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16 de Mayo

Pedro Campbell

Pedro Campbell (1782­1832)

Como esos personajes misteriosos que, de un momento a otro, deben jugar un rol preponderante y de inusual trascendencia en un punto lejano del país de origen, el irlandés católico Pedro Campbell se encontró en el estuario del Río de la Plata hacia 1806, como integrante de la expedición militar inglesa que invadió al virreinato. Es probable que lo haya hecho en calidad de soldado o marinero de la realeza británica bajo el mando del almirante Pophan. Había nacido en el pueblo de Tipperary, Irlanda, en el año 1782.

Luego de la capitulación del general inglés William Beresford, el 12 de agosto de 1806, ante el Virrey Santiago de Liniers, Campbell abandonó el servicio prestado a Gran Bretaña y se dirigió a la provincia de Corrientes, donde comenzó a trabajar como curtidor de cueros, oficio del que tenía algún conocimiento previo, en el establecimiento de un hombre llamado Ángel Fernández Blanco. También se estima que el irlandés trabajó en el acopio de cueros para los hermanos John y William Parish Robertson.

En Corrientes, el irlandés adoptó rápidamente las costumbres del lugar, exhibiendo una asombrosa adaptación al nuevo espacio físico que lo cobijaba. De modo que se lo podía ver con la vestimenta, las armas, el lenguaje y las costumbres de los gauchos, diferenciándose de éstos sólo por su aspecto de europeo nórdico.

Al producirse la Revolución de Mayo de 1810, Pedro Campbell tomó contacto con José Gervasio Artigas, el Protector de los Pueblos Libres, de quien llegó a convertirse en hombre de su máxima confianza. Años más tarde, cuando las relaciones entre Buenos Aires y la Banda Oriental se tensaron, Campbell se puso a disposición de Artigas. Por ende, éste le confirió la organización y el mando de una flotilla de buques en Corrientes, provincia que se encontraba dentro de los confines de la Liga Federal de los Pueblos Libres.

La flota del irlandés

Denominada como segunda flotilla del Paraná, la misma tenía sus apostaderos en Corrientes, Goya y Esquina, y su misión era la de vigilar el río Paraná a la altura de Corrientes, para prevenir los ataques de las tropas del Paraguay que amenazaban desde la cercana guarnición de la ciudad de Pilar. Por lo tanto, Pedro Campbell tenía su escuadra en permanente estado de alerta, estacionada en la confluencia de los ríos Paraná y Paraguay. Desde esta posición, podía efectuar una rápida maniobra para

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contener los ataques que el Dictador Gaspar Rodríguez de Francia pudiera hacer contra los pueblos artiguistas.

Cuando en 1817 las relaciones entre la Banda Oriental y el Directorio Supremo de Buenos Aires se deterioran irreversiblemente, José Gervasio Artigas le ordena a Campbell que bloqueé con sus escuadras el comercio de Buenos Aires con el Paraguay y las provincias del Litoral.

En medio de estos problemas, en mayo de 1818 se produce una sublevación en la provincia de Corrientes que depone al fiel Juan Bautista Méndez por el capitán José Francisco Vedoya. Éste era un hombre que respondía a las tendencias centralistas del Directorio Supremo, contrarios a la cooperación federal.

Artigas, entonces, quiere restablecer el orden en dicha provincia, vital por ser una de las que apoyaba con hombres y dinero la lucha emancipadora de los pueblos de la Liga Federal. Para ello, convocará a las tropas de Andrés Guacurarí y a la flota de Pedro Campbell, quienes, en combinación, expulsarán a los enemigos que ilegalmente se hicieron con el poder correntino. De este modo, cuando llegó Guacurarí con sus fuerzas a Corrientes para deponer al Gobernador José Francisco Vedoya, al que venció en el Combate de Las Saladas, se le ordenó al irlandés Campbell atacar a los fugitivos que se retiraban desordenadamente hacia Buenos Aires, bajando por el río Paraná.

Así fue como Campbell llevó a cabo la persecución contra los enemigos desbandados. Primero llegó al puerto de Goya, y más tarde, con sus faluchos de vanguardia, alcanzó el puerto de Esquina sin poder darles alcance. El día 16 de agosto de 1818, Pedro Campbell regresa a Corrientes con sus fuerzas de desembarco, manteniéndola bajo control. Vuelta la calma en la provincia, Andrés Guacurarí es ungido Gobernador de Corrientes. Al asumir como tal, Andresito designará a Campbell como Comandante General de la Marina de la Liga Federal, con la misión de reorganizar las fuerzas navales para luchar contra Buenos Aires. Entre las naves que tenía a su mando, se encontraban la “Carmen”, la “Correntina”, el “Artigas”, el “Oriental” y la “Victoria”.

En septiembre de 1818, las patrullas del irlandés capturan dos embarcaciones del Paraguay, las que llevaban importantes cargamentos de armas y municiones que el gobierno porteño mandaba a aquél país. Mientras tanto, el patrullaje de la flota de Campbell logra su efecto: Corrientes vuelve a tener soberanía efectiva sobre el río Paraná, luego de la revolución centralista de José Francisco Vedoya de mayo de 1818. Además, esta tarea de vigilancia dañaba severamente la economía de Buenos Aires, pues la misma se hacía principalmente por vía marítima. No en vano el Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón le temía más al bloqueo naval que a la guerra en sí.

Promediando noviembre de 1818, Pedro Campbell recibe la orden de José Artigas de ir en ayuda del Gobernador de Santa Fe, brigadier general Estanislao López, a quien amenazaba el Ejército de Observación de Buenos Aires al mando del general Juan Ramón Balcarce. Las fuerzas del marino irlandés redondeaban un total de 200 hombres, y contaban con una zumaca, una balandra (pequeña embarcación de vela con un solo palo) y un bergantín artillados, siete lanchas y algunas canoas.

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En la provincia de Santa Fe, la flota de Campbell actuaba en acciones combinadas con el Regimiento de Infantería Indígena del mayor Francisco Javier Siti, compuesta por unos 400 hombres.

Batalla de Santa Fe

El día 6 de diciembre de 1818 tiene lugar un vibrante combate naval en el que Pedro Campbell sorprende a la escuadra porteña del capitán francés Ángel Hubac, que bloqueaba el puerto de Santa Fe. La escuadra porteña estaba compuesta por 2 bergantines (la “Belén” y el “Aranzazú”), la goleta “Invicible” y varios lanchones armados.

Campbell adoptó el combate naval a la táctica de la montonera, yendo directamente al abordaje de las naves enemigas. Una vez en esa posición, gauchos de chiripá e indios enfurecidos con sus lanzas abordaban a las naves enemigas, casi sin posibilidad de defensa alguna.

Gracias a esta audaz táctica de guerra, el irlandés Pedro Campbell pudo asegurarse varios lanchones y tripulantes del enemigo. Al contemplar el resultado adverso en la contienda fluvial, el capitán Hubac levanta el bloqueo del puerto de Santa Fe y opta por retirarse al sur.

Batalla de San Nicolás de los Arroyos

Asegurado el éxito, Campbell manda sus embarcaciones al puerto de Esquina, en Corrientes, pero tan pronto como finalizó una contienda, se reanuda otra (la Campaña de Santa Fe), esta vez a manos del general Balcarce.

En enero de 1819, la escuadra de la Liga Federal acecha al general Juan Ramón Balcarce que escapa a toda marcha con su infantería y artillería. El 7 de enero de ese año, en horas de la mañana y de la tarde, se produce un choque en el río Paraná entre las fuerzas navales de Campbell y las del nombrado Balcarce. Campbell logró apresar dos lanchones de la escuadrilla porteña, y el jefe de ésta se retiró desconcertado al puerto de San Nicolás de los Arroyos, con autorización de Balcarce, que ya estaba en Rosario, donde había licenciado la caballería y enviado su renuncia como jefe del Ejército Expedicionario de Santa Fe. Tras abandonar Rosario, Balcarce manda incendiarla. Pronto tuvo el ejército de Buenos Aires que continuar su repliegue; se encontró en San Nicolás de los Arroyos el 5 de febrero de 1819, donde resistió un nuevo y feroz ataque de la escuadra comandada por el irlandés Campbell. Finalmente, las fuerzas porteñas retroceden hasta Buenos Aires.

Recién el 26 de diciembre de 1819, volverán a enfrentarse el comandante de marina Pedro Campbell y el capitán Ángel Hubac. El primero contaba con una escuadra pequeña de 5 naves, que fue con las que hizo frente a la flota porteña mandada por el segundo. Frente a San Nicolás de los Arroyos, Campbell intenta sorprenderlo pero antes de llegar al abordaje el tiro certero del enemigo le hunde la nave “Oriental” y le avería gravemente el “Artigas”. Pero a pesar de estas dos bajas, las tropas de asalto del irlandés, compuestas por gauchos e indios, logran pisar la borda de las embarcaciones enemigas y ponen en fuga a Hubac, en dirección a San Pedro, provincia de Buenos Aires.

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Pedro Campbell, a pesar de las continuas derrotas de las tropas de Artigas y sus aliados en los campos de batalla de la Banda Oriental y las provincias que componían la desgarrada Liga Federal, no flaquea, por lo que continúa combatiendo en nombre del primer sistema federal del continente americano.

Los últimos jefes artiguistas que presentaron combate fueron Estanislao López y Francisco “Pancho” Ramírez, promediando el mes de febrero de 1820. Tras la derrota de Tacuarembó, el mismo José Gervasio Artigas ya había cruzado el río Paraná para insistirle a las provincias que no abandonen la Liga Federal y sus postulados. En la batalla de Cepeda (1° de febrero de 1820), Campbell pone a disposición de López y Ramírez las pocas naves que le quedan en funcionamiento. El triunfo de las tropas federales sobre las de Buenos Aires en esa contienda, cumplía en parte los viejos principios de Artigas y abría un paréntesis en la hasta entonces inexpugnable supremacía del centralismo porteño sobre las decisiones nacionales.

El 13 de febrero de 1820, se produce el tercer choque entre Campbell y Ángel Hubac en las bocas del río Colastiné, en un intento del irlandés por quedarse con la flota unitaria. En la refriega, y a pesar de que fueron destrozadas las naves de Pedro Campbell, Hubac pierde la vida en la defensa de su buque.

Meses más tarde, al ser precariamente reparados los navíos federales, el infatigable Campbell lucha contra las fuerzas del marino Manuel Monteverde, el apoyo naval del sublevado Francisco “Pancho” Ramírez. Vale recordar que Ramírez ya había sido comprado por los centralistas porteños, quienes le ordenaron eliminar a José Gervasio Artigas de la escena política nacional. El final de nuestro biografiado tiene lugar el 30 de julio de 1820. Ese día, una batalla naval pone fin a la escuadra de la Liga Federal de los Pueblos Libres, al resultar hundidas las embarcaciones “Carmen”, “Correntina” y “Victoria”.

Detención y final de Campbell

A mediados de 1820, los viejos guerreros de Artigas eran perseguidos sin misericordia, y la Liga Federal empezaba a ser apenas un recuerdo. El grandioso Protector de los Pueblos Libres todavía disponía de 600 hombres que había reorganizado en Yaguaretá Corá, provincia de Corrientes. Para el 6 de agosto de 1820, estaba en el poblado de San Roque junto con el ex gobernador Juan Bautista Méndez; ambos se dirigieron a Curuzú­ Cuatiá. Era el inicio de una larga serie de batallas menores que desembocarían en el inevitable exilio de José Gervasio Artigas en el Paraguay.

El 8 de agosto de 1820 los correntinos se pronuncian contra Artigas, y el Cabildo de Corrientes delega en la figura de J. José Fernández Blanco el mando militar de la provincia. Tras varios procedimientos, Fernández Blanco logró la detención de Pedro Campbell, aunque meses más tarde fue liberado. Entonces, busca un exilio tranquilo en el Paraguay de Gaspar Rodríguez de Francia pero, ni bien atraviesa la frontera, es detenido y confinado en la Villa del Pilar, a orillas del río Paraguay, donde pasó sus últimos días curtiendo cueros, envuelto en la miseria más profunda. Murió en el año 1832, fiel a una causa, abandonado y lejos de su terruño irlandés. Sus restos fueron repatriados a Uruguay con fecha 16 de mayo de 1961.

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Un hijo suyo, también llamado Pedro, fue comandante de vanguardia del Ejército Federal en la Batalla de Quebracho Herrado, el 28 de noviembre de 1840, estando bajo las órdenes del general Manuel Oribe. Pero esta ya es otra historia.

Autor: Gabriel O. Turone

Bibliografía

Alonso Rodríguez, Capitán Edison. “Artigas. Aspectos Militares del Héroe”, Centro Militar, República Oriental del Uruguay, Montevideo, Julio 1954. Califa, Oche. “Presencia británica en la campaña rural”, diario La Nación, sábado 24 de febrero de 2001. Crónica Histórica Argentina N°24, “Pueyrredón y la logia”, Editorial Codex S.A., Buenos Aires 1968. Revista Histórica, Publicación del Museo Histórico Nacional, Año LXXXIV (2da. Época), N°163, Montevideo, Julio de 1991. Uteda, Saturnino. “Vida militar de Dorrego”, La Plata 1917.

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17 de Mayo

Pascual Echagüe

Brigadier general Pacual Echagüe (1797­1867)

Pascual Echagüe nació en la ciudad de Santa Fe el 17 de mayo de 1797, de una familia de ilustre abolengo, originaria del antiguo reino de Navarra (España). Fueron sus padres Francisco Javier de Echagüe Andía y Gaete, santafecino, Regidor, capitán de milicias; y Francisca Antonia Dervez. Hizo los primeros estudios de latinidad en su ciudad natal, continuándolos en la Universidad de San Carlos, en Córdoba, graduándose de doctor en Teología, en 1818, no obstante lo cual, este último año siguió estudiando de interno en el Colegio de Monserrat. En 1823 fue enviado por Estanislao López ante el gobernador de Entre Ríos, coronel Mansilla, para proponer un tratado entre ambos gobiernos con el fin de invadir la Banda Oriental que se hallaba en manos de los portugueses: Echagüe lo firmó a nombre de López, y el coronel Nicolás de Vedia por Mansilla, estipulándose en el acuerdo que las tropas santafecinas debían pasar el Paraná a los 15 días de ratificado el tratado, contribuyendo Entre Ríos con doble número de soldados. El documento estipulado no fue ratificado y la invasión a la Banda Oriental quedó sin efecto por el momento. Muchos aseguran que se debió a que Mansilla, influenciado por los portugueses, saboteó el tratado.

En 1824 revista como secretario de Estanislao López, y al año siguiente reemplaza a éste cuando tuvo que salir a campaña. El 15 de octubre de 1825, era teniente coronel de caballería y comandante general de armas de la provincia de Santa Fe, cuando fue elegido diputado ante el Congreso General reunido en Buenos Aires, cargo que solo desempeñó hasta el 15 de diciembre de aquel año. A comienzos de 1826 nuevamente quedó como gobernador delegado de Santa Fe por haber salido a campaña el titular. El 2 de octubre de 1827, Echagüe firmaba en Buenos Aires, en representación de Estanislao López, la convención de amistad y buena armonía celebrada entre ambas provincias, la que fue ratificada el 20 del mismo mes. En junio de 1828, el gobernador López fue designado por el Gobierno Nacional para hacerse cargo del comando de las fuerzas republicanas que se hallaban a la sazón operando en los pueblos de Misiones, y el ya coronel Echagüe quedó como gobernador delegado hasta el mes de setiembre del mismo año, en que el titular regresó de la comisión, habiéndose entrevistado con el general Fructuoso Rivera, que quedó definitivamente a cargo de las operaciones en aquella zona. Cuando López se ausentó nuevamente a causa de la revolución del 1º de diciembre que derribó a Dorrego, Echagüe quedó nuevamente al frente del gobierno,

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después de haber salido el primero a campaña contra los indios, al frente de 300 hombres. En enero de 1829 López reocupaba el gobierno de la provincia.

Días después, a la cabeza de 300 hombres, el coronel Echagüe se reunía en las inmediaciones del Rosario con el general Rosas y los coroneles Agustín de Pinedo y Juan Izquierdo para operar contra las fuerzas de Lavalle. Tomó parte en la campaña contra este General, asistiendo al combate del Puente de Márquez, el 26 de abril de 1829, en calidad de secretario de Estanislao López.

Tomó parte en las operaciones del Ejército Confederado, que bajo el mando del general Estanislao López, penetró en la provincia de Santa Fe a fines de 1830, con el fin de batir al del general Paz, vencedor de Quiroga en las dos batallas de la Tablada y Oncativo. Cuando el Grl Paz cayó prisionero, el 10 de mayo de 1831, el coronel Echagüe lo trató con urbanidad e impidió que Paz sea insultado por los soldados y los pobladores, como aquel lo recuerda en sus “Memorias Póstumas”. Poco antes Echagüe había cooperado con el coronel Angel Pacheco a la derrota de Pedernera en el Fraile Muerto, el 5 de febrero de 1831. En el curso de esta campaña, el coronel Echagüe desempeñó las funciones de 2º Jefe del Ejército Confederado. El 31 de mayo de aquel año, ocupaba la ciudad de Córdoba, que había abandonado Lamadrid días antes, destacado al efecto por el general Estanislao López, mandando una división auxiliar.

