Selección y nota introductoria de J -A C · bor de otredad, de humor inteligente que va...

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FELIPE GARRIDO Selección y nota introductoria de JOAQUÍN-ARMANDO CHACÓN UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL DIRECCIÓN DE LITERATURA MÉXICO, 2010

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FELIPE GARRIDO

Selección y nota introductoria deJOAQUÍN-ARMANDO CHACÓN

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL

DIRECCIÓN DE LITERATURA

MÉXICO, 2010

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ÍNDICE

NOTA INTRODUCTORIA,JOAQUÍN-ARMANDO CHACÓN 3CONJURO 6UNA CIUDAD PRODIGIOSA 6COMPAÑÍA 7CARICIAS 8MARITA 9FERROVIARIA 9EL HOMBRE DE LA SIRENA 10SAN AVILÁN 12LAPSUS THEOLOGICUM 13SIN RUIDO 15FRACASO 16TIEMPO DE CALOR 16TROFEO 17SAN MARTÍN DE LAS HORMIGAS 17EL RAMO 19DAMA DE LUZ 20PERO TAMBIÉN DE TIERRA 20INSOMNIO 22RELÁMPAGO 24SORTILEGIO 24ORO 24EL LAGO 26PARECERES 28VERA ESPERANZA 28FIN DE FIESTA 29PETICIÓN LABORAL 30COMO LOS CORALES 31UN DRAGÓN 33BUENAS NOCHES 33VOCES 34SANTA ROSALÍA DEL POLVO 35NUNCA 35MARINA 37PAPELES 38LECTURAS 39LUZ DE NEÓN 40

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NOTA INTRODUCTORIA

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Entrar en los cuentos de Felipe Garrido es como si deimproviso nos asomáramos por una ventana para cu-riosear en una escena familiar donde algunos de susmiembros tuvieran una conversación frente a la sopa ylos espárragos, junto al pescado y al postre, o comoquien escucha en la mesa de al lado a un hombre querecuerda en voz un poco alta un instante pasado, unpoema, a una mujer. Desde las primeras frases, casisiempre, sus cuentos nos van a interesar, estamos dis-puestos a ser atrapados y toda nuestra atención está ala espera de algo que nos va a ser revelado. Pero en loscuentos de Felipe Garrido también parece como si nosmetiéramos en ellos cuando la historia ya ha comenza-do y que los dejamos —Garrido nos los concluye—cuando todavía no ha terminado, y entonces ese algoque creemos atrapar —casi en la punta de los dedos,casi, como la imagen de un sueño que se evapora—está allá atrás, en el fondo de nuestros recuerdos, comoalgo imaginado o perdido, pero que ahora ha sidotransfigurado de una manera sorprendente con la sutilmagia de un verdadero relator de historias.

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Nacido en Guadalajara, Jalisco, el 10 de septiembre de1942, Felipe Garrido continúa esa tradición de magní-ficos narradores de la región como lo han sido AgustínYáñez, Juan Rulfo y Juan José Arreola, para mencio-nar sólo a tres ejemplos. De prosa elegante y precisaen su aparente sencillez, envolvente y pulcra, pero quesabe encontrarle las esquinas y los vientos al lenguaje,Felipe Garrido ya nos ha dado varios libros de cuentos,el primero en 1978, Con canto no aprendido, que losituaba entre los escritores de su generación como unautor sereno, paciente y eficaz, lejos de la moda y las

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improvisaciones y cercano al cariño por la literatura yel oficio (en el camino ha sido periodista, diseñador,corrector de ediciones, y luego brillante editor y maes-tro de literatura, así como traductor, labor por la cualha sido merecedor del Premio de Traducción LiterariaAlfonso X, en 1983); después, en 1984, La urna yotras historias de amor, que le valió el Premio Abrilque los críticos mexicanos otorgaban con real justicia,lejos de las camarillas y los compromisos, a lo mejorde la literatura en el año. Los seis cuentos de La urna yotras historias de amor mostraban a un autor muyseguro de su oficio, que narraba sin titubeos y sabíahacia dónde quería llegar y, además, con una maliciade quien comprende la vida y en ella a los personajesque viven en sus historias; ese mismo año publica Co-sas de familia y, en el siguiente, Garabatos en el agua,una selección con cincuenta y cuatro breves textos quehabían ido apareciendo en el suplemento culturalSábado en su columna La musa y el garabato.

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Las breves prosas de Garabatos en el agua en realidadson dibujos muy definidos, como si hubieran sido tra-zados con un fino lápiz, que muestran a unos persona-jes vivos, de carne y espíritu, que son sorprendidos enuna actitud cotidiana y que al ser detenidos en el tiem-po por medio de la escritura, la vuelven sorprendente,casi fantástica, porque los personajes de Felipe Garri-do, aunque habitan en este mundo, sus ojos miranhacia otro espacio y otro tiempo, como la tía Martucha(ese personaje de Garrido tan cercano y reconocible y,al mismo tiempo, tan inapresable, tan poblado de vo-ces) que desde su primera aparición nos habla de pro-digios y sensualidades exquisitas, o ese “profesor” queen la cantina tiene tan sabrosas conversaciones con “elmarinero ilustrado” (los adjetivos de Felipe caen conjusticia y sin temor, utilizados a conciencia) sobre unasirena que se vuelve más real con cada nueva viñeta,más en el deseo y en la nostalgia. O esos santos y seres

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de los cuales Garrido nos recrea una biografía (¿ima-ginaria?, ¿recuperada del olvido?) para, de una pince-lada, mostrarnos esas vidas increíbles que, con humor,trastocan conceptos y creencias. O esas voces anóni-mas que hablan de amor desde un tono situado en la pielde la ternura y que a veces dan un zarpazo que voltea alamor para que muestre su verdadera cara. O los niños,esos niños descubiertos desde el sitio donde los niñoscomienzan a descubrir el mundo —todo misterioso, tododesconocido y oculto— que al írseles revelando saca aflote, quizás por última vez, la naturalidad de los te-mores y las esperanzas; esos niños que todavía no soncarne total de lo terrestre y aún tocan el otro lado delespejo, ocultando dragones y lagos que el tiempo va aterminar por no querer creer.

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Julio Cortázar dijo alguna vez que a sus cuentos se lesdenominaba “fantásticos” sólo por falta de un nombremás apropiado. Así ocurre también con los textos yviñetas de Felipe Garrido: son fantásticos a falta deotro buen nombre. Sus garabatos son prosas llenas deimágenes poéticas donde hay un puente tendido entrelo real y algo que está un poco más allá de la realidad.Textos que se gozan al leerlos y después dejan un sa-bor de otredad, de humor inteligente que va corroyen-do las conciencias. Sí, algo de Cortázar, sin duda, deJulio Torri y de Arreola y algunos más que se le pue-den rastrear, pero Felipe Garrido ha sido un buen lec-tor que mastica y digiere con paciencia para despuésencontrar su voz firme, honesta y personal.

JOAQUÍN-ARMANDO CHACÓN

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CONJURO

De una inscripción trazada en la arena y abandonada alviento: “...te convoco y te condeno a que no puedascerrar los ojos sin verme, ni abrir los labios sinllamarme, ni saciar la sed sin sentir en tu boca la mía,ni tocar tu cuerpo sin creer que me acaricies, ni doblaruna esquina sin la esperanza de hallarme, ni alzar elteléfono sin oír en mi voz tu nombre, ni abrir un librosin leer estas palabras, porque el único amor que mehace falta es el tuyo, y lo necesito de esta manera des-mesurada en que yo te...”

UNA CIUDAD PRODIGIOSA

Después de comer, mientras Toña nos servía café, ga-lletas y nieve de membrillo, la tía Martucha pidió quele trajeran los cigarros.

Martucha es una mujer pequeñita, un poco jorobada.Le gusta usar joyas de fantasía y vestir blusas de seda.Tiene el cabello blanco y crespo, la piel floja, los ojosclaros y cansados. Cuando fuma, la memoria se levuelca; su voz tenue, sin matices, comienza a bordaren el recuerdo:

“Del otro lado del mar —dijo la tía mientras las pri-meras, espesas volutas de humo subían por los prismasde la araña y por el sol de la tarde incipiente—, másallá del agua interminable, hay una ciudad de prodigio,toda ella edificada en las orillas de un gran río. Altasconstrucciones de piedra la forman; grises y almena-das por infinitas chimeneas. Todos sus tejados, que lalluvia abrillanta, se encuentran habitados por gorrio-nes. En los jardines, de setos cuidadosamente recorta-dos, al pie de álamos de oro crecen hermosas mujeresde bronce que no conocen el frío. Bajo los puentes,que son innumerables, de múltiples formas, canta lacorriente una melodía irrepetible. En las calles adoqui-

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nadas, que perfuman el pan y la cebolla, los niños jue-gan en corros y montan caballitos de palo. A la luz delcrepúsculo, muchachas bellas como la aurora paseanpor el fondo de los estanques. Y cuando cae la noche,la paz y el deseo se trenzan en un abrazo que remedael del río y la ciudad.

