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SALVATIERRA

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SALVATIERRAfrancisco miranda ©Ajiaco Ediciones ©Primera edición, 2012.

Corrección y edición texto: Pablo Lacroix, Leonardo Ciudad, Emersson Pé-rez y Andrés Sáenz.Diseño y diagramación interior: Nicolás Brino y Leonardo Ciudad Ramírez.

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Esta obra cuenta con licencia de reconocimiento Creative Commons. Se autoriza todo tipo de reproducción, exposición y difusión,

siempre que no tenga fines lucrativos y sean citados tanto el autor como la fuente.

Impreso en Santiago de Chile.

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“Resistir es tan cobarde o tan heroico como renunciar”.(“Hijo de ladrón”, Manuel Rojas).

“¿Estoy pensando que se puede transformar en pueblo fantasma Providencia?”

(Isabelísima Pizarro [Divino Anticristo], fotocopia pirata)

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UNO

Varias cuadras, muchas largas calles avanzo hacia la oscuridad de la noche. No siento frío de este inverno aún. Hacer el camino, caminar, le calienta a uno el cuer-po entumido, desprovisto de energías y de ropas ade-cuadas, los pies y las manos. Las tripas, a estas alturas del ayuno, hoy de manera especial, gritan con descaro. Nada he comido desde ya casi ni recuerdo. Lento, me acerco a los basureros públicos que se cruzan en mi ca-minar por estas aceras húmedas. Me detengo. Miro en-tre papeles diversos, botellas, bolsas y envases de todo material. Escarbo entre los desechos. Nada. Prosigo la marcha. Nuevo intento. Otro basurero. Medio pan está cubierto con servilletas manchadas de verde, amarillo y rojo. Lo miro y el hambre me ordena tomarlo. No pien-so en nada, ni siquiera en una excusa. Hago el camino por la vereda iluminada de faroles y luna nueva. El sándwich, churrasco italiano, lo que que-da de él, está añejo, quizá desde la mañana o la noche anterior. Me alejo del basurero, solo para no sentir el olor podrido que exhala. Ni siquiera sacudo el pan. Lo llevo a mi boca y masco. No trago. Muerdo el pan, car-ne fría, tomate añejo, palta oscura, mayonesa, mostaza y salsa de ají; masco una y otra vez. Demoro, disfrutando, el tragar. Luego muerdo y trago, otra vez más, devoran-do, arrancando, con ansiedad, las siguientes mascadas. Solo cuatro mordidas dejó quien botó mi alimento en

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la basura. Ni siquiera debe imaginar que un hombre, en esta noche, se alimentó de su desecho. Cuatro mascadas de pan y carne con agregados, después de varios días sin comer nada, en estas caminatas eternas de salvar el cuero de las pellejerías, en estas andanzas por la senda de los derrotados, en estas fugas de perseguido, son un alivio, asqueroso, pero aplacan el hambre. Primero comer, después filosofar. En un callejón oscuro detengo mis pasos y me siento en la cuneta a pensar. No puedo seguir vagando sin rumbo alrededor de la casona paterna, convertida ahora en ratonera y mazmorra de esbirros, oficiales destinados a ocasionar sufrimiento al prójimo por el mero afán de lucro. ¿Dón-de están los Salvatierra?, ¿dónde están mi padre y mi hermano?, ¿dónde pedir ayuda?, ¿qué hacer? Las aluci-naciones vuelven cada tanto y parezco no distinguir con claridad las cosas tal cual fueron suce-diendo. Necesito repasar los hechos y ordenarlos, si en algo se puede. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? Un año, dos, tres a lo sumo. ¿Dónde comienza todo? ¿En la pri-mavera y los bombardeos? Después vino el verano y el toque de queda; luego, el otoño y las asiladas; de ahí, el invierno y la matanza. Con todo, solo vino el aguantar. Tras juntarnos con Mario Alberto, mi padre y mi hermano Emilio, los tres nos dedicamos a la labor de asilar en embajadas a los perseguidos. Rescatarlos desde sus casas perdidas, esconderlos en nuestra propia caso-na y llevarlos hasta alguna embajada amiga de los perde-dores.

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Con los meses, vino el perfeccionar los procedi-mientos y la delación de alguien o nos delatamos solos con nuestro proceder o alguno se dio cuenta de nuestros movimientos y lo comentó en el almacén de la esquina y así corrió la voz y llegó a oídos de un funcionario am-bicioso de saber nuevas noticias. Entonces la casona fue tomada por asalto en ausencia de sus moradores y au-ténticos dueños para convertirla en un recinto de terror. De este modo, mi padre, dirigente sindical y mili-tante comunista, y mi hermano, un revolucionario mi-rista, Mario Alberto y Emilio Salvatierra, cayeron en manos de los escuadrones paramilitares. Y yo, ¿por qué no?, ¿por qué a mí no me pasó nada? ¿Por una escoba en el álamo? Porque mi hermano no delató la contra-seña. ¿Porque soy felino y olisqué la ratonera? Mas no pude rescatar a mis parientes del dolor y el sufrimiento. Quizá debí avisar a los curas, pero no lo hice a tiempo y ya es tarde. Demasiado tarde. No huí, no me asilé, me escondí a plena luz, en medio de la gente, caminando las calles a rostro descubierto, mirando cabizbajo a los milicos, de día; durmiendo en cualquier sitio, de noche. No me escapé del terror; solo me quedé habitando en los mismos sitios donde sucedía la matanza. Camino, camino y camino para huir quedándome. Mi padre no nos enseñó a correr, sino a caminar por la vida. “Al mal camino, paso lento” o algo similar decía cuando estaba en algún trance complicado. Y mi her-mano, “avanzar, sin transar”. Y así estoy, caminado San-tiago, de un lado a otro, entre patrullas y sirenas, entre

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detenciones y disparos. Aprendiendo a caminar entre las fieras, como domador de circo, de un circo macabro con bestias humanas sedientas de sangre de hombres y mujeres, de carne de personas; ansiosas de golpear y fracturar vidas humanas. Yo ya nada sé. Solo un instinto me mueve, sin interés por esta ciudad sitiada y golpea-da, antes festiva y aglomerada por gritos de obreros y mujeres sencillas y jóvenes desbordantes. El sándwich me hace delirar. * * * Emilio llegó a la casona justo antes de iniciarse el toque de queda. A las cuatro de la tarde, mi viejo estaba en la cocina, terminando de preparar el almuerzo. Al mediodía, cuando un bando militar autorizaba a circular por las calles sin salvoconducto un par de horas, salió a comprar alimentos: azúcar, café, hierba mate, fideos, arroz, salsas, pollo y carne, legumbres y verduras, unas botellas de vino. Por arte de magia, las mercaderías que escaseaban solo hasta hace unos días, abarrotaban hoy los almacenes del barrio. – Momios de mierda. Tenían todo acaparado –mi padre, al volver– El apretón económico para dar el zar-pazo militar. Más claro echarle agua. ¿Tu hermano, no ha llegado? – No. Llegará. Y se fue a la cocina a preparar algo de comer. Desde la muerte de la mamá. El viejo aprendió a cocinar para los tres. De alguna parte, sacó un saber ancestral y cocina con buen gusto y detalles que le dan

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color a la comida, para hacer del almuerzo un disfrute de personas y no una desabrida necesidad animal. Antes de morir la mamá, mi padre era un ser difuso, casi invi-sible para nosotros. Su trabajo, el sindicato y el partido no le dejaban tiempo para la vida familiar; pero después de enviudar, hizo un duelo activo y se encargó de que a Emilio y a mí no nos faltara nada en casa, ni siquiera el esquivo afecto paterno, a falta de una madre insustitui-ble. Solo nos exigía buenos estudios y ser buenas perso-nas. “Mi trabajo es disponer lo necesario para que uste-des estudien; el de ustedes, es ser buenos estudiantes. Ya vendrá lo demás”. Ese era el único mandamiento válido. Y él se esmeraba por ser consecuente con sus palabras. Emilio abrió la reja de la calle y la cerró casi sin hacer ruido. Caminó ágil a tranco largo y seguro por la angosta vereda de piedras del antejardín hacia la caso-na. Por la ventana lo miro. Conozco, porque lo admiro, cada uno de sus gestos y semblantes. Pero ahora lo veo y lo desconozco. Unos años atrás comenzamos a discutir con mi vie-jo los hechos de la época en el mundo que nos tocó vivir. A tres patas, la discusión no cojeaba. Emilio y mi padre me criticaban la falta de compromiso social con la causa obrera y popular, en la lucha de clases. Con mi padre, cuestionábamos en Emilio su voluntad vanguar-dista de revolucionario intransigente y le hacíamos ver que el pueblo no estaba para guerrillas urbanas ni rura-les. Y con Emilio, refutábamos a mi padre su dogmatis-mo añejo pro soviético y su reformista mecanicis

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mo económico. Ahora, después del golpe, los tres nos unimos como dedos de una mano para ser un puño y defendernos. ¡Elías! – mi hermano, abrazándome. Nuestro padre nos estrecho con sus largos y fir-mes brazos. Dejamos caer las lágrimas, sin nada de qué avergonzarnos. Lloramos a moco tendido, varios largos minutos. - Estamos vivos –mi padre nos dio unas palmadas en la espalda y al igual que en nuestra niñez, revolcó sus dedos en nuestras cabezas–. Vamos a comer algo… La cazuela, sus olores, sus sabores, sus colores, su textura, nos dio cobijo de familia. No hubo la resistencia prevista. El golpe, si bien lo esperábamos, igual nos pilló por sorpresa. Mis contac-tos están perdidos. Fui a una industria y no teníamos armas. Fui a una población y no teníamos armas. Mu-chos compañeros dispuestos a morir y a matar por la revolución, pero sin armas, es un suicidio colectivo. He pasado por varias casas de seguridad y la desorienta-ción es abrumadora. Caminando hacia acá, los muertos en el Mapocho flotan. Sentí disparos en una cancha de fútbol, como un fusilamiento; en los hoyos areneros vi entrar camiones cargados con cuerpos sangrantes y si-lentes, todos muertos, cientos de muertos. La matanza es bárbara. Me contacté con un cura amigo, compañero, y quedamos de vernos en unos días para hacer un infor-me de lo que podamos saber que está sucediendo y ver qué hacer…

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Mi padre fue a la cocina y volvió con una botella de vino. Nunca lo había visto ebrio; de hecho, casi nunca bebía. Descorchó la botella y sirvió tres vasos, largos, hasta el borde. – No es un brindis. Bebamos al seco este trago amargo, porque de ahora en adelante sólo nos quedará resistir y luchar. Mi padre, obrero gráfico, dirigente sindical y des-de niño militante comunista, de ahí nuestros nombres en homenaje a Recabarren y Lafferte, sacó a relucir el carácter de un hombre desconocido, al menos para mí, forjado y templado al fragor de antiguas luchas sociales. – Comamos, porque, enseguida, debemos poner-nos a trabajar. Mientras hablaba, Mario Alberto Salvatierra, mi pa-dre, comenzó a transformarse desde la ternura paterna a la solidez de un dirigente de la clase históricamente llamada a la emancipación social, a la conquista de la libertad humana de todas las cadenas de la explotación del hombre por el hombre y la enajenación de los tra-bajadores. Mientras lo hacía, sentí que yo mismo me transformaba en otro, uno desconocido para mí. Después de escuchar lo que nos contó mi hermano, hizo un descarnado análisis de la situación política. Hasta Emilio guardó silencio y asentía con asombro ante la cla-ridad de nuestro padre convertido ahora en compañero. Tras concluir su visión de los sucesos, nos dio a cono-cer lo que, según él, sería nuestra misión, al menos, por ahora: “sobrevivir, no traicionar e iniciar la resistencia”.

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Por instrucciones suyas, procedimos a cambiar nuestros nombres por otros apócrifos de carácter polí-tico y a tratarnos de manera rigurosa, en público y entre desconocidos, de ese modo. Mi padre sería de ahora en más “Armando”, Emilio pasaría a ser “Bernardo” y a mí me bautizaron como “Camilo”. Luego de esto, le dio una orden a mi hermano, sí, una orden: “Bernardo, ahora es tu turno. Tú debes darnos las pautas a seguir”. Mi hermano guardó silencio. Mi padre volvió a ha-blar: – Ahora, comamos. Al terminar de almorzar “el compañero Bernardo” tendrá el deber de hablar. En silencio, el almuerzo fue sereno. Me daba cuen-ta de que cada bocado de la cazuela era retardado en ser tragado, como calibrando el momento, el instante. Presentía que Emilio estaba turbado por las imágenes terribles de las muertes de las que fue testigo pasivo. Mi padre tragaba muy lento sus argumentos de confiar en el carácter constitucional de las fuerzas armadas. Yo co-mía absorto y abrumado de verme envuelto en decisio-nes que me había negado a asumir debido a mi opción por el dejar ser, por las drogas, las percepciones, el arte y el amor libre. * * * Después de almorzar, nos dedicamos a “limpiar” la casona de posibles rastros que delataran nuestras activi-dades previas, por un eventual y casi seguro allanamien-to militar. Mi padre y Emilio se dedicaron a separar li-bros, revistas, periódicos, folletos y documentos parti

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darios comprometedores. Yo separé mis libros y los ar-tículos escritos para lo que fue una promisoria y efímera carrera académica en la cátedra de estética literaria que dicté hasta hace un par de años en la Facultad de Filo-sofía y Letras, cuando decidí renunciar a dictar clases en la universidad para dedicarme a vivir en paz y amor, aquí y ahora, entre sexo, drogas y rock, en los faldeos pre cordilleranos de La Reina, en una parcela de amigos dispuestos a ser hippies en el último rincón del mundo, lugar donde me encontró, cargado de ácido lisérgico, el día de los bombardeos a La Moneda, evento que viví en la más absoluta inconciencia. La idea de separar los libros era la de dejar en la casona los más comunes y corrientes, esconder los más peligrosos y quemar lo que no fuera trascendente. Lo mismo hicimos con las fotografías y los discos de vini-lo. En la chimenea quemamos durante días los varios kilos del material condenado a desparecer. Limpiamos los estantes y acomodamos los libros que quedarían en casa, casi pura literatura clásica y revistas deportivas y de moda; antiguos textos de estudio de las humanida-des; novelas de vaqueros y de romances. De los cientos de discos, solo quedaron en casa tangos, boleros y la nueva ola. Las cuatro maletas llenas de libros y revistas de ca-rácter político, Emilio se encargó de hacerlas llegar a una monja conocida que aceptó guardarlas en el colegio, sin poner reparos. Mi tesis de grado y los apuntes de clases decidí dejarlos en el entretecho del altillo del tercer piso

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que ahora cumplía la función de bodega, que antes fue espacio de juegos para nosotros con Emilio, y luego un rincón secreto cuando mi hermano comenzó a caer en el tobogán de la adolescencia y yo debí quedarme en la infancia viéndolo crecer por un par de años. Una semana después, mi padre decidió vender los libros a un vecino que tenía un local de cambio de re-vistas y de libros a unas cuadras de nuestra casona. Le dijo que estábamos mal de dinero y le vendió todo. El hombre aceptó la propuesta y regateó el precio. Hizo un gran negocio. Uno muy bueno. Según mi padre, eso nos daría una excusa por la ausencia de libros y una coartada que podría ser confirmada por el librero. * * * Varias semanas más tarde, Emilio y mi padre salían de casa en busca de sus contactos partidarios. Casi nun-ca volvían con datos muy concretos, todo era impreciso, inseguro y vago. Por lo general, llegaban con rumores de compañeros suyos, muertos o apresados. Mi labor consistía en recorrer el barrio buscando información, comentarios o chismes de los negocios; además, debía dar cobertura y explicaciones a los vecinos más pregun-tones. Junto con eso, llevar adelante las tareas domésti-cas diarias de cocinar, asear la casona y lavar la ropa.

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DOS

Al comenzar el verano, Emilio trajo novedades más o menos certeras de una red de personas destinada a ayudar a los compañeros más golpeados o perseguidos, que corrían serio riesgo sus vidas o las de sus familias, para llevarlos a las embajadas y conseguir el asilo polí-tico que los sacara del país, único modo de sobrevivir a la implacable persecución que los agobiaba. Con este antecedente, mi padre estuvo de acuerdo en que po-díamos y debíamos sumarnos a ese trabajo de resisten-cia solidaria. Así nos integramos a una cadena anónima de ayudas para rescatar personas o familias enteras que debían salir del país. Dirigentes partidarios o sociales, ex prisioneros torturados y familiares de ejecutados por los consejos de guerra. Al principio, nuestra labor consistía en trasladar per-sonas de una casa a otra, por lo general a un barrio de la zona oriente; luego llevarlas a un recinto religioso para ejercicios espirituales en las afueras de Santiago; final-mente, llevarlas hasta una embajada, ayudarles a entrar de los modos más sorprendentes o cotidianos; a veces, en el portamaletas de un auto, disfrazados de curas o monjas, bomberos o enfermeras, saltando rejas, y lue-go desparecer por un par de días para volver a nuestra casona hasta una próxima operación, con el sigilo y el cuidado de no dejar en evidencia nuestro aporte clan-destino a estas tareas de rescate.

