Salvador Novo_Las Locas El Sexo Los Burdeles

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ALGUNOS ASPECTOS DEL SEXO ENTRE LOS NAHUAS Salvador Novo, Las locas, el sexo, los burdeles Aun cuando nuestros ilustres antepasados los nahuas practicaban la poligamia, el envidiable privilegio de mudar a placer de compañera de petate estaba reservado a las clases dirigentes. Eran los pipiltin o nobles quienes, a ejemplo del tlatoani, disponían de un surtido conveniente de milpas femeninas en que depositar la fina semilla de su descendencia. La cosecha de selectos guerreros, sacerdotes y candidatos legítimos al trono, resultaba así tan abundante como asegurada, a pesar de que alguna que otra señora – como la primera de Acamapichtli, llamada Ilacuéitl o “falda vieja” – fuera estéril. No todos, sin embargo, podían darse ese lujo. Pero para los menos afortunados, y para los jóvenes solteros que partían a la guerra, estaba inteligentemente prevista la refacción ocasional que supliría a la esposa única o la la que aún no se hubiera contraído. Al noble servicio de los muchachos y de los señores de una sola esposa, se destinaban chicas cuyo nombre dimana de su función: ahuainime –las alegradoras– , del verbo ahuia, alegrar, más el sufijo ni – el que hace la cosa– y el plural me. El benemérito Sahagún rescató de sus enterados informantes indígenas la descripción pormenorizada de esas muchachas, cuyo nombre en el castellano a que lo trasladó el Padre, suena a nuestros castos oídos modernos más violento que el de “alegradora”. En el libro X de su Historia General de las Cosas de Nueva España, consagra el capítulo XV a hablar “de muchas maneras de malas mujeres”. No pone muchas, en realidad; sólo cuatro: “de las mujeres públicas”, “mujer adúltera”, “de la hermafrodita” y “alcahueta”. En el primero de estos cuatro apartados es donde el venerable Padre transcribe a la sonora palabra castellana de

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Algunos aspectos del sexo entre los nahuas, fragmento del libro "Las locas, el sexo, los burdeles"

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ALGUNOS ASPECTOS DEL SEXO ENTRE LOS NAHUAS

Salvador Novo, Las locas, el sexo, los burdeles

Aun cuando nuestros ilustres antepasados los nahuas practicaban la poligamia, el envidiable privilegio de mudar a placer de compañera de petate estaba reservado a las clases dirigentes. Eran los pipiltin o nobles quienes, a ejemplo del tlatoani, disponían de un surtido conveniente de milpas femeninas en que depositar la fina semilla de su descendencia. La cosecha de selectos guerreros, sacerdotes y candidatos legítimos al trono, resultaba así tan abundante como asegurada, a pesar de que alguna que otra señora – como la primera de Acamapichtli, llamada Ilacuéitl o “falda vieja” – fuera estéril.

No todos, sin embargo, podían darse ese lujo. Pero para los menos afortunados, y para los jóvenes solteros que partían a la guerra, estaba inteligentemente prevista la refacción ocasional que supliría a la esposa única o la la que aún no se hubiera contraído. Al noble servicio de los muchachos y de los señores de una sola esposa, se destinaban chicas cuyo nombre dimana de su función: ahuainime –las alegradoras– , del verbo ahuia, alegrar, más el sufijo ni – el que hace la cosa– y el plural me.

El benemérito Sahagún rescató de sus enterados informantes indígenas la descripción pormenorizada de esas muchachas, cuyo nombre en el castellano a que lo trasladó el Padre, suena a nuestros castos oídos modernos más violento que el de “alegradora”. En el libro X de su Historia General de las Cosas de Nueva España, consagra el capítulo XV a hablar “de muchas maneras de malas mujeres”.

No pone muchas, en realidad; sólo cuatro: “de las mujeres públicas”, “mujer adúltera”, “de la hermafrodita” y “alcahueta”.