“Hay en el centro de la ciudad prodigiosa —dijo latía mientras nuevamente le aplicaba lumbre al cigarroy le pedía a Toña otro plato de nieve— una altísimatorre de plata. Tanto se eleva por encima del río que laarrulla, que muchas veces se pierde entre las nubes. Dedía es difícil mirarla, pues la luz del sol le otorga un des-lumbrante fulgor. Pero en las noches claras resplandececomo si fuera de hielo. Los habitantes de la ciudad lecomponen canciones y, cuando tienen la concienciatranquila, sueñan con ella. Los forasteros se la llevan porel mundo en el corazón. Dicen que una vez cada milaños hay un coro de ángeles que la celebra en las altu-ras.”

La tía Martucha guardó silencio porque había termi-nado con el cigarro y porque Toña tiró algo en la coci-na y porque la Beba se había quedado dormida y ellano la quiso despertar.

COMPAÑÍA

—Dámelo —pidió la más vieja de las dos mujeres, laque estaba en la cama.

—No sé dónde lo tienes; nunca lo he visto —dijo laotra.

—Búscalo allí, en el cajón —ordenó la que estabaacostada, bocarriba. Habló desde la posición en que seencontraba, sin volver el rostro, sin incorporarse, conla mirada fija, como si estuviera viendo las manchasque la humedad había ido dejando en el cielo raso.

La más joven de las dos mujeres, la que caminabade un lado a otro del cuarto, se acercó al cajón y loabrió. Removió las peinetas de carey, los broches de

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granates y perlas, los camafeos, los medallones deesmalte. Alzó los ojos y miró a la otra mujer, en elespejo, entre almohadas, guardando silencios llenosdel trabajo que le costaba respirar.

—No lo veo —dijo—; a lo mejor lo perdiste.—En el fondo —insistió la más vieja, tosiendo—;

busca atrás, debajo del papel.Había demasiadas cosas en el cajón. La mujer que

estaba de pie comenzó a sacarlas y las fue dejandoencima, entre los frascos de crema y de loción.

—Quiero que me acompañe —explicó en voz bajala mujer que estaba acostada—. Lo quiero aquí, en mipecho.

—¿No te da vergüenza? —preguntó la otra, mien-tras desprendía el papel guinda con que estaba forradoel cajón.

—Será mi compañía; mi única, mi sola compañía.— ¡Qué dirían! ¡Si lo supieran!—Cuéntaselo. Diles lo que quieras. Pero dámelo.En el fondo del cajón, envuelto en un pañuelo, esta-

ba el pedacito de papel, opacado por los años. La mu-jer dio media vuelta y abrió los brazos. Mostró lasmanos vacías.

—Te lo dije —murmuró con voz dulce—. Quiénsabe dónde lo dejaste.

CARICIAS

—Ganas de morderte —le dijo al oído, y ella bajó lamirada, sonrió, quiso hablar de otra cosa, tan cerca deél que más que verlo sólo lo sintió: su calor; la mezclade olores que desprendían el cuerpo, el casimir, la lo-ción de maderas; el brazo que le pasaba por la espalda.Ella intentó echarse hacia atrás para mirarlo a los ojos,pero él se los cerró besándolos y luego le rozó los la-bios y ella sintió que se ahogaba y que un fluido tibiola envolvía, que la piel comenzaba a arder, que la san-gre iba a brotarle por los poros mientras él le besaba

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las mejillas, las orejas, el mentón, la nariz, y ellagemía o ronroneaba bajito, se atragantaba, se hume-decía, y él insistía con la barbilla alzándole la cara,besándole los párpados, los labios empurpurados, lanuca, los hombros, murmurando de nuevo “ganas demorderte”, o tal vez sólo pensándolo, pero buscando laforma de ganarle el mentón con la nariz, de empujarhacia arriba mientras ella dejaba caer la cabeza comoarrastrada por el peso de la cabellera, entreabría losdientes, asomaba la lengua, emitía un estertor de gozo,exponía el cuello firme y palpitante y él descendíasuavemente, abría la boca, clavaba los colmillos,sentía escurrir la sangre, ausente del espejo, temblo-roso de amor.

MARITA

Marita se pone de pie frente a la ventana, con el cabe-llo revuelto. Cruza los brazos por el frente, toma deabajo la blusa tejida y con un solo movimiento ascen-dente se la saca por la cabeza.

¡Ay, gloria de la tarde, toda sol y viento y bugan-vilias y los pechos de Marita puestos de golpe a laluz! Apresúrate a gozarlos. Nadie sabe cuántos seránsus días.

FERROVIARIA

Pero a nadie admirábamos tanto como a Andrés, quesaltaba siempre el último.

— ¡Joto el que brinque primero! —gritaba Estebancuando el tren daba los primeros tirones y volvía adetenerse y la máquina pitaba y sacaba humo y volvíaa arrancar, a tropezones, como si no fuera a agarrarfuerza nunca. Y los demás repetíamos el grito desde

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las puertas de los vagones de carga donde nos es-condíamos. Adela se tiraba siempre primero, porquedecía que al fin y al cabo nosotras éramos mujeres.Brincábamos a veces todavía en la estación, antes deque los pinos comenzaran a pasar cada vez más aprisa.Luego iban saltando ellos. Rodaban por el talud cubier-to de agujas de abeto y se alzaban sacudiéndose, con lamirada fija en el vagón donde Andrés se asomaba es-perando que todos se hubiesen tirado para ser siempreel último. Todos volvíamos corriendo; Andrés regre-saba caminando por la vía. Todos nos admirábamos delo recio que iba el tren; todos perdíamos el aliento.Andrés nos contaba de las chamacas que había besado,silbaba un corrido, decía que un día iba a esperarsehasta que el tren fuera en el puente para saltar.

Una tarde Andrés llegó a la estación con maleta ycorbata de moño. Su madre le puso en las manos unabolsa con comida. Su padre le dio unos billetes y unreloj. Andrés se despidió por la ventana, con mediocuerpo de fuera. Iba pálido y se había olvidado de sil-bar. Nos quedamos viendo cómo el tren se iba per-diendo entre los pinos. Había llovido y los durmientesapilados a los lados de la vía olían a bosque. El trensubió la cuesta y cruzó el puente, pero Andrés no saltó.Yo tenía la ilusión de que lo hiciera. Si lo hubiera vistoregresar caminando, silbando con las manos en losbolsillos, le habría dicho que estaba bien, que me en-señara a besar.

EL HOMBRE DE LA SIRENA

—Tengo una sirena —dijo el profesor; o eso parecía,con los anteojos, y el bolsillo de la camisa lleno deplumas, y todos esos libros apilados en la mesa. Peroen principio nadie le hizo caso, pues cosas aún másinusuales se escuchaban en aquella cantina, abiertasobre el malecón.

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—Su voz es más dulce que el tumbo de las olas y suboca tiene el perfume del maíz tierno y sus ojos amie-lados fosforecen con el brillo del relámpago y sus ca-bellos...

—Largos y verdes —lo interrumpió con entusiasmo,mientras se sentaba a la mesa, un marinero ilustrado—como las ondas que se adelgazan antes de reventar...

—Nada de eso —protestó el profesor, a la vez quegolpeaba contra la mesa la sexta botella de cerveza,con el propósito de hacer irrebatibles sus palabras—;cortos y dorados como las arenas que... o quizá cobri-zos, más bien, pero en todo caso tan cortos que dejanal descubierto la hermosa columna del cuello, surcadapor un tibio árbol de ramas azules, y los hombrosespléndidos...

—Y, de seguro —siguió el marinero, que iba en-trando en confianza—, también los pechos altivos... —pero se sintió cohibido por la mirada del profesor, demanera que empinó el vaso de ron para dar un pretextoa su silencio. Por un instante los dos se miraron, entretrago y trago, sin saber cómo reanudar la conversa-ción. Hasta que el marinero, mientras le llenaban nue-vamente el vaso, decidió hacer, una vez más, gala desu erudición:

—Y cantará, por cierto, su sirena.—La verdad, no lo sé. Es decir, yo nunca la he es-

cuchado. Me parece que no. Más bien conversamos,mi sirena y yo.

—Será difícil verla.—Ciertas tardes, a ciertas horas, nos encontramos

en alguna playa.—Muy puntual no será.—No, no, se equivoca. A su manera, mi sirena es

puntual y, por otra parte, ¿cree usted que me molestaesperarla?

—Yo solamente me lo preguntaba. Pero, dígame,¿de qué platican? ¿De qué se habla con una sirena?

—Del pasado, del futuro; de su vida y de la mía...¿Sabe? Cada vez que nos despedimos siento que no lehe dicho nada de lo que quería contarle. Que a su ladola vida sería una conversación interminable.

