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357 De cómo se perdió Texas y la ingenuidad también El 2 marzo de 1836, los texanos de origen norteamericano declararon en San Felipe la independencia de Texas. A las pocas semanas, organizaron un go- bierno provisional, adoptaron una Constitución, y pusieron en pie un ejército. México nunca reconoció al nuevo Estado surgido sobre su territorio, pero tampoco fue capaz de imponer su soberanía. Durante diez turbulentos años, Texas actuó como país independiente, mientras que México lo siguió conside- rando como una provincia alzada contra la autoridad legítima. A mediados de 1845 fue anexado por Estados Unidos y se convirtió en un estado más de la Unión. Para Estados Unidos este fue un momento decisivo en el proceso de ex- pansión que había de hacer de él uno de los países más extensos y ricos del orbe. Para México, fue el preámbulo de la pérdida de la mitad de su terri- torio y su subordinación paulatina al futuro coloso del Norte. Sin embargo, hay en esos sucesos un aspecto mucho más importante que la pérdida territorial. Los mexicanos del siglo XIX descubrieron su vulne- rabilidad ante el exterior. La visión optimista del futuro se hizo añicos en la vulneración de su naciente soberanía. Como reacción al agresivo Destino Manifiesto, comenzó a definirse un nacionalismo cuyo principio nodal es la independencia frente a Estados Unidos de Norteamérica. La expansión de Estados Unidos desde su independencia en 1783, hasta la guerra con México en 1847-1848, es uno de los fenómenos más impresio- nantes de la era moderna, rica en saltos vertiginosos. Mientras Inglaterra se transformaba en la primera potencia industrial del mundo, los anglosajones de Norteamérica, pueblo eminentemente agrícola, forjaban las condiciones na- turales de su futura preeminencia. En 1790, Estados Unidos tenía una población de 3.9 millones de ha- bitantes. Veinte años después esta cifra casi se duplicaba a 7.2 millones Salir de la Colonia para naufragar en la dependencia ENRIQUE_SEMO.indd 357 22/08/12 03:07 p.m.

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De cómo se perdió Texas y la ingenuidad también

El 2 marzo de 1836, los texanos de origen norteamericano declararon en San Felipe la independencia de Texas. A las pocas semanas, organizaron un go-bierno provisional, adoptaron una Constitución, y pusieron en pie un ejército. México nunca reconoció al nuevo Estado surgido sobre su territorio, pero tampoco fue capaz de imponer su soberanía. Durante diez turbulentos años, Texas actuó como país independiente, mientras que México lo siguió conside-rando como una provincia alzada contra la autoridad legítima. A mediados de 1845 fue anexado por Estados Unidos y se convirtió en un estado más de la Unión.

Para Estados Unidos este fue un momento decisivo en el proceso de ex-pansión que había de hacer de él uno de los países más extensos y ricos del orbe. Para México, fue el preámbulo de la pérdida de la mitad de su terri-torio y su subordinación paulatina al futuro coloso del Norte.

Sin embargo, hay en esos sucesos un aspecto mucho más importante que la pérdida territorial. Los mexicanos del siglo xIx descubrieron su vulne-rabilidad ante el exterior. La visión optimista del futuro se hizo añicos en la vulneración de su naciente soberanía. Como reacción al agresivo Destino Manifiesto, comenzó a definirse un nacionalismo cuyo principio nodal es la independencia frente a Estados Unidos de Norteamérica.

La expansión de Estados Unidos desde su independencia en 1783, hasta la guerra con México en 1847-1848, es uno de los fenómenos más impresio-nantes de la era moderna, rica en saltos vertiginosos. Mientras Inglaterra se transformaba en la primera potencia industrial del mundo, los anglosajones de Norteamérica, pueblo eminentemente agrícola, forjaban las condiciones na-turales de su futura preeminencia.

En 1790, Estados Unidos tenía una población de 3.9 millones de ha-bitantes. veinte años después esta cifra casi se duplicaba a 7.2 millones

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y en 1850 habían llegado a 23 millones. Al mismo tiempo, ampliaban a pasos agigantados su territorio hacia la costa del Pacífico y el sur. En 70 años se anexaron una extensión inmensa, aniquilando a los pobladores origi-nales y absorbiendo posesiones inglesas, francesas, españolas y, por último, mexicanas.