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Con los días, y ante la gran necesidad de lugares para ocultar a los perseguidos, debimos usar nuestra propia casona para guarecer personas en tránsito hacia el exte-rior del país. Llegamos a albergar hasta veinte personas durante un fin de semana festivo. Para abastecernos de alimentos, decidimos com-prar en muchos negocios distintos pequeñas cantida-des, pensando en tres o cuatro personas y así no levan-tar sospechas en nuestro rededor. Pero fue inevitable el desenlace. Tras sacar a los últimos compañeros, un matrimo-nio de tupamaros uruguayos con sus dos hijos peque-ños, algo hicimos mal o alguien se percató y nos de-nunció. A pesar de eso, mi padre intuyó algo extraño y decidimos dejar la casona por algunos días para verifi-car su pálpito. Nos quedaríamos en casas amigas y a la semana siguiente volveríamos uno a uno. Primero mi padre, luego Emilio y yo, en ese orden debíamos regre-sar. Lo haríamos el mismo día, separados por un tiempo prudente, cada tres horas, con la intención de verificar que no había inconvenientes. Mi padre dejaría una esco-ba apoyada en el álamo del antejardín, señal de que todo estaba bien. Emilio debería salir, a la hora de mi llegada, a retirar la escoba y barrer la vereda de piedras que va de la reja a la casona. Emilio nunca salió y la escoba quedó en el árbol, abandonada. * * * La brigada destinada a impedir los sucesivos asilos de militantes y simpatizantes del depuesto gobierno,

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que ponían en riesgo la frágil imagen de la junta mili-tar, estaba integrada por nueve hombres, conscriptos del ejército, casi todos de origen campesino. Al mando de ellos, un joven capitán se encargaba de dar cohesión a su equipo de reclutas inexpertos. Junto a ellos, un gru-po de civiles voluntarios adscritos a un destacamento de choque de extrema derecha; la mayoría de ellos estu-diantes de la universidad católica, hijos o familiares de generales, empresarios, jueces y obispos castrenses. La información les llegó de fuentes distintas, por lo que la certeza del éxito del golpe que darían esta-ba asegurada. Contaban con equipamiento adecuado y muchos recursos. El primer antecedente de la red de operaciones destinada al asilo de personas vino de un torturado por la Dina en un cuartel secreto. Militante de un partido de la UP, entregó antecedentes de esta red de apoyo destinada a dar refugio a militantes conocidos, ex funcionarios de gobierno, perseguidos por razones po-líticas, exonerados o ex prisioneros que estuvieron de-tenidos y que, por azar o por ser desconocidos para los militares sediciosos, recuperaban su libertad y salvaban la vida, así como por fortuna. Dirigentes públicos de-masiado conocidos y torturados que se habían salvado de ser ejecutados en los recintos de reclusión improvi-sados en canchas de barrios y estadios de fútbol. Otra pista provenía del seguimiento a religiosos de poblaciones populares que habían dado muestras de algún nivel de resistencia. La vigilancia a esos curas y monjas de base había dado cuenta de movimientos ex

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traños; muchos viajes en vehículos de la congregación con diferentes destinos dentro de la ciudad, entre casas de laicos que nada tenían que ver con asuntos de la fe, hospitales y por último a embajadas o consulados. El informe determinante, en todo caso, fue el de un traicionero que nada tenía que ver con esto, pero que, viendo la ocasión de un mejor horizonte, quiso pa-sar por perseguido político. La red analizó su caso y estableció que en verdad no tenía ninguna militancia, ningún compromiso con nada ni nadie y que solo bus-caba una oportunidad personal para aprovecharse de la ayuda que daban algunos países a los emigrantes forza-dos por razones ideológicas. A pesar de que el descarte fue cauteloso y nunca se le dijo que no lo sacarían del país, sino que solo se postergaba su salida para un fu-turo próximo, el tipo, frustrado y enrabiado, dio aviso a carabineros de una comisaría, delatando lo que él había logrado averiguar. Para su peor desgracia, los uniforma-dos lo detuvieron y durante la noche lo fusilaron en un puente sobre el Mapocho, arrojando su cuerpo al cauce del fúnebre río. La cuarta pista de este póquer nefasto fueron al-gunos vecinos de una casona en Matucana; gente que celebró con asado y champaña el día del golpe, enga-lanando sus viviendas con banderas de la patria a tope del mástil más alto puesto sobre los techos altos de sus casas y haciendo sonar al más alto volumen, uno tras otro, los bandos militares de la junta golpista. Ellos die-ron aviso de los extraños movimiento de los Salvatierra,

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sus compras en varios almacenes del barrio y la excesiva can-tidad de gente de un fin de semana recién pasado.

* * *

La casona de Matucana debió ser tomada por asalto durante la noche o quizás el día anterior en que “Ar-mando” dejó la escoba apoyada en el álamo. “Arman-do”, de medio siglo de edad y sin preparación física en autodefensa, fue reducido rápido por los comandos con brazalete naranja que estaban escondidos al interior de la casona. En un pequeño sótano debajo de la cocina debieron aplicar fuertes dosis de tortura iniciales para quebrar su coraje y su resistencia: golpes, corriente, inmersión, groserías. Estoy seguro de que no les dijo nada, aparte de insultarlos y decirles en su cara la clase de gusanos que significaban para él sujetos de esa cala-ña y sin la estirpe de un viejo militante, fogueado en la lucha sindical, discutiendo con patrones, más educados, pero igual de bichos que esos que lo golpeaban. Des-nudo su torso, amarrado en alguna silla, estoy seguro que les ofreció combos uno a uno para demostrarles su hombría y su falta de temor a niñitos de uniforme de-fendiendo, engañados e ignorantes, en nombre de una bandera basureada por los propios generales, las rique-zas ajenas. Con “Bernardo” el asunto debió ser distinto. Pre-parado para el combate desde que ingresó al movimien-to revolucionario y debido a su juventud, debió dar dura

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pelea a los pelados y a unos hijitos de papá que jugaban rugby los sábados por la tarde. Durante seis horas tor-turaron a mi padre, durante tres, a mi hermano. Al pasar frente a la casona de Matucana no oí ni vi nada. Solo la escoba apoyada en el álamo, en un lugar donde no debía estar. Caminé hasta San Pablo, varias cuadras y tomé un taxi hasta la casa de un cura amigo de la red. “No vuelvas por acá –me dijo–. Busca donde quedarte algunos días. Veámonos el viernes en la ca-tedral. Yo iré con el obispo a la casona de tu padre y trataré de saber qué ocurrió”. En la camioneta del cura viajamos al centro y me dejó en una calle, cerca de la Alameda.

* * *

Al entrar en la casona, “Armando” no sospechó nada. Quizá le jugó una mala broma su falta de expe-riencia conspirativa en tiempos de guerra. Se confió en que todo estaba en orden aparente y decidió dejar la se-ñal acordada: la escoba en el álamo del antejardín. Ese mismo acto desencadenó las acciones de los comandos de asalto. Lo redujeron y le dieron duro, golpes de puño y patadas; lo amordazaron y lo siguieron golpeando. A cada pregunta, “Armando” se fue dando cuenta que, aunque conocían la red de apoyo para los asilados, no tenían conocimiento de su grupo operativo. Descono-cían la existencia de “Bernardo” y de “Camilo”. Tam-poco tenían la noción de que esos “compañeros” eran

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sus propios hijos; compañeros fieles a toda prueba, se-gún pudo comprobar en esos meses de operaciones. Esa convicción le permitió enfrentar la tortura con entereza. La voz metálica del compañero presidente era su fuerza moral: “pagaré con mi vida, la lealtad del pueblo”. El capitán estaba ofuscado. Puteaba a los cons-criptos que no eran capaces de sacar ni media frase al hombre que no fueran insultos. Intentó con los civi-les, pero nada consiguieron. Él mismo estaba dispuesto, arremangadas sus mangas de camisa oficial, de dar los golpes necesarios para desarticular esta célula, cuando uno de los vigilantes le alertó la presencia de un segun-do hombre entrando en la casona. “Bernardo” ingresó por la puerta de la cocina y allí mismo se trenzó a golpes con dos conscriptos. Los gri-tos y los quejidos de los milicos hicieron que otros llega-ran al lugar. Entre seis pudieron reducirlo, no sin mucho trabajo. Hasta que un culatazo de fusil en la nuca logró dejarlo inconsciente. En otra habitación, comenzaron la sesión de tortura. “Bernardo” dedujo que “Armando” estaba detenido y creyó que era probable que estuviera muerto, por lo que decidió no decir nada, pensando en salvar a “Camilo”. Sabía que tenía que aguantar solo tres horas y después de eso su vida no valdría nada, menos si no lograba salvar a su hermano menor. “Armando” y “Bernardo” fueron apuñalados con corvos de infantes del ejército entre gritos desgarrado-res y arengas de la patria. Por información interna y confidencial, al momento de enterrar los cuerpos en un

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recinto militar de Colina, los del comando se entera-ron que los dos cuerpos pertenecían a Mario Alberto y Emilio Salvatierra y eran padre e hijo, respectivamente, y que al menor de los hermanos no se le podía ubicar. El capitán dedujo que también era parte de la red de apoyo y tras los pasos de él organizaron una operación para detectarlo, primero, y eliminarlo, después. Durante un par de meses estuvieron en eso.

* * *

Sentía sus pasos cerca de mí. Al principio fue pura y simple paranoia, destilada en la mente y fermentada en el miedo de mi cuerpo. Pero luego se fue haciendo evidente que me perseguían, me querían tener en sus manos. Cada vez que pasé por casas de seguridad de compañeros de mi padre y de mi hermano, por alguna parroquia amiga, o mis visitas a la catedral, a los pocos días, llegaban mensajes de que personas sospechosas preguntaban por Elías Salvatierra. El mensaje era obvio. Ellos debían saber que presenté un recurso de amparo por mi padre y mi hermano, y que el juez de turno se encargó de archivar y declarar como “no procedente”.

* * *

El operativo de seguimiento de Elías Salvatierra puso en terreno a los integrantes de la brigada al man-do del capitán. Habían decidido detenerlo cuando hicie

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ra contacto con alguno de sus compañeros. Ignora-ban que al hacer desaparecer a “Armando” y a “Ber-nardo”, Elías Salvatierra perdió todo contacto con la red. Él era solo un eslabón suelto, sin militancia de ningún tipo, sin compañeros que pudieran tender-le una mano o integrarlo a una célula partidaria. Die-ciocho hombres armados y tres vehículos consti-tuían el equipo que se había propuesto atrapar a Elías. Encuadraron la capilla donde se alojó esas últimas noches y lo vigilaron hasta el centro de Santiago, en lo que ellos suponían sería un encuentro con su contacto. No lo seguían. Cada uno de los perseguidores lo enfren-taba, en la práctica, al venir en sentido contrario al que caminaba Elías. De tres en tres, por las calles adyacentes cubrían los flancos. Dos vehículos se movilizaban en el mismo sentido que Elías y desde el tercero, el capitán dirigía la operación. Un rastrillo de frente se aparecía ante él sin que notara nada extraño. Elías se cruzó con casi todos sus eventuales captores en cada cuadra que avanzaba, que salían a su encuentro, sin imaginarse si-quiera el complejo estilo de seguimiento. Ninguno de ellos se repitió. Elías caminaba despreocupado de esa máquina orquestada en su contra. El azar y la ropa co-mún que vestía fueron su salvación. Cuando el capitán entendió que el perseguido se dirigía a la catedral y que no haría contacto con nadie de su interés, ordenó dar paso a la detención. Al ingresar junto a la catedral, a las oficinas del Co-mité Pro Paz, en busca de respuestas por el paradero

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de su padre y de su hermano, un hombre de su misma contextura y vestido de igual manera salió del recinto a la calle. Los agentes de inteligencia militar se confundie-ron y continuaron el seguimiento al hombre que se cru-zó con Elías y que salió en sentido contrario. El capitán pensó que se trataba de una maniobra de distracción de Elías y dio nuevas instrucciones. Al capturarlo y subirlo al auto no creyeron en la versión del detenido y supusie-ron que la documentación de identidad que portaba era falsa. Esa víctima terminó, junto a muchos otros, en el patio veintinueve del cementerio general.

* * *

“Sobrevivir, no traicionar e iniciar la resistencia”. Las palabras de mi padre, Mario Alberto Salvatierra, “el compañero Armando”, resonaban como un man-damiento, como un dictamen. La derrota del gobierno popular y de la revolución de los pobres del campo y la ciudad, los proyectos de mi padre y de mi hermano, me dejan solo. Hasta que “Armando” y “Bernardo”, o sea, Mario Alberto y Emilio Salvatierra, no vuelvan a barrer la vereda del antejardín, no voy a regresar a nuestra ca-sona de Matucana. Haré vigilia día y noche hasta verlos aparecer. De ahora en adelante, haré un propio camino: vagar a mucha distancia alrededor del hogar como cón-dor en torno a su nido.

* * *

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Paso unas semanas en casa de unos amigos, en una parcela de Talagante, en las afueras de Santiago. Nada parece suceder en el país. Con ellos fumo marihuana traída de plantaciones de cáñamo del interior de Los Andes, ingiero tabletas de Romilar con algo de licor para inducir alucinaciones; y escucho música sicodéli-ca para el alma, Janis Joplin, Ravi Shankar, Jimy Hen-drix Experience, Aretha Franklin, y algunos discos de grupos chilenos subterráneos no muy difundidos, Los Jockers, Los Mac´s, Los Jaivas, Aguaturbia, una banda que hacía una mezcla de blues, soul y rock. Leo poe-sía de la generación beat norteamericana, Alen Gins-berg, Gregory Corso, Ferlinghetti. Sobrevivo. Algo tan simple como echarse a las calles a vagar se me aparece como un llamado interno, una vocación ancestral. Nada digo a mis amigos. Pronto será el fin; también, el del arte por el arte, la revolución de las flores, las puertas de la percepción, los ácidos químicos, los hongos alu-cinógenos, el sexo libre, la hermandad de los hombres sin fronteras y el amor universal. Desde un closet sacó ropa que supongo es del abuelo del dueño de la parcela: ropa oscura y antigua. Con mi barba crecida y después de semanas de no asearme, salí de la parcela y regresé, vestido de atorrante, al Santiago ocupado. Como el país, la casona de Matucana fue convertida en cuartel general, casino de oficiales y casa de putas del capitán y sus soldados.

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TRES

La tarde de junio en que falleció mi madre, estuve encerrado todo el día en mi habitación. La agonía de su cáncer fue horrible. La menuda gran mujer, firme, limpia, bella, se fue debilitando y reduciendo lenta y de modo inexorable, en una batalla para la cual su única defensa fue entregarse a las manos de Dios y no a la de los médicos. Nuestro padre, días antes, nos reunió en el comedor y nos explicó el mal que afectaba a nuestra madre. Emi-lio, de doce años, y yo, aun menor, recibimos la noticia en silencio. Nuestro padre nos invitó a no lamentarnos: “No es momento de llorar. Es tiempo de despedirnos. Nadie sabe cuándo llega su hora. Disfrutémonos, como si nunca más…”. Estaba encerrado, mi padre conversaba con Emilio y le explicaba que nuestra madre había decidido no mo-rir en un hospital ni ser velada en ninguna iglesia. Con todo lo creyente que era, pudo más su humilde bondad: “la iglesia es muy fría para la gente que venga a despe-dirme”. Emilio me avisa que mamá está muy mal. El sedan-te, la morfina, el veneno, cada vez hacen menos efectos. Se queja con dolor intenso. Le cuesta respirar. Su rostro digno retiene el sufrimiento. No hace alharaca con su mal. Me siento al costado de su cama en una silla. Tomo de su velador un librito pequeño. Nuevo testamento. La

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ausencia de fe religiosa, presente a mis diez años, he-rencia de mi padre ateo, no me impide ver la necesidad de consuelo espiritual de mi madre. Durante horas leí en voz alta cada una de las Bienaventuranzas, en Mateo cinco, y muchos de los Salmos de David. La serenidad y calmada resignación fueron inva-diendo a mi madre. Dejé de leer y en mi mente ini-cié una breve súplica dirigida a mi madre, una rogativa para desprendernos: “Vaya. Ya hizo lo que tenía que hacer… Vaya a los brazos de su padre”, y vi la imagen de mi abuelo materno con su calva cabeza, su poco pelo blanco, sus ojos claros y su barba alba sin rasurar con la vieja y afilada navaja. Tomó a mi madre, a su hija, de una mano, y caminaron. Juntos los vi cruzar un puente de aguas mansas sobre el estero de la tierra natal de mi madre allá en el sur, de donde emigró a los quince años para seducir y conquistar a mi padre. Nuestras miradas se cruzaron y, ya en calma, nuestra amada madre cerró sus ojos para viajar en el último aliento de su vida.

