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Muestra académica, prohibida su reproducción 15 Hacia una fundamentación consensual-discursiva de los derechos humanos Óscar Mejía Quintana Diana Hincapié Cetina Introducción Los derechos humanos, como valores o principios universales, plantean el enorme reto de una fundamentación que desborde la pretendida hegemonía moral y el marco teocéntrico de Occidente. Esto explica la resistencia a un abanico de principios que, desde la Declaración de Derechos Humanos de la onu, no ha logrado su plena y absoluta convalidación por los países del mundo entero. Como lo veremos más abajo, en la sugestiva metáfora de Lukes, los derechos humanos no se aplicarían en tres escenarios utópicos —el utilitarista, el comunitarista y el marxista estalinista— y en otros dos, el libertariano y el igualitarista, se aplicarían restrictivamente. Todos tendrían objeciones de fondo o parciales a ese catálogo de derechos humanos que Occidente ha pretendido erigir como mun- diales y, en el despropósito exacerbado del kantismo, tan racionales que cualquiera en el universo podría incluso suscribirlos. A estas objeciones se suman dos más: las del feminismo y las del posmodernismo/poscolonialismo/decolonialidad. La primera por la

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Hacia una fundamentación consensual-discursiva de

los derechos humanosÓscar Mejía Quintana Diana Hincapié Cetina

IntroducciónLos derechos humanos, como valores o principios universales,

plantean el enorme reto de una fundamentación que desborde la pretendida hegemonía moral y el marco teocéntrico de Occidente. Esto explica la resistencia a un abanico de principios que, desde la Declaración de Derechos Humanos de la onu, no ha logrado su plena y absoluta convalidación por los países del mundo entero.

Como lo veremos más abajo, en la sugestiva metáfora de Lukes, los derechos humanos no se aplicarían en tres escenarios utópicos —el utilitarista, el comunitarista y el marxista estalinista— y en otros dos, el libertariano y el igualitarista, se aplicarían restrictivamente. Todos tendrían objeciones de fondo o parciales a ese catálogo de derechos humanos que Occidente ha pretendido erigir como mun-diales y, en el despropósito exacerbado del kantismo, tan racionales que cualquiera en el universo podría incluso suscribirlos.

A estas objeciones se suman dos más: las del feminismo y las del posmodernismo/poscolonialismo/decolonialidad. La primera por la

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sospecha, plenamente identificable, de que esos derechos humanos son la perspectiva patriarcal por excelencia del macho occidental. La segunda, que critica todo por colonial, salvo la supuesta relec-tura situada de los derechos humanos que, en últimas, los traduce a las lenguas vernáculas sumándoles unos tantos más, por ser el instrumento del colonizador para su legitimación.

En fin, sin ir muy lejos, ya los abogados defensores de los dere-chos humanos se ven en casas prietas, salvo cayendo en la trampa de reivindicar lo que atacan: la defensa de unos mínimos jurídicos que el mundo entero todavía confronta y que ellos defienden solo en la perspectiva práctica de intentar hacer algo por las minorías discriminadas y atropelladas por el sistema.

En conjunto, todas estas posturas cuestionan, como diría Nietzsche, el perspectivismo de los derechos humanos. Es posible considerar dos críticas académicas adicionales al respecto. De una parte, Foucault y su denuncia del quiebre epistémico de Occidente hacia 1775, cuando los derechos humanos surgen misteriosa e inex-plicablemente en los intersticios del cisma del pensamiento occiden-tal. En este punto, las cosas dejan de ser representadas por palabras y el hombre empieza a ser duplicado por un discurso especializado sobre sí mismo: antes del siglo Xviii, el hombre no existía como objeto de estudio ni —se inferiría después— como sujeto jurídico, es decir, sujeto de derechos. Por otro lado, la crítica habermasiana: el desacoplamiento entre sistema y mundo de vida, donde los de-rechos humanos terminan convirtiéndose en un subsistema que no se sabe si responde a las lógicas sistémicas o a las dinámicas mundo-vitales, en una tensión que los desgarra y los deslegitima aún más.

En esa línea de reflexión, la hipótesis que quisiéramos ilustrar es la siguiente: ante las objeciones al concepto de los derechos, que parten de un fundamento político basado en el ideario tripartito de la Revolución francesa (igualdad, libertad y fraternidad), pasando por las visiones paradigmáticas jurídicas convencionales y posconven-cionales (iusnaturalismo, iuspositivismo y multiculturalismo-teorías críticas), se precisa una fundamentación consensual-discursiva que permita explorar alternativas para superar el etnocentrismo del que se los acusa y proyectarse a una enunciación consensual de estos

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que, desde las propias expresiones discursivas y de racionalidad práctica de las formas de vida involucradas, posibilite una concre-ción integral de estos como mínimos de la convivencia humana.

Para lo anterior, iniciaremos con el cuestionamiento de los dere-chos humanos desde los diferentes paradigmas jurídicos, sirviéndo-nos de la metáfora del hombre-topo de Pérez Luño, tan esquemática de la reconstrucción de la discusión jurídica sobre la fundamentación de los derechos humanos. Seguiremos con los principales aspectos y, sobre todo, la aplicabilidad del principio —que se presume vigente y legítimo, propio de su vocación universal— de la defensa de los derechos humanos. Esto, partiendo de una reconstrucción de estos desde las diferentes doctrinas políticas, con base en el ensayo del sociólogo inglés Steven Lukes, que las recoge de manera simpática y acertada a nuestro modo de ver.

Luego, planteadas esas contradicciones, intentaremos superarlas a través del abordaje de las tres perspectivas —moral (dialógico-mo-ral), política (político-contractual) y ética (ética-contextual)— de una razón práctica que nos permita abordar la justicia. Desarrollaremos los constructos de la teoría de la justicia (posición original con el subconstructo de velo de la ignorancia y principios de la justicia con el subconstructo del orden lexicográfico), de las instituciones de la justicia (desobediencia civil y objeción de conciencia) y de los fines de la justicia (equilibrio reflexivo, metodológica y políticamen-te), junto con el derecho de los pueblos, propuestas por el filósofo norteamericano John Rawls.

De Habermas retomaremos la construcción sociológica sobre la colonización del mundo de la vida, la reconstrucción normativa de la legitimidad y la ética procedimental del discurso práctico, a través de los principios U y D, que posibilitan la reconstrucción discursi-va del derecho como forma de construcción de voluntad política.

Por último, formularemos la propuesta de una fundamentación consensual-discursiva de los derechos humanos, basada en una de-liberación colectiva de estos y sus proyecciones, en clave de unos derechos básicos desde el derecho de los pueblos de Rawls y la ética discursiva como forma de superación de la colonización del mundo de la vida por el derecho.

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El cuestionamiento a los derechos humanos

Desde los paradigmas jurídicosLos derechos humanos han sido objeto de apropiación de diversos

discursos según las ideologías dominantes y, sin embargo, persis-ten en ser un discurso especializado que trasciende las perspectivas meramente políticas, jurídicas, históricas y filosóficas.

A manera de ejemplo, las discusiones jurídicas sobre la efecti-vidad de los derechos se han centrado sobre los grados o niveles de los derechos humanos. Con este fin, han sido clasificados como básicos o esenciales; fundamentales; políticos; económicos, socia-les y culturales (mal identificados con la sigla desc), de primera, segunda, tercera, cuarta y hasta quinta generación; ambientales y no ambientales; de esenciales solo en el núcleo y progresivos en la periferia, etc., según su grado de protección jurídica. Este proceder ha desdibujado su naturaleza.

Habermas señala que los principios del Estado de derecho y los derechos fundamentales “[…] en el nivel del simbolismo cultural quedan interpretados y encarnados en el derecho constitucional y, en el nivel del sistema de acción quedan interpretados y encar-nados en la realidad constitucional de las instituciones y procesos políticos” (Habermas, 2001, p. 263), al referirse a que los órdenes ju-rídicos concretos representan no solo la realización de los derechos y principios, sino que reflejan los paradigmas jurídicos entendidos como “las ideas típicas y ejemplares de una comunidad jurídica en lo tocante a la cuestión de cómo pueden realizarse el sistema de los derechos y los principios del Estado de derecho en el contexto efec-tivamente percibido de la sociedad dada en cada caso” (Habermas, 2001, p. 263).

Si la visión paradigmática jurídica es un conjunto de ideas que nacen de la percepción de un contexto, intentaremos identificar elementos de los diferentes paradigmas que permitan, a través de la figura de los derechos fundamentales, reconocer aspectos cultu-rales representativos.

Pérez Luño (2004) aborda la fundamentación iusnaturalista de los derechos fundamentales a través de la parábola del hombre-topo. Este permanecía, autoexiliado, en la biblioteca de los sótanos de

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una institución cultural sepultada por las ruinas y escombros de la contienda bélica. Aunque este hombre-topo contaba con mate-riales bibliográficos actualizados gracias a los favores de quienes procuraban su subsistencia

[…] carecía […] del soporte de datos sociológicos para captar la

relación entre el texto constitucional y la realidad política y social

que le servía de soporte y que estaba destinado a regular. Su etapa de

básica existencia solitaria y marginada le permitió adquirir una amplia

cultura libresca, pero, en cambio, poseía muy escasa información

procedente de las mass media. Desconocía, por ello, las vicisitudes y

el trasfondo que, a través del consenso o del compromiso entre las

fuerzas políticas constituyentes, determinaron la peculiaridad de

algunos rasgos informadores de nuestra constitución. (Pérez Luño,

2004, p. 109)

Cuando este hombre-topo decide salir de su autoconfinamiento y consultar prohombres locales que le permitan “[…] obtener una síntesis arquetípica de las principales tendencias ideológicas presen-tes en el proceso constituyente” (Pérez Luño, 2004, p. 111) (se refiere aquí al proceso que dio lugar a la promulgación de la Constitución de 1978 en España), busca en primer lugar al párroco local, quien le ofrece una fundamentación iusnaturalista objetivista de los dere-chos constitucionales desde una sólida formación tomista, que, en primer lugar, resta importancia al hecho de que en el preámbulo de la Constitución no se hable de Dios y señala que la sola presencia de los derechos fundamentales en esta descubre una inspiración iusnaturalista, pues la base de esos derechos es un “orden superior, objetivo y universal al que los hombres puedan apelar en cualquier tiempo y lugar”. Por este motivo, al ordenamiento jurídico no le in-cumbe crear u otorgar los derechos y libertades de la persona, sino que su función reside en reconocer esos derechos inviolables e in-herentes al ser humano, que son superiores a las leyes positivas y al arbitrio de los gobiernos (Pérez Luño, 2004, p. 116).

No en vano, Pérez Luño identifica como representativo de esta fundamentación al párroco católico local y refiere su sólida forma-ción tomista, que supone la inmanencia de un orden universal y objetivo.

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En esa misma línea resulta interesante analizar la postura de Giovanni Sartori. Este autor sostiene, en un enfoque tradicional, que las constituciones no deben ser políticas —esto es, aspiracio-nales o basadas en objetivos— sino, como lo entendían los consti-tuyentes de los siglos Xvii y XiX, de naturaleza teleológica y estruc-turada en recompensas y castigos, es decir, en el control. Sartori (2010) sugiere que:

En Filadelfia tanto Madison como Hamilton se opusieron a que

se incluyese una declaración de derechos en la Constitución, con el

argumento de que los derechos no se protegen con declaraciones,

sino con las propias estructuras del gobierno constitucional (…) yo

estaría de acuerdo con Madison y Hamilton en que una declaración de

derechos no es una condición necesaria de las constituciones (p. 211)

Si el reconocimiento de derechos del que habla Pérez Luño no necesariamente supone la positivización de un catálogo de derechos, siguiendo a Sartori, aun en las estructuras del gobierno constitucio-nal será preciso reflejar la prevalencia de derechos inmanentes. La tesis de Sartori, que propone una reingeniería constitucional vol-viendo a lo tradicional del Medioevo, sugiere necesariamente que parta del supuesto de inmanencia de la ley natural.