En 1795 adquirieron de España la mayor parte de las Floridas oriental y oc-cidental. Luego, le compraron la Luisiana a Francia por 60 millones de francos, duplicando su territorio. En 1812, aprovechando la ocupación de España por las tropas napoleónicas, se apoderaron del resto de la Florida, argumentando que esas tierras eran parte de la Luisiana. Desde entonces, proyectaron inevi-tablemente su sombra sobre Texas y los estados norteños de México.

Impulsados por una fe ciega en su misión, los estadounidenses aprove-charon con decisión y audacia todas las debilidades de sus vecinos, la derrota de los ingleses en la guerra de la independencia de las Trece Colonias; la decadencia del Imperio español; los remolinos de la Revolución francesa; las pugnas entre las potencias coloniales y las debilidades de un México que tar-daba en constituirse en un Estado-nación.

Ya Poinsett, el primer embajador estadounidense en México sugirió cau-telosamente la conveniencia de que Texas fuera vendido o cedido. Anthony Butler, su sucesor, especulaba con tierras texanas e impulsaba a sus conciu-dadanos a establecerse en la provincia fronteriza. Entre 1829 y 1835, multi-plicó sus esfuerzos para convencer al gobierno de Estados Unidos de inter-venir militarmente en Texas, y al de México para que vendiera la provincia. Como puede verse, el deseo explícito de los norteamericanos de apropiarse del territorio de Texas precedió en una década a los sucesos de 1836. La rebelión de los colonos solo fue la oportunidad que las fuerzas anexionistas estadounidenses esperaban.

Lo que convenció a la opinión pública de ese país de que la anexión no entrañaba peligro alguno fue la incapacidad de México de tomar medidas eficaces durante las dos primeras décadas de Independencia para defender los territorios del Norte.

En la tercera década del siglo xIx, las diferencias de poderío que sepa-raban a México de Estados Unidos no eran tan grandes. La desventaja de México residía en la economía y, sobre todo, en su estructura política. Texas se perdió no tanto por la superioridad militar de Estados Unidos sino por la incapacidad política del Estado mexicano para movilizar los recursos de la nación en defensa de su soberanía.

Dividida por una lucha interminable por el poder, incapaz de sustituir el dominio español con un Estado fuerte, la clase dominante mexicana se hallaba inerme ante el peligro externo.

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La campaña militar que encabezó Santa Anna en el año de 1836 contra los rebeldes texanos fue pésimamente preparada y peor dirigida. Al prin-cipio, obtuvo algunas victorias, pero estas demostraron no ser duraderas. La ejecución de rebeldes presos enardecieron los ánimos texanos, quienes apo-yados por voluntarios que acudían desde Estados Unidos, infligieron al ejército mexicano una derrota decisiva en San Jacinto, el 21 de abril de ese año. De paso, capturaron a Santa Anna y otros jefes del cuerpo expedicionario. La desmoralización se agravó cuando el héroe de las mil derrotas, preocupado ante todo en salvar su pellejo, firmó durante su prisión convenios claudi-cantes que no tenían efecto, porque en México fue depuesto.

Pero lo más sorprendente es que durante la siguiente década, cuando Texas no había sido aún anexada, los gobiernos conservadores no fueron capaces de una sola iniciativa militar o colonizadora que cuestionara seria-mente el plan de los texanos.

En ese periodo los colonos norteamericanos siguieron afluyendo por de-cenas de millares. De hecho, si no de derecho, México estaba perdiendo inexorablemente un territorio de más de 500 000 kilómetros cuadrados sin tomar una sola medida efectiva para impedirlo. Fue la debilidad ante la rebelión texana la que hizo inevitable la guerra de 1847. La incapacidad de imponer al invasor un alto precio por su ataque, era una invitación a nuevas agresiones.