* * *

A Emilio siempre lo admiré. Si alguien pudiera elegir un hermano mayor, a ojos cerrados, le recomen-

daría a alguien como él. Después de la muerte de la mamá, nos hicimos más amigos. Al volver de clases, él

calentaba el almuerzo que nuestro padre cocinaba la noche anterior, y yo ponía el mantel, la loza y los cu-

biertos sobre la mesa del comedor de diario. Tras el al

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muerzo, yo recogía todo y él lavaba los platos y los ser-vicios ocupados. De ahí… a jugar. Emilio era muy ingenioso. Inventaba juegos para mantenernos entretenidos hasta la llegada del papá. Además, era laborioso. Hacía pistolas de madera para jugar a los vaqueros, como en las pequeñas novelas que papá nos traía cada viernes; inventaba la confección de metralletas para jugar a los soldados y a la guerra; con tapas de frascos hacía un panel de control de una nave aérea, viviendo heroicas aventuras en nuestros viajes por la selva o por lugares exóticos; me enseñó a hacer títeres e inventaba historias que representaba detrás de una cortina; luchábamos cuerpo a cuerpo hasta sudar y quedar exhaustos. Emilio fue muy leal, incluso cuando entró en la adolescencia y comenzó a convertirse en joven. Nunca me ocultó sus cambios. Me mostró sus primeros pen-dejos con la misma tranquilidad y alegría con la que me mostraba sus espinillas y el modo en que las reventaba, antes de afeitarse; me hizo ver las revistas porno y me enseñó a hacerme la paja; me contó de su primera mu-jer, cuando el papá lo llevó a putas, cuando cumplió los quince años. El mismo me daba ánimo y tranquilidad cuando mi padre me llevó a mí para hacerme hombre, en un burdel escondido en el centro, a la misma edad sagrada de la iniciación en asunto de mujeres y de hom-bres. En lo único que me le adelanté, aunque en rigor fue una búsqueda de camino diferente, fue en invitarlo

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a fumar su primer pito de marihuana, al cumplir yo los diecisiete, el sesenta y cinco. Emilio me acompañó y leal-mente nada dijo a nuestro padre, pero me dio a entender que ésa no era una senda para él, y me confidenció que desde hacía meses había ingresado al Movimiento de Iz-quierda Revolucionaria, en la universidad. Poco a poco, nos fuimos distanciando, sin drama. Él estudiaba socio-logía y yo ingresé a estudiar historia y teoría del arte. Él se incorporó de lleno a las tareas políticas propias de su militancia revolucionaria y yo me lancé de bruces al pe-yote, el ácido y al amor libre, al son del soul y del rock.

* * *

Pensó en escribirle una carta a Emilio. Relatar sus viajes y sueños, el trayecto y las sorpresas. También pen-só que escribir esa carta no tenía mucho sentido. Cuan-do recuerdas es señal de que no vives. De todos modos, sabía que su hermano podía comprender lo que había sucedido con su vida. Le habría gustado contarle uno de los posibles puntos de partida de su vida actual. Recor-dar cuando con Emilio conseguimos que nuestro padre nos comprara un toca discos. El no era muy asiduo a escuchar música. Pero yo me inicié en el aprendizaje de sonidos sicodélicos. Por unos compañeros de curso conocí la nueva música que llegaba de Inglaterra o Es-tados Unidos, traída por parientes, amigos o conocidos. Los Betales no fueron tan decisivos como los Rolling Stones, con Mick Jagger y Keith Richards

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a la cabeza, revolviendo mis neuronas como una bati-dora. Una tarde de agosto fuimos con unos amigos a Providencia. Frente al café heladería Coppelia, sobre un camión, Los Jockers tocaban canciones de los Rolling Stones. Nos reunimos una multitud de lolos pelilargos y lolas con mini falda. La actuación no estaba autorizada por nadie y fue interrumpida por la policía. Quedó una gresca. Una treintena de detenidos fue el bautizo del lugar con el misticismo de nuestra contracultura. Luego nos fuimos al Drugstore y conseguimos marihuana. Ca-minamos por la avenida entre Pedro de Valdivia y Toba-laba, buscando lugares donde intercambiar prendas de vestir y discos que no encontrabas en las disquerías de moda y que no tocaban en las radios: The Who, Cream, Yarbirds. No me parecía tan banal, en todo caso, todo ese lolerío de secundarios deambulando de acá para allá, mostrando la estética pop, de pelos largos los hombres y de faldas cortas las mujeres. Mostrar las extensas pier-nas entre blusas floreadas era una forma más de romper con lo establecido. Algunas tardes se dejaban aparecer los normales cadetes de la escuela militar y nos trenzá-bamos en duras peleas entre la intolerancia y la libertad. Estas peleas se podían dar aquí, en los parques, en el Forestal, el Bustamante o donde fuera que nos reunía-mos. Otras veces eran los pacos del grupo móvil los que nos atacaban con sus bombas lacrimógenas y sus lumas de palo. Era absurdo. Queríamos la paz y el amor y de-bíamos defendernos a pedradas y patadas de la fuerza pública. Otras veces, me dirigí al barrio Villavicencio,

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cerca del Museo de Bellas Artes, por Lastarria y Mer-ced. Allí se respiraba la creación, laefervescencia, la vida nueva. Artistas, actores, artesanos, restauradores, ge-neraron allí un espacio para desarrollar las inquietudes creativas del movimiento emergente. Grupos de teatro experimental, de mimos, pretendían abrir la escena tea-tral. En la Casa de la Luna Azul se realizaban exposicio-nes y recitales, obras de teatro y otras expresiones como happenings, títeres o mimos. En el Forestal nos reu-níamos con estudiantes de arte, de música y liceanos a compartir un espacio que nos sacaba, en la imaginación al menos, fuera de la ciudad. De todos modos, también llegaban, a interrumpir la volada, las fuerzas del orden y los grupos de jóvenes pijes bien vestidos, conservadores y de pelo corto. Se hacían pesquisas y redadas policiales intentando detener el florecer. Había que salir de allí y buscar otros lugares. En ocasiones fuimos a escuchar a bandas de músicos en el teatro Astor, en el Oriente, en el Andes; a veces nos íbamos a la Carpa a Go Go, para escuchar música, bailar, fumar, divertirnos. Escuchába-mos a LosJockers, Aguaturbia, Los Escombros, Vidrios Quebrados. En ocasiones, nos reunimos más de dos mil jóvenes. También, los domingos por la mañana, nos juntábamos en el cine Marconi, para expresarnos y di-vertirnos con música beat o soul, leyendo o escuchando poesías. La prensa nos trataba de vagos, hippies, droga-dictos, enajenados. No sé cómo llegué a ver algunas pe-lículas, como Bonnie and Clyde, o Blow Up, de Antonioni, inspirada en el cuento Las babas del diablo,

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de Julio Cortázar. Escuchar el conceptual último long play de los Beatles, Sargeant Pepper›s Lonely Hearts Club Band, no fue tan extraño como las sensaciones que pro-vocaba la historia. Lo mismo sucedió al ver la película El submarino amarillo y toda la sicodelia del arte pop. Re-correr la orilla sur del Mapocho, la hojarasca del Fores-tal o las faldas del Santa Lucía, explorando sensaciones y descubriendo nuevas creaciones fue el comienzo de la aventura de viajar. Una tarde fuimos invitados al estre-no de VietRock montada por el instituto de teatro de la Chile, una obra contestataria que mezclaba danza, tea-tro y rock. La policía continuaba con sus redadas en los parques, deteniendo a gran cantidad de lolos, muchos menores de edad y en conflicto con sus familias. Busco mi destino nos dio el impulso, junto a otros amigos, para iniciar un viaje al norte. Llegamos a La Serena, para lue-go regresar. La noche de año nuevo, para el cambio de la década, nuevas trifulcas con la policía en el Forestal. Entre piedras y lacrimógenas, la reyerta terminó antes de comenzar el ritual de dar abrazos. Durante ese ve-rano se presentó la obra Museo 70, una amalgama de plástica y poesía joven, con rock en vivo interpretado por Los Escombros. Luego fuimos a Viña del Mar al encuentro de música de vanguardia, primer festival ma-sivo, al aire libre, de música pop. Fumar marihuana y no hacer nada durante muchos días, también fue una obra espontánea. También fue el momento de probar guari guari, impregnando un huaipe con el contenido de un extintor e inhalar esa sustancia hasta quedar quieto, alu

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cinando. Antes de volver a la casona de Matucana, fui al recital de Piedra Roja. Esta carta a Emilio, al fin, nunca fue escrita.

* * *

Llegué, no sé cómo, a la casona. Entre las calles blandas que se desdibujaban y autos que parecían ani-males flexibles; con sonidos sutiles, desde muy lejos, lle-gando a mis oídos: conversaciones desde el otro lado de las paredes poco sólidas, de goma, diluyéndose; sonidos del mar oídos acá en la ciudad sin playas; percibiendo el aleteo de altos y lejanos pájaros; los colores siempre exactos, ahora difusos; caminando en lentitud exaspe-rante, pausado, con cada respiro en un ahogo; la música estridente, las flores, los cuerpos de mujeres, las cabelle-ras largas, los humos, todo mezclado, en mixturas alte-rantes… Segundos de lucidez me permitieron entender que en la casona, mi padre estaba reunido con sus com-pañeros del sindicato, o ¿serían del partido?; mi padre daba una charla sobre la historia del país; sus palabras subieron conmigo por la escala y me acompañaron al tenderme en la cama y se revolvían en mi mente sin po-der escapar…: “medallas de sangre a lo largo de nuestra historia; después de la guerra del norte, para apropiarse de las riquezas mineras, se lanzaron a expropiar las tie-rras del sur, en el extermino de los mapuches; luego vino una larga secuela de masacres obreras, en un su-ceder eterno de matanzas populares…; obreros portua

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rios en Valparaíso, con cuarenta muertos en mil nove-cientos tres…; trabajadores ultimados a bala y sable por pedir la derogación del impuesto a la carne, en mil no-vecientos cinco…; decenas de muertos en Antofagasta, en la plaza Colón, en donde “guardias de honor” militar y burgués balean una concentración en mil novecientos seis…; y al año siguiente, la más bestial y cruel de la ma-tanzas que conocemos en nuestro país.…, trabajadores de las salitreras marchan a la ciudad a pedir justicia so-cial…, las tropas reciben órdenes…, los obreros en una escuela…, barridos sin contemplación con ametrallado-ras y luego perseguidos y asesinados por toda la ciu-dad…, más de tres mil personas…; en los años veinte la represión se extiende hacia el sur austral…, obreros ganaderos de los frigoríficos… numerosos muertos…; incendiaron una sede sindical y a los que intentaban escapar de las llamas les corrieron bala…, decenas de muertos y heridos por la metralla y el fuego…; en las oficinas salitreras se reiteran las manifestaciones obre-ras en protesta por despidos…; querían discutir con los patrones, pero son baleados y muertos una veintena de obreros pampinos…; al día siguiente continúa la ma-tanza de cientos de trabajadores por la pampa…; en el veinticinco, los trabajadores se toman algunas oficinas salitreras para exigir el cumplimiento de convenios bur-lados por las empresas y son atacados con artillería y otras armas…; mueren más de seiscientos…; la matanza sigue en plena pampa; los militares se divertían, hacían cavar las tumbas a los propios obreros y los hacían caer

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adentro a balazos…; la matanza duró dos meses…; cien mineros baleados al interior de un regimiento en Copia-pó, el año veintiocho…; luego vinieron las masacres de los campesino…; los colonos querían apropiarse de las tierras pero sobraban los campesino; fueron arrestados cientos de trabajadores de la tierra, pero solo unos po-cos llegaron vivos a las cárceles…; los apresados fueron asesinados y arrojados al río Biobío…; se crean campos de concentración, se realiza una represión masiva contra los trabajadores…; el cincuenta y siete, un general rea-liza una feroz represión a una huelga general en la ca-pital…, masacran a ocho personas en una población…; el año pasado nomás, en Puerto Montt, en Pampa Iri-goyen, durante unas semanas más cien familias de obreros y campesinos de la zona, la mayoría cesantes y sin casa, habían levantado chozas de tablas y lonas, en la seguridad de que, por fin, tendrían un lugar donde vi-vir…; en la madrugada se dejaron caer unos doscientos carabineros, con armas y bencina para quemar las cho-zas…; los pobladores fueron desalojados a culatazos…; se defendieron del ataque y las fuerzas policiales comen-zaron a disparar sus fusiles y ametralladoras y una cor-tina de bombas lacrimógenas., después incendiaron las chozas… ocho trabajadores muertos… decenas de he-ridos…”. Las notas y acorde de música sicodélica que vienen del toca discos, el bramido del mar que me llega desde la costa, los balazos y los gritos que regresan des-de el pasado, la voz de mi padre arengando a sus com-pañeros, me dan ganas de vomitar; a tientas, chocando

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con las paredes del pasillo, voy al baño; cierro la puer-ta, vomito y me meto bajo la ducha: el agua lluvia de la regadera cae filosa y son cuchillos o clavos o alfileres que caen, pero no me dejan heridas…; en la madrugada despierto con tercianas y escalofríos, sudando, transpiro en las sábanas mojadas.

* * *

A fines del año setenta, mi papá organizó una cena para celebrar mi titulación con honores y mi ingreso como académico, al año siguiente, en la cátedra de es-tética literaria en la Facultad de Humanidades y Letras. Emilio, ese año, ya estaba dedicado por completo al tra-bajo militante, en Concepción, a donde se trasladó para abocarse a tareas encomendadas por su movimiento, en el frente poblacional. Al comienzo, había hecho un cambio de universidad, pero dejó los estudios en un se-gundo nivel de prioridades. Por lo poco que podía co-mentar, entendí que asesoraba con estudios a la comi-sión política en asuntos del mundo de los pobladores. Mi viejo se sentía orgulloso de nosotros. A pesar de sus diferencias políticas con Emilio y a pesar de cono-cer, en parte, mis experiencias sicodélicas, nos respetaba y tenía su mirada puesta en nuestras acciones con interés real. La comida fue sobria, sabrosa y regada, hasta em-borracharnos. Además, la ocasión fue la propicia para presentarnos en familia a nuestras respectivas parejas, o proyectos de compañía.

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Mi padre invitó a Isabel, una mujer de unos treinta y tantos años, bajita de estatura, pero con una gran fibra de mujer luchadora; era enfermera y dirigente de los trabajadores del gremio de la salud, destacada militante del partido Comunista. Emilio vino con Flavia, su compañera, una estudiante de antropología, mirista, muy asertiva, morena, delga-da, de pelo largo y liso hasta sus hombros. A mí me acompañó Malena, una chica de buena voz, cantante de blues, entre otros atributos que me llenaron el alma de flores. Tuvimos una buena noche de risas y ternuras. Las tres mujeres parecían disfrutar de nuestras anécdo-tas, de nuestra vida de un hombre con sus dos hijos que por más de una década vivían solos, aprendiendo labo-res domésticas sin más escuela que la improvisación y el buen gusto. Mi padre se encargó de que ninguna de las tres in-vitadas hiciera nada de lo que se suponía eran sus na-turales tareas del hogar, salvo disfrutar de una velada familiar. Más que por un afán de caballerosidad, lo hizo porque intuía que le llegaría un temporal de críticas y argumentos referidos a la liberación femenina. Mi padre e Isabel irradiaban por los poros la eufo-ria que les significaba el triunfo del compañero presi-dente en las elecciones de septiembre y manifestaban su claro compromiso y participación en las labores de apoyo al inicio del gobierno popular. Emilio y Flavia se mostraban satisfechos con su trabajo con los pobres del campo y la ciudad, en este período de acumulación de

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fuerzas para la revolución social. Malena escanciaba vino en nuestras copas cada vez vacías. Por mi parte, deslumbré a mi familia con una faceta de guitarrista, desconocida para Emilio y mi padre. Malena comenzó a susurrar una melodía y le seguí con mis acordes bluse-ros. Después de la medianoche, las tres parejas nos fui-mos a nuestras habitaciones al encuentro con los dioses del sueño, del amor o del placer, cada uno de nosotros en su versión más deseada.

