Rubem Fonseca - Reminiscencias de Berlín

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Reminiscencias de Berlín Por Rubem Fonseca Yo vivía en Berlín, en el lado occidental, desde hacía algunos meses, en la calle Storkwinkel 14, en un departamento confortable que me fue proporcionado por la Deutscher Akademischer Austauschdienst. Un día me dijeron que el profesor Erhard Engler, de la universidad Humboldt, en el lado oriental, necesitaba libros de literatura brasileña. El profesor Engler, titular de la cátedra de literatura de lengua portuguesa en la universidad Humboldt, tenía dificultades para conseguir libros en nuestra lengua. Había problemas entre él y el gobierno de la RDA, y Engler no obtenía autorización para visitar otros países, a pesar de que lo invitaban constantemente. Los libros que le enviaban por correo no llegaban a sus manos. Eran incautados en la frontera. Decidí llevarle algunos libros de contrabando, de cuando en cuando. Esos libros eran sólo de literatura brasileña: Clarice Lispector, Erico Veríssimo, Graciliano Ramos, Guimarães Rosa, Carlos Drummond de Andrade y otros que no recuerdo y que encontré en una librería especializada en literatura brasileña, en Berlín Occidental. En las visitas que hacía al lado oriental para ir a museos y deambular por la ciudad, me familiaricé con la burocracia referente a las visas de entrada y a la compra de los veinticinco marcos que debían gastarse durane la permanencia en la ciudad. Ya me había fijado varias veces en la manera como los guardias observaban a los que cruzaban la frontera, ya se tratara de visitantes o de residentes del lado oriental que regresaban a casa. Como era un día de invierno el que llevé la primera remesa de libros para Engler, me puse un largo abrigo y me metí los libros alrededor de la barriga y la espalda. Los libros no podían verse, a no ser que me quitara el grueso abrigo. Aún estaba en la fila, cuando un guardia me preguntó si llevaba algún artículo prohibido. Más adelante otro me hizo la misma pregunta. Ese teatro no me incomodó en lo más mínimo. Era una rutina que los guardias repetían mecánicamente con todas las personas en la fila. Probablemente ni siquiera escuchaban las respuestas de los individuos formados unos tras otros en una larga columna. Después entré en una estrecha cabina y la puerta de entrada se cerró. Había una puerta de salida, en el lado opuesto, que también estaba cerrada. Me quedé aislado ahí, dentro de aquel cubículo, esperando, envuelto en mi grueso abrigo. Una luz fuerte incidía sobre mi rostro, impidiéndome ver al interrogador oculto atrás de un oscuro vidrio. Después de un tiempo de suspenso, me pidió el pasaporte. En seguida dijo algo que no entendí. Después repitió lo que había dicho, ahora en inglés: “Raise your head”, como quien dice, déjeme verlo bien, para ver cuáles son sus intenciones. Un tipo que tuviera cola que le pisaran comenzaría a sudar frío y confesaría inmediatamente sus crímenes. Pero yo, además de que no sentía ninguna culpa, estaba seguro de que no iban a percibir los libros en el escrutinio a que me estaban sometiendo, y sabía que no hay nadie, ni siquiera un policía alemán extremadamente celoso, que logre soportar la tediosa rutina de quedarse dentro de una cabina oscura durante horas y horas asustando a viejos que cargan botellas de licor Metaxa. (La mayoría de las personas que cruzaban la frontera estaba compuesta por viejos que regresaban a casa con bolsas de compras. Eran los únicos que tenían permiso para ir al lado occidental sin problemas, e incluso para mudarse allá, si lo