Los éxitos de la expansión norteamericana y la magnitud de sus triunfos son impresionantes. Pero esto no explica la desenvoltura con que se impuso a México. Más de un intento de conquista se ha abandonado o ha visto sus objetivos reducidos por la tenaz resistencia de los agredidos. Las tentativas de Estados Unidos de anexarse territorios canadienses en 1812, fueron de-rrotados por los ingleses; la primera mitad de ese siglo xIx ofrece buenos ejemplos de poderosos ejércitos invasores derrotados por la resistencia po-pular como en España y Rusia. Por sus recursos humanos y materiales, México debería haber resistido más y mejor. Esto habría cambiado no solo el mapa de Norteamérica sino también la idea que los mexicanos tienen de sí mismos y su prestigio entre las naciones.

El secreto del desastre está en las debilidades de las clases dominantes mexicanas y su relación con el pueblo. Entre 1824 y 1848 fueron incapaces, ni aun en los momentos más graves, de supeditar sus pugnas internas a las ne-cesidades de la defensa nacional. Su terror al pueblo les impidió recurrir a él, incluso cuando su intervención era el único medio de resistir la agresión.

Este es un periodo en el cual el poder político cambia incesantemente de formas: imperio, república federal, república centralista, dictadura militar…

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Sin embargo, detrás de esa sucesión vertiginosa de decorados, existe una continuidad férrea de personajes. Las riendas económicas están en manos de la Iglesia, los grandes hacendados y los comerciantes más opulentos. Las políticas son firmemente empuñadas por la Iglesia, el ejército, los caudillos. Los culpables no son sombras cambiantes sino realidades estables.

Actores cesarianos aprovecharon con virtuosismo los equilibrios inesta-bles para medrar y enturbiar el ambiente.

La vitalidad de la incipiente nación parecía haberse esfumado. La li-bertad recién adquirida había sido desperdiciada, la confianza en sí misma, perdida. La esperanza se depositaba cada vez más en un factor emblemá-tico y mágico: el héroe carismático y providencial (Santa Anna).

La agresión norteamericana que se volvió amenaza real a partir de la década de los veinte no encontró un digno rival. Las voces aisladas que se-ñalaban el peligro con perspicacia y visión sonaron precautorias, la fuerza capaz de despertar la conciencia y la energía de la nación, brillaba por su ausencia.

El coronel Torrens, encargado de negocios mexicanos en Washington, señaló en 1823 que desde Nueva Orleans se promovía el establecimiento de norteamericanos en Texas para después justificar su anexión a Estados Unidos como se hizo en Baton Rouge, Luisiana. Para frenar la marea, una Comisión propuso la colonización de esas tierras con labradores pobres, soldados del ejército trigarante, españoles de la última expedición a México y europeos. Sugirió también vender tierras a mexicanos y concederles in-centivos fiscales para que sus empresas pudieran prosperar.

En 1827 salió de la ciudad de México una expedición militar y cientí-fica a Texas encabezada por el general Manuel Mier y Terán. Su informe señalaba los problemas de límites y la incapacidad del gobierno local para hacerse cargo de ellos; así como la ausencia de vigilancia militar. Sostenía además que la llamada “colonización” no era sino una avanzada de Estados Unidos. El dibujante José María Sánchez señalaba que de esta “ha de salir la chispa que forme el incendio que nos ha de dejar sin Texas”.

Alamán, que era en aquel entonces ministro, escribió a los gobernadores de Estados para que enviaran familias pobres que el gobierno federal ayudaría a establecer en Texas. En 1830, promulgó una ley de colonización que hizo depender del gobierno federal los asuntos de colonización, y prohibía la in-migración de colonos norteamericanos. Propuso crear una fuerza de 3000 hombres con milicias de los estados vecinos para resguardar el territorio fronterizo.

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En el mismo año, Carlos María de Bustamante advertía:

México podría enajenar o ceder, imitando la conducta de Francia y la de España, terrenos improductivos que estuviesen en el África o en el Asia, ¿pero cómo puede prescindir de su propio suelo, dejar a una potencia rival que se coloque ventajosamente en el riñón de sus estados, que mutile a unos y quede flanqueando a todos? […] ¡Ah! si México consintiera en esta vileza, se degradaría de la clase más elevada de las potencias americanas, a una medianía despreciable que la dejaría en la necesidad de comprar una existencia precaria a costa de humillaciones; debería en el acto de ceder a Texas, renunciar a la pretensión de tener una industria propia con qué mantener y enriquecer a sus siete millones de habitantes […]

