Seleccion Emilio Rousseau

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Libro I – Emilio o de la educación. J.J. ROUSSEAU Nacemos débiles, necesitamos ser fuertes, y al nacer carecemos de todo y se nos debe proteger; nacemos torpes y nos es esencial conseguir la inteligencia. Todo esto de que carecemos al nacer, tan imprescindible en la adolescencia, se nos ha dado por medio de la educación. Toda nuestra sabiduría consiste en preocupaciones serviles; todos nuestros usos no son otra cosa que sujeción, tormento y violencia. El hombre civilizado nace, vive y muere en la esclavitud. Cuando nace se le cose en una envoltura; cuando muere se le mete en un ataúd, y en tanto que él conserva la figura humana vive encadenado por nuestras instituciones. Se dice que algunas parteras pretenden dar una forma más conveniente a la cabeza de los recién nacidos apretándosela, ¡y se lo permiten! Tan mal están nuestras cabezas del modo como Dios las formó que nos las modelan las parteras por fuera y los filósofos por dentro. Apenas el niño ha salido del vientre de su madre, y apenas disfruta de la facultad de mover y extender sus miembros, cuando se le ponen nuevas ligaduras. Le envuelven, le ponen a dormir con la cabeza fija, las piernas estiradas y los brazos colgando; le cubren de lienzos y vendajes de toda especie que le privan del cambio de posición. Feliz si no le han apretado hasta el punto de privarle de respirar y si se ha tenido la precaución de acostarle de lado con el fin de que los líquidos que debe sacar por la boca, ya que no le queda libertad de mover la cabeza de lado, para facilitar la salida de los mismos. Cuando las madres desdeñan su primer deber, no queriendo criar a sus hijos, tienen que confiarlos a las mujeres mercenarias, las cuales se convierten en madres de niños extraños, porque la naturaleza nada les dice; sólo han buscado el medio de ahorrarse trabajo. Habría sido necesario hallarse en continua vigilancia estando el niño libre, pero bien sujeto se le deja en un rincón sin preocuparse de sus gritos. Con tal que no haya pruebas de la negligencia de la nodriza, con tal que no se rompa el 1

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Libro I – Emilio o de la educación. J.J. ROUSSEAU

Nacemos débiles, necesitamos ser fuertes, y al nacer carecemos de todo y se nos debe proteger; nacemos torpes y nos es esencial conseguir la inteligencia. Todo esto de que carecemos al nacer, tan imprescindible en la adolescencia, se nos ha dado por medio de la educación.

Toda nuestra sabiduría consiste en preocupaciones serviles; todos nuestros usos no son otra cosa que sujeción, tormento y violencia. El hombre civilizado nace, vive y muere en la esclavitud. Cuando nace se le cose en una envoltura; cuando muere se le mete en un ataúd, y en tanto que él conserva la figura humana vive encadenado por nuestras instituciones.

Se dice que algunas parteras pretenden dar una forma más conveniente a la cabeza de los recién nacidos apretándosela, ¡y se lo permiten! Tan mal están nuestras cabezas del modo como Dios las formó que nos las modelan las parteras por fuera y los filósofos por dentro.

Apenas el niño ha salido del vientre de su madre, y apenas disfruta de la facultad de mover y extender sus miembros, cuando se le ponen nuevas ligaduras. Le envuelven, le ponen a dormir con la cabeza fija, las piernas estiradas y los brazos colgando; le cubren de lienzos y vendajes de toda especie que le privan del cambio de posición. Feliz si no le han apretado hasta el punto de privarle de respirar y si se ha tenido la precaución de acostarle de lado con el fin de que los líquidos que debe sacar por la boca, ya que no le queda libertad de mover la cabeza de lado, para facilitar la salida de los mismos.

Cuando las madres desdeñan su primer deber, no queriendo criar a sus hijos, tienen que confiarlos a las mujeres mercenarias, las cuales se convierten en madres de niños extraños, porque la naturaleza nada les dice; sólo han buscado el medio de ahorrarse trabajo. Habría sido necesario hallarse en continua vigilancia estando el niño libre, pero bien sujeto se le deja en un rincón sin preocuparse de sus gritos. Con tal que no haya pruebas de la negligencia de la nodriza, con tal que no se rompa el niño un brazo o una pierna, ¿qué importa que se muera o se quede enfermo mientras viva? Conque conserve sus miembros a costa de su cuerpo, la nodriza queda disculpada.

Yo veo algunas veces el pequeño manejo de algunas mujeres jóvenes que fingen un deseo de criar ellas mismas a sus hijos; pero saben lograr que se les insista para lo contrario, haciendo intervenir a los esposos, a los médicos y especialmente, a las madres. Un marido que se atreva a consentir que su esposa nutra a su hijo, es hombre perdido; le tildarán como a un asesino que quiere deshacerse de ella. Hay maridos prudentes que sacrifican el amor paterno en aras de la paz. Gracias a que se hallan en las aldeas mujeres más abnegadas que las vuestras, más agradecidas debéis estar si el tiempo que les queda libre a esas esposas no lo llenan complaciendo a otros hombres.

El deber de las mujeres no es dudoso, pero se discute si es igual para los niños que los críe una u otra mujer.

Observad la naturaleza y seguid el camino trazado por ella. La naturaleza ejercita continuamente a los niños; endurece su temperamento con todo género de pruebas y les enseña muy pronto qué es pena y qué dolor. Los dientes que les nacen les

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dan fiebre, violentos cólicos les dan convulsiones, y tienen accesos de tos, los gusanos les atormentan, la plétora les corrompe la sangre, en la que fermentan varias levaduras y son la causa de peligrosas erupciones. Casi toda la primera edad es enfermedad y peligro; la mitad de los niños mueren antes de los ocho años. Hechas las pruebas, el niño ha ganado fuerzas, y tan pronto como puede hacer uso de la vida, tiene más vigor al principio.

Si queréis que él guarde su forma original, conservadla desde el momento que viene al mundo. Tan pronto como nazca amparadle y no le soltéis hasta que sea hombre, o nunca lograréis nada. Así como la verdadera nodriza es la madre, el verdadero preceptor es el padre. Que ambos se pongan de acuerdo en el orden de sus funciones como en su sistema, y que pase el niño de las manos de ella a las de él. Será mejor educado por un padre con juicio y de limitados alcances que por el más hábil maestro del mundo, pues el celo suplirá mejor al talento que el talento al celo.

Un padre, cuando engendra y nutre a sus hijos, no cumple más que la tercera parte de su misión. El debe hombres a su especie, a la sociedad; hombres sociables y ciudadanos al Estado. Todo hombre que puede pagar esta triple deuda y no lo hace es culpable, y más culpable cuando solamente la paga a medias. Quien no pueda cumplir los derechos de padre, carece del derecho de serlo. No hay ni pobreza, trabajos ni respetos humanos que le dispensen de mantener a sus hijos y de educarlos por sí mismo. Lectores, me podéis creer. Yo pronostico que a cualquiera que tenga entrañas y abandone tan sacrosantos deberes, derramará durante mucho tiempo amargas lágrimas por su error y jamás hallará consuelo.