* * * En los tiempos de la reforma universitaria, una no-che, mi padre llegó con la cena a la toma de la casa cen-tral. Junto con la carne asada y unas ensaladas, llegó con una botella de vino y otra de pisco. Con Emilio estába-mos encargados de la vigilancia esa noche, así es que debimos discutir con los dirigentes la situación. Noso-tros no nos acordábamos, pero ese día el viejo estaba de cumpleaños, por lo que mostró su cédula de identidad, una pequeña libretita de tapas plásticas verdes, y de ese modo consiguió que nos dieran la autorización, prime-ro a dejar el turno de vigilancia y, segundo, a cenar con nuestro padre en una improvisada mesa; algunos com-pañeros, incluso, hicieron las veces de mozos y nos aten-dieron como en un lujoso restorán. Mi viejo les cayó en gracia y la parranda se alargó hasta la mañana siguiente. Cuando se marchó de la toma, nos recordó el año nuevo del cincuenta y ocho, el mismo año en que nues

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tra madre murió de cáncer. A mi padre le tocó hacer turno de noche como guardia de la empresa en que trabajaba en ese tiempo. Era un trabajo temporal que pudo hacer antes de ingresar a la imprenta donde haría su vida como dirigente sindical. El asunto es que nuestra madre pre-paró la cena para celebrar el año venidero y alrededor de las diez de la noche nos fuimos hacia la industria donde estaba mi viejo. Llegamos poco antes de la medianoche y a la rápida comimos la carne a la cacerola con la ensalada chilena y la de papas mayo. Mi viejo bebió dos copas de vino y nos quedamos en la cabina junto al portón de ac-ceso a la empresa. Nosotros jugamos un rato y luego nos dormimos cansados. En la noche sentimos, distantes, el suave gemir de nuestra madre en los brazos del papá. Con Emilio nunca conversamos de lo que ocurrió esa noche; pero ahora, mientras el viejo camina aleján-dose de la toma, recordamos ese acto y nos alegramos de tener un viejo roble de buena cepa como padre.

* * *

Malena entró en mi vida con su voz cantando blues, una tarde cálida de otoño en el parque Forestal. Está-bamos en grupos distintos y distantes solo algunos me-tros; de casualidad nos dábamos las espaldas la una al otro, como los puntos más próximos de dos círculos cerrados. Fumábamos cannabis, de mano en mano, pa-sada como testimonio de atletas en una carrera de pos-tas, inventando el rito.

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Tomé mi guitarra acústica y comencé a sonar sus cuerdas, suave, lento, pausado, con la cadencia de Ro-bert Johnson. Ella dio inicio a un murmullo, un susurro, luego, para finalizar cantando con voz ronca, sensual, negra. Poco a poco, fuimos acoplando las melodías y los tonos hasta llegar a una canción común. Los aplausos abrieron los círculos y recién ahí nos dimos vuelta para vernos cara a cara. Ella vino hasta mí y me besó con su tibia boca roja. Nos tendimos sobre las hojas ama-rillas y secas y ardimos como fogata. De mi grupo de hermanos, una voz explicaba: “se conocen desde otro parque”, y rieron porque sabían que no era cierto. Nos besamos y corrimos mano por horas. Casi ni hablamos. “Güena, Tigre”, escuché decir a uno de mis amigos. - ¿Erís de aquí? - Aquí es un parque y no vive nadie. - Tonto. ¿De aquí de Santiago? - Eso sí. Nos seguimos acariciando en silencio. Mi guitarra había pasado a otras manos que le sacaban acordes de música vagabunda y experimental. - ¿Y tú? - De Iquique. Estudio arquitectura en Valpo; estoy de paso en el departamento de unos amigos. ¿Por qué te dicen Tigre? - No sabía. Puede ser por los ojos… o por lo raya-do. Nos pusimos de pie. Tomé la guitarra y caminamos. Recorrimos el Forestal a orillas del río, dejamos seguir

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nuestros pasos por el parque Bustamante y subimos por Grecia hasta Macul, luego por la avenida Los Presiden-tes. La conversa nos hizo avanzar sin detenernos. Llega-mos de madrugada al departamento de sus amigos. Hi-cimos el amor, cansados y sudorosos. Dormimos hasta el amanecer e hicimos el amor, renovados. Fue breve el romance. Duro sólo algunos meses. Malena, en verdad estaba de paso, no solo en el depar-tamento de sus amigos, sino de paso por todo. Después de la cena familiar me dijo que se iba a California. Fue triste saberlo. Me había hecho ilusiones; pero mi nueva cátedra era una bonita opción para quedarse. “A ella se la llevó una brisa y yo no pude vencer al viento”, diría un perro amigo de esa onda de poetas de la época.

* * *

Durante un año y medio hice clases en la facultad. Fui considerado el mejor alumno de mi promoción y era destacado como un académico promisorio. La eru-dición en un tema desconocido hasta entonces para la academia, me abrió puertas y me hizo objeto de innume-rables halagos. Mi visión de la cultura popular, el folclor latinoamericano y la artesanía del valle central de Chile; la exhaustiva recopilación de mitos y leyendas urbanas y rurales, de sur a norte del país, asunto central de mi tesis de grado, me valió titularme con honores. Por otro lado, la rigurosa actualidad de mis estudios de los más destacados autores europeos especialistas en

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la materia, me permitieron hacer una síntesis novedosa, cabal y pertinente de la estética literaria del momento, en nuestro continente. Mi discusión sobre los alcances y la ambigüedad del propio concepto “latino”, en tanto determinativo, de lo considerado en esos momentos. América latina, por oposición excluyente a los Estados Unidos, era, por de-cirlo de algún modo, absolutamente inexacto, vago e impreciso. ¿Qué sucede con Jamaica y todos los países de habla inglesa o francesa del Caribe? ¿Y los pueblos originarios con sus lenguas indígenas y sus cosmovisio-nes ancestrales? Mis análisis, discusiones y conclusiones comenzaron a ser criticados fuertemente hasta el escar-nio, en ocasiones, por la academia clásica y la academia estructuralista. Motivo por el cual debí presentar mi re-nuncia indeclinable a la universidad. No estaba de áni-mo para dar esas discusiones.

* * * A mi última clase vinieron muchos estudiantes, al-gunos de diferentes carreras, y académicos de otras fa-cultades. El auditorio estaba repleto. Durante la noche anterior, preparé mi disertación. Escribí cada una de las páginas a mano hasta el cansancio. Intenté con esfuerzo una letra clara. Medía mis palabras en un lenguaje que debí aprender después de infinitas lecturas. Quería ser contundente y asertivo. Hacer una exposición sin cabos sueltos, para dejar planteada la mayor cantidad de du

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das posibles, abiertas y sin respuestas, en una invitación intelectual hacia adelante. Me interesaba problematizar las certezas y los dogmas y abrir brechas y rendijas. Para mostrar la magia de un saber nuevo, debía demostrar cada uno de los trucos del pensamiento viejo. Al dar mi charla, me tomé el tiempo necesario para exponer mis fundamentos, demorando cada palabra para que pudie-ra ser degustada con el placer de una receta exótica por lo desconocido, pero de raigambre familiar por su sim-plicidad. Al concluir, una ovación dio por cerrada mi intervención. Así me despedí de la universidad. * * * Elías Salvatierra despareció de los prados y aulas del Instituto Pedagógico, y nada más se supo de él. Entre los estudiantes, que entre paros, revueltas y asonadas mili-tares, defendían el gobierno del compañero presidente o atacaban a los upelientos desgraciados, se fue tejiendo el mito y la leyenda del “Tigre” Salvatierra, el profesor más joven en reducir a escombros los fundamentos pi-lares de la cultura occidental y cristiana, patriarcal y eu-rocentrista. Sus artículos y apuntes de clases circulaban por las manos de los estudiantes y eran citados como obras inéditas para refutar a los sucesivos académicos que intentaron reemplazarlo. Entre la primavera del setenta y dos y el verano del setenta y tres, Elías Salvatierra se dedicó a ingerir cuanta droga se le cruzara en su camino. Enclaustrado en una

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parcela hippie cerca de Horcón, experimentó con cada una de las hierbas y plantas que le propusieron. Su re-nuncia a la erudición procedía de su afán por la búsque-da de una sabiduría milenaria, arraigada en estas tierras. No comprendía cómo la religión oficial desconocía el valor trascendente de la cordillera y del océano, entre otros asuntos de su interés. La muerte del escritor Manuel Rojas, en marzo del setenta y tres, puso fin a su proceso indagatorio. Des-pués de eso, regresó a la casona de Matucana y comen-zó un riguroso proceso de desintoxicación. Llegó esmi-rriado, de pelo largo enmarañado y sucio, en harapos, hediondo, sin baños desde hace varios meses. Su padre se contactó con Emilio quien vino urgente de Conce a Santiago. Elías contó una y mil veces, en un estado de semi conciencia, sus avatares y experiencias de estos casi siete meses, y expresó su voluntad de volver a esta realidad chata desde el caos pleno en que se encontraba sumergido. En los siguientes cinco meses se fue rehabi-litando a la vida común y corriente. A comienzos de septiembre volvió a desaparecer de la casona paterna. Una recaída en LSD en La Reina alto fue la dosis. En esa alucinación estaba cuando se enteró del nuevo icono nacional de La Moneda en lla-mas, a través de un televisor Antu en blanco y negro.

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En un hospital, al norte de Santiago, las patrullas militares detuvieron a un centenar de funcionarios. Mé-dicos, enfermeras, paramédicos, auxiliares. Los delato-res hicieron su trabajo y delataron. Los dirigentes fueron identificados y separados del grupo. Los simpatizantes fueron reconocidos. Los in-dependientes eran más que conocidos y fueron dejados en un lugar aparte. Los indecisos no tuvieron opción de definirse y quedaron allí, más atrás. Los inocentes, los que no tenían nada que ver en el asunto, no existían. Los militares, enardecidos y furibundos, dispararon sus armas, en un ejercicio de extermino de enemigos internos como indicaba el cabo, el capitán, el coronel, el manual de contra insurgencia, la Escuela de las Amé-ricas. De ese modo fueron aniquilados los dirigentes, los simpatizantes, los independientes, los indecisos y los inocentes. Fusilada, erguida, digna y con un último pensamiento en Mario Alberto, así fue muerta Isabel, con sus compañeras de lucha del sindicato. Sus restos no fueron identificados, ni entregados a sus familiares o amigos para ser velados y enterrados en cristiana se-pultura, como habría sido el deseo de sus padres. Sim-plemente fueron arrojados con otros cuerpos sin vida al camión que sirvió de carro mortuorio. Una fosa común llena de cadáveres tibios y sangrantes fue su destino fi-nal; ella, que siempre creyó ver más allá de este horror como destino más humano para los trabajadores de su patria, y las familias de obreros y los hijos del pueblo, jó-venes o niños, para todas las mujeres humildes del país.

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Flavia quiso saber de Emilio, pero ella estaba en Conce y él en Santiago. Desde el barrio en que vivía co-rrió a la universidad. Emilio debió viajar, poco antes del golpe, urgente, por una nueva recaída de su hermano Elías. Ella se puso en contacto con sus compañeros del movimiento; estaban dispuestos a iniciar la resistencia inquebrantable. Escucharon los discursos del Chicho. Esperaban la arenga combativa, esperaban que el pue-blo, los trabajadores, salieran a las calles, a sus industrias, para resistir la asonada fascista. Algunas pocas armas tenían en su grupo operativo. Ella propuso ir a la po-blación, pero no alcanzaron a salir del campus universi-tario. Las fuerzas militares y navales copaban la ciudad. El enfrentamiento fue duro, intenso, pero demasiado breve. Acorralados en el Foro, al aire libre, cayeron los estudiantes, mortalmente. Flavia agonizó con las balas en su pecho y quedó tendida sobre el suelo.

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CUATRO

Huir y buscar. No tuvo otra opción. Elías Salvatie-rra, desde la detención de su padre y su hermano, inició la búsqueda, sin tregua, de ambos. Y, luego, sin saberlo, pero enseguida con la clara convicción de tener que ha-cerlo, comenzó también la huída. En su búsqueda, de tanto golpear puertas que se cerraron, por miedo, por ignorancia o por superstición, y en el huir desde tantos lugares que se clausuraban a su refugio, la calle y la vida cotidiana comenzaron a ser sus únicos albergues. La primera complicación fue el toque de queda. Mirando a los vagabundos, entendió los modos y las rutinas de vivir a la intemperie. Sin tiempo ni espacio, decidió renunciar, otra vez, a la vida de vecinos, cole-gas y amigos. No sería ciudadano ni tendría domicilio conocido, ni relaciones sociales ni vínculos de ninguna especie. Lo último que hizo fue estampar una denuncia en el Comité Pro Paz, la institución ecuménica que acogió los desgarradores gritos de auxilio de millares de familias desesperadas por la persecución, la tortura y la muerte. Al firmar el documento en que denunciaba la detención de su padre, Mario Alberto, y de su hermano, Emilio, firmó “Salvatierra” como testimonio de unión fraterna y filial indestructible. De ahí en más solo fue Salvatierra. Sus primeras caminatas, para dejar pasar el día y en-contrar el cansancio para dormir de noche, las hacía

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desde Ñuñoa, cerca del departamento donde amó por primera y única vez a Malena, y hasta Matucana, alrede-dor de la casona de toda su vida y sitio de las desventu-ras de su pequeño clan familiar. El camino de ida y de regreso, la ruta rutinaria, el camino de un derrotado más, se reiteraba, en un co-mienzo, sin alteración del trayecto: Grecia, Matta, Blan-co, Exposición y Matucana. Siempre intentaba que al caminar el sol estuviera a sus espaldas, para evitar la molestia de la luz en sus ojos felinos y poder ver su sombra como una huella indeleble de la sobreviviencia y usada como brújula para sus próximos pasos. De este modo, lo habitual fue que pernoctara en plazas, parques o sitios abandonados de Ñuñoa, a donde llegaba al atar-decer. En alguna oportunidad saltó la reja de la universidad e ingresó al recinto de la biblioteca, frente al instituto que le vio emerger como estudiante, primero, y acadé-mico, luego, en otro tiempo, en donde su intelecto fue valorado y repudiado, sin términos medios, sin la indi-ferencia que rodea a los mediocres. Así fue, como años después, sería testigo invisible de los actos artísticos de la incipiente agrupación cultural universitaria. De igual modo fue pasivo impotente observador de la poda de las enredaderas del Peda y la posterior pintada de blan-co y azul de los vetustos muros de ladrillo. Así también logró conocer a unos jóvenes poetas, entre ellos a un tal Lira, que le leyó en una de sus caminatas una topología del pobre topo, de quien pensó vendría

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a llenar el espacio poético del país del último cuarto de siglo; pero a quien no volvió a ver nunca más, lo cual nunca consideró una extrañeza. Con los meses, su caminar desde Ñuñoa a Matu-cana se extendió hacia el poniente, a la zona oscura de Santiago, por Portales, Velásquez, Ecuador y Las Rejas. Allí encontró la caridad, tan abundante cuando escasea la justicia social, de las monjas del convento de las her-manas franciscanas y la opulencia de los hermanos de la misma congregación. Sin saberlo, a veces, durmió en los alrededores de la plaza El Cristo, frente a la casa de un familiar del cura Germán Cortés, un seminarista ex-pulsado de la iglesia católica por ser miembro de la co-misión política, y luego de la dirección militar, del MIR. Alguna ocasión, un hermano del cura le ofreció un par de zapatos, algo de ropa, sin saber ambos que sus respectivos hermanos se conocieron en la misma orga-nización revolucionaria. Durmiendo en la casucha de un perro, debió salir a defender a golpes de palo esos zapatos casi nuevos que pretendió llevarse otro vaga-bundo. Como él, o él como varios otros compañeros errantes se fueron aproximando a la plaza cercana al convento, en donde las monjas daban media marraque-ta, té caliente y almuerzo cada jornada. Los días y noches en la plaza fueron un deleite para Salvatierra. Una veintena de jóvenes desafiaban el to-que de queda, el estado de sitio y a la policía, fumando marihuana y bebiendo con descaro todo tipo de licores. Alguna vez los vio, de noche, alegres y borrachos, en

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una romería pagana saltando y cantando una canción de Florcita Motuda. En su corazón sentía que su tribu de hippies tam-bién hacía la resistencia y continuaba postulando el pla-cer como una reivindicación frente a tanta mala onda. A la música marcial del orfeón oponían el potente rock de Pink Floyd; contra los uniformes militares imponían los bluyines y las blusas hindúes; al fastidioso pelo corto desafiaban con sus largas melenes desgreñadas. Recor-daba, obvio, sus tiempos de desate y exploración men-tal. En algunas ocasiones conversó con varios de ellos. Los mayores, que en su juventud fueron casi niños pro-bando la hierba del cáñamo. Conoció al “Loco” Camilo, a Quelito Rebolledo, a Jorge “Stewart” y a Miguel Án-gel, “el Pintor”. En varias oportunidades, lo invitaron a pasar el frío y la lluvia con un vino o un pisco. Más de una vez, también, aceptó fumar hierba con ellos. Una noche, mientras los muchachos bebían en la plaza, se dejó caer una patrulla militar y varios de ellos fueron detenidos; otros más lograron escapar, a pesar de los disparos que hacían los conscriptos. En la escara-muza, Salvatierra se despertó y quiso salir del lugar, pero fue apresado por un soldado que le apuntaba como a un enemigo peligroso. Los llevaron a la cancha del barrio, donde tenía cuartel esta tropa, como invasores de un barrio extraño, como fuerza de ocupación de un territo-rio de buenos vecinos. Al otro día, los sacaron a barrer las calles del barrio. “Aseo es cultura”, gritaba un milico desde arriba del camión, apuntando con la ametrallado

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ra punto treinta dispuesta sobre la cabina del chofer. Con los muchachos conoció las historias de este barrio de obreros, y de los demás escuchó la historia épica del Camilo sacado esposado por los milicos des-de el liceo 16, por haber enfrentado al rector impuesto para conducir la educación de los jóvenes. Su pelo do-rado lo usaba largo. Tenía una sonrisa descarada y clara que hacía enfurecer a los opacos militares. Salió de su sala de clases escoltado por los milicos y por dos de la más hermosas y esbeltas compañeras del liceo, vestidas cada una con su jumper ajustado y subida la basta hasta más arriba, en sus muslos y casi debajo de sus nalgas, al estilo mini falda. Ese era el mismo Camilo que alguna vez, cuando los pacos entraron en su casa a detenerlo, los recibió a puñetes y combos porque, según él, en su casa lospodía golpear porque eran unos extraños. Años después supo del asesinato del Camilo a manos de un choro del mismo barrio; un pato malo que probablemente no soportaba que no le temieran ni le rindieran tributo ni pleitesía. Con los años, cada verano, la veintena de mucha-chos llegó a ser más de cincuenta, mujeres y hombres, todos jóvenes, que resistían a su modo el orden impues-to y la onda disco, con gomina y vestuario de sastre. Del Cristo de Las Rejas obtuvo espermas de velas para vender en Meiggs, por unos pesos que sirvieron en más de una ocasión para un vino agrio en las noches de in-vierno. Muchos pensaban que extraer las espermas de las velas agotadas de tanto pago por favores concedidos

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lo hacía por devoción y fe. Pero nada. Todo era más bá-sico y terrenal.

