Sábado, 23 de enero de 2010 C Luis M. Alonso ostras. Vea ......“El mercado y las calles que...

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Luis M. Alonso harles Dickens, además de un maravilloso nove- lista, fue un reportero atrevido, siempre dispuesto a visitar las partes más desagradables de un Londres del que no tendríamos la misma noticia de no haber si- do por sus “sketches”, con los viejos dibujos de George Crui- kshank. La metrópoli británica del autor de “Los papeles póstu- mos del Club Pickwick” era un lugar aterrador e incómodo pa- ra la gran mayoría de sus habi- tantes. Por ejemplo, las licorerías de los alrededores de Drury La- ne, Holborn, St. Giles’s y Covent Garden reunían en torno suyo verdaderos pozos de inmundi- cia. Desde hace tiempo nada de aquello existe ya y cualquiera que haya intentado seguir la pista se habrá encontrado con que no hay rastro de los cubícu- los ni sombras en las piedras. Empezando por el mercado del Covent Garden, que unas déca- das atrás se transformó en un moderno complejo comercial. “El mercado y las calles que conducen a él están atestados de carros de todo tipo, tamaño y distinción, desde los más pesa- dos y torpes con sus cuatro re- cios caballos a los tintineantes de los vendedores ambulantes con sus burros tísicos. El suelo ya está cubierto de hojas de col podridas, cuerdas de paja rotas y toda la indescriptible basura de un mercado de verduras. Los hombres gritan, los carros recu- lan, los caballos relinchan, los muchachos se pelean, los ver- duleros charlan, los vendedores de empanadas anuncian su producto y los burros rebuznan. Estos y otros mil sonidos for- man una composición bastante discordante para los oídos de los londinenses y notablemente desagradable para los foraste- ros...”, escribió en uno de los veinticinco esbozos que Abada Editores ha recogido en un pre- cioso librito, agrupados por Mi- guel Ángel Martínez-Cabeza. O cuando Dickens, bajo el seudónimo de Boz, describe el ambiente de las licorerías fre- cuentadas por “caballeros en buena disposición, damas cari- tativas y borrachos embruteci- dos”, asentando en sus palabras la moral victoriana.“Beber gine- bra es uno de los grandes vicios de Inglaterra, pero la pobreza y la suciedad son otros mayores, y hasta que no mejoremos los ho- gares de los pobres, o persuada- mos a un desgraciado muerto de hambre de que no busque alivio en el olvido momentáneo de su pobre desdicha con la mi- seria que, dividida entre su fa- milia, proporcionaría un men- drugo de pan a cada uno las li- corerías seguirán aumentando en número y en esplendor”. El Strand y Fleet Street, que durante años fue la calle de los periódicos, están estrechamen- te vinculadas a Dickens. Al nor- te de El Strand se halla Maiden Lane, donde se encuentra, a su vez, el histórico “Rules Restau- rant”, preferido del escritor y que sirve comidas desde 1798. Joseph Cecil Wingard le dedicó un largo poema (“Here one may dine most splendidly,/ On game and fish and English tea / Here Oysters, ugly though they be...”). Los pescados, el salmón y las ostras siguen siendo las es- pecialidades de la casa, al igual que el pato, el cordero, el pastel de riñones y el Osso Bucco de venado. Además de Charles Dickens, William Makepeace Thackeray, John Galsworthy y H. G. Wells, entre otros escritores, fueron distinguidos clientes del local. Evelyn Waugh, Graham Greene y John Le Carré también lo fre- cuentaron e incluso citaron en sus libros. Laurence Olivier ele- gía siempre que quería mante- ner privacidad el “green room” para el almuerzo y la cena. Acerca de las ostras no deja de ser curiosa la ironía que Dickens autor destila en su in- mortal Pickwick. A más de uno le dejará pasmado, pero hay que entenderlo teniendo en cuenta que en ciertos momen- tos y lugares la ostra tenía una presencia que no pasaba desa- percibida en las viejas calles del East End hasta el punto de parecer que era un producto de primer consumo, como si estu- viéramos hablando de la pata- ta. Los puestos de venta de ma- risco se sucedían en un barrio donde convivían la abundancia de quienes lo visitaban y la mi- seria de quienes allí malvivían. “Cuando más pobre es un lugar, mayor parece la demanda de ostras.Vea si no que aquí hay un puesto de ostras cada seis ca- sas. Que me aspen si no creo que, al verse pobre, un hombre sale disparado de su hogar y se va a comer ostras por desespe- ración”. Al sur de Fleet Street está Han- ging Sword Alley, hogar de Jerry Cruncher en “Historia de dos ciu- dades”. Al norte se encuentra St. Dunstan’s Church, la iglesia cuyo restos fascinaron a Dickens cuando era niño, muy cerca del famoso “Ye Olde Cheshire Chee- se”, citado también en la novela y uno de los pubs más viejos de la ciudad, probablemente el más viejo de todos. Abierto en 1538, lo tuvieron que reconstruir des- pués del gran incendio de 1666. Dickens, o más bien Boz, bebía allí y comía “welsh rarebit”, la po- pular crema elaborada con que- so Cheddar, cerveza, mostaza y salsa Worcester que se sirve ca- liente sobre pan tostado. Otros parroquianos del “Cheshire Cheese” fueron Alfred Tennyson y Arthur Conan Doyle, al igual que el americano Mark Twain, que visitó el pub con cierta asi- duidad. No muy lejos de allí vivió Samuel Johnson. Dickens fue el autor de gran- des novelas y también Boz, el pe- riodista dedicado a describir los males y las costumbres de Lon- dres y de sus habitantes. Y, tam- bién, Pickwick. No hay que olvi- darse de los miembros de aquel club de extravagantes persona- jes empeñado en satirizar la so- ciedad, que Chesterton siempre tenía presente:“Todo hombre ha pasado noches con amigos fas- cinantes en torno a una buena mesa, cuando las personalida- des se abren como flores tropi- cales. Cada uno era más que nunca uno mismo, cada uno era una deliciosa caricatura de sí mismo. Quien haya conocido ta- les noches entenderá Pickwick; los demás no se divertirán con Pickwick ni, según creo, tampo- co con el cielo”, escribió el autor de “El hombre que fue jueves”. El recordado Néstor Luján también lo creía así, de hecho firmó du- rante mucho tiempo sus cróni- cas como Pickwick. Para salir de la postal victo- riana y justificar la crónica gas- tronómica, uno podría empezar a recordar viejos bares de Lon- dres en los que bebió y comió plácidamente: “The Ship Ta- vern” y el “Calthorpe Arms”, en Holborn; el “Silver Cross”, en Whitehall; “The Albert” (Victoria St.), con alumbrado de gas y una campana para avisar a sus señorías de las votaciones,“The Blackfriar”, etcétera. En West- minster hay más de una docena de estupendos y boyantes nego- cios de bebidas. Si van a Lon- dres, búsquenlos. Número 642 Sábado, 23 de enero de 2010 C No hay que olvidarse de aquel grupo de estrafalarios personajes empeñados en satirizar a la sociedad Un paseo por los viejos pubs como “Ye Olde Cheshire Cheese”, donde el autor de “Historia de dos ciudades” comía “wels rarebit”; las licorerías de Drury Lane, Pickwick y el legendario Rules Postal de Londres con Dickens Luis M. Alonso harles Dickens, además de un maravilloso nove- lista, fue un reportero atrevido, siempre dispuesto a visitar las partes más desagradables de un Londres del que no tendríamos la misma noticia de no haber si- do por sus “sketches”, con los viejos dibujos de George Crui- kshank. La metrópoli británica del autor de “Los papeles póstu- mos del Club Pickwick” era un lugar aterrador e incómodo pa- ra la gran mayoría de sus habi- tantes. Por ejemplo, las licorerías de los alrededores de Drury La- ne, Holborn, St. Giles’s y Covent Garden reunían en torno suyo verdaderos pozos de inmundi- cia. Desde hace tiempo nada de aquello existe ya y cualquiera que haya intentado seguir la pista se habrá encontrado con que no hay rastro de los cubícu- los ni sombras en las piedras. Empezando por el mercado del Covent Garden, que unas déca- das atrás se transformó en un moderno complejo comercial. “El mercado y las calles que conducen a él están atestados de carros de todo tipo, tamaño y distinción, desde los más pesa- dos y torpes con sus cuatro re- cios caballos a los tintineantes de los vendedores ambulantes con sus burros tísicos. El suelo ya está cubierto de hojas de col podridas, cuerdas de paja rotas y toda la indescriptible basura de un mercado de verduras. Los hombres gritan, los carros recu- lan, los caballos relinchan, los muchachos se pelean, los ver- duleros charlan, los vendedores de empanadas anuncian su producto y los burros rebuznan. Estos y otros mil sonidos for- man una composición bastante discordante para los oídos de los londinenses y notablemente desagradable para los foraste- ros...”, escribió en uno de los veinticinco esbozos que Abada Editores ha recogido en un pre- cioso librito, agrupados por Mi- guel Ángel Martínez-Cabeza. O cuando Dickens, bajo el seudónimo de Boz, describe el ambiente de las licorerías fre- cuentadas por “caballeros en buena disposición, damas cari- tativas y borrachos embruteci- dos”, asentando en sus palabras la moral victoriana.“Beber gine- bra es uno de los grandes vicios de Inglaterra, pero la pobreza y la suciedad son otros mayores, y hasta que no mejoremos los ho- gares de los pobres, o persuada- mos a un desgraciado muerto de hambre de que no busque alivio en el olvido momentáneo de su pobre desdicha con la mi- seria que, dividida entre su fa- milia, proporcionaría un men- drugo de pan a cada uno las li- corerías seguirán aumentando en número y en esplendor”. El Strand y Fleet Street, que durante años fue la calle de los periódicos, están estrechamen- te vinculadas a Dickens. Al nor- te de El Strand se halla Maiden Lane, donde se encuentra, a su vez, el histórico “Rules Restau- rant”, preferido del escritor y que sirve comidas desde 1798. Joseph Cecil Wingard le dedicó un largo poema (“Here one may dine most splendidly,/ On game and fish and English tea / Here Oysters, ugly though they be...”). Los pescados, el salmón y las ostras siguen siendo las es- pecialidades de la casa, al igual que el pato, el cordero, el pastel de riñones y el Osso Bucco de venado. Además de Charles Dickens, William Makepeace Thackeray, John Galsworthy y H. G. Wells, entre otros escritores, fueron distinguidos clientes del local. Evelyn Waugh, Graham Greene y John Le Carré también lo fre- cuentaron e incluso citaron en sus libros. Laurence Olivier ele- gía siempre que quería mante- ner privacidad el “green room” para el almuerzo y la cena. Acerca de las ostras no deja de ser curiosa la ironía que Dickens autor destila en su in- mortal Pickwick. A más de uno le dejará pasmado, pero hay que entenderlo teniendo en cuenta que en ciertos momen- tos y lugares la ostra tenía una presencia que no pasaba desa- percibida en las viejas calles del East End hasta el punto de parecer que era un producto de primer consumo, como si estu- viéramos hablando de la pata- ta. Los puestos de venta de ma- risco se sucedían en un barrio donde convivían la abundancia de quienes lo visitaban y la mi- seria de quienes allí malvivían. “Cuando más pobre es un lugar, mayor parece la demanda de ostras.Vea si no que aquí hay un puesto de ostras cada seis ca- sas. Que me aspen si no creo que, al verse pobre, un hombre sale disparado de su hogar y se va a comer ostras por desespe- ración”. Al sur de Fleet Street está Han- ging Sword Alley, hogar de Jerry Cruncher en “Historia de dos ciu- dades”. Al norte se encuentra St. Dunstan’s Church, la iglesia cuyo restos fascinaron a Dickens cuando era niño, muy cerca del famoso “Ye Olde Cheshire Chee- se”, citado también en la novela y uno de los pubs más viejos de la ciudad, probablemente el más viejo de todos. Abierto en 1538, lo tuvieron que reconstruir des- pués del gran incendio de 1666. Dickens, o más bien Boz, bebía allí y comía “welsh rarebit”, la po- pular crema elaborada con que- so Cheddar, cerveza, mostaza y salsa Worcester que se sirve ca- liente sobre pan tostado. Otros parroquianos del “Cheshire Cheese” fueron Alfred Tennyson y Arthur Conan Doyle, al igual que el americano Mark Twain, que visitó el pub con cierta asi- duidad. No muy lejos de allí vivió Samuel Johnson. Dickens fue el autor de gran- des novelas y también Boz, el pe- riodista dedicado a describir los males y las costumbres de Lon- dres y de sus habitantes. Y, tam- bién, Pickwick. No hay que olvi- darse de los miembros de aquel club de extravagantes persona- jes empeñado en satirizar la so- ciedad, que Chesterton siempre tenía presente:“Todo hombre ha pasado noches con amigos fas- cinantes en torno a una buena mesa, cuando las personalida- des se abren como flores tropi- cales. Cada uno era más que nunca uno mismo, cada uno era una deliciosa caricatura de sí mismo. Quien haya conocido ta- les noches entenderá Pickwick; los demás no se divertirán con Pickwick ni, según creo, tampo- co con el cielo”, escribió el autor de “El hombre que fue jueves”. El recordado Néstor Luján también lo creía así, de hecho firmó du- rante mucho tiempo sus cróni- cas como Pickwick. Para salir de la postal victo- riana y justificar la crónica gas- tronómica, uno podría empezar a recordar viejos bares de Lon- dres en los que bebió y comió plácidamente: “The Ship Ta- vern” y el “Calthorpe Arms”, en Holborn; el “Silver Cross”, en Whitehall; “The Albert” (Victoria St.), con alumbrado de gas y una campana para avisar a sus señorías de las votaciones,“The Blackfriar”, etcétera. En West- minster hay más de una docena de estupendos y boyantes nego- cios de bebidas. Si van a Lon- dres, búsquenlos. Número 642 Sábado, 23 de enero de 2010 C No hay que olvidarse de aquel grupo de estrafalarios personajes empeñados en satirizar a la sociedad Un paseo por los viejos pubs como “Ye Olde Cheshire Cheese”, donde el autor de “Historia de dos ciudades” comía “wels rarebit”; las licorerías de Drury Lane, Pickwick y el legendario Rules Postal de Londres con Dickens

