Septiembre Ardiente y Otros Cuentos - William Faulkner

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Universidad Autónoma de Sinaloa WILLIAM !AULKNER septiembre ardie te otros e ent 5 lectura para todos

Transcript of Septiembre Ardiente y Otros Cuentos - William Faulkner

Universidad Autónoma de Sinaloa

WILLIAM !AULKNER

septiembre ardie te

otros e ent

5 lectura para todos

septiem.bre ardiente

y otros cuentos

WILLIAM FAULKNER

septiembre ardiente

y otros cuentos

. . Universidad Autónoma de Sinaloa México. 1984

Rector: Lk Jorge Medina Viedas

Secretario General: l.B.Q. David Moreno Lizárraga

_,Al N

Wiliam Faulkner SEP'J.1EM:BR.E AliDIENTE Y OTROS CUENTOS

~ l.ecrara¡aa tadaa Sel«eión: José Emilio Pacbeco y Carlos Monsiváis

Primeruc.tieióndelaUAS: ocmbiede 1983 ~edición: JHDiembede 1984 ~u~ Autónoma de Siualoa Odiacáa.Sinaloa.~ 1983

JSBN 96&-59-0044-2 (Cclea:ián completa) ISBW96&-59-00:So-?

Dileio (fe Ja pon¡¡da: Felia Gode4: Dibujo: Héiruidt Kley·

iiUeióa CÓII.f.iaes~ DO lw::lllti'loa

J:lec::io .• ~ Ptl.aledia~

( ,/ (V f j ._.' --t- __,, í

PRESENTACION

Coa la publicación definitiva de sus Col/ected Stories (1977) y de sus Uncollected Stories, editadas por Joseph Blotner (1979), se ha af'lr­mado el prestigio de William Faulkner (1897-1962) como el mayor c:ueutista norteamericano del siglo veinte y uno de sus más ¡rancies DOYelistas.

Excepto algunos relatos (como "Victoria", incluido en este libro) Y la novela Una fábula (19S4) que transcurren en el escenario de la Primera Guerra Mundial, las narraciones de Faulkner son la crónica eatretejida de un condado imaginario, Yoknapatawpha (capital: Jef­feraon), que resume todas las tensiones y las tragedias del Sur de los Elfados Unidos.

El gran tema de Faulkner es la esclavitud y la corrupeibn que ha eaaendrado, el daño moral que afecta lo mismo a nesros y blancos. lanlkner esü muy lejos de ser llD novelista de izquierda, pero con toda justicia se le pueden aplicar las clásicas palabras de En¡els sobre Bldzac en su carta a miss Marpret Harkness: Si el realismo es la fi­~ en los detalles, la reproducción rtel de caracteres típicos en erreunatancias típiea&, en un maestro de la narrativa el realismo puede mauifestarse también a pesar de las ideas del autor. La aran obra de fanlkner es una continua eiesía a la inevitable ruina de la sociedad ..-e&a.. Pero Faulkner se ve oblipdo a actuar contra sus simpatfaa de daa y sus prejuicios políticos, de modo que Sil obra. ano de los ma,.wes triunfos de la novela y el cuento contempcriaeos. se vuelve una condena de la opresión y de quienes la hicieron posible.

La Jli'ÍIQera gran novela de Faulkner. El sonido y IIJ furill, apareció ~ 1929 (el mismo año de Adiós a 14rs amrt~~) cuando su autor tenia sólo 3l años. Siguieron Luz de Agosto; Ab$111ón, Absalón: LIIS fKll· ~~salvajes; Intruso en el polvo y la triloaía ímal La tddea, El villo­l'l'ltl. La 1'1ft1.11Si6rr, trilo¡ía esema después de obtener el Premio No. helea 1949.

··• Pan llaeer estas novelu Faulkner se mantuVo como pionillta oca­....• ....._ Y autor de cuentos en publicaciones de tlftplia circuladón que ,J~Gdfb paprle basta mi dólares por relato. Faalber hizo de la nece·

S

sidad virtud y con estas páginas formó dos magistrales novelas de narraciones imbricadas (Los invictos; Desciende, Moisés), y libros de cuentos tan influyentes en nuestra literatura como Estos trece y Gam­bito de Caballo.

Sin Faulk.ner la novela hispanoamericana hubiera sido distinta. García Márquez explica este influjo porque Faulk.ner es también "un novelista del Caribe". Vargas Llosa lo atribuye a que Faulk.ner a su vez se alimenta de la carroña de una sociedad descompuesta.

En una carta al crítico Malcolm Cowley, Faulkner definió su arte narrativo: "Ante todo trato de contar una historia del modo más eficaz que se me pueda ocurrir, el más conmovedor, el más exhausti­vo ... Cuento una y otra vez la misma historia, la historia de mí mismo y el mundo ... El arte es más simple de lo que la gente supone, pues hay muy poco sobre lo cual se puede escribir. Todas las cosas con­movedoras son eternas en la historia humana y ya están escritas. Y un hombre puede repetirlas si escribe con bastante asiduidad, bastante sinceridad, bastante humildad, y la determinación inalterable de nun­ca, nunca, nunca sentirse satisfecho con lo que hace. Porque el arte, como la pobreza, cuida de lo suyo y comparte su pan.''

Y a una joven novelista, loan Williams, le escn'"bió en 1953, en la etapa f"mal de su carrera: "P-or fm tengo cierta perspectiva respecto a lo que he hecho. Quiero decir, la obra separada de mí, lo que he escrito, aparte de lo que soy ..• Por vez primera me doy cuenta de qué don tan asombroso me fue dado: sin ninguna educación formal, sin compaiieros ya no digamos cultos sino capaces de leer y escn'"bir, pude hacer sin embargo las cosas que hago. No sé por qué Dios o los dioses o quien fuere me escogió para ser el vehículo. Créeme: esto no es humildad, falsa modestia: es simplemente asombro.''

Los cuentos que hemos reunido en este volumen representan nada más una entre mil posibles selecciones de un corpus narrativo que exip ser leído en su integridad. Más allá del valor que tienen en IJÍ ftlÍSnU:III como brevea y redondas obras de arte y ejemplos clásicos del arte de contar, queremos verlos ante tod.o como una invitación a recorrer el mundo de William Faolkner, el mundo de uno de los más pandes narradores de nuestro sialo.

SEPTIEMBRE ARDIENTE

1

En el crepúsculo sangrante de septiembre, secuela de ~nta Y seis días sin lluvia, el mmor o la historia, poco importa, corno como fuego .ea pallto seco. Algo concerniente a miss Minnie Cooper Y un ne~. Atacada insultada aterrorizada: nadie sabía exactamente lo sucedido,

' ' 1nq ' donde el eatre los hombres que, ese sábado, colma~ ~ ~ uerta, ., oles Yeatilador cenital agitaba sin refrescarlo el aJre nciad?, devolviénd • con ráfagas de cosméticos Viejos y de lociones, sus alientos acres Y sus olores. E

-8alvo que haya sido Will Mayes -dijo uno de los peluqueros-. ra IUl hombre de edad mediana· un hombre menudo, del color de la arena, con una cara suave. Estaba afeitando a un cliénte. -Yo conozco a Will Mayes. Es un buen negro. Y conozco también a miss Minnie Cooper.

-¿Qué sabes de ella? -preguntó otro peluquero. -¿Quién es? -se interesó el cliente-. ¿Una m~? N -No -dijo el peluquero-. Ha de tener cuarenta an011, supongo. 0

se ha casado Por eso es que yo no creo... id -¡Creer!· ¡Diablos! -prorrumpiO un hombre joven Y grueso, vest ~

coa una camisa de seda manchada de sudor-. ¿Ustedcreemenosen Ptlabra de una blanca que en la de un negro? . . .ó el petuqne-

-Yo no creo que Will Mayes haya hecho eso -inlliSti ro-. Conozco a Will Mayes. _._ nn••" usted

-En ese caso, quizá ~~ePa usted quién lo ha ha:no. 'V.-:" • llllldito negri)filo, hasta le haya ayudado a que se escape ~.!... ~No creo que nadie lo haya hecho. Creo que no ha . en sin

....,..tamente. ¡A ver, ~~es! ¿!'euo esa.: :n.:mt: =·? haber lot!rado C8IJarse no í111a8JDaD Siempre ~ ,.;; el cliente y se agitó

-:-Para. sét blanco, es usted extraordinariO -...,u • 4etla;o del peinador. il hombre joven ~~e había puesto de pie de 1lD salto. blanca' ,....¿Uilted no cree? -dijo-. ¿Acusad~ fanante a~ ~o a El peluquero tenía en el aire la na~. sobre el cliente

~iaa; no miraba en torno suyo. .• ~ No faltaría -La culpa es de 1o1J tiempos que corren -terctO ·

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resbalar el pantalón. Estaba nuevamente bañado en sudor. Se inclinó; buscó furiosamente la camisa. Terminó por encontrarla y, cuando se hubo secado el cuerpo, quedó de pie, jadeante, el tórax apretado contra el alambrado polvoriento. Ni un movimiento, ni un ruido, ni siquiera un insecto. Como si el oscuro mundo yaciera herido entre la luna pálida y fría y las estrellas insomnes.

ti

VICTORIA

1

Los que lo vieron bajar del expreso de Marsella, en la estación de Lyón, en aqnella mañana húmeda, divisaron a un hombre de alta estatura, de paso un poco rígido, de cara bronceada, con bi¡otes de guías puntiaJudas y cabellos casi blancos. "Un lord -dijeron, al re­parar en su traje sobrio y de buen corte, su bastón impecable, llevado impecablemente, y su buen equipaje-~ un lord militar. Pero tiene un no sé qué en los ojos". Sin embargo, en Europa, desde cuatro años atrás, había ya muchas personas que tenían un no sé qué en los ojos. Lo vieron, pues, alejarse, sobresaliendo la mitad de la cabeza sobre los franceses, con sus ojos hundidos y fijos, con su paso for­zado, estudiado y seguro al mismo tiempo, y desaparecer en un taxi. Y la gente dijo, por poco que todavía pensara de él: "Reaparecerá en las of'u:inas de la embajada, en los restaurantes de los bulevares o en coche por el Bosque de Bolonia con inglesas <tcbic}>". Y esto fue todo.

Y quienes lo vieron bajar del mismo taxi en la estación del Norte, pensaron: "Ahí va un lord presuroso por volver a su casa". El mozo que le tomó su maleta le dio los buenos días en bastante buen in¡lés. "¿El señor va a Inglaterra? .. , inquirió, sin recibir más respuesta que la sombría mirada británica, que se¡uramente era lo que esperaba; y le instaló en un vagón de primera clase del París-Calais. Eso fue todo, iaualmente. Y no hubo tropiezos ni siquiera cuando él descendió en Amiens. Es una cosa que hacen también los lores in¡leses. Sólo en Rozieres empezaron a mirarle y a darse vueltá cuando él pasaba.