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Crónica, Rubem Fonseca,

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Reminiscencias de Berlín

Por Rubem Fonseca

Yo vivía en Berlín, en el lado occidental, desde hacía algunos meses, en la calle Storkwinkel 14, en un departamento confortable que me fue proporcionado por la Deutscher Akademischer Austauschdienst. Un día me dijeron que el profesor Erhard Engler, de la universidad Humboldt, en el lado oriental, necesitaba libros de literatura brasileña. El profesor Engler, titular de la cátedra de literatura de lengua portuguesa en la universidad Humboldt, tenía dificultades para conseguir libros en nuestra lengua. Había problemas entre él y el gobierno de la RDA, y Engler no obtenía autorización para visitar otros países, a pesar de que lo invitaban constantemente. Los libros que le enviaban por correo no llegaban a sus manos. Eran incautados en la frontera. Decidí llevarle algunos libros de contrabando, de cuando en cuando. Esos libros eran sólo de literatura brasileña: Clarice Lispector, Erico Veríssimo, Graciliano Ramos, Guimarães Rosa, Carlos Drummond de Andrade y otros que no recuerdo y que encontré en una librería especializada en literatura brasileña, en Berlín Occidental. En las visitas que hacía al lado oriental para ir a museos y deambular por la ciudad, me familiaricé con la burocracia referente a las visas de entrada y a la compra de los veinticinco marcos que debían gastarse durane la permanencia en la ciudad. Ya me había fijado varias veces en la manera como los guardias observaban a los que cruzaban la frontera, ya se tratara de visitantes o de residentes del lado oriental que regresaban a casa. Como era un día de invierno el que llevé la primera remesa de libros para Engler, me puse un largo abrigo y me metí los libros alrededor de la barriga y la espalda. Los libros no podían verse, a no ser que me quitara el grueso abrigo. Aún estaba en la fila, cuando un guardia me preguntó si llevaba algún artículo prohibido. Más adelante otro me hizo la misma pregunta. Ese teatro no me incomodó en lo más mínimo. Era una rutina que los guardias repetían mecánicamente con todas las personas en la fila. Probablemente ni siquiera escuchaban las respuestas de los individuos formados unos tras otros en una larga columna. Después entré en una estrecha cabina y la puerta de entrada se cerró. Había una puerta de salida, en el lado opuesto, que también estaba cerrada. Me quedé aislado ahí, dentro de aquel cubículo, esperando, envuelto en mi grueso abrigo. Una luz fuerte incidía sobre mi rostro, impidiéndome ver al interrogador oculto atrás de un oscuro vidrio. Después de un tiempo de suspenso, me pidió el pasaporte. En seguida dijo algo que no entendí. Después repitió lo que había dicho, ahora en inglés: “Raise your head”, como quien dice, déjeme verlo bien, para ver cuáles son sus intenciones. Un tipo que tuviera cola que le pisaran comenzaría a sudar frío y confesaría inmediatamente sus crímenes. Pero yo, además de que no sentía ninguna culpa, estaba seguro de que no iban a percibir los libros en el escrutinio a que me estaban sometiendo, y sabía que no hay nadie, ni siquiera un policía alemán extremadamente celoso, que logre soportar la tediosa rutina de quedarse dentro de una cabina oscura durante horas y horas asustando a viejos que cargan botellas de licor Metaxa. (La mayoría de las personas que cruzaban la frontera estaba compuesta por viejos que regresaban a casa con bolsas de compras. Eran los únicos que tenían permiso para ir al lado occidental sin problemas, e incluso para mudarse allá, si lo