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Luis M. Alonso

harles Dickens, además de un maravilloso nove-

lista, fue un reportero atrevido, siempre dispuesto a visitar las partes más desagradables de un Londres del que no tendríamos la misma noticia de no haber si-do por sus “sketches”, con los viejos dibujos de George Crui-kshank. La metrópoli británica del autor de “Los papeles póstu-mos del Club Pickwick” era un lugar aterrador e incómodo pa-ra la gran mayoría de sus habi-tantes. Por ejemplo, las licorerías de los alrededores de Drury La-ne, Holborn, St. Giles’s y Covent Garden reunían en torno suyo verdaderos pozos de inmundi-cia.

Desde hace tiempo nada de aquello existe ya y cualquiera que haya intentado seguir la pista se habrá encontrado con que no hay rastro de los cubícu-los ni sombras en las piedras. Empezando por el mercado del Covent Garden, que unas déca-das atrás se transformó en un moderno complejo comercial. “El mercado y las calles que conducen a él están atestados de carros de todo tipo, tamaño y distinción, desde los más pesa-dos y torpes con sus cuatro re-cios caballos a los tintineantes de los vendedores ambulantes con sus burros tísicos. El suelo ya está cubierto de hojas de col podridas, cuerdas de paja rotas y toda la indescriptible basura de un mercado de verduras. Los hombres gritan, los carros recu-lan, los caballos relinchan, los muchachos se pelean, los ver-duleros charlan, los vendedores de empanadas anuncian su producto y los burros rebuznan. Estos y otros mil sonidos for-man una composición bastante discordante para los oídos de los londinenses y notablemente desagradable para los foraste-ros...”, escribió en uno de los veinticinco esbozos que Abada Editores ha recogido en un pre-cioso librito, agrupados por Mi-guel Ángel Martínez-Cabeza.

O cuando Dickens, bajo el seudónimo de Boz, describe el ambiente de las licorerías fre-cuentadas por “caballeros en buena disposición, damas cari-tativas y borrachos embruteci-dos”, asentando en sus palabras la moral victoriana. “Beber gine-bra es uno de los grandes vicios de Inglaterra, pero la pobreza y la suciedad son otros mayores, y hasta que no mejoremos los ho-gares de los pobres, o persuada-mos a un desgraciado muerto de hambre de que no busque alivio en el olvido momentáneo de su pobre desdicha con la mi-seria que, dividida entre su fa-milia, proporcionaría un men-drugo de pan a cada uno las li-corerías seguirán aumentando en número y en esplendor”.

El Strand y Fleet Street, que durante años fue la calle de los periódicos, están estrechamen-te vinculadas a Dickens. Al nor-te de El Strand se halla Maiden Lane, donde se encuentra, a su vez, el histórico “Rules Restau-rant”, preferido del escritor y

que sirve comidas desde 1798. Joseph Cecil Wingard le dedicó un largo poema (“Here one may dine most splendidly,/ On game and fish and English tea / Here Oysters, ugly though they be...”). Los pescados, el salmón y las ostras siguen siendo las es-pecialidades de la casa, al igual que el pato, el cordero, el pastel de riñones y el Osso Bucco de venado.

Además de Charles Dickens, William Makepeace Thackeray, John Galsworthy y H. G. Wells,

entre otros escritores, fueron distinguidos clientes del local. Evelyn Waugh, Graham Greene y John Le Carré también lo fre-cuentaron e incluso citaron en sus libros. Laurence Olivier ele-gía siempre que quería mante-ner privacidad el “green room” para el almuerzo y la cena.

