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www.elcuentorevistadeimaginacion.org SANTA LILIANA Por SABINA BERMAN A todos los mencionados Hacía tanto que Liliana no había salido de su casa que nosotros, sus amigos, temi- mos no reconocerla el día de Santa Liliana, cuando fuéramos a darle la sorpresa del gran pastel forrado de merengue rosa. corona de fresas, al centro una vela gruesa, su llama esplendente meciendo la oscuridad de la estancía y nadie a la vista, todos bajo la mesa, de rodillas, apretujados, respirando apenas, cuidando de ni siquiera ro, zar el mantel de lino azul, aguzando el oído porque ya, ¿sí?, sí: ya vienen sus pisa- das por el corredor . . . el chirrido es el de la puerta al abrirse, el primer paso sobre el tapete mullido y entonces afuera uno tras otro cantando a víva voz: Estas son las mañanitas. Felicidades Lili. Que cantaba el rey David . Qué pálida está. Qué flaca. Cuánto se ha estirado: ella para arriba, su negro cabello lust roso para abajo. A las 164

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SANTA LILIANA Por SABINA BERMAN

A todos los mencionados

Hacía tanto que Liliana no había salido de su casa que nosotros, sus amigos, temi­mos no reconocerla el día de Santa Liliana, cuando fuéramos a darle la sorpresa del gran pastel forrado de merengue rosa. corona de fresas, al centro una vela gruesa, su llama esplendente meciendo la oscuridad de la estancía y nadie a la vista, todos bajo la mesa, de rodi llas, apretujados, respirando apenas, cuidando de ni siquiera ro, zar el mantel de lino azul, aguzando el oído porque ya, ¿sí?, sí: ya vienen sus pisa­das por el corredor . . . el chirrido es el de la puerta al abrirse, el primer paso sobre el tapete mullido y entonces afuera uno tras otro cantando a víva voz: Estas son las mañanitas. Felicidades Lili. Que cantaba el rey David. Qué pálida está. Qué flaca. Cuánto se ha estirado: ella para arriba, su negro cabello lust roso para abajo. A las

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muchachas bonitas. Y qué sería. aunque siempre lo fue un poco. Se las canta· mos asi. Al fondo de la sonrisa con que agradece, algo, no sé como nombrar lo, pero algo tr iste.

-Q ué bueno que han venido - dice. Su vocecita parece venir desde otro país. La rodeamos. Nos turnamos el ,,cceso a sus mejil las. Ella se reúne con ambas manos el cabello tr as el cuello, se deja besar sin distraer sus inmensos ojos de la flama. Tal vez sea su escaso entusias· mo. tal vez que se haya presentado con un chemise y calcetas altas blancas. lís· tón negro hecho nudo al cuello. zapatos de charol azabache, lo cierto es que me crece la sospecha que su madre le sopló nuestro intento de sorpresa - traidora- , lástima, pero como en ninguno se notan arrugas en la felic idad, yo desfrunzo la mía y la beso la última, en su f rente fría hundo los labios, la entibio. y al des­prenderme de su piel propongo: apaga la vela Lil í. Aplausos. Nos colocamos en torno a la mesa. Lil iana toma aire. el círculo de ojos se abrillan ta. pero Mario -que antes pida un deseo- lo eclipsa. Liliana baja los párpados. Los levanta.

-Ya lo pedí - susurra. Vuelve a hín· char el pecho.

-Espera - ahora es Yamila la que ha interrumpido -. Que pida un deseo para cada uno de nosotros.

Sí, sí, todos estamos de acuerdo. For­mamos fi la. Liliana presta una oreja y otra a uno tras otro, asiente. a veces pre­gunta cosas como de qué color, cuándo lo quieres. a cada peticio nar io lo despide diciendo está bien, por la alegría de los que ya le han confiado sus deseos secre· tos. pareciera que con sólo haberlo hecho han sido concedidos. Volvemos a nues­tros lugares alrededor del pastel, las mi· radas vuelven a convergir en la flama. la i lama se eriza. Lilíana toma largamen· te aire - por qué, no lo sé, Raúl en esa pausa de expectación jaló de mi manga y me dijo por lo bajo: qué tal si apaga­mos la vela tú y yo, ¿sales?-, sopló -soplamos - tan débilmente que la vela sin fuego, con humo, pareció un milagro -a todos menos a dos -.