Un auto de alquiler lo zarandeó a todo lo Iarao de una calle mal empedrada, entre murallas derruidas sin puertas ni ventanas, que se er¡uían en el crepúsculo como vuijaa fOtas. La calle, a medias obstruida de trecho en trecho por las paredes dertumbiadas y trozos de revoque en cuyas f'IIIWU crecía una pobre -,eaetaeióa, cruzaba por avenidas den.stac~as y desiertas. En una de ellas, un tanque mudo, inclinado sobre un costado, yacía en medio de U11 matorral. Era R.oziires, mas no se detuvo allí, porque no había habitaates, ni btpr doade alojarse.

El auto prosiauió, pues. en su. traqueteo y salió por fin de la rui-

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nas. La calle barrosa y sin aceras penetraba en un pueblo de Yivien· das de ladrillo agresivamente nuevos, de techos de teja ondulada Y de papel embreado de fabricación norteamericana, y terminaba delante de la casa más alta. Esta casa se hallaba a ras de la acera. Su fachada de ladrillos tenía una puerta y una sola ventana provista de vidrios esmerilados, sobre los cuales se leía la palabra "Restaurant".

-Hemos llegado -dijo el chofer. El viajero bajó, con su maleta, su gabardina, su bastón impecable.

Penetró en una sala bastante amplia, desnuda y glacial con sus pare­des revocadas recientemente. Contenía una mesa de billar, en la que tres hombres estaban jugando.

-Buenas noches, señor -dijo uno de ellos, mirándole por encima del hombro.

El recién llegado no contestó. Cruzó la sala, pasando por delante del mostrador de zinc flamante, y se dirigió hacia una puerta abierta, detrás de la cual eataba cosiendo una mujer de unos cuarenta años. Después de levantar los ojos de la costura que tenía sobre las rodi· llas, ella miró al viajero.

-Buenos días, señora -dijo él-. ¿Dormir, señora? La mujer le lanzó una simple mirada, breve y tranquila. -Eso es, señOl' --repuso ella levantándose. -¿Dormir, señora? -repitió él, levantando un poco la voz, el mos-

tacho puntiqudo ligeramente emperlado de lluvia, las pestañas mojad~& de humedad-. ¿Dormir, señora?

-Bien, señor -dijo la mujer-. Bien. Bien. - ¿Dor .•. -iba a decir una vez más el viajero. AJauien lé tocó el brazo. Era el jugador de billar que le dirigiera

la palabra en el momento en que él entraba. -Mire usted, señor inllés -dijo el hombre. Empuñó la maleta y agitó la otra mano señalando el techo. -La habitación. Tocó de nuevo el brazo del viajero, apoyó su mejilla contra la P~ de llll mano cerrando los ojos, ¡esticuló de nuevo en la dir«· cten del techo y, atravesaado la sala, se dirigió hacia una escaieta de madera sin baraada. Al pasar por delante del mostrador, tomó UJI& vela. La aran ala Y el cuarto al qne daba la puerta donde se hallaba llelltada la mujer, estabaa iluminados cada uno por un solo foco siJI PutaDa, colpdo al extremo de un hilo Al pie de la --•era encen-dió la vela. . .,.,.,_ '

Subieron, empujando delante de elloa a SIIS sombras vaciiaJúeiS'. ~ un P8lliilo estrecho, frío y húmedo como una tumba. Los ta­~ de revoq~ rústico todavía no estaban secos. El pis6 era d• PIDO c:olor natural., sin alfombra. A cada lado brillaban pica..-es de metal ~-"- -··

---· La atlDÓifera pesada aplaataba como una m.­~ la _llama misma de la vela. Penetraron en una habitación donde reiDalla i~Dahaente un olor de· yeso húmedo, más Jlacial aún que ~

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del corredor, un frío espeso, casi material. La habitación contenía una cama, una cómoda, una silla y una mesa de tocador. La palan­gana, el depósito de agua y el jarro eran de hierro enlozado. Cuando el viajero palpó la cama, las ropas bajo su mano no hicieron oír el menor roce; sábanas rudas como arpillera.

El hotelero dejó la vela sobre la cómoda. -¿Cenar., señor? -inquirió .. El viajero lo miró con expresión asustada desde lo alto de su gran

estatura, incongruente con sus indumentos de buen corte, con su gesto indeciso. Sus bigotes enhiestos brillaban como minúsculas bayone­tas sobre una corbata a rayas de colores particulares -lo que el hotelero no podía saber-, de un regimiento escocés.

-¿Comer? -gritó el dueño del albergue con una vigorosa mímica de sus mandíbulas-. ¿Comer? -rugió, señalando el suelo con un ademán que fue copiado por su sombra.

-Yes -vociferó a su vez el viajero. Sus caras no estaban a un metro la una de la otra. -Yes,yes. Con la cabeza, el hotelero dio a entender enérgicamente que había

comprendido, indicó con el dedo el pavimento y luego la puerta, renovó su gesto afirmativo y salió.

Ya en la planta baja, encontró a su mujer en la cocina, delante del fogón.

-Quiere comer. -Ya me lo figuraba -repuso la mujer. ~ -¿Pensabas tú que ellos se quedarían en su tierra? -dijo el hote-

lera-:.. Estoy contento de no pertenecer a una raza en que los hom­bres están condenados a vivir en un país demasiado chico para conte­nerlos a todos a la vez.

-Quizá haya venido a ver la guerra -sugirió la mujer. -Claro que sí -convino él-. Pero hubiera debido venir hace cuatro

años. Entonces era cuando se necesitaba que los- ingleses vinieran a ver la guerra. . -Era demasiado viejo para venir en ese entonces -repuso la mu-Jer-. ¿No has visto sus cabellos? • . -Entonces, que se quede en su casa ahora. No creo que haya re­Jtaenecido.

-Tal vez venga a visitar la tumba de su 'hijo -dedujo ella. -¿El? ¿Ese? Es demasiado frío para haber tenido un hijo.

.• -Quizá tengas razón -asintió la mujer-. Después de todo, es cues­taon suya. Lo que a noaotros nos interesa es que tenga dinero.

-Exacto -dijo él-. En nuestro ofieio n~ se puede elegir la caza. -Pero siempre se puede desplumarla -rió ella.

. ~ ilfasnífico! ¡Bravo por el "desplumar'•! Valdría la pena de decirselo al inglés mismo.

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-¡;Por qué no dejarlo que se dé cuenta él solo, cuando se haya ido?

- ¡Formidable! -se desternilló de risa el hotelero-. De mejor en mejor. ¡Formidable!

-Basta de bromas -dijo la mujer-. Aquí viene. Se oyó el paso regular del viajero, que en seguida apareció en la

puerta. A la luz más débil de la gran sala, su rostro oscuro y sus ca­bellos blancos le asemejaban a un negativo de kodak.

La mesa había sido puesta para dos personas; una jarra de vino tinto para cada uno. En tanto que el viajero se sentaba, el otro invitado entró y ocupó el segundo sitio. Era un hombrecito desmirriado, que a primera vista parecía completament~ desprovisto de cejas. Metió la punta de su servilleta en su chaleco, se apoderó del cucharón -la sopera estaba entre ellos dos, en medio de la mesa- y se lo ofreció a su compañero de mesa.

-Faites-moi l1tonneur, monsieur -dijo.1

El otro, inclinándose envarado, aceptó el cucharón. El hombrecito levantó la tapa de la sopera. - J'ous venez examiner ce. scene de nos victoires, monsieur? -dijo

él, sirviéndose a su vez. 2

El otro le miró. -Monsieur l'Anglais a peut-étre beaucoup des amis qui sont tombés

en voisinage?3

-Y o no hablo francés -dijo el otro sin dejar de comer. El hombrecito no comía. Tenía en el aire la cuchara, que aún no

había metido en el plato. -What agree11ble {or me! 1 speak the Engleesh. 1 11m Suisse, me.

lspeak 1111/tmgue. 4

El otro no contestó. Comía concienzudamente, sin prisa. -You ave retum to see the grave of your galllnt countreemt~ns, elr'!

You ave son here, perhflPs, eh?5 ·

-No -repuso el inllés, sin dejar de comer. -¡,No? El viajero terminó su sopa y puso el plato a un lado. Bebió un

poco de 'tino.

l "Rápme el. favor, señor.» En ftancés, en el original, 10 mismo que las dos réplicas siguientes. Es un suizo el que habla. y que, aunque pretende conocer todas las lenguas. eruopea imparcialmente, como se verá, tanto el francés como el. inglés. (N. del T.)

l '"¡ VieDeusted a examinar esta escena-.de nuestras victorias, señor?" 1 ";.El señor ing,lés ~tiene mucllof. amigos que han caído en los~

de&orcs!* 4 "Lo telebro. Yo hablo ínp. Soy suizo. Hablo todu las lenguas." S "i. Usted . ha. vuelto pata. ver las tumbas de 5ID valientes compatriotas,

eh? ¡.Quizá tiene afl\JÍ un hijo, eh?"

-W.hat deplorable, that man who ave -continuó el suizo-. But it is finish now. Not? 1

El otro no respondió, ni siquiera miró al suizo. Con sus ojos hun· didos, sus bigotes erectos, su rostro estereotipado, parecía no mirar nada.

-Me, 1 suffer, too. A/1 su/fer. But 1 tell myself: what wou/d you? lt is war. 2

El otro seguía sin contestar. Comía tranquilamente, sin prisa, y, cuando hubo terminado, se levantó y dejó la sala. Encendió su vela al pasar por delante del mostrador, donde el hotelero, acodado al lado de otro hombre con traje de pana, levantó ligeramente su vaso, diciendo:

- ¡Por su buen sueño, séñor! El viajero miró al hotelero, el rostro descarnado a la luz de la vela,

los mostachos engomados e inhiestos, los ojos en la sombra. -¿Qué? -inquirió-. Sí, sí. Dio media vuelta y se dirigió hacia la escalera, en tanto que los

dos hombres, desde el mostrador, le miraban alejarse, la espalda rí­gida, como empalada.