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deseaban.) Incluí parte de estas primeras experiencias berlinesas en mi novela Grandes emociones y pensamientos imperfectos, publicada en Alemania por la Piper (Grenzenlose Gefühle, unvollendete Gedanken). Es la escena en que el personaje atraviesa la frontera llevando miles de dólares para cambiarlos por un ejemplar de una novela apócrifa de Isaac Bábel, decomisada cuando lo apresaron y guardada durante años en un sector de libros prohibidos de la biblioteca Lenin, de Moscú, hasta que un funcionario corrupto la robó. Me gustó Berlín. Cuando, después de algunos meses de estancia, regresé a Brasil, decidí volver a Alemania tan pronto como surgiera unaoportunidad. En octubre de 1989 regresé a Berlín, nuevamente como becario de la Deutscher Akademischer Austauschdienst. Mi departamento ahora estaba situado más al centro, en la Schlüterstrasse 52, muy cerca de la Kurfürstendam, la principal avenida del sector occidental. No sentí cambios en la ciudad, pero del lado oriental se podían notar muchas diferencias. En la noche del jueves 9 de noviembre, estaba trabajando en mi departamento cuando oí ruido de gritos y cláxones en la calle. Eran más de las nueve de la noche. De la ventana de mi sala, que estaba en el primer piso, vi que varios de los carros que tocaban el claxon eran Trabis (apodo, en cierta forma despectivo, que se daba a los toscos carros populares Trabant, fabricados en la República Democrática de Alemania). Ya que había visto cinco días antes, en Berlín Occidental, una manifestación en la avenida Kurfürstendam ---o Kudamm, como era más conocida--- de cientos de miles de personas que repetían el eslogan de la marcha de Leipzig en el mes de octubre, Wir sind das Volk ---Somos el pueblo---, estaba preparado para los gritos en las calles que exigían alguna forma de libertad, como la de viajar, por ejemplo. Era evidente que, si los Trabis estaban paseando por la Kudamm, el nuevo gobierno, encabezado por Egon Krenz, había cedido de alguna manera. Corrí hacia la Kudamm y percibí un gran número de personas que caminaban por las calles, además de los Trabis que tocaban el claxon insistentemente, conmemorando la apertura de las fronteras entre los dos lados de la ciudad. Al día siguiente, cuando los habitantes del este de la ciudad comprobaron que la apertura era cierta, un millón de personas según el cálculo de un periódico, invadió Berlín Occidental. Ese día yo había acordado encontrarme con Erhard Engler y Christina Vogel en Berlín Oriental, a las diez de la mañana. Ute Hermanns, de la Frei Universitat, una amiga común, iría conmigo. Fuimos por la S-Bahn de la Friedrichstrasse. Entrar en Berlín Oriental, esta vez, fue relativamente fácil. Pagamos cinco marcos por la visa. Creo que habían cancelado la exigencia de comprar los veinticinco marcos de la RDA. No había las medidas de seguridad que yo había enfrentado en otras ocasiones. Permitieron que dos personas (Ute y yo) entraran al mismo tiempo en la mentada cabina intimidante y claustrofóbica donde, esta vez, examinaron nuestros pasaportes de manera rutinaria; y mantuvieron abierta la primera

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puerta. Finalmente, no repararon por los libros que le llevaba a Engler, Grandes emociones y pensamientos imperfectos en portugués, Bufo & Spallanzani en alemán y Das viertes Siegel, una antología de cuentos míos, también en alemán, editada por la Piper de Munich. Además, yo llevaba un montón de casetes con música brasileña. Cruzamos las vallas y nos quedamos en la estación esperando a Christina y a Engler. Una multitud se apretujaba, ansiosa, frente a la estación. Durante el viaje de S-Bahn a la estación Friedrichstrasse, Ute y yo habíamos decidido llevar a Engler y a Christina con nosotros, a conocer Berlín Occidental. Al ver aquella multitud, nos dimos cuenta de las dificultades que tendríamos para salir con ellos. Finalmente Engler y Christina llegaron. Ella traía de regalo una botella de vino tinto húngaro, galletas y folletos sobre Berlín Oriental. Engler explicó que el tránsito estaba horrible. Todos los coches de Berlín Oriental convergían en la estación Friedrichstrasse y él no había encontrado un lugar cercano para estacionar su viejo Trabi. Les dijimos que iríamos todos a Berlín Occidental.

