Semanario 9

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Semanario de Efemerides Argentinas

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30 de mayo

Pedro Antonio Cerviño

Cor onel Pedr o Antonio Cerviño (1757­1816)

Nació el 6 de setiembre de 1757 en Santa María de Moimenta, jurisdicción de Baños, Concello de Campo

Lameiro, Galicia, España. Fueron sus padres, Ignacio Cerviño y Leonor Núñez, quienes contrajeron matrimonio el 3 de diciembre de 1753, en Los Baños, Pontevedra, España. Pedro Antonio Cerviño tuvo su bautismo infantil el 27 Octubre 1757 en Los Baños, Pontevedra, España (Parroquia Santa María de Moimenta). Educado en la Academia Naval de Ferrol, vino al Río de la Plata en calidad de ingeniero de la Comisión demarcadora de límites con Portugal, enviada por el Rey para la ejecución del convenio celebrado el 11 de octubre de 1777. Es posible que Cerviño haya llegado a Buenos Aires conjuntamente con Félix de Azara, de quien era amigo personal y al que acompañó para secundarlo en la comisión demarcadora que se confió a aquel erudito para fijar los límites de la provincia del Paraguay.

Pedro Antonio Cerviño ha sido uno de los españoles que han prestado mayores servicios y de los que más se han distinguido en el Virreinato del Río de la Plata, habiendo sido no sólo un inteligente colaborador de Azara en sus trabajos oficiales de demarcación, sino también un excelente naturalista y geógrafo. El 28 de diciembre de 1781 fue designado Geógrafo de la línea divisoria, nombramiento que fue confirmado por resoluciones del 24 de mayo y del 10 de julio del año siguiente. El 3 de noviembre de 1783 era destinado como ingeniero de la 3ª partida de la línea divisoria. En aquella época penetró en el Chaco, hacia el naciente de Santiago del Estero, con Miguel Rubín de Célis, oficial de la Real Armada, para reconocer el hierro meteorítico, que ha sido objeto de investigaciones ulteriores. A él se debe el croquis de la expedición y los dibujos del legendario “Mesón de Fierro”, meteorito extraviado desde 1783, en las planicies del sudoeste chaqueño.

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Félix de Azara dio por terminada su comisión en 1792, la que fue constantemente obstruida por la infidencia de los representantes portugueses. Cerviño regresó entonces a Buenos Aires, donde se estableció definitivamente y continuó prestando servicios de importancia. Espíritu liberal y progresista, fue uno de los más decididos partidarios en el seno del Consulado, de las ideas y planes económicos del joven secretario Dr. Manuel Belgrano. Con este motivo, Cerviño presentó a aquel Tribunal una extensa exposición en la que desenvolvía sus propias ideas, apoyando las de Belgrano y desacreditando el monopolio. Por esta razón, el Prior pidió que se mandase recoger y quemar el borrador, por contener, entre otras, la siguiente proposición herética: “Nuestras embarcaciones irán a los puertos del Norte. Los españoles harán sus compras en las mismas fábricas”. Martín de Alzaga respondió a Cerviño, rebatiendo sus puntos de vista.

Una de las primeras obras que ideó el Consulado fue la construcción del muelle de Buenos Aires y para llevarla a cabo, encargó a los matemáticos Cerviño y Gundin levantar un plano del puerto, haciendo sondear el río. Y con la aprobación del Virrey se había iniciado la ejecución de la obra en 1799, cuando llegó la desaprobación de la Corte y fue necesario interrumpirla.

Más tarde, cuando gracias a los esfuerzos de Belgrano, el Rey consentía en la creación de una Escuela de Náutica, la que fue instalada el 26 de noviembre de 1799, el ingeniero geógrafo Pedro Cerviño y el agrimensor Juan Alsina, obtenían las cátedras por oposición, siendo Azara uno de los examinadores. Allí enseñó matemáticas, geometría e hidrografía, junto con el salteño Francisco Gavino Arias (1732­1808).

Con motivo de la distribución de premios en aquella Escuela, el 13 de marzo de 1802, Belgrano pronunció un discurso, en el que se expresó así: “Don Pedro Antonio Cerviño, a quien todos conocemos, es acreedor a estos títulos. Las pruebas que ha dado en servicio del Monarca y del Estado en obsequio de los particulares y de cuantos han ocupado sus talentos justificarían mi proposición, pero no hablo a esos, no, ya sabéis su desinterés, su sabiduría y su aplicación manifestadas en esta academia. Cerviño llevado sólo del deseo de propagar sus ideas y de ser útil al Estado, se presenta gustoso a la palestra, obtiene la victoria como un valeroso atleta, da a conocer sus talentos e instrucción y los examinadores a pública voz lo proclaman primer Director; defiere este Consulado al justo voto, le confiere la plaza y le posesiona de ella bajo la condición predicha”.

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Por orden del Virrey Avilés, levantó un plano general de Buenos Aires y practicó estudios topográficos en la Ensenada de Barragán, y al miso tiempo que se ocupaba de estos trabajos de carácter local, Cerviño seguía el movimiento intelectual del viejo mundo, siendo su casa el centro de reunión de los pocos hombres de labor literaria y científica con que contaba por entonces la capital del Virreinato. Fue también colaborador del “El Telégrafo Mercantil”, dirigido por el coronel Cabello y Mesa, así como también, de “El Semanario de Agricultura y Comercio”, dirigido por Hipólito Vieytes.

Durante las invasiones inglesas combatió valerosamente al frente del Tercio de Gallegos, en calidad de comandante, cuerpo que sumaba 510 hombres y del cual recibió la confirmación de su cargo de teniente coronel por Real Orden expedida en Sevilla el 13 de enero de 1809. Durante los agitados días de mayo de 1810, sus ideas fueron así formuladas: “Que se forme una junta de Gobierno de vecinos buenos y honrados a elección del Excelentísimo Cabildo, que a nombre del Rey Nuestro Señor Don Fernando Séptimo, atienda a la Gobernación y Defensa de estos Dominios, cuyo presidente, puede ser el Excelentísimo Señor Virrey, convocado a las ciudades interiores para que también sus vocales vengan”. Aparte de algunos adherentes civiles, el único voto de militar que obtuvo esta propuesta fue el del comandante Terrada.

Establecida la Junta, Cerviño fue uno de los pocos peninsulares que se puso a su servicio. Cuando en 1812 el gobierno creó la Academia de matemáticas, Cerviño fue nombrado su director. En 1814 levantó un plano topográfico de la ciudad, muy curioso, que se conserva en el museo de San Fernando, el que fue grabado en Londres, en 1817.

Este ilustrado español que tantos servicios prestó a nuestro país, falleció en Buenos Aires, el 30 de mayo de 1816, siendo sepultado su cadáver en el convento de San Francisco. Se había casado con María Bárbara de Barquín y Velasco Tagle Bracho el 9 abril 1802 en Buenos Aires, en la iglesia de Nuestra Señora de la Merced.

Fuente

Ayuntamiento de Campo Lameiro; A Lagoa. Praza da Provincia de Pontevedra.

Genealogía de los Tagle – Personal Ancestral File.

Turone, Oscar A. – Meteoritos – Historias caídas del cielo

Yaben, jacinto R. – Biografías argentinas y sudamericanas – Buenos Aires (1938).

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30 de mayo

El empréstito de Londres

Baring Brothers

Entre los varios legados de las administraciones Unitarias, todos ominosos para el país, hay uno que gravita sobre el honor y la fortuna pública del Estado: el empréstito de Inglaterra, que a nadie aprovechó sino a sus autores. Fue contraído en los días más prósperos de la República, en el seno de la paz, en la calma de las pasiones, y cuando los capitales afluían por todas partes para explotar nuestro comercio y fomentar nuestra industria.

El gobierno, sin más gastos que los muy precisos de la administración, se empeñó en las operaciones de crédito, por un espíritu de imitación a lo que se practicaba en Europa, y para justificar sus procedimientos, hizo insertar en los diarios varios artículos sobre la utilidad de endeudarse. El público no quedó convencido, y el gobierno tuvo que buscar otros arbitrios para conseguir su intento.

Lo que más cuidado daba entonces era la inseguridad de nuestros campos, expuestos a las frecuentes y desastrosas incursiones de los indios. Todos decían: “¡Oh, si se lograra asegurarlos!” En estas palabras se fundó el proyecto del empréstito, ni fue difícil realizarlo. Era la época de las ilusiones, y no se perdonó medio para fomentarlas. El objeto principal del empréstito era la fundación de colonias agrícolas en la nueva frontera, pero lo que se hizo valer más para estimular a los prestamistas, fue la facilidad con que brotaba el oro y la plata en algunas de nuestras provincias del interior. Se organizaron compañías, se nombraron agentes, se enviaron facultativos, y antes que llegaran los informes, se concluyó el negocio del empréstito. La suma demandada era de un millón de libras esterlinas, equivalentes a cerca de cinco millones de pesos fuertes; pero quedó reducida a 700.000 libras esterlinas, por haber sido negociados al 70 por ciento. Cuando llegaron los fondos, ya habían variado los pareceres sobre el destino que debía dárseles. Se puso de un lado el proyecto de las colonias agrícolas, y se discutió si debía darse la preferencia a la construcción de un puerto con todos sus accesorios, o al establecimiento de un banco. Después de varios debates, se decidió que se fundase el banco, en que el Gobierno debía entrar como principal accionista, dándole lo que quedaba del empréstito. Se hicieron muchos cálculos para probar las grandes ventajas que resultarían al gobierno y al público de este modo de disponer de los fondos,

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y con estas esperanzas se aplaudió mucho el acierto que se había tenido en endeudarse. Pero no pasó mucho que empezaron a aflojar los resortes del Banco, y llegaron las cosas a tal extremo, que fue preciso sostenerlo con emisiones, y con otras medidas ruinosas, que lo desacreditaron completamente a los pocos años de su institución. Entretanto quedaban en pie los derechos de los prestamistas, y el Gobierno tenía que ocuparse cada año en el Mensaje de sus reclamaciones, manifestando, no sin disgusto, la imposibilidad de atenderlas por el apuro en que se hallaba el erario. Estas razones eran positivas, pero no satisfacían a los acreedores, que insistían en solicitar el pago de la deuda.

Tal era el estado de este negocio a la llegada del Sr. Falconnet, representante de los Sres. Baring y Hermanos, y demás accionistas del empréstito de Londres. Manifestó el objeto de su misión, y la confianza que ponían sus representados en la lealtad y justicia del Gobierno de Buenos Aires. La contestación a esta nueva demanda era más fácil que nunca. El comodoro Purvis, sin ninguna provocación, y contra las órdenes de su gobierno, hostilizaba a la Confederación Argentina, tomando bajo su protección al gobierno intruso de Montevideo y a los salvajes unitarios que lo sostienen. Esta intervención caprichosa y culpable de un jefe de la marina británica contribuía a prolongar la guerra, y a mantener el tesoro público en la imposibilidad de hacer frente a más gastos que a los ordinarios de la provincia.

Los atentados del comodoro Purvis eran tan evidentes como incontestables sus consecuencias. Todo lo que se oponía al restablecimiento del orden había desaparecido; a los que lo habían perturbado no quedaba más abrigo que Montevideo, cuya ocupación no presentaba el menor obstáculo. Con la expulsión de Rivera de un poder usurpado, terminaba la lucha encendida en las dos orillas del Plata, se apagaba el fuego devorador de las discordias civiles, renacía la confianza, y todos los bienes que promete la paz interior y exterior a un pueblo industrioso. Pero el comodoro Purvis se empeñó en convertir una ciudad abierta y desguarnecida en una plaza fortificada. Franqueó auxilios, y bajo su inmediata dirección se improvisaron esas trincheras que debían abrigar a los enemigos de la Patria. Ni se limitó tan solo a esto la cooperación del comodoro Purvis, sino que ciego en sus bárbaras hostilidades, ¡llegó hasta a hacer fuego sobre el pabellón argentino!. Eran justos los reclamos de los prestamistas, pero no lo eran menos los del Gobierno de Buenos Aires contra estas ofensas gratuitas de un oficial, investido del mando de las fuerzas navales de S.M.B. en el Río de la Plata; y el pueblo, en su exaltación, ni distinguía la diferencia del caso, no veía más que la identidad de origen en los ingleses que atacaban, y en los acreedores, y este sentimiento vulgar no era la menor dificultad para expedirse en este negocio.

Solo un gobierno justo, fuerte y popular como el del general Juan Manuel de Rosas, podía sobreponerse a estas consideraciones. Separó esto, sólo pensó en sus compromisos; y a pesar de los apuros del erario, y de la multiplicidad de sus erogaciones, accedió a la propuesta de Falconnet, quien solicitaba que la misma suma de la asignación mensual acordada a Francia, por el tratado del 29 de octubre de 1840, fuese destinada a favor de sus representados, y en cuenta del empréstito, hasta llegar a un arreglo definitivo. Una sola modificación hizo el Gobierno al proyecto de Falconnet, y fue ordenar que estas cantidades se entregasen libremente a los prestamistas, sin la calidad de depósito que había sido indicada por su representante, y lo hizo para probar que era sincero el deseo de complacerlos.

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En estos términos fue elevada la resolución del Gobierno a la sanción de los Honorables Representantes de la Provincia, quienes, convencidos de los motivos que la habían dictado, la confirmaron con sus sufragios.

Nos hemos detenido en estas consideraciones, no para ingerirnos en una cuestión que está librada al saber y al patriotismo del Gobierno, sino para hacer valorar todo el mérito de la concesión hecha a los prestamistas de Inglaterra, en las circunstancias difíciles en que el comodoro Purvis nos ha colocado. Los que promovieron el empréstito, y los que lo aprovecharon, fueron los salvajes Unitarios, que abusaron de su posición para descargar sobre la provincia el peso de una deuda exorbitante. Son pues, los compromisos y las dilapidaciones de los Unitarios que paga ahora el tesoro público, sin que el país haya sacado el menor provecho de estas transacciones; más bien perjudicándose, porque sin la realización de este empréstito, no se hubiera pensado en la creación desbanco Nacional, sobre todo después del mal éxito que había tenido el de descuentos. Los hombres más acaudalados de la provincia se rehusaron a concurrir a su fundación, y quedó justificada su repugnancia por la brecha que estos dos establecimientos abrieron a la fortuna pública y privada del estado.

Entretanto ningún gobierno se había ocupado de poner coto a estos males, que iban cada día en aumento, y estaba reservado a la administración del general Rosas la gloria de intentarlo. El decreto del 30 de mayo de 1836 fue una medida provisoria para la reforma del Banco, cuyo giro quedó reducido a la conservación del papel moneda, bajo la doble garantía de la publicidad, y del crédito individual de sus administradores. Con la regularidad introducida en los demás ramos de la hacienda, se manejaba ahora los asuntos de la Casa de Moneda, cuyas cuentas son examinadas cada año por una comisión especial, y comunicadas al público. Lo que más contribuye a sostener el crédito de nuestro medio circulante es esta publicidad, en que vienen a estrellarse las especulaciones de todos los agiotistas, y los falsos anuncios de los enemigos del orden. El decreto de que hablamos, era el programa de las reformas que se proponía emprender el Gobierno para reparar los estragos de las administraciones anteriores de los salvajes Unitarios. En estos grandes trabajos no se hubieran olvidado los acreedores del erario, y un lugar preferente se hubiera acordado a los de Inglaterra, para restablecer el crédito del país al exterior. Pero sobrevino el bloqueo, apareció el comodoro Purvis, y las intenciones del Gobierno fueron contrariadas. Este es el caso de todos los ataques dirigidos contra la administración del general Rosas; los que hacen el mal lo imputan a los que lo sufren. Los salvajes Unitarios que derrocaron el orden legal del país, echan la culpa a los Federales de no hallarse constituido; no han respetado las leyes, y las invocan; destruyeron las garantías públicas, y las reclaman; conspiran contra los derechos de los pueblos, y quieren que los pueblos no los aborrezcan. Todos los medios de persuasión, todos los actos de clemencia, y las insinuaciones más amistosas, no han podido vencer la índole perversa de estos enemigos encarnizados del orden, y la medida de sus crímenes se ha colmado con su escandalosa deserción de la gran causa del Continente Americano.

Muy cortos deben ser los alcances de los que confían en el triunfo imposible de estos malvados. Ninguna sociedad se entrega a merced de los traidores; los que han traficado del honor y de la independencia de su Patria, han perdido para siempre el derecho de gobernarla, como los prestamistas de Londres hubieran perdido hasta la esperanza de cobrar su dinero, si el país hubiese quedado sometido al poder de los autores del empréstito.

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Fuente

De Angelis, Pedro – Archivo Americano (1843­1851) – Editorial Americana – Buenos Aires (1946).

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

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30 de mayo

Combate de Sierra Chica

Combate de Sierra Chica – 30 de Mayo de 1855

Después de la Batalla de Caseros Buenos Aires debía enfrentar un problema que el Brigadier Gral. Juan Manuel de Rosas, por su habilidad política, no había tenido. “La política de Rosas con los indios, dice José María Rosas, tuvo tres bases: tomarles el camino de los chilenos y mantener guarniciones en el Colorado y Río Negro; cumplir con las prestaciones anuales de alimentos y vicios y unificar a los indios haciendo responsables de sus glútenes de más prestigio: Calfucurá y Payné.

Al caer Rosas, el camino fue abandonado, levantados los fortines de Negro y Colorado y no cumplidas las prestaciones. El aparato de los blancos que Rosas había construido para defensa de los blancos se volvió contra ellos y Calfucurá, en parte por codicia, al ver abierto el mercado chileno de carne robada, en parte porque le era necesario mantener su imperio, y en parte porque no tuvo otro medio para alimentar a los suyos, se lanzó en grandes malones de borogas, pampas y ranqueles confederados. En 1854 arrasa Tres Arroyos y el malón llega hasta Bahía Blanca; al año siguiente eran desvastadas las estancias de la zona del Bragado y de 25 de Mayo”.

“Juan Manuel es mi amigo. Nunca me ha engañado. Yo y todos mis indios moriremos por él. Si no hubiera sido por Juan Manuel no viviríamos como vivimos en fraternidad con los cristianos y entre ellos. Mientras viva Juan Manuel todos seremos felices y pasaremos una vida tranquila al lado de nuestras esposas e hijos. Todos los que están

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aquí pueden atestiguar que lo que Juan Manuel nos ha dicho y aconsejado ha salido bien…” Discurso del cacique pampa Catriel en Tapalqué celebrando la llegada de Rosas al poder en su segundo gobierno. Extraído del libro “Partes detallados de la expedición al desierto de Juan Manuel de Rosas en 1833. Recopilado por Adolfo Garretón. Edit. EUDEBA. Bs. As. 1975.

“Nuestro hermano Juan Manuel indio rubio y gigante que vino al desierto pasando a nado el Samborombón y el Salado y que jineteaba y boleaba como los indios y se loncoteaba con los indios y que nos regaló vacas, yeguas, caña y prendas de plata, mientras él fue Cacique General nunca los indios malones invadimos, por la amistad que teníamos por Juan Manuel. Y cuando los cristianos lo echaron y lo desterraron, invadimos todos juntos”. Expresiones del Cacique Catriel, extraídas del libro “Roca y Tejedor” de Julio A. Costa.

Hasta 1852, Rosas había mantenido a los indios en paz relativa, y la frontera sur se había alejado, dejando que las estancias prosperaran sin susto. Pero cuando cesó esa política de astucia, dádivas y concesiones, los indios –al caer Rosas­ volvieron a alzarse y la paz fronteriza retrocedió hasta donde se encontraba en 1823, cuando fundaran Tandil.

Comienzo de las hostilidades

Los pobladores sabían: el indio ataca cuando hay Luna Llena. Y esa noche del 13 de febrero de 1855, parecía que el atardecer se había prendado de la belleza de la pampa, y con la Luna alta, uno hubiera creído que no había anochecido aún.

El centinela del Fuerte de San Serapio Mártir, del Azul, cabeceaba. Los ranchitos del pueblo dormían profundamente de las fatigas de una jornada agotadora de Sol. De pronto, sin saber de donde, la tierra se rajó en un grito bárbaro. La pampa se incendió de chuzas, de hedores insoportables y de sangre; y el tropel entero de la pampa cayó sobre el pueblito. Era el malón.

Cuando el general Manuel Hornos llegó al lugar, los indios habían capturado 60 mil vacunos, y 150 familias marchaban camino del cautiverio. Los ranchos ardían y todo lo demás estaba destruido. Hornos logró hacerlos retirar, pero se hicieron fuertes en Sierra Chica. Desde allí, comenzaron a salir partidas volantes de indios a los campos del

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Tandil y la Lobería. El terror cundió en el sur. El éxodo campesino se fue haciendo cada vez más presuroso. Al promediar el año, no quedaría nadie en aquellas poblaciones. La mayoría buscaría refugio en Dolores.

Después de la revolución separatista del 11 de setiembre de 1852, Buenos Aires quedó librada a su suerte por propia voluntad. Calfucurá y Urquiza negociaron un pacto. El cacique se empeñó en una lucha sin cuartel con la retaguardia porteña ubicada en las pampas bonaerenses. Urquiza lo dejaba hacer porque de ese modo se debilitaban las posiciones de la arrogante Buenos Aires. Y los porteños enloquecían soportando presiones por todos lados: indios, confederados, conspiradores…

La sangrienta entrada de Calfucurá a los campos del Azul en aquella trágica noche de febrero de 1855 era el testimonio de lo temible que resultaba el desguarnecimiento de las fronteras pampeanas. ¿Hasta dónde llegarían los indios con sus staques? ¿Y si se le daba a Urquiza por apoyarlos con sus tropas, o ensayar un ataque combinado?

El alarido pampa llegó a Buenos Aires y conmovió a la Legislatura. El escándalo estuvo en la boca de todos los parlamentarios. La sangre de los mártires azuleños goteaba patéticamente por la voz engolada de los oradores. Bartolomé Mitre, coronel y ministro de la Guerra, prometió solemnemente escarmentar a los infieles: su metáfora fue muy directa, recuperaría –dijo­ “hasta la última cola de vaca” de la provincia. Con sus encendidas palabras vibrando aún en el recinto de la Legislatura, Mitre partió para combatir a los indígenas.

Combate de Sierra Chica

Mitre salió de Buenos Aires el 27 de mayo de 1855. Hizo una marcha de flanco juzgada como perfecta por los analistas. Llegó a la Sierra Grande Tapalqué el día 28, donde se ocultó con la intención de sorprender al enemigo, que suponía ubicado a unos 20 kilómetros de distancia.

Cuando llegó la noche del 29 siguió avanzando creyendo que caería sobre el enemigo al amanecer, pero cuando aclaró el día 30, golpeó en el vacío: sus vaqueanos habían errado el cálculo. Las tolderías estaban más lejos. Esta maniobra previno a los indios. Los de Catriel se sumaron a los de Cachua, que fueron concentrándose a orillas del Arroyo Sauce.

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La lectura del propio parte de Mitre revela que la conducción flaqueaba, que la indisciplina era corriente, y que un triunfo podía trocarse en derrota, tan pronto como se descuidasen los comandos.

Mitre mandó a dos escuadrones de Coraceros desplegarse en línea oblicua. Pero las milicias, sin habérselo ordenado, hicieron lo mismo. La Infantería quedó, entonces, a retaguardia. El terreno era inadecuado para la maniobra. Mitre cambió el plan y ordenó entonces el ataque sobre las tolderías, para arrebatarles cerca de un millar de caballos.

Indios amigos cargaron, pero la confusión que reinaba en la tropa prometió un triunfo demasiado fácil. La caballada indígena fue capturada, pero el desplazamiento indisciplinado de otros grupos desorganizó el cuadro de milicias. En esta confusión, las compañías de la vanguardia cristiana penetraron profundamente en el terreno enemigo. Los indios huían despavoridos. Los soldados entonces entraron a saquear los toldos , desoyendo los urgentes llamados del Trompa de Ordenes, que convocaba a reunión.

En los continuos y confusos desplazamientos de las tropas, 60 soldados vinieron a quedar aislados. Para salvarlos hubo que hacer dos cargas, que provocaron muertos y heridos entre los blancos. La situación había cambiado por completo: ahora eran amenazadas las caballadas cristianas.

Los indios, reagrupados y concentrados, lanzaron un ataque sobre la izquierda de Mitre, y aunque ésta recibió con entereza el choque, luego se dio a la fuga, mientras quedaban tras de sí muertos y heridos. La huida de estas fuerzas arrastró a todos los escuadrones. Aquello era un desorden lamentable. La Infantería, que había sido penosamente formada en cuadro para resistir una nueva embestida india, fue desarticulada por los fugitivos. No obstante, pudo rehacerse, y rompió un fuego cerrado sobre las huestes pampas. Los indios se acercaron a pesar de ello a vente pasos y llegaron a arrojar bolas perdidas, pero debieron retirarse.

El estruendo de la fusilería espantó a la caballada indígena recién capturada. Y en el pánico arrastró a la de los cristianos, de modo que lo que quería evitarse se produjo. Y las tropas al mando de Mitre quedaron a pie. Era lo peor que podía pasarles: la evidencia de una tremenda derrota…

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Mitre evaluó la situación del campo. Los indios habían vencido. Había que salvar la situación ahora, rescatar lo que quedara de las fuerzas, acudir al ingenio y al sigilo, para reparar siquiera en parte, lo que el desorden, la indisciplina y la ineptitud de su mando habían destrozado en contados momentos.

Lentamente pudo restablecer los cuadros. Luego, desalojaron al enemigo de una pequeña elevación, y se instalaron allí, suficientemente fortificados. En el centro colocó las caballadas que pudieron rescatarse. Los heridos comenzaron a ser atendidos. Y se dispusieron a esperar la noche, mientras pelotones aislados de indios libraban escaramuzas en las cercanías del campamento.

Los “bomberos” de las tropas de Buenos Aires descubrieron que los indios iban concentrándose sigilosamente. Quizá tan pronto como rompiera el amanecer iban a descargar su ataque decisivo, para exterminar por completo a las fuerzas blancas. Mitre esperaba la incorporación de la Primera División del Centro, al mando del coronel Laureano Díaz. Oía sus cañonazos reiteradas veces. Pero luego el fuego de artillería cesó, y no halló respuesta a sus propios disparos de llamada.

Pero cuando llegó el día el ataque no se produjo. El cerco de lanzas aparecía prácticamente cerrado. Cincuenta mil cabezas de ganado fruto de su robo, pacían tranquilamente en las cercanías. Los blancos debían comer carne de yegua y buscar febrilmente los manantiales que brotaban de las sierras para beber.

Mitre siguió aguardando inútilmente el apoyo de la Primera División. Un movimiento en el horizonte le hizo abrigar la esperanza de que llegaba, pero cuando al caer la tarde, regresaron sus “bomberos”, se anotició de la triste realidad: era Calfucurá que venía con sus tropas para reforzar el ataque final contra las fuerzas de Buenos Aires. Con las tropas porteñas cercadas y desmoralizadas, ahora la retirada era inevitable. Esa debió ser una triste noche para el entonces coronel Bartolomé Mitre. Las 50 mil vacas, con sus colas respectivas, que tan arrogantemente había prometido devolver, quedarían allí, sin rescate posible…

Había que acudir al ingenio para salvarse de una muerte segura. Se usó toda la grasa de potro, derramándola sobre los fogones, para que alimentaran el fuego el mayor tiempo posible. Se dejaron en pie algunas tiendas de campaña. Mil doscientos caballos encerraban el cuadro para dar la ilusión de fuerzas preparadas.

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El mayor de los silencios cubrió la retirada. Con las monturas al hombro, y buena parte de la caballería abandonada, la tropa inició una penosa marcha a pie hasta el Azul. Sólo quedaban montados dos escuadrones de caballería, para cubrir cualquier ataque de flanco. Al frente marchaba la Infantería en el centro la Artillería, los heridos y los bagajes. Las caballadas que pudieron traerse marchaban al costado derecho. El batallón 2 de Línea cubría la marcha. No era una huida. Pero era la más lamentable retirada de que hubiera memoria en la antigua lucha del blanco contra el indio de la pampa…

Silenciosamente, y por el camino más peligroso (y por consiguiente menos vigilado por los indios), avanzaron cinco leguas y media, hasta el arroyo de las Nievas. Allí consiguieron caballos. Cuando amanecía hasta el mismo Mitre había venido a pie. Cada uno tomó un infante y se lo llevó en ancas. A las 8 de la mañana, llegaba el ejército derrotado al Azul. Era el 1º de junio. Doscientas cincuenta bajas festoneaban cruelmente la derrota.

Regreso sin glor ia

Mitre siguió de inmediato para Buenos Aires, donde es agasajado por Sarmiento en un banquete, donde el coronel dice: “El desierto es inconquistable”

Mitre disimuló públicamente esta derrota, aunque en los partes no pudo ocultar nada, y el 12 de junio le informa a Obligado: “Para ocultar la vergüenza de nuestra armas he debido decir que la fuerza de Calfucurá ascendía a 600, aun cuando toda ella no alcanzase a 500; así como he dicho que la División del Centro no pasaba de 600, aun cuando tuviese más de 900, dos piezas de artillería y 30 infantes el día que tuvo lugar su encuentro en el que Calfucurá debió quedar destruido…He dicho también que por falta de caballos, pero debo declarar a usted confidencialmente que ese día los tenia regulares…Hasta ahora sabíamos que era un buen partido un cristiano contra dos indios, pero he aquí que ha habido quien haya encontrado desventajoso entre dos cristianos contra un indio.” (Scobie. La lucha.p.132 / JMR.t.VI.p.151).

A esta derrota siguió la de San Antonio de Iraola el 13 de septiembre, que exterminó por completo un cuerpo completo mandado por el comandante Otamendi.

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Las consecuencias del contraste fueron funestas. Durante más de un año, Calfucurá y sus gentes sentaron sus reales en la zona. El temor cundió por toda la campaña. Las economías lugareñas quedaron seriamente deterioradas. La gente temía volver. Estancias al sur de Tandil se hicieron taperas. Debió transcurrir todo el año 1855 y parte de 1856 para que los exiliados del Tandil y la Lobería –refugiados en Dolores­ se animaran a retornar. Fue una situación penosa y de graves consecuencias.

Calfucurá inició lentamente su regreso a Salinas Grandes, cuando juzgó que había que dar nueva tregua a los blancos para que apacentaran nuevos rebaños que luego serían robados por los malones.

Pero la derrota del indio. Calfucurá firma la paz en 1857. Una paz llena de “agachadas” y ventajas para sus posiciones. La tormenta política estalla en Buenos Aires. Cepeda se aproxima. Habrá victorias aisladas, como Sol de Mayo y Cristiano Muerto, en campo de Tres Arroyos, con tropas salidas desde Tandil. Habrá incluso una expedición a Salinas Grandes, mandada por Granada. Pero el imperio queda inconmovible. Muchos año, nuevas armas y otros factores, entre ellos el desgaste de la raza mapú, podrán terminarlo.

Pero como un recuerdo fantasmal, la “noche triste” del coronel Mitre quedará definitivamente incorporada a la historia dura y penosa de la Campaña del Desierto aunque se haya pretendido echar y piadoso velo de olvido sobre el desastre que en esa jornada se abatió sobre el joven ministro de Guerra de Buenos Aires.

Fuente

Chiarenza, Prof. Daniel Alberto – Historia general de la Pcia. de Buenos Aires

Hijo ‘e Tigre – El desierto inconquistable

Nario, Hugo I. – La noche triste del coronel Mitre

Turone, Gabriel O. – Combate de Sierra Chica

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30 de mayo

Tratado de La Banderita

Monumento a Angel Vicente Peñaloza en Tama, La Rioja

Hacia 1850 el general Angel Vicente Peñaloza ya vive definitivamente en su aldea local de Guaja, rodeado de respeto y prestigio. Cuando en 1852 llegan las noticias de Caseros, los nuevos gobernantes de la Confederación Argentina saben que para contar con La Rioja hay que contar con quien es su hombre fuerte: el Chacho. El nuevo presidente, Urquiza, lo halaga. Le hace reconocer su grado de coronel y en 1855 lo asciende a general de la Confederación por ley del Congreso. Se cartea con Peñaloza, le envía algún regalito de cuando en cuando y más tarde hará con doña Victoria una sociedad para explotar un tambo: Urquiza tenía muchos modos de persuasión y uno de ellos era favorecer a sus amigos políticos haciéndolos sus socios.

El rancho de Guaja es siempre un hervidero de gente. Mensajeros, personajes políticos, militares, espías, aduladores y vagos se demoran alrededor del general, comparten su techo y sus asados, le piden plata prestada, le llevan y traen noticias, lo comprometen –a veces­ en aventuras políticas poco claras. En esos años el Chacho saldrá un par de veces de su pago para voltear otros tantos gobiernos en La Rioja. No desempeña ningún cargo pero es el árbitro de la política de las provincias del Noroeste y el puntal del “urquicismo” en el interior. A veces lo usan para malas causas: al General le es difícil resistir los pedidos de sus amigos y en ocasiones éstos abusan de su credulidad. Generoso, lleno de bondad, sólo reacciona airadamente cuando se entera del derrocamiento de su viejo amigo Benavídez; no llegó a tiempo para evitar su alevoso asesinato en San Juan.

Vive sobriamente, como siempre, con un mínimo de necesidades y comodidades. No tiene hijos; él y doña Victoria han adoptado una muchacha que lleva su apellido. No es rico pero de vez en vez le llegan unos pesos de sus sueldos de General y entonces más tardan en arribar los patacones que en seguir a las manos de los pedigüeños que lo acosan.

Así pasa toda la década del 50. En 1860 tiene ya 64 años. Aunque está entero y con buena salud, su pelo ha pasado del rubio al blanco y sigue conservando sus bigotes unidos bajo la pera, al modo de los viejos unitarios. ¿Son los finales del Chacho? ¿Pasará a la historia como un soldado de Facundo y de Lavalle, un guerrillero suelto de la Coalición del Norte, un caudillejo de la Confederación? No: la historia le reserva un destino más eminente y más trágico. Será el mártir del federalismo, la voz insumisa de

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las provincias contra el centralismo porteño, el testigo mudo de los métodos “civilizadores” que se imponen a sangre y fuego en el interior después de Pavón.