* * *

Alargué mis caminatas por Matucana hacia el nor-te hasta Balmaceda; seguí la línea férrea del ex tren al puerto, la estación terminal del ferrocarril al norte, el río, y contra la corriente subí volviendo al parque Fo-restal a revivir las canciones y la fiesta al aire libre en los tiempos que se creía en una vida mejor y en un mundo más justo, de amigos y hermanos. Me senté en algún escaño y la imagen viva de los hippies sesenteros apareció como un embrujo de cha-manes alucinados al son de plantas místicas. Alguna vez me quedé frente a la cárcel pública y contemplé el an-tiguo edificio del castigo; incluso llegué a imaginar que los Salvatierra estaban allí; pero fue solo una simple ilu-sión desesperada. En la Vega conseguí frutas desechadas por los ver-duleros; más de un turista me dio dinero a la salida del Mercado; probé también de platos a medio servir por los comensales y entregado por un mozo de bar o una cocinera antes de botarlo al basurero pestilente. Antes de los harapos, incluso, obtuve un sexo bara-to con alguna señora en San Martín; fue en la práctica un favor mutuo, un recíproco intercambio de soledades; ella por su edad y su deterioro no atraía clientes y yo ya no seducía a nadie.

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Un pipeño bigoteado recibí en la Piojera por barrer la vereda y recoger las mugres de la calle. Cuidé autos ajenos por monedas en las iglesias para ceremonias re-ligiosas de bautismos, confirmaciones, matrimonios y funerales. De mis detenciones en comisarías o en la Peni, de mi paso por el hospital Psiquiátrico y por el Hogar de Cristo, no recuerdo nada. Mejor no hablar; son traumas que olvidaré para no arrastrarlos como una pierna heri-da o una deformación enfermiza. Es mejor así. De esas largas caminatas por el Santiago ocupado por la policía militar y la seguridad política solo tengo buena memoria de las decenas de vagabundos, atorran-tes y cirujas con quienes nos cruzamos en las más apar-tadas esquinas, por las menos concurridas avenidas. Lo que nos unía era que permanecíamos distantes, tal cual las hormigas, en un ir y venir, sin orden ni destino, aquí y ahora, en un dejar ser y hacer, sin imponer nada a nadie y evitar las imposiciones ajenas. Un sobrevivir ar-monioso con mi carácter de renuncia a imponer una vi-sión, una opinión, un deseo a otros. Solo nos dábamos las picadas para conseguir alimento sin trabajo, como donde las monjitas de Las Rejas. Así pasé mis días y noches deambulando. Y cada cierto tiempo, de vez en cuando, toparme con el baleo de un cualquiera, para mí, que luego era presentado por la prensa como un peligroso terrorista. Sin saber quié-nes eran, tuve la claridad y la sospecha de que no se ajustaban al apelativo de extremista y que era algo muy

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distinto de lo que las víctimas de esos enfrentamientos falsos mostraban ser. Siempre emboscados, en inferio-ridad numérica, a mansalva, por la espalda, de modo traicionero. Nunca de igual a igual. De seguro por el miedo de los victimarios. Por la conducta profesional de los actores del crimen. Era su trabajo. Vivían de eso. Cumplían un horario, hacían turno, tenían jefes y com-pañeros de trabajo, regresaban a sus casas, vivían como vecinos, tenían esposa e hijos. Los domingos, probable-mente, asistían a la iglesia o iban al estadio. Y a fin de mes recibían un sueldo, un salario que financiaba la vida cotidiana. Eran empleados a tiempo completo de esa máquina de acumulación de riqueza a costa del trabajo ajeno, y su labor consistía en eliminar a los desconten-tos. Como el hombre que cayó herido de muerte y al caer, mientras huían los asesinos, en sus autos, botó unas fotocopias con dibujos que portaba en una carpeta; las hojas volaban por los aires cuando el auto de la briga-da huía haciendo sonar sus ruedas y el eco de las balas retumbaba en mi cabeza. Dibujos a trazos finos, como boceto mínimo, en grafito negro en fondo blanco, con caras minerales emergiendo desde las montañas, tras la dinamita, en expresión de fuerza, coraje, aguante y do-lor; eran rostros surgiendo desde la tierra, en un parto telúrico, como los sueños de los Salvatierra ausentes y como la ilusión del Salvatierra caminante. De pronto, las paredes comenzaron a hablar cada vez más fuerte y nítido, con mensajes perentorios, raya

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dos con pintura a brocha o aerosol. Una mañana apa-reció una letra pintada de rojo sobre un muro gris, es-tucado, detrás de un mini market, frente a la plaza de El Cristo. Una R encerrada en un círculo perfecto. Fue echa durante la noche del sábado, porque el día anterior no la vi. Me senté en la plaza a mirar esa letra; parecía dibujada por alguien joven con coraje y serenidad. No le tembló la mano para escribir esa inicial de la resistencia popular. Tal vez quien lo hizo nunca supo que fue a pasos de la casa familiar del cura Germán, el cristiano por el socialismo que optó por la revolución para hacer en la tierra el proyecto celestial. Todo el fin de semana estuvo esa letra roja a vista y paciencia de los cientos de feligreses que asistieron a misa el domingo a la parroquia del lugar. Alguien airado debió tomar un teléfono, indignado, para exigir que fue-ra borrada tremenda osadía, alguien para quien “limpie-za es cultura”, como los cultos que pintaron de blanco y azul las paredes del Peda. El lunes llegué a mediodía en busca de mi almuerzo donde las monjitas del convento y miré el muro. Quizás, alguna autoridad alertada instruyó al alcalde, quien dio ordenes al jefe del departamento de aseo, y éste a su vez ordenó al capataz encargado del sector para que hiciera borrar el rayado, rojo, insultante. De seguro, un traba-jador del programa de empleo mínimo o del plan ocu-pacional para jefes de hogar debió ejecutar, sin posible rechazo, sin opción a oponerse, la desagradable tarea de

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cumplir los deseos emanados por una autoridad supe-rior indiscutible. Y en efecto borró, con pintura blanca, la letra; escribió una R, blanca, encerrada en un círculo perfecto sobre el muro gris. Así permaneció “borrada” por varias semanas o meses, ya no recuerdo bien, esa marca de la resistencia.

* * * Al anochecer de un día de mayo, un ruido ensorde-cedor comenzó a escucharse por todos lados. Sentí que la tierra iba a reventar o a estallar. Era un ruido desco-nocido para mí. Miles y miles de ollas vacías golpeadas con rabia, desesperación. Junto con eso un gran apagón dejó a oscuras la noche, con un solo grito de las ollas vacías que aumentó cada vez más. Era el grito del ham-bre, era el grito del miedo. En la oscuridad, los empo-brecidos y los perseguidos hicieron oír su voz metálica. ¿Superarán otros hombres este momento gris y amar-go?, me pregunté, recordando el presagio del presidente mártir. Vino enseguida el resplandor de las barricadas de neumáticos ardiendo y las fogatas que cerraban las ca-lles y abrían el camino para las marchas de cientos de miles por todo Chile. A lo lejos, entre la muchedumbre, creí sentir la presencia de Mario Alberto y de Emilio Salvatierra, entre lienzos y banderas obreras y popula-res. A los gritos respondieron las sirenas, los disparos y más muertes. Durante meses, las protestas siguieron en

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aumento y en aumento siguió la represión. Cientos de hombres y mujeres, jóvenes y niños cayeron muertos por balas financiadas por los ricos y sus empresas ro-badas al país. Cientos de anónimos muertos que nunca serán emblema de nadie más que de los pobres con la mala memoria educada en las escuelas. En nuestro país son varias las matanzas y masacres de trabajadores, cam-pesinos y pobres, que desaparecen de la historia oficial, y a los que el pueblo se encarga de recordar como tes-timonio de lucha por una vida mejor. Miles de muertos anónimos que fueron llevados a los cementerios por sus vecinos en romerías cargadas de dolor, rabia y dignidad.

* * *

A través de diarios viejos encontrados en las ca-lles, Salvatierra se enteró de las muertes de más de un centenar de personas. Desde el día en que la casona de Matucana fue abandonada por los ocupantes que detu-vieron a su hermano y a su padre, unos años atrás. La prensa informaba de manera rutinaria la muerte de “te-rroristas”, “delincuentes subversivos” que se “enfrenta-ban” a las fuerzas del orden público, civiles no identi-ficados, que intentaban “controlar la identidad” de los “sujetos”, que resultaban ser estudiantes, trabajadores, cesantes, hombres y mujeres. Al recordar a Emilio, vino a su corazón la imagen de los recados escritos que deja-ba su hermano en cualquier lugar para avisar cuando no estaba en casa. El juego de los recados comenzó en

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la infancia de ambos, cuando su hermano mayor le daba pistas anotadas en papeles ocultos previamente, dando señales para que Elías encontrara los pequeños objetos que Emilio escondía para jugar con él. Luego fueron los mensajes escritos para avisar sus llegadas más tarde de lo habitual o sus salidas a estudiar, o una fiesta im-provisada con sus amigos. Elías comenzó a recortar las noticias que daban cuenta de las muertes que ocurrían en distintos barrios, comunas o ciudades del país. Eran los escombros de una construcción social del viejo país que era demolido con la fuerza militar para reconstruir otra nación. Los recortes de diarios viejos en que se daba noticia de estos muertos, Salvatierra los guardaba, al comienzo, en su bolsillo, pero luego pensó que sería mejor dejarlos en distintos lugares para que su herma-no y su padre se enteraran de la suerte que corrían sus compañeros de causa. Los periódicos leídos que encon-traba en los basurales, los revisaba con esmero hasta encontrar estas noticias, un verdadero obituario de la represión, como un rosario de muertes anudados por las mismas palabras que se repetían para dar cuenta de hechos difíciles de ocultar. Eran cientos de nombres y apellidos distintos, calles y direcciones diferentes, pero la causa, no dicha, siempre le parecía ser la misma, solo una misma razón para explicar estas muertes: orden. A los muertos se les atribuían infinitos delitos que justifi-caban la acción de los agentes armados: robos, asaltos, detonaciones, ataques, agitación y propaganda. Sentía la necesidad de dejar huella y registro de esas muertes anó

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nimas, de desconocidos para casi todos, que intentaban organizar la resistencia a la dictadura que se legalizaba y que legitimaba un nuevo modo de vivir, de trabajar, de pensar. Instaurado el terror, lo que debía venir era la imposición de la soledad radical. Individuos solitarios que debían buscar el éxito a como diera lugar sin mirar al lado, y que si miraban al lado debía ser para delatar al que no marchaba al rito del orfeón militar, que no respetaba el corte de pelo, no usaba el uniforme de gala que se debía vestir para la ocasión… Así pasaron, más o menos, los cuatro mil quinientos días de operaciones de los civiles no identificados, de los uniformados cara pintada, delas fuerzas armadas y de orden, de los orga-nismos de seguridad. El reguero de balas y explosiones dejó en el camino irreparables pérdidas humanas… ex seminarista, inge-nieros, profesores, estudiantes, obreros, pintor y dibu-jante, profesoras, técnico agrónomo, administradores, comerciantes, ex marino, dirigentes sindicales, médicos, secretario general, guerrilleros, militantes, activistas, di-rigentes populares, sociales y políticos, ingenieras, me-cánicos, pobladores, sociólogas, matemáticos, profesio-nales, estudiantes, asistentes sociales, fotógrafos, eco-nomistas. Recorrieron miles de kilómetros, atravesando regiones, provincias, comunas y barrios; las avenidas, las calles y los pasajes, como jauría insaciable. El almanaque de los santos sagrados se manchó de sangre y debió ser cambiado por el calendario de los compañeros de carne y hueso que fueron asesinados con infinitas

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maneras letales: ejecutados a tiros, con explosivos, bajo tortura. Más de ciento veinte muertos en enfrentamien-tos, falsos y reales; desapariciones de personas; treinta muertes por estallidos de bombas, novedoso método de ejecuciones encubiertas; miles de denuncias de tor-turas, tratos crueles, inhumanos y degradantes; arrestos ilegales: amedrentamientos, amenazas y abusos de po-der; secuestros, allanamientos de domicilios. Todo esto Salvatierra recortó de la prensa o escribió (o pensó es-cribir) en papeles y notas y señales que dejaba al descui-do entre los basureros, en las esquinas, para avisar a su hermano y a su padre que hoy no llegaría a casa… hoy, por lo menos, no.

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CINCO

El terremoto de marzo fue potente. Me encontré, de pronto, frente a personas atrapadas por el temor; junté a un matrimonio con una mujer sola que se gol-peaba el pecho; los dejé abrazados y seguí caminando, como un marinero en la tempestad, un vagabundo en el movimiento sísmico. La tierra es mi medio natural y pisar sobre las ondas de la energía por el movimiento abrupto de las placas tectónicas, no me altera. Seguí caminado; una inmensa nube de polvo se le-vantó sobre la ciudad; el poniente de Santiago antiguo casi se vino abajo totalmente. Temí por la casona en Matucana y enrumbé hacia allá mi caminar. Los anti-guos caserones de adobe, los conventillos, las cités en el suelo parecían un testimonio manifiesto del mandato “polvo eres y en polvo te convertirás”, o como decía mi hermano: “del polvo vienes y en el polvo acabarás”. Avanzaba en zigzag, conejeando desde el Mapocho hasta Matucana, una réplica de similar magnitud se hizo sentir, de nuevo. Pasé frente a una botillería y los bre-bajes corrían por las aceras hacia los desagües: cerveza y champaña, tinto y blanco, pisco y aguardiente, todo mezclado, como la sangre de un borracho herido de muerte en medio de la calle, como una vertiente inago-table de alegrías derramadas, de amistades abortadas, de amores no consumados. La casona de Matucana se mantuvo en pie con dig

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nidad. Sentí un alivio y un honesto orgullo al verla en su prestancia inamovible. Más que un sacudón se necesita-rá para echarla abajo, y pensé en mí, en mi padre y en mi hermano. Es una casa noble, como los Salvatierra. Du-rante la noche y el amanecer de ese día tembloroso, la gente de los barrios pernoctó en las calles solidarizando el miedo a las fuerzas inmanejables y como, desde hace muchos años, me sentí uno más de los demás, otro de los otros. Los otros eran como yo en estas calles aban-donados a su precaria existencia a la intemperie. Hacia fines de ese mes, me encontré de nuevo con el terror armado de los uniformes; ese vicio de ser mi-litares sin dejar opción. Aunque los pacos cargan con la debilidad de ser de poca monta y juguetes de cualquier civil que les hablé golpeado y que vista terno y corbata, igual tienen su cuota de horror para sembrar. Fue una persecución y una emboscada. Los dos muchachos co-rrieron hacia donde yo estaba por entre unos blocks de departamentos en 5 de Abril con Las Rejas, una cruel metáfora de nuestro país: La fecha de la independencia y el destino de nuestro pueblo. Escuché una ráfaga. Uno de los muchachos cayó herido por la espalda, me pareció que vestía un panta-lón gris y un chaleco artesanal. El otro joven, más pe-queño de estatura, se devolvió sobre sus pasos y recibió de frente los disparos que lo dejaron tirado; se arrastró por el suelo para llegar hasta su compañero. Se cortó la luz del alumbrado público y se posó el anochecer más prematuro que nunca. El furgón policial llegó al lugar