Recibieron nuestra invitación con entusiasmo, pero también con aprehensión. Christina nació en 1961, en el año en que se construyó el muro. Nunca en su vida había estado en Berlín Occidental. En realidad nunca había estado en ningún lugar del mundo, excepto en Berlín Oriental. (Hoy en día ya han hecho varios viajes, a Brasil principalmente.) “¿Y si no nos dejan regresar?”, dijo Engler, medio en broma, medio en serio. “De todos modos vamos”, respondí. Ute se había enterado de que los orientales no necesitaban pasaporte para cruzar; bastaba una credencial de identificación. Hubo un momento en que tuvimos que separarnos. Los extranjeros, como Ute y yo, que era ciudadana de la RFA, tendríamos que ir por otro camino. Quedamos en encontrarnos en el andén de la estación. Finalmente Christina y Engler aparecieron, después de tenernos preocupados por más de media hora. Poco después llegó el tren, que inmediatamente se llenó por completo. Cuando el convoy empezó a moverse, las personas aplaudieron. Algunas lloraban. Christina, cerca de una ventana, miraba fascinada hacia afuera. Vi sus ojos enormemente abiertos en el momento en que el tren pasó por encima del muro. Mucha gente había muerto al intentar hacer aquello. Pero era un día de sol y cielo azul, todo contribuía para crear un clima de fiesta y alegría entre las personas del tren. Al llegar a Berlín Occidental, nos bajamos en la estación Zoo y fuimos caminando por la Kudamm. Pasamos por la puerta de una joyería, en cuyo aparador vimos relojes de cuarenta mil marcos. “No necesitamos eso”, dijo Engler, “necesitamos libertad”. Fuimos a mi departamento. En el camino compré una botella de champaña. En el balcón de

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mi departamento, bajo el sol de aquella mañana fresca, tomamos champaña y conmemoramos la apertura del muro. (El lugar había sido ocupado antes que yo por el cineasta ruso Andréi Tarkovski, también becario de la DAAD. Brindamos también por Tarkovski.) Les pregunté a dónde querían ir. Christina y Engler se quedaron pensativos por un momento. Finalmente, Erhard dijo: “Me gustaría visitar la bibliotecapública.” Antes tendríamos que comer algo. Ute telefoneó a Berthold Zilly, de la Frei Universitat de Berlín, y nos pusimos de acuerdo para comer cerca de la universidad, con otros profesores del ladooccidental. Después de la comida, pasamos la tarde en la biblioteca del Instituto Latinoamericano y en la Staatsbibliothek. A Engler y a Christina les encantaron las bibliotecas, el confort y la facilidad para consultar la enorme cantidad de títulos que poseían, de todos los matices y orientaciones políticas, sin censuras o prohibiciones. Esa libertad de poder leer cualquier libro, que antes les era negada, tenía un gran significado para Engler. Por la noche, la Kudamm estaba intransitable. Cientos de miles de ciudadanos de Berlín Oriental habían cruzado la frontera. Las personas cantaban, se abrazaban, llenas de amor y esperanza. Bailaban sobre el muro. Muchos, con picos y martillos, arrancaban pequeños pedazos de muralla. A la una de la mañana acompañamos a Christina y a Engler de regreso. Algunos amigos brasileños, entre ellos la profesora Lígia Chiappini Moraes Leite, que impartía un curso en la Frei Universitat Berlín, ya se habían incorporado al grupo. Tomamos la S-Bahn de la Savigny Platz. Zilly, que había ido a nuestra cita en bicicleta, entró en el tren con su vehículo. Lígia y él pretendían bajarse en la estación cercana a la Puerta de Brandenburgo, pero fue imposible, el tren estaba tan lleno de personas que regresaban al este que nadie podía moverse a tiempo para aprovechar la rápida apertura de las puertas. Tuvieron que ir hasta la Friedrichstrasse, de donde regresaron para ir a la Puerta de Brandenburgo. Christina, Engler, Ute y yo bajamos las escaleras de la estación Friedrichstrasse, en la parte este. Dos o tres borrachos circulaban por ellas. Hacía mucho frío. Christina se despidió con lágrimas en los ojos. “Fue el día más feliz de mi vida”, dijo. Agitamos las manos a modo de despedida mientras se alejaban, como si nunca más fuéramos a vernos. En realidad nos despedíamos de la magia de aquel momento, sabiendo que aquello sí, nunca más se repetiría. Al día siguiente tenía una comida con nuestro embajador en la RDA. Como todos saben, Berlín Oriental era la capital de la RDA. La capital de la RFA era Bonn. El antiguo embajador brasileño en la RDA, Mário Calábria, también había sido en ese tipo de infracciones, del cual no tenía la menor idea; sólo sabía que seguramente no sería