El general Pascual Echagüe fue nombrado gobernador y capitán general de la provincia de Entre Ríos, el 22 de febrero de 1832. Durante su gobernación que fue muy dilatada, dictó numerosos decretos de importancia, entre ellos, el del 16 de febrero de 1836 promulgando una ley de la Legislatura adoptando las palabras “Federación, Libertad y Fuerza” para el escudo de la provincia. El 27 de julio del mismo año se autorizó la construcción de un templo en la ciudad de Paraná. El 21 de febrero de 1837 dictó un decreto por el que se confería la facultad de otorgar grados militares hasta el de brigadier general, quedando este último dentro de las facultades de la Legislatura, que se lo confirió a Echagüe el día 27 del mismo mes de febrero. A fines de aquel año la Legislatura entrerriana concedió al gobernador el título de “Ilustre Restaurador del Sosiego Público”, por los servicios que había prestado a la provincia desde que había sido elevado a la primera magistratura de Entre Ríos.

El 15 de diciembre de 1837 el general Echagüe fue reelecto por segunda vez por un período de cuatro años, el cual alcanzó a terminar, pues fue reemplazado por el general Urquiza en igual fecha de 1841. El 1º de mayo de 1836 efectuó una visita oficial al gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, que ejercía el manejo de las relaciones exteriores de las demás provincias. En setiembre de 1838 cooperó para derrocar a Cullen del gobierno de Santa Fe.

El 18 de marzo de 1839 Juan Manuel de Rosas autorizó al gobernador Echagüe a proceder con toda libertad contra el de Corrientes, general Genaro Berón de Astrada, facultándolo igualmente para invadir al Estado Oriental, en virtud de haberse aliado el presidente general Fructuoso Ribera con el gobernador de Corrientes.

El general Echagüe, mientras tanto, se había trasladado al campamento de Calá, donde había concentrado 7.000 hombres a principios de marzo de aquel año, y después de delegar el día 9 el mando en el coronel Vicente Zapata, se ponía en marcha Echagüe desde Calá, siguiendo el camino de la Cuchilla Grande, sobre Basualdo, donde

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acampaba el 30 del precitado mes. Berón de Astrada, en conocimiento de la aproximación de su adversario, creyó prudente abandonar la posición que ocupaba sobre la línea del Mocoretá y se trasladó al paraje denominado Pago Largo, en el cual creía poder interceptar al invasor el camino al centro de la provincia por Curuzú­Cuatiá y Mercedes. Allí chocaron los ejércitos beligerantes el 31 de marzo de 1839, obteniendo Echagüe una victoria completa contra los correntinos, quedando sobre el campo de batalla 1.960 cadáveres de estos últimos, de los cuales, 83 eran jefes y oficiales, así como también, 450 prisioneros. Tiempo después, el 2 de agosto de aquel año, Echagüe, en cumplimiento de las órdenes de Rosas, vadeaba el río Uruguay e invadía el Estado Oriental, obteniendo diez días después un triunfo en el Paso de Santa Ana, sobre el Queguay, contra el general Rivera. Echagüe operaba en combinación con tropas revolucionarias orientales mandadas por el general Lavalleja, no obstante lo cual la suerte de las armas le fue adversa en los campos de Cagancha, el 29 de diciembre de 1839, acción en la que fue vencedor Rivera. El general Echagüe se vio obligado a repasar el Uruguay y volver a Entre Ríos.

A fines de marzo de 1840 el general Lavalle, a la cabeza del “Ejército Libertador” penetró en Entre Ríos. Echagüe le salió al encuentro y en el combate de Don Cristóbal, el 10 de abril, la noche interrumpió la pelea, que no se decidió por ninguno de los combatientes, que volvieron a enfrentarse el 16 de julio, en el Sauce Grande, siendo derrotadas completamente las tropas de Lavalle por las fuerzas federales. No obstante lo cual el ejército de Lavalle atravesó el Paraná e invadió la provincia de Buenos Aires.

Echagüe se mantuvo dentro de la jurisdicción de su provincia el resto del año 1840, mientras el general Paz organizaba el “Ejército de Reserva” en la provincia de Corrientes. A fines de setiembre de 1841, el gobernador entrerriano penetraba en aquella provincia. Paz le salió al encuentro y después de atravesar sigilosamente el río Corrientes, el 28 de noviembre de aquel año obtenía una victoria sobre el ejército de Echagüe en el paso de Caaguazú. El general vencido se retiró a su provincia, donde al mes siguiente fue reemplazado por Urquiza en el gobierno de Entre Ríos.

La ulterior invasión de la provincia de Entre Ríos por el general Paz, obligó a los federales a abandonarla. El gobernador Juan Pablo López, de Santa Fe, se había declarado contra Rosas. Echagüe se unió a las fuerzas federales que mandaba el general Oribe, que derrotaron a López en Coronda, el 12 de abril de 1842, y el 18 del mismo mes, designaba al general Pascual Echagüe, gobernador interino de la provincia de Santa Fe. Ese puesto fue ocupado por él hasta el 7 de julio de 1845 en que Santa Fe fue ocupada por el general Juan Pablo López y Echagüe se vio obligado a retirarse y recién la derrota de López en Mal Abrigo, el 12 de agosto, le permitió recuperar el gobierno. Esta última acción fue ganada por fuerzas combatientes de Santa Fe y Buenos Aires, al mando del general Echagüe. Al año siguiente fue reelegido para el gobierno de la provincia. En noviembre de 1846 Echagüe expedicionó al Chaco, logrando en marzo de 1847, hacer las paces con los Vilelas y Sinipíes. Numerosas expediciones se realizaron contra los aborígenes del Norte y Sur de Santa Fe durante su administración.

A raíz del pronunciamiento del general Urquiza, el 15 de octubre de 1851, el gobernador Echagüe delegó el mando en Urbano de Iriondo, y salió a campaña con las fuerzas santafecinas. Sin embargo, el coronel José María Francia ocupó fácilmente la

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capital de la provincia y ésta, después del pasaje del ejército aliado a la margen S. del río Paraná, se declaró el 24 de diciembre de aquel año a favor de Urquiza.

En el momento que Echagüe vio que el ejército aliado se aproximaba a Coronda y que la provincia de Santa Fe se había insurreccionado, marchó con sus fuerzas, que no pasaban de 700 hombres, a la Cruz Alta, con el objeto de seguir por los campos a la provincia de Buenos Aires, a donde llegó con unos 200 soldados, que fueron incorporados al ejército de Rosas. En la batalla de Caseros, el 3 de febrero de 1852, mandó 7.500 soldados.

Después de Caseros el general Echagüe prestó servicios a la Confederación. El 17 de setiembre de 1856, el presidente Urquiza, decretaba el reconocimiento del brigadier general Echagüe con este empleo militar en los ejércitos de la Confederación, con antigüedad del 26 de febrero de 1837, con arreglo a la ley del Congreso del 13 de diciembre de 1853 y del decreto del 24 de marzo de 1854. El 25 de mayo de este último año fue elegido Senador Nacional por la provincia de Catamarca.

Por decreto del 24 de marzo de 1859 era nombrado Interventor Nacional en la provincia de Mendoza, con motivo del desacuerdo entre los poderes nacionales y el de aquella provincia. Echagüe se hizo cargo del mando el 16 de abril, ejerciendo la intervención hasta el 23 de agosto, en que fue designado gobernador el coronel Laureano Nazar.

El 30 de mayo de 1861, el presidente Derqui lo designó Ministro de Guerra y Marina interino, mientras durase la ausencia del titular, general José María Francia, que había salido a campaña en calidad de jefe del Estado Mayor del ejército del general Urquiza. Después de la batalla de Pavón, el 17 de setiembre de aquel año, Echagüe presentó su renuncia con fecha 19 de octubre. En aquella época ocupaba una banca en el Senado Nacional, por la provincia de La Rioja.

Con motivo de la Guerra del Paraguay, el 29 de abril de 1865 el general Echagüe pasó el Gobierno una nota ofreciendo sus servicios. Sin embargo, en atención a lo avanzado de su edad, no fueron utilizados sus patrióticos ofrecimientos.

Poco tiempo sobrevivió a esa explosión de noble patriotismo, como lo revela el epitafio que cubre el sarcófago del general Echagüe en el cementerio de Paraná, que dice: “El brigadier general Dr. D. Pascual Echagüe –E.P.D. – Nació en la ciudad de Santa Fe el 17 de mayo de 1797, y murió a los 70 años de edad, en su hacienda San Gabriel, en la provincia de Entre Ríos. Fue gobernador de la provincia de Entre Ríos y Santa Fe; Senador al Congreso Nacional por las provincias e Catamarca y La Rioja; Ministro interino de la Confederación Argentina, etc. etc…. Su esposa e hijos le dedican este recuerdo”. En efecto el general Echagüe falleció el 2 de junio de 1867, en el Departamento de La Paz.

Fue Echagüe quien proyectó el pabellón federal tricolor de la provincia de Entre Ríos. Aprobado en 1833.

Había formado su hogar con Manuela Puig, hija de Sebastián Puig y de Juana Inés Troncoso Mendieta. La esposa del general Echagüe le sobrevivió.

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Fuente Chávez Fermín – Iconografía de Rosas y de la Federación – Buenos Aires (1970). Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado. Paz, Grl José María – Memorias Póstumas. Yaben, Jacinto R. – Biografías Argentinas y Sudamericanas – Buenos Aires (1938).

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17 de Mayo

Telégrafo militar

Telégrafo militar portátil usado en la Campaña al Desierto

Fue de capital importancia para las fuerzas nacionales que intervinieron en la Conquista del Desierto contar con el preciado auxilio del telégrafo. No debe dejarse de mencionar que la Ley Nº 215 que aprobó el Congreso Nacional en 1867, que preveía llevar la frontera Sur a los ríos Negro y Neuquén, en su artículo 6º disponía la extensión de la red telegráfica nacional hasta los propios fortines a instalar posteriormente por el Ejército. Allí se vio la importancia que se le asignaba a este factor preponderante para el buen desempeño de una rápida y eficaz conducción militar, en áreas tan grandes como en las que debía actuar en lo futuro las tropas del ejército. Era indudable que el tiempo jugaba un rol principalísimo para la organización y defensa de los contraataques, en presencia de malones.

No es posible olvidar también que la falta de telégrafo anuló muchas veces la posible llegada de refuerzos en los ataques llevados contra los fortines.

“El telégrafo es un arte que se enseñaba a los oficiales que servían en esas líneas avanzadas. No quedó Comandancia, fuerte o fortín sin la debida instalación de este valioso auxiliar de la defensa, porque, no solo evitaba demoras que traían graves perjuicios en las operaciones militares, sino que también producía economías importantes en cientos de soldados y caballos que se empleaban en las comunicaciones sin hilos. Las líneas telegráficas fueron debidamente tendidas por nuestros soldados y sin interrupción alguna hasta algo después de 1885.

La vida de los telegrafistas de frontera alcanzó los grados de heroísmo, no sólo por los riesgos a que su libertad y vida se hallaban expuestos, sino por las privaciones y sufrimientos que debieron soportar trabajando duramente jornadas de sacrificios y ganando sueldos de hambre”. (1)

Bien han dicho algunos historiadores que Roca contó con dos factores primordiales que no pudieron apoyar a Rosas en su magnífica campaña: el fusil y el telégrafo.

Debemos a Alsina el mayor impulso por poner a cada comandancia y fuerte principal en contacto entre sí y con el Ministerio, por medio de ese preciado medio de comunicación. A sus gestiones se debió que al iniciarse la campaña definitiva todas las comandancias pudieran enviar a las vecinas el informe de sus actividades y el probable movimiento de los indios, todo ello en el día y con una celeridad que no había podido contar antes ningún jefe expedicionario.

Para atender este nuevo servicio que se agregaba al ejército, Alsina dispuso en enero de 1876, que se creara la “Escuela Telegráfica” en el Colegio Militar (que por aquel

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entonces funcionaba en la casa de Palermo que perteneciera a Rosas). Formóse allí esa pléyade de jóvenes capaces, competentes y con los valores y aptitudes necesarias para poder desempeñar el sacrificado puesto que debía ocupar allá en las soledades del desierto. Era el progreso que iniciaba la nueva era de las comunicaciones, reemplazando poco a poco a los legendarios chasques, cuyos martirios y glorias jalonan las páginas de nuestra historia.

Roca, que palpó personalmente los beneficios que reportaba tal medio, hizo cumplir las directivas que en tal sentido impusiera previsoramente el Art. 6º de la Ley Nº 215 de 1867, haciendo que a medida que avanzaba el Ejército, detrás de él se tendían los delgados hilos del telégrafo, que llevaría a Buenos Aires y a toda la República el eco de los combates donde las armas de la Patria iban abriendo el camino para el arado.

Para desalojar de las mentes el desconocimiento del temido desierto la civilización contó con la ayuda de ingenieros, topógrafos y agrimensores, que con la brújula y el teodolito fueron internándose poco a poco en todas las tierras en que señoreaba el indio, para ir registrando en sus mapas todos los accidentes geográficos que debían tenerse en cuenta para que, tanto los militares expedicionarios como los futuros colonizadores, pudieran adentrarse tranquilamente en esas tierras hasta poco antes sólo conocidas por el impagable baqueano, quien durante siglos fue la única luz en esa tenebrosa sombra de lo ignoto, donde perderse era una muerte casi segura.

¡Viajero! Cuando recorras las interminables rutas de la pampa y Patagonia, ten un recuerdo amable para aquellos baqueanos, ingenieros, topógrafos y agrimensores que hicieron posible las cómodas y seguras rutas de hoy.

La civilización avanzaba hacia el desierto y lo hacía con paso seguro. Los rieles que nacían en Constitución avanzaban hacia Azul. El 14 de agosto de 1865 partían de la Capital para llegar a Jeppener y ese año llegarían hasta Chascomús. Otras líneas irían extendiendo la red que desde el “puerto” se abrían hacia el infinito horizonte de las pampas. Esos rieles llevarían hasta la “línea de Alsina” a los contingentes, armamento, víveres, municiones, etc., que deberían participar en la cruzada final contra el indio.

Como un homenaje a todos esos anónimos telegrafistas que internados en el desierto y la cordillera cumplieron su misión junto a los soldados que guarnecían los fortines, creemos justo transcribir las expresiones tan sentidas del secretario de la Campaña Expedicionaria de 1879, el coronel don Manuel José Olascoaga:

Despedida del telégrafo militar

“Hoy nos separamos del telégrafo. Aunque hemos llegado aquí ya a una gran distancia de Buenos Aires, no nos hemos acostumbrado todavía a que estemos tan separados de aquel centro; porque a la vista de esos postes y de esos alambres magnetizados, se desvanece realmente toda idea de distancia. Llega uno a imaginarse que esa larga línea de hierro es su propio brazo armado de una pluma, con que escribe lo que quiere en la pizarra de cada uno de los amigos de allá.

Todavía se puede pensar que aquí se está más cerca de ellos; no hay que irlos a buscar a sus casas. Basta entrar a la oficina telegráfica y nombrarlos, para que se presenten como espíritus, que un amigo mío cree tener prontos a su llamado en cualquier hora que el se sienta a su trípode. Tengo, a más, la ventaja de que mis amigos me transmiten sus

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propios conceptos con su propia ortografía, mientras que aquellos espíritus mentales hablan con el estilo y la ortografía de mi amigo (que son especiales).

Al decir adiós al telégrafo me viene a la memoria toda la línea que nos ha acompañado y las oficinas donde nos hemos puesto al habla con personas de todas partes; y no es posible despedirse de algunas de esas oficinas sin expresar los sentimientos que nos han inspirado.

Es ciertamente conmovedor llegar a las estaciones telegráficas que se encuentran en el espacio desierto que separa a Olavarría de Carhué.

Un pequeño rancho que apenas hace bulto en la inmensidad del espacio solitario, y que sólo se percibe por hallarse ensartado en los hilos metálicos que el viajero no pierde de vista, es lo que se llama una oficina telegráfica en aquellos lugares. Un oficial solo, que ha tomado ya el aspecto agreste del yermo en que vive, es el jefe y operador de la oficina. Se agrega a este personal el guardahilos que generalmente está ausente y que suele encontrarse por ahí debajo de sus hilos como un ahorcado que ha cortado su cuerda.

En algunas de estas oficinas hemos visto el aparato de transmisión casi a la intemperie, delante de una ventana sin reja, postigo ni vidrios. (Se le deja el nombre de ventana por no quitarle lo que se le ha dado).

En la estación telegráfica de El Sauce se había caído el único rancho que le servía: único indicio humano en diez leguas a la redonda, reemplazado por una carpa donde el oficial telegrafista vivía con su aparato.

¡Una carpa en el desierto, habitada por un hombre solo!… Esto dice mucho, y por supuesto, que no es un hogar para echar raíces. Al lado de la carpa había una zanja que parecía sepultura preparada.

Efectivamente, pocos días después de visitarla, hemos sabido en Carhué que un fuerte viento a la media noche arrancó la carpa, y envolviendo en ella al telegrafista, su aparato, y su menaje, lo echó todo a la fosa. “Ligera interrupción de la línea”, es la frase que explicaba todo el suceso; porque el joven no quiso permanecer en su sepultura sino aquella noche. Al amanecer del día siguiente, remontaba su aparato a la intemperie y anunciaba sencillamente: “Queda restablecida la comunicación”. Si hubiera muerto, el desierto habría guardado el secreto.