Pero, ¿qué hace ese hombre rico, este padre de familia tan ocupado, y precisado, según dice, a dejar a sus niños abandonados? Paga a otro hombre para que le reemplace de unos deberes que resultan una carga para él. ¡Alma mezquina! ¿Crees que con dinero das a tu hijo otro padre? Pues le engañas, ya que ni siquiera le das un maestro; ese es un sirviente y muy pronto formará otro como él. Se razona mucho sobre las cualidades de un buen preceptor. La primera que le exigiría, y esta sola supone otras muchas, es que no fuese un hombre vendible. Hay quehaceres tan nobles que no se pueden realizar por dinero sin mostrarse indigno de su ejercicio. Tal es la del guerrero, tal es la del maestro. Pues, ¿quién ha de educar a mi hijo? Ya te lo he dicho: tú mismo. «Yo no puedo.» ¿No puedes? Pues consíguete un amigo; yo no veo otro medio. Un maestro, ¡qué alma tan sublime! Es una cosa verdaderamente cierta que para formar a un hombre se debe ser padre, o más que hombre. Esta es la misión que encargáis gustosamente a un asalariado.

Un hombre, de quien no sé otra cosa más que su Jerarquía, me propuso que educara a su hijo. Indudablemente fue muy honroso para mí, pero al recibir mi negativa, en lugar de quejarse elogió mi prudencia. Si yo hubiera aceptado el ofrecimiento y fallado en mi método, habría resultado mala la educación, pero si hubiera acertado, el resultado habría sido peor: su hijo hubiera abominado de su título de príncipe.

…He tomado la determinación de escoger a un alumno imaginario y a suponer que poseo la edad, la salud, los conocimientos y todo el talento que conviene para preparar su educación, conduciéndolo desde el instante de su nacimiento hasta el punto en que, ya hombre formado, se gobierne por sí mismo.

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Advertiré solamente, contra la opinión general, que el maestro debe ser joven y hasta el límite en que pueda ser un hombre de juicio. El preceptor de mi imaginación debe ser siempre el mismo.

Hacéis una distinción entre el preceptor y el ayo, yo daré siempre el nombre de ayo con preferencia al de preceptor, al maestro de esta ciencia, puesto que no es lo mismo instruir que conducir. No se deben dar preceptos, sino hacer de manera que los encuentre el alumno.

El ayo tiene derecho a escoger a su alumno, sobre todo cuando se trate de un modelo que proponer. Esta elección no puede tener por base el ingenio y el carácter del niño, que permanecen desconocidos hasta el fin de la obra, y que acojo antes de su nacimiento. Si me fuera posible escoger, iría en busca de un entendimiento ordinario, igual al que imagino en mi alumno.

Para la cultura de los hombres las condiciones del país no son de ningún modo indiferentes; solamente en los climas templados pueden llegar a ser todo cuanto de ellos se puede exigir; resulta completamente desventajosa la educación en los climas extremados.

Parece también más imperfecta la condición cerebral en los habitantes de las regiones extremas. La inteligencia de los europeos no la poseen los negros. De aquí que mi voluntad prefiera que mi alumno sea de una zona templada; de Francia, por ejemplo, mejor que de otra parte, con el fin de que pueda ser habitante de la tierra entera.

El hombre pobre no necesita educación; la de su estado es forzosa, y por lo tanto no puede tener otra; por el contrario, la que por su estado recibe el rico es la que menos le interesa para sí mismo y para la sociedad. La educación natural debe procurar que el hombre sea apto para todas las condiciones de la vida humana; por lo tanto es menos racional educar a un rico para que sea pobre que a un pobre para que sea rico, puesto que, en proporción al número de ambos estados, hay más ricos que empobrecen que pobres que se enriquezcan. Si escogemos a un rico estaremos seguros de haber hecho un hombre más, mientras que un pobre logra muchas veces hacerse hombre por sí solo.

Por tal motivo no me opondré a que Emilio sea de ilustre cuna, puesto que siempre será una víctima sacada de las garras de los prejuicios.

Emilio es huérfano. El que vivan su padre y su madre no influye en nada; si me he hecho cargo de todas sus obligaciones, justo es que me apropie todos sus derechos. Debe honrar a sus padres, pero a mí solamente debe obedecerme; esta es mi condición previa, o mejor dicho, la única.

Me veo obligado a añadir otra, que no es más que una derivación de la anterior: no podremos ser separados el uno del otro sin nuestro consentimiento. Esta es la condición esencial, y todavía creo que es tan indispensable el contacto entre el alumno y el ayo que ambos deberían ser inseparables, y que el destino de su vida fuera siempre un objeto común entre ellos.

Yo no me encargaría de un niño enfermizo y achacoso aunque pudiese vivir ochenta años. No quiero encargarme de un alumno siempre inútil para sí y para los demás, el cual se ocupa únicamente en conservarse y cuyo cuerpo perjudica a la educación del alma. Que otro se encargue en mi lugar de este enfermo; yo consiento y

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apruebo su caridad, pero mi misión no es ésa. Yo no sé el modo de enseñar a vivir a quien sólo piensa en librarse de la muerte.

Con la vida comienzan las necesidades. Al recién nacido le hace falta una nodriza, empecemos por escogerla bien.

Si se trata de buscar una nodriza, lo encargan a un comadrón. ¿Y qué resulta? Que la mejor es siempre la que mejor le ha pagado. No iré, pues, a consultar a un comadrón para Emilio; tendré buen cuidado en escogérmela yo mismo. Yo no razonaré con ventaja ni con tanta erudición como un cirujano, pero iré con mejor buena fe y mi celo me engañará menos que su avaricia.

La leche nueva es serosa y debe ser casi aperitiva con el fin de purgar lo que queda en los intestinos del recién nacido. Poco a poco la leche toma consistencia y se traduce en un alimento más sólido para digerirla el niño. Este es seguramente el motivo por el cual la naturaleza hace variar en las hembras de toda especie la consistencia de la leche según la edad que tenga el niño. Se precisaría, pues, una nodriza recién parida para un niño recién nacido.

Haría falta una nodriza tan sana de corazón como de cuerpo; la destemplanza de las pasiones puede alterar su leche tanto como la de los humores; además, ateniéndose únicamente al aspecto físico, esto es no ver más que la mitad del objeto. La leche puede ser buena y la nodriza mala; un buen carácter es tan esencial como un buen temperamento. Si uno escoge una mujer viciosa, no digo que su hijo de leche contraerá sus vicios, pero sí afirmo que sufrirá sus efectos. ¿No le debe, además de la leche, solicitudes que exigen celo, paciencia, dulzura y limpieza? Si ella es glotona y destemplada, hará pronto que su leche sea corrompida; si es negligente y colérica, ¿cómo dejaremos a merced de ella a un pobre desventurado que no puede defenderse ni quejarse? Jamás pueden ser buenos para realizar cosas buenas las personas malas.