CUENTO MEMORAB LE

- Esa de negro que sonríe desde la pequeña ventana del tranvia se ase· meja a Mme. Lamort -dijo- .

-No es posible . pues en Paris no hay tranvlas. Además. esa de negro del tranvía en nadil :,jtJ v:,;r:1m:it1 a Mme. Lamort. Todo lo contrario: es Mme. La­mort quien se asemeja a esa de negro. Resumiendo: no sólo no hay tranvías en Parls. sino que nunca en mi vida he visto a Mme. Lamort, ni siquiera en retrato.

-Usted coincide conmigo -dijo-. porque tampoco yo conozco a Mme. Lamort.

- ¿Quién es usted? Deberíamos pre· sentarnos.

-Mme. Lamort -dijo- . ¿Y usted? -Mme . Lamort. -Su nombre no deja de recordarme

algo -di/o . - T ,ate de recordar antes de que

llegue el tranvía. -Pero si acaba de decir que no hay

tranvías en París -dijo. - No los habla cuando lo dije. pero

nunca se sabe qué va a pasar. -Entonces esperémoslo puesto que

lo estamos esperando.

Al ejandra Pizarnik

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María Elena ha encendido la luz. Liliana parte el pastel y lo distr ibuye. Porción en mano, vamos esparciéndonos por la es­tancia. Yo me trepo al sofá. lo primero que llena mi boca. ah y mm. es una gran fresa. agridu lce. Como despacio, tomo el pastel de poco en poco. entre el pulgar y el índice. el meñique est irado como estilan las señoras al tomar té en tacitas, la madre de Lil iana nos mostró una con­fianza ilimitada dejándonos solos, es una cuestión de honor comportarse en su sala elegantemente. Liliana se sirve una del­gada rebanada en el único plato sobrante. Salto del sofá. Me le aproximo.

-Lili, te traje un regalo. Busco bajo mi falda, entre el resorte

de mí calzón y mi abdomen. Le alargo el libro. Tiene cubierta de plata con grecas labradas ¿o son letras?, bueno, para mí grecas y letras son lo mismo.

-Graci as- susurra. Sonríe apenas. En un rincón nos sentamos con las

piernas cruzadas. Ella acaricia la tapa en. negrecida. Hojea el libro con el mismo detenimiento con que yo atiendo a sus · reacciones. las voces de los otros me p~ · recen cada vez más distantes. Es como si ella y yo hubiéramos quedado aisla· das en una campana de silencio .

-Qué raro- murmura- . Está todo en blanco. ·

Me asomo sobre su hombro. Ella va mostrándome las hojas vacías. Me aver­güenzo.

-Te j uro que tenía dibujos. Por eso te lo traje.

De dónde, no sé, Nathan ir rumpe en· t re nuestras cabezas.

-ü jule, qué coda, le regalaste un libro viejo. Ya ni letras t iene.

Me indigno. -Qué tonto. Los libros voe¡os valen

más. Y sí tenía letras y dibujos. -Ay sí, a verlos - Nathan se ríe es·

trep itosamente. Subo la voz. - Es que era de mi abuelo y como mi

abuelo se fue quedando ciego, los dibu · jos se fueron borrando y ·como mi abuelo ya se murió, pues se borraron.

-A h -exclama Liliana de pronto ale·

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gre- . Es que eran como una estrella fugaz.

Asiento. -Ajá-. Nathan y yo nos mi­ramos con fijeza. Los dos sabemos que he ganado la partida. Le digo con un gesto altivo: -Tonto.

