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Mirada pluridisciplinar al hecho religioso en Colombia:

Avances de investigación

Grupo Interdisciplinario de Estudios de Religión, Sociedad y Política,

giersp

Universidad de San Buenaventura Bogotá, D. C. diciembre de 2008

SERIE: RELIGIÓN, SOCIEDAD Y POLÍTICA • 5

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Mirada pluridisciplinar al hecho religioso en Colombia: Avances de investigación © Grupo Interdisciplinario de Estudios de Religión, Sociedad y Política, giersp

Serie: Religión, sociedad y política • 5 Primera edición © Editorial Bonaventuriana Universidad de San Buenaventura Bogotá, D. C., Colombia Carrera 8 H n.° 172-20 Apartado aéreo 75010 PBX: 667 1090 - Fax: 677 3003 www.usbbog.edu.co - [email protected]

Rector: Fray José Wilson Téllez Casas, o. f. m. Coordinadora editorial: María Elizabeth Coy AfricanoJefe Unidad de Publicaciones: Luis Alfredo Téllez CasasDiseño y diagramación: Vivian Astrid Rodríguez ChavarroCorrección de estilo: Susana Rodríguez Hernández y Andrés CohePropuesta portada: Liliana Caicedo

Los autores son responsables de la forma y fondo de esta obra.

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin permiso escrito de la Editorial.

ISBN: 978-958-8422-16-9Tirada: 200 ejemplaresDepósito legal: Se da cumplimiento a lo estipulado en la Ley 44 de 1993, Decreto 460 de 1995Impreso en Colombia - Printed in Colombia

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Índice

Presentación .............................................................................7

1. Mirada teológica al hecho religioso .................. 29

¿Es la teología una ideología?: Acercamiento desde la teoría crítica al quehacer teológico Jaime Laurence Bonilla Morales ..................................31

El carácter ontológico de las afirmaciones de fe como problema para el diálogo interreligioso David Gerardo López Galvis .........................................45

Inreligionación y pluralismo: una perspectiva teológica para el encuentro interreligioso Olvani Fernando Sánchez Hernández .........................53

Repercusiones del modelo clerical de la Iglesia Católica en las guerras del siglo xix colombiano Isabel Corpas de Posada ...............................................69

Sociedad y cristianismo: una responsabilidad teológica Jorge Antonio Ortiz .....................................................137

2. Mirada sociológica al hecho religioso ............. 151

Aproximación histórico-interpretativa al proceso de diversificación religiosa en Colombia William Mauricio Beltrán Cely ...................................153

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3. Mirada antropológica al hecho religioso ........ 193

Rehaciendo una vida: Los desplazados de CazucáEduardo Ignacio Gómez Carrillo ................................195

Memoria, identidad y religiosidad en las comunidades desplazadas de Bogotá. Aproximaciones teóricasAndrés Eduardo González Santos ...............................208

4. Mirada histórica al hecho religioso ................. 239

Balance historiográfico sobre el protestantismo en Colombia 1940-2007Helwar Hernando Figueroa Salamanca .....................241

De evangelizador de indios a bastión de criollos. El convento dominicano de Nuestra Señora del Rosario y la sociedad colonial, Santafé de Bogotá, siglos xvi-xviii

William Elvis Plata Quezada ......................................281

5. Mirada filosófica al hecho religioso ................ 347

Variaciones de la experiencia del mal en la cultura occidentalAndrés Eduardo González Santos ...............................349

6. Mirada política al hecho religioso ................... 373

Transformación doctrinal y actitudinal de la participación política de las iglesias cristianas evangélicas en ColombiaJorge Gustavo Munévar Mora ....................................375

7. Y una mirada a un hecho político actual ......... 401

¿Cómo les ha ido a los latinoamericanos con los presidentes que buscan la segunda reelección?Raúl Daniel Niño Buitrago ..........................................403

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Durante los últimos cinco años, un equipo de investigadores de la Universidad de San Buenaventura Bogotá, ha estado dedicado a estudiar el hecho religioso en Colombia. Se trata del Grupo Inter-disciplinario de Estudios sobre Religión, Sociedad y Política, giersp, creado en el 2003 por iniciativa de Álvaro Cepeda van Houten, o. f. m. y conformado, inicialmente, por investigadores pertenecientes al área de las ciencias sociales –antropología, sociología e historia– y al que se integraron con posterioridad profesores de la Facultad de Teología. Esta trayectoria investigativa fue reconocida por Colciencias en la convocatoria para la clasificación de grupos del 2006, que lo ubicó en categoría A.

Los problemas de investigación abordados por el giersp durante estos años tienen por objeto comprender cuáles han sido las creencias, las tradiciones, los comportamientos, las prácticas y los sentires religiosos de los colombianos. En este escenario, es evidente la importancia de la religión en la cultura colombiana y el peso de la Iglesia Católica, sólo resquebrajado parcialmente por el catolicismo popular y, en la actualidad, por las nuevas dinámicas del protestantismo en su versión pentecostal. Por cierto, las grandes religiones en América Latina no lograron establecerse masivamente porque la mayoría de los emi-grantes han sido de tradición cristiana.

Entre las actividades académicas del giersp se destaca un seguimiento permanente del hecho religioso en Colombia por medio del “Obser-vatorio de diversidad, política, religiosa y social en Colombia” que se encuentra adelantando una encuesta en la cual se mide el estado actual de las creencias y prácticas de los colombianos. Además, el giersp ha liderado múltiples eventos académicos, varias publicaciones en torno al hecho religioso y la creación de la Maestría en Estudios del Hecho Religioso; acciones académicas que le han permitido vi-sibilizarse como uno de los principales grupos de investigación en este campo.

Con el ánimo de compartir los resultados de las investigaciones ade-lantadas por el giersp, la Universidad de San Buenaventura Bogotá, ha liderado, con la colaboración de la Federación Internacional de

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Universidades Católicas. fiuc, la Universidad Nacional de Colombia, la Universidad del Rosario, el Instituto Colombiano de Estudios de la Religión, icer, y Visión Mundial, dos encuentros de investigadores preocupados por el estudio e interpretación de las diversas manifes-taciones de religiosidad en Colombia y América Latina. Este diálogo se consolidó en el I Congreso Internacional “Diversidad y dinámicas del Cristianismo en América Latina”, en mayo de 2006, y en el II Congreso Internacional “Diversidad y Dinámicas del Cristianismo en América Latina”, en octubre de 2007.

Los integrantes del Grupo participamos, recientemente, en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad, organizado por la Asociación Latinoamericana para el Estudio de la Religión, aler, en Bogotá en agosto de 2008. Las ponencias allí leídas como avances de investigación son los trabajos que a continuación se presentan y que se encuentran circunscritos a los siguientes proyectos de investigación:

~ Colombia: entre el tradicionalismo y la secularización. 1930-1940.

~ Los evangélicos y su participación política en la Constitución de 1991.

~ Desplazamiento y diversidad religiosa en Colombia: ¿Cómo re-construir una vida?.

~ Liderazgo y servicio en la tradición católica.

~ Búsqueda de terceros periodos presidenciales en América Latina

Estos proyectos de investigación, a su vez, se inscriben en las siguien-tes líneas de investigación desarrolladas por el giersp y asumidas por la Maestría en Estudios del Hecho Religioso:

1. Religión, política y sociedad. En la sociedad colombiana, las identidades políticas bipartidistas y católicas ocupan lugar central a la hora de definir qué se entiende por nación en un país de regiones y tradiciones cristianas. Este peso político-religioso logra penetrar todos los escenarios de socialización, incluidas las instituciones o comunidades religiosas, que también asumen posiciones políticas. De ahí que la relación entre religión y política tradicionalmente ha

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sido problema central cuando se trata de estudiar y comprender cuáles son los principales componentes sociales que dinamizan la cultura colombiana.