Porque la gesta del Chacho, la verdadera, empieza después de la batalla de Pavón y durará menos de tres años. Los últimos de su vida; los suficientes para exaltar su memoria al recuerdo dolido de la gente y para convertir su figura en el arquetipo de la resistencia popular contra la oligarquía portuaria de Buenos Aires.

Pavón fue una batalla ambigua; los dirigentes del partido Federal que había sido el sustento de la Confederación se negaron a creer que el invencible Urquiza hubiera emprendido la retirada después de haber dispersado la caballería porteña. Al interior del país las noticias fueron llegando lenta y confusamente. Un proceso de disgregación que duró más de dos meses fue evidenciado luego la cruda realidad: el gobierno de Paraná estaba liquidado. Su más firme sostén armado, Urquiza, se había recluido en Entre Ríos y no quería pelear. Buenos Aires avanzaba agresivamente sus ejércitos sobre las provincias. Y en todo el interior, el partido Liberal se aprestaba a recoger los frutos de la dudosa batalla.

No hubo, sin embargo, una reacción unánime de los dirigentes federales contra la triunfante Buenos Aires. Por el contrario, casi todos aceptaron como un hecho consumado, casi fatal, la derrota del gobierno nacional y se prepararon para acomodarse al “nuevo orden de cosas surgido de Pavón” –como se decía entonces. No advertían que, ahora sí, empezaba un estilo político totalmente nuevo, comenzaba a tener vigencia una ideología distinta y un equipo de hombres decididos a liderar el país tenía fuertemente las riendas del poder desde Buenos Aires. Y en ese estilo, en esa ideología, en ese equipo, no tenían cabida los dirigentes federales; los que, bien o mal, representaban la línea política que había organizado al país desde 1820, le había defendido su soberanía frente al ataque exterior y había conseguido, en fin, estructurar constitucionalmente la yuxtaposición pragmática de las provincias fundadoras. El “nuevo orden” excluía esa línea de la concepción del país que sus creadores tenían. Los viejos caudillos, los hombres de Paraná, los dirigentes del interior que habían construido la nacionalidad a tuertas o derechas, estaban excluidos. Y si se resistían, serían aniquilados.

Ese fue el concepto con que se lanzó sobre Córdoba el cuerpo del ejército mandado por Marcos Paz, con Sarmiento como auditor. A pesar de Mitre, que recomendaba una política más realista a sus adelantados, no había conciliación posible. Ni siquiera se buscaba. El partido vencedor se consideraba la expresión viva de la civilización y el progreso; todo lo que le era extraño era la barbarie. Y allí fueron, a imponer la civilización a palos.

El Chaco estaba quieto en Guaja. No participó de la batalla de Pavón –pese a ser designado Jefe del 1er Cuerpo de Ejército de la Confederación­ ni hizo mayor cosa por unir las milicias que debían haber cooperado con las tropas que defendía al gobierno de Paraná. Después de la batalla siguió quieto, observando el panorama, tal vez creyendo que el cambio político ocurrido en el país no afectaría a su provincia. En dos meses esta certeza cambió. Ocurría que a la aproximación de los batallones porteños, las situaciones provinciales iban cambiando violentamente: Mendoza cae en poder de los liberales a través de un rápido motín, Sarmiento se hace proclamar gobernador de San Juan, los Taboada –brazo armado del liberalismo en el interior­ avanzan desde Santiago sobre Tucumán y deponen al gobernador “urquicista” de esta provincia y luego amenazan a Catamarca.

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Era suicida permanecer indiferente frente a este cerco que en sesenta días se cerraba sobre el Chacho, uno de esos caudillos que, para el triunfante liberalismo, expresaba el país que había que borrar. Cuando el gobernador de Catamarca amenazado por los Taboada, le mandó un mensajero pidiéndole ayuda, Peñaloza sale de su aldea y se encamina hacia la ciudad del Valle. No va en tren de guerra; lo sigue una pequeña multitud que se le incorpora voluntariamente, pero sus intenciones son pacíficas: quiere buscar un avenimiento entre los Taboada y el gobernador catamarqueño. El 6 de enero de 1862 está el Chacho en Catamarca. Desde allí escribe cartas a los Taboada ofreciendo su mediación en el conflicto; los caudillos santiagueños (caudillos tanto como el Chacho, pero lavados de su condición de tales por su adscripción al liberalismo porteño) se ríen secretamente de las buenas intenciones del riojano, aunque aparentan aceptar en principio su gestión. Casi todo el mes de enero se pasa en esos conatos: finalmente, el gobernador catamarqueño huye y Peñaloza se ve solo frente al poder de los Taboada. Tiene que pelear. Avanza sobre Tucumán, esperando reunirse allí con el gobernador de Salta; pero éste también lo ataca. ¡Los viejos amigos…!

El 10 de febrero de 1862 se libra la batalla en Río Colorado: tres horas de dura lucha iniciadas por una arenga del Chacho que recomienda “apretar cinchas, acortar estribos y pelear hasta que la sangre llegue a la cintura”. La suerte le es adversa y el Chacho debe regresar, derrotado, a su provincia, repitiendo la marcha de 1842. Pero ahora, cuando vuelve a La Rioja, se encuentra que el anterior gobierno –ejercido por un amigo suyo­ ha sido sustituido violentamente por uno que simpatiza con la causa porteña. El Chacho ha sido declarado fuera de la ley. Y cuatro columnas porteñas han invadido La Rioja por los cuatro puntos cardinales. La última resistencia contra Pavón parece a punto de ser sofocada. Pero el Chacho es dueño de muchos recursos. Nadie conoce como él las infinitas mañas de la guerra de partidas ni la geografía de su pago: no en vano es ahora – como dice Dardo de la Vega Díaz­ “el espíritu de la tierra, la voz del llano y la montaña, el alma misma de su ambiente agreste”. No será fácil cazarlo. Mientras va de la ciudad de La Rioja hacia los llanos, el coronel Sandes lo deshace en Aguadita de los Valdeses y fusila a varios de los oficiales vencidos; pero ni siquiera esa derrota, que parece definitiva, concluirá con el último resistente de la Confederación. En Buenos Aires todos creen que este caudillejo oscuro que está enarbolando sin apoyo alguno la bandera de la lucha contra Buenos Aires, será definitivamente liquidado de un momento a otro. Y cuando se espera la noticia final, el telégrafo anuncia que las montoneras del Chacho han puesto cerco a la ciudad de San Luis, que la ciudad de La Rioja está sitiada por sus lugartenientes y que ahora el frente de guerra abarca casi 500 kilómetros de largo.

¿De dónde saca sus recursos Peñaloza? De la solidaridad de sus paisanos y de la aspereza misma de la tierra por la que pelea. Cada habitante pobre de La Rioja, de la sierras cordobesas, de la punta de San Luis, de la travesía sanjuanina, es partidario del Chacho, un espía en potencia, un miliciano que sólo aguarda la señal para marchar con su caballo, su lanza y su tercerola –si la tiene­. Cada vericueto de las sendas de los llanos es un escondite, cada monte es una guarida, cada tierra es un lugar de descanso. En cambio, para los invasores, La Rioja es un destino de horror, donde las aguadas pueden estar cegadas por los habitantes y nunca se puede dar batalla formal porque la montonera jamás parece dar la cara.

Firma del tratado

En ese otoño de 1862 la guerra arde en todo su furor aunque Mitre ha instruido a Marcos Paz y a Paunero para que busquen un acuerdo con el Chaco y aunque el Chacho

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mismo ha levantado el sitio de San Luis por medio de un convenio que certifica su sumisión al gobierno nacional. Pero días después, cuando marcha hacia La Rioja pacíficamente, el coronel Rivas –ignorando el acuerdo con el gobernador puntano­ le cae encima y lo deshace nuevamente. Hasta que se concreta un tratado. Es en el punto La Banderita, cerca de Chamical, el 30 de mayo de 1862, y lo firman el rector de la Universidad de Córdoba –en representación de Wenceslao Paunero, jefe de la fuerza expedicionaria al interior­ y Peñaloza. Allí ocurre este episodio conmovedor que relatará años más tarde Eduardo Gutiérrez.

Se firma la paz y el Chacho ordena traer a los oficiales porteños que son sus prisioneros.

­ Aquí están mis prisioneros –dice el caudillo riojano. Ellos pueden decirles si les falta un solo botón del uniforme…

El grupo porteño pega un estentóreo grito:

­ ¡Viva el Chacho1 ¡Viva el general Peñaloza!

­ Y ahora – continúa el caudillo­ devuélvanme a los muchachos que ustedes me han tomado…

Un ominoso silencio se tiene en el grupo de jefes porteños. No hay prisioneros. Todos han sido fusilados.

Entonces el Chacho, con su golpeada tonada riojana, con voz amarga, empieza a hablar. Nadie recogió exactamente sus agravios pero es fácil imaginarlos:

­ Así que yo soy el bárbaro… Yo soy el caudillo que hay que exterminar… Yo, que he hecho tratar a los prisioneros como lo que son, como adversarios dignos y como compatriotas… Y ustedes los hombres de la civilización… ¿qué han hecho con esas vidas? ¿Qué derecho tienen a reclamar el patrocinio de la civilización para ustedes…?

Era el interior del país mismo el que hablaba por su boca en aquel caserío de los llanos riojanos. Eran los millares de paisanos que pedían un tratamiento más justo, más humano para ellos, de parte de los que ahora conducían el país. Pero no había respuestas para esos interrogantes patéticos. Se había dicho: civilización o barbarie. Y ¡guay de los que quedaran catalogados como bárbaros!.

Paz en el interior. Mientras se pone en marcha el proceso que llevará a Mitre a la presidencia constitucional de la Nación, el Chacho, en Guaja, es garantía de orden. Peñaloza quedaba encargado de la pacificación de La Rioja; ninguno mejor que él para hacerlo. Paunero, zorro viejo, escribía a Mitre: “Nuestros amigos no son capaces de conservar el orden en La Rioja sin la cooperación del Chacho”. Y el coronel Rivas decía que “sin el Chacho no hay República posible”. Pero por el otro lado estaba Sarmiento, clamando con admirable constancia contra el Chacho y acusándolo de ser un permanente peligro. Y estaba la “línea dura” del liberalismo, que insistía en que sólo liquidando la influencia de hombres como el Chacho podría asentarse “el nuevo orden de cosas surgido en Pavón”.

Pero al menos había paz. El paisanaje que había andado atrás del Chacho volvía a rehacer sus trabajos, sus ranchitos, sus majadas. Algunos ya no tenían ni eso y se amontonaban en Guaja importunando al General con sus pedidos: los pobres no sabían hacer otra cosa que pelear. Y otros, finalmente, perdidos por perdidos, andaban correteando por San Juan y Córdoba, cuatrereando, buscándose la vida como podían…

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Y estos eran, justamente, los motivos con que justificaba Sarmiento sus pedidos a Mitre para que terminara de una vez con el problema del Chacho. ¿No era Sarmiento quien escribiera, un año antes, “son bípedos de tan perversa condición que sólo la sangre tienen de humano”?

Una paz así no podía durar. “La precariedad de la paz –señala Félix Luna­ estaba dada por la irreductibilidad de las concepciones de vida en pugna. Eran dos patrias las que se enfrentaban: no había conciliación posible, por más esfuerzos que hicieran los espíritus menos enconados”. Mal que mal, durante unos meses las cosas se van manteniendo así. Peñaloza despliega una gran actividad para socorrer a las familias de sus viejos soldados; en varias cartas pide a Paunero que urja socorros al gobierno nacional. Lo cierto es que la guerra había sido devastadora para La Rioja y las expediciones porteñas cometieron tropelías tremendas contra los partidarios del Chacho, reducidos a la miseria después de los incendios de sus casas y la destrucción de sus haciendas.

“El Chacho se porta riojanamente bien”, escribía Paunero a Mitre. Y el mismo Chacho felicitaba a Mitre en noviembre de 1862 por su elevación a la Presidencia de la Nación. Pero el deterioro de la situación era inocultable y en ambos mandos se estaban preparando resueltamente para la guerra final. No puede decirse que el viejo caudillo no hiciera esfuerzos para que no estallara. Cuando Sarmiento le intimó la entrega de algunos cuatreros que habían hecho depredaciones sobre la raya sanjuanina, Peñaloza, conciliadoramente, le aseguró que las partidas de merodeadores habían sido disueltas y que no era necesario adoptar medidas punitorias contra ellos: “al soldado valiente y al amigo bueno, cuando se desvía, es más prudente encaminarlo que destruirlo”. Sin duda, el Chacho seguía siendo “una propiedad de sus amigos” y la solidaridad creada al calor de las antiguas luchas pesaba en su ánimo más que las consideraciones políticas.

Así se llega a abril de 1863. Los amigos del Chacho lo instan a que se subleve. Para vivir así, perseguidos, hostilizados, mejor es que todo se defina en la pelea. Hay indicios de que ya en marzo el caudillo está decidido: “Todos los pueblos se pronuncian clamando por la reacción –le escribe a fines de marzo a un amigo puntano­ y todos piden que se les devuelvan sus libertades”. Se queja de que “los que nos prometían la fusión se han convertido en dictadores, tiranizando a sus mismos hermanos, desterrando al extranjero y confiscando bienes hasta dejar a las familias en la mendicidad”.

Las fiestas patronales de Chepes le dan oportunidad para reunirse con todos sus antiguos lugartenientes. Entre zambas y cuecas la rebelión del Chacho queda resuelta. A mediados de abril Peñaloza, titulándose “General del 3er Cuerpo del Ejército del Centro”, dirige a sus compatriotas una proclama convocándolos a “reunir la gran familia argentina y verla toda entera cobijada bajo el manto sagrado de las leyes”. Y el 16 del mismo mes escribe una carta a Mitre denunciando a “los gobernadores de estos pueblos, convertidos en otros tantos verdugos de las provincias cuya suerte les ha sido confiada” y anunciando que “los pueblos, cansados de una dominación despótica y arbitraria, se han propuesto hacerse justicia; y los hombres todos, no teniendo ya más que perder que la existencia, quieren sacrificarla más bien en campo de batalla”. Aclara que no ha violado el tratado de paz “porque no he faltado a mis promesas, sino cuando a mi se me ha faltado y cuando se ha burlado la confianza de todos los argentinos”. Es probable que el Chacho abrigara recónditamente alguna esperanza de conciliación, pues también dice a Mitre: “Usted, como jefe de toda la Nación, es padre de todos los argentinos y es de quien deben esperar sus hijos el remedio para estos males…”.

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El mismo día envía cartas a algunos de sus amigos en diversas provincias y una intimación al gobernador de Córdoba para aliar sus fuerzas. Es la rebelión. Una rebelión definitiva y final, a cara o cruz.

Ha sonado para el Chacho la hora de la verdad. Sus enemigos están contentos. Ahora sí, podrán emprender la liquidación del caudillo cuya sola presencia detenía la instauración drástica del “nuevo orden”. Mitre encarga a Sarmiento que haga en La Rioja “una guerra de policía” y los Taboada, con los gobernadores de Catamarca y Tucumán, inician una suerte de marcha sobre La Rioja para cercar al Chacho en su guarida de los llanos.

Pero Peñaloza, no piensa dejarse copar. Envía a su capitanejos a sublevar todo el noroeste: Felipe Varela, Carlos Angel y Severo Chumbita van a Catamarca; Gregorio Puebla y Pablo Ontiveros marchan a San Luis; partidas sueltas se sublevan en las sierras de Córdoba, en el revuelto oeste catamarqueño y en la zona de las lagunas de San Juan. Durante algunas semanas los adversarios se vistean y buscan sin encontrarse. Todo es incertidumbre en el interior del país. ¡De nuevo la guerra! El gobierno nacional está resuelto a terminar con la insurrección, que retrasa sus planes de progreso, inmigración y atracción de capitales; el paisanaje de las provincias está decidido a jugarse en esta última patriada, con lanzas y sables viejos contra los fusiles Engfield de los nacionales. Hay una sola indecisión en este invite nacional: Urquiza, que no contesta a las cartas que le envía Peñaloza suplicándole que se ponga al frente de su rebelión, pero que tampoco hace nada por evitarla…

Fuente

Cárdenas, Felipe – Vida, muerte y resurrección del Chacho.

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Luna, Félix – Los Caudillos – Ed. Planeta, Buenos Aires (1988)

Todo es Historia – Año III, Nº 25. Mayo de 1969.

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31 de mayo

Sebastián Olivera

El Cer r o de la Caballada, Carmen de Patagones

Nació en Mendoza, en el año 1796, pasando a Buenos Aires en 1807 ó 1808, para estudiar bajo la tutela de Isidro Peralta. El 1º de julio de 1810 sentaba plaza como soldado en el Regimiento Nº 3 de Infantería, incitado por el sentimiento fervoroso patriótico que predominaba en toda la juventud de Buenos Aires en aquellos días memorables de la Revolución de Mayo. Tomó parte en la expedición auxiliar sobre Santa Fe en 1815, donde cayó prisionero. Después marchó con el Ejército Auxiliar y tomó parte en las acciones de guerra que éste libró, siendo ascendido a cabo 1º el 16 de agosto de 1810; a sargento 2º el 15 de abril de 1814; a sargento 1º el 1º de abril de 1816, y recién a subteniente de infantería, el 2 de abril de 1823. El 11 de este mes, por disposición del Ministerio de la Guerra, el subteniente Olivera fue destinado a la Comandancia Militar de Patagones, puesto que aún conservaba cuando estalló la guerra con el Brasil, revistando en la Plana Mayor del Ejército. Cuando aquel punto fue atacado por naves imperiales y fuerzas de desembarco brasileñas, el 6 y el 7 de marzo de 1827, el ayudante subteniente Olivera, se destacó en la defensa de la plaza. Ambrosio Mitre (padre de Bartolomé), actor en aquellos cálidos días, recordó la actuación de Olivera en los términos siguientes:

“Toda nuestra infantería estaba replegada en la fortaleza desde el 6 por la noche; y la caballería del vecindario hasta el número de 114 hombres, incluso los “Tragas”, se pusieron a las órdenes y dirección del ayudante subteniente D. Sebastián Olivera. Este digno oficial puso este pequeño cuerpo en el mejor orden posible; y a su actividad y celo se debe, tal vez y sin tal vez, la rendición de la fuerza terrestre”.

Tan valerosa actuación abrió la carrera militar a Olivera, que el 11 de abril era promovido a ayudante mayor de ejército “al que lo es de Patagones”, y meses después el 25 de enero de 1828, a capitán de la 1ª Compañía de Infantería de guarnición en Carmen de Patagones agregada al Batallón 4º de Cazadores. Desempeñó con mano de hierro la comandancia militar de este punto hasta el año 1834, en que se retiró. Basta citar un caso, para apreciar la inflexibilidad y rudeza con que este valiente soldado ejerció su cargo militar citado: un miliciano, Gregorio Ramírez, fue sumariado por ladrón de vacas; fue sentenciado por Olivera a la bárbara pena de 600 azotes y 4 años de presidio, caso que da una idea del sistema poco suave que empleó en el ejercicio de su cargo, pero esta pena quizá fuese suave con relación a otras que se aplicaban en la época. El 1º de octubre de 1828 recibió el grado de mayor y en enero de 1830 pasó a la P. M. I.

El 26 de febrero de 1830 fue ascendido a sargento mayor, y a teniente coronel el 3 de mayo de 1832, siendo relevado en el comando militar de Patagones, en febrero de 1835, por el coronel graduado Juan José Hernández, pasando Olivera a la Capital a revistar en

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la P. M. A. el 16 de abril del mismo, en ésta, donde falleció el 31 de mayo de 1845, en aquella situación de revista.

En 1831 le tocó al entonces mayor Olivera, rechazar la última invasión de indios, que se produjo durante su gobierno y en ella recibió una herida de lanza que le obligó a solicitar su relevo para asistirse en la Capital, relevo que no le fue concedido. (1)

Era el teniente coronel Olivera de estatura mediana, cara pequeña y redonda, nariz afilada y labios delgados, finos, sombreado el superior por negro y escaso bigote, ojos negros, de mirada muy vivaz, cabello negro, encrespado, siempre cortado al rape, militarmente. Su aspecto era simpático pero poco marcial y se distinguía por su apego a la disciplina; su natural bondad en lo que no tenía atingencia con el servicio, en el cual era inflexible, y su proverbial sobriedad hasta el extremo de no conocer más que el mate y el cigarro, eran sus características dominantes. Emparentado con una familia de Patagones, donde formó su hogar, allí se recuerda su gesta gloriosa en la defensa de aquel pueblo, habiéndosele dado su nombre a una de sus calles más centrales, grabándolo también en la pirámide levantada en su plaza principal.

El Cerro de la Caballada

Desde su construcción, el Cerro de la Caballada ha simbolizado la histórica gesta del 7 de Marzo de 1827, donde un puñado de gauchos, vecinos y militares combatieron al invasor brasileño.

En ese lugar fue donde los gauchos de Molina y los milicianos del subteniente Olivera, acorralaron y vencieron a las tropas al mando del inglés James Shepherd. Hoy, de aquel entrevero que derivó en gesta gloriosa e histórica, el Cerro de la Caballada es un lugar cuasi abandonado, y sólo recordado cada 7 de marzo.

Dejando paso a la solemnidad en el recuerdo de los héroes de otros años, el cerro se convirtió en un lugar donde se firman convenios y actas de índole institucional y políticas.

Cabe preguntarse si una comunidad puede permitirse olvidar un lugar con semejante bagaje histórico, o si un Estado municipal, cualquiera que sea, puede prescindir de ese lugar al momento de proponer actividades en un proceso de revalorización patrimonial.

Tal vez pueda decirse que no está dada la infraestructura para realizar eventos de ningún tipo en un lugar así ­y tal vez sea cierto­, pero vale recordar que años atrás el Casco Histórico maragato era sólo un puñado de casas antiguas y no el atractivo histórico de hoy; y más aún: el Patagones de 1827 tampoco tenía la infraestructura para resistir al invasor, y fue posible. El año 2007 hubo un fugaz intento de una reconstrucción del combate del 7 de Marzo en el cerro, pero todo quedó en la nada.

La revalorización del Cerro de la Caballada sería un atajo directo a la memoria colectiva y una oportunidad inmejorable de estar en el lugar donde pasó nuestra historia, lo que no es poco al momento de pensar y construir nuestra identidad.

Referencia

(1) Nota del Ministro de la Guerra, general Enrique Martínez, del 30 de enero de 1831, cuyo original se encuentra en el Archivo General de la Nación.

Fuente

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El Cerro de la Caballada, un ícono popular e histórico poco tenido en cuenta – Radio 105.5 – Carmen de Patagones.

www.revisionistas.com.ar

Yaben, Jacinto R. – Biografías argentinas y sudamericanas – Buenos Aires (1939).

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31 de mayo

Acuerdo de San Nicolás

Acuerdo de San Nicolás – 31 de mayo de 1852

El primer acontecimiento importante de 1852 es la batalla de Caseros, librada el 3 de febrero, que tantas veces ha sido presentada como la caía del telón que ponía fin a una época; en realidad es mucho más: la batalla de Caseros abre para unos y para otros una tremenda expectativa; es uno de esos momentos en que los argentinos se preguntan: ¿y ahora qué?.

Para lograr la caída del Restaurador se dan la mano las tendencias más dispares. ¿Cuál de ellas prevalecerá? ¿Los federales disidentes? ¿Los hombres de la emigración? … y entre ellos… ¿cuáles?… ¿Los “ultra”, o los moderados, que suelen capitalizar los excesos de todos los extremos?.

Pero la gran expectativa está en Urquiza; la actitud que él asume determinará la reubicación política de amigos y enemigos. Urquiza ha sido y sigue siendo federal. Todos los hechos lo prueban; para tareas importantes nombra a federales: Vicente López y Planes (Gobernador Provisorio de Buenos Aires), o Bernardo de Irigoyen (en misión diplomática entre los gobiernos provinciales); convoca, en nombre de la organización nacional a los gobernadores del interior, amigos y colaboradores de Juan Manuel de Rosas; pone en evidencia el Pacto Federal de 1831, y en el desfile triunfal del 20 de febrero, se pasea por la ciudad con un cintillo punzó de cuatro dedos sobre su galera negra de felpa.

Estas actitudes inequívocas y reiteradas logran la adhesión de muchos federales como el general Guido (1), su acompañante en el desfile del 20.

Por otra parte, sus promesas de organización y liberalización le significaron el apoyo de no pocos unitarios que, como Juan María Gutiérrez, pasaron a ser emigrados ex­ románticos a fidelísimos “hombres de Paraná”.

Sin embargo, de la mayoría de los unitarios podría decirse lo mismo que de aquellos franceses que regresaron con la restauración de Luis XVIII: “no habían aprendido nada ni olvidado nada”; hombres como Valentín Alsina o Juan Pujol regresaron con mentalidad rivadaviana, decididos a imponer el predominio político y económico de Buenos Aires.

Contra ellos lanza Urquiza su célebre Proclama del 21 de febrero de 1852, acusándolos nada menos que: “…reclamar la herencia de una revolución que no les pertenece, de una victoria en que no han tenido parte, de una patria cuyo sosiego perturbaron, cuya independencia comprometieron y cuya libertad sacrificaron con su ambición y anárquica conducta”.

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Ya Sarmiento, el boletinero del Ejército Grande, ofendido y desilusionado por la actitud de Urquiza, había regresado al destierro. ¡Qué poco duran los idilios políticos entre nosotros! … En esta oportunidad, ni siquiera 20 días.

En suma, con las primeras escaramuzas después de Caseros, el séquito de Urquiza va ganando y perdiendo hombres.

Al día siguiente de Caseros, Vicente López y Planes, Presidente de la Suprema Corte de Justicia, visita a Urquiza para solicitarle imponga el orden en la convulsionada Buenos Aires, y vuelve investido con el título de Gobernador Provisorio. Elegida una nueva Legislatura, pese a estar constituida en su mayoría por unitarios y a tener su firme candidato en Valentín Alsina, no se atreve a ignorar la sugerencia de Urquiza, todavía con su prestigio intacto de vencedor, y nombra, como Gobernador Titular a Vicente López y Planes.

Según Ramón J. Cárcano (2), tratadista ya clásico en esta etapa de nuestra historia: “La designación de López fue un grave y evidente error político del general Urquiza. Sin la influencia decisiva de su voluntad, Buenos Aires hubiese elegido gobernador al doctor Alsina, su hombre más representativo y prestigioso. En vez de incubar al adversario irreductible que apareció luego, habría asegurado un colaborador valioso y resuelto.

“Alsina habría sido una prenda de confianza para los emigrados y un seguro para Urquiza sobre el pueblo de Buenos Aires. Los resultados de este extravío inicial fueron deplorables para la vida integral de la república”.

Cabe preguntarse si, elegido gobernador, Alsina se hubiese transformado en el “colaborador valioso y resuelto” de Urquiza, cosa poco probable dado el carácter de personaje y el tono decididamente federal que Urquiza imprimió a sus primeros actos.

El 6 de abril de 1852, por el llamado Protocolo de Palermo, Urquiza recibió el manejo de las Relaciones Exteriores y los asuntos generales de la República hasta la reunión del futuro Congreso.

El documento firmado por Vicente López y Planes, Gobernador de Buenos Aires por imposición del vencedor, Manuel Leiva, secretario privado de Urquiza representando a Santa Fe, y Benjamín Virasoro, Gobernador de Corrientes, su antiguo y fiel amigo, confirmaron en el ánimo prevenido de los porteños, que no sólo se exponían a una resurrección de la dictadura, sino que corrían peligro de caer en manos de una detestada camarilla política.

Durante los meses de abril y mayo se celebran una serie de conferencias informales que ponen de manifiesto hasta qué punto las opiniones eran difíciles de conciliar. No era para menos: se estaba jugando la estructura política de la nación, cuánto pesarían en ella, respectivamente, Buenos Aires y el resto de las provincias. Se barajaba el siempre espinoso tema de la capital: ¿se capitalizaría la ciudad de Buenos Aires? ¿Se capitalizaría otra ciudad, trasladando así el ámbito geográfico del problema pero sin solucionarlo? ¿O Buenos Aires sería la capital del país (proyecto Pujol) a costa de su desaparición como provincia, dividida, como lo quería Rivadavia, en dos provincias más pequeñas y por consiguiente más manejables? … Difícil problema, sin duda. De que se buscase lealmente un acuerdo y fuese bien o mal solucionado, iban a depender muchas cosas.

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Mientras tanto, los gobernadores convocados por Urquiza iban llegando a San Nicolás de los Arroyos, y en Buenos Aires, los doctores Francisco Pico y Dalmacio Vélez Sarsfield trabajaban en la confección de un proyecto de acuerdo.

Iniciadas las deliberaciones el 29 de mayo, nuevamente Juan Pujol puso sobre el tapete la capitalización de Buenos Aires. Advirtiendo que el debate sobre un tema tan urticante podría hacer naufragar la reunión, Urquiza cortó por lo sano pidiendo que el tema fuese debatido por el futuro Congreso, y urgiendo a los presentes para concretar las bases de su pronta reunión. Por fin Manuel Leiva, profundo conocedor del pensamiento de Urquiza, secundado por Pujol, López y Pico, redactó los 20 artículos que fueron aprobados sin objeción alguna y constituyen el Acuerdo de San Nicolás.

El documento se refiere a cuatro temas fundamentales:

1) Vigencia del Pacto Federal de 1831, según el cual se organizaría la República dentro del sistema federal.

2) Poderes atribuidos a Urquiza, que es nombrado Director Provisorio de la Confederación, y juró apenas firmado el acuerdo, sin esperar la ratificación legislativa.

3) Reunión de un Congreso Constituyente en la ciudad de Santa Fe, con plena igualdad de representantes: dos por cada provincia.

4) Contribución proporcional de las provincias con el producto de sus aduanas exteriores para sufragar los gastos de la administración general.

Es evidente que consagra puntos muy difíciles de aceptar por los porteños: por ejemplo los amplios poderes otorgados a Urquiza, pero sobre todo la concurrencia al Congreso de dos diputados por provincia, en estricto pie de igualdad federal, y no con un número de diputados proporcional a la población, como lo hubiese querido Buenos Aires, para asegurarse, como en congresos anteriores, la mayoría. Otro punto imposible de aceptar era la contribución con el producto de las aduanas exteriores (Artículo 19), que era un directo desafío a Buenos Aires. No debemos olvidar que por debajo de la apariencia puramente política de la cuestión, subyace un problema económico: es la posesión del puerto, de la aduana, la mayor fuente de ingresos, la que señaló, desde aquel Reglamento de Libre Comercio de 1778 que abrió el puerto de Buenos Aires, el desmesurado crecimiento de la ciudad portuaria frente al resto del país. En 1778 Buenos Aires recibió, casi simultáneamente el espaldarazo político de capital del Virreinato y el económico de puerto único. Desde ese momento no dejó de enfrentarse a sus hermanas en una difícil convivencia que explica por qué el sobrenombre de “porteños” tiene a veces un sabor tan amargo en labios provincianos.

Volviendo al Acuerdo de San Nicolás, su discusión en el seno de la Legislatura bonaerense provocó una verdadera maratón oratoria en las justamente célebres “Jornadas de Junio”.

La ciudadanía estaba conmovida y presentía que tenía el privilegio de vivir uno de esos momentos cruciales que figurarían en las páginas de la Historia. Las opiniones vertidas durante esas “Jornadas” son suficientemente conocidas; baste recordar que la discusión fue tempestuosa; hubo vivas y mueras contundentes a cargo de una barra fervorosa; interrupciones, gritos, aplausos, y obligados pasos a cuarto intermedio. Mitre y Vélez Sarsfield, que impugnaron el Acuerdo, aplaudidos por la concurrencia frenética, mimados por la popularidad, llevados en andas por sus conciudadanos. Vicente Fidel López y Juan M. Gutiérrez, que lo defendieron, silbados o interrumpidos

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constantemente, amenazados y obligados a refugiarse en la propia Legislatura, para que, amparados en las sombras de la noche pudiesen llegar sanos y salvos a sus casas en el coche del Jefe de Policía. Quizá la figura más hermosa de estas “Jornadas” sea la del ministro Vicente Fidel López, hijo del Gobernador, que como un pequeño Quijote, lanza en ristre, se arroja sobre su contendiente Vélez Sarsfield, por considerar que es el único que ha llegado al fondo de la cuestión. Sus condenas al localismo, expresión de un espíritu generoso, son tomadas como verdaderas injurias al pueblo de Buenos Aires. Lo cierto es que a partir de la discusión del Acuerdo los acontecimientos se precipitan.

El Gobernador López y Planes presenta su renuncia. La Legislatura se la acepta de inmediato y nombra en su reemplazo al general Manuel Guillermo Pinto. Urquiza despechado por el rechazo del Acuerdo y la creciente hostilidad hacia su persona, declara disuelta la Legislatura, ordena apresar a los principales opositores, suspende los periódicos, que no hacían sino echar leña a la hoguera, y manda a las tropas correntinas de Virasoro que patrullen la ciudad de día y de noche. Todas estas disposiciones del vencedor de Caseros parecieron dar la razón a sus agresores, y en sus defensores de siempre cundió el desánimo. La copa pareció colmarse cuando, ante la nueva renuncia de Vicente López, Urquiza asume personalmente el gobierno de la provincia rebelde. Bien podía jactarse Mitre de haber vaticinado la creación de un poder “despótico” e “irresponsable”. (Discurso del 21 de junio en la Legislatura).

Urquiza ejerció el gobierno de Buenos Aires hasta el 5 de setiembre, en que lo delegó en el general Galán, para viajar a Santa Fe a inaugurar las sesiones del Congreso.