Pero todas las advertencias y las leyes quedaron en el papel. Las ini-ciativas se mellaron en múltiples resistencias y nunca se transformaron en hechos. Las concesiones ilegales de tierras a los “colonizadores” se multipli-caban en un ambiente de corrupción del cual se beneficiaron muchos fun-cionarios mexicanos que se asociaban a los norteamericanos. Miles de aven-tureros y prófugos del país vecino se aprovecharon de la falta de firmeza y honestidad en la aplicación de las leyes. Las restricciones impuestas por el gobierno mexicano fueron sistemáticamente violadas. Las zonas fronterizas y costeras prohibidas fueron ocupadas, la esclavitud floreció, las aduanas fueron burladas, y desde 1825 comenzaron a manifestarse las tendencias a la separación de México. Los gobiernos de los estados limítrofes no enviaron colonos y se negaron a prescindir de una parte de sus milicias para guarnecer los puntos estratégicos de la región en disputa.

Tampoco hubo fuerzas en la sociedad civil capaces de generar corrientes migratorias o iniciativas en los estados limítrofes para extender su protección a Texas. La Iglesia, tan preocupada en la defensa de sus bienes terrenales, nada hizo para extender su acción a esa zona. El ejército, interesado exclu-sivamente en los problemas del poder en el Centro, no quiso hacerse cargo de la defensa de la frontera, pese a que contaba con importantes recursos pe-cuniarios. Mientras que mexicanos como vicente Filisola, Miguel Ramos Arizpe y Lorenzo de zavala se enriquecían con la especulación texana, no hubo otros capaces de organizar la colonización comercial con trabajadores y capitales nacionales.

Texas no se perdió en un día, su conquista duró dos décadas. Cada con-cesión indebida, cada acto de cobardía, de corrupción, de debilidad, fueron

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leños que habían de alimentar el incendio del que hablaba José María Sánchez. La derrota de las fuerzas de Santa Anna y los vergonzosos tra-tados que firmó, no son sino la culminación de un lento pero seguro proceso de claudicación.

La deuda externa: una pesadilla

Durante los primeros cincuenta años de su Independencia, México vivió la pesadilla de una deuda externa impagable. El lento crecimiento de la eco-nomía y los constantes golpes de Estado, mantenían el erario público en un déficit permanente que hacía imposible servir una deuda adquirida en los primeros años de la fundación del nuevo Estado.

Hacia 1820-1830, Inglaterra que se encontraba en la última etapa de la Revolución Industrial, había acumulado capitales inmensos que no en-contraban fácilmente oportunidades de inversión. En esas condiciones, los países latinoamericanos, recién liberados de la tutela de España, represen-taban una atracción tanto como receptores de empréstitos, como de inver-siones en la explotación de sus recursos naturales. Por otra parte, las nuevas repúblicas, amenazadas por el peligro de un intento español de reconquista apoyado por la Santa Alianza, volvían sus ojos hacia Inglaterra y Estados Unidos en busca de apoyo y estaban interesados en comprometer a esos países en el mantenimiento de su independencia.

El primer prestamo adquirido por el gobierno mexicano se debió tanto a las premisas de un erario en formación, como al deseo de comprometer a Inglaterra en el destino de su deudor. Otro factor fue la necesidad de ar-marse para repeler una posible invasión española.

Un representante de la firma londinense Barclay, Herring, Richardson and Co. propuso al gobierno mexicano el suministro de 2.5 millones de libras (1 libra = 5 pesos) a cambio de la aceptación de una deuda de 4 millones al 5%. El contrato fue firmado el 18 de agosto de 1823. Casi simultáneamente un comerciante mexicano en Londres, Borja Migoni estaba gestionando un prestamo en la casa B.A. Goldschmidt & Co. que fue firmado en esa ciudad el 7 de febrero de 1824 y aprobado por el Congreso mexicano en el mes de mayo.

Esta empresa proporcionaba al gobierno mexicano 1.6 millones de libras a cambio de una deuda de 3.2 millones al 5% anual, pagaderos en Londres por semestres vencidos y amortizable en 30 años.