Acerca de las ostras no deja de ser curiosa la ironía que Dickens autor destila en su in-mortal Pickwick. A más de uno le dejará pasmado, pero hay que entenderlo teniendo en

cuenta que en ciertos momen-tos y lugares la ostra tenía una presencia que no pasaba desa-percibida en las viejas calles del East End hasta el punto de parecer que era un producto de primer consumo, como si estu-viéramos hablando de la pata-ta. Los puestos de venta de ma-risco se sucedían en un barrio donde convivían la abundancia de quienes lo visitaban y la mi-seria de quienes allí malvivían. “Cuando más pobre es un lugar, mayor parece la demanda de

ostras. Vea si no que aquí hay un puesto de ostras cada seis ca-sas. Que me aspen si no creo que, al verse pobre, un hombre sale disparado de su hogar y se va a comer ostras por desespe-ración”.

Al sur de Fleet Street está Han-ging Sword Alley, hogar de Jerry Cruncher en “Historia de dos ciu-dades”. Al norte se encuentra St. Dunstan’s Church, la iglesia cuyo restos fascinaron a Dickens cuando era niño, muy cerca del famoso “Ye Olde Cheshire Chee-se”, citado también en la novela y uno de los pubs más viejos de la ciudad, probablemente el más viejo de todos. Abierto en 1538, lo tuvieron que reconstruir des-pués del gran incendio de 1666. Dickens, o más bien Boz, bebía allí y comía “welsh rarebit”, la po-pular crema elaborada con que-so Cheddar, cerveza, mostaza y salsa Worcester que se sirve ca-liente sobre pan tostado. Otros parroquianos del “Cheshire Cheese” fueron Alfred Tennyson y Arthur Conan Doyle, al igual que el americano Mark Twain, que visitó el pub con cierta asi-duidad. No muy lejos de allí vivió Samuel Johnson.

Dickens fue el autor de gran-des novelas y también Boz, el pe-riodista dedicado a describir los males y las costumbres de Lon-dres y de sus habitantes. Y, tam-bién, Pickwick. No hay que olvi-darse de los miembros de aquel club de extravagantes persona-jes empeñado en satirizar la so-ciedad, que Chesterton siempre tenía presente: “Todo hombre ha pasado noches con amigos fas-cinantes en torno a una buena mesa, cuando las personalida-des se abren como flores tropi-cales. Cada uno era más que nunca uno mismo, cada uno era una deliciosa caricatura de sí mismo. Quien haya conocido ta-les noches entenderá Pickwick; los demás no se divertirán con Pickwick ni, según creo, tampo-co con el cielo”, escribió el autor de “El hombre que fue jueves”. El recordado Néstor Luján también lo creía así, de hecho firmó du-rante mucho tiempo sus cróni-cas como Pickwick.

Para salir de la postal victo-riana y justificar la crónica gas-tronómica, uno podría empezar a recordar viejos bares de Lon-dres en los que bebió y comió plácidamente: “The Ship Ta-vern” y el “Calthorpe Arms”, en Holborn; el “Silver Cross”, en Whitehall; “The Albert” (Victoria St.), con alumbrado de gas y una campana para avisar a sus señorías de las votaciones, “The Blackfriar”, etcétera. En West-minster hay más de una docena de estupendos y boyantes nego-cios de bebidas. Si van a Lon-dres, búsquenlos.

Número 642

Sábado, 23 de enero de 2010

C

No hay que olvidarse de aquel grupo de estrafalarios personajes empeñados en satirizar a la sociedad

Un paseo por los viejos pubs como “Ye Olde Cheshire Cheese”, donde el autor de “Historia de dos ciudades” comía “wels rarebit”; las licorerías de Drury Lane, Pickwick y el legendario Rules

Postal de Londres con

Dickens

Luis M. Alonso

harles Dickens, además de un maravilloso nove-

lista, fue un reportero atrevido, siempre dispuesto a visitar las partes más desagradables de un Londres del que no tendríamos la misma noticia de no haber si-do por sus “sketches”, con los viejos dibujos de George Crui-kshank. La metrópoli británica del autor de “Los papeles póstu-mos del Club Pickwick” era un lugar aterrador e incómodo pa-ra la gran mayoría de sus habi-tantes. Por ejemplo, las licorerías de los alrededores de Drury La-ne, Holborn, St. Giles’s y Covent Garden reunían en torno suyo verdaderos pozos de inmundi-cia.

Desde hace tiempo nada de aquello existe ya y cualquiera que haya intentado seguir la pista se habrá encontrado con que no hay rastro de los cubícu-los ni sombras en las piedras. Empezando por el mercado del Covent Garden, que unas déca-das atrás se transformó en un moderno complejo comercial. “El mercado y las calles que conducen a él están atestados de carros de todo tipo, tamaño y distinción, desde los más pesa-dos y torpes con sus cuatro re-cios caballos a los tintineantes de los vendedores ambulantes con sus burros tísicos. El suelo ya está cubierto de hojas de col podridas, cuerdas de paja rotas y toda la indescriptible basura de un mercado de verduras. Los hombres gritan, los carros recu-lan, los caballos relinchan, los muchachos se pelean, los ver-duleros charlan, los vendedores de empanadas anuncian su producto y los burros rebuznan. Estos y otros mil sonidos for-man una composición bastante discordante para los oídos de los londinenses y notablemente desagradable para los foraste-ros...”, escribió en uno de los veinticinco esbozos que Abada Editores ha recogido en un pre-cioso librito, agrupados por Mi-guel Ángel Martínez-Cabeza.

O cuando Dickens, bajo el seudónimo de Boz, describe el ambiente de las licorerías fre-cuentadas por “caballeros en buena disposición, damas cari-tativas y borrachos embruteci-dos”, asentando en sus palabras la moral victoriana. “Beber gine-bra es uno de los grandes vicios de Inglaterra, pero la pobreza y la suciedad son otros mayores, y hasta que no mejoremos los ho-gares de los pobres, o persuada-mos a un desgraciado muerto de hambre de que no busque alivio en el olvido momentáneo de su pobre desdicha con la mi-seria que, dividida entre su fa-milia, proporcionaría un men-drugo de pan a cada uno las li-corerías seguirán aumentando en número y en esplendor”.

El Strand y Fleet Street, que durante años fue la calle de los periódicos, están estrechamen-te vinculadas a Dickens. Al nor-te de El Strand se halla Maiden Lane, donde se encuentra, a su vez, el histórico “Rules Restau-rant”, preferido del escritor y

que sirve comidas desde 1798. Joseph Cecil Wingard le dedicó un largo poema (“Here one may dine most splendidly,/ On game and fish and English tea / Here Oysters, ugly though they be...”). Los pescados, el salmón y las ostras siguen siendo las es-pecialidades de la casa, al igual que el pato, el cordero, el pastel de riñones y el Osso Bucco de venado.

Además de Charles Dickens, William Makepeace Thackeray, John Galsworthy y H. G. Wells,

entre otros escritores, fueron distinguidos clientes del local. Evelyn Waugh, Graham Greene y John Le Carré también lo fre-cuentaron e incluso citaron en sus libros. Laurence Olivier ele-gía siempre que quería mante-ner privacidad el “green room” para el almuerzo y la cena.

Acerca de las ostras no deja de ser curiosa la ironía que Dickens autor destila en su in-mortal Pickwick. A más de uno le dejará pasmado, pero hay que entenderlo teniendo en

cuenta que en ciertos momen-tos y lugares la ostra tenía una presencia que no pasaba desa-percibida en las viejas calles del East End hasta el punto de parecer que era un producto de primer consumo, como si estu-viéramos hablando de la pata-ta. Los puestos de venta de ma-risco se sucedían en un barrio donde convivían la abundancia de quienes lo visitaban y la mi-seria de quienes allí malvivían. “Cuando más pobre es un lugar, mayor parece la demanda de

ostras. Vea si no que aquí hay un puesto de ostras cada seis ca-sas. Que me aspen si no creo que, al verse pobre, un hombre sale disparado de su hogar y se va a comer ostras por desespe-ración”.

Al sur de Fleet Street está Han-ging Sword Alley, hogar de Jerry Cruncher en “Historia de dos ciu-dades”. Al norte se encuentra St. Dunstan’s Church, la iglesia cuyo restos fascinaron a Dickens cuando era niño, muy cerca del famoso “Ye Olde Cheshire Chee-se”, citado también en la novela y uno de los pubs más viejos de la ciudad, probablemente el más viejo de todos. Abierto en 1538, lo tuvieron que reconstruir des-pués del gran incendio de 1666. Dickens, o más bien Boz, bebía allí y comía “welsh rarebit”, la po-pular crema elaborada con que-so Cheddar, cerveza, mostaza y salsa Worcester que se sirve ca-liente sobre pan tostado. Otros parroquianos del “Cheshire Cheese” fueron Alfred Tennyson y Arthur Conan Doyle, al igual que el americano Mark Twain, que visitó el pub con cierta asi-duidad. No muy lejos de allí vivió Samuel Johnson.

