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ALDO MEDINACELI Seremos

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Título: Seremos Autor: Aldo Medinaceli País: Bolivia Tipo: Narrativa Año: 2008

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ALDO MEDINACELI

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© Aldo Medinaceli, 2008

© Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2008

Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.

[email protected]

http://yerbamalacartonera.blogspot.com

Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Animita

Cartonera (Chile), Ediciones la Cartonera (Cuernavaca), Dulcinéia Catadora

(Brasil) , Santa Muerte Cartonera (México D.F.)

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Impreso en: Villa Fátima

Derechos exclusivos en Bolivia

Hecho el depósito legal: 3-2-1109-08

Impreso en Bolivia

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El 27 de Noviembre del año pasado, víspera de un

eclipse lunar (para explicar el hecho de manera astral), los seres retraídos, ajenos a la realidad y que no han podido internarse en el mundo –ni siquiera diez segundos seguidos– durante toda su vida, se reunieron en la librería/bazar DISMO. Cada año, el motivo de la reunión varía y recordarlos todos sería interminable; para mencionar algunos, los últimos tres se desarrollaron entre juegos de azar, discusiones y un pasanaku (disfrazado de Té rammi) dedicado a conseguir dinero y algunas lápidas. El encuentro no hace distinción de edad, género ni mucho menos estado de salud, y como algunos ya están muertos, las reuniones se realizan en puntos de fácil acceso: un casino, una cantina y la última en un hotel. Hace

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tiempo ya que sólo asisten seis integrantes del anterior grupo numeroso: Voltio, Ki, Wats, Blindy, Mira y Calcina, quienes han acordado, esta vez, verse a las siete en punto (hora de las alucinaciones), y encargarse que Voltio recoja su pedido de la tal librería. Las reuniones concluyen siempre con un hecho inesperado, mismo que indica el momento del regreso y el fin de la reunión. Blindy hizo notar que este hecho era el único motivo de las reuniones y que su aparición dependía de una dosis de suerte y azar, como cuando el granizo empezó a caer amarillo, (algunos dijeron que por la polución) y todos prepararon un raspadillo sabor vainilla; o la vez que una granada estalló hacia dentro, formando una flor enorme de metal, con muy pocas motas de sangre; o aquella tarde cuando creyeron que el sol nunca descendía, sabiendo después que se debía al deslizamiento de una montaña; de seguro, esa ilusión óptica sería tema de conversación durante este año. Los invitados especiales serán Voltio y Ki, ambos resucitados y encargados de recibir aplausos, hurras o burlas del ocasional público, un par de mirones y más de un jodón.

Para presentar a Voltio es necesario aclarar que

nunca fue muy dado a las pesquisas, y que en su adolescencia había sufrido un proceso de contradicciones letales, concluyendo que no se trataba de cerrar puertas para luego romper vidrios. Su contradicción no era lo que suelen llamar corrosiva o disolvente; por otra parte, cuando se trataba de jugar

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a estar vivo, su atención era desenfocada (por miope y desatenta) y su capacidad de razonamiento coherente, digamos casi nula. Lo acusaban de terquedad, taquicardia, ojeras y otras arritmias que más se debían a su avanzada edad que a la supuesta locura con que lo envolvían. Por su aspecto, era lo que llamaríamos un dandy roto: las extremidades desviadas, el cuello aligerado, la espalda con ángulos y las caderas llenas de curvas. Brazo torcido. Rostro torcido. Mirada torcida. Se alimentaba con más rábanos que garbanzos y prefería el silpancho a las camisas blancas (especie de canapé: cero condimento y cero colorante), aunque no era extraño verlo en la plaza de los alfajores, devorando la pastelería entera, lo que suponía tres cuartas partes de su dinero. Acercarse a su habitación significaba correr el riesgo de ser golpeado por una engrampadora o demolido por los montones de fierros, tuercas y piezas eléctricas que amenazaban con desmoronarse al mínimo espanto. Quizá debido a esto, caminaba siempre con un destornillador en la mano (a manera de juguete), algún alicate en el bolsillo y más de un tornillo adherido en su ropa. Se acicalaba en momentos grandiosos (al empezar un nuevo trabajo, cuando salía de la tumba y en cada uno de sus seis matrimonios), lo cual consistía en el orden meticuloso de sus pertenencias: como ciento cincuenta kilos de chatarra, tres gatos malcriados, su caliente frazada y ese libro sin tapas que a veces sostenía. Su tradicional y casi místico aseo en una vertiente mineral (allá cerca al cementerio todavía sin lápidas), consistía en