Desde que el tren salió de Arrás, las dos mujeres no dejaron de observar al otro ocupante del compartimiento. Era un coche de ter­cera clase; no los había de primera en aquella línea. Ellas estaban sentadas, la cabeza envuelta en una pañoleta, sus gruesas manos de campesinas inmóvlles y cruzadas sobre cestos cerrados y colocados sobre sus rodillas, observando, sentado enfrente de ellas en un banco de madera gastada y sucia -los cabellos blancos en contraste con el rostro pálido y bronceado, las puntas de los bigotes, el traje de corte extranjero, el bastón-, al hombre que miraba por la ventanilla. En un principio, ellas no habían hecho más que observar, prontas a apartar la vista; pero, como él no parecía prestarles atención, se pusie­ron a cuchichear entre sí, muy quedo, detrás de sus manos. El hombre no dio señales de haberlo notado. Entonces, bien pronto, ellas charla­ron a media voz; detaUaron con sus ojos vivos, alertas, curiosos, aquella figura extraña liseramente inclinada sobre su bastón y que miraba a través de una ventanilla de vidrios sucios, más aBá de la c:ual no había nada que ver, a no ser, de tiempo en tiempo, una carretera intransi­table, el muñón de un árbol quebrado a la altura de un hombre, sur­aiendo de miníuculas porciones cultivadas que contorneaban con &parente falta de lógica. islotes de tierra, señalados por pequeños car­teles pintados de rojo; islotes impenetrables, desiertos, extendidos

1 "'¡Qué dolo ros¡) para quien tiene uno' Pero ahora todo ha terminado, ;.no?~ ..

l "Yo también sufro. Todos sufren. !'ero yo me digo: ¡,Qué hacer? Es la guerra.'"

sobre las ruinas sepultadas en su seno. Luego, el tren, disminuyendo su velocidad, pasó de repente entre montones de ladrillos de donde se elevaba una casita con tejas onduladas, que ostentaba un nombre en gruesas letras. Las mujeres vieron al viajero inclinarse hacia ade­lante.

-¡Miren su boca! -dijo una de las mujeres-. Deletrea el nombre. ¿Qué le decía yo? Es eso. Han matado a su hijo por aquí.

-Entonces, tenía un montón de hijos -comentó la otra mujer-. Desde Arrás ha leído todos los nombres. ¡Ah, ah! ¿Un hijo, él? ¿Uu pedazo de hielo así? · '

-A pesar de todo, tienen hijos. -Será por eso que beben whisky. Si no ... -Claro. Sólo piensan en el dinero, esos inglesuchos y en la bebida. Un momento después, ellas bajaron. El tren prosi¡u.ió. Otros viaje­

ros entraron en el compartimiento; otros campesinos de pies enlo­dados, portadores de cestos que contenían aves vivas o muertas. EstOI, a su vez, observaron a aquella forma inmóvil y rígida, inclinada sobre la ventanilla en tanto que el tren rodaba a través de la campiña de­vastada y pasaba por delante de las estaciones de ladrillo y teja, eatre los montones de ruinaa, viendo cómo el hombre movía los labial mientras leía los nombres.

-¡Que mire, que mire la perra, de la que, a pesar de todo, ha oído hablar! -se dijeron los unos a los otros-. Después, no tendrá más qae volver a su tierra. No era m el patio de su granja donde se libraba la perra. ·

-Ni en su casa -añadió una mujer.

n

El batallón está con el arma al pie bajo la lluvia. Se haBa acantoudO desde ~ace ioa díu; 1e ha renovado y limpiado el equipo, llenado los YaciOS, COIIIplegdo las filu, y está ahora el arma al pie, con 11 estílpida docilidad de un rebaño de borregos, 'bajo la Uuvia inc:~· · frente ala silueta del -a-to mayor que chorrea qua.

AJauaos instaDtea después, el coronel sur¡e de una pnerta sit111111 · al o_tro Wo de la plaza. Pennanece un momento en el umbral. aiJO­t~ el ~; Jueao, sepido de des ayudantes de caJIII!O. :~=-cauto en el barro con sus botaa charoladas y 1e dirige hacit

-Reeftiata ... ¡Atención! -f1lle el asraeato mayor. Un. 1\UDor de - recorre el batallón; un ruido úuico, ahopi&

rabioeo., El SUJeDto mayor gira aobre sus talones, da un paso _...... te hacia los of'táafes y aluda, su butoncillo Wo la axila. :

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1

Con seco ademán, el coronel se lleva el suyo a la visera de su go-m.

- ¡Descanso, mis hombres! -dice. Nuevo ruido de armas, ruido único, tregua indolente. Los oficia­

les llegan ante la primera ida del primer pelotón; el sargento mayor IJJUcha detrás del último oficial. El sargento del primer pelotón da un paso adelante y saluda. El coronel no responde. El sargento se coloca detris del sargento mayor, y los cinco recorren el frente de la compañía, examinando cada uno a su vez aquellas caras rígidas de miradas f'Jjas rectamente delante de ellos. Primera compañía.

El sargento saluda a la espalda del coronel, vuelve a su sitio y se mantiene en guardia. El sargento de la segunda compañía da un paso adelante, saluda, sin que nadie se dé por enterado, va a situarse de­tris del sargento mayor, y se pasa inspección a la segunda compañía. El impermeable del coronel gotea sobre sus botas charoladas. El barro sube del suelo, trepa por las botas, se mezcla con el agua, forma rega­jos Y sube cada vez más arriba a lo largo de las botas charoladas.

Tercera compañía. El coronel se detiene delante de un soldado a quien su impermeable de hombreras hundidas, sobre las cuales la Duvia se desliza por detrás de su birrete, da vagamente el aspecto de un pájaro irritable y furioso. Los otros dos oficiales, el sargento mayor Y el sargento se detienen a su vez, y los cinco insPeccionan con ojo severo a los cinco soldados que tienen delante. Los cinco soldados, rílidos, miran sin pestañear hacia adelante, sus caras como caras de madera, sus ojos como ojos de madera.

-Sar¡ento -dice el coronel con aspereza-, ¿se ha afeitado hoy este hombre?

-¡Mi coronel! -prorrumpe el sargento con voz de clarinada. -&argento -repite el sargento mayor-, ¿se ha afeitado hoy este

hombre? .Los cinco miran ahora fijamente al soldado, cuya mirada impasi­~ P&rece pasar a través de eUos, como si ellos no. estuvieran allí.

- ¡Da un paso adelante cuando se te habla en las filas! -ordena el saraento mayor.

El soldado, que no ha dicho nada, da un paso fuera de la línea, eilviaado un chorro de lodo aún más alto sobre las botas del coronel.

-¿Tu nombre? -inquiere el coronel. -G24186 Gray -r~nde de un tirón el soldado. Ls compañía, el batallón, miran derecho ~elante de ellos. -¡Mi coronel! -corrige el sargento mayor con voz tonante. -Mi coronel-dice el soldado. -¿Te has afeitado esta mañana? -pregunta el coronel. -No, mi coronel. -¿Porqué? . -No me afeito, mi coronel. -¿No te afeitas nunca?

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-Aún no tengo edad para afeitarme. - ¡Mi coronel! -truena el sargento mayor. -Mi coronel-repite el soldado. -Aún no tienes ... La voz del coronel muere en alguna parte, detrás de su mirada

enfurruñada, mientras el agua resbala por la visera de su gorra. - Tómele el nombre, sargento mayor -dice, continuando la ins­

pección. El batallón mira fijamente hacia delante. Al cabo de un momen­

to, ve reaparecer al coronel, a los dos oficiales y al sargento mayor, siempre en f"tla india. Uegado a su sitio reglamentario, el sargento mayor se detiene, saluda al coronel. El coronel hace de nuevo con su bastón el mismo saludo seco y se aleja al trote, seguido de los dos oficiales, hacia la puerta por donde surgiera poco antes.

El sargento mayor se vuelve hacia el batallón. - ¡Reeevista!. .. -grita. Un imperceptible movimiento pasa de f"tla en flla, imperceptible

préc.:ursor de ese mido fastidioso y mojado, que muere apenas nace. El bastoncillo del sargento mayor ha desertado de su axila. Se apoya ahora en él, como hacen los oficiales. Durante algunos instantes su mirada recorre el frente del batallón. '

- ¡Sargento Cunninghame! -dice por fin. - ¡Sargento mayor! -¿Ha tomado usted el nombre de este soldado? Hay un instante de silencio, un poco más que breve, un poco menos t

qne lar¡o. Luego, el sargento indaga. -¿Qué hombre, sargento mayor? · El batallón se mantiene f"mne, rígido. La lluvia cae silenciosa en el

barro, entre el batallón y el sargento mayor como si no tuviera la fuerza de caer con más fuerza o de detenerse '

-¡Tú., el soldado que no se afeita! -dice ~1 sargento mayor. - ¡Gray, sargento mayor! -precisa el sargento. --Gray, aquí. ¡Paso limnástíco!

tof:,l soldlulo Gray ~ sin prisa, se adelanta con expresión de miedo, em~o. Se detiene delante del sargento mayor. ··

-¿Por que no te has afeitado esta IIUIÍÍaQa? -pregunta el sargento mayor.

-Aún no tenao edad para afeitarme -replica Gray - ¡Sargeato ma,yor! -qreaa el sargento mayor . Gray ~ira f"Q.mente más allá del hombro . del sargento mayor.

• -Se dree sargento mayor cuando se habla a un suboficial -dice e, sararnto mayor.

Gray · o~m· Sn rostro m~ la iuadam~te. más allá del hombro del suboficial. de las~ h aorra sm ~* parece no preoeuparse para nada , El dadas de la Duna, como si se hubiera melto de DP'llnito.

saraento mayor eie'ra la voz: r~

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- ¡Sargento Cunnioghame! - ¡Sargento mayor! -Tome también el nombre de este soldado, por insubordinación. - ¡Bien, sargento mayor! El sargento mayor mira nuevamente, de arriba a abajo, a Gray:

-¡Voy a preocuparme también de que seas trasladado al bata-llón de los castigados, muchacho!... ¡A la fila!

Gray da media vuelta, cachazudo, y vuelve a ocupar su puesto en la fila, seguido por la mirada del sargento mayor. Este eleva nue­vamente la voz:

- ¡Sargento Cunninghame! - ¡Sargento mayor! -Usted no ha tomado el nombre de este soldado cuando se le ha

ordenado. Si esto se repite, le pasará a usted lo mismo. - ¡Bien, sargento mayor! - ¡Rompan filas!

-Bueno, ¿por qué no te has afeitado? -le preguntó el cabo. Estaban de regreso en el acantonamiento, una granja con paredes

de piedra carcomida, donde no penetraba luz algwta; acurrucados en la atmósfera amoniacal, sobre la paja húmeda, en tomo a un bra­sero humeante.

-¿Acaso no sabías que hoy pasaban inspección? -Aún no tengo edad para afeitarme -dijo Gray. -Pero, ·¿no pensabas que el coronel iba a reparar en ti durante

la revista? -Aún no tengo edad para afeitarme -repitió Gray con plácida

obstinación.