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La mirada del profesor quedó suspendida sobre elmar, que en la tarde se iba poniendo violeta.

—Es hermoso este mar —dijo el marinero, que losentía suyo, con un timbre de orgullo.

—Es el mar más hermoso del mundo —asintió elprofesor, sin volver la vista, con un dejo de melan-colía—, porque Ella anda por ahí, en algún lugar.

—Tenga cuidado —advirtió el marinero, haciendomemoria de sus lecturas.

—No se preocupe. Con gusto me perdería en losbrazos de mi sirena.

—¿Los ha probado?—Alguna vez han sido míos.—Cuente, amigo, cuente, las caricias de su sirena...

El profesor se volvió con un aire de misterio: —Nadadiré de sus caricias. Nada diré, amigo, porque, las pa-labras... —y no contó más. Recogió morosamente loslibros, los acomodó bajo el brazo, se puso de pie con-tra el atardecer y desapareció con paso distraído, sinpagar la cuenta.

SAN AVILÁN

El olvido en que suele tenerse a San Avilán no impideque a veces sea posible reconocerlo en la fachada decapillas por costumbre humildes. Una campana en lasmanos o a los pies del santo hace segura la identifica-ción.

Se cuenta que después del asalto que a principiosdel siglo X sufrió la ermita de Minz, y del asesinatodel anacoreta que intentó protegerla de la codicia deBarrabás el Manco, una cuadrilla de demonios se apo-deró de la iglesia profanada: en cuanto alguien entraba,los diablos comenzaban a gritar tan espantosa e inten-samente que lo obligaban a huir.

Afamado por sus milagros, San Avilán fue llamadopor una pareja que deseaba casarse en el lugar. Tresveces tres días y tres noches el santo se mantuvo en

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oración y tres veces intentó en vano entrar. Luego de-cidió ayunar una semana, a las puertas de las ruinas, yse entregó a la plegaria hasta que dos ángeles descen-dieron de los cielos y lo llevaron por los aires a lo altode la torre. Apenas el santo pisó el campanario, losdemonios empezaron a aullar. Para no escucharlos,San Avilán se dio a repicar las campanas y no dejó dehacerlo, tres días y tres noches, hasta que el último delos diablos salió del templo.

Se dice que a veces, en noches estrelladas, si dosenamorados pasan por alguna iglesia donde se venerea San Avilán, las campanas tañen suavemente, como siuna brisa tierna las hiciera tocar.

LAPSUS THEOLOGICUM

—Entre Dios y el diablo —dijo Martín, sacudiéndosede la frente un mechón rubio— habría que estar siem-pre con Satanás... —y no pudo terminar, primero por-que lo que dijo provocó toda clase de protestas pero,segundo y más grave, porque en ese momento Toñaentró en el comedor con la sopera en alto y estábamosmuertos de hambre.

Hubo un resonar de platos, de cucharas, de bolillosansiosamente reventados; un tremolar de servilletas;un chasquear de lenguas; un suspirar colectivo que diola bienvenida al caldo de hongos.

La Beba protestó porque dijo que la sopa estabademasiado caliente. Las primas juraron por todos losángeles y todos los santos y, según se dijo después,también por todos los demonios, que estaba en supunto y que en todos los días de su vida no habíanprobado nada mejor. La tía Martucha nos recordó, conun acento solemne en su vocecita fina como el perfu-me del epazote, que los alimentos de ese día, comosiempre, se los debíamos a Dios.

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—Y ¿los etíopes? —preguntó el Nene, pero no lehicimos mucho caso, ocupados como estábamos con elcaldo.

—Digo, pues —insistió mientras alargaba el brazopara pedir un segundo plato de sopa—, ¿y los etíopes?¿Qué tienen ellos que agradecer? ¿El hambre? ¿Lasplagas de cada día?

Hubo un silencio casi perfecto, roto o subrayadoapenas por las cucharas que entraban y salían de losplatos y de las bocas; por los resoplidos de la Beba,empeñada en enfriar el caldo. Nos esquivábamos lasmiradas porque no sabíamos qué decir, pero Martuchavino en nuestro auxilio.

—Los designios de la Providencia son inescrutables—dijo, y miró con desencanto cómo comenzaba aasomar el fondo del plato.

Ni las primas ni el Nene ni Celia ni al parecer nadiecomprendió lo que acababa de decir la tía, pero la Be-ba se encargó de explicarlo:

—Como quien dice, él trae su cuento y acá abajo niquien ligue de qué se trata.

—Por eso digo... —volvió a hablar Martín, pero nodijo nada porque todos comenzamos a discutir a unmismo tiempo.

—No somos nadie nosotros —gritó casi Martucha,que no se decidía a servirse más sopa, pero que co-menzaba a asomar el fondo del plato.

—En realidad —intervino la Beba, que le habíapuesto al caldo unos cubitos de hielo—, lo que diga-mos o no digamos, lo que hagamos o no hagamos, ¿enqué puede beneficiar o lastimar a Dios?

—En nada, en nada —murmuró Martucha mientrasentornaba los ojos para no ver la sopera—; nada so-mos frente a Su poder, frente a Su infinita bondad...

—Ése es el punto, la infinita bondad —exclamóMartín con aire de triunfo—. Precisamente por eso hayque estar siempre con Satán.

Y, luego de un momento en que nos tuvo pendientesde su silencio:

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—En su infinita bondad, si Dios existe, sabrá perdo-narnos que no lo hayamos seguido. En cambio, el diablo,bien rencoroso ha de ser, ¿o no?

Hubo un silencio de angustia, porque la pasta co-menzaba a demorarse más de la cuenta, y después unrespiro de alivio cuando oímos los preparativos en lacocina.

—El joven Martín es un oportunista —dijo Toña, alpasar.

SIN RUIDO

—Sean buenos —dice mamá con su voz de ángel ynos tapa hasta las narices, nos revuelve el cabello, noscubre de besos, nos hace cosquillas en la panza, noscierra la boca con sus dedos fríos.

—No hagan ruido —dice—, no se levanten, no va-yan a pelear —y vuelve a apretarnos las sábanas justitoalrededor del cuerpo, vuelve a besarnos, a sacudirnos lacabeza, vuelve a suspirar.

Huele a perfume, mamá. Tiene los párpados brillantes,una blusa de encaje, una falda negra y larga que se leaprieta en las caderas. La miro cuando se aparta de mí.Oigo cómo clava los tacones en el piso. La miro cuando sevuelve en la puerta y con un gesto nos pone quietos. Veocómo uno de sus dedos largos, con la uña de caramelo,se arrastra por la pared hasta encontrar el apagador.

La luz que guardan mis ojos me deja ciego. Luegoveo la ventana, con las cortinas de selva; veo el bultode mi hermano en la otra cama; veo la lámpara; oigo lallave que nos echa mamá. La oigo a ella moverse fue-ra, cambiar de lugar alguna silla, poner un disco, sacarvasos o platos o ceniceros. Oigo en la calle un camiónque pasa. Luego siento cómo llega el elevador y unavoz que no conozco y la risa de mamá.

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FRACASO

Subir al tercer piso le toma cincuenta y ocho segundos.Decide terminar. Abre la puerta. Naufraga en sus ojos,color de miel.

TIEMPO DE CALOR

—¿Otra vez? —preguntó Cristina, entre sueños.—Son los de arriba —le dije a media voz, atormen-

tado por el calor, con ganas de volver a dormir.—No, Chato, es aquí, en el baño del pasillo.—¿Dejaste abiertas las llaves?—¿Cómo crees? Es la regadera. Clarito se oye cómo

está corriendo el agua.El despertador marcaba las 3:24. La calle estaba

desierta. El cielo se veía despejado, con estrellas. Na-da sino el agua se oía en el departamento.

—Será otra cosa —dije ya puesto de pie, mientras tar-daba más de lo que hacía falta poniéndome las zapati-llas—. Todavía no conocemos bien los ruidos de la casa.

—¿Quieres que te acompañe?Salí sin decir ya nada. Hacía tanto calor que no me

puse el saco del piyama. La duela del corredor crujía ami paso. Con la palma extendida me sequé el sudor dela frente y el cuello. Las plantas erizadas ante la ven-tana de la terraza daban a la casa una silueta selváticaque acentuaba el bochorno de la madrugada. Un ins-tante antes de que llegara a la puerta del baño cesó elruido del agua; estuve a punto de regresar, pero yahabía visto un filo de luz al pie de la gran hoja de ma-dera y decidí entrar.

Una mujer esbelta y desnuda se contemplaba en elespejo. Se volvió hacia mí sobresaltada, cubriéndosecon la toalla de las palmas. Cruzamos las miradas conintensidad. El cabello mojado le caía a los lados delrostro pálido y afilado. Cuando se dio cuenta de que

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yo podía ver en el espejo toda su espalda, de la nuca alos talones, sonrió con picardía. Cerré la puerta y quiseabrazarla, pero ella me esquivó.