2. Educación y pluralismo religioso. En Colombia, la enseñanza de la religión ha estado bajo el control de la Iglesia Católica, lo cual ayuda a explicar el porqué de la fuerza del catolicismo, pero la diversidad del actual panorama religioso plantea nuevas alternativas, una de las cuales es hacer de la escuela un escenario para el aprendizaje de la convivencia en medio de la diversidad.

3. Teología del pluralismo religioso. La teología enfrenta hoy el reto de las sociedades pluralistas que invitan a mirar hacia la configura-ción plural del hecho religioso y hacia las sociedades en las que se entrecruzan sus diversas manifestaciones. Por ello la necesidad de repensar el saber teológico cristiano y sus tradicionales categorías de análisis, particularmente las categorías revelación, salvación y conversión en contextos religiosos pluralistas.

4. Religión y género. La teoría de género como herramienta de análi-sis social se aplica al estudio del hecho religioso, especialmente de las relaciones de género en las tradiciones religiosas, desde una mirada que integra los estudios realizados por antropólogas, sociólogas, fi-lósofas e historiadoras, así como por biblistas y teólogas sistemáticas. Esta línea de investigación se inscribe en las tendencias actuales en el campo de la teología y demás ciencias humanas.

5. Filosofía del hecho religioso. En el mundo actual asistimos al resurgir de lo religioso y a su reconocimiento como factor social relevante y, por tanto, como tema de interés para las diferentes ciencias humanas y sociales. Estudiar los discursos religiosos en su racionalidad interna y en su relación con racionalidades distin-tas, es oficio específico de la filosofía de la religión que asume esta línea de investigación, en diálogo con la teología, la antropología, la sociología y la historia.

Las anteriores líneas de investigación se complementan con el seguimiento de los cambios en las prácticas y creencias de los

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colombianos, que están aceptando la oferta de organizaciones reli-giosas no católicas.

El estudio de estas mutaciones es realizado por el “Observatorio de diversidad política, religiosa y social en Colombia” mediante inves-tigaciones etnográficas y sociológicas que permiten observar cuan-titativamente tales cambios. Para ello el observatorio adelanta una encuesta que ha comenzado a arrojar los primeros resultados en torno a las creencias y prácticas religiosas. En efecto, los cambios opera-dos en las prácticas y creencias religiosas en Colombia comienzan a disputar la tradicional presencia de la Iglesia Católica en la mayoría de los escenarios sociales y políticos en los cuales esta era la única institución válida. Ahora, el crecimiento de comunidades protestantes ha creado nuevas sociabilidades y formas de asumir el creer, ya que estas ponen en práctica nuevas estrategias de incorporación: aprove-chan la búsqueda de sentido de sus fieles, utilizan el carisma de sus pastores en las reuniones masivas y ponen en práctica el marketing en los medios de comunicación.

Para la divulgación de las investigaciones del giersp, la Universidad de San Buenaventura Bogotá, ha publicado los siguientes libros: De microempresas religiosas a multinacionales de la fe. La diversificación del cristianismo en Bogotá, de William Mauricio Beltrán Cely (Edi-torial Bonaventuriana, Bogotá, 2006); Clientelismo y Fe: dinámicas políticas del pentecostalismo en Colombia, Álvaro Cepeda van Houten (Editorial Bonaventuriana, Bogotá, 2007); y, la compilación de las Memorias del I Congreso Internacional. “Diversidad y dinámicas del cristianismo en América Latina”, coordinada por Andrés Eduardo González Santos (Editorial Bonaventuriana, Bogotá, 2007).

A esta política de divulgación responde la publicación, en esta oportunidad, de un nuevo título: Mirada pluridisciplinar al hecho religioso en Colombia: Avances de investigación, que integra la mirada teológica, la mirada antropológica, la mirada histórica, la mirada sociológica, la mirada filosófica y la mirada política, que los investigadores del Grupo dan al hecho religioso y cuya presentación se ofrece a continuación.

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Mirada teológica al hecho religioso

Desde la mirada teológica, cinco investigadores del Grupo Interdis-ciplinario de Estudios de Religión, Sociedad y Política contribuyen al estudio del hecho religioso con sus interrogantes y sus esfuerzos por encontrar respuestas: Jaime Laurence Bonilla Morales se ocupa de la identidad de la teología; David Gerardo López Galvis y Olvani Fernando Sánchez Hernández abordan, desde distintos horizontes, el diálogo interreligioso; y Jorge Antonio Ortiz e Isabel Corpas de Posada se ocupan de la relación entre religión y sociedad.

Los cinco trabajos corresponden a ponencias que fueron presentadas en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad, convo-cado por aler y reunido en Bogotá en agosto de 2008. Son, además, avances de los proyectos que adelantan en las líneas de investigación asumidas por el grupo.

El artículo del teólogo Jaime Laurence Bonilla Morales, “¿Es la teolo-gía una ideología?: Acercamiento desde la teoría crítica al quehacer teológico”, plantea la pregunta en torno a la identidad epistemoló-gica de la teología, cuestionada desde otras disciplinas, e intenta responder a su pregunta desde la teoría crítica. No es la intención de Bonilla desarrollar el estatuto epistemológico de la teología, ni profundizar en su caracterización como ciencia, como tampoco cla-mar por la necesidad de reconocimiento en la comunidad científica. Su propósito es recurrir a la teoría crítica “como elemento pertinente para la comprensión del ser y el desarrollo del quehacer teológico” y a la que considera “condición de posibilidad de toda teología que no pretenda o que evite convertirse en ideología”.

En su artículo “El carácter ontológico de las afirmaciones de fe como problema para el diálogo interreligioso”, David Gerardo López Galvis, también teólogo, formula algunos interrogantes originados en lo que denomina “una especie de desgaste religioso al que el creyente se ve sometido en la exigencia confesional de la verdad religiosa”, desgaste que se redirecciona en forma de fundamentalismo doctrinal. Conside-ra el autor, desde la perspectiva de la verdad religiosa, que el diálogo

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interreligioso resulta afectado en cuanto cada identidad confesional otorga carácter ontológico a sus afirmaciones de fe. Y concluye que la afirmación de fe “sería verdad en sí, sólo en los márgenes de la comunidad confesional que así lo cree”.

Otro teólogo, Olvani Fernando Sánchez Hernández, en su artículo “Inreligionación y pluralismo: una perspectiva teológica para el encuentro interreligioso”, propone la categoría inreligionación, acu-ñada por el teólogo y filósofo español Andrés Torres Queiruga, como posibilidad de encuentro entre creyentes o confesantes de religiones distintas. Precisa Sánchez, a propósito del neologismo inreligiona-ción, que así como desde el concepto de inculturación no es necesa-rio hacerse occidental para hacerse cristiano, tampoco es necesario hacerse cristiano para enriquecerse con los dones del cristianismo, y concluye que “todas las religiones pueden salir ganando de un encuentro abierto, honesto y respetuoso con las demás”.

El avance de investigación que presenta Isabel Corpas de Posada lleva por título “Repercusiones del modelo clerical de la Iglesia Ca-tólica en las guerras del siglo xix colombiano”. El propósito de esta investigación es rastrear, en sus orígenes históricos, la forma como se organizó la Iglesia según el modelo de una sociedad de desiguales, al mismo tiempo que señalar las consecuencias prácticas de orden social de la clericalización de la Iglesia, particularmente en cuanto a la relación entre religión y política o relaciones Iglesia-Estado como relaciones de poder, ejemplarizado en las guerras religiosas que ja-lonan el siglo xix colombiano.