111

-Desde hace doscientos años -dijo Matthew Gray-, no ha pasado un día, salvo el domingo, sin que un casco de barco en construcción en

-el elyde o que haya salido de la boca del Clyde, no Den un clavo puesto por un Gray.

La cabeza inclinada, miró al joven Alee por encima de sus gafas con montura de acero. . .

-Y sin exceptuar tampoco sus impíos mart~os Y sus tmptos golpes de serrucho. Porque, si se pudiera consn;uu un casco en un día, loa Gray podrían lw:edo -agregó con somm:•o urgullo-. Y ahora que haa crecido bastante como para ir a los astilleros con tn abuelo y conmigo, a ocupar tn puesto de hombre entre ~hombres, para que se te confíe como a 1m hombre un martillo Y una sterra ...

27

-Calla, Matthew -"dijo el viejo Alee-. El muchacho puede uemr bien derecho y clavar tantos clavos en un día como tú y hasta como yo.

Matthew no prestó atención a su padre. Siguió pronunciando 1111 palabras lentas y mesuradas, sin dejar de mirar a su hijo por e~ de las gafas ..

-Y con John Wesley, que es dos años menor, el pequeño Matthew, que es diez años más joven, y tu abuelo, que será pronto viejo ...

-¡Eh! -dijo el viejo Alee-, yo no tengo más de sesenta y oclul años. ¿Acaso quieres decir que el muchacho, cuando haya dado • vueltecita por Londres, al volver me encontrará en el asilo? Esto ter• minará para Navidad.

-Para Navidad o después -dijo Matthew-, un Gray, un constr!IC" tor de barcos, no tiene nada que hacer en una guerra insJ.esa.

-Calla -repuso el viejo Alee. Se levantó, fue al armario al lado de la chimenea, y volvió a •

sitio con una caja. Era de madera, ennegrecida y pulimentada por el tiempo, con áugulos de hierro y una enorme cerradura que nn Diie halxía P9dido abrir con una horquilla para los cabellos. Sacó de •

· bolsillo una llave casi tan grande co~no la cerradura. Abrió la caja, sacó de ella con precaución un estuc;hito forrado de terciopelo, que abrió a su vez. Sobre el satén interior reposaba una condecoración, un troza de bronce sobre una cinta carmesí: una cruz de Victoria.

-Yo continué haciendo salir barcos por la boca del Clyde miell­t;ras que tll tío obtenía de la reina este trozo de bronce -dijo el viejo Alee-. Que yo sepa, nadie se quejó de eso. Y, si és menester, lo balé. de ~uévo mientras .Alee vaya a servir a la reina, un poco él tambiéll. ¡Deja que se vaya el muchacho!

Guardó la condecoración ~ la caja de madera, que cerró con nave. -Un poco de guerra no le sentará mal a este chiquillo. Si yo tifo

viera su edad, o únicamente la tuya, te aseguro que también me iríi Alee, hijo mío, escucha un, momento.ATerigua si aceptan a un buett . hom~~ sólido de sesenta y ocho añoa, y me iré contigo, dejando ' loa VIeJOS como Matthew que se las arrealen como puedan. VamOf. Matthew, no tortures más al muchacho. ¿Loa Gray no han servido sielll-­pre a la reina cuando ella loa necesitó? ·

El joven Alee fue~ pues, á enrolarse. Un día de mediados de se-• maua, descendió la colina con tnQe dominguero, con un Nuevo T• tamento Y un pan casero envueltos en un pañuelo.·Y fue el últ~ ~fa de ~ del -~ Alee, porqae, poco tiempo despaé&, una ma-' ~·. Matthew .,., solo la colina para ir a loa astilleros, dejaniiO al VleJO· Alee en la casa. Y, desde entonces cuaado llac:ía baen tiem~ Y !l, veces tamlriéá C\Wldo el tiempo~ malo, basta que au ~.,. ftltla a bu.scarle para hacerle eatrar, permanecía. envuelto en una mldlf '

k ta, seatado ea uaa silla en el porche, minmdo hacia el sur y had' •

28 ' ··¡·· <:,;

.. ~.' .. t. '.<!~

el este, llamando de vez en cuando a su nuera, ocupada dentro, para decirle:

-Escucha. ¿Oyes ahora los cañones? -No oigo nada -respondía la nuera-. Es solamente el mar, del

lado de Kinkeadbight. Entre usted ahora. Matthew se enojaría. -Calla, hija. ¿Piensas tú que un Gray pueda disparar un cañonazo,

sea donde sea, sin que a mí me llegue el sonido? . Recibieron de Inslaterra, poco después de su emolam1ento,, una

carta de él en la que decía que la vida del soldado no se parec1a en nada a la· de un carpintero de barcos de las riberas del Clyde, Y que escribiría de nuevo dentro de unos días. Lo que cumplió, cada mes, aproximadamente. Escribía que el ser soldado no era lo mismo que construir barcos, y que llovía siempre. Y luego, ~r ~ete me-:s •. ~o se supo nada más de él Pero su padre y su madre SJIUleron escnb1en: dole una carta colectiva, el primer lunes de cada mes; una carta C8S1

idéntica a la precedente, a las doce precedentes.

Seguimos bien. Los barcos salen del astille:o del Ciy~e ~ás pronto de lo que pueda tardarse en hundirlos. ¿Conservas Siempre el Ubro.

Estas palabras provenían de la lenta y rnda letra de su padre. Pero lu escritas por la mano de su madre, decían:

¿Sigues bien? ¿No necesitas nada? Jessie y yo estamos tejíéndote calce­tines, y te los mandaremos. Alee. Alee.

Esta carta, siempre la misma, r. la que él recibió durante el tiem­po que pasó en el batallón de disciplina adonde su antiguo cabo se ~a haCía llegar, porque él no había dicho. nada a ~os suyos del cam~ que se había operado ea su existencia. Respoqdió a ellas, confundido entre sus compañeros de eastigo, acurrucado en el lodo:

Sigo bien. Sí. conservo el Libro.

No les decía que los mocetones de su pelotón se serTÍan del Libro ' allá de las Lamen­para encender las pipas y que ahora estaban mas

taciones. ·

Llueve siempre. Recuerdos al abuelo. a Jessie. a Matthew Y a lohn Wesle)'­

Luego terminado su castigo en el ·batallón de dis(jplina, ~Omó a su ant~ compañía, a su antiguo pelotón, donde se encontrO con naevas caras y una carta:

Seguimos bien. Los barcos continuan saliendo del Qyde. Trenes una nueva hermana. Tu madre está bien. •

29

Dobló la carta y la guardó. -Veo muchos soldados nuevos en el batallón -dijo al sargento-.

¿Tenemos también otro sargento mayor? -No -dijo el sargento-. Siempre el mismo. Miró a Gray con ojo atento, escrutador; su cara se iluminó. -Te has afeitado esta mañana -le dijo. -Sí ----eontestó Gray-. Ahora ya tengo edad para afeitarme. Esa tarde el batallón tenía que partir para Arrás. Por eso, dio res­

puesta en seguida a la carta:

Sigo bien. Saludos al abuelo, a Jessie, a Matthew, a John Wesley y a la ncmta.

-¡Buenos días! ¡Buenos días! El general, con la cabeza encapuchada y las rodillas envueltas t1

una manta, se inclina fuera de su auto y les saluda con un movimiento de su mano enguantada, interpelándoles alegremente, en tanto que eRos chapalean por el camino de Bapaume y se alínean en la cuneta . para sobrepasar al coche.

-Está de buen año, el viejo -dice una voz. . -Of'IC~es -dice otro con tono despectivo, y se pone a lanzafl IDlpropenos en tanto que resbala en el lodo grueso de la cuneta que le llega hasta la rodilla ·Y trata de asirse a la cresta del talud. ·

-¿Y qué? -dice un tercero-. Los oficiales también van a la guerra. ¿No es as{?

-Entoaees -responde otro más-, ¿por qué le vuelven la espalda? La guerra no está de ese lado. · ·

Pel t' tr 1 • · o on as pe oton, se deslizan, se hunden en la zanja y arr» · tran penosamente los pies pesados en 'el barro pegajoso para adelaJJ-tarse al e~ detenido Y volver a tomar el centro del camino. . -¿~~18 lo que me han dicho? Me han dicho: "Los boches tientl

~ canon nuevo que Uegará hasta París." Y yo les he contestadO! Eso no es nada. Tienen otro que lanzará por los aires a todos llf

pavos del estado mayor". -¡Buenos días! ¡Buenos días!

. El general sigue agitando su mano enguantada e interpelando ,Íll'" · ;::a-ente a los soldados, en tanto que el batallón da un rodeo pCif ~ta Y vuel.-e a trepar a la carretera d-"'- de h-'-- d..:-..a.t

a~ el coche. · ' -.--.. '""" ~

Ya • · mer están en la ~era. Antes de que accioaase el gatillo .del todo ~se hahta ~~o un disparo_ Gray es el tercero. D~ de en que - ido trepando entre dO$ estallid de ho ·

obús ea hoyo de obús. Gray ba logrado acercarse al sargeo:;to ~

30

y al oficial. A la luz de este primer disparo, puede divisar en los mato­rrales esa brecha hacia donde los guía el oficial, los reflejos mortecinos y duros del alambre, allí donde las balas han mezclado el lodo con la herrumbre; y, recortándose sobre la luz, la alta silueta del sargento mayor dando un salto. Entonces, Gray se precipita de un brinco, la bayoneta calada, en la trinchera llena de gritos, de jadeos y de golpes sordos.

Los obuses estallan ahora por docenas. En la pálida luz, Gray ve al sargento mayor cómo lanza metódicamente granadas en la trin­chera vecina. Corre hacia él, pasando por el lado del oficial, doblado en dos, sobre la banqueta de tiro. El sargento mayor ha desaparecido en la trinchera. Gray lo sigue, lo alcanza. Apartando con una mano la cortina de arpillera, el sargento mayor lanza una granada en la zanja, como una corteza de naranja en el respiradero de un sótano.

A la luz de la metralla, el sargento se vuelve. -¿Eres tú, Gray? -inquiere. La granada estalla sordamente bajo la tierra. El sargento mayor

busca otra en la bolsa suspendida de su cuello, cuando la bayoneta de Gray le penetra en la garganta. Es un hombre de gran estatura . Cae de espaldas, ambas manos asidas al cañón del fusil contra su gargan­ta, los dientes brillantes, arrastrando a Gray con él. Gray no ha soltado el fusil. Trata de arrojar el cuerpo traspasado por la bayoneta, sacudién­dole como haría con una rata enfilada en la varilla de un paraguas.

