Rumania Inesperada

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Rumania inesperada

Cristina Díez

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© Cristina Díez, 2010 Todos los derechos reservados

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Índice

Introducción. 5 1 Apuntes previos sobre el recorrido 9 2 El aterrizaje 17 3 Starchiojd 21 4 Slanic 31 5 Monasterio Crasna 47 6 Sinaia 59 7 Las flores de Brasov 67 8 Rasnov, la ciudadela 77 9 El Castillo de Bran 83 10 La iglesia fortificada de Prejmer 91 11 Odorheiu Secuiesc 99 12 Lacu Rosu y desfiladero del Río Bicaz 105 13 Sighişoara 111 14 Biertan 131 15 Sibiu 139 16 Hunedoara 151 17 Reşita 161 18 La Reserva Natural de la Fuente Bigar 169 19 Eftimie Murgu 173 20 Baile Herculane 177 21 Podul lui Dumnezeu 185 22 El Danubio 191 23 Manastirea Sfânta Ana 195 24 Horezu 201 25 Curtea de Argeş 207 26 El Castillo de Drácula 215 27 Lacu Vidraru 223 28 Bucuresti 229 29 El regreso 237

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Introducción Llegamos a Rumania en la fase final de un proyecto escolar que, durante tres años, nos llevó a trabajar en colaboración con otros dos institutos europeos. Tras dos viajes a la escuela alemana, la visita al centro rumano quedó pospuesta para el último momento, aunque a sus profesores los conocíamos ya de anteriores reuniones realizadas en España y Alemania. El trabajo, denominado “Los Puentes de Europa”, fue mi primer contacto con los Proyectos Comenius de la Agencia Sócrates, interesante experiencia que permite conocer la realidad escolar de otros países y favorece el intercambio y la comunicación entre las escuelas europeas. Uno de sus mayores alicientes lo constituye la posibilidad de desplazarse, dentro del período lectivo, a algunos de los países colaboradores, aunque con una ayuda económica claramente insuficiente para sufragar los gastos del viaje. Esta limitación se hace más evidente a la hora de viajar a determinados lugares que se encuentran fuera de los circuitos turísticos habituales, como sucede en el caso de Rumania. Fue muy fácil organizar el viaje a Alemania, encontrar aviones y hoteles a buen precio se encuentra al alcance de un clic de ordenador, y ésa fue probablemente una de las razones que nos llevó a retrasar el viaje a Rumania hasta el momento de cerrar el proyecto. Siempre supimos que llegaríamos a ir, pero no cómo conseguiríamos hacerlo.

Desde un principio, y ante la ambigüedad y falta de respuestas convincentes dadas por los colegas rumanos a nuestra necesidad de planificar la estancia con antelación, decidimos organizar el viaje desde España y dejar perfectamente claro dónde, cuándo y cómo íbamos a

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desplazarnos durante los días de estancia en el país. Estancia inusualmente larga, pues al período normal que nos correspondía por el proyecto, podíamos añadirle unos días más de permiso por la semana de feria de nuestra localidad. Encontramos billetes de avión a un precio bastante razonable con la compañía Iberia, y el resto del viaje lo concertamos con una agencia descubierta a través de Internet, que parecía disponer de la infraestructura necesaria para organizar un recorrido interesante que se ajustara a nuestras necesidades, un tanto especiales, y que incluía la disponibilidad de un guía en español que nos llevase en coche hasta Resita, la ciudad en la que se encuentra el instituto colaborador que habíamos de visitar.

Poco sabíamos de Rumania antes del viaje. Los tópicos en los que cualquier español piensa cuando se nombra ese país se reducen normalmente a la elevada presencia de inmigrantes rumanos en España (considerados a veces como una comunidad conflictiva y peligrosa), el atraso económico que provoca esa salida masiva de trabajadores hacia otras partes de Europa y, cómo no, el mito de Drácula que despierta la imagen de una tierra oscura y brumosa envuelta en leyendas inquietantes. Algunos compañeros del instituto ya habían estado allí con proyectos semejantes al nuestro, y la mayoría habían vuelto hablando del país sin mucho entusiasmo. Hoy, después de haberlo vivido personalmente, pienso que Rumania está hecha para ser descubierta despacio, con los ojos bien abiertos y libres de prejuicios de ningún tipo. Probablemente haya que desprenderse de expectativas previas, olvidar todo lo que se ha escuchado sobre su tierra y sus gentes, y dejarse llevar por el descubrimiento de sus inexplicables contrastes. En una sola palabra, sorprenderse. Sorprenderse de una tierra

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increíble poblada por bosques, lagos y ríos de belleza salvaje, de una población rural atrapada en una economía de subsistencia, de un legado histórico apasionante o de la decadencia surgida tras el desmoronamiento del régimen que dirigió con firmeza la vida del país durante décadas. Luces y sombras de un pueblo que intenta levantarse y mirar al futuro, como hicimos nosotros no mucho tiempo atrás, aunque a veces lo olvidemos.

Esta crónica no es más que el relato de ese pequeño e intenso viaje, realizado por unas profesoras españolas, desde el personal punto de vista de una de ellas. Otros ojos verían probablemente otras cosas, y es posible que mi interpretación sea bastante subjetiva. En definitiva, que ésta no sea la Rumania que otros han encontrado, pero la mía es tal como la cuento y la recuerdo en estos breves capítulos que siguen a continuación.

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1 Apuntes previos sobre el recorrido

Una breve descripción acerca de la geografía y la historia del país, puede ayudarnos a seguir con más facilidad los comentarios sobre el viaje, así como para hacernos una idea del recorrido realizado y de algunos lugares o personajes que se irán nombrando más adelante.

La superficie de Rumania es de unos 238000 km2. Está situada al sureste de Europa, formando frontera al norte y nordeste con Moldavia y Ucrania, al sur con Bulgaria, al suroeste con Serbia y Montenegro, y al noroeste con Hungría. Al sureste del país se encuentra el Mar Negro, donde desemboca el Danubio.

Al sur, el paisaje es llano, mientras que el resto se ve dominado por la cadena montañosa de los Cárpatos, dividida en Cárpatos Orientales, Meridionales y Occidentales. La meseta de Transilvania es una sucesión de valles y colinas, con una elevación media de 500 m. Desde la vertiente sur de los Cárpatos Meridionales, hacia el Danubio, se extiende la llanura de Valaquia, mientras que al nordeste se encuentra Moldavia, tierra de llanuras y colinas que linda con el Estado del mismo nombre.

El clima de Rumania es continental, de inviernos muy fríos (con precipitaciones en forma de nieve) y veranos que pueden llegar a ser bastante calurosos. Una tercera parte del país está cubierta de bosques, y su fauna es una de las más

ricas de Europa, incluyendo lobos, osos, gamos, linces y cabras montesas. Hay muchos lagos montañosos, así como lagunas en las costas del Mar Negro, con un total de unos 2300 lagos. El río más importante es el Danubio, frontera natural al sur del país, que tiene un recorrido por Rumania de 1075 km, y que desemboca en el Mar Negro formando un delta.

La población, excepto en el área más despoblada del Danubio, se encuentra distribuida uniformemente por todo el país. El 90% pertenece a la etnia rumana, y el resto se reparte principalmente entre las minorías húngara (concentrada sobre todo en la zona de Transilvania), alemana y gitana. Es un país poco urbanizado, ya que casi la mitad de sus habitantes vive en el medio rural. Una quinta parte de la población urbana se concentra en Bucarest, la capital del país. Las zonas llanas, en las que se levantan los centros 10

industriales y se desarrolla la agricultura, están mucho más pobladas que las montañas.

El fenómeno de la emigración ha adquirido una gran importancia, ya que unos nueve millones de rumanos viven fuera del país. El idioma oficial es el rumano, de origen latino, aunque en ciertas zonas de Transilvania se habla el húngaro o el alemán. La religión mayoritaria es la ortodoxa, seguida de lejos por otras confesiones como la católica o la luterana.

En cuanto a su historia, antes de ser conquistada por los romanos, Rumania estaba poblada por los dacios, cuyo principal líder era Decebal. Trajano conquistó parte de la

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Dacia en el año 106, siendo ello la causa de su cultura y lengua latinas, diferentes a los países de su entorno, y que serían conservadas a través del los siglos a pesar de las continuas invasiones. La zona continuó siendo romana hasta finales del siglo III, cuando los godos invadieron el territorio y expulsaron de él a los romanos. Una de las tribus eslavas que invadieron el país fue la de los valacos, quienes se fundieron pronto con la población nativa, enfrentándose en distintas ocasiones al Imperio Bizantino, del que el territorio terminó formando parte. La cristianización de la población se produjo en el siglo IX, pasando con el tiempo a adoptar la liturgia ortodoxa griega, religión que, como ya se ha comentado, continúa siendo mayoritaria aún en la actualidad.

En el siglo XII, los valacos se enfrentaron al Imperio Bizantino. Por esa época, la zona pasó a desglosarse en pequeños principados. Tras la invasión de los mongoles en el siglo XIII, los anteriores pobladores se fueron desplazando hacia los valles del Danubio. Los sajones alemanes se establecieron en Transilvania, y los húngaros se apoderaron de la región. En este crisol se forjaron los tres principados que luego se unirían en el siglo XIX: Transilvania, Moldavia y Valaquia, siempre en constante lucha contra Hungría, Polonia y el Imperio Otomano, además de las propias luchas internas que los enfrentaban entre sí y que daban lugar a que sus fronteras fueran cambiando a lo largo de los siglos. Entre los príncipes valacos podemos destacar al voivoda Vlad Tepes, históricamente famoso por su crueldad, que inspiró el mito de Drácula al escritor Bram Stoker.

En el siglo XVII, el Imperio Austro-Húngaro se apoderó definitivamente de Transilvania. Un siglo después, cuando los austríacos compraron la Bucovina a los turcos, se produjeron levantamientos populares en Transilvania, comenzando Rumania a reclamar su independencia como nación. En 1859, Alexandru Ioan Cuza fue elegido príncipe de Moldavia y Valaquia, impulsándose así la unificación que, en 1881, daría lugar al reino de Rumania, que se iría expansionando progresivamente hacia el sur. Las reformas de Cuza y Carol I causaron malestar entre los nobles, pero fueron bien recibidas por la burguesía que intantaba impulsar la modernización e industrialización del país.

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Al estallar la I Guerra Mundial, Rumania se mantuvo neutral durante el reinado de Carol I, pero al morir éste, su

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sucesor Fernando I declaró la guerra al Imperio Austro-Húngaro en el año 1916, provocando con ello la ocupación del país por las Potencias Centrales, el Imperio Otomano y Bulgaria, hasta que en 1918 los rumanos reconquistaron el país, incluida la región de Transilvania. La dominación austrohúngara de Transilvania ocasionó problemas étnicos y políticos en la región, por el predominio de los húngaros sobre los rumanos y las claras desigualdades económicas que se fueron ocasionando entre unos y otros. En posteriores tratados, Besarabia y Bucovina completaron la formación de Rumania, país que se incorporó a la Sociedad de Naciones en el año 1919. El período entre guerras fue muy problemático para Rumania, por los problemas derivados de la reforma agraria y la expropiación de tierras a los terratenientes. Superados estos, se vivió una época bastante estable hasta la Gran Depresión de 1929, caracterizada por huelgas obreras y disturbios fascistas. En 1948, Carol II promulgó una constitución que restringía los derechos democráticos y prohibía los partidos políticos, provocando con ello una creciente ola de descontento popular en contra del fascismo. En 1940, el país se vio presionado por Alemania y Hungría para unirse a ellos, anexionándose Hungría una parte considerable de Transilvania, mientras que la Unión Soviética hacía lo mismo con Besarabia, creando la República Socialista Soviética de Moldavia, y Bulgaria se quedaba con la Dobrudja meridional. Esta situación provocó la abdicación de Carol II en favor de Miguel I, bajo presión de la organización fascista Guardia de Hierro, colocando a Ion Antonescu como jefe de gobierno. La derrota del ejército alemán en Stalingrado dio lugar a una insurrección popular que derribó la dictadura de Antonescu en agosto de 1944,

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devolviendo el poder al rey y luchando contra el Eje hasta la capitulación alemana. Se produjo entonces un gran avance del Partido Comunista, quien al ganar las elecciones de 1947 forzó la definitiva caída de la monarquía y la proclamación de la República Popular. A partir de entonces se eliminó la oposición multipartidista y el modelo se ciñó al soviético, vinculándose el país al Pacto de Varsovia y el COMECON. La industrialización y la economía avanzaron considerablemente, y la elección de Nicolae Ceauşescu en 1965 se tradujo en un primer período bastante favorable, en el que el país, aún desaprobando parte de la política exterior de la Unión Soviética, mantuvo buenas relaciones con ésta en lo militar y económico, al tiempo que restablecía las relaciones con Alemania y adquiría protagonismo en cuestiones del Medio Oriente. En el plano interno, sin embargo, la implacable actuación de la dictadura contra los disidentes y el progresivo deterioro de la economía (común al resto de los países del bloque) ocasionaron fuertes protestas y manifestaciones que terminaron por causar la caída del régimen comunista en el año 1988, después de que Ceauşescu, contrario a las reformas de la perestroika y el glasnost soviéticos, reforzase el carácter estalinista de su mandato. Tras los graves disturbios, el ejército y la clase política derrocaron al mandatario en la navidad de 1989, juzgándolo y ajusticiándolo en secreto junto con su esposa Elena. En 1990 el país comenzó a evolucionar hacia la economía de mercado y la democracia multipartidista, bajo la dirección de Ion Iliescu, que fue reelegido como presidente tras la proclamación de la Constitución en 1991.

Con la transición y las medidas de austeridad se agudizaron problemas como el desempleo y los enfrentamientos étnicos relacionados con las minorías gitana, alemana y húngara. En 2004, a pesar de la objeción de la población, Rumania ingresó en la OTAN. En 2007, tras una serie de importantes reformas económicas, se produjo su ingreso en la Unión Europea. Tras estos breves apuntes acerca del país, sólo nos queda imaginar el recorrido, breve pero representativo, que nos llevó a conocer Rumania en junio de 2007.

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2 El aterrizaje

En el vuelo de Iberia Madrid-Bucarest hay muy pocos españoles. Apenas un par de parejas que van de vacaciones al país y que se muestran algo desagradables en sus comentarios, como queriendo mostrar una evidente superioridad sobre la gente que les rodea, aunque curiosamente este viaje no parece ser la primera experiencia rumana de algunos de ellos. Su conversación va dejando clara, para todo el que quiera escucharles, que se mueven entre hoteles de cinco estrellas y paisajes magníficos, pero es una conversación tan poco interesante que no vale la pena prestarles atención. Más curioso resulta observar la nota de color y alegría que pone un grupo de músicos cubanos que, cargados con todos sus pertrechos, van sin duda camino de alguna actuación. El resto, rumanos jóvenes o de mediana edad, que parecen regresar temporalmente a su país aprovechando el inicio de las vacaciones de verano. Tras volar largo rato sobre el Mediterráneo, mar turquesa roto de vez en cuando por algunas islas, nos acercamos a Rumania, que como no puede ser menos aparece envuelta por una densa capa de nubes. Otopeni es un aeropuerto pequeño por el que no resulta difícil moverse. Los trámites de entrada al país son fáciles, y la recogida del equipaje inusualmente rápida para los que estamos acostumbrados al caos de los aeropuertos españoles. No se nos escapan los numerosos carteles que avisan de la presencia de gripe aviar en la zona, lo que refuerza nuestra

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intención inicial, ya comentada en España, de no probar el pollo bajo ningún concepto. Vamos llenas de prejuicios, cargadas de medicinas ante el temor de no encontrar una farmacia en caso de necesidad, y dispuestas a tener cuidado con el agua, las frutas, las verduras crudas y los habitantes del país. Resulta todo un alivio encontrar de momento a nuestro guía, Ioan, que aparece acompañado de su primo, ambos muy amables, y descubrir que el coche que nos han asignado se ve bastante nuevo, muy por encima de la mayoría de los que circulan a nuestro alrededor. Del aeropuerto salimos en el del primo, ya que Ioan, desconociendo en principio la ubicación del lugar, ha preferido dejar el suyo en las afueras y pedir a su pariente que nos acompañe hasta allí. Los primeros kilómetros son de autopista. Transcurren atravesando barrios urbanos claramente pobres, que luego van dando paso a zonas de pequeñas casas en las que la pobreza aparece maquillada bajo la belleza de los árboles frutales, los arriates y las macetas de flores que se ven por todas partes. Hay puestos ambulantes que ofertan flores y frutas de lo más apetitoso, pero aún recordamos el propósito, que creemos firme, de no consumirlas si no hay garantía sanitaria que las avale. Algunas familias comen en mesitas amarillas situadas al borde de la carretera, y empezamos a comprender que, independientemente de la hora, en Rumania siempre hay gente comiendo a la sombra de algún árbol del camino. La conducción es lenta y anárquica, con continuos obstáculos que obligan a parar en cualquier lugar inesperado, sobre todo cuando, abandonando la autopista, entramos ya en

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carreteras secundarias de tráfico mucho menos fluido. Los conductores protestan ante el más mínimo titubeo, pero ante la falta generalizada de indicadores se hace necesario dudar, parar y preguntar con frecuencia hasta encontrar el camino a seguir. Nos detenemos ante un paso a nivel, justo cuando las barreras comienzan a bajar. El conductor que nos sigue, considerando que aún nos hubiera dado tiempo a cruzar las vías, baja a quejarse de que no lo hayamos hecho. Parece una queja increíble, pero se hace explicable cuando nos fijamos en las innumerables soldaduras que adornan la vieja y oxidada barrera, testimonio indiscutible de la cantidad de embates que ha ido sufriendo con el tiempo, probablemente causados por conductores que se habrán arriesgado a cruzar en el último momento. Tras una espera que se hace interminable, llega un tren azul que se detiene apenas unos segundos, los suficientes para que un anciano suba a duras penas unos escalones altísimos, casi inalcanzables desde un suelo que no presenta una mínima elevación que facilite el acceso a los vagones. Se ven muchas mujeres trabajando en el campo, pañuelo a la cabeza y azada en la mano, en un paisaje rural que no puede dejar de recordarme la Galicia de mi infancia. En las tabernas, los hombres pasan el tiempo sentados afuera, junto a mesas en las que se van amontonando enormes cascos de cervezas vacías. Hace calor, y también nosotros paramos en una de esas tabernas de carretera a probar la apetecible y estupenda cerveza local. Los rumanos, que tan amenazadores imaginábamos, nos miran con curiosidad, mientras uno de ellos carga unas viejas banquetas para ofrecernos asiento con amabilidad.

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La llegada a Starchiojd, nuestro primer destino, es lenta, ya que a medida que nos vamos alejando de las poblaciones relativamente importantes, las señalizaciones van desapareciendo por completo, y hemos de parar varias veces a preguntar por la aldea a la que nos dirigimos. Incluso allí, cuesta encontrar el carril de entrada a la casa rural de los Paraschiv, donde nos recibe Maria, una mujer joven y agradable que se dirige a nosotros en francés mientras sus hijos corretean a su alrededor, aparentemente habituados a ver llegar extraños a su hogar.

3 Starchiojd

Starchiojd se encuentra a unos ciento y pico kilómetros de la capital. La Rumania rural, como ya he comentado, se parece mucho a la Galicia de mi infancia, aunque esta zona del valle de Prahova, en concreto, no sea de las que más me han recordado a mi tierra.

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La vida en el campo es muy sencilla. Se trabaja sin maquinaria alguna, y en las faenas agrícolas llama la atención el elevado número de mujeres que las realizan (otra coincidencia con lo que sucede en Galicia) Cubiertas ellas con su pañuelo, los hombres con su sombrero, al caer el sol vuelven a casa montados en carros tirado por caballos. Los carros y los caballos están prohibidos en la carretera, pero casi todas en Rumania están llenos de ellos. Aunque se les

puede ver sobre todo en las zonas rurales más apartadas, también aparecen en las carreteras nacionales, entorpeciendo un tráfico ya de por sí caótico, anárquico y peligroso. Las casas de Starchiojd, muchas de ellas situadas en caminos sin asfaltar, son bonitas y bastante cuidadas. Las ventanas y puertas se adornan muchas veces con flores y hojas de forja, y quizá en ocasiones resulten demasiado recargadas para unas viviendas que son en general bastante sencillas. Los suelos suelen cubrirse de alfombras, no hay calefacción y es preciso conseguir de alguna forma un mínimo aislamiento. Se camina por el exterior en chanclas de colores, que luego se dejan a la puerta de la casa, en la que se entra descalzo para no ensuciar.