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sumergirse por unos minutos hasta quedar casi transparente. Luego de esto, y si la situación lo exigía, caminaba hacia la tintorería para quitarle bichos y tintas a su saco naranja, que nunca usaba sin aquella vieja –aunque reluciente– corbata azul eléctrico que lo convertía en un tipo fácilmente ubicable. Por supuesto, aquella decisión había tenido que ver con varios cursos de cromoterapia y al moderado gusto que escondía por algunos pintores (recordaba un tal Rothko y otro Macramé) y, sobretodo, a la imagen grabada de las heladerías que visitaba cuando niño.

Si bien ahora Voltio espera reluciente en la

Gruta 7, su estado anterior era algo diferente. Se aburría horrores intentando recordar las capitales de todos los países, anotando mentalmente cada objeto de su pedido a la librería/bazar (seguro ya sabría de memoria cada artefacto, pinza y libro de la lista), o bien jugando a contar las patas de los insectos que caminaban por sus piernas, sin mirarlos. También imaginaba el momento en que Wats y Blindy abrieran la tapa de su tumba, dejando entrar ese poderoso haz de sol que cada año lo despertaba de un saque; del mismo modo, ansiaba ver y abrazar a Ki (también invitada especial para esta reunión), quien ahora estaría saliendo del lago donde la encontraron, toda cubierta de ramas y con los ojos abiertos.

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Voltio cada año es levantado, cargado hasta su casa, donde duerme un rato, revuelve cachivacheros y estantes, para luego vestirse antes del encuentro. Sus excavadores personales son siempre Blindy y Wats, quienes antes de abrir la tapa de madera, sostuvieron un intenso e interesante diálogo, allá en el cementerio todavía sin lápidas. Wats: Sigue cavando que ha de estar ansioso Blindy: imagino que pasa sus horas coleccionando insectos o guardando piedras, como antes Wats: yo lo veo sumergido en números, fechas y fórmulas Blindy: estará inhalando el oxígeno que le va llegando Wats: o cubriéndose la cara por la luz que le va llegando Blindy: o tal vez quitando el polvo de sus hombros Wats: todavía faltan unos centímetros Blindy: así es, o ya deseando sacar sus herramientas Wats: si cavas con la mano izquierda será más rápido Blindy: tienes razón, supongo que no tiene apuro Wats: ya se siente la madera Blindy: deseará ir a recoger su pedido Wats: quiero ver su expresión Blindy: habrá que cargarlo, como la última vez Wats: seguro se pondrá su traje naranja Blindy: como siempre Wats: luego irán a DISMO con Mira y Calcina Blindy: y recogerá al fin su pedido Wats: eran muchas cosas Blindy: como cuarenta kilos de herramientas y ochenta libros, jamás supe si existían todos

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Wats: recuerdo un tal Godot que nunca llegaba Blindy: trajiste el martillo Wats: no, la última vez no clavamos Blindy: estás listo Wats: sí, levanta de ese lado y yo sostendré la madera Blindy: allí está Wats: casi no se le notan las arrugas

La lista incluía papel de la India, docenas de

cajas para guardar postales, recubiertas con una esponja porosa; manuales de cerrajería traídos de Afganistán y siete tipos de lentes, para ver de lejos, de día, de pié y caminando; dos lupas, una que calentaba y otra que enfriaba; cuatro tipos de transistores y una lámpara por si se quemaba alguno. Un artefacto que percibía las vibraciones de los husos horarios y algún martillo con el dorso lubricado. La brújula al revés era lo más difícil de conseguir, aunque según el razonamiento de Voltio, no podía ser tan complicado invertir algún mecanismo para que su aguja no señalara siempre al norte, sino hacia el sur. Sin embargo, junto a la manivela en espiral, había sido uno de los motivos para que el pedido tardase tanto.

