado. La cara y la boca

de ese escarabajo no me gustan; por eso no he querido cogerlo con mis dedos; pero he buscado un

trozo de papel para meterlo. Le envolví en un trozo de papel con otro pedacito en la boca; así lo hice.

—¿Y tú crees que tu amo ha sido picado realmente por el escarabajo, y que esa picadura le ha

puesto enfermo?

—No lo creo, lo sé. ¿Por qué está siempre soñando con oro, sino porque le ha picado el

escarabajo de oro? Ya he oído hablar de esos escarabajos de oro.

—Pero ¿cómo sabes que sueña con oro?

—¿Cómo lo sé? Porque habla de ello hasta durmiendo; por eso lo sé.

—Bueno, Júpiter; quizá tengas razón, pero ¿a qué feliz circunstancia debo hoy el honor de tu

visita?

—¿Qué quiere usted decir, massa?

—¿Me traes algún mensaje de míster Legrand?

—No, massa; le traigo este papel.

Y Júpiter me entregó una esquela que decía lo siguiente:

"Querido amigo: ¿Por qué no le veo hace tanto tiempo? Espero que no cometerá usted la

tontería de sentirse ofendido por aquella pequeña brusquedad mía; pero no, no es probable.

"Desde que le vi, siento un gran motivo de inquietud. Tengo algo que decirle; pero apenas sé

cómo decírselo, o incluso no sé si se lo diré.

"No estoy del todo bien desde hace unos días, y el pobre viejo Júpiter me aburre de un modo

insoportable con sus buenas intenciones y cuidados. ¿Lo creerá usted? El otro día había preparado un

garrote para castigarme por haberme escapado y pasado el día solus en las colinas del continente. Creo

de veras que sólo mi mala cara me salvó de la paliza.

"No he añadido nada a mi colección desde que no nos vemos.

"Si puede usted, sin gran inconveniente, venga con Júpiter. Venga. Deseo verle esta noche para

un asunto de importancia. Le aseguro que es de la más alta importancia. Siempre suyo,

William Legrand."

Había algo en el tono de esta carta que me produjo una gran inquietud. El estilo difería en

absoluto del de Legrand. ¿Con qué podía él soñar? ¿Qué nueva chifladura dominaba su excitable

mente? ¿Qué "asunto de la más alta importancia" podía él tener que resolver? El relato de Júpiter no

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presagiaba nada bueno. Temía yo que la continua opresión del infortunio hubiese a la larga trastornado

por completo la razón de mi amigo. Sin un momento de vacilación, me dispuse a acompañar al negro.

Al llegar al fondeadero, vi una guadaña y tres azadas, todas evidentemente nuevas, que yacían

en el fondo del barco donde íbamos a navegar.

—¿Qué significa todo esto, Jup?—pregunté.

—Es una guadaña, massa, y unas azadas.

—Es cierto; pero ¿qué hacen aquí?

—Massa Will me ha dicho que comprase eso para él en la ciudad, y lo he pagado muy caro; nos

cuesta un dinero de mil demonios.

—Pero, en nombre de todo lo que hay de misterioso, ¿qué va a hacer tu "massa Will" con esa

guadaña y esas azadas?

—No me pregunte más de lo que sé; que el diablo me lleve si lo sé yo tampoco. Pero todo eso

es cosa del escarabajo.

Viendo que no podía obtener ninguna aclaración de Júpiter, cuya inteligencia entera parecía

estar absorbida por el escarabajo, bajé al barco y desplegué la vela. Una agradable y fuerte brisa nos

empujó rápidamente hasta la pequeña ensenada al norte del fuerte Moultrie, y un paseo de unas dos

millas nos llevó hasta la cabaña. Serían alrededor de las tres de la tarde cuando llegamos. Legrand nos

esperaba preso de viva impaciencia. Asió mi mano con nervioso empressement2 que me alarmó,

aumentando mis sospechas nacientes. Su cara era de una palidez espectral, y sus ojos, muy hundidos,

brillaban con un fulgor sobrenatural. Después de algunas preguntas sobre mi salud, quise saber, no

ocurriéndoseme nada mejor que decir, si el teniente G… le había devuelto el escarabajo.

—¡Oh, sí! —replicó, poniéndose muy colorado—. Le recogí a la mañana siguiente. Por nada

me separaría de ese escarabajo. ¿Sabe usted que Júpiter tiene toda la razón respecto a eso?

—¿En qué?—pregunté con un triste presentimiento en el corazón.

—En suponer que el escarabajo es de oro de veras.

Dijo esto con un aire de profunda seriedad que me produjo una indecible desazón.

—Ese escarabajo hará mi fortuna— prosiguió él, con una sonrisa triunfal— al reintegrarme mis

posesiones familiares. ¿Es de extrañar que yo lo aprecie tanto? Puesto que la Fortuna ha querido

                                                                                                                         2  Solicitud,  ansia.  En  francés  en  el  original.    

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concederme esa dádiva, no tengo más que usarla adecuadamente, y llegaré hasta el oro del cual ella es

indicio. ¡Júpiter, trae ese escarabajo!

—¡Cómo! ¡El escarabajo, massa! Prefiero no tener jaleos con el escarabajo; ya sabrá cogerlo

usted mismo.

En este momento Legrand se levantó con un aire solemne e imponente, y fue a sacar el insecto

de un fanal, dentro del cual le había dejado. Era un hermoso escarabajo desconocido en aquel tiempo

por los naturalistas, y, por supuesto, de un gran valor desde un punto de vista científico. Ostentaba dos

manchas negras en un extremo del dorso, y en el otro, una más alargada. El caparazón era

notablemente duro y brillante, con un aspecto de oro bruñido. Tenía un peso notable, y, bien

considerada la cosa, no podía yo censurar demasiado a Júpiter por su opinión respecto a él; pero me

era imposible comprender que Legrand fuese de igual opinión.

—Le he enviado a buscar —dijo él, en un tono grandilocuente, cuando hube terminado mi

examen del insecto—; le he enviado a buscar para pedirle consejo y ayuda en el cumplimiento de los

designios del Destino y del escarabajo...

—Mi querido Legrand —interrumpí—, no está usted bien, sin duda, y haría mejor en tomar

algunas precauciones. Váyase a la cama, y me quedaré con usted unos días, hasta que se restablezca.

Tiene usted fiebre y...

—Tómeme usted el pulso —dijo él.

Se lo tomé, y, a decir verdad, no encontré el menor síntoma de fiebre.

—Pero puede estar enfermo sin tener fiebre. Permítame esta vez tan sólo que actúe de médico

con usted. Y después...

—Se equivoca —interrumpió él—; estoy tan bien como puedo esperar estarlo con la excitación

que sufro. Si realmente me quiere usted bien, aliviará esta excitación.

—¿Y qué debo hacer para eso?

—Es muy fácil. Júpiter y yo partimos a una expedición por las colinas, en el continente, y

necesitamos para ella la ayuda de una persona en quien podamos confiar. Es usted esa persona única.

Ya sea un éxito o un fracaso, la excitación que nota usted en mí se apaciguará igualmente con esa

expedición.

—Deseo vivamente servirle a usted en lo que sea —repliqué—; pero ¿pretende usted decir que

ese insecto infernal tiene alguna relación con su expedición a las colinas?

—La tiene.

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—Entonces, Legrand, no puedo tomar parte en tan absurda empresa.

—Lo siento, lo siento mucho, pues tendremos que intentar hacerlo nosotros solos.

—¡Intentarlo ustedes solos! (¡Este hombre está loco, seguramente!) Pero veamos, ¿cuánto

tiempo se propone usted estar ausente?

—Probablemente, toda la noche. Vamos a partir enseguida, y en cualquiera de los casos,

estaremos de vuelta al salir el sol.

—¿Y me promete por su honor que, cuando ese capricho haya pasado y el asunto del

escarabajo (¡Dios mío!) esté arreglado a su satisfacción, volverá usted a casa y seguirá con exactitud

mis prescripciones como las de su médico?

—Sí, se lo prometo; y ahora, partamos, pues no tenemos tiempo que perder.

Acompañé a mi amigo, con el corazón apesadumbrado. A cosa de las cuatro nos pusimos en

camino Legrand Júpiter, el perro y yo. Júpiter cogió la guadaña y las azadas. Insistió en cargar con

todo ello, más bien, me pareció, por temor a dejar una de aquellas herramientas en manos de su amo

que por un exceso de celo o de complacencia. Mostraba un humor de perros, y estas palabras,

"condenado escarabajo", fueron las únicas que se escaparon de sus labios durante el viaje. Por mi parte

estaba encargado de un par de linternas, mientras Legrand se había contentado con el escarabajo, que

llevaba atado al extremo de un trozo de cuerda; lo hacía girar de un lado para otro, con un aire de

nigromante, mientras caminaba. Cuando observaba yo aquel último y supremo síntoma del trastorno

mental de mi amigo, no podía apenas contener las lágrimas. Pensé, no obstante, que era preferible

acceder a su fantasía, al menos por el momento, o hasta que pudiese yo adoptar algunas medidas más

enérgicas con una probabilidad de éxito. Entre tanto, intenté, aunque en vano, sondearle respecto al

objeto de la expedición. Habiendo conseguido inducirme a que le acompañase, parecía mal dispuesto a

entablar conversación sobre un tema de tan poca importancia, y a todas mis preguntas no les concedía

otra respuesta que un "Ya veremos".

Atravesamos en una barca la ensenada en la punta de la isla, y trepando por los altos terrenos

de la orilla del continente, seguimos la dirección Noroeste, a través de una región sumamente salvaje y

desolada, en la que no se veía rastro de un pie humano. Legrand avanzaba con decisión, deteniéndose

solamente algunos instantes, aquí y allá, para consultar ciertas señales que debía de haber dejado él

mismo en una ocasión anterior.

Caminamos así cerca de dos horas, e iba a ponerse el sol, cuando entramos en una región

infinitamente más triste que todo lo que habíamos visto antes. Era una especie de meseta cerca de la

cumbre de una colina casi inaccesible, cubierta de espesa arboleda desde la base a la cima, y sembrada

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de enormes bloques de piedra que parecían esparcidos en mezcolanza sobre el suelo, y muchos de los

cuales se hubieran precipitado a los valles inferiores sin la contención de los árboles en que se

apoyaban. Profundos barrancos, que se abrían en varias direcciones, daban un aspecto de solemnidad

más lúgubre al paisaje.

La plataforma natural sobre la cual habíamos trepado estaba tan repleta de zarzas, que nos

dimos cuenta muy pronto de que sin la guadaña nos hubiera sido imposible abrirnos paso. Júpiter, por

orden de su amo, se dedicó a despejar el camino hasta el pie de un enorme tulípero que se alzaba, entre

ocho o diez robles, sobre la plataforma, y que los sobrepasaba a todos, así como a los árboles que había

yo visto hasta entonces, por la belleza de su follaje y forma, por la inmensa expansión de su ramaje y

por la majestad general de su aspecto. Cuando hubimos llegado a aquel árbol. Legrand se volvió hacia

Júpiter y le preguntó si se creía capaz de trepar por él. El viejo pareció un tanto azarado por la

pregunta, y durante unos momentos no respondió. Por último, se acercó al enorme tronco, dio la vuelta

a su alrededor y lo examinó con minuciosa atención. Cuando hubo terminado su examen, dijo

simplemente:

—Sí, massa: Jup no ha encontrado en su vida árbol al que no pueda trepar.

—Entonces, sube lo más deprisa posible, pues pronto habrá demasiada oscuridad para ver lo

que hacemos.

—¿Hasta dónde debo subir, massa? —preguntó Júpiter.

—Sube primero por el tronco, y entonces te diré qué camino debes seguir... ¡Ah, detente ahí!

Lleva contigo este escarabajo.

—¡El escarabajo, massa Will, el escarabajo de oro! —gritó el negro, retrocediendo con terror—

. ¿Por qué debo llevar ese escarabajo conmigo sobre el árbol? ¡Que me condene si lo hago!

—Si tienes miedo, Jup, tú, un negro grande y fuerte como pareces a tocar un pequeño insecto

muerto e inofensivo, puedes llevarle con esta cuerda; pero si no quieres cogerle de ningún modo, me

veré en la necesidad de abrirte la cabeza con esta azada.

—¿Qué le pasa ahora massa? —dijo Jup, avergonzado, sin duda, y más complaciente—.

Siempre ha de tomarla con su viejo negro. Era sólo una broma y nada más. ¡Tener yo miedo al

escarabajo! ¡Pues sí que me preocupa a mí el escarabajo.

Cogió con precaución la punta de la cuerda, y, manteniendo al insecto tan lejos de su persona

como las circunstancias lo permitían, se dispuso a subir al árbol.

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En su juventud, el tulípero o Liriodendron Tutipiferum, el más magnífico de los árboles

selváticos americanos tiene un tronco liso en particular y se eleva con frecuencia a gran altura, sin

producir ramas laterales; pero cuando llega a su madurez, la corteza se vuelve rugosa y desigual,

mientras pequeños rudimentos de ramas aparecen en gran número sobre el tronco. Por eso la dificultad

de la ascensión, en el caso presente, lo era mucho más en apariencia que en la realidad. Abrazando lo

mejor que podía el enorme cilindro con sus brazos y sus rodillas asiendo con las manos algunos brotes

y apoyando sus pies descalzos sobre los otros, Júpiter, después de haber estado a punto de caer una o

dos veces se izó al final hasta la primera gran bifurcación y pareció entonces considerar el asunto como

virtualmente realizado. En efecto, el riesgo de la empresa había ahora desaparecido, aunque el

escalador estuviese a unos sesenta o setenta pies de la tierra.

—¿Hacia qué lado debo ir ahora, massa Will? —preguntó él.

—Sigue siempre la rama más ancha, la de ese lado—dijo Legrand.

El negro obedeció con prontitud, y en apariencia, sin la menor inquietud; subió, subió cada vez

más alto, hasta que desapareció su figura encogida entre el espeso follaje que la envolvía. Entonces se

dejó oír su voz lejana gritando:

—¿Debo subir mucho todavía?

—¿A qué altura estás?—preguntó Legrand.

—Estoy tan alto —replicó el negro—, que puedo ver el cielo a través de la copa del árbol.

—No te preocupes del cielo, pero atiende a lo que te digo. Mira hacia abajo el tronco y cuenta

las ramas que hay debajo de ti por ese lado. ¿Cuántas ramas has pasado?

—Una, dos, tres, cuatro, cinco. He pasado cinco ramas por ese lado, massa.

—Entonces sube una rama más.

Al cabo de unos minutos la voz de oyó de nuevo, anunciando que había alcanzado la séptima

rama.

—Ahora, Jup—gritó Legrand, con una gran agitación—, quiero que te abras camino sobre esa

rama hasta donde puedas. Si ves algo extraño, me lo dices.

Desde aquel momento las pocas dudas que podía haber tenido sobre la demencia de mi pobre

amigo se disiparon por completo. No me quedaba otra alternativa que considerarle como atacado de

locura, me sentí seriamente preocupado con la manera de hacerle volver a casa. Mientras reflexionaba

sobre que sería preferible hacer, volvió a oírse la voz de Júpiter.

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12  

—Tengo miedo de avanzar más lejos por esa rama: es una rama muerta en casi toda su

extensión.

—¿Dices que es una rama muerta Júpiter?—gritó Legrand con voz trémula.

—Sí, massa, muerta como un clavo de puerta, eso es cosa sabida; no tiene ni pizca de vida.

—¿Qué debo hacer, en nombre del Cielo?.—preguntó Legrand, que parecía sumido en una gran

desesperación.

—¿Qué debe hacer? —dije, satisfecho de que aquella oportunidad me permitiese colocar una

palabra—; Volver a casa y meterse en la cama. ¡Vámonos ya! Sea usted amable, compañero. Se hace

tarde; y además, acuérdese de su promesa.

—¡Júpiter!—gritó él, sin escucharme en absoluto—, ¿me oyes?

—Sí, massa Will, le oigo perfectamente.

—Entonces tantea bien con tu cuchillo, y dime si crees que está muy podrida.

—Podrida, massa, podrida, sin duda —replicó el negro después de unos momentos—; pero no

tan podrida como cabría creer. Podría avanzar un poco más, si estuviese yo solo sobre la rama, eso es

verdad.

—¡Si estuvieras tú solo! ¿Qué quieres decir?

—Hablo del escarabajo. Es muy pesado el tal escarabajo. Supongo que, si lo dejase caer, la

rama soportaría bien, sin romperse, el peso de un negro.

—¡Maldito bribón! —gritó Legrand, que parecía muy reanimado—. ¿Qué tonterías estas

diciendo? Si dejas caer el insecto, te retuerzo el pescuezo. Mira hacia aquí, Júpiter, ¿me oyes?

—Sí, massa; no hay que tratar así a un pobre negro.

—Bueno; escúchame ahora. Si te arriesgas sobre la rama todo lo lejos que puedas hacerlo sin

peligro y sin soltar el insecto, te regalare un dólar de plata tan pronto como hayas bajado.

—Ya voy, massa Will, Ya voy allá—replicó el negro con prontitud—. Estoy al final ahora.

—¡Al final! —Chillo Legrand, muy animado—. ¿Quieres decir que estas al final de esa rama?

—Estaré muy pronto al final, massa... ¡Ooooh! ¡Dios mío, misericordia! ¿Que es eso que hay

sobre el árbol?

—¡Bien! —Gritó Legrand muy contento—, ¿qué es eso?

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13  

—Pues sólo una calavera; alguien dejó su cabeza sobre el árbol, y los cuervos han picoteado

toda la carne.

—Una calavera, dices! Muy bien... ¿Cómo está atada a la rama? ¿Qué la sostiene?

—Seguramente, se sostiene bien; pero tendré que ver. ¡Ah! Es una cosa curiosa, palabra..., hay

una clavo grueso clavado en esta calavera, que la retiene al árbol.

—Bueno; ahora, Júpiter, haz exactamente lo que voy a decirte. ¿Me oyes?

—Sí, massa.

—Fíjate bien, y luego busca el ojo izquierdo de la calavera.

—¡Hum! ¡Oh, esto sí que es bueno! No tiene ojo izquierdo ni por asomo.

—¡Maldita estupidez la tuya! ¿Sabes distinguir bien tu mano izquierda de tu mano derecha?

—Sí que lo sé, lo sé muy bien; mi mano izquierda es con la que parto la leña.

—¡Seguramente! eres zurdo. Y tu ojo izquierdo está del mismo lado de tu mano izquierda.

Ahora supongo que podrás encontrar el ojo izquierdo de la calavera, o el sitio donde estaba ese ojo.

¿Lo has encontrado?

—¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo lado que la mano izquierda del cráneo

también?... Porque la calavera no tiene mano alguna... ¡No importa! Ahora he encontrado el ojo

izquierdo, ¡aquí está el ojo izquierdo! ¿Qué debo hacer ahora?

—Deja pasar por él el escarabajo, tan lejos como pueda llegar la cuerda; pero ten cuidado de no

soltar la punta de la cuerda.

—Ya está hecho todo, massa Will; era cosa fácil hacer pasar el escarabajo por el agujero...

Mírelo cómo baja.

Durante este coloquio, no podía verse ni la menor parte de Júpiter; pero el insecto que él dejaba

caer aparecía ahora visible al extremo de la cuerda y brillaba, como una bola de oro bruñido a los

últimos rayos del sol poniente, algunos de los cuales iluminaban todavía un poco la eminencia sobre la

que estábamos colocados. El escarabajo, al descender, sobresalía visiblemente de las ramas, y si el

negro le hubiese soltado, habría caído a nuestros pies. Legrand cogió enseguida la guadaña y despejó

un espacio circular, de tres o cuatro yardas de diámetro, justo debajo del insecto. Una vez hecho esto,

ordenó a Júpiter que soltase la cuerda y que bajase del árbol.

Con gran cuidado clavó mi amigo una estaca en la tierra sobre el lugar preciso donde había

caído el insecto, y luego sacó de su bolsillo una cinta para medir. La ató por una punta al sitio del árbol

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14  

que estaba más próximo a la estaca, la desenrolló hasta ésta y siguió desenrollándola en la dirección

señalada por aquellos dos puntos —la estaca y el tronco—hasta una distancia de cincuenta pies; Júpiter

limpiaba de zarzas el camino con la guadaña. En el sitio así encontrado clavó una segunda estaca, y,

tomándola como centro, describió un tosco círculo de unos cuatro pies de diámetro, aproximadamente.

Cogió entonces una de las azadas, dio la otra a Júpiter y la otra a mí, y nos pidió que cavásemos lo más

deprisa posible.

A decir verdad, yo no había sentido nunca un especial agrado con semejante diversión, y en

aquel momento preciso renunciaría a ella, pues la noche avanzaba, y me sentía muy fatigado con el

ejercicio que hube de hacer; pero no veía modo alguno de escapar de aquello, y temía perturbar la

ecuanimidad de mi pobre amigo con una negativa. De haber podido contar efectivamente con la ayuda

de Júpiter no hubiese yo vacilado en llevar a la fuerza al lunático a su casa; pero conocía demasiado

bien el carácter del viejo negro para esperar su ayuda en cualquier circunstancia, y más en el caso de

una lucha personal con su amo. No dudaba yo que Legrand estaba contaminado por alguna de las

innumerables supersticiones del Sur referentes a los tesoros escondidos, y que aquella fantasía hubiera

sido confirmada por el hallazgo del escarabajo, o quizá por la obstinación de Júpiter en sostener que

era un "escarabajo de oro de verdad". Una mentalidad predispuesta a la locura podía dejarse arrastrar

por tales sugestiones, sobre todo si concordaban con sus ideas favoritas preconcebidas; y entonces

recordé el discurso del Pobre muchacho referente al insecto que iba a ser ''el indicio de su fortuna". Por

encima de todo ello me sentía enojado y perplejo; pero al final decidí hacer ley de la necesidad y cavar

con buena voluntad para convencer lo antes posible al visionario con una prueba ocular, de la falacia

de las opiniones que él mantenía.

Encendimos las linternas y nos entregamos a nuestra tarea con un celo digno de una causa más

racional; y como la luz caía sobre nuestras personas y herramientas, no pude impedirme pensar en el

grupo pintoresco que formábamos, y en que si algún intruso hubiese aparecido, por casualidad, en

medio de nosotros, habría creído que realizábamos una labor muy extraña y sospechosa.

Cavamos con firmeza durante dos horas. Se oían pocas palabras, y nuestra molestia principal la

causaban los ladridos del perro, que sentía un interés excesivo por nuestros trabajos. A la larga se puso

tan alborotado, que temimos diese la alarma a algunos merodeadores de las cercanías, o más bien era el

gran temor de Legrand, pues, por mi parte, me habría regocijado cualquier interrupción que me hubiera

permitido hacer volver al vagabundo a su casa. Finalmente, fue acallado el alboroto por Júpiter, quien,

lanzándose fuera del hoyo con un aire resuelto y furioso embozaló el hocico del animal con uno de sus

tirantes y luego volvió a su tarea con una risita ahogada.

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15  

Cuando expiró el tiempo mencionado, el hoyo había alcanzado una profundidad de cinco pies,

y aun así, no aparecía el menor indicio de tesoro. Hicimos una pausa general, y empecé a tener la

esperanza de que la farsa tocaba a su fin. Legrand, sin embargo, aunque a todas luces muy

desconcertado, se enjugó la frente con aire pensativo y volvió a empezar. Habíamos cavado el círculo

entero de cuatro pies de diámetro, y ahora superamos un poco aquel límite y cavamos dos pies más. No

apareció nada. El buscador de oro, por el que sentía yo una sincera compasión, saltó del hoyo al cabo,

con la más amarga desilusión grabada en su cara, y se decidió, lenta y pesarosamente, a ponerse la

chaqueta, que se había quitado al empezar su labor. En cuanto a mí, me guardé de hacer ninguna

observación. Júpiter a una señal de su mano, comenzó a recoger las herramientas. Hecho esto, y una

vez quitado el bozal al perro volvimos en un profundo silencio hacia la casa.

Habríamos dado acaso una docena de pasos, cuando, con un tremendo juramento, Legrand se

arrojó sobre Júpiter y le agarró del cuello. El negro, atónito abrió los ojos y la boca en todo su tamaño,

soltó las azadas y cayó de rodillas.

—¡Eres un bribón! —dijo Legrand, haciendo silbar las sílabas entre sus labios apretados—, ¡un

malvado negro! ¡Habla, te digo! ¡Contéstame al instante y sin mentir! ¿Cuál es..., cuál es tu ojo

izquierdo?

—¡Oh, misericordia, massa Will! ¿No es, seguramente, éste mi ojo izquierdo? —rugió,

aterrorizado, Júpiter, poniendo su mano sobre el órgano derecho de su visión, y manteniéndola allí con

la tenacidad de la desesperación, como si temiese que su amo fuese a arrancárselo.

—¡Lo sospechaba! ¡Lo sabía! ¡Hurra!—vociferó Legrand, soltando al negro y dando una serie

de corvetas y cabriolas, ante el gran asombro de su criado, quien, alzándose sobre sus rodillas, miraba

en silencio a su amo y a mí, a mí y a su amo.

—¡Vamos! Debemos volver —dijo éste— No está aún perdida la partida—y se encaminó de

nuevo hacia el tulípero.

—Júpiter —dijo, cuando llegamos al píe del árbol—, ¡ven aquí! ¿Estaba la calavera clavada a

la rama con la cara vuelta hacia fuera, o hacia la rama?

—La cara estaba vuelta hacia afuera, massa, así es que los cuervos han podido comerse muy

bien los ojos, sin la menor dificultad.

—Bueno, entonces, ¿has dejado caer el insecto por este ojo o por este otro? —y Legrand tocaba

alternativamente los ojos de Júpiter.

—Por este ojo, massa, por el ojo izquierdo, exactamente como usted me dijo.

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16  

Y el negro volvió a señalar su ojo derecho.

Entonces mi amigo, en cuya locura veía yo, o me imaginaba ver, ciertos indicios de método,

trasladó la estaca que marcaba el sitio donde había caído el insecto, unas tres pulgadas hacia el oeste de

su primera posición. Colocando ahora la cinta de medir desde el punto más cercano del tronco hasta la

estaca, como antes hiciera, y extendiéndola en línea recta a una distancia de cincuenta pies, donde

señalaba la estaca, la alejó varias yardas del sitio donde habíamos estado cavando.

Alrededor del nuevo punto trazó ahora un círculo, un poco más ancho que el primero, y

volvimos a manejar la azada. Estaba yo atrozmente cansado; pero, sin darme cuenta de lo que había

ocasionado aquel cambio en mi pensamiento, no sentía ya gran aversión por aquel trabajo impuesto.

Me interesaba de un modo inexplicable; más aún, me excitaba. Tal vez había en todo el extravagante

comportamiento de Legrand cierto aire de presciencia, de deliberación, que me impresionaba. Cavaba

con ardor, y de cuando en cuando me sorprendía buscando, por decirlo así, con los ojos movidos de un

sentimiento que se parecía mucho a la espera, aquel tesoro imaginario, cuya visión había trastornado a

mi infortunado compañero. En uno de esos momentos en que tales fantasías mentales se habían

apoderado más a fondo de mí, y cuando llevábamos trabajando quizá una hora y media, fuimos de

nuevo interrumpidos por los violentos ladridos del perro. Su inquietud, en el primer caso, era, sin duda,

el resultado de un retozo o de un capricho; pero ahora asumía un tono más áspero y más serio. Cuando

Júpiter se esforzaba por volver a ponerle un bozal, ofreció el animal una furiosa resistencia, y, saltando

dentro del hoyo, se puso a cavar, frenético, con sus uñas. En unos segundos había dejado al

descubierto una masa de osamentas humanas, formando dos esqueletos íntegros, mezclados con varios

botones de metal y con algo que nos pareció ser lana podrida y polvorienta. Uno o dos azadonazos

hicieron saltar la hoja de un ancho cuchillo español, y al cavar más surgieron a la luz tres o cuatro

monedas de oro y de plata.

Al ver aquello, Júpiter no pudo apenas contener su alegría; pero la cara de su amo expresó una

extraordinaria desilusión. Nos rogó, con todo, que continuásemos nuestros esfuerzos, y apenas había

dicho aquellas palabras, tropecé y caí hacia adelante, al engancharse la punta de mi bota en una ancha

argolla de hierro que yacía medio enterrada en la tierra blanda.

Nos pusimos a trabajar ahora con gran diligencia, y nunca he pasado diez minutos de más

intensa excitación. Durante este intervalo desenterramos por completo un cofre oblongo de madera

que, por su perfecta conservación y asombrosa dureza, había sido sometida a algún procedimiento de

mineralización, acaso por obra del bicloruro de mercurio. Dicho cofre tenía tres pies y medio de largo,

tres de ancho y dos y medio de profundidad. Estaba asegurado con firmeza por unos flejes de hierro

forjado, remachados, y que formaban alrededor de una especie de enrejado. De cada lado del cofre,

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17  

cerca de la tapa había tres argollas de hierro —seis en total—, por medio de las cuales, seis personas

podían asirla Nuestros esfuerzos unidos sólo consiguieron moverlo ligeramente de su lecho. Vimos

enseguida la imposibilidad de transportar un peso tan grande. Por fortuna, la tapa estaba sólo

asegurada con dos tornillos movibles. Los sacamos, trémulos y palpitantes de ansiedad. En un instante,

un tesoro de incalculable valor apareció refulgente ante nosotros. Los rayos de las linternas caían en el

hoyo, haciendo brotar de un montón confuso de oro y de joyas destellos y brillos que cegaban del todo

nuestros ojos.

No intentaré describir los sentimientos con que contemplaba aquello. El asombro,

naturalmente, predominaba sobre los demás. Legrand parecía exhausto por la excitación, y no profirió

más que algunas palabras. En cuanto a Júpiter, su rostro durante unos minutos adquirió la máxima

palidez que puede tomar la cara de un negro en tales circunstancias. Parecía estupefacto, fulminado.

Pronto cayó de rodillas en el hoyo, y hundiendo sus brazos hasta el codo en el oro, los dejó allí, como

si gozase del placer de un baño. A la postre exclamó con un hondo suspiro, como en un monólogo:

—¡Y todo esto viene del escarabajo de oro! ¡Del pobre escarabajito, al que yo insultaba y

calumniaba! ¿No te avergüenzas de ti mismo, negro? ¡Anda, contéstame!

Fue menester, por último, que despertase a ambos, al amo y al criado, ante la conveniencia de

transportar el tesoro. Se hacía tarde y teníamos que desplegar cierta actividad, si queríamos que todo

estuviese en seguridad antes del amanecer. No sabíamos qué determinación tomar, y perdimos mucho

tiempo en deliberaciones de lo trastornadas que teníamos nuestras ideas. Por último, aligeramos de

peso al cofre quitando las dos terceras partes de su contenido, y pudimos, en fin, no sin dificultad,

sacarlo del hoyo. Los objetos que habíamos extraído fueron depositados entre las zarzas, bajo la

custodia del perro, al que Júpiter ordenó que no se moviera de su puesto bajo ningún pretexto, y que no

abriera la boca hasta nuestro regreso. Entonces nos pusimos presurosamente en camino con el cofre;

llegamos sin accidente a la cabaña, aunque después de tremendas penalidades y a la una de la

madrugada. Rendidos como estábamos, no hubiese habido naturaleza humana capaz de reanudar la

tarea acto seguido. Permanecimos descansando hasta las dos; luego cenamos, y enseguida partimos

hacia las colinas, provistos de tres grandes sacos que, por una suerte feliz, habíamos encontrado antes.

Llegamos al filo de las cuatro a la fosa, nos repartimos el botín, con la mayor igualdad posible y

dejando el hoyo sin tapar, volvimos hacia la cabaña, en la que depositamos por segunda vez nuestra

carga de oro, a tiempo que los primeros débiles rayos del alba aparecían por encima de las copas de los

árboles hacia el Este.

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18  

Estábamos completamente destrozados, pero la intensa excitación de aquel momento nos

impidió todo reposo. Después de un agitado sueño de tres o cuatro horas de duración, nos levantamos,

como si estuviéramos de acuerdo, para efectuar el examen de nuestro tesoro.

El cofre había sido llenado hasta los bordes, y empleamos el día entero y gran parte de la noche

siguiente en escudriñar su contenido. No mostraba ningún orden o arreglo. Todo había sido

amontonado allí, en confusión. Habiéndolo clasificado cuidadosamente, nos encontramos en posesión

de una fortuna que superaba todo cuanto habíamos supuesto. En monedas había más de cuatrocientos

cincuenta mil dólares, estimando el valor de las piezas con tanta exactitud como pudimos, por las

tablas de cotización de la época. No había allí una sola partícula de plata. Todo era oro de una fecha

muy antigua y de una gran variedad: monedas francesas, españolas y alemanas, con algunas guineas

inglesas y varios discos de los que no habíamos visto antes ejemplar alguno. Había varias monedas

muy grandes y pesadas pero tan desgastadas, que nos fue imposible descifrar sus inscripciones. No se

encontraba allí ninguna americana. La valoración de las joyas presentó muchas más dificultades. Había

diamantes, algunos de ellos muy finos y voluminosos, en total ciento diez, y ninguno pequeño;

dieciocho rubíes de un notable brillo, trescientas diez esmeraldas hermosísimas, veintiún zafiros y un

ópalo. Todas aquellas piedras habían sido arrancadas de sus monturas y arrojadas en revoltijo al

interior del cofre. En cuanto a las monturas mismas, que clasificamos aparte del otro oro, parecían

haber sido machacadas a martillazos para evitar cualquier identificación. Además de todo lo indicado,

había una gran cantidad de adornos de oro macizo: cerca de doscientas sortijas y pendientes, de

extraordinario grosor; ricas cadenas, en número de treinta, si no recuerdo mal; noventa y tres grandes y

pesados crucifijos; cinco incensarios de oro de gran valía; una prodigiosa ponchera de oro, adornada

con hojas de parra muy bien engastadas, y con figuras de bacantes; dos empuñaduras de espada

exquisitamente repujadas, y otros muchos objetos más pequeños que no puedo recordar. El peso de

todo ello excedía de las trescientas cincuenta libras avoirdupois3, y en esta valoración no he incluido

ciento noventa y siete relojes de oro soberbios, tres de los cuales valdrían cada uno quinientos dólares.

Muchos eran viejísimos y desprovistos de valor como tales relojes: sus maquinarias habían sufrido más

o menos de la corrosión de la tierra; pero todos estaban ricamente adornados con pedrerías, y las cajas

eran de gran precio. Valoramos aquella noche el contenido total del cofre en un millón y medio de

dólares, y cuando más tarde dispusimos de los dijes y joyas (quedándonos con algunos para nuestro

uso personal), nos encontramos con que habíamos hecho una tasación muy por debajo del tesoro.

                                                                                                                         3  Sistema  de  pesos  vigentes  en  Inglaterra  y  Estados  Unidos,  cuya  unidad  es  la  libra  inglesa  de  16  onzas,  o  sean  0,451  kilogramos.    

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19  

Cuando terminamos nuestro examen, y al propio tiempo se calmó un tanto aquella intensa

excitación, Legrand, que me veía consumido de impaciencia por conocer la solución de aquel

extraordinario enigma, entró a pleno detalle en las circunstancias relacionadas con él.

—Recordará usted —dijo— la noche en que le mostré el tosco bosquejo que había hecho del

escarabajo. Recordará también que me molestó mucho el que insistiese en que mi dibujo se parecía a

una calavera. Cuando hizo usted por primera vez su afirmación, creí que bromeaba; pero después

pensé en las manchas especiales sobre el dorso del insecto, y reconocí en mi interior que su

observación tenía en realidad, cierta ligera base. A pesar de todo, me irritó su burla respecto a mis

facultades gráficas, pues estoy considerado como un buen artista, y por eso, cuando me tendió usted el

trozo de pergamino, estuve a punto de estrujarlo y de arrojarlo, enojado, al fuego.

—Se refiere usted al trozo de papel —dije.

—No; aquello tenía el aspecto de papel, y al principio yo mismo supuse que lo era; pero,

cuando quise dibujar sobre él, descubrí en seguida que era un trozo de pergamino muy viejo. Estaba

todo sucio, como recordará. Bueno; cuando me disponía a estrujarlo, mis ojos cayeron sobre el esbozo

que usted había examinado, y ya puede imaginarse mi asombro al percibir realmente la figura de una

calavera en el sitio mismo donde había yo creído dibujar el insecto. Durante un momento me sentí

demasiado atónito para pensar con sensatez. Sabía que mi esbozo era muy diferente en detalle de éste,

aunque existiese cierta semejanza en el contorno general.

Cogí enseguida una vela y, sentándome al otro extremo de la habitación, me dediqué a un

examen minucioso del pergamino. Dándole vueltas, Vi mi propio bosquejo sobre el reverso, ni más ni

menos que como lo había hecho. Mi primera impresión fue entonces de simple sorpresa ante la notable

semejanza efectiva del contorno; y resulta una coincidencia singular el hecho de aquella imagen,

desconocida para mí, que ocupaba el otro lado del pergamino debajo mismo de mi dibujo del

escarabajo, y de la calavera aquella que se parecía con tanta exactitud a dicho dibujo no sólo en el

contorno, sino en el tamaño. Digo que la singularidad de aquella coincidencia me dejó pasmado

durante un momento. Es éste el efecto habitual de tales coincidencias. La mente se esfuerza por

establecer una relación —una ilación de causa y efecto—, y siendo incapaz de conseguirlo, sufrí una

especie de parálisis pasajera. Pero cuando me recobré de aquel estupor, sentí surgir en mí poco a poco

una convicción que me sobrecogió más aún que aquella coincidencia. Comencé a recordar de una

manera clara y positiva que no había ningún dibujo sobre el pergamino cuando hice mi esbozo del

escarabajo. Tuve la absoluta certeza de ello, pues me acordé de haberle dado vueltas a un lado y a otro

buscando el sitio más limpio... Si la calavera hubiera estado allí, la habría yo visto, por supuesto.

Existía allí un misterio que me sentía incapaz de explicar; pero desde aquel mismo momento me

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20  

pareció ver brillar débilmente, en las más remotas y secretas cavidades de mi entendimiento, una

especie de luciérnaga de la verdad de la cual nos había aportado la aventura de la última noche una

prueba tan magnífica. Me levanté al punto, y guardando con cuidado el pergamino dejé toda reflexión

ulterior para cuando pudiese estar solo.

En cuanto se marchó usted, y Júpiter estuvo profundamente dormido, me dediqué a un examen

más metódico de la cuestión. En primer lugar, quise comprender de qué modo aquel pergamino estaba

en mi poder. El sitio en que descubrimos el escarabajo se hallaba en la costa del continente, a una milla

aproximada al este de la isla, pero a corta distancia sobre el nivel de la marea alta. Cuando le cogí, me

pico con fuerza, haciendo que le soltase. Júpiter con su acostumbrada prudencia, antes de agarrar el

insecto, que había volado hacia él, buscó a su alrededor una hoja o algo parecido con que apresarlo. En

ese momento sus ojos, y también los míos, cayeron sobre el trozo de pergamino que supuse era un

papel. Estaba medio sepultado en la arena, asomando una parte de él. Cerca del sitio donde lo

encontramos vi los restos del casco de un gran barco, según me pareció. Aquellos restos de un

naufragio debían de estar allí desde hacía mucho tiempo, pues apenas podía distinguirse su semejanza

con la armazón de un barco.

Júpiter recogió, pues, el pergamino, envolvió en él al insecto y me lo entregó. Poco después

volvimos a casa y encontramos al teniente G… Le enseñé el ejemplar y me rogó que le permitiese

llevárselo al fuerte. Accedí a ello y se lo metió en el bolsillo de su chaleco sin el pergamino en que iba

envuelto y que había conservado en la mano durante su examen. Quizá temió que cambiase de opinión

y prefirió asegurar enseguida su presa; ya sabe usted que es un entusiasta de todo cuanto se relaciona

con la historia natural. En aquel momento, sin darme cuenta de ello, debí de guardarme el pergamino

en el bolsillo.