Nathan me saca la lengua y sale co­rr iendo hacia donde Yamila, Mario y Raúl juegan manitas calientes. Suspenden el juego al verlo. No lo queremos. Es hijo de abarrotero. Lleva los mejores almuer· zos a la escuela y en el recreo va a tragárselos de prisa tras un árbo l del jar­dín, igual que un ladrón contando mone­das. Todavía con la boca llena se acerca a los otros niños y a veces tiene el des· caro de pedir mordidas de torta y sorbos de refresco. Regreso mí atención a u. liana. Ella sigue inspeccionando las hojas marchitas . Le pregunto al oído:

- Oye Lili, ¿y qué es una estrella fugaz? Alza una mano abierta . - Una estrella fugaz ... -d ice. Des­

cribe un arco lentamente- es algo que pasa .. . y ya no está.

-Ah - digo como si comprendiera. La observo abismarse en el libro.

- Te digo que es muy raro. Primero no hay nada en una hoja. Luego, sí la sigues mirando, aparecen cosas.

Me fijo en la hoja en blanco. Veo surgir en su centro dos óvalos. Son unos ojos húmedos y tristes . En una cabeza de ca­ballo. Seguida por el cuerpo del animal . A cuyos costados brotan dos alas. Que se baten. Y de pronto , ¿dónde se ha vo· lado el potro?

-¿ Eh, Lili? Liliana se encoge de hombros . Sonríe.

Da vuelta a la hoja. Aparece el contorno de una mariposa. Sus alas se tiñen de suaves colores. Los colores se abrillantan. Vuelven a suavizarse. A deslavarse. La mariposa empequeñece. Es ahora apenas un garabato tenue, un punto, nada.

- Se fue- suspiro. Liliana se ríe por lo bajo.

Alguien Je palmea el hombro a Liliana. Yamila. Tiene el rostro encendido.

-Ven a ver lo que hizo Nat han. Rá· pido.

Vamos. Junto al sofá hay una mancha

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UNA CAMISA

En un poblado fasldlco. según se cuenta. una noche. al final del sabat. los fudh,:; estaban sentados en una n,isera casa. Eran todos del lugar. salvo uno, a quien nadie conocía, hombre particularmente mísero . harapiento. que permanecía acuclillado en un ángulo oscuro. La conversación había tratado sobre los más diversos temas. De pronto alguien planteó lo pregunta so­bre cuál seria el deseo que cada uno habría formulado si hubiese podido satisfacerlo . Uno quería dinero. el otro un yerno. el tercero un nuevo banco de carpintero. y así a lo largo del círculo . Después que todos hubieron hablado. quedaba aún el mendigo en su rincón oscuro . De mala gana y vacilando res­pondía a la pregunta : "Quisiera ser un

en el tapete . En una esquina los otros niños han arrinconado a Nathan. Le ar­man bulla. Nos integramos al relajo. Na­than alza la vista hacia liliana. Su voz es llorona.

-N o fui yo, te lo prometo. Por diosito que no fui yo. Además fue sin querer. Se me cayó el vaso de agua. Mira -se­ñala entre sus piernas- también mojé

rey poderoso y reinar en un vasto país. y hallarme una noche durmiendo en mi palacio y que desde las fronteras irrumpiese el enemigo y que antes del amanecer los caballeros estuviesen frente a mi castillo y que no hubiera resistencia y que yo. despertado por el terror. sin tiempo siquiera para vestir· me. hubiese tenido que emprender la fuga en camisa y que. perseguido por montes y valles. por bosques y colinas. sin dormir ni descansar. hubiera llega­do sano y salvo hasta este rincón . Eso querría". Los otros se miraron desean . cert ados. "Y ¿ qué hubieras ganado con ese deseo?", preguntó uno. "Una ca­misa ". fue la respuesta .

Walter Benjamín

mi short. Pongo los brazos en jarras. Lo encaro. -Hijo les, va a venir la mamá de li·

liana y va a preguntar -gr ito con toda mi voz:- ¿quién hizo esta porquería? ¿Y sabes lo que le vamos a contestar? iPipí­nelas!

Los demás celebran con carcajadas el apodo que acabo de endilgarle.

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Lo repiten a coro: Pipinelas, Pipinelas. -Me llamo Nathan - grita Nathan-.