—Hace tanto calor... —me explicó, y corrió hacia elmuro de azulejos. Se desvaneció en un resplandor.Recogí la toalla, la puse en su lugar, apagué la luz,regresé pensando qué le diría a Cristina.

TROFEO

Y lo difícil era no equivocarse nunca. Saltar en unapierna toda una cuadra, toda una calle, de ida y vueltaal parque; toda la tarde, todos los días, todas las vacacio-nes. De la casa al pan, a la tintorería, con el zapatero, sinjamás bajar la otra pierna, así uno se cansara, cambiarade banqueta, tuviera que cruzar charcos, baches, loda-zales; o hubiera perros, bicicletas, otras personas. Máslejos que nadie. Más tiempo que nadie. Dejar a losotros con la lengua de fuera, sentados junto a los re-frescos en la entrada de la miscelánea; recargados enlas camionetas del reparto, con los dos pies apoyadosen el piso y la sudorosa cabeza gacha. No creer, saberque la vida era ir de cojito por el corazón de la tardepromisoria de lluvia y de tus risas. De tus rodillas ras-padas, pintadas de verde por la hierba. De tus muslosfuertes y delgados donde cerraba los ojos, contenía elaliento, dejaba caer la cabeza, como la de un peregri-no, en las primeras sombras del día, detrás de los sacosde azúcar, antes de que nos llamaran a merendar.

SAN MARTÍN DE LAS HORMIGAS

Martín nació en Sebaria, población de Panonia, y cre-ció en Pavía, donde su padre era tribuno. Cuando teníaquince años, ingresó al ejército imperial. Un día de

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invierno, a las puertas de Amiens, vio a un hombrecasi desnudo pidiendo limosna. Sacó la espada, cortóen dos su capa y le entregó la mitad. Esa noche se leapareció Cristo. Martín, que tenía dieciocho años, sehizo bautizar.

Para mostrar al emperador Juliano que no dejaba lamilicia por cobardía, en las Galias Martín se enfrentó alos bárbaros sin más protección que una cruz. SanHilario, obispo de Poitiers, lo ordenó de acólito. En losAlpes unos ladrones lo asaltaron y estuvieron a puntode degollarlo; finalmente lo dejaron atado, bajo la cus-todia de uno de ellos. El santo lo convirtió. En ciertaocasión, Martín resucitó a un muchacho que habíamuerto sin haber sido bautizado, y también a un hom-bre que había sido ahorcado. Tantas veces desbarató alos demonios que nadie podría llevarles la cuenta. Yaconsagrado obispo, construyó un monasterio fuera dela ciudad y vivió allí, en austeridad —dormía en elpiso, envuelto en un petate; nunca usó el trono, ni be-bió vino—, acompañado por ochenta discípulos.

El agua y el fuego, las cosas, las plantas y los ani-males le obedecían. Una vez Martín le prendió fuego aun templo pagano. Para proteger una casa vecina subióal tejado y ordenó a las llamas que no la tocaran. Otrodía, al vadear un río, una serpiente lo amenazó; bastóuna voz suya para hacerla cambiar de rumbo y dejarloen paz.

Santa Inés, Santa Tecla, La Virgen María, San Pedro ySan Pablo solían visitarlo en su celda. Nadie lo vio jamásencolerizado; nadie lo vio abatido; nadie lo vio reír. Elnombre de Cristo estaba constantemente en sus labios, ysu corazón rebosaba paz y piedad.

Solícito aun después de su glorioso tránsito, ocurri-do cuando contaba ochenta y un años, no desoye lassúplicas de sus fieles. Así debe entenderse lo que elpadre Tello nos cuenta en algún lugar: “Este año enseis días del mes de agosto, a petición de toda la ciu-dad de Guadalajara, en el Nuevo Reino de la Galicia,y de la Real Audiencia, Cabildo y Regimiento y con-sulta de las religiones, se determinó que convenía seeligiese un santo por abogado contra la plaga de hor-

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migas que tenía infestada la ciudad, árboles, plantas ylegumbres de su cámara y provincia, y habiendo echa-do suertes, salió el glorioso San Martín Obispo, quecae a once de noviembre, el cual fue recibido por abo-gado e intercesor, y se hizo hacimiento de gracias conTe Deum laudamus y procesión, y juraron y votaron deguardar su fiesta y erigir capilla, como consta del autoque en esta razón está en el libro de la santa iglesia”.

De su misericordia habla que no haya tomado ven-ganza contra Guadalajara, aunque la capilla jamás seconstruyó. Nadie se ocupó tampoco de medir, paranuestra curiosidad, la eficacia de su intercesión.

EL RAMO

Primero quiso comprar unas rosas, pero le pareció queestaban demasiado caras, así que compró claveles ymargaritas y algo de nube. “Más flores por menosdinero —pensó—, y tienen la ventaja de que duranmás.” La vendedora tomó el billete y buscó cambio enlos bolsillos del delantal mientras procuraba no dejar ira otros posibles clientes que se detenían un momento oque pasaban por la calle, distraídos o contritos.

Con el ramo entre los brazos pasó al lado del espejode agua y comenzó a caminar a la sombra de los árbo-les. “Esos brazos —pensó— que extrañaban su cuerpo.”Y sintió cómo el corazón se apresuraba y le crecíahasta llenarle el pecho. Porque siempre, cuando iban averse, había sido así.

Había poca gente a esa hora y un sol que no calen-taba; los árboles oscuros estaban aún llenos de aves.Avanzó algo más por la avenida, preguntándose si eraya tiempo de torcer a la derecha. El ruido de sus pasoslo hacía evocar ese eco que ahora faltaba. Al llegar a laesquina comprendió que había caminado de más yrecordó los cariñosos reproches de siempre, pero nohabía manera de evitarlo: le ocurría todos los días, en

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cualquier parte; con mayor razón en esas callejuelas,tan semejantes entre sí.

Regresó por el mismo camino, aunque cambió delado, para evitar que el sol le pegara de frente. Re-cordó sus dientes. “¿Por qué no su voz?” Pero la ima-gen de la voz era más huidiza.

Finalmente encontró el callejón y torció hacia la iz-quierda, como sabía que debía hacerlo, y se alegró dehaber llegado, pues las flores comenzaban a pesarle.Pero una congoja como lejana y deslavada le fue lle-nando los ojos. Alguien había estado allí. Alguien habíadejado en la tumba un ramo de rosas.

DAMA DE LUZ

Luego me dijo que se iba un rato a la playa. Me guiñó unojo. Se calzó las sandalias. Se ajustó los tirantes. Abriólas cortinas y se volvió toda de oro y sombra, como sifuera de luz. Cerró los ojos deslumbrada. Tropezó con lamesa y tiró la botella de agua y lanzó un gritito ahogadoy se rio cubriéndose la boca con las manos enjoyadas ytrajo una toalla para secar aquello y me vio un momentocomo si fuera a decir algo, pero el canto de las cigarras laintimidó. Se miró en el espejo por delante y por detrás ydespués de lado mientras aspiraba hondo, parada de pun-tas, y se le dibujaron las costillas. Se puso una falda demanta y los lentes oscuros. Llegando a la puerta me tiróun beso. Nunca la volví a ver.

PERO TAMBIÉN DE TIERRA

—Lo malo, con las ilusiones... —dijo, de bruces en lamesa, porque ya era muy tarde y ese día habían co-menzado a beber muy temprano, el marinero ilustrado.Pero no terminó, pues se dio cuenta de que su compa-

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ñero de mesa no le hacía ningún caso. El hombre delos anteojos y de las barbas —el profesor, según ledecían todos en la isla— tenía enfrente una hoja decuaderno y estaba tratando de escribir.

La cantina estaba vacía. Detrás de la barra el meseroy el cantinero jugaban ajedrez. El malecón, bajo unalluvia fina, se veía desierto. En balde el semáforocambiaba de color.

—¿Otro mensaje para su sirena? —preguntó el ma-rinero, que era curioso, pero el hombre de los libros yde los lapiceros no respondió. Tomó la botella de cer-veza y apuró el último trago.

—¿Se siente solo otra vez? ¿Hace mucho tiempoque no la ve? ¿Extraña su voz? ¿Sus ojos? —insistió elmarinero mientras trataba de ponerse de pie.

—Algo decía usted de las ilusiones —dijo el profe-sor—.

¿Ya encontró la suya? ¿No la había perdido?—Es un mensaje extraño —murmuró el marinero—.

No veo que diga nada.—No es ningún mensaje, es un poema —exclamó,

con fastidio, el profesor.—¿En blanco?—No por mi gusto. Es que, las palabras... —pero el

hombre de los anteojos no continuó: alzó la botella porencima de la cabeza y comenzó a emitir señales deauxilio con la esperanza de que lo viera el mesero, queacababa de comerse un alfil.

—¿Puedo saber —preguntó el marinero mientras se fro-taba los brazos porque hacía frío— para qué... para quién...?