Recordará usted que cuando me senté ante la mesa a fin de hacer un bosquejo del insecto no

encontré papel donde habitualmente se guarda. Miré en el cajón, y no lo encontré allí. Rebusqué mis

bolsillos, esperando hallar en ellos alguna carta antigua, cuando mis dedos tocaron el pergamino. Le

detallo a usted de un modo exacto cómo cayó en mi poder, pues las circunstancias me impresionaron

con una fuerza especial.

Sin duda alguna, usted me creyó un soñador; pero yo había establecido ya una especie de

conexión. Acababa de unir dos eslabones de una gran cadena. Allí había un barco que naufragó en la

costa, y no lejos de aquel barco, un pergamino —no un papel— con una calavera pintada sobre él. Va

usted, naturalmente, a preguntarme: ¿dónde está la relación? Le responderé que la calavera es el

emblema muy conocido de los piratas. Llevan izado el pabellón con la calavera en todos sus combates.

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21  

Como le digo, era un trozo de pergamino, y no de papel. El pergamino es de una materia

duradera casi indestructible. Rara vez se consignan sobre uno cuestiones de poca monta, ya que se

adapta mucho peor que el papel a las simples necesidades del dibujo o de la escritura. Esta reflexión

me indujo a pensar en algún significado, en algo que tenía relación con la calavera. No dejé tampoco

de observar la forma del pergamino. Aunque una de las esquinas aparecía rota por algún accidente,

podía verse bien que la forma original era oblonga. Se trataba precisamente de una de esas tiras que se

escogen como memorándum, para apuntar algo que desea uno conservar largo tiempo y con cuidado.

—Pero —le interrumpí— dice usted que la calavera no estaba sobre el pergamino cuando

dibujó el insecto. ¿Cómo, entonces, establece una relación entre el barco y la calavera, puesto que esta

última, según su propio aserto, debe de haber sido dibujada (Dios únicamente sabe cómo y por quién)

en algún período posterior a su apunte del escarabajo?

—¡Ah! Sobre eso gira todo el misterio, aunque he tenido, en comparación, poca dificultad en

resolver ese extremo del secreto. Mi marcha era segura y no podía conducirme más que a un solo

resultado. Razoné así, por ejemplo: al dibujar el escarabajo, no aparecía la calavera sobre el

pergamino. Cuando terminé el dibujo, se lo di a usted y le observé con fijeza hasta que me lo devolvió.

No era usted, por tanto, quien había dibujado la calavera, ni estaba allí presente nadie que hubiese

podido hacerlo. No había sido, pues, realizado por un medio humano. Y, sin embargo, allí estaba.

En este momento de mis reflexiones, me dediqué a recordar, y recordé, en efecto, con entera

exactitud, cada incidente ocurrido en el intervalo en cuestión. La temperatura era fría (¡oh raro y feliz

accidente!) y el fuego llameaba en la chimenea. Había yo entrado en calor con el ejercicio y me senté

junto a la mesa. Usted, empero, tenía vuelta su silla, muy cerca de la chimenea. En el momento justo

de dejar el pergamino en su mano, y cuando iba usted a examinarlo, Wolf, el terranova, entró y saltó

hacia sus hombros. Con su mano izquierda usted le acariciaba, intentando apartarle, cogiendo el

pergamino con la derecha, entre sus rodillas y cerca del fuego. Hubo un instante en que creí que la

llama iba a alcanzarlo, y me disponía a decírselo; pero antes de que hubiese yo hablado la retiró usted

y se dedicó a examinarlo. Cuando hube considerado todos estos detalles, no dudé ni un segundo que

aquel calor había sido el agente que hizo surgir a la luz sobre el pergamino la calavera cuyo contorno

veía señalarse allí. Ya sabe que hay y ha habido en todo tiempo preparaciones químicas por medio de

las cuales es posible escribir sobre papel o sobre vitela caracteres que así no resultan visibles hasta que

son sometidos a la acción del fuego. Se emplea algunas veces el zafre, digerido en agua regia y diluido

en cuatro veces su peso de agua; de ello se origina un tono verde. El régulo de cobalto, disuelto en

espíritu de nitro, da el rojo. Estos colores desaparecen a intervalos más o menos largos, después que la

materia sobre la cual se ha escrito se enfría, pero reaparecen a una nueva aplicación de calor.

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22  

Examiné entonces la calavera con toda meticulosidad. Los contornos —los más próximos al

borde del pergamino— resultaban mucho más claros que los otros. Era evidente que la acción del

calor había sido imperfecta o desigual. Encendí inmediatamente el fuego y sometí cada parte del

pergamino al calor ardiente. Al principio no tuvo aquello más efecto que reforzar las líneas débiles de

la calavera; pero, perseverando en el ensayo, se hizo visible, en la esquina de la tira diagonalmente

opuesta al sitio donde estaba trazada la calavera, una figura que supuse de primera intención era la de

una cabra. Un examen más atento, no obstante, me convenció de que habían intentado representar un

cabritillo.

—¡Ja, ja! —exclamé—. No tengo, sin duda, derecho a burlarme de usted (un millón y medio de

dólares es algo muy serio para tomarlo a broma). Pero no irá a establecer un tercer eslabón en su

cadena; no querrá encontrar ninguna relación especial entre sus piratas y una cabra; los piratas, como

sabe, no tienen nada que ver con las cabras; eso es cosa de los granjeros.

—Pero si acabo de decirle que la figura no era la de una cabra.

—Bueno; la de un cabritillo, entonces; viene a ser casi lo mismo.

—Casi, pero no del todo —dijo Legrand—. Debe usted de haber oído hablar de un tal capitán

Kidd4. Consideré enseguida la figura de ese animal como una especie de firma logogrífica o

jeroglífica. Digo firma porque el sitio que ocupaba sobre el pergamino sugería esa idea. La calavera, en

la esquina diagonal opuesta, tenía así el aspecto de un sello, de una estampilla. Pero me hallé

dolorosamente desconcertado ante la ausencia de todo lo demás del cuerpo de mi imaginado

documento, del texto de mi contexto.

—Supongo que esperaba usted encontrar una carta entre el sello y la firma.

—Algo por el estilo. El hecho es que me sentí irresistiblemente impresionado por el

presentimiento de una buena fortuna inminente. No podría decir por qué. Tal vez, después de todo, era

más bien un deseo que una verdadera creencia; pero ¿no sabe que las absurdas palabras de Júpiter,

afirmando que el escarabajo era de oro macizo, hicieron un notable efecto sobre mi imaginación? Y

luego, esa serie de accidentes y coincidencias era, en realidad, extraordinaria. ¿Observa usted lo que

había de fortuito en que esos acontecimientos ocurriesen el único día del año en que ha hecho, ha

podido hacer, el suficiente frío para necesitarse fuego, y que, sin ese fuego, o sin la intervención del

perro en el preciso momento en que apareció, no habría podido yo enterarme de lo de la calavera, ni

habría entrado nunca en posesión del tesoro?

                                                                                                                         4  Kid,  que  significa  cabrito,  chivo.  

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23  

—Pero continúe... Me consume la impaciencia.

—Bien; habrá usted oído hablar de muchas historias que corren, de esos mil vagos rumores

acerca de tesoros enterrados en algún lugar de la costa del Atlántico por Kidd y sus compañeros. Esos

rumores desde hace tanto tiempo y con tanta persistencia, ello se debía, a mi juicio, tan sólo a la

circunstancia de que el tesoro enterrado permanecía enterrado. Si Kidd hubiese escondido su botín

durante cierto tiempo y lo hubiera recuperado después, no habrían llegado tales rumores hasta nosotros

en su invariable forma actual. Observe que esas historias giran todas alrededor de buscadores, no de

descubridores de tesoros. Si el pirata hubiera recuperado su botín, el asunto habría terminado allí.

Parecíame que algún accidente —por ejemplo, la pérdida de la nota que indicaba el lugar preciso—

debía de haberle privado de los medios para recuperarlo, llegando ese accidente a conocimiento de sus

compañeros, quienes, de otro modo, no hubiesen podido saber nunca que un tesoro había sido

escondido y que con sus búsquedas infructuosas, por carecer de guía al intentar recuperarlo, dieron

nacimiento primero a ese rumor, difundido universalmente por entonces, y a las noticias tan corrientes

ahora. ¿Ha oído usted hablar de algún tesoro importante que haya sido desenterrado a lo largo de la

costa?

—Nunca.

—Pues es muy notorio que Kidd los había acumulado inmensos. Daba yo así por supuesto que

la tierra seguía guardándolos, y no le sorprenderá mucho si le digo que abrigaba una esperanza que

aumentaba casi hasta la certeza: la de que el pergamino tan singularmente encontrado contenía la

última indicación del lugar donde se depositaba.

—Pero ¿cómo procedió usted?

—Expuse de nuevo la vitela al fuego, después de haberlo avivado; pero no apareció nada.

Pensé entonces que era posible que la capa de mugre tuviera que ver en aquel fracaso: por eso lavé con

esmero el pergamino vertiendo agua caliente encima, y una vez hecho esto, lo coloqué en una cacerola

de cobre, con la calavera hacia abajo, y puse la cacerola sobre una lumbre de carbón. A los pocos

minutos estando ya la cacerola calentada a fondo, saqué la tira de pergamino, y fue inexpresable mi

alegría al encontrarla manchada, en varios sitios, con signos que parecían cifras alineadas. Volví a

colocarla en la cacerola, y la dejé allí otro minuto. Cuando la saqué, estaba enteramente igual a como

va usted a verla.

Y al llegar aquí, Legrand, habiendo calentado de nuevo el pergamino, lo sometió a mi examen.

Los caracteres siguientes aparecían de manera toscamente trazada, en color rojo, entre la calavera y la

cabra:

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24  

53‡‡†305))6*;4826)4‡.)4‡);806*;48†8π60))85;I‡(;:‡*8†83(88)5*†;46(;88

*96*?;8)*‡(;485);5*†2:*‡(;4956*2(5*–4)8π8*;4069285);)6†8)4‡‡

;I(‡9;4808I;8:8‡I;48†85;4)485†528806*8I(‡9;48;(88;4(‡?34;48)4‡;I6I;:188;‡?;

—Pero —dije, devolviéndole la tira— sigo estando tan a oscuras como antes. Si todas las joyas

de Golconda esperasen de mí la solución de este enigma, estoy en absoluto seguro de que sería incapaz

de obtenerlas.

—Y el caso —dijo Legrand— que la solución no resulta tan difícil como cabe imaginarla tras

del primer examen apresurado de los caracteres. Estos caracteres, según pueden todos adivinarlo

fácilmente forman una cifra, es decir, contienen un significado pero por lo que sabemos de Kidd, no

podía suponerle capaz de construir una de las más abstrusas criptografías. Pensé, pues, lo primero, que

ésta era de una clase sencilla, aunque tal, sin embargo, que pareciese absolutamente indescifrable para

la tosca inteligencia del marinero, sin la clave.

—¿Y la resolvió usted, en verdad?

—Fácilmente; había yo resuelto otras diez mil veces más complicadas. Las circunstancias y

cierta predisposición mental me han llevado a interesarme por tales acertijos, y es, en realidad, dudoso

que el genio humano pueda crear un enigma de ese género que el mismo ingenio humano no resuelva

con una aplicación adecuada. En efecto, una vez que logré descubrir una serie de caracteres visibles,

no me preocupó apenas la simple dificultad de desarrollar su significación.

En el presente caso —y realmente en todos los casos de escritura secreta— la primera cuestión

se refiere al lenguaje de la cifra, pues los principios de solución, en particular tratándose de las cifras

más sencillas, dependen del genio peculiar de cada idioma y pueden ser modificadas por éste. En

general, no hay otro medio para conseguir la solución que ensayar (guiándose por las probabilidades)

todas las lenguas que os sean conocidas, hasta encontrar la verdadera. Pero en la cifra de este caso toda

dificultad quedaba resuelta por la firma. El retruécano sobre la palabra Kidd5 sólo es posible en lengua

inglesa. Sin esa circunstancia hubiese yo comenzado mis ensayos por el español y el francés, por ser

las lenguas en las cuales un pirata de mares españoles hubiera debido, con más naturalidad, escribir un

secreto de ese género. Tal como se presentaba, presumí que el criptograma era inglés.

Fíjese usted en que no hay espacios entre las palabras. Si los hubiese habido, la tarea habría

sido fácil en comparación. En tal caso hubiera yo comenzado por hacer una colación y un análisis de                                                                                                                          5  Kid,  que  significa  cabrito,  chivo.    

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25  

las palabras cortas, y de haber encontrado, como es muy probable, una palabra de una sola letra (a ó I

por ejemplo) 6, habría estimado la solución asegurada. Pero como no había espacios allí, mi primera

medida era averiguar las letras predominantes así como las que se encontraban con menor frecuencia.

Las conté todas y formé la siguiente tabla:

El signo 8 Aparec

e 33 veces

“ ; “ 26 “

“ 4 “ 19 “

“ ‡ y ) “ 16 “

“ * “ 13 “

“ 5 “ 12 “

“ 6 “ 11 “

“ † y I “ 8 “

“ 0 “ 6 “

“ 9 y 2 “ 5 “

“ : y 3 “ 4 “

“ ? “ 3 “

“ π “ 2 “

“ – y . “ 1 “

Ahora bien: la letra que se encuentra con mayor frecuencia en inglés es la e. Después, la serie

es la siguiente: a o y d h n r s t u y c f g l m w b k p q x z. La e predomina de un modo tan notable, que

es raro encontrar una frase sola de cierta longitud de la que no sea el carácter principal.

Tenemos, pues, nada más comenzar, una base para algo más que una simple conjetura. El uso

general que puede hacerse de esa tabla es obvio, pero para esta cifra particular sólo nos serviremos de

ella muy parcialmente. Puesto que nuestro signo predominante es el 8, empezaremos por ajustarlo a la

e del alfabeto natural. Para comprobar esta suposición, observemos si el 8 aparece a menudo por pares

—pues la e se dobla con gran frecuencia en inglés— en palabras como, por ejemplo, meet, speed, seen,

been agree, etcétera. En el caso presente, vemos que está doblado lo menos cinco veces, aunque el

criptograma sea breve.

                                                                                                                         6  uno y yo por ejemplo  

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Tomemos, pues, el 8 como e. Ahora, de todas las palabras de la lengua, the es la más usual; por

tanto, debemos ver si no está repetida la combinación de tres signos, siendo el último de ellos el 8. Si

descubrimos repeticiones de tal letra, así dispuestas, representarán, muy probablemente, la palabra the.

Una vez comprobado esto, encontraremos no menos de siete de tales combinaciones, siendo los signos

48 en total. Podemos, pues, suponer que ; representa t, 4 representa h, y 8 representa e, quedando este

último así comprobado. Hemos dado ya un gran paso.

Acabamos de establecer una sola palabra; pero ello nos permite establecer también un punto

más importante; es decir, varios comienzos y terminaciones de otras palabras. Veamos, por ejemplo, el

penúltimo caso en que aparece la combinación; 48 casi al final de la cifra. Sabemos que el ; que viene

inmediatamente después es el comienzo de una palabra, y de los seis signos que siguen a ese the,

conocemos, por lo menos, cinco. Sustituyamos, pues, esos signos por las letras que representan,

dejando un espacio para el desconocido:

t eeth

Debemos, lo primero, desechar el th como no formando parte de la palabra que comienza por la

primera t, pues vemos, ensayando el alfabeto entero para adaptar una letra al hueco, que es imposible

formar una palabra de la que ese th pueda formar parte. Reduzcamos, pues, los signos a

t ee.

Y volviendo al alfabeto, si es necesario como antes, llegamos a la palabra "tree" (árbol), como

la única que puede leerse. Ganamos así otra letra, la r, representada por (, más las palabras

yuxtapuestas the tree (el árbol).

»Un poco más lejos de estas palabras, a poca distancia, vemos de nuevo la combinación; 48 y

la empleamos como terminación de lo que precede inmediatamente. Tenemos así esta distribución:

the tree ; 4 ‡ ? 34 the,

o sustituyendo con letras naturales los signos que conocemos, leeremos esto:

the tree thr ‡ ? 3 h the.

»Ahora, si sustituimos los signos desconocidos por espacios blancos o por puntos, leeremos:

the tree thr... h the,

y, por tanto, la palabra through (por, a través) resulta evidente por sí misma. Pero este

descubrimiento nos da tres nuevas letras, o, u, y g, representadas por ‡, ? y 3.

»Buscando ahora cuidadosamente en la cifra combinaciones de signos conocidos,

encontraremos no lejos del comienzo esta disposición:

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27  

83 (88,

o agree, que es, evidentemente, la terminación de la palabra degree (grado), que nos da otra

letra, la d, representada por †.

Cuatro letras más lejos de la palabra degree, observamos la combinación,

; 46 (; 88

cuyos signos conocidos traducimos, representando el desconocido por puntos, como antes; y

leemos:

th . rtee

arreglo que nos sugiere acto seguido la palabra thirteen (trece) y que nos vuelve a proporcionar

dos letras nuevas, la i y la n, representadas por 6 y *.

»Volviendo ahora al principio del criptograma, encontramos la combinación.

53‡‡†

»Traduciendo como antes, obtendremos

.good.

Lo cual nos asegura que la primera letra es una A, y que las dos primeras palabras son A good

(un bueno, una buena).

Sería tiempo ya de disponer nuestra clave, conforme a lo descubierto, en forma de tabla, para

evitar confusiones. Nos dará lo siguiente:

5 Representa a

† “ d

8 “ e

3 “ g

4 “ h

6 “ i

* “ n

‡ “ o

( “ r

; “ t

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? “ u

Tenemos así no menos de diez de las letras más importantes representadas, y es inútil buscar la

solución con esos detalles. Ya le he dicho lo suficiente para convencerle de que cifras de ese género

son de fácil solución, y para darle algún conocimiento de su desarrollo razonado. Pero tenga la

seguridad de que la muestra que tenemos delante pertenece al tipo más sencillo de la criptografía. Sólo

me queda darle la traducción entera de los signos escritos sobre el pergamino, ya descifrados. Hela

aquí:

A good glass in the Bishop’s Hostel in the devil´s seat forty-one degrees and thirteen minutes

northeast and by north main branch seventh, limb east side shoot from the left eye of the death'shead a

bee-line from the tree through the shot fifty feet out7.

—Pero —dije— el enigma me parece de tan mala calidad como antes. ¿Cómo es posible sacar

un sentido cualquiera de toda esa jerga referente a "la silla del diablo", "la cabeza de muerto" y "el

hostal o la hostelería del obispo"?

—Reconozco —replicó Legrand— que el asunto presenta un aspecto serio cuando echa uno

sobre él una ojeada casual. Mi primer empeño fue separar lo escrito en las divisiones naturales que

había intentado el criptógrafo.

—¿Quiere usted decir, puntuarlo?

—Algo por el estilo.

—Pero ¿cómo le fue posible hacerlo?

—Pensé que el rasgo característico del escritor había consistido en agrupar sus palabras sin

separación alguna, queriendo así aumentar la dificultad de la solución. Ahora bien: un hombre poco

agudo, al perseguir tal objeto, tendrá, seguramente, la tendencia a superar la medida. Cuando en el

curso de su composición llegaba a una interrupción de su tema que requería, naturalmente, una pausa o

un punto, se excedió, en su tendencia a agrupar sus signos, más que de costumbre. Si observa usted

ahora el manuscrito le será fácil descubrir cinco de esos casos de inusitado agrupamiento. Utilizando

ese indicio hice la consiguiente división:

                                                                                                                         7  Un  buen  vaso  en  la  hostería  del  obispo  en  la  silla  del  diablo  cuarenta  y  un  grado  y  trece  minutos  Nordeste  cuarto  de  Norte,  principal  rama  séptimo  vástago  lado  Este  solar  desde  el  ojo  izquierdo  de  la  cabeza  de  muerto  una  línea  recta  desde  el  árbol  a  través  de  la  bala  cincuenta  pies  hacia  fuera.    

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A good glass in the bishop's hostel in the devil's sear —forty one degrees and thirteen

minutes—northeast and by north —main branch seventh limb eart side —shoot from the left eye of the

death's head —a bee line from the tree through the shot fifty feet out8

—Aun con esa separación —dije—, sigo estando a oscuras.

—También yo lo estuve —replicó Legrand— por espacio de algunos días, durante los cuales

realicé diligentes pesquisas en las cercanías de la isla de Sullivan, sobre una casa que llevase el nombre

de Hotel del Obispo, pues, por supuesto, deseché la palabra anticuada "hostal, hostería". No logrando

ningún informe sobre la cuestión, estaba a punto de extender el campo de mi búsqueda y de obrar de

un modo más sistemático, cuando una mañana se me ocurrió de repente que aquel "Bishop's Hostel"

podía tener alguna relación con una antigua familia apellidada Bessop, la cual, desde tiempo

inmemorial, era dueña de una antigua casa solariega a unas cuatro millas, aproximadamente, al norte

de la isla. De acuerdo con lo cual fui a la plantación, y comencé de nuevo mis pesquisas entre los

negros más viejos del lugar. Por último, una de las mujeres de más edad me dijo que ella había oído

hablar de un sitio como Bessop's Castle (castillo de Bassop), y que creía poder conducirme hasta él,

pero que no era un castillo, ni mesón, sino una alta roca.

Le ofrecí retribuirle bien por su molestia y después de alguna vacilación, consintió en

acompañarme hasta aquel sitio. Lo descubrimos sin gran dificultad; entonces la despedí y me dediqué

al examen del paraje. El castillo consistía en una agrupación irregular de macizos y rocas, una de éstas

muy notable tanto por su altura como por su aislamiento y su aspecto artificial. Trepé a la cima, y

entonces me sentí perplejo ante lo que debía hacer después.

Mientras meditaba en ello, mis ojos cayeron sobre un estrecho reborde en la cara oriental de la

roca a una yarda quizá por debajo de la cúspide donde estaba colocado. Aquel reborde sobresalía unas

dieciocho pulgadas, y no tendría más de un pie de anchura; un entrante en el risco, justamente encima,

le daba una tosca semejanza con las sillas de respaldo cóncavo que usaban nuestros antepasados. No

dudé que fuese aquello la "silla del diablo" a la que aludía el manuscrito, y me pareció descubrir ahora

el secreto entero del enigma.

El "buen vaso" lo sabía yo, no podía referirse más que a un catalejo, pues los marineros de todo

el mundo rara vez emplean la palabra "vaso" en otro sentido. Comprendí ahora en seguida que debía

utilizarse un catalejo desde un punto de vista determinado que no admitía variación. No dudé un

instante en pensar que las frases "cuarenta y un grados y trece minutos" y "Nordeste cuarto de Norte"

                                                                                                                         8  Un  buen  vaso  en  la  hostería  del  obispo  en  la  silla  del  diablo  —cuarenta  y  un  grados  y  trece  minutos  —Nordeste  cuarto  de  Norte  —principal  rama  séptimo  vástago  lado  Este  —soltar  desde  el  ojo  izquierdo  de  la  cabeza  de  muerto  —una  línea  recta  desde  el  árbol  a  través  de  la  bala  cincuenta  pies  hacia  fuera.    

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30  

debían indicar la dirección en que debía apuntarse el catalejo. Sumamente excitado por aquellos

descubrimientos, marché, presuroso, a casa, cogí un catalejo y volví a la roca.

Me dejé escurrir sobre el reborde y vi que era imposible permanecer sentado allí, salvo en una

posición especial. Éste hecho confirmó mi preconcebida idea. Me dispuse a utilizar el catalejo.

Naturalmente, los "cuarenta y un grados y trece minutos" podían aludir sólo a la elevación por encima

del horizonte visible, puesto que la dirección horizontal estaba indicada con claridad por las palabras

"Nordeste cuarto de Norte". Establecí esta última dirección por medio de una brújula de bolsillo;

luego, apuntando el catalejo con tanta exactitud como pude con un ángulo de cuarenta y un grados de

elevación, lo moví con cuidado de arriba abajo, hasta que detuvo mi atención una grieta circular u

orificio en el follaje de un gran árbol que sobresalía de todos los demás, a distancia. En el centro de

aquel orificio divisé un punto blanco; pero no pude distinguir al principio lo que era. Graduando el

foco del catalejo, volví a mirar, y comprobé ahora que era un cráneo humano.

Después de este descubrimiento, consideré con entera confianza el enigma como resuelto, pues

la frase "rama principal, séptimo vástago, lado Este" no podía referirse más que a la posición de la

calavera sobre el árbol, mientras lo de "soltar desde el ojo izquierdo de la cabeza de muerto" no

admitía tampoco más que una interpretación con respecto a la busca de un tesoro enterrado.

Comprendí que se trataba de dejar caer una bala desde el ojo izquierdo, y que una línea recta (línea de

abeja), partiendo del punto más cercano al tronco por ''la bala" (o por el punto donde cayese la bala), y

extendiéndose desde allí a una distancia de cincuenta pies, indicaría el sitio preciso, y debajo de este

sitio juzgué que era, por lo menos, posible que estuviese allí escondido un depósito valioso.

—Todo eso —dije— es harto claro, y asimismo ingenioso, sencillo y explícito. Y cuando

abandonó usted el Hotel del Obispo, ¿qué hizo?

—Pues habiendo anotado escrupulosamente la orientación del árbol, me volví a casa. Sin

embargo en el momento de abandonar "la silla del diablo", el orificio circular desapareció, y de

cualquier lado que me volviese érame ya imposible divisarlo. Lo que me parece el colmo del ingenio

en este asunto es el hecho (pues, al repetir la experiencia, me he convencido de que es un hecho) de

que la abertura circular en cuestión resulta sólo visible desde un punto que es el indicado por esa

estrecha cornisa sobre la superficie de la roca.

En esta expedición al Hotel del Obispo fui seguido por Júpiter, quien observaba, sin duda,

desde hacia unas semanas, mi aire absorto, y ponía un especial cuidado en no dejarme solo. Pero al día

siguiente me levanté muy temprano, conseguí escaparme de él y corrí a las colinas en busca del árbol.

Me costó mucho trabajo encontrarlo. Cuando volví a casa por la noche, mi criado se disponía a

vapulearme. En cuanto al resto de la aventura, creo que está usted tan enterado como yo.

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—Supongo —dije— que equivocó usted el sitio en las primeras excavaciones, a causa de la

estupidez de Júpiter dejando caer el escarabajo por el ojo derecho de la calavera en lugar de hacerlo

por el izquierdo.

—Exactamente. Esa equivocación originaba una diferencia de dos pulgadas y media, poco más

o menos, en relación con la bala, es decir, en la posición de la estaca junto al árbol, y si el tesoro

hubiera estado bajo la "bala", el error habría tenido poca importancia; pero la "bala", y al mismo

tiempo el punto más cercano al árbol, representaban simplemente dos puntos para establecer una línea

de dirección; claro está que el error, aunque insignificante al principio, aumentaba al avanzar siguiendo

la línea, y cuando hubimos llegado a una distancia de cincuenta pies, nos había apartado por completo

de la pista. Sin mi idea arraigada a fondo de que había allí algo enterrado, todo nuestro trabajo hubiera

sido inútil.

—Pero su grandilocuencia, su actitud balanceando el insecto, ¡cuán excesivamente

estrambóticas! Tenía yo la certeza de que estaba usted loco. Y ¿por qué insistió en dejar caer el

escarabajo desde la calavera, en vez de una bala?

—¡Vaya! Para serle franco, me sentía algo molesto por sus claras sospechas respecto a mi sano

juicio, y decidí castigarle algo, a mi manera, con un poquito de serena mixtificación. Por esa razón

balanceaba yo el insecto, y por esa razón también quise dejarlo caer desde el árbol. Una observación

que hizo usted acerca de su peso me sugirió esta última idea.

—Sí, lo comprendo; y ahora no hay más que un punto que me desconcierta. ¿Qué vamos a

decir de los esqueletos encontrados en el hoyo?

—Esa es una pregunta a la cual, lo mismo que usted, no sería yo capaz de contestar. No veo,

por cierto, más que un modo plausible de explicar eso; pero mi sugerencia entraña una atrocidad tal,

que resulta horrible de creer. Aparece claro que Kidd (si fue verdaderamente Kidd quien escondió el

tesoro, lo cual no dudo), aparece claro que él debió de hacerse ayudar en su trabajo. Pero, una vez

terminado, éste pudo juzgar conveniente suprimir a todos los que compartían su secreto. Acaso un par

de azadonazos fueron suficientes, mientras sus ayudantes estaban ocupados en el hoyo; acaso necesitó

una docena. ¿Quién nos lo dirá?

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PLAN  DE  LECTURA         “Cara  de  Luna”.  Jack  London  

   1  

CARA DE LUNA

Jack London

John Claverhouse era un hombre de cara de luna. Ya conoce el tipo, pómulos muy separados,

barbilla y frente que se confunden con las mejillas para formar el círculo completo, y la nariz, ancha y

regordeta, equidistante de la circunferencia, achatada en el centro mismo del rostro, como una bola de

pasta en el cielo raso. Tal vez por eso lo odiaba, pues en verdad se había convertido en una ofensa para

mis ojos, y creía que su presencia en la tierra era una molestia. Quizá mi madre tuvo supersticiones

acerca de la luna, y miró por sobre el hombro equivocado en el momento que no correspondía.

Sea como fuere, odiaba a John Claverhouse. No porque me hubiese hecho lo que la sociedad

consideraría una trastada. Lejos de eso. El mal tenía características más profundas, más sutiles, tan

esquivas, tan intangibles, que desafiaban un análisis claro y definido, expresado en palabras. Todos

experimentamos esas cosas en algún período de nuestra vida. Vemos por primera vez a cierto

individuo, uno con cuya existencia no soñábamos en el instante anterior; y sin embargo, en el

momento de conocerlo decimos "No me gusta ese hombre". ¿Por qué no nos gusta? Ah, no sabemos

por qué. Experimentamos desagrado por él, eso. Y así ocurría con John Claverhouse.

¿Qué derecho tenía semejante hombre a ser feliz? Y sin embargo era un optimista. Siempre

estaba alborozado y riente. ¡Todas las cosas le salían siempre bien, maldito sea! ¡Ah! ¡Cómo me dolía

en el alma que fuese tan dichoso! Otros hombres podían reír, y no me importaba. Yo mismo solía reír,

antes de conocer a John Claverhouse.

¡Pero la risa de él! Me irritaba, me enloquecía, como ninguna otra cosa bajo el sol podía

irritarme o enloquecerme. Me perseguía, me aferraba y no me soltaba. Era una risa enorme,

gargantuesca. Despierto o dormido, me acompañaba siempre, chirriaba y raspaba las cuerdas de mi

corazón, como una gigantesca escofina. Al romper el día llegaba aullando a través de los campos, y

arruinaba mis agradables ensoñaciones matinales. Bajo el ardiente resplandor del mediodía, cuando las

cosas verdes se dejaban caer .y los pájaros se retiraban a las profundidades del bosque, y toda la

naturaleza dormitaba, su gran "¡ Ja, ja!" y "¡Jo, jo!" se elevaban al cielo y desafiaban al sol. Y en la

negra medianoche, desde la solitaria encrucijada por la cual se dirigía del pueblo a su casa, llegaban

sus apestosos cacareos, para despertarme de mi sueño y hacer que me retorciera y me clavara las uñas

en las palmas de las manos.

Por la noche salía con sigilo y le soltaba el ganado en los campos, y por la mañana escuchaba el

relincho de su risa cuando volvía a reunirlo.

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PLAN  DE  LECTURA         “Cara  de  Luna”.  Jack  London  

   2  

-No es nada -decía-. Los pobres animales estúpidos no tienen la culpa de haber ido a buscar

pastos más tiernos.

Tenía un perro llamado Marte, un animal grande, espléndido, en parte galgo y en parte sabueso,

y se parecía a ambos. Marte constituía un gran deleite para él, y siempre andaban juntos. Pero yo me

tomé mi tiempo, y un día en que se presentó la oportunidad atraje al animal y lo agasajé con estricnina

y un biftec. Ello no produjo impresión alguna sobre John Claverhouse. Su risa fue tan frecuente y cor-

dial como siempre, y su cara tan parecida a la luna llena como siempre lo había sido.

Entonces prendí fuego a sus hacinas y su granero. Pero a la mañana siguiente, domingo, partió,

dichoso y alegre.

-¿Adónde vas? -le pregunté cuando pasaba por la encrucijada.

-Truchas -respondió, el rostro le resplandeció como una luna llena-. Las truchas me vuelven

loco.

¿Existió alguna vez un hombre tan imposible? Toda la cosecha se le había quemado en las

hacinas y el granero. Yo sabía que no la tenía asegurada. Y sin embargo, frente al hambre y al invierno

riguroso, salía, jubiloso, en busca de una comida de truchas, de veras, ¡porque "lo volvían loco"! Si la

tristeza se hubiera posado, por ligeramente que fuese, sobre su frente, o si su semblante bovino se hu-

biese puesto largo y serio, y menos semejante a la luna, estoy seguro de que lo habría perdonado por

existir. Pero no, la desdicha sólo conseguía alegrarlo más.

Lo insulté. Me miró con lenta y sonriente sorpresa.

-¿Yo pelear contigo? ¿Por qué? -preguntó. Y luego rió-. ¡Eres tan gracioso! ¡Jo, jo! ¡Me mata-

rás! ¡Je, je, je! ¡Oh! ¡Jo, jo, jo!

¿Qué se podía hacer? Resultaba insoportable. Por la sangre de Judas, cómo lo odiaba. Y

además, ese apellido... ¡Claverhouse! ¡Qué apellido! ¿No era absurdo? ¡Claverhouse! Dios bendito,

¿por qué Claverhouse? Me hacía esa pregunta una y otra vez. No me habría importado Smith, o

Brown, o Jones. . . ¡pero Claverhouse! Dígame usted mismo. Repítaselo: Claverhouse. Escuche el

ridículo sonido que tiene: ¡Claverhouse! ¿Puede vivir un hombre con semejante apellido? Se lo

pregunto. "No", me dice. Y "no" dije yo.

Pero recordé su hipoteca. Con las cosechas y el granero destruidos, sabía que no podría

levantarla. De manera que hice que un prestamista astuto, silencioso, avaro, se hiciera traspasar la

hipoteca. Yo no me presenté, pero por medio de ese agente impuse la ejecución, y a John Claverhouse

se le concedieron pocos días (no más, créame, que los que permite la ley) para sacar del lugar sus

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   3  

bienes y pertenencias. Luego me acerqué a ver cómo lo tomaba, pues había vivido allí más de veinte

años. Pero me recibió con los ojos como platillos, chisporroteantes, y la luz ardió y se le difundió por

la cara, hasta que la convirtió en una luna nueva.

-¡Ja, ja, ja! -rió-. ¡El mocoso más gracioso del mundo, ese hijito mío! ¿Alguna vez oíste algo

igual? Déjame que te cuente. Se encontraba sentado, jugando, a la orilla del río, cuando un terrón

grande se hundió y lo salpicó. "¡Oh papá!, exclamó, un charco grande voló hacia arriba y me mojó."

Se interrumpió y esperó a que me uniese a su infernal alborozo.

-No veo nada de gracioso -repliqué con sequedad, y sé que la expresión se me agrió.

Me contempló con asombro, y luego brotó la maldita luz, resplandeciente, difundiéndose, como

la describí, hasta que la cara le brilló, suave y tibia como una luna de estío, y después la risa...

-¡Ja, ja! ¡Qué gracioso! No lo ves, ¿eh? ¡Je, je! ¡Jo, jo, jo! ¡No lo ves! Pero mira. Conoces un

charco...

Pero me volví y lo dejé. Era lo último. Ya no lo soportaba. ¡La cosa debía terminar allí mismo,

pensé, maldito sea! Y mientras cruzaba la colina oí su monstruosa risa que repercutía contra el cielo.

Ahora bien, me jacto de hacer las cosas con limpieza, y cuando decidí matar a John

Claverhouse tenía pensado hacerlo de tal modo, que al mirar hacia atrás no tuviese motivos para

avergonzarme. Odio las chapucerías, y odio la brutalidad. Para mí hay algo de repugnante en el simple

hecho de golpear a un hombre con el puño desnudo... ¡Ajj! ¡Es enfermizo! Por lo tanto, matar de un

tiro, apuñalar o aporrear a John Claverhouse (¡ah, ese apellido!) no me atraía. Y no sólo me veía

impulsado a hacerlo con limpieza y en forma artística, sino, además, de tal manera, que ni la más leve

sospecha pudiera dirigirse contra mí.

Para tal fin empeñé mi intelecto, y al cabo de una semana de profunda incubación, empollé el

plan. Después puse manos a la obra. Compré una perra de aguas, de cinco meses, y dediqué toda mi

atención a su adiestramiento. Si alguien me hubiese espiado, habría advertido que dicho adiestramiento

consistía en una sola cosa: cobrar la caza. Enseñé a la perra, a la cual bauticé Belona, a traer palos que

lanzaba al agua, y no sólo a traerlos, sino a hacerlo en seguida, sin morderlos o juguetear con ellos. El

caso es que no debía detenerse para nada, sino entregar el palo a toda prisa. Me dediqué a salir

corriendo y dejar que me persiguiera, con el palo en la boca, hasta que me alcanzaba. Era un animal

inteligente, y entró en el juego con tanta avidez, que pronto me sentí satisfecho.

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   4  

Después de eso, en la primera oportunidad casual, le presenté Belona a John Claverhouse.

Sabía lo que hacía, pues tenía conocimiento de una de sus pequeñas debilidades, y de un pecadito

personal del cual era regular e inveteradamente culpable.

-No -dijo cuando le dejé el extremo de la cuerda en la mano-, no lo dices en serio. -Y abrió la

boca de par en par y sonrió con su condenada cara de luna.

-Yo... digamos que pensé que no me apreciabas -explicó-. ¿No fue gracioso que cometiera ese

error? -Y de sólo pensarlo, la risa lo hizo agarrarse de los costados.- ¿Cómo se llama? -consiguió

preguntar, entre paroxismos.

-Belona -respondí.

-¡Je, je! -rió-. ¡Qué nombre tan gracioso!

Apreté los dientes, porque su risa me sacaba de mis casillas, y dije por entre ellos:

-Era la esposa de Marte, ¿sabes?

Entonces la luz de la luna llena empezó a inundarle el rostro, hasta que estalló

-Ese era mi otro perro. Bueno, supongo que ahora es viuda. ¡Oh! ¡Jo, jo! ¡Eh! ¡Je, je! ¡Jo! -aulló

detrás de mí, y yo me volví y huí a toda velocidad, hacia el otro lado de la loma.

Pasó la semana, y el sábado por la noche le dije:

-El lunes te vas, ¿no?

Asintió y sonrió.

-Entonces no tendrás otra oportunidad de almorzar con esas truchas que tanto te enloquecen.

Pero él no advirtió la sonrisa irónica.

-Oh, no sé -respondió, ahogando una risita-. Mañana iré a intentarlo.

De tal manera la seguridad fue doblemente segura, y regresé a mi casa abrumado por la

satisfacción.

A la mañana siguiente, temprano, lo vi salir con una red y una mochila, y Belona trotaba detrás

de él. Sabía hacia dónde se dirigía, y tomé el atajo de un pastizal trasero y trepé por entre las malezas,

hasta la cima de la montaña. Me mantuve con cuidado fuera de la vista y seguí la cresta durante unos

tres kilómetros, hasta un anfiteatro -natural de las colinas, donde un riachuelo brotaba de una garganta

y se detenía para respirar en un amplio y plácido estanque rodeado de rocas. ¡Ese era el lugar! Me

senté en la cumbre de la montaña, donde podía ver todo lo que ocurría, y encendí la pipa.

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PLAN  DE  LECTURA         “Cara  de  Luna”.  Jack  London  

   5  

Antes que pasaran muchos minutos, John Claverhouse llegó arrastrando los pies por el lecho

del arroyo. Belona caminaba detrás de él, y los dos se mostraban muy animados; los ladridos breves y

secos del animal se mezclaban con las notas más profundas, de pecho, de él. Al llegar al estanque, dejó

caer la red y la mochila, y extrajo del bolsillo de la cadera lo que parecía una vela gruesa y larga. Pero

yo sabía que era un cartucho "gigante", pues tal era su método de pescar truchas. Las dinamitaba.