Un niño no debe conocer otros superiores que su padre y su madre, y a falta de éstos, su nodriza y su ayo, y todavía sobra uno, pero es inevitable esta partición; lo único que para remediarlo puede hacerse es que las personas de ambos sexos procedan con tan buen acuerdo que en lo que se refiera a él no sean más que uno.

Es indispensable que la nodriza viva con comodidad suficiente, que tome alimentos lo más nutritivos posible.

Desde el momento en que el niño respira al salir de sus envoltorios, no admitáis que se le pongan otros que le vayan más estrechos o le opriman más. Nada de capillos, fajas ni pañales; las mantillas que sean fluctuantes y anchas, que dejen todos sus movimientos en libertad, y que no sean pesadas y le obstaculicen sus movimientos, ni tan calientes que le priven de las variaciones del aire. Le gusta estar en una cuna grande, rellena de lana donde pueda realizar sus movimientos a su gusto y sin peligro. Cuando comience a fortalecerse, dejadle arrastrarse por la habitación; desarrollando y extendiendo sus tiernos miembros, nos daremos cuenta de cómo se van fortificando de día en día, y al establecer una comparación con otro niño del mismo tiempo y bien fajado, se quedará asombrado al observar la diferencia que existen en los adelantos de cada uno..

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El sólo hábito que se debe dejar adquirir al niño es el de que no contraiga ninguno; que no lleve más en un brazo que en el otro; no acostumbrarle a presentar una mano más que la otra, a servirse más de ella para comer, a dormir o hacer tal o cual cosa a la misma hora, a no poder estar solo ni de día ni de noche.

Preparad desde lejos el reino de su libertad y el uso de sus fuerzas, y dejando a su cuerpo el hábito natural, poniéndole en condiciones de ser siempre dueño de si mismo, y de hacer todas las cosas según su propia voluntad así que la tenga.

Desde que el niño comience a distinguir los objetos, es importante escoger bien los objetos que se le muestren. Naturalmente que todos los objetos nuevos interesan al hombre. Se siente tan débil que tiene miedo de todo lo que desconoce; el hábito de ver los objetos nuevos sin ser afectado por ellos, le destruye este miedo. Los niños educados en casas limpias, donde no se consienten telarañas, tienen miedo a las arañas, y con frecuencia lo conservan cuando ya son mayores. Jamás he observado que ningún aldeano, sea hombre, mujer o niño, tenga miedo a las arañas.

La razón por sí sola nos enseña a conocer el bien y el mal. La conciencia que nos hace amar a uno y aborrecer a otro, aunque independiente de la razón, no se puede desenvolver sin ella. Antes de la edad en que se posee el uso de razón, obramos bien o mal ignorando si lo que hacemos es una cosa buena o mala; por consiguiente, no hay moralidad en nuestras acciones, aunque algunas veces la haya en la impresión que en nosotros hacen las acciones de otros relativas a nosotros. Un niño quiere descomponer todo lo que ve; rompe lo que puede coger; lo mismo agarra a un pájaro que una piedra, sin saber lo que hace.

Los niños oyen hablar desde que nacen, y no solamente se les habla antes de que entiendan lo que se les dice, sino antes de que puedan repetir las palabras que oyen. Su órgano, aún sin cultivar, se adapta lentamente a la imitación de los sonidos que oyen, y no se poseen pruebas de que tales sonidos realicen en su oído impresiones distintas a las producidas en el nuestro.

No creo que sea un error que la nodriza divierta al niño con canciones y cuentos alegres y variados, pero desapruebo que continuamente se le atolondre con una multitud de palabras inútiles, de las cuales sólo entiende su tono. Las articulaciones primeras que lleguen al oído del niño serán pocas, fáciles y distintas, repetidas frecuentemente, y las que tengan una significación sensible, si es posible, mostrarán al niño el objeto en el mismo momento de ser pronunciadas.

Para comenzar, poseen una especie de gramática adecuada a su edad, cuya sintaxis está ajustada a reglas más generales que las nuestras, y si la examináramos con atención, quedaríamos asombrados de la exactitud con que siguen ciertas analogías, si se quiere con grandes defectos, pero muy regulares, y si no son admitidas es a causa de su mal sonido o porque la rechaza el uso. En cierta ocasión oí a un padre que reñía a su hijo de una forma muy áspera, porque decía: «no caberemos en la sala». Se ve claramente que el chico seguía mejor la analogía que nuestras gramáticas, porque si decimos «cabemos», ¿por qué no se ha de decir «caberemos»? Constituye una pedantería insoportable y un trabajo inútil el ocuparse en hacer enmiendas a los niños en lo referente a todas estas faltas contrarias al uso, puesto que ellos mismos se enmiendan con el tiempo. En su presencia procuremos siempre hablar con pureza, procuremos que se halle más a gusto con nosotros que con los demás, y estemos seguros de que de un

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modo insensible nuestro lenguaje será el modelo del suyo, sin necesidad de ninguna corrección.

No debemos afanarnos mucho en adivinar lo que quiere decir cuando empieza a balbucear; el que pretenda que siempre sea escuchado, es una especie de imperio, y el niño no debe ejercer ninguno; es suficiente darle lo que necesite lo antes posible, y a él le toca hacerse entender para pedir lo que sea. Tampoco podemos exigirle que hable, puesto que sin que se lo exijan ya sabrá hacerlo cuando conozca su utilidad por sí mismo.

En cuanto sea posible, debe reducirse el vocabulario del niño. Es un gran inconveniente que tenga más voces que ideas y sepa decir más cosas que las que puede pensar.

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Libro II – Emilio o de la educación. J.J. ROUSSEAU

El único que actúa según su propia voluntad es el que para realizarla no precisa del auxilio ajeno, de donde se deduce que el más apreciable de los bienes no es la autoridad, sino la libertad. El hombre verdaderamente libre solamente quiere lo que puede y hace lo que le conviene. Esta es mi máxima fundamental; trato de aplicarla a la infancia, y observaremos cómo se derivan de ella todas las reglas de educación.

Discutir con los niños es la máxima fundamental de Locke, y actualmente es la más usada, pero me parece que no es el fruto que de ella se saca la que debe hacerla muy digna de crédito, y yo no veo nada más insensato que esos niños con quienes tanto se ha razonado. Entre todas las facultades del hombre, la razón, que por decirlo así es un compuesto de todas las demás, es lo que con más dificultad y lentitud se desarrolla, ¡y de ella se quieren apoyar para desarrollar las primeras! La obra maestra de una buena educación es formar a un hombre racional, ¡y se pretende educar a un niño por la razón! Eso es comenzar por el final, y querer hacer del instrumento la obra. Si los niños escuchasen la razón, no habría necesidad de que fueran alumnos, pero con hablarles desde su más tierna edad una lengua que no entienden, los acostumbran a contentarse con palabras, a controlar todo cuanto les dicen, a creerse tan sabios como sus maestros, a hacerse disputadores y revoltosos, y todo cuanto piensan obtener de ellos por motivos razonables, nunca lo obtienen sino por los de la codicia, el miedo o la vanidad, que siempre es necesario juntarlos.

He aquí la fórmula a la que poco más o menos se pueden reducir todas las lecciones de moral que se dan y puedan darse a los niños. 