Siguiendo a Pérez Luño y su metáfora del hombre-topo, esta vez con la fundamentación positivista de los derechos fundamentales, que soporta en una entrevista con un empresario de arraigadas ideas liberales y sólida formación jurídica y económica a nivel de máster universitario, parte de la necesidad de concebir el sistema político como un sistema de derecho que pueda brindar la garantía a través del derecho “de la libertad de los ciudadanos ante la injerencia del gobierno, mediante la separación de poderes, el respeto al princi-pio de legalidad y la independencia de los jueces, y todo ello, a fin también, de salvaguardar el orden económico-social establecido” (Pérez Luño, 2004, p. 118).

Lo anterior supone que la lectura correcta de la Constitución ha de efectuarse de modo garantista, es decir, como un instrumento jurídico para mantener y asegurar el statu quo económico y social. El citado empresario basa su indiscutible fundamentación positi-vista de los derechos humanos en la tesis de Bentham: según esta

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tesis, donde no existen leyes positivas ni Estado, no puede existir ningún derecho; también califica como grosera falacia fundamentar los derechos fundamentales en el derecho natural y considera que resulta peligrosa la metáfora de atribuir derechos al hombre por el solo hecho de serlo, ya que puede devenir en anarquía y revolución.

De esto se concluye que los derechos fundamentales son una creación técnico-jurídica que opera como garantía de autonomía individual destinada a maximizar la libertad personal y optimizar la defensa de la injerencia estatal.

Para dar paso a las teorías del pluralismo retomamos a Ferrajoli, quien señala el advenimiento de un paradigma del constitucio-nalismo como fruto de una profunda transformación interna del paradigma paleo-positivista. El autor critica el principio de legali-dad formal como: “metanorma de reconocimiento de las normas vigentes. Conforme a él, una norma jurídica cualquiera que sea su contenido, existe y es válida, en virtud, únicamente, de las formas de su producción” (Ferrajoli, 2001, p. 52).

Lo anterior, para afirmar que ya no es solo una legalidad formal la que se predica del derecho, sino una legalidad sustancial, pues la ley se somete a principios y derechos fundamentales contenidos en las constituciones.

De ello se infiere que los derechos han de positivizarse para ser reconocidos. Esta situación reafirma el paradigma positivista y la tesis de que los derechos fundamentales deben estar necesa-riamente en los textos constitucionales, así las demás normas se supediten a ellos.

Finalmente, Pérez Luño aborda la fundamentación multicultu-ral de los derechos humanos con la metáfora del hombre-topo, que sustenta la fundamentación en el personaje del abogado labora-lista. Esta figura considera la constitución con activo compromiso democrático, pero no como punto de llegada, sino de partida para hondas transformaciones sociales. Aquellos verbos sinónimos de ga-rantizar o reconocer han de interpretarse en el sentido de promover una adecuación de las instituciones al servicio de intereses de clase.

Las siguientes afirmaciones que hiciera el citado personaje al hombre-topo de la metáfora de Pérez Luño dan cuenta de un aspec-to más para fundamentar los derechos fundamentales:

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(…) los valores superiores como la libertad, la igualdad, la justicia y

el pluralismo, así como los derechos fundamentales que los concretan,

solo alcanzan operatividad cuando se incorporan al ordenamiento

jurídico positivo y cuentan para realizarse con la fuerza del poder

político, detentado por los grupos sociales comprometidos con ese

programa emancipatorio. (Pérez Luño, 2004, p. 127)

Nótese aquí cómo el pluralismo es un valor y requiere además de la positivización, de la decidida voluntad política de quienes se identifican con este. Aquí el aspecto político resulta determinante, pues es la plena realización de los derechos en la sociedad lo que culmina con el esfuerzo histórico por la liberación humana.

Llama la atención la crítica que, en el personaje del abogado la-boralista, Pérez Luño hace a las otras dos fundamentaciones de los derechos fundamentales: la iusnaturalista, por su marcada signifi-cación idealista y ahistórica, y la positivista, por su agnosticismo axiológico.

Las perplejidades del hombre-topo, frente a las diferentes versio-nes de representantes de la comunidad sobre la fundamentación de los derechos fundamentales contenidos en la Constitución Española, le permitieron identificar puntos comunes como la aceptación y defensa de un orden constitucional, la percepción de libertad de pensamiento y la necesidad de un criterio constitucional medidor del sistema, de entre las tres fundamentaciones.

Hasta este punto, la teoría prevalente es la de la absoluta necesi-dad de la positivización de los derechos fundamentales, a diferen-cia de la posición de Sartori. Sin embargo, Alexy puede representar un puente entre las dos posturas, al distinguir entre una teoría de los derechos fundamentales de la ley fundamental —que necesa-riamente es “una teoría de derechos fundamentales positivamen-te válidos”— tres dimensiones: una dimensión analítica, en la que ubica no solo los conceptos, sino la construcción jurídica misma, hasta el sistema jurídico y la misma ponderación; la dimensión empírica, en la que ubica la necesidad del conocimiento de la ju-risprudencia del Tribunal Constitucional Federal Alemán, pues el punto de partida del análisis siempre serán los hechos; y la tercera

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dimensión, la normativa, en la que ubica la orientación de la pra-xis jurídica, de otras teorías sobre los derechos fundamentales de otros Estados, que no son los de la ley fundamental y las teorías histórico-jurídicas (Alexy, 1997).

Más adelante intenta agrupar las teorías de los derechos funda-mentales, acogiendo el resumen de Böckendförde que denomina más influyente (Böckendförde, citado en Alexy, 1997, p. 36). Allí, estas teorías son criticadas por su grado de abstracción o porque tienden a presentarse como unipuntuales, en contraposición a las teorías combinadas, que recurren a todas las concepciones unipuntuales. Por lo anterior, propone una teoría integrativa que denominó teoría estructural de los derechos fundamentales, cuya base es la gran tra-dición analítica de la jurisprudencia de conceptos con el enfoque tridimensional normativo, empírico y analítico, a través del discur-so iusfundamental que dote de racionalidad las decisiones. Esto es:

Estructure la argumentación iusfundamental de una manera mate-

rialmente aceptable en la mayor medida posible. Estas exigencias las

satisface una teoría de los principios iusfundamentales y los coloca

en un orden blando, a través de prioridades prima facie, en aras de los

principios de libertad jurídica y de igualdad jurídica. (Böckendförde,

citado en Alexy, 1997, p. 552)

De lo anterior se infiere que las decisiones a tomar tendrían vo-cación de ser justas para algunos si, haciendo uso de la ley de pon-deración, el criterio será meramente axiológico, ya que Alexy no distingue entre principios y valores.

Ahora, como se ha evidenciado en este intento de reconstrucción discursiva sobre los fundamentos de los derechos fundamentales, que no ha dejado de lado la aparente necesidad de su positivación en la carta política, nos adentraremos en un elemento que ya ha sido esbozado, solo con el ánimo de plantear la reflexión sobre el origen político de los derechos fundamentales.

Las cinco fábulas sobre los derechos humanosEl sociólogo inglés Steven Lukes, en su ensayo denominado

Las cinco fábulas sobre los derechos humanos (Lukes, 1994, p. 19),

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se propone cuestionar la pertinencia y aplicación del principio de defensa de los derechos humanos contrastándola con doctrinas políticas dominantes. Es así como, en primer lugar, caricaturiza las doctrinas utilitarista, comunitarista y marxista como aquellas en la que no tiene cabida ese principio, mientras que en las doctrinas liberal y participativa sí la tienen.

En la sociedad denominada Utilitaria le han dado diferentes al-cances a su lema, “la mayor felicidad para el mayor número”, desde su indiscutible principio de maximizar la utilidad global de aque-llos que, con espíritu público, tienen un fuerte sentido de las metas colectivas; al final se da por sentado que “lo que cuenta es lo que se puede contar”. Los mayores exponentes de esa habilidad de cálculo son los burócratas, tecnócratas y jueces, quienes por lo mismo son los llamados a concebir e interpretar las normas y convenciones.

De otro lado, hay dos partidos políticos: uno de ellos, el “partido actor”, alienta a todos a tener una calculadora para hacer cálculos; por el contrario, el “partido gobernante” no está interesado en que todos tengan acceso a una calculadora o la usen. Finalmente, en esta sociedad imaginaria, el proverbio nacional está formulado como utilitas populi suprema lex est, sin que sea claro el grado de sacrifi-cio que se requiere de alguna(s) persona(s) para hacer prevalecer el bienestar de la mayoría, pues resulta variable.

En el país denominado Comunitaria, los lazos de amistad y los intereses colectivos son mucho más fuertes al punto de identifi-carse los unos con los otros, con un alto sentido de pertenencia al territorio y viviendo de acuerdo con sus costumbres y tradiciones. Por causa de las migraciones y la globalización se han formado sub-comunidades, cada una de las cuales reclaman el reconocimiento a su propia identidad. Esto motiva a que el multiculturalismo se practique como discriminación positiva, intentando estimular a aquellos en desventaja y equilibrando a través de cuotas la repre-sentación en las instituciones.

Sin embargo, resulta problemática la dinámica de exclusión-in-clusión, pues no se tiene claro cuáles de esas subcomunidades deben formar parte de la representación paritaria en la gran Comunitaria,

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de modo que, por ejemplo, los inmigrantes deban asumir identidades más convenientes que esencialistas. De otro lado, son tan relativas las prácticas de una subcomunidad a otra que pueden considerarse contrarias, ofensivas o hasta degradantes, pero no es posible que sean prohibidas, por lo que resultan siendo equiparadas en caso de controversia. Finalmente, hay personas desarraigadas que no encajan en ninguna subcomunidad, lo que los hace problemáticos y excluidos.

Otro lugar es nostálgicamente denominado Proletaria (por la ya extinta clase social que lo creó), en el cual no hay Estado y por tan-to es el mundo entero en sí, y donde los derechos humanos hacen parte de su prehistoria, pues se extinguieron al no ser necesarios en la sociedad comunista “verdaderamente humana”. Es aquel lugar donde todos son intelectuales (como lo dijera el profeta Gramsci), donde no se requiere gobierno sino conducción de procesos de pro-ducción que regulan racionalmente el intercambio con la naturaleza (como lo predijera el profeta Engels), donde no hay un único valor de cambio (dinero) sino valores de intercambio (confianza, lealtad) que no pueden ser mercancía, y donde todos se reconocen como igual y plenamente humanos.

Sin embargo hay un problema, y es que ¡no hay problemas! Todo es perfecto, como lo profetizó Marx. Para los visitantes (es decir, los de otros mundos) la combinación perfecta de rica individualidad y la plenitud comunitaria hacen sospechar que no son humanos.

En estos tres lugares los derechos humanos son desconocidos, ya sea porque Jeremy Bentham mismo señaló que debía abolirse un derecho si era provechoso para la humanidad, o porque Edmund Burke y Alasdair Macintyre señalaron que la perfección abstracta de los derechos humanos es su defecto práctico en las comunidades, pues son ficciones alejadas de la realidad, o porque Karl Marx, Trotsky y Lenin los consideraban una basura verbal obsoleta y anacrónica que suponía tener simpatía por el enemigo, en un lugar donde ya se había superado la conflictividad y el desgarro.

De esas críticas, el autor Lukes reconstruye los elementos esen-ciales del principio de defensa de los derechos humanos, a saber:

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son constricciones para la búsqueda de lo que se considera ventajo-so para una sociedad, implican abstracción de las prácticas sociales para ver a las personas y presuponen que la racionalidad humana tiende a ser imperfecta en cuanto busca intereses individuales y de sus próximos, por lo que los demás merecen protección contra la injusticia y la arbitrariedad en la asignación de recursos y en el funcionamiento de leyes y normas. Es decir, son individualistas en tanto protegen a los individuos de sacrificios utilitarios o imposi-ciones comunitarias, pero eso no es posible, independientemente de las condiciones de los bienes colectivos (Lukes, 1994, p. 25).

Finalmente, y siguiendo con la caricaturización de las doctrinas, señala dos mundos con derechos humanos: Libertaria e Igualitaria.