Colocaba la mecha envolviendo el "gigante" en un trozo de algodón. Luego encendía la mecha y lan-

zaba el explosivo al estanque.

Como un relámpago, Belona se metió en el agua tras él. Habría podido gritar de alegría.

Claverhouse le vociferó órdenes, pero en vano. Le arrojó terrones y piedras, pero la perra siguió

nadando hasta que tuvo el cartucho "gigante" en la boca, y entonces giró y se dirigió hacia la playa.

Como yo lo había previsto y planeado, tocó la orilla y lo persiguió. ¡Oh, le digo que fue grande! Como

dije, el estanque se encontraba en una especie de anfiteatro. Arriba y abajo, se podía cruzar la corriente

por los estriberones. Y dando vueltas y vueltas, de un lado a otro, y cruzando por las piedras, corrieron

Claverhouse y Belona. Nunca habría creído que un hombre tan desgarbado pudiese correr a tanta

velocidad. Pero corría, y Belona tras él, y ganaba terreno. Y entonces, en el preciso momento en que lo

alcanzaba, él a toda carrera y ella saltando, con el hocico pegado a la rodilla del otro, hubo un súbito

relámpago, un estallido de humo, una tremenda detonación, y donde un instante antes se hallaban

hombre y perra, sólo pudo verse un gran hoyo en el suelo.

"Muerte por accidente, mientras se dedicaba a la pesca ilegal." Tal fue el veredicto del jurado

del juez de instrucción, y por eso me enorgullezco de la forma artística y limpia en que terminé con

John Claverhouse. No hubo chapucerías, ni brutalidad, ni nada de que avergonzarse en toda la

transacción, como estoy seguro en que usted coincidirá. Su risa infernal ya no resuena entre las

colinas, y su gorda cara de luna ya no se eleva para mortificarme. Mis días ahora son pacíficos, y

tranquilo mi sueño nocturno.

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  1  

 ACTIVIDADES  A  DESARROLLAR  DURANTE  EL  PERIODO  DE  SUSPENSIÓN    TEMPORAL  DE  LA  ACTIVIDAD  EDUCATIVA  PRESENCIAL      Manual  de  ortografía,  léxico  y  morfología    Todas  las  actividades  se  realizarán  en  la  libreta.      Ortografía  &  grafías    

1. Uso  de  G/J,  B/V  

 

Recuerda:  

Se  escribe  con  G  las  palabras  que:  

1. Contienen  los  sonidos  que,  gui.  2. Empiezan  por  gen-­‐,  gem-­‐,  geo-­‐,  ges-­‐.  3. Terminan  en  –gencia,  -­‐gente,  -­‐gia,-­‐gen.  4. Son  verbos  terminados  en  –ger,  -­‐giar,  -­‐gerar,  -­‐gir  (excepto  tener  y  crujir)  5. Están  compuestas  por  los  sufijos  –algia,  -­‐logía.  6. La  mayoría  de  las  palabras  que  continen  la  sílaba  gen.  

Recuerda:  

Se  escribe  con  J  las  palabras  que:  

1. Tienen  los  sonidos  ja,  jo,  ju.  2. Terminan   o   comienzan   en   –aje,   -­‐eje,   -­‐jería.   –jero(a)   (excepto   agente,  

agenda,  ligero).  3. Son  verbos  y  terminan  en  –jar.  4. Son  verbos  cuyos  infinitivos  no  contienen  g  ni  j.  5. Tienen  como  sonido  final  la  j.  

 

 

 

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  2  

a    Lee  el  siguiente  texto  y  completa  las  palabras  que  contengan  g  y  j.      

Un   gemido   y   una   fuerte   exclamación   perturbaron   al   enfermero,   quien,  instintivamente  puso  los  ojos  en  el  relo__  y  después  en  el  panel  de  control.  En  efecto,   el   timbre  de   la  23C,   en   la   sección  de   traumatolo__ía,   vibraba  de   forma  exa__erada,  a  pesar  de  que  aún  no  era  hora  de  __igilia.  El  enfermo,  un  abori__en  australiano  de  paso  hacia   su  país   en   calidad  de   e__ecutivo  de   empresa,   había  sufrido   un   accidente   y   se   había   que__ado   todo   el   día   del   in__erto   que   el  ciru__ano   había   realizado   en   unas   de   sus   piernas.   Demostró   mucho   cora__e  durante  la  intervención,  pero  ahora  parecía  a__eno  a  las  normas  del  hospital,  y  voceaba   sin   contención.   Era   de   temer   que   otros   pacientes   en   seme__antes  circunstancias   se   conta__iasen   de   su   expresividad   y   comenzasen   a   proferir  exabruptos  a  los  cuatro  vientos,  que  sin  duda  llegarían  hasta  la  conser__ería  y  serían  oídos  hasta  en  la  calle.  El  enfermero  o__eó  el  pasillo,  todavía  sin  __ente,  y  se   diri__ió   con   un   anal__ésico   hasta   la   puerta   del   afli__ido   ex-­‐   tran__ero,  barajando  la  posibilidad  de  avisar  al  doctor,  con  el  fin  de  que  este  recondu__era  la  situación  cuanto  antes.      

b    Escribe  catorce  de  las  palabras  que  has  completado  y  la  regla  de  ortografía  de  g  y  j  que  corresponda  a  cada  una.      

c  Escribe  todos  los  sustantivos,  adjetivos  y  verbos  del  texto  que  contengan  g  y  j.    

d  Escribe  sustantivos  que  contengan  g/j  a  partir  de  los  siguientes  verbos:  abordar,  virar,  aprender,  equipar,  anclar,  aterrizar,  almacenar,  hospedar,  blindar:    

Recuerda:  

Se  escribe  con  B  las  palabras  que:  

1. Comienzan  por  bi-­‐,  bis-­‐,  biz-­‐,  bibli-­‐,  bu-­‐,  bur-­‐,  bus-­‐,  y  comienzan  o  continen  bio-­‐,  bien-­‐,  bene-­‐.  

2. son  sustantivos  terminados  en  –bilidad  (excepto  movilidad,  civilidad).  3. Son  adjetivos  terminados  en  –bundo  (a).  4. Son  verbos  terminados  en  –buir  y  en  –bir  (excepto  hervir,  servir,  vivir).  5. Continen  b  más  consonante.  6. Son  pretéritos  imperfectos  de  la  primera  conjugación.  

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  3  

Recuerda:  

Se  escriben  con  V  las  palabras  que:  

1. Comienzan  por  viz-­‐,  vice-­‐,  vi-­‐  (cuando  significa  “inmediatamente  anterior”),  eva-­‐,  eve-­‐,  evi-­‐,  evo-­‐.  

2. Terminan  en  –voro  (a).  3. Contienen  los  siguientes  sonidos  ad-­‐,  sub-­‐,  ob  más  v.  4. Son  adjetivos  con  acento  grave  y  terminan  en  –avo  (a),  -­‐eva,  -­‐eve,  -­‐ivo(a).  5. Son  formas  verbales  cuyos  infinitivos  no  contienen  b  ni  v.  

 

e  Lee  el  siguiente  texto  y  completa  las  palabras  que  contengan  b  y  v.    

La   joven   __i__liotecaria   __uscó   el   li__ro   en   el   anaquel   correspondiente   y   __io   que  so__resalía   de   entre   los   demás,   como   si   la   estu__iera   llamando.   El   __olumen   era  relati__amente   grueso   y   en   la   portada   impresiona__a   el   gra__ado   de   un   hombre  di__idido   en   dos   mitades   y   un   título   e__ocador:   El   __izconde   demediado   y   otros  cuentos.  Acto  seguido  se  lo  entregó  a  __enito  con  lo  que  este  interpretó  como  una  sonrisa   e__anescente.   ¿Acaso   ha__ía   leído   ella   aquel   __i__rante   relato?   La   chica  sostu__o  su  mirada  durante  un  __reve  instante  y  con  ama__ilidad  y  secreto  arro__o  él   le  de__ol__ió  un  saludo  cómplice  e   in__isible  que  ella  no  pareció  querer  e__itar.  «¡__aya,   qué   chico   tan   amiga__le!»,   pensa__a   ella   con   __urlesca   sonrisa   mientras  atendía   a   otro   lector   con   ob__ia   aplicación,   contri__uyendo   al   desconsuelo   del  po__re   Benito,   quien   __uscó   la   puerta   de   salida   con   un   __urdo   mo__imiento   de  ca__eza.    

2. Uso  de  H,  X,  D/Z/CC,  Y/LL    

Recuerda:  

Se  escribe  con  H  las  palabras:  

1. Que  empiezan  por  hia-­‐,  hie-­‐,  hue-­‐,  hui-­‐,  herm-­‐,  hern-­‐,  hist-­‐,  holg-­‐  (excepto  ermita,  Ernesto,  istmo  y  Olga).  También  las  que  empiezan  por  hum-­‐  más  vocal.  

2. Que  empiezan  por  los  prefijos  hecto-­‐  (cien),  helio-­‐(sol),  hema(o),  hemato-­‐(sangre),  hemi-­‐(mitad),  hexa-­‐(seis),  hepta-­‐(siete),  hetero-­‐(distinto),  homo-­‐(igual),  heper-­‐(grande),  hipo-­‐(pequeño),  hidro-­‐(agua).  

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  4  

3. Que  empiezan  por  h  a  las  que  se  añade  un  prefijo  (ejemplo:  inhumano)  4. Derivadas  de  palabras  que  contienen  h.  

Recuerda:  

1. el  verbo  echar  se  escribe  sin  h  (eché,  echo  castas,  deseché,  un  desecho  para  la  basura).  

2. El  verbo  hacer  se  escribe  con  h  (hice,  he  hecho  amigos,  deshice,  algo  está  deshecho).  

3. El  verbo  haber  se  escribe  con  h  en  todas  sus  formas,  también  cuando  funciona  como  auxiliar  (ha  llegado,  has  venido,  e  cantado…).  

Recuerda:  

Al  perder  el  diptongo  inicial  hue-­‐,  esas  palabras  pierden  la  h.  Ej.  hueso  /  óseo.  

Recuerda:  

Se  escribe  con  X  las  palabras:  

1. Que  empiezan  por  xeno-­‐  (extranjero),  xero-­‐  (seco),  xilo-­‐  (madera),  ex  (fuera),  extra-­‐  (fuera  de),  ex  más  –pr.  

2. Que  contienen  –pl-­‐  (excepto  espliego,  esplendor  y  sus  derivados)  y  –pl-­‐.  

Recuerda:  

Se  escribe  con  D:  

1. Al  final  de  palabra,  si  el  plural  se  pronuncia  –des  (pared  /  paredes).  2. En  la  segunda  persona  del  plural  del  imperativo  (callad  /  comed).  

Se  escribe  con  Z:  

1. Al  final  de  palabra,  si  el  plural  se  pronuncia  –ces  (nariz  /  narices).  2. En  los  verbos  irregulares  que  terminan  en  –ecer,  -­‐ocer  (excepto  cocer),                

-­‐ucir  para  el  presente  de  indicativo  (1ª  persona)  y  para  el  presente  de  subjuntivo  (producir  /  produzco,  produzcas).  

Se  escribe  con  CC:  

1. Las  palabras  terminadas  en  –ción  y  en  cuya  familia  aparezca  el  grupo  –ct  (productor  /producción)  

 

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  5  

Recuerda:  

Se  escriben  con  Y  las  palabras:  

1. Cuyo  sonido  es  consonántico  seguido  de  vocal  (yate).  2. Cuyo  sonido  vocálico  final  forma  diptongo  (ley)  o  triptongo  (buey).  3. Cuando  ese  sonido  va  después  de  los  prefijos  ad-­‐,  dis-­‐,  sub-­‐,  ad-­‐  (adyacente)  4. Que  son  formas  verbales  de  los  verbos  cuyo  infinito  no  contiene  ese  sonido  

(vayan).  5. Con  pretérito  perfecto  de  verbos  terminados  en  –uir  (distribuyeron).  

Se  escriben  con  LL  las  palabras  que:  

1. Terminan  en  –illo,  -­‐illa,  -­‐alle,  -­‐elle.  2. Son  verbos  y  terminan  en  –illar,  -­‐ullar,  -­‐ullir  (no  en  todos  estos  verbos).  

 

a  Completa  el  texto  con  las  grafías  que  faltan.    

Ahora  les  contaré  otras  e__traordinarias  __azañas  de  ese  __éroe,  superior  a  cualquier  ser  __umano  llamado  __ércules.  Verán,  después  de  que  __ubo  alcan__ado  feli__mente  la  cima  de  todos  los  __echos  que  ya  les  he  relatado  por  e__tenso,  decidió  seguir  combatiendo,  pero  esta  ve__  no  contra  monstruos,  sino  contra  __ombres.  Así,  por  ejemplo,  sub__ugó  tras  un  combate  e__traordinario  a  Anteo,  hijo  de  la  Tierra.  Castigó  con  la  muerte  al  e__altado  e  infeli__  Lico,  quien  le  había  usurpado  el  trono.  Tras  e__plorar  un  e__tenso  territorio,  buscó  a  Gerión,  libertó  a  Italia  de  Caco,  famoso  ladrón,  sin  virtu__  conocida,  __ijo  de  Vulcano,  y  abrió  paso  al  océano  para  que  se  formase  el  mar  Mediterráneo.  Este  mar,  que  divide  Europa  de  África,  lo  hizo  posible  e__traviando  una  montaña  de  cu__o  nombre  no  me  acuerdo  de  otra  __amada  Abyla,  que  se  ha__aba  pró__ima,  y  abriendo  así  de  modo  efica__  el  estrecho  de  Gibraltar.  Y  en  ambos  co__ados  escribió,  lleno  de  lucide__,  el  famoso  lema  de  non  plus  ultra  sobre  unas  columnas  que  allí  mismo  erigió.    

b  Recuerda  que  se  escriben  con  h  las  formas  del  verbo  hacer,  pero  que  no  la  llevan  las  formas  del  verbo  echar.  Escribe  las  palabras  que  correspondan  en  los  espacios  en  blanco:  hecho,  hecha,  echo,  echa,  deshecho,  de-­‐  secho,  echado.    

1  …  de  menos  aquellas  largas  caminatas  por  la  montaña.    

2  Ya  está  …    la  comida,  así  que  sentaos  a  la  mesa.    

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  6  

3  Hemos  des…echo  las  maletas  nada  más  llegar  al  hotel.  

 4    …  tú  mismo  toda  esa  basura  en  el  contenedor.    

5  He    …  todos  los  deberes  para  poder  salir  el  sábado  con  mis  amigos    

6  El  pastel  está  tan  …    que  no  se  puede  comer.    

7  Han  …    a  los  buitres  los  …  de  la  caza.    

8    …  un  poco  de  sal  a  la  masa  cuando  esté  …  y  métela  en  el  horno.    

3. Uso  de  M.  Palabras  de  escritura  dudosa    

Recuerda:  

Se  escribe  M:  

1. Delante  de  p  y  b  (bombilla)  2. Delante  de  n  (excepto  perenne;  y  excepto  con  los  prefijos  con-­‐,  en-­‐,  in-­‐:  

innegociable).  

 

a  Completa  el  texto  con  las  grafías  correspondientes.    

He  empezado  a  co__prender  por  qué  la  o__nipresente  publicidad  va  con  nosotros  __  donde  quiera  que  vayamos,  como  si  hubiéramos  caído  en  una  especie  de  tra__pa  de  movilidad.  Las  e__presas  necesitan  darse  __  conocer  y  con  un  saber  casi  o__nisciente  de  nuestros  movimientos  diarios  se  anuncian  por  doquier  y  en  todos  los  á__bitos,  tanto  en  la  ciudad  como  en  el  ca__po.  Si  uno  va  __  ver  una  película,  ta__bién  le  i__pactarán  los  anuncios;  si  aún  es  te__prano  y  quiere  tomarse  un  café,  tendrá  su  dosis  de  publicidad,  aunque  sea  en  el  sobrecito  del  azúcar.  ¡__h,  cómo  recuerdo  aquellos  tie__pos  en  que  vivíamos  libres  de  tanta  información  i__puesta,  i__necesaria,  tie__pos  en  que  uno  se  decía  __  sí  mismo  lo  que  quería  o  no  quería  co__prar,  sin  i__posiciones!  Estas  reflexiones  con  que  hoy  voy  caminando  se  han  interru__pido  inte__pestivamente  al  ver  sobresalir  sobre  una  ra__pa  un  in__enso  cartel  con  el  burbujeante  anuncio  á__bar  de  la  Navidad  que  ya  llega  con  toda  su  po__pa.    

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  7  

b  Escribe  las  normas  de  ortografía  que  rigen  para  las  palabras  con  m  que  hay  en  el  texto.    

Palabras  de  escritura  dudosa  

Recuerda:  

No  confundas:  

Por  qué:  ¿Por  qué  no  vienes  mañana?  (preposición  +  interrogativo  qué)  

Por  que:  La  razón  por  que  no  llegó.    

Porqué:  El  porque  de  las  cosas  sustantivo:  “razón”)  

Porque:  Vino  porque  quiso.  (Conjunción  que  introduce  proposiciones  subordinadas).  

No  confundas:  

Con  qué:  ¿Con  qué  amigos  vendrás?    

Con  que:  Los  mismos  con  que  he  contado  hasta  ahora.  

Conque:  He  venido  pronto,  conque  no  te  enfades.  

 

Si  no:  Si  no  quieres,  no  vengas.  

Sino:  No  fue  como  dices,  sino  de  otro  modo.  

Sino:  Parece  un  sino,  un  destino.  

 

Adonde:  Ese  es  el  lugar  adonde  iremos.  

Adónde:  ¿Adónde  iremos  después?  

A  donde:  Iremos  a  donde  fuimos  el  sábado  pasado.  

 

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  8  

A:  voy  a  Madrid.  

Ha:  ha  venido  sola.  

Ah:  ¡ah,  era  eso!  

 

También:  También  visitaremos  Agüimes.  

Tan  bien:  Lo  hemos  pasado  tan  bien  aquí  que  regresaremos.  

 

Asimismo  (puede  escribirse  junto  o  separado):  Añadió  asimismo  una  explicación  

A  sí  mismo:  Se  dijo  a  sí  mismo  que  eso  era  lo  mejor.  

 

c  Escribe  las  palabras  de  escritura  dudosa  que  hay  en  el  texto.    

d  Completa  los  siguientes  enunciados  con  las  palabras  que  correspondan:  por  qué,  por  que,  porqué,  porque,  también,  tan  bien.    

1  Han  derribado  el  edificio  …  lo  habían  construido  en  la  playa.    

2  Quisiera  saber  el  …    de  tu  decisión.    

3  Hemo  spreguntado  al  profesor  …  están  …  hechas  las  vidrieras  de  la  catedral.    

4  Él  …  ha  tomado  la  decisión  …  tanto  ha  luchado.    

e  Completa  los  siguientes  enunciados  con  las  palabras  que  correspondan:  con  qué,  con  que,  conque,  a,  ha,  ah.    

1    Juan  …  ido  anotando  todos  los  nombres  de  plantas  …  se  …  topado.      

2    ¡…,deacuerdo!  Entonces  escribe  en  el  informe  todos  los  recursos  …  puedes  contar  para  realizar  el  proyecto.      

3    ¿  …  palabras  les  vas  a  plantear  el  tema?      

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 MATERIA:  LENGUA  CASTELLANA  Y  LITERATURA    DEPARTAMENTOS:  LENGUA  CASTELLANA  Y  LITERATURA.    PROFESORA:    ELIA  PADRÓN    GRUPO-­‐CLASE:  4º  ESO  –  B      

  9  

f  Completa  los  siguientes  enunciados  con  las  palabras  que  correspondan:  si  no,  sino,  asimismo,  a  sí  mismo.    

1  …  les  puedo  asegurar  que  …    vienen  todos,  no  podremos  resolver  el  asunto.    

2  ¡Vaya  …  que  tiene  esa  pobre  gente!,  se  dijo  ….    

3  Álvaro  no  ha  llevado  una  mochila  …  un  bolso  de  viaje.    

 

Ortografía  &  acentuación  

1.  La  acentuación.  La  tilde  diacrítica    

SE ESTÁ PREPARANDO…

 

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 PLAN  DE  LECTURA        “Novela  en  nueve  cartas”.  Fedor  Dostoiewski  

 1  

Novela en nueve cartas Fedor Dostoiewski

I

(De Pyotr Ivanych a Ivan Petrovich)

Muy señor mío y apreciadísimo amigo Ivan Petrovich:

Puede decirse, apreciadísimo amigo, que desde anteayer corro tras usted para hablarle de un asunto

muy urgente y no le encuentro en ninguna parte. Ayer, y refiriéndose cabalmente a usted en casa de

Semyon Alekseich, decía mi mujer en broma que usted y Tatyana Petrovna están hechos un buen par

de zascandiles. Aún no hace tres meses que están casados y ya ni se cuidan siquiera de sus penates

domésticos. Todos nos reímos mucho -claro que por el sincero afecto que les tenemos-, pero, bromas

aparte, amigo mío, me trae usted de cabeza. Semyon Alekseich dijo que quizá estuviera usted en el

club, en el baile de la Unión Social. No sé si era cosa de reír o llorar. Figúrese usted mi situación: yo

en el baile, solo, sin mi mujer... Al verme solo, Ivan Ándreich, que tropezó conmigo en la conserjería,

conjeturó sin más (¡el muy bribón!) que soy un apasionado ardiente de los bailes de sociedad y,

cogiéndome del brazo, trató de llevarme a la fuerza a una clase de baile, diciendo que en la Unión

Social había muchas apreturas, que la sangre moza no tenía donde revolverse, y que el pachuli y la

reseda le daban dolor de cabeza. No encontré a usted ni a Tatyana Petrovna. Ivan Andreich dijo que

estarían ustedes sin duda viendo la obra de Griboyedov que ponen en el Teatro Aleksandrinski.

Fui volando al Teatro Aleksandrinski. Tampoco estaba usted allí. Esta mañana esperaba encontrarle

en casa de Chistoganov -y nada. Shistoganov mandó a preguntar a casa de los Perepalkin -lo mismo.

En fin, que quedé molido. Usted dirá si no fue ajetreo. Ahora le escribo a usted (no hay más remedio).

Mi asunto no tiene nada de literario (¿usted me comprende?). Lo mejor será que nos veamos a solas.

Me es absolutamente necesario hablar con usted cuanto antes; por ello le ruego que venga hoy a mi

casa con Tatyana Petrovna a tomar el té y a pasar la velada. Mi mujer, Anna Mihailovna, se pondrá

contentísima con la visita de ustedes. Nos dejarán obligados hasta el sepulcro, como dijo aquél.

A propósito, estimadísimo amigo -ya que estoy con la pluma en la mano lo diré todo, sin omitir una

coma- debo ahora reprocharle un poco y aun reprenderle, respetadísimo amigo, por una picardía, al

parecer muy inocente, que me ha jugado usted... ¡so pillo, so desvergonzado! A mediados del mes

pasado presentó usted en mi casa a un conocido suyo, a Evgeni Nikolaich por más señas, avalándole

con la amistosa y, por supuesto, para mí sagrada recomendación de usted. Me alegré de la oportunidad,

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 PLAN  DE  LECTURA        “Novela  en  nueve  cartas”.  Fedor  Dostoiewski  

 2  

recibí al joven con los brazos abiertos y con ello me puse un dogal al cuello. Con dogal o sin él, vaya

jugarreta que nos ha hecho usted, como dijo aquél. No es éste el momento de explicarlo, ni es cosa

para encomendar a la pluma. Sólo pregunto a usted muy humildemente, malicioso amigo y compañero,

si no hay modo de sugerir a ese joven delicadamente, entre paréntesis, al oído, a la chita callando, que

hay otras muchas casas en la capital además de la nuestra. ¡Que esto ya no hay quien lo aguante,

amigo! Caemos de rodillas ante usted, como dice nuestro amigo Simonevich. Ya le contaré todo

cuando nos veamos. No es que el joven no tenga garbo y cualidades espirituales, ni que haya metido la

pata en nada. Muy al contrario, es amable y simpático. Pero espere a que nos veamos; y si mientras

tanto tropieza usted con él, dígale eso al oído, muy respetuosamente, por lo que usted más quiera. Yo

mismo se lo diría, pero ya conoce usted mi carácter: no puedo, eso es todo. Al fin y al cabo, usted fue

quien lo recomendó. Pero en todo caso esta noche hablaremos. Y ahora hasta la vista. Quedo de usted,

etc.

P.S. Hace ocho días que tenemos al pequeño indispuesto y cada día está peor. Le están saliendo los

dientes. Mi mujer no hace más que cuidarle. La pobre sufre. Vengan ustedes. De veras que nos darán

un alegrón, estimadísimo amigo mío.

II

(De Ivan Petrovich a Pyotr Ivanych)

Muy señor mío:

Recibí su carta ayer y su lectura me dejó perplejo. Me anduvo usted buscando por Dios sabe qué

sitios y yo estaba sencillamente en casa. Estuve esperando a Ivan Ivanych Tolokonov hasta las diez.

Seguidamente, acompañado de mi mujer, tomé un coche de punto y me planté en casa de usted a eso

de las seis y media. No estaba usted y su esposa nos recibió. Le esperé hasta las diez y media; más

tiempo no pude. Tomé un coche de punto, llevé a mi mujer a casa y yo fui a la de los Perepalkin,

pensando que quizá le encontraría allí, pero me llevé otro chasco. Volví a casa, no dormí en toda la

noche por la inquietud y esta mañana fui a casa de usted tres veces, a las nueve, a las diez y a las once;

más gastos, tres veces, con el alquiler de coches, y de nuevo me dejó usted con un palmo de narices.

La lectura de su carta me dejó, pues, atónito. Habla usted de Evgeni Nikolaich, me dice que le

indique algo confidencialmente pero no me dice qué. Alabo su cautela, pero no todas las cartas son

iguales, y yo a mi mujer no le doy papeles importantes para que haga rizadores para el pelo. Me

pregunto, a decir verdad, qué sentido quiso usted dar a lo que me escribió. Por lo demás, si las cosas

han llegado a ese extremo, ¿para qué mezclarme a mí en el asunto? Yo no meto la nariz en cada

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 3  

tejemaneje que se presenta. En cuanto a despedirle, usted mismo puede hacerlo. Sólo veo que tenemos

que hablar con más claridad y precisión; amén de que el tiempo pasa. Yo ando en apuros y no sé cómo

arreglármelas si usted da esquinazo a lo que tenemos convenido. El viaje se nos viene encima, cuesta

dinero, y, por añadidura, mi mujer me gimotea para que le mande hacer una capota de terciopelo a la

última moda. En cuanto a Evgeni Nikolaich, me apresuro a decir a usted que por fin ayer, sin perder

más tiempo, me informé acerca de él cuando estuve en casa de Pavel Semionych Perepalkin. Es

propietario de quinientos siervos en la provincia de Yaroslav y, además, espera heredar de su abuela

otros trescientos en las cercanías de Moscú. No sé qué dinero tiene, pero pienso que eso puede usted

averiguarlo más fácilmente que yo. Finalmente, ruego me diga dónde podemos encontrarnos. Ayer vio

usted a Ivan Andreich quien, según usted, dijo que yo estaba con mi mujer en el Teatro Aleksan-

drinski. Yo por mi parte, digo que miente y que es imposible darle crédito en estas cosas, y que

anteayer, sin ir más lejos, estafó a su abuela 800 rublos. Tengo el honor de reiterarme, etc.

P.S. Mi mujer ha quedado embarazada. Es, además, asustadiza y algo inclinada a la melancolía. En

las representaciones teatrales hay a veces tiroteos y se imita al trueno por medio de máquinas. Por ello,

temiendo que se asuste, no la llevo al teatro. Yo tampoco tengo a éste mucha afición.

III

(De Pyotr Ivanych a Ivan Petrovich)

Apreciadísimo amigo Ivan Petrovich:

Tengo la culpa, la tengo, mil veces la tengo, pero me apresuro a excusarme. Ayer entre cinco y seis,

y en momento justo en que recordábamos a usted con sincera simpatía, llegó corriendo un recadero de

parte de mi tío Stepan Alekseich con la noticia de que mi tía estaba grave. Sin decir palabra a mi mujer

para no asustarla, pretexté tener que atender a un asunto urgente y fui a casa de mi tía. La encontré en

las últimas. A las cinco en punto le había dado un ataque, el tercero en dos años. Karl Fiodorych, el

médico de cabecera, dijo que quizá no saliera de la noche. Imagínese mi situación, apreciadísimo

amigo mío. Toda la noche de pie, yendo y viniendo, abrumado de pena. Cuando llegó la mañana, con

las fuerzas agotadas y abatido por la debilidad física y mental, me acosté en un diván sin acordarme de

decir que me despertaran a tiempo, y cuando abrí los ojos eran las once y media. Mi tía estaba mejor.

Fui a ver a mi mujer. La pobre estaba deshecha, esperándome. Tomé un bocado, di un beso al

pequeño, tranquilicé a mi mujer y fui a buscarle a usted. No estaba en casa. Quien sí estaba era Evgeni

Nikolaich. Volví a mi casa, cogí la pluma y ahora le escribo. No se enfade conmigo, mi buen amigo, ni

rezongue contra mí. Pégueme, córteme esta cabeza culpable, pero no me prive de su afecto. Me enteré

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 4  

por su esposa de que esta noche van a casa de los Slavyanov. Allí estaré sin falta. Le esperaré con gran

impaciencia. Por ahora quedo de usted, etc.

P.S. El pequeño nos tiene verdaderamente desesperados. Karl Fiodorych le ha recetado ruibarbo.

Lloriquea. Ayer no conocía a nadie. Hoy ya empieza a conocer a todos y balbucea: papá, mamá, bu...

Mi mujer se ha pasado llorando toda la mañana.

IV

(De Ivan Petrovich a Pyotr Ivanych)

Muy señor mío:

Le  escribo  en  su  casa,  en  su  cuarto  y  en  su  escritorio:  pero  antes  de  tomar   la  pluma  le  he  estado  

esperando  más  de  dos  horas  y  media.  Ahora,  Pyotr  Ivanych,  permita  que  le  dé  sin  rodeos  mi  opinión  

sincera  sobre  esta  situación  ignominiosa.  Por  su  última  carta  supuse  que  le  esperaban  a  usted  en  casa  

de   los  Slavyanov.  Me  citó  usted  allí,   fui,   le  estuve  esperando  cinco  horas  y  no  asomó  usted.  Ahora  

bien,  ¿es  que  se  propone  usted  convertirme  en  el  hazmerreír  de   la  gente?  Perdón,  señor  mío...  He  

venido  a  su  casa  esta  mañana  esperando  encontrarle,  sin  imitar,  pues,  a  ciertas  personas  escurridizas  

que  buscan  a  la  gente  en  sabe  Dios  qué  sitios,  cuando  pueden  encontrarla  en  casa  a  cualquier  hora  

decorosa.  En  su  casa  no  había  ni  sombra  de  usted.  No  sé  qué  me  impide  decirle  ahora  toda  la  dura  

verdad.   Diré   sólo   que,   por   lo   visto,   quiere   usted   zafarse   del   convenio   que   usted   conoce.   Y   ahora,  

después  de  considerar  todo  el  asunto,  no  puedo  menos  de  confesar  que  me  asombra  el  sesgo  astuto  

del   pensamiento   de   usted.   Ahora   veo   claro   que   viene   usted   alimentando   sus   torcidas   intenciones  

desde   mucho   tiempo   atrás.   Prueba   de   ello   es   que   la   semana   pasada   se   adueñó   usted,   harto  

impropiamente,  de  la  carta,  dirigida  a  mi  nombre,  en  la  que  usted  mismo  exponía,  aunque  de  modo  

bastante  oscuro  e   incoherente,  nuestro  acuerdo   sobre   lo  que  usted   sabe.  Tiene  usted  miedo  a   los  

documentos,  por  eso  los  destruye  y  yo  me  quedo  haciendo  el  primo.  Pero  yo  no  permito  que  se  me  

tenga  por  tonto,  pues  nadie  hasta  ahora  me  ha  tenido  por  tal,  y  en  ese  particular  siempre  he  obrado  

con  beneplácito  de  todos.  He  abierto  los  ojos.  Usted  quiere  sacarme  de  mis  casillas,  ofuscarme  con  

Evgeni  Nikolaich;  y  cuando  ante  la  carta  del  7  del  corriente,  que  todavía  me  resulta  indescifrable,  le  

pido  explicaciones,  me  da  usted  citas  falsas  y  se  esconde  de  mí.  ¿Piensa  usted  acaso,  señor  mío,  que  

soy   incapaz  de  darme  cuenta  de   todo  eso?  Usted  prometió  compensarme  por   servicios  que   le   son  

muy  notorios,  a  saber  la  presentación  de  varias  personas,  y  mientras  tanto  se  las  arregla  usted  no  se  

como  para  sacarme  elevadas  cantidades  de  dinero,  sin  recibo,  como  ocurrió  la  semana  pasada  sin  ir  

más   lejos.  Pero  ahora,  después  de  embolsarse  el  dinero,   se  oculta  usted,  más  aún,  niega  usted   los  

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 5  

servicios  que  le  presté  con  relación  a  Evgeni  Nikolaich.  Quizá  cuenta  usted  con  que  me  vaya  pronto  a  

Simbirsk  y  con  que  no  haya  tiempo  para  liquidar.  Pues  bien,  le  participo  solemnemente,  bajo  palabra  

de  honor,  que  si  las  cosas  llegan  a  ese  punto  estoy  más  que  dispuesto  a  quedarme  dos  meses  enteros  

en  Petersburgo  hasta  concluir  mi  negocio,   lograr  mi  propósito  y  encontrarle  a  usted.  Aquí   también  

sabemos   ganarle   por   la  mano   al   prójimo.   En   conclusión,   le   hago   saber   que   si   no  me   da   hoy   una  

explicación  satisfactoria,  primero  por  carta  y  después  personalmente,  cara  a  cara,  y  si  en  su  carta  no  

expone  de  nuevo  los  puntos  principales  del  convenio  entre  nosotros  y  no  pone  en  claro  lo  tocante  a  

Evgeni  Nikolaich,  me  veré  precisado  a  recurrir  a  medidas  que  serán  muy  desagradables  para  usted  y  

que  a  mí  mismo  me  resultan  repugnantes.  Me  reitero  de  usted,  etc.  

V

(De Pyotr Ivanych a Ivan Petrovich)

11 de noviembre

Amabilísimo y respetadísimo amigo Ivan Petrovich: Su carta me hirió en lo más profundo del alma.

¿Es que no tiene usted reparo, apreciado aunque injusto amigo, en tratar así a quien le tiene la mejor

voluntad? ¡Desbocarse así, sin poner en claro todo el asunto, y acabar por insultarme con sospechas tan

injuriosas! Me apresuro, no obstante, a responder a sus acusaciones. No me encontró usted ayer, Ivan

Petrovich, porque fui llamado, de repente e inesperadamente, a la cabecera de una moribunda. Mi tía

Evfimiya Nikolavna falleció ayer a las once de la noche. Por acuerdo general de los parientes quedé

encargado de las tristes y dolorosas gestiones. Hubo tanto que hacer que no tuve tiempo esta mañana

de verle a usted ni de ponerle siquiera un renglón para avisárselo. Lamento de todo corazón la mala

inteligencia que ha surgido entre nosotros. Lo que dije acerca de Evgeni Nikolaich, que fue de paso y

en broma, lo entendió usted en sentido contrario al que tenía; y ha dado usted a todo el asunto una

interpretación ofensiva para mí. Saca usted a relucir lo del dinero y se manifiesta usted inquieto con

respecto a él. Ahora bien, estoy dispuesto a satisfacer sin equívocos todos sus deseos y exigencias,

aunque no puedo menos que recordarle que los 350 rublos que recibí de usted la semana pasada no

fueron a título de préstamo, sino como parte del convenio que usted sabe. Si hubiera sido préstamo

existiría, por supuesto, un recibo. No me rebajo a contestar los otros puntos que menciona usted en su

carta. Veo que se trata de una incomprensión, veo en ello sus consabidos arrebatos, su vehemencia y su

franqueza. Sé que la bondad y el carácter sincero de usted no permiten que anide la sospecha en su

corazón y que, en defintiva, será usted el primero en alargarme la mano. Se equivoca usted, Ivan

Petrovich, se equivoca usted de medio a medio.

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 6  

A pesar de que su carta me ha ofendido hondamente, yo, hoy mismo, sería el primero en

reconocerme culpable e ir a verle si no fuera porque el mucho ajetreo de ayer me ha dejado

enteramente rendido y apenas puedo tenerme de pie. Para colmo de desgracias, mi mujer ha caído en

cama y me temo que se trate de algo grave. En cuanto al pequeño, a Dios gracias va mejor. Pero dejo

la pluma, los quehaceres me llaman y tengo un montón de ellos. Quedo de usted, apreciadísimo amigo,

etc.

VI

(De Ivan Petrovich a Pyotr Ivanych)

14 de noviembre

Muy señor mío:

He esperado tres días y he tratado de emplearlos con provecho. Durante ese tiempo, creyendo que la

cortesía y el decoro son los principales adornos del hombre, no le he llamado la atención sobre mí ni

de palabra ni de obra desde mi última carta fechada el 10 del corriente, en parte para que pudiera usted

cumplir con calma sus deberes cristianos para con su tía, y en parte también porque necesitaba tiempo

para hacer ciertas gestiones e indagaciones con respecto a nuestro asunto. Ahora me apresuro a poner

las cosas en claro, final y categóricamente.

Confieso con franqueza que tras la lectura de sus dos primeras cartas pense en serio que usted no

entendía lo que yo quiero; por eso prefería en cada caso verle a usted y hablar cara a cara del asunto,

porque la pluma me asusta y me acuso de falta de claridad en trasladar mis pensamientos al papel.

Usted sabe que carezco de educación y de buenas maneras y que soy ajeno a representar lo que no soy,

ya que por triste experiencia he llegado a saber lo falsas que son a menudo las apariencias y cómo bajo

las flores se oculta a veces la víbora. Pero usted me entendió, y si no me contestó como era debido fue

porque con perfidia, ya había decidido usted faltar a su palabra de honor y pervertir las relaciones

amistosas que han existido entre nosotros. Harto bien ha demostrado usted esto en su abominable

comportamiento conmigo en días recientes, comportamiento perjudicial para mis intereses, que yo no

esperaba y en el que me he resistido a creer hasta el último momento; porque, cautivado al comienzo

de nuestras relaciones por su actitud sensata, su fino trato, su conocimiento de los negocios, así como

por las ventajas que se sucederían de mi asociación con usted, supuse que había encontrado a un

verdadero amigo, compañero y persona de buena voluntad. Ahora, sin embargo, comprendo que hay

muchas personas que, bajo un aspecto lisonjero y brillante, esconden veneno en el corazón, que aplican

su entendimiento a maquinar contra el prójimo e inventar intolerables supercherías, y que por ello

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temen la pluma y el papel, y que, por último, se sirven de las buenas palabras, no en provecho del

prójimo y la patria, sino para fascinar y adormecer el juicio de quienes se han asociado con ellos en

diversos acuerdos y asuntos. La perfidia de usted para conmigo señor mio, se revela en lo que

manifiesto a continuacion.