Los dos empréstitos se colocaron en condiciones desfavorables, porque los valores latinoamericanos habían descendido considerablemente en la

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bolsa de valores de Londres: el apoyo francés a la restauración de Fernando vII en el trono de España era una amenaza para el futuro independiente de las nuevas repúblicas latinoamericanas.

El prestamo Barclay representó para el gobierno mexicano un ingreso neto de cerca de 8.5 millones de pesos y un compromiso de 16 millones; el prestamo Goldschmidt, un ingreso de 6.4 millones y un compromiso de 16 millones. De esta manera, México adquiría una deuda de 32 millones de pesos con un ingreso neto de 15 millones.

Los bonos mexicanos del empréstito Goldschmidt fueron colocados para su venta al 58% de su valor nominal, puesto que la firma fio a México solo el 50% del valor nominal, realizó un ganancia de un cuarto de millón de libras esterlinas, asumiendo, es verdad, el riesgo del precio de venta de las acciones. Esto representaba un beneficio del 14% sobre el valor real de la colocación del empréstito.

En el prestamo negociado con la firma Barclay, Herring, Richardson and Co., México no recibía una cantidad fija sino una parte del precio de venta, después de descontada la comisión de la casa emisora. Este fue un prestamo más ventajoso porque las declaraciones de George Canning (el primer ministro inglés) y James Monroe sobre su oposición a una intervención europea en Latinoamérica, habían surtido sus efectos y el gobierno mexicano se había estabilizado temporalmente.

El dinero proveniente del prestamo Goldschmidt fue destinado en un 60% a cubrir gastos corrientes del gobierno; 18% se utilizó en el pago de un fraude realizado por un aventurero llamado Barry, a nombre del gobierno mexicano. Otro tanto, en la compra de tabaco para restablecer el monopolio de ese pro-ducto y el resto en diversos renglones de menor importancia.

Del prestamo Barclay, México recibió una cantidad muy inferior a la re-gistrada inicialmente, debido a una serie de gastos inesperados. Además 1.5 millones de pesos se perdieron porque en 1826 la firma Barclay, Herring, Richardson y Co. quebró, sin haber pagado la suma total del prestamo. A final de cuentas, México solo recibió 6 504 490 pesos de ese empréstito, que empleó de la siguiente manera: 1.4 millones en la compra de buques de guerra y municiones; 3.6 millones en los gastos corrientes de la adminis-tración; un millón en el pago de anticipos hechos por capitalistas ingleses a México y el resto en renglones secundarios.

En los años 1825, 1826 y los dos primeros tercios de 1827, el gobierno de México pagó puntualmente los intereses y la amortización de la deuda. Pero a partir de octubre de 1827, México dejó de pagar, iniciando así un largo periodo de insolvencia.

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En 1830, los intereses no pagados desde 1827 habían alcanzado la suma de 4.2 millones de pesos. Desde 1829, los poseedores de bonos ingleses se ha-bían organizado en un comité, cuyo representante en México negoció con el gobierno un acuerdo según el cual, los intereses no pagados se capitalizaban.

Así se inició un largo vía crucis, en el cual la deuda crecería constante-mente pese al pago intermitente de intereses que acabó siendo el pretexto de la intervención tripartita en México.

La conciencia del atraso

Los primeros 70 años del siglo xIx fueron la época de la consolidación y la expansión del capitalismo que de Inglaterra pasó a varios países europeos y a Estados Unidos con una celeridad pasmosa. La industria textil, las fundi-ciones de hierro y acero, los ferrocarriles, los barcos de vapor, las máquinas agrícolas, impulsados por el mercado y la acumulación de capital, produjeron una transformación económica y social más vasta y profunda que todos los cam-bios acaecidos en los diez siglos anteriores.

En el proceso hubo ganadores y perdedores. Los países que se integraron a la transformación conocieron un auge espectacular y aquellos cuyas es-tructuras sociales y la dependencia del capitalismo central se lo impidieron, se hundieron en el atraso. La distancia que separaba a los primeros de los segundos, creció desmesuradamente.

