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Instrucción Pastoral Sobre la Oración Cristiana “SEÑOR, ENSÉÑANOS A ORARNorberto Card. Rivera Carrera Arzobispo Primado de México 1º de Octubre de 1999 A LOS FIELES DE LA ARQUIDIÓCESIS DE MEXICO Y A TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD El fin de este escrito es presentar algunas reflexiones sobre las características de la auténtica oración cristiana y las actitudes interiores que la acompañan. No pretendo entrar en profundos planteamientos teológicos y juzgar corrientes desviadas que se apartan en este tema de la Revelación cristiana (Sagrada Escritura y genuina tradición) o de la guía del Magisterio, sino considerar las riquezas que contiene la oración de la Iglesia tal y como se ha vivido desde su fundación por Jesucristo hasta nuestros días, y poner al alcance de todos, con motivo de la Misión 2000 de nuestra Arquidiócesis, este maravilloso medio de acercamiento a Dios y de crecimiento espiritual. Por eso, el documento pretende ser muy pastoral y muy cercano. Con el deseo de ayudar a celebrar el Año Jubilar Cristiano y con mi bendición apostólica Norberto Card. Rivera Carrera Arzobispo Primado de México México, D.F., 1° de octubre de 1999 Festividad de Santa Teresita del Niño Jesús Doctora de la Iglesia Católica

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Instrucción Pastoral Sobre la Oración Cristiana

“SEÑOR, ENSÉÑANOS A ORAR”

Norberto Card. Rivera Carrera Arzobispo Primado de México

1º de Octubre de 1999

A LOS FIELES DE LA ARQUIDIÓCESIS DE MEXICO Y A TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD

El fin de este escrito es presentar algunas reflexiones sobre las características de la auténtica oración cristiana y las actitudes interiores que la acompañan. No pretendo entrar en profundos planteamientos teológicos y juzgar corrientes desviadas que se apartan en este tema de la Revelación cristiana (Sagrada Escritura y genuina tradición) o de la guía del Magisterio, sino considerar las riquezas que contiene la oración de la Iglesia tal y como se ha vivido desde su fundación por Jesucristo hasta nuestros días, y poner al alcance de todos, con motivo de la Misión 2000 de nuestra Arquidiócesis, este maravilloso medio de acercamiento a Dios y de crecimiento espiritual. Por eso, el documento pretende ser muy pastoral y muy cercano.

Con el deseo de ayudar a celebrar el Año Jubilar Cristiano y con mi bendición apostólica

Norberto Card. Rivera Carrera Arzobispo Primado de México

México, D.F., 1° de octubre de 1999 Festividad de Santa Teresita del Niño Jesús

Doctora de la Iglesia Católica

INTRODUCCIÓN “Señor, enséñanos a orar” (Lucas 11,1) es la petición que más de una vez le hicieron a Jesús sus discípulos. Ellos veían a su Maestro, su estilo de vida, escuchaban su doctrina, e intuían que todo nacía de la oración, de sus ratos de diálogo con el Padre. Querían emularlo y por eso le piden que les comparta el secreto de su oración. Nosotros, los hijos de Dios de esta Arquidiócesis de México, también le pedimos a Jesucristo que nos enseñe a orar. Lo necesitamos. En este confuso fin de siglo, los católicos tenemos la misión de ser testimonios de la presencia de Dios en el mundo y esto sólo podremos conseguirlo desde una profunda relación de amor con Él. Esa relación íntima y gozosa solo se consigue por la oración y la vida sacramental en las cuales fortalecemos nuestra fe, nuestro amor y nuestra esperanza. Recientemente, hemos visto al Papa Juan Pablo II recorrer las calles de nuestra arquidiócesis y hemos comprendido que su profunda experiencia de Jesucristo, de su amor y de su apoyo seguro, nace también de una sólida vida de oración, de unión con Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica ha dedicado una de sus cuatro partes a reflexionar sobre la oración. El número 17 del Catecismo nos dice que “la última parte del catecismo trata del sentido y la importancia de la oración en la vida de los creyentes”. Allí encontramos un amplio resumen de la doctrina de la Iglesia sobre este tema que siempre ha ocupado un lugar fundamental en la catequesis. Por eso, en las siguientes reflexiones, acudiremos a esta fuente una y otra vez para el cristiano. De hecho, si queremos obtener el mejor fruto en la comprensión de lo que significa la oración cristiana, será muy oportuno volver a leer los números 2558 al 2758 del Catecismo de la Iglesia Católica.

I. ¿QUÉ ES LA ORACIÓN? Esta es una pregunta que se hace hoy mucha gente. En un mundo que camina muy de prisa y que continuamente está reclamando la atención de nuestros sentidos, surgen muchos intentos de volver a encontrarse a sí mismo, de relajarse en medio del vértigo del quehacer diario. A muchos de estos intentos se les denomina “oración” o “meditación”, aunque sólo se contenten con ser métodos de relajación o sistemas para fomentar la reflexión. No son propiamente oración. La oración implica necesariamente un encuentro del hombre con Dios, un Dios que llama hablando a través de la conciencia, de la Sagrada Escritura, de la Tradición de la Iglesia o del Magisterio, y un ser humano que responde con su afectividad, sus emociones, su inteligencia y, sobre todo, con su libre voluntad. Orar es llamar y responder. Es llamar a Dios y es responder a sus invitaciones. Es un diálogo con el Amor, con el Ser que por amor ha creado todo y que por amor nos ha redimido y nos ha hecho sus hijos abriéndonos las puertas de la vida eterna en su compañía. Como decía Santa Teresa de Jesús, orar es “tratar de amor con quien sabemos que nos ama” (Libro de la Vida, Cap. 8). La oración es un encuentro real con Dios que se hace presente en el hombre por la acción del Espíritu Santo, una acción oculta, muchas veces callada, pero siempre eficaz y transformante, cuando se la acoge con generosidad y se responde a ella.

El Espíritu Santo es el gran protagonista de nuestra oración. Sin Él no podríamos orar: El espíritu Santo es el don que viene al corazón del hombre junto con la oración. En ella se manifiesta ante todo y sobre todo como el don que “viene en auxilio de nuestra debilidad”. Es el rico pensamiento desarrollado por San Pablo en la Carta a los Romanos cuando escribe: “Nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene: más el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables”. Por consiguiente, el Espíritu Santo no sólo hace que oremos, sino que nos guía “interiormente” en la oración supliendo nuestra insuficiencia y remediando nuestra incapacidad de orar. Está presente en nuestra oración y le da una dimensión divina. De esta manera, “el que escruta los corazones conoce cual es la aspiración del Espíritu y que su intercesión a favor de los santos llega a ser la expresión cada vez más madura del hombre nuevo, que por medio de ella participa de la vida divina (Juan Pablo II, Carta Encíclica Dominum et Vivificantem 65). La oración es dialogar con Dios, hablar con él con la misma naturalidad y sencillez con la que hablamos con un amigo de absoluta confianza. En palabras de Santa Teresa del Niño Jesús, “es un impulso del corazón una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría” (Manuscritos Autobiográficos C 25r). “La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes” (San Juan Damasceno, De fide Orthodoxa 3,24) (Catecismo de la Iglesia Católica 2558-2559). Es una relación personal entre el ser humano y su Creador. Es encuentro y comunicación con Dios. La oración es fe en acto. La fe sostiene la oración, la pone en marcha, se ejercita en ella. La oración no lleva a un vacío mental o a una iluminación interior que prescinde de la revelación acogida por la fe. Tampoco depende de técnicas que nos llevan a conseguir efectos especiales. Las gracias místicas (de unión con Dios) son dones gratuitos de Dios que se piden con fe y amor. Orar es ponerse en la presencia de Dios que, por amor, se ha revelado libremente, nos ha invitado a conversar con Él y nos ofrece su comunión, cierta y soñada, don y no simple conquista. La verdadera unión con Dios está ya garantizada por la comunión sacramental de Dios con nosotros en Cristo mediante el Bautismo y la Eucaristía. Estoy es muy distinto de la ilusión de fusión o absorción del yo humano en el Yo divino (Cf. Congregación para la doctrina de la fe, Carta Orantionis formas, 14-XII-1989,14). La oración no es cuestión de ejercicios físicos. Algunos ejercicios físicos producen automáticamente sensaciones de quietud o de distensión, sentimientos gratificantes y, quizá, hasta fenómenos de luz y de calor similares a un bienestar espiritual. Confundirlos con auténticas consolaciones del Espíritu seria un modo totalmente erróneo de concebir el camino espiritual. Atribuirles significados simbólicos típicos de la experiencia mística, cuando la actitud moral del interesado no se corresponde con ella, representaría una especie de esquizofrenia mental que puede conducir incluso a disturbios psíquicos y, en ocasiones, a aberraciones morales (Congregación para la doctrina de la fe, Carta Orationis formas 28). La verdadera oración es búsqueda de Dios, Él es el único premio buscado, el único efecto querido. El verdadero contemplativo que ha aprendido a orar en la escuela de Cristo y de