EL MAESTRO: No se debe hacer eso.EL NIÑO: ¿Y por qué no se debe hacer? EL MAESTRO: Porque está mal hecho.EL NIÑO: ¡Mal hecho! ¿Qué está mal hecho? EL MAESTRO: Lo que te prohiben.EL NIÑO: ¿Y por qué es malo hacer lo que me prohíben?EL MAESTRO: Te castigarán por haber desobedecido. EL NIÑO: Yo lo haré de manera que no sepan nada. EL MAESTRO: Te espiarán.EL NIÑO: Me esconderé.EL MAESTRO: Te preguntarán. EL NIÑO: Mentiré.EL MAESTRO: No se debe mentir.EL NIÑO: ¿Por qué no se debe mentir? EL MAESTRO: Porque está mal hecho, etc.He aquí el círculo inevitable; salid de él y el niño no os entenderá. ¿No son

utilísimas estas instrucciones? Mucho celebraría saber con qué se podría sustituir este diálogo. El propio Locke se hubiera visto apurado. Conocer el bien y el mal, sentir la razón del porqué de los deberes del hombre no es cosa de niños.

La naturaleza quiere que los niños sean niños antes de ser hombres. Si nosotros queremos invertir este orden, produciremos frutos precoces que no tendrán madurez ni gusto y que no tardarán en corromperse; tendremos jóvenes doctores y viejos niños. La infancia tiene maneras de ver, de pensar, de sentir, que le son propias; no hay nada más insensato que quererlas sustituir por las nuestras; tanto equivale exigir que un niño tenga

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cinco pies de alto que juicio a los diez años. En efecto, ¿para qué le serviría la razón a esa edad? Ella es el freno de la fuerza, y el niño no necesita ese freno.

Si el niño comete algún desorden, como romper algún mueble, no le castiguéis por vuestra negligencia ni le riñáis; que no oiga una sola palabra de reprensión; no le dejéis comprender que os ha molestado; haced como si se hubiera roto el mueble por casualidad, y convenceos de que habéis logrado mucho si lográis libraros de hacerle ninguna amonestación.

¿Me atreveré a exponer aquí la mayor, la más importante, la más útil regla de toda la educación? No es la de ganar tiempo, sino, por el contrario, perderlo. Lectores corrientes, perdonadme mis paradojas; cuando se reflexiona, son indispensables, y a pesar de todo lo que se pueda decir, es preferible ser un hombre de paradojas que uno lleno de preocupaciones. El más peligroso tiempo de la vida humana es el que va desde el nacimiento hasta la edad de doce años, debido a que es cuando brotan los errores y los vicios, sin que haya aún ningún instrumento capaz de destruirlos, y cuando éste se obtiene, las raíces están tan profundas que ha pasado el tiempo propicio para arrancarlas. Si los niños saltaran de un solo golpe desde el pecho de la madre hasta la edad del uso de la razón, quizá podría serles conveniente la educación que se les da, pero, según el progreso natural, es necesario una que sea totalmente opuesta.

La primera educación debe ser, pues, puramente negativa, la cual no consiste en enseñar ni la virtud ni la verdad, sino en librar de vicios el corazón y el espíritu del error. Si pudierais no hacer nada, ni dejar hacer nada, si lograrais tener sano y robusto a vuestro alumno hasta la edad de doce años, sin que supiera distinguir su mano derecha de la izquierda, desde vuestras primeras lecciones se abrirían los ojos de su entendimiento a la razón sin baches ni preocupaciones; nada habría en él que pudiera obstaculizar el buen resultado de vuestros afanes. De este modo, en vuestras manos se convertiría en el más sabio de los hombres, y omitiendo toda intervención en un principio, realizaríais un prodigio de educación.

Librando de esta forma a los niños de todos sus deberes, estoy convencido de que les quito los instrumentos que les torturan, que son los libros. El azote de la infancia es la lectura y casi no sabemos emplearla en otra cosa. Cuando tenga doce años Emilio apenas sabrá qué es un libro. Pero es necesario, se me objetará, que por lo menos sepa leer. De acuerdo con esta opinión, pero necesario cuando le sea útil la lectura, pues pienso que hasta entonces únicamente  sirve para fastidiarle.

Se considera muy importante contar con los mejores métodos de enseñar a leer; se agrupan láminas y mapas y el cuarto de un niño parece un taller de imprenta. Locke quiere que aprenda a leer con dados. ¿No es una invención exquisita? ¡Qué lástima! Hay un camino más firme que todos ésos y que siempre olvidan: el deseo de aprender. Debéis infundir al niño este deseo, dejad los cartones y los dados, pues cualquier método será bueno para él.

El interés actual es lo único que conduce con seguridad y nos lleva muy lejos. Algunas veces recibe Emilio de su padre, su madre, sus parientes, sus amigos, invitaciones para una comida, un paseo, una partida de pesca, una feria; las esquelas son breves, claras y bien escritas. Es indispensable uno que se las lea, y éste no se tiene siempre a mano, o paga con la misma moneda la falta de condescendencia que el pequeño tuvo con él el día antes; de este modo se deja pasar la oportunidad. Por último le leen la esquela, pero ya ha pasado el tiempo. ¡Ah, si hubiera sabido leer! Se reciben otras igualmente breves, siendo su contenido muy interesante. Ponemos todo el interés

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en descifrarlas; unas veces hallamos quien nos ayuda, y otras se niegan a ayudar. Con grandes esfuerzos hemos descifrado la mitad de la esquela; se trata de ir mañana a comer requesones..., pero no sabemos adónde ni con quién. ¡Cuántos esfuerzos hacemos por leer lo demás! No creo que Emilio necesite muestras.

Ya podéis daros cuenta de que seguís un camino opuesto al de vuestro alumno, que cree que él es siempre el dueño, pero debéis serlo vosotros de verdad. No hay ninguna sujeción más completa como la que posee todas las apariencias de libertad, ya que de este modo está cautiva la voluntad misma. ¿No está a vuestra disposición un pobre niño que nada sabe, que lo ignora todo? ¿No sois vosotros los que disponéis de todo lo que tiene relación con él y de todo lo que está cerca de él? ¿No están en vuestra mano, sin que él lo sepa, sus tareas, sus juegos, sus deleites, sus penas y todo lo demás? No hay duda de que no debe hacer otra cosa que lo que él quiera, pero sólo lo que admitís que haga, pues no debe dar un paso sin que vosotros lo tengáis previsto, ni desplegar los labios sin que sepáis lo que va a decir.

Como todo lo que entra en el entendimiento humano viene por los sentidos, la primera razón del hombre es una razón sensitiva, la cual sirve de base a la razón intelectual, y así nuestros primeros maestros de filosofía son nuestros pies, nuestras manos, nuestros ojos. Reemplazar con libros todo esto, no es aprender a pensar, sino aprender a servirnos de la razón de otro, aprender a creer mucho y no saber jamás nada. 