Allá en la Gruta 7, mientras Voltio espera a

Mira y Calcina, una memoria le viene a la cabeza: era sábado y se había peinado con algo parecido a un cepillo, guardado con cuidado las monedas en su bolsillo, y salido despreocupado al almuerzo con su

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amigo Ernesto. La importancia de la cita le obligaba a cierta puntualidad y al deseo de no llegar de último. Eso era. La sacudida del poste de luz que ni siquiera se vio doblado, además de la tristeza inconciente que empezaba a sentir, le hizo desconocer el rostro de Ernesto, todavía ágil y despierto, atrapado entre la delantera de un mustang setentaynueve y aquel poste. Una maquinaria de buen motor, aunada a la total ebriedad del conductor, impedían que el mustang se detuviera, girando alocadamente los neumáticos sin avanzar más de lo que el cuerpo de Ernesto lo permitía, quien ahora sí, menos avivado y ya sin control de una pierna, lo miraba a él tan peinado y listo para la cita. Tenía trece años y sin embargo esa escena le venía con fuerza, mientras esperaba a Mira y Calcina.

Durante ese transcurrir de tiempo, Calcina

había olvidado su vestido amarillo en casa de algún vecino. Mira la miraba con esos ojillos brillantes que parecían decir no te atreves, y caminaba junto a ella desnuda para encontrar alguna prenda que bien le quedara o por lo menos le entrara. Dándose la espalda y cada una buscando en un montón de ropa colorida, reían ansiosas haciendo caer frascos de perfume, maniquís y alcancías. Su vieja costumbre de preguntarse si la blusa iba con la falda o el sostén con los guantes, además de la simpatía que les causaba su indecisión, hacía que el tiempo volase, convirtiéndose las citas en abandonos y las fiestas en barridas.

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Mira caminaba ya con el pantalón elegido mientras Calcina elegía si el calzón verde o el rosa, cuando decidieron que entrarían a la calle Comercio vistiendo solamente camisetas frescas y alguna sombrilla. Voltio las estaría esperando en la Gruta, luego aparecerían los deudores y algún familiar escondido, quizá. Calcina recogió una bolsa llena de serpentina y, casi jalando a Mira del brazo, salieron desequilibradas sobre sus tacones alfiler.

Lejos de la Gruta y en dirección opuesta, Ki

toda mojada, salía de un lago con los cabellos hasta el tobillo. Antes lancemos unos pocos datos acerca de Ki, quien atravesaba las puertas sin tocar y jamás conoció una muñeca. Sentía que el mundo era un lugar peligroso hasta que perdió la virginidad a los diecinueve, entonces inició una aventura desbocada entre arrebatos, locura y placer. Su extraño nombre producía equivocaciones memorables (ti, ji, si, mi, pi) y más de un apodo grosero. A quienes no les gustaba aquel golpe de una sola sílaba, la llamaban Kía, así: tal el sonido que produciría un animal salvaje; otros, apreciando la ternura que a veces irradiaba, la llamaban Kita, y se convertía sin quererlo en una mujer anciana y sabia, casi con gafas y agujas de tejer. Su apariencia estaba escondida tras ese cabello rojo, ropa blanca y brillosos collares, brazaletes o aretes que siempre usaba. Su rostro sería más difícil de enumerar; sus ojos, diríamos, se acercaban más a un frasco de miel bajo el sol que a lo que llaman cafés. Había algo circular, algo ondeante en cada uno de sus