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en que estaban los dos jóvenes caídos. Al más pequeño, lo subieron, vivo, herido, al vehículo. Dieron una breve vuelta por el sector. Escuché un tiro de muerte seco. El furgón policial volvió al sitio y tiraron el cuerpo inerte junto al otro joven. Eran casi niños, pero hombres. En-tendí que eran jóvenes combatientes de la resistencia contra la dictadura, por el modo de operar de los ejecu-tores, esbirros de la tiranía. Salí del sitio entre arbustos y sombras, la noche se llenó de policía y civiles no iden-tificados armados de grueso calibre. Esa medianoche caminé triste y por primera vez en años entré al sitio de la casona de Matucana y dormí junto al álamo tapado con cartones. Soñé con Mario Alberto y Emilio. Las imágenes se fundieron con el ase-sinato de los dos jóvenes acribillados durante la tarde. Fue una pesadilla. No pude seguir durmiendo. Deseé los vinos corriendo por las aceras del día del terremoto. Salí de madrugada y conseguí un vino. No me emborra-ché. Sólo apagué un poco la sed de venganza. Por la mañana regresé y me senté frente a la casona de Matucana. Abrí la memoria al pasado y vi todo lo que pude recordar hasta el día en que dejé de entrar. Más de una década; dos lustros y algo. Durante años fue un ho-gar de días felices, fue casa fraterna y alegre. Después se convirtió en una ratonera. Hasta fiestas hicieron en mi casa los infelices. La ocuparon de cuartel de la muerte para fundar y construir su país de opulencia y miseria, hasta que la policía política cambió de nombre para se-guir operando como brazo armado de los ricos

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sin hacerse cargo de los crímenes del pasado. El día que se dictó el decreto de amnistía con fuerza de ley, los as-querosos salieron de la casona de mi padre. Mis paseos por el frontis de la casona de Matucana los retomé cuando sentí o tuve la certeza de que ya no me buscaban. Desaparecí sin haber sido detenido. Dejé de huir, de algún modo, y retorné, primero al barrio, en rededor, en vueltas y giros que tenían por centro y eje la casa familiar, que en verdad fue el hogar construido por mis abuelos paternos, unos inmigrantes españoles de comienzos de siglo. La casona de Matucana es una construcción de tres pisos, de albañilería de ladrillos en los dos primeros pi-sos y mansarda en entretechos, en el tercero. En la plan-ta hay un porche de entrada con una puerta de acceso y un muro retirado hacia el interior. Dentro, hay zona de acceso, living y comedor. Además, a la derecha, hay una cocina con comedor de diario y a la izquierda hay una bodega, escritorio y un baño. En el segundo piso hay tres dormitorios y un baño. En la mansarda, en el tercer piso, hay dos dormitorios. La escalera de primer a segundo piso es de fierro, en un tramo recto hasta el descanso, con giro a la izquierda hasta el segundo piso. La puerta de acceso y las ventanas son de madera noble. Esta casa la construyó un arquitecto de San Fernando amigo de mi abuelo. Durante años estuvo abandonada. La escoba nunca fue retirada del lugar en que la dejó mi padre. Me perca-té de eso hace no mucho, en una ocasión en que hice

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algo de memoria y quise recordar donde dejé a mi her-mano y a mi padre. La casona se fue ensuciando por el descuido. La maleza y las hojas de los árboles, la basura arrojada en su interior, hicieron una labor de deterioro implacable. A pesar del enrejado sobre la pirca, los veci-nos comenzaron a usar el sitio como basural y botadero de cachureos. Quizás querían tapar con sus desechos la memoria de la casona y de sus habitantes perdidos. Alguna vez escuché en un quiosco cercano que los dueños de la casona estaban exiliados en Europa vivien-do a cuerpo de rey. Nadie negó esa versión, así es que en el barrio se dio por hecho. Así también se echaba bajo la alfombra la conciencia intranquila de los delatores y los cómplices. Aquí no ha pasado nada.

* * * Los zapatos son testimonio de vida: por fuera, acu-mulan las manchas del trayecto; por debajo, arrastran el desgaste de los caminos, y por dentro, van recibiendo las huellas del modo de pararse en el mundo del hom-bre que los usa. Los zapatos nuevos, en algún antiguo momento, fueron obra de manos curtidas de artesanos incansables, fruto del trabajo de tardes calurosas o no-ches de lluvias. Luego las máquinas hicieron su trabajo de cortar, pegar y armar los calzados, primero con ma-teriales nobles, y ahora con el estigma sintético de la modernidad. Los zapatos nuevos impulsan a caminar con nueva prestancia. Cuando niño, nos gusta ver

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el brillo del zapato lustrado, no queremos ensuciar la suela; bautizamos, con ingenua maldad, el zapato nue-vo de los amigos con un pisotón, que mezcla algo de sana envidia y humor. Ponerse en los zapatos del otro significaba, en esa letanía de la frase hecha, asumir la posición de alguien distinto de uno, pero ponerse los zapatos gastados de otro ahora quiere decir que vives de la caridad ajena y que tienes que aprender a caminar acomodando tus pies a la deformación del zapato, co-rrigiendo con tu paso, la cojera, la desviación del tobillo, el empeine ancho del anterior dueño. Pero siempre un par de zapatos nuevos para uno, aunque sean viejos y usados, se defienden cuando alguien, bajo una lluvia to-rrencial que desbordará el Mapocho, intenta sacártelos mientras duermes bajo los cartones que simulan darte cobijo. Defender los zapatos mojados y algo rotos con el propio pellejo, a puño limpio y gruñendo, como ani-mal. Trenzarte a golpes con otro miserable como tú, pero que carece de tus zapatos “nuevos”. Y ahora, con envidia enferma, quiere tus zapatos para quitarse su frío y dejártelo a ti, queriendo cambiar su precariedad por tu suerte de ser beneficiario de un regalo provocado por la injusta caridad, de una viuda angustiada que intuye nuestra condición de paria en pleno invierno, de noche lluviosa… Con todo, logras defender tus nuevos zapatos, pero la vieja ropa se ha mojado y el agua se te cuela por el cuello, recorre tu espalda, te moja entero. El paletó des-cosido de castilla, el roto chaleco de lana tejida a pali

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llo, la camiseta de franela, los pantalones, toda la ropa empapada se pega a tu cuerpo helado. La agitación del pleito está en tu pecho, pero también la tos de los bron-quios. La fiebre no logra secar tu ropa, ni siquiera enti-biarla. Cansado de esta batalla miserable, te sientas bajo la luz de un poste, sobre una cuneta mojada y vez co-rrer la lluvia hacia el desagüe y ves como te vas, en un desmayo, de espaldas, obligado a recibir los goterones sobre tu cara golpeada y tus ojos hinchados, tu labio partido y tu nariz sangrante.

* * * Es de madrugada y los muchachos angustiados me toman por los brazos y me llevan a la casa de la viuda que vende desperdicios de drogas. La vieja, que solo hace unas horas se compadeció de mis pies, ahora se compadece de mi cuerpo entero, de todo lo que queda de mi vida. Me llevan a los tumbos, ellos por efectos de la pasta base, drogados, y yo casi dormido y borracho por la fiebre, hacia un baño. La misma vieja que vende veneno a los abandonados, da cobijo a este viejo por-diosero. Puede matar poco a poco a los chicos, pero no puede ver morirse a un viejo frente a su casa. La vieja me desnuda, sin pudor ni asco. Me baña en su ducha con agua caliente; jabona mis pies negros, mis muslos grasientos, mis espaldas, mis brazos. Las costras de mu-gre y grasa pegadas como otra piel sobre mi cuerpo, se van por el desagüe a mis pies. La vieja me jabona ente

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ro, lava mi pelo algo canoso. Me seca y me lleva hasta una cama, en su dormitorio. Me sirve una taza de té ca-liente con gotitas de limón. A sorbos quemantes, bebo urgido, ardiendo mis manos congeladas, tiritando. Me cobija con frazadas. Es un sueño en una madrugada de invierno. Duermo.

* * * La mujer, sentada junto a la cama, me cuenta de los orígenes de su población, su historia. Me dice que el lu-gar, antes, eran puras plantaciones, del lado poniente, en las chacras de Chuchunco, rodeadas de hoyos de donde la capital fue obteniendo sus materiales para construirse como ciudad: arena, gravilla, piedras, bolones, ladrillos y otros materiales dignos de albañilería. Me dice que su viejo la convenció de ir a la toma al decirle que esa tie-rra fértil era buena tierra para construir. A comienzos de los setenta –mientras yo abría mis caminos y mis percepciones–, ella me cuenta que emerge esta pobla-ción producto de una toma de terreno, de casas y de-partamentos, organizada por militantes revolucionarios; operación sitio de auto construcción impulsada por el gobierno popular, o compras de casa construidas por medio de la corporación de la vivienda. “La

vida social era desbordante; se compartían nacimientos, matrimonios, ampliaciones, los tijerales; cualquier moti-vo ameritaba festejo de todos en el barrio de trabajado

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res jóvenes, hombres y mujeres, y sus hijos, con la ilusión de conquistar un hogar y un país justo donde vivir, con el orgullo de ser obreros. El origen de este barrio tenía que ver con las luchas de los pobres llegados del campo a la ciudad para conseguir un lugar donde habitar. Pero el golpe militar de los patrones en contra del gobierno popular también nos agredió a nosotros. La mano voraz de la dictadura vino a destruir varias familias de vecinos del sector, dejando una huella de detenidos desapareci-dos, ejecutados, torturados, eran trabajadores, dirigen-tes sindicales, militantes, fuimos víctimas de las hordas fascistas que arrasaron con nuestra voluntad soberana de dirigir nuestro destino. En la capilla de la comunidad cristiana, hicimos una huelga de hambre con las esposas de los desparecidos; organizamos la semana santa y el vía crucis: la romería era una masiva marcha de protesta silenciosa a falta de otra manera de ponerse de pie con dignidad. Luego con tanta cesantía, pobreza y hambre, decidimos hacer una olla común, con ayuda de los fe-riantes y otra gente; se formaron bolsas de trabajo para los cesantes, que pintaban edificios o hacían pololitos en cualquier parte; los muchachos jóvenes organizaron centros de apoyo escolar para ayudar a los cabros chi-cos; se crearon centros culturales juveniles y grupos de mujeres; fueron muchas las formas en que los poblado-res enfrentamos la situación de marginación y pobreza que nos afectaba, por las políticas económicas de los ricos y que los milicos nos imponían. Claro que esas organizaciones no eran espontáneas. Con la ayuda de la

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iglesia popular, las comunidades de base y su teología de la liberación, los militantes revolucionarios y de los par-tidos de la unidad populares se pudieron levantar ésas y otro tipo de grupos de solidaridad y resistencia; tam-bién llegaban personas perseguidas de otros barrios; a comienzos de los ochenta, los muchachos jóvenes se motivaron con la revolución nicaragüense y se forma-ron grupos más radicales para enfrentar de otro modo a la dictadura; decenas de organizaciones populares se unieron por la base y dieron vida, contenido y forma a las protestas que hicieron tambalear a los milicos, pero que no sirvió para botarlos como se merecían por todo lo que nos habían estado haciendo durante una década. Aquí nos mataron muchos jóvenes combatientes y de-jaron a otros tantos heridos, que perdieron un ojo, una pierna, un brazo; nadie nos quiso ayudar. Cuando fraca-só el atentado al perro, yo me puse a llorar. Sabía que ya no podríamos vencer como queríamos. Después vinie-ron con sus campañas de votos y su engaño electorero; la gente se fue para su casa y así dispersos tenemos me-nos esperanzas de salir adelante; claro, ahora, muchos nos negamos al olvido y no aceptamos la impunidad. La macro economía nos empobrece y algunos mucha-chos tratan de rescatar una memoria de lucha social un poco perdida, desaparecida, diría yo. Y así nos tienen ahora, atemorizados con la delincuencia, con pasta base y pobreza. Ya llevamos varios años en esto, miseria para las mayorías y riqueza para unos pocos. Y se extrañan de los encapuchados. ¿Usted conoce el hospital que se

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estaba construyendo en avenida La Feria? Mi viejo tra-bajaba en esa obra. Llegaron los milicos, primero, y se los llevaron a todos. Eso quedó tirado. Así mismo deja-ron tirado nuestro país, después lo demolieron y cons-truyeron otro diferente. Después los patrones pusieron los nuevos andamios y al final los fascistas hicieron las terminaciones de la obra. Mi viejo ya se murió, de pena pienso yo. Y aquí me tiene, ahora, con mi hija vendien-do drogas que matan para poder vivir y con mi nieta sin futuro. Antes, los que nos gobiernan ahora, nos pedían la casa para hacer sus reuniones clandestinas y una se las prestaba sin más trámite. Ahora, uno les va a pedir ayu-da, y ellos le piden un proyecto a una que es pobladora. ¿Un proyecto…? Se suponía que ellos tenían un pro-yecto para nosotros, pero al final era solo para ellos. Me acuerdo también cuando con las vecinas nos metimos a la junta de abastecimiento y precios, para abrir los ne-gocios de los comerciantes que acaparaban las merca-derías; para mejor repartir los alimentos, hicimos unas tarjetas de cartón piedra, con un timbre de la junta de vecinos; en esa tarjeta se anotaba el número de personas de cada casa; así, cuando venía el reparto, se compartía según la necesidad de cada familia. Eso nos servía para dividir los quintales de azúcar, las cajas de fideos, los sa-cos de arroz, los tarros de conservas, todo; todo debía ser repartido en forma justa; teníamos que compartir la escasez; a veces, ni para un cuarto de kilo de azúcar por persona alcanzaba; a veces, había que repartir las bolsi-tas de té, ni siquiera daba para entregar

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una caja de veinte unidades; pero bueno, así hicimos para defender nuestro gobierno. Ahora, usted ve, los momios reclamaban por la tarjeta de racionamiento y ahora, en la tele, le hacen propaganda a las tarjetas de plástico para todas las tiendas y los supermercados, ese líder que llaman; ahora también hacen racionamiento, pero de acuerdo a la plata que usted tiene; ya no se re-parte según la necesidad de las familias, sino según la capacidad monetaria de cada uno; eso cambió de antes a ahora”.

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SEIS

En el suelo, en medio de basuras y desechos, en-contré unos viejos periódicos, con sus páginas ajadas, amarillas, sin fecha de edición; eran tres fascículos pu-blicados por una empresa periodística, con el texto ofi-cial completo del informe de una comisión nacional de verdad y reconciliación; fue como tener ante mí un ce-menterio de papel construido de palabras; el obituario de un país completo o, al menos, una etapa triste de su historia, una suma de epitafios sordos, sin frases para el bronce, un monumento memorial hecho de letras pe-queñas, ínfimas, apretadas, como el sinfín de personas que estaban allí, por convicción o por denuncia. Leí… desde mayo de mil novecientos ochenta y tres hasta diciembre del ochenta y nueve, en seis años, se realizaron diversos actos contra la dictadura… jornadas de protesta, por la vida, paros nacionales, días de la mu-jer o de los trabajadores, y otras movilizaciones sociales y populares…; en este ambiente y producto de la acción represiva de las fuerzas armadas y de orden, de los or-ganismos de seguridad y de los civiles no identificados, fueron asesinadas unas ciento treinta de personas…; no fueron elegidas previamente por los autores ni buscadas por sí mismas, pero que fueron víctimas del intento por mantener sometido al pueblo por el terror de la muer-te…; en especial, fueron afectados los sectores más po-bres de las ciudades, en particular los que

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habitaban en las poblaciones marginales de la capital…; murieron niños y ancianos, jóvenes y adultos, hombres y mujeres.…; muchos de ellos, actores de las acciones callejeras de protesta y algunos, en sus casas, ajenos a ta-les eventos…; el mayor número de víctimas correspon-de a hombres jóvenes…, la casi totalidad de las perso-nas murieron por heridas a balas, balines o perdigones; otros murieron por herida de arma blanca, por asfixia, por inhalación de gas lacrimógeno; por golpes de bom-bas antimotines, por quemaduras, por golpizas… De pronto, como si todos esos ciento treinta muer-tos hubieran sido asesinados en un mismo día, en el mismo momento y en un mismo lugar, comenzaron a marchar por una calle cualquiera, un pasaje, una aveni-da principal, un callejón oscuro, como una romería con olor a poblada, con sus ropas usadas, gastadas, con el sudor de obreros, con sus cuerpos opacos y su mirada radiante, con sus rostros erguidos, ya nunca más cabeza gacha, con su brazos en alto y sus puños cerrados… En mi vigilia, sin poder dormir por la trágica lectura de los periódicos, imagino, o sueño, una turba de pobla-dores avanzando…, la marcha viene hacia mí y, apaga-dos los gritos y reclamos, se detiene en un silencio abru-mador…; de entre la multitud, salen varias mujeres, dos de ellas llevando a su bebé en los brazos y junto a otros cuatro menores, niños y niñas, tomados de las faldas, se iluminan como en un escenario de niebla y vapor…; el grupo de mujeres y niños se confundió al interior de la marcha y no los volví a ver… Luego, cinco adultos