Texto completo del Acuerdo de San Nicolás

Los infrascriptos, Gobernadores y Capitanes Generales de las Provincias de la Confederación Argentina, reunidos en la cuidad de San Nicolás de los Arroyos por invitación especial del Excmo. Señor Encargado de las Relaciones Exteriores de la República, Brigadier General D. Justo José Urquiza, a saber el mismo Exmo. Señor General Urquiza como Gobernador de la Provincia de Entre­Ríos, y representando la de Catamarca, por Ley especial de esta Provincia el Exmo. Señor Dr. D. Vicente López, Gobernador de la Provincia de Buenos Aires; el Excmo. Señor General D. Benjamín Virasoro, Gobernador de la Provincia de Corrientes; el Exmo. Señor General D. Pablo Lucero, Gobernador de la Provincia de San Luis; el Exmo. Señor General D. Nazario Benavides, Gobernador de la Provincia de San Juan; el Exmo. Señor General D. Celedonio Gutiérrez, Gobernador de la Provincia de Tucumán; el Exmo. Señor D. Pedro Pascual Segura, Gobernador de la Provincia de Mendoza; el Exmo. Señor D. Manuel Taboada, gobernador de la Provincia de Santiago del Estero, el Exmo. Señor D. Manuel Vicente Bustos, Gobernador de la Provincia de La Rioja; el Exmo. Señor D. Domingo Crespo, Gobernador de la Provincia de Santa Fe. Teniendo por objeto acercar el día de la reunión de un Congreso General que, con arreglo a los tratados existentes, y al voto unánime de todos los Pueblos de la República ha de sancionar la constitución política que regularice las relaciones que deben existir entre todos los pueblos argentinos, como pertenecientes a una misma familia; que establezca y defina los altos poderes nacionales y afiance el orden y prosperidad interior; y la respetabilidad exterior de la Nación. Siendo necesario allanar previamente las dificultades que puedan ofrecerse en la práctica, para la reunión del Congreso, proveer a los medios más eficaces de mantener la tranquilidad interior, la seguridad de la República y la representación de la Soberanía durante el periodo constituyente.

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Teniendo presente las necesidades y los votos de los Pueblos que nos han confiado su dirección, e invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y de toda justicia. Hemos concordado y adoptado las resoluciones siguientes:

1ª – Siendo una Ley fundamental de la República, el Tratado celebrado en 4 de Enero de 1831, entre las Provincias de Buenos Aires, Santa­Fe y Entre­Ríos por haberse adherido a él, todas las demás Provincias de la Confederación, será religiosamente observado en todas sus cláusulas, y para mayor firmeza y garantía queda facultado el Exmo. Señor Encargado de las Relaciones Exteriores, para ponerlo en ejecución en todo el territorio de la República.

2ª – Se declara que, estando en la actualidad todas las Provincias de la República, en plena libertad y tranquilidad, ha llegado el caso previsto en el artículo 16 del precitado Tratado, de arreglar por medio de un Congreso General Federativo, la administración general del País, bajo el sistema federal; su comercio interior y exterior, su navegación, el cobro y distribución de las rentas generales, el pago de la deuda de la República, consultando del mejor modo posible la seguridad y engrandecimiento de la República, su crédito interior y exterior, y la soberanía, libertad e independencia de cada una de las Provincias.

3ª – Estando previstos en el artículo 9 del Tratado referido, los arbitrios que deben mejorar la condición del comercio interior y reciproco de las diversas provincias argentinas; y habiéndose notado por una larga experiencia los funestos efectos que produce el sistema restrictivo seguido en alguna de ellas, queda establecido: que los artículos de producción o fabricación nacional o extranjera, así como los penados de toda especie que pasen por el territorio de una Provincia a otra, serán libres de los derechos llamados de tránsito, siéndolo también los carruajes, buques o bestias en que se transporten: y que ningún otro derecho podrá imponérseles en adelante, cualquiera que sea su denominación, por el hecho de transitar el territorio.

4ª – Queda establecido que el Congreso General Constituyente, se instalará en todo el mes de Agosto próximo venidero; y para que esto pueda realizarse, se mandará hacer desde luego en las respectivas Provincias, elección de los Diputados que han de formarlo, siguiéndose en cada una de ellas las reglas establecidas por la Ley de elecciones, para los Diputados de las Legislaturas Provinciales.

5ª – Siendo todas las provincias iguales en derechos, como miembros de la Nación, queda establecido que el Congreso Constituyente se formará con dos Diputados por cada Provincia.

6ª – El Congreso sancionará la Constitución Nacional, a mayoría de sufragios; y como para lograr este objeto seria un embarazo insuperable, que los Diputados trajeran instrucciones especiales, que restringieran sus poderes, queda convenido, que la elección se hará sin condición ni restricción alguna; fiando a la conciencia, al saber y el patriotismo de los Diputados, el sancionar con su voto lo que creyesen más justo y conveniente, sujetándose a lo que la mayoría resuelva, sin protestas ni reclamos.

7ª – Es necesario que los Diputados estén penetrados de sentimientos puramente nacionales, para que las preocupaciones de localidad no embaracen la grande obra que se emprende: que estén persuadidos que el bien de los Pueblos no se ha de conseguir por exigencias encontradas y parciales, sino por la consolidación de un régimen nacional, regular y justo: que estimen la calidad de ciudadanos argentinos, antes que la de provincianos. Y para que esto se consiga, los infrascriptos usarán de todos sus medios

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para infundir y recomendar estos principios y emplearán toda su influencia legítima, a fin de que los ciudadanos elijan a los hombres de más probidad y de un patriotismo más puro e inteligente.

8ª – Una vez elegidos los Diputados e incorporados al Congreso, no podrán ser juzgados por sus opiniones, ni acusados por ningún motivo, ni autoridad alguna; hasta que no esté sancionada la Constitución. Sus personas serán sagradas e inviolables, durante este periodo. Pero cualquiera de las Provincias podrá retirar sus Diputados cuando lo creyese oportuno; debiendo en este caso sustituirlos inmediatamente.

9ª – Queda a cargo del Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación el proveer a los gastos de viático y dieta de los Diputados.

10ª – El Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación instalará y abrirá las Sesiones del Congreso, por si o por un delegado, en caso de imposibilidad; proveer a la seguridad y libertad de sus discusiones; librará los fondos que sean necesarios para la organización de las oficinas de su despacho, y tomará todas aquellas medidas que creyere oportunas para asegurar el respeto de la corporación y sus miembros.

11ª – La convocación del Congreso se hará para la Cuidad de Santa Fe, hasta que reunido e instalado, él mismo determine el lugar de su residencia.

12ª – Sancionada la Constitución y las Leyes orgánicas que sean necesarias para ponerla en práctica, será comunicada por el Presidente del Congreso, al Encargado de las Relaciones Exteriores, y éste la promulgará inmediatamente como ley fundamental de la Nación haciéndola cumplir y observar. En seguida será nombrado el primer Presidente Constitucional de la República, y el Congreso Constituyente cerrara sus sesiones, dejando a cargo del Ejecutivo poner en ejercicio las Leyes orgánicas que hubiere sancionado.

13ª – Siendo necesario dar al orden interior de la República, a su paz y respetabilidad exterior, todas la garantías posibles, mientras se discute y sanciona la Constitución Nacional, los infrascriptos emplearán por si cuantos medios estén en la esfera de sus atribuciones, para mantener en sus respectivas Provincias la paz pública, y la concordia entre los ciudadanos de todos los partidos, previniendo o sofocando todo elemento de desorden o discordia; y propendiendo a los olvidos de los errores pasados y estrechamiento de la amistad de los Pueblos Argentinos.

14ª – Si, lo que Dios no permita, la paz interior de la República fuese perturbada por hostilidades abiertas entre una ú otra Provincia, o por sublevaciones dentro de la misma Provincia, queda autorizado el Encargado de las Relaciones Exteriores para emplear todas las medidas que su prudencia y acendrado patriotismo le sugieran, para restablecer la paz, sosteniendo las autoridades, legalmente constituidas, para lo cual, los demás Gobernadores, prestarán su cooperación y ayuda en conformidad al Tratado de 4 de enero de 1831.

15ª – Siendo de la atribución del Encargado de las Relaciones Exteriores representar la Soberanía y conservar la indivisibilidad nacional, mantener la paz interior, asegurar las fronteras durante el período Constituyente, y defender la República de cualquiera pretensión extranjera, y velar sobre el exacto cumplimiento del presente Acuerdo, es una consecuencia de estas obligaciones, el que sea investido de las facultades y medios adecuados para cumplirlas. En su virtud, queda acordado, que el Excmo. Señor General D. Justo José Urquiza, en el carácter de General en Jefe de los Ejércitos de la

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Confederación, tenga el mando efectivo de todas las fuerzas militares que actualmente tenga en pie cada Provincia, las cuales serán consideradas desde ahora como partes integrantes del Ejército Nacional. El General en Jefe destinará estas fuerzas del modo que lo crea conveniente al servicio nacional, y si para llenar sus objetos creyere necesario aumentarlas, podrá hacerlo pidiendo contingentes a cualquiera de las provincias, así como podrá también disminuirlas si las juzgare excesivas en su numero ú organización.

16ª – Será de las atribuciones del Encargado de las Relaciones Exteriores, reglamentar la navegación de los ríos interiores de la República, de modo que se conserven los intereses y seguridad del territorio y de las rentas fiscales, y lo será igualmente la Administración General de Correos, la creación y mejora de los caminos públicos, y de postas de bueyes para el transporte de mercaderías.

17ª – Conviniendo para la mayor respetabilidad y acierto de los actos del Encargado de las Relaciones Exteriores en la dirección de los negocios nacionales durante el período Constituyente, el que haya establecido cerca de su persona un Consejo de Estado, con el cual pueda consultar los casos que le parezcan graves: quedando facultado el mismo Exmo. Señor para constituirlo nombrando a los ciudadanos argentinos que por su saber y prudencia, puedan desempeñar dignamente este elevado cargo, sin limitación de número.

18ª – Atendidas las importantes atribuciones que por este Convenio recibe el Excmo. Señor Encargado de las Relaciones Exteriores, se resuelve: que su título sea de Director Provisorio de la Confederación Argentina.

19ª – Para sufragar a los gastos que demanda la administración de los negocios nacionales declarados en este acuerdo, las Provincias concurrirán proporcionalmente con el producto de sus Aduanas exteriores, hasta la instalación de las autoridades constitucionales, a quienes exclusivamente competirá el establecimiento permanente de los impuestos nacionales. Del presente Acuerdo se sacarán quince ejemplares de un tenor destinados: uno al Gobierno de cada Provincia y otro al Ministerio de Relaciones Exteriores. Dado en San Nicolás de los Arroyos, a treinta y un días del mes de Mayo de mil ochocientos cincuenta y dos. Justo José Urquiza, por la Provincia de Entre Ríos, y en representación de la de Catamarca; Vicente López; Benjamín Virasoro; Pablo Lucero; Nazario Benavides; Celedonio Gutiérrez; Pedro P. Segura; Manuel Taboada; Manuel Vicente Bustos; Domingo Crespo.

Artículo adicional al Acuerdo celebrado entre los Exmos. Gobernadores de las Provincias Argentinas, reunidas en San Nicolás de los Arroyos.

Los Gobiernos y Provincias que no hayan concurrido al Acuerdo celebrado en esta fecha, o que no hayan sido representados en él, serán invitados a adherir por el Director Provisorio de la Confederación Argentina, haciéndoles a éste respecto las exigencias a que dan derecho el interés y los pactos nacionales. Dado en San Nicolás de los Arroyos, a treinta y un días del mes de Mayo del año mil ochocientos cincuenta y dos. Justo José Urquiza, por la Provincia de Entre Ríos, y en representación de la de Catamarca; Vicente López; Benjamín Virasoro; Pablo Lucero; Nazario Benavides; Celedonio Gutiérrez; Pedro P. Segura; Manuel Taboada; Manuel Vicente Bustos; Domingo Crespo.

Referencias

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(1) El Nacional de Vélez Sarsfield no se lo perdona, y dice de él que es “diablo y vividor”, “chupa siempre y no se compromete nunca”. (2) Los libros de Cárcano: “De Caseros al 11 de Setiembre”. “Del 11 de Setiembre a los campos de Cepeda” y “De Cepeda a Pavón”, siguen siendo fundamentales para el reconocimiento de esta etapa de la vida nacional.

Fuente Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado. Lahourcade, Alicia N. – San Gregorio, una batalla olvidada. Todo es Historia – Año XI, Nº 126, noviembre de 1977.

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31 de mayo

Francisco Pascasio Moreno

Francisco Pascasio Moreno (1852‐1919)

Nació en Buenos Aires el 31 de mayo de 1852. Su padre, Francisco Facundo había regresado a esta ciudad en 1852, después de permanecer siete años en Montevideo como exiliado. Su madre fue Juana Thwaites, de ascendencia inglesa, fallecida prematuramente en 1867, a consecuencia de la epidemia de cólera que azotó Buenos Aires.

Francisco Pascasio era el mayor de cinco hermanos, dos mujeres y tres varones. Nace y vive sus primeros años en una casa ubicada en Paseo Colón y Venezuela; en 1866 la familia se traslada a una residencia situada en una esquina de las calles Piedad (hoy Bartolomé Mitre) y Uruguay. Aquí permanece durante varios años, y en ella tiene lugar la fundación de su primer museo, ubicado en el mirador de la misma.

Adolescente ya, a los catorce años, recorría los terrenos de Palermo y las barrancas del Río de la Plata recogiendo piezas para sus colecciones.

Entre 1863 y 1866 concurre, junto con sus dos hermanos, al Colegio San José, como interno. Durante este período, según Moreno, “aumentó mucho mi propio bagaje de ensueños”. Escuchaba con atención los relatos que desde el púlpito hacía el hermano celador, referente a los viajes y penurias de algún misionero en lejanos países salvajes, lo que sumado a sus lecturas de las extraordinarias aventuras de Livingstone y del intrépido navegante inglés John Franklin, dieron más vuelo a sus infantiles lucubraciones.

Otros acontecimientos que tuvieron lugar durante esta época le impresionaron mucho. Así dice Moreno sobre la Guerra de la Triple Alianza: “fueron impresiones de la infancia que quedaron grabadas con buril profundo (…) no olvido los veteranos del 6º de Línea volviendo al descanso momentáneo al son de la música inmortal…”.

En 1866 se produce el cambio de colegio; su padre, con el propósito de que sus hijos adquirieran un conocimiento más vasto, los inscribe en el Colegio Catedral del Norte (1). Su Director Monsieur Chanalet, gozaba de particular predicamento por la orientación y nivel que había sabido imprimir a la enseñanza.

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En julio de 1867, un domingo su padre llevó a Francisco y sus dos hermanos a pasear cerca del río. Al descubrir montículos de pedregullo dejados por el río Uruguay, quedaron asombrados, y de inmediato se dedicaron a seleccionar jaspes y piedras de variados colores, con los cuales llenaron sus bolsillos. Allí mismo, Moreno y sus hermanos abordaron al padre obteniendo su consentimiento para llevarlos a su casa e instalarlos en el mirador de la misma, que así se convertiría en “su primer museo”. La fecha de este hecho anecdótico fue considerada por Moreno como la de “iniciación de su museo”, según lo expresa en una carta dirigida al general Bartolomé Mitre en 1892.

En el año1867, se produce un hecho trascendente para el futuro del museo y la obra de Moreno: los tres hermanos se arman de coraje y deciden visitar al director del Museo Público de Buenos Aires, el paleontólogo alemán Germán Burmeister (1807­1892), arribado al país en los primeros años de la década del sesenta para hacerse cargo del al dirección del Museo.

Moreno y sus hermanos quedaron asombrados por el amable recibimiento y el interés demostrado por sus colecciones. Posteriormente los acompañó en un recorrido por las salas del Museo. Prometió visitarlos, y así lo hizo en forma casi inmediata.

Las colecciones van aumentando en forma acelerada y el museo deja de ser un juego de niños. Surgen discrepancias entre los tres hermanos con respecto a su futuro. Josué y Eduardo sentían gran atracción por la filatelia, razón por la cual querían enriquecer la colección de estampillas. Pancho (ese era el apodo de Francisco Pascasio) en cambio, insistía en dedicar los esfuerzos hacia las ciencias naturales. Como no pudieron llegar a un acuerdo, Josué decidió separarse y vender su parte en trescientos pesos, pagaderos en mensualidades. Más tarde lo haría Eduardo, por lo que el 9 de agosto de 1868, a los dieciséis años, Pancho quedó como Director y único dueño del Museo al que llamó “Museo Moreno”.

La bondadosa atención que siempre le dispensó el Dr. Burmeister, se transforma con el tiempo en una sólida amistad, a pesar de la diferencia de edades. Para estimular su vocación bautizó una especie fósil con el nombre de “Dasypus moreni”.

Al producirse la epidemia de fiebre amarilla en 1871, la familia Moreno establece su residencia en la casa de un pariente en Chascomús. Desaparecido el peligro retorna a Buenos Aires con el precioso cargamento de piezas que Francisco recogió en la zona.

Posteriormente su padre adquiere una propiedad en Parque de los Patricios, una quinta formada por varias manzanas. (2) Allí fue donde Moreno, al cumplir veinte años, recibe un magnífico regalo: una construcción para “su museo”, constituida por dos salas.

Movido por el afán de aumentar sus colecciones, comienza a efectuar exploraciones en lugares cercanos: riberas del Río de la Plata, laguna Vitel (partido de Chascomús) y en 1873, su primer viaje al Sur, hasta Carmen de Patagones.

Se despierta entonces su interés por la Patagonia, que se convertiría en el objetivo fundamental de su accionar futuro. Advierte, además, cuando sólo tenía veinte años, la necesidad de conocer y estudiar a fondo su geografía para así adquirir conocimientos indispensables que permitieran determinar, científicamente, los límites entre nuestro país y Chile, evitando peligrosas situaciones conflictivas.

En abril de 1873 Moreno llega a Carmen de Patagones, donde es recibido con todos los honores por un amigo suyo, comerciante, que actúa como un verdadero cicerone. Al cabo de un mes, consiguió reunir una colección de más de setenta cráneos, mil flechas y

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puntas de lanzas y otros sílex tallados, con los cuales regresó para clasificarlos y acomodarlos en su museo.

Para apreciar la magnitud de esta empresa, realizada poco antes de cumplir veintiún años, hay que situarse en la época. El ferrocarril entonces llegaba hasta Las Flores, y la enorme distancia entre este lugar y Carmen de Patagones (aproximadamente 1.000 kilómetros) debía ser cubierta en galera y a caballo, sorteando enormes peligros, como el de la acechanza de los indios. Solamente dos poblaciones existían en su trayecto: una, Bahía Blanca, que entonces tenía una reducidísima población, y Carmen de Patagones, fundada en 1779 por Antonio de Viedma, que era, con su fortín de avanzada, el vigía nacional de estas desoladas tierras.

Con este viaje termina una etapa de la vida de Moreno –la de su niñez y adolescencia­ para comenzar la de sus exploraciones personales realizadas entre 1874 y 1880.

Moreno, como explorador, demostró poseer aptitudes sobresalientes: coraje y audacia, sostenidos por una gran resistencia física. No en vano se ganó el respeto y admiración de los indios –a quien él también respetó y admiró en algunos aspectos­ que lo calificaron como “Huinca” (cristiano), “Toro Moreno” o “Valiente Moreno”, máximos calificativos ponderativos usados por ellos. Además, la heroicidad que exhibía al dar cuenta sin pestañar de los manjares indígenas, constituidos por carnes crudas de diverso origen y otros alimentos sazonados con sangre caliente de yegua, contribuyeron a conquistar la simpatía y amistad de los aborígenes.

Cuatro fueron las exploraciones realizadas durante ese período:

I. A Santa Cruz, hasta la desembocadura del río del mismo nombre.

Duración: Cuatro meses; agosto a diciembre de 1874.

Objetivos: A raíz de los conflictos surgidos en el sur de nuestro país en la región limítrofe con Chile, el Gobierno resolvió constituir una Comisión Especial para que explorara las tierras inmediatas a la bahía de Santa Cruz y elaborara un informe sobre al situación existente. Además de estos objetivos Moreno se propuso realizar excavaciones en búsqueda de materiales de estudio para aumentar las colecciones de su museo.

II. Primer viaje al lago Nahuel Huapi.

Duración: Aproximadamente seis meses; 25 de setiembre de 1875 al 11 de marzo de 1876.

Objetivos: Llegar al lago Nahuel Huapi, hacer su reconocimiento, y encontrar un paso en la cordillera que permitiera el acceso a la ciudad chilena de Valdivia

III. A Santa Cruz, remontando el río hasta sus nacientes (Lago Argentino).

Duración: Aproximadamente siete meses; 20 de octubre de 1876 al 8 de mayo de 1877.

Objetivos: Llegar a las nacientes del río Santa Cruz, “…problema aún no resuelto completamente, averiguar la verdadera situación de la Cordillera en la zona del Estrecho de Magallanes y confirmar los derechos argentinos en las tierras ubicadas al oriente de los Andes”.

IV. Segundo viaje al lago Nahuel Huapi.

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Duración: Aproximadamente cinco meses; octubre de 1879 al 11 de marzo de 1880.

Objetivos: Exploración de los territorios australes bañados por el océano Atlántico.

En 1880 Moreno viaja a Europa donde permanece un año, circunstancia que aprovecha para visitar museos de primer nivel e interiorizarse de aspectos relacionados con la organización de los mismos.

Al volver a su país, continuó con sus exploraciones en las provincias argentinas con el objeto de incrementar las colecciones del Museo Antropológico y Arqueológico de la Provincia de Buenos Aires, del cual era su Director. En particular recorrió regiones andinas en las provincias de Cuyo donde el trazado del límite determinado por el tratado firmado en 1881 podría dar lugar a dificultades. Esta serie de viajes concluye en 1884.

Además, en su calidad de miembro de la Comisión Especial encargada de la construcción de edificios públicos para la nueva capital de la Provincia, tuvo ocasión de comenzar los primeros estudios relacionados con la ubicación del futuro museo.

Entre 1880 y 1910 se sucedieron cinco períodos presidenciales, de los cuales tres fueron completados por los vicepresidentes respectivos, a causa de renuncia o fallecimiento del titular. Durante este lapso dos revoluciones civiles (1890 y 1893), una profunda crisis económica en 1890, y las cuestiones limítrofes con Chile que hicieron temer por un conflicto armado, fueron causas de disturbios que entorpecieron el desarrollo de actividades.

No obstante, la capacidad de acción y la constancia de Moreno permitieron que las metas fijadas se alcanzaran ordenadamente y en forma plena. Y se fueron encadenando y ensamblando de tal manera que cada una sirvió de apoyo para continuar con la otra.

Así, el museo, nacido al impulso de su interés de coleccionista, va enriqueciendo su patrimonio con las exploraciones. Estas, y su amor por la naturaleza, lo llevan al reconocimiento del territorio patagónico para lograr su integración al país. Y, al mismo tiempo, los estudios geográficos y científicos que realiza han de constituir una base firme para la determinación de los límites naturales de la región cordillerana entre nuestro país y Chile.

En 1880 se federaliza la ciudad de Buenos Aires y el 19 de noviembre de 1882 se funda La Plata, capital de la Provincia. Recién en abril de 1884, las autoridades de la Provincia pueden instalarse en la flamante capital, y en julio las colecciones del Museo Antropológico y Arqueológico (integradas por las piezas que Moreno donó y que correspondían a su colección particular) se trasladan a La Plata, y se ubican en diversos locales provisionales, principalmente en la planta alta del Banco Hipotecario que, en 1906, fue sede de las autoridades de la Universidad Nacional de La Plata.

El 17 de setiembre de 1884, por decreto del gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Carlos D’Amico, se funda el Museo de la Plata, al que se incorpora después el Museo Antropológico y Arqueológico de Buenos Aires, y Moreno es designado Director de la nueva institución.

El Departamento de Ingenieros contemplaba una ubicación céntrica del Museo, y fue Moreno quien sugirió se abandonara esta idea y se lo emplazara en el Paseo del Bosque.

En 1884, el arquitecto Henrik G. A. Aberg asumió la tarea de la construcción del edificio del Museo. Aberg, nacido en Suecia, se había radicado en el país en 1869,

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cuando tenía veintiocho años de edad. Para la realización de la obra se asoció con el ingeniero alemán Carl L. W. Heynemann.

La construcción del edificio comienza en octubre de 1884; en 1887 algunas secciones fueron habilitadas al público y el 19 de noviembre de 1888 se inaugura oficialmente.

Por falta de presupuesto el edificio construido no estuvo de acuerdo con el plano original firmado por Aberg y Heynemann, integrado por un conjunto de tres edificios, de los cuales se terminó uno solamente. Los dos cuerpos restantes jamás se construyeron.

Moreno se desempeñó como Director del Museo de la Plata desde 1884 hasta 1906, fecha de su renuncia. Durante siete años de esta etapa (1896­1903), simultáneamente ocupó el cargo de Perito Argentino.

Durante el período que le tocó actuar, se realizaron exploraciones por diferentes regiones del país, en las que participaron técnicos y especialistas bajo su dirección. La más importante de todas se llevó a cabo entre enero y junio de 1896. El programa de la misma comprendía “el reconocimiento geográfico y geológico (…) de la zona inmediata a los Andes y de la parte oriental de éstos comprendida entre San Rafael (Mendoza) y el lago de Buenos Aires (territorio de Santa Cruz)”.

Se puso en marcha con más de veinte personas competentes del Museo a principios de 1896. Los trabajos asignados a las distintas comisiones fueron cuidadosamente planificados y, además, transmitidos con precisas instrucciones a todos los integrantes de los grupos de exploración del Museo de la Plata.

Riccardi, en su libro (3), sintetiza así el contenido y la importancia de esta extraordinaria exploración:

“Moreno orientó las actividades de la institución hacia la defensa de los intereses argentinos, y con el eficaz asesoramiento del ingeniero Enrique Delachaux efectuó una obra que hoy día llena de asombro a cualquiera que haya recorrido la región cordillerana limítrofe entre Argentina y Chile.

“Baste señalar que la expedición realizada por Moreno entre enero y junio de 1896 sirvió para el reconocimiento de un área de 170.000 km2 entre San Rafael y lago Buenos Aires con vistas a elaborar un plano en escala 1:400.000. En ella se recorrieron 7.155 kilómetros a caballo, se determinaron 3 longitudes, 328 latitudes y 201 azimutes; se hicieron 360 estaciones con teodolito y 180 con brújula prismática; se realizaron 1.072 estaciones barométricas y 271 estaciones trigonométricas de altura; se tomaron 960 clichés fotográficos y 6.250 muestras de rocas y fósiles; y se confeccionó el primer plano preliminar del lago Nahuel Huapi y del Valle 16 de Octubre.

“Producto de esta misma expedición fue la propuesta de Moreno para que se construyera una red de líneas ferroviarias que uniera el Atlántico con la cordillera, propuesta que serviría de fundamento al proyecto que años después presentaría al Congreso de la Nación el Dr. Ezequiel Ramos Mejía, y que Moreno defendería desde su banca de diputado”.

En 1896 Moreno decide aceptar el cargo de Perito Argentino a fin de colaborar en la solución de los problemas limítrofes con Chile. Sus amplios conocimientos de la zona en litigio, su perseverancia y capacidad de acción le permitieron sobrellevar con éxito tan difícil gestión. Además, a sus ya reconocidas cualidades agregó la de una insólita

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habilidad diplomática exhibida oportunamente en situaciones muy delicadas que amenazaban hacer fracasar los acuerdos perseguidos.

Sobre su acción, ningún juicio más categórico que el del Jefe de la Comisión Arbitral, coronel Thomas Holdich, que en carta dirigida a Moreno en agosto de 1902 dijo: “He afirmado repetidamente que todo lo que obtenga el gobierno argentino al oeste de la división de aguas continentales de deberá, exclusivamente, a usted”.

Algunos meses después de ocupar el cargo de perito, Moreno se trasladó a Santiago de Chile. Cruzó la Cordillera, a principios de 1897, junto con su esposa y sus cuatro hijos, a lomo de mula, acompañado por su amigo y Secretario de la Comisión, Clemente Onelli. Inmediatamente comenzó a desarrollar intensas gestiones, reuniones con diplomáticos y asesores del gobierno chileno, para intercambiar opiniones y allanar el camino para las futuras negociaciones.

A poco de llegar, su esposa, María Ana Varela, contrajo fiebre tifoidea; luego de casi cincuenta días de enfermedad, y cuando su recuperación parecía segura, murió víctima de una sorpresiva complicación el 1º de junio de 1897. Era hija de Rufino Varela, funcionario y periodista, y de Josefa Wright. Su abuelo fue el poeta y escritor Florencio Varela. Moreno contrajo matrimonio el 14 de junio de 1885; ella tenía entonces diecisiete años y él treinta y tres.

El matrimonio tuvo cuatro hijos: Francisco José (1886), Juana María (1888), Eduardo Vicente (1890) y Florencio (1891).

Después de acompañar el traslado en vapor de los restos de su esposa a Buenos Aires, en julio de 1897, regresa a Santiago de Chile.

Por gestión de Moreno ante el presidente chileno, Dr. Errázuriz, con quien mantenía excelentes relaciones, se produce la entrevista entre dicho presidente y el general Roca, que en pocos meses debía asumir la presidencia de la Argentina. Dicha reunión tuvo lugar el 15 de febrero de 1899 en el Estrecho de Magallanes, a bordo del buque insignia O’Higgins, que simbolizó un gesto amistoso y un pacto tácito de buena voluntad entre las dos naciones. Sus presidentes acordaron dar corte a la cuestión limítrofe, en especial a la demarcación de la Puna de Atacama, donde la divergencia era más profunda.

Como resultado inmediato de esta reunión cumbre, dieron comienzo en Londres las deliberaciones entre diplomáticos argentinos y chilenos, y miembros del Gobierno británico, en su calidad de árbitro del litigio limítrofe. Moreno, que se había trasladado a Londres junto con sus cuatro hijos en enero de 1899, actuó, en las reuniones celebradas, como asesor geográfico del ministro argentino.

En el transcurso de este año establece contactos con la Sociedad Real de Geografía. Es invitado a pronunciar una conferencia, que tiene lugar en mayo, cuyo texto fue leído, en inglés, por el Mayor Darwin, Secretario Honorario de la Sociedad e hijo de Charles Darwin.

En 1900 Moreno reside prácticamente en Londres, y allí sus hijos concurren a la escuela. En 1901 regresa a Buenos Aires con tres de sus hijos; el mayor se queda en Londres donde estudia pintura.

Este mismo año llega a Buenos Aires el coronel sir Thomas Holdich, geógrafo de reconocido prestigio, designado Comisionado por el Gobierno británico para actuar en representación del Tribunal Arbitral en el reconocimiento de la zona en litigio. Casi de

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inmediato da comienzo a sus tareas de exploración. Durante tres meses, acompañando a los integrantes de las comisiones argentina y chilena, recorrió la extensa región andina comprendida entre el lago Lácar y el seno de Ultima Esperanza. El coronel Holdich dejó constancia –públicamente y en documentos oficiales­ que este emprendimiento se concretó con éxito gracias a la invalorable ayuda del Perito Moreno.

Terminadas las tareas preliminares de reconocimiento, el Comisionado británico regresó a Londres para elevar su informe al Tribunal Superior. Moreno, que no quiso perder pisada a estos trabajos, le acompaña en este viaje.

El 20 de noviembre de 1902, el rey Eduardo VII firmó el laudo arbitral, y poco después los miembros de la Comisión británica, acompañados por Moreno y su secretario, Clemente Onelli, se embarcaron con destino a Buenos Aires, donde llegan el 27 de diciembre.

Poco después de este arribo, que dio lugar a una recepción apoteósica según los comentarios periodísticos, se organizaron las comisiones –cinco en total­ que en enero de 1903 comenzaron las actividades en la alta cordillera. Los distintos grupos contaron con el apoyo del incansable Moreno.

Con estos últimos trabajos se confeccionó el documento decisivo, que significó para la Argentina la incorporación de 42.000 km2 de tierras que el perito chileno había atribuido a su país. Entre ellas se encontraban importantes zonas, tales como, la cuenca del lago Lácar y la Colonia 16 de Octubre.

Concluida la colocación de los hitos, Moreno regresó a Buenos Aires donde siguió recibiendo el agradecimiento de todo el país. Volvió al Museo de La Plata, pero dejó de vivir allí, y se trasladó a la Quinta Moreno, en Parque de los Patricios, junto a sus tres hijos. Sigue cumpliendo con sus funciones como Director del Museo hasta 1906, año en que renuncia cuando esta institución pasa a formar parte de la flamante Universidad Nacional de La Plata.

A fines de 1905 nace la primera Escuela Patria, así bautizada por Moreno, inspirada y dirigida por él, donde, además de impartir las primeras enseñanzas, se da de comer a niños indigentes. Posteriormente, sobre la base de la fundada por Moreno se crean las Escuelas Patrias del Patronato de la Infancia.

En los primeros días de 1904 Moreno recibe una nota firmada por el Presidente y el Secretario de la segunda circunscripción electoral de la Capital Federal, parroquia de San Cristóbal. En la misma se expresa que los vecinos de la localidad han resuelto sostener, el los próximos comicios, su candidatura para el cargo de Diputado, pues consideran que su incorporación al Cuerpo Legislativo será beneficiosa para los intereses generales nacionales y, en particular, para los de esta sección electoral. Casi de inmediato, el 15 de febrero, Moreno envía su respuesta por carta donde agradece la confianza dispensada por sus vecinos y acepta la candidatura ofrecida.

Cuando Moreno recibe esta propuesta era Director del Museo de La Plata, cargo al que renunció en marzo de 1906.

Se incorpora a la Cámara de Diputados de la Nación en 1910, ocupando su banca desde el 5 de mayo de ese año hasta el 14 de marzo de 1913, durante el período presidencial de Roque Sáenz Peña, y presenta su renuncia en marzo de 1914, al ser propuesto para ocupar el cargo de Vicepresidente del Consejo Nacional de Educación. Consideró

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entonces que éticamente no podía desempeñar ambas funciones simultáneamente, y opta por la del Consejo Nacional de Educación.