la Iglesia, no busca consolaciones subjetivas sino responder al amor con amor, a la presencia de Dios con la fidelidad, siempre apasionadamente atraído por la verdad, por la bondad y la belleza de su Señor único motivo de su búsqueda y única posible recompensa de todo encuentro (Congregación para la doctrina de la fe, Carta Orationis formas 30-31). La Oración cristiana puede presentar muchas formas distintas: oración mental, vocal, contemplativa, discursiva, coral, litúrgica, pero siempre supone un diálogo con Dios Uno y Trino, con un Dios personal que nos ama, nos escucha y nos habla a través de inspiraciones, mociones, luces interiores, resoluciones de la conciencia moral, etc. Si no hay diálogo con Dios, no es oración. Si no hay fruto de conversión al amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos, no es oración. Si no hay unión con la vid, que es Jesucristo (CF Juan 15, 1-8), no es oración. Si no hay una intervención de toda la persona, con sus afectos, su inteligencia, su libre voluntad, no es oración. Si no hay humildad, no es oración Y sin esfuerzo, no hay oración. La Oración no se reduce al brote espontáneo de un impulso interior: para orar es necesario querer orar. No basta sólo con saber lo que las Escrituras revelan sobre la oración: es necesario también aprender a orar. Pues bien, por una transmisión viva (la sagrada Tradición), el Espíritu Santo, en la “Iglesia creyente y orante” (Concilio Vaticano II, Dei Verbum 8), enseña a orar a los Dios (Catecismo de la Iglesia Católica 2650).

II. LOS EVANGELIOS NOS HABLAN DE LA ORACIÓN Una y otra vez, los evangelios nos refieren que Jesucristo frecuentemente (Marcos 1, 35; 14,35; Lucas 3, 21; 6, 12; 22,44). También la Iglesia, desde sus inicios, hizo de la oración una actividad central en su vida (Hechos 1, 14; 4, 31). Se convirtió en la primera obligación de los apóstoles junto al ministerio de la palabra (Hechos 6, 4). En ella encontraban consuelo cuando sufrían los efectos de la persecución (Hechos 16,25). La veían como signo de auténtica caridad (Romanos 12, 12) y de vigilancia (Efesios 6,18). La oración santifica a la Iglesia (1 Timoteo 4,5). Tiene un poder sobrenatural (Santiago 5, 15). Los apóstoles dejaron a la Iglesia una clara y profunda convicción: Dios siempre escucha la oración de los justos (1 Pedro 3, 12). En el Evangelio encontramos múltiples referencias a las características de la verdadera oración. Forman parte de una catequesis que Jesucristo desarrolló con sus discípulos a través de la cual buscaba acercarlos al conocimiento y amor del Padre. De entre todas ellas vamos a entresacar algunas para reflexionar juntos acerca de las enseñanzas que Jesucristo nos deja sobre cómo debe ser la oración del cristiano. 1. La oración se dirige a Dios y no necesita de muchas palabras.

Cuando oréis, no seáis, como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres: en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve

en lo secreto, te recompensará. Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo (Mateo 6, 5-8).

Este texto de Mateo que precede a la enseñanza del Padrenuestro, nos brinda varios criterios fundamentales para orientar nuestra oración. Nos dice, en primer lugar, que la oración se dirige exclusivamente a Dios, que no es para que la vean los hombres. La oración requiere de esta intención de buscar a Dios, de ir a ella con la disposición de entrar en contacto con Él, de encontrarlo. Cuando la oración no se dirige a Dios, no es propiamente oración. Se convierte en un monólogo que, en lugar de hacernos crecer en el amor, nos cierra en el egoísmo y en la auto-complacencia. Cuando dejamos de mirar a Dios, nos centramos en nuestros problemas que se agigantan ante nuestros ojos y parecen apropiarse por completo de nosotros. Nos pasa como a Pedro cuando quiso seguir a su Maestro caminando sobre las aguas (Mateo 14, 25-33): Y a la cuarta vigilia de la noche vino Él hacía ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, viéndolo caminar sobre el mar, se turbaron y decían: “Es un fantasma”, y de miedo se pudieron a gritar: Pero al instante les habló Jesús diciendo: “¡Ánimo!, que soy yo; no teman”. Pedro les respondió: “Señor, si eres tú, mándame ir a donde ti sobre las aguas”. “¡Ven!”, le dijo. Bajo Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús. Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: “¡Señor, sálvame!” Al punto Jesús, tendiendo la mano, lo agarró y le dice: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” Subieron a la barca y amainó el viento. Y los que estaban en la barca se postraron ante él diciendo: “Verdaderamente eres Hijo de Dios”. Jesucristo nos sigue repitiendo en la oración ese “¡Ánimo!, soy yo, no temas” que dirigió a sus discípulos. Eso nos infunde confianza y seguridad. Muchas veces, si es Él quien nos responde, nos lo haga saber con algo que nos beneficie. Y Dios nos lo da y nos da mucho más. Los problemas de Pedro comienzan cuando deja de mirar a Cristo y se comienza a preocupar más de las dificultades. Entonces le entra miedo, un miedo que contradice ese “no teman” que les había dicho Jesucristo. Pedro se fijó más en sí mismo que en Jesús, valoró más las dificultades que lo rodeaban que el poder de Dios. Le faltó la fe y dudó de Dios, y eso le llevó a dudar de sí mismo y de su futuro. Es, en el fondo, lo que le pasa al hombre de hoy. Orar es poner la atención en Dios, en su poder infinito para transformarlo todo, hasta lo más negativo. Es fijarse en Él, es mirarlo a Él. Además, la oración no necesita de mucha palabrería, no hace falta. Dios sabe lo que necesitamos antes de que se lo digamos, hasta nuestras necesidades materiales no pasan desapercibidas a su amor de Padre (Cf. Mateo 6, 25-34). Por eso, en la relación con Dios basta decir lo que se siente, lo que se quiere pedir, con sencillez, con fe, con humildad. No hay que olvidar que el Espíritu Santo nos ayuda en la oración (Cf. Romano 8, 26). Nos escucha desde dentro, intercede por nosotros. Por eso, aunque exige esfuerzo, no es difícil orar; es simplemente dialogar con Dios que nos ama infinitamente.

2. La oración insistente

Si uno de vosotros tiene un amigo y, acudiendo a él a medianoche, le dice: ¡Amigo, préstame tres panes, porque ha llegado de viaje a mi casa un amigo mío y no tengo qué ofrecerle”, y aquél, desde dentro, le responde: “No me molestes; la puerta ya está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos”, os aseguro, que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos se levantará por su importunidad, y le dará cuanto necesite... Pedid y se os dará: buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla: y al que llama, se le abrirá. ¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o, si pide un huevo, le da un escorpión? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas a vuestros hijos, ¡cuántos más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan (Lucas 11, 5-13).