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rasgos que la hacía reconocible al instante, eso además de cierto brillo que a la vez era oscuridad, de una calma zen que escondía una psicópata, y de la enorme capacidad para dar amor, placer, alimento y energía, al mismo tiempo que podía quitar una enorme cantidad de amor, placer, alimento y energía. Se parecía a un pez por lo húmeda (sobre todo en primavera) y a un reptil por su lentitud. Jamás corría, no se la veía angustiada ni urgida por hacer, desear o siquiera terminar algo. Quizá debido a eso, su suicidio haya sorprendido a algunos.

En los costados de la calle estaban colocados

(en orden azaroso) transeúntes despistados, algún sujeto despeinado, como cien policías, irresponsables y –no podían faltar– los escuadrones de mirones y jodones, uno enfrente del otro. Ki los miraba de reojo sin evitar sonreír por la gracia y ternura que le inspiraban. Inició su descenso calma y algo como altanera (mala interpretación de su estado natural y solvente). Arrastraba esa enorme tela blanca que, luego de pasar por charcos, aceras descuidadas y puertas de cantinas, había adquirido un color amarillento, con un carmín grisáceo y cierto degradé plomizo, seguramente por los orines y las colillas. En el público estaba más de un antiguo pretendiente, unos cuantos amantes confirmados y, a pesar de sus deseos, el causante del suicidio: un viejito enano, sin un diente y que lucía impecable con levita y reloj de bolsillo, quien se fue antes que terminara el encuentro.

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Mientras tanto y en pleno centro del festejo, un

grupo imposible de ignorar se posicionaba en su lugar preferencial (desde ahí se observa mejor), y cuya presencia merece un corto apartado. Ellos son los mirones, quienes sacuden las calles debido a la mixtura regada. Se saludan ocultando el desprecio hacia todos, imaginando que son mejores, que ellos mismos o que los otros, sin creerse tampoco ellos tal cuento. Quienes a veces usan lentes y otras gorra, sin encontrar siempre impulso para sus críticas (nunca pronunciadas) ni tampoco quien los oiga. Los mirones se levantan tarde y sienten que el tiempo les falta. No sudan nunca, devoran aceitunas y someten su cuerpo a la rutina del silencio, la ansiedad y apatía. Todo con una profunda lucidez invertida, que no tiene que ver con la oscuridad, aunque sí con el deseo de generarla. Enfrían el té con agua del grifo y, luego de limpiar las calles debido a la fiesta, esperan que la luna asome. Dedican sus mejores horas a la noche y allí lanzan sus pensamientos al aire en forma de baile y, muy rara vez, grito. En cuanto alguno se aleja, es acusado de traición y, acto seguido, torturado con el espasmo eterno, una técnica sacada de antiguos libros orientales y que consta de tres pasos: amarre fuerte en una camilla, extirpación de los ojos con tijeras y tridente y, como última marca, se le quita el título de mirón. Blindy fue desprendido por siempre de su capacidad visual, y ahora sólo le queda oír las críticas de sus antes camaradas.

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Ki fue encontrada flotando la tarde en que se

iba a casar. Iba vestida con algo blanco aunque al momento de morir andaba desnuda; algunos familiares y ocasionales amantes la lloraron, (ellos no perciben su regreso cada año). Únicamente Voltio, quien la había acompañado una sola tarde riendo y cortando tiras de papel, entendió su cambio de estado y –tal vez por esa causa– la esperaba con especial alegría. Ki procedía al salir del lago como antes lo hiciera al salir de paseo: recogiendo su cabello con un uslero y mucha paciencia, intentando darle color a su pálido rostro y saltando desde el techo, cuando sus padres dormían, pues cuando estaban despiertos salía por la ventana.

