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Ruth Morán_ Barro, papel y tijera_22/11/19_13/01/20

La de Ruth Morán es una pintura que tiene el registro breve de un poema. Es como la imagen de un rumor; emocional y afectiva, caótica a la vez que medida, reflexiva. Algo así como si tratase de entrar en la materia al convocar la memoria de las formas. Hablamos de una pintura que abraza la deriva, una suerte de enigma donde todo adquiere un matiz especular. Por supuesto, se trata de un trabajo donde es tan importante la búsqueda como el encuentro. La pintura es la forma, el camino, pero sobre todo el pretexto. Ruth Morán revela y oculta. Las escalas se pierden y la presencia gráfica emerge a modo de latencia, de huella que abraza el sentido de pérdida al que se refiere Georges Didi-Huberman cuando señala que “la modalidad de lo visible deviene ineluctable -es decir, condenada a una cuestión de ser- cuando ver es sentir que algo se nos escapa ineluctablemente: dicho de otra manera, cuando ver es perder” (Lo que vemos, lo que nos mira, Manantial, Buenos Aires, 1997). Porque el acto poético empieza, justamente, donde el decir es imposible y el lenguaje de Ruth Morán indaga en zonas espaciales enigmáticas al sondear la superficie del papel, que perfora, que explora y merodea. De ahí su interés por la cerámica, en la que aplica algo así como un grafismo de un lenguaje desconocido. La naturaleza orgánica del material, su tactilidad, su sentido de rastro, nos habla de memoria, pero también de pérdida, con trabajos que evocan una especie de caos primigenio, como si las formas nunca acabasen de completar su transformación.

En Ruth Morán ningún motivo funciona aislado. Todo fluye y se interconecta. La pintura se sondea, se ausculta. Es producto de una tensión matizada pero imposible de retener. Un espacio intersticial que acoge fricciones y discontinuidades. Las formas gráficas y cromáticas exploran el espacio. Todo emerge y se contiene al mismo tiempo. Es algo que les sucede a los pintores que en su manera de trabajar la abstracción no permiten que el espacio se torne en definitivo. Son pintores que se abandonan a un viaje interior y dejan trabajar el gesto. De ahí que cobre especial relevancia la relación con el soporte. Poco importa si procede desde la línea o condensa esa tensión en una serie de puntos o perforaciones; todo declina en una suerte de paisaje, abstracto, inconmensurable, una especie de abismo horizontal. Con la idea de cosmos merodeando en cada destello de color, el paisaje se nos ofrece expandido pero íntimo, donde el trazo de cada línea funciona como tejido, asumiendo las condiciones expresivas y la libertad del dibujo. Más que multiplicar las posibilidades del espacio este deriva en delicada turbulencia. Es así como suspende el tiempo hasta dislocarlo, demorando nuestra percepción mientras la mirada se asienta.

El de Ruth Morán es un orden de naturaleza sutil. Su dibujo es efervescente, de una belleza convulsa. Su turbulencia es barroca, que para Deleuze no es un arte de las estructuras sino de las texturas, una proliferación de pliegues, un mundo de capturas más que de clausuras. Sería algo así como intentar plegar, desplegar y replegar la imagen. Ruth Morán juega con los márgenes, con los desórdenes.

Es por todo ello que el acercamiento de la artista a la cerámica se da de un modo natural. Una búsqueda de lo físico, de lo orgánico, del error. Una asunción de lo procesual y del enigma que nos permite abrir nuevas posibilidades de sentido, aunque sea desde el solapamiento y de una suerte de palimpsesto. Una tela que envuelve la tela. La plenitud se obtiene de la lejanía y, como señalaría Jacques Derrida, si todo comienza por la huella, lo que no hay en modo alguno es huella originaria, lo que dificulta la decisión de cada lectura. Pero paradójicamente es un contexto insaturable al estar siempre abierto a nuevas determinaciones, como la textualidad derridiana.

En el fondo, a lo largo de su trayectoria y hasta sus trabajos recientes, nos enfrentamos a un inventario de formas sucintas, de signos mínimos que se imantan en lo emocional. El dibujo errático tensiona la superficie y articula un campo de acción donde la realidad se condensa para mostrar su dominio del color, de la luz, de las vibraciones que se acumulan en la fisicidad específica de la pintura. Es ahí donde se advierte cómo la artista maneja los ritmos. Una pintura cadencial que aprehende la fluencia de la vida al explorar la superficie, ya sea la del papel o de la cerámica. Existe un gusto por la medida, por la armonía, por las tensiones lumínicas y por conseguir extraer la luz haya donde pueda encontrarla. Y por supuesto, por el color, que convierte en materia de pintura. Color y espacio aparecen indiferenciados en el trabajo de Ruth Morán.