Como Diputado, no obstante su corta actuación, dejó el sello inconfundible de su personalidad: la de un hombre de acción vigorosa, animado por un idealismo puro que sustentó desde su juventud.

El 3 de julio de 1903 se sancionó la Ley Nº 4192, cuyo artículo 1º establece: “Acordar al señor Francisco P. Moreno (…) como recompensa extraordinaria por sus servicios y en mérito a que durante veintidós años ellos han sido de carácter gratuito, la propiedad de veinticinco leguas de campos fiscales, en el territorio del Neuquén…”.

En noviembre del mismo año, Moreno hace una donación al Gobierno de la Nación, de tres leguas cuadradas ubicadas al oeste del lago Nahuel Huapi, con el fin de que sean conservadas como parque natural.

Por decreto del Presidente de la República del 1º de febrero de 1904, se aceptó el ofrecimiento, “reservándose la zona determinada como Parque Nacional, (…) sin que en ella pueda hacerse concesión alguna a particulares”.

Esta donación fue el origen del primer parque nacional de la Argentina, constituyéndose nuestro país, después de los Estados Unidos de América y de Canadá, en el tercero del mundo que adoptó similar decisión en defensa de sus reservas naturales.

Otro acontecimiento extraordinario, de repercusión mundial, en el cual Moreno tuvo una decisiva participación, fue el salvamento realizado en 1903 por un buque argentino a los tripulantes de dos expediciones, una sueca y otra noruega, que quedaron aprisionadas en los hielos de la Antártida.

Moreno fue también un entusiasta partidario de que la Argentina se hiciera presente en la Antártida, y en ese aspecto le correspondió una participación activa en la instalación de la primera estafeta postal y oficina meteorológica, en enero de 1904, en las Islas Orcadas del Sur.

Fue integrante de la Comisión Nacional del Centenario, que en 1906 resolvió abrir un concurso para la ejecución de un monumento en homenaje a la Revolución de Mayo, que nunca llegó a concretarse. Años más tarde, en 1912, Moreno fue designado por el Gobernador de Mendoza miembro de una Comisión encargada de proponer el lugar más apropiado para levantar un monumento a San Martín. En principio se pensó en un lugar céntrico, pero él no estuvo de acuerdo y sostuvo que lo más adecuado era erigirlo en un sitio menos accesible donde, quienes lo visitaran, llevaran como única finalidad la de contemplarlo. Y sugiere que su emplazamiento se efectúe en el llamado Cerro de Pilar, nombre que propone sea cambiado por el de Cerro de la Gloria. Sus propuestas, aceptadas por la Comisión, fueron elevadas a las autoridades superiores.

En una reunión que tiene lugar en su casa de la calle Caseros 2841 que se realiza el 4 de julio de 1912, se resuelve la fundación de la Asociación de Boys Scouts Argentinos, designándose como Presidente al Dr. Francisco Pascasio Moreno. Continuó presidiendo el Comité Ejecutivo hasta 1916. En 1917 el presidente de la República, Dr. Hipólito Yrigoyen consideró a esta institución como un Bien Nacional.

En 1913, cuando Moreno era Vicepresidente del Consejo Nacional de Educación, nuestro país recibió la visita del ex presidente de los Estados Unidos de América,

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Teodoro Roosevelt. Este, a su llegada expresó el deseo de encontrarse con Moreno. Nuestro gobierno decidió, con el acuerdo del Perito, designarlo acompañante oficial.

El encuentro tuvo lugar en el paso Pérez Rosales, uno de los lugares más bellos de la zona andina de los lagos. En esta región, al encontrarse Moreno con viejos amigos, manifiesta a éstos el deseo de que los indios vecinos acudieran en masa a orillas del lago Nahuel Huapi para saludar al ilustre visitante norteamericano.

Habían transcurrido ya más de treinta años desde que llegó por primera vez al lago Nahuel Huapi, por lo que pocos debían ser los indios que quedaban de aquella época. Sin embargo, su nombre continuaba siendo familiar en las tribus, ya que durante su función como Perito Argentino en más de una ocasión recorrió estas regiones.

Los indios finalmente concurrieron en masa a la cita; sus voces –al grito de “¡Tapago!”, nombre con el que se lo apodaba a Moreno­ resonaron en el ámbito del lago. Cuentan las crónicas de la época que Teodoro Roosevelt quedó atónito ante tan insólita manifestación y, contagiado por el entusiasmo sumó su vos al coro de los indios.

En el transcurso de su existencia, sus recursos propios fueron disminuyendo sistemáticamente. Tanto sus viajes de exploración, como la formación y desarrollo del Museo de La Plata, contaron, cuando se presentaban situaciones económicas difíciles de superar, con su desinteresado –y anónimo­ apoyo.

El último de ellos terminó con la liquidación total de sus bienes. Tuvo lugar cuando, para proseguir su obra de asistencia a niños pobres de barrios vecinos, resuelve levantar en su quinta una construcción destinada a brindar comida e instrucción primaria a más de doscientos niños por día.

No vacila en financiar tan ambicioso proyecto con la venta de las diecisiete leguas cuadradas que le restaban de las que le fueron donadas por el Gobierno de la Nación, y de las cuales ya había cedido una parte para el parque nacional.

A mediados de 1912, como consecuencia de la tramitación de la sucesión de su padre, comenzó la subdivisión de la quinta de Parque de los Patricios. Así se produce la pérdida de su casa solariega. Imperioso era trasladarse, y las mudanzas se fueron repitiendo una tras otra. La primera, en Caseros 2841; más tarde, en 1914, en la casa de su hija, Juana María Moreno de Gowland, y la última, en una vivienda por demás modesta, ubicada en Charcas al 3400. También temporariamente, en búsqueda de aires más sanos, estuvo en un campo de San Luis, donde vivía uno de sus hijos.

A fines de 1914 su salud experimentó una recaída. Pero no obstante sus padecimientos, sigue con atención los acontecimientos de la época.

El 20 de noviembre de 1919 en la escuela de Barracas, que dirige la señora Sara Abraham, se celebra el fin del año lectivo. Desde luego, Moreno, protector de la escuela, figura entre los invitados. En las fotografías tomadas en esa ocasión puede advertirse cansancio y tristeza en su mirada. La señora Abraham conversa animadamente con Moreno, invitándolo a participar, el domingo, de una excursión con alumnos de la escuela por el Delta, que se realizará en su conocido vapor “Vigilante”, el mismo que en 1879 le fuera asignado por el Gobierno para una exploración por los territorios del Sur. Moreno, complacido, acepta su invitación: “el domingo –dice­, aquí estaré presente”. Pero no pudo cumplir, la muerte lo sorprendió un día antes, el 22 de noviembre de 1919. El deceso fue provocado por una angina de pecho.

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La noticia de su fallecimiento se expandió rápidamente en la ciudad, y numerosos amigos, entre ellos muchos científicos, acudieron a la casa mortuoria para rendirle postrer homenaje de respeto y admiración a tan ilustre ciudadano, aunque por parte de las autoridades oficiales hubo un vacío inconcebible. El Poder Ejecutivo no dictó decreto alguno con motivo del fallecimiento, ni hubo honores de carácter oficial.

El día del sepelio en el cementerio de la Recoleta, una numerosa concurrencia de público aguardaba la llegada del cortejo fúnebre. Entre la misma había representantes de entidades científicas, amigos y colegas del Museo de La Plata, destacándose la gran cantidad de niños y damas de los círculos dependientes de los Consejos Escolares, de los cuales había sido principal animador y benefactor de su obra.

El 22 de agosto de 1934, el presidente de la Nación, general Agustín P. Justo envía a la Cámara de Diputados un proyecto de ley para erigir un mausoleo a la memoria de Francisco P. Moreno en el Parque Nacional Nahuel Huapi. El proyecto fue aprobado por unanimidad, pero permaneció olvidado por muchos años. Finalmente la obra fue concluida en diciembre de 1943 y el 14 de enero de 1944 se decreta el traslado de los restos desde el cementerio de la Recoleta hasta San Carlos de Bariloche, donde serán alojados en el mausoleo de la isla Centinela, inaugurándose en tal oportunidad la estatua erigida a su memoria.

En Bariloche sus restos son trasladados en una cureña hasta la Municipalidad, donde estaba instalada la capilla ardiente. A su paso, tropas del ejército le rinden honores. El 22 de enero soldados llevan el ataúd, cubierto con la bandera argentina y los ponchos de Shaihueque, Pincén y Catriel, hasta el barco Modesta Victoria, que lo transporta al el mausoleo de la isla Centinela.

Referencias

(1) Actual escuela “José Manuel Estrada”, Reconquista 461, Buenos Aires

(2) La quinta estaba delimitada por las actuales calles Brasil­Catamarca­Caseros­y Deán Funes. El frente del edificio destinado al museo, de clásico estilo helénico, era similar al que fuera adoptado por Moreno para el Museo de La Plata. Constaba de un salón de 10 m por 15m, destinado a las colecciones, y una habitación de 5 m por 10 m para la instalación de un laboratorio y la biblioteca. Moreno siguió viviendo en la quinta hasta 1912, año en que la propiedad se subdivide por la sucesión de su padre. Hoy en la manzana de la quinta familiar se levanta el edificio del Instituto Félix Fernando Bernasconi.

(3) Riccardi, A. C. – Las ideas y la obra de Francisco P. Moreno – La Plata (1989).

Fuente

Fasano, Héctor L. – Perito Francisco Pascasio Moreno, Un Héroe Civil – La Plata (2003)

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Junio

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01 de Junio

Prudencio Ortiz de Rozas

Nació en Buenos Aires el 28 de abril de 1800, siendo sus padres León Ortiz de Rozas y Agustina López de Osornio, hija esta última de Clemente López de Osornio, bárbaramente sacrificado por los salvajes en tremenda lucha en el Rincón del Salado (después Rincón de López), el 13 de diciembre de 1783. Está de más recordar la nobilísima estirpe de las familias Ortiz de Rozas y López de Osornio. Con los nombres de Prudencio Domingo del Corazón de Jesús, fue bautizado en esta ciudad al día siguiente del de su nacimiento. Recibió una instrucción esmerada, como la que entonces podían permitirse los hijos de familias distinguidas. Casó muy joven, el 17 de febrero de 1823, con Catalina de Almada (hija de Tadeo de Almada y de Basilia Toscazo, dedicándose a ayudar a su padre en la atención que demandaban las vastas extensiones de tierras de que era propietario León Ortiz de Rozas.

Sintiendo vocación por la carrera de las armas, Prudencio Ortiz de Rozas colgó espada al cinto y se hizo soldado y en las listas de revista existente en el Archivo General de la Nación figura como teniente del Regimiento Nº 3 de Milicia Activa de Caballería el 13 de marzo de 1826, en un destacamento que guarnece el Fuerte de la Ensenada de Barragán, y a cargo del mismo; figurando en otra lista del 12 de abril del mismo año ya como teniente 1º y desempeñando la misma función de mando hasta el 8 del mes siguiente, en que no figura en tales listas, correspondientes por supuesto a la guarnición del Fuerte de referencia. Dicho cuerpo estuvo mandado por el teniente coronel Ignacio

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Iñarra y tuvo intervención en el rechazo de algunos desembarcos intentados por los brasileños en las costas de la provincia de Buenos Aires; y las baterías de la Ensenada intervinieron en el combate naval del 16 y 17 de junio de 1828 para defender de la agresión de varios buques imperiales al bergantín “General Brandsen”, mandado por Jorge de Kay, que regresaba de una campaña de corso por el Atlántico Norte, y que había varado en las proximidades de Punta Lara.

Tomó parte activa en la campaña contra Lavalle a comienzos de 1829, e intervino en las operaciones que tuvieron por escenario la zona Sud de la provincia de Buenos Aires y se halló en la toma de San Miguel del Monte, el 16 de marzo de aquel año, en la que murió el sargento mayor, Manuel Romero, jefe de la defensa. También intervino en el combate de “Las Vizcacheras”, el 28 del mismo mes y año, donde hallaron la muerte los coroneles Federico Rauch y Nicolás Medina.

“Después de este triunfo ­dice el coronel Prudencio Arnold en su hermosa obra “Un soldado argentino”­ no quedó enemigo nuestro en toda la campaña y marchamos hasta el arroyo de “Las Conchas”, próximo a Buenos Aires, con el fin de atacar la ciudad, lo que no se efectuó por mayoría de los jefes en junta de guerra y allí se dio el mando en jefe de todas las fuerzas al coronel Prudencio Ortiz de Rozas”. “Del general Rosas – prosigue Arnold­ ninguna orden habíamos recibido después de la derrota de Navarro. Sólo sabíamos que se hallaba en la provincia de Santa Fe, y que un chasque de él había sido tomado por los Húsares en las fronteras, tomándole las comunicaciones bajo cubiertas por una trenza puesta como cabo de un “rebenque viejo”.

Al tener conocimiento el general Lavalle del desastre de “Las Vizcacheras”, dejó de perseguir a López y a Rosas y contramarchó en protección de Buenos Aires. El 16 de abril, el coronel Prudencio Ortiz de Rozas tomó parte en la acción de Las Pajas. “Una noche, como a las ocho o nueve ­prosigue el coronel Arnold­ recibimos orden de formar círculo a caballo. Cuando estuvo cumplida, penetró el coronel don Prudencio Rozas con un papel en la mano y nos dirigió las palabras siguientes: “El comandante general D. Juan Manuel de Rosas acaba de llegar a “La Turbia” (partido de Navarro) y me ordena marchemos a incorporarnos en ese punto”. Cuando llego aquí, toda la fuerza prorrumpió en gritos de ¡Viva Rosas, viva Rosas! ¡Marchemos, marchemos! El jefe ordenaba guardar silencio, pero sus voces eran ahogadas por aquellos vivas a Rosas. Con los vivas, pronto empezaron los tiros de carabina, que nadie pudo contener hasta la media noche en que, casi concluida la pólvora que teníamos, se nos ordenó marchar ejecutándolo hasta el arroyo de “La Choza”, donde paramos antes de amanecer. El jueves santo se reunieron a Rosas en “La Turbia”.

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Asistió al combate del Puente de Márquez, el 26 de abril, y a la acción de San José de Flores, al día siguiente. Participó en el corto sitio impuesto a Buenos Aires y después de la convenciones de Cañuelas y de Barracas, en setiembre de 1829 se le encuentra mandando el 3º de Campaña en la Chacra Principal de Santos Lugares, cuerpo que dos meses después pasó a denominarse 6º de Campaña, cuya jefatura ejerce Ortiz de Rosas, teniendo como 2º a Pablo Muñoz; revistando aquél como coronel en listas del 27 de enero de 1830. (1) Al asumir su hermano el gobierno de Buenos Aires, el coronel Prudencio Ortiz de Rozas pasó también a la comandancia militar de Chascomús.

El 21 de febrero de 1831 el coronel Prudencio Ortiz de Rozas dirigía desde Chascomús una proclama entusiasta a los Carabineros, que formaban la base del Regimiento 6º de Milicias de Caballería de Campaña, al emprender la marcha contra las fuerzas del general Paz en el interior, formando parte del Ejército de Reserva mandado por el general Juan Ramón Balcarce. Estas fuerzas regresaron a Buenos Aires el 20de setiembre del mismo año, terminada la campaña con la captura del general Paz.

En febrero de 1832 estalló un violento incendio en un depósito de aguardientes, situado en la calle de la Plata (hoy Rivadavia) a dos cuadras y media de la Plaza de la Victoria, y el coronel Ortiz de Rozas, así como también otros numerosos jefes y oficiales del ejército participaron en la ruda tarea de extinguirlo, por lo que merecieron una recomendación especial del Jefe de Policía, la que fue publicada en la “Gaceta Mercantil” Nº 2402, del día 8 del mismo mes. También figuran en la lista de los que merecieron ser recomendados por su conducta en tal emergencia, numerosos ciudadanos de la mejor sociedad porteña.

En el curso del mismo año era comandante general de la campaña, y por orden del Gobierno fue encargado de proceder al reparto de las tierras a los pobladores de Azul, de acuerdo al decreto expedido el 19 de setiembre de 1829.

El 16 de junio de 1833 tuvieron lugar en Buenos Aires las elecciones de Representantes por 6 personas que debían integrar la 11ª Legislatura. Pero a la una de la tarde el Gobierno mandó suspender el acto, lo que motivó una protesta del pueblo contra la orden. “Al mismo tiempo que se lanzaban sobre los ciudadanos (dice Antonio Díaz en la página 243 de su Historia Militar y Política de las Repúblicas del Plata, Tomo II), grupos armados de puñales, acaudillados por personas de las que más habían blasonado de enemigos de la anarquía y cuando el pueblo tenía una mayoría de votos a favor de los señores Tomás Guido, Mariano Benito Rolón, Celestino Vidal, Manuel García, Juan J. Viamonte, Pedro Feliciano Cavia, Diego E. Zavaleta e Ignacio Grela”.

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“El Gobierno, sin embargo –prosigue Díaz­ destituyó al Jefe Político D. Juan Correa Morales, nombrando en su lugar al general D. Félix de Olazábal. Este jefe renunció, sucediéndole D. Epitacio del Campo, en tanto que el general Olazábal tomaba el mando de la brigada cívica, separando de este cuerpo a D. Celestino Vidal. El batallón de Olazábal pasó a las órdenes del teniente coronel D. Nicolás Martínez Fontes. También fue separado de su cuerpo el general D. Mariano Benito Rolón. La Junta de R. R. se reunía esa noche a deliberar, pero la exaltación de los ánimos, y el tumulto del pueblo que acudió a la barra, hicieron suspender la sesión. El Gobierno dio cuenta de sus actos a la Junta, agregando que los Ministros de Gobierno y el de Gracia y Justicia habían sido exonerados por negarse a firmar el decreto de las destituciones, el que se manifestó dispuesto a refrendar el general D. Enrique Martínez, Ministro de la Guerra. Los vecinos de las Parroquias de San Nicolás y de San Telmo protestaron también contra los atropellos de que habían sido víctimas en el acto eleccionario”.

Conjuntamente con el general Celestino Vidal y los tenientes coroneles Manuel A. Pueyrredón y Fabián Rosas, el coronel Ortiz de Rosas presentó a la Sala de Representantes el 24 de junio de 1833, una solicitud pidiendo se elevase a los jueces del crimen una enérgica reclamación por los fraudes electorales del día 16 del mismo mes; reclamación que encarpetó la Sala, y que fue una de las causas que determinó a los federales a preparar la revolución de Octubre.

Para realizar este movimiento, el coronel Prudencio Ortiz de Rozas reunió fuerzas numerosas en el Sud de la Provincia, con las que se aproximó a la Capital y que fueron uno de los núcleos principales del llamado “Ejército Restaurador de las Leyes”, cuyo comando superior ejerció el general Agustín de Pinedo, que tuvo por segundo en el comando al de igual jerarquía Mariano Benito Rolón. Como es notorio las fuerzas restauradoras iniciaron sus operaciones el 11 de octubre de 1833 y en las jornadas siguientes dieron fácil cuenta de la resistencia de los “Balcarcistas” en algunos encuentros que tuvieron lugar en los arrabales de la ciudad. Después de la renuncia de Balcarce y la elección del general Viamonte el 4 de noviembre de aquel año para reemplazarlo en el cargo de gobernador, el 5 de aquel mes, el general de Pinedo y el coronel Ortiz de Rozas hicieron su entrada triunfal en la ciudad con una escolta; haciéndolo el resto de las fuerzas, en número de 6.000 jinetes y 1.000 infantes, el 7 de noviembre. El 18 de este mes, consolidado el nuevo gobierno, el coronel Ortiz de Rozas despachó a los Regimientos 5º y 6º de Milicias de Caballería de Campaña, de su inmediato comando, con una ardiente proclama; cuerpos que el 25 de noviembre llegaban a Chascomús, lugar de su acantonamiento.

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El 9 de julio de 1835, por delegación de la “Comisión de Hacendados”, el coronel Ortiz de Rosas mandó la caballería que aquéllos formaron para Guardia de Honor al Restaurador de las Leyes; el general Mansilla comandó la infantería, mientras que el general Celestino Vidal mandó ambas divisiones, ofrecidas por los hacendados y labradores de la Provincia.

En las proximidades de Azul tuvo una estancia llamada “Santa Catalina”, situada a tres leguas del entonces Fuerte de aquel nombre, donde en 1830 fundó un fortín constituido por tres hileras de zanjas, de 3 varas de ancho y profundidad, más o menos, en una extensión de dos cuadras por cada costado. En una de las esquinas levantó “El Baluarte”, edificio en forma redonda. En la parte central del fuerte de “Santa Catalina” se hallaban las habitaciones construidas de ladrillo y sus techos de azotea. En “El Baluarte” se habían instalado dos cañones, que después de la batalla de Caseros fueron retirados y transportados a Azul. Tales cañones servían para dar la alarma en las invasiones de los indios y para repeler sus avances. Existía también un gran corral de zanja, donde encerraban las haciendas del establecimiento y las de la guarnición; encontrándose aquél al costado del arroyo allí existente. El fuerte de “Santa Catalina” fue levantado por Prudencio Ortiz de Rozas dos años antes de la fundación oficial del pueblo de Azul, que lo fue en 1832. (2)

En enero de 1833 debió tomar medidas militares en el Fuerte de “Santa Catalina”, en combinación con el general Gervasio Espinosa que mandaba las fuerzas que guarnecían el Fuerte del Tandil, a consecuencia de una invasión de salvajes. En diciembre de 1837, Ortiz de Rosas era comandante accidental del Fuerte Azul, donde tenía a la sazón el asiento del comando de los Regimientos 5º y 6º de Caballería de Campaña; punto aquel desde el cual ejercía dicho jefe una activa y eficiente vigilancia de Fronteras.

Cuando se produjo la Revolución del Sur estaba investido con el mando militar de los departamentos de aquella zona, teniendo su campamento general en “Los Remedios”, cerca de Cañuelas. El 3 de noviembre de 1839 recibía las primeras noticias del movimiento por los partes que le enviaba el coronel Vicente González, jefe del Regimiento Nº 3; novedad que Prudencio Rozas comunicó a su hermano, el general Juan Manuel de Rosas; haciéndole saber que la fuerza revolucionaria se elevaba a 2.000 hombres, a cuya cabeza se hallaban Crámer, Castelli y Rico.

El coronel Ortiz de Rozas llegó a marchas forzadas el 6 de noviembre a la margen occidental del Salado, al Paso del Venado, distante 8 leguas de Chascomús. Arreando a todo individuo de armas llevar, pudo reunir 1.300 hombres, en su totalidad

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perfectamente armados y municionados; y desde el mencionado Paso del Venado, por donde vadeó el río Salado, al anochecer del 6 marchó con rapidez, para caer sobre los revolucionarios al amanecer del día siguiente. La batalla de Chascomús, librada el 7 de noviembre de 1839, fue un triunfo completo para las armas federales, después de tres horas de vivo fuego por efecto del cual murieron 250 hombres. En la batalla murió el coronel Ambrosio Crámer, y en la persecución que siguió a la misma sufrió igual suerte Pedro Castelli; siendo colocadas las cabezas de ambos en una pica, que fue clavada en la plaza de Dolores, donde estuvieron mucho tiempo a la expectación pública. Cayeron 400 prisioneros que el coronel Ortiz de Rozas se apresuró a poner en libertad inmediatamente, haciéndoles saber que el gobernador de la provincia prefería creer que habían sido engañados y obligados a tomar las armas, a castigarlos como rebeldes y traidores unidos a los franceses que hostilizaban a la Nación. Los restos de las fuerzas revolucionarias, en número de 500, se embarcaron en el puerto del Tuyú a las órdenes del coronel Rico, para marchar a incorporarse al “Ejército Libertador” que organizaba el general Lavalle en el Rincón del Ombú, provincia de Corrientes, como lo verificaron el 13 de enero de 1840. (3)

Por su triunfo en Chascomús, el coronel Ortiz de Rozas obtuvo despachos de Coronel Mayor de los ejércitos de la Confederación Argentina.

Cuando el general Lavalle invadió la provincia de Buenos Aires por San Pedro, a comienzos de agosto de 1840, el general Ortiz de Rozas se hallaba en Chascomús al frente de los Regimientos 5º y 6º de Campaña, comando que conservó a pesar de su nueva jerarquía. Tomó el mando en jefe de todas las fuerzas del Sur de la Provincia con las que se aproximó a la Capital, para concurrir a su defensa, si era atacada por Lavalle, cuyo rápido avance así lo hacía temer. Esta concentración de fuerzas ordenadas por el general Juan Manuel de Rosas sobre la ciudad, seguramente determinaron el repliegue prematuro de Lavalle, desde Merlo, en conocimiento de que iba a encontrar numerosos enemigos en su frente y a sus flancos si proseguía su avance.

El general Ortiz de Rosas permaneció mucho tiempo destacado en la Guardia del Salto, a cargo de la línea de fronteras, teniendo bajo su inmediato comando una división de ejército, cuyo núcleo principal lo constituía el 6º de Caballería de Campaña. Con la mencionada división marchó a mediados de 1845 para la provincia de Santa Fe, en apoyo del gobernador Echagüe, que había sido sorprendido y derrotado por el general Juan Pablo López. Según manifiesta el ya mencionado historiador Antonio Díaz (página 203 del tomo VII de la obra de referencia), la fuerza de Ortiz de Rozas se dispersó en parte, en su tránsito; razón por la cual regresó su jefe a la provincia de Buenos Aires. En julio de 1846 se le encuentra comandando las fuerzas del Sud de esta Provincia. Por ese motivo no estuvo presente en la batalla de Caseros.

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A la caída de su hermano, el general Ortiz de Rozas se trasladó a Montevideo, donde el 24 de noviembre de 1853 hizo labrar el acta de su testamento ante el escribano Ramón Jacinto García. Posteriormente se radicó en España, adquiriendo una hermosa propiedad en Sevilla, llamada “Palacio de San Vicente”; donde falleció el 1º de junio de 1857, siendo repatriados sus restos en el año 1872, los que reposan actualmente en el Cementerio de la Recoleta, en el sepulcro de sus padres.

Habiendo enviudado contrajo segundas nupcias el 6 de junio de 1845 con Etelvina Romero, hija de José María Romero Carrillo y de Carlota Sáenz y Saraza; la que le sobrevivió muchos años.

De su matrimonio con Catalina de Almada (del cual fueron padrinos León Ortiz de Rozas y Basilia Toscano de Almada), nacieron 8 hijos: seis mujeres y dos varones, llamándose estos últimos Prudencio Tadeo y León. Este último falleció soltero en 1871, víctima de su abnegación durante la epidemia de fiebre amarilla que azotó tan cruelmente a los habitantes de esta ciudad. Prudencio casó con Juana Gastelú, con la que tuvo dos hijos: Prudencio Juan y Gervasio Lucio (que murió soltero en Buenos Aires el 6 de noviembre de 1888). Prudencio Ortiz de Rozas y Gastelú contrajo matrimonio con María Foley y Figueroa, cuyos descendientes viven en la actualidad. El primero falleció en Buenos Aires el 14 de agosto de 1915; y la segunda, en la misma ciudad, el 18 de agosto de 1933. Una hija del general Ortiz de Rozas, llamada Basilia, fue esposa del coronel Juan F. Czetz, director­fundador del Colegio Militar de la Nación, sepultado en la bóveda de la familia Rozas.

Referencia

(1) En esta fecha el Regimiento 6º de Milicias de Caballería de Campaña, comprendía las correspondientes a los partidos de la Magdalena, Ensenada, Quilmas y San Vicente.

(2) Desde 1873 aquella propiedad fue arrendada a los herederos de Prudencio Ortiz de Rozas, por Bernardo Saint Lary, el cual poco tiempo después adquirió el casco de la estancia con 200 cuadras de campo; habiéndose rematado fraccionada la propiedad, el 27 de agosto de 1874, por el martillero Bullrich. En 1880, una inundación azotó el edificio de “Santa Catalina”, y fue necesario cambiar los techos de azotea por zinc.

(3) “No pude saber –dice el coronel Arnold­ qué causas influyeron en el ánimo del coronel D. Prudencio O. de Rozas para dejarlos embarcar, yendo a engrosar y alentar las filas del general Lavalle”.

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Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Yaben, jacinto R. – Biografías argentinas y sudamericanas – Buenos Aires (1939).

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02 de Junio

Cuestión de límites paraguayo­ brasileña

Carlos Antonio López (1790‐1862)

En marzo de 1853 la cancillería del Brasil declaraba solemnemente que la cuestión de límites podía perjudicar seriamente en el futuro las buenas relaciones con el Paraguay, y agregaba, que “sosteniendo cada una de las partes pretensiones incompatibles con las de la otra, y resueltas ambas a no retroceder, no desatar, sino cortar estas dificultades”. Muy poco después, el representante brasileño en Asunción presentaba al gobierno paraguayo un ultimátum, exigiéndole que aceptase todas las sugestiones del Brasil y le ayudase en la cuestión de límites con Bolivia a cambio del reconocimiento que haría de sus derechos sobre el Chaco.

López rechazó la imposición y acusó al encargado de negocios brasileño que había reemplazado a Bellegarde a fines de 1852, a fraguar intrigas contra el gobierno, y el 12 de agosto de 1853, entregó sus pasaportes a Pereira Leal, después de calificarle de mentiroso en su propia cara.

El Brasil preparó en forma sigilosa una “misión diplomática” y el 10 de diciembre de 1854 partió de Río de Janeiro el almirante Pedro Ferreira de Oliveira, al frente de una numerosa escuadra y de un ejército de desembarco con 130 piezas de artillería; con el carácter de ministro plenipotenciario encargado de solucionar la cuestión de límites y exigir una satisfacción al agravio que importaba la expulsión del ministro Pereira Leal.

López concentró un fuerte ejército de 6.000 hombres y en Humaitá se improvisaron las primeras obras de defensa, bajo la dirección de Solano López en persona. Detuvo la escuadra de Oliveira, que había subido por los ríos argentinos, en la desembocadura del Paraguay, le impuso el retiro a media legua de sus aguas y únicamente le permitió llegar a Asunción con un solo buque. El joven brigadier Francisco Solano López fue designado plenipotenciario para negociar con el enviado brasileño.

El Paraguay entendía que todas las diferencias estaban subordinadas a la cuestión de límites.

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Ferreira de Oliveira fijó el “uti possidetis” (1) como punto de partida. El general López debatió categóricamente la teoría imperial; su demostración quedó sin respuesta y afirmó en forma categórica que: “El uti possidetis del Imperio eran líneas divisorias trazadas arbitrariamente por donde le convenía sin apoyarse en ningún derecho anterior y cierto”.

Ante su fracaso, Ferreira de Oliveira firmó una convención de amistad, comercio y navegación el 27 de abril de 1855. Una convención adicional al tratado postergaba el arreglo de la disputa de límites por un año. En su artículo 21 del tratado disponía que no sería ratificado sino de acuerdo con lo estipulado en la convención

El artículo 2º de la convención establecía que un tratado definitivo de límites sería ratificado al mismo tiempo que el tratado de amistad, comercio y navegación, y que el canje de ratificaciones del uno, no sería válido sin el canje simultáneo de ratificaciones del otro.

El Paraguay ofrecía vender los privilegios de navegación en su sección del río al precio de una frontera que se conformara con sus aspiraciones.

Ferreira de Oliveira no pudo realizar ninguna clase de progresos en la cuestión de límites, y el general Urquiza dirigió una circular al cuerpo diplomático del Paraná llamando la atención de los gobiernos amigos sobre la expedición brasileña sobre el Paraguay. El gobierno paraguayo impuso algunas restricciones que lo inutilizaron por completo.

La cuestión de límites, “la cuestión vital”, según la frase paraguaya, quedó siempre en inquietante controversia como una visión de guerra.

El emperador negó su ratificación al tratado firmado por Oliveira, al mismo tiempo que el ministro Silva Paranhos invitó al gobierno del Paraguay a enviar un negociador para restablecer las relaciones.

Jorge Bergés fue el plenipotenciario designado, y en la primera conferencia con el plenipotenciario brasileño, José María da Silva Paranhos sostuvo como base el desechado ajuste del 27 de abril de 1855, y propuso la sustitución de dos artículos relativos a la cuestión de límites.

En su proyecto de artículo 21, las dos partes contratantes se obligarían a nombrar cuando las circunstancias lo permitiesen, una comisión que reconociera las tierras disputadas e informara sobre los respectivos alegatos de ambos gobiernos.

Por el artículo 22 se comprometían ambas partes, mientras no se pronunciara la comisión de investigación, a no establecer nuevos puestos en los territorios cuestionados sobre la margen izquierda del río Paraguay y sobre la margen derecha del Paraná.

El plenipotenciario brasileño postergó la consideración de la propuesta paraguaya hasta después del arreglo de las cláusulas sobre comercio y navegación. Paranhos contestó la sugestión de Bergés proponiendo una línea fronteriza definitiva, que era una reproducción de la sugerida por el ministro brasileño en Asunción, Pereira Leal, en 1853­54, y repetida por Ferreira de Oliveira en 1855.

La proposición brasileña para una línea fronteriza con el Paraguay estaba basada en los principios que – decía Silva Paranhos­ habían sido aplicados por el gobierno imperial en negociar tratados análogos con otros vecinos, a saber: 1) El “uti possidetis”; 2) Los

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acuerdos entre las coronas de España y Portugal, en cuanto no contradigan el “uti possidetis” y sirvan para aclarar dudas acerca de regiones desocupadas.

Si estas bases fueran desechadas, afirmaba Silva Paranhos, no quedaría ninguna otra, sino la fuerza y la mera conveniencia de cada país. Sin embargo, el plenipotenciario brasileño era muy cuidadoso en sostener que los antiguos tratados entre España y Portugal ya no tenían validez, ora por las dudas y embarazos que surgieran en el curso de su ejecución, ora por las guerras que sobrevinieron entre las respectivas metrópolis.