Y el último de los trabajos teológicos es el de Jorge Antonio Ortiz, estudiante de la Facultad de Teología, quien titula su trabajo “So-ciedad y cristianismo: una responsabilidad teológica”. Se pregunta Ortiz por la realidad histórica de la fe cristiana en la cultura actual permeada por el sistema ideológico neoliberal y cuál es su aporte en relación con la nueva religión proclamada por el capitalismo. Para responder a su pregunta acude a la metáfora “recrear para situar” en dos momentos: en el primero, “recrea” el mundo del nuevo pue-blo de Dios desde la categoría “razón anamnética” que propone

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Juan Bautista Metz; y en el segundo, “sitúa” la experiencia de fe en el Dios de Jesucristo como horizonte de sentido.

Mirada sociológica al hecho religioso

“Socio-génesis del proceso de diversificación religiosa en Colombia” es el título de la ponencia presentada por el sociólogo William Mau-ricio Beltrán Cely. En este trabajo, Beltrán presenta un panorama de la constitución del campo religioso en Colombia. Con este propósito, se apoya en la revisión de fuentes de primera mano y en la consulta de numerosos trabajos de investigadores interesados en el tema del hecho y de la diversidad religiosa en Colombia.

Sin lugar a dudas el problema más evidente con el que se encuentra Beltrán tiene que ver con el hecho, por él mismo destacado, del fuerte sentido y tono apologético de las obras consultadas. Casi todos los autores tienen una clara filiación religiosa y su pertenencia a uno u otro credo se ve claramente reflejado en sus textos. Es así como la mayoría de los trabajos de los cristianos no católicos, al hablar de la llegada y consolidación de las nuevas iglesias al país, hacen siempre referencia a la violencia que tuvieron que soportar por parte de las mayorías católicas, las cuales no contentas con discriminarlos de todas las maneras posibles también procedieron a la quema de templos y, en algunos casos extremos, a la eliminación física de los pastores y misioneros, en la mayoría de los casos azuzados desde el pulpito y contando con la mirada complaciente de algunos representantes extremistas de la Iglesia Católica.

Por el otro lado, esta visión se ve confirmada por el tono belicista y radical de los escritos de los católicos, la mayoría de los cuales mues-tran la intromisión de estos nuevos credos como una amenaza para la estabilidad y el orden de la nación colombiana y, con la llegada de la paranoia de la guerra fría, como una intromisión imperialista de los Estados Unidos en América Latina.

Beltrán no se suma a ningún bando; su trabajo consiste en realizar una enumeración lo más completa posible de los textos aparecidos hasta ahora, de delinear el contexto social del momento de producción y de

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las probables intenciones de cada autor para realizar su trabajo. Con esta excusa, el autor nos lleva en una entretenida y corta historia de la constitución del campo religioso colombiano, de las condiciones materiales de producción de cada una de esas miradas. Pero allí no termina el trabajo de Beltrán, quien además realiza aportes propios que no sólo contextualizan, sino que además enriquecen la totalidad del conjunto.

Finalmente, lo que logra Beltrán es llevarnos a una explicación acadé-mica sofisticada del cómo, el cuándo y el porqué del campo religioso que tenemos actualmente en Colombia. Evidentemente, en un espacio tan corto como una ponencia no se responde a todas las preguntas que nos asaltan, pero este es un primer texto que deberá servir como guía para investigaciones futuras en este campo.

Mirada antropológica al hecho religioso

El trabajo del investigador Eduardo Ignacio Gómez Carrillo, titulado “Rehaciendo una vida: los desplazados de Cazucá”, presenta una aproximación teórica sobre el complejo problema social del despla-zamiento forzado en Colombia. Toma como eje central el papel que cumplen las iglesias cristianas pentecostales en la reconstrucción de identidad de las comunidades desplazadas en las grandes ciudades. En principio, este trabajo analiza la lógica de la migración interna generada por la violencia. Una de las características esenciales de la dinámica de la migración interna es la concentración de grandes masas en la periferia de los centros urbanos, y principalmente en la capital del país. Así se crea una tensión entre dos términos opuestos, el centro y la periferia, o entre la búsqueda de la inclusión social por parte de los desplazados y el rechazo y la marginalidad por parte de los habitantes de las grandes ciudades. Este trabajo analiza diferentes razones por las cuales los desplazados buscan como destino final las grandes ciudades. Entre estas está la búsqueda del anonimato. La búsqueda del anonimato es fundamental en un contexto de violencia, y se presenta como una opción que hace posible que las comunidades desplazadas puedan reconstruir sus vidas y sustraerse de los círcu-los viciosos de retaliación y venganza. El anonimato es pues una

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condición que les permite a las personas que están en estas condi-ciones, sentirse seguras y protegidas.

Por otro lado, este texto analiza la forma como las comunidades desplazadas generan sentido social en un contexto urbano. Parte de este sentido se crea, como lo anota el autor, en un contexto glo-balizado de competencia de mercado, de posibilidades precarias de trabajo y subsistencia y de una identidad marginal caracterizada por la sospecha. Los desplazados se integran a la comunidad como víctimas de la violencia y como competidores en todos los niveles de la vida cotidiana. Pero el sentido social, no es un asunto únicamente de subsistencia; también integra la dimensión simbólica, el sentido está determinado por sus creencias, por la forma como se piensa el pasado y por lo que se espera del futuro. Así, es de vital importancia el análisis del papel de la dimensión religiosa como elemento estruc-turador del sentido social, y más aún para el caso de personas que han vivido experiencias de violencia. Por esta razón, el trabajo de Eduardo Gómez integra el papel de la religión en la construcción de sentido social por dos razones fundamentales: 1. La religión provee un marco de explicación en el cual los desplazados pueden entender el por qué de su situación. 2. La religión permite a los desplazados ingresar a tejidos sociales fuertemente cohesionados.

La religión es vista como uno de los centros desde los cuales las personas generan sentido social. La creación de sentido social está integrada, como nos lo muestra el autor, por diferentes dominios cul-turales, como el económico, el jurídico, el ético, el mítico-religioso, etc. Estos dominios se integran en un marco de referencia totalizador que constituye el sentido del mundo de los agentes sociales. Este marco de referencia actúa en varios aspectos de la vida de una persona. En primer lugar, es el que rige el comportamiento, define unas normas éticas. En segundo lugar, tiene un valor cognitivo, provee una com-prensión coherente de los fenómenos del mundo. Y en tercer lugar, le da sentido a la totalidad de la experiencia, tanto a la experiencia pasada que se reconstruye a través de la memoria, como a las condiciones de vida en el presente y a lo que se espera del futuro. El papel que cumple la religión en las experiencias de violencia y desplazamiento

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que una persona ha vivido es, en principio, muy específico. La religión configura esta experiencia como un camino de salvación. Así se puede ver que el recorrido que sigue un desplazado es tanto un camino de sufrimiento, exclusión y marginalización como un camino de búsque-da y encuentro con Jesucristo: es oportunidad de encontrar a Dios. Además, en un plano simbólico, la fe en Dios que le da sentido a la vida de un individuo, en un plano social, es la fe en la comunidad, la recuperación de la confianza en el otro. Y la identidad que es un juego entre el cambio y la permanencia se ve así fortalecida, porque el individuo mantiene y estrecha fuertemente los lazos con la comunidad.