Dickens fue el autor de gran-des novelas y también Boz, el pe-riodista dedicado a describir los males y las costumbres de Lon-dres y de sus habitantes. Y, tam-bién, Pickwick. No hay que olvi-darse de los miembros de aquel club de extravagantes persona-jes empeñado en satirizar la so-ciedad, que Chesterton siempre tenía presente: “Todo hombre ha pasado noches con amigos fas-cinantes en torno a una buena mesa, cuando las personalida-des se abren como flores tropi-cales. Cada uno era más que nunca uno mismo, cada uno era una deliciosa caricatura de sí mismo. Quien haya conocido ta-les noches entenderá Pickwick; los demás no se divertirán con Pickwick ni, según creo, tampo-co con el cielo”, escribió el autor de “El hombre que fue jueves”. El recordado Néstor Luján también lo creía así, de hecho firmó du-rante mucho tiempo sus cróni-cas como Pickwick.

Para salir de la postal victo-riana y justificar la crónica gas-tronómica, uno podría empezar a recordar viejos bares de Lon-dres en los que bebió y comió plácidamente: “The Ship Ta-vern” y el “Calthorpe Arms”, en Holborn; el “Silver Cross”, en Whitehall; “The Albert” (Victoria St.), con alumbrado de gas y una campana para avisar a sus señorías de las votaciones, “The Blackfriar”, etcétera. En West-minster hay más de una docena de estupendos y boyantes nego-cios de bebidas. Si van a Lon-dres, búsquenlos.

Número 642

Sábado, 23 de enero de 2010

C

No hay que olvidarse de aquel grupo de estrafalarios personajes empeñados en satirizar a la sociedad

Un paseo por los viejos pubs como “Ye Olde Cheshire Cheese”, donde el autor de “Historia de dos ciudades” comía “wels rarebit”; las licorerías de Drury Lane, Pickwick y el legendario Rules

Postal de Londres con

Dickens

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Juan Carlos Gea

lguien hace algo más bien excéntrico. Sumerge tiburo-nes disecados en formol o escul-pe efigies de uno mismo con su propia sangre congelada. Afirma que es arte. Puede que lo argu-mente. Un reputado galerista se interesa. Monta una exposición, fija precios a la altura de su pres-tigio y acicatea por e-mail a uno de sus coleccionistas pata ne-gra. Que compra al instante. Un segundo coleccionista, inspira-do por la fama, el olfato inversor o el sentido de lo cool del pri-mero, le imita. Y luego otro. La de-manda crece. Y los precios. Mu-cho. Las revistas especializadas, azuzadas por el galerista, el artis-ta o el propio coleccionista, pro-ceden a la coronación pública un momento después que el mercado: artista de moda. O me-jor: “de marca”. El marchante, el coleccionista, incluso el autor si se apellida Hirst, resuelven que es el mo-mento de multiplicar. Shoteby’s o Christie’s incluyen la obra en una de sus subastas nocturnas con un elevado precio de parti-da. Sube la puja y alguien emite una disparatada cantidad de sie-te u ocho cifras. El martillo cae. Récord absoluto. Flujo de millo-nes. Gloria mediática. Todos con-tentos y un peldaño más arriba en un Everest de merengue que seguirá creciendo con una con-dición: que todos mantengan una fe inquebrantable y unáni-me en que puede seguir hacién-dolo.

Todo un credo Desentrañar el credo de esta

fe, la estructura de su iglesia, sus ritos y liturgias, es la tarea que se propone Don Thompson en “El tiburón de los 12 millones de dólares”: un minucioso, didácti-co y divertido análisis del mer-cado del arte contemporáneo escrito con mirada estereoscópi-ca de economista y experto en arte con abundantes números, casuística, anécdotas y chasca-rrillos. Como en los libros sobre sectas, la obra -irónica a menu-do, pero no escandalizada: al fin y al cabo, Thompson es econo-mista- resulta reveladora sobre todo para los no iniciados; aque-llos que se han preguntado algu-na vez cómo es posible que se paguen 12 millones de dólares

por un escualo en formol; esos contumaces que aún divorcian, si se habla de arte, su precio y un valor que relacionan con la be-lleza, el mérito técnico, la rique-za espiritual o el misterio. O, sen-cillamente, los que siguen pen-sando que el valor del dinero en sí guarda cierta coherencia con el de los bienes que paga. Inclu-so con el trabajo que costó ga-narlo.

En definitiva, Thompson se cuestiona “cómo se ofrecen su-mas de dinero de siete cifras por objetos que muchos no desea-rían ver en sus hogares”. Y no só-lo el cómo, sino el porqué, ya que la psicología tiene un peso esencial en el libro. Sus respues-tas parten de motivaciones co-nocidas: el arte sigue siendo un trofeo, un emblema de poder y estatus. Pero las últimas décadas han traído dos novedades: una, la concentración de los benefi-cios financieros, que ha multipli-cado las rentas del 1% más adi-nerado de la población por 2 en Estados Unidos, por 3 en Francia o Inglaterra y por 50 en Rusia, China o la India; la otra, una es-casez de viejos maestros y de pintura moderna que ha conver-tido al arte contemporáneo en la mayor cantera de bienes para el mercado del superlujo. Sen-tencia Thompson: “No hay prác-ticamente nada que se pueda comprar por un millón de libras esterlinas que genere tanto esta-tus y reconocimiento como una obra de arte contemporáneo de marca”.

“Marca” es la palabra a rete-ner. Pero pagar millones por arte contemporáneo no garantiza que se entienda o se aprecie el arte contemporáneo. De ahí que el que retrata Thompson sea un mundo con mucho de patología

A

---> PASA A LA PÁGINA SIGUIENTE

Arriba, el perro de flores de Jeff Koons ante la fachada de Museo Guggenheim en Bilbao. Sobre estas líneas, a la izquierda, Andy Warhol; a la derecha, el marchante Larry Gagosian. A la izquierda, el coleccionista Charles Saatchi.

Don Thompson disecciona en “El tiburón de los 12 millones de dólares” la economía del arte contemporáneo, un conglomerado de marcas de lujo en el que “la ilusión del éxito lo es todo”

El arte de crear

FARO DE VIGO Sábado, 23 de enero de 20102

mercado

Juan Carlos Gea

lguien hace algo más bien excéntrico. Sumerge tiburo-nes disecados en formol o escul-pe efigies de uno mismo con su propia sangre congelada. Afirma que es arte. Puede que lo argu-mente. Un reputado galerista se interesa. Monta una exposición, fija precios a la altura de su pres-tigio y acicatea por e-mail a uno de sus coleccionistas pata ne-gra. Que compra al instante. Un segundo coleccionista, inspira-do por la fama, el olfato inversor o el sentido de lo cool del pri-mero, le imita. Y luego otro. La de-manda crece. Y los precios. Mu-cho. Las revistas especializadas, azuzadas por el galerista, el artis-ta o el propio coleccionista, pro-ceden a la coronación pública un momento después que el mercado: artista de moda. O me-jor: “de marca”. El marchante, el coleccionista, incluso el autor si se apellida Hirst, resuelven que es el mo-mento de multiplicar. Shoteby’s o Christie’s incluyen la obra en una de sus subastas nocturnas con un elevado precio de parti-da. Sube la puja y alguien emite una disparatada cantidad de sie-te u ocho cifras. El martillo cae. Récord absoluto. Flujo de millo-nes. Gloria mediática. Todos con-tentos y un peldaño más arriba en un Everest de merengue que seguirá creciendo con una con-dición: que todos mantengan una fe inquebrantable y unáni-me en que puede seguir hacién-dolo.

Todo un credo Desentrañar el credo de esta

fe, la estructura de su iglesia, sus ritos y liturgias, es la tarea que se propone Don Thompson en “El tiburón de los 12 millones de dólares”: un minucioso, didácti-co y divertido análisis del mer-cado del arte contemporáneo escrito con mirada estereoscópi-ca de economista y experto en arte con abundantes números, casuística, anécdotas y chasca-rrillos. Como en los libros sobre sectas, la obra -irónica a menu-do, pero no escandalizada: al fin y al cabo, Thompson es econo-mista- resulta reveladora sobre todo para los no iniciados; aque-llos que se han preguntado algu-na vez cómo es posible que se paguen 12 millones de dólares

por un escualo en formol; esos contumaces que aún divorcian, si se habla de arte, su precio y un valor que relacionan con la be-lleza, el mérito técnico, la rique-za espiritual o el misterio. O, sen-cillamente, los que siguen pen-sando que el valor del dinero en sí guarda cierta coherencia con el de los bienes que paga. Inclu-so con el trabajo que costó ga-narlo.