Dormimos en una casa rural muy sencilla. Llegamos con una enorme desconfianza y miedo a Rumania, a los asaltos, los robos, esa mafia de la que tanto se habla. Miedo

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también a la gripe aviar, al agua contaminada, a la fruta y la verdura cruda. Starchiojd fue para nosotras una auténtica cura de choque. Los dormitorios que ocupamos estaban situados en el patio de la casa y no tenían ni un pestillo para cerrar las puertas. El cuarto de baño que compartíamos mis compañeras, el guía rumano y yo, tampoco se cerraba, y para completar el panorama, en la primera cena nos encontramos, junto con la inevitable ciorba (sopa), un apetitoso pollo que no fuimos capaces de despreciar. Confieso que las dos noches que allí pasé, durmiendo sola, atrancaba la puerta con una silla y la maleta, situación bastante ridícula si se piensa con un poco de calma, pero de la calle sólo nos separaba una pequeña verja, que tampoco se cerraba. En esa zona de Rumania hay muchísimos perros. En la web de la embajada española te previenen contra los timadores, rateros, aves, aguas y ... perros. Se habla de bandas de perros rabiosos que muerden a la gente. Pero en Rumania es imposible dar un paso sin que te encuentres con un perro al lado. De noche, en el campo, aúllan todos como almas en pena. La iglesia de Starchiojd, construida en madera y rodeada de unas cuantas tumbas, se encuentra bastante cerca de la casa Paraschiv. Los muertos rumanos descansan siempre en la tierra, allí no hay nichos, sólo cruces clavadas sobre las tumbas. La gente es tremendamente religiosa, se santigua al pasar por las innumerables cruces que jalonan los caminos o delante de la iglesia.

Tras la puesta de sol, cuando los rebaños de vacas y los carros vuelven a casa, los perros empiezan a aullar y a una le entran ganas de sentarse en el patio y tomarse una

cerveza. En eso ya te rumanizas el primer día, en sentarte a ver pasar la vida con calma y una cerveza sobre la mesa, mientras salen las estrellas y los perros se adueñan del campo. El contraste lo ponen unos muchachos que organizan un botellón con música ante la puerta de la casa. Quedan como fuera de lugar en un sitio así, pero por suerte el ruido no dura demasiado, y vuelven los perros a llenar la noche con sus interminables lamentos.

Las ventanas no suelen tener persiana, amanece muy temprano y el sol entra a raudales en la habitación. Creo que ningún día me he despertado más tarde de las cinco y media (4:30 en España), porque la luz hace que salte de la cama como un resorte. Madrugar tanto tiene la ventaja de poder ducharse en ese cuarto de baño sin cerradura (sin siquiera una cortina que dé algo de intimidad si alguien decide entrar) con algunas garantías de que una no va a ser interrumpida...

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El desayuno rumano es copioso, aunque buena falta nos hará para todo el trajín que hemos tenido estos días. La vida en el campo empieza pronto. Cuando pregunto por la escuela, pensando que probablemente exista una comarcal a la que los niños se desplacen, me entero de que no es así. Hay escuela en el mismo Starchiojd, y aunque en ese momento me extraña, más tarde me daré cuenta de que meter cada día a los chiquillos en un autobús por esas carreteras sería una locura. Probablemente, además, no haya en Rumania autobuses suficientes para desplazar tanto niño como parece crecer en el país. Me comentan que no suele haber absentismo escolar en la zona, excepto en aquellas épocas en que las tareas del campo requieren la colaboración de toda la familia.

Cuando salimos de excursión, la carretera y los caminos se ven ya muy transitados. Pocos coches, muy viejos casi todos, pero sí bastantes carros (carutas) y muchas personas, la mayoría mujeres, que van y vienen por el casi inexistente arcén cargadas de bolsas o herramientas

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agrícolas. Las cosechas parecen prometer abundancia, y después de haber probado esos tomates rumanos que sorprenden por su sabor auténtico, olvidado sabor a infancia perdida, se da una cuenta de que no todo es ir hacia delante cuando llega el progreso, y de que algo se va quedando siempre en el camino. Creo que en el futuro, cuando piense en Rumania, me vendrá a los labios el recuerdo de las incontables ensaladas de tomate y queso que fueron la base de mi alimentación durante esos días. Al segundo día la gente ya nos mira como si fuésemos habituales, y una no sabe si alegrarse de ello o si por el contrario atrancar la puerta con más celo cuando llegue la noche. Me limito bastante a la hora de fotografiar a las personas, aunque seguramente no les importaría demasiado, dada la mirada benevolente que nos lanzan al pasar. El rumano, excepto en la capital, me ha parecido siempre irónico y relajado, se diría que las prisas sólo se le despiertan al volante, pero entonces son como una furia desatada y temible. El miedo a la carretera se nos irá alimentando día a día, hasta convertirse en la peor experiencia del viaje, pero al principio no va más allá de algunos comentarios sobre las locuras que vemos de vez en cuando. Realmente, hemos pasado de la carretera que sale de Bucarest, bastante transitada, a otras comarcales con mucho menos tráfico, y el valle de Prahova no presenta las curvas que luego encontraremos en los Cárpatos, por lo que las situaciones de peligro no son todavía demasiado abundantes. Si acaso, va quedando clara la necesidad de cuidarse de esos carros de caballos que aparecen por todas partes. En Prahova suelen llevar un largo tronco que sobresale por atrás, que me

sorprende por el peligro adicional que supone al acercarse. Cuando pregunto al guía para qué sirve, me contesta de forma algo inconexa, por lo que sólo llego a entender que parece funcionar como eje y que se puede regular la longitud de la parte que asoma. Más tarde llegaré a pensar que su mayor utilidad debe de ser que el coche que te persigue se empotre contra él antes que contra las personas que viajan en la parte trasera del carro, pero probablemente la explicación del guía resulte más convincente.

Las casas, en el pueblo, por muy sencillas que sean, se ven siempre embellecidas por las flores y el color. No faltan flores en Rumania. Puertas, ventanas, patios, corredores, mesas... siempre hay una bonita flor en la que reposar la vista, cosa que no deja de agradecerse en muchas ocasiones. La tierra es fértil como pocas, y eso se nota en la exuberancia de las plantas, en la generosidad de los frutales que se ven al borde de los caminos. Aunque vemos alguna

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gran finca abandonada, la parcelación general de la tierra lleva a que se la cuide con esmero, el campo debe de ser la única y maravillosa riqueza de estas gentes, la compensación del pesado trabajo de cada día.

Dentro del pueblo, a la iglesia ortodoxa se accede pasando primero a través de una torre pintada con bonitos motivos. Lo malo es la otra espantosa torre, del tendido eléctrico, que lanza sus cables sobre ella sin el más mínimo respeto. En las inmediaciones se ven más iglesias, me sorprende que aparentemente las han construido en medio de una colina y no se ve camino de acceso a ellas. Dejaré de extrañarme pronto, cuando tenga que recorrer un monte para visitar alguno de los incontables monasterios ortodoxos de Rumania. De momento, lo que me fastidia es que la inexistencia de arcén me impide hacer una foto a esas dos, espléndidas con sus cúpulas al sol, que destacan sobre unos promontorios de un intenso verde. Al final del viaje,

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suspiraré por los cientos de fotos que me habré perdido por no poder parar en el camino, imágenes vistas desde la ventanilla del coche, intentadas a veces con escasa fortuna, pues el traqueteo debido a los baches me demuestra en seguida que casi siempre salen movidas cuando se hacen así.

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4 Slanic

De mi experiencia rumana, quizá lo más desconcertante sea lo sucedido el día que visitamos Slanic y su mina de sal. Era la primera salida en coche tras la llegada inicial a Starchiojd, y la curiosidad nos dominaba por momentos. El primer tramo del recorrido ya se iba haciendo conocido: el valle de Prahova con sus verdes colinas, los campos cultivados y una estrecha carretera llena de baches por la que circulábamos bastante tranquilos, pendientes solamente de los inevitables carros y de la presencia de los campesinos caminando por el casi inexistente arcén. La tranquilidad se termina cuando se llega a la localidad de Valenii de Munte, ya que a partir de ahí el tráfico aumenta y las situaciones de peligro se hacen más frecuentes. Afortunadamente, no circulamos mucho tiempo por carretera principal, y en seguida nos adentramos en otra carretera comarcal menos concurrida. Sea cual sea el tipo de carretera, en Rumania siempre acabas por encontrarte con un paso a nivel, casi siempre sin barreras. La red ferroviaria debe de cruzar el país de una forma verdaderamente retorcida, ya que de otro modo resultaría inexplicable encontrarse con una vía de tren en los lugares más insospechados. Los trenes rumanos, en su mayoría, son viejos y destartalados, grandes, azules. Paran en lugares totalmente inesperados, apeaderos en los que viajeros de todas las edades suben y bajan con increíble facilidad a unos vagones que a mí me parecen de una altura inalcanzable. Supongo que en las estaciones el acceso será más fácil, pero los

apeaderos presentan apenas una pequeña franja de terreno elevado, mucho menor que la longitud de un vagón, quedando casi todo el tren tan elevado con respecto al suelo que resulta imposible imaginar que alguien pueda subirse a un vagón cargado de una pesada maleta. La carretera queda bordeada por grandes bosques de hayas y de vez en cuando se ven algunas personas, campesinos o viajeros, descansando a la sombra de los árboles. Todo es verde, exuberante, tranquilo. La circulación es lenta, siempre aparece algún obstáculo que obliga al coche a detenerse, y de momento el guía todavía no se ha contagiado de la prisa rumana, muy reciente todavía su etapa de trabajo en España. Por la carretera seguimos encontrando carros, incluso en un momento llegamos a cruzarnos con una caravana de gitanos que se desplazan en unos curiosos carromatos.

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Lo primero que vemos al llegar a la pequeña ciudad de Slanic es un colorista mercadillo de frutas. Los rumanos

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tienen la extraña costumbre de colocar las frutas al sol, de manera que su brillo y color se acentúa, pero la fruta resulta así poco apetecible en cuanto a sabor, sobre todo en días de fuerte calor, mientras no termina de enfriarse un poco. Aún así, no podemos evitar la tentación de comprar unas cerezas, albaricoques, tomates y frambuesas, estas últimas guardadas en un pequeño vaso de plástico blanco que parece la medida habitual para este tipo de frutas. Deben de ser muy abundantes las frutas del bosque en el país, base de casi todas las mermeladas caseras que he probado, y de algunos licores elaborados al macerarlas en aguardiente. Como tenemos que cambiar algunos euros a leis, buscamos una casa de cambio. Se trata de un viejo local, el suelo me recuerda el embaldosado de una casa en la que viví de niña. La cajera se protege del público tras una reja, y el "cristal de seguridad" es en realidad una especie de acetato que cuelga pegado a la reja desde el alto techo, dejando libre tan sólo una estrecha franja sobre el mostrador. En ella han colocado un verdadero cristal, cuya altura no supera los 30 cm, apoyado en unos bloques de corcho blanco, porexpan, que lo ajustan de modo que queda libre el espacio apenas necesario para deslizar los billetes a uno y otro lado. Para realizar el cambio de divisas hay que identificarse siempre, rellenando unos impresos. Tras ese trámite, la empleada abre la caja fuerte, oculta en un armario ropero blanco, propio de una habitación infantil. No se ven los muebles típicos de una oficina, los que hay parecen haber sido rescatados de aquí y de allá, de una casa cualquiera, muebles viejos y fuera de lugar, tan fuera de lugar como los visillos de encaje que cubren las ventanas.

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Con dinero suficiente en la mano, entramos por vez primera en un supermercado. Es pequeño, cuesta encontrar algo más que pan, queso, y embutidos que oscilan entre la salchicha y el jamón york, desconocidos para nosotras. Todo es mucho más barato que en España, la moneda viene a ser la tercera parte del euro, y los precios vienen expresados en números semejantes a los de aquí, por lo que quedan reducidos más o menos en esa proporción. Slanic, rodeada de colinas, es conocida debido a una importante mina de sal, subterránea, explotada desde la época de los romanos. Hoy en día la explotación se ha abandonado, y la mina se utiliza como reclamo turístico y sanatorio. En las afueras encontramos algunos autobuses con escolares de excursión. En Rumania hay autobuses con niños por todas partes, incluso en días de fiesta, casi siempre acompañados por maestras. Creo recordar que alguien me comentó en una ocasión que hay muchos niños cuyos padres trabajan en el extranjero, quizá sea esa la razón de que ni los fines de semana parezca cesar la actividad escolar en el sentido de acompañar a los alumnos a conocer sitios. En el exterior del complejo minero Unirea reina un ambiente relajado. Un puestecillo ambulante vende bolsitas de cristales de sal, y unas mujeres preparan una barbacoa al ritmo de música claramente oriental, con remisniscencias turcas. No sabemos muy bien lo que vamos a ver, inocentes criaturas para las que una salina no es más que una extensión de agua de poco fondo en la que la evaporación causada por el sol deja al descubierto el mineral cristalizado. Nada más lejos de la realidad...

La entrada a la mina de sal cuesta 10 leis por persona. Por primera vez encontramos lo que luego será una constante en las visitas a monumentos: La "taxa-foto”. En Rumania no hay manera de hacer fotos gratis, la “taxa-foto” cuesta casi siempre más que la propia entrada, teniendo en ocasiones un precio realmente abusivo. En Slanic cobran tan sólo 6 leis, yo los pago sin imaginar siquiera donde entro, ignorando que voy a encontrarme con una oscuridad en la que me resultará casi imposible hacer una foto en la que se distinga algo.

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Si alguien nos hubiera dicho cómo se accede a la mina, probablemente no hubiéramos bajado. Pero entramos sin pensarlo, y un señor nos hace pasar con rapidez a un viejo ascensor, junto con nuestro guía y una pareja de rumanos de mediana edad. El ascensor es claustrofóbico, muy viejo, y los cables eléctricos que lo recorren tienen un aspecto realmente amenazador, pero un segundo después de entrar la puerta se cierra desde fuera, sin dar opción a la vuelta atrás. Aquello comienza a descender vertiginosamente

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durante un tiempo que se nos hace eterno. El ruido que produce no resulta nada tranquilizador y debe de notársenos tanto el terror que el rumano, mirándonos con benevolencia, explica que él baja todos los días, a curarse y dar un paseo. Mientras descendemos a las entrañas de la tierra, me pregunto qué demonios será eso de la curación, pero en esos momentos mi cabeza no da para más, el ascensor se para y otra eternidad transcurre hasta que alguien, desde fuera, abre al fin la puerta metálica. Dudo de mis facultades mentales cuando veo que la persona uniformada que nos hace salir es idéntica a la que nos ha hecho entrar en el ascensor, y medio atontada me asomo por fin a la mina. Nos encontramos a 220 m bajo tierra. Siento los sudores del miedo, pero ante la insistencia de los rumanos, me abrigo. La temperatura es ciertamente mucho más baja que en el exterior, el aire nos parece muy enrarecido, huele a gasoil, y los ojos tardan un rato en acostumbrarse a la penumbra que allí reina. Cuando por fin nos vamos haciendo a ella, el surrealismo del lugar se hace evidente. La mina presenta unas salas enormes excavadas en la roca, limitadas por paredes oscuras y veteadas. Allá en lo alto comparten protagonismo una gran cruz hecha de pequeñas luces y algún que otro símbolo del pasado comunista. Hay bastante gente, algunas personas permanecen sentadas en bancos, cubiertas con mantas o batas, otros pasean despacio, como la pareja que acaba de descender con nosotras en el ascensor. Miro hacia atrás y me parece imposible haberme deslizado por el hueco que éste recorre. Ahora, cuando pienso en ello, me resulta todavía más inconcebible haber estado allí. No parece haber ninguna otra salida que ese increíble ascensor. Sobre las paredes, a muchas decenas de metros de altura, se ven restos de lo que debió ser una escalera de madera. Casi no

quedan peldaños, pero es posible que en los tiempos de la explotación minera llegasen hasta lo que parece ser una inmensa galería que circunda la sala en que nos encontramos.

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Caminando un poco llegamos a otro espacio realmente sorprendente... ¡un parque infantil! A 200 m bajo tierra hay niños que disfrutan, en la semioscuridad, de columpios y toboganes, bajo la atenta mirada de sus padres. Hay incluso carritos de bebés, y hasta un kiosko de chucherías. Sólo faltan el sol y la luz, pero esa ausencia es tan desconcertante que una cree estar completamente fuera de la realidad. El guía nos explica que la gente baja a la mina para curarse de sus problemas respiratorios, razonamiento que resulta algo absurdo cuando a nosotras empieza a

dolernos la cabeza del persistente olor a gasoil que seguimos detectando.

Para completar el panorama, en pleno mes de junio nos sorprende la imagen de un árbol de navidad que aún

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mantiene entre sus ramas algunas guirnaldas, mientras a su lado, sobre un pequeño lago de agua salada, el trineo de Papa Noel parece querer echar a volar tras unos enormes renos que cuelgan de algún punto de la sala. No llevo trípode, las fotos salen forzosamente movidas, y en esos momentos pienso tristemente que nadie en su sano juicio va a creer lo que cuento...

En la mina no falta de nada, ni siquiera la terraza en la que sentarse para tomar una bebida fresca, las mesas de billar, el campo de fútbol con sus porterías... Una especie de plazoleta, algo más iluminada que el resto, rinde homenaje a los héroes de la antigüedad, con estatuas del emperador Trajano y el rey dacio Decebal. Por todas partes hay pequeñas esculturas de sal, incluso una especie de fuente (sin agua), esculpida en ese mineral. La gente pasea, los niños compran en el kiosko, hay adultos jugando al billar o

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tomando alguna bebida. Parecen relajados y a gusto, seguramente habituados desde siempre a ese ambiente que a nosotras nos resulta tan chocante.

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Algo retirado de la zona concurrida, hay un módulo prefabricado perteneciente al Instituto Nacional de Física e Ingeniería Nacional. A mí el hecho de que allí se realicen mediciones de fondo de radiación me pone algo nerviosa, sobre todo cuando el guía, tan tranquilo, me dice totalmente convencido que aquello está allí para registrar movimientos sísmicos.

Por si no hubiese bastante, hay otra zona habilitada como sala de hospital. En un extremo, unos hombres contemplan sentados la televisión; en el otro, hay gente tumbada en camas, apenas separadas entre sí por pequeños biombos, pero a la vista de cualquier visitante. Siempre me resulta difícil hacer fotografías a personas desconocidas, la sensación de invadir la intimidad de alguien es algo que me limita enormemente. Pero si no hago al menos una foto de aquello, creo que llegará un momento en que yo misma crea

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que sólo ha sido un sueño. Hago un par de fotos, muy malas, pero que conservaré precisamente como testimonio de lo que allí vi. Según nos explican, hay un concierto con un hospital local, por el que los enfermos de asma o silicosis bajan a la mina unas tres o cuatro horas diarias, durante una temporada. Dicen que el aire impregnado en sal de la mina hace maravillas con sus pulmones. Ignoro si eso es realmente posible; a nosotras lo que nos parece es que, con el colocón que deben de tener aspirando gasoil durante esas horas diarias, no es extraño que los enfermos se sientan algo recuperados. Y escuchando la tos cavernosa de uno de los que permanecen acostados, no deja de entenderse que busquen cualquier forma, por extraña que sea, de encontrarse algo mejor.

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De vuelta a la zona de paseo, me llama la atención otro puesto de venta, en el que se ofrecen productos propios de una herboristería, como infusiones o cremas, presentados en atractivos envases. Muy cerca, un letrero señala WC. Al acercarnos, el hedor se hace insoportable, y la vista de lo que allí hay es indescriptible. Mis compañeras, con la nariz tapada, aceptan aguantar la puerta abierta mientras yo hago un par de fotos del lugar. Va siendo hora de regresar a la superficie, aunque para ello haya que volver a superar la prueba del ascensor. Esta vez ya no entramos con tanta tranquilidad, sino con un miedo enorme. Afortunadamente la interminable subida llega a su fin, y arriba nos reciben el sol, el manele que suena en los altavoces y el olor a carne asada sobre la que una mujer esparce con generosidad esa sal salida del fondo de la tierra.

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Cerca del pueblo vemos también un pequeño complejo turístico que explota con esos fines un pequeño lago de agua salada, el llamado Lago del Pastor. Se

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encuentra prácticamente vacío, sólo una señora flota sobre el agua densa, rodeada de tumbonas donde algunas personas toman plácidamente el sol. En una charca cercana, la sal cristaliza sobre un agua parda. Arriba o abajo, queda claro que Slanic gira por completo en torno a sus minas de sal.

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5 Monasterio Crasna

Llegar al monasterio Crasna tiene sus dificultades. Para empezar, la carretera de acceso a la zona en que se encuentra es muy estrecha, como casi todas por allí. Podéis tener la mala suerte de encontraros en ella con un gran camión atrapado en el zig zag de sus curvas, como nos ocurrió a nosotros. En Rumania hay mucho tráfico de camiones, están por todas partes, e intentan llegar a los sitios más inverosímiles. Tan inverosímiles como esa curva de la que hablaremos ahora, en la que un camión enorme patina una y otra vez sin lograr avanzar ni retroceder.

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La situación se complica con la presencia de un montón de niños de excursión que caminan por la carretera. Los niños de excursión, como los camiones, también surgen una y otra vez de la forma más inesperada. Cuando coinciden niños y camión, al extranjero poco acostumbrado se le enciende la alerta de peligro, aunque parece que a los profesores encargados no les ocurre lo mismo. Para los niños, la embarazosa situación del camión supone una novedad interesante en el camino, sobre todo si además hay por allí unos de los muchos perrillos que aparecen juguetones en la carretera, y que una mira con cierta aprensión pensando que quizá algún día, cuando crezcan, pasen a formar partes de esas bandas de perros salvajes de los que habla la web de la embajada. De momento no, de momento los perrillos son encantadores y distraen la espera de niños y mayores. Los niños, al cabo de un rato, se van campo adelante, buscando algún atajo por el que continuar la subida. Nosotros, hartos de la espera y sin ver solución al problema, damos media vuelta e intentamos encontrar alguna alternativa a esa carretera. Una mujer nos indica que la alternativa existe, pero señalando el lecho vacío de un río cercano, explica que se trata de un camino lleno de piedras, por el que nuestro coche no puede circular. Así que volvemos hacia atrás, encontrando que ya el camión ha superado el escollo, no sin antes dejar marcadas sus profundas huellas sobre el asfalto. Nosotros le adelantamos cuando aún parece no terminar de creérselo, pero poco después adquirirá tal velocidad que se diría que nos persigue sin piedad, obligándonos a aligerar nuestra marcha para no dejarlo pasar delante, no vaya a ser que volvamos a repetir la situación inicial.