 Sus ideas son limitadas, pero limpias; si no sabe nada por la memoria, sabe mucho por experiencia; si lee con menos perfección que otro niño en nuestros libros, lee mejor en el de la naturaleza; su entendimiento no está en su lengua, sino en su cabeza; tiene menos memoria que juicio; sólo sabe un idioma, pero comprendo lo que dice, y si no habla tan bien como los otros, en recompensa obra mejor que los demás.

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Libro III – Emilio o de la educación. J.J. ROUSSEAU

Convirtamos nuestras sensaciones en ideas, pero no pasemos de pronto de los objetos sensibles a los intelectuales. Por los primeros debemos llegar a los últimos. En las primeras operaciones del espíritu los sentidos deben ser siempre sus guías. Ningún otro libro que no sea el mundo, ninguna otra instrucción que los hechos. El niño que lee no piensa, no hace más que leer; no se instruye, pues sólo aprende palabras.

Haced que vuestro alumno esté atento a los fenómenos de la naturaleza, y en seguida despertaréis su curiosidad, pero para sujetarla no os deis prisa a satisfacerla. Poned a su alcance las cuestiones y dejad que él las resuelva. Que no sepa nada porque se las habéis propuesto, sino porque las haya comprendido él mismo; que invente la ciencia y no que la aprenda. Si en su entendimiento sustituís una sola vez la autoridad a la razón, no discurrirá más y jugará con él la opinión de los otros.         

Educado en el espíritu de nuestras máximas, acostumbrado a sacar de sí mismo todos sus instrumentos, y a no recurrir nunca a otro. Es pensativo, pero no preguntón. Limitaos a presentarle los objetos cuando sea el momento oportuno; luego, cuando os deis cuenta de que se le despierta la curiosidad, hacedle alguna pregunta escueta que le encauce para la solución.

En esta ocasión, después de contemplar el sol naciente y de haberle remarcado los montes que se ven hacia el oriente, y los demás objetos inmediatos, y que haya podido charlar a su gusto sobre todo, guardad un rato de silencio, como sí reflexionarais sobre algo muy importante, y luego le decís: «Estoy pensando en que ayer por la tarde el sol se puso por allí, y esta madrugada ha salido por aquí. ¿Cómo puede ser eso?» No le digáis nada más; si os hace preguntas, no se las respondáis, y hablad de otra cosa. Dejadle que piense él, seguro de que lo hará.

Esta será su primera lección de astronomía.Como siempre procedemos lentamente de una idea sensible a otra idea sensible,

como nos familiarizamos durante mucho tiempo con una antes de que pasemos a otra, y como nunca forzamos a nuestro alumno a que esté atento, mucho tendrá que andar desde esta primera lección hasta conocer el curso del sol y la configuración de la tierra, pero todos los movimientos aparentes de los cuerpos celestes están basados en el mismo principio, y la primera observación nos lleva a todas las demás observaciones.

Supongamos que mientras estoy estudiando con mi alumno el curso del sol y el modo para orientarse, de pronto me interrumpe preguntándome para qué sirve eso. ¡Qué razonamiento más elocuente le voy a ofrecer! ¡Cómo voy a aprovecharme de esta ocasión para que aprenda una porción de cosas en la respuesta a su pregunta, especialmente si hay quien presencie nuestra conferencia! Le hablaré de la utilidad de los viajes, de los beneficios que proporciona el comercio, de las producciones peculiares de cada clima, de las varias costumbres de los pueblos, del uso del calendario, de la computación de la vuelta de las estaciones para la agricultura, del arte de la navegación, del modo de dirigirse en el mar y seguir con puntualidad su camino sin saber uno dónde esta; mezclaré en mi explicación la política, la Historia Natural, 'la Astronomía y hasta la Moral y el Derecho de gentes, para que mi alumno tenga una alta idea de todas estas ciencias y un gran deseo de aprenderlas. Cuando le haya dicho todo esto, habré hecho el alarde de un verdadero pedante, y él no habrá comprendido ni siquiera una palabra. Le

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quedarían ganas de preguntarme, como antes, para qué sirve orientarse, pero no se atreve debido a que teme que me enfade; le tiene más cuenta fingir que ha entendido lo que le han obligado a escuchar. Así se hacen las brillantes educaciones.

Un día, por la mañana, le propongo un paseo antes del desayuno; él no desea otra cosa, puesto que los chicos siempre están dispuestos para correr, v Emilio tiene buenas piernas. Trepamos por el bosque, atravesamos prados, nos extraviamos, no sabemos dónde nos hallamos, y pretendiendo regresar, no damos con el camino. Va pasando el tiempo, arrecia el calor y tenemos hambre; vamos vagando de un sitio para otro y sólo encontramos bosques, barbechos y llanos, sin ver ninguna señal que nos proporcione algún conocimiento sobre el lugar donde estamos. Sudorosos, fatigados y hambrientos, con nuestros extravíos no hacemos otra cosa que agotarnos más. Por último nos sentamos para descansar y deliberar. Emilio, que yo supongo que está educado como otro niño cualquiera, no delibera, sino que llora; él ignora que estamos en las puertas de Montmorency y que un poderoso arbolado nos impide verlo, pero para él este muro vegetal es una terrible selva, pues un hombre de su estatura entre zarzas está como enterrado.

Luego de unos instantes de silencio, le digo con acento inquieto: «Querido Emilio, ¿qué haremos para salir de aquí?».

Emilio, sudando y llorando a lágrima viva, gime: -No lo sé. Estoy cansado; tengo hambre y sed; yo no puedo más.

 JUAN JACOBO: ¿Crees que yo estoy en mejor estado? ¿Piensas tú que no lloraría si pudiera desayunar con lágrimas? No se trata de llorar, sino de conocer el sitio donde estamos. A ver tu reloj; ¿qué hora es?

EMILIO: Son las doce y no me he desayunado. JUAN JACOBO: Es verdad, son las doce, y no he desayunado.EMILIO: ¡Oh, qué hambre debe de tener usted!JUAN JACOBO: Lo peor es que la comida no vendrá aquí. Son las doce,

justamente la misma hora en que ayer observábamos desde Montmorency la posición del bosque. Si pudiéramos observar del mismo modo desde el bosque la posición de Montmorency...

EMILIO: Si, pero ayer veíamos el bosque, y desde aquí no vemos el pueblo.JUAN JACOBO: Eso es lo malo... Si pudiéramos sin verlo precisar su

posición...EMILIO: ¡Ah, mi buen amigo!JUAN JACOBO: Decíamos que el bosque estaba en... EMILIO: Al norte de Montmorency.JUAN JACOBO: ¿Entonces, Montmorency estará...? EMILIO: Al sur del bosque.JUAN JACOBO: Tenemos un medio para hallar el norte a las doce del día.EMILIO: Sí, por la dirección de la sombra. JUAN JACOBO: : ¿Y el sur?EMILIO: ¿Cómo lo haremos?JUAN JACOBO: El sur es la parte opuesta del norte. EMILIO: Cierto, no hay más que seguir la dirección contraria a la sombra. ¡Ah!,

hacia allá está el sur, es el sur, estoy seguro de que Montmorency está hacia este lado.JUAN JACOBO: : Puede que tengas razón; sigamos ese caminito que atraviesa

el bosque.