En definitiva, Thompson se cuestiona “cómo se ofrecen su-mas de dinero de siete cifras por objetos que muchos no desea-rían ver en sus hogares”. Y no só-lo el cómo, sino el porqué, ya que la psicología tiene un peso esencial en el libro. Sus respues-tas parten de motivaciones co-nocidas: el arte sigue siendo un trofeo, un emblema de poder y estatus. Pero las últimas décadas han traído dos novedades: una, la concentración de los benefi-cios financieros, que ha multipli-cado las rentas del 1% más adi-nerado de la población por 2 en Estados Unidos, por 3 en Francia o Inglaterra y por 50 en Rusia, China o la India; la otra, una es-casez de viejos maestros y de pintura moderna que ha conver-tido al arte contemporáneo en la mayor cantera de bienes para el mercado del superlujo. Sen-tencia Thompson: “No hay prác-ticamente nada que se pueda comprar por un millón de libras esterlinas que genere tanto esta-tus y reconocimiento como una obra de arte contemporáneo de marca”.

“Marca” es la palabra a rete-ner. Pero pagar millones por arte contemporáneo no garantiza que se entienda o se aprecie el arte contemporáneo. De ahí que el que retrata Thompson sea un mundo con mucho de patología

A

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Arriba, el perro de flores de Jeff Koons ante la fachada de Museo Guggenheim en Bilbao. Sobre estas líneas, a la izquierda, Andy Warhol; a la derecha, el marchante Larry Gagosian. A la izquierda, el coleccionista Charles Saatchi.

Don Thompson disecciona en “El tiburón de los 12 millones de dólares” la economía del arte contemporáneo, un conglomerado de marcas de lujo en el que “la ilusión del éxito lo es todo”

El arte de crear

FARO DE VIGO Sábado, 23 de enero de 20102

mercado

Page 3: Sábado, 23 de enero de 2010 C Luis M. Alonso ostras. Vea ......“El mercado y las calles que conducen a él están atestados de carros de todo tipo, tamaño y distinción, desde

e incluso de parafilia enzarzado en “un juego de apuestas fuertes alimentado por grandes cantida-des de dinero y ego”, en el que el afán de ostentación y la vani-dad de los jugadores sólo es comparable a su inseguridad y su dependencia del criterio aje-no. Es arte si funciona como ar-te: es decir, si el artista, el mar-chante y los medios dicen que es arte y, sobre todo, si el subasta-dor lo cree así y da la opción al coleccionista de rubricarlo con un abultado cheque. Si, casi a continuación, la adquisición aparece en un museo de presti-gio, la historia del arte refrenda la certeza, aunque venga escrita en un talonario. El carisma que mueve y engrasa todo el siste-ma, que aquieta la inseguridad del comprador (y del artista, si llega a convertirse en ella) y que infunde una fe ciega es la mar-ca.

Mercado en alza Desde ese punto de vista, la

verdadera obra de arte con-temporáneo, la gran perfor-mance en un mundo regido por los ciclos alternos, puede que sea haber creado un mer-cado que no sólo es una alter-nativa sólida al de las finanzas, sobre todo en tiempos de cri-sis, sino que hasta el momento se ha mantenido siempre al al-za. En él, los precios jamás ba-jan; las obras o los artistas o los galeristas simplemente desapa-recen, engullidos por un aguje-ro negro que regula cualquier freno a la expansión. “La regla inmutable de un mercado de arte alcista es que los partici-pantes suspenden todas sus dudas”, dice Thompson, con-fiándose al poder de la marca. Y dictamina: “La ilusión del éxi-

to lo es todo”. Aparentar con autoridad es tanto como ser.

Claro que eso no funciona sin maestros de la ilusión, capa-ces de crear un trampantojo tan creíble, o más, que la cúpula del padre Pozzo en San Ignacio de Roma. Y con el mismo objeto: in-fundir una fe contagiosa, capaz de entregar el alma en forma de ristra de cifras -al fin y al cabo, el dinero es el mismo para todos los millonarios- para redimirla de su vulgaridad. El crítico Ro-bert Hughes ha descrito con exactitud el mecanismo: “Una convergencia de la escasez real o inducida con el deseo puro e irracional” en la que, paradójica-mente, para ser únicos los colec-cionistas se mueven en banda-das, como estorninos, en pos de los precios que marcan mejor el abultado paquete del valor aña-dido.

¿Quién marca precios, quién acuña marcas? Curiosamente, resultan ser marcas de ellos mis-mos: arte y parte. Acuñan marca los marchantes estrella, híbrido imposible de “financiero, agente, asesor y amigo”, capaces de co-ger la mejor ola, aunque sus aguas sean “las menos transpa-rentes y reguladas” de la activi-dad comercial (Larry Gagosian o Jay Jopling). Lo hacen, sobre todo, las grandes casas de subas-tas (Christie’s y Sotheby’s), en cuyas glamurosas sesiones noc-turnas el choque tectónico de “ego, competitividad y codicia” genera el epicentro de todo es-to. En menor medida, crean va-lor añadido los museos de refe-rencia: el Moma, los Guggenhe-im, la Tate Modern, cuyos respon-sables pasan por ser los insobor-nables guardianes de las esencias, pero que en realidad están cayendo cada vez más descaradamente en la seduc-ción de las grandes cifras de

asistencia y cobertura mediáti-ca. Los coleccionistas estrella, como Charles Saatchi, que ven-tean e imponen tendencias en conjunción con marchantes y casas de subastas. Lo consigue también un reducidísimo núme-ro de artistas que constituyen marca y vidas ejemplares por sí mismos (Hirst, Koons, Muraka-mi, el Cid Warhol, aún más renta-ble después de muerto). Y, en la última década, las ferias, que han surgido como “una honda” de los galeristas contra el Goliat de las casas de subastas, y están consiguiendo cambiar hábitos en la recepción y la compra de arte, bajo el signo de la histeria del hipermercado. Muy por de-bajo de todo este trasiego predi-can los críticos, a quienes Thompson adjudica el papel de sacerdotes a los que nadie atien-de, que no dan una en sus pro-nósticos y que, como mucho, va-len como reclamos para entrar en las galerías o para atraer pu-blicidad a las revistas.

Thompson no se olvida de contextualizar estas alturas es-tratosféricas o profundidades abismales, y cartografía con abundancia de estadísticas la totalidad del sistema: un com-plejo universo compuesto por 10.000 museos, instituciones y colecciones públicas, 1.500 ca-sas de subastas, 250 ferias y muestras y 17.000 galerías co-

merciales, con-centradas al 70% en Europa Occi-dental y Estados Unidos, con una facturación me-dia -asegura el autor, y uno no acaba de creérse-lo pensando en su modesto rin-cón del planeta- de 650.000 dóla-res anuales. Todo ello configura un negocio que, por lo que se refiere al arte contempo-ráneo, mueve a n u a l m e n t e 18.000 millones de dólares, de los cuales 11.000 cir-culan en el mer-cado de segunda mano, y la mitad de ellos en las grandes casas de subastas. Suena imponente si se considera que el total equivale al PNB de Islandia, pero no si se compara con la facturación anual de Nike o Apple -a las que también se equipara- y mucho menos en c o m p a r a c i ó n con los produc-tos de la Walt Dis-ney Corporation,

que dejan el doble de dinero. Es un universo superpoblado don-de la vida es extremadamente dura. Sólo sus galaxias más den-sas, Londres y Nueva York, con-centran, a partes iguales, 80.000 artistas.

Selección De ese censo de creadores,

según Thompson, sólo 75 se con-vertirán en “superestrellas de sie-te cifras”; sólo 300 llegarán a la categoría de artistas “maduros” representados por galerías de re-nombre; unos 5.000 conseguirán ser representados de algún mo-do y 15.000 seguirán “vagando” errantes antes de extinguirse apenas en un par de años.

De todos modos, incluso con-siguiendo la representación de una galería de fuste, sólo uno de cada cinco artistas llegará a ser rentable, y sólo uno de cada 200 de estos privilegiados llegará a ver su obra subastada en Chris-tie’s o Shoteby’s. Pero la gloria perdurable es aún más costosa: al cabo de 25 años sólo la mitad de los que llegaron a esa cota seguirán en las subastas impor-tantes.

Las galerías tampoco pisan suelo mucho más seguro: cuatro de cada cinco cerrarán antes de un lustro. Las que sobrevivan irán cayendo a razón del 10% cada año. Por el contrario, los museos proliferan como hon-gos: 100 en el mundo en el últi-mo cuarto de siglo, demandan-do una media de 2.000 obras por institución. Ese fenómeno, junto con el coleccionismo pri-vado, que se ha multiplicado por 20 en los últimos 15 años, es el motor de un mercado que sin duda está cambiando, pero que parece destinado, como el uni-verso, a seguir inflacionario. Siempre que se crea que el uni-verso existe.

---> VIENE DE LA PÁGINA ANTERIOR

Decálogo para comprar arte contemporáneo

Don Thompson deja caer algunos consejos prácticos para quienes dispongan de unos cientos de miles de eu-ros y quieran invertirlos en ar-te. Porque no hay que olvidar, que aparte de exclusividad, el coleccionista con pedigrí tam-bién busca que su vanidad sea rentable. Vaya por delante la regla cero: “El arte no es una buena inversión ni un vehícu-lo eficiente de inversión”, so-bre todo en las obras de pre-cio moderado.