Ki tardó en salir del agua (sin la necesidad de escapar de nadie) por el peso de su cuerpo, luego se puso una como sábana blanca que la cubría entera. Sin que nadie le hubiera dicho el lugar, se dirigió a la calle Comercio guiada por el mero instinto y, justo antes de llegar y oír la algarabía, se detuvo un instante esperando a que Voltio apareciese del otro lado.

Wats había cumplido con su tarea de llevar a

Voltio hasta su casa y de verificar que el pedido estuviese listo. Luego regresó al lado de Blindy en la calle Comercio, donde había personas conversando, obreros, carpinteros, albañiles, zapateros, el sindicato

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de electricistas reunido y como cien amas de casa vistiendo overoles y botas de plástico. Se había formado un sendero improvisado para que los invitados llegasen desde ambos extremos, Voltio desde el norte y Ki desde el sur. Y en pleno centro, la librería DISMO, aguardaba con las puertas abiertas y, sobre el mostrador reluciente, estaba una caja enorme sellada para Voltio, quien en ese instante, aparecía allá arriba sobre la meseta de la Gruta 7, iniciando su descenso.

Curiosamente, este año la librería/bazar ha

perdido su letra inicial, con lo que en adelante será llamada ISMO, así sin mayor sentido que otros nombres de librerías, libros o incluso autores. Esto provoca un juego improvisado de maneras para completar el letrero roto, primero con distintas letras: sismo, mismo, kismo, gismo, etcétera; luego con más de una letra o sílaba: abismo, clerismo, ocultismo, malabarismo; y ya después –en frontal ataque de competencia lingüística–, combinando nombres propios o palabras con el letrero y juguete: Voltismo, kiísmo, maxismo, pacismo, crucismo, nacionalismo, arribismo, feminismo, machismo, sexismo, yomismo, tumismo, calmismo, mutismo, entreteniéndose todos de este modo antes del recibimiento a los invitados especiales, quienes, en ese instante, aparecen ante el imposible silencio de los espectadores, desde ambos

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puntos cardinales, relucientes y listos para ver qué les prepara el azar.

Voltio y Ki descienden, cada uno por una

pendiente distinta, alegres de volver a verse, de ver a sus amigos y al público que –si bien no los toma en serio–, se ha tomado la molestia de llegar con pancartas, silbidos y ademanes (soeces, ingenuos e irreverentes). Voltio camina acompañado de Mira y Calcina, una en cada brazo, aunque Mira ha caído por un tacón roto y Calcina ha debido ayudarla a cubrir su media destruida. Ki desciende mojada, haciendo chorrear el cabello desde el lago, marcando un rastro de agua que no se borrará. Asegura sus largas trenzas –que las ha venido hilando mientras descendía– con un broche violeta lanzado desde algún lugar en el trayecto. Voltio no se ha sacado el saco naranja y menos la corbata encendida, pese al calor y el amurallamiento de la gente que, formando un estrecho camino, ha sabido acomodarse para curiosear o espantar el sopor de las siete (hora de las alucinaciones).

Más adelante esperan gritando los jodones

mientras, enfrente suyo, otros espectadores aguantan las ganas de aplaudir. Voltio y Ki van llegando con el anhelo de verse diferentes, como cada año en distinto escenario y a veces distinto vestido y, quizá debido a eso, distinta personalidad. Un año fueron duendes, otro personajes de un circo, el siguiente miembros de la realeza y, alguno anterior honorables mendigos.

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Este año, lo harapiento ha dejado paso a la saturación de colores y energías. Después de todo, se trata de una fiesta de energías y no otra cosa. No existe diferencia entre los zapatos y las serpentinas, entre los aretes y los cables eléctricos, ni entre los maquillajes y las luces de neón.

