Secrecía 07: El Desierto

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Revista Literaria Secrecía. No.7, Año II, Monterrey, N.L., México, Nov/Dic 2011, Ed. Hoyo Negro Editores

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Secrecíano.7

El desierto

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© 2011, Koperativa© 2011, Hoyo Negro EditoresCosta de Oro, 3937. 67174 Guadalupehttp://www.facebook.com/revistasecrecia

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Portada, ilustración y diseño editorialJuliana Garza

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Directorio Hoyo Negro Editores:

Bruno Ríos Martínez de CastroDirector editorial

Víctor Miguel Gutiérrez PérezPresidente del consejo editorial

Christian Gerardo García Roberto Enrique Ruiz RuizEditores

Juliana GarzaDirectora de arte

Jessica RodríguezDirectora de comunicación y relaciones públicas

Textos y comentarios a: revista.secrecí[email protected]

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Editorial 3 dEsiErta sin ti 4la dama dEl dEsiErto 5 PoEsia 6Bodega de mármol 6 V* 8 Mar de polvo 9 Ha pasado el tiempo 12

nada mE dEtEndrá 14músico En El dEsiErto dE Jordania 15

narrativa 16Oasis en el desierto 16El Caminante 20 dEsiErto mEntal 27

autorEs 282

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El desierto ha sido un motivo segregado en la li-teratura, un espacio que se ha construido como metáfora, que ha sido siempre una inspiración para aquellos que han estado entre sus arenas. Sin embargo, todos sabemos que el desierto vive dentro, que a pesar de la ausencia, hemos estado en él, aunque no queramos. Es por ello que este número lo hemos dedicado a este enigmático lugar, a este término también acuñado para la vida, la supervivencia, el vacío. Secrecía presenta en su número siete estos textos en donde el desierto se fija en la vida del ser humano, en la ausencia que representa vivir, en apartarse de una rea-lidad ya de por sí efímera. A su vez, no podemos dejar de pensar que el desierto es también un obstáculo, un lugar inhóspito que se interpone en el camino, nos calcina, nos quita las aguas y acrecienta la sed, insaciable desde antes. A su vez, queremos agradecer la participación del prestigiado escritor Eduardo Antonio Parra por colaborar en este número con uno de sus cuentos. Estamos sumamen-te contento de tenerlo en nuestras páginas y poder ofrecerle a nuestros lectores esta muestra de la literatura nacional. Disfruten el calor de estas páginas: el desierto somos todos.

El equipo de Revista Secrecía

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Desierta sin ti, 2011BatóryIlustración digital, 21 × 18.9 cm.Nuevo León, México

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La dama del desierto 2011Jorge FerretizIlustración digital,Zacatecas, México

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J. Carlos Seguin R.

Bodega de mármol

En las estancias más cálidasse reúnen faccionesde visitantes.En una muestra de macetaslos párpados entrecortados inhalan un espacio en blanco.

Buganvillas blancas y violetasmecen mueblesde madera gastada.

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Troto sobre el empedrado. El aroma de las raíces y las chimeneas blancas me guían directo a las chozas amari-llas.Me recibe un granjero, me saluda con una mano de vidrio.Le pido agua.Descendemos una loma tostada por la carpa del sol mori-bundo. Llegamos a una gran bodega de mármol. Allí den-tro esconden los cuchillos del pueblo, mutilan las escobas y enjaulan árboles. Es un calabozo de cenizas donde las sombras terminan en latigazos y las pequeñas ventanas triangulares lloran luz. El tiempo es caducifolio, sin amaneceres, con canales de riego atascados de desperdicios.Empujé la puerta para ver mejor. No creería soportar que nos están ocultando los miradores. Ya no residimos en un pueblo humilde, es río es ahora una represión. Es desespe-rante sentirse desventurado frente a un manojo de trigo.

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David Guillermo Soules

V**Del poema Peor que la muerte del Padre

A la muerte de Tomás Segovia.

¿Adónde dirigiré mis rezos,Tomás, cuando te marches?