Tras recorrer algunos kilómetros, pocos pero interminables, cuesta encontrar el letrero indicador del monasterio. Los indicadores de carretera son generalmente muy escasos, hay que pararse a preguntar muchas veces, pero la gente es amabilísima y se deshace en explicaciones, así que siempre se acaba por encontrar el camino. Nos desviamos un poco a la izquierda tras el último pueblo, y llegamos a una pequeña explanada, apenas un aparcamiento, un par de casas de campo y una zona de picnic con unas mesas, donde hay que dejar el coche. Porque el camino al monasterio, a partir de allí, deja de estar asfaltado y hay que hacerlo a pie. Como para confirmar que efectivamente vamos por el buen camino, vemos llegar a una pareja de monjes, vestidos de negro hasta los pies, que continúan su marcha hacia el pueblo. Me digo que si los monjes bajan andando, el monasterio no debe de encontrarse muy alejado de allí. Y como aún es pronto para la comida, nos ponemos en marcha.

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Un primer letrero, situado junto a una pequeña cruz, señala el inicio de la ruta: Mănăstirea Crasna. El camino a Crasna comienza con una suave pendiente y un magnífico paisaje. Las verdes colinas muestran algunos árboles espaciados, pero el bosque se va haciendo cada vez más denso a medida que vamos ascendiendo. Aunque la subida es bastante cómoda, el sol comienza a hacer de las suyas y, cuando aparece a través de los nubarrones, empieza a dejarse sentir el cansancio. El camino de tierra, aunque largo, resulta fácil, hasta que al guía se le ocurre intentar un atajo y nos adentra en el bosque.

Siempre pensé en los bosques rumanos como lugares tenebrosos, pero el de hayas que ahora recorremos es un bosque de cuento en el que más que vampiros una se espera la aparición de un duendecillo inofensivo. El camino es más duro, con una fuerte pendiente de bajada que nos lleva al lecho de un río, medio seco, que habremos de cruzar por 50

unas piedras estratégicamente colocadas. La posterior subida se hace más difícil, aunque afortunadamente dentro del bosque no llega a sentirse el fuerte sol que ya debe calentar con fuerza. Allí hay sólo una agradable y tamizada luz que apenas se filtra entre la arboleda.

Por fin, cuando ya no puedo más, casi de repente nos encontramos con la puerta de acceso al monasterio. El lugar, perdido entre las faldas de la montaña, es impresionante por la belleza y tranquilidad que desprende. Todo está tan cuidado y lleno de flores, que llegamos a concebir la esperanza de que los servicios, situados junto a la entrada, sean utilizables. Lo malo es que aquello está tan asqueroso como en el caso de la mina, a pesar de que probablemente el número de visitantes sea mucho más reducido en el monasterio. Una vez en el patio, la vista de edificios y jardines es espectacular. Una especie de templete muestra unas pinturas 51

algo deterioradas, pero suficientemente conservadas como para no poder evitar la admiración. El edificio principal del monasterio data de la primera mitad del siglo XVII. Hay un segundo edificio que también parece una iglesia, además de otras dependencias seguramente destinadas al alojamiento de los monjes.

En nuestro primer contacto con los monasterios ortodoxos, nos sorprende la silenciosa penumbra que allí nos recibe, el olor, la riqueza decorativa de paredes y techos, apenas adivinada ante la falta de luz. Las pinturas son magníficas, no hay rincón que no cubran, y aunque nadie va a impedírmelo, renuncio por completo a utilizar el flash de la cámara, temerosa de poder causar el más mínimo daño a esa maravilla.

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Hay una gran profusión de iconos, tanto en plata como en madera. El suelo está completamente cubierto de alfombras, y acostumbradas a las iglesias católicas, llenas de bancos, nos llama la atención la escasez de asientos, que se limitan a una especie de pequeño coro, con muy pocas plazas. El altar es muy distinto al católico, y en él hay dos puertas, casi disimuladas por los frescos. Por una de ellas aparece de repente un joven monje, dispuesto a explicarnos la historia del lugar. Lo malo es que el monje, aunque amabilísimo, sólo habla rumano, y hemos de conformarnos con la escueta traducción que el guía hace de sus palabras. Una de las cosas que más llama la atención en Rumania es la gran religiosidad de sus gentes, incluso entre la juventud. Quizá no deje de tener su lógica, como reacción previsible tras la época de prohibición de la prolongada etapa comunista. El monje nos explica que Crasna es un

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monasterio de tamaño medio, y que la comunidad cuenta actualmente con 34 miembros. A pesar del difícil acceso al lugar, algunas celebraciones consiguen reunir un número elevado de fieles. La gente acude a Crasna incluso cuando el monte que rodea al monasterio se encuentra completamente cubierto de nieve. La calidez del recinto se ve aumentada por las gruesas alfombras, e incluso hay una pequeña sala en la que destaca una enorme estufa, siendo allí donde se celebran los oficios durante el invierno.

Todo el interior está cubierto de pinturas, incluso la cúpula, de la que cuelga una corona votiva cuyos dorados destellan bajo la luz de las lámparas. Las pinturas del edificio más pequeño son más recientes y su estado de conservación es mucho mejor, pero los motivos se repiten a pesar de la diferencia de antigüedad.

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Hay una pequeña tienda anexa a la iglesia, en la que se ofrecen pequeños recuerdos e iconos de madera, a precios bastante asequibles. Hay tiendas de ese tipo en casi todas las iglesias que hemos visitado, pero sólo en ésta nos despiden con unas postales y estampitas de regalo, con imágenes del monasterio. En el exterior todo es orden y pulcritud. Una anciana se encorva sobre uno de los caminos del jardín, para recoger hasta la más pequeña hoja caída de los árboles. Resulta increíble que, unos metros más arriba, ya fuera del recinto, volvamos a encontrarnos con otros servicios públicos que una vez más ofrecen un aspecto lamentable.

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El regreso lo hacemos sin salirnos del camino. Casi a la salida del monasterio hay un pequeño aserradero, lleno de troncos, con aspecto de haber sido recientemente utilizado. Volvemos a pasar junto al río, pero esta vez lo bordeamos sin necesidad de cruzarlo, observando que alguien ha construido un elemental puente colgante hecho con maderas de aspecto muy envejecido. Tras un trecho de cuestas, llegamos a un camino más ancho, por el que de vez en cuando nos adelanta un carro, cuyos ocupantes nos miran con extrañeza entre la nube de polvo que levantan. Damos un buen rodeo hasta llegar al punto en el que a la ida abandonamos el camino, pero el recorrido, aunque largo, se hace mucho más fácil.

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Ya de regreso al coche, decidimos comer en las mesitas habilitadas para ello junto al aparcamiento. Por entonces aún miro con cierto recelo a la pareja de perros que

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esperan mansamente algún resto de comida, mientras unos cuantos caballos pacen en el prado, sin inmutarse prácticamente por nuestra presencia. Después de la larga caminata, el pan con queso y tomate sabe realmente a gloria.

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6 Sinaia

La carretera a Sinaia se ve muy concurrida, y aunque la calzada está en mucho mejor estado que la que hemos recorrido anteriormente, el tráfico incesante y siempre caótico convierte el viaje en un sobresalto continuo. Sinaia, conocida como la "perla de los Cárpatos", apenas supera los 15000 habitantes, pero conserva en bastante buen estado los restos de la grandeza que sin duda tuvo en tiempos pasados. Como en Rumania no hay circunvalaciones y las carreteras atraviesan las ciudades por el centro de las mismas, con los enormes atascos que ello ocasiona, podemos disfrutar de la presencia de las grandes y cuidadas casonas que van apareciendo a ambos lados de la carretera. Pero sin duda el mayor testimonio del esplendor de Sinaia nos lo ofrece el Castillo de Peles, construido como residencia de verano del que fue primer rey de Rumania, Carol I de Hohenzollern-Sigmaringen, en la segunda mitad del siglo XIX. La subida al castillo, por una ladera arbolada, bien empedrada y junto a un precioso río, se ve llena de gente ya desde primeras horas de la mañana. Junto a las inevitables excursiones de niños, aquí encontramos familias, gente de la tercera edad, extranjeros, incluso algunos pequeños grupos de turistas hablando en español. La figura del castillo es imponente, de clara arquitectura alemana, presidida por una elevada torre del reloj.

Junto al enorme edificio aparece una residencia más pequeña, conocida con el nombre de Pelinor o "pequeño Peles", de arquitectura algo más sencilla, levantada como residencia de verano de Ferdinand de Hozenzollern, a finales del mismo siglo XIX. Frente a su fachada, la gente se empeña en fotografiarse sobre un cañón, a pesar del espantoso fondo que ofrecen las sombrillas rojas de propaganda del bar allí situado. La entrada a Peles va acompañada de una “taxa-foto” que supera lo razonable: 30 leis. Lo malo es que no hay forma de entrar con la cámara aunque no se tenga intención de hacer fotos. Las mochilas deben quedar en consigna, la nikon es demasiado grande como para pasar desapercibida, y yo me niego en redondo a desprenderme de ella para dejarla allí sin más garantía de seguridad que un papelito numerado a cambio de su entrega. Así que pago la dichosa “taxa-foto”, jurando en arameo que jamás volveré a pagar semejante

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precio en lo sucesivo. Para colmo, hay que cubrirse el calzado con unas espantosas babuchas que, amontonadas en una especie de baúl, se supone servirán para proteger el delicado y costoso suelo del palacio. Demasiadas medidas de seguridad, escáner incluido, que terminan por ponerme en contra de todo el lujo y exceso del interior del palacio.

El palacio fue residencia real hasta que el Partido Comunista, vencedor de las elecciones en 1947, forzó la caída de la monarquía. Viendo la decoración de ese interior, de una riqueza insultante, no resulta difícil entender la incompatibilidad de esa forma de vida con la presencia de un gobierno comunista, aunque al cabo del tiempo, irónicamente, esa ideología terminara reencarnándose en la delirante megalomanía de Nicolae Ceauşescu. De las 160 habitaciones que hay en la residencia, muy pocas son visitables, pero la muestra basta para

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quedarse anodadado ante el lujo que las caracteriza. La profusión de dorados, maderas nobles, armas, tapices y esculturas es apabullante.

Las salas, de enormes dimensiones, van decoradas en distintos estilos. Sobre el vestíbulo de entrada, totalmente cubierto de nogal, el techo se cierra en una hermosa cristalera ricamente decorada, que puede desplazarse mediante un motor eléctrico. En la Sala de Armas encontramos una colección que se aproxima a las cuatro mil unidades, en la que se incluyen armas occidentales y orientales, procedentes de distintos lugares del mundo. Es imposible describir los muebles, tapicerías, chimeneas, lámparas, la suntuosidad de los salones de recepción, el ambiente diferenciado de cada estancia, el pequeño teatro, el refinamiento oriental del salón de té... La

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acumulación de lujo es tan excesiva que llega a parecernos increíble. Me resulta difícil amortizar lo que he pagado por no separarme de la cámara. Los salones son tan grandes que la iluminación es bastante escasa, y además hay muchísimos visitantes, grupos completos de pequeños estudiantes que observan en silencio, con esa educación algo rígida que parece caracterizar a los niños rumanos, cada uno de los detalles que sus guías les van mostrando.

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En el exterior, enormes cornamentas de ciervo adosadas a los muros dan a algunas zonas del edificio cierto aire de pabellón de caza, potenciado por algunas escenas pintadas que decoran las paredes. Los jardines no desmerecen del conjunto, con varios niveles de terrazas en las que se repiten las estatuas, fuentes o balaustradas, todo cuidadosamente conservado, impecable y limpio. Desde hace poco más de un año, el palacio ha vuelto a ser propiedad de la familia real. Su conservación debe de resultar muy costosa, pero aún admitiéndolo, no deja de molestarme que me cobren veinte céntimos por utilizar los servicios públicos, casi tan sucios como los que he visto en otros lugares. Se ve que el lujo sigue siendo patrimonio de unos pocos, y los demás hemos de conformarnos con mirarlo desde lejos. Desde el castillo Peles al monasterio de Sinaia hay sólo un agradable paseo. La mayor parte transcurre a la sombra, junto a la fresca ribera de un río casi oculto por la arboleda. Por ser lugar habitual de visitas turísticas, se ha instalado allí un mercadillo interminable de puestos de venta de recuerdos y productos artesanales, principalmente bordados y tapices. No se ve mucha gente comprando, incluso una vendedora nos dice que hemos sido las primeras clientas del día, y hace un extraño ritual con el dinero que le entregamos, supongo que encaminado a mejorar la suerte, esquiva hasta ese momento. Perdemos el gusto ante tanto mantel y tan buenos precios, aunque intentamos refrenarnos pensando que queda aún mucho viaje y que habrá más oportunidades de elegir (error del que luego habremos de arrepentirnos) El guía nos mira con curiosidad, el pobre no

sabe lo que le espera en días posteriores, cuando descubramos el gerovital y decidamos terminar con el stock de toda farmacia que se nos ponga por delante.

El monasterio, levantado inicialmente en 1695, aunque se le añadirían edificios en épocas posteriores (como la iglesia principal, del siglo XIX), fue el origen de la ciudad de Sinaia. Se construyó por iniciativa de Mihail Cantacuzino, tras la visita que este príncipe hizo al Monte Sinaí. De ahí procede el nombre del lugar, que más tarde llegaría a ser incluso el de la propia ciudad. De confesión ortodoxa, está dedicado al culto de la Anunciación de la Virgen María. El edificio es grandioso y su interior encierra unos maravillosos murales, pero la afluencia de gente, de alguna manera, lo

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convierte en un monumento más. Falta la paz y la espiritualidad que hemos sentido en Crasna, su silencio.

Sinaia, definitivamente, es una ciudad orientada al turismo, una Rumania muy distinta de lo que hasta entonces habíamos visitado.

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7 Las flores de Brasov

Al llegar a Brasov me asombra ver que la distancia que separa esta ciudad de la capital del país apenas supera los 150 km. Durante muchos días, y a pesar de recorrer carreteras durante horas, siempre estamos a una distancia similar de Bucarest, dando la impresión de que lo único que hacemos es movernos en un círculo imaginario con respecto a ésta. Brasov es una gran ciudad que apenas entrevemos cuando atravesamos el tráfico endemoniado de sus calles (aquí tampoco hay circunvalación que permita evitar el centro) camino del lugar donde tenemos alojamiento: la estación de esquí de Poiana Brasov. Como en todas las grandes ciudades rumanas, impresiona ver lo deterioradas que aparecen las fachadas de los bloques de pisos de la mayor parte de los barrios que cruzamos, el abandono y dejadez en que se encuentran. Debido a ello, temo encontrar una ciudad deprimente, hostil, sucia. En esos momentos ignoro por completo que, por el contrario, Brasov va a sorprendernos con su vitalidad y su belleza, quizá más llamativas por ser tan inesperadas. Para empezar, la ascensión a Poiana Brasov, unos 15 km, muestra ya el impresionante paisaje de los Cárpatos, con unas montañas totalmente cubiertas de frondosos abetos de un verde intenso. La arquitectura es la típica de una estación de esquí, hoteles de montaña parecidos a los que podríamos encontrar en cualquier otro lugar de estas características.

En Rumania es difícil encontrar un hotel con ascensor, pero al menos en Poiana vemos un enorme cartel donde se dice que la subida de maletas desde el aparcamiento se incluye en el precio de la habitación. Inclusión nada despreciable si, como es nuestro caso, las habitaciones están en la segunda planta y las maletas son bastante pesadas. El hotel es pequeño y agradable, con habitaciones acogedoras revestidas de madera y grandes ventanales que se abren al magnífico paisaje de montaña. El cuarto de baño impecable me parece un lujo, y aunque sé que esas cristaleras sin persiana harán que me despierte a las cinco de la mañana, me digo que debe de resultar digno de ver un amanecer en los Cárpatos, por temprano que sea. Observo con curiosidad la extraña forma que tienen los rumanos de doblar los edredones sobre las camas, muy diferente a como solemos colocarlos nosotros.

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El guía comienza a mostrar una inquietante tendencia a saltarse la hora de las comidas con tal de cumplir a rajatabla los itinerarios previstos, aunque ello implique llegar a algunos lugares cuando ya se ha sobrepasado la hora de cierre. Son casi las cuatro de la tarde, no hemos comido, los monumentos suelen cerrar a las cinco, y el hombre pretende que ese día hay que visitar un castillo y una fortaleza que se encuentran a bastantes kilómetros de donde estamos. Hay que empezar a decir que no, así que tomamos el control de la situación y decidimos comer en el mismo hotel y dedicar el resto de la tarde a visitar Brasov. En Brasov se palpan los recuerdos. Aquí tuvieron lugar algunas de las primeras revueltas contra el régimen comunista de Ceauşescu. La memoria de los hechos se hace presente en las fachadas agujereadas por los proyectiles o en las cruces donde aparece grabada la fatídica fecha de la víspera de Nochebuena en diciembre de 1989. Una hilera de tumbas en el parque central de la ciudad estremece por su

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longitud, por la repetición de la fecha de los asesinatos. La sombra del dictador sigue pesando en Rumania...

La conciencia de tanta muerte, sin embargo, no oscurece la luz de Brasov. Se diría que allí, de las cenizas, han brotado flores. Porque Brasov es eso, la ciudad de las flores. Están por todas partes: en el parque donde los chicos patinan, en las ventanas del ayuntamiento o en las terrazas donde tomar una cerveza. A la luz cálida de la tarde, la ciudad ofrece un llamativo color. Entonces pienso que allí, en pleno corazón de Transilvania, la vida y la muerte, de la mano, se han convertido en flor.

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El centro histórico de Brasov es típicamente sajón. La ciudad fue reconstruida casi en su totalidad tras el gran incendio que, en 1689, la destruyó. Aún hoy, a la iglesia ortodoxa que podemos ver junto a la plaza del ayuntamiento se la conoce con el nombre de Iglesia Negra, por el color que las llamas dejaron sobre sus muros. A la hora en que llegamos la encontramos ya cerrada, pero al menos podemos observar el magnífico reloj de su torre. Nos quedamos también sin poder subir en teleférico al monte Tampa, desde donde sin duda debe de haber una vista impresionante de la ciudad. A esas horas, sólo una pequeña iglesia ortodoxa permanece abierta. Allí me doy cuenta, por vez primera, de la existencia de una mesa donde los fieles recuerdan a los vivos o a los muertos, sobre papeles que dejan en unos pequeños cajetines preparados para ello. En el exterior, como siempre, velas encendidas, probablemente en memoria de esos mismos nombres dejados en las notas escritas.

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La plaza del ayuntamiento es sin duda el centro neurálgico de la ciudad. Amplia y cuidada, las terrazas que la bordean se ven siempre llenas de gente, en una explosión de

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bullicio que se propaga hacia las calles comerciales que allí convergen. Hay gente de todo tipo, incluso un grupo de indios, que ataviados con plumas ofrecen al público sus discos mientras interpretan danzas tribales. Parecen los mismos indios que seguramente en ese momento cantan y bailan a las puertas de la feria de San Antonio en Chiclana.

En Brasov descubrimos por fin que es en las farmacias donde una puede comprar el gerovital, el famoso producto antienvejecimiento de la doctora Aslan. Lo que ignorábamos es que la gama del gerovital es tan amplia que resulta casi imposible elegir entre la cantidad de cremas que aparecen en los estantes. Nuestra primera compra se limita a crema hidratante, crema nutritiva y contorno de ojos, pero de ahí en adelante las farmacias pasan a ser una tentación difícil de vencer, y las mayores proveedoras de regalos con los que satisfacer los compromisos que nos esperan en España. A falta de manteles, siempre nos quedará el gerovital...

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Es difícil encontrar una mesa libre, al menos un viernes noche, pero finalmente disfrutamos de una pequeña degustación de platos rumanos: el mititei (especie de pequeña salchicha hecha con carne picada), la mamaliga

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(parecida a la polenta, riquísima si se le añade nata o queso fundido) y el sarmale (rollito de col relleno de carne picada y arroz) Pienso mientras tanto en el valle de Prahova y sus campesinos, en las oscuras minas de Slanic y en el silencio de Crasna, tan diferentes a esta pujante ciudad de Brasov.

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8 La ciudadela de Rasnov

Cerca de Poiana Brasov se encuentra la fortaleza de Rasnov, una ciudadela medieval del siglo XIII que se yergue sobre la ciudad del mismo nombre. El camino hacia ella parece haber sido asfaltado hace mucho tiempo, pero de ese asfalto hoy quedan tan sólo algunos restos, por lo que resulta prudente dejar el coche junto a la carretera. Mientras allí abajo van congregándose grupos de personas que acuden a realizar prácticas de tiro con arco, subimos andando la cuesta, aprovechando la sombra de la extensa arboleda que la bordea.