Nathan o Nathi o Tatito , pero no Pipi­nelas.

-Pipinelas- repito . Y el coro aumen-ta: Pipinelas, Pipinelas.

-¡Nathan! -iPipinelas! ¡Pipinelas! Nathan pega la barbilla al pecho. -Siquiera Pepe. Por favor. -Está bien - digo acariciándole un

hombro- . No llore, Pipinelas. Nos doblamos de la risa, él crispa den­

tro de las bolsas del short los puños, revueltos con sus gemidos los I Pipinelas son ensordecedores. Apenas logro escu­char a través de ellos. a mis espaldas, un gritito: ¡cállense! Es Liliana. Se lleva al pecho las manos.

- ¡Cállense o me muero! Alarmada, me vuelvo hacia Pipinelas. -Híjoles, por tu culpa Lili está mu-

riéndose. Todos callan. Se recorren para dejar

entrar a Liliana al ruedo. Tiene un aire heroico. Nathan la mira aterrado.

-No lili, por favor no te mueras. -Bueno -pronuncia ella- , no me

muero. Pero te mueres tú . -Sí, sí --exclama Raúl- , que se

muera. -No - suplica Nathan. U li es implacable: - Claro que sí. Mira:

ya se te están poniendo las manos artrí ­ticas.

Nathan se mira las palmas. -No - gime. -SI -le ordena Yamila-. Se te están

poniendo artríticas. Y además, fúchila, viejas.

Nathan se revisa los dedos tembloro­sos. Yo añado a su pánico.

-Y el pelo se te hizo blanco. -Tienes los ojos del color de la

pipí- apunta Mario. ~ué cochino- le dice Maria Elena

la pudorosa. Mario repone: ~achino él, ¿por qué yo? Yo prefiero seguir hablando de pelos. -Te están saliendo canas de la nariz.

Aj . Canas verdes. Raúl lo empuja contra la pared. --Estás

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horrible , Pipilín . Nathan, contra el muro , se deja caer

de rodillas . Llora. Liliana se adelanta. Posa su diestra sobre la cabeza del infeli z.

- Mátenlo - dice serenamente. Lo desnudamos. Lo cargamos y lo ten­

dimos sobre la mesa. Mario le sujetaba las piernas. Raúl un brazo, Yamila el otro liliana ordenó que yo y María Elena acer­cáramos tres sillas. Mientras íbamos por ellas, María Elena me dijo en secreto: - Liliana quiere abrirlo para sacarle las tripas- . Asentí.-Bueno ,- siguió ella - , pero después lo llenamos con fresas, ¿eh?- . No pude contener la mueca. ~ué asco - le dije.

María Elena se encaramó en la silla y de pie sobre el asiento sujetó a Nathan por el pelo. Yo y Liliana, también paradas en las sillas, quedamos frente a frente.

~állense - la débil vocecita de U­liana apagó las murmuraciones. Sólo se oían los lloriqueos de Nathan. ~állate tú también - siguió Liliana- . En las pe­lículas es así: nadie, ni el enfermo, habla. No debe oírse ni una mosca-. Nathan apretó los labios . Ul iana tomó el cuch illo. Con sendos lengüetazos en las caras de la hoja, le borró el merengue. Me lo ex­tendió. Sonreía.

Alcé el cuchillo. Los ojos de Pipinelas se agrandaron. Su desamparo me para­lizaba.

-Tiene que ser - le expliqué. Su voz llegó en un hilo, como desde

otro país -¿por qué? -Porque así lo quieren todos. - ¿Pero por qué? -Porque así lo quiere lili y hoy es día

de Santa Liliana. -Pero . . . ¡¿pero por qué?! -Porque así está escrito en el calen-

dario. Antes que pudiera alegarme que yo no

sabía leer, liliana me aferró la mano y me la empujó hacia abajo. La punta del cuchi llo entró en el cuello . Un graznido horrible sonó.

-Abrelo todo-me urgió li liana-. Rápido, rápido. Y fue rápido. Y fue rojo. Y fue profun­

do, húmedo, caliente.