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Emilio, dando palmadas y gritos de alborozo, exclama: «¡Ah!, ya veo el pueblo; está ahí, frente a nosotros. Vamos a almorzar, vamos a comer, corramos; ¡qué buena es la astronomía!»

 Debéis notar que si no pronuncia esta última palabra no dejará por eso de pensarla, y nada importa con tal que no sea yo quien la pronuncie. Pero debéis estar seguros de que no olvidará en toda su vida la lección de este día; en cambio, si yo no hubiera hecho más que figurarle todo esto en su habitación, al día siguiente a no habría recordado una sola palabra de mis razones, es preciso hablar, en cuanto sea posible, con acciones, y sólo lo que no se puede hacer.

Aborrezco los libros porque sólo enseñan a hablar de lo que uno no sabe.

¿No habría algún modo de agrupar todas las lecciones desparramadas en tantos libros en un objeto común, que pudiera ser fácil verle, interesante seguirle y que sirviera de estimulante incluso en esta edad? Si es posible inventar una situación en que de un modo sensible se manifiesten al espíritu de un niño las necesidades naturales del hombre, y con la misma facilidad se desarrollan sucesivamente los medios de remediar estas mismas necesidades, el primer ejercicio que se debe dar a su imaginación es la pintura viva y natural de este estado.

Filósofo ardiente, ya veo inflamarse la vuestra. No os desviváis, pues esta situación se ha hallado y descrito, y sin querer agravaros, mucho mejor que vos la describierais, por lo menos con más sencillez y verdad. Puesto que precisamos de un modo absoluto los libros, existe uno que, para mi gusto, es el tratado más feliz de educación natural. Ese será el primer libro que lea mi Emilio; él solo compondrá por mucho tiempo toda su biblioteca y siempre ocupará un lugar distinguido. Será el texto al cual servirán de simple comentario todas nuestras conferencias acerca de las ciencias naturales, y servirá de prueba del estado de nuestro discernimiento durante nuestros progresos, y mientras no se nos empobrezca el gusto, siempre nos será agradable su lectura. ¿Pues qué libro maravilloso es éste? ¿Es Aristóteles? ¿Es Plinio? ¿Es Buffon? No; es Robinson Crusoe.

Robinson Crusoe, solo en su isla; privado del auxilio de sus semejantes y de los instrumentos de todas las artes, procurándose, no obstante, su alimento y conservación, y logrando hasta una especie de bienestar, es un objeto que a cualquier edad interesa, y existen mil medios de hacerlo grato a los niños. De este modo realizamos la isla desierta que al principio me sirvió de comparación. Estoy de acuerdo en que no es el estado del hombre social, ni es verosímil que haya de ser el de Emilio, pero por este estado debe apreciar todos los demás. El medio más seguro de colocarse en una esfera superior a las preocupaciones, y coordinar sus juicios según las verdaderas relaciones de las cosas, es suponerse un hombre aislado y juzgar de todo como debe juzgar este mismo hombre en relación, a su propia utilidad.

Apartando de esta novela todo su fárrago, comenzándola por el naufragio de Robinson cerca de su isla y concluyéndola con la llegada del navío que viene a sacarle de ella, será en conjunto la diversión y la instrucción de Emilio durante la época de que aquí tratamos. Deseo que pierda la cabeza ocupándose sin cesar en su fortaleza, en sus cabras, en sus plantíos; que aprenda circunstancialmente, no en los libros, sino eN las cosas, todo cuanto en un caso semejante debe saberse, y que se figure que él es un

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Robinson; que se vea vestido de pieles, con un gorro sin forma, un enorme sable, y todo el estrambótico atavío de la figura menos el quitasol que no necesita. Quiero que le angustien las medidas que ha de tomar si le llega a faltar esto o lo otro; que examine la conducta de su héroe que averigüe si éste no omitió nada y si hubiera podido hacer otra cosa mejor; que note con atención su: errores y los aproveche para no incurrir en ellos s llegase a encontrarse en un caso semejante, pues no os quepa duda alguna de que proyectará ir a construir un establecimiento parecido, porque estas son las torres de viento de esta venturosa edad en que no se aspira a otra dicha que tener lo necesario y libertad.

El ejercicio de las artes naturales, para las cuales puede ser suficiente un hombre solo, conduce a la investigación de las artes industriales, que necesitan del concurso de muchos. Salvajes y solitarios pueden desarrollar las primeras, y las otras nacen en la sociedad, resultando indispensables. Cuando sólo se conoce la necesidad física, cada hombre se basta a sí mismo; la introducción de lo superfluo necesita dividir y distribuir el trabajo, porque si bien es verdad que un hombre que trabaja solo no gana más que para la subsistencia de uno, cien que trabajen de acuerdo ganarán para que subsistan doscientos. Por lo tanto, si una parte de los hombres viven sin trabajar, es necesario que los que trabajan suplan la ociosidad de aquéllos.

Vuestro mayor cuidado será apartar del espíritu de vuestro alumno todas las nociones de las relaciones sociales que excedan de su capacidad, pero cuando por el encadenamiento de sus conocimientos os veáis obligados a exponerle la dependencia recíproca de los hombres, en vez de mostrársela por su aspecto moral, llamad primero su atención hacia la industria y las artes mecánicas, las cuales hacen que sean útiles unos a otros. Paseadle de obrador en obrador y no consintáis nunca que vea una operación sin que él intervenga, ni que salga del taller sin saber a fondo la razón de lo que se hace en él, o de lo que haya observado. Para lograr este fin, debéis trabajar vos mismo, dándole de este modo ejemplo; para que él se haga maestro, debéis haceros aprendiz, y estad seguro de que aprenderá más en una hora de trabajo que con un día de explicaciones.

Fuera de la sociedad, el hombre aislado, que a nadie debe nada, tiene derecho a vivir como se le antoje, pero en la sociedad, donde necesariamente vive a costa de los demás, les debe en trabajo lo que vale su manutención, sin que en esto haya excepciones. Así, trabajar es una obligación indispensable del hombre social. Rico o pobre, fuerte o débil, todo ciudadano ocioso es un ladrón.

Si hasta aquí me he hecho entender, debe comprenderse cómo con el hábito del ejercicio corporal y del trabajo manual aficiono paulatinamente a mi alumno a la reflexión y meditación, para contrapesar en él la pereza que resultaría de su indiferencia ante los juicios de los hombres y el estado de sus pasiones. Es necesario que trabaje como un rústico y piense como un filósofo, para que no sea tan holgazán como un salvaje. Todo el misterio de la educación consiste en que los ejercicios del cuerpo y del espíritu sirvan de desahogo unos a otros.

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Libro IV – Emilio o de la educación. J.J. ROUSSEAU

Como el bramido del mar precede desde lejos a la tempestad, esta tempestuosa revolución es anunciada por el murmullo de las nacientes pasiones, y una fermentación sorda advierte la proximidad del peligro. Una mutación en el humor, frecuentes enfados, una continua agitación de espíritu hacen casi indisciplinable al niño. Sordo a la voz que oía con docilidad, es el león con calentura; desconoce al que le guía y ya no quiere ser gobernado.