Es temprano, pero ya a esa hora hay una excursión de chiquillos que regresa tras haber visitado la ciudadela. La

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primera imagen que tenemos de la fortaleza es la de un conjunto monumental muy bien conservado.

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Una vez dentro, se accede a una pequeña plaza alrededor de la cual se concentran los edificios principales, donde se ha habilitado un interesante museo. Se muestran en él antiguos documentos, aperos de labranza, trajes típicos, armas, escudos antiguos, instrumentos de tortura, viejos aparatos de medida y dibujo, e incluso un esqueleto que hace las delicias de los escolares que por allí pululan. Algunas casas, ya perfectamente reconstruidas, se han alquilado a vendedores de artesanía y recuerdos. Todo aparece limpio y cuidado, aunque la parte más alta de la ciudadela está todavía en proceso de rehabilitación.

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A pesar de los instrumentos de tortura y el esqueleto, hace tan buen tiempo y aquello es tan bonito que resulta imposible sentir allí el más mínimo estremecimiento. Ni siquiera una inquietante jaula gigante colgada de una torre, en la que una puede imaginarse encerrados a los torturados, logra completar la ambientación que sin duda se ha intentado

conseguir. Rumania, en general, es demasiado bella para hacer sentir miedo, y de momento no puedo imaginármela poblada de vampiros. Para completar esa sensación, pasa una extraña criatura sobrevolando la ciudadela, pero a la vista de ese colorido y alegre paramotor no hay forma de pensar en el conde Drácula...

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Desde la zona más alta de la fortaleza, el paisaje que se domina es impresionante. La ciudad, con sus cuidadas casas, aparece en un valle rodeado de montañas, mientras algo alejada del núcleo llama la atención una central térmica, probablemente ya en desuso, como casi toda la industria del país. Tras comprar una taza de recuerdo, la bajada se hace cómoda, a pesar de que ya va apretando el calor. De nuevo en el coche, y al cruzar la ciudad, nos encontramos con una de las imágenes más pintorescas del viaje. El tráfico se interrumpe al paso de una curiosa comitiva. Novios e invitados circulan por el medio de la carretera, precedidos de unos jinetes ataviados con el traje típico de la zona, y acompañados por una alegre música. Un enjambre de

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chiquillos se arremolina en un cruce mirando divertidos la escena. Yo maldigo el momento en que se me ocurrió guardar la nikon, y haciendo maravillas consigo sacar algunas fotos en el último instante, cuando ya arrancamos y los vamos dejando atrás. Sólo el novio se da cuenta, y se pasa una mano por la cara, pensando sabe Dios qué acerca de esa loca que hace fotos desde el interior de un coche en marcha. Poco se imagina que terminará por ser un bonito recuerdo en una crónica lejana...

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9 El castillo de Bran

El mito de Drácula parece suponer una importante fuente de ingresos para esta zona de Transilvania. Camino a Bran, las casas de campo se ven cuidadas y arregladas. Junto a algunas fachadas aparecen adosados curiosos andamios de madera. El guía nos comenta que, a falta de metal para levantarlos, a los campesinos les resulta cómodo y barato armar un andamio de madera hasta la altura que necesiten. Hay bastante tráfico en la estrecha carretera, pero eso no parece importar a los vecinos, que charlan en mitad de la calzada con algún conductor que para a saludarlos. Incluso vemos un hombre que lava cómodamente su coche sentado junto a la puerta del conductor, en una silla que hemos de sortear para seguir el viaje. El dios ortodoxo debe de tener un aprecio especial por conductores y peatones, de otra forma sería inexplicable el escaso número de accidentes que hemos encontrado durante el viaje. He leído que Vlad Tepes jamás habitó el castillo de Bran, aunque se dice que en este edificio se inspiró Bram Stoker al escribir su famosa novela. A pesar de ello, éste es para casi todos los visitantes "el castillo de Drácula" De ello viven las innumerables pensiones de la zona, los restaurantes, los puestos de recuerdos situados en la ladera de la colina sobre la que se levanta el castillo. Es sábado y la cola de visitantes que esperan en la taquilla de entrada da bastante más miedo que el precioso edificio, por mucha leyenda que haya surgido sobre él.

Los jardines del castillo quedan abajo, hace tanto calor que en las cercanías del estanque la gente se aglomera extenuada. Para llegar al castillo, cómo no, hay que recorrer una empinada cuesta, pero a esas alturas del viaje las cuestas ya se van convirtiendo en algo habitual para nosotras. Una vez arriba, una curiosa cruz de piedra, cubierta de inquietantes grabados, es quizá lo único del castillo que parece apropiado para una película de terror.

Tal como nos temíamos, la cola en la entrada es larga. De vez en cuando se supera el cupo de visitantes y se corta el acceso durante cierto tiempo, así que toca esperar. Un chico que tenemos justo delante se da media vuelta y nos explica que también es español, y está en Rumania por vez primera, visitando los lugares más importantes. Nos presenta a su novia rumana, una chica muy guapa que habla nuestro idioma a la perfección. Ya en el aeropuerto habíamos visto

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muchas parejas así, casi siempre de hombres españoles con mujeres rumanas. La estrechez de la entrada resulta agobiante, dan realmente ganas de largarse de allí, pero eso de estar en Rumania y no visitar el castillo de Bran parece casi una herejía, así que hay que armarse de paciencia, como todos los demás. Cuando por fin entramos, nos encontramos con un escáner que de vez en cuando suena sin que nadie se acerque a controlar qué pasa, por lo que su utilidad resulta bastante dudosa. Desde unos viejos marcos, la belleza de la reina María de Rumania y su hija Ileana, en fotografías tomadas en el viejo castillo, dan alas a la imaginación del visitante para poder evocar la vida que entre aquellas paredes transcurrió.

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La visita al castillo la hacemos prácticamente en fila india, sin posibilidad de parar demasiado en ningún sitio. Casi todo está protegido por cordones. Sólo con rozarlos salta automáticamente una grabación que recuerda, en rumano e inglés, que no se debe tocar nada. Las estancias se comunican por medio de una larga galería de balcones que se abre sobre el patio central. Cuando veo abajo el pozo rodeado de flores y el bullicio de la gente, pienso que el lugar no cuadra demasiado con la ambientación que sugiere la novela de Bram Stoker. Una no se imagina en ese pequeño patio a los zíngaros acampados, ni al conde Drácula reptando por las paredes de los torreones, aunque quizá de noche y en invierno el lugar pueda llegar a imponer un poco más. Dicen que algunas de las películas sobre el conde se han grabado allí, pero supongo que no sería en una primavera tan bonita como la que ahora tenemos. Ni siquiera la famosa y estrecha escalera secreta disimulada en el muro y recorrida casi a empujones, consigue darle un poco de seriedad al asunto, sino más bien todo lo contrario.

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El mobiliario interior no tiene nada que ver con el que hemos visto en Peles. Aquí es mucho más sobrio, no hay un lujo excesivo, aunque sí mucha madera noble y unas

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magníficas estufas de cerámica justificadas por el frío que debe hacer en esas habitaciones.

El castillo sólo perteneció a la familia real durante unas décadas. Construido en el siglo XIV, sirvió de defensa en la ruta comercial que comunicaba Valaquia con Transilvania. Fue donado a la reina María, por la municipalidad de Brasov, en 1920, después de la unificación de Transilvania con Rumania. Nacionalizado por los comunistas en 1948, hoy en día vuelve a ser propiedad de los Habsburgo, y recientemente ha saltado a la prensa por su posible venta como hotel, mientras se agota el plazo de tres años dado por el propietario al Ministerio de Cultura para proseguir con la gestión del lugar. Viendo la cantidad de gente que allí acude, no parece muy buena idea la de pretender crear en el castillo un lugar de descanso, por mucho morbo que produzca dormir en las

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supuestas habitaciones de un Drácula que en ese ambiente resulta bastante difícil de entrever. De cualquier forma, no hay duda de que el floreciente comercio surgido a raíz de la leyenda, se seguirá manteniendo.

Por si acaso, nosotras nos hacemos con un buen surtido de camisetas con la imagen del castillo. Las hay de todos los colores y a buen precio. Que no se diga que no hemos estado en el castillo de Bran...

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10 La Iglesia Fortificada de Prejmer

La zona de Transilvania fue poblada a partir del siglo XIII por colonos sajones, atraidos por la generosa oferta de tierras realizadas por el rey de Hungría, quien a su vez buscaba mejorar la defensa de la zona frente a los ataques tártaros. La población sajona, además de levantar en Rumania ciudades de claro estilo alemán (como Brasov), construyó en sus aldeas una serie de iglesias fortificadas que son en la actualidad Patrimonio de la Humanidad. Una de las más curiosas es la iglesia fortaleza de Prejmer. La iglesia, de estilo gótico, se remonta al siglo XIII, mientras que la pequeña ciudadela fortificada que la rodea fue construida unos dos siglos después, llegando a ser en su momento una de las más importantes de Transilvania.

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Desde el exterior, su aspecto es impresionante. La muralla de la ciudadela forma una especie de cuadrilátero de esquinas redondeadas, que consigue ocultar a la iglesia de nuestra vista. Las aspilleras practicadas en sus muros le dan un claro carácter defensivo, a pesar del tamaño del conjunto, no muy grande. Cuando nos acercamos a la entrada, la encontramos cerrada. Los monumentos rumanos suelen tener un horario de visita bastante limitado, éste cierra a las cuatro de la tarde, y aunque hemos sobrepasado claramente esa hora, al guía se le ocurre llamar a la puerta. El vigilante nos abre sin necesidad de insistir en ello, y nos deja visitar el lugar a nuestro aire y con total libertad.

Una especie de pequeñas viviendas se organizan en tres pisos en torno a un primer patio. Más allá, un arco da paso a una entrada en forma de túnel, en el que se ven

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cuidadosamente amontonados unos listones de madera. El conjunto debe de llevar ya tiempo en proceso de reconstrucción, pero aún queda bastante por hacer en ese sentido.

Ya del otro lado, una se da cuenta de que realmente van a necesitar mucha madera para las obras de rehabilitación, pues en torno a la iglesia aparece una verdadera ciudad formada por cientos de estancias, todas ellas numeradas, a las que se accede a través de viejas puertas y escalones de madera que crujen a nuestro paso. No extraña tampoco la presencia de bastantes extintores contra incendios, aunque su color rojo no armonice para nada con la arquitectura que deben proteger. Casi todas las puertas de esas habitaciones están cerradas, pero en algunas puede verse una exposición de aperos de labranza, herramientas o una pequeña aula con sus viejos pupitres. En tiempos de ataque,

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la población se encerraba en la ciudadela, viviendo allí mientras fuese necesario. Aunque lo más normal parece ser ascender por alguna de esas bonitas escaleras, el guía elige una vieja cuesta de madera que poco a poco se adentra en la oscuridad, hasta el punto de que el último tramo, al girar un recodo, debemos hacerlo completamente a oscuras, manteniendo la esperanza de que la madera medio podrida soporte sin problemas nuestro peso. Vale la pena, pues arriba accedemos a un estrecho espacio practicado entre muros, lóbrego y polvoriento, que dando la vuelta a la fortaleza se abre al exterior a través de las aspilleras defensivas. Mirando por una de ellas no cuesta demasiado esfuerzo imaginar a los defensores en pleno fragor de la batalla.

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Recorriendo el agobiante corredor, y tras subir y bajar por escaleras que parecen a punto de desmoronarse, llegamos por fin de nuevo al exterior. Una señora de avanzada edad aparece en el patio y pregunta algo en un idioma desconocido, que resulta ser el húngaro. Y de repente aparece una excursión de húngaros, que aunque rompen el encanto de la soledad que hasta entonces hemos disfrutado, presentan la contrapartida de permitirnos visitar la iglesia, abierta para ellos. Ésta, levantada por caballeros teutones, se ve ahora algo desmantelada, quizá por las obras que también se realizan en el interior. Sobria como la mayoría de las iglesias evangélicas, presenta sin embargo algunos detalles interesantes. Allí se encuentra el más antiguo de los retablos sagrados pintados en Rumania, realizado entre los años 1450 y 1460. Vemos también una lápida metálica, en forma de escudo, con una inscripción en alemán referente a algo relacionado sin duda con la Primera Guerra Mundial.

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Disimuladas entre los integrantes de la excursión, intentamos sin éxito que la señora que reparte unas pequeñas guías nos dé alguna. Debe de tener bien fichados a todos los húngaros, pues a nosotras nos deja sin ellas. La puerta cerrada nos impide salir, hay que esperar un rato a que el vigilante la abra. Afuera, un grupo de turistas japoneses prepara sus cámaras y se dispone a invadir la fortaleza. Se ve que en Prejmer, afortunadamente, no son muy estrictos con los horarios de visita...

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11 Odorheiu Secuiesc

Al entrar en el condado de Harghita, el guía, que dada la general falta de indicadores en las carreteras, suele pararse a preguntar, nos dice que no vale la pena hacerlo, que sabe que le van a indicar un camino equivocado. Además, añade, ante nuestra cara de asombro, "aquí sólo hablan húngaro". Y aunque resulte extraño, ya que Harghita se encuentra en el centro de Rumania, lejos de la frontera húngara, el caso es que Ioan tiene razón. Vamos de camino a Odorheiu Secuiesc, y a medida que avanzamos por la carretera, observamos que todos los letreros aparecen en los dos idiomas, dando preferencia al húngaro sobre el rumano. Odorheiu se llama en húngaro Székelyudvarhely, y el 96,7% de su población es húngara.

Los Székeli (llamados Secui en rumano) se dicen descendientes directos de Atila, el rey de los hunos. Parece

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ser que esta etnia llegó a Transilvania sobre el siglo VII, gozando en un principio de grandes privilegios que luego irían perdiendo paulatinamente. Tras el compromiso austrohúngaro, los székeli pasaron a ser ciudadanos húngaros, pero a principios del siglo XX Transilvania se integró en Rumania. Entre 1952 y 1968, la región disfrutó una autonomía, constituyéndose la República Autónoma Magiar de Rumania. A partir de 1968, el gobierno comunista abrió un proceso de integración de las minorías étnicas, que en la práctica llevaría a una represión del idioma y cultura húngaros.

Tras la caída de Ceauşescu, nunca se volvió a restablecer la autonomía de la región, pero ésta se aferra por conservar sus raíces y su lengua. En Odorheiu nadie nos habla en rumano. Llegamos al hotel lloviendo, y cargadas con las maletas subimos los inevitables dos pisos, uno para llegar hasta la recepción y otro hasta la habitación. La chica que nos recibe chapurrea el español, lo suficiente para hacernos comprender el complicado mecanismo de la cerradura de la puerta.

El hotel parece vacío, incluso las calles se ven vacías a esa hora en que ya empieza a anochecer, pero en el restaurante que nos han recomendado para cenar hay un jaleo tremendo. Una orquesta interpreta melodías regionales mientras parejas de székeli bailan entusiasmadas, lo que sería interesante si no fuera porque el volumen de la música es realmente insoportable. Así que damos un paseo hasta encontrar un pequeño restaurante en un jardín cubierto, donde parece que pueden darnos de comer. Un joven se acerca y nos pregunta algo en húngaro, enfadándose porque no le entendemos ni en esa lengua ni en alemán, pero ya se

sabe que oídos que no entienden, corazón que no se inmuta, así que le dejamos con sus malos modos y nos sentamos a la mesa.

El problema surge cuando guía y camarera son incapaces de entenderse. Él pretende hablar en rumano, ella dice con la mejor de sus sonrisas que no se entera, y entonces se monta una absurda situación en la que el guía, cada vez más nervioso, termina por desgañitarse en un español que, por supuesto, ella tampoco entiende. Muertas de risa le vamos señalando a la camarera los platos de la carta que deseamos, aunque con escasa esperanza de que nos traiga algo. Y no es algo lo que trae, sino una cena monstruosa y

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buenísima, con grandes cantidades servidas sobre enormes fuentes de madera. La mamaliga húngara con queso fundido de Odorheiu es algo que recordaré toda mi vida...

De vuelta al hotel, la orquesta cercana continúa sonando hasta bien entrada la medianoche. El amanecer me despierta cuando el sol entra inclemente por la ventana que a alguien se le ha ocurrido colocar justo sobre la cabecera de la cama. Deben de dormir poco estos húngaros, y viendo el pantagruélico desayuno que nos ofrecen casi resulta razonable el madrugón. Un plato enorme de queso, tomate, pollo, pepino, embutidos varios, pan tostado y aceite de oliva acompañan a ese café negro con poquísima leche que nos recarga de cafeína para el resto del día. Las servilletas, cuidadosamente colocadas sobre las mesas, forman una perfecta bandera húngara, rojo, blanco y verde, pero al menos en esta ocasión el amable camarero del hotel sí habla rumano.

Dejamos Odorheiu sin haber visto más que la parte céntrica de la ciudad. Su enorme ayuntamiento, una iglesia, la plaza central y, en lo alto de una colina un antiguo y monumental instituto de enseñanza. Parece ser que la ciudad, además de tener una industria desarrollada, es un gran centro cultural y educativo, siendo famosa por sus importantes colegios. Desde luego, no parece una zona pobre, y el nivel de vida debe de ser bastante más elevado que en otras zonas de Rumania.

Es arriesgado opinar con tan poca información, pero se hace evidente la sensación de que en la zona de etnia húngara se palpa el separatismo, como también se da una cuenta de que a los rumanos eso no les gusta. Los húngaros se quejan de que sus derechos no son reconocidos y que se les impide el acceso a determinados puestos. Sin embargo, la Unión Democrática Magiar de Rumania está presente en el gobierno con algunos cargos importantes, así que la discriminación debe de ser menor que la que ellos denuncian. Por otra parte, parece haber malos recuerdos del comportamiento húngaro con la etnia judía en la Segunda Guerra Mundial. De hecho, en fecha tan reciente como 2004 se acusó a la población de Odorheiu de levantar una estatua supuestamente en honor a un conocido poeta székeli juzgado y condenado como criminal de guerra. A fin de cuentas, un lugar más con demasiadas heridas y rencillas. Por desgracia, nada nuevo bajo el sol.

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12 Lacu Rosu y Desfiladero del Río Bicaz Una de las mayores atracciones turísticas del condado de Harghita es el Lago Rojo, Lacu Rosu en rumano o Gyilkostó en húngaro. La carretera que nos conduce hasta allí desde Odorheiu es bastante mala, pero el paisaje es maravilloso en esta parte de los Cárpatos Orientales. El camino se hace largo, aún flota en el aire el malestar que nos ha dejado el día anterior un temerario adelantamiento de nuestro guía, salvado finalmente de modo milagroso. Para completar el panorama, un nuevo susto en forma de intento de adelantamiento frustrado con desvío forzado a la cuneta, termina por cortar por completo las conversaciones dentro del coche. Así que sólo queda admirarse ante esas montañas de verde intenso salpicadas de vez en cuando por pequeñas aldeas de campesinos con sus casas de madera.

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Que vamos llegando al lago se nota porque esta mañana de domingo las cercanías del mismo se van llenando de familias que acuden allí a pasar el día. A esa hora ya hay gente preparando barbacoas, a veces se diría que los rumanos (o los húngaros, que aquí siguen siendo mayoría) comen a todas horas... Algunos se bañan en el río, otros pasean, pero a pesar de ello todos parecen disfrutar de un modo tan tranquilo que no hay sensación de agobio por ninguna parte. Ni siquiera a orillas del embarcadero, donde los turistas acuden con idea de pasar un buen rato remando en alguna de las barquitas que aún quedan libres.

Hay puestos de comida y bebida, algunos ofrecen también objetos de artesanía, cerámica o manteles. Los servicios cuestan dos leis por persona (unos 60 céntimos de euro), pero están tan impecables que los pagamos con gusto,

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al tiempo que obedecemos sin rechistar al encargado, que nos distribuye en ellos a su antojo con gesto decidido. En este soleado día de junio el lago no hace demasiado honor a su nombre rumano, aunque muestra un color extraño, difícil de definir, y que según parece es debido al arrastre de tierras arcillosas, que los arroyos depositan allí en la época de las lluvias. Menos aún se explica una el nombre húngaro, que significa "asesino", aunque probablemente la denominación se refiera al modo en que el lago se formó, debido a un desprendimiento que obstruyó el valle en que se encuentra, formando una especie de presa natural. Debido a esa obstrucción, que tuvo lugar en el siglo XIX, el bosque de abetos quedó cubierto por las aguas. La imagen que ofrecen los restos petrificados de sus troncos asomando en la superficie es una de las singularidades de este lago. A pesar de su reciente formación, el Lacu Rosu se encuentra ya en proceso de regresión, por la sedimentación de tierras procedentes de los montes cercanos, que hacen que el lago se vaya rellenando a un ritmo tal que se espera su completa desaparición hacia el año 2080. Los chiquillos que por allí juegan quizá lleguen a contemplar algún día como la tierra vuelve a emerger del agua, y el Lago Rojo será sólo un breve paréntesis en la historia de estas montañas. La vieja carretera, construida a prinicipios del siglo pasado, nos lleva en muy pocos kilómetros desde el lago Rojo hasta el cañón del río Bicaz. En principio parece imposible que en esa calzada quepan dos coches, o uno, o las personas que caminan por el arcén. Iniciamos la bajada en el Skoda, pero al cabo de un rato aceptamos que parece que sí, que se diría que la carretera es de goma y allí cabemos todos. Dejamos al guía en el coche y nosotras decidimos sumarnos

a la cantidad de caminantes que, ajenos al tráfico, pasean, contemplan el paisaje, fotografían o compran algún tipo de recuerdo. Hay parejas, familias con niños, jóvenes que desafían al peligro tumbándose en medio de la carretera... Los puestos de artesanía ofertan bordados y cerámica de la tierra, pero los precios son bastante más caros que en Sinaia, y empezamos a arrepentirnos de haber decidido esperar para las compras.