En el primero de estos cuatro apartados es donde el venerable Padre transcribe a la sonora palabra castellana de cuatro letras la dulce denominación náhuatl de la “Ahuianime”:

1. La puta es mujer pública y tiene lo siguiente: que anda vendiendo su cuerpo, comienza desde moza y no lo deja siendo vieja, y anda como borracha y perdida, y es mujer galana y pulida, y con esto muy desvergonzada; y a cualquier hombre le da y le vende su cuerpo, por ser muy lujuriosa, sucia y sin vergüenza, habladora y muy viciosa en el acto carnal; púlese mucho y es tan curiosa en ataviarse que parece una rosa después de bien compuesta, y para aderezarse muy bien primero se mira en el espejo, báñase, lávase muy bien y refréscase para más agradar; suélese también untar con ungüento amarillo de la tierra que llaman axin, para tener buen rostro y luciente, y a las veces se pone colores y afeites en el rostro, por ser perdida y mundana.

2. Tiene también de costumbre teñir los dientes con grana, y soltar los cabellos para más hermosura, y a las veces tener la mitad sueltos, y la otra mitad sobre la oreja o sobre el hombro, y trenzarse los cabellos y venir a poner las puntas sobre la mollera, como cornezuelos, y después andarse pavoneando, como mala mujer, desvergonzada, disoluta e infame.

3. Tiene también costumbre de sahumarse con algunos sahumerios olorosos, y andar mascando el tzicli para limpiar los dientes, lo cual tiene por gala, y al tiempo de mascar suenan las dentelladas

como castañetas. Es andadora, o andariega, callejera y placera, ándase paseando, buscando vicios, anda riéndose, nunca para y es de corazón desasosegado.

4. Y por los deleites en que anda de continuo sigue el camino de las bestias, júntase con unos y con otros; tiene también de costumbre llamar, haciendo señas con la cara, hacer del ojo a los hombres, hablar guiñando el ojo, llamar con la mano, vuelve el ojo arqueando, andarse riendo para todos, escoger al que mejor le place, y querer que la codicien, engaña a los mozos, o mancebos, y querer que le paguen bien, y andar alcahueteando las otras para otros y andar vendiendo otras mujeres.

Si hoy tratáramos de esbozar una imagen comparativa de las descendientes contemporáneas de aquellas señoritas, encontraríamos que conservan —pero comparten con las “decentes”—las costumbres de aseo minucioso y llamativo maquillaje de sus antecesoras; que sus peinados son igualmente complejos y ostentosos, así como su pavoneo; que el sahumerio oloroso lo practican ahora con “spray”; y que el tzicli que aquellas masticaban y tronaban, no es ahora su característica. Desde que nuestros buenos vecinos los norteamericanos industrializaron la goma de mascar (que proviene como tantas otras aportaciones indígenas a la cultura occidental, de México), el chicle que conserva, aunque deformado, su nombre náhuatl, se ofrece endulzado y de sabores a las inclinaciones rumiantes de toda clase de mujeres. Y aun cuando entre los nahuas era mal visto y censurado que los hombres lo masticaran, la propaganda comercial del producto industrializado ha acabado por extender sin sanción su empleo ocasional o consuetudinario también a los hombres, que hoy no son tachados de afeminados por emplearlo, como lo fueron los “sométicos” a quienes también nos describe el Padre Sahagún en el apartado 5 del capítulo XI del libro X que venimos glosando:

El somético paciente es abominable, nefando y detestable, digno de que hagan burla y se rían las gentes, y el hedor y fealdad de su pecado no se puede sufrir, por el asco que da a los hombres; en todo se muestra mujeril o afeminado, en el andar o en el hablar, por todo lo cual merece ser quemado.

El somético tenía su equivalencia femenina en la hermafrodita, a quien así describe Sahagún:

La mujer que tiene dos sexos, o la que tiene natura de hombre y natura de mujer, la cual se llama hermafrodita, es mujer monstruosa, la cual tiene supinos, y tiene muchas amigas y criadas, y tiene gentil cuerpo como hombre; usa de entrambas naturas; suele ser enemiga de los hombres porque usa del sexo masculino.

Por el mundo del sexo discurría la mujer que entre los nahuas practicaba el oficio que con ligeras variantes se ha ennoblecido en nuestro tiempo hasta merecer la calificación de ejercicio de las “relaciones públicas”, y que Fernando de Rojas inmortalizó con su Celestina: era la alcahueta, descrita así:

La alcahueta, cuando usa alcahuetería, es como un diablo y trae forma de él, y es como ojo y oreja del diablo, al fin es como mensajera suya. Esta tal mujer suele pervertir el corazón de otras y las atrae a su voluntad, a lo que ella quiere; muy retórica en cuanto habla, usando de unas palabras sabrosas para engañar, con las cuales como unas rosas anda convidando a las mujeres, y así trae con sus palabras dulces a los hombres abobados y embelesados.