Se necesita pensar que son argentinos estos oficiales, jóvenes y bien educados como que han salido del Colegio Militar, para comprender toda la abnegación, coraje y fidelidad que muestran en ese servicio.

Algunos de ellos han permanecido sin ser relevado, cinco y seis años; han concluido toda su ropa, usándola hasta la última cohesión de la tela, hasta el último vestigio del color primitivo. Han repasado veinte veces sus libros y por último se los han fumado. Se han mantenido con la sola ración de carne distribuida cada quince días… Se sabía que vivían, porque se les sentían sus pulsaciones por el telégrafo, lo cual era bastante para satisfacer a los señores inspectores del ramo.

Y esto me hace recordar a cierto personaje de Mendoza, en cuya casa quedó sepultado un compadre suyo bajo las ruinas del terremoto. Nada hace por desenterrar a su compadre, que le había tocado aquella suerte por haberse encontrado de visita al tiempo

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de la catástrofe. Pero de cuando en cuando se acerca a los escombros de su sala de recibo y pregunta con mucha solicitud: ­¿Todavía está vivo compadre? ¡Y a la contestación afirmativa, se retiraba… más tranquilo!

También puede decirse que estos estimables oficiales están al lado de su aparato, que los pone en contacto de inmediato con todos los centros de población y los liga íntimamente al movimiento social, salvada la distancia, que no existe a lo largo del hilo telegráfico, y que por último, una exclamación suya puede oírse desde Puán a Buenos Aires. Pero también es cierto que este ser tan socorrido y poderoso por la ubicuidad facultativa de su palabra, es al mismo tiempo un militar de facción que no puede quejarse, que está en manos de su inmediato superior, y que, como el centinela que vela por un rey, su omnipotencia se limita sin embargo en una cosa con vara de membrillo que se llama Cabo de Guardia.

Me han referido la manera original como estos jóvenes telegrafistas son transportados generalmente a las mencionadas oficinas, comenzando por demostrarme las razones atendibles que en ello militan; pero que en nada disminuye lo grotesco del hecho.

Se dice que, como parten del Azul, donde no hay grandes y cómodos vehículos para que un alférez viaje al desierto, teniendo que traer cama, baúl, libros y todo aquello que el pobre oficial sospecha debe acompañarlo hasta el fin de sus días, se le proporciona una pequeña carreta del país, montada en dos óvalos de una pieza que fueron ruedas antes de gastarse con el uso y que le imprimen al andar un movimiento tan particular, que el telegrafista que va dentro, no puede menos de recordar en todo el camino el principal de sus deberes, que es: estar siempre despierto y vigilante. De pie sobre su carreta, que apenas levanta media vara del suelo, pero que en cambio se alza de adelante, haciendo ángulo de 45º con el horizonte, para que el pértigo alcance a la cincha del caballo, el alférez pasa por las estaciones de tránsito y llega por fin a la propia, como los héroes de la República romana después de la victoria. Ni los vítores le faltan por parte de sus jocosos compañeros.

He oído al general Roca preocuparse con interés sobre mejorar la condición de estos jóvenes que prestan con tanta abnegación servicio tan importante. Y, sin embargo, me consta que ninguno de ellos le ha insinuado la menor queja.

Se limitan a contar estas cosas sólo para reírse; y yo sólo las consigno para que si este diario llega a leerse fuera de nuestro país, se conozca la virtud de estos jóvenes militares argentinos, que nada les arredra, nada les falta ni piden, y viven contentos con la conciencia del señalado servicio que rinden al país economizándole gastos con sus increíbles privaciones”. (2)

La canción del Chasqui de Guerra (Marcha Militar Oficial del Arma de Comunicaciones)

Letra y Música: Domingo de Ruvo

I

Un canto de Patria revive,

Comunicaciones, en su historial:

memorias del chasqui de guerra,

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centauro criollo de largo andar.

Un parte feliz de victoria

impulsa el chasquero a trotar:

hazañas cargadas de gloria,

por el sol de la libertad

Estribillo

Más allá de las cumbres,

más allá del confín:

ríos, montes y esteros,

el desierto hasta el fin.

Fue sagrado su desvelo,

Al cumplir con la misión,

chasqui, llegaste hasta el cielo,

Por tu empeño al patrio amor!

II

Fulgura en el cielo argentino

la imagen gloriosa del “Padre Inmortal”,

del mar a la cúspide andina,

de nuestro norte al polo austral.

Un chasqui alado es el guía,

alienta y nos da protección,

eterna es la gloria que brilla

de la patria en su extensión

(Repite el estribillo)

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Referencias

(1) Ramayón, Tcnl Exp. Des. Eduardo E. – La conquista del desierto – Buenos Aires (1913).

(2) Olascoaga, Cnl Manuel José – Estudio topográfico de la Pampa y Río Negro – Revista del Suboficial – Buenos Aires (1930)

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Raone, Juan Mario – Fortines del desierto – Revista del Suboficial Nº 143

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18 de Mayo

José María Rojas y Patrón

José María Rojas y Patrón (1792­1882)

Nació en Buenos Aires el 18 de mayo de 1792, siendo su padre Miguel García de Rojas, natural de la ciudad de Jerez de la Frontera, Reino de Andalucía, que más como amigo que como médico acompañó a esta ciudad al virrey Pedro Melo, conjuntamente con Joaquín Terrero y otros. Fue su madre Petrona Patrón. Muy joven, Rojas se dedicó al comercio, para lo que reveló dotes excepcionales. Después de la Revolución de Mayo, en la que tomó parte como muchos otros jóvenes porteños, José María Rojas se trasladó al Brasil, donde permaneció por espacio de 8 años, regresando a su ciudad natal en el año 1819. La terrible anarquía del año 20 lo encontró alistado en el bando de los inspirados en sentimientos nacionalistas, que representaba el Congreso de Tucumán, el que proclamara la Independencia de la Nación, abatido por las facciones, el cual trataban de levantar los hombres que tenían afinidades con dicho Congreso.

Elegido diputado, siguió las tendencias del gobernador Martín Rodríguez, a quien prestó Rojas todo el apoyo posible dentro de la órbita de su poder.

Nacionalizada la ciudad de Buenos Aires por ley del Congreso de las Provincias Unidas, José María Rojas y Patrón, el 4 de junio de 1826 fue elegido diputado a dicho Congreso, por la Capital, conjuntamente con los ciudadanos Joaquín Belgrano, Miguel de Riglos, Ildefonso Ramos Mexía, Cornelio Zelaya, Valentín Santa María y Juan Alagón. Se discutió la aceptación del diploma porque el coronel Manuel Dorrego planteó el problema de si el elegido era José María Rojas y Argerich o José María Rojas y Patrón, resolviéndose que correspondía a este último, el que se incorporó al Congreso el 16 de junio de 1826. (1)

En la sesión del 19 de julio del mismo año, en la que el Congreso se pronunció por el régimen de Gobierno para las Provincias Unidas, José María Rojas fue uno de los congresales, que en número de 42, votaron el informe de la comisión de negocios constitucionales que aconsejaba la adopción del sistema unitario de gobierno. El 31 del mismo mes, Rojas y Patrón fue designado Presidente del Congreso, cargo para el cual fue reelegido al año siguiente y como tal, le cupo suscribir la Constitución de las Provincias Unidas y también la nota del 30 de junio de 1827, por medio de la cual aquella alta corporación aceptó la renuncia del presidente Bernardino Rivadavia. José María Rojas y Patrón ejerció la presidencia de la Cámara hasta que ascendió al gobierno

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el coronel Dorrego, quien lo llamó para desempeñar el Ministerio de Hacienda, puesto en el que desempeñó un rol importante en la política de la época. Rojas coadyuvó en los planes que alimentó el gobernador Dorrego para abatir la potencia del Imperio del Brasil empeñado en guerra con la República Argentina, planes que fue necesario abandonar por la opinión adversa que merecieron.

El Sr. Rojas a nombre del gobierno de Buenos Aires, fue quien firmó con Domingo Cullen, por Santa Fe, y con Domingo Crespo, a nombre de Entre Ríos, el 4 de enero de 1831, el famoso pacto o tratado del Cuadrilátero, al que después se adhirió Corrientes (o Tratado del Litoral) y sucesivamente las demás provincias argentinas, y el cual es el origen y punto de partida de la constitución federal argentina. Enseguida ejerció el cargo de diputado por Buenos Aires, a la Comisión Representativa de Santa Fe, cargo que desempeñó hasta fines del mismo año, 1831, en que lo reemplazó el Dr. Ramón Olavarrieta.

El 2 de marzo de 1832, por renuncia del Dr. Manuel José García, fue designado Ministro de Hacienda del primer gobierno de Juan Manuel de Rosas. El general Juan Ramón Balcarce, que reemplazó a Rosas en el Gobierno, le ofreció el mismo cargo, que el Sr. Rojas no aceptó por motivos personales. En abril de 1833 fue elegido diputado y se colocó del lado de los federales que constituían la oposición, frente a los lomos­ negros que constituían el partido gobernante.

Cuando el general Rosas subió al Gobierno, en marzo de 1835, llamó a Rojas nuevamente al Ministerio de Hacienda, elevado cargo donde afirmó su reputación de financista y excelente administrador. Entre sus muchas iniciativas dignas de recordación citaremos: Se decretó la confiscación de bienes sin excepción, en consideración a “un sentimiento de justicia que inducía a reprobar esta pena y estando los ciudadanos expuestos a que se haga valer la existencia de estas leyes para satisfacer odios y pretensiones innobles”. Restableció multitud de disposiciones referentes a la hacienda pública del tiempo de Rivadavia y García, dictando otras tendientes a facilitar los propósitos de prudente economía que alimentaba el Restaurador. Se organizó la Contaduría y la Tesorería Nacional, y las responsabilidades directas de los funcionarios que interviniesen en aquellas oficinas, estableciendo un control severísimo en la administración: todos los recaudadores remitían directamente, por semana, los dineros percibidos a la Tesorería General, de modo que en esta forma, el Gobierno conocía el movimiento diario de la renta general, que se publicaba en todos los diarios. La nueva ley de Aduanas, que estimulaba el comercio marítimo y el de las provincias del interior, porque disminuía el derecho de los buques de cabotaje; abolía el cuatro por mil que pagaban los frutos del país que entraban a Buenos Aires por agua o por tierra; redujo el papel de guías de 15 pesos a uno, y concedió el trasbordo a algunos frutos del país que no gozaban de este privilegio. Estas y otras disposiciones van secundadas de la ilustrada contracción constante dedicación que dedicó el ministro Rojas a las finanzas de la Provincia, en cuya ayuda acudió un empréstito de 1.400.000 pesos que voluntariamente ofrecieron los capitalistas de Buenos Aires.

Una de las previsiones financieras más importantes de Rojas fue el decreto fundando sobre el extinguido Banco Nacional, la Casa de Moneda de Buenos Aires. En atención a que la carta del Banco Nacional había terminado; que la moneda corriente estaba exclusivamente garantizada por el Gobierno, quien es deudor de ella al público: que el Banco sólo ha prestado al tesoro del Estado la estampa de sus billetes, y que el

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Gobierno es accionista del establecimiento por casi tres quintas partes de su capital, el decreto que refrendó Rojas y Patrón declaró disuelto el Banco Nacional y designó una junta administrativa de la Casa de Moneda la cual asociada a seis directores del extinguido Banco debía proceder a la liquidación de éste “con la debida prudencia y sin violentar la operación”. En el decreto se establecía la carta orgánica de la Casa de Moneda. Este fue el origen del después llamado Banco de la Provincia, que estuvo tan hondamente vinculado a la obra magna de la nacionalidad argentina, como también el desenvolvimiento del progreso y adelanto material del país. El decreto creador de la Casa de Moneda llevó fecha de 30 de mayo de 1836.

El señor Rojas y Patrón fue elegido diputado en varios períodos hasta 1852, en que puede considerarse su carrera política terminada. Su contracción a la causa pública, sus opiniones serenas e ilustradas, las conexiones más o menos íntimas que conservó con los hombres principales del país, le hicieron disfrutar de un merecido valimiento en los 30 años de vida pública, en los que actuó siempre en primera fila en la política del país. Falleció en Flores, el 15 de diciembre de 1882, rodeado de sus familiares, pero obscuro y olvidado, tan olvidado, que ni siquiera un retrato suyo existe en el Banco de la Provincia, siendo en realidad su verdadero fundador, por lo menos en la concepción básica del mismo.

El Dr. Rojas y Patrón contrajo matrimonio el 29 de setiembre de 1820 con María Josefa Dolores Díaz de Vivar, nacida el 15 de marzo de 1803, hija de Julián Díaz de Vivar y Salinas y María del Rosario de Alzaga y Cabrera, casados el 18 de noviembre de 1798.

Referencia

(1) Con el canónigo Dr. Valentín Gómez y Francisco del Sar, Rojas formó parte de la comisión encargada de proponer un reglamento para la Sociedad de Beneficencia. Rojas y Patrón fue diputado desde el 12 de junio de 1826 al 31 de julio de 1827, última sesión que figura “ausente con aviso”.

Fuente Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado. www.revisionistas.com.ar Yaben, Jacinto R. – Biografías argentinas y sudamericanas – Buenos Aires (1939).

18 de Mayo

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18 de Mayo

Batalla de Las Piedras

Batalla de Las Piedras ­ 18 de Mayo de 1811

El emperador de Francia, Napoleón Bonaparte, resolvió invadir Portugal a fines de 1807. Los portugueses eran aliados de Gran Bretaña, la potencia rival de los franceses. La familia real portuguesa y sus colaboradores (cerca de 13.000 personas) se embarcaron rumbo a Brasil (que era una colonia de Portugal), instalando un gobierno en Río de Janeiro.

En 1811, la infanta Carlota Joaquina de Braganza (hermana del rey Fernando VII de España y esposa de Juan VI de Portugal) se proclamó defensora de los dominios americanos de su hermano ­cautivo de los franceses­ y envió un ejército a la Banda Oriental (actual República Oriental del Uruguay) al mando de Diego de Souza.

La Primera Junta de Gobierno, instalada en Buenos Aires el 25 de Mayo de 1810, envió a Paraguay (una de las provincias que habían pertenecido al Virreinato del Río de la Plata) un ejército al mando de Manuel Belgrano.

El propósito de la campaña del Paraguay era conseguir la adhesión de esa provincia a la autoridad de la Junta. Belgrano fue rechazado militarmente y Paraguay desconoció la autoridad, tanto de España como de Buenos Aires.

Al regresar de la campaña del Paraguay, Belgrano se trasladó hacia la Banda Oriental (actual República Oriental del Uruguay) para sumarse a las fuerzas enviadas allí desde Buenos Aires, que al mando de José Rondeau enfrentaban al gobierno español del último Virrey del Río de la Plata, Francisco Javier Elío.

El 10 de Abril de 1811, Belgrano designó al patriota oriental José Artigas, segundo jefe del Ejército Auxiliar del Norte. Sin embargo el 22 de Abril, la Junta Grande reemplazó a Belgrano por José Rondeau en el mando del Ejército de la Banda Oriental, y dispuso la designación del Tte. Cnel. José Artigas como Jefe de las Milicias Patriotas Orientales. Belgrano había sido suspendido en sus “Grados y Honores” para ser sometido a juicio por sus derrotas militares en la Campaña del Paraguay. Finalizado el proceso fue reivindicado.

El Comandante General de las Milicias Patriotas de la Banda Oriental, José Artigas, derrotó a los españoles en Las Piedras el 18 de Mayo de 1811 y avanzó sobre

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Montevideo. Pero cuando se preparaba para tomar por asalto la ciudad, se hizo cargo del mando de esas fuerzas José Rondeau.

En octubre de ese año, el Primer Triunvirato, (recién instalado en Buenos Aires) acordó con el virrey español, instalado en la Banda Oriental, Francisco Javier de Elío, levantar el sitio de Montevideo. Las negociaciones incluían el retiro del ejército portugués de la Banda Oriental. Pero los portugueses no cumplieron el trato. En cambio, las autoridades de Buenos Aires retiraron su ejército.

Artigas, ahora reconocido por sus compatriotas como general en jefe de los ejércitos orientales, al levantarse el sitio que pesaba sobre el gobierno español de Montevideo, inició “El Exodo”, retirándose hacia el Norte, al campamento de Ayuí con 300 soldados y 1600 personas del pueblo de la Campaña.

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18 de Mayo

Escarapela nacional

18 de Mayo – Día de la Escarapela Nacional

El origen de los colores de la escarapela y las razones por las que fueron elegidos para simbolizar a la Patria no pueden establecerse con precisión.

Entre muchas versiones, una afirma que los colores blanco y celeste fueron adoptados por primera vez durante las invasiones inglesas (1806­1807) por los Patricios, el primer cuerpo de milicia urbana del Río de la Plata y que luego empezaron a popularizarse entre los nativos. Se dice también que la escarapela argentina fue utilizada por primera vez por un grupo de damas de Buenos Aires al presentarse a una entrevista con el entonces coronel Cornelio de Saavedra, jefe del Regimiento de Patricios, el 19 de mayo de 1810.

Lo cierto es que el 13 de febrero de 1812 Manuel Belgrano ­mediante una nota­ solicitó al Triunvirato que se fije el uso de la escarapela nacional. Belgrano no vio el cielo celeste y las nubes blancas, y en esto se inspiró para crear la bandera nacional.