En Libertaria, el principio que impera es el del libre mercado. Todo lo que tenga valor tiene precio, de modo que el principal aná-lisis es costo-beneficio y el principal derecho es la propiedad pri-vada. Los libertarios son conscientes de sus talentos y capacidades y al ejercerlos desean recibir recompensas que traiga el mercado, de modo que está prohibida la redistribución obligatoria, pues no es justo que los talentosos en la competencia asuman las pérdidas de otros o comprometan su posibilidad de ganar más. Aunque las clases bajas, es decir las de los poco talentosos (o perdedores), pue-den recibir caridad. El lema es “¡Al último que se lo lleve el diablo!”.

Sin embargo, aquí no se toman en serio los derechos humanos por dos razones. En primer lugar, si bien se respetan los derechos civiles básicos (voto, prohibición de tortura, imperio de la ley y li-bertades de expresión y asociación), no se respetan a las personas titulares de esos derechos, pues no a todos se les trata como huma-nos1. En segundo lugar, los libertarios creen que tienen derechos ilimitados a cualquier recompensa que puedan obtener y el dere-cho ilimitado a realizar elecciones voluntarias para su beneficio y el de sus familias, pues son insensibles a las necesidades de otros.

¿Será posible que en Igualitaria sean defensables los derechos humanos? En Igualitaria, “el bienestar y la libertad de una persona

1 Citando a Anatole France, “los que duermen bajo los puentes tienen los

mismos derechos de los que no lo hacen”.

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tienen el mismo valor que la de cualquier otra. Las libertades básicas, el imperio de la ley, la tolerancia, la igualdad de oportunidades, es-tán garantizados constitucionalmente; pero también son realizados gracias al compromiso de los igualitarios de que las condiciones de vida de todo el mundo sean tales que estos derechos iguales tengan el mismo valor para sus titulares […]” (Lukes, 1994, p. 26).

Sin embargo, ¿es viable y factible que exista un lugar como Igualitaria? La respuesta es no, porque la constricción libertaria se encuentra por encima de todo, de modo que, si el coste de más igualdad es menos perspectiva de prosperidad, habrá que decidir por la segunda. Si bien los mercados no pueden distribuir los bienes públicos de manera justa, resultan indispensables para satisfacer necesidades. De igual manera, las economías se mueven en incen-tivos materiales, no morales o altruistas.

De otra parte, la constricción comunitaria supone la ilusión de que el mundo sea visto de manera imparcial, considerando de igual valor todo lo del otro, abstrayéndose de realidades y valoraciones, lo cual pugna con la naturaleza humana.

¿Y si no se hablara de libertad o igualdad, sino de fraternidad? Lukes señala que la idea de identidad supone la del otro y cualquier declaración de pertenencia lleva consigo una exclusión, por lo que el verdadero problema consiste en conseguir la aceptación general de identidades múltiples que no entren en conflicto entre sí. Estas son posiciones antiigualitarias, como las libertarias y comunitaris-tas, donde se dificulta la visión imparcial.

Concluye que “[…] la lista de derechos debería mantenerse razo-nablemente corta y razonablemente abstracta. Debería contener los derechos civiles y políticos básicos, el imperio de la ley, la libertad de expresión y asociación, la igualdad de oportunidades y el dere-cho a un nivel básico de bienestar material, pero probablemente nada más” (Lukes, 1994, p. 30).

Lo anterior porque son los mínimos del consenso; así surja desacuerdo sobre cómo concretarlos, sería esa “meseta igualitaria” sobre la que se surtirían los debates y conflictos. Luego, Igualitaria ha de ser la meta de todos.

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Rawls y los derechos humanos2

La teoría de la justicia (1971)La Teoría de la justicia termina de redondear la crítica al utilita-

rismo que Rawls había emprendido 20 años atrás, cuando decide acoger la tradición contractualista como la más adecuada para con-cebir una concepción de justicia como equidad, capaz de satisfacer por consenso las expectativas de igual libertad y justicia distributiva de la sociedad. Para ello concibe un procedimiento contrafáctico de consensualización, la posición original, de la que se derivan, en condiciones simétricas de libertad e igualdad argumentativas, unos principios de justicia que orientan la construcción institucional de la estructura básica de la sociedad a nivel político, económico y social (Rawls, 1979).

La propuesta rawlsiana subsume, así, tres perspectivas de la ra-zón práctica en tres momentos de un mismo proceso de construc-ción: el dialógico-moral que, con la figura de la posición original, supone la obtención de un consenso racional y argumentado don-de todas las concepciones de justicia y sus proyecciones económi-cas son asumidas, contrastadas y discutidas; el político-contractual, donde la concepción política de justicia entra a fundamentar la posibilidad de consensos entrecruzados entre las concepciones omni-comprehensivas razonables de la sociedad y, a partir de ello, construir cooperativamente, el espacio de lo público; y, por último, el ético-contextual, a través del cual la persona, como miembro de una comunidad y tradición concretas y específicas, subsume o no los principios dentro de su irreductible e irrenunciable esfera pri-vada individual.

Los tres momentos son una forma de replantear el problema de la crisis de legitimación en las democracias moderno-tardías, a par-tir de una base consensual suficientemente amplia que garantice la cobertura universal del contrato y confiera estabilidad al sistema jurídico-político. A continuación se expondrá la estructura básica

2 Algunos apartados de esta sección fueron publicados previamente en Mejía

(2010). Se busca aplicar estos conceptos en el contexto de los derechos

humanos.

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de la Teoría de la justicia, explicitando los diferentes constructos que constituyen sus tres partes constitutivas, en el marco de su po-lémica contra el utilitarismo: la posición original, los principios de justicia y el equilibrio reflexivo, básicamente, aclarando igualmente el alcance que tiene la figura de la desobediencia civil, clave de la discusión política contemporánea como posibilidad alternativa de relegitimación del sistema jurídico-político.

Los constructos de la teoría de la justiciaLa posición original. Rawls va a concebir un procedimiento de

argumentación moral para garantizar que los principios de la justi-cia sean escogidos contractualmente, pero rodeando ese contrato de todas las garantías necesarias para que sea el de hombres racio-nales y morales que no contaminen con sus juicios egoístas la im-parcialidad de estos (Rawls, 1979, pp. 35-40). Un primer constructo que utiliza inicialmente para ello será el de la posición original, con el cual se pretende describir un estado hipotético inicial que garantice la imparcialidad de los acuerdos fundamentales: “[...] la posición original es el statu quo inicial apropiado que asegura que los acuerdos fundamentales alcanzados en ella sean imparciales” (Rawls, 1979, p. 35).

Allí se trata de averiguar cuáles principios sería racional adoptar en una situación contractual, sin caer en el utilitarismo y sin partir de las preconcepciones propias del intuicionismo. Rawls, entonces, imagina una situación en la que todos están desprovistos de infor-mación que pueda afectar sus juicios sobre la justicia, excluyendo así el conocimiento de las contingencias que ponen a los hombres en situaciones desiguales y les introducen preconceptos en la se-lección de los principios directores: “El concepto de la posición original es el de la interpretación filosóficamente más favorable de esta situación de elección inicial con objeto de elaborar una teoría de la justicia” (Rawls, 1979, p. 35).

La posición original debe garantizar una situación inicial de ab-soluta neutralidad que asegure la imparcialidad de los principios de justicia. En ese propósito “[...] parece razonable y generalmente aceptable que nadie esté colocado en una posición ventajosa o des-ventajosa por la fortuna natural o por las circunstancias sociales

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al escoger los principios” (Rawls, 1979, p. 36). De igual manera, así como se considera razonable que no haya situaciones iniciales de ventaja o desventaja, tampoco lo es que los principios generales sean, como en el caso del utilitarismo, proyecciones sociales de los intereses individuales de los participantes: “Parece también amplia-mente aceptado que debiera ser imposible el proyectar principios para las circunstancias de nuestro propio caso” (Rawls, 1979, p. 36).

El velo de ignorancia. Con el fin de garantizar la mayor impar-cialidad de los principios, se requiere establecer una serie de res-tricciones de información que no les permitan a los participantes un conocimiento específico de las circunstancias sociales que los coloque en ventaja entre sí mismos, pero también, frente a otras generaciones que no están presentes en la situación contractual. En tal sentido, “[...] se excluye el conocimiento de aquellas circuns-tancias que ponen a los hombres en situaciones desiguales y les permiten que se dejen guiar por sus prejuicios” (Rawls, 1979, p. 36).

Si lo anterior constituía la condición de posibilidad general para lograr que todos los agentes estuvieran en una situación “neutra” similar en el procedimiento de selección de los principios, Rawls recurre enseguida a un mecanismo más específico para garantizar ese objetivo. El velo de ignorancia es el subconstructo que permite, efectivamente, que al interior de la posición original todos sean iguales y tengan los mismos derechos en la manera para escoger los principios de la justicia.

El propósito del velo de ignorancia es representar la igualdad de los seres humanos en tanto personas morales y asegurar que los principios no serán escogidos heterónomamente: “[...] el propósi-to de estas condiciones es representar la igualdad entre los seres humanos en tanto que criaturas que tienen una concepción de lo que es bueno y que son capaces de tener un sentido de la justicia” (Rawls, 1979, p. 37).

Y así lo enfatiza más adelante: “[...] tenemos que anular los efec-tos de las contingencias específicas que ponen a los hombres en situaciones desiguales y en tentación de explotar las circunstan-cias naturales y sociales en su propio beneficio... Para lograr esto supongo que las partes están situadas bajo un velo de ignorancia” (Rawls, 1979, p. 163).

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Las partes no pueden conocer determinada información que viciaría los contenidos de los principios de justicia. No conocen su posición social, sus talentos o capacidades, sus rasgos psicológicos, como tampoco las condiciones políticas, económicas o culturales de su propia sociedad ni la generación a la que pertenecen. Aunque no conocen esta información específica sobre sí mismos y su socie-dad, sí tienen acceso, por el contrario, a cierto tipo de información general, tal como que la estructura social debe regirse por principios de justicia, así como a teorías y leyes generales de carácter político, económico y psicológico que pueden contribuir en sus deliberacio-nes sobre los principios de justicia: “Nadie conoce su situación en la sociedad ni sus dotes naturales y por lo tanto nadie está en posición de diseñar principios que le sean ventajosos [...]”(Rawls, 1979, p. 166).

La posición original y el velo de ignorancia hacen posible un con-senso unánime sobre los principios de la justicia que, de otra mane-ra, sería imposible concertar con garantías consensuales y morales suficientes sobre el contenido de estos: “Las restricciones sobre la información particular [...] son [...] de importancia fundamental. Sin ellas no tendríamos la posibilidad de elaborar ninguna teoría definida de la justicia. Tendríamos que quedarnos satisfechos con una fórmula vaga [...] sin ser capaces de decir mucho... acerca del contenido mismo de dicho acuerdo” (Rawls, 1979, p. 167).

Para Rawls, la posición original y el velo de ignorancia constitu-yen la situación y el mecanismo que permite que los principios de justicia satisfagan dos condiciones que los modelos contractualis-tas anteriores no habían logrado realizar. Primero, garantizar plena-mente el procedimiento y la base consensual del contrato social; y, segundo, gracias a lo anterior y a las restricciones de información impuestas por el velo de ignorancia, imprimirle a la selección de los principios de la mayoría la legitimidad moral que evite cualquier asomo de arbitrariedad.

Rawls no descarta, por último, que los principios de justicia que intuitivamente consideremos acertados sean los que, finalmente, asumamos por consenso. Lo que sí descarta es que, antes del proceso de argumentación, sean estos asumidos como principios regulado-res. A través de ello, tanto los principios derivados del utilitarismo como los presupuestos por el intuicionismo son filtrados por el

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procedimiento de argumentación y consenso, accediendo a unos principios moralmente válidos y socialmente aceptados por todos.