El texto del antropólogo Andrés Eduardo González Santos se titula “Memoria, identidad y religiosidad en las comunidades desplazadas de Bogotá. Aproximaciones teóricas”. En este trabajo, el autor realiza una reflexión minuciosa acerca del peso de la identidad religiosa en la re-configuración que experimentan las personas desplazadas, tanto en su identidad como, principalmente, en su memoria. Según nos dice González, parafraseando a Kant, el tiempo es la forma de la experiencia interna, y el espacio, de la experiencia externa. Siguiendo esta lógica, desarrolla un texto según el cual la experiencia traumática marca la forma del recuerdo, constituyéndose en materia prima para formas identitarias y religiosas particulares. Esto no se da en una sola dirección: la memoria se transforma con el paso del tiempo, recordar es una acción que se realiza desde el hoy y se proyecta hacia el pa-sado, el recuerdo se ve afectado por la condición presente.

El autor se apoya en el libro Los abusos de la memoria de Tzvetan Todorov, para realizar un singular análisis, en el cual destaca cómo la memoria tiene un uso político que rompe con la idea, bastante ex-tendida, de la “pureza” o “inocencia” del recuerdo, dándole un lugar central en la constitución de la identidad política y de las expresiones religiosas de quien ha sido víctima de algún tipo de violencia. En esta parte, González nos alerta de la existencia de dos tipos de uso de la memoria de los que no había precedentes: el intento delibera-do y sistemático de eliminación de los registros de la memoria; y la omisión, es decir utilizar los medios nemotécnicos para dejar de lado y olvidar paulatinamente los acontecimientos que se quieren ocultar.

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La segunda parte de la ponencia habla directamente de la relación entre memoria y olvido, relación evidentemente complementaria, en la cual tanto lo que se recuerda como lo que se olvida hacen parte de una selección realizada por el agente, y que depende de muchos aspectos, reiterando la relación de la memoria con el presente.

Todo este preámbulo sirve para contextualizar la relación memoria-identidad-religiosidad en las comunidades desplazadas. El autor da cuenta de cómo las poblaciones desplazadas sufren el destierro como una suma de muchas cosas. Particularmente relevante es la pérdida del territorio que aseguraba una forma específica de conocimientos prácticos y de formas de relacionarse con los demás, formas que daban sentido y contenido a lo que se recordaba y lo que se olvidaba, o mejor dicho, a lo que valía la pena olvidar y lo que valía la pena recordar.

Importante la lectura que realiza del desplazamiento como un acto político, un acto que en principio busca decir lo que quieren ocultar los actores del conflicto colombiano. El desplazado no sólo realiza el ejercicio de salvar su vida y la de los suyos, sino que también efec-túa un ejercicio hacia el futuro: su esperanza de retorno a su vida cotidiana se presenta como una protesta a la violencia y a la indolencia de los otros frente a su problema.

En general, el trabajo de González trata de contextualizar el pro-blema del desplazamiento forzado de personas, especialmente del uso y abuso de la memoria desde una comprensión mucho más extensa de la que normalmente se hace. Al contrastar el problema de la memoria traumática en autores y casos tan disímiles como los aparecidos en los textos de Primo Levi y de Tveztan Todorov, con el caso de los desplazados, es capaz de construir un discurso coherente y convincente acerca de cómo la religiosidad juega un papel central en la recordación de los creyentes.

Mirada histórica al hecho religioso

El trabajo de Helwar Hernando Figueroa Salamanca titulado “Balan-ce historiográfico sobre el protestantismo en Colombia. 1940-2007”, en la misma línea del trabajo de Beltrán Cely, realiza un recorrido

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detallado de los textos que se han publicado en Colombia sobre el tema del protestantismo, desde comienzos de la década de 1940 hasta la actualidad. Este trabajo es una contribución importante para la comprensión de la formación del campo religioso colombiano, porque su enfoque es crítico y se centra en el análisis de las condiciones de producción de esta literatura. En otras palabras, hace explícito el vínculo necesario entre el contexto sociopolítico y la generación de ideas que configuran la historia de un fenómeno particular, como es el protestantismo en Colombia. Figueroa Salamanca sustenta la idea de que la producción historiográfica sobre este tema está determi-nada con diferente fuerza y en distintos momentos por una tensión ideológica; esto es, por la posición de fe desde la cual los diferentes autores le dan sentido y reconstruyen la historia. Así, tanto los auto-res protestantes como católicos configuran una versión apologética de los hechos. Esto no significa que la producción historiográfica del protestantismo haya sido siempre así; de hecho el autor muestra cómo en los últimos años ha habido un cambio drástico en este tipo de literatura, que se está produciendo en un contexto más académico, por profesionales que han sido educados en las distintas facultades de humanidades. Sin embargo, aún cuando la producción historiográfica se ha profesionalizado, sus autores siguen siendo, en general, “sus propios protagonistas”, historiadores de sus propias comunidades de fe. Esta visión estudia dos niveles que, desde una perspectiva ana-lítica, se pueden distinguir: los escritores de la historia y el pasado historiado.

El autor muestra, para el primer caso, cómo se abordan, desde un análisis crítico, las motivaciones ideológicas y religiosas de los his-toriadores del protestantismo y evidencia cómo la producción histo-riográfica es hecha en su mayoría por escritores que pertenecen a distintas confesiones de fe. Cabe resaltar que la dinámica del campo religioso está regida por una fuerte tensión de “dos bandos”: el pro-testante y el católico. Esto hace que la historia sea apologética y, a menudo, difamatoria. La diferencia entre la visión protestante y la católica estriba en que desde el lado católico, las obras encubren su intención política y dogmática con el velo de la academia, particular-mente el de la sociología y la antropología. Algunos investigadores del

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protestantismo en Colombia han sugerido, a partir de lo anterior, que estas fuentes no sirven como herramientas de análisis del fenómeno en cuestión, por estar sesgadas y ser poco objetivas, pero Figueroa se aleja de esta postura y plantea que son justamente estas características las que permiten ver la forma como las ideas protestantes fueron ca-lando en distintas dimensiones de la cultura y la sociedad colombiana; además, la manera como se fue configurando el campo religioso y, por último, la forma dialéctica como se crea la identidad del otro a partir de la contraposición con la imagen que se tiene de sí mismo. Una lectura atenta del trabajo de Figueroa puede dar una comprensión precisa de la forma como se entrecruzan e interconectan los distintos campos de la vida social: cómo la producción de ideas, tanto desde la academia como por fuera de ella, están marcadas por una intención política; cómo el campo del poder abarca el campo religioso; y cómo éste último está ligado al campo político y al económico.

Con respecto al pasado historiado, el autor delimita el papel que ju-garon los protestantes en la historia nacional. Hasta la primera mitad del siglo xx, su accionar en la vida pública del país está en relación directa con las políticas liberales, y por lo tanto se pueden ver como promotores, aunque marginales, del proceso de modernización de la sociedad colombiana. Pero el papel de los protestantes no se puede abordar de una manera simple, en primera instancia, porque no son un grupo homogéneo. Es decir, dentro del movimiento protestante hay al menos tres grandes corrientes que crean dinámicas sociales y culturales muy complejas. Estas son: los protestantes históricos y los movimientos pentecostales y neopentecostales. Si en un principio la dinámica del campo religioso estaba configurada por la oposición protestantes-católicos, en la segunda mitad del siglo xx, empieza a aparecer una gran cantidad de comunidades y grupos religiosos con distintas propuestas sociales y culturales, y, por lo tanto, los límites iniciales se desdibujan. Esta y otras razones que el autor analiza en su texto permitieron a los protestantes participar en la Asamblea Nacional Constituyente. Cabe resaltar que el papel que cumplieron los protestantes en la política colombiana es muy limitado, y está marcado por una contradicción: la búsqueda de la imposición de una ética cristiana en la política y la corrupción que genera el poder.