—Me gustaría... decir, explicar... porque los ojos...los ojos de mi sirena... —susurró el profesor; pero talvez había bebido más de lo que debía para escribir unpoema, así que se apresuró a cambiar la conversa-ción—. Pero las ilusiones, ¿no decía usted...?

—No se atormente —le aconsejó el marinero, quesacudió la cabeza para avivar la memoria—; mejorbusque usted, camarada, si algún poeta, un día...

—¡Carajo! —gritó el hombre de las barbas, que eramás colérico de lo que parecía— No me cambie de te-ma. Las ilusiones, ¿qué pasa con las ilusiones? —pero

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el marinero no pudo contestar porque el mesero llegócon dos botellas más y fue necesario remover todo loque había en la mesa para acomodarlas. Silbaba el vien-to entre las palmas y a veces metía agua en la cantina.

—Porque tus ojos eran mi agua, mi fuego y mi aire—recitó el marinero con los párpados cerrados—, ten-go transida de rumor el alma como el árbol de pino lamadera, y tengo...

El hombre de las libretas dio un manotazo en la me-sa y abrió la boca, pero no se atrevió a decir nada ycomenzó a escribir.

—...como el árbol de pino la madera —continuó elmarinero, que había atrapado el hilo del recuerdo—, ytengo más: las raíces anudadas a ti, porque...

—Espérese, compañero, más despacio. Déjeme ano-tarlo —suplicó el profesor, que no encontraba entretodas sus plumas una que de verdad sirviera.

—...como el árbol de pino de madera —repitió elmarinero, que tenía la debilidad de hacerse admirar laerudición—, y tengo más: las raíces anudadas a ti,porque tus ojos eran mi aire, mi fuego y mi agua...

—Y mi agua... —murmuró su compañero de mesa,al tiempo que escribía.

—...pero también mi tierra —terminó el marinero ysuspiró profundamente, mientras dejaba que el vientole empapara el rostro—. Como le decía —añadió uninstante después, sacudiendo el cuerpo—, lo malo conlas ilusiones es que... —pero no terminó, porque notenía caso: el profesor se había puesto de pie, habíatomado sus cosas, caminaba ya malecón abajo, pen-sando en su sirena. En los ojos de aire, de fuego, deagua, pero también de tierra.

INSOMNIO

—Tengo miedo —dijo la niña con una vocecita dealgodón de azúcar y alzó la mano para tocar al hombreque la veía, pero la bajó enseguida.

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El hombre estaba sentado en una mecedora, al ladode la lámpara. Era una madrugada fría, así que se habíaarropado bien. Tenía una bufanda tejida y una boinagastada y un jorongo de lana doblado en cuatro sobrelas piernas.

—¿Crees que venga? —preguntó la niña, sentada enla orilla de la cama, que quedaba ya fuera de la luz, enla penumbra que borraba los muros de la habitación.El hombre volvió a dejar en las rodillas el libro queestaba leyendo y se frotó las narices ateridas y pensóque sería bueno prepararse un poco de té, pero la meraidea de bajar a la cocina lo desanimó. Echó hacia atrásla cabeza hasta apoyarla en el respaldo curvo y, sin vol-ver a levantarla, sacó un cigarro, con las uñas, de la caje-tilla que tenía en el bolsillo de la camisa. Lo encendió,fumó sin saborear el humo —pero eso le procuraba unasensación de calor— y después, sin decir una sola pala-bra, miró de reojo a la niña.

—¿Crees que venga? —insistió ella balanceándosefrente a él, en medio del desorden de aquellas sábanasy aquellas almohadas, con un tono apremiante.

—¿Quién va a venir? —murmuró él, cansado.—El de todas las noches —contestó la niña en un

susurro, con un estremecimiento que no era de frío.Ella no sentía frío jamás. Por eso andaba así, con losbrazos desnudos, con una sombra de lirio que le velabael rostro.

“¿El de todas las noches?”, preguntó él sin decir pa-labra, haciendo más alto el arco de las cejas, metiendolas manos bajo el jorongo porque verla así, descalza,con la faldita corta, le daba más frío.

—El fantasma —susurró la niña encorvándose, sor-prendida de haberlo dicho.

El hombre soltó una carcajada. Se sacudió tan vio-lentamente que estuvo a punto de perder la boina. Riócon tal fuerza que los ojos se le llenaron de lágrimas.Cuando alzó de nuevo la vista, la niña se veía borrosa.El hombre adelantó la cabeza para buscarla.

—¿Ya lo olvidaste? —dijo— El fantasma eres tú.

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RELÁMPAGO

Gruñe la hamaca, más allá del medio muro de tablas.Brillan las luciérnagas. Frota las lajas el río. Nochecerrada. Doble la risa ahogada. Caña y sudor.

Alguien baja por el llano con una linterna. A lo lejosse ve sólo la luz, rodando por el carrizal. Apenas que seacerque, por el maculí, se le mira la figura.

Aprietan el silencio un ladrido distante, el cuerpoinasible del río. Mudos resplandecen los cocuyos.

Alza al entrar la lámpara por encima de la cabezadescubierta. Mira mecidos los muslos de media som-bra. Silba el tajo del máchele, un relámpago sin luz.

SORTILEGIO

En noches de luna llena, deslícese el cayuco tan serpienteque no levante ruido ni onda ni memorias. Con el soplodel viento atejonado en la laguna, déjese bogar el troncoentre los tules y más allá, hasta ese punto en que la lunacierra los párpados en el agua. Suéltense las redes con unamplio movimiento que no deje escapar ningún reflejo.Al tiempo que se hunden, siete veces recuérdese ensilencio el nombre de la amada.

Si se cumplen estos avisos, es posible capturar peces deluna. Diminutos y afilados, habrán de enhebrarse luego enuna cadena de plata. Puestos al cuello de la mujer deseada,la llevarán a tu lado, bien dispuesta para el amor.

ORO

Toña abrió la puerta de la cocina y entraron a un tiempola tarde dorada, la lluvia en sordina y el aroma del pato

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en salsa de mango y tejocote. Las primas memoriosasse quedaron con la boca abierta y los brazos en alto.Martín echó hacia atrás el copete rubio y se volvió avernos, divertido con el asombro que cada quien ibaponiendo. —Parece de oro —exclamó Fermín, arrodi-llado en la silla para vigilar cómo la tía Celia cubría elmuslo en turno con la bendición de la salsa.

—Hoy todo es de oro —dijo la Beba mientras seservía tepache, desde muy alto para que espumara.

—Házmela buena —gruñó el Nene, que andaba ur-gido de fondos.

Toña apareció de nuevo, con la ensalada de yemas.La tía Martucha le abrió espacio en la mesa y la ade-rezó con aceite y azafrán. Antes de servirle a Fermín,rebañó la vertedera con un pedacito de pan.

—Volvió a subir... el oro —informó Celia, que escontadora, con un trocito de tejocote ensartado en eltenedor.

—¡Quién tuviera unos patines de oro! —dijoFermín, que tomaba las yemas con la mano y se lim-piaba los dedos en las piernas.

—A veces —dijo Martucha, mordiendo un hueso—el oro es peligroso —y el Nene la miró escéptico, perono abrió la boca.

—Pero los Reyes —protestó Fermín—, los ReyesMagos le llevaron oro al Niño.

—No todos —dijo Martucha con acento de misterio,mientras nos veía con los ojos transparentes porque elsol le daba en la cara—; algunos iban más bienbuscándolo.

—Los Evangelios... —comenzó a decir la Beba, conaire canónico, pero la tía no permitió que la interrum-piera. Tomó un cigarro entre los dientes y le prendió enla punta una llamita dorada con su encendedor de oro.A las primeras palabras dejó escapar una larga bocana-da de humo que subió entre los prismas de la lámpara.

—Hubo además —siguió Martucha—, pues losEvangelios no lo cuentan todo, otros tres reyes quetambién vieron la estrella. Pero eran tres reyes ambi-ciosos; creían que los regalos que le llevaran al Niñoles serían devueltos con creces y enseguida. Por eso

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querían verlo. Organizaron largas caravanas de came-llos, caballos y elefantes. Dormían durante el día y porla noche avanzaban, con la mirada fija en la estrella ylos pensamientos perdidos en todo aquello que, segúncreían, el Niño les daría a cambio de sus regalos.

Fermín hundió el índice en la salsa del pato; el Nenevolvió a servirse ensalada; Toña entreabrió la puertade la cocina para escuchar.

—Una noche, con las ansias por llegar, no acampa-ron a tiempo y el sol los sorprendió antes de que sehubieran dormido. Vieron, a mitad del desierto, des-puntar la aurora sobre las dunas. Enloquecieron con elresplandor de la arena. La creyeron de oro. No escu-charon las voces de sus acompañantes. Aguijonearonlas monturas. Siguieron de frente. Perdieron la estrella.Nadie los volvió a ver.