En primer lugar, cuando de manera clara y tajante le describí en mi carta mi situación y le

preguntaba además -en mi primera carta-~que queria dar usted a entender, señor mío, con ciertas frases

y alusiones referentes en particular Evgeni Nikolaich, trató usted de no darse por enterado, y después

de provocar mi indignación con dudas y sospechas, decidió usted, sin más, esquivar el asunto. Más

tarde, después de hacerme víctima de actos a los que no cabe dar nombre decoroso, empezó usted a

decirme por carta que se sentía herido. ¿Qué calificativo, señor mío, cabe dar a esto? Luego, cuando

cada minuto me era precioso y usted me obligó a persegitirle por toda la capital, me escribió usted, so

capa de amistad, cartas en las cuales omitía deliberadamente toda referencia a nuestro asunto y me

hablaba de cosas impertinentes, por ejemplo, de las dolencias de su esposa de usted, señora para mí

muy respetable en todo caso, y de que a su pequeño le habían recetado ruibarbo porque le estaban

saliendo los dientes. A todo esto aludía usted en cada una de sus cartas, con regularidad que me

resultaba indigna e injuriosa. Comprendo, por supuesto, que los padecimientos de un hijo atormenten

el alma del padre, pero ¿a qué aludir a ellos cuando lo que importa es otra cosa mucho más apremiante

y necesaria? Mantuve silencio y me cargué de paciencia; pero ahora, cuando ya ha pasado tiempo,

considero mi deber hablar claro. En fin, que con haberme dado citas falsas a menudo y con perfidia,

usted me ha obligado, por lo visto, a hacer un papel de bobo y payaso que nunca he tenido intención de

representar. Más tarde, después de invitarme previamente a su casa y, naturalmente, de engañarme, me

dice usted que ha sido llamado a la cabecera de su tía enferma, quien ha sufrido un ataque a las cinco

en punto, justificándose así con vergonzosa precisión. Por fortuna, señor mío, he tenido tiempo de

hacer indagaciones en estos tres días y me he enterado de que su tía tuvo el ataque en la víspera del 8,

poco antes de medianoche. Veo, pues, que se aprovecha usted de la santidad de las relaciones

familiares. Para engañar a quienes le son enteramente extraños. Para concluir, en su última carta habla

usted de la muerte de su pariente como si hubiera ocurrido en el momento preciso en que yo debía

presentarme en casa de usted para hablar de los asuntos que usted sabe. En este caso la bajeza de los

cálculos y embustes de usted rebasa los límites de lo probable, ya que por informes del todo

fehacientes, a los que afortunadamente he podido recurrir muy a propósito y oportunamente, supe que

su tía falleció 24 horas después de cuando usted dice mendazmente en su carta que ocurrió el falleci-

miento. Si fuera a contar todos los indicios por los que he llegado a saber su perfidia para conmigo

sería el cuento de nunca acabar. Al observador imparcial le bastaría con ver cómo en todas sus cartas

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me llama usted su muy sincero amigo y me colma de nombres lisonjeros, cosa que, por lo que colijo,

hace sólo para acallar mi conciencia.

Paso ahora al principal ejemplo de su mala fe y falsía para conmigo, a saber, el silencio

ininterrumpido que en días recientes Mantiene usted en todo lo que toca a nuestros intereses comunes;

el hurto maligno de la carta en que, de manera oscura y no del todo comprensible para mí, exponía

nuestro acuerdo y convenio, previo préstamo bárbaro y forzoso de 350 rublos, sin recibo, que exigió

usted de mí en calidad de consocio; y, por último, en las viles calumnias de que hace objeto a nuestro

común conocido Evgeni Nikolaich. Ahora veo claro que lo que quería usted sugerir era, si se permite

la expresión, que ese joven es como el macho cabrío que no da leche ni lana, que no es ni fu ni fa, ni

chicha ni limonada, lo que caracterizaba usted como vicio en su carta del 6 del corriente. Yo, sin em-

bargo, conozco a Evgeni Nikoiaich como joven modesto y de buenas costumbres, apto sin duda para

merecer, encontrar y ganarse el respeto de todos. También me he enterado de que todas las noches,

durante dos semanas enteras, jugando a las cartas con Evgeni Nikolaich, ha llegado usted a embolsarse

algunas decenas de rublos y, a veces, hasta algunos centenares. Ahora, sin embargo, se retracta usted

de todo esto, y no sólo se niega a resarcirme por mis esfuerzos, sino que se ha apropiado mi propio

dinero, halagándome de antemano con el título de consocio y engatusándome con los diversos benefi-

cios que de ello me resultarían. Ahora, después de haberse apropiado ilegalmente mi dinero y el de

Evgeni Nikolaich, se niega usted a compensarme y recurre a una calumnia con la que denigra

injustamente a quien presenté en su casa a costa de grandes afanes y esfuerzos. Pero, por otro lado,

según dicen los amigos, está usted ahora a partir un piñón con él y se hace pasar ante todo el mundo

como su mejor amigo, aunque no hay tonto, por muy tonto que sea, que no se dé cuenta de adónde

apuntan las intenciones de usted y qué significan en realidad sus relaciones amistosas. Yo, por mí, diré

que significan engaño, perfidia, olvido del decoro y los derechos humanos, todo ello en ofensa de Dios

y de todo punto abominable. Me pongo a mí mismo como ejemplo y muestra. ¿En qué le he ofendido

yo a usted para que me trate de forma tan desvergonzada?

Cierro esta carta. He puesto las cosas en claro. Ahora, para terminar, si usted, señor mío, tan pronto

como reciba la presente no me devuelve en su totalidad 1) la cantidad que le entregué, 350 rublos, y 2)

no me manda las otras cantidades que, según promesa suya, me corresponden, recurriré a todos los

medios posibles para obtener la restitución, tanto a la fuerza pura y simple como al amparo de las

leyes; y, por último, le manifiesto que obran en mi poder ciertos testimonios que, mientras sigan en

manos de este su servidor y admirador, pueden manchar y destruir el nombre de usted a los ojos del

mundo entero. Me reitero, etc.

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 9  

VII

(De Pyotr Ivanych a Ivan Petrovich)

15 de noviembre

Ivan Petrovich:

Cuando  recibí  su  misiva  tan  grosera  como  extraña  sentí  al  pronto  el  deseo  de  hacerla  pedazos,  pero  

la   guardé   como   cosa   curiosa.   Por   lo   demás,   lamento   de   corazón   las   incomprensíones   y  

contrariedades  que  han  surgido  entre  nosotros.  Estuve  por  no  contestarle,  pero  me  es  indispensable  

hacerlo.   Cabalmente   con   estos   renglones   quiero   indicarle   que  me   será  muy  desagradable   en   todo  

momento  recibirle  a  usted  en  mi  casa,  y  que  lo  mismo  digo  de  mi  mujer.  Anda  delicada  de  salud  y  no  

le  sienta  bien  el  olor  del  alquitrán.  

Mi mujer envía a la esposa de usted un libro que dejó en nuestra casa, Don Quijote de la Mancha, y

le queda muy agradecida. En cuanto a los chanclos que dice usted que se dejó aquí en su última visita,

debo informarle que desgraciadamente no aparecen por ninguna parte. Se seguirán buscando, pero si

no se encuentran, le compraré unos nuevos. Quedo de usted, etc.

VIII

(El 16 de noviembre Pyotr Ivanych recibe por correo interior dos cartas dirigidas a su nombre.

Abre la primera y saca de ella una nota, cuidadosamente doblada, en papel color de rosa claro. La

letra es de su mujer. Está dirigida a Evgeni Nikolaich con fecha 2 de noviembre. No hay nada más en

el sobre. Pyotr Ivanych lee:)

Amado Eugéne: Fue del todo imposible ayer. Mi marido permaneció toda la velada en casa. Ven

mañana sin falta a las once en punto. Mi marido se va a Tsarskoye a las diez y media y no volverá

hasta media noche. Estuve furiosa toda la noche. Te agradezco el envío de la correspondencia y

noticias. ¡Qué montón de papeles! ¿De veras que ella los ha emborronado todos? Por otra parte, tiene

estilo. Gracias, veo que me quieres. No te enfades por lo de ayer y, por lo que más quieras, ven

mañana.

A.

(Pyotr Ivanych abre el segundo sobre.)

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 PLAN  DE  LECTURA        “Novela  en  nueve  cartas”.  Fedor  Dostoiewski  

 10  

Pyotr Ivanych:

Ni que decir tiene que de todos modos no hubiera vuelto a poner los pies en casa de usted; en vano,

pues, me lo dice usted por escrito.

La semana que viene salgo para Simbirsk. Como apreciadísimo y estimadísimo amigo le queda a

usted Evgeni Nikolaich. Buena suerte y no se preocupe usted por lo de los chanclos.

IX

(El 17 de noviembre Ivan Petrovich recibe por correo interior dos cartas dirigidas a su nombre. Abre

la primera y saca de ella una nota escrita de prisa y con descuido. La leta es de su mujer. Está dirigida

a Evgeni Níkolaich con fecha 4 de agosto. No hay nada más en el sobre. Ivan Petrovich lee:)

¡Adiós, adiós, Evgeni Nikolaich! Que Dios le premie también por esto. Sea usted feliz, aunque para

mí sea cruel el destino. ¡Qué horrible! Así lo quiso usted. Si no hubiera sido por mi tía, no hubiera

depositado mi confianza en usted. No se burle de mi tía ni de mí. Mañana nos casan. Mi tía está

contenta de haber hallado a un hombre bueno que me acepta sin dote. Hoy me he fijado bien en él por

primera vez. Parece que es muy bueno. Me dan prisa. Adiós, adiós, amado mío. Acuérdese de mí

alguna vez; yo no le olvidaré nunca. Adiós. Firmo esta última como firmé la primera. ¿Recuerda?

Tatyana

(La segunda carta reza así:)

Ivan Petrovich:

Mañana recibirá usted unos chanclos nuevos. Yo no acostumbro a sacar cosas de bolsillos ajenos, ni

gusto de recoger basura por esas calles.

Evgeni Nikolaich va a Simbirsk dentro de unos día por asuntos de su abuelo y me pide que le

gestione un compañero de viaje. ¿Se anima usted?

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PLAN  DE  LECTURA        “El  rubí”.  Rubén  Darío  

 1  

El rubí Rubén Darío

-­‐¡Ah!   ¡Conque   es   cierto!   Conque   ese   sabio   parisiense   ha   logrado   sacar   del   fondo   de   sus   retortas,   de   sus  

matraces,  la  púrpura  cristalina  de  que  están  incrustados  los  muros  de  mi  palacio!    

Y  al  decir  esto  el  pequeño  gnomo1  iba  y  venía,  de  un  lugar  a  otro,  a  cortos  saltos,  por  la  honda  cueva  que  le  

servía  de  morada;  y  hacía  temblar  su  larga  barba  y  el  cascabel  de  su  gorro  azul  y  puntiagudo.    

En   efecto,   un   amigo   del   centenario   Chevreul   -­‐cuasi   Althotas-­‐,   el   químico   Fremy,   acababa   de   descubrir   la  

manera  de  hacer  rubíes  y  zafiros.    

Agitado,  conmovido,  el  gnomo  -­‐que  era  sabidor  y  de  genio  harto  vivaz-­‐  seguía  monologando.    

-­‐¡Ah,   sabios   de   la   edad  media!   ¡Ah  Alberto   el  Grande,  Averroes,   Raimundo   Lulio!   Vosotros   no  pudisteis   ver  

brillar  el  gran  sol  de  la  piedra  filosofal,  y  he  aquí  que  sin  estudiar  las  fórmulas  aristotélicas,  sin  saber  cábala  y  

nigromancia,   llega  un  hombre  del  siglo  décimo  nono  a  formar  a   la   luz  del  día   lo  que  nosotros  fabricamos  en  

nuestros   subterráneos!   ¡Pues   el   conjuro!   Fusión  por   veinte   días,   de  una  mezcla   de   sílice   y   de   aluminato  de  

plomo:  coloración  con  bicromato  de  potasa,  o  con  óxido  de  cobalto.  Palabras  en  verdad,  que  parecen  lengua  

diabólica.    

Risa.    

Luego  se  detuvo.    

***    

El  cuerpo  del  delito  estaba  ahí,  en  el  centro  de  la  gruta,  sobre  una  gran  roca  de  oro;  un  pequeño  rubí,  redondo,  

un  tanto  reluciente,  como  un  grano  de  granada  al  sol.    

El  gnomo  tocó  un  cuerno,  el  que  llevaba  a  su  cintura,  y  el  eco  resonó  por  las  vastas  concavidades.  Al  rato,  un  

bullicio,  un  tropel,  una  algazara.  Todos  los  gnomos  habían  llegado.    

Era  la  cueva  ancha,  y  había  en  ella  una  claridad  extraña  y  blanca.  Era  la  claridad  de  los  carbunclos2  que  en  el  

techo  de  piedra  centelleaban,  incrustados,  hundidos,  apiñados,  en  focos  múltiples;  una  dulce  luz  lo  iluminaba  

todo.    

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PLAN  DE  LECTURA        “El  rubí”.  Rubén  Darío  

 2  

A   aquellos   resplandores,   podía   verse   la   maravillosa   mansión   en   todo   su   esplendor.   En   los   muros,   sobre  

pedazos  de  plata  y  oro,  entre  venas  de  lapislázuli,  formaban  caprichosos  dibujos,  como  los  arabescos  de  una  

mezquita,   gran  muchedumbre   de   piedras   preciosas.   Los   diamantes,   blancos   y   limpios   como   gotas   de   agua,  

emergían   los   iris   de   sus   cristalizaciones;   cerca   de   calcedonias   colgantes   en   estalactitas,   las   esmeraldas  

esparcían   sus   resplandores   verdes,   y   los   zafiros,   en   amontonamientos   raros,   en   ramilletes   que   pendían   del  

cuarzo,  semejaban  grandes  flores  azules  y  temblorosas.    

Los  topacios  dorados,   las  amatistas,  circundaban  en  franjas  el  recinto;  y  en  el  pavimento,  cuajado  de  ópalos,  

sobre   la  pulida  crisofasia  y  el  ágata,  brotaba  de   trecho  en   trecho  un  hilo  de  agua,  que  caía  con  una  dulzura  

musical,  a  gotas  armónicas,  como  las  de  una  flauta  metálica  soplada  muy  levemente.    

Puck   se   había   entrometido   en   el   asunto,   ¡el   pícaro   Puck!   Él   había   llevado   el   cuerpo   del   delito,   el   rubí  

falsificado,   el   que  estaba   ahí,   sobre   la   roca  de  oro,   como  una  profanación  entre   el   centelleo  de   todo  aquel  

encanto.    

Cuando  los  gnomos  estuvieron  juntos,  unos  con  sus  martillos  y  cortas  hachas  en  las  manos,  otros  de  gala,  con  

caperuzas  flamantes  y  encarnadas,  llenas  de  pedrería,  todos  curiosos,  Puck  dijo  así:    

-­‐Me  habéis  pedido  que  os  trajese  una  muestra  de  la  nueva  falsificación  humana,  y  he  satisfecho  esos  deseos.    

Los   gnomos,   sentados   a   la   turca,   se   tiraban   de   los   bigotes;   daban   las   gracias   a   Puck,   con   una   pausada  

inclinación  de  cabeza;  y  los  más  cercanos  a  él  examinaban  con  gesto  de  asombro,  las  lindas  alas,  semejantes  a  

las  de  un  hipsipilo.    

Continuó:    

-­‐¡Oh   Tierra!   ¡Oh   Mujer!   Desde   el   tiempo   en   que   veía   a   Titania   no   he   sido   sino   un   esclavo   de   la   una,   un  

adorador  casi  místico  de  la  otra.    

Y  luego,  como  si  hablase  en  el  placer  de  un  sueño:    

-­‐¡Esos  rubíes!  En  la  gran  ciudad  de  París,  volando  invisible,  los  vi  por  todas  partes.  Brillaban  en  los  collares  de  

las  cortesanas,  en  las  condecoraciones  exóticas  de  los  rastaquers,  en  los  anillos  de  los  príncipes  italianos  y  en  

los  brazaletes  de  las  primadonas.    

Y  con  pícara  sonrisa  siempre:    

-­‐Yo  me   colé   hasta   cierto   gabinete   rosado  muy   en   boga...   Había   una   hermosa  mujer   dormida.   Del   cuello   le  

arranqué  un  medallón  y  del  medallón  el  rubí.  Ahí  lo  tenéis.    

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PLAN  DE  LECTURA        “El  rubí”.  Rubén  Darío  

 3  

Todos  soltaron  la  carcajada.  ¡Qué  cascabeleo!    

-­‐¡Eh,  amigo  Puck!    

¡Y  dieron  su  opinión  después,  acerca  de  aquella  piedra  falsa,  obra  de  hombre  o  de  sabio,  que  es  peor!    

-­‐¡Vidrio!    

-­‐¡Maleficio!    

-­‐¡Ponzoña  y  cábala!    

-­‐¡Química!    

-­‐¡Pretender  imitar  un  fragmento  del  iris!    

-­‐¡El  tesoro  rubicundo  de  lo  hondo  del  globo!    

-­‐¡Hecho  de  rayos  del  poniente  solidificados!    

El  gnomo  más  viejo,  andando  con  sus  piernas  torcidas,  su  gran  barba  nevada,  su  aspecto  de  patriarca,  su  cara  

llena  de  arrugas:    

-­‐¡Señores!  -­‐dijo-­‐  ¡que  no  sabéis  lo  que  habláis!    

Todos  escucharon.    

-­‐Yo,   yo   que   soy   el   más   viejo   de   vosotros,   puesto   que   apenas   sirvo   ya   para   martillar   las   facetas   de   los  

diamantes;  yo,  que  he  visto  formarse  estos  hondos  alcázares;  que  he  cincelado  los  huesos  de  la  tierra,  que  he  

amasado  el  oro,  que  he  dado  un  día  un  puñetazo  a  un  muro  de  piedra,  y  caí  a  un  lago  donde  violé  a  una  ninfa;  

yo,  el  viejo,  os  referiré  de  cómo  se  hizo  el  rubí.    

Oíd:  

***    

Puck  sonreía  curioso.  Todos   los  gnomos  rodearon  al  anciano  cuyas  canas  palidecían  a   los  resplandores  de   la  

pedrería,  y  cuyas  manos  extendían  su  movible  sombra  en  los  muros,  cubiertos  de  piedras  preciosas,  como  un  

lienzo  lleno  de  miel  donde  se  arrojasen  granos  de  arroz.    

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PLAN  DE  LECTURA        “El  rubí”.  Rubén  Darío  

 4  

-­‐Un  día,  nosotros,  los  escuadrones  que  tenemos  a  nuestro  cargo  las  minas  de  diamantes,  tuvimos  una  huelga  

que  conmovió  toda  la  tierra,  y  salimos  en  fuga  por  los  cráteres  de  los  volcanes.    

El  mundo  estaba  alegre,   todo  era  vigor  y   juventud;  y   las   rosas,  y   las  hojas  verdes  y   frescas,  y   los  pájaros  en  

cuyos  buches  entra  el  grano  y  brota  el  gorjeo,  y  el  campo  todo,  saludaban  al  sol  y  a  la  primavera  fragante.    

Estaba  el  monte  armónico  y  florido,  lleno  de  trinos  y  de  abejas;  era  una  grande  y  santa  nupcia  la  que  celebraba  

la  luz;  y  en  el  árbol  la  savia  ardía  profundamente,  y  en  el  animal  todo  era  estremecimiento  o  balido  o  cántico,  y  

en  el  gnomo  había  risa  y  placer.    

Yo  había  salido  por  un  cráter  apagado.  Ante  mis  ojos  había  un  campo  extenso.  De  un  salto  me  puse  sobre  un  

gran   árbol,   una   encina   añeja.   Luego,   bajé   al   tronco,   y  me  hallé   cerca   de   un   arroyo,   un   río   pequeño   y   claro  

donde  las  aguas  charlaban  diciéndose  bromas  cristalinas.  Yo  tenía  sed.  Quise  beber  ahí...  Ahora,  oíd  mejor.    

Brazos,   espaldas,   senos  desnudos,   azucenas,   rosas,   panecillos  de  marfil   coronados  de   cerezas;   ecos  de   risas  

áureas,  festivas;  y  allá,  entre  las  espumas,  entre  las  linfas  rotas,  bajo  las  verdes  ramas...    

-­‐¿Ninfas?    

-­‐No,  mujeres.    

***    

-­‐Yo   sabía   cuál   era  mi   gruta.   Con   dar   una   patada   en   el   suelo,   abría   la   arena   negra   y   llegaba   a  mi   dominio.  

Vosotros,  pobrecillos,  gnomos  jóvenes,  tenéis  mucho  que  aprender!    

Bajo   los   retoños   de   unos   helechos   nuevos   me   escurrí,   sobre   unas   piedras   deslavadas   por   la   corriente  

espumosa   y   parlante;   y   a   ella,   a   la   hermosa,   a   la   mujer   la   agarré   de   la   cintura,   con   este   brazo   antes   tan  

musculoso;   gritó,   golpeé   el   suelo;   descendimos.   Arriba   quedó   el   asombro;   abajo   el   gnomo   soberbio   y  

vencedor.    

Un  día  yo  martillaba  un  trozo  de  diamante  inmenso  que  brillaba  como  un  astro  y  que  al  golpe  de  mi  maza  se  

hacía  pedazos.    

El  pavimento  de  mi  taller  se  asemejaba  a  los  restos  de  un  sol  hecho  trizas.  La  mujer  amada  descansaba  a  un  

lado,  rosa  de  carne  entre  maceteros  de  zafir,  emperatriz  del  oro,  en  un  lecho  de  cristal  de  roca,  toda  desnuda  y  

espléndida  como  una  diosa.    

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PLAN  DE  LECTURA        “El  rubí”.  Rubén  Darío  

 5  

Pero  en  el   fondo  de  mis  dominios,  mi   reina,  mi  querida,  mi  bella,  me  engañaba.  Cuando  el  hombre  ama  de  

veras,  su  pasión  lo  penetra  todo  y  es  capaz  de  traspasar  la  tierra.    

Ella   amaba   a   un   hombre,   y   desde   su   prisión   le   enviaba   sus   suspiros.   Éstos   pasaban   los   poros   de   la   corteza  

terrestre  y  llegaban  a  él;  y  él,  amándola  también,  besaba  las  rosas  de  cierto  jardín;  y  ella,  la  enamorada,  tenía  -­‐

yo   lo   notaba-­‐   convulsiones   súbitas   en   que   estiraba   sus   labios   rosados   y   frescos   como  pétalos   de   centifolia.  

¿Cómo  ambos  así  se  sentían?  Con  ser  quien  soy,  no  lo  sé.    

Había  acabado  yo  mi   trabajo;  un  gran  montón  de  diamantes  hechos  en  un  día;   la   tierra  abría  sus  grietas  de  

granito   como   labios   con   sed,   esperando   el   brillante   despedazamiento   del   rico   cristal.   Al   fin   de   la   faena,  

cansado,  di  un  martillazo  que  rompió  una  roca  y  me  dormí.    

Desperté  al  rato  al  oír  algo  como  un  gemido.    

De  su  lecho,  de  su  mansión  más  luminosa  y  rica  que  las  de  todas  las  reinas  de  Oriente,  había  volado  fugitiva,  

desesperada,   la   amada  mía,   la  mujer   robada.   ¡Ay!   Y   queriendo   huir   por   el   agujero   abierto   por  mi  masa   de  

granito,  desnuda  y  bella,  destrozó  su  cuerpo  blanco  y  suave  como  de  azahar  y  mármol  y  rosa,  en  los  filos  de  los  

diamantes   rotos.   Heridos   sus   costados,   chorreaba   la   sangre;   los   quejidos   eran   conmovedores   hasta   las  

lágrimas.  ¡Oh,  dolor!    

Yo  desperté,  la  tomé  en  mis  brazos,  le  di  mis  besos  más  ardientes;  mas  la  sangre  corría  inundando  el  recinto,  y  

la   gran  masa   diamantina   se   teñía   de   grana.  Me  pareció   que   sentía,   al   darle   un  beso,   un  perfume   salido   de  

aquella  boca  encendida:  el  alma;  el  cuerpo  quedó  inerte.    

Cuando   el   gran   patriarca   nuestro,   el   centenario   semidiós   de   las   entrañas   terrestres,   pasó   por   allí,   encontró  

aquella  muchedumbre  de  diamantes  rojos...    

***    

Pausa.    

-­‐¿Habéis  comprendido?    

Los  gnomos  muy  graves  se  levantaron.  Examinaron  más  de  cerca  la  piedra  falsa,  hechura  del  sabio.    

-­‐¡Mirad,  no  tiene  facetas!    

-­‐¡Brilla  pálidamente!    

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PLAN  DE  LECTURA        “El  rubí”.  Rubén  Darío  

 6  

-­‐¡Impostura!    

-­‐¡Es  redonda  como  la  coraza  de  un  escarabajo!    

Y  en  ronda,  uno  por  aquí,  otro  por  allá,  fueron  a  arrancar  de  los  muros  pedazos  de  arabesco,  rubíes  grandes  

como  una  naranja,  rojos  y  chispeantes  como  un  diamante  hecho  sangre;  y  decían:    

-­‐¡He  aquí!  ¡He  aquí  lo  nuestro,  oh  madre  Tierra!    

Aquello  era  una  orgía  de  brillo  y  de  color.    

Y  lanzaban  al  aire  las  gigantescas  piedras  luminosas  y  reían.    

De  pronto,  con  toda  la  dignidad  de  un  gnomo:    

-­‐¡Y  bien!  El  desprecio.    

Se   comprendieron   todos.   Tomaron   el   rubí   falso,   lo   despedazaron   y   arrojaron   los   fragmentos,   -­‐con   desdén  

terrible-­‐  a  un  hoyo  que  abajo  daba  a  una  antiquísima  selva  carbonizada.    

Después,   sobre   sus   rubíes,   sobre   sus   ópalos,   entre   aquellas   paredes   resplandecientes,   empezaron   a   bailar  

asidos  de  las  manos  una  farandola  loca  y  sonora.    

¡Y  celebraban  con  risas,  el  verse  grandes  en  la  sombra!    

***    

Ya   Puck   volaba   afuera,   en   el   abejeo   del   alba   recién   nacida,   camino  de   una   pradera   en   flor.   Y  murmuraba   -­‐

siempre  con  su  sonrisa  sonrosada!:  

-­‐Tierra...  Mujer...    

Porque   tú,   ¡oh  madre   Tierra!,   eres   grande,   fecunda,   de   seno   inextinguible   y   sacro;   y   de   tu   vientre  moreno  

brota  la  savia  de  los  troncos  robustos,  y  el  oro  y  el  agua  diamantina,  y  la  casta  flor  de  lis.  ¡Lo  puro,  lo  fuerte,  lo  

infalsificable!  ¡Y  tú,  mujer,  eres  espíritu  y  carne,  toda  Amor!.  

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 PLAN  DE  LECTURA        “El  cuento  más  hermoso  del  mundo”.  Rudyard  Kipling  

   1  

EL CUENTO MAS HERMOSO DEL MUNDO

Rudyard Kipling Se llamaba Charlie Mears; Era hijo único de madre viuda; vivía en el norte de Londres y venía al centro todos los días, a su empleo en un banco. Tenía veinte años y estaba lleno de aspiraciones. Lo encontré en una sala de billares, donde el marcador lo tuteaba. Charlie, un poco nervioso, me dijo que estaba allí como espectador; le insinué que volviera a su casa.

Fue el primer jalón de nuestra amistad. En vez de perder tiempo en las calles con los amigos, solía visitarme, de tarde; hablando de sí mismo, como corresponde a los jóvenes, no tardó en confiarme sus aspiraciones: eran literarias. Quería forjarse un nombre inmortal, sobre todo a fuerza de poemas, aunque no desdeñaba mandar cuentos de amor y de muerte a los diarios de la tarde. Fue mi destino estar inmóvil mientras Charlie Mears leía composiciones de muchos centenares de versos y abultados fragmentos de tragedias que, sin duda, conmoverían el mundo. Mi premio era su confianza total; las confesiones y problemas de un joven son casi tan sagrados como los de una niña. Charlie nunca se había enamorado, pero deseaba enamorarse en la primera oportunidad; creía en todas las cosas buenas y en todas las cosas honrosas, pero no me dejaba olvidar que era un hombre de mundo, como cualquier empleado de banco que gana veinticinco chelines por semana. Rimaba «amor y dolor», «bella y estrella», candorosamente, seguro de la novedad de esas rimas. Tapaba con apresuradas disculpas y descripciones los grandes huecos incómodos de sus dramas, y seguía adelante, viendo con tanta claridad lo que pensaba hacer, que lo consideraba ya hecho, y esperaba mi aplauso.

Me parece que su madre no lo alentaba; sé que su mesa de trabajo era un ángulo del lavabo. Esto me lo contó casi al principio, cuando saqueaba mi biblioteca y poco antes de suplicarme que le dijera la verdad sobre sus esperanzas de "escribir algo realmente grande, usted sabe". Quizá lo alenté demasiado, porque una tarde vino a verme, con los ojos llameantes, y me dijo, trémulo:

- ¿A usted no le molesta... puedo quedarme aquí y escribir toda la tarde? No lo molestaré, le prometo. En casa de mi madre no tengo dónde escribir.

- ¿Qué pasa? - pregunté, aunque lo sabía muy bien.

- Tengo una idea en la cabeza, que puede convertirse en el mejor cuento del mundo. Déjeme escribirlo aquí. Es una idea espléndida.

Imposible resistir. Le preparé una mesa; apenas me agradeció y se puso a trabajar enseguida. Durante media hora la pluma corrió sin parar. Charlie suspiró. La pluma corrió más despacio, las tachaduras se multiplicaron, la escritura cesó. El cuento más hermoso del mundo no quería salir.

- Ahora parece tan malo - dijo lúgubremente -. Sin embargo, era bueno mientras lo pensaba. ¿Dónde está la falla?

No quise desalentarlo con la verdad. Contesté:

- Quizá no estés en ánimo de escribir.

- Sí, pero cuando leo este disparate...

- Léeme lo que has escrito - le dije.

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 PLAN  DE  LECTURA        “El  cuento  más  hermoso  del  mundo”.  Rudyard  Kipling  

   2  

Lo leyó. Era prodigiosamente malo. Se detenía en las frases más ampulosas, a la espera de algún aplauso, porque estaba orgulloso de esas frases, como es natural.

- Habría que abreviarlo - sugerí cautelosamente.

- Odio mutilar lo que escribo. Aquí no se puede cambiar una palabra sin estropear el sentido. Queda mejor leído en voz alta que mientras lo escribía.

- Charlie, adoleces de una enfermedad alarmante y muy común. Guarda ese manuscrito y revísalo dentro de una semana.

- Quiero acabarlo en seguida. ¿Qué le parece?

- ¿Cómo juzgar un cuento a medio escribir? Cuéntame el argumento.

Charlie me lo contó. Dijo todas las cosas que su torpeza le había impedido trasladar a la palabra escrita. Lo miré, preguntándome si era posible que no percibiera la originalidad, el poder de la idea que le había salido al encuentro. Con ideas infinitamente menos practicables y excelentes se habían infatuado muchos hombres. Pero Charlie proseguía serenamente, interrumpiendo la pura corriente de la imaginación con muestras de frases abominables que pensaba emplear. Lo escuché hasta el fin. Era insensato abandonar esa idea a sus manos incapaces, cuando yo podía hacer tanto con ella. No todo lo que sería posible hacer, pero muchísimo.

- ¿Qué le parece? - dijo al fin. Creo que lo titularé «La Historia de un Buque».

- Me parece que la idea es bastante buena; pero todavía estás lejos de poder aprovecharla. En cambio, yo...

- ¿A usted le serviría? ¿La quiere? Sería un honor para mí - dijo Charlie en seguida.

Pocas cosas hay más dulces en este mundo que la inocente, fanática, destemplada, franca admiración de un hombre más joven. Ni siquiera una mujer ciega de amor imita la manera de caminar del hombre que adora, ladea el sombrero como él o intercala en la conversación sus dichos predilectos. Charlie hacía todo eso. Sin embargo, antes de apoderarme de sus ideas, yo quería apaciguar mi conciencia.

- Hagamos un arreglo. Te daré cinco libras por el argumento - le dije.

Instantáneamente, Charlie se convirtió en empleado de banco:

- Es imposible. Entre camaradas, si me permite llamarlo así, y hablando como hombre de mundo, no puedo. Tome el argumento, si le sirve. Tengo muchos otros.

Los tenía - nadie lo sabía mejor que yo - pero eran argumentos ajenos.

- Míralo como un negocio entre hombres de mundo - repliqué -. Con cinco libras puedes comprar una cantidad de libros de versos. Los negocios son los negocios, y puedes estar seguro que no abonaría ese precio si...

- Si usted lo ve así - dijo Charlie, visiblemente impresionado con la idea de los libros.

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   3  

Cerramos trato con la promesa de que me traería periódicamente todas las ideas que se le ocurrieran, tendría una mesa para escribir y el incuestionable derecho de infligirme todos sus poemas y fragmentos de poemas. Después le dije:

- Cuéntame cómo te vino esta idea.

- Vino sola.

Charlie abrió un poco los ojos.

- Sí, pero me contaste muchas cosas sobre el héroe que tienes que haber leído en alguna parte.

- No tengo tiempo para leer, salvo cuando usted me deja estar aquí, y los domingos salgo en bicicleta o paso el día entero en el río. ¿Hay algo que falta en el héroe?

- Cuéntamelo otra vez y lo comprenderé claramente. Dices que el héroe era pirata. ¿Cómo vivía?

- Estaba en la cubierta de abajo de esa especie de barco del que le hablé.

- ¿Qué clase de barco?

- Eran esos que andan con remos, y el mar entra por los agujeros de los remos, y los hombres reman con el agua hasta la rodilla. Hay un banco entre las dos filas de remos, y un capataz con un látigo camina de una punta a la otra del banco, para que trabajen los hombres.

- ¿Cómo lo sabes?

- Está en el cuento. Hay una cuerda estirada, a la altura de un hombre, amarrada a la cubierta de arriba, para que se agarre el capataz cuando se mueve el barco. Una vez, el capataz no da con la cuerda y cae entre los remeros; el héroe se ríe y lo azotan. Está encadenado a su remo, naturalmente.

- ¿Cómo está encadenado?

- Con un cinturón de hierro, clavado al banco, y con una pulsera atándolo al remo. Está en la cubierta de abajo, donde van los peores, y la luz entra por las escotillas y los agujeros de los remos. ¿Usted no se imagina la luz del sol filtrándose entre el agujero y el remo, y moviéndose con el banco?

- Sí, pero no puedo imaginar que tú te lo imagines.

- ¿De qué otro modo puede ser? Escúcheme, ahora. Los remos largos de la cubierta de arriba están movidos por cuatro hombres en cada banco; los remos intermedios, por tres; los de más abajo, por dos. Acuérdese de que en la cubierta inferior no hay ninguna luz, y que todos los hombres ahí se enloquecen. Cuando en esa cubierta muere un remero, no lo tiran por la borda: lo despedazan, encadenado, y tiran los pedacitos al mar, por el agujero del remo.

- ¿Por qué? - pregunté asombrado, menos por la información que por el tono autoritario de Charlie Mears.

- Para ahorrar trabajo y para asustar a los compañeros. Se precisan dos capataces para subir el cuerpo de un hombre a la otra cubierta, y si dejaran solos a los remeros de la cubierta de abajo, éstos no remarían y tratarían de arrancar los bancos, irguiéndose a un tiempo en sus cadenas.

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- Tienes una imaginación muy previsora. ¿Qué has estado leyendo sobre galeotes?

- Que yo me acuerde, nada. Cuando tengo oportunidad, remo un poco. Pero tal vez he leído algo, si usted lo dice.

Al rato salió en busca de librerías y me pregunté cómo, un empleado de banco, de veinte años, había podido entregarme, con pródiga abundancia de pormenores, datos con absoluta seguridad, ese cuento de extravagante y ensangrentada aventura, motín, piratería y muerte, en mares sin nombre. Había empujado al héroe por una desesperada odisea, lo había rebelado contra los capataces, le había dado una nave que comandar, y después una isla "por ahí en el mar, usted sabe"; y, encantado con las modestas cinco libras, había salido a comprar los argumentos de otros hombres para aprender a escribir. Me quedaba el consuelo de saber que su argumento era mío, por derecho de compra, y creía poder aprovecharlo de algún modo.

Cuando nos volvimos a ver estaba ebrio, ebrio de los muchos poetas que le habían sido revelados. Sus pupilas estaban dilatadas, sus palabras se atropellaban y se envolvía en citas, como un mendigo en la púrpura de los emperadores. Sobre todo, estaba ebrio de Longfellow.

- ¿No es espléndido? ¿No es soberbio? - me gritó luego de un apresurado saludo. Oiga esto:

- ¿Quieres - preguntó el timonel - saber el secreto del mar? Sólo quienes afrontan sus peligros comprenden su misterio.

- ¡Demonios!

- Sólo quienes afrontan sus peligros comprenden su misterio - repitió veinte veces, caminando de un lado a otro, olvidándome. Encontrarán al final los versos en inglés.

- Pero yo también puedo comprenderlo - dijo - No sé cómo agradecerle las cinco libras. Oiga esto:

Recuerdo los embarcaderos negros, las ensenadas, la agitación de las mareas y los marineros españoles, de labios barbudos y la belleza y el misterio de las naves y la magia del mar. Nunca he afrontado peligros, pero me parece que entiendo todo eso.

- Realmente, parece que dominas el mar. ¿Lo has visto alguna vez?

- Cuando era chico estuvimos en Brighton. Vivíamos en Coventry antes de venir a Londres. Nunca lo he visto... Cuando baja sobre el Atlántico el titánico viento huracanado del Equinoccio

Me tomó por el hombro y me zamarreó, para que comprendiera la pasión que lo sacudía.

- Cuando viene esa tormenta - prosiguió - todos los remos del barco se rompen, y los mangos de los remos deshacen el pecho de los remeros. A propósito, ¿usted ya hizo mi argumento?

- No, esperaba que me contaras algo más. Dime cómo conoces tan bien los detalles del barco. Tú no sabes nada de barcos.

- No me lo explico. Es del todo real para mí hasta que trato de escribirlo. Anoche, en la cama, estuve pensando, después de concluir La Isla del Tesoro. Inventé una porción de cosas para el cuento.

- ¿Qué clase de cosas?

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- Sobre lo que comían los hombres: higos podridos y habas negras y vino en un odre de cuero que se pasaban de un banco a otro.

- ¿Tan antiguo era el barco?

- Yo no sé si era antiguo. A veces me parece tan real como si fuera cierto. ¿Le aburre que hable de eso?

- En lo más mínimo. ¿Se te ocurrió algo más?

- Sí, pero es un disparate. - Charlie se ruborizó algo.

- No importa; dímelo.

- Bueno, pensaba en el cuento, y al rato salí de la cama y apunté en un pedazo de papel las cosas que podían haber grabado en los remos, con el filo de las esposas. Me pareció que eso le daba más realidad. Es tan real, para mí, usted sabe.

- ¿Tienes el papel?

- Sí, pero a qué mostrarlo. Son unos cuantos garabatos. Con todo, podrían ir en la primera hoja del libro.

- Ya me ocuparé de esos detalles. Muéstrame lo que escribían tus hombres.

- Sacó del bolsillo una hoja de carta, con un solo renglón escrito, y yo la guardé.

- ¿Qué se supone que esto significa en inglés?

- Ah, no sé. Yo pensé que podía significar: "Estoy cansadísimo". Es absurdo - repitió - pero esas personas del barco me parecen tan reales como nosotros. Escriba pronto el cuento; me gustaría verlo publicado.

- Pero todas las cosas que me has dicho darían un libro muy extenso.

- Hágalo, entonces. No tiene más que sentarse y escribirlo.

- Dame tiempo. ¿No tienes más ideas?

- Por ahora, no. Estoy leyendo todos los libros que compré. Son espléndidos.

Cuando se fue, miré la hoja de papel con la inscripción. Después... pero me pareció que no hubo transición entre salir de casa y encontrarme discutiendo con un policía ante una puerta llamada "Entrada Prohibida" en un corredor del Museo Británico. Lo que yo exigía, con toda la cortesía posible, era "el hombre de las antigüedades griegas". El policía todo lo ignoraba, salvo el reglamento del museo, y fue necesario explorar todos los pabellones y escritorios del edificio. Un señor de edad interrumpió su almuerzo y puso término a mi busca tomando la hoja de papel entre el pulgar y el índice, y mirándola con desdén.