Arranca la bayoneta. El sargento mayor se desploma en el suelo. Gray vuelve el fusil y le golpea el rostro con la culata, pero el suelo

· demasiado blando de la trinchera no ofrece resistencia. Mira rápida­mente en derredor. Su mirada tropieza con un pedrusco hundido en el lodo. Lo despega, lo coloca bajo la catrza del sargento mayor Y empieza de nuevo a dar culatazos a la cabeza.

Detrás de él, en la primera trinchera, el oficial grita: -¡Un toque de silbato, sargento mayor!

IV

En la citación se dijo que, en el transcurso de un ~taque nocturno, d~nés de haber sido puesto fuera de combate el of'lCtal Y de la muerte de todos los suboficiales el soldado Gray, uno de los cuatro sobre· vivientes había tomado ~ comando de la expedición (cuyo fin era un rápido· golpe de mano para hacer ~oneros): Y ~tenido un punto de apoyo en una trinchera enenuaa de pr_nnera bn~, h~ que un ataque de sostén vino a consolidar la posicion. El ~c1al na~o que había dado orden a los hombres de replegarse, de deJarle allt Y de proveer a su propia salvación; pero que Gray había sobrevenido no se sabía de dónde con una ametralladora alemana Y que, en tanto

31

..

que sus tres camaradas construían una barricada había convencido al oficial, le había tomado su pistola Very, habí~ disparado la señal colo~eada ~ue ordenaba el ataque, todo ello tan rápidamente que el sosten hab1a llegado antes de que el enemigo pudiese contraatacar o crear una cortina de fuego.

Es improbable que su familia tuviera conocimiento de su citación. En t~o e~, ni las cartas que recibió durante su permanencia ea el hospital, DI su contenido habían cambiado:

Estamos bien. Seguimos construyendo barcos.

Su carta siguiente a su familia se retrasó también esta vez varioJ meses. La escribió· desde Londres, CUatldo pudo de nuevo sentarse en la cama:

H~ estado enfermo, pero ahora sigo mejor. Tengo una cinta como la de la ca¡a, ~ero no completamente roja. La reina ha estado aquí. Saludos al abue­lo, a Jess1e, a Matthew, a John Wesley y a la nenita.

La respuesta fue escrita un viernes:

,;u madre se alegra de que sigas mejor. Tu abuelo ha muerto. La nenita se ama Elizabeth. Estamos bien. Tu madre te envía sus recuerdos.

El no escribió sino tres meses más tarde, otra vez en invierno.

MaHttehsanad1

ohnde la herida. VÓy a una escuela para oficiales. Saludos a Jessie. ew, o Wesley y Elizabeth.

1 neA ~aíz de esta. carta, M~tthew refle~iolió por largo tie~po. tanfO ~ respuesta se postergo una semana, pues fue escrita solameote ·

lleiWldo lunes del mes en llllat del primero La "b' • idadoea-mente cuand f: ' • escn Io cu 0

él ' 0 su. amilia se hubo acoatado. La cart~ fue tan Iarp · su ~uso ~to tiempo en escribirla, que al cabo de cierto tiemp&

mll)er entró en la habitación, en ropas de noche. · -Vuélvete a la cama -le dijo él-. Yo voy en seguida Se trata di'

una COlla que hay que decirle al muchacho · ·

ra:;.~u:,. ~la .. pluma y se apoyó ~ el ~ del sillón ~ • ~-ni .,:::anes~ escrita lentamente, concienzudamenW.

... tu pedacito de cinta. .,.... .... ... y el orgullo Lo d •• ..--rque es """' ese lado donde están la vanagloria reniegues nÚ.nca ~ ~~~ SC: ofi~_!lo es más q'!e orgullo y vanagloria. No Si viviera tu abuelo no f!lleDtt? •• u eres ~ Y constructor de barcos. de que te bayas curado de ~~t~~tilnoT en dectrtelo_, Estamos contentos de

u mad:n: te manda sus ret.-uerdos.

32

"

El envió a su casa -su condecoración y su fotografía con el nuevo uniforme, con insignias, condecoración y galones. Volvió a Flandes en primavera, CUatldo las amapolas florecían en los campos de remola­chas y de coles. Los días de licencia los pasaba en Londres en las casas de descanso para oficiales, sin hacer saber a su familia que estaba de vacaciones.

Seguía en su poder el Libro. De vez en cuando, lo encontraba entre sus efectos y lo abría en la página doblada, a partir de la cual su vida había cambiado: Y una voz dijo: "Pedro, tevántate y mata·: ..

A menudo, su ordenanza le observaba cuando él, maquinal, dis­traídamente, hojeaba el Libro y se quedaba pensativo en la página doblada -él, el oficial salido de las filas, el hombre descarnado y solitario, con su rostro que desmentía su edad, o su ausencia de edad; con su moderación, su calma profunda y madura, su convicción grave Y deliberada en la expresión y en el gesto ("como si fuera el diablo en persona" decía el ordenanza)- en tanto que escn'bía sentado a su mesa bien ordenada, atenta, lentamente, la lengua en la mejilla, como un .niño que ejecuta un deber caligráfico: ·

Sigo bien. No ha llovido desde hace quince días. Recuerdos a Jessie. Mat­thew, John Wesley y Elizabeth.

Hace cuatro días que el batallón ha Vllelto del frente. Ha perdido su mayor, dos capitanes y la mayoría de los tenientes; de manera que, ahora, es el capitán sobreviviente quien hace las veces de mayor, Y las compañías son comandadas por dos tenientes y un sargento. Entre­tanto, han Uegado refuerzos, se ha completado 'el efectivo y el bata­Dón debe volver al día siguiente a las líneas de fuego. Hoy, pues, la compañía K está en formación, las filas a cuatrO pasos de intervalo para la inspección, en tanto que el teniente que ejerce las funciones de capitán -se Dama Gray- pasa lentamente por delante de la primera fila de cada pelotón.

Inspecciona. a los hombres uno por uno, sin prisa, minuciosamente.. el sargento detrás de él. Se detiene.

~¿Dónde está tu herramienta de trinchera? -Saltó ... -empieza el soldado; luego se calla t. mira fijamente

delante de él. ., -¿Saltó de tu mochila, eh? -termina por él el capitán-. ¿Cuán·

do sucedió? ¿En qué combate hu tomadci parte desde hace cnatro días?

El soldado mira f'Qamente ante sí, hacia el _ptro lado de la calle silenciosa. El capitán se '8leja.

-Tome su nombre, sargento. Inspecciona al segundo pelotón, al tercero. Se detiene de nuevo.

Examina al S()ldado de píes a cabeza.

33

-¿Cómo te llamas? -010801 Mac Lean, mi capitán. -¿Refuerzo? -Refuerzo, mi capitán. El capitán continúa la inspección. -Tome usted su nombre, sargento. Su fusil está muy sucio.

El sol se pone. El pueblo se perfila como una negra silueta sobie el sol poniente. El río refulge con brillos de fuego. El puente que lo atraviesa es un arco negro por donde, lentamente, como sombras chi· nescas, se mueven hombres.

La tropa se apelotona en la zanja, al lado del camino, Illientrll que el capitán y el sargento miran con precaución por sobre el taiucL

-¿Puede 111ted distinguirlos? -pregunta en voz baja el capitáL -Boc:hes, mi capitán -murmura el sargento-; los reconozco pOI'

sus cascos. Ahora, la columna ha atravesado el puente. El capitán y el sargento·

vuelven arrastrándose hasta la zanja dónde están ovillados los hom­bres, uno de ellos herido en la cabeza cubierta de vendajes.

-Ahora, haga que este hombre se quede tranqullo -dice el capi­tán.

Marcha él a la cabeza y sigue la trinchera hasta que se ha alcanzado la entrada del pueblo. Allí, los hombres no están ya al sol; se siea-' tan tranquilamente al pie de. una pared, el herido en medio de ell01,: { en tanto que el capitán y el saqento se alejan de nuevo, arrastrándO- ¡ se. Cinco minutos después, YUelven.

-Bayoaeta calada .....dke el sargento en voz baja-. Y silencio, ahCP ra.

-¿Tendré QUf quedarme con el compañero herido, sargento? _...,. sita UD hombre.

-No vale la peaa -responde el sargento-. Todo el mUDdo lll'riO­gará la piel con nosotros. Adelante.

Sin mido, se deslizan a lo laqo del muro, detrá& del capitán. El m~ alcuza en ángulo recto la calle que atraviesa el puente. El ca­pitán levanta la mano. Se ietienen y lo ven desde el ángulo del muro eac:rutar los alrededona. Se hallan exactamente enfrente de la cabec$ . del puente. Nada sobre el puente Di en la calle; el pueblo dormí~ apacible a la caída del aol Contra el cielo, más allá del pueblo, el PQIYo de la columna ea retirada queda suapendido, tornándose de rosa ea oro..

Lue¡o, se. oye ~- ruido, una frase bren, gutu_.. A menos de <lid: metros, detrás de una pared ea ruiau, a ras del pecho, enfrente df$ PDente: cuatro hombres están aaadtados junto a una ametralladort• · El eapitá levanta. de Dlle9o ·la aaao. Los dedos se crispan liObre t. .. fusila. UD chirrido de QP&toa claYeteadoa sobre la acera un pitO •

. ' f

34 ,1 ~~

de sorpresa interrumpido bruscamente, choques sordos, alientos cor-tos y duros, interjecciones; ni un disparo. .

El hombre de la cabeza vendada prorrumpe en una risa estriden­te, pero alguien le cierra la boca con una mano que sabe a cobre. Por orden del capitán, derriban la puerta de la casa, arrastran a su interior la ametralladora y los cuatro cuerpos. Instalan la ametralla­dora en el piso alto, junto a una ventana que domina la c~becera del puente. El sol se hunde de más en más, las sombras tranquilas se alar­gan a través del pueblo y del río. El hombre de la cabeza vendada divaga solo. .

Otra columna avanza rápidamente por el camino, resuelta, orde­nada, bajo los cascos redondos. Pasa el puente, cruza el pueblo. Una tropa se desprende de la retaguardia y se divide en tres grupQs. ~s de ellos con ametralladoras se instalan a cada lado de la calle; el mas próxim~ utiliza el muro detrás del cual acaba de ser capturada la otra ametralladora. El tercer grupo YUelve al puente, llevando herra­mientas de zapadores y explosivos. Entre sus diecinueve homb_rc;s. el sargento escoge seis, que bajan sin ruido llr escale~. El capitán se queda cerca de la ventana, con la ametralladora. \

De nuevo un encuentro breve, una lucha, golpes. Desde la ventana el capitán ve volver la cabeza a los encargados de la ametrallad~ra apostada al otro lado de la calle; luego, el cañón del arma descrtbe un arco de círculo y tira. El capitán les envía una ráfaga de su ametra· lladora, luego otra al grupo del puente, mirando a los. hom~~ correr como una bandada de codornices hacia el muro mas proxuno. No los deja. Se desploman en plena carrera, punteando el camino ~· y. quedan inmóviles. Entonces, YUelve su ametralladora contra la de enfrente. La otra ametralladora deja de disparar. . .