Un mar adentro abordaré tus navespara perderme contigo.

Mas no sin ti, porque tu vueloenvuelve el culto de los misterios que nos abordan.

Al extranjero de pecho oscurodaré mi cuna, mi fiel aullido, hasta mi corona.

Y cuando calles más adelante mire en tus ojos la galería de mis otoños, Tomás, sabré que todo habrá terminado.

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Guadalupe del Río Martínez

Mar de polvo

Elogio de la tierra,mar abruptoal que el tiempobebió de un sorbolas entrañas.Caracol prisionero de un cantoya dormidoentre las eras.Gruta silentedonde anidaun ciego más ciegoque el murciélago errante.Resquebrajada tierradesde donde paseasu ojo insolenteel traicionero camaleónque en ingenioso ardidmuda su aspecto.Mina del tiempo idotestigo del paso de la Historiaen las filudas rocasde aquella hermosa sierra:catedral de lajas encimadascuyo atrioes la límpida quietud del páramo agrestede ilusiones dormidas.

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En ti,en los escasos montículosque delimitan tu existencia,el artífice vientoha cincelado nombres:cabalística euforiade letras enlazan los destinos;y todo en derredor,no es, sino un único resplandor inclementesobre la tierra seca,agostada,por ver al hombre morira manos de otro hombre,mito de Sísifo incesante.Desierto hambrientode una sed insaciable,sediento de un hambre desmedida,ansioso de un bocado gentilo un agua bienhechora.Apenas una sombra minúscula,de la flor de un maguey,de una candelilla o la biznagarompe esa tierra de luzdonde, serena, la víbora serpentealos nombres de los astrosque de nocheconversan con la arena:Se enlazan los recuerdos,ateridos, en noctámbulo frío;

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el mar ruge silente,sus aguas desbordadasrebotan en la sierra,se diluyen asímillares de años intermedios.Las estrellas susurranaquel sueñoy los pequeños seres empolvados y ariscos,escuchan ese cantoque guardaránen sus caparazones duros,en su veneno ingrato,en el recovecodonde anidan de díabajo el temblor radiantede la desnuda luzque paraliza.

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Moisés Quintana Guerrero

Ha pasado el tiempo

Ha pasado tanto tiempo desde que te fuiste,el musgo ha comenzado a invadir la casa,las nostalgias cuelgan de las paredes de un hilo a punto de romperse.

El cementerio padece la sequía,las hormigas, van de aquí para allá con cadáveres de insectos.

Ha pasado tanto tiempo que los espejos dan reflejos distorsionados, imágenes mutiladas deambulan por la casa.

La biblioteca es un campo de hojas secas de verano,se deshojan los libros.

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y los poemas de Rilke caen más suavesen el piso que los de Neruda.

En la esquina se oculta lilith, mientras bukoski la buscapara tocarle las nalgas y partirla y así meterse entre sus pétalos

Todo cambió, las manecillas del reloj, la casa, las cantinas cerraron,las reumas me hicieron esclavo de los pasos breves,la edad evaporó las emociones fuertes,tus fotos se incineraron por el sol y las sepultamos en el Nomeolvides non floreciente que está en el patio.

Ha pasado tanto tiempoDesde que te fuisteQue la casa es un jardín sin cuidados.

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Nada me detendrá s/fCielo DonísAcrilatos y caseína sobre tela, 70 × 90 cm.D.F., México

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Músico en el desierto de Jordania, 2010Lina ZerónFotografía digitalD.F., Mexico