En los círculos ilustrados de México surgió una toma de conciencia bas-tante rápida de lo que más tarde se llamaría el atraso. Las ideas de Humboldt sobre la inmensa riqueza de México se fueron desvaneciendo. Otero, en forma más profunda que la mayoría de sus contemporáneos, comprendió el fenómeno y definió los obstáculos que impedían generar los cambios ne-cesarios para integrarse al proceso mundial, pese a sus inmensos recursos (recordemos que él escribía en 1842, antes que México perdiera la mitad de su territorio a manos de Estados Unidos). Estos obstáculos eran una he-rencia de todas las sociedades hispánicas que incluían no solo al resto de Latinoamérica, sino también a las exmetrópolis ibéricas: España y Portugal. Superar estos obstáculos en un tiempo perentorio era la gran tarea para la nación que recién había adquirido su independencia.

Necesitamos pues, concluía Otero, un cambio general, y este cambio debe comenzar por las relaciones materiales de la sociedad, por estas mismas re-laciones que hasta hoy han decidido de nuestra situación, y que en todos los pueblos de la tierra han producido los diversos fenómenos sociales que hemos visto.

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Los obstáculos eran a la vez económicos y políticos. Otero comprendía que en las estructuras que frenaban el desarrollo, economía y política es-taban indisolublemente entrelazados y no podían ser abordados separada-mente. Hagamos un breve resumen de su visión:

1. La Iglesia era una institución que reunía el poder económico, polí-tico y cultural en una forma que impedía a la vez la consolidación de un Estado secular, el libre juego del mercado y la penetración de las ideas de la Ilustración y la ciencia necesarias para el desarrollo moderno. Después del derrumbe del virreinato, el peso de la Iglesia se hizo muy superior al de la época colonial. Su poder debía ser restringido al campo de la religión. Esa tarea –señalaba Otero– fue resuelta en varios países de Europa ya en el siglo xvI (por ejemplo Inglaterra, Alemania, Holanda, agregamos no-sotros) mientras que en el Imperio español, los Borbones habían fracasado en el intento.

2. Existía una gran concentración de la propiedad territorial en las manos de unas pocas familias, pero las haciendas eran empresas no ren-tables y los hacendados vivían no de sus ganancias, sino de las hipotecas que obtenían de la Iglesia. Por otro lado, los campesinos y los jornaleros del campo eran muy pobres y atrasados, porque carecían de propiedad alguna sobre la tierra. Esta situación se resolvería –según Otero– sin grandes expro-piaciones, si el mercado y la producción crecían, haciendo rentables a las haciendas y permitiendo a muchos campesinos recibir o comprar pequeñas propie-dades que elevarían sus condiciones de vida y serían la base de un México próspero y democrático.

3. Para ello, bastaba introducir en la agricultura “los procedimientos (técnicos) que en Europa han elevado la agricultura a una prosperidad ad-mirable”, nuevos cultivos susceptibles de ser exportados y la construcción de caminos que facilitaran la ampliación del mercado interno y externo. Entonces, el desarrollo agrícola permitiría que los capitales que se usaban para pagar las importaciones fueran liberados para la inversión interna en el desarrollo de las industrias. Bajo ese impulso, la redistribución de la pro-piedad se haría sin expropiaciones dolorosas y la educación moderna con-solidaría la presencia de una multitud de pequeños propietarios, base social de una nación próspera y un régimen republicano.

Haciendo a un lado las ilusiones de Mariano Otero sobre la facilidad de algunas reformas, el diagnóstico con una gran diversidad de matices era compartido por la mayoría de quienes poco a poco formarían el partido liberal. A estos habría que agregar otro elemento:

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4. A mediados de siglo, la soberanía externa del Estado-nación mexicano no estaba definitivamente consolidado. España tardó mucho en reconocer la independencia de México y hubo incluso una intentona de reconquista en 1829. Luego vino la Guerra de los pasteles, la pérdida de Texas y la desastrosa guerra con Estados Unidos. Catorce años más tarde, se produjo la Intervención francesa y el Imperio. Solo la derrota definitiva de esos in-tentos de dividir a México o transformarlo en protectorado norteamericano o europeo, podía crear las condiciones internas para la consolidación de la República y el respeto internacional necesario a la solución del problema de la deuda externa y la inversión extranjera.

Para la elaboración de este capítulo se utilizó el material a continuación; véase la referencia completa al final de este libro.

Bibliografía

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