- ¿Qué significa esto? Veamos - dijo -; si no me engaño es un texto en griego sumamente corrompido, redactado por alguien - aquí me clavó los ojos - extraordinariamente iletrado.

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Leyó con lentitud:

- Pollock, Erkmann, Tauchintz, Hennicker, cuatro nombres que me son familiares.

- ¿Puede decirme lo que significa este texto?

- He sido... muchas veces... vencido por el cansancio en este menester. Eso es lo que significa.

Me devolvió el papel; huí sin una palabra de agradecimiento, de explicación o de disculpa.

Mi distracción era perdonable. A mí, entre todos los hombres, me había sido otorgada la oportunidad de escribir la historia más admirable del mundo, nada menos que la historia de un galeote griego, contada por él mismo. No era raro que los sueños le parecieran reales a Charlie. Las Parcas, tan cuidadosas en cerrar las puertas de cada vida sucesiva, se habían distraído esta vez, y Charlie miró, aunque no lo sabía, lo que a nadie le había sido permitido mirar, con plena visión, desde que empezó el tiempo. Ignoraba enteramente el conocimiento que me había vendido por cinco libras; y perseveraría en esa ignorancia, porque los empleados de banco no comprenden la mentempsicosis, y una buena educación comercial no incluye el conocimiento del griego. Me suministraría - aquí bailé, entre los mudos dioses egipcios, y me reí en sus caras mutiladas - materiales que darían certidumbre a mi cuento: una certidumbre tan grande que el mundo lo recibiría como una insolente y artificiosa ficción. Y yo, sólo yo sabría que era absoluta y literalmente cierto. Esa joya estaba en mi mano para que yo la puliera y cortara. Volví a bailar entre los dioses del patio egipcio, hasta que un policía me vio y empezó a acercarse.

Sólo había que alentar la conversación de Charlie, y eso no era difícil; pero había olvidado los malditos libros de versos. Volvía, inútil como un fonógrafo recargado, ebrio de Byron, de Shelley o de Keats. Sabiendo lo que el muchacho había sido en sus vidas anteriores, y desesperadamente ansioso de no perder una palabra de su charla, no pude ocultarle mi respeto y mi interés. Los tomó como respeto por el alma actual de Charlie Mears, para quien la vida era tan nueva como lo fue para Adán, y como interés por sus lecturas; casi agotó mi paciencia, recitando versos, no suyos sino ajenos. Llegué a desear que todos los poetas ingleses desaparecieran de la memoria de los hombres. Calumnié las glorias más puras de la poesía porque desviaban a Charlie de la narración directa y lo estimulaban a la imitación; pero sofrené mi impaciencia hasta que se agotó el ímpetu inicial de entusiasmo y el muchacho volvió a los sueños.

- ¿Para qué le voy a contar lo que yo pienso, cuando esos tipos escribieron para los ángeles? - exclamó una tarde -. ¿Por qué no escribe algo así?

- Creo que no te portas muy bien conmigo - dije conteniéndome.

- Ya le di el argumento - dijo con sequedad, prosiguiendo la lectura de Byron.

- Pero quiero detalles.

- ¿Esas cosas que invento sobre ese maldito barco que usted llama galera? Son facilísimas. Usted mismo puede inventarlas. Suba un poco la llama, quiero seguir leyendo.

Le hubiera roto en la cabeza la lámpara del gas. Yo podría inventar si supiera lo que Charlie ignoraba que sabía. Pero como detrás de mí estaban cerradas las puertas, tenía que aceptar sus caprichos y mantener despierto su buen humor. Una distracción momentánea podía estorbar una preciosa revelación. A veces dejaba los libros - los guardaba en mi casa, porque a su madre le hubiera

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escandalizado el gasto de dinero que representaban - y se perdía en sueños marinos. De nuevo maldije a todos los poetas de Inglaterra. La mente plástica del empleado de banco estaba recargada, coloreada y deformada por las lecturas, y el resultado era una red confusa de voces ajenas como el zumbido múltiple de un teléfono de una oficina en la hora más atareada.

Hablaba de la galera - de su propia galera, aunque no lo sabía - con imágenes de La Novia de Abydos. Subrayaba las aventuras del héroe con citas del Corsario y agregaba desesperadas y profundas reflexiones morales de Caín y de Manfredo, esperando que yo las aprovechara. Sólo cuando hablábamos de Longfellow esos remolinos se enmudecían, y yo sabía que Charlie decía la verdad, tal como la recordaba.

- ¿Esto qué te parece? - le dije una tarde en cuanto comprendí el ambiente más favorable para su memoria, y antes de que protestara le leí casi íntegra la Saga del Rey Olaf.

Escuchaba atónito, golpeando con los dedos el respaldo del sofá, hasta que llegué a la canción de Einar Tamberskelver y a la estrofa:

Einar, sacando la flecha de la cuerda que ya no tensaba, dijo: Era Noruega lo que se quebraba bajo tu mano, oh Rey.

Se estremeció de puro deleite verbal.

- ¿Es un poco mejor que Byron? - aventuré.

- ¡Mejor! Es cierto. ¿Cómo lo sabría Longfellow?

Repetí una estrofa anterior:

- ¿Qué fue eso?, dijo Olaf, erguido en el puente de mando, oí algo como el estruendo de un barco destrozado al encallar.

- ¿Cómo podía saber cómo los barcos se destrozan, y los remos saltan y hacen zzzzp contra la costa? Anoche apenas... Pero siga leyendo, por favor, quiero volver a oír "The Skerry of Shrieks"

- No, estoy cansado. Hablemos. ¿Qué es lo que sucedió anoche?

- Tuve un sueño terrible sobre esa galera nuestra. Soñé que me ahogaba en una batalla. Abordamos otro barco, en un puerto. El agua estaba muerta, salvo donde la golpeaban los remos. ¿Usted sabe cuál es mi sitio en la galera?

Al principio hablaba con vacilación, bajo un hermoso temor inglés de que se rieran de él.

- No, es una novedad para mí - respondí humildemente, y ya me latía el corazón.

- El cuarto remo a la derecha, a partir de la proa, en la cubierta de arriba. Eramos cuatro en ese remo, todos encadenados. Me recuerdo mirando el agua y tratando de sacarme las esposas antes de que empezara la pelea. Luego nos arrimamos al otro barco, y quedé inmóvil, con los tres compañeros encima y el remo grande atravesado sobre nuestras espaldas.

- ¿Y?

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Los ojos de Charlie estaban encendidos y vivos. Miraba la pared, detrás de mi asiento.

- No sé cómo peleamos. Los hombres me pisoteaban la espalda y yo estaba quieto. Luego, nuestros remeros de la izquierda - atados a sus remos, ya sabe - gritaron y empezaron a remar hacia atrás. Oía el chirrido del agua, giramos como un escarabajo y comprendí, sin necesidad de ver, que una galera iba a embestirnos con el espolón, por el lado izquierdo. Apenas pude levantar la cabeza y ver su velamen sobre la borda. Queríamos recibirla con la proa, pero era muy tarde. Sólo pudimos girar un poco, porque el barco de la derecha se nos había enganchado y nos detenía. Entonces vino el choque. Los remos de la izquierda se rompieron cuando el otro barco, el que se movía, les metió la proa. Los remos de la cubierta de abajo reventaron las tablas del piso, con el cabo para arriba, y uno de ellos vino a caer cerca de mi cabeza.

- ¿Cómo sucedió eso?

- La proa de la galera que se movía los empujaba para dentro y había un estruendo ensordecedor en las cubiertas inferiores. El espolón nos agarró por el medio y nos ladeamos, y los hombres de la otra galera desengancharon los garfios y las amarras, y tiraron cosas en la cubierta de arriba - flechas, alquitrán ardiendo o algo que quemaba - y nos empinamos, más y más, por el lado izquierdo, y el derecho se sumergió, y di vuelta la cabeza y vi el agua inmóvil cuando sobrepasó la borda, y luego se curvó y derrumbó sobre nosotros, y recibí el golpe en la espalda, y me desperté.

- Un momento, Charlie. Cuando el mar sobrepasó la borda, ¿qué parecía?

Tenía mis razones para preguntarlo. Un conocido mío había naufragado una vez en un mar en calma y había visto el agua horizontal detenerse un segundo antes de caer en la cubierta.

- Parecía una cuerda de violín, tirante, y parecía durar siglos - dijo Charlie.

Precisamente. El otro había dicho: "Parecía un hilo de plata estirado sobre la borda, y pensé que nunca iba a romperse". Había pagado con todo, salvo la vida, esa partícula de conocimiento, y yo había atravesado diez mil leguas para encontrarlo y para recoger ese dato ajeno. Pero Charlie, con sus veinticinco chelines semanales, con su vida reglamentaria y urbana, lo sabía muy bien. No era consuelo para mí que una vez en sus vidas hubiera tenido que morir para aprenderlo. Yo también debí morir muchas veces, pero detrás de mí, para que no empleara mi conocimiento, habían cerrado las puertas.

- ¿Y entonces? - dije tratando de alejar el demonio de la envidia.

- Lo más raro, sin embargo, es que todo ese estruendo no me causaba miedo ni asombro. Me parecía haber estado en muchas batallas, porque así se lo repetí a mi compañero. Pero el canalla del capataz no quería desatarnos las cadenas y darnos una oportunidad de salvación. Siempre decía que nos daría la libertad después de una batalla. Pero eso nunca sucedía, nunca.

Charlie movió la cabeza tristemente.

- ¡Qué canalla!

- No hay duda. Nunca nos daba bastante comida y a veces teníamos tanta sed que bebíamos agua salada. Todavía me queda el gusto en la boca.

- Cuéntame algo del puerto donde ocurrió el combate.

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- No soñé sobre eso. Sin embargo, sé que era un puerto; estábamos amarrados a una argolla en una pared blanca y la superficie de la piedra, bajo el agua, estaba recubierta de madera, para que no se astillara nuestro espolón cuando la marea nos hamacara.

- Eso es interesante. El héroe mandaba la galera, ¿no es verdad?

- Claro que sí, estaba en la proa y gritaba como un diablo. Fue el hombre que mató al capataz.

- ¿Pero ustedes se ahogaron todos juntos, Charlie?

- No acabo de entenderlo - dijo, perplejo -. Sin duda la galera se hundió con todos los de a bordo, pero me parece que el héroe siguió viviendo. Tal vez se pasó al otro barco. No pude ver eso, naturalmente; yo estaba muerto.

Tuvo un ligero escalofrío y repitió que no podía acordarse de nada más.

No insistí, pero para cerciorarme de que ignoraba el funcionamiento del alma le di la Transmigración de Mortimer Collins y le reseñé el argumento.

- Qué disparate - dijo con franqueza, al cabo de una hora -; no comprendo ese enredo sobre el Rojo Planeta Marte y el Rey y todo lo demás. Deme el libro de Longfellow.

Se lo entregué y escribí lo que pude recordar de su descripción del combate naval, consultándolo a ratos para que corroborara un detalle o un hecho. Contestaba sin levantar los ojos del libro, seguro, como si todo lo que sabía estuviera impreso en las hojas. Yo le interrogaba en voz baja, para no romper la corriente, y sabía que ignoraba lo que decía, porque sus pensamientos estaban en el mar, con Longfellow.

- Charlie - le pregunté -, cuando se amotinaban los remeros de las galeras, ¿cómo mataban a los capataces?

- Arrancaban los bancos y se los rompían en la cabeza. Eso ocurrió durante una tormenta. Un capataz, en la cubierta de abajo, se resbaló y cayó entre los remeros. Suavemente, lo estrangularon contra el borde, con las manos encadenadas; había demasiada oscuridad para que el otro capataz pudiera ver. Cuando preguntó qué sucedía, lo arrastraron también y lo estrangularon; y los hombres fueron abriéndose camino hacia arriba, cubierta por cubierta, con los pedazos de los bancos rotos colgando y golpeando. ¡Cómo vociferaban!

- ¿Y qué pasó después?

- No sé. El héroe se fue, con pelo colorado, barba colorada, y todo. Pero antes capturó nuestra galera, me parece.

El sonido de mi voz lo irritaba. Hizo un leve ademán con la mano izquierda como si lo molestara una interrupción.

- No me habías dicho que tenía el pelo colorado, o que capturó la galera - dije al cabo de un rato.

Charlie no alzó los ojos.

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- Era rojo como un oso rojo - dijo distraído -. Venía del norte; así lo dijeron en la galera cuando pidió remeros, no esclavos: hombres libres. Después, años y años después, otro barco nos trajo noticias suyas, o él volvió...

Sus labios se movían en silencio. Repetía, absorto, el poema que tenía ante sus ojos.

- ¿Dónde había ido?

Casi lo dije en un susurro, para que la frase llegara con suavidad a la sección del cerebro de Charlie que trabajaba para mí.

- A las Playas, las Largas y Prodigiosas Playas - respondió al cabo de un minuto.

- ¿A Furdurstrandi? - pregunté, temblando de pies a cabeza.

- Sí a Furdurstrandi - pronunció la palabra de un modo nuevo - Y ví también...

La voz se le apagó.

- ¿Sabes lo que has dicho? - grité con imprudencia.

Levantó los ojos, despierto.

- No - dijo secamente -. Déjeme leer en paz. Oiga esto:

Pero Othere, el viejo capitán, no se detuvo ni se movió hasta que el rey escuchó, entonces tomó una vez más su pluma y transcribió cada palabra. Y al Rey de los sajones como prueba de la verdad, levantando su noble rostro, extendió su mano curtida y dijo, observe este colmillo de morsa.

- ¡Qué hombres habrán sido esos para navegarse los mares sin saber cuándo tocarían tierra!

- Charlie - rogué -, si te portas bien un minuto o dos, haré que nuestro héroe valga tanto como Othere.

- Es de Longfellow el poema. No me interesa escribir. Quiero leer.

Imagínense ante la puerta de los tesoros del mundo, guardada por un niño - un niño irresponsable y holgazán, jugando a cara o cruz - de cuyo capricho depende el don de la llave, y comprenderán mi tormento. Hasta esa tarde Charlie no había hablado de nada que no correspondiera a las experiencias de un galeote griego. Pero ahora (o mienten los libros) había recordado alguna desesperada aventura de los vikingos, del viaje de Thorfin Karlsefne a Vinland, que es América, en el siglo nueve o diez. Había visto la batalla en el puerto; había referido su propia muerte. Pero esta otra inmersión en el pasado era aún más extraña. ¿Habría omitido una docena de vidas y oscuramente recordaba ahora un episodio de mil años después? Era un enredo inextricable y Charlie Mears, en su estado normal, era la última persona del mundo para solucionarlo. Sólo me quedaba vigilar y esperar, pero esa noche me inquietaron las imaginaciones más ambiciosas. Nada era imposible si no fallaba la detestable memoria de Charlie.

Podía volver a escribir la Saga de Thorfin Karlsefne, como nunca la habían escrito, podía referir la historia del primer descubrimiento de América siendo yo mismo el descubridor. Pero yo estaba a merced de Charlie y mientras él tuviera a su alcance un ejemplar de Clásico para Todos, no hablaría. No me atreví a maldecirlo abiertamente, apenas me atrevía a estimular su memoria, porque se trataba

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de experiencias de hace mil años narradas por la boca de un muchacho contemporáneo, y a un muchacho lo afectan todos los cambios de opinión y aunque quiera decir la verdad tiene que mentir.

Pasé una semana sin ver a Charlie. Lo encontré en Gracechurch Street con un libro Mayor encadenado a la cintura. Tenía que atravesar el Puente de Londres y lo acompañé. Estaba muy orgulloso de ese libro Mayor. Nos detuvimos en la mitad del puente para mirar un vapor que descargaba grandes lajas de mármol blanco y amarillo. En una barcaza que pasó junto al vapor mugió una vaca solitaria. La cara de Charlie se alteró; ya no era la de un empleado de banco, sino otra, desconocida y más despierta. Estiró el brazo sobre el parapeto del puente y, riéndose muy fuerte, dijo:

- Cuando bramaron nuestros toros, los Skroelings huyeron.

La barcaza y la vaca habían desaparecido detrás del vapor antes de que yo encontrara palabras.

- Charlie, ¿qué te imaginas que son Skroelings?

- La primera vez en la vida que oigo hablar de ellos. Parece el nombre de una nueva clase de gaviotas. ¡Qué preguntas se le ocurren a usted! - contestó -. Tengo que verme con el cajero de la compañía de ómnibus. Me espera un rato y almorzamos juntos en algún restaurante. Tengo una idea para un poema.

- No, gracias. Me voy. ¿Estás seguro de que no sabes nada de Skroelings?

- No, a menos que esté inscrito en el "Clásico" de Liverpool.

Saludó y desapareció entre la gente.

Está escrito en la Saga de Eric el Rojo o en la de Thorfin Karlsefne que hace novecientos años, cuando las galeras de Karlsefne llegaron a las barracas de Leif, erigidas por éste en la desconocida tierra de Markland, era tal vez Rhode Island, los Skroelings - sólo Dios sabe quiénes eran - vinieron a traficar con los vikingos y huyeron porque los aterró el bramido de los toros que Thorfin había traído en las naves. ¿Pero qué podía saber de esa historia un esclavo griego? Erré por las calles, tratando de resolver el misterio, y cuanto más lo consideraba, menos lo entendía. Sólo encontré una certidumbre, y esa me dejó atónito. Si el porvenir me deparaba algún conocimiento íntegro, no sería el de una de las vidas del alma en el cuerpo de Charlie Mears, sino el de muchas, muchas existencias individuales y distintas, vividas en las aguas azules en la mañana del mundo.

Examiné después la situación.

Me parecía una amarga injusticia que me fallara la memoria de Charlie cuando más la precisaba. A través de la neblina y el humo alcé la mirada, ¿sabían los señores de la Vida y la Muerte lo que esto significaba para mí? Eterna fama, conquistada y compartida por uno solo. Me contentaría - recordando a Clive, mi propia moderación me asombró - con el mero derecho de escribir un solo cuento, de añadir una pequeña contribución a la literatura frívola de la época. Si a Charlie le permitieran una hora - sesenta pobres minutos - de perfecta memoria de existencias que habían abarcado mil años, yo renunciaría a todo el provecho y la gloria que podría valerme su confesión. No participaría en la agitación que sobrevendría en aquel rincón de la tierra que se llama "el mundo". La historia se publicaría anónimamente. Haría creer a otros hombres que ellos la habían escrito. Ellos alquilarían ingleses de cuello duro para que la vociferaran al mundo. Los moralistas fundarían una nueva ética, jurando que habían apartado de los hombres el temor de la muerte. Todos los orientalistas de Europa la apadrinarían verbosamente, con textos en pali y sánscrito. Atroces mujeres inventarían impuras variantes de los dogmas que profesarían los hombres, para instrucción de sus hermanas. Disputarían

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las iglesias y sus religiones. Al subir a un ómnibus preví las polémicas de media docena de sectas, igualmente fieles a la "Doctrina de la verdadera Mentempsicosis en sus aplicaciones a la Nueva Era y al Universo", y vi también a los decentes diarios ingleses dispersándose, como hacienda espantada, ante la perfecta simplicidad de mi cuento. La imaginación recorrió cien, doscientos, mil años de futuro. Vi con pesar que los hombres mutilarían y pervertirían tal historia; que las sectas rivales la deformarían hasta que el mundo occidental, aferrado al temor de la muerte y no a la esperanza de la vida, la descartaría como una superstición interesante y se entregaría a alguna fe tan olvidada que pareciera nueva. Entonces modifiqué los términos de mi pacto con los Señores de la Vida y la Muerte. Que me dejaran saber, que me dejaran escribir esa historia, con la conciencia de registrar la verdad, y sacrificaría el manuscrito y lo quemaría. Cinco minutos después de redactada la última línea, lo quemaría. Pero que me dejaran escribirlo, con entera confianza.

No hubo respuesta. Los violentos colores de un aviso del casino me impresionaron, ¿no convendría poner a Charlie en manos de un hipnotizador? ¿Hablaría de sus vidas pasadas? Pero Charlie se asustaría de la publicidad, o ésta lo haría intolerable. Mentiría por vanidad o por miedo. Estaría seguro en mis manos.

- Son cómicos, ustedes, los ingleses - dijo una voz. Dándome vuelta, me encontré con un conocido, un joven bengalí que estudiaba derecho, un tal Grish Chunder, cuyo padre lo había mandado a Inglaterra para educarlo. El viejo era un funcionario hindú, jubilado; con una renta de cinco libras esterlinas al mes lograba dar a su hijo doscientas libras esterlinas al año y plena licencia en una ciudad donde fingía ser un príncipe y contaba cuentos de los brutales burócratas de la India que oprimían a los pobres.

Grish Chunder era un joven y obeso bengalí, escrupulosamente vestido de levita y pantalón claro, con sombrero alto y guantes amarillos. Pero yo lo había conocido en los días en que el brutal gobierno de la India pagaba sus estudios universitarios y él publicaba artículos sediciosos en el Sachi Durpan y tenía amores con las esposas de sus condiscípulos de catorce años de edad.

- Eso es muy cómico - dijo señalando el cartel -. Voy a Northbrook Club. ¿Quieres venir conmigo?

Caminamos juntos un rato.

- No estás bien - me dijo - ¿Qué te preocupa? Estás silencioso.

- Grish Chunder, ¿eres demasiado culto para creer en Dios, no es verdad?

- Aquí sí. Pero cuando vuelva tendré que propiciar las supersticiones populares y cumplir ceremonias de purificación, y mis esposas ungirán ídolos.

- Y adornarán con tulsi y celebrarán el purohit, y te reintegrarán en la casta y otra vez harán de ti, librepensador avanzado, un buen khuttri. Y comerás comida desi, y todo te gustará, desde el olor del patio hasta el aceite de mostaza en tu cuerpo.

- Me gustará muchísimo - dijo con franqueza Grish Chunder -. Una vez hindú, siempre hindú. Pero me gusta saber lo que los ingleses piensan que saben.

- Te contaré una cosa que un inglés sabe. Para ti es una vieja historia.

Empecé a contar en inglés la historia de Charlie; pero Crish Chunder me hizo una pregunta en indostaní, y el cuento prosiguió en el idioma que más le convenía. Al fin y al cabo, nunca hubiera

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podido contarse en inglés. Grish Chunder me escuchaba, asintiendo de tiempo en tiempo, y después subió a mi departamento, donde concluí la historia.

- Beshak - dijo filosóficamente - Lekin darwaza band hai (Sin duda; pero está cerrada la puerta). He oído, entre mi gente, esos recuerdos de vidas previas. Es una vieja historia entre nosotros, pero que le suceda a un inglés - a un Mlechh lleno de carne de vaca -, un descastado... Por Dios, esto es rarísimo.

- ¡Más descastado serás tú, Grish Chunder! Todos los días comes carne de vaca. Pensemos bien la cosa. El muchacho recuerda sus encarnaciones.

- ¿Lo sabe? - dijo tranquilamente Grish Chunder, sentado en la mesa, hamacando las piernas. Ahora hablaba en inglés.

- No sabe nada. ¿Acaso te contaría si lo supiera? Sigamos.

- No hay nada que seguir. Si lo cuentas a tus amigos, dirán que estás loco y lo publicarán en los diarios. Supongamos, ahora, que los acuses por calumnia.

- No nos metamos en eso, por ahora. ¿Hay una esperanza de hacerlo hablar?

- Hay una esperanza. Pero si hablara, todo este mundo se derrumbaría en tu cabeza. Tú sabes, esas cosas están prohibidas. La puerta está cerrada.

- ¿No hay ninguna esperanza?

- ¿Cómo puede haberla? Eres cristiano y en tus libros está prohibido el fruto del árbol de la Vida, o nunca morirías. ¿Cómo van a temer la muerte si todos saben lo que tu amigo no sabe que sabe? Tengo miedo de los azotes, pero no tengo miedo de morir porque sé lo que sé. Ustedes no temen los azotes, pero temen la muerte. Si no la temieran, ustedes los ingleses se llevarían el mundo por delante en una hora, rompiendo los equilibrios de las potencias y haciendo conmociones. No sería bueno, pero no hay miedo. Se acordará menos y menos y dirá que es un sueño. Luego se olvidará. Cuando pasé el Bachillerato en Calcuta esto estaba en la crestomatía de Wordsworth, Arrastrando Nubes de Gloria, ¿te acuerdas?

- Esto parece una excepción.

- No hay excepciones a las reglas. Unas parecen menos rígidas que otras, pero son iguales. Si tu amigo contara tal y tal cosa, indicando que recordaba todas sus vidas anteriores o una parte de su vida anterior, en seguida lo expulsarían del banco. Lo echarían, como quien dice, a la calle y lo enviarían a un manicomio. Eso lo admitirás, mi querido amigo.

- Claro que sí, pero no estaba pensando en él. Su nombre no tiene por qué aparecer en la historia.

- Ah, ya lo veo, esa historia nunca se escribirá. Puedes probar.

- Voy a probar.

- Por tu honra y por el dinero que ganarás, por supuesto.

- No, por el hecho de escribirla. Palabra de honor.

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- Aún así no podrás. No se juega con los dioses. Ahora es un lindo cuento. No lo toques. Apresúrate, no durará.

- ¿Qué quieres decir?

- Lo que digo. Hasta ahora no ha pensado en una mujer.

- ¿Cómo crees? - Recordé algunas de las confidencias de Charlie.

- Quiero decir que ninguna mujer ha pensado en él. Cuando eso llegue: bushogya, se acabó. Lo sé. Hay millones de mujeres aquí. Mucamas, por ejemplo. Te besan detrás de la puerta.

La sugestión me incomodó. Sin embargo, nada más verosímil.

Grish Chunder sonrió.

- Sí, también muchachas lindas, de su sangre y no de su sangre. Un solo beso que devuelva y recuerde, lo sanará de estas locuras, o...

- ¿O qué? Recuerda que no sabe que sabe.

- Lo recuerdo. O, si nada sucede, se entregará al comercio y a la especulación financiera, como los demás. Tiene que ser así. No me negarás que tiene que ser así. Pero la mujer vendrá primero, me parece.

Golpearon a la puerta; entró Charlie. Le habían dejado la tarde libre, en la oficina; su mirada denunciaba el propósito de una larga conversación, y tal vez poemas en los bolsillos. Los poemas de Charlie eran muy fastidiosos, pero a veces lo hacían hablar de la galera.

Grish Chunder lo miró agudamente.

- Disculpe - dijo Charlie, incómodo. No sabía que estaba con visitas.

- Me voy - dijo Grish Chunder.

Me llevó al vestíbulo, al despedirse.

- Este es el hombre - dijo rápidamente -. Te repito que nunca contará lo que esperas. Sería muy apto para ver cosas. Podríamos fingir que era un juego - nunca he visto tan excitado a Grish Chunder - y hacerle mirar el espejo de tinta en la mano. ¿Qué te parece? Te aseguro que puede ver todo lo que el hombre puede ver. Déjame buscar la tinta y el alcanfor. Es un vidente y nos revelará muchas cosas.

- Será todo lo que tú dices, pero no voy a entregarlo a tus dioses y a tus demonios.

- No le hará mal; un poco de mareo al despertarse. No será la primera vez que habrás visto muchachos mirar el espejo de tinta.

- Por eso mismo no quiero volver a verlo. Más vale que te vayas, Grish Chunder.

Se fue, repitiendo que yo perdía mi única esperanza de interrogar el porvenir.

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Esto no importó, porque sólo me interesaba el pasado y para ello de nada podían servir muchachos hipnotizados consultando espejos de tinta.

- Qué negro desagradable - dijo Charlie cuando volví -. Mire, acabo de escribir un poema; lo escribí en vez de jugar al dominó después de almorzar. ¿Se lo leo?

- Lo leeré yo.

- Pero usted no le da la entonación adecuada. Además, cuando usted los lee, parece que las rimas estuvieran mal.

- Léelo en voz alta, entonces. Eres como todos los otros.

Charlie me declamó su poema; no era muy inferior al término medio de su obra. Había leído sus libros con obediencia, pero le desagradó oír que yo prefería a Longfellow incontaminado de Charlie.

Luego recorrimos el manuscrito, línea por línea. Charlie esquivaba todas las objeciones y todas las correcciones, con esta frase:

- Sí, tal vez quede mejor, pero usted no comprende adónde voy.

En eso, Charlie se parecía a muchos poetas.

En el reverso del papel había unos apuntes a lápiz.

- ¿Qué es eso? - le pregunté.

- No son versos ni nada. Son unos disparates que escribí anoche, antes de acostarme. Me daba trabajo buscar rimas y los escribí en verso libre.

Aquí están los versos libres de Charlie:

Hemos remado para vos cuando el viento estaba contra nosotros y con las velas bajas.

¿Nunca nos soltaréis?

Comimos pan y cebollas cuando os apoderabais de ciudades, o corrimos velozmente a bordo cuando el enemigo os rechazaba.

Los capitanes caminaban a lo largo de la cubierta, cantando, cuando hacía buen tiempo; pero nosotros estábamos abajo.

Nos desmayábamos con el mentón sobre los remos y no veíais que estábamos ociosos porque aún sacudíamos el remo, adelante y atrás.

¿Nunca nos soltaréis?

La sal volvía los cabos de los remos ásperos como la piel del tiburón; la sal cortaba nuestras rodillas hasta el hueso; el pelo se nos pegaba a la frente y nuestros labios estaban cortados hasta las encías; y nos azotabais porque no podíamos remar.

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¿Nunca nos soltaréis?

Pero dentro de poco tiempo nos iremos por los escobenes como el agua que corre por los remos, y aunque ordenéis a los otros que remen detrás nuestro, nunca nos agarraréis hasta que atrapéis la espuma de los remos y atéis los vientos al hueco de la vela. ¡A-Ho!

¡Nunca nos soltaréis!

- Algo así podrían cantar en la galera, usted sabe. ¿Nunca va a concluir ese cuento y darme parte de las ganancias?

- Depende de ti. Si desde el principio me hubieras hablado un poco más del héroe, ya estaría concluido. Eres tan impreciso.

- Sólo quiero darle la idea general... el andar de un lado para otro, y las peleas, y lo demás. ¿Usted no puede suplir lo que falta? Hacer que el héroe salve de los piratas a una muchacha y se case con ella o algo por el estilo.

- Eres un colaborador realmente precioso. Supongo que al héroe le ocurrieron algunas aventuras antes de casarse.

- Bueno, hágalo un tipo muy hábil, una especie de canalla - que ande haciendo tratados y rompiéndolos -, un hombre de pelo negro que se oculte detrás del mástil, en las batallas.

- Los otros días dijiste que tenía el pelo colorado.

- No puedo haber dicho eso. Hágalo moreno, por supuesto. Usted no tiene imaginación.

Como yo había descubierto en ese instante los principios de la memoria imperfecta que se llama imaginación, casi me reí, pero me contuve, para salvar el cuento.

- Es verdad; tú sí tienes imaginación. Un tipo de pelo negro en un buque de tres cubiertas - dije.

- No, un buque abierto, como un gran bote.

Era para volverse loco.

- Tu barco está descrito y construido, con techos y cubiertas; así lo has dicho.

- No, no ese barco. Ese era abierto, o semiabierto, porque... Claro, tiene razón. Usted me hace pensar que el héroe es el tipo de pelo colorado. Claro, si es el de pelo colorado, el barco tiene que ser abierto, con las velas pintadas.

Ahora se acordará, pensé, que ha trabajado en dos galeras, una griega, de tres cubiertas, bajo el mando del "canalla" de pelo negro; otra, un dragón abierto de vikingo, bajo el mando del hombre "rojo como un oso rojo" que arribó a Markland. El diablo me impulsó a hablar.

- ¿Por qué "claro", Charlie?

- No sé. ¿Usted se está riendo de mí?

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La corriente había sido rota. Tomé una libreta y fingí hacer muchos apuntes.

- Da gusto trabajar con un muchacho imaginativo, como tú - dije al rato -. Es realmente admirable cómo has definido el carácter del héroe.

- ¿Le parece? - contestó ruborizándose -. A veces me digo que valgo más de lo que mi ma... de lo que la gente piensa.

- Vales muchísimo.

- Entonces, ¿puedo mandar un artículo sobre Costumbres de los Empleados de Banco, al Tit-Bits, y ganar una libra esterlina de premio?

- No era, precisamente, lo que quería decir. Quizá valdría más esperar un poco y adelantar el cuento de la galera.

- Sí, pero no llevará mi firma. Tit-Bits publicará mi nombre y mi dirección, si gano. ¿De qué se ríe? Claro que los publicarían.

- Ya sé. ¿Por qué no vas a dar una vuelta? Quiero revisar las notas de nuestro cuento.

Este vituperable joven que se había ido, algo ofendido y desalentado, había sido tal vez remero del Argos, e, innegablemente, esclavo o compañero de Thorfin Karlsefne. Por eso le interesaban profundamente los concursos de Tit-Bits. Recordando lo que me había dicho Grish Chunder, me reí fuerte. Los Señores de la Vida y la Muerte nunca permitirían que Charlie Mears hablara plenamente de sus pasados, y para completar su revelación yo tendría que recurrir a mis invenciones precarias, mientras él hacía su artículo sobre empleados de banco.

Reuní mis notas, las leí; el resultado no era satisfactorio. Volví a releerlas. No había nada que no hubiera podido extraerse de libros ajenos, salvo quizá la historia de la batalla en el puerto. Las aventuras de un vikingo habían sido noveladas ya muchas veces; la historia de un galeote griego tampoco era nueva y, aunque yo escribiera las dos, ¿quién podría confirmar o impugnar la veracidad de los detalles? Tanto me valdría redactar un cuento del porvenir. Los Señores de la Vida y la Muerte eran tan astutos como lo había insinuado Grish Chunder. No dejarían pasar nada que pudiera inquietar o apaciguar el ánimo de los hombres. Aunque estaba convencido de eso, no podía abandonar el cuento. El entusiasmo alternaba con la depresión, no una vez sino muchas en las siguientes semanas. Mi ánimo variaba con el sol de marzo y con las nubes indecisas. De noche, o en la belleza de una mañana de primavera, creía poder escribir esa historia y conmover a los continentes. En los atardeceres lluviosos percibí que podría escribirse el cuento, pero que no sería otra cosa que una pieza de museo apócrifa, con falsa pátina y falsa herrumbre. Entonces maldije a Charlie de muchos modos, aunque la culpa no era suya.

Parecía muy atareado en certámenes literarios; cada semana lo veía menos a medida que la primavera inquietaba la tierra. No le interesaban los libros ni el hablar de ellos y había un nuevo aplomo en su voz. Cuando nos encontrábamos, yo no proponía el tema de la galera; era Charlie el que lo iniciaba, siempre pensando en el dinero que podría producir su escritura.

- Creo que merezco a lo menos el veinticinco por ciento - dijo con hermosa franqueza -. He suministrado todas las ideas, ¿no es cierto?

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Esa avidez era nueva en su carácter. Imaginé que la había adquirido en la City, que había empezado a influir en su acento desagradablemente.

- Cuando la historia esté concluida, hablaremos. Por ahora, no consigo adelantar. El héroe rojo y el héroe moreno son igualmente difíciles.

Estaba sentado junto a la chimenea, mirando las brasas.

- No veo cuál es la dificultad. Es clarísimo para mí - contestó -. Empecemos por las aventuras del héroe rojo, desde que capturó mi barco en el sur y navegó a las Playas.

Me cuidé muy bien de interrumpirlo. No tenía ni lápiz ni papel, y no me atreví a buscarlos para no cortar la corriente. La voz de Charlie descendió hasta el susurro y refirió la historia de la navegación de una galera hasta Furdurstrandi, de las puestas del sol en el mar abierto vistas bajo la curva de la vela, tarde tras tarde, cuando el espolón se clavaba en el centro del disco declinante "y navegábamos por ese rumbo porque no teníamos otro", dijo Charlie. Habló del desembarco en una isla y de la exploración de sus bosques, donde los marineros mataron a tres hombres que dormían bajo los pinos. Sus fantasmas, dijo Charlie, siguieron a nado la galera, hasta que los hombres de a bordo echaron suertes y arrojaron al agua a uno de los suyos, para aplacar a los dioses desconocidos que habían ofendido. Cuando escasearon las provisiones se alimentaron de algas marinas y se les hincharon las piernas, y el capitán, el hombre del pelo rojo, mató a dos remeros amotinados, y al cabo de un año entre los bosques levaron anclas rumbo a la patria y un incesante viento los condujo con tanta fidelidad que todas las noches dormían. Eso, y mucho más, contó Charlie. A veces era tan baja la voz que las palabras resultaban imperceptibles. Hablaba de su jefe, el hombre rojo, como un pagano habla de su dios; porque él fue quien los alentaba y los mataba imparcialmente, según más le convenía; y él fue quien empuñó el timón durante tres noches entre hielo flotante, cada témpano abarrotado de extrañas fieras que "querían navegar con nosotros", dijo Charlie, "y las rechazábamos con los remos".

Cedió una brasa y el fuego, con un débil crujido, se desplomó atrás de los barrotes.

- Caramba - dijo con un sobresalto -. He mirado el fuego, hasta marearme. ¿Qué iba a decir?

- Algo sobre la galera.

- Ahora recuerdo. Veinticinco por ciento del beneficio, ¿no es verdad?

- Lo que quieras, cuando el cuento esté listo.

- Quería estar seguro. Ahora debo irme, tengo una cita.

Me dejó.

Menos iluso, habría comprendido que ese entrecortado murmullo junto al fuego era el canto de cisne de Charlie Mears. Lo creí preludio de una revelación total. Al fin burlaría a los Señores de la Vida y la Muerte.

Cuando volvió, lo recibí con entusiasmo. Charlie estaba incómodo y nervioso, pero los ojos le brillaban.

- Hice un poema - dijo.

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Y luego, rápidamente:

- Es lo mejor que he escrito. Léalo.

Me lo dejó y retrocedió hacia la ventana.

Gemí, interiormente. Sería tarea de una media hora criticar, es decir alabar, el poema. No sin razón gemí, porque Charlie, abandonado el largo metro preferido, había ensayado versos más breves, versos con un evidente motivo. Esto es lo que leí:

El día es de los más hermosos, ¡El viento contento/ ulula detrás de la colina, / donde dobla el bosque a su antojo, / y los retoños a su voluntad! / Rebélate, oh Viento; ¡hay algo en mi sangre/ que no te dejaría quieto! / Ella se me dio, oh Tierra, oh Cielo;/ ¡mares grises, ella es sólo mía! / ¡Que los hoscos peñascos oigan mi grito, / y se alegren aunque no sean más que piedras! / ¡Mía! La he ganado, ¡oh buena tierra marrón, / alégrate! La primavera está aquí; / ¡Alégrate, que mi amor vale dos veces más / que el homenaje que puedan rendirle todos tus campos! / ¡Que el labriego que te rotura sienta mi dicha / al madrugar para el trabajo!

- El verso final es irrefutable - dije con miedo en el alma. Charlie sonrió sin contestar.

Roja nube del ocaso, proclámalo: soy el vencedor. ¡Salúdame, oh Sol, como dueño dominante y señor absoluto sobre el alma de Ella!

- ¿Y? - dijo Charlie, mirando sobre mi hombro. Silenciosamente puso una fotografía sobre el papel. La fotografía de una muchacha de pelo crespo y boca entreabierta y estúpida.

- ¿No es... no es maravilloso? - murmuró, ruborizado hasta las orejas -. Yo no sabía, yo no sabía... vino como un rayo.

- Sí, vino como un rayo. ¿Eres feliz, Charlie?

- ¡Dios mío... ella... me quiere!

Se sentó, repitiendo las últimas palabras. Miré la cara lampiña, los estrechos hombros ya agobiados por el trabajo de escritorio y pensé dónde, cuándo y cómo había amado en sus vidas anteriores.

Después la describió, como Adán debió describir ante los animales del Paraíso la gloria y la ternura y la belleza de Eva. Supe, de paso, que estaba empleada en una cigarrería, que le interesaba la moda y que ya le había dicho cuatro o cinco veces que ningún otro hombre la había besado.