Se fundaba en que los cuerpos del ejército usaban escarapelas de distintos colores y que era necesario uniformarlos a todos, puesto que defendían la misma causa. El 18 de febrero de ese año, el Gobierno resolvió reconocer la Escarapela Nacional de las Provincias Unidas del Río de la Plata con los colores blanco y azul celeste.

Entusiasmado con la medida, Belgrano diseñó una bandera con los mismos colores y la hizo jurar el 27 de febrero. Ese mismo día, el Triunvirato ordenó a Belgrano hacerse cargo del Ejército del Norte, desmoralizado después de la derrota de Huaqui. El general emprendió la marcha al norte de inmediato y, por esta razón, no se enteró del rotundo rechazo del gobierno a la nueva bandera.

Ese 27 de febrero de 1812 Belgrano inauguró las baterías Libertad e Independencia e informó al Gobierno: “Siendo preciso enarbolar la bandera, y no teniéndola, la mandé hacer celeste y blanca, conforme a los colores de la escarapela nacional”.

Los colores nacionales se usaron en la Argentina desde 1811, en la escarapela famosa erróneamente atribuida a la distribución de French y Beruti del año anterior. Provenían de los colores borbónicos, de la casa de Fernando VII (rey ausente de España). La escarapela blanca y celeste ya había sido utilizada por Pueyrredón y otros camaradas durante las Invasiones Inglesas. La escarapela es creada por decreto el 18 de febrero de 1812.

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Institución del Día de la Escarapela Nacional

La fiesta de la escarapela fue autorizada por el Consejo Nacional de Educación con fecha 13 de mayo de 1935 (Expte. 9602­9º­935), sobre una iniciativa de la directora de la entonces Esc. 4 del C. E. 9º, profesora Carmen Cabrera, y los profesores Benito A. Favre y Antonio Ardissono, director y vicedirector, respectivamente, de la Esc. 11 del mismo Distrito, quienes, con el asesoramiento de la Inspección de Labores, resolvieron constituirse en comisión para celebrar la fiesta de la escarapela el día 20 de mayo. El C. N. de Educación autorizó la celebración de la fiesta, pero, si establecer razones, el día 18 en lugar del día 20. Por resolución del 4 de abril de 1941 (Expte. 33193­1º­940) instituyó el 18 como Día de la escarapela, estableciendo, además, que el acto debía realizarse en una de las escuelas de cada distrito con concurrencia de delegaciones de 4º y 6º grados y 4ª y 5ª secciones.

Por el “Calendario Escolar” del año 1951 (Res. del Ministerio de Educación, 8 de enero de 1951, Expte. 294282/950), se fijó el 19 de mayo como Día de la Escarapela. Esta disposición se fundó en las consideraciones (episodio de los rebozos celestes ribeteados con cintas blancas con que, en ese día, se adornaron las damas porteñas) formuladas por la Comisión de Antecedentes de los Símbolos Nacionales, publicadas en el folleto “French y la divisa de Mayo”, editado por el Círculo Militar de 1941. Pero esta celebración se limitaba a una anotación en la Cartelera de Efemérides (Forma IV). Desde entonces la celebración ha experimentado diversas alternativas.

El Consejo Nacional de Educación, por resolución del 12 de mayo de 1960 (Expte. 12515/960), resolvió restituir la celebración según los términos de la disposición del 4 de abril de 1941.

Resoluciones del Consejo Nacional de Educación

Fiesta de la escarapela. Autorización para celebrar la fiesta de la escarapela el día 18, según iniciativa de las Escuelas 4 y 11 del C. E. 9º (Res. 13­5­1935, Expte. 9602­9º­ 935).

Día de la escarapela. Institúyese el 18 de mayo como día de la escarapela. Forma de realizarse el acto (Res. 4­4­1941, Expte. 33193­1º­940).

Fíjase el 19 de mayo como día de la escarapela. Fijación establecida por el Calendario Escolar de 1951 (Res. 8­1­1951, Expte. 294282/950).

Restitúyese forma de celebración según Res. 4­4­1941. Restitúyese la forma de celebrar el día de la escarapela según los términos de la Resolución del 4­4­1941, con algunas variantes (Res. 12­5­1960, Expte. 12515/960).

Fuente Cagliani, Martín A. – La Página del Conocimiento Fernández, Belisario y Castagnino, Eduardo H. – Guión de los Símbolos Patrios (1962).

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19 de Mayo

Guerra contra la Confederación Perú – Bolivia

Brig. General Alejandro Heredia (1788­1838) – Comandante de las fuerzas argentinas en la guerra contra la Confederación Peruano­Boliviana

El 19 de mayo de 1837 el entonces encargado del manejo de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina, Juan Manuel de Rosas declaró la guerra a la Confederación Peruano­Boliviana, comenzando el conflicto con dicha confederación. Se trató de una reacción originada como consecuencia de las agresiones que el Mariscal Santa Cruz, dictador de Perú y Bolivia, venía ejerciendo sobre nuestro país.

Las causas de la guer ra

Terminada la guerra de independencia Bolivia se separó del Perú y se proclamó como república independiente en 1825. A este hecho siguió, en ambos Estados, un período de guerras civiles entre diferentes grupos que se disputaban el poder. Tras una larga lucha en 1836 el Mariscal Andrés de Santa Cruz, viejo guerrero del ejército de Bolívar y dictador de Bolivia, tomó el control del Perú decretando la unión entre ambas repúblicas. Nació así la Confederación Peruano­Boliviana que fue reconocida por la mayoría de los gobiernos de Europa y América.

Andrés de Santa Cruz buscaba la formación de una confederación de repúblicas americanas y continuó su proceso de expansión hacia el sur, comenzando sus fuerzas a incursionar sobre el norte de Argentina y Chile lo que motivó las protestas de ambos gobiernos a pesar de lo cual continuaron las incursiones. A su vez estableció contactos con Fructuoso Rivera, presidente de la Banda Oriental y enemigo de Rosas. Su plan consistía en fomentar el desorden en las provincias del norte a la vez que Rivera lo hacía en las de la Mesopotamia, tras lo cual – bajo el pretexto de razones de orden y humanidad – colocarían estas provincias bajo su protección. Santa Cruz también dio amplio apoyo a los emigrados unitarios que desde el territorio boliviano realizaban ataques a los gobernadores federales de las provincias del norte lo que motivó nuevamente las protestas de la Confederación Argentina.

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Ya en 1834 Santa Cruz había prestado auxilios a una incursión del coronel unitario Javier López sobre el norte que culminó con su derrota de Chiflón. En 1835 se produjo otro ataque de López desde Bolivia pero fue nuevamente derrotado, en este caso en la batalla de Monte Grande. Ese mismo año Felipe Figueroa con fuerzas organizadas en Bolivia invadió la provincia de Catamarca. Al año siguiente Mariano Vásquez atacó con fuerzas bolivianas los poblados de Talina, Tupiza y La Puna. También dio apoyo a una expedición organizada en Perú al mando del general Freyre que se proponía derrocar al gobierno de Chile pero fue interceptada por una incursión de naves chilenas sobre el puerto de El Callao. Al reiterarse las agresiones, los gobiernos de Argentina y Chile comenzaron los contactos para el establecimiento de una alianza en contra de Santa Cruz. Esta nunca llegó a materializarse por escrito pero sí de palabra. El 11 de noviembre de 1836 Chile declaró la guerra a la Confederación Peruano­Boliviana. Argentina hizo lo propio el 19 de mayo del año siguiente.

Las fuerzas opuestas

La Confederación Argentina

He tomado el año de 1838 como base para describir el estado de las fuerzas opuestas ya que fue el momento álgido de la campaña, pero se debe tener en cuenta que la composición de las mismas fue variando con el paso del tiempo.

Rosas nombró como comandante del ejército nacional en el norte al general Alejandro Heredia, caudillo de Tucumán y una de las figuras de mayor influencia en la zona tras la muerte de Facundo Quiroga. Las fuerzas a cargo de Heredia eran muy limitadas por lo que debió comenzar a organizarlas por su propia cuenta. Ante la carencia de medios solicitó auxilios a Buenos Aires. Rosas envió importantes cantidades de pertrechos entre los que se contaban: 500 tercerolas y carabinas, 900 fusiles, 700 sables, 3.500 piedras de fusil y unos 54.500 cartuchos. A su vez las provincias del norte y el litoral aportaron más armas y soldados con lo que se logró poner en pie una fuerza de unos 3.500 hombres que para 1838 quedó organizada en tres divisiones.

La primera a cargo del gobernador de Salta, General Pablo Alemán. Estaba compuesta de la siguiente manera: 2 regimientos y dos escuadrones de caballería, los primeros eran el “Coraceros de la Confederación Argentina” y “Lanceros de Salta” y los segundos el “Dragones de Jujuy” y el “Restaurador de Aguilar” y 5 regimientos de infantería, el 1 y 2 de milicias de Jujuy y el 6, 9 y 10 de milicias de Salta. En total unos 1.000 hombres.

La segunda división era mandada por el General Manuel Virto y la formaban: 2 regimientos y 4 escuadrones de caballería los primeros eran el “Restauradores” y el 3 de milicias y los segundos eran el “Coraceros de la Guardia”, el de granaderos, el de guías y el de lanceros. A estas unidades se sumaban dos batallones de infantería, el “Libertad” y el de “Cazadores”. En total unos 1.500 hombres.

La tercera división la formaban 1.000 hombres con 2 piezas de artillería, agrupados en las siguientes unidades: 4 regimientos y 2 escuadrones de caballería, los “Coraceros de la Muerte”, “De Rifles”, “Coraceros Argentinos”, 11 de milicias, 4 de milicias y “Granaderos de Santa Bárbara”. A ellos se sumaban dos batallones de infantería, el “Defensores” y el “Voltígeros”. La división estaba a cargo del General Gregorio Paz.

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El armamento lo componían fusiles de chispa de 16mm con bayoneta con un alcance eficaz de 200 metros y máximo de entre 400 y 500 metros. Se sumaban las carabinas con un alcance algo menor al de los fusiles, sables, pistolas y lanzas. La artillería fue muy poco usada debido a que se operaba en un terreno que en general era montañoso por lo que no convenía el cargar con pesadas piezas, a lo sumo se llevaban culebrinas o morteros. En esta época de nuestra historia la caballería se organizaba en regimientos compuestos de cuatro escuadrones cada uno, aunque en la guerra contra la Confederación formada por Perú y Bolivia tenían solamente dos.

La infantería argentina solía organizarse en regimientos compuestos a su vez por dos o más batallones divididos en compañías. El número de hombres variaba según la disponibilidad de efectivos. A su vez solía dividirse a la infantería en las unidades de línea (combatían en orden cerrado) y en las de ligera que combatían en orden disperso, lo que se llama comúnmente a manera de “guerrillas”.

La Confederación Peruano­Boliviana

En ese caso lamentablemente es menor la información de la que se dispone. El grueso del ejército de la Confederación, unos 5.000 hombres, se encontraba en el propio territorio del Perú presto a enfrentar el ataque de las fuerzas chilenas que desembarcarían allí. A esta fuerza se la conoció como “fuerza norte”. Sobre la frontera con nuestro país Santa Cruz ubicó a unos 2.000 – 4.000 hombres (las cifras son muy variables) al mando del General Felipe Braun con el objetivo de mantener a raya a las fuerzas argentinas hasta que el grueso del ejército derrotara a las unidades chilenas.

Para 1838 las fuerzas de Santa Cruz se componían de 4 batallones de infantería, los 2, 5, 6 y 8 con 300, 380, 700 y 600 hombres respectivamente; 4 escuadrones de caballería 2 de ellos de cazadores, 1 de coraceros y 1 de guías y una brigada de artillería con 4 piezas al mando del comandante García. El armamento de estas unidades era muy similar al de las argentinas.

En lo que se refiere al entrenamiento hay que destacar que era mejor el de las unidades ubicadas en Bolivia que el de las nacionales. Santa Cruz se había preocupado desde el principio de su gestión de fortalecer al ejército para utilizarlo como principal argumento de su proyecto de expansión. Santa Cruz contó con una gran ventaja a nivel militar con respecto a nuestro país durante la guerra, mientras él pudo concentrar todas sus fuerzas contra Chile y Argentina, las fuerzas de la Confederación Argentina no pudieron hacer lo mismo. Esto se debió a que a la vez que se producía la guerra con Bolivia y Perú la Argentina debió enfrentarse al bloqueo y los ataques de Francia, a la campaña de las fuerzas unitarias en el litoral y a la revolución de los hacendados del sur de Buenos Aires por lo que no se pudo emplear el ejército nacional en su totalidad en el norte.

Situación inicial

Para 1837 Alejandro Heredia se encontraba en Tucumán preparando el grueso del ejército para comenzar las operaciones sobre la frontera. Heredia había encargado al general Pablo Alemán la cobertura de la frontera mientras él completaba el entrenamiento de las fuerzas argentinas. Alemán apenas desplegó unos 380 hombres dispersos en diversas localidades de la frontera que quedó en un estado de suma

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vulnerabilidad. Por otra parte la preparación del ejército se demoró demasiado por lo que la iniciativa de la guerra quedó inicialmente en manos de los bolivianos.

El general Felipe Braun había recibido órdenes de Santa Cruz de mantenerse a la defensiva hasta que él pudiera derrotar a las fuerzas chilenas, pero al ver la inactividad de las fuerzas argentinas decidió atacar la frontera argentina. Braun intentaría hacer retroceder a las fuerzas argentinas hacia el sur con el objetivo de asegurar la frontera.

La posición de Braun se vio favorecida por la demora en el inicio de la invasión chilena al Perú. Dicha demora se debió al alzamiento de las tropas del coronel Vidaurre, en Quillota, y el asesinato de Diego Portales, ministro chileno.

La invasión de Braun al nor te argentino

Aprovechando la inactividad de las fuerzas argentinas el general Felipe Braun concentró sus fuerzas en Tupiza y a fines de agosto de 1837 avanzó hacia el sur para invadir el norte argentino entrando por Jujuy. El 28 de agosto de 1837 una columna compuesta por unos 100 hombres ingresó por La Quiaca al poblado de Cochinoca reduciendo a las autoridades de La Puna y al destacamento de la zona. La segunda de las columnas, ubicada al oeste de la primera, tomó los poblados de Santa Victoria e Iruya tras rendir a las fuerzas de dudosa lealtad al mando del coronel Manuel Sevilla. De esta manera quedó el camino abierto hacia Jujuy. Ambas columnas se reunieron en la quebrada de Humahuaca el 11 de septiembre. Alejandro Heredia recién había tenido noticia de estos movimientos el día 9 de septiembre por lo que tardó en reaccionar. Envió a su hermano Felipe con la vanguardia del ejército compuesta por un escuadrón del regimiento “Restauradores a Caballo”, otro del “Cristinos de la Guardia”, un escuadrón de milicia y una compañía de tiradores como refuerzo, en total 400 hombres. El 12 de septiembre la vanguardia nacional llegó a unos 500 metros al sur del poblado de Humahuaca y fue recibida por los disparos de una avanzada boliviana a la que dispersó rápidamente, comenzando de esta manera el combate de Humahuaca. Por las características del terreno, montañoso, las fuerzas de Heredia no pudieron flanquear a los bolivianos por lo que las atacaron frontalmente. Tras varias cargas retrocedieron siendo perseguidos por los soldados argentinos. La persecución se detuvo por el descubrimiento de una considerable fuerza enemiga ubicada más al norte. Se trataba de una columna dirigida por el teniente coronel Campero y que había sido mandada por Braun para permitir la retirada de sus fuerzas ya que en ese momento creyó erróneamente que las fuerzas argentinas eran el ejército completo y no como en realidad ocurría simplemente la reducida fuerza de vanguardia.

Felipe Heredia continuó el avance al día siguiente y el 13 de septiembre se encontró nuevamente con las fuerzas de Braun que se habían atrincherado en las alturas de Santa Bárbara. Para atacar la posición Heredia dividió a sus tropas en dos columnas, la derecha quedó formada por un escuadrón del “Cristinos de la Guardia”, otro del de milicias y la compañía de tiradores. La columna de la izquierda se formó con un escuadrón del “Restauradores”. Sorpresivamente el teniente coronel Benito Macías, comandante del “Restauradores”, ordenó a su escuadrón cargar sin recibir orden previa de Heredia. Viendo esta situación Felipe Heredia ordenó al escuadrón del “Cristinos de la Guardia” cargar inmediatamente. Este escuadrón fracasó en su carga, pero las fuerzas argentinas se reorganizaron y volvieron a cargar logrando hacer retroceder a los

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bolivianos que se retiraron hacia el norte. Ante la proximidad de nuevas fuerzas enemigas Heredia no continuó la persecución.

El 11 de diciembre un destacamento de soldados argentinos al mando del capitán Aramayo sorprendió a una fuera boliviana al mando del comandante Calqui en Tres Cruces tomando varios prisioneros, armas y ganado. Las acciones a menor escala continuaron y el 2 de febrero de 1838 un destacamento nacional al mando del capitán Gutiérrez tomó prisioneros a 10 soldados bolivianos en la zona de Rincón de las Casillas, al sur de Negra Muerta. El destacamento argentino se encaminó a Negra Muerta para esperar la llegada de una columna enviada por Braun y emboscarla. Allí mediante un brillante ardid Gutiérrez logró que en medio de la obscuridad dos destacamentos bolivianos se confundieran y, creyendo que se trataba del enemigo, abrieron fuego uno sobre el otro, prolongándose el enfrentamiento hasta que se dieron cuenta del error cometido. A pesar de las victorias obtenidas, Alejandro Heredia no pudo emplear a las fuerzas argentinas en una invasión a Bolivia debido a una serie de sublevaciones producidas en las provincias del norte.