1.Compre obras de arte económicas si le gustan

mucho y quiere vivir con ellas, pero no con la esperanza de que se revaloricen.

2.Los mercados financieros y el mercado del arte no

se mueven a la vez. Cuando bajan los valores, el arte es un buen refugio.

3.Según las investigaciones de Mei y Moses, las obras

del tercio más caro del merca-do no se revalorizan tanto co-mo las del tercio medio, y las del tercio medio no tanto co-mo las del inferior.

4.Es crucial reunir informa-ción antes de empezar la

colección.

5.Viaje a las mejores gale-rías de Nueva York, Lon-

dres, Los Ángeles o París. Si le tratan con desdén, cambie de galería.

6.No busque artistas nue-vos, sino prometedores:

aquellos con una segunda ex-posición en galería superestre-lla, o tercera o cuarta en una galería de prestigio. Los artis-tas mayores ya están descu-biertos y los maduros ya han tocado su techo de mercado.

7.Seleccione un marchante con prestigio, según crite-

rios de reputación, estabilidad y calidad de su grupo de artis-tas, atención de la crítica y de los comisarios.

8.Busque obras entre 35.000 y 85.000 euros. Evi-

te los grandes éxitos: dan me-nos rendimiento y diversifica-rá riesgos.

9.Vigile la tendencia de los precios en webs como

www.artnet.com.

10.No espere que las obras le gusten dema-

siado. Atento a lo que mejor vende. En colores, por orden decreciente, rojo, blanco, azul, amarillo, verde y negro (salvo con Warhol: verde). Mejor co-lores brillantes que pálidos. Mejor formatos horizontales que verticales. Mejor figuras que paisajes. Mejor desnudos que vestidos. Mejor desnudos femeninos que masculinos. Mejor agua en calma que tem-pestades. Mejor bodegones de flores que de frutas. Y, en caso de flores, es obvio: rosas mejor que crisantemos.

Es un universo superpoblado, donde la vida resulta muy dura. Sus galaxias más densas, Londres y Nueva York, concentran 80.000 artistas

FARO DE VIGO Sábado, 23 de enero de 2010 3

El tiburón en formol de Damien Hirst, una obra que pone en evidencia la situación del mercado del arte.

e incluso de parafilia enzarzado en “un juego de apuestas fuertes alimentado por grandes cantida-des de dinero y ego”, en el que el afán de ostentación y la vani-dad de los jugadores sólo es comparable a su inseguridad y su dependencia del criterio aje-no. Es arte si funciona como ar-te: es decir, si el artista, el mar-chante y los medios dicen que es arte y, sobre todo, si el subasta-dor lo cree así y da la opción al coleccionista de rubricarlo con un abultado cheque. Si, casi a continuación, la adquisición aparece en un museo de presti-gio, la historia del arte refrenda la certeza, aunque venga escrita en un talonario. El carisma que mueve y engrasa todo el siste-ma, que aquieta la inseguridad del comprador (y del artista, si llega a convertirse en ella) y que infunde una fe ciega es la mar-ca.

Mercado en alza Desde ese punto de vista, la

verdadera obra de arte con-temporáneo, la gran perfor-mance en un mundo regido por los ciclos alternos, puede que sea haber creado un mer-cado que no sólo es una alter-nativa sólida al de las finanzas, sobre todo en tiempos de cri-sis, sino que hasta el momento se ha mantenido siempre al al-za. En él, los precios jamás ba-jan; las obras o los artistas o los galeristas simplemente desapa-recen, engullidos por un aguje-ro negro que regula cualquier freno a la expansión. “La regla inmutable de un mercado de arte alcista es que los partici-pantes suspenden todas sus dudas”, dice Thompson, con-fiándose al poder de la marca. Y dictamina: “La ilusión del éxi-

to lo es todo”. Aparentar con autoridad es tanto como ser.

Claro que eso no funciona sin maestros de la ilusión, capa-ces de crear un trampantojo tan creíble, o más, que la cúpula del padre Pozzo en San Ignacio de Roma. Y con el mismo objeto: in-fundir una fe contagiosa, capaz de entregar el alma en forma de ristra de cifras -al fin y al cabo, el dinero es el mismo para todos los millonarios- para redimirla de su vulgaridad. El crítico Ro-bert Hughes ha descrito con exactitud el mecanismo: “Una convergencia de la escasez real o inducida con el deseo puro e irracional” en la que, paradójica-mente, para ser únicos los colec-cionistas se mueven en banda-das, como estorninos, en pos de los precios que marcan mejor el abultado paquete del valor aña-dido.

¿Quién marca precios, quién acuña marcas? Curiosamente, resultan ser marcas de ellos mis-mos: arte y parte. Acuñan marca los marchantes estrella, híbrido imposible de “financiero, agente, asesor y amigo”, capaces de co-ger la mejor ola, aunque sus aguas sean “las menos transpa-rentes y reguladas” de la activi-dad comercial (Larry Gagosian o Jay Jopling). Lo hacen, sobre todo, las grandes casas de subas-tas (Christie’s y Sotheby’s), en cuyas glamurosas sesiones noc-turnas el choque tectónico de “ego, competitividad y codicia” genera el epicentro de todo es-to. En menor medida, crean va-lor añadido los museos de refe-rencia: el Moma, los Guggenhe-im, la Tate Modern, cuyos respon-sables pasan por ser los insobor-nables guardianes de las esencias, pero que en realidad están cayendo cada vez más descaradamente en la seduc-ción de las grandes cifras de

asistencia y cobertura mediáti-ca. Los coleccionistas estrella, como Charles Saatchi, que ven-tean e imponen tendencias en conjunción con marchantes y casas de subastas. Lo consigue también un reducidísimo núme-ro de artistas que constituyen marca y vidas ejemplares por sí mismos (Hirst, Koons, Muraka-mi, el Cid Warhol, aún más renta-ble después de muerto). Y, en la última década, las ferias, que han surgido como “una honda” de los galeristas contra el Goliat de las casas de subastas, y están consiguiendo cambiar hábitos en la recepción y la compra de arte, bajo el signo de la histeria del hipermercado. Muy por de-bajo de todo este trasiego predi-can los críticos, a quienes Thompson adjudica el papel de sacerdotes a los que nadie atien-de, que no dan una en sus pro-nósticos y que, como mucho, va-len como reclamos para entrar en las galerías o para atraer pu-blicidad a las revistas.

Thompson no se olvida de contextualizar estas alturas es-tratosféricas o profundidades abismales, y cartografía con abundancia de estadísticas la totalidad del sistema: un com-plejo universo compuesto por 10.000 museos, instituciones y colecciones públicas, 1.500 ca-sas de subastas, 250 ferias y muestras y 17.000 galerías co-

merciales, con-centradas al 70% en Europa Occi-dental y Estados Unidos, con una facturación me-dia -asegura el autor, y uno no acaba de creérse-lo pensando en su modesto rin-cón del planeta- de 650.000 dóla-res anuales. Todo ello configura un negocio que, por lo que se refiere al arte contempo-ráneo, mueve a n u a l m e n t e 18.000 millones de dólares, de los cuales 11.000 cir-culan en el mer-cado de segunda mano, y la mitad de ellos en las grandes casas de subastas. Suena imponente si se considera que el total equivale al PNB de Islandia, pero no si se compara con la facturación anual de Nike o Apple -a las que también se equipara- y mucho menos en c o m p a r a c i ó n con los produc-tos de la Walt Dis-ney Corporation,

que dejan el doble de dinero. Es un universo superpoblado don-de la vida es extremadamente dura. Sólo sus galaxias más den-sas, Londres y Nueva York, con-centran, a partes iguales, 80.000 artistas.

Selección De ese censo de creadores,

según Thompson, sólo 75 se con-vertirán en “superestrellas de sie-te cifras”; sólo 300 llegarán a la categoría de artistas “maduros” representados por galerías de re-nombre; unos 5.000 conseguirán ser representados de algún mo-do y 15.000 seguirán “vagando” errantes antes de extinguirse apenas en un par de años.

De todos modos, incluso con-siguiendo la representación de una galería de fuste, sólo uno de cada cinco artistas llegará a ser rentable, y sólo uno de cada 200 de estos privilegiados llegará a ver su obra subastada en Chris-tie’s o Shoteby’s. Pero la gloria perdurable es aún más costosa: al cabo de 25 años sólo la mitad de los que llegaron a esa cota seguirán en las subastas impor-tantes.

Las galerías tampoco pisan suelo mucho más seguro: cuatro de cada cinco cerrarán antes de un lustro. Las que sobrevivan irán cayendo a razón del 10% cada año. Por el contrario, los museos proliferan como hon-gos: 100 en el mundo en el últi-mo cuarto de siglo, demandan-do una media de 2.000 obras por institución. Ese fenómeno, junto con el coleccionismo pri-vado, que se ha multiplicado por 20 en los últimos 15 años, es el motor de un mercado que sin duda está cambiando, pero que parece destinado, como el uni-verso, a seguir inflacionario. Siempre que se crea que el uni-verso existe.