Charlie hablaba y hablaba; yo, separado de él por millares de años, consideraba los principios de las cosas. Ahora comprendí por qué los Señores de la Vida y la Muerte cierran tan cuidadosamente las puertas detrás de nosotros. Es para que no recordemos nuestros primeros amores. Si no fuera así, el mundo quedaría despoblado en menos de un siglo.

- Ahora volvamos a la historia de la galera - le dije aprovechando una pausa.

Charlie miró como si lo hubiera golpeado.

- ¡La galera! ¿Qué galera? ¡Santos cielos, no me embrome! Esto es serio. Usted no sabe hasta qué punto.

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Grish Chunder tenía razón. Charlie había probado el amor, que mata el recuerdo, y el cuento más hermoso del mundo nunca se escribiría.

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PLAN  DE  LECTURA        “Mi  verdadera  historia  de  fantasmas”.  Rudyard  Kipling  

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MI VERDADERA HISTORIA DE FANTASMAS

Rudyard Kipling

Mientras atravesaba el Desierto, así sucedió...

Mientras atravesaba el Desierto,

LA CIUDAD DE LA NOCHE TERRIBLE

En algún lugar del Otro Mundo, donde existen libros, cuadros, obras de teatro, escaparates, y miles

de hombres que dedican su vida a producir estas cuatro cosas, vive un caballero que escribe historias

reales sobre los sentimientos reales de la gente. Se llama Walter Besant. Sin embargo, insistirá en que

se trate a sus fantasmas -ha publicado un buen número de libros sobre ellos- con cierta frivolidad. Mr.

Besant hace que los que han visto fantasmas hablen con familiaridad y, en algunos casos, flirteen

escandalosamente con los espectros. El hecho es que uno puede tratar cualquier cosa, desde un Virrey

a un Periódico Vernáculo, con cierta frivolidad; no obstante, se debe mostrar respeto hacia un

fantasma, y, en particular, hacia un fantasma de la India.

En esta tierra existen fantasmas que adoptan la apariencia de cadáveres gordos, fríos y

descompuestos, que se esconden en los árboles, al borde del camino, hasta que pasa un viajero.

Entonces se tiran al cuello y no hay forma de quitárselos de encima. Existen también fantasmas

horribles de mujeres que han muerto al dar a luz. Éstos vagan sin rumbo por los caminos al anochecer,

o se esconden en los campos de cultivo, cerca de las aldeas, y atraen a la gente con voces seductoras.

Pero atender a sus demandas significa morir en este mundo y en el otro. Sus pies están vueltos hacia

atrás, de manera que cualquier hombre en su sano juicio puede reconocerlos. Existen fantasmas de

niños que han sido arrojados al fondo de un pozo. Éstos deambulan por los brocales de los pozos y los

márgenes de las junglas, y lloran bajo las estrellas, o agarran a las mujeres de las muñecas y les

suplican que les lleven en brazos. Tanto estos fantasmas como los que adoptan apariencia de cadáveres

son, sin embargo, patrimonio indígena y no atacan a los Sahibs. Hasta la fecha no hay ningún informe

comprobado sobre un inglés asustado por un fantasma indígena; por el contrario, muchos fantasmas

ingleses han dado un susto de muerte tanto a blancos como a negros.

Casi todas las estaciones de la India poseen un fantasma. Se dice que hay dos en Simla, sin contar a

la mujer que acciona los fuelles en el dâk-bungalow1 de Syree, en el Camino Viejo; Mussie tiene una

casa encantada por una Cosa un tanto escandalosa; se supone que una Dama Blanca hace la guardia

                                                                                                                         1  Posadas  oficiales  donde  se  alojaban  los  funcionarios  y  civiles  británicos.  

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PLAN  DE  LECTURA        “Mi  verdadera  historia  de  fantasmas”.  Rudyard  Kipling  

   2  

nocturna en los alrededores de una casa de Lahore; en Dalhousie se dice que una de sus casas «repite»

en las noches de otoño los horribles detalles de la caída de un caballo por un precipicio; Murrie tiene

un fantasma muy alegre, y, ahora que la población ha sido diezmada por una epidemia de cólera, habrá

espacio de sobra para un fantasma triste; en Mian Mir hay una Residencia de Oficiales cuyas puertas

se abren sin razón aparente, y se asegura que los muebles chirrían, no a causa del calor de junio, sino

por el peso de Seres Invisibles que van a matar el tiempo en sus cómodos sillones; Peshawar posee

casas que nadie se atreve a alquilar; y hay algo anormal -algo que no tiene nada que ver con la fiebre-

en un gran bungalow de Allahabad. Las Provincias antiguas están sencillamente atestadas de casas

encantadas, y a lo largo y ancho de los caminos principales desfila un ejército de espectros.

Algunos dâk-bungalows del Gran Camino están situados cerca de pequeños cementerios -mudos

testigos de los cambios y azares de esta vida mortal-, que datan de los tiempos en que la gente viajaba

en coche desde Calcuta al Noroeste. Es desagradable instalarse en esos bungalows. Por regla general

son muy viejos y están invariablemente sucios, aparte de que el khansamah2 es tan viejo como el

propio bungalow. A menudo desvarían en tono senil, o caen en prolongados estados de trance propios

de la edad. Tanto en un caso como en otro, son inútiles. Y si uno se enfada, empezará a contarte

historias acerca de algún Sahib muerto y enterrado en los últimos treinta años, y asegurará que cuando

estaba al servicio de dicho Sahib no había un solo khansamah en la Provincia que pudiera compararse

a él. Después se pondrá a divagar de forma ininteligible, a hacer muecas, a temblar, a pasearse

nerviosamente entre los platos, y uno terminará por arrepentirse de haberse enfadado.

En estos dâk-bungalows es más probable tropezarse con fantasmas, y, en caso de que se encuentren,

sería aconsejable tomar buena nota. No hace mucho tiempo, mis ocupaciones personales me obligaron

a alojarme en dâk-bungalows. Nunca pasaba tres noches seguidas en la misma posada, así que terminé

siendo un erudito en la materia. Viví en casas construidas por el gobierno, con paredes de ladrillo rojo,

techos de cañizo, un inventario de los muebles en cada habitación y una cobra entusiasmada en el

umbral, preparada para darte la bienvenida. Viví en posadas «habilitadas» -viejas casas convertidas en

dâk-bungalows- donde la última inscripción en el libro de huéspedes estaba fechada quince meses atrás

y se cortaba la cabeza del cabrito con una espada. Tuve la fortuna de tropezar con toda clase de

hombres, desde sobrios misioneros ambulantes y desertores de los regimientos británicos hasta

vagabundos que arrojaban las botellas de whisky a los transeúntes; y aún tuve mayor fortuna al

escaparme por los pelos de un caso de maternidad. Si tenemos en cuenta que una parte considerable de

las tragedias de nuestras vidas en la India suceden en los dâk-bungalows, me resultaba sorprendente

                                                                                                                         2  Cocinero.  

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PLAN  DE  LECTURA        “Mi  verdadera  historia  de  fantasmas”.  Rudyard  Kipling  

   3  

que no me hubiera tropezado con ningún fantasma. Un fantasma que eligiera voluntariamente rondar

por un dâk-bungalow tenía que estar, a la fuerza, mal de la cabeza; pero son tantos los hombres que se

han vuelto locos en ddkbungalows que parece posible que haya un alto porcentaje de fantasmas

lunáticos.

A su debido tiempo me encontré por fin con mi fantasma, o mejor dicho, con mis fantasmas, porque

fueron dos. Hasta ese momento yo era partidario de la forma de tratarlos recomendada por Mr. Besant,

tal como se expone en The Strange Case ofMr. Lucraftand other Stories. Ahora estoy en la Oposición.

Llamaremos al bungalow de Katmal dâk-bungalow. Pero esto es lo menos horroroso de mi relato.

Una persona de piel sensible debe evitar dormir en dâk-bungalows. Debería casarse. El dâk-bungalow

de Kaimal estaba viejo, podrido, y necesitaba reparaciones urgentes. Los baldosines del suelo estaban

desgastados, las paredes cubiertas de inmundicias y las ventanas ennegrecidas de mugre. Se levantaba

en un camino secundario, muy frecuentado por asistentes indígenas de subsecretarios de toda clase,

desde hacienda a forestales; pero los verdaderos Sahibs eran raros. El khansamah, que estaba

completamente doblado por los años, así lo afirmaba.

Cuando llegué a aquel lugar, una lluvia caprichosa e indecisa caía sobre la faz de la tierra,

acompañada por un viento turbulento, y cada ráfaga que golpeaba las palmeras del exterior producía

un sonido similar al de una carraca de huesos secos. El khansamah perdió la cabeza con mi llegada.

Había servido a un Sahib en el pasado. ¿Conocía yo a aquel Sahib? Me dio el nombre de una persona

muy conocida, que llevaba muerta y enterrada más de un cuarto de siglo, y me enseñó un viejo

daguerrotipo de aquel hombre en su prehistórica juventud. Yo había visto un grabado de dicho perso-

naje entre las páginas de un volumen doble de memorias apenas un mes antes, y me sentí

indescriptiblemente viejo.

El cielo se cerraba y el khansamah fue a prepararme la cena. No empleó la rebuscada palabra khana:

alimentos para consumo humano. Empleó ratub, y eso significa, entre otras cosas, «bazofia»: raciones

de perro. No había elegido el término para insultarme. Sencillamente había olvidado la otra palabra,

supongo.

Una vez explorado el ddk-bungalow, me acomodé en un sillón mientras el khansamah se dedicaba a

despedazar cadáveres de animales. Había tres dormitorios, además del mío, que era un miserable

cuchitril situado en una esquina, y cada uno de ellos comunicaba con los otros por medio de una

mugrienta puerta de color blanco, atrancada con largas barras de hierro. El bungalow era bastante

sólido, pero los tabiques de las paredes eran de pacotilla. Cada paso o golpe de baúl producía ecos que

se expandían desde mi habitación a las otras, y cada pisada regresaba a mis oídos con un tono trémulo,

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tras atravesar las paredes distantes. Por ese motivo cerré la puerta. No había lámparas, sólo velas

dentro de largas pantallas de vidrio. En el baño había un pabilo.

Por su abandono, por su estado de pura miseria, aquel ddk-bungalow era el peor de los muchos en los

que yo había plantado los pies. No tenía chimenea, y las ventanas se negaban a cerrarse, de modo que

un brasero de carbón habría resultado inútil. La lluvia y el viento salpicaban, gorgoteaban y gemían

alrededor de la casa, y las palmeras vibraban y rugían. Media docena de chacales aullaban por las

proximidades, y una hiena se reía de ellos a cierta distancia. Una hiena podría convencer a un saduceo

de la Resurrección de los Muertos... de los muertos de la peor calaña. En ese momento llegó el ratub-

una curiosa mezcolanza, mitad indígena mitad inglesa- acompañada por el viejo khansamah, que

murmuraba detrás de mi asiento un sinfín de bobadas acerca de ingleses muertos y enterrados,

mientras las candelas, agitadas por el viento, jugaban a hacer sombras con la cama y las gasas del mos-

quitero. Era esa clase de comida, esa clase de noche, que hacen que un hombre se acuerde de cada uno

de sus pecados pasados, y de todos los que desearía cometer si siguiera vivo.

Dormir, por centenares motivos, no resultaba fácil. La lámpara del baño proyectaba en la habitación

las sombras más absurdas, y el viento susurraba cosas sin sentido.

Justo cuando los motivos se empezaban a adormecer con las picaduras de los chupadores de sangre,

escuché en el recinto del bungalow el habitual gruñido: «Cojámoslo y arriba», propio de los

porteadores de doolies3. Primero llegó un doolie, después otro, y finalmente un tercero. Escuché el

ruido que hacían los doolies al posarse en el suelo, seguido por el movimiento del cerrojo de la puerta

de enfrente. «Alguien intenta entrar», pensé. Pero nadie dijo una palabra y me convencí a mí mismo de

que no había sido más que una ráfaga de viento. Entonces, el cerrojo del dormitorio de al lado se agitó,

se descorrió y la puerta se abrió. «Será algún asistente de subsecretario -me dije-, y ha traído a sus

amigos. Ahora se pasarán una hora hablando, escupiendo y fumando.» Pero no se oyeron voces, ni

pasos. Nadie dejó su equipaje en el dormitorio contiguo. La puerta se cerró y yo agradecí a la Pro-

videncia por restituirme la paz. Pero sentía curiosidad por saber adónde habían ido a parar los doolies.

Me levanté de la cama para escrutar la oscuridad. No había la menor señal de doolies. Justo cuando iba

a volverme a la cama, escuché en el dormitorio de al lado un sonido de una bola de billar deslizándose

a lo largo del tapete cuando el que ha golpeado la bola está preparándose para sacar. Ningún otro ruido

se parece a ése. Un minuto después se produjo el mismo sonido, y me metí en la cama. No estaba

asustado... ciertamente, no lo estaba. Sentía una curiosidad creciente por saber qué había pasado con

los doolies. Esta curiosidad me impulsó a saltar de la cama.                                                                                                                          

3  Litera  rústica  de  las  montañas,  transportada  por  indígenas.  

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Un minuto después escuché los dos golpes secos de una carambola, y los pelos se me pusieron de

punta. No es exacto decir que los pelos se ponen de punta. La piel de la cabeza se pone tensa y se

siente un escozor vago y punzante por todo el cuero cabelludo. Eso es lo que significa exactamente que

«los pelos se ponen de punta».

Se escuchó de nuevo el deslizamiento, seguido de un golpe seco, y ambos sonidos sólo podían haber

sido producidos por una cosa: una bola de billar. Discutí conmigo mismo los pormenores de la

situación, y cuanto más los discutía menos probable me parecía que una cama, una mesa y dos sillas -a

eso se reducía el mobiliario del dormitorio de al lado- pudieran reproducir los sonidos de una partida

de billar. Cuando se produjo la siguiente carambola, dejé de discutir. Me había encontrado con mi

fantasma, y habría dado cualquier cosa por escapar de aquel dâk-bungalow. Seguí escuchando, y a

medida que escuchaba, me parecía más evidente que se trataba de una partida. El deslizamiento de las

bolas y los golpes secos se sucedían con ritmo monótono. A veces se producía un doble golpe, luego

un deslizamiento, y a continuación otro golpe. Sin lugar a dudas, había gente jugando al billar en el

cuarto de al lado. ¡Y el cuarto de al lado no era lo bastante grande para albergar una mesa de billar!

Seguí escuchando el desarrollo de la partida en los intervalos que dejaban las ráfagas de viento,

golpe tras golpe. Intenté convencerme de que no se escuchaban voces; en vano.

¿Saben ustedes lo que es el miedo? No me refiero al miedo ordinario a una ofensa, al dolor o la

muerte, sino al miedo abyecto, al estremecimiento de terror provocado por algo que no se puede ver, al

miedo que seca el interior de la boca y la mitad de la garganta, al miedo que hace sudar las palmas de

las manos y tragar saliva para que no se paralice la campanilla. Eso es el puro Miedo: una enorme

cobardía, y hay que sentirlo para saber lo que es realmente. La imposibilidad de una partida de billar

en un dâk-bungalow me confirmaba la autenticidad del extraño fenómeno. Ningún hombre -borracho o

sobrio- puede imaginarse una partida de billar, o inventarse el golpe seco y preciso de una carambola.

Un riguroso cursillo de dâk-bungalows tiene la siguiente desventaja: fomenta una infinita credulidad.

Si un hombre le dice a un inveterado huésped de ddkbungalows•. «Hay un cadáver en el cuarto de al

lado y una mujer ha enloquecido en el de más allá, y, además, el hombre y la mujer que van en aquel

camello son amantes y se acaban de fugar de un lugar situado a sesenta millas de aquí», el inveterado

huésped se lo tragará todo, porque sabe muy bien que nada es tan extraño, grotesco u horrible, que no

pueda suceder en un dâk-bungalow.

Esta credulidad, por desgracia, se extiende a los fantasmas. Una persona racional, recién llegada a

esta tierra, se habría vuelto y se habría dormido. Yo no lo hice. Estoy tan seguro de que la multitud de

bichos que pululaban por la cama me consideraba un cadáver inmundo al que no valía la pena seguir

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picando, pues todo el torrente sanguíneo se me había concentrado en el corazón, como lo estoy de que

escuché cada golpe de una larga partida de billar que se desarrolló en el dormitorio contiguo al mío,

cuya puerta estaba atrancada con una pesada barra de hierro. El miedo que me obsesionaba consistía en

pensar que los jugadores quisieran un árbitro. Era un miedo absurdo, claro está, porque unos seres

capaces de jugar en la oscuridad deben estar por encima de cosas tan superfluas. Sólo sé que ése era el

terror que me obsesionaba; y era real.

Al cabo de un largo rato, el juego concluyó y la puerta se cerró de golpe. Me dormí porque estaba

muerto de cansancio. De otro modo, habría preferido mantenerme despierto. No hay nada en Asia que

me hubiera inducido a descorrer la barra de la puerta y echar una mirada en la oscuridad del cuarto de

al lado.

Cuando llegó la mañana, me dije que había obrado con sensatez y prudencia, y le pedí información al

khansamah sobre los medios para salir de allí cuanto antes.

-A propósito, khansamah -dije-, ¿qué demonios pasó con los tres doolies que llegaron anoche?

-Aquí no llegó ningún doolie -dijo el khansamah.

Entré en el dormitorio de al lado. La luz del sol penetraba por la puerta abierta e inundaba el interior.

Sentí un coraje inmenso. A esa hora me habría atrevido a jugar al Black Pool con el mismísimo

propietario del gran salón de allá abajo.

-¿Este lugar ha sido siempre un dâk-bungalow? -pregunté.

-No -contestó el khansamah-. Hace diez o veinte años, ya no recuerdo cuántos, era un salón de billar.

-¿Un... qué?

-Un salón de billar para los Sahibs que construyeron el Ferrocarril. Yo era entonces khansamah en la

gran casa donde vivían los Sahibs del Ferrocarril, y solía venir aquí a servirles un brandy. Estos tres

dormitorios formaban el salón, y había una mesa grande donde jugaban los Sahibs todas las noches.

Pero ahora los Sahibs están muertos y el Ferrocarril, usted ya lo sabe, llega casi hasta Kabul.

-¿Recuerdas alguna cosa referente a los Sahibs?

-Ha pasado mucho tiempo, pero recuerdo que uno de los Sahibs, un hombre gordo, que se pasaba el

día enfadado, estaba jugando aquí una noche y me dijo: «Mangal Khan, brandy.» Yo llené el vaso, y el

Sahib se inclinó sobre la mesa para golpear la bola... y entonces su cabeza fue bajando y bajando hasta

chocar con la mesa, y se le cayeron las gafas. Y cuando nosotros -los Sahibs y yo- corrimos a

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levantarle, estaba muerto. Yo les ayudé a sacarlo. ¡Era un Sahib muy fuerte! Pero ahora está muerto, y

yo, el viejo Mangal Khan, estoy vivo todavía, para servir al Sahib.

¡Aquello fue más que suficiente! Tenía por fin mi fantasma... un fantasma de primera mano, un

fantasma auténtico. Escribiría a la Sociedad de Investigaciones Psíquicas... ¡paralizaría el Imperio con

la noticia! Pero, antes que nada, pondría ochenta millas de tierra de cultivo entre mi persona y aquel

dàk-bungalow antes de que cayera la noche. La Sociedad podía enviar a su agente habitual para que

investigara el caso un poco más tarde.

Entré en mi dormitorio, tomé buena nota de los hechos y preparé mi equipaje. Mientras fumaba,

volví a escuchar el sonido del juego, pero esta vez con una pérdida considerable, pues el recorrido de

la bola era más corto.

La puerta estaba abierta y era posible ver el interior del dormitorio. ¡Cloc-cloc! Una carambola.

Entré sin miedo, pues la luz del sol bañaba el cuarto y soplaba una ligera brisa. El juego invisible

continuaba con una tremenda animación. Y no era extraño: una inquieta rata corría de un lado a otro

por el interior de la mugrienta tela del techo y un trozo desprendido del marco de la ventana golpeaba a

un ritmo constante el alféizar, agitado por la brisa.

¡Imposible confundir el sonido de las bolas de billar! ¡Imposible confundir el sonido que hace una

bola de billar al deslizarse por el tapete! Al menos tenía una excusa. Cerré los ojos. El ruido era

sorprendentemente similar al de una partida de billar.

En ese instante entró en el cuarto, muy enfadado, mi fiel compañero de penas, Kadir Baks.

-¡Este bungalow es inmundo, y de la peor casta! No me extraña que su Presencia haya sido

molestado y esté lleno de picaduras. Tres grupos de porteadores de doolies llegaron al bungalow ya

muy entrada la noche, mientras yo dormía fuera, ¡y dijeron que tenían la costumbre de dormir en las

habitaciones reservadas para los ingleses! ¿Acaso no tiene honor este khansamah? Intentaron entrar,

pero yo les dije que se fueran. No me extraña, si es que esos Ooryas4 han estado aquí, que su Presencia

haya sufrido grandes molestias. ¡Es una vergüenza, un comportamiento propio de hombres sin

decencia!

Lo que no dijo Kadir Baks es que había cobrado por anticipado a cada grupo de porteadores dos

annas de alquiler, y que luego, cuando se encontraban fuera del alcance de mi oído, les había

propinado una tunda con el enorme paraguas verde, cuya utilidad yo no había sospechado hasta

                                                                                                                         4  Casta  agrícola  de  Orissa.  

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   8  

entonces. Pero Kadir Baks no tenía nociones de moralidad.

Tuve una entrevista con el khansamah, pero enseguida se le fue la cabeza. Mi cólera se convirtió en

lástima, y la lástima dio paso a una larga conversación, en el curso de la cual el viejo situó la trágica

muerte del gordo Sahib ingeniero en tres estaciones diferentes... dos de ellas a cincuenta millas de

distancia. El tercer lugar era Calcuta, y allí el Sahib murió mientras conducía un dog-cart.

Si hubiera animado un poco más al khansamah, habría recorrido toda Bengala con su cadáver.

No me fui tan pronto como había previsto. Me quedé a pasar la noche, mientras el viento, la rata, el

marco y el alféizar jugaban una partida verdaderamente reñida, con una tediosa repetición de golpes.

Luego el viento cesó y la partida de billar concluyó. Comprendí que mi genuina y verdadera historia de

fantasmas había quedado completamente arruinada.

Si hubiera suspendido las investigaciones en el momento oportuno, podría haber redactado algo

interesante.

¡Esto era lo que más me amargaba!

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PLAN  DE  LECTURA           “La  aventura  de  la  cocinera”.  Agatha  Cristie  

 1  

La aventura de la cocinera Agatha Christie

En la época en que compartía mi habitación con Hércules Poirot contraje el hábito de leerle, en voz alta, los epígrafes del Daily Blare, diario de la mañana.

Este periódico sabía sacar siempre un gran partido de los sucesos del día para crear sensación. A sus páginas asomaban a la luz pública, robos y asesinatos. Y los grandes caracteres de sus títulos herían la vista ya desde la primera página.

He aquí varios ejemplos:

«Empleado de una casa de Banca que huye con unas acciones negociables cuyo valor es de cincuenta mil libras.» «Marido que mete la cabeza en un horno de gas para escapar a la mísera vida de familia.» «Mecanógrafa desaparecida. Era una hermosa muchacha de veinte años.» «¿Dónde se halla Edna Field?»

—Vea, Poirot. Aquí tiene dónde escoger. ¿Qué prefiere: un huidizo empleado de Banca, un suicidio misterioso o una muchacha desaparecida?

Pero mi amigo, que estaba de buen humor, movió la cabeza.

—No me atrae ninguno de esos casos, mon ami —dijo—. Hoy me inclino a una existencia sosegada. Sólo la solución de un problema interesante me movería a levantarme de este sillón. Tengo que atender a asuntos particulares más importantes.

—¿Cómo, por ejemplo...?

—Mi guardarropa, Hastings. Me ha caído una mancha, una sola, Hastings, en el traje nuevo y me preocupa. Luego tengo que dejar en poder de Keatings el abrigo de invierno. Y me parece que voy a recortarme el bigote antes de aplicarle la pomade.

—Bueno, ahí tiene un cliente —dije después de asomarme a mirar por la ventana—. Se me figura que no va a poder poner en obra tan fantástico programa. Ya suena el timbre.

—Pues si no se trata de un caso excepcional —repuso Poirot con visible dignidad— que no piense ni por asomo que voy a encargarme de él.

Poco después irrumpió en nuestro santasanctórum una señora robusta, de rostro colorado, que jadeaba a causa de su rápida ascensión de la escalera.

—¿Es usted Hércules Poirot? —preguntó dejándose caer en una silla.

—Sí, madame. Soy Hércules Poirot.

—¡Hum! Qué poco se parece usted al retrato que me habían hecho... —repuso la recién llegada mirándole con cierto desdén—. ¿Ha pagado el artículo encomiástico en que se habla de su talento, o lo escribió el periodista por su cuenta y riesgo?

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PLAN  DE  LECTURA           “La  aventura  de  la  cocinera”.  Agatha  Cristie  

 2  

—¡Madame! —dijo incorporándose a medias mi amigo.

—Usted perdone, pero ya sabe lo que son los periódicos de hoy día. Comienza usted a leer un bello artículo titulado: «Lo que dice la novia a la amiga fea», y al final descubre que se trata del anuncio de una perfumería que desea despachar determinada marca de champú. Todo es bluf. Pero no se ofenda, ¿eh?, que voy al grano. Deseo que busque a mi cocinera, que ha desaparecido.

Poirot tenía la lengua expedita, mas en esta ocasión no acertó a hacer uso de ella y miraba a la visitante, desconcertado. Yo me volví para disimular una sonrisa.

—No sé por qué se entretiene hoy la gente en meter ideas extravagantes en la cabeza de los sirvientes —siguió diciendo la señora—. Les ilusionan con el señuelo de la mecanografía y qué sé yo más. Pero como digo: basta de estratagemas. Me gustaría saber de qué pueden quejarse mis criados que no sólo tienen permiso para salir entre semana, sino también los domingos alternos y festivos, que no tienen que lavar ni tomar margarina porque no la hay en casa. Yo uso siempre mantequilla superior.

—Temo que comete una equivocación, madame. Yo no dirijo ninguna investigación encaminada a averiguar las condiciones actuales del servicio doméstico. Soy detective particular.

—Ya lo sé —repuso nuestra visitante—. Ya he dicho que deseo que busque a mi cocinera, que salió de casa el miércoles pasado, sin decir una palabra, y que no ha regresado.

—Lo siento, madame, pero yo no trato de esta clase de asuntos. Le deseo muy buenos días.

La visitante lanzó un resoplido de indignación.

—¿Sí, buen amigo? ¿Conque es orgulloso, verdad? ¿Conque sólo trata de secretos de Estado y de las joyas de las condesas? Pues permítame que le diga que una sirvienta tiene tanta importancia como una tiara para una mujer de mi posición. No todas podemos ser señoras elegantes, de coche, cargadas de brillantes y perlas. Una buena cocinera os una buena cocinera, pero cuando se la pierde representa tanto para una como las perlas para cualquier dama de la aristocracia.

La dignidad de Poirot libró batalla con su sentido del humor; finalmente volvió a sentarse y se echó a reír.

—Tiene razón, madame; era yo el equivocado: sus observaciones son justas e inteligentes. Este caso constituirá para mí una novedad, porque aún no había andado a la caza de una doméstica desaparecida. Éste es, precisamente, el problema de importancia nacional que yo le pedía a la suerte cuando llegó usted. En avant! Dice usted que la cocinera salió el miércoles de su casa y que todavía no ha vuelto a ella. Y el miércoles fue anteayer...

—Sí, era su día de salida.

—Pues probablemente, madame, habrá sufrido un accidente. ¿Ha preguntado ya en los hospitales?

—Pensaba hacerlo ayer, pero esta mañana me ha mandado a pedir el baúl, ¡sin ponerme cuatro líneas siquiera! Si hubiera estado yo en la casa le aseguro que no la hubiera dejado marchar así. Pero había ido a la carnicería.

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 3  

—¿Quiere darme sus señas?

—Se llama Elisa Dunn y es de edad madura, gruesa, de cabello negro canoso y de aspecto respetable.

—¿Habían reñido ustedes antes?

—No, señor. Y esto es lo raro del caso.

—¿Cuántos criados tiene, madame?

—Dos. Annie, la doncella, es una buena muchacha. Es olvidadiza y tiene la cabeza algo a pájaros, pero es buena sirvienta siempre que se esté encima de ella.

—¿Se avenían ella y la cocinera?

—En general sí, aunque tenían sus altercados de vez en cuando.

—¿Y la doncella no puede arrojar alguna luz sobre el misterio?

—Dice que no, pero ya conoce usted a los sirvientes, se tapan unos a otros.

—Bien, bien, ya veremos esto. ¿Dónde reside, madame?

—En Clapham; Albert Road, número 88.

—Bien, madame, le deseo muy buenos días y cuente con verme en su residencia en el curso del día.

Luego mistress Todd, que así se llamaba la nueva clienta, se despidió de nosotros.

Poirot me miró con cierta rudeza.

—Bien, bien. Hastings, éste es un caso nuevo. ¡La desaparición de una cocinera! ¡Seguramente que el inspector Japp no habrá oído jamás cosa parecida!

A continuación calentó una plancha y con ella quitó, con ayuda de un trozo de papel de estraza, la mancha de grasa del nuevo traje gris. Dejando con sentimiento para otro día el arreglo de los bigotes, marchamos en dirección a Clapham.

Prince Albert Road demostró ser una calle de pocas casas, todas exactamente iguales, con ventanas ornadas de cortinas de encajes y llamadores de brillante latón en las puertas.

Al pulsar el timbre del número 88 nos abrió la puerta una bonita doncella, vestida pulcramente. Mistress Todd salió al vestíbulo para saludarnos.

—No se vaya, Annie —exclamó—. Este caballero es detective y desea dirigir a usted algunas preguntas.

El rostro de Annie reveló la alarma y una excitación agradable.

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 4  

—Gracias, madame —dijo Poirot inclinándose—. Me gustaría interrogar a su doncella ahora y sin testigos.

Nos introdujeron en un saloncito, y cuando se fue mistress Todd, a disgusto, comenzó Poirot el interrogatorio.

—Voyons, mademoiselle Annie, todo cuanto nos explique revestirá la mayor importancia. Sólo usted puede arrojar alguna luz sobre nuestro caso y sin su ayuda no haremos nada.

La alarma se desvaneció del semblante de la doncella y la agradable excitación se hizo más patente.

—Esté seguro, señor, de que diré todo lo que sé.

—Muy bien —dijo Poirot con el rostro resplandeciente—. Ante todo, ¿qué opina usted? Porque posee una inteligencia notable. ¡Se ve en seguida! ¿Cuál es su explicación de la desaparición de Elisa?

Animada de esta manera, Annie se dejó llevar de una verbosidad abundante.

—Se trata de los esclavistas blancos, señor. Lo he dicho siempre. La cocinera me ponía siempre en guardia contra ellos. «Por caballeros que te parezcan —me decía—, no olfatees ningún perfume ni comas ningún dulce de los que le ofrezcan.» Éstas fueron sus palabras. Y ahora se han apoderado de ella, estoy segura. Han debido llevársela a Turquía o a uno de esos lugares de Oriente donde, según se dice, gustan de las mujeres entradas en carnes.

—Pero en tal caso, y es admirable su idea, ¿hubiera mandado a buscar el baúl?

—Bien, no lo sé, señor. Pero supongo que aun en aquellos lugares exóticos, necesitará ropa.

—¿Quién vino a buscar el baúl? ¿Un hombre?

—Carter Peterson, señor.

—¿Lo cerró usted?

—No, señor. Ya estaba cerrado y atado.

—¡Ah! Es interesante. Eso demuestra que cuando salió el miércoles de casa estaba ya decidida a no volver a ella. ¿Se da cuenta de esto, no?

—Sí, señor. —Annie pareció sorprenderse—. No había caído en ello. Pero aun así puede tratarse de los esclavistas, ¿no cree? —agregó con tristeza.

—¡Claro! —dijo gravemente Poirot—. ¿Duermen ustedes en una misma habitación?

—No, señor. En distintas habitaciones.

—¿Le había dicho Elisa si estaba descontenta de su puesto actual? ¿Se sentían felices las dos aquí?

—La casa es buena —replicó Annie titubeando—. Ella nunca habló de que pensara dejarla.

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 5  

—Hable con franqueza. No se lo diré a la señora —dijo Poirot con acento afectuoso.

—Bien, la señora es algo difícil, naturalmente. Pero la comida es buena. Y abundante. Se come caliente a la hora de la cena, hay buenos entremeses y se nos da mucha carne de cerdo. Yo estoy segura de que aunque hubiera querido cambiar de casa, Elisa no se hubiera marchado así. Hubiera dado un mes de tiempo a la señora; sobre todo porque de lo contrario no hubiera cobrado el salario.

—¿Y el trabajo es muy duro?

—Bueno, la señora es muy meticulosa y anda buscando siempre polvo por todos los rincones. Además hay que cuidar del alojado, del huésped, como a sí mismo se llama. Pero únicamente desayuna y cena en casa, como el amo. Los dos pasan el día en la City.

—¿Le es simpático el amo?

—Sí, es bueno, muy callado y algo picajoso.

—¿Recuerda, por casualidad, lo último que dijo Elisa antes de salir de casa?

—Sí, lo recuerdo. Dijo: «Esta noche cenaremos una loncha de jamón con patatas fritas. Y luego, melocotón en conserva.» Se moría por los melocotones.

—¿Salía regularmente los miércoles?

—Sí, ella los miércoles y yo los jueves.

Poirot dirigió todavía a Annie varias preguntas y luego se dio por satisfecho. Annie marchóse y entró mistress Todd con el rostro iluminado por la curiosidad. Estaba algo resentida, estoy seguro, de que la hubiéramos hecho salir de la habitación durante nuestra conversación con Annie. Poirot se cuidó, no obstante, de aplacarla con tacto.

—Es difícil —explicó— que una mujer de inteligencia tan excepcional como la suya, madame, soporte con paciencia el procedimiento que nosotros, pobres detectives, tenemos que emplear. Porque tener la paciencia con la estupidez es difícil para las personas de entendimiento vivo.

Habiendo sido disipado el resentimiento que mistress Todd pudiera albergar, hizo recaer la conversación sobre el marido y obtuvo la información de que trabajaba para una firma de la City y de que no llegaría hasta las seis a casa.

—Este asunto debe traerle preocupado e inquieto, ¿no es así?

—Oh, no se preocupa por nada —declaró mistress Todd—. «Bien, bien, toma otra, querida.» Esto es todo lo que dijo. Es tan tranquilo que en ocasiones me saca de quicio: «Es una ingrata. Vale más que nos desembaracemos de ella.»

—¿Hay otras personas en la casa, mistress Todd?

—¿Se refiere a míster Simpson, el realquilado? Pues tampoco se preocupa de nada mientras se le dé de desayunar y de cenar.

—¿Cuál es su profesión, madame?

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 6  

—Trabaja en un Banco. —Mistress Todd mencionó el nombre y yo me sobresalté recordando la lectura del Daily Blare.

—¿Es joven?

—Tiene veintiocho años. Es muy simpático.

—Me gustaría poder hablar con él y también con su marido, si no tienen inconveniente. Volveré por la tarde. Entretanto, le aconsejo que descanse, madame. Parece fatigada.

Poirot murmuró unas palabras de simpatía y nos despedimos de la buena señora.

—Es una coincidencia curiosa —observé—, pero Davis, el empleado fugitivo, trabajaba en la misma casa de Banca que Simpson. ¿Qué le parece, existirá alguna relación entre las dos personas?

Poirot sonrió.

—Coloquemos en un extremo al empleado poco escrupuloso y en el otro a la cocinera desaparecida. Es difícil hallar relación entre ambas personas a menos que si Davis visitaba a Simpson se hubiera enamorado de la cocinera y la convenciera de que le acompañase en su huida.

Yo reí, pero Poirot conservó la seriedad.

—Pudo escoger peor. Recuerde, Hastings, que cuando se va camino del destierro, una buena cocinera puede proporcionar más consuelo que una cara bonita. —Hizo una pausa momentánea y luego continuó—: Éste es un caso de los más curiosos, lleno de hechos contradictorios. Me interesa, sí, me interesa extraordinariamente.

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 7  

Por la tarde volvimos a la calle Prince Albert, número 88, y entrevistamos a Todd y a Simpson. Era el primero un melancólico caballero, de unos cuarenta años.

—¡Ah, sí, sí, Elisa! Era una buena cocinera, mujer muy económica. A mí me gusta la economía.

—¿Alcanza a comprender por qué les dejó a ustedes de manera tan repentina?

—Verá: los criados son así —repuso con un aire vago—. Mi mujer se disgusta por todo. Le agota la preocupación constante. Y el problema es muy sencillo en realidad. Yo le digo: «Busca otra, querida. Busca otra cocinera. ¿De qué sirve llorar por la leche derramada?»

Míster Simpson se mostró igualmente vago. Era un joven taciturno, poco llamativo, que gastaba gafas.

—Era una mujer madura. Sí, la conocía. La otra es Annie, muchacha simpática y servicial.

—¿Sabe si se llevaban bien?

Míster Simpson lo suponía. No podía asegurarlo.

—Bueno, no hemos obtenido ninguna noticia interesante, mon ami —me dijo Poirot cuando salimos de la casa después de volver a escuchar de labios de mistress Todd la explicación, ampliada, de lo ocurrido, que conocíamos desde por la mañana.

—¿Está decepcionado porque esperaba saber algo nuevo? —dije.

—Hombre, siempre existe una posibilidad, naturalmente —repuso Poirot—. Pero tampoco lo creí probable.

Al día siguiente recibió una carta que leyó, rojo de indignación y me entregó después.

«Mistress Todd —decía— lamenta tener que prescindir de los servicios de monsieur Poirot, ya que después de hablar con su marido se da cuenta de lo innecesario que es llamar a un detective para la solución de un problema de índole doméstica. Mistress Todd le incluye una guinea como retribución a su consulta...»

—¡Aja! —exclamó mi amigo lleno de cólera—. ¿Será posible que crean que van a desembarazarse de mí, Hércules Poirot, con tanta facilidad? Como favor, un gran favor, consentí en investigar ese asunto tan miserable y mezquino y me despiden ¿comme ça? Aquí anda, o mucho me engaño, la mano de míster Todd. Pero ¡no y mil veces no!

Gastaré veinte, treinta guineas, si fuere preciso, hasta llegar al fondo de la cuestión.

—Sí. Pero, ¿cómo?

Poirot se calmó un poco.

—D'abord —contestó—; pondremos un anuncio en los periódicos. Un anuncio que diga, sobre poco más o menos... sí, eso es: «Si Elisa Dunn quiere molestarse en darnos su dirección le comunicaremos algo que le interesa mucho.» Insértelo en los periódicos de mayor circulación, Hastings. Entretanto, verificaré algunas pesquisas. Vaya, vaya, no hay tiempo que perder!

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 8  

No volví a verle hasta por la tarde, en que se dignó referirme en un corto espacio de tiempo lo que había estado haciendo.

—He hecho averiguaciones en la casa donde trabaja míster Todd. Tiene buen carácter y no faltó al trabajo el miércoles por la tarde. Tanto mejor para él. El martes, Simpson cayó enfermo y no fue al Banco, pero sí estuvo también el miércoles por la tarde. Era amigo de Davis, pero no muy amigo. De modo que no hay novedades por ese lado. Confiemos en el anuncio.

Éste apareció en los principales periódicos de la ciudad. Las órdenes de Poirot eran que siguiera apareciendo por espacio de una semana. Su ansiedad en este caso, tan poco interesante, de la desaparición de una cocinera, era extraordinaria, pero me di cuenta de que consideraba cuestión de honor perseverar hasta obtener el éxito. En esta época se le ofreció la solución de otros casos, más atrayentes, pero se negó a encargarse de ellos. Todas las mañanas abría precipitadamente la correspondencia y luego dejaba las cartas con un suspiro. Pero nuestra paciencia obtuvo su recompensa al fin. El miércoles que sucedió a la visita de mistress Todd la patrona nos anunció a una visitante que decía llamarse Elisa Dunn.