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fusilado. Me llevaron a una sala, donde quedé recluido. Un poco después, me condujeron de nuevo a la presencia de la mujer policía que me había detenido; a su lado estaba nuestro embajador. Carvalho, quizás porque le había mencionado durante nuestra comida que no tenía la visa, previendo posibles dificultades había ido al puesto fronterizo. Solucionó mi problema con la habilidad de los consumadosdiplomáticos. El Checkpoint Charlie era un largo camino descubierto ---parecía aún más extenso de lo que era mientras transitaba por él aquella noche---, iluminado por fuertes luces de neón que detectarían incluso una cucaracha escabulléndose por los rincones de la acera. Caminé solo por la larga faja de terreno, vacía a aquella hora, pues todos los interesados en ir a Berlín Occidental ya habían cruzado la frontera. Del lado de la RFA, continuaban de guardia los berlineses occidentales, quienes, desde el inicio de la apertura del muro, se apostaban en la frontera para regalar flores y saludar a los alemanes del este. Fui festejado por una multitud que me aplaudía. Me dieron un ramillete de flores (un símbolo que durante algunos días identificó a los individuos y a los coches del este que cruzaban la frontera) y me ofrecieron champaña. Me reía y saludaba, callado, desempeñando divertido mi papel de alemán oriental. Al final de cuentas, tenía el derecho de hacerlo, era un berlinés, y mi Berlín siempre había abarcado los dos lados. Entré en el U-Bahn que estaba justo frente al Checkpoint Charlie cargando mi ramillete de flores. En el metro atascado, la gente insistía en darme amables palmaditas en la espalda; una mujer me besó. Seguí callado para no decepcionar a nadie. Me bajé en Adenauer Platz y me fui caminando por la Kudamm en dirección a mi departamento en Schlüterstrasse. En el camino mucha gente me hacía reverencias. No fue difícil imaginar lo que estaría sintiendo un verdadero alemán del este. Y también pensé que aquello no podía durar para siempre. Como todos los cuentos de hadas, tendría un final. Me quedé poco tiempo en casa. La gente estaba abriendo un nuevo paso en la Potsdamer Platz, un lugar lleno de historias del Berlín anterior a la segunda Guerra Mundial y también de los tiempos de la guerra fría. Y allá fuimos nosotros, Ute y yo, a ser testigos del desarrollo de la Historia. Hacía un frío aún más fuerte esa noche que pasamos en vela. Cuando amaneció, fuimos a la Puerta de Brandenburgo, caminando a lo largo del muro. Oíamos el ruido de la gente con picos y martillos tratando de arrancar pedazos del paredón.

Llevaba noches sin dormir, desde el jueves, cuando todo empezó, y estábamos en la mañana del domingo. Aquel día no había sido posible abrir el muro en la Puerta de Brandenburgo, que había adquirido un valor simbólico para los dos lados. Para el gobierno del este, dejar el muro intacto en aquel lugar era una manera de mostrar que no había sido derrotado totalmente. Pero esa resistencia duraría solamente trece días. La exaltación popular, el 22 de diciembre, cuando reabrieron la Puerta de Brandenburgo, fue, como dijo un eufórico testigo, algo que sólo se había visto durante la caída de la Bastilla. Y los escritores, de un lado y de otro, ¿cómo reaccionaron? Robert Darnton, el conocido ensayista americano, que en ese entonces formaba parte del Instituto de Estudios Avanzados de Berlín (y quien me hizo el honor de asistir a una de mis conferencias en la