Después de la enseñanza del Padrenuestro (Lucas 11, 2-4), San Lucas coloca este texto que tiene una gran importancia porque nos enseña a tener perseverancia y confianza en la oración: perseverancia para alcanzar lo que pedimos y confianza porque la oración nos pone en contacto con el Padre del Cielo que sólo da cosas buenas a sus hijos. A la hora de comenzar a rezar es muy conveniente detenerse a pensar qué estoy haciendo, con quién estoy hablando. Esto dará un tono muy distinto a nuestra oración. Se trata de hacer silencio, pero también de tomar conciencia de que toda oración es un diálogo con un Padre que nos ama infinitamente, que se entrega generosamente a nosotros, que nos ha dado todo lo que somos y tenemos. Esto nos lleva a darnos cuenta de que Dios no nos va a dar nada malo; nos hace pensar que todo lo que viene de Él es para nuestro bien. En este momento, con esa idea clara, ya podemos comenzar a rezar, a pedirle por nuestras necesidades, a agradecerle lo que hemos recibido a Él, a pedir perdón por nuestras culpas y pecados, a alabarle. Este simple ejercicio de reflexión previa antes de la oración caldea nuestro corazón y lo sitúa en la verdadera dimensión del amor a Dios y de la confianza en Dios Padre, que deben reinar en todo acto de oración. Las distracciones en la oración nos puede llevar a abandonar esta insistencia, especialmente cuando intentamos combatirlas directamente enfrentándonos a ellas. Nos preocupa no tener nuestra atención puesta sólo en Dios y ver de forma casi impotente como nuestros pensamientos y nuestra imaginación vagan de una parte a otra. Corremos el riesgo de abandonarlo todo y pensar que es imposible tener esa relación con Dios. En estos momentos, lo mejor es simplemente renovar el deseo de hacer oración, actuar de nuevo la convicción de que queremos hablar con Dios. Las distracciones ya pasaron, no hay que volver a ellas, ni lamentarse; simplemente hay que renovar la intención y el esfuerzo de querer orar, con mucha paciencia, sin enfurecimientos que provienen del orgullo. Si vuelven las distracciones a venir las distracciones, volvemos a renovar nuestro deseo de buscar a Dios. Las distracciones nos sirven para darnos cuenta de que necesitamos a Dios y de que nos falta mucho para establecer una unión completa con Él. El mejor antídoto contra ellas es renovar nuestros deseos de buscar a Dios y meter todas nuestras potencias

en la oración, desde la imaginación hasta el último sentimiento que turba nuestro corazón, todos tienen un lugar en la relación con Dios. 3. La paciencia de la fe: la oración perseverante.

Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: “¡Hazme justicia contra mi adversario!” Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: “Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme”... Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra? (Lucas 18, 1-8).

Esta última pregunta de Jesucristo toca el corazón de cata católico, de cada bautizado: “cuando el Hijo del hombre venga, ¡encontrará fe sobre la tierra?”. Dios es un juez justo que hará justicia aunque, como dice el texto evangélico, nos hace esperar. Pero, cuando haga justicia, ¿quedará algo de fe en nosotros? La fe es un don que recibimos de Dios, que no podemos alcanzar por nosotros mismos. Por eso tenemos que pedírsela y fortalecerla en la oración. Pero la fe es un don de Dios que podemos perder si no lo cultivamos o si lo ponemos en peligro. El fundamento de la fe es muy sencillo. Nos o explica muy bien el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 156: “El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas que aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos. Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación. Los milagros de Jesucristo y de los santos, las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad son signos ciertos de la revelación, adaptados a la inteligencia de todos, motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es un modo alguno un movimiento ciego del espíritu”. Creemos en Dios por ser infinitamente inteligente no puede equivocarse en lo que nos ha enseñado: por ser infinitamente bueno no va a engañarnos en nada de lo que nos ha revelado. Esa inteligencia y esa bondad de Dios que son el fundamento de nuestra fe, se descubren en la oración, en el contacto íntimo con Él.

4. La necesidad humilde de corazón.

Dos hombres subieron al templo a orar: uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias”. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al

cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!”. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado (Lucas 18, 9-14).

La soberbia aleja al hombre de Dios y de los demás. Lo encierra en sí mismo y le impide toda relación con el Señor, simplemente porque el soberbio se cree autosuficiente. Por eso es imposible ser soberbio y tener auténtica vida de oración. No hay combinación posible como se puede mezclar el agua y el aceite. Sin embargo, la humildad nos cerca de Dios: para enamorarse Dios del alma, no pone los ojos en su grandeza, más en la grandeza de su humildad (S. Juan de la Cruz, Avisos espirituales, Puntos de amor reunidos en Beas 24). La primera actitud necesaria para la oración es la humildad profunda: sentirse dependiente de Dios, saberse suya, tener clara conciencia de que sin Dios no es nada y, por ello, experimentar la necesidad de Dios (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica 2559). La oración nace de esta necesidad de Dios descubierta y vivida. Oramos porque somos conscientes de nuestra propia debilidad como hombres solos y de la grandeza que podemos descubrir en Dios. En la oración, el hombre se encuentra con lo más profundo de sí mismo, con su inmensa debilidad, pero al mismo tiempo, se encuentra también con la solución a esa debilidad: Dios, su Creador y Redentor. Orar es enriquecerse partiendo de la propia pobreza y abrirse a la riqueza de Dios. Orar es dejar la seguridad en sí mismo para ponerla en Dios. En la oración, nuestra conciencia moral (Cf. catecismo de la Iglesia Católica 1776-1802) se mide con Dios; busca responder al amor de Dios. La oración descubre el amor de Dios y su maravillosa perfección y, junto a él, nuestra pobreza, muchas veces deficiente en la respuesta y siempre insuficiente. El error de la oración del fariseo es que él no se mide con Dios, sino con los demás. Además, se fijan en las cosas externas que hace (“ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias”) y no en la intención, en la profundidad de su amor. Su oración no es sino un acto de contabilidad superficial que no penetra en el fondo del corazón. Le falta introspección. No hace el mal, pero tampoco hace el bien. Esto se da mucho en nuestro mundo de hoy. Hay muchas sectas en los que sus miembros se consideran salvados simplemente por no romper una serie de normas externas, pero no hay espacio para la entrega generosa del amor. No hay que romper las reglas externas, mucho menos la Ley de Dios, pero no lo olvidemos: al final de nuestra vida se nos juzgará por el amor que hayamos tenido a Dios y los demás o, dicho con palabras de San Juan de la Cruz, “A la tarde te examinarán en el amor; aprende a amar como Dios quiere ser amado y deja tu condición” (San Juan de la Cruz, avisos Espirituales, Dichos de luz y amor, 60). El amor nos lleva a cumplir los mandatos de dios (C.f. Juan 14, 15; 14, 21; 14, 23; 15, 14) y da sentido a la vida del ser humano. La oración nace del corazón (en hebreo, el corazón se designaba con la palabra “leb” y significaba lo más profundo del hombre). “¿De dónde viene la oración del hombre? Cualquiera que sea el lenguaje de la oración (gestos y palabras), el que ora es todo el hombre. Sin embargo, para designar el lugar de donde brota la oración, las Sagradas Escrituras hablan a veces del alma o del espíritu, y con más frecuencia del corazón (más de

mil veces). Es el corazón el que ora. Si ésta está alejado de Dios, la expresión de la oración es vana. El corazón es la morada donde yo estoy, o donde yo habito (según la expresión semítica o bíblica: donde yo “me adentro”). Es nuestro centro escondido, inaprensible, ni por nuestra razón ni por la de nadie; sólo el Espíritu de Dios puede sondearlo y conocerlo. Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la muerte. Es el lugar del encuentro, ya que a imagen de Dios, vivimos en relación: es el lugar de la Alianza” (Catecismo de la Iglesia Católica 2562 y 2563). 5. La omnipotencia de la oración (Marcos 9, 28,29).

Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron en privado: “¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?” Él le contestó: “Esta clase de demonios no puede ser expulsada sino con la oración”.