A los signos morales de un humor que se altera se unen cambios sensibles en su exterior. Su fisonomía se desenvuelve y se imprime en ella su sello característico; el vello escaso y suave que crece bajo sus mejillas toma consistencia, su voz cambia o mejor es otra; no es niño ni hombre y no puede tomar el habla de uno ni de otro.

Este es el segundo nacimiento de que he hablado; aquí nace de verdad el hombre a la vida, y ya nada humano está fuera de él. Hasta este momento nuestros afanes no han sido otra cosa que juegos de niños, y es ahora cuando adquieren verdadera importancia. Esta época, en que se concluyen las educaciones ordinarias, es propiamente aquella en que ha de empezar la nuestra, pero para exponer bien este nuevo plan, debemos tomar desde más alto el estado de las cosas relacionadas con él.

La fuente de nuestras pasiones, el origen y principio de todas las demás, la única que nace con el hombre y mientras vive nunca le abandona, es el amor de si mismo: pasión primitiva, innata, anterior a cualquier otra, de la cual se derivan en cierto modo y a manera de modificaciones todas las demás. Todas son en este sentido, si queremos, naturales. Pero la mayor parte de estas modificaciones tienen causas extrañas, sin las cuales nunca existirían, y estas modificaciones, lejos de sernos provechosas, nos son perjudiciales, pues mudan su primer objetivo y luchan con su principio; entonces se encuentra el hombre fuera de la naturaleza y se pone en contradicción consigo mismo.

El primer sentimiento de un niño es amarse a sí mismo, y el segundo, que deriva del primero, es amar a los que le rodean, porque en el estado de debilidad en que se encuentra sólo conoce las personas por la asistencia y los cuidados que recibe. El apego que primero tiene a su nodriza y a su niñera no es más que hábito; las busca porque las necesita y porque se encuentra bien con ellas; es más conocimiento que benevolencia. Hace falta mucho tiempo para que comprenda que no sólo le son útiles, sino que quieren serlo, y entonces es cuando comienza a amarlas.

El estudio conveniente para el hombre es el de sus relaciones; mientras sólo es conocido por su ser físico, se debe estudiar en sus relaciones con las cosas; cuando comienza a sentir su ser moral, precisa que se le estudie en sus relaciones con los hombres, en el empleo de su vida, empezando desde el punto a que ya hemos llegado.

Tan pronto como el hombre tiene necesidad de una compañera, deja de ser un ser aislado y su corazón ya no está solo. Nacen todas sus relaciones con su especie y todas las afecciones de su alma, y pronto su primera pasión hace que fermenten las demás.

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Comprendo que muchos lectores quedarán extrañados al verme seguir la primera edad de mi alumno sin que le hable de religión. A los quince años todavía no sabía si tenía un alma, y quizá hasta los dieciocho no es el tiempo adecuado para que lo aprenda, porque si lo aprende antes de que sea oportuno, corre el peligro de que no lo sepa en toda su vida.

Si tuviera que pintar la estupidez enfadosa, retrataría a un pedante enseñando el catecismo a unos niños; si quisiera volver loco a un niño, le obligaría a que explicara lo que dice cuando da su lección de doctrina. Se me objetará que siendo misterio la mayor parte de los dogmas del cristianismo, esperar a que sea capaz de comprenderlos el espíritu humano no es esperar a que el niño sea hombre, sino aguardar lo imposible. A eso respondo primero que es imposible no sólo que un hombre conciba ciertos misterios, sino que los crea, y no ver qué se adelanta con enseñárselos a los niños, sino es otra cosa que enseñarles a mentir desde muy temprano. Digo, además, que para admitir los misterios, lo menos que se necesita es comprender que son incomprensibles, y los niños no son ni siquiera capaces de esta comprensión. No hay verdaderos misterios para la edad en que todo es un misterio.

Pero, ¿qué es lo que cree el niño que profesa la religión cristiana? Lo que concibe, y concibe tan poco lo que le obligan a decir que si le dicen lo contrario lo admitirá con la misma docilidad. Es asunto de geografía la fe de los niños, y aun de muchos hombres. ¿Serán mejor premiados por haber nacido en Roma que si hubieran nacido en La Meca? A uno le dicen que se debe honrar a Mahoma, y dice que honra a Mahoma; a otro le dicen que Mahoma es un engaño, y dice que es un engaño. Uno afirmaría lo mismo que el otro si a los dos se hubiese enseñado lo mismo. ¿Es posible que nos fundemos en dos afectos tan semejantes para enviar al uno-al cielo y al otro al infierno? Cuando un niño dice que cree en Dios no es en Dios en quien cree, sino en Pedro o en Juan, quienes le dicen que existe una cosa que se llama Dios.

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Libro V – Emilio o de la educación. J.J. ROUSSEAU

No es conveniente que el hombre esté solo. Emilio es hombre, le hemos prometido una compañera y es necesario dársela. Esta compañera es Sofía.

SOFIA O LA MUJER 

Sofía debe ser mujer como Emilio es hombre, o sea, que debe poseer todo lo que conviene a la constitución de su sexo y su especie con el fin de ocupar el puesto adecuado en el orden físico y moral.

En lo que no se relaciona con el sexo, la mujer es igual al hombre: tiene los mismos órganos, las mismas necesidades y las mismas facultades; la máquina tiene la misma construcción, son las mismas piezas y actúan de la misma forma; la configuración es parecida, y bajo cualquier aspecto que los consideremos sólo se diferencian entre sí de más a menos.

En la unión de los sexos, concurre cada uno por igual al fin común, pero no de la misma forma; de esta diversidad surge la primera diferencia notable entre las relaciones morales de uno y otro. El uno debe ser activo y fuerte, y el otro pasivo y débil. Es indispensable que el uno quiera y pueda, y es suficiente con que el otro oponga poca resistencia.

Establecido este principio, se deduce que el destino especial de la mujer consiste en agradar al hombre. Si recíprocamente el hombre debe agradarle a ella, es una necesidad menos directa; el mérito del varón consiste en su poder, y sólo por ser fuerte agrada. Convengo en que ésta no es la ley del amor, pero es la ley de la naturaleza, más antigua que el amor mismo.

Si el destino de la mujer es agradar y ser subyugada, se debe hacer agradable al hombre en vez de incitarle; en sus atractivos se funda su violencia, por ello es preciso que encuentre y, haga uso de su fuerza. El arte más seguro de animar esta fuerza es hacerla necesaria con la resistencia. Uniéndose entonces el amor propio con el deseo, triunfa el uno de la victoria que el otro le deja alcanzar. De ahí el acometimiento y la defensa, la osadía de un sexo y el encogimiento del otro, la modestia y la vergüenza con que la naturaleza armó al débil para que esclavizase al fuerte.