---> VIENE DE LA PÁGINA ANTERIOR

Decálogo para comprar arte contemporáneo

Don Thompson deja caer algunos consejos prácticos para quienes dispongan de unos cientos de miles de eu-ros y quieran invertirlos en ar-te. Porque no hay que olvidar, que aparte de exclusividad, el coleccionista con pedigrí tam-bién busca que su vanidad sea rentable. Vaya por delante la regla cero: “El arte no es una buena inversión ni un vehícu-lo eficiente de inversión”, so-bre todo en las obras de pre-cio moderado.

1.Compre obras de arte económicas si le gustan

mucho y quiere vivir con ellas, pero no con la esperanza de que se revaloricen.

2.Los mercados financieros y el mercado del arte no

se mueven a la vez. Cuando bajan los valores, el arte es un buen refugio.

3.Según las investigaciones de Mei y Moses, las obras

del tercio más caro del merca-do no se revalorizan tanto co-mo las del tercio medio, y las del tercio medio no tanto co-mo las del inferior.

4.Es crucial reunir informa-ción antes de empezar la

colección.

5.Viaje a las mejores gale-rías de Nueva York, Lon-

dres, Los Ángeles o París. Si le tratan con desdén, cambie de galería.

6.No busque artistas nue-vos, sino prometedores:

aquellos con una segunda ex-posición en galería superestre-lla, o tercera o cuarta en una galería de prestigio. Los artis-tas mayores ya están descu-biertos y los maduros ya han tocado su techo de mercado.

7.Seleccione un marchante con prestigio, según crite-

rios de reputación, estabilidad y calidad de su grupo de artis-tas, atención de la crítica y de los comisarios.

8.Busque obras entre 35.000 y 85.000 euros. Evi-

te los grandes éxitos: dan me-nos rendimiento y diversifica-rá riesgos.

9.Vigile la tendencia de los precios en webs como

www.artnet.com.

10.No espere que las obras le gusten dema-

siado. Atento a lo que mejor vende. En colores, por orden decreciente, rojo, blanco, azul, amarillo, verde y negro (salvo con Warhol: verde). Mejor co-lores brillantes que pálidos. Mejor formatos horizontales que verticales. Mejor figuras que paisajes. Mejor desnudos que vestidos. Mejor desnudos femeninos que masculinos. Mejor agua en calma que tem-pestades. Mejor bodegones de flores que de frutas. Y, en caso de flores, es obvio: rosas mejor que crisantemos.

Es un universo superpoblado, donde la vida resulta muy dura. Sus galaxias más densas, Londres y Nueva York, concentran 80.000 artistas

FARO DE VIGO Sábado, 23 de enero de 2010 3

El tiburón en formol de Damien Hirst, una obra que pone en evidencia la situación del mercado del arte.

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n todo o Norte de Portu-gal prodúcese aceite de oliva. No Noroeste de dito

país as árbores soen ser planta-das nas extremas das leiras en canto que no Nordeste, Centro e Sul hai terras destinadas integra-mente a olival: “Por esses olivais perdidos vão as raparigas soltei-ras”–tal como cantaban as “ja-neiras” de José Afonso. A poucos quilómetros deste Vigo no que escribo, no concello de Valença do Minho, freguesía de Cerdal, funcionou até hai algúns anos o lagar industrial de aceite de Ca-simiro & Barreiro S.L. que, segun-do unha investigación feita para o Fondo dos Espellos por Joa-quín G. Troncoso, moeu 10.000 quilos de aceituna e produciu 5.000 litros de aceite no ano 1985. Polo contrario, na marxe opósita do río Miño, no concello de Tui, en Galicia, non hai collei-ta de aceitunas nin muíños de aceite nin memoria de tal nin fa-rrapos de gaita.

En Galicia só temos noticias de que se produce ou se prudu-ciu até hai pouco aceite nos concellos de Betanzos, Lobios, O Bolo, Larouco, A Rúa, Ribas de Sil, Verín, Oímbra, Vilardevós. O Licenciado Molina, na súa Des-cripción del Reino de Galicia (1551), só sinala a presenza de oliveiras nas Mariñas de Betan-zos e en Valdeorras. Escribiuse e contouse oralmente que a Raíña Católica castigou os galegos, por rebeldes insumisos, mandándo-lles talar as oliveiras para acen-

tuar a súa dependencia econó-mica. Coñezo unha versión do mito segundo a cal foi Filipe V o que ordenou a devastación. Ou-tros cren que as leis liberais do século XIX foron as responsa-beis de desparición das oliveiras ou olivas galegas, o que se con-tradí co dito por Molina no sécu-lo XVI. A pregunta segue a ser es-ta: por que hai oliveiras produc-tivas de aceite en Portugal e en Galicia son tan escasas? Consti-túe a lenda da corta das nosas oliveiras unha metáfora popular mediante a cal o pobo quixo sig-nificar a “doma y castración del Reino de Galicia” tan duramente executada pola raíña Isabel I? Non sei.

En Galicia hai muíños parti-culares de herdeiros de aceite e muíños de maquía. Son diversos os tipos e modelos de muíños de aceite de eiquí, e eles poden ir do prehistórico ao motoriza-do. Fálase nos nosos días de pro-xectos de restaurar a produc-ción do aceite en Galicia a base das castes de aceituna autócto-nas, que son as chamadas bra-vas e mansas. Tamén están a ser consideradas redes de distribu-ción de tal aceite do país.

Os estudos etnográficos debi-dos a Xaquín Lourenzo “Xocas” sentaron as bases do coñece-mento xeral da cultura do aceite en Galicia. Outros traballos, co-ma os de Manuel Caamaño e Es-tanislao Fernández de la Cigoña, foron completando os datos di-vulgados sobre o noso aceite e a

morfoloxía do seu utillaxe e edi-ficios destinados aos labores de que se trata. Recentemente, a re-vista Raigame de Ourense publi-cou o estudo titulado A oliveira e os muíños de aceite, da autoría de Aníbal Cid Babarro, que ac-tualiza os datos xa coñecidos e aporta novas noticias verbo do asunto.

A oliveira goza dalgunha pre-senza na literatura popular de tradición oral, aínda que non sempre referida á producción do aceite. Vexan unha cántiga (algo coxa):

Por baixo da oliveira nin chove ni case orballa; dime, nena, se me queres, non me deas máis traballo. Veleiquí un curioso e instruc-

tivo refrán: “Aceite, o de riba; vi-ño, o do medio; mel, o do fon-do”.

E agora unha adiviña que é coñecida con variantes noutros espazos culturais ibéricos: De branco nacín, de verde me ves-tín e de loito me cubrín; para dar luz ao Mundo mil tormentos pa-decín: A ACEITUNA”.

Respondo agora a unha con-sulta. En galego a palabra oliva ten dúas acepcións: “aceituna, froito da oliveira” e “oliveira ou árbore que produce as aceitu-nas”. Por esa razón o xornal de-cimonónico vigués de Alexan-dro Chao, Compañel e Murguía titulábase –en forma castelani-zante– La Oliva: pola oliveira que figura no escudo de Vigo. Non por unha aceituna.

Fálase nos nosos días de proxectos de restaurar a producción do aceite en Galicia a base das castes de aceituna autóctonas, que son as chamadas bravas e mansas. Tamén están a ser consideradas redes de distribución de tal aceite do país

Muíño de peois da Casa Grande de

Freixido (Larouco-Ourense).

NO FONDO DOS

ESPELLOS X.L. MÉNDEZ FERRÍN

E

Oliveiras en cuestión (3)

FARO DE VIGO Sábado, 23 de enero de 20104

Castelo Branco en Vigo

José Viale Moutinho, o es-critor portugués amigo de Galicia e membro de honra da Academia Galega, regre-sou dunha longa estadía na Illa da Madeira e volve resi-dir na cidade do Porto, urbe na que decorreu a mor parte da vida productiva do por-tentoso novelista Camilo Castelo Branco. Viale Mou-tinho fainos chegar, precisa-mente, unhas Memórias foto-biográficas de Camilo Caste-lo Branco (1825-1890) das que el é autor/recolector.

Di o biógrafo Viale Mou-tinho, e di moi ben, que a vi-da de Camilo é unha ator-mentada novela de Castelo Branco. Nado dunha nai misteriosa e secreta, que non coñeceu, na vida de Ca-milo houbo de todo: gloria, duelos, fillo tolo, título de visconde, prisión por adulte-rio, amores de perdición, tra-ballo febril e incesanta coa pluma na man. Cando fica-ba cego, Camilo soubo que o seu mal non tiña remedio e desfechouse un tiro, non sei se na boca ou ao puro estilo Werther. Fórono ente-rrar no túmulo duns amigos, onde segue a estar o corpo. Os cregos, en especial o da parroquia de Seide, hoube-ron de botar o corpo ao río Ave, por ateo, pecaminoso e suicida. Viale apunta que sempre lle negaron a Cami-lo monumentos e memorias formais, en certos medios rancorosos.