Ese diálogo de la artista con el soporte de sus obras acaba por definir ese paisaje latente en toda su obra. Cualquier pretexto, imperfección o mancha sirve para recuperar y encarar nuevos caminos. Algo así sucede con el gesto de perforar o agujerear la materia, un deseo de traspasar los límites y aprehender la luz que nos conduce a las formas informales de Lucio Fontana; también si pensamos en sus expresivas cerámicas policromadas. No es de extrañar, si pensamos además que en los últimos años la cerámica ha conquistado el terreno del arte contemporáneo. Su condición procesual y la libertad creativa que permite han resultado definitivas. Cierto es que la historia la había relegado a un segundo plano, a pesar de contar con espléndidos ejemplos de diseños contemporáneos ya desde la época de la Bauhaus, como es el caso de Marguerite Friedlaender o Margarete Heymann-Loebenstein- Marks. Actualmente muchos artistas contemporáneos como Fischli & Weiss, Mark Manders, Grayson Perry, Betty Woodman, Rachel Kneebone o, los casos más cercanos de Elena Blasco, Elena Aitzkoa, June Crespo o Teresa Solar, son ejemplos significativos. Su carácter orgánico, su naturaleza enigmática e incontrolable y el rico diálogo entre precisión y error de la cerámica nos dice que solo conociendo los relatos de la artesanía podremos comprender algunas formas del arte actual.

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Podríamos pensar también en Giacometti, que aseveró que era imposible dejar algo acabado porque era imposible reproducir lo que uno ve. Como señala Didi-Huberman en su libro Le Cube et le visage, en la obra de Giacometti opera más un ejercicio de desfiguración que de figuración misma. Su serie de Cabezas del padre, de finales de los años veinte, proyectan una figura devastada por el tiempo. Se produce una suerte de desdibujamiento del paisaje en tanto que todo obedece a un deliberado inacabamiento. Como espectadores hemos de reconstruir esa ausencia, que no es producto de una deriva abstracta sino de esa desfiguración antes citada. Los datos están enterrados, al tiempo que sobreviven latentes. Didi-Huberman lo llama “espesor antropológico”. Mientras, Juhani Pallasmaa señala que la pátina del desgaste añade la enriquecedora experiencia del tiempo a los materiales. Entiendo que este rodeo a propósito de la obra de Ruth Morán no es gratuito si atendemos a cómo ha trabajado sus perforaciones, esos campos espaciales plenos de incisiones y fisuras. Ruth Morán no trabaja con el espacio, sino que juega a definirlo con la acción pictórica y el gesto del dibujo. Porque en su trabajo el discurso crece denso y se proyecta fluido en un estado de suspensión. Como en las teorías de Michel Serres, para quien la historia de la ciencia está sometida a la turbulencia, es decir, está sujeta a conexiones aleatorias de todo tipo entre diversas áreas. Serres señala como la ciencia avanza a partir de lo impredecible y lo inesperado. El espectador ante los trabajos de Ruth Morán asiste también a esa suerte de deriva. Tal vez porque no existe un centro en sus obras. Todos los ángulos y direcciones son válidos a la hora de asaltar la exégesis de sus trabajos. Porque Ruth Morán contradice lo dirigido y multiplica las posibilidades de las formas. De ahí que, en cierto modo, entiendo sus dibujos como emplazamientos sin lugar, una suerte de orden sobre el desorden, un torbellino de quietud aparente. Como la luz.

Ruth Morán se mueve entre lo emocional y lo razonado, entre lo extraño y lo poético, hasta encriptar el tiempo. Porque en muchos de sus trabajos se conforman atmósferas, espacios y formas en las que el tiempo semeja detenerse o, cuando menos, fluir en condiciones diferentes a las habituales. La percepción se desliga. La experiencia persiste. El espectador ha de sumergirse en esas formas, perderse en los matices. Como la artista, que entabla con anterioridad una relación con la materia que modela y ausculta, que dibuja y perfora, que roza y acaricia. Es así como la materia se precipita para convertirse en obra, serendípicamente. Porque Ruth Morán siempre ha reivindicado el placer instintivo de la pintura y ha abrazado la poética que emana de lo sensorial, de la acción, de lo experiencial. La pintura como murmullo del espacio, como orden inestable.

