"Señoriña" por María Fernanda Ampuero

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FUCSIA opinión 35 “Señoriña” La edad que importa no es la de los calendarios, sino la que se lleva dentro de la cabeza y entre la columna y el corazón, llamada espíritu. Por María Fernanda Ampuero FOTO: ©EDU LEÓN pera chilena que tiene mi anatomía? No sé, pero les digo que hay cosas de la categoría señoril que no me gustan nada de nada. Veamos: En mi última visita a la patria estuve en un cumpleaños infantil. Las madres de los niños, mujeres de mi quinta, estaban reunidas en una sala, lejos de payasos, niñeras, rifas y hot dogs. Tomaban café y quién sabe qué cosas más, porque yo ahí no me quedé, a pesar de la desesperación de una niñera que prácticamente me arrastraba de vuelta a la sala, porque “allá es donde están las señoras”. Seguramente para esa chica yo era un elemento exótico, casi intolerable entre los niños y los juegos. Mi lugar no era ese y con mi empeño en quedarme a ver el show estaba desafiando el curso lógico de la naturaleza. Al final desistió y al verme coloradota, jugando con los niños (casi escribo “con los ‘otros’ niños”), respondiendo con gritos a las arengas del payaso, comiéndome un helado de vasito, le comentó a una colega bien alto: “Parece que la ‘señora’ no tuvo infancia”. ¡Pero es al revés!, precisamente porque tuve infancia (y una muy divertida) es que no me resigno a tomar café mientras afuera hay una fiesta o, por ejemplo, a sentarme en sillas altas en la playa y jamás meterme al agua. Lo contrario: poto a la arena primero y luego al mar, con máscara de snorkel, hasta que me saquen. A todo el mundo le gusta jugar. Lo que pasa es que la sociedad (o como escribe Mafalda, “zoociedad”) tiene unos papeles muy estrictos para cada persona, según sus años. La forma de garantizar que estos se cumplan es apelando a la vergüenza (“¿a mi edad?”). Pero conmigo no es así: si me toca ser “señora”, ya verán qué señora les doy. En serio, me dan pena esas mamás que entregan el ocio de sus hijos a otras personas, porque tener hijos debe ser el momento adulto más cercano a ese tiempo mágico de la vida donde todo es posible. Qué juegos más increíbles se inventan los niños, cuánta devoción ponen en divertirse… Y tienes la posibilidad de volver a vivir todo eso, ¡y te lo pierdes por estar tomando café con aburrida gente de tu edad! Todo esto ha sido un largo preámbulo para contarles que, veinticinco (sí, 25) años después, he vuelto a andar en bicicleta (¡Ea!). Estoy amoratada por todos lados, aún no sé dar la vuelta y hago unas maniobras temblorosas que no hace ni un niño de cinco. Pero ando. Yo, la “señora”, vuelvo a andar en bicicleta y recuerdo a mi yo, la niña, montada en la chopper roja de mi hermano Francisco. Qué felicidad las cuestas abajo a toda máquina y qué maravilla cuando llueve sobre ti y vas pedaleando y cantando “lluvia, lluvia, arco iris, vienes y te vas mojando mis cabellos”. Es emocionante andar en bicicleta, tengas diez o cuarenta años, pero más emocionante es pensar que me hubiera perdido toda esta gigantesca felicidad si me hubiese dejado llevar por el sentido del ridículo y pensara más en lo que los demás van a decir de mí que en lo que me voy a divertir. Quise titular este artículo “Nunca es tarde” porque, a pesar de que le tengo “repelús” a las frases comunes, a los tópicos, ese encierra una gran verdad (lo he vivido en mis carnes de pera chilena): la edad que importa no es la de los calendarios, sino la de dentro de tu cabeza y de eso que no se sabe bien dónde está, tal vez entre la columna y el corazón, llamado espíritu. Es cursi, soy consciente, pero déjenme que me regocije con mi vuelta a los tiempos de Verano azul y la chopper de Francisco. Y a los que no les parece bien que una “señora” actúe como una niña, que me critiquen las veces que quieran: cuando se va rápido, rápido en bicicleta, el viento te impide oír las tonterías. = D e unos años para acá ocurre con mayor frecuencia, tanto que lo contrario se ha vuelto excepcional: los niños y los jóvenes me llaman “señora”. “Es normal”, dirán los benevolentes, o “¿y cómo más quieren que te llamen si es lo que eres?”, dirán los puñaleros. No hay necesidad de hacerse mala sangre, he aquí mi declaración juramentada: no sé cómo ocurrió ni cuándo, pero para el mundo me he vuelto una “señora”. Estoy casada, sí, pero a muchas mujeres casadas las llaman “chica” y a muchas mujeres solteras las llaman “señora”. ¿Será el pelo corto? ¿Serán los lentes? ¿Será esa forma de

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La edad no importa no es la de los calendarios, sino la que se lleva dentro de la cabeza y entre la columna y el corazón, llamada espíritu.