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Sagrario León

Oasis en el desierto

A Doris le provocaba náusea la presencia de Va-lerio Bautista. Sigilosamente se acercaba a ella para darle alguna orden muy queda y terminaba soplándole al oído. Doris se quedaba con el sabor amargo atorado en su gar-ganta. Nadie en la oficina parecía darse cuenta de que el particular del director la hostigaba con develado cinismo; por el contrario, a sus compañeras les causaban gracia los atrevimientos de Valerio. Se había convertido en su presa en turno, a Doris cada día le pesaban más las piernas para llegar a la oficina y la respiración se le comprimía frente a la puerta de la entrada. El día que quitó el reloj de pared para ya no ver la lentitud de las manecillas para indicar la hora de salida, le preguntó a la secretaria con mayor antigüedad en ese departamento: —Con quién puedo reportar las insolencias del par-ticular, ya no lo soporto. —Si quieres perder el trabajo, levanta un acta. Bau-tista es incondicional del director, y no te va a dejar de molestar.La respuesta fue clara, pero compleja para el cálculo eco-nómico de Doris, las ofertas en otros trabajos no se ajusta-ban a sus gastos. Se preguntaba cómo controlar el malestar

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que le causaba su jefe. Cómo detenerse para no abofetearlo, para no azotarle la perforadora en la cabeza de cabellos engomados, cuando le entregaba los papeles en la mano y se la sujetaba mientras se lamía el bigote. Poco faltaba para vomitarle los trajes de marca o las corbatas de estampados juveniles. Doris había hecho todo lo posible para evitar cual-quier reacción desagradable de Valerio. A diferencia de sus compañeras volvió su vestimenta sobria, de tal modo que ocultara su estrecha cintura y sus torneadas piernas. El col-mo para Doris fue cuando el aire acondicionado se averió, el intenso calor la sofocaba aún más y se quitó el saco. Re-curriendo a su táctica de sigilo, Valerio le recorrió el brazo con la punta de sus dedos, en rápido movimiento buscó el surco de la axila para tocarle el seno. En respuesta le sonó una bofetada. Las caras de asombro de sus subordinados cambiaron la expresión ante la risa socarrona de Valerio, y como si estuviera dando un discurso les dijo que las muje-res felinas le alborotaban más la hormona. Doris no daba crédito a que la insolencia de su jefe causara risa. Se dirigió a su lugar con los dientes apretados para evadirse mirando sin leer los documentos que esperaban sobre su escritorio. Doris se apresuró a resguardar los pendientes, cerró con premura los cajones, se apresuró para alanzar la puer-ta de salida. No deseaba cruzar palabra alguna con nadie de esa oficina. Estaba logrando la silenciosa huida cuando Bautista puso su mano sudorosa sobre su hombro. Estaba atrapada, como si tuviera grilletes en sus pasos. Ya no in-tentó esquivarlo, llenó sus pulmones con el aire que aventó una ráfaga de viento. Lo miró a los ojos, en su pálido rostro dibujó una sonrisa y en tono amable invitó a Valerio Bau-tista a tomar una copa. Lo esperaría en su casa. La vieja construcción parecía tener los muros hue-

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cos, los tacones de Doris resonaron en el pasillo. Frente al tocador se quitó los aretes de broche que le mordían el lóbulo de la oreja, se limpió el maquillaje y con toda cal-ma repasó con sus dedos las facciones de su rostro. Luego, desprendió los pasadores que sujetaban su cabellera azaba-che, movió enérgicamente la cabeza para dejarla caer sobre los hombros. Fijamente se miró en el espejo y de pronto comenzó a reír con una risa que parecía interminable. Otra vez se quedó quieta, silente, observándose en el espejo como si no se conociera, así permaneció hasta que sus ojos intensificaron su brillo. Luego, volvió a maquillarse, ahora con tonos encendidos, pegó en los párpados unas pestañas largas y tupidas, repasó el carmín en sus labios y cubrió su cuerpo desnudo con el vestido negro de tela ajustable. Sirvió las copas de cristal ámbar, encendió las velas que estaban sobre la mesa de patas cortas, alrededor salía la alfombra roja con franjas negras. El aroma del incienso se impregnó en todas los rincones. Valerio Bautista tocó la campana oxidada, la puerta se abrió. Doris le indicó que pasara. Ya lo estaba esperando. En ese momento empezó a escucharse la música, las notas arrastraban el ritmo. Bau-tista se estremeció, miró a su alrededor como si tuviera la sensación de ser vigilado, el aroma le raspó hasta el entre-cejo. Doris distrajo la perturbación de su invitado encami-nándose cadenciosamente hacia él. Valerio fijó la mirada en el pronunciado escote que dejaba asomar el volcán de los senos, que tantas veces había imaginado.Los desnudos brazos de Doris le rodearon el cuello y al compás de la música contoneó sus caderas mientras le qui-taba el saco y la corbata. El ritual inició con el choque de las copas de cristal ámbar. Valerio Bautista pasó saliva al sentir los labios de Doris tan cerca merodeando su boca. La miraba asombrado, la manera en que se había transformado