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ciudad), dijo que los escritores del lado este, que en general estaban a favor de la preservación del socialismo y de una RDA independiente, a partir del momento en que la multitud dejó de gritar en coro Wir sind das Volk y pasó a gritar Wir sind ein Volk ---nosotros somos un pueblo---, desaparecieron y se quedaron al margen, desde entonces. Lo cierto es que los escritores no influyeron en lo más mínimo en la caída del muro (o incluso en su preservación por tanto tiempo). Quien derrumbó el muro fue la televisión, que atravesaba las paredes de concreto a la hora que se le antojaba. En una sociedad de masas, tenía que ser un vehículo de masas el que influyera en los acontecimientos. (Siempre que iba a la casa de un habitante de Berlín Oriental, éste estaba viendo los programas de la televisión del oeste. Programas de entrevistas políticas y también programas de música pop occidental. Tal vez el rock haya tenido más influencia en la caída del muro que la literatura.) Los escritores, al este y oeste, se mostraron confundidos y en la mayoría de las veces incapaces de una visión imparcial. La pasión política siempre estropea el discernimiento de los escritores. Ése es un asunto para otro artículo. También está el problema de la culpa. Joseph Brodsky, al hablar de la prosa rusa del siglo XX, dice que, hipnotizada por el alcance de la tragedia que asoló a la nación, continúa lamiéndose sus heridas, incapaz de trascender la experiencia, tanto en el plano filosófico como en el plano estilístico. Sin embargo, me parece que la prosa alemana repitió, y tal vez aún repita, ese comportamiento. Probablemente porque la experiencia fue tan atroz que no puede y no debe ser olvidada. De cualquier forma, en el mundo de hoy esa tarea de no dejar que nadie olvide siempre es más eficiente cuando se entrega a las manifestaciones de la cultura de masas, el cine y la televisión, principalmente. Cuatro años después volví a Berlín. Descubrí, en esa tercera visita, que muchos alemanes de los dos lados aún se sentían divididos después de la caída del muro; la muralla continuaba en sus mentes, un muro intangible que no puede ser derrumbado por picos, tractores o dinamita. Antes, las ciudades divididas se sentían seguras, a su manera. Noté, entonces, que ya no existía el Berlín Oriental sumergido en la protectora placenta comunista y que también se había acabado el Berlín Occidental, receptor privilegiado de los beneficios capitalistas. La ciudad unificada había quedado diferente. Encontré nostálgicos de los dos lados, que se lamentaban del paraíso perdido. Como dijo la escritora Monika Maron, que creció en la antigua República Democrática Alemana, “Cuando terminó la fase de euforia por la reunificación alemana, en vez de la esperada fraternidad, la desconfianza y el resentimiento pasaron a definir las conversaciones, cuando no las impedían”. O sea, aquellos cuatro años no habían sido suficientes para fortalecer la unión de los dos países. Noté además que no era sólo Berlín el que estaba diferente. En aquel año de 1993, cuatro años después de la caída del muro, muchas cosas habían cambiado. Fui a Alemania a dar conferencias y a participar en debates en ciudades de todos tipos, grandes y pequeñas: Aachen (la iglesia de Carlomagno merece un capítulo aparte, que desgraciadamente dejaré para otra ocasión), Hamburgo, Frankfurt, Berlín, Düsseldorf, Erlangen, Munich, Colonia y otras más. Había nuevas construcciones por todas partes, principalmente en Berlín.

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Cuando se dio la reunificación de los dos países, el canciller Helmut Kohl declaró que Alemania Oriental iba a ser transformada en un lugar donde sería ventajoso vivir y trabajar. Para cumplir esa promesa, la antigua Alemania Occidental hizo una inversión de un trillón y medio de dólares en la antigua Alemania Oriental. Según dicen, la mayor transferencia de capital hecha en la historia. Pero el resultado, hasta ahora, no fue el esperado. El desempleo en Alemania Oriental es el doble del que hay en Alemania Occidental y el flujo de jóvenes hacia la región oeste en busca de empleo en inmenso. El desarrollo de la región tampoco fue el que se esperaba. Recientemente una comisión estudió el problema y atribuyó esa situación al hecho de que la mayor parte de la inversión se hizo en obras, carreteras, edificios. Pero ésa es otra historia.