En algunas curvas, el espacio bajo las rocas es muy limitado, y hay que adentrarse en la calzada para pasar con prisa sin que aparezca ningún coche. Cuando lo que se acerca es un autobús, aquello es el sálvese quien pueda, buscando el más mínimo refugio mientras el vehículo termina de pasar. El río baja con fuerte corriente, la luz del sol hace brillar el agua de tal modo que cuesta mantener los ojos

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abiertos, pero el paisaje es impresionante y vale la pena el esfuerzo. Las paredes casi verticales dejan un paso angosto al río que las erosiona, formando lo que se conoce como "la garganta del diablo" Un trabajo de siglos que se ha convertido en importante foco de atracción turística y que constituye un paso natural entre Transilvania y Moldavia.

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Tras un largo paseo, cuesta arriba y al sol, decidimos volver al coche. El gulasch húngaro nos espera en uno de los restaurantes del Lacu Rosu. Y hoy casi se diría que nos lo hemos ganado.

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13 Sighisoara

Llegamos a Sighişoara bien entrada la tarde. La ciudadela medieval ocupa la ladera y cima de una colina sobre la ciudad. Para llegar a ella sólo hay dos entradas, una es exclusivamente peatonal y la otra se abre al tráfico de manera restringida, previo pago de peaje (12 leis, unos 4 euros) en una barrera, con la obligación de volver a la parte baja antes de anochecer. Duermen pocos coches en Sighişoara, pero Ioan consigue dejarlo allí mediante algún acuerdo con el hotel en que nos hospedamos. En éste, como ya viene siendo habitual, nos dan habitación en el segundo piso, con el agravante de que, para llegar a él, hay que subir dos viejas escaleras de madera, una de ellas tan estrecha que cuesta un mundo meter por allí las maletas. Tanto es el esfuerzo que, a partir de entonces, dejaremos continuamente las maletas en el coche, preparando tan sólo una mochila con lo necesario para cada noche. Es una casona antigua pero bien equipada, con suelos de madera que crujen al más mínimo movimiento y un mobiliario acorde con la edad del edificio. En el pasillo, inquietantes arcones de madera que no podemos dejar de abrir con curiosidad, con la desagradable sorpresa de encontrarlos llenos de rollos de papel higiénico y alguna que otra taza sucia que algún viajero ha tenido la ocurrencia de esconder allí.

Es domingo y tanto en el hotel como en la calle hay bastante movimiento. Por primera vez desde que llegamos a

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Rumania vemos mendigos que se acercan a pedir. Mujeres y niños, listos estos como el hambre, chapurreando distintos idiomas hasta descubrir cuál es el nuestro, se ofrecen para guiar al viajero por la ciudadela, pero no insisten cuando decimos que no. Ya es tarde, y apenas tenemos tiempo para nada, pero la cena se retrasa por falta de sitio en el comedor, y damos un primer paseo por la ciudad. Sighişoara parece haber querido desafiar al tiempo a fuerza de ignorarlo, y en ese desafío no llego a tener claro quién es el vencedor. La ciudad permanece intacta en su estructura, pero los siglos han ido dejando mella en ella y el abandono en que se encuentra no resistirá mucho más. Tiene el encanto de lo auténtico, da la impresión de que nada la ha tocado, de ser escenario de un cuento de hadas que despertase a la vida tras un largo sueño. Probablemente haya pocas ciudades en Europa que se hayan conservado tal como se construyeron, y probablemente haya menos todavía que se encuentren en tal peligro de ruina. Sighişoara necesita con urgencia un plan de rehabilitación que sepa tratarla con el cuidado y delicadeza que merece, porque es una joya. Y no sé si las obras que ya comienzan a hacerse por las calles se harán con las garantías necesarias, pero confío en que así sea. Anochece y la ciudadela va quedando vacía. No es momento de aventurarse por las callejas oscuras, pero sí de sentarse en la plaza a disfrutar de una buena cerveza hasta la hora de la cena. Sighişoara fue declarada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad en 1999. Su origen es magiar, ya que fue fundada en el siglo XI por la etnia de los secui, de la que ya hemos hablado. Al estar la región de Transilvania sometida a continuos ataques de mongoles y turcos, se hizo necesaria

una repoblación con gentes venidas de zonas cercanas. Así llegaron a la ciudad los sasi, procedentes de la Sajonia alemana, en la segunda mitad del siglo XII.

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La ciudad jugó un destacado papel en Centroeuropa durante varias centurias, debido a su importancia estratégica y comercial. Los gremios de artesanos dominaron la economía urbana, protegiendo la ciudadela con murallas 115

fortificadas. Se cree que entre los siglos XVI y XVII llegó a a haber en Sighişoara unos 15 gremios y 20 ramas de artesanos, la mayoría de orígenes magiar y sasi. Los documentos del siglo XIII nombran a la ciudad como Castrum Sex, mencionando las primeras obras de fortificación, en la zona que hoy se conoce como la colina, o parte más elevada de la ciudadela. En ese mismo siglo, con la llegada de las monjas dominicas alemanas para fundar un monasterio, pasó a llamarse Schässburg. Los artesanos de origen magiar la denominaban Szegesvaar en el siglo XIV, y los rumanos del siglo XV Seghisore, nombre que luego derivaría hacia el de Sighişoara. Fue la primera localidad de Transilvania que logró el estatuto de ciudad, ya en el año 1517.

El centro histórico que hoy podemos admirar se reparte entre la zona amurallada y abrupta que ocupa la ladera de la colina, y la zona inferior (Ciudad de Abajo) Las primeras murallas parecen haber sido construidas en época 116

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muy temprana, pero fueron destruidas en el siglo XIII por una invasión de los mongoles. La muralla fue reconstruida y reforzada a medida que las armas iban haciéndose cada vez más potentes. Las modificaciones más importantes se hicieron tras el gran incendio de 1676, llegando a alcanzar algunas partes de los muros los 15 m de altura. La muralla estaba reforzada con catorce torres, con barbacanas desde las que los artilleros podían disparar hacia los asaltantes. En esa época la población era de unos 3000 habitantes, y la ciudadela poseía ocho pozos artesanos de 34 m de profundidad que llegaban hasta el nivel del río y suministraban el agua necesaria en épocas de asedio. Las viviendas se construyeron con clara capacidad defensiva, con pequeñas ventanas cuadradas, y los tejados inclinados sobresalían hacia la calle para permitir una buena observación de los intrusos. Las calles son estrechas, con esquinas y arcadas, sirviendo de unión entre las dos entradas de la ciudad, una de ellas bajo la Torre del Reloj y otra bajo la Torre de los Sastres, con la Plaza de la Ciudadela en el centro. La muralla defensiva se conserva prácticamente en su totalidad, junto con nueve de las catorce torres que en su día la defendieron. Lo que falta desapareció debido al incendio de 1676, y a la destrucción imperdonable de finales del del siglo XIX, en la que se demolieron algunos de los antiguos edificios, como la Torre de los Toneleros (solar en que se levantó el actual Ayuntamiento), la Torre de los Cerrajeros y el Monasterio Franciscano (donde hoy está la iglesia católica de la ciudad) Aún así, la conservación de la ciudad en su estructura original es muy llamativa, y puede decirse que sólo el ayuntamiento provoca una nota

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discordante en el conjunto. Incluso el adoquinado de pequeñas piedras ha soportado el paso de los siglos. El edificio emblemático de Sighişoara es, sin duda, la Torre del Reloj o del Consejo, Turnul cu Ceas sau Statului, construida en 1360 para defender la entrada principal a la ciudadela y servir de alojamiento al cuerpo de guardia, siendo también residencia del alcalde hasta 1556, año en el que pasó de tener solamente dos niveles a alcanzar los 64 m de altura actuales. Su base de 14 x 8,66 m sustenta gruesos muros que se levantan hasta el quinto piso en el que se encuentra un balcón corrido desde el que se divisa una vista impresionante. En los muros se abren cuatro estrechas ventanas de observación, con ocho troneras por encima destinadas a disparar al enemigo. Sobre ellas, otros ocho huecos desde los que arrojar líquidos hacia las calles de acceso. El tejado es piramidal, de 34 m de altura. En la parte inferior va recubierto de tejas de colores blanco, amarillo, rojo y verde, terminando en dos cúpulas de cobre y un pequeño globo de oro sobre el que hay una veleta en forma de gallo. En la base del tejado hay cuatro torrecillas que representan la autonomía jurídica de la ciudad. Lo más llamativo de la torre es el magnífico reloj que le da nombre. Se desconoce la fecha de su instalación, aunque se sabe que es anterior a 1648. Consta de dos grandes esferas de 2,40 m de diámetro, situadas en las fachadas que dan a la ciudadela y a la ciudad. A su lado hay dos hornacinas de la misma altura y 1,8 m de ancho, en la que aparecen una serie de figuras esculpidas en madera de tilo, de 0,80 m de altura y pintadas de vivos colores. En la fachada que da a la ciudadela hay una figura con una rama de olivo en la mano, simbolizando la Paz, junto a otra de un

hombre que da los cuartos. Encima de ellas, dos figuras que representan a la Justicia, una con una balanza y otra con un sable. A su lado otras dos, más pequeñas, que simbolizan el Día y la Noche. En el lado que da a la ciudad, además del hombre que da los cuartos hay un joven desnudo hasta la cintura, que se cree representa la imagen de un verdugo. Por encima de ellas, las figurillas que representan los días de la semana, con forma de divinidades griegas y romanas y símbolos alquimistas sobre la cabeza, figuras que cambian justo a la medianoche.

El interior de la torres es en la actualidad un Museo de Historia lleno de interesantes objetos. El precio de la entrada da derecho a usar la cámara fotográfica en el balcón, pero para poder hacer fotos en el interior se pide una “taxa-foto” desorbitada, 30 leis, que por supuesto no estoy dispuesta a pagar. Mientras recorremos los distintos pisos, un hombre con larga barba y una gran cruz al cuello nos

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acompaña. No puedo dejar de pensar en que parece uno de esos sacerdotes que se comenta tanto colaboraron con la policía secreta de Ceauşescu. Desde luego, a nosotras no nos quita ojo, aunque al menos eso sirve para arrancarle alguna pequeña explicación en rumano que, junto con los letreros explicativos, nos ayudan a comprender mejor lo que estamos viendo.

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En el primer nivel, descoloca un poco encontrarse con una colección de fotos de cosmonautas y sus viajes espaciales, ante las que una se pregunta qué demonios tendrá eso que ver con la vieja ciudad... Hay un curioso calendario lunisolar, antiquísimo (realmente es una réplica del original), muebles de madera antiguos, símbolos de los distintos gremios que habitaron la ciudad, relojes, instrumentos de medicina y el laboratorio de una vieja farmacia. Poco antes de acceder al balcón, una cristalera deja a la vista el maravilloso mecanismo del reloj, bajo la atenta mirada de un nuevo vigilante. Tras otro cristal se dejan ver las curiosas figuras de madera que lo acompañan. En el balcón, unas placas metálicas señalan la dirección y distancia que nos separan de las principales ciudades del mundo. Desde lo alto de la Torre del Reloj de Sighişoara, Madrid se encuentra a 2360 km. No es tanto para lo que parece que hemos recorrido...

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Muy cerca de la Torre del Reloj hay dos pequeños museos. Uno de ellos está dedicado a instrumentos de tortura, y aún siendo pequeño muestra sin lugar a dudas lo que puede dar de sí la imaginación cuando se dedica a ese terrible empeño. Curiosamente advierto que, entre los pocos ingenios que se exponen, hay un preocupante porcentaje de máquinas españolas... El otro museo consta de una serie de salas dedicadas a diferentes tipos de armas. Aunque no puedo decir que sea tema de mi agrado, me alegro de haber entrado, porque allí venden a buen precio una preciosa colección de láminas sobre la ciudad, reproducción de la obra de una pintora local. Poco más allá, en la misma plaza, un espantoso muñeco afea la entrada a la casa natal de Vlad Tepes el Empalador, mundialmente conocido como Drácula. Este edificio, el más antiguo de piedra que hay en la ciudad, es hoy un restaurante al que todos se acercan en cuanto leen la pequeña placa en la que se indica que allí nació Drácula entre los años 1431 y 1435. Mucho más interesante resulta charlar un rato con la anciana que regenta la pequeña galería de arte que hay en uno de los bajos del edificio, quien nos muestra los diplomas de su hijo, autor de todos los cuadros y dibujos que allí se exponen. No faltan pequeñas tiendas de ese estilo en la ciudad (siempre atendidas por mujeres que alaban la obra de hijos o maridos), así como comercios en los que se ofrecen bordados, camisetas, cerámica y todo tipo de recuerdos.

A la parte alta de la ciudadela, en la colina, se accede a través de la Escalera Cubierta, impresionante construcción en madera levantada en 1642. Por sus 175 escalones suben y bajan diariamente los estudiantes de la ciudad, pues allá arriba se encuentra el instituto, un gran edificio en el que, tras las ventanas abiertas, vemos aulas con un reducido número de alumnos que apuran los últimos días del curso escolar. Este tipo de escaleras es bastante común en Transilvania, favoreciendo los desplazamientos de la población en los duros y nevados inviernos. La escalera de Sighişoara salva un desnivel de 24 m, nada despreciable.

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Junto al instituto, la Iglesia de la Colina, gótico de los siglos XIII y XIV, levanta su inmensidad sobre los restos de la primera ciudadela defensiva. Tanto la iglesia como el cementerio que se encuentra frente a ella se encuentran cerrados, así que debemos conformarnos con hacer algunas fotos de su exterior, donde llama la atención una casa, adosada a una de las torres de la muralla, convertida en una vivienda encantadora con su fachada llena de flores. Tras descender de nuevo la curiosa escalera, un pequeño paseo por la ciudadela sigue mostrando interesantes rincones: la Iglesia de los Dominicos (siglo XIII, también cerrada), la Casa con el Ciervo o la Casa Veneciana, las viviendas restauradas, las que se hayan en proceso de llegar a serlo, las distintas torres que jalonan la muralla... Pequeños

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detalles como unas flores, unas cortinas al viento o la variación de colores de sus fachadas consiguen individualizarlas y llamar nuestra atención.

Frente a la iglesia de los dominicos, un mirador se levanta sobre la parte baja de la ciudad e invita a recorrerla. Desde abajo, los ojos de la ciudad, siempre vigilantes, nos acechan. Esos tejados con ventanas abuhardilladas en forma de ojos son típicos de las ciudades sajonas de Transilvania, y su aspecto inquietante parece dotarles de vida.

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Abajo, casi no hay turistas, pero sí un alegre bullicio a pesar del día gris y nublado que amenaza lluvia. Recorremos calles llenas de comercios, hasta llegar al río Tarnava. Nuestro interés por los puentes nos lleva a acercarnos hasta una bonita basílica ortodoxa que hay en la otra orilla, aunque de nuevo volvamos a encontrarnos con las 126

puertas cerradas y tengamos que conformarnos con admirar su exterior y las bonitas vistas que desde allí se tienen de la parte alta de la ciudad.

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Ya de regreso, resulta agradable pasear en el pequeño parque, junto a las casas con ojos. Grupos de hombres, casi todos de edad avanzada, juegan en los bancos y mesas al ajedrez, las cartas o el backgammon, matando el tiempo mientras las mujeres charlan sentadas en los bancos.

En la calzada de acceso a la ciudadela, un joven español se muestra agradablemente sorprendido de poder comunicarse en su idioma tras semanas de viaje por Europa. Arriba la ciudad vuelve a quedarse silenciosa y vacía. El capuccino en la plaza y la inusual presencia de un cibercafé, donde consultamos el correo atrasado, nos despiden.

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14 Biertan

Biertan se encuentra situada a pocos kilómetros de Sighişoara. La visita a su Iglesia-Fortaleza, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1993, la teníamos programada para realizar uno de los días de estancia en Sighişoara. El guía se hizo el loco, y a nosotras tampoco nos apetecía demasiado volver a la carretera, así que, unos por otros, nadie dijo nada sobre ese desplazamiento, que finalmente hicimos al día siguiente, camino de Sibiu.

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Llegamos a Biertan muy temprano, y encontramos la iglesia cerrada. No somos conscientes en ese momento de los tesoros que encierra, ya que será mucho después cuando,

leyendo acerca del lugar, me entere de que allí dentro dejamos sin ver la complicada cerradura medieval de la puerta de la sacristía, las lápidas de piedra de las tumbas de los obispos sajones, o el retablo del altar mayor, del que dicen es uno de los más bonitos de Transilvania.

A esa hora, sin embargo, ya un grupo de jardineros se afana en el cuidado de las flores de la pequeña plaza del pueblo. Nunca he visto tal exceso de operarios ni un reparto de trabajo semejante: Una mujer se ocupa de arrancar los pétalos a las rosas mustias, otra riega las flores mientras un compañero le sujeta la manguera, y el resto acarrea cubos de agua de un lado a otro sin que se sepa exactamente para qué. Cuidan con mimo las flores en Biertan, sin duda, aunque el agua que reciben resulta bastante escasa y racionada.

Biertan fue uno de los primeros asentamientos germanos en Transilvania, certificado ya documentalmente

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en el siglo XIII. Posee la típica estructura de las comunidades sajonas, con las casas agrupadas alrededor de una plaza central protegida por una iglesia-fortaleza. La iglesia se levanta, efectivamente, justo tras la plaza de las flores, en lo alto de una pequeña colina que domina la población. Mientras fotografío el lugar, surge el inevitable personaje que intenta hablarnos en una larga lista de idiomas de la que queda excluído el español, y que termina por marcharse ante la imposibilidad de alcanzar una mínima coherencia en la conversación.

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Bajo la iglesia, una pequeña escuela y, junto a ella, lo que parece otra casa con un simple portal y es en realidad la entrada de acceso a una escalera cubierta semejante a la de Sighişoara, que se conserva también en bastante buen estado.

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Algunas zonas de la muralla son más antiguas que la iglesia. Ésta es de estilo gótico tardío e influencias renacentistas, y fue levantada en el siglo XV.

En ella se instaló la sede del obispado evangélico de Transilvania, hasta la segunda mitad del siglo XIX. La parte más interna de la fortificación data del siglo XIV, y se construyó para proteger una iglesia anterior. La parte más externa, incluyendo las altas torres y bastiones, son del siglo XVI y de marcado carácter germánico.

Ante la imposibilidad de visitar el interior de las torres y de la propia iglesia, nos limitamos a pasear por los senderos que las rodean. La muralla, bastante baja, ofrece bonitas vistas sobre los alrededores, escasamente poblados. Y a pesar de la vejez y del visible deterioro de los muros, la fortaleza sigue conservando su imponente presencia, justificando sin lugar a dudas la visita. Desde allí, en la

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tranquilidad y el silencio, Transilvania se ve mucho más bella que en las aglomeraciones que rodean al mito de los vampiros...

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15 Sibiu

Camino de Sibiu, estando medio adormilada y sin tiempo para sacar la máquina fotográfica, pasamos por algunas de las mansiones gitanas de las que ya había leído algo en la prensa española. Siento no hacer fotos, pues el aspecto de estas casas es de los que una no puede ni imaginar. Extravagantes en su ostentación, levantan sus torres doradas o plateadas, en filigranas imposibles que brillan al sol de la mañana.

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Sibiu, situada al sur de Transilvania y también de origen sajón, fundada por colonos alemanes en el siglo XII,

es una ciudad relativamente grande y con signos evidentes de actividad económica. Tras algunas dudas y rodeos, terminamos por aparcar bastante cerca del centro histórico, al que accedemos tras un pequeño paseo. Lo primero que identificamos es el pequeño y coqueto "Puente de los Mentirosos", que con su construcción en 1859 fue el primer puente de hierro de Rumania. Cuenta la leyenda que caerá cuando alguien diga una mentira sobre él, algo que no parece preocupar a la pareja de policías que allí charla animadamente, ni a la gente que continuamente lo cruza, bajo la atenta mirada de "los ojos de Sibiu". Porque en Sibiu también las casas nos vigilan, si bien sus miradas parecen menos despiertas que en Sighişoara, como si el sueño o la fuerte luz del mediodía las obligaran a entornar levemente los párpados.

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Sobrepasado el puente, nos encontramos con la Piaţă Mică o Plaza Chica, abierta al tráfico y que en uno de sus laterales aparece llena de agradables terrazas en una de las cuales nos paramos a beber algo fresco. Entre el ajetreo de los coches, llama la atención un curioso coche de bomberos que parece salido de un museo. Hay obras por todas partes, se ve que el nombramiento de Sibiu como Capital Europea de la Cultura 2007 ha puesto de tiros largos a la ciudad, que luce rabiosamente hermosa. La Plaza Chica conecta con la Plaza Grande, Piaţa Mare, a través de un pasaje abierto en la base de la Torre del Consejo, del siglo XIV.