Los bienes sociales primarios. La primera objeción que podría hacerse a este planteamiento es que, como afirma el mismo Rawls, al desconocer las particularidades de su vida y de la vida social, las partes no tendrían criterios sólidos para seleccionar los principios de justicia más adecuados, cayendo en el abstraccionismo en el que han caído otros modelos o concepciones de justicia.

Con el fin de evitar la objeción anotada Rawls introduce, pues, la noción de bienes primarios, de especial importancia en su teo-ría, por cuanto que son ellos los que le imponen límites de realidad, tanto a la concepción como a la realización de los principios de jus-ticia seleccionados en la posición original a través del velo de igno-rancia. La noción de tales bienes primarios, fundamentales para el individuo en tanto persona moral y ciudadano, es posteriormente profundizada por Rawls (Rawls, 1986, pp. 187-211).

Estos bienes primarios son necesidades que los ciudadanos, como personas libres e iguales, requieren para el desarrollo de sus planes racionales de vida y, como tales, tienen conocimiento de ellos en sus consideraciones al interior de la posición original, en cuanto saben que los principios de justicia deben asegurarles un número suficiente de estos en su vida ciudadana.

El argumento para los principios de la justicia no supone que los

grupos tengan fines particulares, sino solamente que desean ciertos

bienes primarios. Estas son cosas que es razonable querer, sea lo que

fuere lo que se quiera. Así, dada la naturaleza humana, el querer estas

cosas es una parte de su racionalidad [...] La preferencia por los bie-

nes primarios se deriva, entonces, de las suposiciones más generales

acerca de la racionalidad de la vida humana. (Rawls, 1979, pp. 289-290)

Los principios de la justicia. Del procedimiento de discusión con-tractual moralmente válido y legítimo, Rawls deriva un segundo cons-tructo de su teoría de la justicia: el de los dos principios básicos de su teoría de la justicia. Los principios buscan regular la estructura básica de la sociedad y disponen la organización de los derechos y deberes sociales, así como los parámetros económicos que pueden regir a los individuos que la componen. El primer principio define

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el ordenamiento constitucional de la sociedad y el segundo, la dis-tribución específica del ingreso, riqueza y posibilidad de posición de los asociados.

En el marco de ellos, Rawls introduce un nuevo subconstructo, de especial importancia, que denomina orden lexicográfico consecutivo, un “orden serial” por el cual ningún principio interviene mientras no hayan sido satisfechos los primeros (Rawls, 1979, p. 83). De esta forma, el principio de igual libertad será situado en una jerarquía anterior y con un carácter inalienable, quedando el principio regu-lador de las desigualdades económicas y sociales supeditado a él. El orden lexicográfico consecutivo garantiza, no solo el orden de aplicación de los principios, sino el criterio permanente para solu-cionar los eventuales conflictos de interpretación y aplicación que puedan presentarse.

La formulación final de los principios de la justicia es entonces la siguiente:

Primer principio. Cada persona ha de tener un derecho igual al

más amplio sistema total de libertades básicas, compatible con un

sistema similar de libertad para todos.

Segundo principio. Las desigualdades económicas y sociales han

de ser estructuradas de manera que sean para:

a) Mayor beneficio de los menos aventajados, de acuerdo con un

principio de ahorro justo, y

b) Unido a que los cargos y las funciones sean asequibles a todos,

bajo condiciones de justa igualdad de oportunidades. (Rawls, 1979,

pp. 340-341)

El orden lexicográfico define las dos normas de prioridad. En primer lugar, la prioridad de la libertad, y, en segundo lugar, la prio-ridad de la justicia sobre la eficacia y el bienestar. Estos principios no solo constituyen el fundamento consensual de todo el ordena-miento jurídico positivo, sino que, simultáneamente, son un cri-terio de interpretación y legitimación de todas las medidas que el Estado tome en torno a la sociedad. De ellos se derivan, pues, tan-to las interpretaciones constitucionales como las interpretaciones ciudadanas sobre las leyes y medidas que afectan el orden social.

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Los constructos de las instituciones de la justiciaObjeción de conciencia y desobediencia civil. Rawls enmarca la

“posición original” como el primer momento de lo que ha llama-do la secuencia de cuatro etapas. La segunda etapa estaría caracte-rizada por un congreso constituyente que desarrolla en términos jurídico-positivos los principios de justicia, a nivel constitucional, que habrán de regular la estructura básica de la sociedad y que, a su vez, determinan las dos siguientes etapas: la de los congresos le-gislativos subsecuentes y la de la aplicación jurisdiccional y la admi-nistración pública de las normas en casos de conflicto específicos (Rawls, 1979, pp. 227-233).

En este punto queda claro que, más allá de su significación como procedimiento de justificación moral, la posición original expresa el imperativo político porque, en la cumbre de la pirámide jurídico-política, la norma básica —en palabras de Kelsen (1992, pp. 58-59)— es el producto de un consenso que le confiere no solo legi-timidad al sistema sino validez, logrando que en ese fundamento consensual coincidan, a un mismo tiempo y como lo sugiere Hart, el punto de vista interno que predique la validez del sistema jurídico y el punto de vista externo que predique su eficacia y legitimidad (Hart, 1995, pp. 125-154).

Estas etapas, que en Rawls responden a dos momentos diferen-tes, vienen determinadas por su pretensión inicial sobre el papel de la justicia: el de regular el sistema de cooperación social forjando instituciones virtuosas que le permitan a la ciudadanía la realiza-ción imparcial de sus planes racionales de vida. Los principios de justicia fueron concebidos, no para hacer virtuosas a las personas, sino para hacer virtuosas a las instituciones, pues son ellas las que deben estar en capacidad de regular los conflictos e identidades de intereses de la sociedad, garantizando con su imparcialidad el sis-tema de cooperación social que la rige y la estructura general bien ordenada que debe caracterizarla. En estas etapas, el velo de igno-rancia también es cosustancial a estas, pero deviene más tenue en la medida en que la vida social exige de las disposiciones legislativas y jurisdiccionales una regulación específica de los casos pertinentes.

El objetivo primordial de las etapas constitucional, legislativa y judicial será garantizar que los principios de justicia vayan filtrando,

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en sus aplicaciones concretas, todas las instituciones y situaciones sociales que precisen su regulación. La etapa constitucional desa-rrolla el primer principio mientras que la legislativa desarrolla el segundo, siendo el tercero el guardián de los dos. Además, en caso de no ser adecuadamente aplicados los principios y con el fin de garantizar que sí lo sean, Rawls le confiere a la ciudadanía la posi-bilidad de acudir a mecanismos como la objeción de conciencia y la desobediencia civil.

Estos dos mecanismos, los cuales deben ser garantizados plena-mente por la constitución política, son instrumentos de supervi-sión, presión y resistencia de la ciudadanía sobre el ordenamiento jurídico positivo, para que este cumpla en forma efectiva, a través de sus disposiciones legales, decisiones judiciales y políticas públi-cas, el sentido y alcance de los principios de justicia. Rawls supera con lo anterior la gran debilidad del contractualismo clásico, salvo quizás Hobbes, aunque incluido Kant, que siempre desecharon la posibilidad de acudir a cualquier forma de resistencia ciudadana (Mejía, 2001, pp. 213-217).

Los constructos de los fines de la justiciaEl equilibrio reflexivo. Rawls introduce un tercer constructo es-

tructural, el del equilibrio reflexivo, con el cual la plausibilidad de los principios se irá comprobando paulatinamente al contrapo-nerlos con las propias convicciones y proporcionar orientaciones concretas, ya en situaciones particulares. Se denomina equilibrio porque “[...] finalmente, nuestros principios y juicios coinciden; y es reflexivo puesto que sabemos a qué principios se ajustan nues-tros juicios reflexivos y conocemos las premisas de su derivación” (Rawls, 1979, p. 38).

Rawls no concibe tal equilibrio como algo permanente, sino sujeto a transformaciones por exámenes ulteriores que pueden hacer variar la situación contractual inicial. El equilibrio reflexivo admite dos lecturas. La primera lectura, metodológica, se trata de buscar argumentos convincentes que permitan aceptar como vá-lidos el procedimiento y los principios derivados. No basta justifi-car una determinada decisión racional, sino que deben justificarse también los condicionantes y circunstancias procedimentales. En

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este sentido, se busca confrontar las ideas intuitivas sobre la justi-cia, que todos poseemos, con los principios asumidos, logrando un proceso de ajuste y reajuste continuo hasta alcanzar una perfecta concordancia.

Con esto se intenta razonar conjuntamente sobre determinados problemas morales, poniendo a prueba juicios éticos del individuo. Así, la racionalidad moral se convierte en racionalidad deliberativa (Rawls, 1979, pp. 460-469) y la situación ideal es contrastada y enjui-ciada por la razón práctica, propiciando la transformación de los imperativos morales abstractos en normas ideales específicas que el individuo, en tanto sujeto moral y ciudadano, se compromete a cumplir por cuanto han sido fruto de un procedimiento consensual de decisión y de su libre elección racional.

El equilibrio reflexivo se constituye en una especie de auditoría subjetiva, desde la cual el individuo asume e interioriza los princi-pios concertados como propios, pero con la posibilidad permanente de cuestionarlos y replantearlos de acuerdo con nuevas circunstan-cias. Ello se convierte en un recurso individual que garantiza que el ciudadano, por cuanto persona moral, pueda tomar distancia frente a las decisiones mayoritarias que considere arbitrarias e inconve-nientes. De esta manera, la “exigencia de unanimidad [...] deja de ser una coacción” (Rawls, 1979, p. 623).

La voluntad general no puede ser impuesta con el argumento de ser moralmente legítima por ser mayoritaria: tiene que ser subsumi-da libremente por el individuo, en todo tiempo y lugar. El contrato social tiene que tener la posibilidad de ser legitimado permanen-temente, no solo desde el impulso del consenso mayoritario sino, primero que todo, desde la conciencia individual del ciudadano que pueda disentir del orden jurídico existente (Schmidt, 1992, pp. 82-115).

El equilibrio reflexivo es la polea que permite articular la dimen-sión política con la individual, dándole al ciudadano, como perso-na moral, la posibilidad de replantear los principios de justicia y la estructura social que se deriva de ellos cuando sus convicciones así se lo sugieran. Con ello, Rawls pretende resolver la contradicción que había quedado pendiente en el contractualismo clásico entre la voluntad general y la autonomía individual, que Kant había in-tentado resolver sin mucha fortuna.

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La segunda lectura del equilibrio reflexivo es política y, sin duda, más prospectiva. Aquí, los principios deben ser refrendados por la cotidianidad misma de las comunidades en tres dimensiones contex-tuales específicas: la de la familia, la del trabajo y la de la comunidad en general. Solo se completa el proceso cuando, desde tales ámbitos, los principios universales pueden ser subsumidos efectivamente.

En este punto pueden darse varias alternativas: la primera es la aceptación de los principios, y del ordenamiento jurídico-político derivado de ellos, por su congruencia con nuestro sentido vital de justicia. La segunda es la marginación del pacto, pero reconociendo que los demás sí pueden convivir con ellos y que es una minoría la que se aparta de sus parámetros, reclamando tanto el respeto para su decisión como las mismas garantías que cualquiera puede exigir dentro del ordenamiento. La tercera es el rechazo a los principios y la exigencia de recomenzar el contrato social, es decir, el reclamo para que el disenso radical sea tenido en cuenta para rectificar los términos iniciales de este. Normativamente significa que el pacto nunca se cierra y que siempre tiene que quedar abierta la posibili-dad de replantearlo.

Como es evidente, pese a sus ecos analíticos que, sin duda, le confieren rigor conceptual a la exposición —más allá de la densidad que, no pocas veces, le imprime— la Teoría de la justicia aborda, claramente, la problemática de la legitimidad de los ordenamientos jurídico-políticos contemporáneos, logrando plantear una intere-sante alternativa que relaciona la justificación moral del sistema por parte de los agentes morales potenciales que lo constituirían, con los términos de legitimación política que, colectivamente, le dan su sustento intersubjetivo, así como los referentes que, desde ello, determinan su validez jurídica y, finalmente, las condiciones de posibilidad social que, desde la refrendación o no de los prin-cipios e instituciones en general, permitan darle estabilidad a la sociedad en su conjunto.