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lo mantenía frente a ella como el más puberto de los aman-tes. Los brazos y las piernas le temblaban con un temor que le brotaba desde los huesos. Doris perpetuó la iniciativa hasta desvanecerlo entre sus brazos. Las velas se apagaron cuando lo recostó sobre la mesa de patas cortas. Valerio sintió que las uñas de la mujer le desgarraban la piel, estaba inmóvil, mudo, casi sin alien-to; su lengua seca se le pegaba al paladar. Ella parecía suc-cionarle el cuello; el corazón de Bautista amenazaba con estallarle. La música dejó de escucharse, Valerio apretó los pár-pados para recibir la muerte en prolongada agonía. Dejó de sentir ese aliento amargo y las uñas felinas sobre su cuerpo. Respiró con el poco aliento que le quedaba, cargan-do el miedo en los párpados abrió los ojos. Valerio Bautista estaba solo, tirado sobre la mesa en medio de la habitación derruida. Por los huecos que fueran ventanales alcanzó a ver el inhóspito paraje de arena insolada. El particular del director perdió la risa y el peso de sus párpados le volvió a cerrar los ojos.

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Eduardo Antonio Parra

El caminante

Pero en ocasiones creo que mi cerebro me engaña y no es verdad que en otra época permanecí en un solo sitio: un pueblo lejano lleno de gente conocida. De ser así, he estado siempre en el camino, en medio de ninguna parte, entre las siluetas fugaces de quienes, de pronto, dirigen una mirada indiferente a mi paso. No importa que los sueños me hablen de una casa de piedra, un sembradío y un arroyo casi seco, o de una madre muerta poco antes de la partida de su único hijo, o de un padre apenas entrevisto en los prim-eros pliegues de la niñez, desaparecido más tarde allende la frontera, igual que se esfuman las nubes tras las montañas: por el empuje del viento. Ciertas noches cálidas, bajo las temblorosas conste-laciones, consigo atisbar en mi memoria —en lo que resta de ella— un rostro cuya sonrisa es signo de afecto. Otras noches mis tímpanos creen percibir el eco de un nombre, acaso el que llevé en una edad remota, pronunciado con an-siedad por labios de mujer. Mas el rocío de las madrugadas me trae un sabor de lágrimas de despedida. Entonces me da por reinventar una tarde en que opté por dejarlo todo, la casa, el pueblo, la memoria feliz de los primeros años, para seguir las pisadas del autor de mis días. Era la hora del crepúsculo y había una joven junto a mí en la salida del pueblo. Sí. Sus brazos acogedores se amoldaban a mi espalda. Su calor me decía quédate, aquí serás feliz. Pero yo sólo pensaba en el sendero que se extendía interminable ante mi vista.