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El aspecto de esta plaza, una de las mayores de Transilvania, es impresionante, con sus 142 m de largo y 93 m de ancho. Impecable por los cuatro costados, a su alrededor encontramos los principales edificios de la ciudad, 142

entre los que destacan el Palacio Brukenthal (hoy sede del museo que lleva su nombre), la iglesia romanocatólica y una serie de casas de vivos colores, como la Casa Azul.

En el centro, una pequeña fuente hace las delicias de niños y mayores, siendo el principal motivo fotografiado por los numerosos turistas que por allí pululan.

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Junto con Brasov, la Plaza Grande de Sibiu es quizá el lugar de Rumania que más sorprende al extranjero que llega al país cargado de tópicos y se sorprende ante semejante explosión de vida y belleza, ante la gente que pasea al sol o la extraña comitiva de ciclistas que recorre las calles adyacentes, llenas de comercios, bancos y hoteles.

Su nombramiento como Capital Europea de la Cultura parece plenamente justificado si tenemos en cuenta que aquí se abrieron el primer museo, la primera farmacia y el primer teatro de la actual Rumania. Aquí se imprimió el primer libro en idioma rumano y se usó por primera vez la electricidad dentro de la zona sudeste de Europa, siendo la segunda ciudad europea en la que funcionó un tranvía eléctrico. Hoy en día, Sibiu es una de las ciudades más prósperas de Rumania, posee un aeropuerto internacional y es un importante nudo dentro de las comunicaciones

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ferroviarias del país, tiene una reconocida universidad y es sede de la Academia Militar del Ejército de Tierra.

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La religión mayoritaria en Rumania es la ortodoxa, pero es habitual encontrar en las ciudades templos dedicados a otros cultos, sobre todo católicos y luteranos. En la Piata Mare de Sibiu destaca el edificio de la iglesia romano católica, antigua iglesia de los jesuitas. Fue construida entre los años 1726 y 1733, en estilo barroco vienés. Su torre, que no está unida a la nave, presenta una altura de cuatro pisos, con un reloj del año 1838 y una bonita cúpula. En su base, y de modo similar a lo que ocurre con la Torre del Consejo, un pequeño túnel comunica las dos plazas, Grande y Chica.

La catedral ortodoxa de la Santísima Trinidad se encuentra en la calle Mitropoliei, y es de construcción más reciente, ya que fue levantada a principios del siglo XX. Actualmente se encuentra en obras, y un gran andamiaje de madera oculta la práctica totalidad de las hermosas pinturas de estilo bizantino que decoran la nave y la cúpula. A pesar

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de ello, los fieles siguen acudiendo a rezar, ofreciendo sus oraciones por los vii şi morti, cuyos nombres quedan escritos en los habituales papeles que llenan las cajitas de todas las iglesias que visitamos. En la misma calle, el edificio de Correos presenta en su exterior un interesante reloj de sol. Dentro, vuelve a sorprendernos el mobiliario tan casero de este tipo de oficinas, que cubren sus ventanas con visillos que no desentonarían en un salón de una vivienda, pero que aquí resultan algo extraños.

A la entrada vemos una bonita estufa decorada en madera labrada, y unas mesas y bancos, también de madera, más propias para un picnic que para una oficina, pero que nos permiten escribir cómodamente una tarjeta postal que enviamos a nuestros compañeros del instituto. Desde la

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propia mesa, y sin hacer siquiera un mínimo encuadre, disparo un par de fotografías sin que nadie se entere, intentando captar de alguna forma el ambiente del lugar. La tercera iglesia que visitamos es la evangélica, situada en la Plaza Huet. Más antigua que las anteriores, fue levantada entre 1371 y 1520. Al finalizar la Primera Guerra Mundial y disolverse el Imperio Austro-Húngaro, la mayoría de la población de Sibiu era de ascendencia alemana y húngara. Las deportaciones y exterminio de los judíos a manos de los nazis, así como la posterior represión del poder comunista, fueron dejando huella en la ciudad, hasta el punto de que, tras la caída del Muro de Berlín, el 80 % de la población de origen alemán decidió regresar a la tierra de sus antepasados, y hoy sólo quedan en Sibiu unos veinte mil sajones. La torre de la iglesia evangélica presenta siete niveles. Las cuatro torrecillas que posee nos indican que la ciudad tenía derecho de connotación. Su altura total, de 73,34 m, es la mayor de toda la región de Transilvania. Ya en el interior, destacan los frescos del coro, el órgano, las tumbas de personajes ilustres y la campana de bronce, construida en 1438 con la aleación procedente de unos cañones capturados a los turcos en una batalla. Desde la Plaza Huet, por el pasaje de las escaleras o cruzando el Puente de los Mentirosos, se accede a la parte baja de la ciudad, mucho más modesta que la alta, y menos renovada con el dinero de la capitalidad cultural. El tiempo apremia, y nos vamos de Sibiu con la seguridad de haber

perdido la posibilidad de ver muchos de los tesoros que sin duda encierra.

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Hunedoara Al dejar atrás Sibiu, nos vamos alejando de los habituales circuitos turísticos. La ruta que seguimos nos somete a un tráfico infernal, sobre todo de camiones procedentes de distintos países. Vamos con el corazón en un puño hasta que por fin desembocamos en una carretera mucho más tranquila, hacia nuestra siguiente parada: la ciudad de Hunedoara. Estamos llegando ya al límite de Transilvania, y el paisaje, aunque menos boscoso que en otras zonas de la región, sigue siendo de una gran belleza. Las proximidades de la ciudad, sin embargo, muestran abundantes restos de actividad minera, hoy prácticamente abandonada. Enormes tuberías e instalaciones desentonan entre el verde del campo que bordea la estrecha carretera.

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Desde hace siglos, las minas de carbón y metal dieron riqueza a la zona, que bajo el auge del comunismo se llenó de complejos industriales, forzando la llegada de gente procedente de otras zonas de Rumania. Tras la caída del régimen de Ceauşescu y el posterior desmantelamiento industrial del país, gran parte de las minas cerraron, y el distrito de Hunedoara se convirtió en la zona de Rumania con mayor índice de paro. El retroceso económico se hace evidente al llegar a la ciudad, donde nos llama la atención el deterioro de las viviendas, que aunque ya habíamos visto en otros núcleos urbanos, aquí es francamente desolador. Tan desolador que nos sentimos violentas y casi ni hacemos fotos del lugar.

Una vez atravesada la ciudad, volvemos a encontrar un paisaje idílico, aunque para ello nos adentremos en una carretera cada vez más estrecha y solitaria. Tenemos habitación reservada en el Motel Cincis, junto al lago del

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mismo nombre, en la zona montañosa de Poiana Ruscae. Nos encontramos un lugar apartado y tranquilo, adecuado para estancias románticas, y en el que probablemente desentona un poco nuestra presencia, pero que nos ofrece un magnífico descanso tras el pesado viaje. La habitación es pequeña y sencilla, y para llegar a ella hemos de subir los dos pisos de costumbre, aunque una vez tomada la decisión de dejar los maletones en el coche, eso ya no supone ningún problema.

La cerveza, en una mesa con vistas al lago, sabe mejor que nunca. El posterior paseo por la carretera sin arcén, cuando ya el sol declina y el campo se vuelve oro, y la cena a la luz de las velas, nos dejan la sensación de que no sería mala idea la de pasar unos días en Lacul Cincis. A fin de cuentas, no deja de ser uno de esos extraños paraísos perdidos que tanto cuesta encontrar...

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Uno de los mayores atractivos de la zona, aunque aquí el turismo es escaso, es el Castelul Corvinilor, el Castillo Corvin. Es el único lugar de Transilvania donde confieso haber sentido un cierto desasosiego, y el único en el que no me cuesta en absoluto imaginar una historia de vampiros. No es de extrañar que el castillo haya sido utilizado en varias ocasiones como escenario de películas de terror. El edificio, con su mezcla de estilos gótico, renacentista y barroco, impresiona incluso ya desde el exterior, a pesar de que actualmente su arquitectura permanece medio oculta debido a las obras de restauración que en él se llevan a cabo. El acceso al castillo se realiza a través de un puente de madera sobre altos pilones de piedra anclados en el río Zlasti, de escaso caudal en esta época del año.

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Llegamos allí media hora antes de la señalada para el cierre, pero nos encontramos la puerta cerrada. Tras algunos golpes, ésta se entreabre y un muchacho de aspecto inquietante, que encajaría perfectamente en el reparto de "Drácula", nos deja pasar, supongo que bajo la advertencia de que la visita debe ser forzosamente breve. Y aunque dentro hay gente, incluso algunos niños de excursión, creo que jamás se nos pasaría por la cabeza arriesgarnos a que allí nos sorprenda el anochecer.

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El castillo, entre los años 1419 y 1456, perteneció a Ioan de Hunedoara, uno de los más importantes príncipes de Transilvania, que al servicio del rey de Hungría llevó a cabo una serie de campañas contra los turcos. Ioan de Hunedoara traicionó y mandó ejecutar a Vlad Dracul, padre de Vlad Tepes (Drácula), en el año 1447, lo que motivó que éste se uniese con los turcos frente a los húngaros, llegando a acceder al trono de Valaquia en el año 1448 (trono que sólo conservaría durante unas semanas) Más adelante, sin embargo, Drácula dejó la alianza con los turcos y se unió a su antiguo enemigo Ioan de Hunedoara, siempre con el objetivo de recuperar a toda costa el trono de Valaquia, lo que consiguió de nuevo en 1455. Su escalofriante reinado y la dureza con que trataba a sus adversarios y prisioneros le valieron el apelativo de Vlad el Empalador, pero su excesiva independencia motivó la desconfianza de sus aliados. En 1462, el nuevo soberano húngaro Matías Corvin, hijo de Ioan de Hunedoara y Elisabeth Szilagyi, recibía una carta de Vlad Tepes en la que éste afirmaba haber llegado a matar más de 24000 enemigos... Tras una serie de intrigas y deslealtades, el sultán turco logró que Matías Corvin ordenase el arresto de Vlad, que fue encerrado durante doce años y sustituido por su propio hermano Radu, que reinó en Valaquia bajo la influencia turca. Se dice que Vlad permaneció durante años encerrado en una de las dependencias del castillo de Hunedoara. Drácula aún volvería a presentar batalla contra los turcos, junto al príncipe transilvano Esteban Báthory, ocupando brevemente el trono en 1476, hasta su muerte en una emboscada.

De aquella época de guerras nos habla la leyenda que se refiere al profundo pozo que encontramos en uno de los patios del castillo. Se dice que su construcción fue llevada a cabo por prisioneros turcos, quienes labraron en la roca la frase "Ahora tenéis agua, pero no alma" O la leyenda de "la dama blanca", noble asesinada por su marido tras ser descubierta haciendo el amor con uno de sus sirvientes. Sea como sea, las paredes del castillo Corvin deben de encerrar espeluznantes historias, y la imaginación del visitante puede recrearlas a lo largo de tétricos salones, celdas, capilla o salón de baile, en un edificio con algunas zonas verdaderamente peligrosas (escaleras rotas, puertas que se abren al vacío) en las que resulta imprescindible seguir al pie de la letra las instrucciones de prohibido el paso que vamos encontrando.

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A punto de salir, vemos con asombro que en unas dependencias del castillo se anuncia una exposición de reptiles, y decidimos visitarla, previo pago de una nueva “taxa”, por supuesto. No sé si el lugar presenta las condiciones adecuadas para albergar a esos animales, pero el caso es que allí se exhibe una buena colección, que vemos con prisa debido a lo avanzado de la hora. Desde las almenas del castillo, Hunedoara ofrece el espectáculo de su reciente pasado industrial. Y recordando la decadencia de la ciudad, una no puede dejar de pensar que, a pesar de las sangrientas leyendas, es posible que, en 159

Hunedoara, cualquier tiempo pasado haya sido mejor que el actual...

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Desde Hunedoara a Resita, la carretera atraviesa un paisaje precioso. Hay poco tráfico, pero incluso en esas condiciones favorables, nadie nos salva de las ya habituales situaciones de peligro. Ante la necesidad de llegar temprano a la cita con los compañeros del instituto rumano, pasamos de largo ante las prometedoras ruinas dacias de Sarmizegetusa, que quedan cerca de nuestro recorrido.

Resita es una ciudad grande, capital del condado de Caras-Severin. Como todas las ciudades industriales de Rumania, se ve envuelta en un halo de abandono y deterioro. La industria siderúrgica tuvo un gran desarrollo durante la etapa comunista, pero tras la caída del régimen, a partir de 1989, la producción, e incluso la población de la ciudad, entraron en regresión. A pesar de ello, Resita sigue siendo el

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segundo centro industrial de Rumania, y en los últimos tiempos parece haber conseguido inversiones de capital extranjero que pueden llevarla a una esperanzadora recuperación.

Hoy por hoy, llama la atención lo envejecidos que se ven los edificios y vehículos, algo que se repite en todas las ciudades medianamente grandes que visitamos. Tras detenernos a preguntar un par de veces, el Grup Scolar Industrial Alexandru Popp no resulta difícil de encontrar. Se encuentra en un recinto cerrado que comparte con la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales. El edificio, grande y algo desvencijado, muestra visibles signos de estar siendo rehabilitado, pero la entrada y los pasillos resultan en principio bastante deprimentes.

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Nos recibe una de las profesoras que ya conocemos de anteriores reuniones, quien nos hace pasar al despacho anexo a la Secretaría. Allí nos encontramos con otros compañeros conocidos, intercambiamos algunos regalos y tomamos zumo y pasteles. Nuestro interés se centra en visitar las dependencias del instituto, y a ello dedicamos el resto de la mañana. El centro ofrece los mismos contrastes característicos de toda Rumania.

Las aulas son amplias, pero en general destartaladas, excepto en aquellos lugares que han sido arreglados, como las salas de ordenadores o la de profesores, que ofrecen un aspecto francamente bueno. Cada profesor dispone de un aula para sus clases, y debido a ello cada una se va llenando de detalles personales, como fotos, cuadros, plantas e incluso manteles que decoran las mesas y ofrecen un toque de color algo extravagante. Hay aulas en las que prima el desorden, otras en las que se almacenan dispositivos tecnológicos, y una biblioteca fascinante con agradable olor a libros antiguos y una bibliotecaria volcada en su conservación. 163

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El mobiliario es bastante antiguo, pero las puertas son nuevas. Hay suelos estropeados y paredes renovadas recubiertas de madera. Cortinas de encaje en los pasillos y grandes cortinones en las aulas, unos servicios desvencijados, semáforos que sirven de complemento a las clases en las que se enseña a conducir, una secretaría que parece un vergel, y en la que incluso crece un limonero con algunos frutos en sus ramas.

En la sala de profesores, las maquetas de puentes realizadas durante los años en que han participado en el proyecto que nos lleva hasta allí, forman una pequeña exposición que se completa con un panel informativo.

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Hay pocos alumnos, ya que se acerca el final del curso y los exámenes hace días que han terminado. En algunas clases el ambiente es algo festivo, los chavales llevan regalos a los profesores, con gran profusión de flores y plantas, y beben refrescos en un ambiente relajado. No tienen un aspecto muy diferente a los alumnos españoles, y posan de buena gana para nuestras cámaras. La mayoría del profesorado son mujeres, a pesar de ser una escuela técnica, cosa que no es habitual en España para centros con este tipo de estudios. Todos nos reciben con amabilidad, mostrando con orgullo los trabajos de sus alumnos o las carpetas en las que recogen los exámenes realizados.

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En general, el ambiente parece agradable, tanto en la relación de alumnos con profesores como entre estos últimos. Hace falta quizá una gran inversión económica para que el instituto recupere parte de la grandeza que sin duda 167

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tuvo hace muchos años, pero si dejamos a un lado el deterioro del tiempo y la falta de recursos, hemos de reconocer que al menos disponen de unas instalaciones y una amplitud que ya quisiéramos para nuestro centro español, masificado al límite.

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18 La Reserva Natural de la Fuente

Bigar La lluvia en Resita es tan intensa que en media hora se inunda la calle, y a duras penas conseguimos sacar el coche del aparcamiento. A pesar de ello, emprendemos camino hacia Baile Herculane, sin alterar para nada el programa previsto. Saliendo de la ciudad, la tormenta nos ofrece un espectáculo algo sobrecogedor, lo que nos lleva a decidir que, digan lo que digan los rumanos, nosotras no vamos a internarnos en el monte bajo esos relámpagos. La primera parada, sin embargo, no parece ser para dar un paseo por el bosque, así que de momento decidimos callar nuestros reparos y seguirles la corriente. Nos llevan a casa del hermano de una de las profesoras, Dana. Él no está, pero su mujer ha preparado café y pastas, que tomamos en una bonita cabaña de madera. Con los rumanos, y a pesar de la variedad de idiomas utilizados y del guía que traduce, nunca llegamos a tener nada claro, pero parece ser que el hermano de Dana nos espera esa misma noche en Baile, para cenar una barbacoa. De momento, aceptamos la copa de tuica que nos ofrecen, ya que ésta es la bebida alcohólica tradicional de Rumania, y a pesar de su elevada graduación nos parece que sería un desprecio por nuestra parte rechazarla. El café se toma solo, apenas rebajado con esos pequeños envases de leche que se parecen a los que suelen dar en los aviones, y a veces resulta asombrosa la cantidad de este brebaje que un rumano es capaz de ingerir en un día.

A la puerta de la casa, y tal como ya habíamos visto en Starchiojd, la gente deja el calzado de plástico que utiliza para la huerta y los caminos de alrededor, supongo que para no ensuciar las alfombras que cubren prácticamente todo el suelo.

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Durante el tiempo que dura la visita, la tormenta se aleja. Sigue estando muy nublado, pero ya no protestamos cuando paramos en la reserva de la Fuente Bigar, en la zona

de Bozovici. En esta región se encuentra la confluencia de los ríos Minisului y Nera. Por el punto concreto en que nos encontramos pasa el paralelo 45, tal como indica una señal junto a la carretera. Aunque no tenemos información sobre el lugar, disfrutamos del corto paseo por la ribera del río, en un tupido y sombrío bosque, hasta unas pequeñas cascadas, de las cuales parece salir una conducción de agua canalizada.

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19 Eftimie Murgu

La carretera atraviesa pueblos muy pequeños, en los que sólo vemos mujeres mayores a los lados de la carretera. Esta zona sombría, de ríos caudalosos, carros tirados por vacas y “palleiros”, me recuerda más que nunca la Galicia de mi infancia. Hay tramos de asfalto prácticamente destrozados, y cuando ya parece imposible seguir adelante, los coches paran en Rudăria, perteneciente al municipio de Eftimie Murgu (localidad que lleva el nombre de un político rumano), y que atesora una serie de molinos de agua en un paisaje realmente impresionante.

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Pequeñas pasarelas de madera permiten el acceso a ambas márgenes del río, por el que baja con fuerza la

corriente de agua. El lugar, salvajemente romántico, recuerda el escenario de un cuento de hadas, un sueño. Sin embargo, parece haber sido abandonado por casi todos, y me queda la sensación de que debe haber mucha morriña en esos emigrantes desperdigados a saber por dónde, porque tiene que ser imposible no echar de menos un lugar así.

La explotación de estos molinos del Valea Almăjului se remonta al siglo XIII, existiendo documentos del año 1241 que hablan de su existencia. Las pequeñas cascadas de agua tienen una altura media de unos 700 mm, y los molinos funcionan a base de un sistema hidráulico denominado “Ciutura”. El parque de molinos de Rudaria es el más grande de todo el sur europeo. Cuenta una de las muchas leyendas del lugar, que quien pase la noche en uno de los molinos puede despertar más joven, pues la rueda del molino, cuando muele en vacío,

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va moliendo el tiempo hacia atrás. Quizá sea por ello que Eftimie Murgu deja en el viajero tanta nostalgia, y esa inevitable sensación de paraíso perdido...

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20 Baile Herculane

Cuenta la leyenda que Hércules, cansado, paró en el valle del Cerna para darse un baño. No debió de irle mal la experiencia, porque el Balneario de Herculane fue conocido en todo el imperio romano mientras duró la dominación de la Dacia. El descubrimiento de las facultades curativas de sus aguas llevaron a los romanos a denominar al lugar "Ad Aguas Herculi Sacras", de donde derivó el nombre posterior de la ciudad. La estatua en bronce de Hércules preside el centro urbano desde el año 1874, testigo del esplendor que alcanzó el balneario hasta la Segunda Guerra Mundial, y de la posterior decadencia que aún hoy en día se palpa en la ciudad.

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Durante la ocupación del Imperio Austro-Húngaro, Baile Herculane fue la estación de moda, bajo el auspicio de los emperadores Francisco José y Sissi, que la visitaban con asiduidad. Paseando por sus calles no resulta difícil imaginar aquellos tiempos. El eco de los valses parece flotar entre los muros desconchados, y la elegancia del pasado, a pesar de su deterioro, se eleva por encima de la mediocridad que domina las nuevas construcciones que bordean la ciudad, de colores chillones y evidente mal gusto. Quien tuvo retuvo, y la ciudad balneario clama a gritos por una rehabilitación que tan sólo parece asomar tímidamente en algunos edificios. Necesita una gran inversión, pero el potencial turístico del lugar resulta impresionante, y resulta increíble que aparentemente nadie lo haya tenido en cuenta en los últimos tiempos.