Cultivar en la mujer las cualidades del hombre y descuidar las que les son propias, es trabajar en detrimento suyo. Demasiado lo ven las astutas para dejarse engañar; cuando procuran usurpar nuestras ventajas, no abandonan la suya, pero ocurre que no pudiendo amalgamar bien las unas con las otras, debido a que son incompatibles, no llegan con unas adonde hubieran alcanzado y con las otras no pueden competir con nosotros, perdiendo de esta forma la mitad de su valor. Hacedme caso, madres juiciosas; no hagáis a vuestra hija un hombre de bien, que es desmentir a la naturaleza; hacedla mujer de bien, y así podréis estar segura de que será útil para nosotros y para sí misma.

¿Se puede deducir de todo lo expuesto que debe ser educada en la ignorancia de todas las cosas y limitada únicamente a las funciones caseras? ¿El hombre debe hacer de su compañera una sirvienta? ¿Le debe impedir que sienta y conozca nada con el fin de

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poderla esclavizar mejor? ¿Hará de ella una autómata? Sin duda que no; la naturaleza no lo ha dicho así; y si las ha dotado de una tan agradable y delicada inteligencia, quiere que piensen, juzguen, amen, conozcan y cultiven su entendimiento como su figura, que son las armas que les da para suplir la fuerza que les falta y dirigir la nuestra. Deben aprender muchas cosas, pero sólo las que es conveniente que sepan.

De esta presión habitual se obtiene una cualidad muy necesaria a las mujeres durante toda su vida, supuesto que nunca cesan de estar sujetas, o a un hombre o a los juicios de los hombres, y que nunca les es permitido que se muestren superiores a esos juicios. La blandura es la prenda primera y más importante de una mujer; destinada a obedecer a tan imperfecta criatura como es el hombre, tan llena a veces de vicios y siempre cargada de defectos, desde muy temprano debe aprender a padecer hasta la injusticia y a soportar los agravios de su marido sin quejarse; debe ser flexible, y no por él, sino por ella. La acritud y la terquedad de las mujeres nunca logran otra cosa que agravar sus daños y el mal proceder de sus maridos, los cuales saben que no son estas las armas con que han de ser vencidos. La naturaleza no formó a las mujeres halagüeñas y persuasivas para que se volviesen regañonas, no las hizo débiles para que fueran imperiosas, no les dio una voz tan suave para que sirviera para decir denuestos, ni les proporcionó unas facciones tan delicadas para que las desfigurasen con la ira. Cuando se enfadan se olvidan de sí; muchas veces les asiste la razón para quejarse, pero siempre hacen mal en reñir. Cada uno debe conservar el tono de su sexo; un marido demasiado blando puede hacer insolente a su mujer, pero si el hombre no es un monstruo, no resiste la blandura de una mujer, quien triunfa de él tarde o temprano.

Por lo mismo que la conducta de la mujer está sujeta a la opinión pública, su creencia lo está también a la autoridad. Toda muchacha debe tener la religión de su madre y toda casada la de su esposo.

Para que se prefiera la vida pacífica y doméstica es indispensable conocerla, y es preciso haber probado su dulzura desde la niñez. Sólo en la casa paterna se adquiere el cariño a la propia casa, y toda mujer que no ha sido educada por su madre, no tendrá voluntad para educar a sus hijos.

Sofía es de índole apacible, tiene buen natural y el corazón muy sensible, y esa excesiva sensibilidad algunas veces agita tanto su imaginación que no es fácil moderarla. Su inteligencia es menos justa que penetrante, y fácil, aunque desigual, su condición; regular, pero su cara es agradable; su fisonomía promete alma, y no miente; uno puede acercarse a ella con indiferencia, pero no dejara sin emoción. Algunas mujeres tendrían prendas que a ella le faltan y otras más que las que ella tiene, pero ninguna calidad es mejor lograda para formar un feliz carácter. Sabe sacar provecho de sus defectos y

Lo que mejor sabe Sofía, y lo que le han hecho aprender con el mayor cuidado, son las tareas propias de su sexo, incluso las poco corrientes, como cortar y coser vestidos. No hay trabajo de aguja que no sepa hacerlo bien y con gusto, pero el que prefiere a los demás es el punto de encaje, porque no hay otro que le permita una postura más agradable y que se ejerciten los dedos con más gracia y ligereza. También se ha aplicado a todos los quehaceres del hogar; sabe de cocina y de repostería, el valor de los comestibles, su calidad, lleva, bien las cuentas y hace de ama. Destinada a ser un día madre de familia, gobernando la casa de sus padres aprende a gobernar la suya,

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puede suplir a los criados, y todo lo hace con agrado. No sabe mandar bien el que no sabe hacer lo que quiere que hagan los otros, y ésta es la razón que tiene su madre para querer que lo aprenda todo. Sofía no va tan allá; su primera obligación es la de hija y la única que por ahora desempeña; no tiene otra idea que la de servir a su madre y aliviarla en parte de sus quehaceres, pues la verdad es que no todos los hace con el mismo gusto.

Así, en vez de destinar desde la niñez una esposa a mi Emilio, he preferido esperar a saber la que mejor le conviene. No soy yo quien fijó este destino, sino la naturaleza; mi objetivo no es el de su padre, porque cuando me confió a su hijo me hizo cesión de su derecho, y al sustituirlo con el mío, yo soy el verdadero padre de Emilio, yo soy quien lo ha hecho hombre. Me habría negado a educarle si no me hubiera dejado ser el dueño de casarle a su gusto, que es decir el mío. Sólo con la satisfacción de hacerle dichoso se ve uno recompensado de los afanes que cuesta el conseguir que lo sea.

No le conviene, pues, al hombre educado casarse con una mujer sin educación, ni que sea de una clase muy distante de la suya. Pero aún preferiría cien veces más a una muchacha sencilla y con una educación tosca que a una sabelotodo que compondría en su hogar un tribunal de literatura, del que ella sería su presidenta. Una mujer de esta especie es el azote de su marido, de sus hijos, de sus amigos, de sus criados y de todo el mundo. Desde la sublime elevación de su genio, mira con desprecio todas las obligaciones de mujer y siempre empieza por hacerse hombre. Fuera de casa es ridícula y criticada con mucha razón, porque tiene que serlo quienquiera que se sale de su estado y no está destinado para el que quiere prohijar. Todas esas mujeres de gran talento sólo engañan a los necios. Se sabe siempre cuál es el artista o el mago que lleva la pluma o el pincel cuando trabajan, y cuál es el discreto letrado que secretamente les dicta sus oráculos. Todo ese charlatanismo es indigno de una mujer honesta, y aun cuando fuese poseedora de un talento verdadero, la envilecería su presunción. Ser ignorada es su dignidad; su gloria se funde en la estimación de su marido, y sus alegrías están en la dicha de la familia. Lector, sed sincero: decidnos qué es la mejor idea de una mujer, si cuando entráis en su gabinete y hace que os acerquéis a ella con más respeto el verla ocupada en las tareas de su sexo, en los cuidados caseros, arreglando la ropa de sus hijos, o cuando la encontráis en su tocador componiendo versos, rodeada de folletos de varias clases y de tarjetas de todos los colores. Cuando no haya en la tierra más que hombres de juicio, ninguna soltera literata hallará marido en toda su vida.

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