La problemática meramente categorial de la filosofía política, de ascendencia analítica, es definitivamente desbordada en una consideración holística del fenómeno político, en una visión inte-gral que relaciona lo moral, lo político, lo jurídico y lo social y que

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lo coloca, por esa consideración, en el centro mismo de tradición radical filosófico-política (Koller, 1992, pp. 21-65).

El derecho de los pueblosEl artículo sobre el derecho de los pueblos de John Rawls (Rawls,

1993, pp. 41-82) constituye un importante hito en el desarrollo teo-rético rawlsiano en la medida en que en él se produce, por primera vez, el reconocimiento de que la concepción de la justicia como equidad no tendría que limitarse solo a las sociedades democráticas occidentales, sino que puede ser considerada, incluso, un principio de orden para el sistema internacional en general.

En efecto, tanto en A Theory of Justice como en Political Liberalism, Rawls siempre había sostenido que, en sus consideraciones, partiría de la idea de que su concepción de justicia se aplicaría, primero a sociedades cerradas (Rawls, 1971, p. 12), sin tener en cuenta sus rela-ciones internacionales y, segundo, a democracias de tipo constitu-cional como las conocidas en el hemisferio occidental.

En el escrito en mención, la universalidad de la aplicación de la figura contractualista de la posición original es explícita y ella se constituye en un mecanismo idóneo para una adecuada organiza-ción de las relaciones internacionales entre los diferentes pueblos y sociedades (Rawls, 1993, pp. 43-47):

En ambos casos usamos la misma idea fundamental de un pro-

cedimiento razonable de construcción en el cual agentes racionales

situados simétricamente [...] seleccionan principios de justicia para

su objeto de relevancia, tanto por separado para sus instituciones

domésticas como para un derecho de pueblos compartido [...], guiados

por las razones adecuadas tal como pueden especificarse tras un velo

de ignorancia. Así, obligaciones y deberes no son impuestos por una

sociedad sobre otra sino que, en su lugar, las sociedades razonables

acuerdan el contenido de lo que habrán de ser sus relaciones. Una

vez confirmamos que una sociedad doméstica o una sociedad de

naciones, cuando son reguladas por los correspondientes principios

de justicia, es estable con respecto a la justicia [...] entonces en ambos

dominios los ideales, leyes y principios de justicia están justificados

de la misma manera. (Rawls, 1993, pp. 67-68)

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Obviamente, en este punto cabe preguntarse hasta dónde las “sociedades jerárquicas” pueden convivir y coexistir, al interior de la posición original, con las “sociedades liberales”. Aquí se produce un particular giro en la posición rawlsiana, no entendido por mu-chos de sus comentaristas, los cuales han comprendido su explica-ción como una eventual exclusión de las sociedades jerárquicas o tradicionales de un esquema de consensualización internacional. La verdad es que esta supuesta “exclusión” no es de las sociedades liberales con relación a las jerárquicas sino, por el contrario y en dado caso, solo podría serlo de las jerárquicas hacia las liberales por considerarse aquellas incompatibles con estas y con procedimientos simétricos de decisión dialógica y consensualización.

En otras palabras, dado un instrumento como la posición original donde los actores son considerados libres e iguales, en condiciones equitativas de argumentación, solo sociedades que compartieran mínimamente tales presupuestos de reconocimiento mutuo, sin ser necesariamente liberales, podrían percibir tal espacio como con-gruente con su propia idiosincrasia y cultura política.

La posición original no excluye, pues, a nadie: de ella se exclu-yen por su propia cuenta las sociedades cuya concepción pública de justicia, determinada por su cultura política y tradiciones cul-turales, las hacen incompatibles con este tipo de espacios de con-sensualización dialógica, interna y externa, como eventualmente podrían serlo determinados regímenes absolutistas y dictatoriales.

Es importante observar que la característica de sociedad bien ordenada, uno de los principales argumentos de los detractores criollos contra la aplicación del esquema rawlsiano en contextos como el latinoamericano, no es exclusiva de las sociedades libera-les. Rawls reconoce que las sociedades jerárquicas también pueden connotar esquemas propios de buen ordenamiento y su potencial “elegibilidad”, en el marco de espacio contractual internacional, viene determinado por otros elementos:

Aquí entiendo por sociedad bien ordenada una que sería pacífica

y no expansionista; con un sistema legal que satisface ciertos requi-

sitos condicionales de legitimidad ante los ojos de su propio pueblo

y que, como consecuencia de ello, defiende los derechos humanos

básicos. (Rawls, 1993, p. 43)

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Estas condiciones no son solamente exigibles a las sociedades jerárquicas sino también a las liberales, las cuales, supuestamente, cumplen este tipo de características en cuanto en ellas operarían los rasgos estructurales de la concepción política de la justicia con-siderados más arriba, lo cual, sin embargo, no es cosustancial a su naturaleza como tales.

En efecto, una sociedad liberal debe, en principio, cumplir tres rasgos estructurales desde la perspectiva rawlsiana: la posición ori-ginal debe representar a los ciudadanos de manera simétrica; los debe representar en tanto seres racionales; y debe representarlos en tanto seres capaces de elección de principios razonables. Dado esto, seguramente elegirán principios como los seleccionados por la concepción de la justicia como equidad, los cuales fácilmente se harían extensivos a todo tipo de organizaciones internacionales, como la onu por ejemplo (Rawls, 1993, p. 53).

Pero ese no es el problema. Se trata es de saber cómo tal siste-ma de cooperación internacional, con una estructura dialógica y consensual de organización, podría ser compatible con sociedades jerárquicas o tradicionales y qué condiciones internas tendrían que cumplir estas para “sentirse a gusto” en el marco de un esquema de tales características.

Tres requerimientos específicos deben cumplir las sociedades tradicionales para ser bien ordenadas y cumplir lo anterior: pri-mero, ser pacíficas y lograr sus objetivos a través de mecanismos diplomáticos y de intercambio; segundo, poseer un sistema legal que imponga deberes y obligaciones a sus nacionales, basado en una concepción bondadosa de justicia pública (los caníbales no en-trarían, por ejemplo) y unos parámetros mínimos de equidad entre sus miembros que lo hagan legítimo a los ojos de su propio pueblo; y, por último, respetar un catálogo básico de derechos humanos.

Lo interesante de este planteamiento (Rawls, 1993, pp. 51-68) es que Rawls condiciona, de igual manera, tanto a las sociedades liberales como a las jerárquicas o tradicionales, no solo al cumplimiento de los parámetros de la justicia como equidad, en el primer caso, o al de los requerimientos anteriormente mencionados, en el segundo, sino que, en últimas, ambos tipos de sociedades tienen por encima de esto una condición superior común, más allá de sus eventuales

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diferencias y exigencias de legitimidad distintas: el respeto a un catálogo universal de derechos humanos.

Nosotros, por lo tanto, asumimos una perspectiva diferente y

afirmamos que los derechos humanos básicos expresan el mínimo

estándar de unas instituciones políticas bien ordenadas para todos

los pueblos a las que pertenezcan, como miembros bien estableci-

dos de una justa sociedad política de naciones. Cualquier violación

sistemática de estos derechos es un asunto serio y perturbador de la

sociedad de naciones como un todo, ya sean estas liberales o jerár-

quicas. (Rawls, 1993, p. 68)

Los derechos humanos —y de allí que este escrito haya queri-do colocarlos en el marco y como condición última del paradigma consensual del derecho de la teoría rawlsiana— constituyen un condicionante extrajurídico y supranacional de cualquier sociedad que se reclame como bien ordenada —liberal o tradicional— y que pretenda un lugar en el concierto de naciones de un eventual con-trato social universal.

En ese contexto, Rawls afirma que la función de los derechos humanos a nivel interno es, primero, ser expresión de decencia de un orden legal y condición de legitimidad de un régimen cualquie-ra; segundo, dada su existencia en un país, excluir cualquier intento —incluso pretendidamente justificado— de intervención económica o militar de otras naciones; y, tercero, plantear un límite al mismo pluralismo y mutua tolerancia entre los pueblos (Rawls, 1993, p. 71).

Los derechos humanos son, entonces, las condiciones últimas de un sistema legal, cualquiera que sea, llámese liberal o llámese jerárquico o asociacionista. En últimas, Rawls considera que los dos tipos de sociedades —cumpliendo, ambas, un mínimo de requisi-tos— pueden identificarse como sociedades bien ordenadas, pese a sus diferencias estructurales, pero que las dos, obligatoriamente, deben contar con un sistema legal que garantice y respete los dere-chos humanos como condición definitiva de su pertenencia a una misma organización universal de naciones.

En ese marco, teniendo, por un lado, una sociedad bien ordena-da, de carácter liberal o tradicional, y, por el otro, respetando y ga-rantizando los derechos humanos de sus nacionales y ciudadanos,

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ambos tipos de sociedades se identificarían en un mismo derecho de pueblos3 cuyos principales principios, en esencia, serían los mis-mos que distinguirían a las sociedades liberales, exclusivamente, orientadas por principios de justicia inspirados por concepciones de justicia similares a la de la justicia como equidad rawlsiana.

Tal posible catálogo de un derecho de pueblos universal, es decir, razonable, al que pudieran adherir las sociedades liberales y tradi-cionales bien ordenadas, simultáneamente, derivado de una posi-ción original aplicada al contexto internacional, sería el siguiente:

1. Los pueblos, organizados por sus propios gobiernos, son libres

e independientes y su libertad e independencia están para ser respe-

tadas por otros pueblos.

2. Los pueblos son iguales y hacen parte de sus propios compromisos.

3. Los pueblos tienen el derecho de autodefensa pero no el derecho

de hacer la guerra.

4. Los pueblos deben observar el deber de no intervención.

5. Los pueblos deben observar tratados y acuerdos.

6. Los pueblos deben observar ciertas restricciones específicas en

su conducta de guerra (asumiendo que sea en defensa propia).

7. Los pueblos deben observar los derechos humanos. (Rawls,

1993, p. 55)

El paradigma consensual del derecho culmina, como su estre-lla polar, con el respeto irrestricto a los derechos humanos. Cuál generación de derechos humanos, gritaría al unísono el corifeo de “especialistas” en derechos humanos. A lo que Rawls podría con-testar, con Foucault, que a todas estas formas de reflexión torpes y desviadas no se puede oponer otra cosa que una risa filosófica —es decir, en cierta forma, silenciosa— (Foucault, 1979, p. 333),

3 Quisiéramos tomar aquí, contrario incluso a la misma traducción inicial del

escrito, una traducción literal del término law of peoples como “derecho de

pueblos” mejor que “derecho de naciones”, que sería el término técnico que

en relaciones internacionales más se acercaría a este, por considerar que

el sentido que Rawls quiso darle trasciende, explícita y voluntariamente,

el de nación y el de Estado-nación para resaltar, precisamente, una unidad

más primitiva y original a las anteriores como podría ser la de “pueblos”.

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simplemente porque son ¡todos los derechos humanos!, ya que una división (léase disección) de estos —y mucho menos una discusión sobre estos— no es más que una polemización bizantina que hiere el sentido mismo de la integridad humana4.

De allí su bosquejo integral de derechos humanos, donde se re-sumen sus diferentes “generaciones”:

[...] la ley debe, por lo menos, apoyar tales derechos básicos como

el derecho a la vida y la seguridad, a la propiedad personal, y los ele-

mentos del debido proceso legal, así como el derecho a una cierta

libertad de conciencia y libertad de asociación, así como al derecho

de inmigración. A estos derechos nos referimos como derechos hu-

manos. (Rawls, 1993, p. 68)

Obviamente, el Rawls de hace 25 años hubiera sacado a relucir sus dos principios de justicia como el culmen —no el comienzo— de un catálogo específico de derechos humanos, cuyos antecedentes lo constituyen los principios de tolerancia y pluralismo ya inherentes a la cultura política de las democracias occidentales.