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¿Existirá ese lugar al que algunos llaman la fronte-ra? Me lo he preguntado por años, y se lo pregunto a todo aquel con quien me encuentro. En los inicios de este viaje, cuando caminaba por áridos llanos y las montañas tan sólo insinuaban sus contornos en la lejanía, con frecuencia me rebasaban largas caravanas cuyos guías confiaban en alcan-zar muy pronto su destino. Luego, conforme transcurrían los meses, éstas se extinguieron y ya sólo me topaba con algún caminante solitario como yo que me decía que los confines del país no estaban lejos, que no perdiera la espe-ranza, que la riqueza me aguardaba del otro lado de un río con dimensiones de lago, o una laguna con aspecto de mar, no recuerdo con exactitud. ¿Riqueza?, me preguntaba yo al ver sus andrajos, su rostro cansado y su expresión ham-brienta. Mas me alejaba de él sin decir nada. Durante su enfermedad, mi madre mencionó una nación de hábitos raros, ciudades de oro y dioses crueles, cuya lengua resulta incomprensible. Un reino, aseguró, pro-tegido por muros y ríos anchísimos, con un ejército diestro en impedir la invasión de los bárbaros de piel oscura. Al notar en mi semblante que no entendía sus palabras, aquella moribunda, mi madre, me explicó con voz tierna, como si yo aún fuera el infante que buscaba su regazo: Los bárbaros somos nosotros, hijo. ¿Y mi padre?, pregunté de inmediato. ¿Él es un bárbaro también? Asintió con sus escasas fuerzas, y con sonrisa triste añadió que a pesar de la muralla, el agua y los soldados, desde tiempos antiguos muchos de los nues-tros traspasan el límite para perderse en las ciudades áureas del país ajeno. Esta charla, que ya sólo retengo en sueños, me da ánimo para continuar unos meses, y la inercia los trans-forma en años. Pero cuando el frío arrecia y convierte mis pies en dos pesadas piedras, cuando el sol se llena de odio

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y quema con furia tal que mi piel ennegrece en instantes, cuando los campesinos rehúsan compartir conmigo el pan, o cuando la sed seca hasta mis ojos impidiéndome ver los escollos del camino, siento el impulso de abandonar la mar-cha, hablo conmigo y me digo es inútil seguir, nunca en-contrarás lo que buscas, vuelve. Aunque, ¿volver adónde? Y golpeo mis sienes con los puños para obligarme a recor-dar. Y grito. Increpo a las montañas y a los valles. Insulto a los desiertos que escuchan impasibles mis reclamos. Pateo el agua de los ríos por haberme diluido la memoria. Y lloro. Cuánto he sollozado de desesperación, dolor, ira, mientras me repito que tal frontera no es sino una ilusión, una espe-ranza vana, un embuste creado por quienes necesitan tener fe en otros mundos, un cuento que las madres han inventa-do para explicar a los hijos la ausencia de los padres. Mas estos arrebatos pasan rápido y el deseo de retorno se me apaga, pues no encuentro en mi interior las referencias sufi-cientes para saber quién soy y de dónde vengo. En otra época lo supe, de eso no hay duda. Pero he atravesado tantos ríos que las escenas de mi pasado se han ido deslavando hasta perder el color, la nitidez en los trazos, el timbre de las voces. Antes, cuando aún era joven y transitaba regiones desérticas donde la lluvia y la vegeta-ción constituían una promesa incumplida, la nostalgia mor-tificaba mi alma por las noches y repasaba mis recuerdos. Ya dormido, los sueños eran un adelanto de los sitios que pronto visitaría, como si la mente los lanzara de vanguardia anticipando mi llegada. Así, vivía en el pasado y el futuro a la vez. Sin embargo, después de cruzar a nado el primer río de ancho cauce algo sucedió dentro de mí: por un tiempo tuve la sensación de caminar en círculos, sin alejarme del origen y sin acercarme a la meta. También perdí casi todos mis recuerdos, y los sueños enloquecieron ocupando su lu-