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mayores, cuatro hombres y una anciana, avanzaron para ponerse al frente de la muchedumbre… Una vez que los mayores volvieron a la marcha para perderse, un grupo de niños, jugando y correteando por ahí; se detuvieron frente a mí, eran cuatro niños y dos niñas… Varios adul-tos pasaron, luego, al frente; hombres y mujeres; vestían ropas modestas, limpias, pero desgastadas por el uso… Tresjovencitas salieron, pues, del tumulto y sus rostros se iluminaron… A continuación se acercó un grupo de unos trece jóvenes estudiantes y uno tras otro, y cada uno de ellos fue contándome cuál fue su suerte… Des-de distintos lugares de la marcha, fueron apareciendo unos jóvenes que dijeron ser universitarios; cada uno de ellos tomó la palabra en mi presencia para relatarme su muerte… Más tarde vinieron doce mujeres sencillas, jó-venes algunas, adultas otras, casi todas ellas pobladoras sin trabajo remunerado… Desde la muchedumbre apa-recen, en pequeños grupos dispersos, decenas de jóve-nes, algunos con sus rostros descubiertos y otros varios encapuchados, con pañuelos o gorros; llevan neumáti-cos, bidones con bencina, bombas incendiarias; otros lanzan panfletos al aire o cuelga lienzos en los árboles y los postes; lanzan cadenas al tendido eléctrico, rayan las paredes con pintura; la barricada comienza a arder; el fuego y la humareda dan a la penumbra un resplandor rojizo; gritan consignas e insultos, recuerdan nombres y dicen “presente”; levantan sus brazos, agitan banderas y lanzan piedras, en un ritual profano para expiar la mi-seria y el hambre, el terror y la desesperanza; son largas

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sombras ágiles, con trancos sólidos, veloces; son largas sombras ágiles ocultas en la noche, siluetas que corren a encender nuevas fogatas; son largas sombras ágiles des-vestidas de cualquier uniforme; son jóvenes concretos, vestidos de calle, de bronca, que emergen desde el seno de la necesidad; noche tras noche, trabajan ágiles las si-luetas largas, para hacer hablar las paredes, hacer arder los neumáticos, hacer flamear las sábanas; son largas si-luetas ágiles que ofrecen el pellejo para abrir una opción de vida; desde la resistencia y la solidaridad; es en la no-che, hay toque de queda, estado de sitio… Se hizo pre-sente un grupo de unos quince jóvenes obreros de los programas de absorción de la cesantía, unos del empleo mínimo y otros del de ocupación para jefes de hogar… también ellos querían contar lo sucedido, y alrededor de las fogatas comenzaron sus relatos… A continuación, vinieron al frente unos trece trabajadores de diversos oficios y fueron relatando las causas de sus muertes… Luego otros hombres, adultos y jóvenes, trabajadores en empleos diferentes, algunos más estables que otros, unos más precarios que los demás, que no era sino diver-sas maneras de afrontar la cesantía, también quisieron dar testimonio de sus muertes abruptas… Con timidez, un grupo de obreros jóvenes desde una esquina dieron paso a sus relatos… Catorce personas sin trabajo o sin ocupación conocida me contaron sus muertes… No es una postal de turismo. Lo sé. En el abrumador silencio de no querer escuchar, el lugar baldío, la esquina eterna, la vía pública, fue rodea

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da por vehículos policiales, furgones, radio patrullas, ca-rros lanza agua, camionetas militares, autos sin patente; oigo el percutir y el detonar de cientos de armas, veo el resplandor de miles de explosiones, el destello de balas trazadoras. En el mismo silencio, fueron dejando de vi-vir todas esas ciento treinta vidas anónimas, no busca-das en sí mismas, pero que recibieron el reconocimien-to de las balas, no como las medallas en el pecho o los laureles en la cabeza, sino como estallidos, al unísono, dejando los cuerpos tendidos en esta larga y angosta ca-lle, en una misma noche de fogatas, sirenas y disparos. Por entre los cuerpos tendidos fui caminado, y desde la callada muerte de cada uno fui escuchando no solo sus gemidos de dolor, sino los gritos de la rabia contra esta absurda matanza…

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SIETE

A mediados de los noventa, volví a pasar cerca de la casona y me pareció que alguien estaba dentro. Durante el verano me alejé y dejé de visitarla. En esos meses estu-ve cerca del río y de tanto en tanto me refrescaba en sus aguas servidas de la capital. Durante la última década, el casco antiguo del Santiago poniente fue cambiando no solo su maquillaje, sino que casi toda su fisonomía. Una operación mayor fue derrumbando las casas viejas y levantado en su lugar modernos edificios pagados en unidades de fomento, la nueva moneda inventada para ocultar la inflación y la miseria, y con visitas al piloto, palabras que hablaban del nuevo mundo que se estaba levantando, como la cirugía plástica de un narcotrafi-cante que cambia su apariencia, para lavar su dinero y poder presentarse en sociedad con la moral y la pres-tancia de la empresa, del libre comercio y el mercado regulador en esta economía de consumidores. No entendía nada de este nuevo país. Me vi cada vez más como basura en una ciudad que se pretendía lujosa. Al ver moradores en la casona de Matucana, presentí y tuve el temor de verla destruida y su sitio convertido en empresa de demolición hasta construir un conventillo hacia arriba y elegante al nuevo estilo. Mi temor se fue esfumando cada día que pasaba frente a la casona. Al-guien, un desconocido, un muchacho de negro y pelado al rape, arrancaba la maleza con sus manos y poco a

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poco fue sacando la basura del antejardín y del patio de los frutales. A la semana siguiente, no era uno sino varios los habitantes de la casona, muchachas y jóvenes multico-lores, de raros peinados y atuendos incrustados en sus caras, con tatuajes en sus pieles, limpiaban con esmero el sitio. En menos de un mes, la casona volvió a relucir. No como una casa nueva, pero sí con la prestancia de un anciano jubilado camino a cobrar su pensión mise-rable el día de pago, con su terno brilloso y planchado, de corbata al cuello y recién rasurado. Seguí en mis ca-minatas y cada semana veía los avances en los cuidados y arreglos que se hacían en la casona.

* * * El hombre se tambaleaba, borracho, de un lado a otro por el sendero de la plaza. Se detuvo frente a mí, sin verme. Abrió su porta documentos y extrajo una de las tarjetas plásticas. Del bolsillo de su camisa extrajo un doblado papel. Lo abrió y con la punta de su tarjeta untó un polvo blanco que inhaló fuerte, con decisión. Repitió el mismo gesto y jaló por el otro tabique nasal. Yo intentaba dormir detrás de un escaño en la plaza. El hombre se sentó. Me habló algo que no entendí. Quizás me saludó, o algo parecido fue el gruñido que emitió. Me estiré un poco y quedé mirando al cielo nocturno. El comenzó a hablar, como excitado, las palabras caían de su boca como a borbotones, sin pausas, en un vómi

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to verbal, una lluvia de ideas, de cínicas confesiones. Me di cuenta que trataba de mostrarme el paisaje de su entorno vital. Era la soledad más abrupta la que parecía gritar en voz baja: “Alguna vez estuve en una barricada en los ochenta, en la facultad o en alguna población, par-ticipaba de manera combativa contra un sistema opresor que a fin de cuentas me doblegó. Me doblegó. Ahora espero que la financiera o el banco aprueben mi crédito de consumo. Antes la tarjeta de racionamiento de las juntas de abastecimiento y precio fue motivo de recha-zo y ahora la tarjeta de crédito vino en su reemplazo. De esa época, en que nuestro entusiasmo por construir un nuevo país y de paso cambiar el mundo, nada queda ya en mí; pasamos luego por el terror y el descontento, pero con cierta esperanza en nuestra utopía; luego co-menzamos a delegar nuestra soberana autonomía y nos conformamos con la vida en la medida de lo posible, y ahora me encuentro con que solo me dedico a conse-guir dinero para comprar y pagar los infinitos objetos que se interponen entre mi mujer, mis hijos, mi familia, mis amigos y yo mismo. Vivo en Maipú, soy ingenie-ro comercial, empleado administrativo de una empresa internacional, mi esposa es secretaria bilingüe de una clínica privada, mis dos hijos van a un colegio particular subvencionado. El televisor es el altar de nuestro come-dor, los muebles apenas nos dejan movernos por dentro de la estrecha casa. Estamos conectados con telefonía celular, y de ese modo resolvemos los asuntos domés-ticos, para decidir quién paga las cuentas: agua, luz, gas,

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dividendos, mensualidad del colegio, el furgón escolar, telefonía, Internet, tevé cable. Nuestra nana viene de Cerro Navia: lava la ropa, hace el aseo mientras no esta-mos en casa, prepara los alimentos que deja congelando en el refrigerador. Con mi esposa pasamos más de diez horas en el trabajo; tardamos casi dos horas en los viajes de ida y vuelta a la oficina; llegamos, en la noche, tarde, cansa-dos, a la casa, con puras ganas de dormir; sin deseos de hablar con nadie, ni menos discutir las situaciones cotidianas. Tengo que comenzar a trabajar horas extra. El sueldo no nos alcanza para pagar todas las deudas en que vamos metiéndonos, en una rutina circular que comienza en cualquier momento: matrícula, uniformes, útiles escolares, mensualidades, fiestas patrias, navidad, vacaciones de verano, y vuelta a comenzar el ciclo, con el mismo sueldo, pero con un año más de endeudamiento. El domingo vamos al mall con los hijos a comprar las últimas ofertas de temporada o las liquidaciones hasta agotar stock, usando las promociones de pagar en tres, seis, doce cuotas con precio contado, sin intereses; pero pagando los gastos operacionales de las tarjetas de cré-dito, de la cuenta corriente bi-personal, de la línea de crédito, los préstamos… Pero esto solo es mi fracaso. No he podido consolidar mi éxito… Somos una ve-cindad de corazones solitarios y la soledad la vivimos como el dolor de una herida incurable; pensamos que el otro, distinto de mí, tendría la obligación o el deber de aplacar mi dolor profundo; pero eso no es posible y allí

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radica la intolerancia del otro diferente, con su vida pro-pia y autónoma, independiente, que no llena mis vacíos y que en verdad no tendría por qué llenarlo, nos condu-ce al impulso irrefrenable de destruir al otro. Queremos tener poder o, al menos, poder tener, para obviar nues-tro ser absoluto vacío y carente de sentido; la aparien-cia es nuestro parámetro para compararnos y medirnos, compitiendo unos contra otros, alejándonos cada vez más de la realidad que somos, seres humanos, gregarios, plurales y colectivos, abocándonos a enfrentar juntos y buscar soluciones a las adversidades y problemas que pueden estar afectando a alguno de nosotros. No tene-mos valores comunes de ayuda mutua, de respeto por la diferencia y de trabajo común para superar las miserias humanas; cada uno vive su individualidad como una tortura, una indefensión, y la soledad deviene en herida profunda. La intolerancia al dolor, para dejar de sufrir, agredimos a quienes decimos amar; esa es la paradoja, esa pareciera ser nuestra más triste y absurda realidad. Estamos rodeados de padres que asesinan a sus hi-jos, hombres que violan o matan a sus mujeres, ancia-nos que mueren solos y abandonados”. El hombre tomó su teléfono celular y marcó varios números: llamó a alguien a quien preguntó por “cara-melos”, y acordó pasar por ellos en una media hora más; llamó, al parecer, a una mujer, que lo despidió con un rechazo; llamó a algún amigo, a quien preguntó “¿dón-de están?” y convino en estar por ahí como a las cuatro de la mañana.

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Se puso de pie y camino, ahora más recto y por el mismo sendero en que entró a la plaza, se fue sin dejar rastros.

* * * Comenzaba a darse cuenta del deterioro de su pen-sar; su intelecto se debilitaba, se hacía bruto, perdía la fluidez y la claridad, su lenguaje era cada vez más tor-pe. Presentía la regresión de la mente, como resulta-do del empobrecimiento de su vida. (Se contraponen, por lo normal, al fragor de nuestra vida, acá y ahora, dos aspectos de la vida humana: palabras y hechos. Para algunos, en nuestros intentos por cambiar la realidad, sólo se trata de realizar estudios, leer, escribir, habar, en definitiva de hacer discursos –explosivos, radicales, re-volucionarios–. Para otros, sólo se trata de ponernos de acuerdo en qué vamos hacer, en movilizarnos, en luchar, en dar la pelea, la acción directa –explosiva, radical, re-volucionaria–. Y aquí estamos y así somos. Olvidamos que la creación del lenguaje es producto de la acción humana inteligente. Se crea la palabra para representar-nos y entender nuestra realidad y nuestra práctica. Con nuestras palabras conversan nuestro interno con nues-tro entorno, mientras hacemos camino y experiencias. Dialogamos entre nosotros para, con nuestra práctica, modificar y hacer más humana nuestra existencia, nues-tra vida. De tanto abusar de las palabras, el discurso deviene en pornográfico. Pierde el encanto seductor y

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erótico, para convertirse en un vulgar vómito de pa-labras vacías. Así, de tanto discurso pornográfico, en política, en economía, en cultura, terminamos aborre-ciendo las palabras. Del mismo modo, de tanto abusar de las acciones, la práctica se hace ineficaz, ineficiente, improductiva. Y aquí estamos y así somos. En algún tiempo se dio la contradicción entre reformistas y revo-lucionarios, entendiendo a los primeros como esos que sólo saben hablar y creen en el poder de la “muñeca”, y a los segundos como esos que sólo saben hacer; sepa-ramos lo político y lo social; los cobardes y los cabeza de pistola; lo público y lo clandesta. Cada uno por su lado piensa que el otro definitivamente la caga. Y aquí estamos y así somos. Basta de discursos inconducentes, vamos a la calle. No hay nada que discutir ni conversar: vamos a la calle).

* * * Una noche, desde una de las habitaciones, oí sonar una guitarra. Sones débiles y cantos de una mujer. No caí en la boba tentación de creer que fuera Malena; pero fue inevitable no recordarla. La casona fue bañada por completo y dejó ver sus antiguos colores de tipo colo-nial. Mi alma se alegró mucho. Sentí una reivindicación de mi vida. Jóvenes, como Emilio y el otro Elías, y de antes el muchachito Mario Alberto, ocupaban la casona de Matucana como lugar de habitación, centro de even-tos, de nuevas artes y nueva cultura. Ocupantes juve

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niles, anarcos anti fascistas, ácratas punkies, libertarios neo hippies. Una amalgama de los Salvatierra, una sín-tesis extraña, una mezcla rara, pero con sentido, un evi-dente para qué. Una nueva hornada, una descendencia social, más que familiar o sanguínea. La magia de esta transfusión la marcó el hábito de la escoba en el álamo. Por alguna razón que desconozco, una escoba nueva quedaba apoyada en el viejo álamo del antejardín.

* * *

Para las fiestas patrias, en una nueva visita que hice a la casona, me sorprendió que en las afueras se congre-gara una gran muchedumbre. Hombres, mujeres; ancia-nos, jóvenes y niños se amontonaban frente a la casona. Lento, paso a paso, me acerqué; fui por entre la gen-te y las lágrimas me desbordaron cuando vi a un joven barriendo la pequeña vereda que va de la reja de entrada hacia la casa. Me detuvo la ilusión y la emoción. De un carro funerario, los hombres más ancianos bajaron dos pequeñas urnas mortuorias de madera noble, talladas con símbolos religiosos. Tras los dos ataúdes mínimos, la gente comenzó a avanzar, ingresando a la casa. Entré, después de años, a la casona familiar y en el salón principal se encontraba dispuesta la capilla ardiente. Vi coronas de los partidos políticos en que militaron Mario Alberto y Emilio, ban-deras rojas con dos letras amarillas, banderas rojinegras con tres letras blancas; lienzos con lemas de verdad y

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justicia. Las fotos con los rostros de mi hermano y de mi padre. Durante el velorio hablaron varias personas que pa-recían conocer a los difuntos. Nadie reparó en mi pre-sencia. Salí del lugar y pernocté en una plaza cercana. Al otro día acompañé al cortejo que marchó por Matuca-na, Balmaceda, cruzamos el río en La Paz y avanzamos hacia el cementerio General, hasta un monumento a los miles de desaparecidos y de ejecutados por razones po-líticas en falsos enfrentamientos. Sin escuchar los dis-cursos, marché solo desde el Memorial a La Moneda y con mi memoria viva seguí hacia Ñuñoa y en la noche bajé hasta Las Rejas, a buscar donde dormir. Las aceras regulares, debajo de mis pies en zapa-tos gastados, oscuros, opacos; baldosas, adoquines. Un paso tras otro. Pasos de cebra. Señor peatón, favor cir-cular por la vereda de enfrente. Hombres trabajando. Se hace camino al andar. No entrar. Prohibido el acceso a personas extrañas. No pisar el césped. Uno comienza a construir una ruta, un turismo suburbano, en calles sin salida, callejones oscuros. Entre edificios y casas; ba-rrios, villas, poblaciones. Uno le da la vuelta al día con todas sus horas y mo-mentos: madrugadas, amanecer y mañanas; mediodía, atardeceres y anochecer; desde la tarde, el crepúsculo y la medianoche. En una rutina que hace perder el sentido del tiempo y del espacio. La jornada diaria pierde todo sentido, y uno se mueve en ciclos más extenso, de otro ritmo, más cercanos a las estaciones del año y la referen

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cia entre cercanías y lejanías de la tierra con el sol; o los ciclos lunares de nueva, creciente, llena y menguante, la nocturna rutina de los plazos y los momentos. Desgajado del racimo humano en que nos hace-mos, nos convertimos en fantasmas errantes, anónimos nómades urbanos, heridos y contusos en vagancia per-petua, desarraigados y harapientos, sucios; pero con el corazón limpio y la mente clara. Las paredes, muros y panderetas son los límites y las fronteras inexpugnables del animal urbano. El cielo estrellado, nublado, soleado; la luna en su novedad, su menguante, su creciente y su plenitud. El sol quemante, tibio o ausente de calor y solo imaginado por su luz detrás de los nubarrones y el esmog. El lugar de habitar a la intemperie.