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Por último, el autor analiza la contribución de trabajos recientes de carácter regional que posibilitan una visión más global de las diná-micas religiosas actuales, y muestra cómo a partir de publicaciones académicas colectivas que integran los saberes especializados de la antropología y la sociología, se supera el sectarismo y la literatura ideológica que había dominado la historia del protestantismo en Colombia. Este ejercicio de historiografía descubre poco a poco la filigrana ideológica sobre la cual se moldea parte de la mentalidad moderna.

El trabajo titulado De evangelizador de indios a bastión de criollos. El convento dominicano de Nuestra Señora del Rosario y la sociedad colonial, Santafé de Bogotá, siglos xvi-xviii, del investigador William Elvis Plata Quezada, reconstruye el papel que cumplieron las co-munidades religiosas católicas, particularmente la dominica, en la configuración de la sociedad colonial en el territorio que hoy hace parte de la República de Colombia. Este trabajo crea un entramado histórico que tiene como eje el Convento de Nuestra Señora del Rosa-rio. Una de las particularidades de este primer Convento dominicano que se construye en Santafé de Bogotá en 1550 es que se funda en el centro de la ciudad, al lado de los poderes públicos y eclesiásticos. Este hecho llama la atención por varias razones: en principio, porque esta no era la costumbre en Europa, en donde la localización de los conventos se hacía a las afueras de las ciudades; además, esto les permitió a los dominicos influir sobre la sociedad colonial; y, por úl-timo, les trajo numerosos conflictos con las otras instancias del poder por hallarse en el centro de la ciudad.

Es común afirmar que en nuestra historia la Iglesia Católica ha te-nido un papel protagónico, que su ideología ha permeado todas las instancias de la sociedad y la cultura colombiana. Pero poco se sabe del proceso por medio del cual esta institución se fue volviendo, de manera gradual, uno de los principales centros de poder y de pro-ducción de ideas para la sociedad colombiana. El trabajo de William Plata recorre este camino, y hace relevante y vincula aspectos tan importantes como son la forma como se construyó el Convento, las personas que lo financiaron, el estilo arquitectónico, las obras pías,

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entre otros. En otras palabras, el autor hace explícito el vínculo entre los objetos materiales y el pensamiento que los enlaza y dota de senti-do. Asimismo, la categoría de ser el centro toma aquí su significación precisa. El Convento es el centro desde el cual se va tejiendo en buena parte, la sociedad colonial. Esta categoría se hace más comprensible si ampliamos sus límites de sentido y la comparamos con el concepto mítico de axis mundi que literalmente significa el eje del mundo, desde el cual se fundamenta el universo. Del Convento parte el tra-bajo de la doctrina, pero también, y ligado estrechamente a esto, la constitución de un territorio nuevo, una distribución de la población que va a tener una continuidad en pueblos y ciudades actuales, y, particularmente, de la estructura básica de la sociedad colonial, es-tructura que se caracteriza por ser jerárquica, exclusivista y elitista.

El análisis del papel que cumplieron las órdenes religiosas católicas al inicio del proceso de colonización del territorio americano ha sido muy controvertido. Por un lado se muestra que estas comunidades protegieron a los indígenas contra la explotación, el sometimiento y la exclusión; propusieron una estrategia novedosa para la evangeli-zación (estrategia que sigue siendo de actualidad): la inculturización del evangelio. Por otro lado, la posición es más negativa, se sustenta que el proceso de evangelización y las órdenes católicas fueron muy desfavorables para los indígenas y lo único que lograron fue imponer y reproducir un modelo de diferenciación y explotación. Pero puestas las cosas de esta manera, se niega justamente lo que el autor quiere resaltar; el proceso histórico por medio del cual, se va constituyendo un orden social particular. En este sentido, la investigación de Wi-lliam Plata muestra que si bien las comunidades religiosas como los dominicos tenían al principio una intención de proteger a los indí-genas, terminaron estableciendo las bases de una sociedad colonial caracterizada por la segregación, la jerarquización y el clientelismo. Además, el autor evidencia que el proyecto evangelizador fue visto, por parte de la Iglesia Católica como un fracaso, puesto que tuvo como una de sus principales consecuencias la generación de una religiosidad mestiza y sincrética, mezcla de un cristianismo barroco y cultos indígenas y africanos.

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Es así como se hace evidente que el Convento instaura y ayuda a consolidar un sistema de exclusión y de jerarquías de la sociedad colonial. Esta idea está sustentada con el análisis que realiza el autor de la economía espiritual que se materializa en las cofradías, las capellanías, las obras pías, los censos redimibles, las haciendas y la educación de las elites. Es claro, así, que uno de los papeles principales que cumplió la religión católica en la historia de Co-lombia fue el de consolidar y sostener el régimen, y proponer las bases de un orden social fuertemente cohesionado, pero también excluyente.

Mirada filosófica al hecho religioso

El antropólogo Andrés González, candidato a la Maestría en Filoso-fía, se aventura en el campo de la filosofía con un estudio titulado “Variaciones de la experiencia del mal en la cultura occidental” que presentó en el Congreso de aler y en el que integra la perspectiva antropológica con un enfoque filosófico.

En este ejercicio académico, González recoge escritos de algunos autores que han abordado el estudio de la experiencia del mal, tales como Wittgenstein y Sichere, e intenta un recorrido por cuatro mo-mentos de la expresión simbólica del mal.

En primer lugar, la tradición cosmogónica de algunas culturas de Oriente próximo, como los egipcios y los mesopotámicos, en las que el bien y el mal se mostraban como la confrontación violenta de dos potencias cósmicas: el cosmos y el caos en lo que se conoce como el mito del combate. En este mismo contexto se ubica el pensamiento cosmogónico de Zoroastro que, a diferencia de los ejemplos anterio-res, da importancia a la libre elección que los seres humanos pueden hacer entre el bien y el mal.

En segundo lugar, algunas imágenes del mal en la tradición judeocris-tiana, que, desde el monoteísmo y la teología de la alianza, interpreta el mal como castigo a la desobediencia del pueblo al compromiso de la alianza, en la que, además, se vislumbra la esperanza de un nuevo orden.

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En tercer lugar, los llamados pintores teólogos, como El Bosco y Grunewald, que en los siglos xv y xvi desarrollaron el simbolismo del mal en torno al tema de la tentación. Por último, en la literatura moderna que expresa con mayor libertad la “figura rebelde de la sub-jetividad”, al decir de Sichere, por cuanto el sujeto moderno reflexiona sobre el mal y se rebela contra él en primera persona.

Mirada política al hecho religioso

El texto de Jorge Munévar, titulado “Transformación doctrinal y acti-tudinal. De la participación política de las iglesias cristianas evangé-licas en Colombia”, describe puntualmente cómo desde los orígenes del protestantismo hasta la actualidad, en los protestantes de todas las denominaciones, divisiones y subdivisiones, la política ha estado presente, ya sea en defensa del statu quo o para cuestionarlo. En este sentido, resalta algunos de los principales líderes de la historia del protestantismo y de todos ellos evidencia su actuar político, que en la mayoría de los casos privilegiaron el poder espiritual por encima del temporal. El rápido recorrido histórico que realiza Munévar, desde el siglo xvi, sirve como preámbulo en su intención de evidenciar cómo desde mediados del siglo xx se observa un cambio evidente en la par-ticipación de los protestantes en la política, sobre todo en la vertiente evangélica y pentecostal de las iglesias estadounidenses. De ahí que enumere varios de los pastores que fungieron como líderes políticos. De los más conocidos destaca a Calvin Bod, Billy Gram, Luther King, Pat Roberson y Jesse Jakson, quienes participaron activamente en política en un momento en el cual las religiones fundamentalistas y pentecostales crecieron significativamente, lo cual repercutió en su poder de influir en las masas.