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gar. Desde entonces sólo tuve memoria al dormir, siempre en imágenes ocres, difusas, susurrantes. ¿Son realmente recuerdos, simples resonancias falsas de la época en que aún podía recordar? No lo sé. Aunque hay algunas de esas imágenes en las que creo. Antes de emprender el viaje fui con los jóvenes de mi edad al billar del pueblo. En tanto jugábamos una par-tida, les pregunté cuánto había de caminar para alcanzar la orilla del país. Sin despegar los labios, me miraron como se mira a los locos: con una mezcla de lástima y repulsión. Insistí, y ninguno quiso, o supo responder. Busqué entonces en el café a los viejos sabios y cada uno de ellos ensayó una respuesta. Ajustándose los quevedos para ver mejor la lejanía, el maestro de la escuela habló de semanas de viaje a través de desiertos calcinantes y cumbres escarpadas. El alcalde frotó sus corvas rígidas y sugirió meses de ardua caminata. El sacerdote murmuró la palabra años una y otra vez, como si salmodiara una plegaria. Sin embargo, el más viejo de todos, de quien se aseguraba que había gastado la juventud de país en país, me tomó de los hombros, echó su aliento agrio encima de mi rostro, y mirándome desde sus acuosas pupilas me dijo que debía estar preparado para un periplo que duraría toda mi existencia. Igual que el de tu padre; aunque tú no dejas un hijo que después vaya tras de ti. No he retenido bien el resto de sus palabras, pues en mis sueños su voz es apenas un susurro. Mencionó un gran río de aguas violentas, algo sobre la memoria, y extendió el brazo hacia el norte. Luego me dio la espalda y fue a des-cansar al lado de los otros ancianos. No le creí. De haberlo hecho, jamás habría partido. Pero ahora, después de fatigar durante años la tierra con las plantas de los pies, estoy seguro: el viejo sabio dijo verdad. Peor aún: el camino no sólo es infinito: es un ser vivo. Un

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dios iracundo que no suelta lo que engulle. Por eso los se-dentarios que moran a su vera desconfían de él y se limitan a observar a los transeúntes como quien contempla la di-gestión del alimento a través de un enrevesado intestino. Un dios caprichoso. Cuando lo desea se ramifica, multipli-cándose en veredas y senderos, para más adelante reunir sus brazos de nuevo en uno solo, en zigzag a ratos, ahora recto, enseguida curvo, ascendente o descendente. Trans-forma el paisaje a sus flancos según su arbitrio: arena yerma del llano, selvas rumorosas, lomeríos erizados de cactos y magueyes, valles lacustres, despeñaderos, planicies y hon-donadas. Y si se le agotan las opciones, inicia otra vez. Cuando siento que avanzo por un paraje recorrido con anterioridad, echo mano de toda mi concentración para escrutar en torno mío los árboles, el ganado, las aves, las cabañas de los lugareños, las nubes, hasta convencerme. Nunca antes caminé por aquí, me digo aliviado. En esas ocasiones incluso he pensado que mi destino está cerca, y creo vislumbrar adelante, a lo lejos, la figura de mi padre (no lo conocí, es cierto, mas imagino una traza semejante a la mía). Y entusiasmado desvío mis pasos y me acerco a alguna vivienda lleno de esperanza, aunque también con actitud suplicante, temeroso de no ser comprendido, mor-diendo la vergüenza al presentir en los ojos de los extranje-ros el asco que debe provocarles mi notoria barbarie. Pero en cuanto reparo en su piel oscura y escucho con claridad sus palabras de rechazo, me doy cuenta de que hablan mi lengua y comprendo que sigo en mi país. Sus voces suenan con un tono diferente al de la mía tan sólo porque somos de pueblos distantes. Decepcionado, me alejo fingiendo que no les entiendo, o respondo a sus agresiones con algún in-sulto aprendido de niño, o ya de adulto en cualquier región remota, y retomo el camino con la seguridad de encontrar,