Sostenía que el tratado de límites de 1750 había sido revocado por el del 12 de febrero de 1761, al que siguió la guerra de 1762, que terminó con la paz de París de 1763. El tratado de San Ildefonso del 1º de octubre de 1777, que ratificó en gran parte los términos del de 1750, fue anulado por la guerra entre España y Portugal de 1801, y el tratado de Badajoz del 6 de junio de 1801 no lo restableció.

Por lo tanto, según la interpretación del gran diplomático brasileño, los tratados ya no estaban en vigor, pero, al mismo tiempo, podían perentoriamente resolver dudas sobre límites, en territorios en que no hubiese ocupación efectiva.

Semejante dualidad de Paranhos era ilógica –hubiera sido lógico declarar que los tratados entre España y Portugal estaban vigentes y respetar, a la vez, en el curso de la delimitación, las modificaciones hechas por el “uti possidetis” existentes, mas la posición asumida por el plenipotenciario brasileño le capacitaba para saltar de una base a otra de acuerdo con las exigencias del objetivo primordial: obtener para el Brasil tanto territorio como fuese posible.

El 6 de abril de 1856 se firmó en Río de Janeiro un tratado y convención por José Bergés y José María da Silva Paranhos; el tratado de amistad, navegación y comercio garantizaba a ambas partes la libre navegación del Paraná y del Paraguay.

Bergés no pudo llegar a un acuerdo definitivo sobre límites, como afirma Cárcano: “El Brasil aplicaba todas la teorías según las circunstancias. Los títulos históricos, el “uti possidetis”, el vigor o caducidad de los pactos preexistentes, las ocupaciones por conquistas, “los puntos cardinales”, eran principios y derechos aducidos sin reparar en la contradicción que ellos mismos encerraban si servían para sostener el caso ocurrente”.

Cumpliendo sus instrucciones, propuso a Bergés un temperamento de transición, usual en la diplomacia brasileña cuando no podía satisfacer su interés de un golpe.

Se acordaba, tan pronto como las circunstancias lo consintiesen, dentro del término de seis años, el nombramiento por ambas partes de comisionados que examinasen y ajustasen definitivamente la línea divisoria entre ambos países. En el intervalo, las dos partes contratantes se comprometían a respetar el “uti possidetis” existente.

El convenio firmado por Bergés fue aprobado.

Aumentaba el peligro de intervención y conquista porque, como sostiene Cárcano: “La navegación de los ríos superiores, tan buscada por el Brasil, no era por intereses comerciales, sino por propósitos militares. Sus pretensiones sobre límites importaban un despojo y una conquista. Era una ambición histórica indeclinable, siempre inflexible, exaltada por la debilidad que suponía en Asunción”.

Sigilosamente el presidente López demoró la aprobación del tratado y se dedicó a desnaturalizar las franquicias que había reconocido. Reglamentó la navegación,

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estableció gravámenes y dificultó ostensiblemente el tráfico fluvial. Todo esto lo realizaba con la esperanza de inducir al Imperio a resolver el problema de las fronteras.

Un decreto imperial había abierto el bajo Matto Grosso bañado por el Paraguay a las banderas de todas las naciones.

Sin embargo, el gobierno brasileño se encontraba con que López intentaba prohibir que toda embarcación no brasileña remontase el río más arriba de Asunción, y, lo que era más importante, considerar como contrabando las cargas extranjeras en buques brasileños.

Luego de protestar contra estas violaciones del tratado en una nota de enero de 1857, el gobierno brasileño envió al consejero José María de Amaral en una misión especial a Asunción. El 25 de mayo de 1857 abandonó el Paraguay después de una negociación con López que fue a parar a un punto muerto.

El Brasil decidió enviar con posterioridad a José María da Silva Paranhos, al mismo tiempo que tropas de línea y de la guardia nacional eran concentradas en San Gabriel, al interior, y en San Borja y otros puntos sobre la frontera de Río Grande.

En su viaje por el río, Paranhos se detuvo en Paraná para negociar con Urquiza. Gestionó la alianza militar de la Confederación para hacer la guerra al Paraguay en caso de fracasar en sus gestiones.

Aunque tuvo eco favorable, sus diligencias no llevaron a ningún convenio concreto por discrepancias acerca de los objetivos en la propuesta guerra contra el Paraguay.

Los negociadores argentinos pretendieron que la guerra, para ser popular en la Confederación, resolviera necesariamente todas las cuestiones con el Paraguay, comenzando por la de fronteras, y Paranhos, que refutaba injustificada la exigencia argentina de llevarlas hasta la Bahía Negra, no se mostró dispuesto a reconocer otra raya divisoria que no fuera el Bermejo, considerando, además, suficiente motivo de la guerra la libertad de la navegación.

Aunque postergaba la concertación de la alianza militar, la Confederación prometió su apoyo moral a la misión de Paranhos y, para el caso de guerra, aseguró a las fuerzas de mar y tierra del Brasil, libre tránsito y aprovisionamiento a través del territorio argentino en sus operaciones contra el Paraguay.

Por su parte, la Argentina siempre buscaba la unión y coordinación con las antiguas provincias del Virreinato, respetando su independencia y nacionalidad. Consecuente con ese propósito, el 13 de setiembre de 1855, el general Guido fue nombrado ministro plenipotenciario y enviado extraordinario para colocar en el Paraguay, sobre las bases de perfecta armonía y reciprocidad, las relaciones de amistad que felizmente existían.

El proyecto de negociación que llevaba Guido estaba calcado sobre el tratado firmado en Paraná con el vizconde de Abaeté el 25 de junio de 1856. Las bases eran dos conceptos fundamentales. La ratificación de la independencia del Paraguay, teniendo por límites los sostenidos por el gobierno de la Confederación; y la libre navegación de los ríos Paraná, Paraguay y sus afluentes para los buques mercantes y de guerra de ambas repúblicas.

Largas conferencias se sucedieron sin resultados, frente a la desconfianza de López, hasta que la habilidad y perseverancia de Guido dieron sus frutos.

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El tratado de amistad, comercio y navegación se firmó en Asunción entre los ministros Guido y Nicolás Vázquez, el 2 de junio de 1856. El Congreso Federal le prestó su sanción y el presidente Urquiza promulgó la ley. El presidente López lo aprobó de inmediato y pocos días después se canjearon las ratificaciones del tratado.

Mientras tanto, en diciembre de 1857, después de haber firmado los tratados del Paraná, el ministro Paranhos se trasladó a Asunción para solucionar el problema de la libre navegación de los ríos. Obtuvo su propósito y firmó una convención reproduciendo las mismas disposiciones de los pactos de Paraná y Paraguay, el 12 de febrero de 1856.

El Paraguay derogó después todos los decretos que establecían restricciones a la navegación y los grandes ríos del Plata hasta sus vertientes originarias quedaron abiertos a todas las banderas.

A partir de 1852, hubo tal negligencia o ignorancia en la conducción de la diplomacia argentina, que con Cárcano puede afirmarse: “Después de la alianza de Caseros, todas las convenciones entre los países limítrofes del Plata las concibe, las sugiere y las ejecuta el Imperio. Presenta la redacción de los textos, defiende la integridad de las cláusulas, coincide con la parte contratante, o vence la resistencia e impone los resultados que anhela. Opera siempre por intermedio de negociadores eminentes, escuadras de guerra en los puertos, tropas veteranas en la frontera. Puede decirse – observa Nabuco­ que desde Caseros hasta la Guerra del Paraguay, el Brasil estuvo en posesión del Río de la Plata, ejerciendo siempre presión sin necesidad real, sugestionado por las visiones de la historia”.

Por su parte, el Paraguay aceptaba y pactaba sobre lo que no deseaba: navegación y comercio libre anhelados por el Brasil y la Argentina, y aplazaba lo que deseaba: la solución territorial, que lo liberase del conflicto y amenaza permanentes.

Pero a pesar del ajuste fluvial de 1858, las relaciones entre el Brasil y el Paraguay no eran satisfactorias ni mucho menos. La dilación de seis años para el arreglo de límites, daba tiempo simplemente a que fermentaran nuevos recelos. Ninguna de las dos partes desplegaba el menor esfuerzo por alcanzar un acuerdo dentro del amplio tiempo estipulado. Las tregua, si así pudiera llamarse, expiraba el 13 de junio de 1862 y ya en abril de ese año la controversia volvía a encenderse.

El 10 de setiembre de 1862 falleció el presidente López, aunque previamente había designado a su hijo Francisco Solano para ocupar el cargo. El nuevo presidente había sido por muchos años comandante en jefe y desde hacía tiempo analizaba las posibilidades de una guerra con el Brasil.

Referencia

(1) Uti possidetis, ita posessionis, voz latina que denota “como poseéis, así poseáis”, la cual, tiende a mantener las situaciones actuales hasta la decisión que corresponde en un conflicto de límites.

Fuente

Cárcano, Ramón J. – “La guerra del Paraguay” – Página 195, Buenos Aires (1939).

Cardozo, Efraín – Vísperas de la guerra del Paraguay­ Buenos Aires (1954).

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

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Horton Box Pelham – Los orígenes de la Guerra del Paraguay – Página 43, Asunción (1936).

Silioni, Rolando Segundo – La diplomacia luso­brasileña en la cuenca del Plata – Buenos Aires (1975).

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02 de Junio

Pascual Echagüe

Brigadier general Pacual Echagüe (1797‐1867)

Pascual Echagüe nació en la ciudad de Santa Fe el 17 de mayo de 1797, de una familia de ilustre abolengo, originaria del antiguo reino de Navarra (España). Fueron sus padres Francisco Javier de Echagüe Andía y Gaete, santafecino, Regidor, capitán de milicias; y Francisca Antonia Dervez. Hizo los primeros estudios de latinidad en su ciudad natal, continuándolos en la Universidad de San Carlos, en Córdoba, graduándose de doctor en Teología, en 1818, no obstante lo cual, este último año siguió estudiando de interno en el Colegio de Monserrat. En 1823 fue enviado por Estanislao López ante el gobernador de Entre Ríos, coronel Mansilla, para proponer un tratado entre ambos gobiernos con el fin de invadir la Banda Oriental que se hallaba en manos de los portugueses: Echagüe lo firmó a nombre de López, y el coronel Nicolás de Vedia por Mansilla, estipulándose en el acuerdo que las tropas santafecinas debían pasar el Paraná a los 15 días de ratificado el tratado, contribuyendo Entre Ríos con doble número de soldados. El documento estipulado no fue ratificado y la invasión a la Banda Oriental quedó sin efecto por el momento. Muchos aseguran que se debió a que Mansilla, influenciado por los portugueses, saboteó el tratado.

En 1824 revista como secretario de Estanislao López, y al año siguiente reemplaza a éste cuando tuvo que salir a campaña. El 15 de octubre de 1825, era teniente coronel de caballería y comandante general de armas de la provincia de Santa Fe, cuando fue elegido diputado ante el Congreso General reunido en Buenos Aires, cargo que solo desempeñó hasta el 15 de diciembre de aquel año. A comienzos de 1826 nuevamente quedó como gobernador delegado de Santa Fe por haber salido a campaña el titular. El 2 de octubre de 1827, Echagüe firmaba en Buenos Aires, en representación de Estanislao López, la convención de amistad y buena armonía celebrada entre ambas provincias, la que fue ratificada el 20 del mismo mes. En junio de 1828, el gobernador López fue designado por el Gobierno Nacional para hacerse cargo del comando de las fuerzas republicanas que se hallaban a la sazón operando en los pueblos de Misiones, y el ya coronel Echagüe quedó como gobernador delegado hasta el mes de setiembre del

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mismo año, en que el titular regresó de la comisión, habiéndose entrevistado con el general Fructuoso Rivera, que quedó definitivamente a cargo de las operaciones en aquella zona. Cuando López se ausentó nuevamente a causa de la revolución del 1º de diciembre que derribó a Dorrego, Echagüe quedó nuevamente al frente del gobierno, después de haber salido el primero a campaña contra los indios, al frente de 300 hombres. En enero de 1829 López reocupaba el gobierno de la provincia.

Días después, a la cabeza de 300 hombres, el coronel Echagüe se reunía en las inmediaciones del Rosario con el general Rosas y los coroneles Agustín de Pinedo y Juan Izquierdo para operar contra las fuerzas de Lavalle. Tomó parte en la campaña contra este General, asistiendo al combate del Puente de Márquez, el 26 de abril de 1829, en calidad de secretario de Estanislao López.

Tomó parte en las operaciones del Ejército Confederado, que bajo el mando del general Estanislao López, penetró en la provincia de Santa Fe a fines de 1830, con el fin de batir al del general Paz, vencedor de Quiroga en las dos batallas de la Tablada y Oncativo. Cuando el Grl Paz cayó prisionero, el 10 de mayo de 1831, el coronel Echagüe lo trató con urbanidad e impidió que Paz sea insultado por los soldados y los pobladores, como aquel lo recuerda en sus “Memorias Póstumas”. Poco antes Echagüe había cooperado con el coronel Angel Pacheco a la derrota de Pedernera en el Fraile Muerto, el 5 de febrero de 1831. En el curso de esta campaña, el coronel Echagüe desempeñó las funciones de 2º Jefe del Ejército Confederado. El 31 de mayo de aquel año, ocupaba la ciudad de Córdoba, que había abandonado Lamadrid días antes, destacado al efecto por el general Estanislao López, mandando una división auxiliar.

El general Pascual Echagüe fue nombrado gobernador y capitán general de la provincia de Entre Ríos, el 22 de febrero de 1832. Durante su gobernación que fue muy dilatada, dictó numerosos decretos de importancia, entre ellos, el del 16 de febrero de 1836 promulgando una ley de la Legislatura adoptando las palabras “Federación, Libertad y Fuerza” para el escudo de la provincia. El 27 de julio del mismo año se autorizó la construcción de un templo en la ciudad de Paraná. El 21 de febrero de 1837 dictó un decreto por el que se confería la facultad de otorgar grados militares hasta el de brigadier general, quedando este último dentro de las facultades de la Legislatura, que se lo confirió a Echagüe el día 27 del mismo mes de febrero. A fines de aquel año la Legislatura entrerriana concedió al gobernador el título de “Ilustre Restaurador del Sosiego Público”, por los servicios que había prestado a la provincia desde que había sido elevado a la primera magistratura de Entre Ríos.

El 15 de diciembre de 1837 el general Echagüe fue reelecto por segunda vez por un período de cuatro años, el cual alcanzó a terminar, pues fue reemplazado por el general Urquiza en igual fecha de 1841. El 1º de mayo de 1836 efectuó una visita oficial al gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, que ejercía el manejo de las relaciones exteriores de las demás provincias. En setiembre de 1838 cooperó para derrocar a Cullen del gobierno de Santa Fe.

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El 18 de marzo de 1839 Juan Manuel de Rosas autorizó al gobernador Echagüe a proceder con toda libertad contra el de Corrientes, general Genaro Berón de Astrada, facultándolo igualmente para invadir al Estado Oriental, en virtud de haberse aliado el presidente general Fructuoso Ribera con el gobernador de Corrientes.

El general Echagüe, mientras tanto, se había trasladado al campamento de Calá, donde había concentrado 7.000 hombres a principios de marzo de aquel año, y después de delegar el día 9 el mando en el coronel Vicente Zapata, se ponía en marcha Echagüe desde Calá, siguiendo el camino de la Cuchilla Grande, sobre Basualdo, donde acampaba el 30 del precitado mes. Berón de Astrada, en conocimiento de la aproximación de su adversario, creyó prudente abandonar la posición que ocupaba sobre la línea del Mocoretá y se trasladó al paraje denominado Pago Largo, en el cual creía poder interceptar al invasor el camino al centro de la provincia por Curuzú­Cuatiá y Mercedes. Allí chocaron los ejércitos beligerantes el 31 de marzo de 1839, obteniendo Echagüe una victoria completa contra los correntinos, quedando sobre el campo de batalla 1.960 cadáveres de estos últimos, de los cuales, 83 eran jefes y oficiales, así como también, 450 prisioneros. Tiempo después, el 2 de agosto de aquel año, Echagüe, en cumplimiento de las órdenes de Rosas, vadeaba el río Uruguay e invadía el Estado Oriental, obteniendo diez días después un triunfo en el Paso de Santa Ana, sobre el Queguay, contra el general Rivera. Echagüe operaba en combinación con tropas revolucionarias orientales mandadas por el general Lavalleja, no obstante lo cual la suerte de las armas le fue adversa en los campos de Cagancha, el 29 de diciembre de 1839, acción en la que fue vencedor Rivera. El general Echagüe se vio obligado a repasar el Uruguay y volver a Entre Ríos.

A fines de marzo de 1840 el general Lavalle, a la cabeza del “Ejército Libertador” penetró en Entre Ríos. Echagüe le salió al encuentro y en el combate de Don Cristóbal, el 10 de abril, la noche interrumpió la pelea, que no se decidió por ninguno de los combatientes, que volvieron a enfrentarse el 16 de julio, en el Sauce Grande, siendo derrotadas completamente las tropas de Lavalle por las fuerzas federales. No obstante lo cual el ejército de Lavalle atravesó el Paraná e invadió la provincia de Buenos Aires.

Echagüe se mantuvo dentro de la jurisdicción de su provincia el resto del año 1840, mientras el general Paz organizaba el “Ejército de Reserva” en la provincia de Corrientes. A fines de setiembre de 1841, el gobernador entrerriano penetraba en aquella provincia. Paz le salió al encuentro y después de atravesar sigilosamente el río Corrientes, el 28 de noviembre de aquel año obtenía una victoria sobre el ejército de Echagüe en el paso de Caaguazú. El general vencido se retiró a su provincia, donde al mes siguiente fue reemplazado por Urquiza en el gobierno de Entre Ríos.

La ulterior invasión de la provincia de Entre Ríos por el general Paz, obligó a los federales a abandonarla. El gobernador Juan Pablo López, de Santa Fe, se había declarado contra Rosas. Echagüe se unió a las fuerzas federales que mandaba el general Oribe, que derrotaron a López en Coronda, el 12 de abril de 1842, y el 18 del mismo mes, designaba al general Pascual Echagüe, gobernador interino de la provincia de

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Santa Fe. Ese puesto fue ocupado por él hasta el 7 de julio de 1845 en que Santa Fe fue ocupada por el general Juan Pablo López y Echagüe se vio obligado a retirarse y recién la derrota de López en Mal Abrigo, el 12 de agosto, le permitió recuperar el gobierno. Esta última acción fue ganada por fuerzas combatientes de Santa Fe y Buenos Aires, al mando del general Echagüe. Al año siguiente fue reelegido para el gobierno de la provincia. En noviembre de 1846 Echagüe expedicionó al Chaco, logrando en marzo de 1847, hacer las paces con los Vilelas y Sinipíes. Numerosas expediciones se realizaron contra los aborígenes del Norte y Sur de Santa Fe durante su administración.

A raíz del pronunciamiento del general Urquiza, el 15 de octubre de 1851, el gobernador Echagüe delegó el mando en Urbano de Iriondo, y salió a campaña con las fuerzas santafecinas. Sin embargo, el coronel José María Francia ocupó fácilmente la capital de la provincia y ésta, después del pasaje del ejército aliado a la margen S. del río Paraná, se declaró el 24 de diciembre de aquel año a favor de Urquiza.

En el momento que Echagüe vio que el ejército aliado se aproximaba a Coronda y que la provincia de Santa Fe se había insurreccionado, marchó con sus fuerzas, que no pasaban de 700 hombres, a la Cruz Alta, con el objeto de seguir por los campos a la provincia de Buenos Aires, a donde llegó con unos 200 soldados, que fueron incorporados al ejército de Rosas. En la batalla de Caseros, el 3 de febrero de 1852, mandó 7.500 soldados.

Después de Caseros el general Echagüe prestó servicios a la Confederación. El 17 de setiembre de 1856, el presidente Urquiza, decretaba el reconocimiento del brigadier general Echagüe con este empleo militar en los ejércitos de la Confederación, con antigüedad del 26 de febrero de 1837, con arreglo a la ley del Congreso del 13 de diciembre de 1853 y del decreto del 24 de marzo de 1854. El 25 de mayo de este último año fue elegido Senador Nacional por la provincia de Catamarca.

Por decreto del 24 de marzo de 1859 era nombrado Interventor Nacional en la provincia de Mendoza, con motivo del desacuerdo entre los poderes nacionales y el de aquella provincia. Echagüe se hizo cargo del mando el 16 de abril, ejerciendo la intervención hasta el 23 de agosto, en que fue designado gobernador el coronel Laureano Nazar.

El 30 de mayo de 1861, el presidente Derqui lo designó Ministro de Guerra y Marina interino, mientras durase la ausencia del titular, general José María Francia, que había salido a campaña en calidad de jefe del Estado Mayor del ejército del general Urquiza. Después de la batalla de Pavón, el 17 de setiembre de aquel año, Echagüe presentó su renuncia con fecha 19 de octubre. En aquella época ocupaba una banca en el Senado Nacional, por la provincia de La Rioja.

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Con motivo de la Guerra del Paraguay, el 29 de abril de 1865 el general Echagüe pasó el Gobierno una nota ofreciendo sus servicios. Sin embargo, en atención a lo avanzado de su edad, no fueron utilizados sus patrióticos ofrecimientos.

Poco tiempo sobrevivió a esa explosión de noble patriotismo, como lo revela el epitafio que cubre el sarcófago del general Echagüe en el cementerio de Paraná, que dice: “El brigadier general Dr. D. Pascual Echagüe –E.P.D. – Nació en la ciudad de Santa Fe el 17 de mayo de 1797, y murió a los 70 años de edad, en su hacienda San Gabriel, en la provincia de Entre Ríos. Fue gobernador de la provincia de Entre Ríos y Santa Fe; Senador al Congreso Nacional por las provincias e Catamarca y La Rioja; Ministro interino de la Confederación Argentina, etc. etc…. Su esposa e hijos le dedican este recuerdo”. En efecto el general Echagüe falleció el 2 de junio de 1867, en el Departamento de La Paz.

Fue Echagüe quien proyectó el pabellón federal tricolor de la provincia de Entre Ríos. Aprobado en 1833.

Había formado su hogar con Manuela Puig, hija de Sebastián Puig y de Juana Inés Troncoso Mendieta. La esposa del general Echagüe le sobrevivió.

Fuente

Chávez Fermín – Iconografía de Rosas y de la Federación – Buenos Aires (1970).

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Paz, Grl José María – Memorias Póstumas.

Yaben, Jacinto R. – Biografías Argentinas y Sudamericanas – Buenos Aires (1938).

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02 de Junio

Sublevación de Carlos Tejedor

Ex Municipalidad del pueblo de Belgrano y Casa de Gobierno en 1880

Al morir Adolfo Alsina se abrió el enigma de quién lo sustituiría como candidato con posibilidades de suceder a Avellaneda en 1880. Alsina era su ministro de guerra. En enero de 1878, el presidente nombró nuevo ministro en ese ramo al general Julio A. Roca, y seguramente no atisbó que le estaba dando a la República la solución del ’80.

Roca era tucumano, nacido en 1843, fue educado en el colegio establecido por Urquiza en Concepción del Uruguay. Es uno de los pocos casos de un hombre que, a relevantes aptitudes para la profesión militar, unió la capacidad de maniobra de los más consumados políticos. El mismo se calificó como que tenía mucho de león y del zorro, y precisamente éste último sería su apodo.

Su carrera militar fue brillante y meteórica. Todos sus ascensos los logró luego de resonantes actuaciones en los campos de batalla, después de Cepeda, cuando sólo tenía 16 años, y de Pavón, peleando en ambos casos en las filas de la Confederación. Combate contra el Chacho, en la guerra del Paraguay, y también contra Felipe Varela. Es el triunfador en Ñaembé contra López Jordán, en 1871, y contra Arredondo en Santa Rosa, en 1874. En esta oportunidad, Avellaneda lo hace general cuando apenas tiene 31 años.

Hombre de lecturas clásicas, se despierta en él, tempranamente, la vocación política. Salva de la muerte a Arredondo, prisionero después de Santa Rosa, dejándolo escapar, y comienza a edificar en las provincias su imperio político con Mendoza, San Juan y San Luis, que habían estado bajo la férula de aquél. En Córdoba está su concuñado Miguel Juárez Celman. Al morir el gobernador electo Climaco de la Peña, asume el vicegobernador Antonio del Viso, amigo de Roca y Juárez Celman. Sobre la base de esta provincia y de las tres cuyanas, se da fundamento a la “Liga de gobernadores”, a la que se van adhiriendo casi todas las tropas provinciales del interior. Esta Liga será cimiento, durante largos años, del poder político de este joven y talentoso general de la Nación.

Asumido como ministro de guerra a principios de 1878, enferma gravemente. Se cura con dificultad, y el 24 de julio de 1878, en carta a su concuñado, hombre prudente como era, le advierte que no teniendo apoyo en Buenos Aires, sus aspiraciones presidenciales estaban en dificultad. Entonces le anuncia a Juárez su propósito de adherir a la candidatura del gobernador de Buenos Aires, Carlos Tejedor, soberbio, acepta el apoyo

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de Roca, pero da señales de no estar dispuesto a negociar nada. Decepcionado, éste escribe a Juárez “Tejedor no hace camino”. (1)

Surgen otros candidatos como Bernardo de Irigoyen y Sarmiento, sostenidos por los republicanos, quienes luego de la muerte de Alsina han vuelto al autonomismo. Con instinto alerta, otro presidenciable, Dardo Rocha, lanza la candidatura de Roca. ¿Qué ocurre mientras tanto dentro del autonomismo? Algunos, los llamados “líricos”, como Martín de Gainza, José I. Arias, Hilario Lagos, el vicepresidente Mariano Acosta, siguen sosteniendo la candidatura de Tejedor. En cambio, los llamados “puros”, entre los que predominan los republicanos, no comparten esa posición, y especialmente cuando Mitre renuncia a su propia candidatura para apoyar a Tejedor, terminarán definiéndose en apoyo a Roca.

Entre tanto, mientras en ese febrero de 1879, Roca prepara su expedición al desierto – algo no mirado con buenos ojos por Tejedor, pues considera que toda la Patagonia es de la provincia que gobierna­ la candidatura del tucumano comienza a recibir adhesiones en la ciudad de Buenos Aires. Esto lo anima a jugarse la partida. No debe descartarse que sus lecturas de Julio César, que adquirió volumen político con su conquista de las Galias para el imperio romano, estuvieran presentes en los cálculos previos de Roca cuando prepara la conquista del desierto. Entre abril y julio de 1879 preside este evento, mientras en Buenos Aires se proclamaba la fórmula Tejedor­Laspiur, el último ministro del interior de Avellaneda y hombre de las simpatías de Mitre.

El ministro de guerra, Roca, armaba a las provincias del interior nucleadas en su “Liga de gobernadores”, a los efectos de que estuviesen preparadas para cualquier contingencia, ante la proximidad de las elecciones presidenciales. Lo que disgusta a Laspiur, quien decide alejarse de su cargo de ministro del interior, incluyendo en su renuncia los conceptos se leen: “Nunca le perdonaría la República Argentina que Ud. no haya querido salvar sus libertades; y el país entero en medio de la lucha a que Ud. lo lleva protegiendo una candidatura que no tiene otros sostenedores que las armas de la Nación y Gobernadores de Provincia que se han alzado con el poder, echará sobre Ud. la responsabilidad de los males que sobrevengan” (2), aludiendo a las simpatías que al presidente le suscitaba la candidatura de Roca. En Buenos Aires, la dimisión conmovió a la ciudad, que rodeó a Tejedor haciéndolo caudillo de ella, y se dispuso a resistir la imposición presidencial del ministro de guerra. Era la vieja cuestión entre porteños y provincianos, ahora enfrentados por una cuestión harto ríspida: un porteño o un provinciano, Tejedor o Roca, en la presidencia de la República.

A fines de agosto, Avellaneda hizo ministro del interior a Sarmiento, quizás con el propósito de que el sanjuanino lograra afirmar su propia candidatura como una solución transaccional. Sarmiento se manejó mal, mostrando desde el primer momento su objetivo presidencial, cosa que, como es de imaginar, tomaron con aprensión tanto Tejedor como Roca. Decidió desarmar las provincias, chocando en primer lugar con el gobernador de Buenos Aires, quien se armaba aceleradamente. En Jujuy intentó sustituir al gobernador Martín Torino, roquista, pero el Congreso de la Nación votó la intervención a esa provincia para reponer a Torino. Sarmiento, entonces, renunció estentóreamente al ministerio, lo que mereció este juicio de Roca, en carta a Juárez del 10 de octubre de 1879: “Rodó el coloso Sarmiento como un muñeco. Creyó que todo el mundo se le iba a inclinar ante su soberbia… su rabia y despecho no tiene límites, y está vomitando sapos y culebras contra la “liga de gobernadores”, contra mí, contra el diablo… Yo soy el blanco de sus iras; pero nada me importa. En un mes ha perdido toda la autoridad convencional que, por espíritu de partido, todos hemos contribuido a

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crearle, y ya no corta su sable… se retira, como una pantera herida e impotente vomitando espuma contra el mozuelo que, sin saber Constituciones, leyes, historias y ni aun la O redonda, lo ha vencido, por viejo crápula y desagradecido, en pocos días. Lleva el arpón bien enterrado en el lomo; démosle soga que va a muerte segura”. (3)

Avellaneda consideró que Roca también debía irse, pero en su lugar nombró al joven Carlos Pellegrini, quien desde el vital ministerio de guerra trabajaría por la candidatura del tucumano. Mientras tanto, hemos dicho que el poderoso gobernador de Buenos Aires armaba a sus “rifleros”, vigilantes, bomberos y guardia­cárceles con fusiles y cañones que compra generosamente en el exterior.

El verano 1879­1880 fue en Buenos Aires de alta temperatura climática, política y bélica. En febrero de 1880, a punto estuvieron los “rifleros” tejedoristas, esto es, milicianos porteños, y demás fuerzas mencionadas, de chocar contra efectivos del ejército nacional, dentro del perímetro céntrico de la ciudad (4). Para evitar la desgracia de la guerra civil, surgen nombres de personajes que son ofrecidos o se ofrecen para ser candidatos de transacción: José B. Gorostiaga, presidente de la Corte Suprema, Manuel Obligado, Vicente Fidel López, Manuel Quintana, Juan B. Alberdi, quien termina de regresar al país después de un largo exilio que duró buena parte de su vida, Bernardo de Irigoyen, apoyado por Alem, Sarmiento, que lo es por del Valle. Solamente Dardo Rocha y otros autonomistas “puros” como Cambaceres, Francisco Madero, Torcuato de Alvear, insisten en Buenos Aires por Roca, pero no son muchos.

Se llega así a las elecciones de electores presidenciales que se realizan el 11 de abril de 1880. Tejedor sólo logra los electores de la provincia de Buenos Aires y de Corrientes, esta última en manos del mitrismo. En las otras doce provincias triunfa Roca. No hay duda que ese día la máquina montada por éste, la “Liga de gobernadores”, ha funcionado admirablemente, aunque no debe desmerecerse la simpatía que despertaba en el interior la joven figura de este general de 37 años, que había logrado concitar al mismo tiempo la voluntad de los restos del federalismo provinciano y la influencia de los círculos oligárquicos locales.

El Congreso de la Nación, que tendría a su cargo el escrutinio del voto de los electores y sería el juez de las elecciones de éstos, era la última carta de Tejedor, quien pretendía que el Congreso descalificara los comicios presidenciales. El 1º de febrero de 1880 se había renovado la mitad de la Cámara de Diputados, y los resultados habían sido similares a los del 11 de abril. De tal manera que si los diputados del interior se incorporaban a dicha Cámara, Roca tendría mayoría en ella, y se descontaba que aprobaría los comicios de electores del 11 de abril.

Cuando el 7 de mayo, por una diferencia ínfima, la Cámara aprueba la incorporación de los diputados roquistas elegidos en febrero, los “rifleros”, que estaban instalados en los palcos destinados a la barra, apuntaron con sus armas a los diputados que habían votado la aprobación de los diplomas de los legisladores cuestionados. Mitre detiene con un “¡No es tiempo todavía!” a los enardecidos partidarios de Tejedor, y los diputados roquistas se diluyen como pueden. Este episodio, la casa del presidente Avellaneda baleada, las agresiones callejeras a los diputados del interior, especialmente a los cordobeses, dan cuenta del estado de ánimo de Buenos Aires. Menudean los intentos de arreglos; incluso Tejedor y Roca se entrevistan en una cañonera. Pero todo es inútil. Un encuentro entre Roca y el ministro de guerra, Pellegrini, en Campana, el 11 de mayo, parece haber decidido precipitar el desenlace armado. Roca sabía que tenía la

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partida casi ganada, por ello se negaba a los requerimientos de Tejedor que estaba dispuesto a desistir de su candidatura si Roca también lo hacía.

La sublevación de 1880

Un incidente, ocurrido el 2 de junio de 1880 en el barrio de la Boca, desencadenó los acontecimientos. Allí, un navío desembarcó un cargamento de fusiles para las fuerzas tejedoristas, a pesar de que efectivos nacionales pretendieron impedirlo. No corrió sangre, pero Pellegrini convenció a Avellaneda que la contienda había comenzado, e instó al presidente a abandonar la hostil ciudad. Este se instaló en el cuartel de la Chacarita, y de aquí se trasladó a Belgrano, hoy barrio de la Capital Federal, pero en aquel entonces un pueblito muy cercano al ejido urbano porteño.

El 4 de junio, Avellaneda, mediante un simple decreto, declaró a Belgrano capital provisoria de la República (5). Y entonces se dio una situación curiosa: el presidente, con cuatro de sus cinco ministros, la mayoría de los integrantes del Senado de la Nación, y algo así como la mitad de los integrantes de la Cámara de Diputados, se establecieron en esa localidad. La otra mitad de los diputados, el vicepresidente Mariano Acosta y los miembros de la Corte Suprema de Justicia, éstos porque se proponían intentar mediar entre ambos contendores, se quedaron en Buenos Aires. Salvo los jueces de la Corte, los demás no se movieron de Buenos Aires porque estaban con Tejedor, en contra de Roca,

El tejedorismo sacó a relucir todos sus efectivos a la calle: miles y miles de hombres dotados de los modernísimos fusiles “Schneider” y artillería montada con poderosos cañones “Krupp”. La movilización de las milicias porteñas, fue contestada por Avellaneda calificando como rebeldes a esas fuerzas y convocando a los regimientos del ejército nacional de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Córdoba. Tejedor perdió un tiempo precioso sin atacar, esperando que Roca negociase la cuestión, mientras se concentraban fuertes efectivos nacionales en los suburbios de Buenos Aires.