Da otra orden. Los hombres que quedan, salvo el herido, se prea· pitan escaleras abajo. La mitad de ellos se detiene jUDto a la ametra· Uadora debajo de la ventana, y la llevan hacia la casa. Los otros se lanzan 'a través de la calle contra la otra ametralladora. A mitad d~ camino vuelve a empezar su tac-tac. En UD solo movimiento, en medio de UD ~ce loa corredores se abaten contra el suelo. Sus ~ta­loncitos l~anfados por la caída, descubrell sus m1181os desaudoa Y blanc;,.. La ametralladora descarga contra la puerta, en cuyo um· bral los otros tratan de desprender los cuerpos del arma que ~ PGrtan. En el momento en que el capitán ~ de nuevo ·el=: de su arma una bocanada de polvo penetra por el lado lZ de la venta.;. su ametralladora resuena metálicamente, un aJeo que­mante recorre' su brazo atraviesa su tórax, y otra bocanada de polvo lo invade por la derech¡ de la ventana. Dispara otra. vez co:tr• la, am;; tralladora de enfrenta, que enmudece. Mucho nempo _espues que la ha silenciado, sipe haciendo disparos contra el monton conf\180

desplomado en tomo de ella, , ah. om-t-tamente La tierra oscura devora al sol. La calle está ora e .-

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en la sombra; un último rayo horizontal penetra en la habitacióll y se desvanece. Detrás del capitán, en la penumbra, el herido ríe; luego, su risa se trueca en una divagación tranquila y satisfecha.

Cuando va a caer la noche, otra columna atraviesa el puente. Hay todavía bastante luz para que pueda verse que estos soldados llevan uniforme caqui y que sus cascos son chatos. Pero probablemente no hay nadie que les vea. Porque, cuando los hombres de una patrulla suben al piso alto y hallan All capitán apoyado contra el alféizar de la ventana, junto a la ametralladora ya casi fría, le creen muerto.

Esta vez, Matthew Gray supo de la citación. Alguien la recortó de la .. Gazette" y se la mandó; y él, a su vez, se la envió a su hijo, al hGf. pital, con una carta:

... Pue~to que es necesario que haga~ la guerra, nos alegramos de que te porte~ bien en ella. Tu madre piensa que tú ya ha~ hecho tu parte y que debe· tÍa.'\ volver a casa. Pero las mujeres no comprenden nada de estas cosas. En cuanto a mí, juzgo que ya es hora de que cese la lucha. ~Para qué los joma· les elevados, si la vida es tan cara que sólo hay provecho para Jos aprovecha· dores! Cuando una guerra llega al punto en que las batallas no dan utilidad ni a los mismos que las ganan, es señal de que conviene terminar.

V

En la cama al lado de la suya, y, más tarde, en la mecedora aliado de la suya, bajo la aran pleria de vidrios, había un teniente. A menudO, ambos charlaban. O, mejor dicho, charlaba el teniente y Gray ed­dlaba. Hablaba de la paz, de lo que haría cuando aquello terminara, T hablaba de ello como si tuviera que suceder antes de Navidad.

-Pan N,avidad -dijo Gray-, estaremos de nuevo en las~, ras.

-¡Atacados por los gases? No vuelven a mandar a los que ball sufrido los aues. Primero hay que curarlos.

-Estaremos curados. -Pero no a tiempo. Esto concluirá antes de Navidad. No puedt

durar un año más. Usted no me cree, ;.verdad? A veces creo que t' ~ sanas de volver allá. Pero, ya verá. Se babli terminado antes clt Navidad, Y eutonees me iré. Sf, al Canadá. Para noáotros no hay ya nálft que~ aquí, en lll(llaterra.

Miró a sa camarada, Iaraa forma huesuda, descarnada, yacenltr los ojos eatornados al sol otoiial.

-Deberi4 usted irse conmigo. e,;,~ yo le ·doy cita en Givenchy, el día de Navidad

Pero no fue allá. El once de noviembre estaba en el hospital, oyen­do las campanas, y seguía allí el día de Navidad, cuando recibió una carta de su casa:

Puedes volver a casa, ahora. No será demasiado pronto. Necesitamos más barcos que nunca, ahora que el orgullo y la vanagloria han pasado.

El médico militar lo saludó jovialmenté. -tntonces, ¿qué? Todavía aquí, cuando yo conozco un lugar,

en el Devon, donde se podría oír cantar al ruiseñor. ¡Caramba! Auscultó a Gray. -Poca cosa. Un pequeño ronquido insignificante. No se asuste

si eso le pone, de ahora en adelante, al abrigo de las guerras. De cual­quier modo, podría impedirle el tomar parte en la próxima.

Esperaba la rift de Gray, pero Gray no rió. 1

-Bueno, esta vez ha terminado bien, ¡qué diablos! Por favor, firme aquí.

Gray firmó. -La olvidaremos, confío, con la misma rapidez con que vino.

Bien ... -tendió la mano, sonriendo con su sonrisa antiséptica-. Ani· mo, mi capitán, y buena suerte.

Al bajar de la colina a las siete de la mañana, Matthew Gray divisó al hombre, al hombre alto, color de hospital, vestido como señor de ciudad, con bastón.

-¡Alee! ~ijo-. ¡Alee! Se estrecharon la mimo. -Yo no podía ... Yono ... Miraba a su hijo, sus cabellos blancos, su bilote engomado. -Según me has escrito, ahora tienes dos cintas para la caja. Luego, Matthew volvió a subif la cuesta, a las siete de la mañana. -V amos a ver a tu madre. Alee Gray miró un instante detrás suyo. Quizá no hubiera ido

tan lejos como pensara; quizá hubiera ascendido simplemente una colina, y su retomo fuese menos un volver a empezar que alao seme­jante a una avalancha que espera la peña que lo detendrá, wnque sólo sea un momento.

-¿Y el astillero, padre? Pero, imperturbable, su padre seguía caminando a arandes tran­

cos, la cesta de las provisiones en la mano. -Esperará -contestó-. Vayamos a •er'a tu madre. Encoutró a su madre en la puerta. Detrás de ella, descubrió al

joven Matthew -un hombre ahora-, a Joha Wesley Y a Elizabeth. • qu¡en nunca había visto.

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-No te has puesto el uniforme para volver a casa -dijo el jovea Matthew.

-No -repuso Alee-, no. Yo ... -A tu madre le hubiera gustado verte vestido de militar -dijo

su padre. -No -protestó su madre-. ¡No! ¡Nada de eso! ¡Nada de eso! -A ver, Annie -insistió el padre-. Ahora que eres capitán, con

dos cintas para la caja, resulta falsa modestia. Has demostrado ~· Hubieras debido... Pero eso no tiene importancia. El verdadero 11111-

forme para un Gray es un overol y un martillo. -Sí, padre -asintió Alee,. que, desde bacía tiempo, había com·

prendido que nadie es valiente; pero que cualquiera puede caer por descuido, ciegamente, en el heroísmo, como si se precipitara en ua sumidero cloacal abierto en medio de la calzada.

Aguardó la noche, cuando su madre y sus hermanos se hubieron aca. tado,para decir a su padre:

-Voy a volver a Inglaterra. Me han prometido trabajo. , -¡Ah! -murmuró Matthew-. ¿A Bristol, probablemente? Allí

también se hacen barcos. La lámpara ardía, desflorando con su débil luz la superficie neara

Y pulimentada (le la caja, sobre la repisa de la chimenea. El 'fiento se había levantado, esculpiendo el cielo como una catedral oscura,~

· labrando la casa, la colina, el cabo y hasta el espacio tenebroso. . -Tendremos Tieftto esta noche -dijo el padre. -No, es otra cosa -repuso Alee-. Me be hecho de amigos, ¿sabe! Su padre se quitó las pfas con montura de acero. -Te hu hecho de amigos. Oficiales y gentes así, ¿verdad? -Sí, padre, -Y es buena cosa el tener amigos, y sentarse.alrededor del fut!IO·

por la noche, para platicar con ellos. Pero, aparte de eso, no haY como los que noa ama para soportar nuestros defectos. Hay que querer mucho a alpien para que no nos cansemos de todas sus imperfCC:· ciones, Alee.

-Pero no IOÍl amigos de esos, padre. Son ... Se calló. No miró a su padre. Matthew acariciaba sus gafas len1'.- .

mente, con el pUI¡pr. Se oía al viento soplar.

VI

S. puesto 1! apanlaba. E~ ea uua of'~ina. Ya se había hecho~

38

a su nombre: "Capitán A. Gray, M.C., D.C.M. " 1 y, apenas de regreso en Londres, se afilió a la Asociación de Oficiales, que sostenía con sus dineros a las viudas y los huérfanos.

Alquiló un departamento en el barrio que convenía; iba a pie a su despacho, volvía de la misma manera, con sus tarjetas de visita, sus bigotes engomados, sus trajes sobrios y correctos, su bastón que sabía llevar de manera inimitable, a la vez desenvuelta y discreta, distribuyendo sus monedas entre los ciegos y mutilados de Piccadilly Y preguntándoles el nombre de su regimiento. Una vez por mes escri-bía a su familia: ·

Sigo bien. Recuerdos a Jessie, a Matthcw y a Elizabeth.

En el transcurso de aquel primer año, Jessie se cuó. Como relaJo de bodas le envió un juego de cubiertos, lo que le obligó a privarse un poco, a roer en sus economías. No economizaba para su vejez: tenía en el Imperio una confianza demasiado sólida para obrar así, él que lo había dado todo al Imperio, como una mujer, como una recién casada. Economizaba para el momento en que atravesaría nueva­mente el Canal, a fin de ir a revivir las escenas muertas de su vida per­dida y recuperada.

Lo hizo tres años más tarde. Y a proyectaba pedir una licencia, cuando un día el mismo director abordó la cuestión. Se trasladó, pues, a Francia con una valija sola, pero buena. Mas no se dirigió en seguida haeia el este. Se trasladó a la Riviera. Durante ocho días vivió allí como un caballero, solo, completamente solo, en aquella suntuosa pajarera de las mantenidas más elepntes de toda Europa.