En un paisaje idílico, bajo los montes Domogled, el caudaloso río Cerna circula a través de la ciudad. Hay quince

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fuentes medicinales y termales, que se utilizan en el tratamiento de afecciones reumáticas, nerviosas y nutricionales. Junto a una de las fuentes, una lápida de mármol indica la composición del agua, así como el largo listado de enfermedades para las que está indicado su uso, y las contraindicaciones correspondientes. En los alrededores hay piscinas, tanto cubiertas como al aire libre, y un continuo trasiego de gente, sobre todo de edad avanzada, no deja lugar a dudas de que el balneario tiene una gran aceptación en la zona.

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Nunca llegamos a saber exactamente el plan previsto para nuestra visita a Baile Herculane. De entrada, se suponía que el alojamiento se iba a realizar en un apartamento propiedad de un amigo de nuestros compañeros rumanos, pero nos encontramos con una especie de complejo supuestamente destinado a la formación profesional de desempleados. Por supuesto, nadie da explicación alguna, y todo hemos de deducirlo de una placa colocada en el lateral del edificio. No sé si aquello se usará para fines oficiales, pero desde luego el grupo de profesores parece conocer el lugar de haberlo utilizado en numerosas ocasiones. Alrededor de un patio central, nos reparten en una serie de pequeños apartamentos consistentes en dos habitaciones y un cuarto de baño. Hay también una cocina y un comedor comunitario, situados aparte. La impresión que tenemos es la de que el sitio se usa más para el disfrute vacacional que para otra cosa. Nada más dejar el equipaje, nos dirigimos por una estrecha carretera a lo que entendemos debe de ser la casa del hermano de Dana, el marido de la chica que horas antes nos ofreció el café y la tuica. Allí nos prepararán una estupenda barbacoa en el jardín. La casa no es de él, ya que realmente es una vivienda perteneciente al organismo que se ocupa del mantenimiento de aquellos bosques. El hermano de Dana es guardabosques, y de nuevo tenemos la sensación de que la casa la utilizan con frecuencia para su uso personal, dada la soltura con la que todos parecen moverse por allí. El sitio es una maravilla, balcones llenos de flores, jardines bien cuidados, un cenador de madera en el exterior... todo bajo el monte Domogled y en un ambiente de lo más bucólico.

Damos un corto paseo por los alrededores, donde hay una gran piscina pública, de aguas medicinales, en la que a esa hora ya no hay nadie. Sin embargo, una música pachanguera a todo volumen estropea por completo el ambiente, y no tardamos en salir huyendo de allí. La barbacoa es abundante, todo a base de filetes de cerdo y mititei, buena cerveza y un pan estupendo. Tras la comida, y a pesar de nuestro evidente cansancio, la sobremesa se eterniza. La conversación es completamente ajena a nosotras, y hasta el guía se queda medio dormido escuchando a los rumanos hablar de sus cosas. Mis compañeras optan por levantarse de la mesa "a mirar las estrellas", y yo me quedo allí como una pánfila preguntándome de qué demonios se reirán tanto... De vuelta al apartamento, a mí me toca dormir en un espantoso sofá rosado, aunque cómodo, sobre una no menos horrible moqueta rosa. Me ofrecen un juego de sábanas a estrenar, pero el edredón, rosa por supuesto, que me traen,

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huele tan fuertemente a humedad que no se me pasa por la cabeza colocarlo sobre ellas. Pesa tantos kilos que me cuesta arrastrarlo hasta unas sillas que hay en el cuarto, lo más lejos posible de mis narices. No hay almohada, así que decido utilizar como tal una bolsa de plástico rellena de ropa, a la que ajusto como puedo la funda de almohada. Pienso que quizá no consiga dormir, pero tras la ingestión de la correspondiente pastilla de dormidina y unas horas de lectura, me vence el sueño. Amanece y el sol se cuela de lleno por las ventanas, junto al ruido de la calle por la que circulan coches y personas desde una hora muy temprana. En el baño tenemos ducha, aunque resulta imposible ducharse sin encharcar el suelo por completo. El papel higiénico habremos de comprarlo después. Afortunadamente, llevamos una buena carga de pañuelos de papel... El desayuno es pantagruélico, con abundancia de embutidos, quesos, huevos, pan, mantequilla, tomate y el fuerte café solo que toman habitualmente y que además cargarán en termos para seguir tomándolo el resto del día.

El puente más importante de Baile Herculane ya lo habíamos visto en una de las maquetas de Resita. Es el puente General Dragalina, llamado así en memoria de un importante militar rumano nacido en 1887 en la cercana localidad de Caransebes. La construcción de este puente sobre el Cerna es anterior, ya que fue levantado en el año 1864. De piedra y con una pequeña barandilla metálica, su principal característica es la galería acristalada y cubierta por la que circulan los peatones, pegada a uno de los viejos balnearios de la zona, hoy abandonado.

Ese pequeño paseo por los alrededores del puente nos deja con ganas de conocer un poco mejor la ciudad, así que al atardecer, tras volver de la excursión que nos habían organizado, decidimos salir a dar una vuelta por nuestra cuenta. Con la mala excusa de tener que llamar por teléfono, y a pesar de que a escasos metros del alojamiento hay una cabina, desaparecemos por un par de horas. En ese momento del día, la calle es un bullicio de gente que va y viene a los baños, compra recuerdos en puestecillos ambulantes, o disfruta de una cerveza en alguna de las terrazas del centro. Damos un largo paseo cruzando de vez en cuando alguno de los puentes que salvan el río Cerna. Toda la ciudad huele al agua sulfurada de los manantiales de agua caliente, y en las fuentes la gente se remoja sin pudor alguno. Aprovechamos para comprar unos CDs de música serbia y de una música popular, de baja calidad pero que suena por todas partes, el "malene", de la que todos hablan

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con algo de desprecio pero que a nosotras nos parece bastante representativa de lo que por allí se escucha.

Tras comprar cervezas y unos rollos de papel higiénico en un pequeño supermercado, volvemos a los apartamentos. Nuestra escapada nos cuesta quedarnos sin cenar, pero tampoco nos importa demasiado, teniendo en cuenta que a comer nos habían llevado después de las cinco de la tarde. Mientras los rumanos se van a dar un baño, nosotras nos quedamos sentadas en el patio, con Ioan, y damos cuenta de unas cuantas de las cervezas que habíamos comprado con idea de traerlas para España. Los frutos secos del Mercadona, inagotables y siempre en la mochila desde el principio de nuestro viaje, nos ayudan a llenar un poco el estómago mientras va llegando la hora de dormir.

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21 Podul lui Dumnezeu

La salida habitual desde Baile Herculane a Baia de Arama está cortada por los destrozos que ha causado la lluvia del día anterior. Hemos de dar un rodeo hasta retomar la carretera habitual. Ésta vuelve a ser una ruta estrecha y llena de curvas, en la que a pesar de ello el adelantamiento parece estar generosamente permitido. Nuestro guía tiene día de descanso, así que nos repartimos en los dos coches que llevan los profesores rumanos. El que nos toca a mi compañera Isabel y a mí es el más viejo, y su conductora le hace pegar tales brincos que se diría va a despegar en cualquier momento. Así que se agradece la primera parada, muy cerca aún de Baile, para admirar el bonito paisaje del lago que forma el Cerna en ese lugar.

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La carretera, en algunos lugares del recorrido, se ha desplomado, y donde las obras son imprescindibles hay que hacer cola durante un rato. Los rumanos aprovechan para sacar el termo de café que siempre llevan encima, pero a nosotras el sofocante calor sólo nos anima a beber algo fresco. Pienso además que ya bastante nos altera los nervios la carretera, y si a eso le sumamos algo de cafeína no quiero ni pensar en qué estado podemos terminar.

El paisaje sigue recordando a Galicia, el valle es idílico y verde, pero la maldita carretera, los continuos baches y los saltos y frenadas que vamos dando, hacen desear que aquello acabe de una vez.

El asunto termina antes de lo que pensábamos, porque de repente la conductora para el coche en medio de un intenso olor a quemado. Y aunque lo único que sueltan ella y su copiloto es una retahíla de frases en rumano, Isabel y yo somos las primeras en bajarnos a toda mecha, por si acaso. Parece ser que el problema no pasa de un fuerte

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recalentamiento debido al abuso de los frenos, pero nosotras nos mantenemos a una distancia prudencial, al menos hasta que paran el motor.

Hay que esperar, pero afortunadamente al borde del camino hay una vieja caseta de madera con una mesa y sus correspondientes banquitos delante de ella. Así que, cual extraños okupas campestres, entramos allí y pasamos el rato bebiendo, unos café y otros limonada, hasta que la cosa se va enfriando y podemos continuar el viaje. Tras atravesar por carretera la localidad de Baia de Arama hay un pequeño desvío hacia Ponoarele, donde vamos a visitar un puente natural de piedra, el Podul lui Dumnezeu. En esta zona cárstica, uno de los mayores atractivos es un original puente natural, del que se dice es el más grande de Europa de sus características, con 60 m de longitud. Lo más llamativo es que forma parte de la carretera y el tráfico circula sobre él sin ninguna dificultad.

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Junto a él, la Pestera de la Ponoarele se hunde en una gran sima ocupada por cinco mil metros de galerías en las que sólo un experto espeleólogo se adentraría sin problemas.

Nos asomamos al inicio de la cueva, pero la oscuridad y la baja temperatura nos arrancan un escalofrío.

Se está mejor afuera, donde la primavera se muestra realmente espléndida. Son las dos de la tarde y el calor es sofocante, así que hacemos un alto en un pequeño bar situado junto al acceso a la hondonada en la que se encuentra la entrada de la cueva. Hay helados, por cuyo disfrute peleamos con unos cuantos perros del lugar, que nos han acompañado en la pequeña excursión. Son insistentes y pegan brincos intentando arrancarnos los helados de las manos sin el menor respeto, pero sin embargo se acobardan ante la amenaza de echarles por encima el contenido de un botellín de cerveza. Extraños perros estos de la Ponoarele, que no beben Ursus...

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22 El Danubio

El Danubio, el segundo río más largo de Europa, atraviesa Rumanía durante 1075 km, hasta desembocar en el Mar Negro, formando lo que se conoce como Delta del Danubio, Reserva de la Biosfera considerada Patrimonio de la Humanidad desde el año 1991. Acostumbrados a oir hablar del Danubio Azul, solemos asociar el río a otros lugares, no especialmente a Rumania, pero la mayor parte de su recorrido corresponde a este país, en el que delimita algunas fronteras naturales, principalmente con Bulgaria. Sus orillas han sido testigos de algunos de los más duros enfrentamientos bélicos de los últimos años. La parte que nosotros recorremos muestra la frontera con Serbia. Los montes serbios se encuentran tan cercanos que no resulta difícil imaginar la masiva huída de refugiados que llegaron a Rumania durante el conflicto de los Balcanes En la actualidad, la mayor parte del tráfico que circula por el Danubio ya no es comercial, sino turístico, siendo frecuentes las excursiones en barco a lo largo del delta, para disfrutar de la belleza del paisaje y la fauna. Lejos aún de la desembocadura, la zona que atravesamos parece mucho más industrializada, sobre todo por la presencia de una gran central hidroeléctrica en la que visitamos un pequeño museo, que curiosamente está dedicado en su mayor parte a explicaciones y objetos etnográficos.

La carretera atraviesa el desfiladero que se conoce como Portile de Fier, hasta llegar a la bonita localidad de

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Orsova. Se hace largo el río, quizá porque hemos sobrepasado ampliamente la hora de la comida sin haber probado bocado. Por eso se agradece la llegada al merendero donde por fin, y aunque sea a la intempestiva hora de las cinco de la tarde, conseguimos comer. La comida no es muy buena, pero el emplazamiento, en una terraza sobre el río, resulta inmejorable. Yo me limito a mi habitual ensalada de tomate (rosi) y queso, en este caso rosi cu telemea, un delicioso queso de vaca. La mayoría de los rumanos se inclinan por la no menos habitual ciorba, aunque en vez de la deliciosa sopa de verduras que he probado en otras ocasiones, a ellos les encanta la ciorba de burta, hecha a base de lo que parecen callos, y de aspecto menos apetitoso que la anterior. Enfrente, algo lejana ya la parte serbia, el río se curva y las montañas pertenecen de nuevo a Rumania. En ellas destaca un diminuto monasterio cuyos tejados brillan al sol, y que luego visitaremos: Manastirea Sfânta Ana.

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23 Manastirea Sfanta Ana

El Monasterio Santa Ana se encuentra situado en lo alto de la colina Dealul Mosului, dominando la ciudad de Orsova y sus alrededores, en las orillas del Danubio. No es un edificio antiguo, ya que fue levantado por Pamfil Seicaru, periodista que luchó como subteniente durante la Primera Guerra Mundial. Con ello quiso agradecer a Dios el hecho de haber salvado la vida tras haber sido enterrado en ese mismo lugar por la explosión de un obús. El monasterio está dedicado a la memoria de la muerte de Santa Ana, que allí se conmemora cada año el 25 de julio.

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El edificio fue construido entre 1936 y 1939, siguiendo el estilo de las viejas iglesias de madera, con la capilla en el centro y las celdas en los laterales. Los frescos

originales se conservan tan sólo en la parte del campanario. Durante la dictadura comunista, el monasterio fue utilizado sucesivamente como sanatorio antituberculoso, centro vacacional y turístico, pasando la iglesia a ser primero un bar y luego la recepción de un motel. Junto al monasterio se edificó un gran restaurante, que después de 1993 pasó a formar parte de las instalaciones religiosas.

La nueva consagración de la iglesia se efectuó en 1990, y entre los años 1993 y 1997 se realizaron los trabajos de restauración que permitieron reconstruir las pinturas murales, siendo ampliadas en el año 2000 las zonas destinadas al alojamiento de las monjas. Aparcamos el coche en la explanada situada a la entrada del complejo. Ante lo que sin duda fue el restaurante, llama la atención una enorme acumulación de troncos de madera. El lugar, ya desde un principio, enamora al visitante con su luz, el silencio o las flores que decoran con profusión todo el recinto.

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Debe de haber bastantes monjas en el monasterio, pues se las ve ir y venir constantemente por todas partes. 197

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Hay dos en el jardín, trasplantando unos cactus. Nos observan un rato y, entre risas, nos piden que sigamos hablando, divertidas al ver que "hablamos como en las telenovelas" La televisión rumana ofrece muchas series sudamericanas en versión original, con subtítulos, y por eso el español no resulta del todo desconocido allí. Una monja mayor nos observa con el ceño algo fruncido, mientras sus compañeras le regalan a Isabel un esqueje y acceden encantadas a dejarse fotografiar con ella. El ambiente parece relajado y tranquilo, y bajo sus ropajes largos y oscuros se diría que son la viva imagen de la felicidad. En el exterior, las flores y la luz son las protagonistas absolutas. Por eso sorprende tanto la penumbra de la iglesia, donde algunos fieles rezan con gran recogimiento mientras las monjas entran y salen a través de las puertecillas situadas en el interior. En los monasterios ortodoxos las oraciones se hacen de rodillas, reservándose los escasos asientos disponibles para las personas ancianas. Las ceremonias son mucho más largas que las católicas, pero la asistencia es masiva y a ellas acuden creyentes de todas las edades. Bordeamos el exterior de la iglesia, no sin antes encender sendas velas a los vivos y muertos, mientras la monja encargada de recoger los donativos nos observa con curiosidad. Toda la iglesia está rodeada de una balconada de madera cuajada de flores, desde la que se disfrutan unas impresionantes vistas del río.

Todo es orden y limpieza en Santa Ana. A esas horas de la tarde, el silencio se rompe con extrañas melodías que las monjas improvisan por medio de sencillos y primitivos

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instrumentos de madera. Una de ellas se acerca por el jardín hasta la iglesia, y aunque estoy segura de que no va a inmutarse si disparo la cámara, no me parece correcto captar esa imagen, y me limito a escuchar el sonido que sale de sus manos y, sin duda, de lo más hondo de su interior. Llega el momento de abandonar el lugar. Como recuerdo, nada mejor que una sencilla cruz que llevaremos colgada al cuello el resto del viaje, quizá para no olvidar la contagiosa alegría de las monjas de Orsova y su vida entre flores.

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24 Horezu

Terminado el encuentro con los compañeros rumanos, el camino de vuelta a Bucarest ha de ser forzosamente mucho más directo que a la ida. Sabemos que nos espera un pesado viaje, no tanto por los kilómetros, que no son muchos, como por el estado de las carreteras y la imprudencia de los conductores. Aún así, hacemos una pequeña parada en el mismo punto donde el Cerna forma el hermoso lago que ya nos enseñaron anteriormente. Recorremos de nuevo la zona de Baia de Arama, en una ruta llena de curvas pero afortunadamente muy poco concurrida, y esta vez ya en nuestro coche habitual, que no se recalienta en el intento.

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Nuestro guía-conductor no parece hoy de muy buen humor, alguien le llama continuamente al móvil y da la impresión de mantener una discusión constante. Proponemos hacer un pequeño descanso para que tome al menos un café, pero él insiste en continuar hasta Horezu, ciudad famosa por su cerámica y por un monasterio declarado Patrimonio de la Humanidad. La visita al monasterio no llegamos a llevarla a cabo, a pesar de que insistentemente preguntamos por él varias veces. Ioan tiene una manera muy peculiar de no entender lo que no le conviene, y aunque rumano, domina perfectamente la técnica de hacerse el sueco, así que en este caso no hay forma de que se dé por enterado de nuestros deseos (tampoco resulta extraño que a estas alturas del viaje esté cansado, el trabajo que realiza resulta bastante agotador) Sí, en cambio, nos detenemos un momento en un pueblo de la carretera y nos acercamos a otro monasterio, encontrando sus puertas cerradas. Nos contentamos con hacer algunas fotos del exterior, mientras comentamos el hecho de que allí haya tantos negocios de peluquería, para mujeres y hombres.

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Sin más, continuamos hasta encontrar una serie de puestos de venta de cerámica, situados uno tras otro a ambos lados de la carretera. La ciudad tiene unos siete mil habitantes, y es bastante famosa su Feria Anual de Cerámica, a la que concurren artesanos de todo el mundo. La artesanía de la arcilla en Horezu sigue realizándose con técnicas seculares. La arcilla procede de una colina cercana, y con ella se hacen primero unas bolas grandes que luego se irán partiendo y limpiando con enorme cuidado.

Una vez torneado el recipiente, se le aplica un ligero barniz de fondo, sobre el que se pintan los motivos ornamentales. En estos objetos predominan los rojos, marrones y verdes, procedentes los primeros de una aldea cercana, mientras que el verde se obtiene del cobre.

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Los adornos se pintan con dos instrumentos

especiales, el cuerno de vaca (que se rellena de pintura) y la canilla (especie de pluma de ganso a través de la cual fluye la pintura desde el cuerno) Los cuencos se dejan secar antes de introducirlos en un horno tradicional, hecho con ladrillos de arcilla y pequeñas ramas. Luego se cubren con otro material que se convierte en esmalte en una segunda hornada. Los motivos siguen siendo los tradicionales: espirales, estrellas, peces, la serpiente de la casa, el árbol de la vida, la línea ondulada, las espigas de trigo o los círculos concéntricos. El método con el que se realiza la pintura se denomina "jiravirea", y con él se combinan colores y espirales hasta obtener multitud de modelos diferentes. Hay allí tal cantidad de piezas, y los precios son tan buenos, que lamentamos enormemente llevar las maletas llenas y no poder hacer acopio de todo tipo de objetos. Sólo

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podemos cargar con algunos pequeños cuencos, y yo no resisto la tentación de comprar un par de jarritas diminutas hechas para beber tuica, y que algún día servirán para tomar un chupito de orujo gallego.

A instancias de una de las vendedoras, nos acercamos a uno de los talleres. Es un pequeño cuarto en el que sólo hay un torno, unas bolas de arcilla, unos cuencos con tintes, los instrumentos de pintar y unas sencillas estanterías donde secar las piezas. El horno se encuentra en el exterior, cerca de la puerta del taller. Viendo aquello, no queda duda alguna de que en Horezu, la cerámica, es de artesanía tradicional.

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25 Curtea de Arges

De camino hacia Curtea de Argeş paramos a comer en una ciudad bastante grande, Râmnicu Vâlcea, capital del distrito de Vâlcea. Tras un pequeño malentendido, conseguimos aclararle a Ioan que ese día nos corresponde la pensión completa, y que ha de ser él quien pague la cuenta del restaurante. Parece nervioso y malhumorado, además de no saber con certeza qué camino debe tomar para llegar a Curtea. El que elige es quizá el más corto, pero en algunos puntos la carretera está tan deteriorada que parece casi imposible avanzar por ella. Llueve intensamente hasta que por fin llegamos a la ciudad, bastante más temprano de lo previsto. El hotel, aunque en teoría tiene una categoría inferior a los anteriores, nos sorprende con un inesperado ascensor que ni siquiera llegamos a utilizar, siguiendo con la costumbre de dejar las maletas en el coche y subir a la habitación solamente una pequeña mochila con lo imprescindible para la noche. Aunque se trata de una de las ciudades más viejas de Rumanía, Curtea de Argeş no presenta en absoluto el aspecto propio de una ciudad turística. Fue fundada en el siglo XIII por el príncipe Radu el Negro, como capital del reino de Valaquia, y en ella se conservan algunas iglesias importantes, que por desgracia no llegamos a visitar en su totalidad. La Iglesia Real, Biserica Domnească, construida por Mircea el Viejo, monarca valaco que reinó entre 1386 y 1418, está conectada por una serie de catacumbas con una atalaya situada en una cercana colina. A la hora en que

emprendemos nuestro paseo por Curtea, la iglesia está ya cerrada, por lo que solamente podemos admirar su estructura exterior.