Pero la crítica comunitarista no pasó sin hacer mella en la teoría de Rawls —como ha quedado claro en este ensayo— y su preten-sión universalizadora de los principios liberales se ve reformulada —precisamente— en este escrito, donde es evidente que, sea cual sea la sociedad donde tenga su origen, ya sea liberal o jerárquica, su estructura básica, es decir, sus principales instituciones políticas, económicas y sociales, tienen como condición última de legitimidad, por encima de su orden jurídico-político y económico-social, la mi-sión de garantizar y respetar integralmente los derechos humanos:

[...] estos derechos no dependen de ninguna doctrina moral omni-

comprehensiva en particular ni de ninguna concepción filosófica de la

naturaleza humana [...] Ello requeriría una profunda teoría filosófica

que muchas, sino todas, las sociedades jerárquicas rechazarían como

liberal o democrática, o, de alguna manera, distintiva de la tradición

política occidental y, por tanto, prejuiciosa de otras culturas. (Rawls,

1993, p. 55)

4 Lo cual, en Colombia, es la patética realidad de la “intelligentsia especializa-

da”, en medio de un cuadro a tonos rojos de asesinatos, miseria y matanzas.

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Óscar Mejía Quintana y Diana Hincapié Cetina

Y, más adelante, reafirma el carácter universal de estos derechos humanos y su imperativa obligatoriedad para todos los pueblos, al insistir en que

Sería difícil rechazar estos requerimientos (una concepción

bondadosa de justicia y buena fe en la justificación oficial de la ley)

como excesivos para un régimen mínimamente decente. Los dere-

chos humanos, entendidos como el resultado de ellos, no podrían ser

rechazados por ser peculiarmente liberales o particulares a nuestra

tradición occidental. En ese sentido, ellos son políticamente neutra-

les. (Rawls, 1993, p. 69)

El carácter liberal o tradicional de sus sociedades no excusa a los pueblos, por exceso o por defecto, de propender, hasta donde su propia estructura social se lo posibilite y alentados por la con-cepción pública de justicia que ellos mismos hayan reconocido como propia, por una garantía y un respeto integral efectivo de los derechos humanos para los ciudadanos o nacionales bajo su esfera jurídico-legal de influencia inmediata.

No de otra manera pueden interpretarse estas palabras de Rawls que muestran cómo el consenso universal sobre los derechos huma-nos se constituye en la condición suprema, extrajurídica y suprana-cional, de todo consenso local y, por ende, de todo ordenamiento jurídico-político que se reclame como tal:

Una vez entendamos [... cómo el respeto a los derechos humanos

es una de las condiciones impuestas sobre cualquier régimen para ser

admisible como miembro pleno de una justa sociedad de naciones],

[...] y una vez entendamos cómo un razonable derecho de pueblos

puede desarrollarse por fuera de una concepción liberal de justicia y

cómo esa concepción puede ser universal en sus objetivos, será per-

fectamente claro por qué esos derechos trascienden las diferencias

culturales y económicas, así como las diferencias entre Estados-nación

y otras unidades políticas [...] Esos derechos determinan los límites de

tolerancia en una sociedad razonable de naciones. (Rawls, 1993, p. 78)

El paradigma consensual del derecho, como toda concepción pública de justicia y como todo orden institucional, sea cual sea la estructura básica que los sustente y la naturaleza de la sociedad que

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les haya dado su origen, tienen en la garantía y respeto a los dere-chos humanos la condición final y definitiva de su razón de ser, así como de su legitimidad y validez moral, social y jurídica.

La teoría de la acción comunicativa

Colonización del mundo de la vidaEn el libro Teoría de la acción comunicativa (Habermas, 1989, pp.

197-350), Habermas acomete la reconstrucción de la teoría webe-riana sobre el proceso de racionalización occidental en el marco de la cual aborda, en particular, el papel racionalizador desempeñado por el derecho (Habermas, 1989, pp. 330-350). El autor persigue este objetivo a través de un estudio excepcional de sociología jurídica, inadvertido por muchos jurisconsultos, del que se deriva un primer diagnóstico sistemático sobre esta disciplina con puntuales con-notaciones, tanto para las sociedades capitalistas convencionales como para las sociedades tradicionales o en transición estructural.

La tesis central de Habermas sobre el derecho se resume en un planteamiento sociológico sobre la colonización interna del mundo de la vida que se efectúa a través de los procedimientos jurídicos. Una vez que la sociedad tradicional se encuentra en proceso de di-solución y comienzan a consolidarse los sistemas de acción racional con arreglo a fines de la sociedad capitalista moderna, el derecho se convierte en el instrumento de los subsistemas económico y polí-tico-administrativo para someter al subsistema restante, el socio-cultural, es decir, al mundo de la vida, a los imperativos sistémicos del que aquel es medio organizador y que requieren realizarse para lograr la integración funcional del sistema. La integración social es reemplazada de esa manera por una integración sistémica.

Habermas retoma el hilo de esta problemática (Habermas, 1990, pp. 427-527) una vez ha mostrado el desarrollo sistémico que sufre el capitalismo avanzado y del cual el estructuralismo funcional de Talcott Parsons y, posteriormente, el funcionalismo estructural de Niklas Luhmann (1990), son expresiones teóricas de significa-tiva relevancia para su adecuada comprensión (Parsons, 1984, pp. 281-425). En efecto, la hipótesis global es que la racionalización del

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mundo de la vida produce su desacoplamiento frente a los ámbitos sistémicos, sometiéndolo a la dependencia estructural y funcional de aquellos. Esta dependencia provoca perturbaciones en la repro-ducción simbólica del mundo de la vida, lo cual se manifiesta en los fenómenos de frialdad y deshumanización, entre otros, que la sociedad percibe como patologías insalvables del proceso de mo-dernización (Parsons, 1984, pp. 433-443).

Habermas reinterpreta el análisis weberiano y sistémico, tanto de Parsons como de Luhmann, y analiza el fenómeno de la burocra-tización y sus consecuencias, la pérdida de sentido y libertad, desde la perspectiva marxista-lukacsiana de la colonización del mundo de la vida (Parsons, 1984, p. 470). Esta cosificación (o colonización) se ejerce en las sociedades modernas funcionalmente a través de los subsistemas económico y político-administrativo: las formas e instituciones socioculturales, sobrevivientes de la sociedad tra-dicional, son sustituidas por el orden económico de la propiedad privada y el político de la dominación legal, a través y en la forma de derecho positivo. El proceso de burocratización se revela como un proceso de enajenación frente a las instituciones económicas, jurídico-políticas y sociales, y de cosificación de las relaciones per-sonales e intersubjetivas de la sociedad en general. La realidad ob-jetivizada se apodera de los contextos comunicativos del mundo de la vida y el derecho reemplaza paulatinamente a la ética como marco normativo de la acción social (Parsons, 1984, p. 433).

Una serie de patologías se desprenden de este proceso, las cuales no deben confundirse con el proceso mismo de burocratización. En primer lugar, la integración social confunde la esfera privada y la esfera pública, y el intercambio entre sistema y mundo de la vida discurre a través de los medios sujeto-consumidor y sujeto-ciudadano, los cuales operan como poleas despersonalizadas entre el subsiste-ma sociocultural y los subsistemas económico y político-adminis-trativo. En segundo lugar, frente al espacio de la opinión pública política, el individuo pierde capacidad de dar orientación unitaria a su vida, surgiendo un espectro de problemas de legitimación, de los que han sido expulsados los elementos morales por los impe-rativos sistémicos, y que cuestionan la legalidad de las decisiones y la observancia de los procedimientos. Es decir que cuestionan,

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según las categorías de Luhmann (1990, pp. 41-107), la procesualidad sistémica sobre la que se autolegitima el sistema como tal.

Esto evidencia, en tercer lugar, la forma en que el proceso de burocratización deriva, en el capitalismo avanzado, en una cosifi-cación sistémicamente inducida que enfrenta la dinámica evolutiva (mundo de la vida) con la lógica evolutiva (sistema) de la integración social (Luhmann, 1990, pp. 435-436).

Es en este contexto donde adquiere pleno sentido la tesis de Marx y Lukács sobre la reificación de los ámbitos de acción socialmente integrados en términos de la colonización interna que el sistema, a través del derecho, ejerce sobre el mundo de la vida (Habermas, 1981, pp. 469-527). Esta colonización reduce las relaciones de intercambio entre ambas esferas —es decir, entre el ser humano y las institu-ciones o sistemas creados por la humanidad para su autosatisfac-ción— a una subrepticia relación de dominio en cuyos límites, y a través de la cual, los sujetos sociales se ven obligados a asumir una pseudorrelación con el sistema. Esta pseudorrelación necesariamen-te se establece en los términos que la lógica del sistema impone, en contra de las necesidades, aspiraciones y proyectos alternos del sujeto social, y le niega a este toda clase de posibilidades efectivas de enfrentarse a ello y originar cambios estratégicos sustanciales en la dinámica autorreferente de aquel.

Esto desemboca en una fragmentación de la conciencia cotidiana, la máxima expresión de la cosificación producida por la colonización sistémica ejercida sobre el mundo de la vida. La fragmentación se manifiesta en una cultura escéptica y desencantada, fenómenos de frustración y un saber intersubjetivo que permanece difuso y some-tido a una falsa conciencia, respaldada por una cultura de expertos igualmente enajenada de los ámbitos mundo-vitales (Habermas, 1981, pp. 500-501). La colonización del mundo de la vida puede ana-lizarse tanto desde una perspectiva histórica como estructural. Históricamente responde a lo que Habermas denomina hornadas de juridización, es decir, las macroestructuras institucionales que a lo largo de la edad moderna han penetrado y racionalizado a la sociedad occidental y, en general, al mundo entero.

Ese aumento del derecho positivo, que no es otra cosa que la sustitución progresiva de la integración social por la integración

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sistémica, se manifiesta en dos fenómenos que caracterizan el proceso mismo de racionalización del derecho: el adensamiento y la extensión del derecho positivo y los procedimientos jurídicos. Habermas define las siguientes cuatro hornadas de juridización a partir del siglo Xvi, a través de las cuales se han ido expresado y agu-dizando estos fenómenos, a saber: Estado burgués, Estado burgués de derecho, Estado democrático de derecho y, finalmente, Estado social y democrático de derecho.

Reconstrucción discursiva de la legitimidad

Racionalización del lenguajePara Habermas, la reconstrucción normativa de la legitimidad se

fundamenta en la apelación a razones y buenos argumentos y agota, en un primer momento, la reconstrucción racional del lenguaje. La legitimidad pasa en Habermas por la determinación de las condi-ciones formales para la elaboración comunicativa de un consenso racional (Serrano, 1994, pp. 137-214). Esta reconstrucción racional del lenguaje se impone en la medida en que es el entendimiento, y no la razón, el núcleo normativo del discurso. El entendimiento es el telos del lenguaje y se apoya en pretensiones de validez del habla, mientras que el discurso es el medio racional del entendimiento y se sustenta en la fuerza del mejor argumento. Toda argumentación racional presupone una situación racional del habla, que satisface las pretensiones de validez y las funciones pragmáticas definidas por el concepto de pragmática universal en Habermas.

El lenguaje está compuesto por actos de habla y todo acto de ha-bla o acto ilocutivo posee una fuerza ilocutiva que define su modo ilocucionario, es decir, una afirmación, una pregunta, una orden o un deseo, de donde se desprende un efecto perlocucionario orientado al éxito (imperativo sistémico) o al entendimiento (imperativo mundo-vital). La pragmática universal, condición de posibilidad para una reconstrucción racional del lenguaje, parte de la consideración de que el lenguaje racional debe cumplir unas pretensiones de validez y unas funciones pragmáticas del habla. Las pretensiones de validez establecen que todo argumento debe cumplir una serie de requisitos: 1) de entendimiento, es decir, ser inteligible; 2) de verdad, o sea, que

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su contenido sea cierto; 3) de veracidad, es decir, que sea sincero; y 4) de corrección o rectitud moral de este. Ello permite satisfacer, de otra parte, las funciones pragmáticas del habla, a saber: la función constatativa o representativa (verdad), la función expresiva (veraci-dad) y la función regulativa o interactiva (rectitud), fundamentales para nuestro modo de ser social en el mundo.