—En fin! —exclamó Poirot—. Dígale que suba. En seguida, Inmediatamente.

Al verse así incitada, la patrona salió a escape y poco después reapareció seguida de miss Dunn. Nuestra mujer era tal y como nos la habían descrito, alta, vigorosa, enteramente respetable.

—He leído su anuncio, y por si existe alguna dificultad vengo a decirles lo que ignoran; que ya he cobrado la herencia.

Poirot, que la observaba con atención, tiró de una silla y se la ofreció con un saludo.

—Su ama, mistress Todd —explicó—, se sentía inquieta. Temía que hubiera sido víctima de un accidente realmente serio.

Elisa Dunn pareció sorprenderse mucho.

—Entonces, ¿no ha recibido mi carta? —interrogó.

—No. —Poirot hizo una pausa y luego dijo con acento persuasivo—: Ea, cuéntenos lo ocurrido.

Y Elisa, que no necesitaba que se la incitase a ello, inició al punto una larga explicación.

—Al volver el miércoles por la tarde a casa, y cuando casi me hallaba delante de la puerta, me salió al paso un caballero. "Miss Elisa Dunn, ¿estoy en lo cierto?", preguntó. "Sí, señor", respondí. Acabo de preguntar por usted en el número 88 y me han dicho que no tardaría en llegar. Miss Dunn, he venido de Australia dispuesto a dar con su paradero. ¿Cuál era el nombre de soltera de su madre?" "Jane Ermott." "Precisamente. Bien, pues, aun cuando usted lo ignore,, miss Dunn, su abuela tenía una amiga muy querida que se llamaba Elisa Leech. Esta muchacha se expatrió, se fue a Australia, y allí contrajo matrimonio con un hombre acaudalado. Sus dos hijos murieron en la infancia y ella heredó la propiedad de su marido. Ha muerto hace unos meses y le deja a usted en herencia una casa y una considerable cantidad de dinero."

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 9  

»La noticia me impresionó tanto que hubieran podido derribarme con una pluma —prosiguió miss Dunn—. Además, de momento, aquel hombre me inspiró recelos, de lo que se dio cuenta, porque dijo sonriendo: "Veo que es prudente, y hace bien en ponerse en guardia, pero mire mis credenciales." Me entregó una carta y una tarjeta de los señores Hurts y Crotchet, notarios de Melbourne. Él era míster Crotchet. "Ahora, que la difunta le impone dos condiciones para que pueda percibir la herencia (era algo excéntrica, ¿comprende?) Primero debe tomar posesión de su casa de Cumberland mañana a mediodía; luego, cláusula menos importante, no debe prestar servicios domésticos." Yo quedé consternada. "Pero, míster Crotchet, soy cocinera", dije. "¿No se lo han dicho en casa?" "¡Caramba, caramba! No tenía la menor idea de semejante cosa. Creí que era aya o señorita de compañía. Es muy sensible, muy sensible, desde luego."

«"¿Quiere decir que deberé renunciar a esta fortuna?", pregunté con la ansiedad que pueden ustedes suponer. Míster Crotchet se paró a reflexionarlo un instante. "Miss Dunn —dijo después—, siempre existe un medio de burlar la Ley, y nosotros, los hombres de leyes, lo sabemos. Lo mejor será que haya usted salido a primera hora de la tarde de la casa en que sirve." "Pero ¿y mi mes?", interrogué. "Mi querida miss Dunn —repuso el abogado con una sonrisa—. Usted puede libremente dejar a su ama si renuncia al pago de sus servicios. Ella comprenderá en vista de las circunstancias. Aquí lo esencial es el tiempo. Es imperativo que tome usted el tren de las once y cinco en King's Cross para dirigirse al Norte. Yo le adelantaré diez libras para que pueda tomar el billete y para que pueda enviar unas líneas desde la estación a su señora. Se las llevaré yo mismo y le explicaré el caso."

«Naturalmente me avine a ello y una hora después me hallaba en el tren tan aturdida que no sabía dónde tenía la cabeza. Cuando llegué a Carlisle empecé a pensar que había sido víctima de una de esas jugarretas de que nos hablan los periódicos. Pero las señas que se me habían dado eran, en efecto, de unos abogados que me pusieron en posesión de la herencia, es decir, de una casita preciosa y de una renta de trescientas libras anuales. Como dichos abogados sabían poquísimos detalles, se limitaron a darme a leer la carta de un caballero de Londres en que se les ordenaba que me pusieran en posesión de la casa y de ciento cincuenta libras para los primeros seis meses. Míster Crotchet me envió la ropa, pero no recibí la respuesta de mistress Todd. Yo supuse que debía estar enojada y que envidiaba mi racha de buena suerte. Se quedó con mi baúl y me envió la ropa en paquetes. Pero si no le entregaron mi carta es muy natural que esté resentida.

Poirot había escuchado con atención tan larga historia y movió la cabeza como si estuviese satisfecho.

—Gracias, mademoiselle. En este asunto ha habido, como dice muy bien, una pequeña confusión. Permítame que le recompense la molestia —Poirot le puso un sobre cerrado en la mano—. ¿Piensa volver a Cumberland en seguida? Una palabrita al oído: No se olvide de guisar. Siempre es útil tener algo con qué contar cuando van mal las cosas.

—Esa mujer es crédula —murmuró Poirot cuando partió la visitante—, pero no más crédula que las personas de su clase. —Su rostro adoptó una expresión grave—. Vamos, Hastings, no hay tiempo que perder. Llame un taxi mientras escribo unas líneas a Japp.

Cuando volví con el taxi encontré a Poirot esperándome.

—¿Adonde vamos? —preguntó con viva curiosidad.

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 10  

—Primero a despachar esta carta por medio de un mensajero.

Una vez hecho esto, Poirot dio unas señas al taxista.

—Calle Prince Albert, número 88, Clapham.

—Conque, ¿nos dirigimos allí?

—Mais oui. Aunque si he de serle franco temo que lleguemos tarde. Nuestro pájaro habrá volado, Hastings.

—¿Quién es nuestro pájaro?

—El desvaído míster Simpson —replicó Poirot, sonriendo.

—¡Qué! —exclamé.

—Vamos, Hastings, ¡no diga que no lo ve claro ahora!

—Supongo que se ha tratado de alejar a la cocinera —observé, algo picado—. Pero ¿por qué? ¿Por qué deseaba Simpson alejarla de la casa? ¿Es que sabía algo?

—Nada.

—¿Entonces...?

—Deseaba algo que tenía ella.

—¿Dinero? ¿El legado de Australia?

—No, amigo mío. Algo totalmente distinto. —Poirot hizo una pausa y dijo gravemente—: Un baulito deteriorado.

Yo le miré de soslayo. La respuesta me pareció tan absurda que sospeché por un momento que trataba de burlarse de mí. Pero estaba perfectamente grave y serio.

—Pero digo yo —exclamé— que, de querer uno, podía adquirirlo.

—No necesitaba uno nuevo. Deseaba uno usado y viejo.

—Poirot, esto pasa de raya —exclamé—. ¡No me tome el pelo!

El detective me miró.

—Hastings, usted carece de la inteligencia y de la habilidad de míster Simpson —repuso—. Vea cómo se desarrollaron los acontecimientos el miércoles por la tarde. Simpson aleja, sirviéndose de una estratagema, de casa a la cocinera. Lo mismo una tarjeta impresa que el papel timbrado son fáciles de adquirir y además se desprende con gusto de ciento cincuenta libras, así como de un año de alquiler de la finca de Cumberland, para asegurar el éxito de sus planes. Miss Dunn no le reconoce: el sombrero, la barba, el leve acento extranjero, la confunden y desorientan por completo. Y así se da fin al miércoles... si pasamos por alto el hecho trivial, en apariencia: el de haberse apoderado Simpson de cincuenta mil libras en acciones.

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 11  

— ¡Simpson! ¡Pero si fue Davis!

—Déjeme proseguir, Hastings. Simpson sabe que el robo se descubriría el jueves por la tarde y no va el jueves al Banco, se queda en la calle a esperar a Davis, que debe salir a la hora de comer. Es posible que se hable del robo que ha cometido y que prometa a Davis la devolución de las acciones. Sea como quiera, logra que el muchacho le acompañe a Clapham. La casa está vacía porque la doncella ha salido, ya que es su día, y mistress Todd está en la subasta. De modo que cuando, más adelante, se descubra el robo y se eche a Davis de menos, ¡se le acusará de haber sustraído las acciones! Míster Simpson se sentirá para entonces seguro y podrá volver al trabajo a la mañana siguiente como empleado fiel a quien todos conocen.

—Pero ¿y Davis?

Poirot hizo un gesto expresivo y meneó la cabeza.

—Así, a sangre fría, parece increíble. Sin embargo, no le encuentro al hecho otra explicación, mon ami. La única dificultad con que se tropieza siempre el criminal es la de desembarazarse de su víctima. Pero Simpson lo ha planeado de antemano. A mí me llamó la atención el hecho siguiente: ya recordará que Elisa pensaba volver, cuando salió de casa, a ella por la noche, de aquí su observación acerca de los melocotones en conserva. Sin embargo, su baúl estaba cerrado y atado cuando fueron a buscarlo. Simpson fue quien pidió a Carter Peterson que pasara el viernes, de modo que fue Simpson quien ató el baúl el jueves por la tarde. ¿Quién iba a sospechar de un hecho tan natural y corriente? Una sirvienta que se sale de la casa en que sirve manda a por su baúl, que ya está cerrado, y con una etiqueta que lleva probablemente las señas de una estación cercana. El sábado por la tarde, Simpson, con su disfraz de colono australiano, reclama el baúl, le pone un nuevo rótulo y lo manda a un sitio «donde permanecerá hasta que manden por él». Así cuando las autoridades, recelosas, ordenen que sea abierto, ¿a quién se culpará del crimen cometido? A un colonial barbudo que lo facturó desde una estación vecina a la de Londres y por consiguiente que no tendrá la menor relación con el número 88 de la calle Prince Albert de Clapham.

Los pronósticos de Poirot resultaron ciertos, Simpson había salido de la casa de los Todd dos días antes, pero no escaparía a las consecuencias de su crimen. Con la ayuda de la telegrafía sin hilos fue descubierto, camino de América, en el Olimpia.

Un baúl de metal que ostentaba el nombre de míster Henry Wintergreen atrajo la atención de los empleados de la estación de Glasgow y al ser abierto se halló en su interior el cadáver del infortunado Davis.

El talón de una guinea que mistress Todd regaló a Poirot no se cobró jamás. Poirot le puso un marco y lo colgó de la pared de nuestro salón.

—Me servirá de recuerdo, Hastings —dijo—. No desprecie nunca lo trivial, lo menos digno. Repare que en un extremo está una doméstica desaparecida... y en el otro un criminal de sangre fría. ¡Para mí, éste ha sido el más interesante de los casos en que he intervenido!

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PLAN  DE  LECTURA        “El  santo  y  el  duende”.  SAKI  

 

 

1  

EL SANTO Y EL DUENDE

Saki

El pequeño santo de piedra ocupaba un retirado nicho de una de las naves laterales de la vieja

catedral. Nadie recordaba exactamente quién había sido, pero eso en cierto modo era una garantía de

respetabilidad. O al menos eso decía el duende. El duende era un hermoso ejemplar de pintoresca talla

en piedra, y vivía subido a la ménsula del muro, frente al nicho del pequeño santo. Estaba emparentado

con varios de los principales habitantes de la catedral, como los extrafíos relieves de la sillería del coro

y el cancel del presbiterio, e incluso con las gárgolas de lo alto del techo. Todos los animales y

hombrecillos fantásticos que se repantigaban y retorcían en madera, piedra o plomo, encaramados a los

arcos o hundidos en la cripta, guardaban alguna relación con él; era, por tanto, una persona de

reconocida importancia dentro del mundo catedralicio.

El pequeño santo de piedra y el duende se llevaban muy bien, aunque lo veían casi todo desde

puntos de vista distintos. El santo era un filántropo chapado a la antigua; creía que el mundo, como él

lo veía, era bueno, pero susceptible de mejora. Compadecía en particular a los ratones de la iglesia, que

Vivian en la miseria. El duende, en cambio, era de la opinión de que el mundo, como él lo conocía, era

malo, pero era mejor no tocarlo. Ser pobres era la función de los ratones de la iglesia.

-Aun así —dijo el santo-, me dan mucha pena.

—-Pues claro que te la dan -replico el duende-; tenerles pena es tu función. Si dejaran de ser

pobres tú serias incapaz de cumplir tus funciones. Tendrías una sinecura.

Albergo cierta esperanza de que el santo le preguntara qué significaba sinecura, pero éste se

refugió en un pétreo silencio. Tal vez el duende tuviera razón, pensó, pero de todos modos deseaba

hacer algo por los ratones antes de que llegara el invierno; eran tan y tan pobres.

Mientras le daba vueltas al asunto, lo sorprendió algo que cayó entre sus pies con un seco

tintineo. Se trataba de un talero nuevecito; una de las grajillas de la catedral, que coleccionaba esos

objetos, había volado con él hasta la cornisa de piedra situada encima de su nicho y un portazo en la

sacristía la había sobresaltado, y lo había dejado caer. Desde la invención de la pólvora, los nervios de

la familia ya no eran los mismos.

-¿Qué tienes ahí? —pregunto el duende.

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PLAN  DE  LECTURA        “El  santo  y  el  duende”.  SAKI  

 

 

2  

-Un talero de plata -contesto el santo—. La verdad es que es una suerte; ahora podré hacer algo

por los ratones de la iglesia.

—¿Cómo te las apañaras? —pregunto el duende.

El santo recapacito.

-Me apareceré en una visión a la sacristana que barre los suelos. Le diré que encontraré un talero

de plata entre mis pies y que debe utilizarlo para comprar una medida de trigo y ponerla en mi capilla.

Cuando encuentre el dinero sabrá que el sueño era auténtico y se encargará de seguir mis indicaciones.

Entonces los ratones tendrán comida durante todo el invierno.

—Claro, eso lo puedes hacer tu —-observó el duende-. Yo solo puedo aparecerme a la gente

cuando se han atiborrado de cosas indigestas para cenar. Mis oportunidades con la sacristana serian

limitadas. En el fondo, ser santo tiene sus ventajas.

Todo esto ocurría mientras la moneda seguía a los pies del santo. Estaba limpia y reluciente, y

llevaba las armas del Elector grabadas con bello trazo. El santo empezó a considerar que semejante

oportunidad era demasiado preciosa para despacharla de cualquier manera. Tal vez una caridad

indiscriminada resultara perjudicial para los ratones de la iglesia. Al fin y al cabo, su función era ser

pobres; lo había dicho el duende, y el duende acostumbraba a tener razón.

—He estado pensando —dijo al mencionado personaje— que quizá si que sería mejor encargar

un talero de velas para que las colocaran en mi capilla, en vez del trigo.

A menudo deseaba, para animarla un poco, que la gente encendiera velas de vez en cuando en su

capilla; pero, dado que habían olvidado quién era, no se consideraba una especulación rentable

concederle esa atención.

—Las velas son algo más ortodoxo —dijo el duende.

—Más ortodoxo, desde luego —corroboró el santo- y los ratones podrán comerse los restos; los

restos de vela engordan muchísimo.

El duende era demasiado educado para guiñarle el ojo; además, siendo un duende de piedra, la

cuestión ni se planteaba.

-¡Vaya, vaya, aquí mismo está! -dijo la sacristana a la mañana siguiente.

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PLAN  DE  LECTURA        “El  santo  y  el  duende”.  SAKI  

 

 

3  

Saco la brillante moneda del polvoriento nicho y le dio varias vueltas en sus manos mugrientas.

Después se la metió en la boca y la mordió.

«No irá a comérsela», pensó el santo, y le dedicó la más pétrea de sus miradas.

-¡Anda! —exclamó la mujer, en tono algo más estridente—.

-¡Quién lo iba a pensar! ¡Y además es santo!

Entonces hizo algo inexplicable. Saco del bolsillo una vieja cinta y la ato transversalmente al

talero con un gran lazo y se la colgó del cuello al pequeño santo.

Luego se marcho.

—La única explicación posible —dijo el duende- es que sea falso.

—¿Qué adorno es ese que lleva tu vecino? —pregunto un dragón cincelado en el capitel de una

columna cercana.

El santo estaba a punto de llorar de vergüenza, aunque, como era de piedra, no podía.

-Es una moneda de... iejem!... fabuloso valor —replicó el duende, con tacto.

Y por la catedral corrió la noticia de que habían engalanado la capilla del pequeño santo de

piedra con una ofrenda de valor incalculable.

-Después de todo, vale la pena tener la conciencia de un duende -se dijo el santo.

Los ratones de la iglesia siguieron tan pobres como siempre. Claro que ésa era su función.

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PLAN  DE  LECTURA        “La  perla”.  Yukio  Mishima  

 1  

LA PERLA

YUKIO MISHIMA

El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente había invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad que la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.

Estas señoras integraban la sociedad "Guardemos nuestras edades en secreto" y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta clase.

Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.

Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó por zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos al tanto del percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.

Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un anillo sin piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.

El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en medio de la excitación producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y alegría que producían a la dueña de casa los acertados regalos de sus amigas. Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y apagar las velas de la torta. Todas se congregaron agitadamente alrededor de la mesa, cooperando en la complicada tarea de encender cuarenta y tres velitas.

Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada capacidad pulmonar apagara de un solo soplido tantas velas y su apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.

Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki sirvió a cada invitada una tajada del tamaño deseado en un pequeño plato que, luego, cada una llevaba hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa se produjo una confusión bastante considerable. Todas extendían sus manos al mismo tiempo.

La torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño rosado, salpicado abundantemente con pequeñas bolitas plateadas hechas de azúcar cristalizada. La clásica decoración de las tortas de cumpleaños.

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PLAN  DE  LECTURA        “La  perla”.  Yukio  Mishima  

 2  

En la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el mantel blanco. Algunas de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos y las ponían en sus platos. Otras, las echaban directamente en su boca.

Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la tranquila alegría que correspondía, comieron sus porciones.

Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la había encargado con anticipación en una confitería de bastante renombre y todas coincidieron en que su gusto era excelente.

La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De pronto, y con un dejo de ansiedad, recordó la perla que había dejado sobre la mesa. Con disimulo se levantó tan displicentemente como pudo y comenzó a buscarla. La perla había desaparecido. Sin embargo, estaba segura de haberla dejado allí. La señora Sasaki aborrecía perder cosas. Sin pensarlo más, se entregó de lleno a su búsqueda y su intranquilidad se hizo tan evidente que sus invitadas la advirtieron.

—No es nada... Un segundo, por favor... —repuso a las cariñosas preguntas de sus amigas.

Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una las invitadas se pusieron de pie y revisaron el mantel y el piso.

La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la situación era francamente deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de casa capaz de crear una situación tan desagradable por el extravío de una perla.

La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con una sonrisa heroica, dijo: —¡Eso fue entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me acabo de comer! Cuando me sirvieron la torta, una bolita plateada se cayó sobre el mantel y yo la levanté y me la tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba un poco en mi garganta. Por supuesto que si hubiera sido un brillante no dudaría en devolvértelo, aun a riesgo de tener que sufrir una operación; pero como se trata simplemente de una perla, no puedo sino pedirte perdón.

Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y salvó a la dueña de casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar si la confesión de la señora Azuma era cierta o falsa. La señora Sasaki tomó una de las bolitas que quedaban y se la comió.

—Mmmm comentó-—, ¡ésta tiene gusto a perla!

En esta forma, el pequeño incidente, fue recibido entre bromas y, en medio de la risa general, quedó totalmente olvidado.

Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su auto sport, llevando con ella a su íntima amiga y vecina, la señora Kasuga. Apenas se habían alejado, la señora Azuma dijo: —¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragó la perla, ¿no es cierto? Quise protegerte y me declaré culpable.

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PLAN  DE  LECTURA        “La  perla”.  Yukio  Mishima  

 3  

Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto. Pero por más amistosa que fuera la intención, para la señora Kasuga una acusación infundada era una acusación infundada. No recordaba bajo ningún concepto haberse tragado una perla en vez de un adorno de azúcar. La señora Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo referente a la comida. Bastaba con que apareciera un cabello en su plato, para que, inmediatamente, se le atragantara el almuerzo.

—Pero, ¡por favor! —protestó la señora Kasuga con voz débil mientras estudiaba el rostro de la señora Azuma—. ¡Nunca podría haber hecho algo semejante!

—No es necesario que finjas. Te vi en aquel momento. Cambiaste de color y ello fue suficiente para mí.

La confesión de la señora Azuma parecía cerrar el incidente del cumpleaños; pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.

Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de demostrar su inocencia, la asaltó la duda de que la perla del solitario pudiera estar alojada en alguna parte de sus intestinos. Era, desde luego, poco probable que se hubiera tragado una perla en vez de una bolita de azúcar, pero, en medio de la confusión general causada por la charla y las risas, forzoso era admitir que existía por lo menos esa posibilidad.

Revisó mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero no pudo recordar ningún momento en el que hubiera llevado una perla hasta sus labios. Después de todo, si había sido un acto subconsciente, sería difícil recordarlo.

La señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su imaginación la llevó hacia otro aspecto del asunto. Al recibir una perla en el cuerpo de uno, no cabe duda de que—quizás un poco disminuido su brillo por los jugos gástricos—en uno o dos días es fácil recuperarla.

Y junto a este pensamiento, las intenciones de la señora Azuma se volvieron transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la señora Azuma había vislumbrado el mismo problema con incomodidad y vergüenza y, por lo tanto, pasando su responsabilidad a otro, había dejado entrever que cargaba con la culpa del asunto para proteger a una amiga.

Mientras tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que vivían en la misma dirección, retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el coche, la señora Matsumura abrió la cartera para retocar su maquillaje, recordando que no lo había hecho durante toda la reunión.

Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su atención mientras algo rodaba hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la punta de los dedos, la señora Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro que se trataba de la perla.

La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. Desde tiempo atrás sus relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser cordiales y no deseaba compartir aquel descubrimiento que podía tener consecuencias tan poco agradables para ella.

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 4  

Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por la ventanilla y no pareció darse cuenta del súbito sobresalto de su acompañante.

Sorprendida por los acontecimientos, la señora Matsumura no se detuvo a pensar en cómo había llegado la perla a su bolso, sino que, inmediatamente, quedó apresada por su moral de líder de colegio. Era prácticamente imposible, pensó, cometer un acto semejante aun en un momento de distracción. Pero dadas las circunstancias, lo que correspondía hacer era devolver la perla inmediatamente. De lo contrario, hubiera sentido un gran cargo de conciencia. Además, el hecho de que se tratara de una perla—o sea, un objeto que no era ni demasiado barato ni demasiado caro—contribuía a hacer su posición más ambigua.

Resolvió, pues, que su acompañante, la señora Yamamoto, no se enterara del imprevisible desarrollo de los acontecimientos, en especial cuando todo había quedado tan bien solucionado gracias a la generosidad de la señora Azuma.

La señora Matsumura decidió que le era imposible permanecer ni un minuto más en aquel taxi y, pretextando una visita a un familiar, pidió al conductor que se detuviera en medio de un tranquilo suburbio residencial.

Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto, se sorprendió un poco por la brusca determinación tomada por la señora Matsumura a consecuencia de su broma. Observó el reflejo de la señora Matsumura en el vidrio y, en aquel preciso momento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.

En el transcurso de la reunión la señora Yamamoto había sido la primera en recibir su parte de torta. Había agregado a su plato una bolita plateada que había rodado sobre la mesa y al volver a su asiento antes que las demás, advirtió que la bolita en cuestión era una perla. En el mismo momento de descubrirlo, concibió un plan malicioso.

Mientras las demás invitadas se preocupaban por la torta, deslizó la perla dentro del bolso que aquella hipócrita e insufrible señora Matsumura había dejado sobre la silla vecina.

Desamparada, en el barrio residencial donde había pocas probabilidades de conseguir un taxi, la señora Matsumura se entregó a oscuras reflexiones acerca de su posición.

En primer lugar, aun cuando fuera absolutamente necesario para descargo de su conciencia, sería una vergüenza ir a removerlo todo de nuevo cuando las demás habían llegado a tales extremos para arreglar las cosas satisfactoriamente. Por otra parte, sería peor si, con tal proceder, hiciera recaer injustas sospechas sobre ella misma.

No obstante estas consideraciones, si no se apresuraba en devolver la perla, desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día siguiente (el sólo pensarlo hizo sonrojar a la señora Matsumura) la devolución daría lugar a dudas y especulaciones. La propia señora Azuma había formulado una insinuación acerca de esta posibilidad.

Fue entonces cuando, con gran alegría, la señora Matsumura concibió el plan magistral que dejaría en paz a su conciencia y, al mismo tiempo, la libraría del riesgo de exponerse a injustas sospechas.

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Aceleró el paso y, al llegar a una calle más transitada, llamó a un taxi y ordenó al conductor llevarla un conocido negocio de perlas en Ginza. Allí mostró la perla al vendedor y le pidió una, algo más grande y de mejor calidad. Una vez efectuada la compra, volvió hasta la casa de la señora Sasaki.

El plan de la señora Matsumura era entregar la perla recién comprada a la señora Sasaki, diciéndolc que la había encontrado en el bolsillo de su chaqueta. Su anfitriona la aceptaría y, después, intentaría hacerla calzar en el anillo. Al tratarse de una perla de distinto tamaño no coincidiría con el anillo, y la señora Sasaki, desconcertada, intentaría devolverla, cosa que no pensaba aceptar la señora Matsumura.

La señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se comportaba así para proteger a otra persona: "Sin duda la señora Matsumura ha visto robar la perla por una de las otras tres señoras. Será, pues, mejor olvidar todo el asunto; pero, al menos, de mis invitadas puedo estar segura de que la señora Matsumura está totalmente exenta de culpa. ¿Quién ha oído jamás que un ladrón robe algo y luego lo reemplace por algo similar y de mayor valor?"

Con esta estratagema la señora Matsumura se proponía escapar para siempre de la infamia de la sospecha y de igual manera—mediante un pequeño desembolso—de los remordimientos de una conciencia intranquila.

Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa, la señora Kasuga seguía sintiéndose lastimada por las crueles bromas de la señora Azuma. Para librarse de un cargo tan ridículo como aquél, debía actuar antes del día siguiente, pues si no sería demasiado tarde. Para probar realmente que no había comido la perla, era, pues, necesario que la perla apareciera de alguna manera.

En resumen, si podía exhibir de inmediato la perla a la señora Azuma, por lo menos su inocencia respecto a la hipótesis gastronómica, quedaría firmemente demostrada.

Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las arreglara para mostrar la perla, se interpondría inevitablemente la vergonzosa e innombrable sospecha.

La habitualmente tímida señora Kasuga abandonó apresuradamente su domicilio al cual acababa de regresar e inspirada por el coraje que confiere obrar con ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza donde eligió y compró una perla que, a su parecer, era más o menos del mismo tamaño que las bolitas plateadas de la torta.

Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que, al volver a su casa, había descubierto entre los pliegues del moño de su faja la perla perdida por la señora Sasaki y que le causaba cierta vergüenza ir a devolverla. ¿Sería tan amable la señora Azuma como para acompañarla lo más pronto posible?

Para sus adentros la señora Azuma reflexionó en que aquella historia era poco verosímil, pero por tratarse del pedido de una buena amiga, accedió a él.

La señora Sasaki aceptó la perla que le llevara la señora Matsumura y, asombrada de que no se ajustara a su anillo, pensó, agradecida, exactamente lo que la señora Matsumura había deseado que pensara.

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Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde llegó la señora Kasuga, acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra perla.

La señora Sasaki estuvo a punto de mencionar la visita anterior, pero se contuvo a último momento y aceptó la segunda perla tan tranquilamente como pudo. No dudaba de que ésta se ajustaría al engarce y, tan pronto como partieron sus amigas, se apuró a probarla en el anillo.

Era demasiado chica. Frente a este descubrimiento, la señora Sasaki enmudeció.

En el viaje de regreso ambas señoras se encontraron frente a la imposibilidad de saber lo que pensaba la otra, y aunque sus encuentros solían ser alegres y locuaces, en aquella oportunidad cayeron en un largo silencio.

La señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento del asunto, sabía a ciencia cierta que no se había tragado la perla.

Había sido simplemente para eludir una situación embarazosa para todas que, en la fiesta, se había declarado culpable. En especial, la había guiado el deseo de aclarar la situación de una amiga que, por su inquietud, había transmitido cierta sensación de culpabilidad. ¿Qué podía pensar ahora? Más allá de la peculiar actitud de la señora Kasuga y del procedimiento de hacerse acompañar por ella para devolver la perla, presentía algo mucho más profundo. Quizá la intuición de la señora Azuma había ubicado el punto débil de su amiga y, al descubrirlo, la acorralaba transformando una cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave desorden mental.

Por su parte, la señora Kasuoa todavía abrigaba sospechas de que la señora Azuma se hubiera tragado realmente la perla y de que su confesión en la fiesta fuera verdadera. De ser así, resultaría imperdonable de parte de la señora Azuma haberse burlado de ella tan cruelmente. Su timidez había contribuido a la sensación de pánico que la había impulsado a hacer aquella pequeña farsa a más de gastar una buena suma. ¿No era entonces una maldad, de parte de la señora Azuma, después de todo ello negarse a confesar que había comido la perla? Si la inocencia de la señora Azuma era fingida, la señora Kasuga, al representar tan esmeradamente su papel, aparecería ante sus ojos como el más ridículo de los actores de segundo orden.

Pero retornemos a la señora Matsumura. Al regresar de casa de la señora Sasaki y después de haberla obligado a aceptar la perla, la señora Matsumura se sintió algo más tranquila y pudo analizar, detalle por detalle, los acontecimientos del incidente.

Estaba segura, al levantarse en busca de su trozo de torta, de haber dejado su cartera sobre la silla. Luego, al comerla, había empleado servilletas de papel, con lo que se descartaba la necesidad de abrir el bolso en busca de un pañuelo. Cuanto más lo pensaba, menos recordaba haber abierto su cartera hasta el momento de empolvarse en el taxi. ¿Cómo era posible, entonces, que la perla se hubiera introducido en un bolso cerrado?

En aquel momento comprendió la tontería de no haber tenido en cuenta ese simple detalle en vez de atemorizarse al encontrar la perla. Llegada a este punto de su razonamiento, un súbito pensamiento la dejó atónita. Alguien había colocado la perla en su bolso con absoluta premeditación, a fin de

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comprometerla. Y de las cuatro invitadas a la reunión, la única que podía haberlo hecho era, sin duda, la detestable señora Yamamoto.

Con los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura fue hasta la casa de la señora Yamamoto.

Al verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto supo inmediatamente lo que la había llevado hasta allí y preparó su defensa.

Desde el primer instante, el interrogatorio de la señora Matsumura fue inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que no aceptaría evasivas.

—Has sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa —comenzó la señora Matsumura.

—¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si vienes a echarme esto en cara, es porque tienes todos los elementos de juicio, ¿no es cierto? —la señora Yamamoto se mantenía en una rígida compostura.

La señora Matsumura respondió que la señora Azuma, al echarse las culpas por lo sucedido con tanta nobleza, no podía tener ninguna relación con tan ruin proceder, y que, en cuanto a la señora Kasuga, no tenía las agallas necesarias para un juego tan peligroso. Quedaba, pues, una sola incógnita: la señora Yamamoto.

Esta guardó silencio con la boca cerrada como una ostra. Frente a ella, la perla traída por la señora Matsumura, brillaba suavemente. El té de Ceylán que había preparado tan cuidadosamente comenzaba a enfriarse.

—No pensaba que me odiaras tanto —la señora Yamamoto se enjugó las comisuras de los ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura estaba resuelta a no dejarse ablandar por las lágrimas.

—Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé decir—continuó la señora Yamamoto—. No voy a mencionar nombres, pero una de las invitadas . . .

—¿Con eso quieres hablar de la señora Kasuga o de la señora Azuma?

—Por favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como te decía, una de las invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en él cuando yo, inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes imaginarte mi desconcierto! Aun cuando me hubiera sentido capaz de prevenirte, no habría siquiera tenido la oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones y más palpitaciones. Y en el viaje en el taxi... ¡oh, qué horror no poder hablarte! Si hubiéramos sido buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con absoluta franqueza, pero como aparentemente yo no te gusto...

—Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora le estás echando hábilmente las culpas a las señoras presentes, ¿verdad?

—¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis sentimientos? Sólo quería evitar el herir a alguien...

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-—Está bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es cierto? Por lo menos podrías haber mencionado todo esto en el taxi.

Probablemente lo hubiera hecho si tú hubieras tenido la franqueza de mostrarme la perla cuando la encontraste en tu cartera. Preferiste, en cambio, bajar del coche sin decir una palabra!

Por primera vez la señora Matsumura no supo qué contestar.

—¿Comprendes entonces lo que quise hacer? Lo importante era no herir a nadie.

La señora Matsumura se sintió invadida por una intensa ira.

—Si vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta, voy a pedirte que las repitas esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y en mi presencia.

Al escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a llorar.

—Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no herir a alguien fracasarán . . . —sollozó—.

Para la señora Matsumura era una experiencia nueva verla llorar y, aunque se repitió firmemente que no iba a dejarse engañar por aquellas lágrimas, no pudo evitar el pensamiento de que, al no probarse nada concreto, quizás podría haber algo de verdad en las afirmaciones de la señora Yamamoto.

Para ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la señora Yamamoto como cierto, el rehusarse a revelar el nombre de la culpable traslucía cierta grandeza de alma. Y, de la misma manera, tampoco se podía asegurar que la gentil y, en apariencia, tímida señora Kasuga no pudiera sentirse inclinada a realizar un acto malicioso. Del mismo modo, el indudable rechazo existente entre ella y la señora Yamamoto podía, según se miraran las cosas, ser considerado como un atenuante en la culpa de la señora Yamamoto.

—Tenemos naturalezas diferentes—continuó la señora Yamamoto entre lágrimas—y no puedo negar que hay en ti ciertas cosas que no me gustan. Pero, a pesar de todo, es espantoso que puedas sospechar que necesito valerme de una artimaña tan baja contra ti... No obstante, pensándolo mejor, el someterme a tus acusaciones será la mejor forma de demostrar lo que he sentido hasta ahora en todo este asunto. En esta forma, yo sola cargaré con la culpa y nadie más se sentirá herido.

Una vez concluido este discurso patético, la señora Yamamoto inclinó su cabeza sobre la mesa y se abandonó a un llanto incontrolable.

Al contemplarla, la señora Matsumura comenzó a reflexionar sobre lo impulsivo de su propio comportamiento. Al dejarse cegar por su antipatía hacia la señora Yamamoto, había perdido la serenidad indispensable para manejar su castigo.

Cuando, después de sollozar prolongadamente, la señora Yamamoto alzó la cabeza nuevamente, la expresión a la vez pura y remota de su rostro se hizo visible aun para su visitante.

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Un poco asustada, la señora Matsumura se puso tiesa contra el respaldo de la silla.

—Esto no debería haber sucedido nunca. Cuando desaparezca, todo permanecerá como antes.

Al hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto sacudió su hermosa cabellera y clavó una mirada terrible, aunque fascinante, sobre la mesa. En un segundo, tomó la perla que estaba frente a ella y, con gran determinación, se la metió en la boca. Alzando la taza con el meñique elegantemente estirado, se tragó la perla con un sorbo de té de Ceylán frío.

La señora Matsumura la observaba con espantada fascinación. Todo había sucedido sin darle tiempo a protestar. Era la primera vez que veía a alguien tragarse una perla. Además, en la conducta de la señora Yamamoto había algo de la desesperación que se supone puede embargar a quienes ingieren un veneno.

Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era más que un incidente conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que no sólo su enojo se había disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad de la señora Yamamoto la hacían considerarla ahora como a una santa.

Los ojos de la señora Matsumura también se llenaron de lágrimas y tomó la mano de la señora Yamamoto.

—Te ruego que me perdones—dijo—, me he equivocado.

Lloraron juntas durante un buen rato, entrelazaron sus dedos y juraron ser, desde aquel momento, las mejores amigas.

Cuando la señora Sasaki se enteró de que las tirantes relaciones entre la señora Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado notablemente y de que la señora Azuma y la señora Kasuga habían enfriado su vieja y sólida amistad, no pudo explicarse las cosas y se limitó a pensar que todo era posible en este mundo.

Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados escrúpulos, la señora Sasaki pidió a un joyero que remodelara su anillo en un formato en el cual se pudieran engarzar dos nuevas perlas, una grande y una chica, y lo usó sin complejos, sin ulteriores incidentes.

Al poco tiempo había olvidado las conmociones de aquel cumpleaños, y cuando alguien se interesaba por su edad, contestaba con las eternas mentiras de siempre.

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PLAN  DE  LECTURA        “El  amor  propio  de  Juanito  Osuna”.Miguel  Delibes  

1    

El amor propio de Juanito Osuna

Miguel Delibes

Eso sí, Juanito Osuna es amigo de sus amigos; créame, es un tipo estupendo. Le contaría de él y no

acabaría. Juanito Osuna se entera en París de que uno está en un aprieto en Madrid y se coge el primer

avión. Eso, fijo. Nada le digo en lo tocante a dinero. Ya de chico era igual. Mi amistad con Juanito

Osuna viene desde que éramos así. Es un caso de voluntad este muchacho. ¿Qué? Sí, ahora andará por

los cincuenta y uno. Es un tipo estupendo, Juanito. Y habrá usted notado que es fuerte. De muchacho

ya era así. De un mamporro tumbaba al más guapo. ¡Qué manos! Son como mazas. Lo habrá usted

advertido. En el Colegio, el profesor de gimnasia se sentía disminuido. Ejercicio que proponía, Juanito

Osuna lo mejoraba. ¡Había que verle en las salidas de paralelas! Ahora ha engordado un poco, pero

sigue fuerte el condenado. Se habrá usted fijado en las manos. Dan miedo. Eso sí, nunca las empleó

con ventaja. Juanito tiene un exacto sentido de la justicia. Pero por encima de todo, incluso de la

justicia, pone Juanito Osuna la amistad. Juanito Osuna se entera en París de que está usted en un

aprieto en Madrid y se agarra, sin más, el primer avión. Yo con Juanito Osuna, qué le voy a decir, una

amistad fraternal. Anduvimos juntos desde que nacimos. Juanito Osuna es hijo de uno de los más

grandes terratenientes extremeños, don Donato Osuna. Ella era hija de la Marquesa de Encina; un

Osuna con una Castro-Bembibre; dos fortunas. Ella era una mujer original, pero estaba completamente

loca; le daba miedo dormirse; era capaz de traer en jaque a toda la casa con tal de no acostarse. Así ha

salido Juanito.

Juanito Osuna lo que quiera de generosidad y corrección, pero está completamente loco. Es una pena

que no se quede usted más tiempo; le conocería bien. Esto de hoy no ha sido más que una muestra.

Pero Juanito las gasta así. Cuando la guerra lo pasó mal. Salvó la piel gracias al hijo de un criado a

quien don Donato Osuna hizo operar por su cuenta en la mejor clínica de Madrid. Créame, los Osuna

nunca miraron el dinero. Si usted saca una conversación en que se roce el dinero delante de Juanito

Osuna, le dirá que es una ordinariez. Pero en la guerra lo pasó mal. Tuvo mala suerte, le requisaron los

dos coches y él anduvo movilizado. Mal. Pasó muchas privaciones. ¿Eh? Sí, creo que en Sanidad, pero

de soldado raso, no se vaya usted a pensar. Imagínese a un Osuna con el caqui, un despropósito. Lo

pasó mal; verdaderamente mal. Pero él es fuerte. Ya ve, a los cincuenta y uno continúa haciendo

gimnasia sueca todas las mañanas. Juanito Osuna es un caso de voluntad. Y es fuerte. ¿Ha reparado

usted en sus manos? La escopeta entre ellas parece una estilográfica. Y tira bien, el condenado. No voy

a negar la evidencia. En Mérida yo le he visto, no es que hable por hablar, que lo he visto yo, hacer

treinta pichones sin cero a treinta metros. No creo que esta marca la mejore Teba siquiera. Claro que

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PLAN  DE  LECTURA        “El  amor  propio  de  Juanito  Osuna”.Miguel  Delibes  

2    

un día es un día. Yo, en una ocasión, sin homologación, hice treinta y dos. Esto no quiere decir nada.