Der rota chilena y retirada argentina

Mientras se desarrollaban estos enfrentamientos en el norte argentino Chile lanzó una expedición sobre la costa del Perú a las órdenes del Almirante Blanco Encalada.

Los chilenos desembarcaron y establecieron un gobierno provisional en Arequipa tras lo cual avanzaron al norte por terreno desértico, las enfermedades, la sed y las epidemias mermaron mucho a los 4.000 hombres de esta expedición. Santa Cruz lo sabía y con el grueso del ejército de la Confederación Peruano­Boliviana marchó para enfrentar a Blanco Encalada. El almirante chileno viéndose en una completa inferioridad de condiciones se rindió firmando la paz de Paucarpata por la cual Chile quedó momentáneamente fuera de la guerra. Heredia se enteró de este hecho en enero de 1838 y comprendió la gravedad de la situación ya que ahora se presentaba el peligro de que Santa Cruz decidiera avanzar con todo su ejército sobre el norte argentino. Aprovechando esto Braun volvió a avanzar sobre el norte argentino y a su vez Heredia retrocedió concentrado al ejército en Itaimari y Hornillos.

Las fuerzas argentinas a pesar de la peligrosa situación emprendieron algunas acciones menores contra los bolivianos. El coronel Paz logró tomar San Antonio de los Cobres, el coronel Mateo Ríos avanzó desde Orán hacia Iruya y el teniente coronel Baca hostilizó a los bolivianos, la acción combinada de estas fuerzas obligó a Braun a retroceder. La situación nuevamente se tornó favorable a las fuerzas argentinas ya que el gobierno chileno rechazó el acuerdo de Paucarpata y comenzó a preparan una nueva expedición sobre el Perú por lo que Santa Cruz no pudo mandar al grueso de sus tropas contra la Confederación Argentina. El general Heredia no se mostraba demasiado activo lo que motivó los reclamos de Chile. Heredia ofreció su renuncia pero fue rechazada por Rosas y le ordenó la preparación de una expedición para atacar a los bolivianos.

Campaña de Alejandro Heredia

Con sus fuerzas ya reorganizadas el general Alejandro Heredia se dispuso a tomar la ofensiva contra las tropas de Braun. A tal fin organizó al ejército del norte en tres divisiones. La primera de ellas quedó al mando del coronel Manuel Virto con unos

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1.200­1.500 hombres y tenía como misión el avanzar hacia las montañas de Iruya para atacar al grueso del ejército boliviano por la retaguardia e impedir su retirada. La segunda división estaba compuesta por 1.000 hombres al mando del general Gregorio Paz y debía ocupar la frontera con Tarija y amenazar la ciudad de Chuquisaca.

La tercera división al mando Pablo Alemán permanecería a retaguardia de las otras divisiones para actuar como reserva. La vanguardia de la división del general Gregorio Paz inició la marcha el 27 de mayo de 1838 con el coronel Mateo Ríos al frente. A los dos días atacó a una avanzada boliviana que se había ubicado en el pueblo de Carapari. El comandante de la guarnición, Cuellas, se mostró dispuesto a rendirse pero explicó que debía convencer a sus oficiales que se encontraban acampados en Zapatera. Estos no accedieron a rendirse por lo que Paz decidió atacarlos. A tal efecto dividió a sus fuerzas en dos columnas. La primera de ellas al mando del coronel Mateo Ríos avanzó por el camino de Itau, la segunda al mando de Paz lo hizo por el camino de Saladillo.

La vanguardia boliviana fue atacada por una compañía de tiradores y 15 hombres del regimiento “Coraceros Argentinos” por lo que comenzó a retirarse, fue entonces cuando el teniente coronel Bárcena avanzó con una compañía de tiradores y la mitad del escuadrón “Granaderos de Santa Bárbara” para cortarles el paso. Mientras se producía la persecución, que se prolongó unos 20 km., un escuadrón al mando del comandante Cuellas desertó y se unió a las fuerzas nacionales. La columna del general Paz siguió avanzando y el 8 de junio de 1838 derrotó a una avanzada boliviana en San Diego. En esta acción participaron la segunda compañía de granaderos, 15 tiradores del regimiento “Coraceros Argentinos” y una compañía del batallón “Defensores”.

Cerca de la localidad de El Pajonal el general Gregorio Paz destacó al teniente coronel Ubiens con 200 hombres para que se ubicara a retaguardia del enemigo y cortara su retirada pero los bolivianos dando cuenta de la maniobra se retiraron y lograron eludir el cerco. La división continuó el avance llegando a las proximidades de Tarija pero al aproximarse nota la presencia de una fuerza enemiga de considerable tamaño por lo que Paz decidió retroceder el 24 de junio. Durante la retirada las fuerzas nacionales fueron derrotadas en Cuesta de Cayambuyo y continuamente hostilizadas por los bolivianos sufriendo fuertes pérdidas. A la vez que se desarrollaban estas acciones la columna del coronel Virto también participaba en las operaciones. Esta columna había partido el 5 de junio de 1838 de San Andrés con rumbo a Abra de Zenta. En el camino se reunieron con las tropas enviadas desde Jujuy al mando del coronel Iriarte.

El 11 de junio la división se encontraba cerca de la población de Iruya donde las tropas de Braun se habían atrincherado fuertemente. Al frente de la vanguardia marchaba el coronel Rivas para tomar las alturas ocupadas por el enemigo. La compañía de “Voltígeros” del capitán Lorenzo Alvarez atacó la población con gran determinación pero fracasó. Virto mandó en repetidas oportunidades sus fuerzas contra el dispositivo boliviano pero no logró doblegarlo. Como último intento mandó la reserva pero aún así no pudo seguir avanzando por lo que debió retroceder.

El 22 de agosto de 1838 el general Heredia ordenó la retirada de las fuerzas nacionales tras haber fracasado las columnas en cumplir con los objetivos asignados. El 12 de noviembre de 1838 estalló en el noroeste argentino la rebelión dando comienzo a lo que se llamó la “Coalición del Norte”. Ese día el general Alejandro

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Heredia fue asesinado por una partida de rebeldes por lo que las acciones se vieron nuevamente detenidas.

El fin de la guerra

El 20 de enero de 1839 las fuerzas chilenas desembarcadas en el Perú al mando del general Manuel Bulnes se enfrentaron al ejército del general Andrés de Santa Cruz en Yungay, tras cinco horas de duros combates las fuerzas de la Confederación Peruano­ Boliviana fueron completamente derrotadas. Tras la batalla la confederación se disolvió. El general Velasco fue elegido como nuevo presidente de Bolivia. Las nuevas autoridades mostraron buena voluntad con respecto al problema originado años antes con nuestro país por la disputa en torno a la posesión de la provincia de Tarija. El gobierno argentino podría haber aprovechado la situación de encontrarse como vencedor para ocupar la disputada provincia, pero no lo hizo. Juan Manuel de Rosas consideró que lo correcto era que la cuestión debía ser decidida por los habitantes de la zona. Se realizó una consulta y Tarija se incorporó a Bolivia.

El 26 de abril de 1839 el gobierno argentino dio oficialmente por terminada la guerra.

Como balance de la misma se puede decir que si bien la Argentina no logró victorias decisivas durante su desarrollo sí se logró algo que fue fundamental para la Nación. Se pudieron desbaratar los planes de Santa Cruz de anexar a la Confederación Peruano­ Boliviana las provincias del noroeste por lo que se logró mantener la integridad territorial y la soberanía de la Argentina, esto es más destacable si tenemos en cuenta que por esos días la Confederación Argentina debió enfrentarse también con otra agresión desde el exterior, el bloqueo de Francia. Este fue apoyado por numerosos movimientos internos encabezados por los unitarios que no mostraron el menor escrúpulo –salvo gloriosas excepciones como el caso de Martiniano Chilavert­ a la hora de intentar derrocar a Rosas, aunque fuera con armas y dinero francés y que ello implicara la disgregación de la integridad territorial de nuestra Patria.

Sirva este trabajo a manera de sencillo y humilde homenaje a los valientes que dieron la vida en esta contienda por preservar la soberanía Argentina en esos momentos decisivos para la nación.

Fuente Mirand, Lic. Sebastián – La Guerra Contra la Confederación Peruano – Boliviana (1837­1839).

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20 de Mayo

Primera rebelión jordanista

Muerte del Gral. Urquiza en su Palacio de San José, en la noche del 11 de abril de 1870

Hacia 1870 un aire vivificador y fecundo viene de Europa. El puerto de Buenos Aires se ensancha para dar cabida a tantos barcos de ultramar. El viejo continente entra por el Riachuelo y va conquistando la ciudad y el campo. Los viejos hábitos criollos y españoles van desapareciendo ante la aparición de los que llegan de Francia, Inglaterra e Italia. Pero el país está muy pobre por esa sangría que provoca la Guerra el Paraguay y por el dinero que cuesta. Sin embargo, el pueblo se europeiza; un poco con gusto y otro poco a la fuerza, pero lo hace.

Dos elementos, que son extremos, sin embargo, se resisten a las caricias cautivadoras de la cultura europea: los últimos caudillos del interior y los nuevos intelectuales de la ciudad representados por la prensa de Buenos Aires. Tampoco se europeiza el gobierno nacional ejercido por Sarmiento que, a todo trance, quiere someter a las provincias opositoras a sangre y fuego.

En La Rioja, en San Juan, en San Luis y en Entre Ríos, los últimos gauchos se agitan ensayando chuzazos de sus ensangrentadas tacuaras. Son los resabios de una época que no quiere terminar de pasar del todo, acuciados sus instintos por la prepotencia del presidente de la República. En Buenos Aires, la prensa, no queriendo oír la voz culta que viene de Europa, imita a los caudillos del interior, agitándose contra el Presidente a quien dirige frases irrespetuosas y hasta insultos.

Mientras esa prensa dirigida por Mitre, y Juan María Gutiérrez, a quienes pronto se unirá José C. Paz, se ensaña con el Presidente de la República, José Hernández desde el “Río de la Plata” combate a Sarmiento en lo que tiene de arbitrario, pero guarda el respeto que merece la investidura de quien es Presidente de los argentinos y sofrena el desborde de la oposición.

Los propósitos de avasallamiento de las provincias por parte del Presidente que, con su excesivo personalismo “no admite más opinión ni más autoridad que la suya”, y el celoso principio de autonomía federal de los últimos caudillos, ensangrientan el país una vez más: el 11 de abril de 1870, al sublevarse en Entre Ríos el general Ricardo López Jordán, la partida que forma la avanzada revolucionaria asesina al general Urquiza en su palacio San José, de Concepción del Uruguay.

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Hacía un mes que había sido muerto bárbaramente el mariscal Francisco Solano López, con lo que la guerra con el Paraguay quedaba terminada. Pero ahora viene esta sublevación y este asesinato de Urquiza a prolongar la guerra, dentro de las propias fronteras nacionales.

En distintos lugares del norte y de Cuyo, se notan también síntomas de levantamiento contra Sarmiento, y en Buenos Aires, la oposición acepta la coyuntura para arreciar la campaña contra el Presidente. Por su parte, Sarmiento violentísimo, toma sus medidas precaucionales. Primero ha de vigilar muy estrechamente a los opositores de Buenos Aires, principalmente a los periodistas. José Hernández siente enseguida la amenaza; ve la mano férrea del Presidente que se tiende sobre su diario; algo le dicen confidencialmente sobre las intenciones de Sarmiento de clausurarle el diario y meterlo preso a él. Advierte que los esbirros lo siguen, que lo vigilan. Disimulados en los boliches de las inmediaciones; arrinconados en las esquinas cerca del Club, parados en la puerta de la Confitería, los esbirros espían a Hernández. El los conoce, está acostumbrado a ellos, ha aprendido a conocerlos allí mismo en Buenos Aires en la época de “La Reforma Pacífica”, los vio luego en Paraná, después de la caída de Pedernera, los volvió a ver en Rosario y más tarde en Corrientes. Estos esbirros tienen en todas las ciudades y todos los tiempos el mismo tipo, la misma facha, el mismo sello; tienen algo de tahur y de compadrito, campea en ellos el estigma del explotador de bajo fondo y del “pesado” de arrabal. Hernández tropieza con ellos en todas partes; mira hacia delante y los ve parados en la esquina, se vuelve, y advierte que lo siguen. Un día ve como rodean la manzana donde está la redacción. Resuelve, entonces, escribir el último editorial y clausurar el diario; estampa estas palabras: “No queremos asistir en la prensa al espectáculo de sangre que va a darse a la República…. No hemos aprendido a cortejar en sus extravíos a los partidos ni a los gobiernos, y antes de hacernos una violencia a que no se somete la independencia y rectitud de nuestro carácter, preferimos dejar de la mano la pluma que hemos consagrado exclusivamente al servicio de las legítimas conveniencias de la Patria. Dejamos de escribir el día en que no podemos servirla”. (1)

Una tarde, Hernández guarda dos pistolas en los bolsillos del pantalón, se cerciora del dinero que lleva, deja una cantidad a su esposa, Carolina, besa a sus hijos y abraza a su mujer. Y sin decir una palabra de despedida, sin mencionar para nada su partida, sale luego a pasos rápidos, sube a un coche que lo espera, y desaparece por el largo camino que va hacia la costa. Por ese camino galopa ahora con dos hombres más, por entre sauces y garabatos, como buscando algo que él sabe que tiene que estar allí. Desmontan los tres; luego conversan, se abrazan en una despedida afectuosa, y vuelven a montar. Y mientras Hernández sigue galopando hacia el norte, siempre por la costa del río, los otros dos toman el camino de Buenos Aires. A la noche, Hernández se embarca en un balandro para trasbordar más tarde, cuando la oscuridad ya es completa, a un vapor de la carrera. Al día siguiente navega por el río Uruguay esperando el momento de desembarcar para unirse a las fuerzas de López Jordán. Mientras el vapor avanza lentamente aguas arriba, Hernández cavila. Ha muerto el general Urquiza, el viejo león desmelenado de San José. Habrá comparecido ya ante el supremo tribunal para responder de los soldados que hizo sacrificar inútilmente en la batalla de Pavón, de la que él desertó.

Desde entonces había estado gravitando en la política de Entre Ríos como un peso muerto, un lastre que arrastraba hacia abajo el fervor federal y la pasión autonomista de

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la provincia. Nada se podía hacer sin su consulta, ni nada podía resolverse sin su previo convencimiento. Ante su política de entrega a la oligarquía porteña, la vieja y orgullosa soberbia entrerriana iba agachando la cabeza en una claudicación vergonzosa e indigna. El caudillo que había en Urquiza había muerto para dejar su lugar al patriarca, pero un patriarca decadente y vencido que se había convertido en un humilde vasallo del Presidente de la República. Entre Ríos, bajo la férula degradada de Urquiza, era una provincia más, sometida a la oligarquía porteña, como eran Santa Fe, Corrientes, Mendoza… No, Entre Ríos no podía sumarse a las provincias vasallas; la soberbia entrerriana no podía agachar mansamente la cabeza; las lanzas entrerrianas aún estaban cimbrantes y húmedas de sudor y de sangre. Si el sometimiento de Entre Ríos convenía a la logia de Buenos Aires de la cual Urquiza, Sarmiento y Mitre eran “hermanos”, y allí lo habían convenido, en las cuchillas entrerrianas aún quedaban gauchos dispuestos a morir por la libertad. Si bien la muerte de Urquiza era un crimen y su sangre una mancha, López Jordán era un símbolo y una bandera. Y había que seguirlo.

Días después, al rayar la aurora, Hernández desembarca en la costa del Uruguay cerca de Gualeguaychú con algunos hombres más, y todos juntos, al promediar la mañana, galopan por entre las cuchillas entrerrianas en dirección al oeste. Llevan un rumbo fijo que siguen con fidelidad de un ideal profundamente arraigado en su corazón. Todos ellos son viejos federales, soldados de Cepeda y Pavón, emigrados por la pertinacia de sus convicciones.