Roca demostró que estaba dispuesto a todo menos a renunciar a su candidatura a favor de Gorostiaga, que había sido el último candidato de transacción. En medio de este clima, el 13 de junio se reunieron los colegios electorales en todas las provincias: sólo los electores de Buenos Aires y Corrientes, y uno de Jujuy, votaron la fórmula Tejedor­ Laspiur; los otros lo hicieron por Roca­Francisco Madero, éste sugerido a último momento por Roca para acompañarlo en la vicepresidencia. La suerte estaba echada: no habría avenimiento.

La primera acción bélica se produce en Olivera, un poco más allá de Luján, el 17 de junio, lugar donde el tejedorista José I. Arias logra eludir al general Racedo, enviado por Pellegrini para interceptarlo. Rodeada la capital de fuerzas nacionales, entre los días 20 y 21 de junio se producen verdaderas batallas campales en las afueras de Buenos Aires, en Barracas, Puente Alsina, Corrales y Constitución. Se calcula que de los 20.000 hombres enfrentados mueren más de 3.000: una verdadera y cruel matanza. No hay vencedores evidentes. (6)

En la noche del 21 al 22, intercede el cuerpo diplomático, y el internuncio, monseñor Luis Matera, obtiene una tregua de cuarenta y ocho horas. Luego se suceden gestiones con ánimo de terminar con la lucha. Las entrevistas entre el presidente Avellaneda y su íntimo amigo, el vicegobernador de la provincia de Buenos Aires, José María Moreno, allana las dificultades.

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Referencias

(1) Rivero Astengo, Agustín – Juárez Celman – Página 118, Buenos Aires (1944).

(2) Saldías Adolfo – Un siglo de instituciones – Buenos Aires en el centenario de la Revolución de Mayo, Tº II, página 256, La Plata (1910).

(3) Cit. Por Rivero Astengo, Op. Cit., páginas142/3.

(4) Ver al respecto Saldías Adolfo, Op. Cit., páginas 260 y siguientes.

(5) Ibídem, páginas 266 y siguientes.

(6) Sin embargo, Eduardo Gutiérrez sostiene que las fuerzas de Buenos Aires quedaron en ventaja (Gutiérrez, Eduardo, La muerte de Buenos Aires – Página 399, Buenos Aires (1959). Saldías en cambio, entiende que el triunfo de las fuerzas nacionales “no era decisivo” (Saldías, Adolfo, Op. Cit., página 275).

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Petrocelli, Héctor B. – Historia Constitucional Argentina – Keynes – Rosario (1993).

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02 de Junio

Giuseppe Garibaldi

Giuseppe Garibaldi (1807‐1882)

Giuseppe Garibaldi nació en Niza, Italia, el 4 de julio de 1807. Fueron sus padres Domingo Garibaldi y Rosa Raimondi. Hijo de marino, se dedicó desde muy joven a la misma carrera. En 1832 se inició con una logia masónica en Roma. En 1834 tomó parte en el complot de Manzini y hubo de huir a Francia. Condenado a muerte en su patria, anduvo errante mucho tiempo. Sirvió por un período breve, a las órdenes del bey de Túnez, trasladándose después a la América del Sud.

El “condottiero” italiano Giuseppe Garibaldi llegó al Río de la Plata en 1836, y el gobierno del Brasil inmediatamente lo declaró pirata. Fue un aventurero audaz que sólo dejó en estas tierras el recuerdo imborrable de los excesos inhumanos y bestiales permitidos por él a los hombres que capitaneaba. Llegó a hacerse célebre desde Río Grande y Santa Catalina del Brasil hasta la provincia argentina de Entre Ríos, como jefe de una chusma cosmopolita y una turba de carbonarios expatriados; y vinculó su nombre a los saqueos de Santa Catalina, Imeriú, Salto, Martín García, Colonia y Gualeguaychú, llevados a cabo con extraordinaria crueldad, propia de hombres a los que sólo atraía el botín del pillaje.

En su “autobiografía”, al recordar sus “hazañas” en América del Sur, no tiene reparos en escribir lo siguiente: “Como no recuerdo los detalles de todos aquellos atropellos, me es imposible narrar minuciosamente las infamias cometidas…. Nadie era capaz de detener a esos insolentes salteadores….. Todos vivían permanentemente alcoholizados….. Me dan ganas de reír cuando pienso en el honor del soldado….”

El gobierno del Uruguay le confió el mando de la marina de guerra, pero debió quitárselo después de la derrota de Costa Brava, que le infligiera el almirante Brown el 16 de junio de 1842.

El mismo Garibaldi confiesa que era jefe de una legión de borrachos, homicidas, desertores y canallas desenfrenados. ¡Y ésos eran sus famosos legionarios!

En el parte de la victoria decía Brown: “La conducta de estos hombres ha sido más bien de piratas, pues que han saqueado y destruido cuanta casa o criatura caía en su poder,

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sin recordar que hay un Poder que todo lo ve y que, tarde o temprano, nos premia o castiga según nuestras acciones”.

Garibaldi trabó amistad con Mitre en Montevideo en 1841, y fue adversario acérrimo del almirante Brown y del general Urquiza.

Protegido por la escuadra anglofrancesa pudo realizar los inicuos e infames saqueos de Colonia y Gualeguaychú en el mes de setiembre de 1845; porque el botín fue siempre el supremo ideal de las tropas garibaldinas. Al tomar posesión de la isla Martín García arrió la bandera argentina e izó en su lugar el pabellón británico.

Inscripto en la masonería de Nápoles, se afilió a la masonería del Brasil en Río Grande y a la masonería del Uruguay en Montevideo. El Gran Oriente de Egipto lo honró con el pomposo título de “El Gran Masón de Ambos Mundos”, otorgándole el último grado del rito de Menfis.

Halagado en su vanidad, fue durante toda su vida, junto con Giuseppe Manzini, el instrumento de las logias masónicas para sus sinietros fines. En 1860 expulsó a los jesuitas de Nápoles y nacionalizó los bienes de la Iglesia.

A pesar de ser enemigo implacable de la Iglesia y del Papado se ofreció hipócritamente a Pío IX, el 12 de octubre de 1847, para sostenerlo en su trono; pero al mismo tiempo se hallaba al servicio de las logias para consumar el robo sacrílego de los estados pontificios. Londres lo recibió apoteóticamente en 1863.

En sus “Memorias” dejó escrito: “Siempre he tratado de atacar al clericalismo; he ahí el verdadero azote de Dios”.

Cuando Carlos Marx fundó la Primera Internacional en 1864 Garibaldi se declaró internacionalista, y ese mismo año en el Congreso de la Paz reunido en Ginebra exclamó: “¡Guerra a las tres tiranías, política, religiosa y social!”.

En 1867 en el Congreso Internacional de la Liga por la Paz y la Libertad, dijo: “Declárase caduco el poder del papado por ser la más nefasta de las sectas”; y en 1880 afirmó: “La masonería es la base fundamental de todas las asociaciones liberales”.

Tal vez por todo lo que antecede pudo sentenciar muy ufano el “gran” Sarmiento: “Garibaldi es una gloria argentina”.

Así se explica por qué a este hombre, hijo predilecto de las logias, los masones argentinos han logrado erigirle una estatua en medio de la plaza dedicada a la noble nación italiana. El general Roca, desde los balcones de la Casa Rosada, presidió el homenaje que los masones le ofrecieron en Buenos Aires el 25 de junio de 1882, año de su muerte; el diputado nacional, Emilio Gauchón, Gran Maestre de la masonería argentina, defendió en el Congreso el proyecto del emplazamiento de la estatua ecuestre en la plaza Italia, de Palermo; y la inauguración del monumento, efectuada el 18 de junio de 1904, contó con la presencia del presidente de la nación, general Julio Roca y del general Bartolomé Mitre; y con el repudio unánime de la ciudadanía, herida en su fibra más íntima de argentinidad y catolicidad.

Si no hubiera sido por la masonería de fin del siglo XIX y por sus posteriores hijos espirituales los laicistas y liberales, a estas horas no existiría en la Argentina ni el recuerdo de su nombre.

Fuente

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Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Garibaldi, Giuseppe – Memorias.

Triana, Alberto J. (Aníbal Atilio Röttger) – Historia de los Hermanos Tres Puntos.

Yaben, Jacinto R – Biografías argentinas y Sudamericanas – Buenos Aires (1938).

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02 de Junio

Perros cimarrones

El Cimarrón, dibujo de Patricio de Landaluce (1828‐1889)

Pocas veces se ha dicho que el perro como el caballo, el arcabuz y la ballesta fueron las principales armas que usaron los españoles, no sólo para someter sino para aniquilar a los indígenas. No se crea sin embargo, que el perro de guerra fue una invención hispana. Era empleado en la antigüedad por griegos, romanos y bárbaros, como un verdadero combatiente, pero fue en América donde participó en las luchas entre europeos y naturales, con mayor fuerza que en el Viejo Continente.

Penetrando ahora en la médula del asunto, vamos a demostrar hasta que punto el perro, animal ignorado en América, se constituyó en el arma secreta del Siglo XVI.

El primero que apeló a la bravura de los perros de presa para esclavizar a los hombres primitivos del Nuevo Mundo fue el mismísimo Cristóbal Colón, quien en su segundo viaje trajo a tierras americanas una jauría de perros alanos. Unos grabados de la portada de “Historia de los Castellanos en las Islas de Tierra Firme y del Mar Océano” de Antonio Herrera, así lo documenta.

Con veinte alanos de pelo bermejo y hocicos negros, sostuvo el almirante un sangriento combate con los indios de La Española. Y desde entonces, la participación en la guerra de la conquista de estos perros de lucha constituyó un recurso despiadado que costó la vida de millares de indios.

A dichos perros se los adiestró en la caza del aborigen, cebándolos con su carne, según se desprende de la información de fray Antonio de Remesal, utilizada por el escritor Alberto M. Salas en su documento trabajo sobre “Armas de la Conquista”. Dice el padre De Remesal que el vientre de los perros “fue sepultura de muchos reyes y caciques aborígenes”.

Estas cacerías y perrerías del siglo XVI se generalizaron por todo el continente. El cronista Oviedo, habla de un perro famoso llamado Becerrico. Lo trajo Pedrarias en 1514 y fue padre del célebre Leoncico, nacido en la isla de San Juan y propiedad del descubridor del Océano Pacífico, Vasco Núñez de Balboa.

Leoncico era un verdadero maestro de desgarramientos y capturas. El solo hacía más muertos y prisioneros que los soldados de su amo, por lo cual, desde entonces, se le

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reconoció el derecho, por acuerdo unánime, a tener parte como cualquiera de los hombres de Balboa, en el botín de oro y esclavos. Por supuesto, que esa parte le correspondía a Vasco Núñez. Sobre este particular es interesante oír lo que el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo comenta de Leoncico: “Era hijo del perro Becerrico… y no fue menos famoso que el padre. Era de un instinto maravilloso… y era tan gran ventor que por maravilla se le escapaba ninguno que se les fuese a los cristianos. Y como lo alcanzaba, si el indio estaba quedo, asíale por la muñeca o la mano, o traíalo tan cariñosamente sin morderlo, ni apretarlo, como lo pudiera traer un hombre; pero si se ponía en defensa, hacíale pedazos. Y era tan temido de los indios que si diez cristianos iban con el perro, iban más seguros y hacían más que veinte sin él”.

En todo el Darién, según los cronistas de la época, se utilizaron perros de presa. Para no ser menos que Pedrarias y Balboa, Nicuesa, colonizador de Castilla de Oro, hombre de larga fortuna, agudo ingenio y eximio maestro de la guitarra, adquirió un perro que lo siguió en todas sus peripecias. Un buen día, este fiel animal leyó quien sabe que oscuros designios en los ojos hambrientos de su amo (Nicuesa y los suyos se morían de inanición en las márgenes malsanas del río Belén) que lo obligaron a salir, rabo entre piernas, rumbo a las montañas para no regresar más…

Nicuesa lamentó muchísimo la pérdida de su fiel animal, cuando dos días después de la desaparición del perro, el bravo y aguerrido capitán Alonso de Ojeda, colonizador de Urabá, llegó a salvarlo de tan difícil trance.

Volviendo a Leoncico, el can de Balboa, cabe destacar que en la mañana del 12 de enero de 1519, en la que su amo subió al cadalso con estoica dignidad, lo acompañó hasta último momento, y cuando la cabeza del conquistador rodó tronchada, Leoncico estremeció con su lúgubre aullido a los verdugos de Balboa.

La gran jauría de Gonzalo Pizar ro

A fines de 1541, Gonzalo Pizarro, a la sazón gobernador del reino de Quito, emprendió la conquista del país llamado de la Canela y de Quijos, esas tierras misteriosas que algunos identificaban con el Dorado.

Partió Pizarro desde la ciudad de Quito al frente de 300 hombres, de los cuales llevaba un tercio a caballo. Iban además 4.000 indios auxiliares, 3.000 cabezas de ganado y nada menos que 900 perros de presa.

La marcha de la expedición resultó en extremo dura y fatigosa. Los perros fueron empleados esporádicamente y por puro entretenimiento para amedrentar a los indios de la provincia de Omagua. Don Gonzalo cometió actos de crueldad innecesarios “echando a los perros” contra los desprevenidos naturales.

La expedición resultó un fracaso y al emprender el regreso, los hambrientos soldados de Pizarro, que llegaron a comerse hasta sus correajes y adargas de cuero, encontraron en los famélicos perros un buen alimento, no desdeñando ni a los más sarnosos.

A esta altura de la narración perderíamos la oportunidad de señalar dos cualidades del perro archisabidas por el hombre de campo, si no nos detuviéramos un momento para consignarlas. El perro, por más bravo que sea, no ataca a las personas que se sientan o se ponen de rodillas o cuclillas. Oviedo, en su “Historia General”, cuenta al respecto este caso: “…soltado el perro luego la alcanzó y como la mujer le vio ya tan denodado contra ella, asentase en la tierra y en su lengua comenzó a hablar y decirle: Perro, señor perro…”. En estas circunstancias, los perros de los conquistadores sólo se limitaban a

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asir a los indígenas por la muñeca o la mano y llevarlos “tan ceñidamente sin mordedura y apretarse, como pudiera traer un hombre”. La otra cualidad es la de poseer un olfato especial que le permite percibir la cantidad excesiva de adrenalina que despide el cuerpo del sujeto asustado. Este olor tiene la particularidad de provocar el furor del perro.

Odio y ter ror al perro de presa

En las Isla de las Perlas, las conquistas de México y el Perú, la entrada del ejército de Diego de Rojas en territorio argentino, las andanzas y aventuras de Giménez de Quesada y Francisco de Villagra, tuvieron destacada actuación los perros alanos. Los soldados de Narváez hicieron destrozar por los perros a la madre del cacique Chirihigua y en Panamá murieron 18 caciques más en la misma forma. Los perros de Hernán Cortés fueron inmortalizados por los indígenas que los retrataron en las famosas telas de Tlaxcala, y Pedro Mártir de Anglería, menciona en varias páginas otros perros de guerra de la Conquista.

Se salía a “perrear” y a “ranchear” con la misma desaprensión con que salían de caza, pero esta arma poderosa de los conquistadores, que causaba justificado terror, se volvió pronto contra ellos. Algunos perros bravos se alzaron en Cuba, y al cabo de poco tiempo se multiplicaron de tal forma que llegaron a convertirse en serio peligro para los pobladores de las Antillas. Los indios comenzaron a amaestrar canes cimarrones y el perro, que había sido el terror de los americanos, pasó a formar parte del hábitat aborigen. En cada rancho había una pareja y no existía pueblo en América donde no se contaran quinientos o mil. Gonzalo Giménez de Quesada, fundador de Bogotá, preocupado por la proliferación canina, puso el grito en el cielo. Quesada pensaba –y pensaba bien­ que llegaría un día en que “los indios puedan alzarse con el arma viva de estos animales” Proponía al rey de España que “mande que ningún indio pueda tener perro, si no fuere tan solo cacique, y éste que tenga un perro o dos solamente y macho y no hembra, porque no pueda hacer casta”.

Cimarrones y lobizones

No falta quien atribuya a esos perros cimarrones, tan feroces y devastadores de ganado como el lobo, el origen de algunas leyendas, supersticiones y refranes sobre el tema del perro. Mencionaremos las más conocidas, esto es, la del Lobizón y El Familiar; la del perro negro de las ceremonias del lavatorio de ropas de los difuntos; la de los perros fantasmas que acompañaban a los demás perros a ladrar a la Luna, a ver el alma de los que acababan de morir, a encontrar la cueva donde se escondía el secreto de alguna fuga mágica, a ladrarle a la Muerte y al espíritu de los condenados.

El terror y el odio al perro de presa en América, nace del pánico causado por los perros cimarrones que abundaban no solamente en las Antillas, sino también en la campiña uruguaya, donde según el padre Cayetano Cattáneo se habían multiplicado prodigiosamente durante el siglo XVIII. Oigámoslo: “Estos perros vivían en cuevas subterráneas. Feroces y crueles como los lobos y las hienas, llegaron a hacerse tan temibles, que se organizaron expediciones militares para exterminarlos”. Fray Gervasoni, contemporáneo de de Cattáneo, vio grandes manadas de perros en la Banda Oriental a comienzos del siglo XVIII. Repetiremos con Franklin Mayer, una frase de aquel sacerdote: “No he visto en ningún país, perros en tan gran número y de tan marcada corpulencia como aquí”.

Manuel Antonio de la Cruz, citado por Fernando Salas, juez de campaña en la Banda Oriental, escribía al gobernador Ruiz Huidobro: “… que es tanta la cantidad de perros

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cimarrones y lo mucho que procrean por el poco cuidado que hay en matarlos que es imponderable el daño que hacen a los ganados de manera que sin ponderación ninguna se puede asegurar que más de la tercera parte del procreo se lo come la cimarronada”. El juez solicitaba al gobernador que se ordenase a los vecinos a cooperar en la matanza de perros cimarrones.

Artigas utilizó a la “cimarronada”

Los perros cimarrones dejaron sin embargo, un recuerdo histórico que mueve a la gratitud ciudadana, como se desprende de la información de Arreguine sobre la situación de José Gervasio de Artigas en el año 1817. Es la siguiente: “Diezmadas se encontraban las fuerzas del Libertador; rota, aunque no abatida, su bandera; sombrío el porvenir y sin más esperanzas que la muerte, pero el altivo caudillo de los orientales rechazó con altura la degradante proposición que se le hacía, contestando al enviado del generalísimo portugués (general Carlos Federico Lecor): “Dígale a su amo que cuando me falten hombres para combatir a sus secuaces, los he de pelear con perros cimarrones”. Luego agrega el historiados: “Todo esto no fue un vano alarde, pues en más de una refriega, también éstos (perros cimarrones) tomaron parte a favor de los republicanos, de quienes parecían ser aliados en aquellas horas de correrías y vicisitudes en que los americanos compraban la independencia al precio de la vida”,

Diremos también, que estos perros cimarrones fueron los asesinos de un gran periodista: el famoso padre Castañeda.

Durante el coloniaje existieron también perros cazadores de avestruces, guasunchos y quirquinchos, de los que nacieron muchos proverbios, refranes, etc. “Nunca escapa el cimarrón, si dispara por la loma”, dice Martín Fierro.

Un can llamado Alce cuidaba él solo en los valles del Alto Perú colonial más de cien ovejas. En febrero de 1781 los perros de Oruro (Bolivia) participaron de la indignación popular de los criollos ante el descubrimiento de una conjuración extranjera. En Colombia se hallaron doce perritos de oro que parecen haber sido el símbolo de la lealtad en la complicada mitología indígena, y era creencia generalizada que el perro es hijo de Dios y el gato del diablo, y que su día es el jueves.

En el interior se creía que algunos perros nobles eran guías de almas y el ejemplo del trato que recibían en Chile sirvió de argumento a los araucanos para hacer oír sus razones en la lucha por la reconquista de sus derechos sociales y políticos.

Cuenta el cronista José Rodríguez Frosle, a raíz de la muerte de un arzobispo de Bogotá, en 1590, que una vez que se extravió mientras cazaba en las cercanías de las vertientes de Frusangá y que fue hallado gracias a una perra de propiedad de su sobrino don Fulgencio de Cárdenas.

Los per ros de Car los V

Mientras todo esto ocurría en América, en el Viejo Continente también seguían empleándose los perros en la guerra, contándose que figuraban 400 de la mejor raza en el ejército de Carlos V, utilizados para combatir a Francisco I de Francia; y sabemos que en el siglo XVI la milicia piamontesa equipaba los perros en número de 200, formando así cuerpos que les proporcionaban muchas satisfacciones en los combates de montaña.

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En el libro del romano Flavio Vegecio Renato “De re militari”, se recomienda que en las torres de las fortalezas se tengan perros de olfato muy fino para avisar la presencia del enemigo.

Además de emplearlos en la vigilancia y en las luchas, los antiguos los utilizaban para sostener las comunicaciones entre los ejércitos y sus puestos de avanzadas. Para conseguir este objeto hacían tragar a los perros los despachos de que eran portadores, y al llegar a sus destinos se los mataba para extraerles del estómago el parte de guerra que conducían.

Los cronistas del siglo XVI nada expresan respecto a la rabia canina, cuya difusión llenó de horror las campiñas bonaerense y uruguaya durante la mitad del siglo XIX. Los perros cimarrones fueron portadores del virus, que no solo trasmitieron a los animales domésticos, sino al hombre, difundiéndolo en forma de epidemia.

Fernando Salas, que se ha ocupado exhaustivamente de los peros cimarrones que infectaban la campaña de la Banda Oriental, cita una lejana referencia de un delegado gubernamental en Paysandú, Nicolás Delgado, quien en el año 1808, en un amplio informe dirigido a las autoridades habla del mal de la rabia.

Fue tanto el temor que despertaron los perros a mediados del siglo pasado, que se llegó a disponer el exterminio total de los mismos, “exceptuando los de casta fina, los de agua, los de perdices y los de presa que sirven para resguardo de la casa, pero con prohibición de tenerlos sueltos y obligarlos a mantenerlos con bozal”.

Los perros cimarrones constituían verdaderas plagas en la campaña y lo fueron hasta bien entrado el siglo XIX.

En 1820, el gobierno de Buenos Aires organizó una “expedición” contra los cimarrones; se mataron muchos canes pero los soldados no quisieron regresar a repetir la hazaña porque en la ciudad los muchachos los llamaban “mataperros”.

Bernardino Rivadavia promulgó los más variados y extravagantes decretos, entre otros el que disponía la persecución de perros en Buenos Aires porque uno de ellos tuvo el atrevimiento de ladrar el caballo del Presidente, que, siendo mal jinete, dio con su osamenta en el barro. Esto permitió que al día siguiente, barras de chicos se divirtieran recorriendo las calles de Buenos Aires en persecución de “perros ladradores de caballos”, sobre todo si eran el “caballo del presidente”.

Tal vez por esta condición dañina de los perros, que se alimentaban de vacunos y lanares, como si fueran fieras, nuestros criollos nunca les tuvieron demasiado cariño. Al pero se lo tolera al lado del hombre de campo, pero sin provocar los extremos de mimos y cariño que otros pueblos, especialmente los anglosajones, suelen dedicarles. Cuando Sarmiento salió con aquello de “sed compasivos con los animales”, todo Buenos Aires se rió; el argentino era uno de los pueblos más incompasivos con los seres irracionales. Hasta Clemenceau se asombraría de l amanera brutal como se domaban los potros, en 1910. Es significativo que en el “Martín Fierro” nunca se hable de los perros y que muy pocos personajes célebres de nuestra historia hayan tenido a su lado canes. Una excepción fue Urquiza, que siempre tenía dos o tres muy grandes y los llevaba en sus campañas; el más conocido era uno llamado “Purvis”, tal vez en recuerdo del almirante inglés que mandó una de las flotas bloqueadora del Río de la Plata. Rosas no parece haber tenido perros en su intimidad e inclusive en sus famosas “Instrucciones” ordenaba no permitir más que unos pocos en los puestos y cascos de sus estancias.

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Pero estas son ya historias particulares. Y lo importante de esta nota es establecer la evolución que tuvo la imagen del can en la historia americana y argentina: de terrible cazador de hombres y plaga de la campaña hasta el fiel y agradable compañero que es hoy.

Fuente

Abregú Mittelbach, Guillermo – Perrerías.

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Fernández de Oviedo, Gonzalo – Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano.

Todo es Historia, Año II, Nº 13, Mayo 1968.

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03 de Junio

Manuel Belgrano

Manuel Belgrano (1770‐1820)

En el libro parroquial de bautismos de la Iglesia Catedral de Buenos Aires, iniciado en el año de 1769 y concluido en el de 1775, se lee al final de la página 43: “En 4 de junio de 1770, el señor doctor don Juan Baltasar Maciel canónigo magistral de esa santa iglesia Catedral, provisor y vicario general de este obispado, y abogado de las reales audiencias del Perú y Chile, bautizó, puso óleo y crisma a Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús, que nació ayer 3 del corriente: es hijo legítimo de don Domingo Belgrano Pérez y de doña Josefa González: fue padrino D. Julián Gregorio de Espinosa”.

Nació nuestro héroe, cuarenta años antes de la gran revolución que lo inmortalizó y a la que sirviera con abnegación ejemplar.

Manuel Belgrano fue el cuarto hijo de un matrimonio que tuvo ocho varones y tres mujeres. El padre, Domingo Belgrano y Peri, había llegado al Plata en 1751. Era genovés. En Buenos Aires prosperó; obtuvo la naturalización; integró el núcleo de comerciantes importantes; se casó en 1757 con doña María Josefa González Casero ­de antiguo arraigo en la ciudad­, y dio a su numerosa familia, educación esmerada y vida cómoda. Los hijos correspondieron a la solicitud de los padres: sirvieron al Estado en la milicia, en la administración o el sacerdocio, con dedicación y brillo.

Quebrantos financieros en los últimos años de su vida ­murió en 1795­ motivados por un proceso en el cual se vio implicado sin razón, le crearon situaciones difíciles. Los hijos se hicieron cargo de las obligaciones pendientes, al abrirse la sucesión. Y la gloria de su cuarto vástago arrancó para siempre del anónimo a este esforzado comerciante ligur que tuvo confianza en la generosa tierra del Plata.

Sus comienzos

Belgrano cursó las primeras letras en Buenos Aires. En el Colegio San Carlos, bajo la dirección del Dr. Luís Chorroarín, estudió latín y filosofía, acordándosele el diploma de licenciado en esta última disciplina el 8 de junio de 1787, cuando ya se encontraba en España adonde lo había enviado su padre para instruirse en el comercio.

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Sin embargo, fue en la Universidad de Salamanca, donde se matriculó, graduándose de abogado en Valladolid en 1793. Poco ha contado Belgrano de su paso por las aulas peninsulares. Más le interesaron las nuevas ideas económicas, las noticias de Francia y su revolución – filtradas a pesar de la rigurosa censura ­, las discusiones de los cenáculos madrileños donde se hablaba de los fisiócratas – mágica palabra – y hacían adeptos Campomanes, Jovellanos, Alcalá GaIiano.

Conoció la vida de la Corte, viajó por la Península, leyó a sus autores predilectos en francés, italiano e inglés; cultivó, en fin, su espíritu.

Cercana la hora del regreso recibió a fines de 1793 una comunicación oficial en la que se le anunciaba haber sido nombrado Secretario perpetuo del Consulado que se iba a crear en Buenos Aires. En febrero de 1794 se embarcó para el Plata. Iniciaba, así, a los veinticuatro años de edad, su actuación pública. Hasta su hora postrera, estaría consagrado a servir a sus compatriotas.

Apoyó la creación de establecimientos de enseñanza, como las Escuelas de Dibujo y de Náutica. Redactó sus reglamentos, pronunció discursos, alentó las vocaciones nacientes y trató de dar solidez a estas escuelas, prontamente anuladas por la incomprensión peninsular.

Halló todavía tiempo para traducir un libro de Economía Política, redactar un opúsculo sobre el tema, contribuir a la fundación del “Telégrafo Mercantil”,. e interesar a un grupo de jóvenes que como él deseaba lo mejor para su patria, en los principios fundamentales de la economía política. No descuidó, sin embargo, su tarea específica de secretario del Consulado, donde, detallada y cuidadosamente, redactaba las actas. Durante una década – agitada ya por fermentos e inquietudes — se preparó para manejar a los hombres y encauzar los acontecimientos. El primer cañonazo del invasor inglés – que precipitó los hechos­ alejará a Belgrano de su bufete, para lanzarlo a la acción.

Actitud durante las Invasiones Inglesas

El 27 de junio de 1806 fue un día de luto para Buenos Aires. Bajo un copioso aguacero desfilaron hacia el Fuerte los 1.500 hombres de Beresford, que abatieron la enseña real, mientras el virrey Sobremonte marchaba, apresurado, hacia Córdoba.

Belgrano – capitán honorario de milicias urbanas – había estado en el Fuerte para incorporarse a alguna de las compañías que se organizaron y que nada hicieron, luego, para oponerse al invasor. “Confieso que me indigné; me era muy doloroso ver a mi patria bajo otra dominación y sobre todo en tal estado de degradación que hubiera sido subyugada por una empresa aventurera, cual era la del bravo y honrado Beresford, cuyo valor admiro y admiraré siempre en esta peligrosa empresa”.

Días más tarde los miembros del Consulado prestaron juramento de reconocimiento a la dominación británica. Belgrano se negó a hacerlo, y como fugado, pasó a la Banda Oriental, de donde regresó, ya reconquistada la ciudad, aunque habían sido sus propósitos participar en la lucha popular.

Belgrano militar

Al organizarse las tropas para una nueva contingencia, Belgrano fue elegido sargento mayor del Regimiento de Patricios. Celoso del cargo, estudió rudimentos de milicia y manejo de armas, y asiduamente cumplió con sus deberes de instructor. Cuando quedó

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relevado de estas funciones fue adscripto a la plana mayor del coronel César Balbiani, cuartel maestre general y segundo jefe de Buenos Aires. Como ayudante de éste, actuó Belgrano en la defensa de Buenos .Aires.

A comienzos de 1815, Manuel Belgrano abandona completamente sus funciones militares y es enviado a Europa, junto a Rivadavia y Sarratea, en funciones diplomáticas. Conoce allí al célebre naturalista Amado Bonpland, y lo convence de venir a América, a estudiar la naturaleza y el paisaje de estas regiones.

También se destacará como diplomático, desarrollando una importante labor propagandística, cuya finalidad es que la revolución sea reconocida en el Viejo Continente.

Propuesta monárquica

Regresa al país en julio de 1816 y viaja a Tucumán para participar de los sucesos independentistas, donde tiene un alto protagonismo. Tres días antes de la declaración de la Independencia (9 de julio de 1816), declama ante los congresistas e insta a declarar cuanto antes la independencia. Propone una idea que contaba con el apoyo de San Martín: la consagración de una monarquía: “Ya nuestros padres del congreso han resuelto revivir y reivindicar la sangre de nuestros Incas para que nos gobierne. Yo, yo mismo he oído a los padres de nuestra patria reunidos, hablar y resolver rebosando de alegría, que pondrían de nuestro rey a los hijos de nuestros Incas.” No obstante, la propuesta monárquica de Belgrano no prospera, dado que habían corrido rumores de que incluía la cesión de la corona a la casa de Portugal.

Más tarde, Belgrano seguirá desarrollando una ardua actividad político­diplomática: por ejemplo, será el encargado de firmar el Pacto de San Lorenzo con Estanislao López que, en 1919, pondrá fin a las disputas entre Buenos Aires y el litoral. Además, volverá a encabezar el Ejército del Norte, en el cual, gracias a la fama que gozaba entonces como jefe y patriota, será vivamente admirado por la tropa.

Sus últimos días

Aquejado por una grave enfermedad que lo minó durante más de cuatro años, y todavía en su plenitud, el prócer murió en Buenos Aires el 20 de junio de 1820, empobrecido y lejos de su familia. Si bien no se casó, de sus amores con una joven tucumana nació su hija, Manuela Mónica, que fuera enviada por su pedido a Buenos Aires, para instruirse y establecerse. También tuvo un hijo con María Josefa Ezcurra. Juan Manuel de Rosas y Encarnación Ezcurra, hermana de María Josefa, adoptan al pequeño, que pasa a llamarse Pedro Rosas y Belgrano.

Sólo un diario, “El Despertador Teofilantrópico” se ocupó de la muerte de Belgrano, para los demás no fue noticia.

Culminaba así una vida dedicada a la libertad de la Patria y a su crecimiento cultural y económico. En este sentido, se destaca de Belgrano que fue el promotor de la enseñanza obligatoria que el virrey Cisneros decretó en 1810. Se destaca también su labor como periodista (después de su actuación en el Telégrafo Mercantil), creó el Correo de Comercio, que se publicó entre 1810 y 1811, y en el cual se promovió la mejora de la producción, la industria y el comercio); y como fundador de la Escuela de Matemáticas (en 1810, costeada por el Consulado), y de la Academia de Matemáticas del Tucumán, que en 1812 instauró para la educación de los cadetes del ejército.

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Fuente

Corvalán Mendhilarzu, Dardo: “Los Colores de la Bandera Nacional”. Hist. de la Nac. Arg.

Educar

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Fernández Díaz, Augusto: “Origen de los Colores Nacionales”. Revista de Historia, Nº 11.

HT (Hijo ‘e Tigre) – La Bandera Nacional.

Ramallo, Jorge María: “Las Banderas de Rosas”. Rev. J. M. de Rosas, N’ 17.