San Marcos, en su evangelio, se refiere muchas veces a la omnipotencia de la oración. En Marcos 7,24-30 o Mateo 15, 22-28, nos encontramos ante un episodio de una mujer que pasa por una experiencia muy similar a la de muchos hombres de nuestra sociedad actual. Se encuentra desalentada por un mal que afecta a su hija y se da cuenta de que no está en su mano solucionarlo. En estas situaciones nos puede vencer el desánimo, la desilusión e incluso puede ser que nos sintamos incomprendidos por los demás que no comparten nuestra pena. A veces podemos llegar a sentir que no le importamos a nadie, ni siquiera a Dios, que parece que ya no vela por nuestra surte. Sin embargo, la mujer del evangelio parte de la convicción de que sólo Jesucristo puede dar solución al mal que afecta a su hija. Sabe que ella es importante para Dios. Por eso acude a Él. Sin embargo, Jesucristo no responde de inmediato. Se da su tiempo, incluso prueba la fe de la mujer, pero ella sigue pidiéndole lo que sólo Él le puede dar. Al final, cura a la hija de esta mujer que aparece denominada en el Evangelio como “la siro-fenicia” o “la cananea”. El Papa Juan Pablo II comenta el hecho admirando las actitudes anteriores de la mujer que arranca de Jesucristo la gracia de la curación de su hija: “...vemos a la mujer cananea una figura que mereció por parte de Cristo unas palabras de especial aprecio por su fe, su humildad y por aquella grandeza de espíritu de la que es capaz sólo el corazón de una madre: “Mujer, grande es tu fe; que suceda como deseas” (Mateo 15, 28). La mujer cananea suplicaba la curación de su hija” (Juan Pablo II, Casta apostólica Mulieris Dignitatem 4, 13). Efectivamente, la fe, la humildad y la grandeza de espíritu de aquella mujer “tocan” el corazón de Dios. La historia de la Iglesia está llena de imposible conseguidos por la oración. Desde la resurrección de Lázaro pasando por la conversión de San Agustín lograda con las oraciones de su madre, hasta los últimos milagros que siguen manifestando la presencia de Dios en la Iglesia. Todos son actos de Dios que parten de la oración humana. Son experiencias que nos hablan del gigantesco poder de la oración cuando se basa en una fe sólida, firme, perseverante, impulsada por el amor. Lo que no se puede alcanzar con medios humanos, nos lo alcanza Dios con la oración.

6. La seguridad y la confianza son la base de la oración (Mateo 21, 22 y Marcos, 11, 23-24).

“Todo lo que pidan con fe en la oración, la obtendrán”. “Les aseguro que si alguien le dice a esta montaña: «Quítate de ahí y arrójate al mar», si lo hace sin dudar y creyendo que va a suceder lo que dice, lo obtendrá. Por eso les digo: todo lo que pidan en su oración, lo obtendrán si tienen fe en que van a recibirlo”.

Buscar a Dios puede resultar muy fatigoso para el ser humano que tiene que echar mano constantemente de su fe y encauzar todas sus potencias en la tarea de encontrar a alguien que no ve, pero sabe que está ahí. Por eso la oración se sostiene de la fe. Por ella lucha contra las dificultades, contra las distracciones, contra la pereza espiritual. La fe nos ofrece la seguridad de que lo que pedimos ya está conseguido, de que Dios no nos va a fallar. Esta seguridad alimenta nuestro amor y transforma nuestra vida. El activismo nace de la falta de seguridad en la oración, confiamos más en nuestras propias capacidades, en nuestro propio esfuerzo, para conseguir lo que buscamos, para conseguir la santidad; o simplemente dedicamos nuestros esfuerzos a conseguir otras metas pediendo el interés por aquello que solo Dios puede darnos. Nos importa más otras cosas que Dios. La oración requiere de esta seguridad inicial en que Dios se nos va a dar en la oración y en que eso es lo que más nos interesa. La oración nos lleva al conocimiento íntimo de Dios cuando partimos con la seguridad y la firme decisión de encontrarlo. Dios se da en la oración, pero muchas veces, el ser humano sigue haciendo verdad aquella frase del prólogo del evangelio de San Juan: “Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron” (Juan 1, 11). El esfuerzo de la oración debe estar animado de una certeza: Dios se nos da en ella. La oración nos lleva al amor de Dios y a dejar todo aquello que le ofende. Nos fortalece en la decisión de amar a Dios sobre todas las cosas, de construir su imagen en nosotros (Mateo 5, 48). 7. La oración, siempre precedida del perdón.

“Y cuando os pongáis de pie para orar, perdonan, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone vuestras ofensas” (Marcos 11,25).

La oración nace del amor y acrecienta el amor. Requiere desenvolverse siempre en un clima de amor: amor que busca al Amado y sale fortalecido en ese amor. Orar es amar porque implica un deseo de Dios. Pero para que este amor a Dios sea auténtico, requiere de una purificación de nuestras rencillas y malquerencias, también de aquellas que tenemos hacia nuestros semejantes pues no hay que olvidar aquella palabra de Jesús: “En verdad os digo que cuando hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mi me lo hicisteis” (Mateo 24,40). El perdón nos acerca a Dios y nos coloca en las mejores disposiciones para rezar, en la sintonía del amor de Dios. Por otro lado, antes de orar conviene eliminar todos los rencores acumulados que turban la paz tan necesaria para la

oración. Es el momento de perdonar y disculpar, como Jesucristo hizo desde la cruz (Lucas 23, 24), sin duda la mejor preparación para adentrarse en el diálogo con Dios. Sólo así nuestra alma puede gozar de la necesaria libertad de espíritu para entrar en contacto con su Creador y Salvador. Cuando entramos en la presencia de Dios a través de la oración, puede asaltarnos una fuerte conciencia de la indignidad personal, como le sucedió a San Pedro al sentirse en presencia de Jesucristo (Lucas 5, 8). Esto nos lleva a pedir perdón a Dios por todos los fallos a su amor y a tomar la decisión de buscar siempre su voluntad por encima de todo. Esto también nos hace más sensibles a las ofensas al amor que hemos tenido con nuestros hermanos. Nos impulsa a darles más de nosotros mismos, a darnos con más generosidad en el servicio del prójimo. Por ello, el perdón es al mismo tiempo condición y fruto de la oración sincera. 8. La oración en el templo (Mateo 21,13; Marcos 11, 17; Lucas 19, 46) y la oración

comunitaria (Mateo 18,20). En varias ocasiones a lo largo del Evangelio, Jesucristo denomina al templo “casa de oración”. Hoy, muchas veces, oímos hablar de que el templo es lugar de reunión donde se junta la asamblea se junta para orar. El templo es, ante todo, lugar de encuentro con Dios. Después, ese encuentro con Dios se hace encuentro con los hermanos que comparten la misma fe. Pero la principal actividad que se realiza en el templo es la oración. La casa de Dios es casa de oración. Al mismo tiempo, el Evangelio resalta el valor de la oración comunitaria. Aparece siempre considerada con un valor especial. Incluso, el Padrenuestro que enseña Jesús (Cf. Mateo 6, 9-13; Lucas 11, 2-4) usa la forma “nosotros” y, por ello, aunque se rece en solitario, siempre toma esta forma colectiva de oración de toda la Iglesia. La oración más individual es siempre un acto de toda la Iglesia que está presente en el cristiano que reza y vive su fe y su amor. 9. Orar, mandato de Jesucristo (Mateo 26, 41; Marcos 14,38; Lucas 22-46). Jesucristo ordena a sus discípulos que recen. No es una simple recomendación, sino un mandamiento fuerte. Jesucristo les advierte que si no rezan, caerán en la tentación. Jesucristo conoce la debilidad del hombre para el amor a Dios y al prójimo. Sabe cómo fácilmente se deja vencer su egoísmo, por su indiferencia ante las necesidades de los demás, por su altanería, por su ansia desmedida de placer, por su deseo de poseer y dominar, por su ira y su rencor, por su pereza, y por ello necesita fortalecerse en la oración para vivir asido a Dios, tomando de la mano. Por eso, la Iglesia ha recomendado siempre la oración, como San Pablo la aconsejaba a sus discípulos (Cf. Tesalonicenses 5, 17; Filipenses 4, 6). La explicación que nos ofrece el Catecismo de la Iglesia Católica sobre este punto es muy clara:

“Orad constantemente” (1 Tesalonicenses 5, 17), “dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo” (Efesios 5, 20), “siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos” (Efesios 6, 18). “No nos ha sido prescrito trabajar, vigilar y ayunar constantemente; pero sí tenemos una ley que nos manda orar sin cesar” (Evagrio, Capita Practica Ad Anatolium 49). Este ardor incansable no puede venir más que del amor. Contra nuestra inercia y nuestra pereza, el combate de la oración es el del amor humilde, confiado y perseverante. Este amor abre nuestros corazones a tres evidencias de fe, luminosas y vivificantes:

- Orar es siempre posible: El tiempo del cristianismo es el de Cristo

resucitado que está “con nosotros, todos los días” (Mateo 25,20), cualesquiera que sean las tempestades (Cf. Lucas 8, 24). Nuestro tiempo está en las manos de Dios: “Es posible, incluso en el mercado o en un paseo solitario, hacer una frecuente y fervorosa oración. Sentados en vuestra tienda, comprando o vendiendo, o incluso haciendo la cocina” (San Juan Crisóstomo, Eclogae ex diversis homiliis 2).