Al brillo del sol de mayo en la mañana esplendorosa, se muestran como vestidos de fiesta los pueblos que atraviesan, los ranchos pintados de blanco, algunos con listas o franjas rojas o celestes, a la sombra de algún aguaribay gigantesco o de un frondoso y lánguido sauce. Se apean en algunas pulperías para tomar caña o aguardiente y escuchar la conversación de los paisanos. Se confunden cuando pueden con ellos e inquieren noticias; todos lamentan la muerte de Urquiza pero nadie está dispuesto a levantarse para vengar o desquitarse de su muerte. Nadie, absolutamente nadie s emueve ni se agita en defensa del ilustre muerto, ni los gauchos, ni los militares. Entre Ríos no aplaude esa muerte, pero la justifica y se levanta como un solo hombre al grito de “¡Viva el general López Jordán!”, a quien la legislatura nombra el 14 de abril de ese mismo año, gobernador interino. (2)

Hernández, rememorando aquellos lejanos tiempos en que galopaba en el escuadrón del rengo Sotelo por los campos de Buenos Aires, piensa que en lugar de haberse adelantado en sus ideales de libertad institucional, se ha retrogradado ante el poder absorbente y centralista de Buenos Aires. Está en esas meditaciones cuando llega con sus compañeros a las inmediaciones de Durazno. Sujetan un poco el galope y entran por el callejón bordeado de espinillos. En la entrada del pueblo, un oficial se adelanta hacia ellos, por lo que ponen los caballos al paso y luego paran. El oficial les da el “quien vive” y Hernández, adelantándose, se da a conocer. El oficial es un antiguo soldado que ha estado con Galarza en Cepeda y Pavón, y por la corpulencia y el nombre reconoce a Hernández. Se saludan, se cambian unas expresiones, Hernández presenta a sus compañeros, y todos se adelantan hacia el destacamento militar. Al día siguiente, Hernández, el comandante Ezequiel Velázquez, y los compañeros de aquél, galopan por los campos de Teófilo Urquiza en el distrito de Vergara. Cerca del mediodía, en una ranchada rodeada de añosos aguaribayes, hacen alto. Momentos después bordea la cuchilla cercana un grupo de oficiales y soldados: la típica figura de criollo y de patriarca, del general Ricardo López Jordán se destaca a su frente. Hernández, sus

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compañeros y el comandante Velázquez forman militarmente tomando de la brida sus caballos. López Jordán sujeta su caballo a diez metros de sus adictos y es saludado por la modesta población de la ranchada con un “¡Viva el general López Jordán!”, que éste agradece fijando sus ojos negros y penetrantes en todos ellos. Luego desmonta y se dirige resueltamente a Hernández a quien abraza efusivamente. Los dos hombres quedan abrazados estrechamente un largo rato aumentando la emoción de los que están allí reunidos. Luego el caudillo saluda a los compañeros de Hernández y al comandante Velázquez, y se acerca a los paisanos de la ranchada, a las mujeres y los chicos; conversa con todos ellos y entra enseguida al más grande de los ranchos. Alrededor de una mesa se comunican las últimas noticias, se cambian impresiones y se toman algunas medidas para resistir las fuerzas nacionales que Sarmiento ha enviado contra Entre Ríos a las órdenes del comisionado nacional general Emilio Mitre.

Es la media tarde cuando todos montan a caballo para dirigirse al sur. Cuando está por emprender la marcha, López Jordán pide a Hernández que galope a su lado y hace constar a los presentes que desde ese momento queda incorporado a su ejército en calidad de Ayudante suyo.

Y nuevamente la vida azarosa y agitada del campamento y de la guerra para este hombre impulsado por un sino turbulento y extraño. Allá va Hernández entre los escuadrones gauchos, entre ponchos y tacuaras, atravesando campos, cruzando pagos, empujando ilusiones. Y allí, en la ciudad orgullosa y cómodo, su mujer y sus hijos añorando al ausente.

De todos los pagos, de todos los ranchos, salen hombres para unirse a López Jordán; toda la provincia se une a él como a la última esperanza de autonomía provincial, como si fuese imagen y símbolo de los valores espirituales de la tierra nativa. Paisanos que no tienen nada que esperar de esta guerra, gauchos que no ambicionan ningún bien ni ninguna prebenda, ni galones ni posiciones rentadas, nada, absolutamente nada; acuden con su caballo y su tacuara a alistarse en el ejército de las esperanzas entrerrianas. Y siguen tras de López Jordán con esa fe y esa exaltación espiritual de los prometeros tras de la imagen sagrada.

Gauchos, trasunto, esencia y sustancia de esta tierra criolla, allí, al lado de Hernández, confundidos con él, galopan, marchan silenciosamente a veces, bullangueramente otras, pero siempre tranquilos, confiados, enteros, sin reticencias y sin prevenciones. Hernández los contempla, habla con ellos, los ausculta espiritual y moralmente, y siente que en su alma se eleva como un himno de admiración y respeto por ellos.

Batalla de El Sauce

Allá, al atardecer, la tropa busca un lugar, en el repecho de una cuchilla, para acampar. Y momentos después, cuidadas las caballadas, se arman los fogones, el mate circula de mano en mano, el humo se levanta y el olorcito incitante del churrasco despierta el apetito y el buen humor. A la noche, envueltos en sus ponchos los hombres duermen sobre la tierra tres veces criolla de Entre Ríos, bajo el manto oscurísimo de la noche y el temblor de las estrellas. A la mañana siguiente, 20 de mayo de 1870, toda la tropa está a caballo al borde de la cuchilla, mientras allá, enfrente, a una legua de distancia, la avanzada de las fuerzas nacionales del general Conesa, formada en

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escuadrones por pequeñas columnas evoluciona como en día de parada. López Jordán toma sus disposiciones, y horas después chocan los dos ejércitos. De un lado, el coraje criollo sin ningún adorno ni resguardo, al aire los ponchos gauchos y las melenas nazarenas, entre el cimbrear de sus tacuaras como únicas armas; del otro, el mismo coraje ayudado por las armas modernas, el fusil de precisión y el cañón alemán rayado en media espiral, haciendo estrago en la carne gaucha. La caballería entrerriana ahuyenta a la enemiga y deshace algunos cuadros de infantería, pero careciendo López Jordán de armas de fuego modernas y suficientes, se bate en retirada.

El ejército gaucho, quebradas las más de sus tacuaras, retrocede por los campos nativos. Hernández, al lado del caudillo se siente dominado por la amargura y la rabia; echa vistazos a los escuadrones que lo rodean y parece reconfortarse con la expresión de conformidad y confianza de esos gauchos.

Batalla de Santa Rosa

¿Hay alguna esperanza de triunfo en esta guerra? No, no hay ninguna. Lo ve enseguida Hernández, pero al igual que los gauchos eso no debe calcularse, sino la justicia y santidad de la causa que se defiende. Y Hernández sigue tras del caudillo con su vida azarosa y llena de peligros, por la que quien más ronda es la muerte.

El país mira con evidente desagrado esta guerra de Entre Ríos y se admira del valor de las tropas gauchas de López Jordán. Pronto Sarmiento tiene que enviar seis generales allá, y proceder al repudiable procedimiento de las levas para formar un ejército capaz de terminar con la resistencia entrerriana. Exige un ejército de veinte mil hombres, que no logra formar, mientras López Jordán, burlando con viveza gaucha a los generales Mitre, Rivas y Conesa, toma Concepción del Uruguay, con su guarnición y su jefe, el coronel Claro Ortiz. Inmediatamente reúne a los prisioneros y los deja libres para que cada cual se marche a su provincia, a su casa. El 14 del mismo mes de julio se apodera de Gualeguaychú. Pero la artimaña y viveza gauchas terminan ante la presencia del formidable ejército nacional; el general Ignacio Rivas provisto de armas de fuego modernas, enfrenta a López Jordán en Santa Rosa, y la mortandad gaucha es impresionante.

Batalla de Ñaembé

Acorralado como una fiera por todas partes, sabe el caudillo que una fuerza nacional desprendida de Corrientes va a atacarlo por el norte. Audaz y valiente, López Jordán avanza sobre esa provincia. Mandaba la vanguardia el coronel don Pedro Seguí, la que se formaba de un regimiento de Concordia, a las órdenes del teniente coronel Lescano y mayor Cruz Pais, de un regimiento de Gualeguaychú, a las órdenes del teniente coronel Romualdo Hermelo y el mayor Diosmán Astorga, de un regimiento de Rosario Tala, a las órdenes del teniente coronel Jorge Carballo, quien desempeñaba también el cargo de Jefe de Detall y de un batalloncito a las órdenes del teniente coronel Pablo Palavecino.

Cerca de la laguna de Ñaembé, en Corrientes, el 26 de enero de 1871, las armas de fuego de alta precisión del ejército nacional van quebrando las tacuaras entrerrianas. Pero la fiereza gaucha no se rinde mientras los escuadrones conserven su formación. Alrededor de López Jordán, en pleno combate, se reúnen oficiales distinguidos y lo más escogido de sus tropas formando como un cerco en torno de su

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preciosa persona. Cuando la metralla ha abierto una ancha brecha, la caballería correntina embiste furiosa. Allí va, en primera línea la lanza terrible de José Gómez (El Bravo). Su empuje es tan fiero que llega junto mismo a López Jordán. Se cruzan las tacuaras de las dos provincias, y cuando Gómez seguido de algunos de sus más valientes soldados va a arremeter contra el caudillo, surge en el entrevero la figura pujante y avasalladora de Hernández, cuyo brazo hercúleo blande con furia invencible su pesada y larga lanza. La atropellada es terrible y lleva a Gómez, el Bravo, y a sus soldados a media cuadra de distancia para perderse enseguida en la confusión bárbara del combate. (3)

Pero la batalla está perdida. El Remington y el cañón modernos han vencido a las tacuaras gauchas. Y López Jordán ordena el toque de retirada. Al atardecer, allá junto al río Corrientes, se reúne con los pocos dispersos y acampa para pasar la noche. Al otro día el pequeño grupo emprende la retirada hacia el este, buscando la frontera del Estado Oriental. Galopan en silencio, concentrado cada uno en sus propias reflexiones. Junto a López Jordán va Hernández, caviloso, reconcentrado, con el sello de la amargura reflejado en su semblante.

Allá en Buenos Aires, ha quedado Carolina con los tres hijos. Ahora ya son cuatro sin duda, porque en el momento de partir estaba por ser madre por cuarta vez. ¿Habrá nacido ya su hijo? ¿Carolina estará bien? ¿Será niña o varón? Galopa por los campos de Corrientes entre espinillos y paja brava, entre hacienda salvaje y gentes recelosas. Han salido chasques en todas direcciones avisando a los destacamentos para que los prendan y los fusilen. ¿Se les adelantará algún chasque? ¿Llegará a avisar a algún destacamento fuerte y serán detenidos? Allí enfrente, a pocas leguas está Curuzú Cuatiá. Allí hay un fuerte contingente de soldados correntinos. El amor propio criollo le ha dictado a López Jordán no huir a la disparada, sino tranquilamente, al galope regular, como Lavalle en Quebracho Herrado y como Paz cuando en El Tío lo perseguía la patrulla que no le habría boleado el caballo si él hubiera disparado olvidándose de que era general y criollo. (4)

Así van López Jordán, Hernández y sus compañeros: al galope regular. Su amor propio de criollos no les permite disparar. Ahora deben dar un rodeo para salvar Curuzú Cuatiá que esta enfrente, a dos leguas escasas. Pero nadie dice una palabra y el caudillo va como ensimismado. De pronto levanta la cabeza, mira a sus compañeros y dice solamente que cada cual apronte las armas que tiene porque en Curuzú Cuatiá pueden ser atacados. Y avanzan resueltamente. Al atardecer llegan a los primeros ranchos del pueblo; al pasar se internan por sus callejuelas polvorientas. Salen perros a ladrarles y hombres y mujeres a mirarlos. Pero nadie los detiene. Pasan frente al destacamento policial y siguen buscando la salida del pueblo. En su límite algunos se apean en una pulpería, toman cañas, y siguen galopando hacia el este, en dirección al Paso de los Libres. Cuando llegan a Mercedes, frente a la perspectiva del destierro sienten cómo el corazón se convierte en aldabón y golpea en el pecho como si fuese la puerta del hogar distante. Hernández siente también esos golpes por dentro, y mientras los otros piden permiso al caudillo para volverse a Entre Ríos, a su casa, y doblan directamente hacia el sur, los pocos que quedan, Hernández entre éstos, siguen hacia el este buscando la costa del Uruguay. (5)

Forman ahora un pequeñísimo grupo, un puñado de hombres que llevan dentro, como en un nido, el amor a su ideal federalista. Son los últimos cruzados de una idea

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generosa que nació el mismo día que la patria, y que después de algunas victorias ha ido sufriendo derrotas hasta perderse casi, desgarrada en la fatalidad.

Galopan estos hombres guiados por el instinto gaucho de la dirección y el rumbo; parecería que avizoraran el punto de distancia, que olfatearan el camino que nunca recorrieron. En la noche, después de adquirir algún alimento en la pulpería, o de solicitarlo en algún rancho o estancia, buscan un lugar apartado del camino, cenan, toman mate al calor del fogón, hablan de las glorias pasadas y de la incertidumbre del porvenir patrio, y luego se acuestan sobre el “recao” a dormir, quedándose uno de ellos, por turno, montando guardia.

Mientras Hernández corre los azares de su vida agitada, Carolina se retira a la quinta de Mamá Totó, en San Martín. Y allí, en la misma pieza y en la misma cama en que nació José Hernández, nace el 28 de mayo de este año de 1870, su hija Margarita. Ninguna noticia tiene Carolina de su Pepe, pero sabe por los diarios las derrotas que ha sufrido López Jordán. Postrada en cama, imagina a Pepe galopando en el ejército entrerriano al lado del caudillo heroico. Un oleaje de pesimismo y de amargura refleja la imagen del ausente querido entre balas y lanzas, huyendo en derrotas, sufriendo; posiblemente herido; muerto quizás.

Mientras Isabel y Manolito juegan en la galería, y Mercedes dormita en la cuna, allí, junto a ella, está esta pequeña Margarita, recién venida a la vida, estremeciéndose en los primeros contactos con la luz del día, y moviendo sus bracitos como extendiéndolos al padre ausente, que quizás cuándo vendrá, que quizás si vendrá un día.

Añora Carolina los pocos años de ventura que ha tenido al lado de su marido y los continuos sobresaltos y angustias de la vida azarosa que le ha tocado en suerte. En la mañana tibia, abandona sus brazos a lo largo de los cobertores, y pasea su mirada por la habitación, y por el campo que se divisa distante por la ventana. Un verdor esmeralda de alfalfares y trigales se extiende hacia el norte, recortándose a la distancia por una línea de álamos y retamos que, en los claros, dejan entrever un caserío, o ranchada, donde los chicos juegan alborozados y despreocupados, mientras las madres trajinan en los quehaceres domésticos, cantando alegres y dichosas.

Allí mismo, por sobre la cabeza de Mamá Totó, que al lado del aljibe hace su acostumbrada caridad de unos reales y unas ropitas a una pobre del lugar, en el alto retamo, calandrias y jilgueros parecen rivalizar en sus trinos arrulladores como cantando un himno a la naturaleza triunfal y a la vida radiante. Solamente ella está postrada, triste, pero resignada y tranquila.

Mientras Carolina así cavila, allá, en la costa de Corrientes, a orillas mismas del río Uruguay, en el Paso de los Libres, José Hernández, Ricardo López Jordán, Juan Pirán y media docena más de federales, se disponen a abandonar la patria convirtiéndose en exiliados. Los hombres frenan sus caballos, se apean y se miran en silencio. Frente a ellos está el río, más allá, del otro lado, el Brasil, el destierro. (6) Algunos se vuelven, miran por última vez los campos de la patria, las últimas poblaciones argentinas, unas ranchadas distantes y el pueblo en que está. Y como si algo les golpeara por dentro, algunos lagrimones asoman a sus ojos. Y enderezan hacia el río: dentro de unos instantes serán extranjeros en tierra extraña, desterrados políticos, hombres que han huido de su patria por no sufrir el centralismo prepotente de la oligarquía adueñada del

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poder nacional de la República. Mientras ellos atraviesan el río, sus compañeros de revolución, los gauchos que cayeron prisioneros en El Sauce, Santa Rosa y Ñaembé, son conducidos a los cantones de la frontera, sin ley ni derecho, como botín de los ejércitos bárbaros. La orden la dicta y la firma Sarmiento en nombre de un principio civilizador y humanitario que no alcanzan a fundamentar ni explicar, los cincuenta volúmenes de sus obras completas.

Referencias

(1) La fecha de este editorial es 22 de abril de 1870. No sabemos por qué motivo la fecha y el texto de este artículo han sido alterados por algunos escritores. (2) La verdad histórica es que en Entre Ríos nadie salió en defensa de Urquiza, plegándose la provincia a López Jordán, quien llegó a contar hasta con 12.000 soldados. (3) Más tarde, Gómez dirá que buscó empeñosamente a Hernández en el combate, pero no pudo dar con él, por ir Hernández montado en un caballo muy disparador. Cargo de cobarde contra Hernández tan injustificado como de mala fe. (4) En la derrota de Quebracho Herrado, Lavalle se retiró al paso, y cuando las tropas de Oribe lo iban a cerrar, sólo dijo a uno de sus oficiales superiores: “Arroje de allí esa canalla”. Y siguió sin apurar su caballo (Lavalle, por Pedro Lacasa). Paz, es sabido que al verse perseguido sintió rubor de sí mismo de disparar, lo que permitió a sus perseguidores alcanzarlo y bolear su caballo. (5) No ha sido posible al autor hallar un itinerario que se suponga hayan seguido López Jordán y Hernández. Algunos investigadores suponen otro que el aquí seguido. (6) Según algunos investigadores, sería probable que Hernández y algunos de sus compañeros llegaron a pie al Brasil. Según otros, pasaron primero al Uruguay, después de haber retrocedido hasta Entre Ríos y cruzado el río a la altura de El Salto. Véase “Vida de José Hernández”, de José Roberto del Río.