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en mi siguiente parada, personas más cordiales, caritativas con un peregrino que viene de tan lejos. Y las piernas me impulsan a continuar como si res-pondieran a una voluntad ajena, superior. Tal vez la del ca-mino mismo. Yo obedezco, aunque mis zancadas sean más lerdas cada día, porque de un tiempo a esta parte he empe-zado a sentir cansancio. ¿Será que estoy envejeciendo de-masiado rápido? ¿Qué la continua postergación de mi arri-bo a la frontera por fin aplastó las últimas esperanzas que había en mí? Quizá. Y la ausencia de memoria que obnubila mi entendimiento es otro peso sobre la espalda que entor-pece las extremidades. Sin remembranzas nítidas el pueblo, la casa de piedra, los ancianos sabios, mi madre y aquella joven que fue a rogarme que no me fuera me resultan leja-nos en extremo, pertenecientes a una época nunca ocurrida. No puedo creer en su existencia. De la de mi padre también poco a poco he comenzado a dudar. Ha desaparecido de mi horizonte. Desde hace semanas, o meses, nadie meen mi siguiente parada, personas más cordiales, caritativas con un peregrino que viene de tan lejos. visita por la noche. En vez de las imágenes del sue-ño, al dormir me invade una agitación intensa, angustiante, vacía.No llegaré nunca. Los latidos sin ritmo del corazón me lo anuncian segundo a segundo. Seguiré andando hasta el úl-timo instante, cuando la muerte venga a arrebatarme de las garras de este sendero. Pero antes mi memoria quedará tan limpia como las dunas del desierto tras el soplo del vien-to matutino. Lo sé porque ya se huele en la atmósfera la humedad del próximo torrente. Allá delante su superficie ya espejea los rayos del sol con un murmullo sordo que apaga todos los sonidos. No parece mar, ni laguna, ni río; sino tan sólo agua, mucha agua. Avanzo decidido hacia ella

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mientras me voy despojando una vez más de la ropa, de los pensamientos, de mi vida entera. Al otro lado se ve una pequeña sucesión de cerros escarpados que alguien podría confundir con una muralla, sus árboles lucen enjutos, con el tronco desnudo de ramas y follaje, como lanzas altas. Entro al caudal y mis pies agradecen la frescura líquida. Antes de sumergirme dirijo la vista al frente, distingo una franja de tierra ancha y serpenteante que asciende entre dos de los cerros, y me embarga una alegría serena. Ahora lo sé: cuando alcance la orilla opuesta, ya sin nada que me retenga en el pasado, encontraré sin problemas el siguiente tramo del camino.

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Desierto mental, 2010Juliana GarzaTinta chinaNuevo León, Mexico

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Batóry, es ilustradora y amante de los dulces, caricaturas, cómic/manga, anime, tatuajes, caligrafía, art toys y las cosas coloridas. Espera algún día poder comprarse una casa.

Cielo Donís. D.F., México. Encuentra sentido y motivación en la vida. Trabajó por varios años el lápiz de color y la acuarela. Actualmente trabaja con óleos y temples que fabrica ella misma. Ha expuesto en México, Ar-gentina, España, Polonia y EEUU.

Moisés Quintana Guerrero. D.F., México, 1971. Es ingeniero en comu-nicaciones y electrónica, egresado del Instituto Politécnico Nacional. Des-de hace 10 años trabaja en el Instituto Federal Electoral. Ha sido alumno de poesía de Óscar Wong y Xhevdet Bajraj. Ha tomado cursos de fotografía en el Centro de Arte Fotográfico con Saúl Serrano y V. Yovanovich.

Sagrario León Tulanchingo de Bravo, Hidalgo. Ha explorado los gé-neros literarios en diversos talleres literarios impartidos por Daniel Sada, Teresa Dey, Agustín Cadena, Bertha Hiriart, Jorge Ortega, Eduardo Milán y Luis Tiscareño. Ha sido Becaria del CECULTAH en la categoría Difusión del Patrimonio Cultural Vivo 1997-1998; en la categoría Escritores con Trayectoria 2002-2003; Acreedora de segundos lugares en Crónica y Cuen-to Corto, en concursos de Creación Literaria del Tecnológico de Monterrey. Premio Nacional de Promoción a la Lectura (1999). Imparte el Taller de Creación Literaria del Tecnológico de Monterrey, Campus Hidalgo. Tam-bién se desempeña diseñando e impartiendo talleres y cursos en institu-ciones de nivel superior; correctora de estilo y tesista.

Jorge Ferretiz artista emergente con experiencia en el dibujo, pintura, escultura, ilustración digital, animación clásica, 3D y Novela grafica, ha participado en exposiciones en el Museo del Barrio Antiguo (BAM), Bis-tro, Casa municipal de Cultura de Zacatecas, y actualmente expone su obra en la casa de la cultura de Santa Catarina, además pasa su tiempo libre jugando Call of Duty Modern Warfare 3 porque ese juego rifa.