- Orar es una necesidad vital: si no nos dejamos llevar por el Espíritu

caemos en la esclavitud del pecado (Cf. Gálatas 5, 16-25). ¿Cómo puede el Espíritu Santo ser “vida nuestra”, si nuestro corazón está lejos de él? “Nada vale como la oración: hace posible lo que es imposible, fácil lo que es difícil. Es imposible que el hombre que ora pueda pecar (San Juan Crisóstomo, Sermones de Anna 4,5). “Quien ora se salva ciertamente, quien no hora se condena ciertamente” (San Alfonso María de Ligorio, Del gran medio de la Oración).

- Oración y vida cristiana son inseparables porque se trata del mismo

amor y de la misma renuncia que procede del amor. La misma renuncia que procede del amor. La misma conformidad filial y amorosa al designio de amor del Padre. La misma unión transformante en el Espíritu Santo que nos conforma cada vez más con Cristo Jesús. El mismo amor a todos los hombres, ese amor con el cual Jesús nos ha amado. “Todo lo que pidáis al Padre en mi Nombre os lo concederá. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros” (Juan 15, 16-17). “Ora continuamente el que une la oración a las obras y las obras a la oración. Sólo así podemos encontrar realizable el principio de la oración continua” (Orígenes, De oratione 12) (Catecismo de la Iglesia Católica 2742-2745).

III. LA ORACIÓN DE JESUCRISTO Jesucristo fue modelo de oración para sus discípulos y todavía sigue siéndolo para nosotros, sus seguidores. Hay muchos rasgos en la oración de Jesucristo, tal y como nos la presentan las Sagradas Escrituras, que resultan fundamentales a la hora de comprender la esencia más profunda de la oración. 1. La oración de Jesucristo busca la voluntad de Dios por encima de todo. Esto lo vemos claro en la oración en el huerto de Getsemaní: “Padre, haz que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mateo 26, 39; Marcos 14, 36; Lucas 22, 42). En la oración encontramos a Dios, que nos ofrece su gracias para cumplir lo que nos pide. Dios nunca nos quita las dificultades, pero siempre nos da las gracias y las fuerzas naturales para vencerlas. Cumplir la voluntad de Dios puede entrañar dificultades a distintos niveles: nos cuesta entender que lo que se nos pide es lo mejor para nosotros, nuestro camino de felicidad, nos cuesta vivirlo con plenitud, somos reacios a la entrega. En la oración quizás nos entenderemos todo lo que Dios nos pide, pero aprenderemos a amarlo viéndolo venido del Ser que más nos ha amado. La oración nos lleva a confiar en Dios, a acercarnos a Él con la seguridad de que saldremos enriquecidos, a entregarnos con generosidad a su voluntad sabiendo que Dios nos marca el camino de nuestra felicidad. La oración de Jesús ante los acontecimientos de salvación que el Padre le pide que cumpla es una entrega, humilde y confiada, de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica 2600 y 2603). 2. Es una oración que pide fuerzas ante las dificultades. Ya lo hemos visto en el caso anterior, con la oración de Jesús en Getsemaní, pero también se ve, por ejemplo, cuando se retira cuarenta días al desierto (Marcos 1, 12-13; Mateo 4, 1-11; Lucas 4, 1-13) antes de comenzar su misión apostólica. Jesucristo se fortalece en la oración. Nosotros también salimos de ella motivados, sustentados en la gracia de Dios, más movidos por el amor que por nuestro propio egoísmo. La Madre Teresa de Calcuta repitió más de una vez que la oración hace transparente el corazón para el amor. Así es: en efecto, la oración prepara al corazón para la entrega que exige el verdadero corazón para la entrega que exige el verdadero amor. La oración nos da fuerza para vivir el plan de Dios sobre nuestras vidas: “Padre, ha llegado la hora; glorificara a tu Hijo, para que Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado” (Juan, 17, 1-2). La oración es la base de la actividad apostólica de Jesús. Desde ella y por ella puede realizar su misión de salvación para los hombres. Desde ese diálogo con Dios, Jesucristo nos entrega la vida eterna.

3. Es una oración de intercesión por los hombres y, especialmente, por los apóstoles. En el Evangelio encontramos muchos pasajes que nos presentan esta actitud de Jesucristo: Lucas 23, 34; Juan 17, 9-26. Jesús le pide al Padre que perdone a sus hijos, que los guarde del mal, que sean uno, etc. Jesucristo reza por todos los hombres, los de su tiempo y los que habría de venir en las futuras generaciones. El Papa Juan Pablo II vive también así su oración, la hace intercesión por las necesidades de los hombres, sus hermanos. El 28 de

octubre de 1995, en la celebración del trigésimo aniversario del Decreto Conciliar Presbyterorum Ordinis, del Concilio Vaticano II, sobre el sacerdocio, el Papa Juan Pablo II pronunció un discurso en el que dijo: “pienso en el gran número de peticiones, de intenciones de oración, que nos presentan constantemente varias personas. Yo tomo nota de las intenciones que me son indicadas por personas de todo el mundo y las conserva en mi capilla, en mi reclinatorio, para que estén presentes en todo momento en mi conciencia, aun cuando no puedan ser literalmente repetidas cada día. Permaneced allí y se puede decir que el Señor Jesús las conoce, porque se encuentran entre los apuntes en el reclinatorio y también en mi corazón”. La oración que hacemos por los demás es como la sangre que recorre y vivifica a la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo. 4. Es una oración de acción de gracias. Así lo vemos en Juan 11, 41-42; “Padre, te doy gracias por hacerme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que me crean que tú me has enviado”. Jesucristo pronuncia esta oración antes de resucitar a Lázaro. Es tal su confianza en el poder y en el amor de Dios que sabe que antes de que Él exponga su petición, el Padre ya se la ha concedido. La acción de gracias es un deber de justicia por el que reconocemos todo lo que Dios nos ha dado y, al mismo tiempo, esta acción de gracias nos lleva a confiar más en Dios. Jesucristo repite esta oración varias veces en el Evangelio (Mateo 11, 25; Lucas 10, 21; etc.). San Pablo, fiel apóstol de Jesucristo, refleja muy bien esta actitud en todas sus epístolas (Cf. Romanos 1, 12; II Timoteo 1, 3; Filemón 1, 4). La gratitud es una de las virtudes más nobles, más amadas por Dios (Cf. Lucas 17, 12-18), pues para ser agradecidos hace falta ser humildes y sencillos. El soberbio cree que todo se lo debe, y por eso nunca sabe abajarse para dar gracias sinceramente ante un favor, ni delante de Dios, ni de los hombres.

IV. LA ORACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARIA María Santísima, nuestra Madre del Cielo, nos da una gran enseñanza de lo que debe ser la auténtica oración, llena de piedad y de amor, que guarda y medita todo en su corazón (Lucas 2, 19). Para descubrir las actitudes interiores que alimentan la oración de la Santísima Virgen, podemos fijarnos en el himno del Magnificat:

Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo, disperso a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada. Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como había anunciado a nuestros padres, a favor de Abraham y de su linaje por los siglos (Lucas 1, 46-55).