Sin que por ello podamos inducir que esta fuera la regla general de las preferencias de nuestros antepasados, hay varios ejemplos ilustres que señalan su inclinación por las gordas. El gran Huémac hacía sus pedidos de concubinas con toda precisión; ordenaba que sus funcionarios de relaciones públicas salieran a buscarlas de caderas no inferiores en latitud a cuatro cuartas. Y el rey Moquíhuix, último rey autónomo de Tlatelolco, desdeñaba por flaca a su noble esposa, hermana de Axayácatl, y se solazaba con su colección de robustas concubinas que durante su guerra con los mexicas soltó desnudas a enfrentarse al ejército azteca cuyo rostro bañaban con chisguetes de sus ubres aquellas amazonas a pie.

Pero si ya desde entonces los mexicanos las preferían gordas, las señoras nahuas sucumbían por su parte a la convocación de los atractivos masculinos al descubrir su magnitud por ausencia eventual del maxtli o taparrabo. La historia de Tohuenyo así lo demuestra. El travieso dios Titlacahuan decidió un día tentar a la hija del rey Huémac, que “estaba muy buena” según literalmente lo dice el poema que trataré de condensar prosificado, con una expresión que, relativa a la calificación de las mujeres, seguimos empleando en México.

Muchos príncipes habían solicitado la mano de la princesa; “pero a ninguno hacía concesión Huémac, a ninguno le daba su hija”. El travieso dios “se transformó, tomó rostro y figura de Tohuenyo, andando nomás desnudo, colgándole la cosa, se puso a vender chile, fue a instalarse en el mercado, delante del Palacio”.

La hija de Huémac miró hacia el mercado y fue viendo al Tohuenyo: “está con la cosa colgando. Tan pronto como lo vio inmediatamente se metió al Palacio. Por esto enfermó entonces la hija de Huémac, se puso en tensión, entró en calentura, como sintiéndose pobre del pájaro de Tohuenyo”.

Al averiguar la causa de la enfermedad de su hija, el buen padre hizo buscar al Tohuenyo como quien acude a una medicina heroica. En cuanto la princesa cumplió su capricho, se alivió. Casó con el Tohuenyo. Los nobles vieron mal un matrimonio tan disparejo; y el rey, para deshacerse del vendedor de chile, lo envió a una guerra de la que estaba seguro de que no volvería. Sin embargo, como en realidad era un dios, regresó victorioso, fue acatado por la nobleza como un héroe dotado de virtudes adicionales a la directamente curativa que había ejercido con la princesa, y todos vivieron felices desde entonces. La moraleja de este episodio sigue siendo aplicable y útil en nuestros días. Podríamos resumirla en este aforismo: el que no enseña, no vende.

En el Códice Florentino, folio 99 r. y v. existe un pequeño poema que nos demuestra la perduración del impulso de la libido en las mujeres nahuas hasta la edad más avanzada, y expone con elocuencia poética las razones de esta perduración:

En tiempos del señor Nezahualcóyotlfueron apresadas dos ancianasde cabello encanecidoblanco como la nieve,

yerto como la fibra seca del maguey.Fueron encerradasporque se las aprehendiócuando iban a cometer adulterio:ya que sus respectivos maridoseran también muy viejosiban ellas a tener trato carnalcon unos estudiantillos, con unos[jovencillos.El señor Nezahualcóyotlles preguntó, les dijo:“Señoras nuestras,¿qué es lo que se oye?¿Qué es lo que me haréis saber?¿Acaso todavíadeseáis las cosas de la carne?¿No estáis ya satisfechas,estando ya como estáis?¿Cómo vivíaiscuando erais aún jóvenes?Decídmelo, declarádmeloque para esto estáis aquí”.Le respondieron:“señor, rey, señor nuestro,recibe, escucha:Vosotros los hombres ya viejos,vosotros sentís desgana de la carne,porque os abandonó ya la potencia,os gastasteis todo de prisay ya no os queda nada.Pero nosotras las mujeresno nos cansamos de estoporque hay en nosotrascomo una cueva, un barranco.Sólo esperalo que habréis de echarleporque su oficio es recibir.

¿Y quién se atrevería ahora a negarles razón a estas nuestras dulces y ardientes abuelitas?