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Eduardo Antonio Parra (León, Guanajuato, 1965) ha sido becario del Sistema Nacional de Creadores y de la fundación John Simon Guggenhe-im. Es autor, también de un par de novelas: Nostalgia de la sombra (2002) y Juárez. El rostro de piedra (2008). En 2000 ganó, en París, el Premio de Cuento Juan Rulfo que convoca Radio Francia Internacional. Sus cuentos han sido traducidos, entre otras lenguas, al inglés, al francés y al portugués. Es autor de los libros de cuentos Los límites de la noche (1996), Tierra de Nadie (1999), Nadie los vio salir (2001) y Parábolas del silencio (2006).

Guadalupe del Río Martínez. Torreón, Coahuila, México. Es una con-vencida de que la vida es para cantarse. Es licenciada en Ciencias de la Co-municación y maestra Letras Españolas. A lo largo de su vida ha sido do-cente del área de Humanidades: lenguaje, literatura y escritura. Ha apoyado grupos de lectura y talleres de escritura creativa. En 2009 publicó el libro de cuentos Desde la acera y ha colaborado en diversas revistas literarias.

Juliana Garza 1990. Estudiante de artes visuales, cafeinómana. Ha ex-puesto en diversas exposiciones colectivas en el Centro Cultural Bam y el Museo El Centenario. Actualmente es directora de arte de la Revista Secre-cia y dedica sus noches a producir.

J. Carlos Seguin R. Aprendiz de poeta y cuentista. Prófugo y adulador del enigma de la vida. Fantasma, saltimbanqui y virus ocasional.

David Guillermo Soules es licenciado en Letras Hispánicas por la Uni-versidad Autónoma de Nuevo León. Ha realizado estudios de especiali-zación en el área editorial y de literatura, así como de escritura dramática en el Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro. En marzo de 2011 publicó el poemario El cielo de noche es un crucigrama bajo el sello de Landa Editores.

Lina Zerón. México, 1959. Poeta, narradora, periodista y promotora cul-tural. Directora de Linajes Editores y Pluma y café. Su poesía ha sido tradu-cida a 12 idiomas y aparece en más de 100 antologías, revistas y periódicos en el mundo. Cuenta con numerosos reconocimientos, entre ellos: Trofeo y Reconocimiento por parte del Parlamento Andino (Perú, 2009), Profesora Honoraria de Escuela de Posgrado por la Universidad Daniel Alcides Car-rión (Perú, 2008), Doctora Honoris Causa por la Universidad de Tumbes (Perú, 2007). Ha sido invitada a festivales de poesía alrededor del mundo.

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SecrecíaOctavo Número

Convocamos a todos ustedes a participar en esta octava edición con sus textos o con su arte plástico o gráfico.

Este número de Secrecía se dedicará al tema: El diablo/el mal. Esperamos sus aportaciones con ansias.

Bases:1. En la categoría de literatura se aceptará poesía, prosa poética, relato breve, cuento y fragmento de novela. La ex-tensión de los textos no debe exceder las 3000 palabras, para prosa, y 5 cuartillas para poesía. Deben estar escritos en es-pañol y deben enviarse como archivos adjuntos, en formato de procesador de textos Microsoft Word o similar.2. En artes plásticas y arte gráfico se aceptarán obras digi-taliza-das en formato jpg, de tamaño no mayor a 10 mega-bytes. Se deben incluir los datos siguientes: título, técnica, dimensio-nes, lugar y fecha de creación.3. El tema del séptimo número es el diablo/el mal.4. La recepción de participaciones inicia a partir de la publi-cación de esta convocatoria hasta el día 20 de enero de 2012.5. Enviar los trabajos al correo [email protected] como archivos adjuntos. El mensaje debe contener también los datos de contacto completos, así como una breve sem-blanza del autor.Favor de contactarnos en caso de cualquier duda.La publicación de la revista se encuentra programada para el 14 de noviembre, por lo que no se aceptarán trabajos después de la fecha del cierre.

-Revista Secrecía

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