Ramirez Juárez, Evaristo: “Las Banderas Cautivas”.

Rosa, José María – Historia Argentina.

Turone, Gabriel O. – Manuel Belgrano (2007).

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• Campaña del Paraguay

• El Manuel Belgrano educador

• La Bandera Nacional

• Primer enarbolamiento de la Bandera Nacional

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03 de Junio

Soldado de línea

Soldado de línea

Es nuestro soldado de línea el modelo de la abnegación militar , llevado a su último límite. El soldado argentino, tan bravo, tan abnegado, tan sufrido, ha venido a ocupar hoy la pr imera línea en los ejércitos amer icanos y podrá ocupar la fácilmente en los europeos si a las prendas naturales que posee se agregan la instrucción militar y cívica que se da al soldado europeo. Nuestro soldado de línea es general en cualquier arma en que se quiera utilizar sus ser vicios. En Caballer ía es un consumado jinete, como es un hábil marinero a bordo de cualquier buque de guer ra. En Infantería como en Artiller ía se penetra bien pronto de la táctica de cada arma y opera como si fuese la suya propia. Nadie se ha preocupado en estudiar este tipo de inmensa bravura y nadie, sin embargo, más digno de estudio que él. Pr ivado de todo goce de guarnición, si sirve en la caballer ía, pasa su vida miserable con el arma al brazo eternamente, combatiendo siempre contra el salvaje y siendo el guardián constante de la inmensa for tuna que encier ra nuestra campaña.

Su vida no puede ser más aper reada, ni mayor la indiferencia con que lo trata el gobierno. Sin embargo, sus labios no se entreabren nunca para quejar se, guardando una sonr isa de resignación suprema para soportar todas las miser ias.

Para él, todo es lo mismo, porque de todos modos sufre, en la paz como en la guer ra, en la frontera como en la ciudad. Alegre siempre y siempre dispuesto, nunca tiene pereza para nada, siendo su única distracción el día de la pelea. En la fortuna como en la adversidad, en el tr iunfo como en la derrota, siempre es el mismo, y siempre impasible y bravo, se retira a paso lento frente a las

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fortificaciones de Curupaytí, o avanza gallardo y ligero sobre los campos de Ituzaingó. El sabe que las penas corporales están supr imidas, pero sufre las estacas, el cepo colombiano y los palos con la misma resignación con que ha sufrido el hambre y la miser ia.

El motín militar es desconocido en nuestro ejército de línea, que no ha dado jamás un espectáculo vergonzoso. El soldado de línea ingresa en nuestro Ejército por dos caminos: enganchado o condenado al servicio de las armas. En uno u otro caso, ve expirar el término de su servicio sin que el gobierno o su jefe inmediato se acuerden de dar lo de baja. Y pasan los años y los dos porque fue condenado o enganchado se convier ten en seis, ocho o más que le han hecho perder la esperanza de recobrar la liber tad perdida.

El gobierno le debe sus cuotas de enganche y veinte o más meses de sueldo, pero ya se ha habituado a aquel proceder monstruoso y espera tranquilo el día en que la muer te salde todas sus cuentas.

El cepo y las estacas, el colombiano y los palos han levantado el gr ito de la venganza en su corazón hidalgo, haciéndole esperar el día de la batalla para tomar un desquite que lo deje satisfecho. Pero el día de la batalla llega, la bandera azul y blanca flamea entre el humo del combate y el soldado olvida entonces todos sus rencores y todas sus venganzas. Es preciso vender cara la vida en honor de aquellos colores gloriosos, jamás abatidos, y pelea y pelea hasta caer, siendo feliz si la muer te le ha dejado tiempo para gritar ¡viva la patria!.

Es que el soldado se ha sobrepuesto al hombre; la voz de la patr ia habla a su corazón más alto que la de todo otro sentimiento y su espír itu abnegado lo lleva hasta salvar a San Martín en San Lorenzo, o arrancar a Dantas de las tr incheras de Curupaytí, no porque fuera Dantas sino porque lleva la bandera del 2 de Línea.

Y el soldado de línea lleva aquella vida desesperante y heroica hasta que la vejez o las her idas obligan al gobierno a dar lo de baja, para que vague por nuestras calles muriendo de hambre y en la más monstruosa de las miser ias. Atajen a cualquiera de esos soldados, cubier tos de cicatr ices, y pregúntenle cuántos meses le debe el gobierno, ¡sólo ellos son capaces de haber llevado la cuenta!

La llegada de un comisar io pagador es en la frontera un acontecimiento fabuloso, aunque de veinte o más meses no lleva sino el sueldo de uno o dos. Pero el soldado lo recibe lleno de regocijo, aunque debe diez veces más al pulpero y al gobierno mismo por descuentos que le ha hecho la contadur ía y que, aunque él no entienda, tiene que pagar .

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La cama es un mueble que no conoce desde que entró en el servicio, como no conoce el pan, ni más alimento que el pedazo de carne que recibe de cada ocho, cuatro días. Primero, mira con un placer supremo el duro suelo donde le es permitido descansar su osamenta y concluye por mirar como el pináculo de la felicidad el poder dormir montado sobre su mancar rón marchero.

La galleta del proveedor es como hecha con har ina de piedra, la leña no enciende, el tabaco es lengua de vaca mal secada al sol y el azúcar es tierra greda. Pero, ¿qué le impor ta? Ya se ha acostumbrado a aquella alimentación imposible y sólo teme una cosa: que llegue a faltarle. El día que bolea algún avestruz o agar ra una mulita, ar roja con desprecio la ración del proveedor . Pero cuando no tiene más, se lo ve cocinar alegremente su pedazo de carne lívida y azulada, y comer lo con un placer increíble –cualquiera que lo viera en ese acto, creería que saborea un manjar.

El gobierno ha llegado hasta cambiar para ellos las estaciones del año, mandándoles ropa de br in en el mes de julio y ponchos de bayeta en enero. Pero todo es lo mismo, él se ha habituado a todo, a pesar de las mil pulmonías y otras mil congestiones que le han salido al camino.

En campaña, al soldado de línea no se lo ve tr iste un solo momento. Todo en él es un motivo de alegr ía y de chacota, si acampan a descansar, porque han acampado, y si se pierden dormidos sobre el caballo, porque se han perdido. Un charquito de agua inmundo, donde aplacar o engañar la sed, es un motivo de alegr ía, y el permiso de carnear y comer un patrio viejo es el colmo de toda felicidad sobre la tierra.

El veterano lo sufre todo con la misma resignación, hasta el castigo injusto, del que no puede reclamar sino después de haberlo cumplido. ¡Pero échese generala o tóquese a degüello! El soldado se transforma, el más viejo se vuelve un muchacho y el más inválido se endereza como un atleta. Y pelea con una bravura imponderable, sin haber peligro capaz de arredrar lo, porque al mayor peligro responde siempre con esta frase: “¡Y qué me impor ta! ¿Tengo acaso el cuero para negocio?

Su familia, su orgullo, su porvenir y vergüenza misma están en el número de su kepi, llegando hasta esa sublimidad que oímos a un soldado del 2 de Caballería, en un momento de inmensa desventura: “¡Una gran per ra! ¡Si yo no fuera del 2 de Caballer ía, me desertaba!

Un soldado del 2 no podía cometer un delito tan vergonzoso y el solo respeto a su número lo había contenido. Comprendía el delito bajo cualquier otro número, pero jamás bajo el número dos.

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Fuente

Gutiérrez, Eduardo – Croquis y siluetas militares – Ed. Edivérn – Buenos Aires (2005)

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04 de Junio

Bartolomé Pizarro

Nció en Buenos Aires el 23 de agosto de 1777, siendo sus padres el coronel Sebastián Pizar ro y Espejo, jefe del r eal parque de ar tillería del Virreinato de Buenos Aires, y María Estanislada Gr imau Salinas. Fueron sus hermanos: Petrona Mar ía de J esús, María Damiana de los Dolores, Francisco Javier , Sebastián y Juan Mar tín. Muy niño fue enviado a España, donde se le impartió una esmerada educación. De regreso a su ciudad natal, fue incorporado como cadete en el 3er Batallón del Regimiento de Infantería de Buenos Aires, en el cual fue promovido a subteniente de bandera en la vacante producida por pase a la compañía de Mar tín Galain, el 9 de marzo de 1804. Por su compor tamiento en la época de las invasiones inglesas, fue nombrado capitán de la compañía de Cazadores Granaderos del cuerpo de Tropas Ligeras mandado crear para la guarnición de Montevideo, el 14 de mayo de 1807. El 9 de mayo del año siguiente permuta dicha capitanía con el capitán Domingo Rosales, del Regimiento de Infanter ía Ligera de Buenos Aires. Desempeñando el mando de la 3ª Compañía del precitado cuerpo, el virrey Liniers le hizo extender despachos de capitán de infantería graduado de teniente coronel, el 4 de mayo de 1809, por su actuación en el motín del 1º de enero de aquel año, en sostenimiento de la autor idad legítima.

El 4 de octubre de 1809 marchó al Alto Perú, en las fuerzas confiadas al mar iscal Vicente Nieto, en la expedición a la ciudad de La Plata, para hacerse cargo de la presidencia que allí se le confió a consecuencia de los movimientos revolucionarios que acababan de producirse en la precitada ciudad y sus dependencias.

En marzo de 1811 fue nombrado por el gobierno patriota de Cochabamba, comandante del Regimiento de “Patricios”, cuerpo urbano con el cual debía incorporarse al ejército patriota acampado a orillas del Desaguadero, incorporación que se verificó antes de la derrota de Huaqui, en la que Pizarro se disper só hacia el norte.

En marzo de 1812 era segundo jefe de las milicias colecticias que mandaba el caudillo Mar iano Antezana. Antes de las acciones de Pacona y San Sebastián (27 de mayo de 1812), se convocó a un consejo de guer ra, donde prevaleció la opinión

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del coronel Pizar ro, quien sostenía que no debía llevarse a cabo el ataque, dado que, si bien el número de efectivos de que disponían era similar al del enemigo, la calidad del armamento era notablemente inferior . Sin embargo el general en jefe ordenó el ataque y el r esultado fue el que temía el coronel Pizar ro.

Antezana, después de la der rota se refugió en un convento y se hizo tonsurar para poder así salvar su vida. No lo consiguió; descubier to su escondite, el 28 de mayo de 1812, fue sacado de allí r ecibiendo una brutal golpiza, siendo trasladado luego a la gobernación. Poco tardó en entrevistarse con Goyeneche quien, luego de golpear lo e insultar lo, le ofreció perdonar le la vida si se retractaba de su vocación patriota anticolonial, pero el insigne prohombre rechazó la propuesta. Según J uan de la Rosa, Goyeneche instó a Mar iano Antezana a abjurar de sus errores y le ofreció el indulto, “… Antezana consideró una cobardía renegar de sus convicciones y se manifestó estar r esuelto a mor ir por ellas (y r espondió): ¡Abdicar a mis convicciones ser ía traicionar las, y prefiero la muer te a ser traidor!”. Fue fusilado y luego decapitado, siendo su cabeza alzada en una pica que se clavó en la plaza pr incipal “para escarmiento de los insurgentes anticolonialistas”.

Pizar ro permaneció oculto durante más de una semana en un monte casi impenetrable, y cuando salió, en la creencia de poder emprender la fuga con impunidad, fue encontrado por una par tida enemiga, tomado y conducido a la presencia del general Goyeneche, quien le propuso perdonarle la vida, si juraba obediencia a la causa r ealista, a lo que contestó Pizarro que prefería mor ir por su Patr ia. Fue ejecutado el 4 de junio de 1812.

Por su heroica muer te, el coronel Pizar ro merecía por lo menos que su nombre fuese mencionado: pero no, era necesario agregar una nueva ingratitud al catálogo de las muchas de que está cargada la histor ia hispano­amer icana.

Como un r ecuerdo a la memor ia de ese veterano de la independencia y már tir de su patr ia desagradecida, reproducimos a continuación una car ta suya dirigida a su esposa:

“Cochabamba, marzo 15 de 1811 – Mi apreciable esposa, ….Estoy creído que al recibo de esta me hallaré caminando al Desaguadero, pues este super ior gobierno me ha dado el mando general del r egimiento urbano, y vive persuadida que cuando llegara el caso de espirar será con la glor ia de buen patriota y con el consuelo de que la Exma. Junta propendería a tu subsistencia, pues la glor ia de morir por tan justa causa, desde luego r eanima el mayor desprecio de todo peligro; pues no quiero impr imir en mi familia ningún bor rón que os haga infeliz, y sí morir con la glor ia de que viváis con aplauso de haber tenido un mar ido que vertió su última gota de sangra en defensa de mi patr ia.

“A mi hijo José Mar ía, cuídamelo mucho que sólo Dios sabe como tengo mi corazón, pero día llegará, si Dios quiere, de que conozcáis cuáles son mis afectos y car iños a mi patr ia y familia. ….Bartolomé Pizarro”.

El coronel Bar tolomé Francisco de Paula Pizar ro había contraído enlace con Mar ía Josefa Quiroga, en Buenos Aires, el 17 de octubre de 1805; siendo esta última nacida en San J uan, e hija de Bernardo de Quiroga y Salinas y de Francisca Bruna de Ibarrola y Gr ibeo.

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Una calle de Buenos Aires, que r ecor re los bar rios de Villa Luro, Liniers y Mataderos, r ecibe su nombre.

Fuente

Antezama, Alejandro S. – Mariano Antezana Casafranca: Protomártir de la Independencia.

Efemérides – Patr icios de Vuelta de Obligado

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Yaben, Jacinto R. – Biografías argentinas y sudamericanas – Buenos Aires (1939).

Zinny, Antonio – Gazeta de Buenos Aires desde 1810 hasta 1821.

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04 de Junio

Batalla de la Angostura del Quebracho

Batalla de la Angostura del Quebracho – 4 de junio de 1846

Corría el año 1846, hacía algo más de seis meses que la escuadra anglofrancesa había pasado por la Vuelta de Obligado. La expedición, cuya rentabilidad se daba por segura, había fracasado. Corr ientes, empobrecida por tantos años de guer ra, no había resultado un buen mercado. Tampoco Paraguay, ya que su líder , Car los Antonio López, no se dejaba engañar con promesas de “libre comercio” y exigía, antes de cualquier acuerdo comercial, el r econocimiento de la independencia paraguaya por par te de los interventores. Nada se consiguió entonces, gran par te de los buques mercantes que remontaron el Paraná, protegidos por varios de guer ra, volvían tan llenos como habían salido de Montevideo hacía ya var ios meses. A la realidad del total fracaso comercial se unía la oscura per spectiva del regreso. La ida había sido dura, asechada la flota en todo lugar oportuno (Acevedo, San Lorenzo, Tonelero, etc.) por la artiller ía volante, pr imero al mando de Thorne, luego, una vez restablecido de las her idas de Obligado, Mansilla ocupó su lugar de jefe de la defensa del r ío. Por lo tanto, la vuelta del convoy no se presentaba como una travesía agradable.

El día 4 de junio de 1846, alrededor de medio año después de la Vuelta de Obligado, en la angostura o punta del Quebracho, esperaba Mansilla a la flota intrusa. Contaba con 17 cañones, defendidos por 600 infantes, 150 carabineros, además de algunos hombres de Patr icios. En el centro, se instalaron dos baterías y algunas fuerzas de infanter ía, al mando se hallaba Thorne. Mientras, en el otro extremo se ubico el batallón Santa Coloma, al mando de este jefe.

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Cuando los buques de guerra estuvieron a tiro, Mansilla dio la orden de fuego, antes gritó: “¡Viva la soberana independencia argentina!”. Los cañones patrios se mostraron inaccesibles para la ar tiller ía enemiga dada la altura a la que estaban emplazados. El caos se apoderó de las embarcaciones, en su tentativa de huir algunas vararon y sufr ieron duramente el fuego cr iollo. El capitán inglés Hotham confesará al informar sobre las bajas del Quebracho: “Los buques han sufrido mucho”. Escapar con la mayor velocidad posible se convirtió en el único objetivo de las escuadras combinadas de las dos mayores potencias de la época.

Francisco Hipólito Uzal dirá: “El encuentro del Quebracho, aparte de su enorme impor tancia militar y política, fue el sello definitivo del desastre económico­ comercial de una empresa de injusta prepotencia, llevada a cabo por quienes, seguros de su enorme superior idad mater ial, y atropellando sin consideraciones humanas ni jur ídicas todos los derechos de la Confederación Argentina, se proponían un cuantioso dividendo”.

Visto desde hoy hechos como los del Quebracho nos llenan de orgullo, r efuerzan nuestro honor de ser argentinos. En el Quebracho, como en Obligado, como en Malvinas, es donde los argentinos demostraron que el acta firmada en Tucumán en 1816 fue verdaderamente el acta de la Independencia, acciones como estas son simplemente independencia en acción. Eso es cier tamente la lucha por la soberanía nacional.

Fuente

Rosa, Eduardo – 4 de Junio de 1846 Victor ia Argentina de El Quebracho

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04 de Junio

Felipe Varela

Coronel Felipe Varela (1819‐1870)

Felipe Varela, hijo del caudillo federal Javier Varela y de doña Isabel Rearte, nació en el pueblo de Huaycama, departamento Valle Viejo, provincia de Catamarca, en 1819. Perteneció a una antigua y distinguida familia del valle catamarqueño. Un hermano del caudillo, Juan Manuel Varela, fue facultado por el gobernador Octaviano Navarro en marzo de 1857, para “ejercer la profesión de cirujano en la provincia” de Catamarca. Sus parientes han ocupado cargos públicos de responsabilidad en el ámbito lugareño y fuera de él. Varela pasó los primeros años de su vida con la tradicional familia Nieva y Castilla, del Hospicio de San Antonio de Piedra Blanca, de la cual era también pariente.

A los 21 años de edad asistió a la muerte de su padre en el combate librado el 8 de setiembre de 1840 sobre la margen derecha del Río del Valle, entre las fuerzas federales invasoras de Santiago del Estero y las unitarias de Catamarca.

Posteriormente se radicó en Guandacol, pueblito riojano recostado sobre la precordillera de los Andes. Allí se acogió al tutelaje del comandante Pedro Pascual Castillo, amigo de su padre, con quien visitaría esos lugares en sus frecuentes viajes con arrías de animales para Chile. Y allí, en Guandacol, poco después, formó su hogar con una hija de su protector, Trinidad Castillo. Se sabe que tuvo varios hijos, entre los que se cuentan Isora, Elvira, Bernarda y Javier. Con su padre político se dedicó, además, al engorde de hacienda para los mercados chilenos de Huayco y Copiapó. Esos continuos viajes y el trato con peones y pequeños ganaderos, le dieron un amplio conocimiento del paisano humilde de la región y de los vericuetos de la cordillera que cruzaría muchas veces. Y poco a poco, fue acrecentando su prestigio entre la peonada y la gente del campo.

No obstante su estirpe federal, luchó con su padre político en la Coalición del Norte contra Rosas, a las órdenes del caudillo Angel Vicente Peñaloza, quien se había plegado a esa causa por lealtad al gobernador riojano Tomás Brizuela, jefe de aquel movimiento. Pero vencida la resistencia norteña pasó con sus compañeros de infortunio a refugiarse en Chile. ¿Cuánto tiempo estuvo allí? No se sabe exactamente. Pero lo evidente es que en ese lapso logró gran predicamento.

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Hasta hace poco se creía que Varela regresó al país recién después de la caída de Rosas, pero no es así. Documentos encontrados por el doctor Ernesto S. Zalazar, de Chilecito (La Rioja), y dados a conocer no hace mucho señalan que, por lo menos, en 1848 ya se encontraba en Guandacol. Por esos años el catamarqueño entró en amistad también con el coronel Tristán Benjamín Dávila, acaudalado vecino de Famatina. Dávila perteneció primero al partido unitario y después de Caseros se incorporó a los ideales de Urquiza, para pasarse, luego de Pavón, al mitrismo. Varela no sólo trabó amistad con el coronel Dávila, sino que se había asociado a sus negocios, entre ellos un molino harinero. Eran los tiempos en que catamarqueños y riojanos comercializaban prósperamente con Chile con arrías de mulas, venta de harina, aguardiente, vinos, algodón, y otros frutos de la región.

Ahora el catamarqueño está radicado en Copiapó y allí se quedará por algún tiempo. En octubre de 1855 figura en Vallenar (Chile), ostentando el grado de capitán de carabineros. Con otros oficiales argentinos, también emigrados, concurrió al asedio de La Serena, en defensa del gobierno chileno. Por su diligencia y coraje en la sofocación de la revuelta recibió un sable.

El escritor Francisco Centeno, que siendo niño conoció a Varela cuando éste tomó Salta, lo describe así en su obra Las Montoneras: “Varela era de estatura alta y bizarra; su faz fina, muy enjuto de carnes como todo criollo puro, criado sobre el caballo, alimentado eternamente de carne; usaba la barba sin pera, pero largas las patillas a la española, ya canosas, de pómulos sobresalientes y de ojos de mirar fuerte como ave de rapiña. Vestía pantalón­bombacha, chaquetilla militar con alamares y calzaba botas de caballería. Ancho sombrero de campo cubría su cabeza. Parecía representar la edad en que se ha pasado la mitad del término de la vida”. Y en otra parte expresa que “Varela no carecía de cierta gallardía militar”.

Al servicio de la Argentina

Al finalizar el año 1855, regresa nuevamente a nuestro país, y aparece revistando como teniente coronel en el Regimiento Nº 7 de caballería de línea que comandaba el coronel Baigorria, destacado a la sazón en Concepción de Río Cuarto.

Luego de firmado el tratado de La Banderita, el 20 de junio de 1862, entre el general Peñaloza y el coronel Baltar, representante este último del general Mitre, el Chacho vería con disgusto que otra vez su confiado espíritu gaucho lo había traicionado. Mitre no tenía intención alguna de convivir pacíficamente con provincias federales y menos aún con sus caudillos. Varela había alertado al Chacho de su excesiva buena fe, pero éste era hombre de palabra y no reaccionaría hasta confirmar la traición porteña. Por ese motivo vuelve a encomendarle a Varela la misión de recorrer Catamarca para recoger la opinión de sus lugartenientes y del paisanaje. Regresa a La Rioja y al poco tiempo aparece de nuevo en Catamarca cabalgando junto a los jefes montoneros Carlos Angel y Severo Chumbita, esta vez agitando por la revolución federal.

Finalmente, el 26 de marzo de 1863, el Chacho levanta su lanza y desgarra el aire riojano con un grito de guerra, que subirá los cerros, cruzará el desierto y estallará en el corazón de un pueblo que, como ayer con Quiroga, acudirá enamorado a la invitación insurreccional del caudillo.

Vencido Peñaloza en la batalla de Las Playas, Felipe Varela se exilia en Copiapó, Chile, desde noviembre de 1863. Ha quedado muy pobre y sin medios para reorganizar su ejército desintegrado. Pero las ganas de pelear siguen intactas, máxime cuando recibe la

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noticia del asesinato del Chaco. Por eso, haciendo un gasto imposible para sus exiguas arcas, envía desde Chile hasta Entre Ríos, una carta dirigida al general Urquiza. En ella, con un tono más directo y conminatorio que el usado para con Peñaloza, Varela indica a su jefe que todo el país clama para que “monte a caballo a libertar de nuevo la república… como único salvador de la patria y sus derechos todo habitante clava sus ojos en S. S.”, y por último le pide algunos fondos para formar “una bonita división”. Fiel a su política conciliadora, Urquiza archiva la carta sin responder.

También en Copiapó, recibe la noticia de los sucesos de la Banda Oriental, donde Venancio Flores, con el apoyo de Mitre y el Imperio del Brasil, se ha levantado contra el gobierno nacionalista “blanco” de Berro. El mariscal paraguayo Francisco Solano López sabía que, caída la Banda Oriental en manos brasileñas, le llegaría su turno de enfrentar a la potencia expansionista. Y no se equivocó, los acontecimientos de la Banda Oriental terminaron con la Guerra de la Triple Alianza, pisoteando los principios de la Unión Americana.

Desde Chile, Varela seguía con ansiedad los hechos, esperando una respuesta de Urquiza, sin saber que la historia golpearía su puerta llamándolo a convertirse en la voz y la lanza de los humildes, el último gran caudillo montonero. Allí se puso en contacto con la Unión Americana, a la que adhiere fervorosamente, integrándose al comité de dicha unión en Copiapó.

Varela, convencido de que Urquiza desenvainará por fin su espada para defender al Paraguay, monta su caballo y se dirige a Entre Ríos, completando la travesía en sólo catorce días. Al llegar, para su sorpresa, encuentra a Urquiza decidido a alinearse con Mitre contra el Paraguay. Al poco tiempo se produce el “desbande” de Basualdo, en donde las tropas de Urquiza se niegan a pelear y desertan. Muchos consideran como instigadores de este hecho a Felipe Varela y Ricardo López Jordán. El repudio hacia esa guerra fraticida es generalizado.

En 1866, Perú, Chile, Ecuador y Bolivia están en guerra contra España. Todo el pacífico es solidario con esta lucha. Mientras tanto, las naves españolas que se sumaban al ataque se abastecían sin dificultades en Buenos Aires y Montevideo, ante la indignación del resto de las repúblicas de América. Los primeros meses de 1866 encuentran a Varela en Chile, donde asiste al bombardeo de Valparaíso por parte de las fuerzas españolas. Esta experiencia fortalece aún más sus lazos con la Unión Americana. En febrero parte rumbo a Bolivia y poco después recala en Buenos Aires. Allí realiza contactos en busca de aliados para continuar la lucha contra el poder porteño. Es consciente de su escasez de recursos para tal empresa, por eso estrecha vínculos con chilenos y bolivianos a la vez que sigue confiando en Urquiza, quien, además es el único con los medios y el prestigio suficientes como para convocar al país y armar las huestes federales contra Mitre. Pero volverá a Chile con una última convicción: la revolución federal depende en gran medida de su protagonismo.

En noviembre de 1866 se produce en Mendoza la Revolución de los Colorados, que derrotó al gobierno de Melitón Arroyo. La revolución se expande. Tras la cordillera, Felipe Varela espera la oportunidad de comenzar el movimiento que ha venido proyectando desde hace dos años.

En Curupaytí, las tropas porteñas sufren un serio revés, festejado jubilosamente por los pueblos del interior que ya estaban en pie de guerra contra esas mismas fuerzas. En efecto, todo Cuyo y el Noroeste se halla en manos federales. Desde Chile, en diciembre

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de 1866, una poderosa voz se levanta sobre las altas cumbres, unificando todos los movimientos revolucionarios iniciados en los últimos meses: “¡Compatriotas a las armas!”. Por fin en enero, Varela se lanza a cruzar la cordillera. Tenía dos batallones bien equipados, tres cañones y una bandera en la que se leía: “¡Federación o Muerte!” ¡Viva la Unión Americana! ¡Viva el ilustre capitán general Urquiza! ¡Abajo los negreros traidores a la Patria!”

Pozo de Vargas

Felipe Varela dirigía y coordinaba desde La Rioja todos los movimientos revolucionarios. El 4 de marzo de 1867 sus tropas vencieron en la batalla de Tinogasta. Después de este combate, Varela, que se encontraba rumbo al Norte, contramarcha a La Rioja, donde se desencadenará la batalla de Pozo de Vargas. En esta acción, llevada a cabo el 10 de abril de 1867 las tropas federales son derrotadas por el general Antonino Taboada. Varela penetró en Catamarca y luego pasó a Salta, ocupando los valles Calchaquíes, obteniendo una victoria en Amaicha, el 29 de agosto, contra las tropas salteñas mandadas por el coronel Pedro José Frías. Este triunfo coloca a Varela como dueño de los valles, a la vez que origina un revuelo en la ciudad. El gobernador salteño Sixto Ovejero recriminó a Frías por la derrota atribuyéndola a su cobardía, mientras éste exageraba el número de enemigos para justificarse.

Salta bajo fuego

Cuando el gobierno salteño tuvo la noticia de que Varela avanzaba sobre la capital ­8 de octubre­ adoptó de inmediato las medidas para su defensa. Ovejero designó jefe de la plaza al general boliviano Nicanor Flores, afincado en la provincia. Se cavaron 14 trincheras, obras que quedaron concluidas el 9 de octubre, las mismas estaban emplazadas en el radio de una cuadra alrededor de la plaza. Eran de adobe y disponían de troneras para los fusiles y una central para los cañones. Las fuerzas totales eran de unos 300 soldados a los que se sumaron jóvenes voluntarios. Varela, que contaba con 800 hombres veteranos de una trajinada campaña, el día 9 sitió la ciudad. A primera hora del día siguiente intimó a Ovejero la rendición “en el término de dos horas”, pero éste la rechazó. Comenzó entonces la batalla de Salta. Los salteños se comportaron valientemente, rehabilitando su nombre del cobarde desempeño que tuvieron los defensores de los Valles. Pero al cabo de dos horas y media de lucha Varela quedó dueño de la ciudad. Victoria costosa y efímera para él pues apenas pudo ocupar la plaza durante una hora. Octaviano Navarro, con fuerzas superiores, estaba encima suyo. Ante esta situación inmediatamente inicia su movimiento hacia el norte toda la harapienta columna, sin pólvora, sin municiones pero con la dignidad del soldado, retirándose sin dejar de mirar de frente al enemigo.

Hacia Jujuy

Los soldados de Varela hacen noche en Castañares y luego se dirigen a Jujuy, dispuestos a tomarla a sangre y fuego, si era necesario, con el objeto de buscar en ella el elemento que le les faltaba: la pólvora, para regresar inmediatamente sobre las fuerzas enemigas, del general Navarro, y luego sobre las de Taboada. El gobernador Belaúnde, que contaba con fuerzas suficientes para repeler el ataque, abandonó la ciudad de Jujuy pretextando falta de municiones. Los soldados, entonces, solo efectuaron algunos disparos y huyeron rápidamente ante la presencia de las tropas federales. Así el 13 de octubre de 1867, la columna de Varela ingresa a la ciudad en perfecta formación sin disparar un solo tiro. Al no encontrar pólvora ni los elementos de guerra que

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necesitaba, nuevamente s e pone en marcha y la columna se dirige esta vez a La Tablada, con las fuerzas de Navarro pisándole los talones sin atreverse a atacarlo.

Arr ibo a Bolivia

Comienza noviembre en el altiplano. Una andrajosa columna que sólo conserva orgullosamente un par de cañoncitos llevados a tiro cruza la frontera boliviana. La cruzada federal ha terminado. Varela mira por última vez a sus hombres antes de licenciarlos. Estos heroicos gauchos han soportado incontables calamidades, han seguido a este hombre con una fidelidad admirable. No son muchos los casos como éste en nuestra historia, tampoco los caudillos como Felipe Varela. Con un abrazo despide a sus oficiales. La guerra ha terminado. Ahora es un exiliado, pero la esperanza no termina.

La columna llega a Tarija. El caudillo detiene por última vez lo que queda de su tropa, desmonta pesadamente y se dirige a Guayama; los rostros duros, que llevan en la curtida piel todo el sol, todo el viento de esta tierra, se miran fijamente. No hay palabras, un abrazo vigoroso despide a estos hombres, cientos de leguas han recorrido juntos combatiendo al “tirano de Buenos Aires”. Ya es tiempo del adiós.

Es tiempo de destierro.

Sin embargo Felipe Varela, aún a costa de su vida, quiere conjugar la teoría con la acción. Desde Potosí, el 1º de enero de 1868, redacta su famoso “Manifiesto a los Pueblos Americanos, sobre los Acontecimientos Políticos de la República Argentina, en los años de 1866 y 67”, donde resalta sus embestidas contra el centralismo porteño y, por ende, contra el gobierno de Bartolomé Mitre, al que acusa de no respetar la Constitución Nacional de 1853. “Combatiré hasta derramar mi última gota de sangre por mi bandera y los principios que ella ha simbolizado”, expresa el Quijote de los Andes, en una de sus tantas sentencias llenas de coraje y altruismo.

Una nueva embestida se inició con el fusilamiento del caudillo riojano Aurelio Zalazar, conductor también de montoneras. Varela, indignado, se lanzó nuevamente a la guerra contra el orden mitrista durante la Navidad de 1868. Fue definitivamente derrotado el 12 de enero de 1869 en Pastos Grandes. Con la derrota de Varela se cerró el último capítulo de la lucha contra el sistema económico liberal ­y contra el orden mitrista, la cara política de dicho sistema­ en el Interior.

Felipe Varela pasa posteriormente a Antofagasta. Fallece el 4 de junio de 1870 en Antoco, cerca de Copiapó (Chile).

Fuente

Bazán, Raúl; Guzman, Gaspar H.; Pérez Fuentes, G. y Olmos, Ramón R. – Felipe Varela, Su Historia.

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Luna, Félix – Felipe Varela – Buenos Aires (2000).

Turone, Gabriel O. A – Felipe Varela – Buenos Aires (2007)

www.revisionistas.com.ar

Yaben, Jacinto R. – Biografías argentinas y sudamericanas – Buenos Aires (1938).

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04 de Junio

Juan Calfucurá

Cacique Juan Calfucurá – (1765‐1873)

La historia de poderío de este araucano llegado de Chile puede comenzar a contarse a partir de 1929, cuando Juan Manuel de Rosas asumió el gobierno de la provincia de Buenos Aires y negoció con los indios pacíficos y enfrentó a los rebeldes insumisos, entonces liderados por el cacique pampa Toriano. Secundado por Calfucurá y su hijo Namuncurá (el padre de Ceferino, “el santito de las pampas”). Finalmente Toriano fue vencido por tropas de Rosas y sus aliados, los borogas. Tras el fusilamiento de Toriano en Tandil, los borogas comenzaron a perseguir a los vencidos y cometieron varias masacres, hasta que tres años después Calfucurá los emboscó, mató a unos mil guerreros y se llevó cautivas a todas sus mujeres. Así se hizo dueño del amplio territorio de Neuquén, Río Negro, La Pampa, casi todo el interior de Buenos Aires, San Luis y gran parte de Mendoza.