Un gran silencio, macizo como el oro, nos dejó es-cuchar a los gorriones. Toña sacudió las áureas arraca-das. Las primas suspiraron. El Nene tomó un bolillo ylo partió en dos. La tía Celia se llevó a la boca un pe-dazo de pato y puso los ojos en blanco.

EL LAGO

—¿Qué pasa contigo? —pregunta mamá y alza lascejas porque de nuevo traigo mojados los zapatos.

“Estuve jugando en la orilla del lago”, pienso quévoy a decir pero mejor me quedo callado porque ellanunca lo ha visto y siempre que le digo eso se enfureceo se pone triste o me mira como uno ve cuando ya notiene palabras para decir lo que quiere, y entonces ellaalza los brazos y los detiene un momento junto a lacabeza y después los deja caer a los lados en un solomovimiento y me grita o me da un empellón.

—No me di cuenta —digo, pues, aunque sé que esmentira y que eso no explica nada. Mamá me mira conlos brazos cruzados, con los dientes apretados porqueestá mordiendo palabras que no quiere soltar.

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—Ayer fue lo mismo. ¡Todos los días —dice final-mente, como si eso fuera un argumento para algo ypasa frente a mí y se sienta a la mesa y comienza arevisar los papeles que trajo de su changarro, comoella dice cuando se ríe. Me gusta la risa de mamá.“Ven a ver el lago —quiero decirle—. Hay pinos y sau-ces y palmeras. Hay búhos y tucanes y gaviotas. Haytapires y patos y cocodrilos. El agua es tibia, espesa, per-fumada.” Pero no me atrevo. Me quedo de pie, viendocómo revisa los papeles, cómo lleva cuentas en su li-breta, cómo se quita los zapatos con los pies, sin sus-pender lo que hace.

—¿Qué esperas? —me pregunta sin alzar la vista—¿No vas a cambiarte?

“Ven conmigo —quiero decirle—. El lago es bellí-simo y peligroso. No me dejes ir solo.” Pero las pala-bras se me quedan en la cabeza; ni siquiera me bajan ala boca. Se me quedan como meros pensamientos, sinsonido, sin peso, mientras la veo fumar.

—Vas a resfriarte —me dice subiendo un poco eltono de voz—. ¡A quién se le ocurre! —me reclama—¿Qué esperas? Sube corriendo a cambiarte —me orde-na y entonces sí levanta la cabeza y me mira. Yo clavoen los suyos mis ojos, para que comprenda todo esoque me gustaría decirle. Pero ella vuelve a sus papeles.

Doy media vuelta. Subo por la escalera de ladrillo yduelas. Recorro el pasillo. Llego a mi cuarto. Oigo elradio, abajo, porque mamá acaba de encenderlo. Mepongo de puntas y abro la puerta.

Entonces lo veo, enorme y verde, con altas nubesblancas por encima. Con yucas y jacarandas y eucalip-tos; con serpientes, monos y garzas. Me lleno las nari-ces con el aroma de las flores que crecen en el agua;me lleno los oídos con los gritos de animales que noalcanzo a ver. Me quito los zapatos. Me desnudo.Siento en los pies el agua tibia y espesa. Avanzo sinvolver la vista. Cuando pierdo fondo comienzo a na-dar, hacia el frente, con todas mis fuerzas, porque noquiero nunca, nunca, nunca regresar.

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PARECERES

Un solo de chelo parece que me miras sin aretes, des-nuda hasta del alma, de puntas frente al muro de espe-jos porque pueda verte también de espaldas, porquelos músculos se tensen en la promesa del vuelo quefingen los brazos apenas flexionados a tus flancos ylos altos, garridos pechos en que se rompe al arropartemi mirada. Una tarde sin peso, sin aroma y sin color,fuera del tiempo, filtrada apenas por la distancia quenos une y por la florecida red que esconde la ventanaparece el sabor agridulce de tu ausencia prolongada,disimulada en vano por el claro resplandor que memiente tu presencia. Sólo tu voz está a mi alcance.Sólo el recuerdo.

VERA ESPERANZA

De Andrés de Vera Esperanza, el pintor loco endemo-niado que por más de diez años persiguió el piadosoUraqueo, azote de herejes y libertinos, entre Cuitzeo yZirahuén, queda sólo, al parecer, la vaga especie deque recibió del demonio la facultad de confundir a losfieles. Se detenía en templos humildes, de torres cortasy muros encalados, y a cambio del sustento y algunasmonedas pintaba, sin detenerse jamás, por cuatro ocinco días en sus noches, a la luz de hachones resino-sos, en las naves umbrías, lo que entonces parecía unamultitud volandera de ángeles que sostenían o venera-ban a los santos patronos del lugar.

Solamente después de que el pintor abandonaba lavilla, tres o cuatro días después, descubrían horroriza-dos los parroquianos que los frescos representaban unacaterva de demonios que escarnecían a los bienaventu-rados. Que la obra se debía a Vera Esperanza se pro-baba por la imposibilidad de rasparla y aun de cubrirla

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con nuevas capas de cal. Las ceremonias de expiaciónni los exorcismos fueron jamás suficientes para des-truir los murales. No había más remedio que derrum-bar las paredes y enterrar los bloques de cantera, losadobes endurecidos por el sol.

Podría ser, sin embargo, que por lo menos uno de losfrescos haya sobrevivido. Un día escuché que alguienhabía visto, en algún lugar, cerca de un lago adormeci-do entre tulares, una pintura en que un demonio hem-bra, de grandes y temibles ojos y caderas ondulantes,guiaba de la mano a Adán y Eva, a escondidas delángel de espada llameante, para ayudarlos a escapardel Paraíso. Irreverente, me dijeron, Vera Esperanzapintó a nuestros primeros padres hermosos, felices ydesnudos. También un tanto sobresaltados: comenza-ban a probar la libertad.

FIN DE FIESTA

Soñó la agonía que siempre había soñado. Estar des-nudo y solo. En la orilla del mar. Morir de día. Cubier-to por la sombra de las olas. Hundirse bajo el vacío deun cielo sin tacha.

Abrió los ojos y vio al médico que regulaba el goteoen la botella de suero. La mancha opaca de la lámpara.Una sombra proyectada en el techo por alguien queestaba de pie al lado de la cabecera. Escuchó una risaen el pasillo o detrás de algún muro.

Dejarse arrastrar por el viento, como la arena seca.Sentir el peso de una mirada antigua. Aguzar en lamemoria una imagen final. Abrir la boca para morderun tumbo de sal.

Debajo de la lengua sintió un resabio metálico. Conun tirón de la cabeza se arrancó una de las sondas quele entraban por la nariz. Empleó lo último de sus fuer-zas en volverse hacia la pared.

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PETICIÓN LABORAL

Señor Director:El martes pasado fui llamado al Departamento de

Personal, donde el licenciado Del Río tuvo a bien ex-plicarme la causa de los descuentos con que he recibi-do los sobres de mi paga en las dos quincenasanteriores. Tuvo además la gentileza de comunicarmeque, en caso de reincidir en los retrasos, descuidos yausencias en que he incurrido durante las últimas se-manas, se verá obligado a proceder con mayor energíay que, si llegase a hacer falta, tendrá la penosa necesi-dad de pasar de las advertencias, multas y suspensio-nes, sin más, a un despido definitivo.

Naturalmente comprendo que en esta empresa a sudigno cargo es preciso mantener la disciplina, el orden,la armonía, los horarios fijos y todo lo demás. En midefensa quiero decir solamente que estoy enamorado.

Espero que al leer esto no cometa usted la estupidezde reírse y menos aún la vulgaridad de enfurecerse.Seguramente usted ha probado más de una vez losdulces dardos de la pasión amorosa y sabrá mejor queyo que el enamorado no duerme ni come ni puedeconcentrarse. Que camina por la calle enloquecido poralucinaciones que lo asaltan a cada paso: “Es ella, esella”, se va diciendo cada cuadra y media, e intenta depronto cruzar de una acera a otra, con indudable riesgode su vida, o subir a un camión —por supuesto, con unriesgo mucho mayor—, o entrar a un edificio o alcan-zar un automóvil en marcha... solamente para descu-brir que está equivocado, que de nuevo ha creído verlaen otra mujer, en una mancha de sol, en un reflejo so-bre una ventana, en el mero paso de una sombra. Y,naturalmente, el enamorado seguirá todas esas pistasfalsas que le muestre su ansiedad sin preocuparse dehorarios, climas, tiempos ni distancias.

¿Quién no sabe del enamorado que languidece ma-ñanas enteras al lado del teléfono, en espera de unallamada que nunca llegará? ¿Del que ronda la casa de

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la amada con la ilusión de verla salir o llegar a aso-marse por la ventana? ¿Del que pasa la tarde apostadoen una entrada del metro porque algún día la vio pasarpor allí? ¿Del que puede acompañarla de un lado aotro de la ciudad, de una a otra ciudad, de uno a otropaís sin más esperanza que alcanzar su sonrisa? ¿Delque permanece absorto días enteros, con la miradaperdida en el recuerdo o en la ilusión, acodado en elescritorio donde el trabajo se acumula? ¿Del que co-mienza a hablar y en el camino olvida lo que queríadecir porque ella ha cruzado por su pensamiento?