Xa noutras ocasións Viale Moutinho, que alén de el mesmo ser novelista apreza-dísimo e moi orixinal é un estudoso especializado na vida de Camilo Castelo Branco, ten escrito sobre a viaxe deste a Vigo. Agora cóntaa Viale Moutinho de novo facendo imprimir un-ha estampa romántica do Vi-go vello. O caso é tamén no-velesco. Residía o neno Ca-milo en Lisboa e foi posto so a tutela dun seu parente de Vila Real. O escritor, a súa ir-má e unha criada, ordena-ron de facer a viaxe en bar-co de Lisboa a Leixões. Pero o buque non puido entrar neste porto, a causa de que mar era mau, e tiveron que se acoller á ría de Vigo. En Vi-go desembarcaron e fixeron a ruta por ruíns camiños pa-sando por Tui, Valença, Bra-ga, até chegar a Vila Real, dous meses despois de sai-ren de Lisboa. O propio Ca-milo Castelo Branco ten re-latado con graza esta viaxe aventurosa.

Todos aqueles que quixeren colaborar coa súa opinión en NO FONDO DOS ES-PELLOS poden escribir por correo ordina-rio a:

X. L. Méndez Ferrín

FARO DE VIGO Rúa Uruguay, 10-A

Aptdo. Correos, 91. VIGO

CAIXA POSTAL

n todo o Norte de Portu-gal prodúcese aceite de oliva. No Noroeste de dito

país as árbores soen ser planta-das nas extremas das leiras en canto que no Nordeste, Centro e Sul hai terras destinadas integra-mente a olival: “Por esses olivais perdidos vão as raparigas soltei-ras”–tal como cantaban as “ja-neiras” de José Afonso. A poucos quilómetros deste Vigo no que escribo, no concello de Valença do Minho, freguesía de Cerdal, funcionou até hai algúns anos o lagar industrial de aceite de Ca-simiro & Barreiro S.L. que, segun-do unha investigación feita para o Fondo dos Espellos por Joa-quín G. Troncoso, moeu 10.000 quilos de aceituna e produciu 5.000 litros de aceite no ano 1985. Polo contrario, na marxe opósita do río Miño, no concello de Tui, en Galicia, non hai collei-ta de aceitunas nin muíños de aceite nin memoria de tal nin fa-rrapos de gaita.

En Galicia só temos noticias de que se produce ou se prudu-ciu até hai pouco aceite nos concellos de Betanzos, Lobios, O Bolo, Larouco, A Rúa, Ribas de Sil, Verín, Oímbra, Vilardevós. O Licenciado Molina, na súa Des-cripción del Reino de Galicia (1551), só sinala a presenza de oliveiras nas Mariñas de Betan-zos e en Valdeorras. Escribiuse e contouse oralmente que a Raíña Católica castigou os galegos, por rebeldes insumisos, mandándo-lles talar as oliveiras para acen-

tuar a súa dependencia econó-mica. Coñezo unha versión do mito segundo a cal foi Filipe V o que ordenou a devastación. Ou-tros cren que as leis liberais do século XIX foron as responsa-beis de desparición das oliveiras ou olivas galegas, o que se con-tradí co dito por Molina no sécu-lo XVI. A pregunta segue a ser es-ta: por que hai oliveiras produc-tivas de aceite en Portugal e en Galicia son tan escasas? Consti-túe a lenda da corta das nosas oliveiras unha metáfora popular mediante a cal o pobo quixo sig-nificar a “doma y castración del Reino de Galicia” tan duramente executada pola raíña Isabel I? Non sei.

En Galicia hai muíños parti-culares de herdeiros de aceite e muíños de maquía. Son diversos os tipos e modelos de muíños de aceite de eiquí, e eles poden ir do prehistórico ao motoriza-do. Fálase nos nosos días de pro-xectos de restaurar a produc-ción do aceite en Galicia a base das castes de aceituna autócto-nas, que son as chamadas bra-vas e mansas. Tamén están a ser consideradas redes de distribu-ción de tal aceite do país.

Os estudos etnográficos debi-dos a Xaquín Lourenzo “Xocas” sentaron as bases do coñece-mento xeral da cultura do aceite en Galicia. Outros traballos, co-ma os de Manuel Caamaño e Es-tanislao Fernández de la Cigoña, foron completando os datos di-vulgados sobre o noso aceite e a

morfoloxía do seu utillaxe e edi-ficios destinados aos labores de que se trata. Recentemente, a re-vista Raigame de Ourense publi-cou o estudo titulado A oliveira e os muíños de aceite, da autoría de Aníbal Cid Babarro, que ac-tualiza os datos xa coñecidos e aporta novas noticias verbo do asunto.

A oliveira goza dalgunha pre-senza na literatura popular de tradición oral, aínda que non sempre referida á producción do aceite. Vexan unha cántiga (algo coxa):

Por baixo da oliveira nin chove ni case orballa; dime, nena, se me queres, non me deas máis traballo. Veleiquí un curioso e instruc-

tivo refrán: “Aceite, o de riba; vi-ño, o do medio; mel, o do fon-do”.

E agora unha adiviña que é coñecida con variantes noutros espazos culturais ibéricos: De branco nacín, de verde me ves-tín e de loito me cubrín; para dar luz ao Mundo mil tormentos pa-decín: A ACEITUNA”.

Respondo agora a unha con-sulta. En galego a palabra oliva ten dúas acepcións: “aceituna, froito da oliveira” e “oliveira ou árbore que produce as aceitu-nas”. Por esa razón o xornal de-cimonónico vigués de Alexan-dro Chao, Compañel e Murguía titulábase –en forma castelani-zante– La Oliva: pola oliveira que figura no escudo de Vigo. Non por unha aceituna.

Fálase nos nosos días de proxectos de restaurar a producción do aceite en Galicia a base das castes de aceituna autóctonas, que son as chamadas bravas e mansas. Tamén están a ser consideradas redes de distribución de tal aceite do país

Muíño de peois da Casa Grande de

Freixido (Larouco-Ourense).

NO FONDO DOS

ESPELLOS X.L. MÉNDEZ FERRÍN

E

Oliveiras en cuestión (3)

FARO DE VIGO Sábado, 23 de enero de 20104

Castelo Branco en Vigo

José Viale Moutinho, o es-critor portugués amigo de Galicia e membro de honra da Academia Galega, regre-sou dunha longa estadía na Illa da Madeira e volve resi-dir na cidade do Porto, urbe na que decorreu a mor parte da vida productiva do por-tentoso novelista Camilo Castelo Branco. Viale Mou-tinho fainos chegar, precisa-mente, unhas Memórias foto-biográficas de Camilo Caste-lo Branco (1825-1890) das que el é autor/recolector.

Di o biógrafo Viale Mou-tinho, e di moi ben, que a vi-da de Camilo é unha ator-mentada novela de Castelo Branco. Nado dunha nai misteriosa e secreta, que non coñeceu, na vida de Ca-milo houbo de todo: gloria, duelos, fillo tolo, título de visconde, prisión por adulte-rio, amores de perdición, tra-ballo febril e incesanta coa pluma na man. Cando fica-ba cego, Camilo soubo que o seu mal non tiña remedio e desfechouse un tiro, non sei se na boca ou ao puro estilo Werther. Fórono ente-rrar no túmulo duns amigos, onde segue a estar o corpo. Os cregos, en especial o da parroquia de Seide, hoube-ron de botar o corpo ao río Ave, por ateo, pecaminoso e suicida. Viale apunta que sempre lle negaron a Cami-lo monumentos e memorias formais, en certos medios rancorosos.

Xa noutras ocasións Viale Moutinho, que alén de el mesmo ser novelista apreza-dísimo e moi orixinal é un estudoso especializado na vida de Camilo Castelo Branco, ten escrito sobre a viaxe deste a Vigo. Agora cóntaa Viale Moutinho de novo facendo imprimir un-ha estampa romántica do Vi-go vello. O caso é tamén no-velesco. Residía o neno Ca-milo en Lisboa e foi posto so a tutela dun seu parente de Vila Real. O escritor, a súa ir-má e unha criada, ordena-ron de facer a viaxe en bar-co de Lisboa a Leixões. Pero o buque non puido entrar neste porto, a causa de que mar era mau, e tiveron que se acoller á ría de Vigo. En Vi-go desembarcaron e fixeron a ruta por ruíns camiños pa-sando por Tui, Valença, Bra-ga, até chegar a Vila Real, dous meses despois de sai-ren de Lisboa. O propio Ca-milo Castelo Branco ten re-latado con graza esta viaxe aventurosa.

Todos aqueles que quixeren colaborar coa súa opinión en NO FONDO DOS ES-PELLOS poden escribir por correo ordina-rio a:

X. L. Méndez Ferrín

FARO DE VIGO Rúa Uruguay, 10-A

Aptdo. Correos, 91. VIGO

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