Juanito Osuna es un gran tirador, pero el amor propio le perjudica. Desde luego, Juanito es un tipo

estupendo, pero está completamente loco. El mes pasado asistió a veintidós cacerías, algunas

distanciadas entre sí más de doscientos kilómetros. ¿Cómo? Sí, naturalmente, un Mercedes de aquí

hasta allá. El Mercedes anda mucho. Pero de todos modos veintidós batidas en treinta días es un

disparate. Fallan los nervios, se altera el pulso... Siento que no se quede usted más tiempo, le conocería

bien. Por otro lado, es como un muchacho. De que ve venir la barra de perdices, antes de matar la

primera, se pone temblón como un novato. En el tiro le pasa igual. Luego coge el tranquillo y un

pájaro detrás de otro... Tira bien, desde luego. Ahora, eso de que sea la primera escopeta de la

provincia... Pero, además, lo que yo digo, esto de tirar mejor o peor, no tiene importancia. Lo

importante, creo yo, es salir al campo y tomar el aire. Bueno, pues a Juanito Osuna no le vaya usted

con ésas. Ya le vio hoy. Y le anticipo que Juanito es un amigo como no habrá otro. A Juanito Osuna le

dicen en París que usted anda en un aprieto en Madrid y se agarra el primer avión aunque tenga que

maniatar a la azafata. Es un gran muchacho. Ahora, el amor propio le ciega. Ya le vio usted hoy. No

quiere enterarse de que a mí el matar o no matar me trae sin cuidado. Bueno, pues habrá que oírle

ahora en el Club. Julia, le digo a este señor que habrá que oír a Juanito Osuna ahora en el Club. No

quiera usted saber. Ya le oyó en el bar. «¡Cuarenta y siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» ¿Le oía

usted? Bueno. Bien. Otra vez será al revés. Y con más frecuencia de lo que él quisiera: lo de hoy no es

normal. Y no es que yo presuma de tirador, la verdad. Ahora, modestia aparte, yo, en batida, mato todo

lo que entre para matarse. Pero no hago de esto una cuestión de amor propio. Yebes me elogió una vez

en el ABC. Bueno, no me han salido plumas por ello. A propósito del artículo de Yebes, tenía usted

que haber visto a Juanito Osuna cuando se lo dieron a leer en una batida al día siguiente. Ji, ji, ji. Se

puso loco. No había quien le contuviera. Yo no lo tomaba en serio. A mí, el matar o no matar, me trae

sin cuidado, ya me conoce usted. Pero empezaron todos con el pitorreo y él acabó por decirme que

cada uno teníamos una escopeta en la mano y cuando quisiera. Ji, ji, ji. ¡Buen muchacho Juanito!

Lástima que esté completamente loco. Usted le ha visto esta tarde. Julia, este señor te puede decir el

plan de Juanito esta tarde: «¡Cuarenta y siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» A voces por las

calles. Y voy y le digo: «Estos días traerán otros», y él, entonces, que el día que yo le echaba mano era

por una perdiz o dos, mientras que él hoy me había más que doblado la cifra. Ya ves, como si esto para

mí fuera una cuestión vital. ¡Con su pan se lo coma! A mí, la verdad, no me da frío ni calor, pero me

fastidia que se ponga en ese plan delante de los batidores y toda la ralea. Para qué voy a darle más

vueltas, Julia, como el día de las pitorras. ¿Te acuerdas del día de las pitorras en la sierra? Pues el

mismo plan. Ahora, no se vaya usted a pensar que yo no estime a Juanito Osuna. No hay en

Extremadura un tipo mejor que él. ¿Eh? ¿Cómo? Sí, creo que ocho. ¿Son ocho o nueve, Julia? Ocho,

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PLAN  DE  LECTURA        “El  amor  propio  de  Juanito  Osuna”.Miguel  Delibes  

3    

ocho tiene, tres varones y cinco muchachas. Eso. Y con los chicos no quiera usted saber. A usted, ¿qué

le decía? ¿Qué le decía, eh? Que los picadillos con los muchachos eran fingidos, ¿verdad? Eso dice a

todo el que llega. Julia, ¿oyes? Que los picadillos con los muchachos son de mentirijillas. Mire, yo he

visto a Juanito Osuna, y de esto no hará más de dos temporadas, ponerse temblón porque Jorgito le

sacó dos piezas en la primera batida. ¿Qué le parece? Jorgito es el mayor de la serie. Es un buen rapaz,

pero está completamente loco. Ahora anda metido en un estudio sobre la justicia o la injusticia del

latifundio. Ya ve usted qué le irá a él que el latifundio sea justo o no lo sea. Es un tímido, eso le pasa.

Eso sí, orgullo y amor propio como su padre; si va a cazar es para ser el primero. Y usted ha visto

cómo han rodado hoy las cosas. Yo no creo que sea inmodesto si digo que he matado todo lo que podía

matarse. ¿Podría decir Juanito Osuna lo mismo? La primera batida todavía. Ahí la perdiz, usted lo vio,

entró repartida. Tiramos todos. Bueno, pues Juanito se apuntó diez y yo nueve. Luego, ya lo vio usted.

De punta, volviendo el cerro, y cargando aire. Es un puesto de castigo, ése. Si no disparo la escopeta,

¿cómo voy a matar? Eso no es posible. Pero no le vaya usted con razones a Juanito Osuna. Usted le

oyó esta tarde como un energúmeno: «¡Cuarenta y siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» A estas

horas toda la ciudad andará en lenguas. ¡Y todavía pretendía que fuera con él al Club! Tú sabes, Julia,

lo que es Juanito en el Club el día que cobra más que yo. Oye, Julia, por favor, dile a este señor cómo

se puso Juanito el día de las pitorras. Créame, el día que mata se pone inaguantable. Y es el cochino

amor propio. Porque a mí, si acepto una batida, es por tomar el aire y aguantar en forma. Matar o no

matar es secundario. Si se mata, bien. Si no se mata, también. Pero él... Habrá que oírle ahora. Me

juego la cabeza a que toda la ciudad está enterada a estas horas de que me ha doblado los pájaros.

¡Figúrese qué tontería! Cincuenta y un años y es como un muchacho. Y en la tercera batida ya lo vio

usted. La del canchal, quiero decir. Bueno. Empecemos porque un cancho pelado no es un puesto

envidiable. O asomas y te ven o no asomas y no la ves. Así y todo, usted lo presenció, derribé cinco.

Pero perdices redondas como hay que matarlas. Bueno, salgo con Carmelo y no tropezamos más que

tres. Las otras dos habían volado. Lo que pasa es que los secretarios de Pepe Vega, ya le ha conocido

usted, el otorrinolaringólogo, andaban más despabilados. La caza es así.

Este Pepe Vega es un médico estupendo, pero como cazador es un chambón. No creo que en ninguna

batida haya hecho más de diez. Y hoy va y me saca siete pájaros. ¿Vamos a decir por eso que Pepito

Vega las sujeta mejor que yo? Le digo a este señor de Pepito, Julia. Pepito Vega es un buen muchacho,

pero está completamente loco. Si no tuviera usted tanta prisa le conocería a fondo. Y le advierto que

Pepito Vega, donde le ve usted con esa apariencia de truhán, es de una de las mejores familias de por

aquí. Veguita, padre, tenía título. ¿Qué título tenía el padre de Pepito, Julia? No recuerdo ahora. Lo

cierto es que este chico ha derrochado en whisky tres dehesas de más de tres mil fanegas cada una;

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PLAN  DE  LECTURA        “El  amor  propio  de  Juanito  Osuna”.Miguel  Delibes  

4    

bueno, pues Pepito Vega tiene ese récord. Y hablando de whisky, Juanito Osuna tampoco se queda

atrás. Es una esponja. Juanito bebe como un cosaco. Eso sí, jamás le he visto dar un traspiés. Juanito

Osuna tiene una naturaleza envidiable. Es fuerte como un toro. .¿Ha reparado usted en sus manos? Son

como palas; pero tenga por seguro que nunca las empleó con ventaja. ¡Habrá que verle ahora

pavoneándose en el Club! Usted le oyó esta tarde, en el bar: «¡Cuarenta y siete pájaros contra

veintitrés, Paquito!» Yo no es que vaya a discutirle que tire bien. Discutir eso sería tonto. Ahora,

cuando Yebes dijo lo que dijo en ABC tendría algún fundamento, creo yo. Yebes conoce el paño y

nunca habla a humo de pajas. Y Yebes estuvo precisamente en la batida de Granadilla, con Teba y toda

la pesca. Aquel día las cosas rodaron bien y quedé a dos pájaros de Teba. Usted ha visto tirar a Teba,

supongo. Julia, este señor no vio tirar nunca a Teba. Es un espectáculo, créame. A uno le entra la barra

y se pone temblón. Teba, no. Teba sujeta dos pájaros por delante y dos por detrás, como mínimo. Si le

dijera que hay quien asiste a una batida con Teba y no tira sólo por el placer de verle tirar a él. Bueno,

pues Yebes asistió a la batida de Granadilla y me sacó en el ABC. A Juanito Osuna le mostraron el

recorte en la cacería siguiente y le llevaban los demonios. Cómo andarían las cosas, que terminó

diciéndome que cada uno teníamos una escopeta en la mano y cuando quisiera. Ji, ji, ji. Juanito es un

gran muchacho, pero está completamente loco. ¿No es cierto, Julia, que Juanito Osuna está

completamente loco? Ya le vio usted hoy. A voces por las calles. En cambio, cuando yo quedo por

delante, se amurria como si tuviera encima una desgracia. ¿Eh, cómo dice? ¿Cazando? Toda la vida.

Juanito Osuna no hizo otra cosa en su vida que pegar tiros. En la guerra lo pasó mal. Le requisaron los

dos coches y le movilizaron. ¿Cómo? Julia, ¿fue en Sanidad o en Intendencia donde anduvo Juanito

durante la guerra? Bueno, es igual. El caso es que lo movilizaron. Pasó una mala temporada. Pero

fuera de eso no ha hecho otra cosa que pegar tiros. Ahora que recuerdo, Juanito tenía un tío general.

Un tipo pintoresco. No era mala persona, pero estaba completamente loco. Anduvo por la parte de Don

Benito. Contaban que dormía con las condecoraciones prendidas en la colcha. Un tipo divertido... Sí,

era un tipo divertido el general aquel. Yo no sé qué fue de él. Seguramente murió. No me acuerdo ni

de su nombre. A Juanito le ayudó mucho aquella temporada. Todos, en realidad, han ayudado siempre

a Juanito. Puede decirse que es un muchacho mal criado. Todo el mundo, desde chico, a reírle las

gracias. De ahí, seguramente, su amor propio. Usted le vio esta tarde. Era como para matarle o dejarle.

¡Y aún tenía la pretensión, el botarate, de que fuésemos con él al Club! Es una pena que usted no se

quede más tiempo. Llegaría a conocerle. ¡Si le pudiéramos ver ahora por una rendija! ¿Eh, Julia? Digo

que si pudiéramos ver a Juanito Osuna por una rendija ahora, en el Club. Estará imposible. Se habrá

sacudido media docena de whiskys y sus cuarenta y siete perdices se las habrá refrotado cuarenta y

siete veces por la nariz a la concurrencia. Y lo malo es que, detrás, irán las veintitrés mías. Sus

cuarenta y siete pájaros sin los veintitrés míos no tienen ningún valor para él. Habrá que oírle. Y usted

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5    

ha sido testigo. A mí, si me quitan la primera batida, la cuarta y la sexta, prácticamente no he

disparado la escopeta. He matado lo matable; lo que entraba para matarse. Nada más. Y, además, lo he

matado como había que matarlo. ¿Reparó usted en la segunda batida aquellas tres que le cayeron a

Juanito alicortas? Eso no es matar. Matar es hacer una bola con la perdiz. Perdiz que no suelta plumas

en el aire no es perdiz matada. La perdiz alicorta se ha encontrado un perdigón. Eso es todo. Pero eso

no es matar. Bueno, pues me juego la cabeza a que a Juanito le han cobrado hoy sus secretarios más de

una docena de piezas alicortas. ¿Qué te parece, Julia? Más de una docena, alicortas. Así. Si se las

restas le quedan treinta y cinco.

Añade a las veintitrés mías las dos del tercer ojeo, el del canchal, usted las recuerda, más las siete u

ocho que entre Pepito Vega y Floro Gilsanz me han quitado a izquierda y derecha y las tres perdidas

en las dos últimas batidas y me salen treinta y seis, una más que Juanito Osuna. Esta es la realidad.

Usted es testigo. Parto de la base de que a mí matar más o menos no me importa. Yo salgo al campo a

respirar. Pero lo que es de justicia es de justicia y usted lo ha visto. Es una lástima que no se quede más

tiempo. Si se quedara podría asistir a la revancha. Ya me gustaría que viera usted a Juanito Osuna en

un día de vacas flacas. Se encoge como un perro apaleado. Entonces es la mala suerte, o que no ha

tirado, o que la batida estaba mal organizada. Él siempre encuentra disculpas. ¿Eh, Julia? Le digo de

Juanito que cuando no mata, siempre hay una razón. No se me olvidará nunca el día de las tórtolas en

el Cornadillo. Ji, ji, ji. Y ese día no podrá decir. Tiramos el mismo número de cartuchos. Bueno, pues

cincuenta por treinta y seis. Ahí no hay vuelta de hoja. Y es que la caza es así. Que él mate hoy más

que yo no quiere decir nada. Ya ve, Yebes en Granadilla nos vio a él y a mí. Bueno, pues en el ABC

sólo me mentó a mí. Y no es que yo vaya a pensar que soy por eso mejor tirador que él. No. La caza es

eso. Y hoy yo y mañana tú. Prácticamente, yo no he tirado hoy en tres batidas. De punta y cargando

aire, no se puede pensar en matar. Usted lo ha visto, y si le pone un promedio de ocho perdices por

batida, pues ya estoy a su altura. Y no hay más. O me quita usted de al lado a Pepito Vega y Floro

Gilsanz, que se apuntaban las mías, y son una pila de perdices más. Florito Gilsanz ya sabe usted quién

es, ese grueso de las alpargatas. Bueno, pues este muchacho no pega ordinariamente un baúl y hoy, ya

lo ha visto usted, veinte perdices. Casi las mías. El bueno de Florito... Es pena que usted tenga que

marchar mañana. De Florito Gilsanz podríamos hablar toda una noche. Es un tipo. Tiene una dehesa,

El Chorlito, de la parte de la Sierra, que es la más bonita de Extremadura. Me gustaría que asistiera

usted a esa batida. Alfonso XIII corrió los jabalíes una vez, allí, de noche. Eran unas cazatas aquellas

como para romperse la crisma. Pero le decía de Florito... Florito Gilsanz, metido en juerga, es lo más

salado que usted puede imaginar. Oye, Julia, Florito, digo. Para que usted se dé cuenta, Florito, una

vez caldeado, rompe los frascos del whisky y se pasea descalzo sobre los cascotes como si tal cosa. Es

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6    

como un faquir. Ni sangra, ni se araña, ni nada. Este muchacho podría muy bien ganarse la vida en el

circo. Un buen tipo, Florito. Lástima que esté completamente loco. Es de los que andan siempre con

las pastillas y eso. El bueno de Florito Gilsanz. Bueno, ya no sé adonde íbamos a parar. ¿Qué es lo que

yo iba a decir, Julia? ¡Ah! Bueno, eso, Florito Gilsanz es un excelente muchacho, como le digo, pero

de caza, cero. El va al campo a comer y a beber y a reír un rato con los amigos. Lo demás le importa

un rábano. Bueno, pues hoy, usted lo vio, veinte perdices. Más o menos, las mías. ¿Qué quiere decir

eso? Sencillamente que Florito tuvo el santo de cara y yo le tuve de espaldas. Pero váyale usted a

Juanito Osuna con estas historias. «¡Cuarenta y siete perdices contra veintitrés, Paquito!» Usted le oyó.

Como un energúmeno. Oye, Julia, que no es que lo diga yo, pero me gustaría que hubieras visto a

Juanito, como un loco, a veces, por las calles. Eso mismo, su histeria, le demuestra a usted que no está

acostumbrado a esta ventaja. Lo que siento es que se marche usted sin ver la otra cara de la luna. Me

gustaría que viese a Juanito Osuna en barrena. Pero, por otra parte, este pique no conduce a nada. A mí

me trae sin cuidado una perdiz más o una perdiz menos, ya lo sabe usted. Pero él... Julia, ¿cómo es

Juanito para esto de la caza? ¡Díselo, anda! Y figúrese usted si hay cosas importantes en la vida.

Bueno, pues no; para Juanito Osuna, la caza lo primero. Y todo el día de Dios incordiando y liando. La

de hoy ha sido buena, pero me gustaría que le hubiera visto el día de las pitorras, en la Sierra. ¡Dios del

cielo! Y no se piense usted que con hoy se acabe. Hasta la próxima batida tendremos murga. ¡Y no

quiero decirle si en la próxima tengo la suerte de hoy y Juanito vuelve a quedar por delante! Espero

que Dios no lo permita. Julia, le digo a este señor que qué sería de mí si en la próxima batida vuelvo a

tener el santo de espaldas. Eso sería horrible. ¿Miraba usted a la niña? Sí, a la que pone la mesa, digo.

Le parece una mujer, ¿verdad? Pues catorce años. Aquí las muchachas son así. Es la hija del pastor que

anda en el chozo. Buena persona, pero un animal de bellota. Anastasio, digo, Julia, ¿eh? Un tipo serio,

previsor, pero le escarba usted un poco... y loco de remate. ¿Qué dirá que hace con la lana de sus

ovejas? ¿Eh, Julia? La lana de sus ovejas, digo. ¡La guarda! ¿Y sabe usted para qué? Para hacer el

colchón de las muchachas el día que se casen. Esa, la niña, es la mayor. ¡Hágase cargo! Las otras van

detrás y tiene cuatro. Aquí la gente es así. Julia se empeña en dialogar con ellos, pero es mejor

dejarles. Y le prevengo que Juanito Osuna si en vez de nacer donde ha nacido nace en otro medio,

hubiera sido lo mismo, como éstos. ¡Igual! Ya le ha visto usted hoy con las perdices. Volvemos a

Juanito, Julia. ¿Cenar? Cuando quieras. Vamos a cenar si a usted no le importa. Estará usted cansado,

claro. No estando acostumbrado, el campo aplana. Pase, pase. Pues del bueno de Juanito Osuna le

estaría hablando una vida y no acabaría. Y amigo lo es de los de verdad, eso que conste. A Juanito le

dicen en París que uno anda en Madrid en un aprieto y se agarra el primer avión aunque tenga que

amenazar al piloto. ¿Eh, Julia? Juanito, digo. Siente, siéntese. Juanito Osuna, defectos aparte, y todos

tenemos defectos, es un tipo estupendo; lástima que esté completamente loco.

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PLAN  DE  LECTURA        “El  contertulio”.  Miguel  de  Unamuno  

 1  

El contertulio

Miguel de Unamuno

A mis compatriotas de tertulia

Más de veinte años hacía que faltaba Redondo de su patria, es decir, de la tertulia en que transcurrieron

las mejores horas, las únicas que de veras vivió, de su juventud larga. Porque para Redondo, la patria

no era ni la nación, ni la región, ni la provincia, ni aun la ciudad en que había nacido, criádose y

vivido; la patria era para Redondo aquel par de mesitas de mármol blanco del café de la Unión, en la

rinconera del fondo de la izquierda, según se entra, en torno a las cuales se había reunido día a día,

durante más de veinte años, con sus amigos, para pasar en revista y crítica todo lo divino y lo humano

y aun algo más.

Al llegar Redondo a los cuarenta y cuatro años encontróse con que su banquero lo arruinó, y le fue

forzoso ponerse a trabajar. Para lo cual tuvo que ir a América, al lado de un tío poseedor allí de una

vasta hacienda. Y a la América se fue añorando su patria, la tertulia de la rinconera del café de la

Unión, suspirando por poder un día volver a ella, casi llorando. Evitó el despedirse de sus contertulios,

y una vez en América hasta rompió toda comunicación con ellos. Ya que no podía oírlos, verlos,

convivir con ellos, tampoco quiso saber de su suerte. Rompió toda comunicación con su patria,

recreándose en la idea de encontrarla de nuevo un día, más o menos cambiada, pero la misma siempre.

Y repasando en su memoria a sus compatriotas, es decir, a sus contertulios, se decía: ¿qué nuevo

colmo habría inventado Romualdo? ¿Qué fantasía nueva el Patriarca? ¿Qué poesía festiva habrá leído

Ortiz el día del cumpleaños de Henestrosa? ¿Qué mentira, más gorda que todas las anteriores, habrá

llevado Manolito? Y así lo demás.

Vivió en América pensando siempre en la tertulia ausente, suspirando por ella, alimentando su deseo

con la voluntaria ignorancia de la suerte que corriera. Y pasaron años y más años, y su tío no le dejaba

volver. Y suspiraba silenciosa e íntimamente.. No logró hacerse allí una patria nueva, es decir, no

encontró una nueva tertulia que le compensase de la otra. Y siguieron pasando años hasta que su tío se

murió, dejándole la mayor parte de su cuantiosa fortuna y lo que valía más que ella, libertad de

volverse a su patria, pues en aquellos veinte años no le permitió un solo viaje. Encontróse, pues,

Redondo, libre, realizó su fortuna y henchido de ansias volvió a su tierra natal.

¡Con qué conmoción de las entrañas se dirigió por primera vez, al cabo de más de veinte años, a la

rinconera del café de la Unión, a la izquierda del fondo, según se entra, donde estuvo su patria! Al

entrar en el café el corazón le golpeaba el pecho, flaqueábanle las piernas. Los mozos o eran o se

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PLAN  DE  LECTURA        “El  contertulio”.  Miguel  de  Unamuno  

 2  

habían vuelto otros; ni les conoció ni le conocieron. El encargado del despacho era otro. Se acercó al

grupo de la rinconera; ni Romualdo el de los colmos, ni el Patriarca, ni Henestrosa, ni Ortiz el poeta

festivo, ni el embustero de Manolito, ni D. Moisés, ni… ¡ni uno solo siquiera de los desconocidos! Su

patria se había hundido o se había trasladado a otro suelo. Y se sintió solo, desoladoramente solo, sin

patria, sin hogar, sin consuelo de haber nacido. ¡Haber soñado y anhelado y suspirado más de veinte

años en el destierro para esto! Volvióse a casa, a un hogar frío de alquiler, sintiendo el peso de sus

sesenta y ocho años, sintiéndose viejo. Por primera vez miró hacia adelante y sintió helársele el

corazón al prever lo poco que le quedaba ya de vida.. ¡Y de qué vida! Y fue para él la noche de aquel

día insomne, una noche trágica en que sintió silbar a sus oídos el viento del valle de Josafat.

Mas a los dos días, cabizbajo, alicaído de corazón, como sombra de amarilla hoja de otoño que

arranca del árbol el cierzo, se acercó a la rinconera del café de la Unión y se sentó en la tercera de las

mesitas de mármol, junto al suelo de la que fue su patria. Y prestó oído a lo que conversaban aquellos

hombres nuevos, aquellos bárbaros invasores. Eran casi todos jóvenes; el que más, tendría cincuenta y

tantos años.

De pronto uno de ellos exclamó: “Esto me recuerda uno de los colmos del gran D. Romualdo”. Al

oírlo, Redondo, empujado por una fuerza íntima, se levantó, acercóse al grupo y dijo:

-Dispensen, señores míos, la impertinencia de un desconocido, pero he oído a ustedes mentar el

nombre de D. Romualdo el de los colmos, y deseo saber si se refieren a D. Romualdo Zabala, que fue

mi mayor amigo de la niñez.

-El mismo -le contestaron.

-¿Y qué se hizo de él?

-Murió hace ya cuatro años.

-¿Conocieron ustedes a Ortiz, el poeta festivo?

-Pues no habíamos de conocerle, si era de esta tertulia.

-¿Y él?

-Murió también.

-¿Y el Patriarca?

-Se marchó y no ha vuelto a saberse de él cosa alguna.

-¿Y Henestrosa?

-Murió.

-¿Y D. Moisés?

-No sale ya de casa; ¡está paralítico!

-¿Y Manolito el embustero?

-Murió también…

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PLAN  DE  LECTURA        “El  contertulio”.  Miguel  de  Unamuno  

 3  

Murió… murió… se marchó y no se sabe de él… está en casa paralítico… y yo vivo todavía… ¡Dios

mío! ¡Dios mío! -y se sentó entre ellos llorando.

Hubo un trágico silencio, que rompió uno de los nuevos contertulios, de los invasores, preguntándole:

-Y usted, señor nuestro, ¿se puede saber…?

-Yo soy Redondo…

-¡Radondo! -exclamaron casi todos a coro-. ¿El que fue a América arruinado por su banquero?

¿Redondo, de quien no volvió a saberse nada? ¿Redondo, que llamaba a esta tertulia su patria?

¿Redondo, que era la alegría de los banquetes’ ¿Redondo, el que cocinaba, el que tocaba la guitarra, el

especialista en contar cuentos verdes?

El pobre Redondo levantó la cabeza, miró en derredor, se le resucitaron los ojos, empezó a vislumbrar

que la patria renacía, y con lágrimas aún, pero con otras lágrimas, exclamó:

-¡Sí, él mismo, él mismo Redondo!

Le rodearon, le aclamaron, le nombraron padre de la patria, y sintió entrar en su corazón desfallecido

los ímpetus de aquellas sangres juveniles. Él, el viejo, invadía, a su vez, a los invasores.

Y siguió asistiendo a la tertulia, y se persuadió de que era la misma, exactamente la misma, y que aún

vivían en ella, con los recuerdos, los espíritus de sus fundadores. Y redondo fue la conciencia histórica

de la patria. Cuando decía: “Esto me recuerda un colmo de nuestro gran Romualdo…”, todos a una:

“¡Venga! ¡Venga”. Otras veces: “Ortiz, con su habitual gracejo, decía una vez…”. Otras veces: “Para

mentira, aquella de Manolito”. Y todo era celebradísimo.

Y aprendió a conocer a los nuevos contertulios y a quererlos. Y cuando él, Redondo, colocaba algunos

de los cuentos verdes de su repertorio, sentíase reverdecer, y cocinó en el primer banquete, y tocó, a

sus sesenta y nueve años, la guitarra, y cantó. Y fue un canto a la patria eterna, eternamente renovada.

A uno de los nuevos contertulios, a Ramonete, que podría ser casi su nieto, cobró singular afecto

Redondo. Y se sentaba junto a él, y le daba golpecitos en la rodilla, y celebraba sus ocurrencias. Y

solía decirle: “¡Tú, tú eres, Ramonete, el principal ornato de la patria!” Porque tuteaba a todos. Y como

el bolsillo de Redondo estaba abierto para todos los compatriotas, los contertulios, a él acudió

Ramonete en no pocas apreturas.

Ingresó en la tertulia un nuevo parroquiano, sobrino de uno de los habituales, un mozalbete decidor y

algo indiscreto, pero bueno y noble; mas al viejo Redondo le desplació aquel ingreso; la patria debía

estar cerrada. Y le llamaba, cuando él no le oyera, el Intruso. Y no ocultaba su recelo al intruso, que en

cambio veneraba, como a un patriarca, al viejo Redondo.

Un día faltó Ramonete, y Redondo inquieto como ante una falta preguntó por él. Dijéronle que estaba

malo. A los dos días, que había muerto. Y Redondo le lloró; le lloró tanto como habría llorado a un

nieto. Y llamando al Intruso, le hizo sentar a su lado y le dijo:

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PLAN  DE  LECTURA        “El  contertulio”.  Miguel  de  Unamuno  

 4  

-Mira, Pepe, yo, cuando ingresaste en esta tertulia, en esta patria, te llamé el Intruso, pareciéndome tu

entrada una intrusión, algo que alteraba la armonía. No comprendí que venías a sustituir al pobre

Ramonete, que antes que uno muera y no después nace muchas veces el que ha de hacer sus veces; que

no vienen unos a llenar el hueco de otros, sino que nacen unos para echar a los otros. Y que hace

tiempo nació y vive el que haya de llenar mi puesto. Ven acá, siéntate a mi lado; nosotros dos somos el

principio y el fin de la patria.

Todos aclamaron a Redondo.

Un día prepararon, como hacían tres o cuatro veces al año, una comida en común, un ágape, como le

llamaban. Presidía Redondo, que había preparado uno de los platos en que era especialista. La fiesta

fue singularmente animada, y durante ella se citaron colmos del gran Romualdo, se dedicó un recuerdo

a Ramonete. Cuando al cabo fueron a despertar a Redondo, que parecía haber caído presa del sueño -

como que le ocurría a menudo-, encontráronle muerto. Murió en su patria, en fiesta patriótica…

Su fortuna se la legó a la tertulia, repartiéndola entre los contertulios todos, con la obligación de

celebrar un cierto número de banquetes al año y rogando se dedicara un recuerdo a los gloriosos

fundadores de la patria. En el testamento ológrafo, curiosísimo documento, acababa diciendo: “Y

despido a los que me han hecho viviera la vida, emplazándoles para la patria celestial, donde en un

rincón del café de la Gloria, según se entra a mano izquierda, les espero”.

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PLAN  DE  LECTURA        “Casa  tomada”.  Julio  Cortazar  

   1  

Casa tomada JULIO CORTAZAR

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la

más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo

paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir

ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso

de las once yo le daba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos

a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos

resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos bastábamos para

mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó

dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes de que llegáramos a

comprometernos. Entrábamos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y

silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los

bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la

casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor nosotros mismos la

voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto

del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen

cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas

siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces

tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en

la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los

sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y

nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y

preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a

la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me

pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está

terminado no se puede repetir sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de

alcanfor llenos de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una

mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas.

No necesitábamos ganarlos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero

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PLAN  DE  LECTURA        “Casa  tomada”.  Julio  Cortazar  

   2  

aumentaba. Pero a Irene sólo la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me

iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos

canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Como no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y

tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña.

Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un

baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban nuestros dormitorios y el

pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera

que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de

nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el

pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien podía girar

a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina

y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no daba la

impresión de los departamentos que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos

siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la

limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia,

pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una

ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de

macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se

deposita de nuevo en los muebles y en los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo

en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del

mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que

llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y

sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo

oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta

la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el

cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más

seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita , y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

- Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

- ¿Estás seguro?

Asentí.

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PLAN  DE  LECTURA        “Casa  tomada”.  Julio  Cortazar  

   3  

- Entonces - dijo recogiendo las agujas - tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en retomar su labor. Me acuerdo que

tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas

que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene

extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de

enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero

esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de la cómoda y nos mirábamos con

tristeza.

- No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido del otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aún levantándonos tardísimo, a las

nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró

a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensábamos bien, y se decidió esto:

mientras yo preparaba el almuerzo Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos

porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar.

Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de

los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso

me sirvió para matar al tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos

en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

- Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradillo de papel para que viese algún sello

de Eupen y Malmédy. Estábamos bien y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin

pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de

estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene me decía que mis sueños

consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer al cobertor. Nuestros dormitorios tenían al

living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser,

presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

A parte de eso estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las

agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo

dicho, era maciza. En la cocina y en el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a

hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay mucho ruido de loza y

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vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero

cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta

pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene

empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a

Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí

ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el

sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir

palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta

de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos mirábamos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel,

sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuertes pero siempre sordos, a espaldas nuestras.

Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

- Han tomado esta parte - dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel

y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin

mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? - le pregunté inútilmente.

- No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era

tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de

Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien

la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera

robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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1

Nivaria Tejera

(1930 – 2016)

“En el barranco tenemos que escondernos. Allí está el hoyo, el guardian, laneblina.Nosharemoslosmuertos.Ven,másalfondo,más,másalfondo.”

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2

http://www3.gobiernodecanarias.org/medusa/ecoescuela/escritorascanarias/

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3

I HOY empezó la guerra. TRABAJANDO (SE TERMINARÁ EN BREVE)

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Matematicas Orientadas a las Ensenanzas Academicas 4º ESO. PRUEBA TEMA 5 Pagina 1 de 1Prueba escrita. 4 ESO

NOMBRE:__________________________________ GRUPO:____ FECHA:__________

1. Resuelve el sistema de ecuaciones no lineal. 𝑥 𝑦( + 2) · = −16 𝑥 𝑦4 + = 4

2. Encuentra la solución del siguiente sistema y compruébala gráficamente. :

{x+ y=5x− y=3

3. Resuelve el sistema de inecuaciones con una incógnita.

4. Resuelve la siguiente sistema de ecuaciones.

5. Resuelve la siguiente ecuación: 3 x4−10 x3+9x2−2 x=0

a) soluciones

b) Forma factorizada.

6. Resuelve la siguiente ecuación:

a)x

x2− 4−

3x+2

=4

x−2

7. Resuelve y comprueba la siguiente ecuación:

a) √x+62

+x6=8

8. Resuelve la siguiente inecuación:

a) ( x−2) (x+3)≥0

9. La suma de dos números es 27 y la diferencia de sus cuadrados es 81, halla los números.

10. La diagonal de un marco de fotos rectangular mide 2 cm más que el lado mayor. Si el perímetro mide 46 cm. ¿Cuánto miden los lados del marco?

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Tarea Repaso: Ecuaciones, sistemas de ecuaciones e inecuaciones.IES Joaquín ArtilesTiempo estimado: 2 horasTemporalidad: 18 de marzo al 19 de marzo

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ACTIVIDADES DE MÚSICA – 4º ESO

MÚSICAS DEL MUNDO

1. Lee el siguiente artículo:

https://elpais.com/diario/2009/04/01/ultima/1238536802_850215.html

2. Contesta a las siguientes preguntas:

2.1. La música es el lenguaje universal por excelencia. Pero, ¿qué opinión te merece

hacer música dentro de un país en guerra? ¿Qué papel tiene la música?

2.2. Si te invitaran a colaborar con esta fundación y dar una gira de conciertos como

presentador, ¿qué discurso propondrías para animar al público?

2.3. ¿Crees que la educación y la cultura musical pueden mejorar la vida de los

ciudadanos de un país? Razona tu respuesta.

3. Realiza una investigación sobre las músicas del mundo y crea un prezi siguiendo estas

pautas:

3.1. Busca la definición de música tradicional. ¿Cuáles son las principales diferencias

entre la música folclórica, la música clásica y la música popular?

3.2. La música de un continente, país o zona.

3.2.1. Característica generales del país o zona (situación, características

económicas, población, clima, etc).

3.2.2. Características de la música (incluir video que demuestre alguna de esas

características).

3.2.3. Instrumentos que se usan (incluir descripción, clasificación y un video de los

instrumentos)

3.2.4. Personajes o grupos importantes.

3.3. Elegir un personaje o grupo del lugar e investigar:

3.3.1. Vida personal.

3.3.2. Características de su música (video musical)

3.3.3. Discografía

3.3.4. Anécdota o curiosidad.

3.4. Bibliografía y/o webgrafía empleada.

4. ¡Vamos a interpretar!

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4.1. Practica esta canción con una aplicación para piano o xilófono.

https://www.youtube.com/watch?v=ujWBmpQN0jg (acompañamiento con notas)

https://www.youtube.com/watch?v=kJwkGyN-4Fg (versión melodía con notas)

https://www.youtube.com/watch?v=mQ1hHY2ijHI&t=25s (versión para flauta dulce)

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RELIGIÓN

HISTORIA DE LA IGLESIA

Todas las preguntas de cada cuestionario se responden mirando cada vídeo, no han de buscar por otro lado.

CUESTIONARIO SOBRE GALILEO

https://youtu.be/wylpe7N4uBE

1. ¿En qué siglo se produce el caso Galileo?

2. ¿A qué responde el apoyo de la Iglesia católica a los artistas para que hicieran gran cantidad de cuadros y esculturas?

3. ¿La Iglesia era severa respecto a las ideas que formulaban los miembros de las órdenes religiosas?

4. ¿Cuál fue la principal idea que se le pidió a Galileo que no difundiera?

5. ¿El Papa de la época se tomó como algo personal que Galileo desobedeciera?

6. ¿Cuál fue el primer científico que propuso que era el Sol el que giraba alrededor de la Tierra y no al revés como se creía entonces?

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CUESTIONARIO SOBRE EL CONCILIO DE TRENTO

https://youtu.be/c8d-LHzuMXo

1. ¿En qué país empieza la gente a desafiar el dominio del Papa?

2. ¿Cuál pensaban en la época que podía ser la solución?

3. ¿En qué ciudad italiana se convocó el Concilio del que se habla en el vídeo?

4. ¿Con qué nombre se conoce la línea de la respuesta católica a la Reforma de Lutero?

5. Lutero decía que el hombre se salva sólo por su fe y no por las buenas obras ¿Qué le contestó la Iglesia católica al respecto?

6. ¿Qué otro nombre tuvo el Santo Oficio?

7. ¿Quién aplicaba la pena de muerte a los considerados herejes, el poder de la Iglesia o el poder civil?

8. ¿El Concilio de Trento confía en la bondad de la naturaleza humana?

9. ¿Nuestro calendario actual se crea en la época de la que habla el vídeo?

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CUESTIONARIO SOBRE LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN FRANCESA

https://youtu.be/DV_YQrbJJvw

1. ¿A qué poderes intentan enfrentarse las nuevas revoluciones de las que habla en vídeo?

2. ¿Por qué la Iglesia rechaza los ideales de la Revolución Francesa?

3. ¿Qué excusa usaron los líderes de la Revolución Francesa para atacar a la Iglesia?

4. ¿Qué fenómeno surgido en la Revolución Francesa puede ser positivo o peligroso según se lleve?

5. ¿Supo la Iglesia separar los aspecto buenos de los malos de la Revolución Francesa en aquel momento histórico?

6. ¿El siglo XIX fue un siglo fácil o difícil para la Iglesia?

7. ¿Por qué se sintió agredida la Iglesia por aquellos que defendían las nuevas ideas en Occidente?

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CUESTIONARIO SOBRE LA IGLESIA Y LOS MOVIMIENTOS SOCIALES

https://youtu.be/Buhem1ru_dg

1. ¿Qué reclamaba el Papa León XIII como se ve en el vídeo?

2. ¿Qué dos extremos en la política económica del siglo XIX condenaba?

3. ¿Qué le dijo el Papa a los patronos que debían respetar?

4. ¿De qué es la encíclica (documento del Papa) carta de fundación?

5. ¿La función del Papa era de la intervención directa o la de dar ejemplo y enseñar?

6. ¿Qué instrumentos había usado desde siglos antes la Iglesia para ayudar a la gente que estaba necesitada?

7. ¿Qué buscaba conseguir mediante las relaciones armónicas entre los empresarios y sus trabajadores?

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CUESTIONARIO SOBRE EL VATICANO II

https://youtu.be/O8KQf5Nzxho

1. ¿En 1958 qué ideologías atacaban al cristianismo en los países de tradición católica?

2. ¿Por qué la curia romana (los que mandaban en el Vaticano) estaba anquilosada?

3. ¿Qué Papa convocó el Concilio Vaticano II?

4. ¿El período del Vaticano II fue tranquilo o complicado?

5. ¿En el Concilio Vaticano II se trataron problemas más cercanos a

la gente o grandes cuestiones de la propia Iglesia?

6. El Papa que convocó el Concilio Vaticano II murió antes de que terminase ¿Cuál fue el Papa que lo prosiguió hasta que terminó?

7. ¿En el Vaticano II se quiso mejorar las relaciones de la Iglesia con

las otras religiones?