Señor Director: ¿Cómo puede esperarse un rendimien-to aceptable de quien está enamorado? ¿En qué cabezacabe que sea posible exigirle esfuerzos y resultados?

Solicito de su alta intervención no solamente que seme reintegren los días de sueldo que se me han quita-do, sino que se estudie la posibilidad de considerar elenamoramiento como una causa justificada de incapa-cidad para trabajar. (Estar enamorado es mucho másgrave que la influenza, la salmonelosis o el saram-pión.) No está de más decir que si usted llevara estainiciativa ante las autoridades laborales y consiguieraque las instituciones de seguridad social la tomaran encuenta, la humanidad entera estaría obligada a mani-festarle su imperecedera gratitud.

COMO LOS CORALES

—El peligro, con las ilusiones, es que lo ocupen auno —dijo en voz baja, mientras se acercaba a loslabios la cerveza, el hombre de las libretas y las plu-mas, ése a quien los parroquianos solían llamar “elprofesor”—. Quizá no fue tan malo que usted perdie-ra la suya.

El marinero ilustrado miró fijamente a su compañerode mesa. Más allá de la cabeza barbada que ahora seechaba hacia atrás y empinaba la botella el malecóntenía la calma habitual de los atardeceres domingue-

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ros. El semáforo único de la isla iba cambiando vana-mente sus luces en la calle vacía. Una pareja de turis-tas se abrazaba frente al muelle en espera de uncrespúsculo encendido que jamás llegaría, con esecielo bajo y gris que había contagiado al mar. El mari-nero abrió primero la boca y buscó las palabras, peroantes de que pudiera encontrarlas, el profesor dejó labotella en la mesa y volvió a hablar.

—Le van creciendo a uno por dentro, como los cora-les, ¿me entiende? Lo van llenando y finalmente unotermina por desaparecer. Uno desaparece por dentro,¿sabe? Por fuera tal vez parezca que no ha pasado nada,pero por dentro ya no es uno, uno es la ilusión que lo haido ocupando. Que se le asoma por los oídos, por losojos, por la boca. Con suerte no fue tan malo que usted laperdiera. Olvídela. Búsquese una sirena.

El marinero levantó por encima de la cabeza el vasovacío, pues sintió que se hallaba al filo de una discu-sión larga y quizás acalorada, y le hacía falta estarprevenido para resistirla con ventaja, pero mientras lodistraía la llegada del mesero, el profesor aprovechó laoportunidad y continuó su discurso:

—Uno cree que no es cierto. No le da importancia.Ni siquiera advierte lo que sucede. En general, las ilu-siones son insidiosas. Y procuro evitarlas. Una vez,cuando era niño, tuve una que me siguió por largotiempo. No le cuento ahora la historia porque se mehace tarde. Ya otro día le diré. Lo siento, pero debo en-contrarme con mi sirena. No sea tonto; siga mi consejo.

El profesor se puso de pie y tomó sus libros y suscuadernos y sus plumas. Frente al muelle, en la nocheque quería ponerse fría, sin estrellas, ni luna, ni luciér-nagas, ni ilusiones, la pareja se abrazaba. El marineroabrió la boca dos o tres veces, pero no encontró laspalabras. Dejó que el profesor se marchara. Despuésfue a la barra para pagar la cuenta. Llevaba los oídos ylos ojos y la boca llenos de algo que bien podrían sercorales.

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UN DRAGÓN

Cierro los ojos para dormir, acostado bocarriba, y en-tonces lo siento. Abro los ojos. Lo veo. Sentado en mipecho hay un pequeño dragón. Tiene la mirada tierna ylujuriosa. Su piel es suave como la de una serpiente.Al suspirar, y lo hace con frecuencia, dos llamitas leasoman por las narices. Ronronea y saca las garrascomo si fuera un gato. Si me muevo agita las alas parano perder el equilibrio. Decido quitármelo de encimapero se defiende con denuedo. Abre el hocico y memuestra los colmillos. Me clava las garras. Resoplaentre fumarolas.

Cuando se descuida, con un esfuerzo ímprobo logroencerrarlo en un cofrecito de hojalata. Rápidamentecoloco encima una rosa azul que debería, como es evi-dente, calmarlo de inmediato. Pues me parece que elefecto tarda, me apresuro a encerrar esa primera cajaen una segunda, igualmente de hojalata, que tambiénprotejo con una rosa azul, y un momento después losdos cofres van a parar a un tercero en cuya tapa colococon preocupación pareja una tercera flor.

Vuelvo a la cama. Cierro los ojos, bocarriba, perono puedo dormir. Abro los ojos. Veo en un rincón eltercer cofre de hojalata, protegido por su rosa azul,donde sé que está guardado el segundo, que encierra alprimero, cada uno de ellos con sus respectivas flores,que guarda el dragón. Extraño el peso de la fiera, sumirada dulce y lúbrica, sus garras, sus suspiros. Mepongo de pie. Me parece que voy a dejarlo salir.

BUENAS NOCHES

Mamá me sacude el copete, me besa los ojos, me arro-pa hasta el cuello, me frota hasta que la cama hiervecon el calor de sus manos. Mamá se sienta a mi lado,

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se enreda mis cabellos en los dedos, canta bajito sinabrir la boca, perfuma el cuarto con su olor.

—No te vayas —le dijo con los dientes apretados,por dentro, sin palabras.

Mamá se levanta poquito a poco. No hace ruido. Revi-sa la ventana. Cierra bien las cortinas. Acomoda encimade la cajonera las cosas de la escuela. Recoge la ropa. Sedetiene en la puerta. Antes de salir, apaga la luz.

Yo aprieto los ojos, contengo el aliento, me esfuerzopara no dormir. Porque entonces, de muy adentro, dealgún lugar remoto que me pertenece, sin que yo pue-da impedirlo, sin que pueda defenderme, sin que puedaahuyentarlos, como todas las noches, presurosos, oscu-ros, jadeantes, incansables, implacables, con los colmi-llos descubiertos, vendrán los lobos en tropel.

VOCES

—Así no sabrás —dijo la voz— si esto fue un sueño.Ella se volvió bocarriba. Abrió los ojos y siguió en

las paredes los imprevistos movimientos de las som-bras que los árboles de la calle proyectaban al travésde la ventana. El viento sacudía el follaje con un ruidoseco y repentino. Más allá de todas las sombras y detodas las luces, de las opacas superficies que llenabanla habitación, escuchó una campana. Se aproximó labocina del teléfono y murmuró ternezas que no com-prendía bien, pues no estaba totalmente despierta.

Sintió la voz llegada del otro extremo de la noche, dela oscura profundidad del universo, y cerró los ojos.Sintió el movimiento de la Tierra girando por el espa-cio, cruzando la inmensidad del firmamento, arras-trando sus sentimientos y sus deseos en quién sabe quésecreta órbita. La sintió —y fue entonces cuando co-menzó a jadear— no en el auricular, ni en los oídos,sino quemándole las venas, cubriéndole la piel, su-biéndole húmeda entre las piernas, con la urgencia deun grito.

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SANTA ROSALÍA DEL POLVO

Fue en tiempo del tirano Argentyro cuando Rosalíacumplió su hazaña. Afamada por su belleza tanto comopor sus virtudes, la joven visitaba enfermos, alimentabahambrientos, vestía menesterosos. Recorría la ciudad demadrugada; cubría su cuerpo con un manto: de nadaservían las piadosas precauciones. ¿Cómo disimular elbrillo de los ojos? ¿La majestad de la marcha?

Cantada por bardos trashumantes, la gloria de sucuerpo llegó a oídos de Argentyro, quien no cejóhasta tenerla en su presencia. El déspota suplicó,prometió, amenazó... Rosalía no quiso descubrirse.El tirano ordenó que fuera desnudada. Los guardasrasgaron los vestidos.

Nadie alcanzó a verla: una racha la cubrió de pol-vo. Un viejo retablo olvidado en una capilla de Ix-tacán del Río muestra a los soldados y loscortesanos cegados por la ventisca. Argentyro seprotege los ojos con un gesto de dolor. La santa tie-ne la vista baja. El desconocido pintor no resistió latentación de exhibir la turbadora hermosura de lamuchacha.

NUNCA

—¿Otra vez perdieron? —preguntó la Beba, fin-giendo candor, mientras iba sacando del platón lastórtolas más suculentas y las iba cubriendo con salsade guayaba.

El Nene no contestó. Cabizbajo, dejó pasar el arrozal anís, las setas ahumadas, los chícharos en cremaagria, pero no el agua de betabel, porque el partido,como de costumbre, lo había dejado con sed.