Fuente De Paoli, Pedro – Los motivos de Martín Fierro en la vida de José Hernández – Buenos Aires (1968) Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado Monzón, Julián – Recuerdos del pasado – Buenos Aires (1929)

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21 de Mayo

Vértiz y los Alcaldes de Barrio

Alcalde de Barrio ­ Año 1812

Juan José de Vértiz y Salcedo antes de constituirse como Virrey del Río de la Plata, había sido Gobernador de Buenos Aires por un período de seis años, entre 1770 y 1776. Se caracterizó por ser un gobernante apegado al progreso, dado que, por ejemplo, en 1771 creó el primer teatro que tuvo Buenos Aires, llamado “La Ranchería”, o, incluso, se encargó de censar a la población de la campaña y la ciudad para tener una idea cabal de las distintas características de la gente de acuerdo a su ubicación social, con la aceptable idea de poner en marcha una serie de reformas para su mejoramiento.

En aquella época, Buenos Aires padeció una serie de infortunios que la hicieron peligrosa para la seguridad de las personas, por eso el gobernador Vértiz tomó cartas en el asunto y creó los Comisionados o Alcaldes de Barrio. En un bando del 21 de mayo de 1772 declaraba que “por cuanto habiendo premeditado con mucha reflexión cuán preciso es establecer en esta ciudad el aseo, limpieza y policía, que tanto conduce a la salud pública, objeto a que no pueden divertirse los jueces ordinarios sin dispendio de la debida administración de justicia y asimismo que para fomento de ésta hay urgentísima necesidad de multiplicar personas que celen las ofensas de Dios, pecados públicos, robos, muertes, heridas (…) he venido a imitación de la Capital de este Reino y otras, en nombrar diferentes comisionados, repartidos por Islas en todo el ámbito de ella, los que he procurado sean los sujetos más distinguidos, y principales, y que tengan su habitación en los Districtos que se les señalan, esperando que estimulados de sus obligaciones y de un zelo patricio desempeñen esta confianza con la maior aplicación, que corresponda a conseguir una obra no sólo importante para la felicidad de la ciudad, sino necesaria a su seguridad y servicio de Dios”. Luego se desglosan 16 disposiciones que cada Comisionado debía llevar a buen término. Al mismo tiempo, estaban repartidos en 16 distritos o zonas delimitadas dentro de la ciudad por órdenes del señor gobernador.

Atributos de los Alcaldes de Bar rio

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Los cargos de Alcalde de Barrio recaían en vecinos distinguidos, como se ve, los cuales pasaban a tener carácter de honoríficos. Duraban en sus funciones un año, y la brillante reputación social que ostentaban los elegidos como Alcaldes hacía imposible e impensada la renuncia a dicho puesto antes de que finalizara el mandato.

Las nuevas autoridades de la ley, podían controlar los precios de los géneros comestibles que se vendían en las pulperías y verificar la calidad de los productos. Mandaban controlar, a su vez, que en las pulperías, tiendas y tendejones haya, como mínimo, un farol encendido en las puertas por las noches. Podían llevar, incluso, el registro de las mudanzas y entradas que dichos locales tenían a lo largo de un año entero.

Otra de las funciones de los Comisionados de Barrio consistía en prohibir a cualquier ciudadano la fabricación de una casa si ésta no era oportunamente notificada al Comisionado de su Distrito. En este caso, el Comisionado advertido de una pronta construcción se presentaba en el lugar “con algún Inteligente o con el Piloto de la Ciudad” que se encargaba de señalar la altura donde debía ponerse el piso de la casa, “según la situación de la calle, de modo que en lo posible tengan en adelante la igualdad y proporción que deben y se eviten los pantanos por la falta de corrientes de las aguas”.

Especial empeño pusieron en preservar limpia la ciudad. Las basuras e inmundicias, como refiere la 11° disposición de 1772, debían recogerse durante el día y ser arrojadas a las zanjas o parajes durante la noche por los esclavos de los hogares, no sin una previa indicación de parte de la autoridad responsable.

Pioneros en la tarea de censar, en sus respectivos Distritos los Comisionados de Barrio realizaban matrículas que contenían, entre otros datos, el nombre de todos los vecinos, su estado civil, empleo u oficio que tengan, cantidad de hijos, esclavos y sirvientes, y otros detalles más de la tradicional vida de Buenos Aires de fines del siglo XVIII. Una vez obtenidos los datos de las familias, ningún matriculado podía mudarse a otro destino sin dar aviso al Comisionado encargado de la zona que le tocó en suerte.

Atento al auge de la delincuencia que azolaba a Buenos Aires, Vértiz dirige una carta al Cabildo con fecha 2 de diciembre de 1774, en la que pone reparos a la cantidad de “robos, muertes y otros excesos, que se cometían en esta Ciudad al abrigo de la oscuridad de la Noche”, esto en clara alusión a la falta de un sistema de iluminación que pudiera contribuir a una mayor eficacia para los encargados de resguardar el orden, es decir los Comisionados de Barrio.

Debe recordarse que unos años antes, en 1744, las autoridades de entonces dispusieron la iluminación obligatoria de tiendas y pulperías, mas ninguna legislación estaba acordada para otorgar el mismo beneficio a las calles donde prevalecían las casas particulares, donde las actividades principales se realizaban en las horas del día aprovechando la luz solar. Por consiguiente, la orden general de instaurar la iluminación para la ciudad por parte del gobernador Vértiz era algo novedoso y anhelado.

El virrey creyó indispensable que la iluminación pública iba a mejorar la función vigilante de los Comisionados de Barrio, a los que se comenzó a denominar Alcaldes de Barrio recién en el año 1774. De hecho, la iluminación ayudaría a disminuir los excesos de los que hablaba Vértiz en su carta al Cabildo. Los Alcaldes de Barrio cumplían al pie

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de la letra un manual que contenía toda una serie de detalles relacionados con la nueva luminosidad de Buenos Aires, pues se indicaba la forma de encender los faroles, cómo evitar roturas, etc., etc. El manual indicaba que “siendo tan importante la conservación y uso de los faroles de la nueva iluminación que se ha establecido en las calles principales de esta ciudad, por el bien general que resulta a todos sus habitantes, se declara a los Comisionados de Barrio, la facultad de nombrar en cada cuadra de sus respectivos cuarteles, un primer Comisario de Faroles y un segundo que le suceda”. Los Comisarios de Faroles elegidos debían ser, al igual que los Comisionados, hombres dignos y respetados, que por nada del mundo podían excusarse de la administración de los nuevos faroles.

Los Comisionados dictaminaban las formas para el cuidado de los faroles. El documento sugería “que cada individuo a quien se señalare el cuidado del farol, lo ha de limpiar, a lo menos, una vez a la semana, para que la luz sea mas clara”. Por su parte, los Comisarios de Faroles se encargaban de distribuir equitativamente los gastos que ocasionaba el sistema público de alumbrado entre todos los vecinos de la cuadra a su cargo.

Finalmente, para prevenir los delitos que con frecuencia asolaban a Buenos Aires, Vértiz le encomendó a los Alcaldes de Barrio que “las noches que tengan por conveniente, harán sus rondas los Comisionados en sus distritos, y para que los acompañen, y puedan ejecutar las prisiones de los vagos, ociosos, malentretenidos, o agresores, nombrarán por su turno, a dos o tres vecinos, quienes tendrán obligación de acompañarlos con sus armas, y ninguno podrá excusarse que no sea con legítimo motivo, pues todos se interesan en la quietud pública”. En el mismo orden de cosas, los vecinos que no querían acompañar en la búsqueda de bandidos al Comisionado, la primera vez debían pagar tres pesos de multa, y a partir de la segunda negativa, 12 pesos.

Fue el propio Virrey Juan José Vértiz el que concedió a cada Comisionado o Alcalde de Barrio de la ciudad de Buenos Aires el uso de un bastón de puño de marfil, como distintivo. Algunos años más tarde, cuando los destinos del Virreinato del Río de la Plata pasaban por Nicolás Antonio de Arredondo, se les concedió a los Alcaldes un bastón de puño de plata sin labrar, al cual se le agregó, en tiempos del Virrey Cisneros, la insignia de la Real Justicia.

El final de la institución

Denominados desde un comienzo como Diputados y Comisarios, varios historiadores alegan que el origen de los Comisionados o Alcaldes de Barrio se dio el 26 de abril de 1734. En esta primera etapa perduraron hasta diciembre de ese mismo año, para reaparecer recién en 1766 bajo el nombre de Comisarios Menores, cuya actividad quedaba reducida al cuidado de las calles. Sin embargo, en honor a la verdad, surge por primera vez el nombre de Comisionado de Barrio con el bando de mayo de 1772 emitida por el gobernador de Buenos Aires Vértiz.

El final de tan laboriosa institución parece precipitarse cuando se sanciona la ley del 24 de diciembre de 1821, la cual suprimió las actividades de los cabildos de Buenos Aires y Luján, y creó, en cambio, la Policía de Estado. Este nuevo cuerpo hizo que

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disminuyeran considerablemente las atribuciones de los Alcaldes de Barrio, pues quedaron subordinados al Jefe de Policía.

Para 1856, los Alcaldes se replegaron como meros jueces municipales de menor cuantía. Venida a menos, en 1934 la institución bicentenaria recibe su condena final tras la sanción de la ley que creaba la Justicia de Paz Letrada. El viejo Buenos Aires perdía para siempre uno de sus pilares.

Fuente Publicación del Museo Policial N°6. “Antiguos Uniformes Policiales. 1812­1936”, Buenos Aires 1974. Romay, Francisco L. Comisario Inspector (R). “Historia de la Policía Federal Argentina”, Tomo I. 1580­1820, Editorial Policial, Buenos Aires, 1980. Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, Museo de la Ciudad. “La Luz y los Porteños” (gacetilla), Imprenta de la Ciudad, 2005. Turone, Gabriel Oscar – Vértiz y los Alcaldes de Barrio – Buenos Aires (2008).

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21 de Mayo

Calixto, último verdugo colonial

En 1802 Buenos Aires tiene nuevo verdugo. Se trata del negro Bonifacio Calixto (1). Ejercerá ese oficio –y el de pregonero­ durante los últimos años del virreinato y el comienzo del período independiente. En la sesión del 22 de octubre de ese año, el Cabildo según los términos de la acordada de la Real Audiencia del 18 de ese mes, acuerda que se le satisfaga mensualmente la parte correspondiente al sueldo anual de ciento cincuenta pesos, “… con el descuento que se halla prevenido…”, que es del tercio del sueldo. Tiempo después, Calixto presenta un escrito a la Real Audiencia reclamando su salario. La petición del verdugo pasa al Cabildo “… para que con arreglo a la providencia en que se mandó hacer descuento al verdugo del sueldo que le está señalado, se satisfaga el resto”. En el Cabildo del 15 de mayo de 1804 el Mayordomo de Propios informa que en esa forma se abona el sueldo de Calixto. Los señores cabildantes deciden “… se le continúe pagando en los términos prevenidos por la Real Audiencia y se le hagan saber los descuentos y la razón por que se le hacen; y mandaron que por mi actuario se averigüe el paradero de la causa seguida contra Calixto, se vea si se hallan o no cubiertas las cantidades a que se contraen los descuentos y resultando cubiertos, lo hagan entender al Mayordomo para que le pague al verdugo íntegro su sueldo mensualmente”. Las actas no puntualizan el motivo de esos descuentos. La existencia de una causa, cuyo paradero debía averiguar el escribano del Cabildo, demuestra que el negro Bonifacio Calixto, como algunos otros de sus antecesores en el oficio, no es precisamente lo que se llama trigo limpio. Debe, pues, estar condenado a indemnizar alguna picardía contra los bienes ajenos. Si no es la primera, por cierto no será la última vez que su comportamiento incremente el trabajo de la justicia y del Cabildo.

Mientras la ciudad goza la euforia de su Reconquista y rendición de los invasores ingleses, en setiembre de 1806 el negro Calixto se da a la fuga, dejando a Buenos Aires sin pregonero ni verdugo. En sus malandanzas por la ciudad y sus alrededores, se introduce en la iglesia de San Isidro Labrador, y sustrae diversos elementos destinados al culto. El cura párroco, Bartolomé Márquez, por oficio del 1º de diciembre de 1806 (2), comunica al alcalde de primer voto, Francisco Lezica, la siguiente nómina de lo sustraído y su correspondiente valor: “Casulla nueva de espolín verde, con manípulo y

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estola, $ 50; cáliz de plata sobredorado, con sobrepuesto dorado, que pesaba treinta onzas, $ 30.­; labrado de la misma, $ 30.­; dos albas de Bretaña, de Francia, con sus encajes y amitos, que eran usadas, $ 20.­; platillo de vinajeras, de plata, $14.­ y paño de comulgatorio, $4.­”.

El total de lo sustraído suma ciento cuarenta y ocho pesos, casi un sueldo anual de verdugo y pregonero. Conforme a derecho, el hurto comprende cosas sagradas y su pena debía ser grave. Antonio de la Peña en su tratado dice: “Advierta mucho el juez, que entonces tendrá pena de muerte el que hurtare alguna cosa de la iglesia, cuando hurtare alguna cosa santa o sagrada conforme a la ley de Partida (1, 18, T. 14, P.7), y cosa sagrada es la custodia, el ara, el cáliz y las vestimentas sacerdotales, pero las otras cosas que no pertenecen al ornato y culto divino no se dicen sagradas, como las vinajeras, o el frontal, que se pone en el altar. La cruz se dice sagrada y santa…” (3). Sin embargo, no le va tan mal a Calixto en este asunto. Vuelto al redil y a sus oficios de verdugo y pregonero, es condenado a restituir el importe de lo hurtado. En el Cabildo del 11 de mayo de 1807 se procede a liquidar la cuenta de los sueldos caídos. Resulta que se le deben doscientos cincuenta y nueve pesos cinco reales. Se ordena que el Mayordomo de Propios proceda a distribuir esa suma en esta forma: “…Al cura de San Isidro don Bartolomé Márquez, o a quien lo represente, 148 pesos; al escribano don Mariano García Echaburu, 46 pesos 4 reales; recibiese en si por los gastos causados en la fuga que ejecutó Calixto en setiembre del pasado año, 28 pesos; y le entregase a éste el saldo a su favor de 37 pesos 1 real”.

Los acontecimientos de 1810 no modifican la situación del negro Calixto como verdugo de Buenos Aires. Despiertan, en cambio, el deseo de mejorar su estado económico. En setiembre de 1810 hace dos presentaciones a la Real Audiencia, integrada ya por conjueces y no oidores, criollos y abogados del foro. En la primera pide una asignación anual de quinientos pesos de sueldo. Por la segunda reduce su aspiración a trescientos pesos anuales. Ninguna de las dos tienen buen suceso. Su sueldo queda inamovible en los ciento cincuenta pesos establecidos.

El origen de la preocupación de Calixto por mejorar su situación económica queda revelado al poco tiempo por la presentación que hace al Cabildo Norberto Pando, dueño de la esclava Tomasa. Calixto tiene un motivo plausible para mejorar su suerte: esta enamorado, y quiere libertar a su amada y casarse. Manifiesta Pando que cuando Tomasa ya estaba colocada en una tropa de carretas para ser conducida al interior del país, fue detenida por orden del anterior alcalde de primer voto y puesta en la cárcel. Pando explica que la detención “la causó el que el verdugo Bonifacio Calixto había intentado, y aún subsistía en la idea de casarse con dicha esclava, para lo cual quería libertarla, contando con que este Excelentísimo Cabildo le franquearía el dinero para ello”. El amo desposeído de su esclava urge en su presentación al Cabildo a que resuelva de una buena vez el asunto. Tomasa lleva ya meses en la cárcel. Activo estuvo Calixto para convencer al alcalde de primer voto del año anterior a fin de no perder de vista a su dulce tormento. En la sesión del 7 de diciembre de 1810 el Cabildo, con los antecedentes a la vista, hace comparecer a Pando, al verdugo Calixto y al alcalde de la Cárcel. Oídos los interesados –uno en sus pesos y otro en su idilio­, constando por informe del contador que Calixto tiene vencido casi todo el sueldo del año, el Ayuntamiento decide facilitar la compra de Tomasa. Se acuerda, por lo tanto, que se pague a Norberto Pando la cantidad de doscientos setenta y ocho pesos fuertes “… por lo que tiene vencido del año el verdugo Calixto y a cuenta de lo que fuere devengando de sueldos, debiendo proceder el otorgamiento de la escritura de libertad

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por parte de Pando a favor de la esclava Tomasa, con la precisa calidad de que esta no ha de disfrutarla ni separarse del lugar donde se halla hasta que haya cubierto dicha anticipación el verdugo Calixto, en lo que manifestó éste absoluta conformidad después de bien explicadas las condiciones”. Significa esto que Tomasa debe permanecer depositada hasta que Calixto, con su futuro sueldo de 1811, pueda completar el reintegro del dinero adelantado para cubrir el costo de su manumisión.

En el Cabildo del 11 de junio de 1811, a su pedido, se dispone que, a cuenta de su sueldo, se entreguen al verdugo Calixto doce pesos fuertes para su casamiento.