Después de este recorrido, describe cómo en Colombia también los evangélicos y los pentecostales comenzaron a participar en política en un escenario de expansión y visibilización de su acción, que por décadas había sido opacada por la hegemonía de la Iglesia Católica. Munévar afirma que las posiciones políticas de las comunidades cristianas no católicas responden a un cambio en su percepción teológica del mundo que fue reforzado gracias a la participación

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de estas comunidades en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, acto constitucional que reconoció el pluralismo religioso y la diversidad cultural.

Una conclusión que puede resultar evidente al culminar esta lectura es que el cristianismo, a pesar de los diferentes intentos de distanciarse de la política, está condenado a practicarlo ¿La religión es política o la política es religión? es un interrogante que surge cada vez que los religiosos deciden ejercer sus derechos ciudadanos.

Y una mirada política a las reelecciones presidenciales

La ponencia de Raúl Daniel Niño titulada “¿Cómo les ha ido a los latinos con los presidentes que buscan la reelección?”, es un trabajo escrito desde la visión de la Ciencia Política de gran importancia y muy actual.

En este trabajo, Niño analiza los casos del Perú y Argentina en los gobiernos de Alberto Fujimori y de Carlos Menem, para terminar con unas recomendaciones en la actual coyuntura política en Co-lombia. La primera impresión que llama poderosamente la atención de cualquier lector, es la necesidad de una transformación política e institucional interna para permitir la reelección. En el caso de Perú, se produjo una erosión de la legalidad institucional, con per-manentes reformas que condujeron a una concentración de poder en la figura del presidente, lo que terminó con una “dictadura civil” impulsada por el propio gobierno al ordenar el cierre del Congreso, el cambio de los magistrados de las Altas Cortes y la revisión de la Constitución. Pasado un tiempo, el escenario económico sumado al cansancio de los ciudadanos, que veían cómo las condiciones en todos los frentes empeoraban, llevó a una situación que finalmente desembocó en la caída del gobierno y permitió el regreso de la ins-titucionalidad democrática.

Por otro lado, en el caso de Argentina, la llegada al poder de Carlos Menem, con altísimos niveles de popularidad, llevó al mandatario a plantear cambios en la Constitución Nacional para asegurar su

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continuidad en el poder con el fin de realizar los cambios que él consideraba necesarios. A pesar de lograr su reelección, el segundo periodo fue mucho más difícil que el primero y sus maniobras para poder llegar a un tercer periodo se perdieron debido a la crisis eco-nómica de 1999. En este caso, además, la coalición de partidos que lo llevó al poder decidió darle la espalda, con lo cual la maniobrabilidad política y la gobernabilidad se perdieron, por lo cual escasamente pudo terminar su periodo.

En ambos casos, es interesante observar cómo el crecimiento económi-co se dispara ante la presencia de un líder que inspira confianza a los inversionistas, tanto internos como externos, estabilizando situaciones con alta volatilidad financiera y crisis interna económica, situación que favorece su alta popularidad; sin embargo, al final, esto termina siendo contraproducente al tener que enfrentar las crisis externas que no pueden manejarse domésticamente y que terminan por ge-nerar situaciones de inestabilidad, lo cual impidió a los gobernantes concluir sus periodos, como en el caso de Fujimori, o aspirar a una nueva reelección, en el caso de Menem.

El ejercicio de Niño termina con una evaluación de lo que ha venido ocurriendo en Colombia en los últimos años con el gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Si bien no puede realizarse un símil directo entre este gobierno y los casos de Menem y Fujimori, sí se puede comparar lo ocurrido hasta ahora para tratar de indicar cuáles pueden ser los pasos hacia el futuro y evitar una crisis institucional como las ocurridas en Perú y Argentina. Para hablar del caso colombiano, el autor compara repetidamente las situaciones ocurridas en Colombia con las ocurri-das en los otros dos casos objeto de estudio; señala las diferencias y las similitudes, y después procede a una síntesis final. Este método permite entender y aclarar algunas de las particularidades de Co-lombia, pero también señalar que la concentración de poder en una sola persona, así sea con las mejores intenciones, puede conducir a un grave daño institucional y a una crisis que afecta todas las esferas de la vida social.

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La principal conclusión del trabajo de Raúl Niño tiene que ver con la necesidad de impulsar el esquema gobierno-oposición, en donde ambos deben fortalecerse para evitar excesivas concentraciones de poder de las que se deriven situaciones de conflicto que puedan amenazar la estabilidad social.

Grupo Interdisciplinario de Estudios sobre Religión, Sociedad y Política - giersp

17 de diciembre de 2008

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¿Es la teología una ideología? Acercamiento desde la Teoría Crítica al quehacer teológico*

Jaime Laurence Bonilla Morales**

Sólo una teología que se mueve en el horizonte actual de la experiencia, una teología rigurosamente científica y abierta al mundo y al presente,

puede justificar su puesto en la universidad al lado de otras ciencias. Hans Küng, Teología para la posmodernidad (1989)

La pregunta por la teología, a partir de una categoría tan particular como la “ideología”, remite a la misma identidad de la teología, toda vez que implica un acercamiento semántico y un recorrido por sende-ros teológicos ya transitados. De esta manera, no sólo empiezo acla-rando que lo que se afirma o se interroga en este escrito tiene como fundamento teorías filosóficas y teológicas de reconocido nombre (Escuela de Frankfurt y José María Mardones), sino que el propósito central se encuentra en el interrogante por el quehacer teológico.

* Este artículo es resultado parcial de la investigación: “Identidad de la teología: estatuto epis-temológico y metodológico”. Facultad de Teología de la Universidad de San Buenaventura, Bogotá. Ponencia presentada en el xii Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad organizado por aler, Bogotá, 7 al 11 de julio de 2008.

** Docente en la Facultad de Teología, secretario académico y editor de la revista Franciscanum, de la Universidad de San Buenaventura Bogotá. Licenciado en Filosofía y Licenciado en Teología por la Universidad de San Buenaventura Bogotá, Especialista en Pedagogía y Do-cencia Universitaria por la misma institución. Actualmente adelanta estudios de Maestría en Filosofía en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Contacto: [email protected]

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Partiendo de la misma teología

El lugar de la teología en el conjunto de las ciencias, dentro de las múltiples clasificaciones que se han realizado, ya por el objeto de estudio, el método utilizado o su intencionalidad, varía dependien-do de la pretensión de quienes clasifican y de la misma pluralidad teológica que se ha presentado de diversas maneras, dependiendo de los contextos históricos y culturales.

Y ya que, en diversos ambientes, se mantiene sobre la teología “la sos-pecha de que su discurso no sea riguroso ni legítimo, que represente más una tergiversación o un oscurecimiento de la realidad, antes que un verdadero conocimiento”1, ha sido objeto de exclusión y rechazo por no cumplir con ciertos parámetros establecidos por tradiciones o comunidades académicas, ya sea desde la visión racionalista, empi-rista, técnica o de cualquier otra índole.