David Barro

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Ruth Morán_Clay, paper, scissors_11/22/19_01/13/20

Ruth Morán’s painting has the brief registry of a poem. It is like the image of a rumour; it is emotional and affective, chaotic while simultaneously measured and reflective. As if it were trying to explore the subject by calling on the memory of forms. We are speaking of painting that embraces the derive, a kind of enigma where everything takes on a specular nuance. In this work it is clear that seeking is as important as discovering. Painting is form; it is the path but also the pretext. Ruth Morán reveals and conceals. There is a loss of scale as the graphic presence emerges as something latent, as a trace mark embracing the sense of loss Georges Didi-Huberman refers to when he states that “the modality of the visible becomes ineluctable -that is, condemned to a question of being- when seeing is feeling that something ineluctably escapes us: in other words, when seeing is losing” (“What We See Looks Back at Us, 1997). For the poetic act begins just where speaking is impossible, as the language of Ruth Morán explores enigmatic terrains as it tests the surface of the paper, which she perforates, explores and scours. This is where her interest in ceramics comes from, applying on them something resembling the graphic features of an unknown language. The organic nature of material, its texture and sense of expressing where it has been, speaks to us of memory but also of loss, with works that evoke a kind of primordial chaos, as if the forms never fully finished their transformation.

In Ruth Morán, no single motif works in isolation. Everything flows and is interconnected. Painting is probed, it is tested. It is a product of a tempered tension that is nevertheless impossible to hold back. An interstitial space that incorporates frictions and discontinuities. Graphic and chromatic shapes explore the space. Everything emerges and holds back simultaneously. This is something that happens to painters, who in their way of handling abstraction do not allow space to become definitive. Painters who give themselves permission to set out on an interior journey, leaving their gestures to do the work. It is from here that the relationship with the support becomes especially relevant. Little does it matter if this takes place through the line, or if the tension is condensed in a series of points or perforations- everything slides into a type of landscape, although abstract and incommensurable, a kind of horizontal abyss. With the idea of cosmos emerging curiously in each flash of colour, the landscape appears to us as expanded yet intimate, where each traced line works as fabric, assuming expressive conditions and the freedom of the drawing. More than multiplying the possibilities of the space, it slips into delicate turbulence. This is how time gets suspended until becoming dislocated, delaying our perception while the gaze settles in.

In Ruth Morán, order is of a nuanced nature. Her drawing is effervescent, convulsively beautiful. Her turbulence is Baroque, which for Deleuze is not the art of structures but of textures, a proliferation of folds, a realm of captures rather than closures. This would be something like trying to fold, unfold and

refold the image. Ruth Morán plays with the edges, with disorders. For all these reasons the artist’s interest in ceramics takes place quite naturally. A search for the physical, for the organic, for the error. Assuming the process and enigma, making it possible for us to open up new possibilities of meaning, however much based on overlapping and a kind of palimpsest. A canvas enveloping the canvas. Plenitude comes from distance, as Jacques Derrida would observe; if everything begins with the trace, what there will not be is any sort of original print, which complicates the decision of each reading. Yet, paradoxically, it is an unsaturable context, due to always being open to new determinations, just like Derridean textuality.

Essentially, throughout her career and up to her most recent work, we encounter an inventory of succinct forms, minimal signs that feed on the emotional. Erratic drawing tenses the surface and articulates a field of action where reality is condensed, revealing the colour, light and vibrations that gather in the specific corporeality of the painting. It is here where we see how the artist handles rhythms. A cadenced painting that grasps the fluency of life in exploring the surface, whether paper or ceramic. There is a certain taste for measure, for harmony, for luminous tensions, for the ability to extract the ray of light, wherever it may be found. And, of course, for the colour, which turns painting into matter. In the work of Ruth Morán, colour and space are undifferentiated.

This artist’s dialogue with supports definitively defines this latent landscape throughout her work. Any pretext, imperfection or stain is activated to revive new paths and engage them. Something like this happens with the gesture of perforating or making holes in the matter, in her urge to go beyond all limitations, to grasp the light that leads us to the informal shapes of Lucio Fontana - and this is also the case if we think of her expressive polychromatic ceramics. This should not seem odd to us, if we recall besides how in recent years ceramics have conquered the terrain of contemporary art. Their processual condition and the creative freedom they provide have been definitive. It is true that history has relegated ceramics to the background, in spite of there being marvellous examples of contemporary ceramic design from the time of the Bauhaus, as with Marguerite Friedlaender and Margarete Heymann-Loebenstein-Marks. Nowadays there are many significant examples, such as Fischli & Weiss, Mark Manders, Grayson Perry, Betty Woodman, Rachel Kneebone and, in cases closer to home, Elena Blasco, Elena Aitzkoa, June Crespo and Teresa Solar. The organic character of ceramics and their enigmatic, uncontrollable nature, along with the rich dialogue between precision and error they give rise to, tell us that only by comprehending the narratives of craft might we understand some of the forms of present-day art.