* * * El país, re fundado por la dictadura militar de los ri-cos con una democracia fascista de mercado, mantiene al pueblo viviendo en condiciones de pobreza. La eco-nomía sólo provoca el empobrecimiento de las mayorías trabajadoras y el enriquecimiento de las minorías patro-nales. El sistema político, diseñado por la dictadura y la derecha fascista, todos tus Guzmanes, sólo significa un engaño de participación: el pueblo vota y los dominan-tes eligen a sus profesionales de la política, tecnócratas corruptos e inescrupulosos, profesionales expertos en cifras exactas que nada tienen que ver con las personas de carne y hueso, que se llenan la boca con

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frases para el bronce del tercer lugar, para dar una cara democrática a la glotona e insaciable economía de mer-cado y luego se llenan los bolsillos para demostrar que el sistema funciona a la perfección. ¿Dónde están mis diez mil dólares per cápita al año?.El sistema policial permite a los ricos mantener sus privilegios, reprimien-do al pueblo para mantenerlo asustado. La seguridad ciudadana es un sistema de control y de vigilancia para defender las riquezas de los poderosos, de los mismos pobres que ellos dejan a su paso. La modernidad se vive con trabajos precarios, im-productivos y con salarios de migajas con la ilusión de poder comprar todos los objetos que se ofrecen, para mover a los hombres solo con el afán precario, el sueño raquítico de tener. Se vive con confusión, con desespe-ranza, con rabia, con frustración. Se vive, debajo de los índices macro, con drogas, con alcohol, con somnífe-ros, con violencia intra familiar. Con impotencia. Nos mantienen asustados, dentro de condominios de alta seguridad, vigilados por la televisión que nos mantiene pegados a la pantalla con farándula y medio-cres líderes de opinión acompañados de modelos des-echables. Los beneficios del crecimiento económico, en dictadura o en democracia fascista, son para los pode-rosos: los desperdicios del modelo son para los pordio-seros. Las riquezas del país son exportadas, y las pobre-zas de otros pueblos son importadas. El capital engorda y se pone obeso, mientras el trabajo adelgaza y se pone raquítico. La alegría tiene caries. Tal vez así pensaría Ma

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rio Alberto, quizás así diría Emilio. En una de esas…; pero ellos ya no están y esto no se piensa ni se dice.

* * * Los chicos de antes, hasta hace poco, inhalaban neoprén y se reventaban las fantasías como globos de cumpleaños. Sin risa. Ahora se desbastan las neuronas con pasta base. Carlitos estudiaba ingeniería en una uni-versidad privada. Un año y medio alcanzó a ir a clases hasta que las presiones de una madre soltera abandona-da a la suerte de los castigos de su padre comenzaron a hacer mella en el alma de este muchacho. Se saltó todas las previas. De un día para otro pensó que debía sacar a su joven mamá de la casa del abuelo imbécil que le recordaba cada día que parió un huacho sin casarse y el haberse entregado a los brazos de un pelafustán sin trabajo y desconocido, de quien solo supo su nombre de pila. En la plaza encontró el alivio y se perdió en la oscuridad de una fantasía angustiosa, fumada en pipas efímeras. Se hundió para no ver la impotencia de sus manos, de sus brazos. Si pudiera trabajar. Si pudiera ga-nar un sueldo decente para sacar a su vieja y llevarla a otro lugar para que no tenga que escuchar las estupide-ces, las diatribas, los insultos. Pero no. Las puertas están cerradas. La iniciativa se va a la cresta si no tienes con-tactos que te ayuden a ubicarte en un empleo digno, con salario justo. Con suerte estudias, con suerte terminas octavo básico, con suerte culminas cuarto medio. Y eso

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sería todo. No hay más. Así conocí a Carlitos. En una plaza de las cientos de poblaciones de la periferia. Esas que surgieron en los años sesenta producto de tomas de terreno o de casas con decreto fuerza de ley número dos. Esto le ofrece el nuevo país a sus jóvenes popula-res. Nada más y nada menos. Dentro de los domicilios, dentro de las casas, ¿qué ocurrirá? La gente ya no sale a las calles. Las antiguas masas insurrectas, ¿dónde están? Se ven apagadas y te-merosas. La seguridad ciudadana tiene a todos encerra-dos en cárceles o en condominios con rejas. Los de-lincuentes de terno y corbata, y antes los mafiosos de uniforme, han logrado meter a las personas en sus pri-siones. Presos políticos, presos comunes y presos so-ciales. Esta mísera libertad individual de un paria que no altera la conducta de nadie ni cambia el curso de los acontecimientos. Esta opción radical de renunciar a ser ciudadano no cambia la historia de nadie. Eso es segu-ro, aunque nadie lo diga, nadie hace nada. * * *

Ahora se confunde todo en una feria de navidad sin festejo religioso, muchas pequeñas tiendas de plástico, en una fusión de estéticas de oriente y sus productos pi-rateados de modo industrial, con un poco de hippismo trasnochado y borracho, folclor de pacotilla iluminado y sintético; miles de vendedores comprando para tratar de vender algo a los miles de compradores, artículos

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de penúltima necesidad, llenar las carencias profundas, sin pensar en la barriga ni en el corazón, ni siquiera en la mente sana vuelta loca de tanta información in-conexa. Las hileras de pequeños puestos para negociar la luz intermitente para el árbol navideño, los calceti-nes taiwaneses, la artesanía de plástico, la ropa usada; la marca deportiva internacional pirateada en un taller tex-til y estampada en Patronato. El transitar incesante de gente mirando a otra gente mirándola pasar. Buscando la compra a cien pesos, a mil pesos; esperando la venta a sota, a gamba, a quina o luca.

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OCHO

A las doce de la noche, el cielo céntrico se llenó de luces y fuegos artificiales. La gente se abrazaba feliz por este año especial de mil novecientos noventa y nueve. El día anterior recorrí todas las comunas y los barrios y las calles y las esquinas y plazas, un resumen de todas mis caminatas, toda mi vida durante los últimos veinti-séis años de caminar esta ciudad que me hizo desapare-cer, pero que no me pudo detener. Estaba cansado. Un cuarto de siglo cansa a cualquiera. Medio siglo agota a cualquiera. Alguien me abrazó y me pasó una botella de champaña descorchada. Seguí caminando y llevé la bo-tella conmigo. Alejado del bullicio bebí insaciable todo lo que quedaba, más de la mitad. Conseguí monedas y compré una caja de vino. Bebí media caja hasta que me dormí en una calle oscura y silenciosa.

* * * El muchacho tal vez tenía sus razones. Quizá fue su abuelo quien le transmitió los valores de la patria, la familia y la propiedad privada; tal vez una imagen de dios castigador y cuidador de la moral y las buenas cos-tumbres fue más que importante. Era ese respeto reli-gioso aprendido por Colón, Valdivia, O’Higgins, Por-tales y Pinochet. Había rasurado su cabeza. Un tatuaje del país largo y angosto en su espalda sobre la columna

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vertebral le daba esa postura marcial que admiraba de los soldados. Escuchaba metal pesado en su habitación mientras se vestía con su uniforme dado de baja por el Ejército y lavado con esmero por él mismo; entonar la letra de las canciones que hablaban de la madre patria, libre de oscuros, miserables y débiles. La imagen de la bandera tricolor con la estrella solitaria colgada sobre la cabecera de su cama. La simbología del poder de los elegidos. Había que restaurar la obra fundadora de la araña negra y la mano de acero. El país debía ser unita-rio, único, uniforme. No era tolerable la pluralidad que daba manga ancha a marxistas, maricones y miserables. Había que barrer literalmente con la basura y la escoria social mal nacida, malcriada y maloliente. Sobre la ca-miseta verde oliva se puso su chaqueta de cuero negra; su pantalón de camuflaje ajustado a sus piernas fibro-sas y firmes; sus botas lustradas y brillantes, casi como nuevas, pero usadas por algún suboficial destacado en misiones de servicio a la patria, según le dijo el hombre que le vendió el traje dado de baja y obtenido desde las bodegas de un regimiento. Reunía en sí mismo lo que era, un burdo lumpen tercermundista, y su deformada aspiración más profunda, un soldado de la patria, llama-do a ser el limpiador de una raza inexistente. Odiaba lo mismo a los inmigrantes peruanos, los travestis sexua-les, los dirigentes sindicales, las feministas. Amaba su patria, el orden, la disciplina y el control de las pasiones. No tenía ninguna formación racional, pero creía ciego en el poder de la razón pura. Un fanático, lo mismo de

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una barra brava que de una banda musical neonazi. Te-nía aversión y repugnancia por todo lo que no oliera a pureza. De hecho sufría, como un niño desconsolado, por su olor de axilas. Hizo sonar la música de Odal Sieg, una skinband nacional socialista de Santiago de finales de los noventa, con influencia de otras bandas españolas como Estir-pe, BDC, Torquemada1488. Se conectó a Internet y se puso a chatear: “Que te pasa cholo conche tu madre, hediondo a llama, yo conozco Perú y es más feo que la mierda. y los perua-nos que vienen a Chile, vienen a puro limpiar baños… Peruano hediondo a cebiche… Qué se cree este indio peruano, si ellos son los más rascas de todos. Perú es un país subdesarrollado, no sé cómo el peruano sabe escribir y aparte como tiene Internet, es un fenómeno… Hoy por hoy, ni los argentinos ni bolivianos ni pe-ruanos, que son nuestros límites nos llegan ni a los talones, indio hediondo… Lo que pasa es que este indio nos tiene envidia, igual que todos los peruanos y en realidad todos los sudamericanos y latinos en general. Viva Chile, mierda… Camélido mutante. Lo que pasa es que tú no hablas español con «ñ», sino que hablas algún dialecto raro llamado espanol; primero aprende a escribir bien humanoide peru-ano y sigue sobando el ano por donde tus antepasados fueros rajados… Camélido mutante: No somos tus hermanos somos tus padres… De pesimista no lo creo, porque si de algo me siento orgulloso es que el chileno por muy abajo que esté nunca se echa a morir y siempre mira hacia delante… ¡Peruano, hediondo de flojo, estás en Chile tratando de conseguir alguna pega. Límpiate el hocico de cebiche antes de opinar!... ¡Flojo de mierda!… Peruanos, llamas mutantes, humanoides, no son mas

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que un montón de violados por chilenos: al parecer todavía les due-le el ano…”. Fue como una letanía de odio por sí mismo, expresándose en el otro diferente. Mientras más puro deseaba ser, más se daba cuenta de su mal olor, de su feo color de piel, de su oscuro pelo duro, de su cuerpo inexplicablemente poco

ario; se sentía castigado por fuerzas sobrenaturales que no lograba entender la causa del daño a él, justo a él, que amaba la pertenencia a una raza pura, casta y tras-cendente, llamada a limpiar el mundo de la diversidad humana, tan intolerable, tan incomprensible, si la uni-formidad, la unicidad de la nación debía ser lograda a como diera lugar y él, fiel devoto, activo camarada, daría su vida por lograr ese sueño…

* * * Cada vez más a lo lejos intentaba pensar la historia; revisar el proceso, los eventos y las tendencias. Cada vez, sin embargo, le era más difícil producir un pen-samiento consistente y fluido. (Mirar nuestro entorno y ver. Sin estereotipos. Actuar desde nuestro interno. Sin prejuicios. Difícil tarea. A cada tanto, nos encontra-mos en eventos que nos interpelan a ser honestos. Una huelga de hambre, por ejemplo. La impotencia llevada a los límites del propio cuerpo. “Nos enseñaron a opinar. Aprendan a escuchar”. El país que queremos –porque lo queremos, ¿verdad?– se constituye en múl

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tiples y diversas realidades que necesitan ser vistas, sin estereotipos ni prejuicios. Difícil tarea. A los otros, los diferentes, los distintos, los extraños, ¿cómo podemos mirarlos y verlos tal cual son? ¿Podemos nosotros mirar a los demás como “los otros”?, ¿desde qué (in)cómodo punto de vista miramos? El problema es para nosotros, los que queremos darnos cuenta. Quien no quiere ver, ni se interesa en saber lo que se pierde. Lo vivirá como una dimensión desconocida, un misterio que no busca resolver. Pero usted, como muchos, que sí desea desen-trañar lo oculto, a veces, lo escondido, ¿cómo orientar los sentidos, la percepción?, ¿cómo activar el imagina-rio, la conciencia? ¿Existe la gente normal? Y si existe, ¿cómo podemos describirla? ¿Hombres o mujeres? Por ahí comienzan los problemas… y ¿los homosexuales, las lesbianas y los célibes? La gente normal, ¿tiene fami-lia? ¿Una familia “típica”, con padre, madre y hermanos (“una parejita sería el ideal”), con abuelos, tíos y primos? Y las familias de madres solteras o separadas (con padre ausente), o las parejas separadas con visitas semanales. Y los hermanos que se crean de las nuevas parejas huma-nas, los convivientes, donde cada uno aporta lo suyo…; y a veces un nuevo integrante común. La gente normal, ¿es urbana o rural?, ¿a qué quintil corresponde, a cuál grupo socio económico? La gente normal, ¿a qué rango etario pertenece? ¿Es adulta, anciana, joven o infantil? La gente normal, ¿qué nivel de estudios tiene? ¿Básica, media, técnica, profesional? ¿Completa o incompleta? La gente normal, ¿profesa alguna religión? En Chile, la

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gente normal, los chilenos, ¿somos todos iguales? Y los mapuches ¿quiénes son?… ¿Pueblos originarios? ¿Qué cresta es eso…?). Se frustraba. Se daba cuenta de que así, con este tipo de ideas, no se convence a nadie de nada. Solo era un panfleto nada literario. * * * El golpe de un bate de béisbol en mi espalda me movió, pero no logré despertar. Durante varios minutos sentí caer el madero sólido sobre mi espalda hasta que crujió una vértebra de mi columna. Creo haber gritado; lo más seguro es que lo haya hecho, pero no me escu-ché. Las patadas de los bototos militares con cordones blancos golpeaban mi cuerpo: en mis riñones, en mi estómago, en mi pecho. Traté de levantarme, pero las patadas me voltearon. Tapé mi rostro con mis manos y me arrastró por el suelo, furioso, fuera de sí. Sentí sus jadeos de bestia en ritual de iniciación. Los puños con manoplas golpearon mi cara hasta reventar los pómulos y romper las mejillas. Los golpes se dejaban caer sobre mi carne. No opuse resistencia. Me resigné a la paliza. Escuché gritos: “¡Mierda! ¡Escoria! ¡Hay que barrer con toda esta basura!”. Era un sólo muchacho; era sólo un muchacho. Su chaqueta negra tenía una bandera chilena en la manga izquierda. Su cabeza rapada fue lo último que pude ver antes de quedar ciego, sordo, mudo, insen-sible. Me vi sentado en una silla en la cocina en la casona de Matucana y vi a Mario Alberto y a Emilio resistiendo

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los golpes de sus captores. Vi sus rostros mirándome, viéndome. En esta imagen de ensueño, parecían prote-germe. Me vi junto a mi padre y mi hermano y pensé en correr la misma suerte. Pensé de modo fugaz en el ali-vio de un encuentro profundo con ellos en esta cascada de golpes interminable. Hasta quedar en blanco, como una antigua pálida por sobredosis.

[Santiago. Tres AM. El cuerpo de un indigente NN in-gresa de urgencia al hospital en estado agónico, con fracturas múltiples. Así queda registrado el acceso de un hombre de unos cincuenta años en el centro médico público el uno de enero del año que recién comienza].

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IndIcE Pág.

UNO ....................................................................... 9

DOS ................................................................................ 19

TRES................................................................................ 30

CUATRO ........................................................................ 51

CINCO ........................................................................... 65

SEIS ................................................................................. 77

SIETE ............................................................................. 82

OCHO ............................................................................ 9

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El libro SALVATIERRAse imprimió en junio del 2012.

Consta de 100 ejemplares,se utilizó Papel Bond Ahuesado de 80 grs. interior

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