La venganza de Calfucurá provocó la Campaña del Desierto de Juan Manuel de Rosas, que derrotó uno a uno los caciques que encontraba. Ese fue el momento en que Piedra Azul tomó el mando de todas las tribus conformando la Confederación Araucana, tras matar al cacique chileno Railef. El cuartel central del nuevo caudillo pampa y de “nuestros paisanos los indios” (en palabras del libertador San Martín) fueron las tolderías de Salinas Grandes, donde, en forma inteligente, formó espías y perfeccionó su lenguaje castellano para poder negociar de palabra y por escrito con Rosas.

Después de la Batalla de Caseros, al descubrir que los otros gobernantes huincas (cristianos, blancos) no tenían la mano dura de Rosas pero persistían en usurpar las

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tierras pampas, Calfucurá lanzó una nueva campaña de grandes malones, saqueando estancias y pueblos enteros.

Mientras tanto, recibía los diarios de Buenos Aires y Paraná y se enteraba que, aprovechando la desunión nacional, podía negociar con Justo José de Urquiza. Con él selló la paz y desconoció todo poder bonaerense. Sus conas (guerreros) llegaron con sus chuzas (lanzas) hasta pocos kilómetros de Buenos Aires y hasta vencieron en el Combate de Sierra Chica (Olavarría) a Bartolomé Mitre. Luego hicieron lo propio con el general Hornos, quien enfrentó al poderoso ejército de Calfucurá de 6.000 aguerridos guerreros en Tapalqué y también resultó vencido, por lo que los porteños, con la indiada a sus puertas, comenzaron a padecer el terror de ser invadidos en la propia Gran Aldea.

Cuando su poderío parecía no tener límites, cansado de matar huincas y ganar batallas, Calfucurá intentó una decisiva hazaña y le declaró formalmente la guerra al presidente Sarmiento. Fue su gran error: resultó impensadamente vencido en la batalla de San Carlos, en el actual Partido de Bolívar (Buenos Aires), y nunca más volvió a guerrear. Recluido en Salinas Grandes, Calfucurá pasó en adelante sus días inmerso en la tristeza.

El 4 de junio de 1873, sin heroísmo ni en ningún entrevero, sino de viejo y de pena y rodeado de la chusma (mujeres), murió Juan Calfucurá (Piedra Azul), soberano absoluto de la nación mapuche y de las pampas por cuarenta años. Tenía 108 años de edad.

Calfucurá fue sepultado con los honores de un gran cacique y en su tumba fueron enterrados sus ponchos, sus armas, su platería, sus mejores caballos, sus mejores mujeres y varias cautivas huincas, y unas veinte botellas de anís y ginebra. Su tumba resultó profanada seis años después por soldados de la Campaña del Desierto comandada por Julio A. Roca. El teniente Levalle fue entonces el encargado de recolectar los huesos y las pertenencias de quien había sido el temerario dueño y Señor de las pampas, los que finalmente recalaron a fines del 1800 en el Museo de La Plata, hasta que en el 2004 se reclamaron sus restos.

El éxito de la Campaña del desierto terminó dándole la razón a Calfucurá como gran estratega de la guerra contra el huinca: tras su muerte, Roca ordenó a su ejército ingresar por Carhué, arrasar Salinas Grandes y terminar con Choele Choel, el lugar secreto por el que se traficaba ganado a Chile.

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Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Scalcini , Gustavo – Calfucurá, Señor de las pampas ­ (Agenda de Reflexión, Número 187, Año II).

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05 de Junio

Cafés del Buenos Aires colonial

La costumbre de tomar café en un lugar público especialmente diseñado para ello comenzó en Viena puede que hacia el siglo XVIII o quizá antes, pero en seguida se aclimató perfectamente en el sur de Europa, debido fundamentalmente al buen clima, que permitía la existencia de las célebres “terrazas” a lo largo de casi todo el año. Esa costumbre fue trasladada luego al Río de la Plata por los españoles.

Desde el principio los cafés han servido para mucho más que para deleitarse con una taza de humeante café. Estos locales públicos se convirtieron en auténticos “mentideros”, cuevas de conspiradores y ateneos culturales. Dieron lugar a un fenómeno, entre lo cultural y el vulgar chismorreo, quizá único, al que se dio el nombre de tertulia (1) y en otros casos de “peña”. Fueron precisamente estas tertulias, capitaneadas en su mayoría por personajes célebres de los campos de las artes y la intelectualidad, la política, y la cultura en general, las que popularizaron los cafés e incluso los convirtieron en famosos.

Entre los más destacados del Buenos Aires colonial se encontraban: el “Café de Marco”, el “Café de los Catalanes”, el “Café de la Comedia” y el “Café de La Victoria”.

Café de Marco

Se hallaba en la intersección de las calles de la Santísima Trinidad y de San Carlos (actualmente Bolívar y Alsina), esquina noroeste, frente a la iglesia de San Ignacio y haciendo cruz con la botica de Marull. El 4 de junio de 1801, “El Telégrafo Mercantil” dio cuenta que el nuevo dueño del lugar era Pedro José Marcó, y anunciaba que: “Mañana jueves se abre con superior permiso una casa café en la esquina frente del colegio, con mesa de villar, confitería, y botillería. Tiene hermoso salón para tertulia, y sótano para mantener fresca el agua en la estación de verano”.

Al local comercial se lo denominó “Café de Marco”, aunque algunos lo llamaban “Mallcos”. También se lo conoció como “el Café del Colegio”, pues estaba frente al Colegio de San Carlos.

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No se entraba por la esquina, como en otros establecimientos análogos, sino por la calle de la Santísima Trinidad. El cartel de la entrada indicaba: “Villar (2), Confitería y Botillería”. Tenía el café dos billares, lo que le daba categoría y le atraía a los jóvenes. Había pasado esta venerable institución por una época mala: en 1801, Marcó, acosado por los acreedores, debió vender los billares, pero los recuperó en 1804. Era el café de Marco, lo mismo que el de Catalanes y algún otro, ágora y club. No existiendo en la ciudad salones, cuando algunos hombres necesitaban reunirse lo hacían en el café. Toda oposición política se iniciaba allí. Era lonja de mercaderes y bolsa de chismes. En sus mesas pobretonas se concertaban amistades y se planeaban conquistas amorosas. Allí se redactaban algunos de los pasquines que a la noche eran arrojados por debajo de las puertas de calle, y allí nacían los pleitos y las quejas. Indudablemente sin el café de Marco y el de Catalanes no hubieran sido posibles ciertos acontecimientos, como la revolución del 25 de Mayo de 1810.

El local no tenía más adorno que dos espejos de regular tamaño. Los mozos servían de calzón corto, chaquetas y alpargatas. Bebíase, además de café y chocolate, vinos españoles, anís, agua con azucarillos, denominados “panales”, “agrio”, o sea jugo de limón, o de naranja, con agua y azúcar, y “sangría”: vino tinto, agua y limón.

También ofrecía a sus clientes el alquiler de un pequeño carruaje para los días de mal tiempo, en que se les hacía difícil volver a sus casas.

Habitualmente en horas de la noche no había parroquianos, sobre todo en invierno, excepto los grupitos de jugadores y noctámbulos. Los hombres de la colonia, que se casaban muy jóvenes, generalmente antes de los veinticuatro años, no iban a los cafés. Se quedaban en sus casas, o iban a algunas tertulias familiares. No era bien visto que el casado acudiese de noche a un café; y sólo en circunstancias extraordinarias se excusaba el hacerlo.

Fue apostadero de patriotas durante las invasiones inglesas, en los edificios de alto, a fin de vigilar a los británicos que se establecieron cerca del teatro de la Ranchería. Fue allí donde Martín de Alzaga, con sus arengas, logró poner orden a sus partidarios para que se unieran a los otros patriotas.

Cuando estalló la primera conjuración de Alzaga, el 1º de enero de 1809, el virrey Liniers mandó clausurarlo y dar tres días a Marcó para salir de la ciudad. Pero quedó su socio José Antonio Gordon, que presentó dos rogatorias a Liniers para reabrir el local, ambas denegadas. Claro que a principios de agosto asumió don Baltasar Hidalgo de Cisneros y en seguida retornó don Pedro Marcó. Elevó un memorial al nuevo virrey que denunciaba que sus pérdidas serían de 30 mil pesos en utensilios y productos y el 21 del mismo mes fue autorizado a reabrir su negocio.

Fue lugar de reunión de reunión de Mariano Moreno, Manuel Belgrano, Juan José Castelli, Vicente López y Planes, Bernardo de Monteagudo en vísperas de la Revolución de Mayo de 1810.

Cuando Buenos Aires fue abrazada por la Fiebre Amarilla, se produjo la mudanza de los vecinos de la clase más adinerada (principales clientes del Café de Marco) hacia la zona norte. Esto hizo que disminuyera notablemente la concurrencia a sus salones determinando el cierre definitivo del establecimiento hacia 1871.

Aunque se rompan los sesos allí en el café de Marcos,

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no evitarán que sus barcos zozobren o sean presos. Gaste millones de pesos la República Argentina, agote del Famatina ese mineral tan vasto, que a pesar de tanto gasto no puede tener marina.

Café de los Catalanes

Inaugurado en 2 de enero 1799, se lo considera como el primer café abierto en Buenos Aires, al menos con las características actuales. Ocupaba la esquina nordeste de la intersección de las calles Santísima Trinidad y Merced (actuales San Martín y Tte. Gral. Juan D. Perón). Fue fundado por un gringo de origen ligur: don Miguel Delfino. Cuando este falleció, el comercio fue transferido a Francisco Migoni, también italiano. Lo refaccionó y le dio gran impulso hacia el año 1856.

Mientras que los partidarios de Fernando VII se reunían en el café de Marco, los “antivirreynales” lo hacían en el de los Catalanes; habiendo entre los parroquianos de ambos cafés una marcada pica.

Al local se ingresaba directamente por la esquina, cuya puerta estaba protegida por una lona. Las únicas aberturas hacia el exterior eran dos inmensos ventanales que daban cada uno a una calle distinta.

Fue algo particular de este lugar su manera de servir el café con leche, lo hacían en grandes tazones que se llenaban hasta desbordar y cubrir luego el plato que lo sustentaba, se le entregaba al cliente una sola medida de azúcar, no refinada, envasada en una lata; el parroquiano vertía el azúcar en el tazón y recién después, el mozo servía el café con leche hasta el desborde. El servicio se completaba con tostadas cubiertas con manteca y una capa de azúcar. Cerró en el año 1873.

Café de la Comedia

Se inauguró en 1804 y estaba ubicado frente a la iglesia de La Merced, en las calles Merced y San Martín (actuales Reconquista y Tte. Gral. Juan D. Perón). El dueño era un acaudalado comerciante francés llamado Raymond Aignasse quien ofrecía una buena cocina y hasta servicios de “envío a domicilio”.

El 30 de noviembre de 1783, en la intersección de las calles Alsina y Perú, se inauguraba el llamado “Teatro de la Ranchería”, cuyas actividades se vieron interrumpidas en 1792, cuando un incendio destruyó por completo sus instalaciones. La fecha, 30 de noviembre, es hoy el “Día del Teatro Nacional”.

Luego de un largo período sin salas teatrales, al lado del café, Aignasse y el cómico José Speciali, fueron autorizados a construir el “Coliseo Provisional de Buenos Aires”, también llamado “Teatro de la Comedia”. Como director de la orquesta fue designado el músico español Blas Parera, más tarde autor de la música del Himno Nacional Argentino. La primera representación le correspondió a la Compañía Cómica de Luis Ambrosio Morante.

El Teatro de la Comedia fue por mucho tiempo la única sala teatral de la ciudad y concluyó por ser el Teatro Argentino.

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Desde el propio teatro se podía acceder al Salón de Billares del café.

En el Café de la Comedia les fue proporcionada la última cena a los condenados a muerte por el llamado “Motín de las Trenzas” (7 de diciembre de 1811). La misma consistió en gallina hervida, puchero de garbanzos, vino carlón, yerba y cigarros. El café de los desafortunados Patricios fue un regalo del Café de Marco.

Debido al pésimo estado del techo, este café debió ser clausurado y ya no volvió a abrirse.

Café de La Victor ia Comenzó a operar en 1820 en la esquina de las actuales calles Hipólito Yrigoyen y Bolívar. Era lugar de reunión de gente mayor y adinerada que adoraba el lujoso local, que tenía características del siglo XVIII en su decoración y que combinaba con enormes espejos. En La Victoria, el 27 de abril de 1827, se festejó el triunfo de la Armada Nacional en el combate de Los Pozos con un homenaje al almirante Brown. Todos los sucesos políticos que se vivían en la plaza, se discutían a gritos en el café de “La Victoria”. Estaba ubicado en la calle Victoria Nº 121, según consta en la Guía de Comercio de Buenos Aires del año 1879. Por su ambiente aristocrático, los jóvenes con sus discusiones políticas no asistían a La Victoria. Cerró en 1879.

Referencias

(1) Se suele asociar la palabra “tertulia” con Tertuliano de Cartago (Quinto Septimio Florencio Tertuliano), famoso Padre de la Iglesia del siglo III, orador y apologeta con gran dominio de la retórica en su forma de argumentar. A este gran retórico se le llamaba tre Tullius “el que vale tres veces como Tulio (Marco Tulio Cicerón)”, el gran orador romano. En el siglo XVII, se comenzaron a formar círculos de gente culta que se reunía en algún local para leer a Tertuliano y a los grandes retóricos de la antigüedad y, de esta manera, aprender a conversar y argumentar en los salones. De esta forma se puso de moda entre las clases acomodadas las obras de este abogado y erudito, famoso por defender el cristianismo en unos discursos ricos en juegos de palabras. Bajo el reinado de Felipe IV, a las personas que se reunían para comentar a Tertuliano se las denominó así, tertulianos, y a esas reuniones se las conoció como tertulias.

(2) Por entonces billar se escribía se esa manera.

Fuente

Clío Buenos Aires

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Gálvez, Manuel – La Muerte en las Calles – Ed. El Ateneo, Buenos Aires (1949).

Gandía, Enrique – Orígenes desconocidos del 25 de mayo de 1910 – Buenos Aires (1960).

Giusti, Juan Carlos – La vida de nuestro pueblo – Los cafés – Buenos Aires (1982).

Juárez, Francisco N. – Donde se cultivó el espíritu de 1810.

Vidal Buzzi, Fernando – Aquellos buenos viejos tiempos, Buenos Aires (1999).

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05 de Junio

Tratado de Vinará

Monumento emplazado en el lugar donde funcionó la Posta de Vinará

Juan Bautista Bustos, Juan Felipe Ibarra y Martín Miguel de Güemes representaban hacia 1821 un pensamiento acorde. Córdoba y Santiago del Estero contribuirían a la expedición al Perú y por eso, al ser ésta atacada por Bernabé Araoz, Salta iba en ayuda con sus auxilios. Güemes lo había manifestado al Cabildo, poniendo en sus manos “el oficio del Gobernador de Santiago en que se queja de las operaciones del de Tucumán, las que ocasionaba no poder auxiliar con los artículos necesarios que le había ofrecido para facilitar la operación sobre los enemigos del Perú”. El 1º de febrero de 1821, Güemes exponía a los cabildantes “que siendo la de Santiago injustamente invadida, se hallaba en el caso de sostenerla, dirigiendo sus armas contra la agresora”.

En esos días se produjo la acción de Los Palmares, cuya derrota no dio término a los planes agresivos de Araoz. Faltaba concluir con el problema tucumano y aventar para siempre la continua amenaza pendiente. Así lo entendieron Ibarra y Güemes, y el primero, se puso al frente de sus tropas encabezando la marcha hacia Tucumán. Güemes envió una división de sus famosos gauchos al mando del coronel Alejandro Heredia, y el encuentro decisivo se produjo el 3 de abril de 1821, en el lugar llamado Rincón de Marlopa, en Tucumán.

Terrible y fatal desastre. Sólo la impericia de los batallones santiagueños, desorientados por este otro tipo de lucha diferente a sus costumbres montoneras, explica la derrota. No obstante ser tucumano, el mismo Heredia y los gauchos güemistas, minados en su campo por la traición, desconocen el terreno, vacilan en el combate y la victoria favorece al ejército de Araoz, dirigido por el coronel Abraham González.

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En la noche del repliegue, el dolor de la tragedia daría amargo sabor a la retirada santiagueña, y temiendo por su terruño, Ibarra y los suyos acampan en Vinará, cerca de Río Hondo, vigilando la frontera vecina. Desde allí comenzó a negociarse el histórico Tratado interprovincial, suscripto el 5 de junio de 1821. El gobernador Bustos intervenía de nuevo apoyando a Ibarra, en el interés de concretar la organización federal con el Congreso de Córdoba. Santiago era otra vez, imprescindible para realizarlo, y el común principismo de ambos caudillos volvía ahora a ponerse de resalto.

El Tratado de Vinará fue suscripto por el ilustre Pbro. Pedro León Gallo, en representación de Santiago del Estero; don Miguel Araoz de Tucumán, y el Dr. José Antonio Pacheco de Melo de Córdoba, cuyos buenos oficios lo garantizaban. Es cronológicamente el cuarto de nuestros grandes Pactos “preexistentes” y este carácter fundamental le asigna singular trascendencia. Fue otro de los aportes sustanciales a los acuerdos interprovinciales que definen la forma republicana y federal. Los Tratados del Pilar en febrero de 1820, de la Costa de Avalos entre las provincias mesopotámicas en abril, y el de Benegas en noviembre del mismo año, sentaron las bases organizativas de la nacionalidad. Dicha sucesión, vino a continuarse en 1821 con el de Vinará, el primero entre los mediterráneos, que volvió a ratificar el primado político de Ibarra en el interior.

Por este Tratado, se ponía fin a la guerra entre Tucumán y Santiago, y se obligaban las partes, a procurar la organización institucional. Ambas provincias comprometían su concurrencia inmediata al Congreso de Córdoba, y a elegir sus diputados en el término de un mes. Sus puntos se hacían extensivos a Salta y se la invitaba a ratificar el Tratado. Santiago y Tucumán se hacían el deber de ayuda y unión con Salta, y la primera, retenía las conquistas de su autonomía y gobierno propio.

A la par de estos sucesos, se ponía lentamente el sol irradiante de Güemes, el amigo y custodio tutelar de nuestra soberanía nacional y provincial. Roído por la traición, antes de Marlopa, al retornar a Salta encontró con ingratitud la complicidad de los señores urbanos con el invasor realista, cegados de odio a su liderazgo. Sin tiempo a retomar contacto con Ibarra y los santiagueños, murió el 17 de junio de 1821.

En aquellos días daba fin la vida, con iguales trágicos contornos, de otro propulsor del federalismo argentino. Francisco Ramírez caía inmolado a las disputas correligionarias que ensombrecieron su camino. Venía con su partida de últimos fieles por el Norte de Córdoba, a buscar refugio en la comprensión de Ibarra. Santiago se le ofrecía como un

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tránsito seguro hacia el Chaco para volver de ahí a sus lares. Era otro indicio más, de los respetos que inspiraba Ibarra y su gobierno, por encima de las diferencias entre los jefes litorales.

Ramírez envía un mensaje a don Juan Felipe, quien ordena a un contingente de soldados salieran a recibirle y protegerle en los límites con Córdoba. Y comisiona a otro de sus ilustres huéspedes el ponerse al frente e ir a ofrecerle un punto de residencia, si desea incluso, asilarse en la provincia. Ese huésped era el general José María Paz, que también había llegado a vivir en Santiago, seguro de la protección generosa de Ibarra, su ex­compañero del Ejército del Norte. Que se la dio sin retaceos todo el tiempo que quiso quedarse, como antes la ofreciera a su enemigo Araoz, cuando fuera depuesto en Tucumán. Estos hechos, fueron muchas veces callados por la ingratitud política de sus propios beneficiarios.

Paz irá al encuentro de Ramírez “con todas las facultades del gobierno”, aunque a las ocho leguas de la ciudad es informado en Manogasta, por el padre Monterroso, del fin de Ramírez. El caudillo entrerriano fue alcanzado por una partida cordobesa en Río Seco, cerca del límite, el 10 de julio de 1821 y allí le dieron muerte. La amante compañera por quien ofrendara su vida en desigual combate, continuó el empeño inconcluso. Seguida de los sobrevivientes, la Delfina pasó en tránsito por tierra santiagueña dejando la leyenda de su odisea, cual un hálito medioeval trasplantado a las campiñas argentinas por aquel digno exponente de la raza americana.

Y así, mientras este pueblo de Santiago, guardaba en sus fibras íntimas todas aquellas sentidas rememoraciones, el mesurado valor de su jefe federal adquiría señorío y prestigio. En cambio, Buenos Aires, asiento de otro orden político, iba hacia la postergación de los ensueños organizativos, encandilando con sus falsas luces de extranjería. Cuando le llegaron las nuevas del interior, celebraron la tragedia con irreverencia peyorativa. Hermanando la muerte de los dos conductores de Salta y Entre Ríos, “La Gaceta” así la anunciaba en su edición del 19 de julio de 1821: “Acabaron para siempre los dos grandes facinerosos Güemes y Ramírez”. La liquidación de los llamados “caciques” de provincia, puesta para información de sus cultos lectores, coincidía simbólicamente en esa fecha, con otro acontecimiento. Sin duda, tenía mayores trascendencias el que, ese día, el gobernador Rodríguez integrara su gabinete, designando ministro a don Bernardino Rivadavia…….

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Fuente

Alba, Manuel M. – Güemes el Señor Gaucho – Ed. Claridad – Buenos Aires (1946).

Alen Lascano, Luis C. – Juan Felipe Ibarra y el Federalismo del Norte – Buenos Aires (1968).

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Figueroa, Andrés – Los Papeles de Ibarra, Tomo I – Santiago del Estero (1938).

Gargaro, Alfredo – Santiago del Estero 1810­1862 – Acad. Nac. de la Historia – Vol. IX.

López. Vicente Fidel – Historia de la República Argentina – Ed. Sopena – Buenos Aires (1944),

Vázquez, Anibal S. – Caudillos Entrerrianos: Ramírez – 2da edición – Buenos Aires (1937).

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05 de Junio

Margarita Weild

Tumba en la que reposan los restos del general Paz y de Margarita Weild

En la Catedral de Córdoba, hay un mausoleo cuyos detalles nos advierten que allí descansa un guerrero. En vida, este hombre no fue especialmente querido, pero consiguió el respeto de sus iguales y la admiración de sus enemigos; fue un estratega brillante, y sus tácticas se estudiaron, hasta entrado el siglo XX, en las mejores escuelas de guerra de Europa. Fue un convencido federal que detestaba el caudillismo; fue un mentado unitario mientras intentaba federalizar un país donde cada provincia era una república.

Pero lo relevante de esa tumba no está en el hombre que descansa en ella, sino en la mujer que descansa a su lado, pues no se conoce caso igual en la Argentina: que en la tumba de uno de nuestros personajes históricos, y en la Iglesia Matriz, descanse, como en el lecho conyugal, la mujer que fue el amor del héroe, la mujer de la que él fue su único amor.

El era el general José María Paz, el “Manco”; ella, su joven esposa, Margarita Weild, la “incomparable Margarita”.

Durante casi toda su vida, Margarita, aunque pertenecía a un grupo privilegiado de vecinos de Córdoba, tuvo que sufrir la suerte de las mujeres de los perseguidos, los encarcelados y los exiliados.

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Había nacido en 1814 y, quizá por educación, tenía ciertos rasgos de carácter que se atribuyen a la mujer cordobesa: valor, terquedad, dominio de las emociones en público, austeridad.

Su madre fue María del Rosario Paz, y su padre, un médico escocés llamado Andrew Weild. La bautizaron Agustina, pero se la llamó, en recuerdo de su abuela británica, por el muy escocés nombre de Margarita. Su padre murió cuando era muy chica, pero aceptó con cariño al segundo esposo de su madre, Juan José de Elizalde.

Desde niña sintió admiración y un embobado afecto por su tío José María, el que peleó por la independencia, el que peleaba, cuando era ya una jovencita, por constituir el país. El tío buenmozo, serio, poco dado a conversar, pero que en familia era afectuoso, bromista y dedicado.

Creció oyendo hablar de su heroísmo, de aquella vez que casi perdió, por un brazo herido, la vida, que le había sido concedida –pensaba ella– para que mejor pudiera amarlo y cuidar de él. ¡Cuidar de él, siendo tan joven, siendo él mayor, sano, fuerte y valeroso!

“¡Qué pretenciosa la niña!”, dicen que dijo una vez; Margarita se contentó con mirarlo y mostrar una sonrisa de complicidad con el Destino, al que nombraba con mayúscula.

Vivió toda su vida con el Jesús en la boca por él: que si su brazo le daba espasmos; que si las tercianas lo enfebrecían; que si se iba a Brasil, a pelear contra el emperador; que si volvía atravesando un país soliviantado por la guerra civil; que si en Córdoba lo esperaban enemigos encubiertos.

Ella aguardaba con paciencia el momento de entrar en escena. Cuando era muy niña, escuchando detrás de las puertas las noticias dadas en voz baja y nerviosa; ya más grandecita, preguntando tímidamente por él; llegada a la edad de casarse, hablando abiertamente de la preocupación por su suerte. Tagore aún no había nacido y faltaba casi un siglo para que escribiera Gitánjali, pero Margarita sabía que ni el sol ni las estrellas podrían esconderlo de ella para siempre.

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Su historia comenzó cuando parecía que iba a terminar la de él: boleado su caballo en los campos de Calchín, fue a dar en la Aduana de Santa Fe, prisionero de don Estanislao López, caudillo de aquellos pagos.

Durante mucho tiempo, la familia penó sin saber si aún estaba vivo. Luego, su hermano Julián supo de él y poco después su madre y Margarita fueron a verlo. Ella entró primero y, sin poder contenerse, se arrojó en sus brazos, sorprendiéndolo con sus 20 años. El, aturdido, no queriendo divertir a los guardias con sus aflicciones, contuvo el llanto de las mujeres con unas pocas palabras: “Nada de lloros, nada de lloros”, mientras, por dentro, se avergonzaba de que ella lo encontrara desarrapado, con el cabello indómito y la barba crecida. Por el cuarto, jaulas y una horma de zapatero dijeron a las mujeres que mantenía su cordura con el trabajo manual. Había comenzado a bosquejar sus memorias. Al abandonar la Aduana, Margarita dijo a doña Tiburcia – madre de Paz y abuela suya– que iba a casarse con el recluso. Y mientras tramaban el paso, la joven le llevó libros, papel, tinta y velas, las velas que, cuando querían castigarlo, para que no pudiera leer ni escribir, le requisaban. Otras veces, traía un costurero y remendaba su ropa. Su mano afectuosa le recortaba el cabello, lo afeitaba, le preparaba un plato refinado. Cuando lo atacaba la tristeza del cautiverio, le leía en voz alta o entonaba nuevas canciones.

Parece increíble que tanto afecto y sacrificio de parte de estas mujeres, que embellecían la celda con flores silvestres, que mantenían limpio el entorno y resistían en silencio el maltrato o la doblez de los carceleros, no despertara en aquellos hombres un sentimiento de solidaridad humana.

Paz debió enamorarse sin remedio, pero no queriendo involucrarla en su desgracia, se atrincheró en una esquivez helada; ella, cansada de darle vueltas al asunto, le dijo de sopetón que quería casarse. El se exasperó: “¡No sabes lo que dices!”. Y comenzó a enumerar la diferencia de edades, el futuro incierto, la muerte que pendía sobre él. Ella, arrebatada, demolió sus argumentos esgrimiendo su amor, la fortaleza con que enfrentaría cada prueba. Paz se desmoronó: fue una de las escasas debilidades que se le conoció, pues era estoico por carácter y formación.

En secreto, planearon la boda. Un sacerdote de la familia, que solía visitarlo, consiguió las dispensas –eran tío y sobrina– para unirlos. Y el 31 de marzo de 1835, a las dos de la tarde, se casaron, mientras el religioso decía en voz baja las palabras de rigor, para que nadie escuchase la salmodia.

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Los guardias le ordenaron a Margarita que se retirase, pero el doctor Cabrera arguyó el derecho de convivencia y presentó los documentos. Las autoridades, entre sorprendidas, furiosas y admiradas, decidieron dejarlos en paz. Dos días después, comenzaron su vida de casados.

Soportar

Es en prisión donde Paz muestra lo inquebrantable de su carácter: siendo manco, fabricó complicadas jaulas; siendo prisionero, dispuso de su destino; siendo civilizado, mantuvo alto el espíritu, aunque a diario asistiera a torturas y ejecuciones; temiendo, se sobrepuso al miedo cuando le decían con siniestra jocosidad: “Hoy capaz te llevamos al Remanso”. El Remanso, el degolladero. A Margarita le habían dicho que no comiera peces, pues estaban cebados con la carne de las víctimas.

Cuando quedó embarazada, José María le pidió que volviera con su madre, para que el niño naciera en libertad. La respuesta de ella, mientras tendía el camastro, fue cortante: “No tiene importancia dónde nazca. Todo el país es una cárcel”.

Y soportó, sosteniéndose en el recuerdo de los años que había esperado por aquel hombre.

Pero sus inquietudes no tenían fin; antes de que diera a luz, don Juan Manuel de Rosas decidió trasladarlo a Luján. Negarle a Margarita la información de lo que se haría con su esposo fue una crueldad que Estanislao López ejerció sobre ella gratuitamente, pues Rosas había ordenado que se trasladara “al general y su familia” en carretones decentes. Finalmente, doña Tiburcia se enteró del destino de su hijo y partieron a Buenos Aires la anciana endeble y la joven embarazada, en una barcaza donde los tripulantes piadosos tendieron un toldo para resguardarlas.

La desesperación de Paz no fue menor, pues temía que no les permitieran volver a verse. Pasaron meses hasta que supo que su esposa tramitaba el permiso para vivir con él, finalmente concedido. El niño nació poco antes, y viajeros que pasaron por Luján asentaron que veían con asombro pañales flameando en una ventana de la cárcel. Ella cuidaba al niño, almidonaba las camisas de él y pintaba un álbum para los hijos que vendrían; José María ganaba algo como zapatero y se dedicaba a escribir; ambos leían

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los libros que les mandaban y dormían con el frío de un cuchillo invisible en la garganta esas noches en que oían gritar a algún infeliz a quien arrastraban al martirio.

Margarita dio a luz una niña que murió a los pocos meses, postrándola en la melancolía, de la que salió para cuidar al mayorcito, gravemente enfermo. Más adelante tuvieron otra hija, a la que bautizaron Margarita.

En 1839, después de ocho años, el general Paz fue liberado y enviado a Buenos Aires, con “la ciudad por cárcel”. Por primera vez, él y Margarita tuvieron privacidad, pudieron pasear, asistir a reuniones, hacer amistades. A él le devolvieron el sueldo de general y le pagaron lo adeudado.

La revolución de Maza, las matanzas posteriores y el que muchos lo señalaran como único capaz de vencer a Rosas hicieron que el Manco temiera por su vida y huyera hacia la Banda Oriental. Margarita no estaba de acuerdo, y como su historia había despertado simpatías en gente influyente, consiguió un cargo diplomático para su esposo, con la condición de que no tomara las armas contra Rosas. Luego, cruzó el río con sus hijos y se instalaron con Paz en Colonia. El breve período de tranquilidad había acabado, pues José María retomó el oficio de la guerra, enredándose nuevamente en políticas absurdas.

Si alguna vez sintió remordimientos por arrastrarla en su destino, ella podría haberle contestado, parodiando a Tagore: “Entré en tu vida sin que me lo pidieras, y pusiste tu sello de eternidad en los instantes fugaces de la mía”.

Felicidad y desolación

Tuvieron que pasar años de separaciones, angustias, traslados demenciales por la selva y pérdidas constantes, para que, harto de discutir con sus aliados, traicionado, apesadumbrado por la muerte de otro hijo, José María decidiera pasar a Río de Janeiro. Había perdido, tras el ideal, la posibilidad de un cargo, había sido derrotado en política por hombres más hábiles que él en pactos tras bastidores y había sumido en la pobreza a su familia. Margarita esperaba su octavo hijo.

Sin recursos, pusieron una granja, que no daba mucho; sobrevivieron porque ella sacaba fuerzas de flaqueza y preparaba empanadas que él y sus hijos vendían entre los vecinos.

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A pesar de esto, eran felices; vivían en familia y ella no sufría el terror de que lo mataran en batalla, sabiendo que nunca recuperaría su cuerpo. Pero estaba debilitada por los esfuerzos, por los viajes y los sucesivos embarazos. Su madre, Rosario, debió trasladarse para atenderla. El 5 de junio de 1848, a las diez de la noche, varios días después de haber tenido a su último hijo, murió, dejando a su marido desolado.

Sus últimas palabras, conmovedoras, fueron para pedirle que la dejara entregarse a la muerte, que había un más allá y que velaría por ellos. Y viendo el dolor desgarrador de ese hombre al que no se le conocía flaqueza, puso su mano sobre la cabeza de él y empleó su último aliento para repetir: “¡Cuánto te he querido!”

Tenía sólo 33 años. Fue enterrada en tierra extranjera, pero hoy yace en la Catedral de Córdoba, junto a los restos de aquel a quien amó más que a su vida. Años después, en agonía, él la habría llamado con la voz del poeta bengalí: “¿Dónde estás, amor mío? ¿Por qué te escondes en la sombra? Yo no sé el tiempo que hace que te espero, cansado”.

José María Paz: nació en Córdoba, en 1791. Estudió Filosofía y Teología, pero luego de la Revolución de Mayo de 1810 dejó los libros para empuñar las armas en las luchas por la Independencia. Murió en 1854.

Margarita Weild: nació en Córdoba, en 1814, hija de María del Rosario Paz y Andrew Weild, un médico escocés. Se casó con su tío, José María Paz, en 1835. Murió en 1848, a los 33 años.

Fuente

Bajo, Cristina – Grandes pasiones argentinas – Margarita Weild y el general José María Paz: juntos para siempre.

La Nación Revista – 27 de febrero de 2005