En este sentido, el de la validez y coherencia de las argumentaciones presentadas desde la teología, sin pretender desarrollar ampliamente el estatuto epistemológico propio de esta disciplina, ni profundizar en la caracterización propia de la teología como ciencia a partir de su rigurosidad, método, argumentos racionales y coherencia interna, ni dar rienda suelta a una apología sobre la permanente necesidad de reconocimiento en la comunidad científica, en el presente escrito se abordará la teología desde el centro mismo de la sospecha planteada, que en algunos contextos y en momentos determinados ha provocado su enjuiciamiento como ideología. El que esta acusación sea cierta o falsa se podrá juzgar más fácilmente luego de profundizar en el significado que se atribuya a la ideología.

De este modo, el presente escrito tiene el propósito de esclarecer estos presupuestos y desarrollos teológicos, de evidenciar una forma como la teología podría alcanzar, de manera autocrítica, la pretendida validez universal y hasta “glocal” (global-local), toda vez que se tie-nen en cuenta los elementos particulares que la constituyen y no se

1 José María Mardones, Teología e ideología, Editorial Vizcaína, Bilbao, 1979, p. 14.

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diluye en pretensiones ideologizantes (desde ya se está asumiendo el sentido negativo de la ideología que más adelante se explicará).

Asimismo, en el presente escrito se asume, de manera general y con la voz de Gerhard L. Müller, que la teología pretende demostrar “que la razón humana, en su referencia al mundo (sensibilidad, vinculación a la cultura, contextualización, historicidad, sociabilidad), está abierta a la trascendencia y que el hombre puede ser el oyente de una au-téntica revelación de Dios en la historia por medio de su palabra…”2, de tal manera que acepta con sentido positivo la autorrevelación de Dios a través de la historia, profundiza en sus fuentes normativas y las proyecta a partir de la hermenéutica; reflexiona sobre la respuesta de fe de quienes viven la experiencia religiosa particular y da cuenta de las expresiones concretas, tanto individuales como sociales de quienes se vinculan a esta experiencia.

Esta forma de asumir el quehacer teológico, consecuente con una pretensión autocrítica, queda abierta a las diversas formas de concebir la teología, pues lo que se pretende es proponer las herramientas de la Teoría Crítica de la escuela de Franckfurt sobre aquella manera o actitud ideológica, que puede estar presente en muchas de ellas, en la propia diversidad teológica. Pues, la teología, tal como ha sucedido con muchas otras ciencias, se ha transformado en el transcurso de los siglos, respondiendo a los cuestionamientos internos y externos que modifican, confirman o fundamentan su identidad.

De otro lado, la Teoría Crítica no sólo se propone y se ha propuesto a “la teología”, en un sentido general o hasta vago. La propuesta de adopción de esta teoría se dirige a la pluralidad concreta en que se manifiesta y desde los diversos momentos históricos en que han predominado algunos métodos y temas específicos. Se dirige a las teologías de la teología en la historia. Así, la Teoría Crítica puede encaminarse tanto a la teología antigua y medieval, no porque sus métodos hayan dejado de ser utilizados o hayan perdido validez los

2 Gerhard Ludwig Müller, Dogmática: teoría y práctica de la teología, Herder, Barcelona, 1998, p. 13.

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logros alcanzados, sino en cuanto a la común pretensión totalitaria y unidimensional con la que se ha llegado a identificar. Igual sucede con la teología en la modernidad, por la recriminación que se le ha hecho de ser insistentemente antropocéntrica, positivista y raciona-lista, e incluso a la teología posmoderna en el común rechazo de los metarrelatos en esta época y en cuanto acoge la fragmentación y la pluralidad.

Del mismo modo, la Teoría Crítica tiene cabida en la forma de hacer teología, tanto desde la dogmática como en la fundamental y en la sistemática. Esta última, siguiendo a Raúl Berzosa “… se plantea como –horizonte global sintético-orgánico–”3, además de las teologías del genitivo, conceptualizadas por M. Flick y Z. Alszeghy, que nacen desde contextos diversos y dan respuesta a necesidades puntuales. Dentro de estas se puede contar la teología de la secularización, la teología de la muerte de Dios, la teología de la praxis, las teologías de la esperanza, de la familia, de la tierra, de la cruz, de género, entro otras4.

Así mismo, la aplicación de la Teoría Crítica a las teologías se plantea de tal modo que no sólo se tome como instrumento aislado, prestado, extraño o añadido. Tampoco como elemento impositivo omniabarcante y que asegure la salvación de la teología como teoría y como praxis de una vez y para siempre. La Teoría Crítica se propone como elemento pertinente para la compresión del ser y el desarrollo del quehacer teológico, toda vez que pueda ser un momento permanente de la teología, e incluso una condición de posibilidad de toda teología que no pretenda o que evite convertirse en ideología.

Hacia la comprensión de la ideología

Ahora bien, el término ideología también debe ser aclarado en su uso, especialmente el que aquí se va a seguir, pues desde que se abrió

3 Raúl Berzosa, Hacer teología hoy: retos, perspectivas, paradigmas, San Pablo, Madrid, 1994, p. 229.

4 Cf. ibíd. p. 116-134. En esta misma clasificación, Raúl Berzosa incluye, dentro de las teologías de género, a la “teología no ideológica” desarrollada por José María Mardones.

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paso con quien se concibe como su creador, Desttut de Tracy, ha sido concebido de distintos modos, que en este momento se traen a co-lación para dar claridad sobre su utilización posterior. Así, el mismo Tracy concibió la ideología como una ciencia fundamental, como una filosofía del conocimiento de las ideas, mientras que para Marx5 es la expresión de ocultación de la realidad u oposición al conocimiento verdadero. En este mismo sentido marxiano y con renovado acento, Habermas la entiende como distorsión de la acción comunicativa. Por otro lado, Sartre hace mención de la ideología como el resultado de los filósofos que no son creadores, sino exploradores de dominios abiertos por otros filósofos muertos. Incluso, no han faltado los que han considerado la ideología como un problema “superado” por los nuevos intereses técnicos y capitalistas, como es el caso de Daniel Bell, quien fue a su vez criticado por ideologizar-ocultar a través de la supuesta muerte de la ideología6.

De manera particular, el sentido en que aquí es tomada la ideología, a partir de su relación próxima o remota con la teología, es el que el teólogo y sociólogo José María Mardones desarrolla ampliamente en algunas de sus obras, el mismo de la Teoría Crítica de la escuela de Frankfurt, en su interés por transformar la humanidad y generar la emancipación que, en palabras de Mardones, “lleva consigo la into-lerancia [...] en cuanto tergiversadora de la realidad, enmascaradora de los procesos reales y legitimadora de los poderes irracionales…”7, con lo que retoma el sentido general que ya había dado Marx a este término, en su utilización desde la teoría y la praxis social: “… tanto Marx como los hombres de la escuela de Frankfurt quieren devolver al hombre la conciencia y la voluntad de hacer la historia, a fin de alcanzar una sociedad y un hombre realmente libres y racionales”8.

5 Algunos filósofos consideran que en sentido propio la ideología nace con Marx.

6 Cf., José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, 7.ª edición, tomo E-J, Ariel, Madrid, 1994, p. 1748-1752.

7 Mardones, Op. cit., p. 15-16.

8 Ibíd., p. 47.

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Pero, ¿cuál es el punto de partida de la Teoría Crítica frankfurtiana sobre la ideología? Es el planteado, ciertamente, por Horkheimer y Adorno, quienes se propusieron “comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, se hunde en el nuevo género de barbarie”9. Ellos desarrollaron un programa mediante el cual presentarían los errores que ha cometido la Ilus-tración, cómo se han convertido en ideología y han extraviado su verdadera razón, pues buscando el desencantamiento del mundo, además de disolver los mitos y derrocar la imaginación mediante la ciencia10, resultaron cayendo en el error que combatían, en el totali-tarismo ciego y dominante.