La situación ideal del habla constituye la condición de una ar-gumentación plenamente racional y, según Habermas, permite en-contrar el principio de legitimidad en el diálogo. Este principio es el mismo principio de la democracia, el cual se define por un prin-cipio dialogal de legitimación. El diálogo es, pues, lo que posibili-ta la reconstrucción normativa de la legitimidad y, en tal medida, esta se encuentra en la comunicación y argumentación libre de coacción externa, en el marco de unas condiciones que permitan el entendimiento, objetivo central del lenguaje. En otras palabras, en la democracia los procedimientos adquieren fuerza legitima-dora en la medida en que vienen mediados por un procedimiento de consensualización, que ha definido previamente su dimensión normativa. Es gracias a esta comunicación no coaccionada que, a través del diálogo, llega a un entendimiento que se produce la for-mación discursiva de la voluntad colectiva. De aquí que la democra-cia se fundamente normativamente en un principio consensual de legitimación.

Ética del discursoLa garantía de constitución de la voluntad colectiva será vista

por Habermas en una ética procedimental del discurso práctico. Esta ética del discurso establecerá dos principios, el principio U, o principio de universalidad, y el principio D, o principio de argu-mentación moral, cuya satisfacción permite fundamentar el con-senso racional normativo que caracteriza a la acción orientada al entendimiento, propia del mundo de la vida, diferenciándola de la acción orientada al éxito, propia de los subsistemas económico y político-administrativo y sus objetivos estratégico-instrumentales (Habermas, 1985, pp. 57-134).

El principio U reza que “[...] toda norma válida ha de satisfacer la condición de que las consecuencias y efectos secundarios que

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se derivan, previsiblemente, de su cumplimiento general para la satisfacción de los intereses de cada particular, pueda ser aceptada libremente por cada afectado” (Habermas, 1985, pp. 57-134). La jus-tificación de este principio de universalidad solo puede llevarse a efecto dialógicamente a través de un principio de argumentación, el principio D: “[...] únicamente pueden aspirar a la validez aquellas normas que consiguen (o pueden conseguir) la aprobación de todos los participantes de un discurso práctico” (Habermas, 1985, pp. 57-134).

Estos principios no predeterminan ningún contenido normativo previo; solo establecen las condiciones dialógicas para la formación racional de la voluntad colectiva. Es la ética del discurso, expresada en tales principios, la que determina las condiciones de posibilidad de una racionalidad comunicativa democrática. Se trata, en últimas, de diferenciar dos tipos de acción social: la acción social orientada al éxito y la acción social orientada al entendimiento. La acción so-cial orientada al éxito define un tipo de acción instrumental o acción estratégica, ambas determinadas por la observación de reglas de ac-ción técnico-eficaz o reglas de elección racional. Por el contrario, la acción social orientada al entendimiento busca el entendimiento de los sujetos comprometidos en la acción a través de un proceso dialogal de consensualización (Habermas, 1990, pp. 253-261).

En efecto, para Habermas, el modo original del lenguaje es el orientado al entendimiento y no al éxito. En el primero, el lenguaje es utilizado para conciliar proyectos de acción mediante un enten-dimiento comunicativo; en el segundo, solo para almacenar y trans-mitir información. Esto se explica a partir de la teoría de los actos de habla de Austin (1962) y Searle (1969). El habla posee una doble estructura: por una parte, el sujeto se refiere a algo en el mundo y, por otra, de manera simultánea, se establece una relación con el otro.

Los actos de habla están definidos por un acto locutivo que de-termina su contenido proposicional, de lo que se deriva su fuerza ilocutiva o modo ilocucionario, el cual, a su vez, define el modo de uso de su contenido. Estos modos de los actos de habla son la afir-mación, la pregunta, la orden o el deseo. De aquí se produce un re-sultado que se denomina efecto perlocucionario (Habermas, 1990, pp. 91-111). Cuando los efectos perlocucionarios desbordan el acto de habla para proyectarse a un contexto teleológico-instrumental,

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apoyándose en el manejo de disposiciones técnicas y no en el en-tendimiento intersubjetivo, el lenguaje se halla ante un uso estra-tégico de sí. Por el contrario, cuando los efectos perlocucionarios tienen por causa un entendimiento intersubjetivo, a partir de la fuerza ilocutiva del acto locutivo, el lenguaje se halla ante un uso comunicativo de sí. En la acción orientada al entendimiento, el len-guaje es utilizado para conciliar planes de acción mediante coor-dinación intersubjetiva. La función de coordinación propia de la acción comunicativa supone tres planos de reacción de un oyente frente a un acto locutivo: 1) el oyente entiende el significado; 2) el oyente toma postura ante ello; y, 3) el oyente orienta su acción se-gún su aceptación o rechazo.

Ante esto se plantean dos posibilidades: la primera es que el ha-blante imponga su propuesta mediante mecanismos de sanción preexistentes; la segunda, que acuda a pretensiones de validez res-paldadas racionalmente. Solo en esta segunda se accede a un enten-dimiento intersubjetivo que buscará refrendarse en la satisfacción de las pretensiones de validez (verdad, rectitud y corrección moral) anotadas antes. De cumplirse estas en el marco de las funciones prag-máticas del habla (constativas, regulativas y expresivas) y reguladas por los principios de la ética del discurso, se sientan las condicio-nes comunicativas para lograr un entendimiento intersubjetivo y, por su intermedio, una fundamentación consensual desde la cual emprender la reconstrucción normativa de la legitimidad desde el mundo de la vida (Wellmer, 1994).

Reconstrucción discursiva del derecho

El sistema de derechosEn un segundo planteamiento estratégico (Habermas, 1996, ca-

pítulos 3 y 4), el objetivo central será el intento de reconstrucción discursiva del derecho y de fundamentación normativa del Estado constitucional a través de un sistema universal de derechos. Se tra-ta de superar la construcción monológica del derecho por medio de una reconstrucción dialógica, en la cual el principio discursivo pueda proveer un criterio procedimental-argumentativo de vali-dez normativa, en cuyo intento han fracasado varias de las más

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relevantes teorías filosóficas, jurídicas y sociológicas contemporá-neas del derecho.

Aunque se mantiene críticamente arraigado en la tradición de la filosofía práctica kantiana y, en menos intensidad, del contrato social en la línea de Rousseau, Habermas replantea las dos ópticas jurídicas por la necesidad de encontrar parámetros contrafácticos que permitan una reconstrucción adecuada del derecho. De ambas tradiciones iusfilosóficas rechaza la construcción no intersubjetiva de su planteamiento, en particular de la de Rawls sobre la justicia como equidad, que traslada el esquema monológico del moralismo kantiano a la teoría del contrato social.

Además, ninguna de estas ha logrado concebir la dualidad estruc-tural que posee la validez del derecho y que constituye la tensión interna entre hechos y normas, entre legalidad y legitimidad. La validez legal relaciona las dos caras de esta tensión en una interre-lación que hace del derecho, por una parte, en tanto hecho social, forzosamente coercitivo a fin de garantizar los derechos ciudadanos y, por otra, en tanto procedimiento para conformar la ley, abierto a una racionalidad discursiva legitimadora, democráticamente orga-nizada. El procedimiento legítimo de hacer leyes es válido cuando convoca el acuerdo de los ciudadanos a través de procesos partici-pativos legalmente constituidos e institucionalizados (Habermas, 1996, pp. 86 y ss.).

La reconstrucción de la teoría del derecho exige la diferenciación de moral y derecho. Las normas morales y las normas legales, aun-que diferentes, son complementarias, como complementaria es la relación que puede establecerse entre la ley natural y la ley positiva. La teoría del discurso, a través del principio discursivo (principio D), concebido en su grado más alto de abstracción, aborda los conflictos legales, morales y políticos desde una misma perspectiva. Provee, en todos los casos, un procedimiento discursivo imparcial que pue-de ofrecer soluciones legítimas para todos los participantes en un discurso práctico. Las diferencias residen en los tipos de argumen-tos que se requieren en cada dominio: los argumentos morales se resuelven por consenso; los argumentos legales por compromiso

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y negociación y los argumentos políticos por la regla de mayoría (Habermas, 1996, p. 105).

Habermas, con Rawls, amarra al criterio de unanimidad la de-terminación del principio participativo, concibiendo la regla de mayoría como una derivación de la primera. El principio de demo-cracia es supeditado a la unanimidad, es decir, al consenso míni-mo normativo antes que a la mayoría. El acuerdo unánime es una condición para la realización de la ley. El principio de legitimidad supone un consenso de la ciudadanía, de acuerdo con el principio discursivo en el marco de procedimientos legalmente instituciona-lizados (Habermas, 1996, p. 108).

En el marco de una teoría del discurso, moral, derecho y política son, pues, mutuamente complementarios. De allí la necesidad de imparcialidad entre las diferentes concepciones de bien existentes en una sociedad; pero no entre todas las existentes, pues muchas se automarginan de tales procesos, sino entre todas las que se pro-yecten como representativas en una sociedad multicultural. El pro-cedimiento discursivo es el producto de una visión pluralista del disenso sustantivo entre individuos y grupos sociales.

Este procedimiento posconvencional no puede ser limitado al procedimentalismo sustancial del derecho sacro tradicional y al iusnaturalismo, como tampoco al procedimentalismo procesal de la modernidad y al iuspositivismo. De todos modos los integra en una nueva dimensión, es necesariamente crítico, se fundamenta en un listado de derechos básicos —garantizados en y por los mismos procedimientos institucionalizados— y su objetivo esencial debe ser la plena realización de la autonomía política de la ciudadanía, como fuente original de aquellos (Habermas, 1996, pp. 120-121).

Los derechos fundamentales emergen como condiciones extra-jurídicas jurídicamente institucionalizadas que hacen posible a la ciudadanía, en tanto individuos libres e iguales, la conformación de la ley. Habermas sintetiza así este catálogo de derechos básicos: 1. Derechos básicos que resultan de la elaboración políticamen-

te autónoma del derecho a la más amplia expresión posible de iguales libertades individuales.

Estos derechos requieren los siguientes corolarios necesarios:

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2. Derechos básicos que resultan de la elaboración políticamente autónoma del estatus de miembro en una asociación voluntaria de coasociados bajo la ley.

3. Derechos básicos que resultan inmediatamente de la aplicabi-lidad de derechos y de la elaboración políticamente autónoma de la protección legal individual.

Estas tres categorías de derechos son el producto de la aplicación del principio discursivo al procedimiento del derecho como tal, esto es, a las condiciones de la forma legal de una asociación horizontal de personas libres e iguales. Los anteriores derechos básicos garan-tizan lo que se llama la autonomía privada de los sujetos legales, en el sentido de que esos sujetos, recíprocamente, reconocen a cada otro en su rol de destinatarios de leyes. Solo con el siguiente paso pueden los sujetos legales convertirse en protagonistas de su orden legal, a través de lo siguiente:4. Derechos básicos a igual oportunidad para participar en pro-

cesos de opinión y formación de voluntad, en los cuales los ciudadanos ejerzan su autonomía política y a través de la cual generen derecho legítimo.

Esta categoría de derechos está reflexivamente aplicada a la in-terpretación constitucional y a adelantar el desarrollo político o la elaboración de los derechos básicos, abstractamente identificados de (1) a (4), para derechos políticos fundamentados en el estatus de ciudadanos activamente libres e iguales. Este estatus es autorrefe-rente, hasta el punto de que capacita a los ciudadanos a cambiar y expandir su variedad de derechos y deberes, o “estatus legal mate-rial”, así como a interpretar y desarrollar, simultáneamente, su auto-nomía privada y pública. Finalmente, con la mirada en ese objetivo, los derechos designados atrás implican los siguientes: 5. Derechos básicos a la provisión de condiciones de vida que sean

social, tecnológica y ecológicamente seguras, hasta el punto de que las actuales circunstancias hagan ello necesario, para que los ciudadanos estén en igualdad de oportunidades para utilizar los derechos civiles consignados de (1) a (4) (Habermas, 1996, pp. 122-123).