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La Catedral Ortodoxa se levantó en el siglo XVI, dedicada a San Nicolás, aunque se realizó una importante reconstrucción en el siglo XIX. Actualmente se están llevando a cabo obras en la fachada, que encontramos cubierta de andamios prácticamente en su totalidad. Es de estilo bizantino, en el que destacan los arabescos y cúpulas, de clara inspiración oriental. Frente a la entrada principal hay una pequeña capilla abierta, que consiste en una sencilla bóveda mantenida sobre cuatro pilares. La fachada de la catedral es de piedra caliza gris, mientras que el interior se ha construido con ladrillo enyesado cubierto con frescos.

La catedral ha sido objeto de numerosas leyendas. La más importante relata cómo Radu el Negro empleó a un arquitecto llamado Manole, amenazando de muerte a éste y a sus ayudantes si no terminaban la construcción de los muros. Manole, en un último intento por conseguir finalizar la obra, sugirió aplicar la antigua costumbre de enterrar a una mujer

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viva en los cimientos, proponiendo que la víctima fuese la primera que apareciese por allí a la mañana siguiente. Tuvo la mala suerte de que la que llegó fue su propia mujer, y fue obligado por sus compañeros (que habían tenido la precaución de avisar a sus familias del peligro) a sacrificarla. Cuando Manole y sus constructores dijeron al príncipe que algún día harían una catedral más grande, éste, para impedirlo, los encadenó a la cornisa del edificio. Ellos construyeron unas alas de madera para intentar escapar, pero fueron precipitándose a tierra uno a uno. Se dice que una pequeña fuente de agua marca el lugar donde cayó Manole.

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La catedral está prácticamente vacía, pero la mujer que vigila no deja de exigir el pago de la habitual “taxa foto”, además de las entradas correspondientes. La luz es tan escasa que en seguida me arrepiento de haberle pagado, pues allí no hay forma de hacer una foto en condiciones.

En el exterior, un gran jardín rodea el edificio, y en el mismo recinto hay otra iglesia, en la que sí hay gente rezando. Una especie de tenderete de recuerdos situado allí 211

mismo desentona bastante con la religiosidad de los fieles, que vuelven a sorprendernos por su juventud y recogimiento

Afuera, la gente enciende las velas destinadas a los vivos y a los muertos, pero otra gran tienda de motivos religiosos sigue restando espiritualidad al lugar, que no tiene el encanto de otros que hemos visitado.

El resto de iglesias están ya cerradas, lo mismo que una tienda de bordados a la que intentamos entrar. Sin embargo, frente al mercado, multitud de puestecillos ofrecen fruta de todo tipo, y acabamos comprando albaricoques y nectarinas, que habrán de completar la escasa cena que luego tomaremos en el hotel. Las tiendas son antiguas, pero hay un supermercado en el que adquirimos cerveza y unas galletas para llevar a nuestros compañeros de departamento como recuerdo del viaje. Terminamos el paseo bebiendo una estupenda limonada natural en una terraza medio cubierta, ya

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que a pesar de la llovizna que continúa cayendo, la temperatura sigue siendo muy agradable.

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26 El Castillo de Drácula

Aunque el de Bran se presente en términos turísticos como el castillo de Drácula, no hay ningún testimonio que lo vincule con él. El verdadero castillo de Drácula es una ciudadela en ruinas situada en el valle del Argeş: la Cetatea Poienari, sobre las montañas Făgăraş, a unos kilómetros de Curtea.

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La subida que lleva a las ruinas es fatigosa, por lo que sólo vale la pena realizarla si se ve recompensada con las maravillosas vistas que desde allí se disfrutan. Cuando nos despertamos, temprano como de costumbre, el cielo está gris y hay muy poca visibilidad, por lo que estamos a punto de

cambiar de planes y marchar directamente hacia Bucarest. Tras dudar unos minutos, decidimos acercarnos a Poienari, y según estén allí las cosas, subir a la fortaleza o verla simplemente desde abajo. Al llegar al lugar, sigue estando nublado, pero el cielo parece mostrar indicios de abrirse, y decidimos subir. La fortaleza, vista desde abajo, parece inaccesible, tanto que una duda de si será capaz de llegar hasta allá o tendrá que abandonar el empeño. Porque para llegar a esas ruinas, hay que subir la friolera de... 1480 escalones. Allá arriba, surgiendo por encima de un tupido bosque, la cetatea se levanta como si de un inmenso nido de águilas se tratase.

Los escalones, construidos durante la dictadura de Ceauşescu, están algo deteriorados, pero se suben con relativa facilidad, al menos al principio. Siguen más o menos el curso del antiguo sendero, aún visible, y atraviesan un

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bosque de cuento, en el que de nuevo resulta prácticamente imposible tener miedo. Probablemente de noche el lugar sea bastante más impresionante, pero lo que es de día sólo llama la atención por su belleza. La subida se hace interminable y las piernas empiezan a acusar el cansancio cuando aún queda más de medio camino por hacer. Se echa de menos algún indicador que avise de vez en cuando de cuántos escalones faltan, ya que los árboles impiden ver la cima de la montaña y no puedes hacerte una idea de lo que queda por subir. Mientras tanto, se va haciendo evidente que al Drácula de la leyenda no le resultaría muy difícil atacar a sus víctimas, ya que forzosamente llegarían al castillo completamente extenuadas. Lo raro es que al príncipe le apeteciese beber la sangre de alguien en esas condiciones, porque cuando llego arriba pienso que ya nada circula por mis venas...

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Afortunadamente ha salido el sol y la vista hace que la subida merezca la pena. Al ser aún temprano, no hay casi nadie, ni siquiera el encargado de cobrar la entrada y la “taxa-foto” (aquí no perdonan ni las alturas) ha llegado todavía. La fortaleza se reduce a unos cuantos muros semiderruidos, enlazados por pasarelas metálicas muy poco estéticas, pero sólo pensar en las dificultades de su construcción sobre la roca hace que se nos escape un gesto

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de admiración. Las ruinas se recorren en un momento, pero hay que demorarse en contemplar el paisaje, y asustarse cuando Ioan comenta que, una vez abajo, recorreremos una estrecha carretera que serpentea entre las montañas, camino del lago Vidraru, y que desde allí arriba, con sus curvas, parece imposible. Al otro lado, sin embargo, la explanada en la que hemos dejado el coche, junto a una central eléctrica, tiene un aspecto mucho menos peligroso.

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La ciudadela sirvió para guardar el acceso a Valaquia desde el norte, existiendo ya documentos de 1453 que la sitúan como punto de resistencia ante los turcos. Su construcción tuvo lugar en dos fases. En la primera, realizada durante el siglo XIII, se construyó la torre rectangular denominada Turnul-donjon, núcleo de la fortaleza, y en la segunda, ya en los tiempos de Vlad Tepes el Empalador, se levantaron los muros con torres semicirculares (mediados del siglo XV) Una tercera fase, de menor importancia, consistió en la construcción de las dependencias internas, hechas a base de ladrillos. Tras la muerte de Vlad Tepes, el castillo siguió siendo utilizado, hasta su abandono en la primera mitad del siglo XVI. Sus ruinas se mantuvieron hasta que, en 1915, como consecuencia de un terremoto, una parte del lado norte se derrumbó sobre el río. Se hicieron algunas reparaciones que las han mantenido en pie hasta la actualidad. No parece un lugar muy explotado por el turismo, quizá por la dificultad de su acceso, pero no deja de haber visitantes en ellas. Cuando bajamos, ya ha abierto el pequeño puesto que vende las entradas y algunas postales y folletos, y nos cruzamos con algunas parejas, grupos de chiquillos y familias que suben resoplando mientras nosotras sonreimos. No es fácil la bajada, los músculos ya van algo resentidos, pero ya se sabe que hacia abajo todos los santos ayudan, y no tardamos en realizarla. Abajo, y para que no se diga que faltan los contrastes habituales, la belleza de las flores compite con el abandono y suciedad de una especie de vertedero junto a una caseta de madera con un agujero en el suelo que se ofrece como baño público muy poco recomendable. Quedémonos con la flor, el aire limpio allá en lo alto, y la leyenda de Vlad.

Con eso basta ...

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27 Lacu Vidraru

El lago Vidraru se encuentra a pocos kilómetros del castillo de Poienari. Para llegar hasta él hay que recorrer una estrecha y serpenteante carretera de montaña, con unos puentes que parece imposible puedan mantenerse en pie. Sin embargo, ahí están, una más de las obras de ingeniería impulsadas por Ceauşescu en la etapa comunista. Dice Ioan, que hoy ha recobrado su habitual amabilidad, que la dictadura reclutaba miles de soldados para destinarlos a este tipo de construcciones, y que no pocos de ellos murieron en ellas. Aunque lo intentamos, no conseguimos que nos cuente cómo fue su juventud en aquella época, tan sólo nos dice que él no realizó ese tipo de trabajos.

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Esta carretera, de la que nosotros sólo recorremos una pequeña parte, recibe el nombre de Transfăgărăşan (ya que atraviesa las montañas Făgărăş, las más altas de los Cárpatos) Fue construida entre 1970 y 1974, tras la invasión de Checoslovaquia por la Unión Soviética. Ceauşescu quiso con ella asegurar un acceso militar rápido entre Transilvania y Valaquia, en caso de que fuera necesario responder ante una invasión semejante. La realizó con un elevado coste económico y humano, pero nadie puede negar que el resultado sea espectacular.

El camino suele estar cerrado entre octubre y junio, incluso en otras épocas del año, debido a la nieve que lo cubre, pero en los meses que resulta transitable representa una importante atracción turística y deportiva. Es la carretera con más túneles y viaductos de toda Rumania. Hay que atravesar unos cuantos hasta llegar al lago artificial, impresionante por su enorme tamaño, lo mismo que la presa

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que lo origina, con una vertiginosa altura de 166 m. Fue construida en el año 1965, sobre la roca, con objeto de producir energía eléctrica a partir de las aguas del río Argeş . La longitud de su arco es de 305 m y acumula un total de 465 millones de metros cúbicos de agua. La media de la producción de energía es de unos 400 GWh al año.

El lago muestra una apacible superficie bajo el sol de la mañana. Su superficie total es de 3930000 metros cuadrados, con una longitud de 10,3 km y una anchura máxima de 2,2 km en la zona de Valea Lupului, dimensiones enormes que hacen pensar en la magnitud de los trabajos llevados a cabo durante su construcción.

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Ésta duró cinco años y medio, siendo necesario excavar 42 km de túneles subterráneos y 1768000 metros cúbicos de roca. Se emplearon 930000 metros cúbicos de hormigón y hubo que instalar 6300 toneladas de equipos electromecánicos. No es de extrañar que la gente se acerque a admirar semejante obra, ni que un escalofrío te recorra la piel cuando te asomas al abismo del dique. Quizá una escultura de lo que parece ser un soldado, visible en lo alto de la montaña, sea un homenaje a esos muchachos que dejaron la vida en esas montañas, obligados a trabajar para el estado comunista. Hoy es un lugar tranquilo, visitado por algunas parejas y familias que disfrutan del paisaje. No tenemos la suerte de encontrar a alguien practicando el Bungee Jumping desde la plataforma situada a 166 m de altura sobre el abismo. Esta actividad consiste en saltar sujetos a una cuerda elástica que sube y baja mientras la energía lo permita. Un

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letrero en rumano avisa de lo peligroso que puede ser el intento, al tiempo que ofrece unas escuetas instrucciones para el salto, y especifica que la zona tiene carácter militar, siendo necesario para utilizar la plataforma un permiso de las autoridades correspondientes. Un deporte, desde luego, no apto para cardíacos, pero que sin duda tiene sus adeptos.

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28 Bucuresti

Al dejar atrás el lago Vidraru, sabemos que ya lo único que queda es el viaje hasta Bucarest. Hace mucho calor, y aprovechamos una breve parada en Curtea de Argeş para comprar unos refrescos en la gasolinera. Allí, en un pequeño taller, Ioan habla con un mecánico para que le arregle la puerta del coche, dándose la casualidad de que el hombre es de su misma región y no le cobra por ello. La carretera y el tráfico siguen siendo caóticos y terroríficos, así que vamos soñando con la autopista prometida que, según nos han dicho, nos llevará de Piteşti a Bucarest. Por el camino, pasamos cerca de las colinas donde se obtiene la famosa tuica y nos despedimos de la Rumanía rural que durante tantos días hemos estado recorriendo.

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Piteşti es la capital del distrito de Argeş, y al cruzarla se hace evidente su importancia comercial e industrial, ya que da la impresión de ser una de las ciudades de mayor pujanza económica en la zona. Quizá contribuya a ello el hecho de que allí está ubicada la fábrica de automóviles Dacia Renault, los más abundantes en el país.

Su importancia como enclave comercial y cruce de caminos motivó su desarrollo a partir del siglo XIV, siendo una de las sedes temporales de los monarcas de Valaquia. A mediados del pasado siglo, durante la etapa comunista, su prisión fue el centro de reeducación elegido por la dictadura para los detenidos políticos, llevándose allí a cabo espeluznantes experimentos psicológicos destinados a destruir la personalidad de los prisioneros y fomentar el odio entre ellos y la sumisión al partido.

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Desde Piteşti, y en medio de un tráfico infernal, tomamos la autopista hacia Bucarest, pero ello no implica la llegada de la ansiada tranquilidad, pues el tráfico, ahora a grandes velocidades, sigue siendo tanto o más peligroso que por las pequeñas carreteras. La montaña va dando paso a una gran llanura que se extiende hasta la capital, y en la que llaman la atención las numerosas torres de extracción de petróleo que vemos en funcionamiento.

(Fotografía de F. Vecina)

Llegamos a Bucarest casi a la hora de comer, parando en las afueras porque Ioan ha recibido instrucciones de avisar desde allí a la dueña del supuesto "apartamento de lujo" en el que dormiremos esa noche. Hartos de esperar respuesta a una serie de llamadas en las que sólo podemos ponernos en contacto con un subordinado que no sabe nada del asunto,

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decidimos adentrarnos en la ciudad para buscar un lugar donde comer, cerca de donde le han explicado anteriormente que debemos ir. Por el camino se produce la llamada, y quedamos en vernos con un chico que nos entregará la llave. La entrada en el centro es de locura, incluyendo un cruce de carreteras principales en el que se han estropeado los semáforos y que consiste en un sálvese quien pueda que me recuerda un viejo video que circula por internet, y que desde ese momento dejaré de considerar un montaje increíble, ya que lo que allí veo no es más exagerado que lo de esa grabación. Nos perdemos una y otra vez, pasando varias veces por el mismo sitio, cruzando las orillas del río Dâmboviţa hasta dar con el lugar adecuado. El chico está allí, pero sin las llaves, ya que el apartamento no estará limpio hasta dentro de un par de horas. No queda otro remedio que esperar, y para ello entramos en un restaurante cercano, donde la factura parece desorbitada si la comparamos con las comidas que hasta entonces hemos hecho. Cuenta la leyenda que el nombre de esta ciudad procede de Bucur, que en rumano significa "alegre", por lo que Bucureşti vendría a ser algo así como "la ciudad de la alegría", pero no es ésa precisamente la impresión que produce al visitante. Con un centro histórico prácticamente destruido en la etapa comunista, la capital es una extraña amalgama de edificios deteriorados en los barrios y otros aparatosos cuyas extravagantes dimensiones nos recuerdan la evidente megalomanía del dictador Ceauşescu. Resultan increíbles en ese país avenidas inmensas de varios carriles por sentido, una fuente kilométrica o la Casa del Pueblo, hoy Palacio del Parlamento, que es el segundo edificio civil más grande del mundo, después del Pentágono.

La zona en que nos encontramos está muy céntrica y los edificios en bastante buen estado, con fachadas que se repiten y que Ioan asocia con una arquitectura que por lo visto es muy frecuente también en Corea. Hacia las cinco, nos dirigimos por fin al apartamento, pero entonces comienza una interminable espera hasta que el chico consigue abrir el portal, con una tarjeta electrónica que sólo funciona si se coloca sobre una superficie de un modo determinado, modo que evidentemente él desconoce. Siguiendo las instrucciones que alguien le da por móvil, la puerta termina por abrirse, quedándonos serias dudas acerca de la oportunidad de salir a dar un paseo más tarde, no vaya a ser que tengamos que dormir en la calle.

La escalera del apartamento es, con mucho, lo más tétrico que he visto en Rumania. Oscura y sucia, da la

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impresión de que nadie haya pasado por ella en siglos, por ello nos sorprende abrir la puerta y encontrarnos con un apartamento luminoso y bien arreglado, aunque la larga limpieza a la que aparentemente debería haber sido sometido no haya sido del todo efectiva. Hartas, cansadas y de mal humor, optamos por enviar un SMS de queja al organizador del viaje, sobre todo porque hubiéramos preferido mil veces despedirnos de Rumania en la humilde y acogedora casa de Starchiojd, y no en ese "apartamento de lujo" que nos está amargando la jornada. Al quedar solas, pues nuestro guía tiene alojamiento en casa de una amiga de su tío, intentamos reorganizar el equipaje, metiendo en las maletas el montón de cremas, platos o manteles que hasta ahora llevábamos sueltos en bolsas por el maletero. Hartas del esfuerzo, salimos a dar un paseo por las cercanías. Ioan, que aún deambula por los alrededores, se apunta a acompañarnos, y vamos con él hasta la Casa del Pueblo, pero a esas horas ya ni intentamos visitarla. Es enorme, inabarcable en sus 350000 metros cuadrados, y resulta lamentable pensar que para su construcción se destruyeron varias manzanas de la ciudad, sin respetar iglesias ni viviendas del centro antiguo de Bucarest. Tiene 12 plantas distribuidas en 86 m de altura, y varios sótanos que llegan hasta 92 m bajo tierra. En total, más de 1100 habitaciones construidas entre 1984 y 1989, año en que el dictador fue ejecutado, destinadas inicialmente a ser la sede del Partido Comunista Rumano, y que hoy albergan la Cámara de Diputados, el Senado y el Museo Nacional de Arte Moderno.

(Fotografía de F. Vecina)

En sus inmediaciones, Bucarest se muestra como una ciudad moderna, con amplias galerías comerciales de ropa de marca de prohibitivos precios, equiparables a cualquier otra capital europea. La zona comercial se concentra en unas cuantas calles, y al terminar la cena volvemos al apartamento cuando ya anochece y la avenida se muestra bastante solitaria, pues los únicos locales que se ven por allí corresponden a grandes oficinas bancarias. Afortunadamente no nos cuesta nada abrir el portal, y si no fuera por la aparición de una cucaracha correteando por la cocina, casi se diría que el apartamento se convierte en un refugio seguro para pasar la última noche en Rumania.

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29 El regreso

Ya de mañana, tras esperar a Ioan alrededor de una hora sobre lo previsto, desayunamos unos pasteles riquísimos en un local cercano. Queremos salir con tiempo para el aeropuerto, decisión acertada, pues la ruta, aunque corta, se vuelve lenta y pesada por la falta de indicadores orientativos y la locura habitual del tráfico. El aeropuerto está lleno de gente, pero los trámites con los billetes son rápidos y, despidiéndonos de Ioan (a quien previamente hemos agradecido su amabilidad general y criticado algunos detalles en particular, con un balance neto positivo y una sustanciosa propina), entramos en la zona de embarque, donde cambiamos los leis sobrantes y recorremos las tiendas del aeropuerto, carísimas y con precios marcados ya en euros. En el vuelo, como a la ida, la mayoría de los pasajeros son rumanos, con un considerable porcentaje de parejas español-rumana que vuelven a España tras haber pasado allí unos días de vacaciones, muchas de ellas con hijos bilingües que hablan indistintamente en los dos idiomas. El viaje es tranquilo, ya sólo queda pasar la aduana en Barajas y esperar el último vuelo a Jerez, cansadas pero conscientes de que probablemente éste haya sido uno de los recorridos más interesantes y aprovechados de nuestra vida. Atrás queda Rumania, inesperadamente desconcertante en sus contrastes, y desde luego muy distinta a lo que esperaba encontrar cuando iniciamos el viaje. Un

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lugar diferente, en cierto modo anclado en el pasado pero buscando con paso firme una salida a sus muchos problemas. Ojalá que en el camino sea capaz de conservar esa belleza salvaje que hoy la caracteriza y que, a fin de cuentas, siempre será un bonito recuerdo de estos días.

Autor:

P?na personal:

P?na del libro:

cristinadiez

http://cristinadiez.bubok.com

http://www.bubok.es/libros/176183/Rumania-inesperada