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FUCSIA opinión

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“Señoriña”La edad que importa no es la de los calendarios, sino la que se lleva dentro de la cabeza y entre la columna y el corazón, llamada espíritu. Por María Fernanda AmpueroFO

TO: ©

EDU

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pera chilena que tiene mi anatomía? No sé, pero les digo que hay cosas de la categoría señoril que no me gustan nada de nada.Veamos:En mi última visita a la patria estuve en un cumpleaños infantil. Las madres de los niños, mujeres de mi quinta, estaban reunidas en una sala, lejos de payasos, niñeras, rifas y hot dogs. Tomaban café y quién sabe qué cosas más, porque yo ahí no me quedé, a pesar de la desesperación de una niñera que prácticamente me arrastraba de vuelta a la sala, porque “allá es donde están las señoras”.

Seguramente para esa chica yo era un elemento exótico, casi intolerable entre los niños y los juegos. Mi lugar no era ese y con mi empeño en quedarme a ver el show estaba desafiando el curso lógico de la naturaleza.

Al final desistió y al verme coloradota, jugando con los niños (casi escribo “con los ‘otros’ niños”), respondiendo con gritos a las arengas del payaso, comiéndome un helado de vasito, le comentó a una colega bien alto:

“Parece que la ‘señora’ no tuvo infancia”.¡Pero es al revés!, precisamente porque

tuve infancia (y una muy divertida) es que no me resigno a tomar café mientras afuera hay una fiesta o, por ejemplo, a sentarme en sillas altas en la playa y jamás meterme al agua. Lo contrario: poto a la arena primero y luego al mar, con máscara de snorkel, hasta que me saquen.

A todo el mundo le gusta jugar. Lo que pasa es que la sociedad (o como escribe Mafalda, “zoociedad”) tiene unos papeles

muy estrictos para cada persona, según sus años. La forma de garantizar que

estos se cumplan es apelando a la vergüenza (“¿a mi edad?”). Pero conmigo no es así: si me toca ser “señora”, ya verán qué señora

les doy.En serio, me dan pena esas mamás que entregan el ocio de sus hijos a otras personas, porque tener hijos debe ser

el momento adulto más cercano a ese tiempo mágico de la vida donde todo es posible. Qué juegos más increíbles se inventan los niños, cuánta devoción ponen en divertirse… Y tienes la posibilidad de volver a vivir todo eso, ¡y te lo pierdes por estar tomando café con aburrida gente de tu edad!

Todo esto ha sido un largo preámbulo para contarles que, veinticinco (sí, 25) años después, he vuelto a andar en bicicleta (¡Ea!). Estoy amoratada por todos lados, aún no sé dar la vuelta y hago unas maniobras temblorosas que no hace ni un niño de cinco. Pero ando. Yo, la “señora”, vuelvo a andar en bicicleta y recuerdo a mi yo, la niña, montada en la chopper roja de mi hermano Francisco.

Qué felicidad las cuestas abajo a toda máquina y qué maravilla cuando llueve sobre ti y vas pedaleando y cantando “lluvia, lluvia, arco iris, vienes y te vas mojando mis cabellos”.

Es emocionante andar en bicicleta, tengas diez o cuarenta años, pero más emocionante es pensar que me hubiera perdido toda esta gigantesca felicidad si me hubiese dejado llevar por el sentido del ridículo y pensara más en lo que los demás van a decir de mí que en lo que me voy a divertir.

Quise titular este artículo “Nunca es tarde” porque, a pesar de que le tengo “repelús” a las frases comunes, a los tópicos, ese encierra una gran verdad (lo he vivido en mis carnes de pera chilena): la edad que importa no es la de los calendarios, sino la de dentro de tu cabeza y de eso que no se sabe bien dónde está, tal vez entre la columna y el corazón, llamado espíritu.

Es cursi, soy consciente, pero déjenme que me regocije con mi vuelta a los tiempos de Verano azul y la chopper de Francisco.

Y a los que no les parece bien que una “señora” actúe como una niña, que me critiquen las veces que quieran: cuando se va rápido, rápido en bicicleta, el viento te impide oír las tonterías. =

De unos años para acá ocurre con mayor frecuencia, tanto que lo contrario se ha vuelto excepcional: los niños y los

jóvenes me llaman “señora”. “Es normal”, dirán los benevolentes, o “¿y cómo más quieren que te llamen si es lo que eres?”, dirán los puñaleros.

No hay necesidad de hacerse mala sangre, he aquí mi declaración juramentada: no sé cómo ocurrió ni cuándo, pero para el mundo me he vuelto una “señora”. Estoy casada, sí, pero a muchas mujeres casadas las llaman “chica” y a muchas mujeres solteras las llaman “señora”. ¿Será el pelo corto? ¿Serán los lentes? ¿Será esa forma de