Cuando ambos ingresan a la calle Comercio, los

jodones aparecen gritando y bailando, quién sabe de alegría, entusiasmo o simples ganas de joder, tal su oficio. Los jodones, difícil saber si por burla o amistad sincera, siempre saludan de un palmotazo en la espalda, sonríen de ojo a oreja y cavilan en un segundo la mejor forma de joder. También saltan al notar un defecto evidente (estrabismo, orejas grandes o manquera), mientras lanzan una ingeniosa comparación entre la persona y algún objeto, animal, verdura o cantante famoso. Su talento ha sido desviado hacia el defecto y nunca la virtud, de ahí que sean considerados recicladores estéticos, convierten las travesuras de la naturaleza en arte mediante una fórmula sencilla: el humor. A veces causan tanta hilaridad que alguien los confunde con arlequines lanzándoles monedas. No son pajpacos, aunque alguno envidiaría aquella su capacidad de distracción basada en la tradición del mago que, mientras esconde con una mano la pañoleta violeta, con la otra enciende un fuego que enceguece al público, público que ha concentrado su atención en el momento que Voltio se acerca a la enorme caja que espera por él.

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Antes de abrirla, lanza algo como suspiro que

pronto se convierte en tos sin terminar de ser estornudo. Adentro observa cada uno de sus objetos preciados envuelto en plástico transparente y cajas de vidrio, metal o madera. Los libros están abajo. Revisa los lomos y medio sonríe porque ninguno falta, ni Becket ni Kafka, ni Augusto ni Rosas. No abre ninguno de los paquetes, únicamente saca un destornillador especial de un estuche de plomo (punta hexagonal y menos de un milímetro de diámetro) con el que ajusta una pieza de su reloj sacado de adentro el saco. Luego lo devuelve y cierra la caja sin mayor expresión. Ki ha sido la más efusiva en todo esto, sonriente de que Voltio viera su deseo realizado y lista para lanzar, como todos los asistentes, mixturas de colores, papel picado, un par de sardinas vivas, muchas salvas de cohetes y unos tres birretes.

Un jodón los molesta con la palabra chojcho,

(que es como huachafo, sólo que menos kitsch, aunque con más chauvinismo, chojcho es chojcho). Y oyen chojcho chojchismo, sin entender por qué este año han decidido vestirse sin más dirección que la del color de su energía. Chojcho chojchismo chojchísimo. Ki se ha sentido roja y blanco y así ha aparecido. Voltio, como siempre, ha terminado siendo una sola chispa, entre amperio y decibel, sin decidir cuál más disonante.

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Ninguno ha llegado bailando ni haciendo demasiada alaraca. Han seguido un ritmo natural, caminando erguidos y con la postura de quien acude a una cita o va a recoger un pedido, tal el caso. Así han llegado hasta el centro de la calle, donde se han mirado sin abrazarse, mucho menos besarse y ninguna música de fondo. Han sabido reconocer los ojos del otro muerto y lleno de vida, ausente y parado delante, ajeno y propio y –sin entender siquiera cómo– han producido una chispa gigante, que ha cegado a todos quienes veían o pasaban por ahí (Blindy ha quedado más ciego y Wats menos lúcido). Y de la chispa ha aparecido un fuego violento que no ha tardado en extinguirse. El público ha pensado que se habían lastimado, sin notar que ambos habían desaparecido y que, en su lugar, había en el piso, cubierto de mixtura, retazos de tela y un líquido brillante, un huevo perfecto, había aparecido con esa forma imposible de imitar, algo más ancho en su base que en su cima, ligeramente inclinado por eso del equilibrio y, pese a encontrarse en medio de un carnaval, nada frágil. Blindy, Wats, Mira y Calcina, han entendido que este año el hecho inesperado consistía en la sabia alquimia –que cambia, destruye y a la vez engendra– entre la existencia de Voltio y Ki por un huevo, posado allí en pleno centro del festejo, aguardando ser levantado u otra cosa, lo cual suponía, además del final de la reunión de este año, que en la siguiente sólo serían cuatro.

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Ediciones Yerba Mala Cartonera

Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las

propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la

cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.

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