Esta oración refleja un conjunto de actitudes interiores en las que descubrimos la radiografía de un alma que busca a Dios y lo encuentra en un diálogo directo a través de la oración. Son actitudes que hacen posible y auténtica la oración. 1. Engrandece mi alma al Señor. Engrandece o, como traducen otros textos, “glorifica”. La oración de María se dirige a glorificar a Dios, a darle gloria, por eso comienza con un acto de adoración. Realmente, Dios no necesita que lo glorifiquemos que le demos gloria, ni que lo engrandezcamos, pero la oración no puede darse si no parte de un reconocimiento de la gloria y la infinita grandeza de Dios. Una oración que no reconoce la grandeza de Dios y, peor aún, rebaja la identidad de Dios, no es oración. Actualmente, en las librerías religiosas encontramos muchos libros donde se habla de oraciones para la “sanación”, oraciones de perdón, etc., pero comienza a resultar extraño el oír hablar de la oración que simplemente da gloria o alabanza a Dios cuando realmente éste y no otro es el centro de la oración auténtica. Dar gloria a Dios y enamorarse de Él son los dos ejes en los que se debe mover la oración. Buscamos experimentar a Dios, su presencia, para amarlo, imitarlo y seguirlo. 2. Mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador. La oración, si es auténtica, es alegre. Y la alegría es la oración nace del reconocimiento de Dios como el único y verdadero Salvador. La oración de María parte de esta convicción que llena de alegría su vida. Dios es salvador, el que da sentido a la vida, el que colmará la felicidad que el ser humano tanto ansia. Dios es promesa de vida eterna y presencia consoladora por el amor. La oración siempre produce paz en el alma porque Dios es el que causa esta paz, pero al mismo tiempo, la oración nunca nos deja en paz, pues nos lleva a buscar con más generosidad a Dios. 3. Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava. La esclava. La humildad es la principal que debe existir para que pueda darse la oración. Esta humildad es la que nos lleva a experimentar en nuestras vidas una profunda necesidad de Dios. El ser humano, por la humildad, se coloca en la verdad de su vida y descubre que sin Dios no es nada, es sólo apariencia, imagen, pero no llena aquellos fines altísimos a los que está llamado, no cumple su misión, no es ni siquiera capaz de perseguir sus ideales. Sin Dios, el ser humano se separa de la ruta que le traza su propia naturaleza de ser racional, libre, responsable, solidario. La humildad nos hace ir a la oración a arrancar gracias de Dios que necesitamos para nuestra vida, para nuestra perseverancia, para avanzar en el camino hacia la vida eterna disfrutando en la plenitud de la posesión de Dios. Al mismo tiempo, Dios sólo se da en la oración al hombre humilde, porque encuentra en él un terreno abonado para recibirle. Dios no fuerza la voluntad y sólo se entrega a quien experimenta su necesidad. El autosuficiente, el que cree que no le debe nada a Dios, nunca recibirá la gracia del encuentro con el Amor, Sin humildad, no se atrae la atención de Dios porque el alma está cerrada en sí misma. 4. Por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso. Otra actitud fundamental en la oración: la acción de gracias, el reconocimiento de todas las maravillas que Dios hace en cada uno de nosotros y que nos llevan a la felicidad. Bienaventurada significa eso: feliz. María sabe

encontrar todas esas maravillas grandes y pequeñas que Dios hace en nuestras vidas: la obra de la salvación, la redención, las gracias innumerables que nos concede, su presencia en nuestra alma; todo aquello que hemos recibido sin merecerlo: nuestra familia que no elegimos, los hijos, el amor de los padres, la creación, la virtud de la esperanza, la fuerza para amar que encontramos en nosotros mismos. Todo es gracia de Dios, hasta la disposición para recibir la gracia. El Catecismo de la Iglesia Católica nos lo explica muy bien en los números 2000 y 2001: “La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona el alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor. Se debe distinguir entre la gracia habitual, disposición permanente para vivir y obrar según la vocación divina, y las gracias actuales, que designan las intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación. La preparación del hombre para acoger la gracia es ya una obra de la gracia. Esta es necesaria para suscitar y sostener nuestra colaboración a la justificación mediante la fe y a la santificación mediante la caridad. Dios completa en nosotros lo que Él mismo comenzó”. En la oración reconocemos las gracias de Dios. Por eso, el hombre de oración no puede ser pesimista ni puede dejarse llevar por el desaliento. La vida de María no fue un regalo de la suerte, sino una suma de sufrimientos y grandes dificultades, pero a pesar de ello y seguramente, en ellos y gracias a ellos, podía levantar su corazón en acción de gracias a Dios porque en la oración percibía con profundidad la bondad de Dios para Ella. 5. Santo es su nombre. Este es un punto vital de la oración: reconocer que la santidad viene solo de Dios y que no podemos acceder a ella sin Él. Reza, orar, es reconocer la santidad de Dios y reconocerlo como autor de nuestra santificación al que hemos de responder generosamente. El nombre de Dios es su misma identidad y esta es la santidad absoluta. A Dios lo conocemos con el mismo nombre que lo llamaba Jesucristo: Padre. Es Padre de amor que nos hace partícipes de su santidad. En ella encontramos nuestra felicidad. La santidad no es otra cosa que una respuesta a la llamada de Dios que nos invita a comulgar de su amor y a compartirlo a los demás. 6. Su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. La oración nos lleva a reconocer y apreciar la misericordia de Dios que se extiende a todos los hombres, de todas las épocas. Orar es hacer presente el corazón de Dios (cor-cordis en latín) en las debilidades de los hombres (en su miseria) y eso es lo que encierra en su significado más literal la palabra “misericordia” (miseri-cordi-a). El corazón de Dios se presenta en signos de este corazón de Dios presente en las debilidades de cada ser humano, como el ángel de Getsemaní (Cf. Lucas 22,43) que consuela al Jesucristo Místico de hoy y de siempre. En la oración descubrimos esta misericordia de Dios que perdona y disculpa (Cf. Lucas 23-34), y se la agradecemos. En la oración comprendemos que lo que Él ha hecho con nosotros, tenemos que repetirlo con los demás. En la oración se nos despierta también el verdadero temor de Dios que se basa en el inmenso amor a Él y, por ello, se convierte en temor a perderlo. 7. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de

bienes y despidió a los ricos sin nada. En la oración, la fe nos lleva a contemplar a Dios tal y como es. Seguramente no entendemos a fondo los misterios de Dios, pero reconocemos su poder, un poder que es absoluto, pero que siempre se abre al amor auténtico. Por eso, los soberbios, los que no se sienten necesitados de Dios, se cierran a ese poder del amor y el poder de Dios los rechaza porque ellos mismos nunca quisieron dar el primer paso para acercarse a Él. Su seguridad está en ellos mismos, no creen necesitar de su Creador. Dios no puede acercarse a los corazones soberbios, ellos mismos se alejan de Dios. La oración nos lleva a contemplar el dolor de Dios ante las almas que se condenan eternamente porque han preferido quedarse en su soberbia antes de vivir la humildad que los hubiera llevado a Dios, a la unión con Él. El amor de Dios no nos deja indiferentes y nos impulsa a una opción por Él. Si estamos cerrados en la soberbia, jamás seremos capaces de captar esta llamada del Amor. El Evangelio considera ricos a los que están tan apegados a las cosas de este mundo que su corazón no puede abrirse a Dios y a los demás. Ellos se van sin nada de la oración, ni siquiera son capaces de entrar en la presencia del Señor porque los ciegan muchas cosas ocupando un lugar en su corazón que Dios ya no puede llenar. 8. Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia –como había anunciado a nuestros padres- a favor de Abraham y de su linaje por los siglos. La oración nos descubre la fidelidad absoluta de Dios a pesar de nuestras traiciones. Él sale al paso de nuestra vida una y otra vez. Nos perdona y comprende. Nos ofrece el perdón en cada debilidad nuestra. Responde a nuestros olvidos con su perdón; a nuestra debilidad, con su corazón de Padre; a nuestra traición, con su disculpa; a nuestro rencor, con su olvido del mal; a nuestro pecado, con su muerte en la cruz por amor; a nuestra indiferencia, con su gracia; a nuestra mentira, con la Verdad; a nuestra oscuridad, con su luz. Él es el Camino, la Verdad y la Vida (Juan 14, 6). Él siempre está ahí, a disposición del ser humano, sea cual sea su estado, raza o condición. Y la fidelidad absoluta de Dios se descubre en la oración. Él se entrega siempre, sólo falta poner nuestra parte.

V. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

1. También hoy, quizás más que nunca, la oración requiere de una serie de actitudes profundas que la hacen posible y auténtica. Requiere, en primer lugar, de una búsqueda sincera de Dios que implica alejarse de muchas cosas que distraen. La oración necesita de un clima de silencio interior y exterior. Se trata ante todo de quitar el ruido de las pasiones, de los llamados de la sensualidad, del orgullo. La oración supone, en su fase inicial, un esfuerzo por integrar todas nuestras potencias en la oración. San Juan de la Cruz lo resumía muy bien con su famosa “letrilla”:

Olvido de lo creado, memoria del Creador; Atención a lo interior y estarse amando al Amado

(San Juan de la Cruz, Letrillas, Suma de la perfección). A esta actitud inicial, Santa Teresa de Jesús la denomina “desasimiento” (Camino de Perfección, cap 4). Junto a este desasimiento, Santa Teresa añade el amor y la humildad como actitudes fundamentales para orar (Camino de Perfección, cap 4 al 17). Las tres van

entremezcladas en la oración y al mismo tiempo las hace crecer y fortalecerse como virtudes. 2. La oración nos lleva a vivir de verdad unidos a Dios, no ha vivir simplemente “junto a Dios”. Dios se nos presenta en cada realidad de la vida, en cada paso, y la oración y la vida de sacramentos nos unen a Él. EL cristiano no puede edificar su vida pasando simplemente de largo junto a un Dios que se revela como Dios de amor. Si quiere realizar a fondo su vocación, tiene que entablar una estrecha relación con Él, en la que comparta todas las inquietudes, deseos, afectos, de Dios; igual que Él comparte los nuestros. 3. La oración auténtica nace al experimentar la necesidad de Dios. El Papa se ha referido varias veces a la meta-tentación que acosa al hombre de hoy (Cf. Discurso de la Conferencia Episcopal Francesa. Issy les Moulineaux, I-VI-1980, por ejemplo), una tentación que aparece por encima de las demás y que es mucho más insidiosa; la de querer concebir un mundo sin Dios, la de prescindir de Él tomando al hombre como absoluto. Ante esto, es muy necesario, especialmente para el hombre de nuestro siglo, a veces tan desorientado, el volver a creer de verdad en Dios y en su poder para transformar nuestra vida y nuestra sociedad desde el amor. A esto ayuda la oración en la que el hombre se encuentra con la grandeza de Dios que le llena y le conforta en su debilidad. La oración requiere de una lucha de todas las facultades del hombre orientadas en el mismo sentido; la búsqueda de Dios. Buscamos arrancar su gracia, como Jesucristo en la oración de Getsemaní. Buscamos, sobre todo, la gracia de la fidelidad al amor de Dios.

4. La oración es el mejor antídoto contra la rutina en la vivencia de la fe de la que tanto se quejan muchos cristianos. La oración ofrece un sentido a la vida, a cada actividad, a cada minuto de la vida, porque eleva el alma a Dios y, aunque no se dedique todo el tiempo del día a orar, sin embargo, el encuentro con Dios que se produce en la auténtica oración, perdura durante todo el día dando un colorido especial a las cosas ordinarias. El alma que vive en oración descubre a Dios en todo y establece un diálogo continuo, incluso sin palabras, con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y con la santísima Virgen María. Por ello, Santa Teresa de Jesús llegó a afirmar que “no haya desconsuelo cuando la obediencia os trajere empleadas en cosas exteriores; entended que si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor ayudándonos en lo interior y exterior”. Esta afirmación de Santa Teresa es real, en todas las actividades humanas encontramos al Señor y podemos unirnos a Él en lugar de pasar indiferentemente junto a Él. La unión con el Señor mata la rutina porque abre el corazón al auténtico amor y el amor lo llena todo; el amor no aburre. 5. La oración nos enseña a ver todo con los ojos de Dios. Cuando uno llega por primera vez a la Plaza de San Pedro y ve las columnas de Bernini que la rodean, le parece que todo está desordenado y que las comunas son más un bosque que un conjunto organizado y simétrico. Sin embargo, enseguida se descubren dos puntos en el suelo desde los cuales se percibe muy bien la maravillosa alineación de aquellas moles de piedra en una elipse perfecta. Con la visión del mundo y de los problemas humanos sucede lo mismo. Hace falta escoger un buen punto desde el cual se pueda ver toda la realidad en su justa

dimensión para encontrarle la explicación del fondo y el único punto válido es Jesucristo. Sólo desde Él podemos ver todo lo que nos rodea, lo que nos sucede e incluso a nosotros mismos, en su justa dimensión y desde la óptica adecuada. Y esto sólo lo conseguimos con la oración. Uno de los grandes problemas que se perciben en los católicos de hoy es que muchas veces no tenemos una visión clara del mundo y de todos los acontecimientos humanos y no somos capaces de formar criterios de comportamiento precisos y seguros. Por ello existe mucha confusión que se refleja en distintos ámbitos de nuestro actuar. Nos sentimos como el niño que se mueve debajo de una piñata con los ojos tapados. Quisiéramos consultar a Jesucristo sobre muchos problemas que se nos presentan, desde la educación de los hijos hasta las decisiones más elementales de nuestra vida, y en todo ello nos encontramos faltos de recursos y ayudas. La oración nos ayuda a interiorizar los principios de la revelación cristiana, el mensaje y el testimonio de Jesucristo, que encontramos en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, siempre guiados por el Magisterio. En la oración nos apropiamos de los sentimientos de Cristo (Cf. Romanos 15, 5; Filipenses 2, 5) y hacemos nuestras sus enseñanzas. En la oración conocemos íntimamente al Maestro para mejor amarlo y seguirlo. La oración fortalece nuestra fe haciéndola experimental no simplemente intelectual; nos sitúa en la óptica de Jesucristo. La oración baja las convicciones de la fe desde la cabeza al corazón, nos hace creer desde el corazón, desde lo más profundo de nuestro ser. El corazón es el leb de los hebreos, el centro de todo el actuar humano. La oración nos hace centrar ese leb en Cristo. Nos lleva al amor verdadero, al Señor, a escuchar al Espíritu Santo, a descubrir el amor al Padre que arropa toda nuestra vida. Nos lleva a la conversión, a dirigir nuestro corazón desde Dios y hacia Dios, a cambiar internamente para cambiar el mundo y construirlo desde Jesucristo. 6. Orar es hacer Iglesia, hacerla crecer. Santa Teresa del Niño Jesús fue nombrada patrona de las misiones sin salir del convento. Ella hacía misiones con la oración. La oración alcanza gracias de Dios, santifica y con esa santidad y esa gracia se edifica a la Iglesia. El Concilio Vaticano II lo expresó muy bien: “Piensen todos que con el culto público y la oración con la penitencia y con la libre aceptación de los trabajos y calamidades de la vida, por la que se asemejan a Cristo paciente (II Corintios 4, 10; Colosenses 1, 24), pueden llegar a todos los hombres y ayudar a la salvación de todo el mundo” (Concilio Vaticano II, Apostolican Actuositatem 16). La oración enriquece a la Iglesia y al mundo, lo acerca más a Dios, aunque sea la oración más oculta y personal, porque en ella se da la recta relación de la criatura con el Creador, igual que le pecado más oculto también deforma esa relación del hombre con Dios. La oración toca la inteligencia y la voluntad del hombre y al mismo tiempo revitaliza a la Iglesia e incrementa su tesoro de santidad, que pone al alcance de todos los seres humanos.