Por eso, quienes le vieron bajar en París, aquella mañana, del rápido París-Costa Azul, dijeron: .. Es un rico lord"; y por eso siguieron di­ciéndolo en los compartimientos de tercera clase, de duros asientos, al verle sentado apoyado en su bastón, deletreando los nombres escri­tos en las estaciones de teja ondulada, diseminadas aquí Y allá sobre aquella tierra sacudida pero renaciente, que, desde hacía ya tres años, yacía, apacible, bajo absurdos e incesantes batallones de días.

Al volver a Londres descubrió lo que hubiera debido sospechar antes de partir. Había ~ido su puesto ... La dureza de los tiempos", le explicó el directOr, llamándole protocolannente por su JFado militar.

Lo que le quedaba de economías se desnneció lentamente. Las últimas migajas las pstó en comprar para su madre un vestido de seda negra y en enviar la carta habitual:

Sigo bien. Recuerdos a M:'ltthew, Johil Wesley y Elizabeth.

l "Military Cross" (cruz de guerra); "Distinguished Conduct Meda.!" (medalla Por conducta distinguida). (N. del T.).

Fue a visitar a sus amigos, los oficiales que había conocido. Uno de ellos, con el que estuviera en inmejorables relaciones, le recibiÓ en una habitación confortable y bien caldeada. Le ofreció whisky.

-¿Así que no tiene ·usted puesto en este momento? Poca. suerte. A propósito, ¿se acuerda usted de Whiteby? Comandaba una compa­ñía del regimiento X. Un muchacho simpático. No tenía familia. Se suicidó la semana pasada. ¡Malos tiempos!

- ¡Oh!, ¿hizo eso? ¡Caramba! Me acuerdo de él. Poca suerte. -Sí. Poca suerte. Un muchacho simpático. No dio ya sus monedas a los ciegos y a los mutilados de Piccadilly.

Las necesitaba para comprar diarios:

Se buscan jornaleros. Hágase usted albañil. Conductores de autos. Innecesarios certificados servicios ¡¡ucrra. Mandaderos para tienda~ (menos de veintiún años solame~lte). Se necesitan carpinteros de barcos.

Y, por fin:

Señor, hombre de mundo relacionado bú~case para acompañar clientes de provincia. Provision';¡J. '

Fue este puesto el que obtuvo; y, con sus bigotes enhiestos y SIU ropas de buen _corte, guió en los lugares de placer de West End a per· sonas de Birmingbam o de Leeds. Fue provisional.

Obreros. Carpinteros. Pintores de editicios.

El invierno fue también provisjonal. En la primavera llevó sUl ~?Stachos ~mados y sus ropas usadas al Surrey, Jon 'una colee· c_10~ ~e volumenes, una enciclopedia para vender a comisión. Antes. liqu~o todo cuanto poseía, menos la indumentaria que nevaba puesta, Y deJO su departamento.

Conservaba el bastón, los bigotes engomados y las tarjetas de Yisi­!-· ~~le Surrey verde y dulce. Una casita bien enmarcada en U1t }ardinctto bien cercado. Un hombre de edad intermedia, en bata di' casa, ~o en un macizo de flores. •

-Buenos días, señor. ¿Quiere usted permitirme? El hómbre con ropa de casa levanta la cabeza. -¿No podría usted ir aquí aliado? D.óieme en n.o .. Se d' · hac. la -~ ... -.

trtge Ja puerta vecina, una verja de madera recién pintada. Y que ostenta una placa esmaltada con estas palabras:

Los wmdedores y los mendigos NO ENTRrJN AQUI

Franquea la verja, Dama a una puerta bien pulimentada, vistosa bajo una enredadera.

-Buenos días, señorita. ¿Podría ver al señor? ~Váyase. ¿No ha visto usted el cartel de la verja? -Pero yo ... -Váyase o llamo al señor. En otoño, volvió a Londres. ¿Por qué? Sin duda, ni él mismo hu·

hiera podido decirlo. Quizá esto no podía ser expresado; quizá fuera una especie de instinto lo que le impelía a regresar para poder asistir a ese momento entre todos los momentos de glorüicación, de la jus­tificación de su existencia muerta de nuevo. De cualquier modo, estuvo allí presente, con sus sempiternos bigotes engomados, rígido, el bastón apretado bajo el axila izquierda, entre las tropas de la Casa del rey, cabaUeros en corazas de cobre amarillo sobre sus capones tordos, granaderos de chaqueta escarlata, la Iglesia militante de estola Y so­brepelliz y los defensores del trono y del altar en su humilde vestimenta civil, todos en formación, el oído tenso a esos dos minutos de un silencio Heno de desolación.

Tenía aún treinta chelines. Encargó nuevas tarjetas: "Capitán A. Gray, M.C., D.C.M."

Es uno de esos días equívocos, uno de esos pálidos días semejantes a algún retoño enfermizo y prematuro de la prinlavera, cuando la primavera misma se halla todavía muchas semanas distante. Baio la luz de un sol avaro los aleros de los edificios se esfuman en oros y rosas bmmosos. Las 'mujeres llevan prendidos en sus abrigos ramitos de violetas; parecen esponjarse ellas mismas, como las flores, en la atmósfera lánguida y pérfida. ' .

' Son ellas especialmente quienes miran a este hombre de pte contra la pared de una esquina: un hombre descarnado, de cabellos blancos, de mostacho retorcido en dos puntas erectas, con una corbata de uniforme, deshilachada y descolorida, cdeno de celuloide Y un traje otrora. elegante, ahora completamente- raído, aun':lne evid~temen~e recién planchado· Un hombre que perm~e de pte contra la par •

' '" dad Ita de-los ojos cerrados y un sombrero deformado, puesto o vue lante suyo. . • 1·b E

Se quedó aHí largo tiempo, hasta que alguién le toco e razo. ra un agente de policía.

-Circule, señor. Está prohibido. En -su sombrero lulbía seis peniques y tres medios peniques. Com-

pró un jabón y un poco de comida.

Uegó y pasó otro aaiversarío. Estuvo una wz más, el bastón -.¡o el brazo entre los brillantes y silenciosos uniformes, mezclado a un ¡en.

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tío recogido, caras pacientes y asustadas de personas con ropas fuera de moda, unos francamente lamentables, otros defendiéndose toda­v_ía. En, sus. ojos no había ya aquella resignación optimista del mendigo, smo mas bten amargura, como un eco de la risa dolorosa y muda de un jorobado.

Un. débil fuego arde sobre los empedrados en pendiente. A la luz vac~te, se entrevé el m'?'o rezumante y fungoso del muelle, el arco de Piedra del puente. DebaJo de la pendiente empedrada el río invisible cloquea y refunfuña con la marea. '

Alrededor del fuego, cinco formas, cinco hombres están tendidos. Uno de ellos, la cabeza recubierta, parece dormir; otros fuman miell· tras charlan. Otro está sentado, el busto derecho, la espalda contra la par~, las manos apoyadas en el suelo a cada lado; es ciego y duerme asi. Dtcc que tiene miedo de acostarse.

;-¿No puedes darte cuenta de que estás acostado sin ver que lo estás? -pregunta uno.

-Podr,ía sucederme algo -responde el ciego. . -¡.Que? ¿Te parece que te mandarían un obús aun cuando con

eso te devolvieran la vista? '

-Ese obús es probable que ya se lo hayan mandado -dice otro. -Probable. ¿Por qué no nos alinean a todos y nos barren con una

ametralladora? ·

. -¿Fue así. como perdió los ojos? -inquiere un cuarto- ·Un esta-llido de obús? · 4

ESí .. Estaba en Mons. Uevaba órdenes en moto. Cuéntales, viejo.

hJ Ciego levanta ligeramente la cabeza. Es el único movimiento que ace. Habla con tma voz blanca.

-Ella tenía en el puño tma peq - . . , . podfa teco uena ctcatnz. Era ast como yo triz en 1 no:erta. Era ! 0 • fiaúrense, quien le había hecho esa cica­-~-:-' PlJDo. Jusueteábamos UD día en el ne-io Yo habt'a des-.........,...,o 1111 mot viejo · -~ · ejes para poder ... or . >" nos disponíamos a montarlo sobre unos

•l"b.L A>--? - •8'\l .... .._ • -inquiere el cuarto-. ; De qué nos .-.: hablando' -¡ sst' -dice el ·· ' • -- ·

Tenía · - Ptlmero-. No tan fuerte. Habla de su hembra.. e iban ::_:eno negocio de bieicletaa ea el camino de BrightoD,

Dice· eato en voz; ha.ia. lpeQas , • Y monótoll&del eiqo. . UD poco mas baja que la voz cansada

-8e bicierou fotoanfiar y otras f!OSU el , • euoló y se puao el DDif ~ estilo, el dta ea que · kleao liD d;.. •- ...._,u. r: .... ~e. Uevüa Sieallpre la foto consi¡o, y ' ...... .--..,..., . ..._como d--._ ... _ mos UD cartoneito cafd del . _, ___ Por f'm, encontn-aquf está ta foto -le 61 ••• ~o tamdo de fa foto. "Toma, viejo, eatoaees, couaen-a el ,..:;;:--. trata, de no penler}a ahora." Desde:

cartón.. Tal vez te lo mueatre hoy. ¡

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Finge que no te das cuenta. -Sí -dice el otro-; fingiré. El ciego habla: - ... Los decidí, allí, en el hospital, a que le escribieran una carta,

y, tan verdad como Jo estoy diciendo, ella fue. Pude reconocerla por la cicatriz. Nos quedamos sentados el uno al lado del otro, la mano en la mano, y yo podía tocar la cicatriz en el interior de su p~o izquierdo. En el cine, tambiéu. Yo tocaba la cicatriz y era como st ...

-¿En el cine? -inquiere el cuarto-. ¿El, en el cine? -Sí -responde el otro-; ella le llevaba al cine, a las películas cómi-

cas, para que pudiera oír las risas de los otros. El ciego habla: - ... Me dijo que el cine le hacía daño en los ojos, que me dejaría

en la sala y vendría a buscarme cuando terminase la fUDción. Enton­ces, yo le dije: "Conforme". A la tarde siguiente, sucedió lo mismo, y yo volví a decirle: "Conforme". Y al día siguiente le dije que yo tampoco iría al cine, que no saldríamos y que Dos quedaríamos ~D el hospital. Entonces, ella estuvo mucho rato sin hablar. Y o podia oírla respirar. Y después dijo que no tenía inconveniente. Todo lo que nosotros hacíamos era quedarnos sentados el Ullo al lado del otro, la mano en la mauo; y yo, de vez en cuando,_le tocaba ,la cicatriz. Estaba prohibido hablar en alta voz en el hospital. Hablábamos en voz baja. Pero la ntayor parte del tiempo no decíamos uada. Nos contentábamos coa tenemos de la mano. Así duró ocllo tardes. Las conté. Y luego vino la novena. Estábamos sentados allí, su mano en la mía, y yo, de vez en cuando, tocaba la cicatriz. De pronto,~ mano se desprendió de la mía. La oí levantarse .. "Escuche -me diJO-; no podemos seguir así". Y yo le dije: "Sólo quiero saber una cosa. ¿Como se Dama usted?" Ella me dijo su nombre: era uua de las enfermeras. Y también me dijo... ·

-¿Cómo? -inquiere el cuarto-. ¿Qué se:ntido tiene todo eso? -Acaba de decírtelo -responde el prmtero-. Era un~ de las C?·

fermeras del hospital. Su novia se había ido con otro tiPO Y habta dejado a la enfermera para que le tuviera la mano, creyendo poder engañarle.