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—Déjalo en paz —murmuró la tía Martucha, sin al-zar la mirada del plato, que había quedado vacío.

—¿Quieres un poco más? —le ofreció una de lasprimas memoriosas, pero no llegó a tenderle la fuenteporque la tía parecía concentrada en alguna otra cosa.

En la cabecera, Martín sacudió la cabellera rubia,con aire de consternación.

—¿Qué dijo el doctor? —susurró alguien.—Tres a cero —se quejó el Nene, mientras se frota-

ba una rodilla inflamada.—¿Vamos a ir al cine? —dijo Fermín, tímido, segu-

ro de conocer la respuesta, y torció la carita con unpuchero resignado.

—No te preocupes, Martín —dijo la Beba chupandounos huesos diminutos y quebradizos—, ya conse-guirás otra cosa.

—Siempre podrás... —quiso decir Martucha, pe-ro guardó silencio; nos miró con los ojos cansadosy transparentes, como si no tuviera fuerza para se-guir.

—¿Mañana? —insistió Fermín, que se contenía parano llorar.

—Mañana —contestó una de las primas memorio-sas, al tiempo que Toña entraba con una bandeja demerengues de lima y de jerez.

Un largo silencio acompañó los movimientos deToña, que dejó la bandeja en la mesa, recogió unosplatos, encendió la lámpara, se detuvo un momento enla ventana para ver cómo comenzaba a llover. La tíaMartucha nos miró como si quisiera decirnos algo.Tomó la cigarrera de piel y sacó un cigarro, pero no loencendió; lo dejó a un lado de la taza y pidió un pocomás de beber.

—Nos madrearon, además —protestó el Nene, quetenía partido un labio. Martucha le lanzó una mirada deescándalo.

—Déjalo en paz —le recriminó la Beba, ocupadaaún con las tórtolas.

—El abono del carro —murmuró Martín en la cabe-cera, con el copete rubio enredado en los dedos de unade sus manos, grandes como las de un pianista.

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Los golpes de la lluvia en el cristal. Las ramas de losliquidámbares barriendo la tarde. Algún gorrión extra-viado. Todos callados. Fermín indeciso, a punto dellorar. En la cocina, Toña lavaba trastes, canturreando,como suele hacerlo. Nadie le había oído esa canción:

Nunca volverás a verLa luz maravillosa de este día.

MARINA

Marina me mira con una mirada azul y sonríe. Le veolos labios y sé que acaba de pintárselos. Viene por laplaya con las narices fruncidas porque el sol está alto;con el bikini floreado —naranja y amarillo— que elresplandor de la arena le borra. Se detiene a unos pa-sos. Se vuelve hacia el mar con las manos sobre lascejas, como si fueran viseras.

Intento saludarla sin salir de la palapa, sin levantar-me de la silla, sin apartar la mirada de los vellos que leasoman junto a las flores.

Marina no me responde. Da unos pasos como si semarchara y regresa en seguida, de nuevo sonriente, sindecir palabra. Alza los brazos y los cruza por detrás dela nuca como si en ese momento quisiera, más queninguna otra cosa en la vida, mostrarme el ombligo,entregar las axilas al viento.

El ombligo de Marina parece el ojo de una cerra-dura, así que me pongo de pie y salgo de la sombrapara buscarla. Siento la arena caliente, aspiro el su-dor del día, oigo los tumbos, veo a Marina con lamirada azul.

—Ten cuidado —dice y sonríe, frunce la nariz ylos labios recién pintados—; soy algo menos queespuma —y se vuelve de plata mientras regresa almar.

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PAPELES

Señor Director:Me permito distraer su fina atención para denunciar,

con angustia, ciertas anomalías que vienen afectandono sólo mi desempeño laboral, sino mi vida familiar,desde hace varias semanas. Como usted sabe —o meimagino que sabe, o que puede saber, si lo desea—,hace catorce años que trabajo en la Institución. No soyun recién llegado. Hace nueve que laboro en la mismasección, en el mismo cubículo, en el mismo escritorio.Conozco muy bien mis obligaciones. Soy cumplido.Soy puntual. No me gusta perder el tiempo. Sólo porno parecer presuntuoso no agrego que soy eficiente.Pero, finalmente, uno puede darse cuenta del trabajode uno y de los demás.

Hasta hace poco tiempo, mi mayor orgullo era dejarlimpio el escritorio. Todos los días. Ningún pendiente.Ni el más triste oficio, ni la más exigua remisión, ni lamás anodina copia de archivo tenían que esperar al díasiguiente. Todo lo atendía, todo lo veía, todo lo despa-chaba. Cada día me enfrentaba a una buena pila depapeles, y para media mañana había terminado conellos. Me marchaba a casa iluminado y contento.

Luego sucedió aquello. Lo recuerdo tan claramentecomo si fuera hoy. Había casi concluido con mis tareascuando dejé mi escritorio para cumplir, brevemente,con necesidades a las que nos sujeta nuestra naturalezaanimal. Al regresar, encontré en mi lugar una nueva,nutrida, enorme pila de documentos sin revisar. Porprimera vez en la vida llegó la hora de salida sin queyo hubiese terminado mis labores. ¿Debo decirle queesa noche no dormí? ¿Que, contra mi costumbre, micomportamiento fue esa tarde inútil y absurdamenteirascible? ¿Que mi mujer y mis niños me veían teme-rosos y azorados, sin comprender lo que sucedía? Yeso que nadie sospechaba lo que estaba por venir.

A partir de entonces tal ha sido el sabor y el dolor demi vida. Apenas salgo de mi oficina, no importa paraqué, cuánto tiempo, a dónde vaya, al volver encuentro

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mi escritorio lleno de papeles. Me he entrevistado conmi jefe inmediato, con el de sección, con el de piso,con el de personal. Todo ha sido en vano. Me he que-dado a trabajar en las noches, los sábados, los días defiesta... he olvidado lo que son las vacaciones. Daigual. No logro ponerme al corriente. Apenas salgo,aparecen más papeles. No sé quién los trae. No sé dedónde vienen. He llegado a pensar que ellos mismos semultiplican. Tiemblo ahora, al tiempo que escribo,porque sé que, mientras lleve esta carta a su destino,en busca de auxilio, los papeles que cubren mi escrito-rio crecerán.

LECTURAS

Cada verano mi madre nos leía los mismos cuentos. Alcaer la noche nos sentábamos en la escalera de la en-trada, todos los de la cuadra, en un orden inalterable deedades y estaturas. Entonces mamá salía de la casa conel libro de siempre y nos leía una vez más los mismoscuentos, en el mismo orden de todos los años, con lamisma voz, las mismas pausas, las mismas exclama-ciones, las mismas risas, los mismos sustos, las mismassorpresas, la misma pasión. Cada tarde, durante las vaca-ciones de verano, mientras el sol se apagaba y las estre-llas iban siendo cada vez más brillantes, mamá leía en laoscuridad casi absoluta de la calle sin faroles y sin auto-móviles. Sólo su voz se escuchaba. Su voz y los grillos ya veces las risas de nosotros, alguna exclamación dehorror. Si alguien llegaba a destiempo, Marta encendíaun cerillo para ver quién era.

Recuerdo la noche aquélla en que brillaba una rajitade luna y Marta se volvió a sus espaldas para encenderotro cerillo y lo soltó gritando y todos creímos que sehabía quemado y ella seguía aullando como si lahubiera picado un alacrán y mamá tuvo que dejar deleer porque Marta se tapaba la cara llorando y nadie,

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nadie, nadie le creyó nunca lo que dijo porque todossabíamos que la abuela acababa de morir.

LUZ DE NEÓN

Espero que no hayas olvidado aquel lugar donde en-tramos a cenar. Una fonda arrinconada en el extremode la noche y de la plaza. Los manteles de papel. Lasparedes desoladas no a pesar, sino por causa de loscromos descoloridos. Las demás mesas vacías. El me-sero que quería irse a dormir.

Porque voy a decirte que cuando nos vimos por en-cima de los platos presurosamente vacíos, entre lasbotellas de cerveza, comenzaste a reír. Y a partir deese momento, en derredor de nosotros creció un bos-que de columnas luminosas: azules, doradas, colorcoral. Todo el espacio parpadeaba. Con tu risa los pi-sos florecieron: rosas y lirios y jacintos y claveles ydalias y margaritas. Con tu risa crecieron los manteles,brillaron los cubiertos, el salón se llenó de voces, hubotapices en los muros y en el centro aquel estanque, ¿lorecuerdas?, con las carpas doradas, las carpas escarla-ta, los nenúfares en flor, bordeado de papayos, denísperos, de toronjiles...

¿Qué diría el mesero al despertar, en medio de lasflores, de los tapices, de todas esas voces, a la vista delestanque, perdido en aquel bosque de columnas deneón?

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Cuidó la ediciónNorma Garibay Hernández

PortadaDibujo de Vicente Miguel y Joaquín-Armando Chacón