- Dentro de esta vida de oración, en nuestra arquidiócesis es muy importante la

oración de los religiosos, hombres y mujeres que han consagrado su vida a Dios por la vivencia de los votos de pobreza, castidad y obediencia. La oración es uno de los

principales deberes, es el instrumento que les permite vivir su consagración unidos a Jesucristo. El Concilio Vaticano II destacó la importancia de este deber de los religiosos que tanto enriquece a la Iglesia: “...los miembros de los Institutos, bebiendo en los manantiales auténticos de la espiritualidad cristiana, han de cultivar con interés constante el espíritu de oración y la oración misma” (Concilio Vaticano II, Perfectae Caritatis 6) y el Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que “La vida consagrada no se mantiene ni se propaga sin la oración; es una de las fuentes vivas de la contemplación y de la vida espiritual en la Iglesia” (Catecismo de la iglesia Católica, 2687).

- Otro elemento que enriquece notablemente la vida de la Iglesia es la oración en

familia. No en vano se denomina a la vida “iglesia doméstica” (Cf. por ejemplo, Concilio Vaticano II, Lumen Gentium 11). Muchas veces hemos oído ya la frase de que “la familia que reza unida, permanece unida”. Es muy cierta. En estos tiempos difíciles por los que pasa la institución familiar, es más necesario que nunca el fomentar la piedad familiar, el ofrecimiento de obras a Dios por la mañana, las oraciones de la noche, el rosario en familia, las flores de mayo a la Santísima Virgen, el rezo del Ángelus y de las novenas, la reflexión del Evangelio en las noches, la asistencia a la misa dominical en familia, la preparación a los sacramentos, la devoción y consagración al Corazón de Jesús, la bendición de la mesa, las expresiones de la religiosidad popular (Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Famliaris Consortio 61) y todas aquellas manifestaciones religiosas que ayudan a consolidar la relación de cada miembro de la familia con su Creador y dan a la institución familiar una fortaleza sobrenatural que la hace indivisible y la afianza sobre roca (Cf. Mateo 7, 24-27; Lucas 6, 47-49). Esta vida de piedad familiar entrega a los hijos un conjunto de recursos que les será de gran utilidad para edificar su vida con serenidad y rectitud: la confianza en Dios, el amor a Él, la certeza de la fe y la valoración de todos los acontecimientos a la luz de la eternidad.

Sobre este punto, el Catecismo de la Iglesia Católica nos deja una enseñanza clara: “La familia cristiana es el primer ámbito para la educación de la oración. Fundada en el sacramento del Matrimonio, es la “iglesia doméstica” donde los hijos de Dios aprenden a orar “en Iglesia” y a perseverar en la oración. Particularmente para los niños pequeños, la oración diaria familiar es el primer testimonio de la memoria viva de la Iglesia que es despertada pacientemente por el Espíritu Santo” (Catecismo de la Iglesia Católica 2685).

También lo retoma la Carta Encíclica Evangelium Vitae: “Además, la familia celebra el evangelio de la vida con la oración cotidiana, individual y familiar: con ella alaba y da gracias al Señor por el don de la vida e implora luz y fuerza para afrontar los momentos de dificultad y de sufrimiento, sin perder nunca la esperanza. Pero la celebración que da significado a cualquier otra forma de oración y de culto es la que se expresa en la vida cotidiana de la familia, si es una vida hecha de amor y entrega” (Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium Vitae 93). Reconoce que es la vida de amor y entrega continua la que da significado al culto y a la oración. La oración que no va respaldada por este esfuerzo constante por hacer de cada minuto de la vida de familia un acto de entrega y amor, pierde

gran parte de su contenido. El amor a Dios que ponemos en la oración no puede separarse del amor que guía nuestra vida de relación con los demás, especialmente con los más próximos.

- Otro capítulo que merece especial atención en nuestra arquidiócesis es la oración por las vocaciones. Todos somos conscientes de la necesidad que tenemos de sacerdotes. Hay muy pocos. Jesucristo es el que llama a su servicio y elige a los que Él quiere. Por eso, hoy más que nunca se hace actual la interpretación de Jesucristo a sus contemporáneos: “La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Lucas 10, 2; Mateo 9, 37-38). En nuestras comunidades tenemos que dar prioridad a esta intención, hay que rogar a Dios que nos envíe abundantes vocaciones que dediquen su vida a servir a los hombres en las cosas de Dios, a ayudarles a buscar la santidad, a construir su Iglesia en la fidelidad a la Tradición, a la Sagrada Escritura y al Magisterio, en la unidad de la fe, de la moral y de los sacramentos. La llamada es acuciante, la Iglesia necesita de muchos sacerdotes que prediquen la Palabra de Dios, santifiquen a la Iglesia con los sacramentos y sean testimonios vivos del amor de Jesucristo a cada hombre.

- Por último, los niños. La oración de los niños enriquece a la Iglesia con la

aportación de aquellos que fueron elegidos como modelos por Jesucristo (Cf. Mateo 18, 3; 19, 14; Marcos 10, 14; Lucas 18, 16). Su sinceridad y sencillez son virtudes fundamentales para alcanzar el Reino de los Cielos. Por eso, Jesucristo escuchaba a los niños mientras los demás querían apartarlos de Él (Cf. Mateo 19, 13; Marcos 10, 13; Lucas 18, 15). La oración de los niños siempre ha tocado el “corazón” de Dios (Cf. Mateo 21, 15-16; Marcos 10, 16). Por eso, el Papa confía a su oración los problemas más urgentes del mundo y de la Iglesia:

¡Qué enorme fuerza tiene la oración de un niño. Llega ser un modelo para los mismos adultos: rezar con confianza sencilla y total quiere decir rezar como los niños saben hacerlo. ...Queridos amigos pequeños, deseo encomendar a vuestra oración los problemas de vuestra familia y de todas las familias del mundo. Y no sólo esto, tengo también otras intenciones que confiaros. El Papa espera mucho de vuestras oraciones. Debemos rezar juntos y mucho para que la humanidad, formada por varios miles de millones de seres humanos, sea cada vez más la familia de Dios, y pueda vivir en paz. He recordado al principio los terribles sufrimientos y que tantos niños han padecido en este siglo, y los que continúan sufriendo muchos de ellos también en este momento. Cuántos mueres en estos días víctimas del odio que se extiende por varias partes de la tierra... Meditando precisamente sobre estos hechos, que llenan de dolor nuestros corazones, he decidido pediros a vosotros, queridos niños y muchachos, que os encarguéis de la oración por la paz. Lo sabéis bien:

el amor y la concordia construyen la paz, el odio y la violencia la destruyen. Vosotros detestáis instintivamente el odio y tendéis hacia el amor: por esto el Papa está seguro de que no rechazaréis su petición, sino que os uniréis a su oración por la paz en el mundo con la misma fuerza con que rezáis por la paz y la concordia en vuestras familias. (Juan Pablo II, Carta a los niños, 13 de diciembre de 1994).

Igualmente, yo quisiera pedir a los niños que pusieran en su oración la Nueva Evangelización de nuestra Arquidiócesis que pretendemos impulsar con la Misión 2000, que tengan presente en sus plegarias las dificultades por las que atraviesa nuestro país, el hambre de muchos mexicanos, la concordia y la solidaridad entre todos los hijos de nuestro pueblo, gobernantes y súbditos, el futuro de aquellos que se ven obligados a emigrar a otros países, la fidelidad de los sacerdotes, las luchas entre hermanos que ya no deberían existir entre nosotros, el destino de los niños concebidos pero todavía no nacidos, la solidez de la institución familiar, la justicia y la paz en nuestro suelo. Estoy seguro de que si ustedes piden con fe, Dios escuchará su oración y nos alcanzará las gracias que necesitamos para construir un futuro feliz para todos. La Santísima Virgen de Guadalupe, Madre de todos los mexicanos, nos ayuda con su intercesión por sus hijos queridos, infundiéndonos confianza en el futuro y guiándonos hacia el nuevo Milenio por el camino del amor.