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We could think of Giacometti, who claimed that it was impossible to leave something finished, because there was no way to reproduce what we see. As Didi-Huberman explains in his book “The Cube and the Face”, in Giacometti’s work an exercise of disfiguration is more actively at work than one of figuration. His series “Head of the Father”, from the late 1920s, projects a figure devasted by time. There is a sort of undrawing of the landscape, inasmuch as everything belongs to deliberate unfinishing. As viewers, we must reconstruct this absence, which is not the product of an abstract deviation but of the disfiguration referred to above. The data is buried, although it survives in latent form. Didi-Huberman calls this “anthropological thickness”. Meanwhile, Juhani Pallasmaa observes that the sheen of wear adds an enriching experience of time to all materials. I understand that this diversion in relation to the work of Ruth Morán is not gratuitous, not if we pay attention to how she has worked on her perforations, on these spatial planes full of fissures and incisions. Ruth Morán does not work with space; rather, she plays at defining it with pictorial action and the gesture of drawing. This is because in her work discourse grows densely and is projected fluidly in a state of suspension. This is like in the theories of Michel Serres, for whom the history of science is submitted to turbulence that is, it is subject to random connections of all kinds between diverse fields. Serres shows how science advances on the basis of what is unpredictable and unexpected. Looking at the work of Ruth Morán, the viewer also becomes part of this type of derive, perhaps due to the fact that her work lacks a centre. All angles and directions are valid when it comes to taking on an exegesis of her work. For Ruth Morán contradicts directedness, multiplying the possibilities of forms. From this, to a degree, I understand her drawings as site-less emplacements, a kind of order over disorder, a whirlpool of apparent quietude. Like light itself.

Ruth Morán moves between what is emotional and what is reasoned, between the strange and the poetical, eventually encrypting time. The reason is that in many of her works atmospheres are created, spaces and shapes where time seems to stop or, at least, flow in conditions that are different from habitual ones. Perception is undone. Experiences endure. The spectator must be submerged in these forms, getting lost in the nuances. Just like the artist, who already had previously entered into a relationship with the matter she models and tests, draws and perforates, that she rubs against and caresses. This is how matter gets ahead of itself in turning into the work, with serendipity. Ruth Morán has always defended the instinctive pleasure of painting, embracing the poetic that emanates from what is sensorial, from action, from the experiential. Painting as a murmur in space, as an unstable order.

David Barro

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Figura 9 / 8 . Cerámica pasta esmaltada. 2019. 13. Cerámica pasta esmaltada. 30 cm 0/. 2019

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Figura 15 / 14. Cerámica pasta esmaltada. 2019

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7 . Cerámica pasta esmaltada. 30 cm 0/. 2019

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Figura 7. Cerámica pasta esmaltada. 2019 Figura 17. Cerámica paste esmaltada. 2019

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Lenguaje y universo. Temple vinílico, gouache, papel y acuarela. 21 x 14,8 cm unidad. 2019

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Expansión / Signo y destello. Acuarela, gouache vinílico sobre papel. 180 x 140 cm unidad. 2019

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Figura 13. Cerámica pasta, engobe y esmalte. 17 x 12 cm. 2019

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Figura 20. Cerámica pasta esmaltada. 17 x 8 cm. 2019

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Aros rojos y azules / bola azul. Cerámica pasta esmaltada. 2019

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34. Temple vinílico y gouache sobre papel. 32 x 24 cm. 2019 14. Temple vinílico y gouache sobre papel. 24 x 16 cm. 2019

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14. Temple vinílico y gouache sobre papel. 24 x 16 cm. 2019 3. Temple vinílico y gouache sobre papel. 50 x 34 cm. 2019 26. Temple vinílico y gouache sobre papel. 24 x 16 cm. 2019

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30. Temple vinílico y gouache sobre papel. 32 x 24 cm. 2019 30. Temple vinílico y gouache sobre papel. 24 x 16 cm. 2019

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30. Temple vinílico y gouache sobre papel. 24 x 16 cm. 2019 9. Temple vinílico y gouache sobre papel. 21 x 15 cm. 2019 23. Temple vinílico y gouache sobre papel. 24 x 32 cm. 2019

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5. Temple vinílico y gouache sobre papel. 59 x 42 cm. 2019 26. Temple vinílico y gouache sobre papel. 32 x 24 cm. 2019

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26. Temple vinílico y gouache sobre papel. 32 x 24 cm. 2019

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