¿Se casó el verdugo Calixto con su amada Tomasa? Es posible. Pero su felicidad conyugal no será muy prolongada. Muy pronto Calixto es detenido por otra de sus tropelías y se encuentra impedido de ejercer su oficio. La situación preocupa y alarma al Cabildo. En su sesión del 5 de diciembre de 1811 se acuerda remitir oficio al Superior Gobierno solicitando “… que respecto a hallarse la ciudad sin verdugo por la prisión del negro Calixto en el Regimiento Nº 1, que es el único que hay y que quiso serlo, a que por este defecto se halla sin ejecutor la Justicia, especialmente en la Causa concluida y ejecutoriada contra los reos Jorge Ponce de León, Manuel Antonio Viera, Olegario Pérez, José Martínez, Narciso Zavala y Antonio Osores, condenados todos a azotes, por las calles públicas unos y dentro de la Cárcel otros, por haber falseado los calabozos con llaves de estaño en la noche del seis al siete de octubre último, y a que por aquella falta no se reconocen las prisiones, hallándose por esto deschavetados los grillos, lo que no sucedería si se hallase en la Cárcel el dicho oficial público, por ser el especialmente encargado de estas requisas; se le haga venir a la Cárcel, y se le conserve en ella en prisión, sin perjuicio del curso y resultas que pueda tener el delito por que está procesado”. Por lo que se advierte, en ese tiempo el verdugo, importante “oficial público”, no sólo atiende a las ejecuciones de la pena capital y la de azotes, públicos o reservados, y a la aplicación de la tortura judicial. A falta de otro personal, tiene a su cargo tareas relativas a la seguridad interna de la cárcel, como la verificación del correcto estado de los medios de sujeción aplicados a los presos.

Entretanto, como conjetura Fitte (4), es posible que el 11 de diciembre Calixto haya procedido a colgar en la horca los cuerpos de los cuatro sargentos, dos cabos y cuatro soldados del Regimiento 1, ajusticiados por un pelotón de fusileros por su participación en el famoso “motín de las trenzas”.

Ante las razones expuestas por el Cabildo, el Gobernador Intendente, por oficio del 28 de enero de 1812, contesta que “… sin embargo de hallarse el verdugo en la cárcel pública en calidad de preso, puede ejercer desde luego las funciones de su oficio”. En el Cabildo del 31 de enero se toma conocimiento de la autorización del gobierno y Calixto continúa en funciones.

No conocemos el fin del negro Calixto. Por sus antecedentes penales, bien pudo ser el de “ladrón famoso”. A partir del 1º de setiembre de 1812 tiene reemplazante en José Díaz. La Cámara de Apelaciones, que ese año sucede a la Real Audiencia, por acuerdo del 3 de diciembre ordena: “Pásese al Exmo. Cabildo la correspondiente acordada para que se satisfaga al verdugo José Díaz los ciento cincuenta pesos de sueldo, como lo ha hecho en los anteriores, según lo informa el señor alguacil mayor”. Así se hace en el Cabildo del 15 de diciembre. (5)

Meses después, la Asamblea General Constituyente, reeditando un decreto de las Cortes de Cádiz, por ley sancionada el 21 de mayo de 1813 establece: “la prohibición del

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detestable uso de los tormentos, adoptados por una tirana legislación para el esclarecimiento de la verdad e investigación de los crímenes; en cuya virtud serán inutilizados en la Plaza Mayor por mano del verdugo, antes del feliz día 25 de mayo, los instrumentos destinados a este efecto”. El 23 de mayo, en presencia del alguacil mayor, el verdugo arroja al fuego la silla de tormentos existente en la cárcel. Es la hora más gloriosa de Calixto y sin duda su faena más aclamada. Pero el acto es un poco su “harakiri”. La disposición de la Asamblea clausura una de sus fuentes de trabajo arancelado. En adelante –y hasta después de la organización nacional­, el verdugo se limitará a la ejecución de las penas de muerte y de azotes.

Referencias

(1) Archivo General de la Nación, Acuerdos, serie IV, I, pp. 165­12; 485; y 693­95.

(2) Francisco Luis Romay, Verdugo y ladrón sacrílego, en “Historia”, Buenos Aires (1956), Nº 3, p. 181.

(3) Manuel López­Rey y Arrojo – Un práctico castellano del siglo XVI (Antonio de la Peña), Madrid, T. XV (1962), pp. 5­21.

(4) Ernesto J. Fitte – El motín de las trenzas, Buenos Aires, 1960, página 138.

(5) Archivo General de la Nación, Serie IV, V, p. 57.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

García Basalo, J. Carlos – Patíbulos y verdugos

Todo es Historia – Año XII, Nº 132, mayo de 1978.

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21 de Mayo

Asesinato de Zacarías Segura

Zacarías Segura fue secretario y escribiente del coronel Juan Santos Guayama. Con él asistió al combate de “El Garabato”, en febrero de 1869, contra las fuerzas del comandante Ricardo Vera; al de “Chepes” contra el comandante Flores, y por último al de “Las Jarillas”, librado el 27 de marzo de 1869, contra las tropas mandadas por el mayor Antonio Loyola.

Allí fue hecho prisionero Segura, y trece individuos más, llamados: Carmen Navarro, Juan Maure, Francisco Pereyra, Rosario Toranzo, Manuel González, José Ordenes, Eusebio Córdoba, Tristán Farias, Ramón Sánchez, Simón Pereyra, Juan A. Burgos, Isidoro Hermosilla y Bernabé Aguilera.

El general José Miguel Arredondo, Jefe de las Fronteras de Córdoba, San Luis y Mendoza ordenó de inmediato al capitán Simeón Lucero la instrucción del sumario para que los nombrados individuos fueran juzgados en Consejo de Guerra verbal, bajo la imputación de haber acompañado a Guayama.

Simeón Lucero, capitán del batallón 1º de Guardias de San Luis, nombró secretario al ayudante mayor 2º del Batallón 12 de línea, don Sócrates Anaya, iniciando la instrucción del sumario el 8 de mayo.

Casi todos los procesados dijeron que Segura era “escribano” de Guayama; algunos creían que era “oficial” porque llevaba espada. El mayor Antonio Loyola dijo que Segura servía a la montonera en calidad de secretario o mayor, como se demuestra por el cuaderno de órdenes que le fue tomado. A juzgar por la hermosa caligrafía y la complicada rúbrica con que suscribe el acta del juicio verbal, era más hombre de péñola que de espada. Sin embargo, fue tomado con las armas en la mano.

El 12 de mayo, el general Arredondo, ni corto ni perezoso, nombró el Consejo de Guerra, presidido por el sargento mayor Julio Ruiz Moreno, que integraban como vocales los capitanes Salvador Tula, Patrocinio Recabarren, Martín Viñales, Luis Lucero, Ramón Echegoyen y Pedro Páez. El consejo se reunió el mismo día, actuando

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como defensores el capitán Sebastián Hernández y el ayudante mayor Píoquinto Lucero y como “juez fiscal” el mismo mayor Simeón Lucero, que había instruido el sumario.

Al día siguiente tuvo lugar la vista de la causa. Segura, no obstante presentir su fatal destino, suscribió con mano firme el acta del comparendo. Sus compañeros de infortunio, analfabetos todos, la signaron estampando, en cambio, a guisa de firma, toscas y vacilantes cruces, que imprimen a esta página del proceso un sentido fuertemente evocador y emotivo.

El mismo día el Concejo de Guerra, por “mayoría de votos”, sin expresar cómo se distribuyeron, condenó a Segura a ser pasado por las armas, “con arreglo a lo prevenido en las reales ordenanzas”, tomo 1º, página 180, párrafo 204, en atención al carácter de escribiente o encargado de la mayoría de las fuerzas del referido Guayama.

A los demás individuos se les condenó a diez años de servicio en los cuerpos de línea, con excepción de Simón y Faustino Pereyra, que fueron absueltos y liberados.

El 17 de mayo el general Arredondo aprobó la sentencia, en Mercedes, pasando los antecedentes al fiscal para su cumplimiento. El 21 del mismo mes se cumplió en San Luis, fusilando a Segura a la vista de las tropas, que desfilaron después ante su cadáver, bajo el lúgubre redoble de los tambores.

El general Arredondo elevó los antecedentes al Ministerio de Guerra y el 14 de junio se suscribió el siguiente decreto: “Aprobado. Avísese en respuesta y archívese – Sarmiento­ M. de Gainza”.

Este hecho, dramático episodio de la montonera indómita y levantisca, tuvo inmediata repercusión parlamentaria, bajo el influjo candente de la política quitada por las pasiones del momento.

El 16 de junio de 1869, el senador Salustiano Zavalía interpeló al Ministro de Guerra y solicitó que el alto cuerpo declarase que la ejecución de Segura, ordenada y cumplida en las circunstancias que acabamos de expresar, era contraria a las garantías constitucionales; que significaba la aplicación de la pena de muerte por causas políticas; que había sido proveída fuera de la jurisdicción competente y quebrantando la forma de procedimientos, por lo cual correspondía librar oficio al Poder Ejecutivo para que ordenase la acusación del general Arredondo y sus cómplices.

La interpelación se desarrolló en la sesión del día siguiente, a la que asistieron los ministros de Guerra, del Interior, de Relaciones Exteriores y de Justicia e Instrucción Pública, como también una nutrida y bulliciosa barra, lo que prueba la importancia y el sentido político que se asignaba al asunto.

Los representantes del Poder Ejecutivo sostuvieron que la ley del 14 de septiembre de 1863, invocada por el interpelante, no había alterado la jurisdicción de los tribunales militares; que a ellos estaba atribuida la competencia del asunto de acuerdo con las leyes recopiladas, que autorizaban a considerar a estos reos como simples asaltantes de caminos, pasibles de la pena capital.

Insistió el senador Zavalía en su tesis, apoyándola en la reciente jurisprudencia de la Suprema Corte, en su fallo del 13 de mayo de ese mismo año.

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El caso del fallo era el siguiente: una partida de 12 hombres de la montonera de Felipe Varela fué batida en la Quebrada del Toro (Salta) por la Guardia Nacional, muerto el capitán y teniente que la mandaban y capturados 10 soldados, que fueron puestos a disposición del Juez Federal de Salta, Dr. Opolinario Ormaechea.

El general Ignacio Rivas reclamó el conocimiento de la causa. El juez mantuvo su competencia y la Suprema Corte confirmó su resolución, por unanimidad de votos.

El asunto alimentó el debate político. El general Mitre, en la sesión del 19 de junio, al tratarse la cuestión de San Juan, dijo que .la ejecución de Zacarías Segura era un asesinato.

En la sesión del 24 de julio urgió el despacho del asunto insistiendo en que se recabara el proceso y demás antecedentes, porque era necesario hacer la luz, ya que las represiones bárbaras se repetían. Acaban de ser asesinados ahora ­decía­ dos infelices guardias nacionales en cepo colombiano, un Mateo Jofré y un David Barrionuevo en la misma provincia de San Luis y en los cuarteles del mismo general Arredondo.

El Senado resolvió, al fin, por catorce votos contra ocho, pedir los antecedentes requeridos. El Presidente Sarmiento los envió, adjuntos a un mensaje, que suscribe con él su ministro Mariano Varela, no sin formular serios reparos a la pertinencia constitucional de esa medida.

Desde entonces el proceso duerme en el archivo del Senado, donde nos ha sido dable leerlo, y conocer casi setenta años después, las emocionantes páginas de aquel lejano drama.

El caso de Zacarías Segura sirvió más tarde al comentario de nuestros constitucionalistas, en los capítulos relacionados con la competencia de los tribunales militares y aplicación de la ley marcial.

Sarmiento “el civilizador”

El gobierno de Sarmiento fue pródigo en hechos atentatorios contra las autonomías provinciales, en lo que siguió la política represora de su antecesor (Bartolomé Mitre). Intervenciones, fraudes, incursiones armadas, persecución, estado de sitio, fueron armas habituales de Sarmiento contra la “barbarie” provinciana. En 1869, estando el país en guerra con Paraguay, se gastaron $4.248.200 en la represión del federalismo provinciano, mientras que la primera sólo insumió $ 3.647.952.

“La Prensa”, en su edición del 1º de agosto de 1875, refiriéndose a la actuación de Sarmiento como presidente, llegaría a estampar en sus columnas estas palabras: “El recuerdo de los hechos de sus últimos tiempos, de esa sombría serie de matanzas ordenadas por él, que han hundido para siempre su nombre en un charco de humeante sangre humana, nos llena de repugnancia y horror”.

Interviene Corrientes, donde impone como gobernador a José M. Guastavino; a San Juan donde depone al gobernador Manuel J. Zavalla; a Salta donde Roca termina con Varela. En Loncogüé, ochenta hombres enviados en castigo por Urquiza a la frontera con el indio en Buenos Aires, se sublevaron. Fueron fusilados doce de ellos, y Sarmiento ordenó quintar al resto pasando por las armas a los que les tocara por sorteo. Poco después es fusilado Zacarías Segura

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Fuente

Cutolo, Vicente Osvaldo – Nuevo Diccionario Biográfico Argentino – Buenos Aires (1985)

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Landaburu, Laureano – Episodios Puntanos – Buenos Aires (1949)

Petrocelli, Héctor B. – Historia Constitucional Argentina – Keynes – Rosario (1993).

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21 de Mayo

Casa y Palomar de Caseros

Palomar de Caseros ­ Provincia de Buenos Aires

Nadie, pero absolutamente nadie, podría poner en tela de juicio que el lugar donde hoy se haya emplazado el Colegio Militar de la Nación es un sitio histórico de nuestra patria. Ese fue el espacio físico que la historia le asignó a la gran derrota nacional, una madrugada de comienzos de 1852, donde muchos criollos dieron su existencia heroicamente. Allí, en el mismo hecho de armas, peleó corajudamente un coronel rosista que, con el correr de los años, se convertiría en un respetadísimo lugarteniente del caudillo federal Felipe Varela: hablamos de Juan de Dios Videla. Él, como tantos otros, fue uno de los bravos patriotas que padecieron el escarnio de una Argentina perseguida, secuestrada y criminalizada por la masonería unitaria a partir del combate que libraron en Caseros.

Pero, ¿qué se sabe de este lugar, aparte de que allí se desencadenó la batalla de Caseros y de que, al presente, cobija las instalaciones del Colegio Militar de la Nación? A decir verdad, muy poco es lo que se sabe, y de esa infinita necesidad por mostrar los lugares donde se ha escrito la historia argentina, es que redactamos este tipo de notas.

Rescatada de un añejo fascículo semanal de la colección “Crónica Histórica Argentina”, del 2 de enero de 1969, pasamos a transcribir una referencia encontrada sobre el “Museo Histórico de El Palomar de Caseros, de Buenos Aires”, según reza su título. Y porque la patria también queda reflejada en sus monumentos y edificios, aquí lo enunciado:

En jurisdicción del Colegio Militar de la Nación, en la localidad bonaerense de El Palomar, a unos 20 kilómetros de la Capital Federal, se hallan este Museo, el campo donde tuvo lugar la batalla de Caseros y el palomar histórico. La designación Casa de Caseros ­hoy sede del Museo­ se origina en el apellido de su primitivo propietario, don Diego Cassero o Caseros, quien adquirió la posesión en el Pago de las Conchas a Isidro Burgos, el 21 de julio de 1781. Según asienta Cassero en su testamento, construyó el edificio principal en 1788, con veinticuatro habitaciones y un mirador en una de sus esquinas. Ciento treinta mil frutales le dieron el nombre de Monte Caseros.

El día anterior a la batalla, sirvió de alojamiento y punto de reunión de los jefes del ejército federal, y durante su desarrollo fue la posición fuerte en que se apoyó el ejército de Juan Manuel de Rosas. El sector de la casa se encontraba protegido por diez piezas de artillería y el batallón de Tenientes Alcaldes. El ataque a las fortificaciones de Caseros (casa, palomar y una línea de carretas) estuvo a cargo del batallón de voltigeros

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(tiradores) [Eran de la División Oriental, o sea, del Uruguay] al mando del teniente coronel Palleja. La actual sede del Museo fue entonces banco de sangre y hospital de campaña y allí mataron al cirujano Claudio Cuenca al pedir clemencia para los heridos.

En el año de la batalla la propiedad pertenecía a don Simón Pereyra; sus descendientes, señoritas María Antonia y María Luisa Pereyra Iraola, donaron al Estado la casa y el palomar, rodeados por diez hectáreas de campo. Debidamente restaurados, la casa y el palomar han sido declarados lugar histórico y monumento histórico, respectivamente, por decreto del 21 de mayo de 1942.

Seis amplias salas guardan el patrimonio de este Museo. La de mayor significación es la denominada Sala de las Reuniones Preliminares del Pacto de San José de Flores. En ella una placa señala: “En este solar el 5 de noviembre de 1859 se reunió la Primera Conferencia de Delegados y se fijaron las bases de la pacificación nacional que culminó en el Pacto de San José de Flores”. En las salas Caseros, Sala de Armas, Organización Nacional y Campañas al Desierto se exhiben documentos, piezas iconográficas, uniformes y otros materiales vinculados con la batalla. Son de interés una caja de caudales y una petaca de cuero que pertenecieron a Rosas; armas, balas de cañón y otros objetos encontrados en el campo de batalla; una reproducción del uniforme de gala del mariscal Solano López.

El palomar es una curiosa obra circular destinada a la cría de palomas, para lo que cuenta con innumerables nidales realizados con ladrillos, donde todavía hoy, gran cantidad de aquellas aves viven y se reproducen. La construcción incluye tres pisos concéntricos, galerías, interiores y depósitos.

Acceso: desde la Capital Federal, 22 km por la Ruta Nacional N° 201.

Fuente

Crónica Histórica Argentina, Fascículo Semanal Coleccionable, 2 de Enero de 1969.

Turone, Gabriel Oscar. “La Casa y el Palomar de Caseros, reliquias de 1788”, Noviembre de 2009.