Este sistema de derechos, de carácter y validez universales, no define solo derechos subjetivos: hacen parte de la cultura política

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a través de la cual su ciudadanía los incorpora a su vida cotidiana, en la aplicación e interpretación que cada pueblo haga de ellos. La ley tiene su génesis en el poder comunicativo de la multiplicidad de sujetos colectivos que conforman el mundo de la vida. El siste-ma de derechos, discursivamente concertado, democráticamente aprobado y legalmente concretado, concilia, a través del derecho comunicativamente concebido, la tensión entre la autonomía pú-blica y privada de la ciudadanía (Habermas, 1996, pp. 130 y ss.).

Poder comunicativo y derechoPero el anterior “marco metafórico”, —expresión de una eventual

asociación de ciudadanos en statu nascendi— no puede concretarse mientras el poder estatal no sea establecido y puesto en marcha, lo cual supone determinar sus fundamentos y las mediaciones inhe-rentes que le dan sustento a su dinámica. Habermas problematiza el tipo de relación interna entre el derecho y la política para mostrar cómo su constitución co-original y su interpenetración conceptual permiten una base de legitimidad más amplia, que requiere tanto de canales legales para su sanción, como de poder ejecutivo estatal para su concreción (Habermas, 1996, pp. 133 y ss.).

La relación posconvencional entre el derecho y la política vie-ne establecida por el hecho de que el derecho no recibe su sentido legitimatorio, ni a través de la forma legal en sí misma, ni por un contenido moral previamente determinado, sino por un procedi-miento legislativo que engendra legitimidad en la medida en que garantiza discursivamente las perspectivas públicas de la sociedad en general. Esto lleva a considerar la vía legislativa, no solo como una rama entre los poderes del Estado, sino como el medio por excelencia para la expresión discursiva de la opinión pública. Esta relación discursivo-procedimental entre el derecho y la política concibe el proceso legislativo como un proceso de interacción en-tre instituciones formales y estructuras comunicativas informales de la esfera pública (Habermas, 1996, p. 135).

De esta manera, el derecho permite que el sistema administrativo sea atravesado por el poder comunicativo de la sociedad, concepto retomado críticamente por Habermas de Hanna Arendt, convirtién-dose así en un instrumento de integración social: el “sitio pasivo”

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al Estado se transforma en dinámica comunicativa, mientras que el sistema de derechos limita los eventuales efectos patológicos de la integración sistémica. La tensión entre facticidad y validez se concilia a través del derecho.

Todo esto impone una diferenciación entre poder comunicativo, poder político y poder administrativo. El primero es la expresión de la dinámica discursiva de formación de la opinión pública a ni-vel de las diferentes formas y sujetos colectivos que conforman el mundo de la vida. El segundo es la manifestación institucional de ese poder comunicativo por medio de procedimientos democráti-cos legislativos que garantizan su autonomía discursiva y gracias a lo cual la voluntad pública se convierte, en la forma de leyes y po-líticas públicas, en poder administrativo de regulación sistémica.

El derecho es, entre las tres instancias, el medium que posibilita al poder comunicativo convertirse en poder político y transformar-se en poder administrativo, siendo el Estado de derecho legitimado tanto por los procesos discursivos de conformación de la opinión pública del primero como por los procedimientos de creación de leyes del segundo. El poder comunicativo se funda en el sistema de derechos que garantiza, jurídica y extrajurídicamente, la delibera-ción autónoma y la simetría discursiva, individual y colectiva, de la ciudadanía.

Habermas analiza el tipo de relación que se establece entre el poder comunicativo y la génesis del derecho. La interpenetración de la producción legal discursiva y el poder comunicativo se explica en la fuerza motivacional que la acción comunicativa de las comu-nidades posee en sus razones. El derecho, a diferencia de la moral, opera como un medio de autoorganización legal de la comunidad, en determinadas condiciones sociales e históricas. A través de él, tienen una proyección realizativa muchas convicciones morales, fundidas con proyecciones teleológicas específicas.

Esto lleva a la necesidad de diferenciar tres órdenes, diferentes pero concatenados, que son relevantes para la formación de la vo-luntad política: además del moral, el ético y el instrumental. Los tres se articulan desde los procesos de formación de opinión de la voluntad pública. Esto significa que el derecho, pese a su relativo

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grado de concreción, no solo concierne al contenido moral sino también al sentido legal de su validez y al modo de su legislación. Es decir, en él y a través de él se combinan tres diferentes facetas de la razón práctica, tres diferentes maneras de justificación y apli-cación del discurso relativo a las cuestiones sociales: el moral, el ético-político y el pragmático (Habermas, 1996, pp. 162 y ss.).

Lo anterior lleva a tener que precisar, desde la perspectiva de la teoría del discurso, los principios del Estado constitucional y la ló-gica de la separación de poderes. Tales principios —principio de la soberanía popular, principio del pluralismo político, principio de la legalidad de la administración y principio de la separación entre Estado y sociedad—, productos de una opinión y voluntad públi-cas discursivamente estructuradas, materializan una simple idea: la de que la arquitectura organizacional del Estado constitucional está hecha para la autoorganización autónoma de la voluntad po-lítica de una comunidad, constituida por un sistema de derechos que garantiza la asociación igual y libre de coasociados bajo la ley (Habermas, 1996, p. 176).

La clásica separación de poderes se explica, entonces, por la di-ferenciación de las funciones gubernamentales. De esta forma, la separación funcional de los poderes se basa en la lógica de la argu-mentación al interior de cada poder, abierta a la formación discursi-va de la opinión y la voluntad públicas. Bajo el presupuesto de que el derecho debe ser fuente de legitimación normativa y no solo un medio de autoridad política, el poder administrativo se mantiene enraizado con el poder generado comunicativamente. El derecho disuelve la esencia irracional de la violencia convirtiéndola en “regla de derecho”, a través de la cual se manifiesta la autoorganización políticamente autónoma de la comunidad (Habermas, 1996, p. 186).

Conclusión: hacia un programa mínimo consensual-discursivo de los derechos humanosA manera de conclusión, quisiéramos retomar los dos derechos

mínimos que, según Hobbes, nunca y en ninguna circunstancia pueden enajenarse ni en el Estado ni las vanguardias subversivas:

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el derecho a la paz, el derecho a la vida y la defensa consecuente de estos por todos los medios posibles. En ellos reside, además, la po-sibilidad del derecho de resistencia como desobediencia civil no vio-lenta ante todos aquellos que pretendan atropellarlos (Hobbes, 1968).

Si tomáramos conciencia de este programa mínimo de derechos humanos, entonces el discurso sobre el tema deja de extrapolarse y ser objeto de interpretaciones radicalizadas para convertirse en patrimonio ético-moral de la ciudadanía desde el cual exigirle, tanto al Estado como a la subversión, su respeto recíproco.

La fundamentación consensual discursiva de los derechos huma-nos retoma el procedimiento de consensualización, sugerido en la posición original rawlsiana, y los principios de la ética del discurso habermasiano como mecanismo comunicativo para la enunciación de unos derechos humanos situados y contextuados. Así, es posible que no sean impuestos a los pueblos desde patrones de racionali-dad práctica ajenos a ellos y que, incluso, la academia no se apropie y haga discursos especializados, que abstraigan al ciudadano de la proyección realizativa de sus propias convicciones fundidas con proyecciones deontológicas o axiológicas específicas.

La relación discursivo-procedimental entre el derecho y la política concibe las dinámicas comunicativas como procesos de interacción entre instituciones formales y estructuras comunicativas informa-les de la esfera pública, donde el derecho funge como articulador de los discursos moral, ético-político y pragmático.

De lo anterior, entonces, podría inferirse el siguiente programa mínimo de derechos humanos, en clave consensual discursiva, como contribución final a la discusión a la cual deseábamos invitar en este capítulo:1. Derecho a la paz. 2. Derecho a la vida.3. Derecho a la resistencia (Derecho a la objeción de conciencia

y a la desobediencia civil).4. Cada persona ha de tener un derecho igual al más amplio sis-

tema total de libertades básicas, compatible con un sistema similar de libertad para todos.

5. Las desigualdades económicas y sociales han de ser estructu-radas de manera que sean para:

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a. mayor beneficio de los menos aventajados, de acuerdo con un principio de ahorro justo, y

b. unido a que los cargos y las funciones sean asequibles a to-dos, bajo condiciones de justa igualdad de oportunidades.

6. Los pueblos, organizados por sus propios Gobiernos, son libres e independientes y su libertad e independencia están para ser respetados por otros pueblos.

7. Los pueblos son iguales y hacen parte de sus propios compromisos.

8. Los pueblos tienen el derecho de autodefensa, pero no el de-recho de hacer la guerra.

9. Los pueblos deben observar el deber de no intervención.10. Los pueblos deben observar tratados y acuerdos.11. Los pueblos deben observar ciertas restricciones específicas en

su conducta de guerra (asumiendo que sea en defensa propia).12. Derechos básicos que resultan de la elaboración políticamente

autónoma del estatus de miembro en una asociación voluntaria de coasociados bajo la ley.

13. Derechos básicos que resultan inmediatamente de la aplicabi-lidad de derechos y de la elaboración políticamente autónoma de la protección legal individual.

14. Derechos básicos a igual oportunidad para participar en pro-cesos de opinión y formación de voluntad, en los cuales los ciudadanos ejerzan su autonomía política y a través de la cual generen derecho legítimo.

15. Derechos básicos a la provisión de condiciones de vida que sean social, tecnológica y ecológicamente seguras, hasta el punto de que las actuales circunstancias hagan ello necesario para que los ciudadanos estén en igualdad de oportunidades para utili-zar los derechos civiles consignados anteriormente.

Todo esto supone un modelo de democracia deliberativa donde la soberanía resida, sin mediaciones de segundo orden, en la opinión pública de la ciudadanía, en el poder comunicativo de la sociedad civil para determinar los contenidos de justicia social requeridos para convivir en paz, en el marco de un sistema que garantice mí-nimamente las expectativas de los diferentes sujetos colectivos que apoyan el marco institucional; en cuanto dicho marco ha sido

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fruto de su concertación y es susceptible de todos los cambios que la ciudadanía considere imperativos para adecuarlo a sus necesida-des mundo-vitales, a través del discurso.

La objeción de que tal propuesta no es apta para estas socieda-des solo puede provenir de los sectores interesados en mantener el espectro de privilegios económicos, políticos, sociales o cultu-rales que una sociedad profundamente desigual les ha permitido proporcionarse: todo pueblo, por ignorante y atrasado que parez-ca ser, interpreta sus circunstancias vitales, afectadas por el marco económico-político de una sociedad dada en un momento dado, y fija una posición al respecto.

En esa conciencia y voz ciudadanas que, entre más se ilustre so-bre los problemas y eventuales soluciones que le planteen, mejor capacidad desarrolla para emitir una posición madura y consisten-te, reside el poder comunicativo de la sociedad civil que tiene que ser traducido en poder administrativo. De esta manera, el pueblo dejará de ver al derecho, a sus intelectuales, representantes, funcio-narios y a las instituciones de todo orden, como poderes extraños, enajenados y hostiles a sus necesidades e intereses.

Esa conciencia y esa voz existen, se expresan, resisten y sobre-viven cotidianamente en nuestras sociedades. Si no aprendemos a tenerlas en cuenta estructuralmente a través de un nuevo paradigma jurídico-político de carácter consensual discursivo, la sociedad en la que vivimos terminará desgarrada, por conflictos internos irre-solubles, y deslegitimada, por la gran mayoría de sujetos colectivos que ya no pueden ni quieren creer en ella porque nada les ofrece. Esa sociedad de desigualdades, privilegios e injusticias terminará siendo solo el espejismo, en trance de desvanecerse, de una élite sorda, aislada y —lo que es peor— sitiada, sin otra oportunidad sobre la tierra.

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