-Pero ¿cómo se dio cueuta? -indap el cuarto. -Escucha -dice el primero. - ... •• ¡Y usted lo sabía durante todo este tiempo? -me prernnta

lla · ·desd la · era vez'" "Por la cicatriz -le contesto-. Usted e -, 4 e prmt . "-•é la tieue en el puño derecho. Anteayer levanté un poco el borde. i. '-l"'

es eso: tafetán de Inglaterra?" · . ente El ciego permanece in:ntáril contra la pued, la cabeza lipram

levantada ambas manos apoyadas ea el suelo a cada lado. • -Así fue como me di cuenta: por la cicatriz. ¡hnsltr que podta

engañárseme, a mí, que fui quieu lelúzo la cicatriz!... El hombre que estaba acostado más lejos del fuego, ~tala cabeza.

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-¡Miren! -dice-. Ya viene. ~,

Todos los demás se vuelven al mismo tiempo y miran hacia ellupr por donde alguien viene.

-¿Quién viene? -interroga el ciego-. ¿La.policía? No le contestan. Miran al que viene: un hombre alto, con bastón.

JC excepción del ciego, todos callan, mirando a aquel hombre alt~ y delgado que se dirige hacia ellos.

-¿Quién es el que viene, compañeros? -pregunta el ciégo-. ¡Com­pañeros!

. El recién llegado pasa por al lado de ellos, junto al fuego, sin una muada para ninguno, y sigue su camino.

-¡Hay que ver! -dice el segundo. El ciego se inclina entonces un poco hacia adelante. Sus manos

tantean el suelo, a ambos lados, como si se dispusiera a levantarse. -¿Ver, qué? -inquiere-. ¿Qué es lo que ustedes ven? No le contest~. Observan de soslayo, atentamente, al recién Re­

gado, mientras se desnuda; luego, una forma blanca, reflejo espectral en la oscuridad, baja al río a lavarse, y se azota duramente el cuerpo co,n _abluciones de agua helada y sucia. Sube de nuevo hacia el fuego. Rápidamente, ellos vuelven la cabeza hacia otro lado menos el ciego (sigue inclinado delante, arqueado sobre sus brazos ~omo si fuera a levantarse, el rostro vuelto hacia el ruido, hacia el movimiento) Y otro hombre.

-Sus piedras están calientes, señor -dice este otro-. Las he puesto en pleno fuego. .

-:-Gracias -dice el desconocido. S~e aparentando que ignora completamente la presencia de lo&

~emas; pot eso, ellos le miran de nuevo, sin disimulo, mientras ex­tiende S?bre una piedra sus miserables ropas, coge del fuego una se­gunda Piedra Y la utiliza como si fuera una plancha, Mientras se viste, el hombre que le ~~ló momentos antes baja hacia el agua y vuelve ~ · :en el_pedazo de Jabón que ha utilizado el desconocido. Ellos siguett

l bserv~dole Y ~ ven frotar los dedos contra el jabón y retorcersé

os puntiagudos bigOtes. ~Un PO:Co ,más a éste de la izquierda, señor -dice el hombre que

sostiene el Jabon. El desconocido frota de nuevo los dedos en el J. abón y vuelve a

retorcerse la • · · • ligeram aura tzqUte!da, en t_anto que el hombre le mira, la cabeza ~te echada atrás, semeJante -silueta, actitud y atuendo- a

una cancatura de espantapájaros. ~

-¿Está ~iea, ahora? ;-inquiere el desconocido. -Esta bten, señor -~nde el espantapájaros. Desaparece en la sombra y -•· . 1 . , . en cambio el bastón vu.ave sm e trozo de .tabon, trayeadO .·

en su bolsillo urta m: el sombrero. El desconocido los toma. Busca, .. , Este se lleva los dedos~ Y ~ pone en la mano del espantapájarOS- ...

a Ytsera. de su gorra. El desconocido se ha ··

marchado. Ellos le siguen con la vista y contemplan su alta estatura, su espalda empalada, su bastón, hasta que desaparece.

-¿Qué es lo que ven ustedes, compañeros'! -indaga el ciego-. Díga.nme lo que ven.

VII

Entre los oficiales desmovilizados que emigraron de Inglaterra des­pués del armisticio, figuraba un teniente llamado Walkley. Se f~~ al Canadá. Allí cultivó trigo. Allí colmó su faltriquera Y restablect? su salud. A tal punto que, si aquella tarde -era Nochebuena-, _1~ pn­mera de su primer viaje a Inglaterra, hubiera salido de la estacton _de Lyón, en París, en lugar de pasearse por Piccadilly Circus, habr~an dicho de él: "No solamente es un rico lord, sino que es un lord bten sanon~

Desde su llegada a Londres, había dispuesto apenas de tiempo para empezar a montar su guardarropa; y en sus indumentos -;omprad~s a un sastre al que otrora no hubiera podido pagar- se senha_ demasta­do dichoso de vivir para dirigirse a un sitio con preferencia a otro. Por eso se contentaba con pasear entre el gentío gozoso; cuando, de repente se paró en seco mirando con ojos encandilados un rostro

' ' bell · blancos que estaba delante suyo. El hombre tenía los ca os cast. y mostachos tiesos puntiagudos. Llevaba una corbata deshilachada en la que se podí.;. reconocer los colores y el diseño particular .~e ~ierto regimiento. Su traje raído hasta lo inconcebible, estaba recten planchado; y llevaba bastón. Se hallaba en el borde de la calzada Y

Parecía decir algo a las personas que pasaban por delante suyo. Walkley Ji ·t' mirarle se acercó de pronto, la mano tendida. Pero el otro se mt o a

con expresión absolutamente inexpresiva. · d

., -Gray -dice Walkley-, ¿se acuerda usted e mt.. . El otro siguió contemplándole con aquella nnrada, mtensamente

vacía. . . , S cuer -Estuvimos juntos en el hospital. Me fui al Clilladi. ¿ e a -

da? -Sí -dijo el otro-. Le reeonozco. Usted es Walkle:Y·. 1 Acto seguido deió de mirar a Walkley, se aparto ligeramente, vo ·

' • ' did Unicamente entonces vióse de nuevo a los transeúntes. la mano ten a. . notó Walkley que aqueUa mano contenía tres o cuatro caJ88 de ,esos

· la · en cualquier tabaquerta. fósforos que se compran a an pentque caja -¿Fósforos? ¿Fósforos, señor? -decía-:. ¿Fósfor?s? d lante del Walkley dio igualmente un paso, voiYtendo a sttuarse e

hombre. -Gray -·· -dijo. . ___.¡e de impa-El otto miró de nuevo a Walkley, esta vez con una ...... --

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ciencia contenida, pero furiosa. - ¡Déjeme en paz, hijo de puta! -dijo. Luego se volvió inmediatamente hacia los transeúntes, la mano

tendida; y volvió a salmodiar: -¡Fósforos!, ¡fósforos! Walkley se al~jó. Se detuvo una vez, volviéndose a medias, para

con!emplar detrás suyo el rostro descarnado debajo de los bigotes enhtest~s. Nuevamente, el otro le miró de hito en hito, pero su mirada ~ deSYto, como si no le reconociese. Walkley siguió andando. Caminaba tgerO.

- ¡Dios mío! -dijo-. Tengo la impresión de que voy a vomitar.

SOL PONIENTE 1

1

Hoy, el lunes no difiere en' absoluto de los otros días de la semana, en Jefferson. Las calles pa'rimentadas ahora y las compañías de telé­fonos y de electricidad cortan cada día un poco más de árboles -en­cinas, arces, acacias, olmos- para reemplazarlos por postes de hierro fundido, portadores de racimos de hilos entremezclados, espectrales, exangües, y tenemos un lavadero municipal que hace su recorrido el lunes por la mañana, amontonando los paquetes de ropa en autos especiales pintados de color vivo. La ropa sucia de toda una semana huye ahora como un fantasma detJ:ás de alertas e irascibles cometas eléctricas, con un largo ruido decreciente de hule y de asfalto, seme­jante a .la seda que se desprra; e incluso las negras que, como antaño, lavan la ropa de los blancos, vienen a buscarla y la devueh'en en au­tomóvil.

Pero, hace quince años, el hmes por la mañana, las calles polvo­rientas y umbrosas se Denaban de negras que balanceaban, sobre sus cabezas rígidas y cou turbantes, sendos líos de ropa, envueltos en sábanas, casi tan grandes como fardos de algodón. Los tranaportaban así, sin sujetarlos con la mano, desde la puerta de la cocina de las casas blancas hasta la humeante pileta de la lejía, junto a la puerta de sus chozas, en el barrio negro.

Nancy colocaba el fardo sobre su cabeza; luego, sobre el fardo, PGsaba el sombrero marinero de paja que usaba tanto en invierno como en verano. Nancy era alta, con una cara larga y triste, ligera­mente sumida allí donde le faltaban los dientes. A veces, nosotros la aeompañábantos un momento por el sendero y a través de la pra­dera, para ver el fardo que se balanceaba y el somhrero que no oscilaba ni se caía jamás, ni siquiera cuando ella bajaba la zanjs y subía al otro lado, o cuando se apellaba para franquear la verja. Nancy se ponía en cnatro patas y reptaba por el hueco, la cabeza erpida. ríaJida,

1 El título en inglés: That El•ening Sun ha sido t>Xtraido del comienzo de ' los &tint Louis BIIMs: "[ bate to see tbat evening sufl go down~: "Me crispa el ve; ponerse el sol de la tarde.~ (N. del T.)

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INDICE

Presentación

Septiembre ardiente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . · · · · · · · • · · •

Victoria .......... , .... ...................................

Sol poniente . . . . . . . . . . . · · · · · · · · · · · · ·, · · · · · · · · · · ·

Una rosa para Emily . . . • . . . • . . . . . . . . . . . . . . . . . · · · · •