Desde la ideología a la Teoría Crítica

Y, desde esta propuesta de trabajo, comienza a develarse la “dialéc-tica” presente, pues mientras la razón ilustrada quiere esclarecer los mitos y dominar la naturaleza, ella misma termina convirtiéndose en mito al abandonar el pensamiento autocrítico y termina sometida a la necesidad de la naturaleza, ya que el “pensamiento triunfante [...] en cuanto abandona voluntariamente su elemento crítico y se convierte en mero instrumento al servicio de lo existente, contribuye sin querer a transformar lo positivo que había hecho suyo en algo negativo y destructor”11. Y de este modo “los hombres pagan el acrecentamiento de su poder con la alienación de aquello sobre lo cual lo ejercen”12.

Del mismo modo, se evidencia la dialéctica presente, en palabras de Horkheimer y Adorno, debido a que “la maldición del progreso imparable es la imparable regresión. [Además] Esta regresión no se limita a la experiencia del mundo sensible [...] afecta también el

9 Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 2006, p. 51.

10 Cfr. ibíd., p. 59.

11 Ibíd., p. 52.

12 Ibíd., p. 64.

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intelecto dueño de sí, que se separa de la experiencia sensible para sometérsela”13.

Así, los esfuerzos de la Teoría Crítica condujeron a desenmascarar la instrumentalización de la racionalidad, que se reproduce de manera constante en la historia de la humanidad, en la medida en que se crean nuevos modelos sociales, políticos, económicos y culturales, mediante los cuales se ejercen relaciones de poder que justifiquen el dominio de unos sobre otros.

Estas consideraciones sobre la ideología, de Adorno y Horkheimer, según la interpretación de Mardones se pueden resumir en los si-guientes aspectos:

Aspectos formales14 Aspectos materiales típicos de la ideología actual

• Dependencia respecto al proceso social

• Eliminación de las diferencias y tendencia al uniformismo

• Pretensión de estar de acuerdo con la realidad

• Reducción del individuo a una pieza del sistema (instrumentalización)

• Justificación de relaciones de poder irracionales

• Pseudorrealismo

• Falsedad • Utilización del todo social como apariencia socialmente necesaria

• Apariencia socialmente necesaria

• La ciencia y la técnica asumen el rol de ideología

• Búsqueda del apoyo de los fuertes

• Subjetivización e instrumentalización de la razón

• Tendencia al totalitarismo

Así, desde ya, es posible ver que la mayoría de los elementos aquí mencionados, al ser pensados desde la crítica a la teología, pueden llegar a aplicarse en no pocas de sus manifestaciones, descripciones, imperativos o confesiones, según los diversos matices que se han generado en su desarrollo histórico.

13 Ibíd., p. 88.

14 Mardones, Op. cit., p. 39

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Y un argumento por el cual la dialéctica de la Ilustración resulta vi-gente para este estudio que aquí se presenta, más allá de su utilidad para desvelar las nuevas ideologías, es que desde este pensamiento se considera que no hay fórmulas mágicas, absolutas o definitivas. “No hay un modelo operativo concreto que conduzca a la sociedad libre y humana del futuro, ya que sólo en el caminar concreto, no exento de errores, y en la reflexión-comprensión profundas de cada momento histórico-social, se van esbozando y realizando las estruc-turas fundamentales de la nueva sociedad”15.

Incluso la misma Teoría Crítica va cambiando con los nuevos con-textos. Así, la llamada segunda generación de la Teoría Crítica, con Habermas como representante principal, llegó a identificar una nueva situación a partir del sistema capitalista, que ya no ejecutaba una exclusión colectiva de las masas del sistema, sino que buscaba su lealtad concediéndoles “ventajas materiales, tiempo libre y la creen-cia que jamás ha sido tan libre y feliz, pero no reflexión y la decisión sobre los fines que orientan al sistema”16. Del mismo modo ya no sólo hay “desmembramiento de un conjunto moral, sino el rechazo de la moralidad como categoría de reglamentación de conductas”17. Y esto provocaba en última instancia “una despolitización de las masas y un control y limitación de la comunicación”18.

Con esto, se muestra no sólo que el abordaje de la Teoría Crítica puede concederse matices particulares, sino que las mismas condiciones socio-económico-políticas se transforman y exigen nuevas formas de pensamiento crítico. Por tal razón, Mardones retoma el espíritu de la Teoría Crítica para proponer la reconstrucción de una sociedad que camine hacia la libertad y la racionalidad, de tal modo que haga frente al pensamiento único y a los fundamentalismos, desde sus manifestaciones políticas y económicas, que en muchas ocasiones no se alejan, sino que se acercan al mismo pensamiento cerrado y a las expresiones radicalizadas de algunas formas de hacer teología.

15 Ibíd., p. 25.

16 Ibíd., p. 46.

17 Ídem.

18 Ídem.

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Estas se presentan como un sistema refinado y conveniente para todos, sin dejar en claro o siquiera llegar a insinuar los efectos negativos del dominio absoluto de una opción teológica particular, que desconoce la autocrítica y las necesidades del contexto.

Este tipo de acciones y omisiones son comunes a toda ideología: presentar su dominación de manera oscura, soterrada, no de mane-ra clara porque la claridad implicaría dejar ver las intenciones de quienes erigen o perpetúan un poder viciado, al igual que implicaría dar a conocer los elementos negativos de la estructura que se quiera plantear, además de posibilidades distintas o divergentes que pu-dieran surgir.

Así mismo, el ejercicio de la ideología refleja que ella es mediada, ne-cesita de otros (estructuras, ideas, personas, objetos) para presentar su imagen, por lo que no se muestra a sí misma de manera inmediata en el ejercicio del poder o la dominación, sino que se oculta o desvanece su rostro verdadero a través de distintas mediaciones o instrumentos que toma a su servicio, evitando de este modo al máximo cualquier tipo de subversión o contradicción que se le pueda interponer.

Claro que Mardones, en su lectura de la Teoría Crítica, no se limita a describir las posibilidades negativas de la ideología, sino que ponien-do como ejemplo la teología política de Moltmann, previene contra la costumbre de hacer uso abusivo de un pensamiento para imponerlo a los demás, propone caminos de diálogo y de comunión, llama la atención sobre la preocupación por el ser humano y la sociedad, por la libertad emancipadora, por permanecer fieles a los datos de la realidad. Aunque deja claro que la Teoría Crítica no acude a una Tras-cendencia19 y no le apuesta directamente a ninguna utopía, pues ve que allí se corre claramente el peligro de esconder una ideología:

19 Aunque Horkheimer sí expresó en sus últimos escritos un interés por la religión, por la Tras-cendencia, lo que realmente destacó fue la función que tiene al expresar un ansia: “Es este ansia que conlleva un recuerdo crítico reductor de todo intento de estabilización y absoluti-zación, la que atrae a Horkheimer. Y en ella ve un extraordinario parentesco con la actitud y el intento de la Teoría Crítica”. Mardones, Op. cit., p. 147.

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La Teoría Crítica no es, pues, ninguna utopía aunque recoge lo más válido y permanente de toda utopía: la crítica de lo existente, su resistencia y rechazo de los elementos anti-emancipadores. También coincide con la religión en este momento crítico-negativo. Frente a la utopía y la religión quiere definirse la Teoría Crítica recordándoles dónde se halla el peligro de ambas: en su pretensión de poder proyectar, conocer ya el rostro del hombre y de la sociedad liberada del futuro20.

Asimismo, Mardones identifica algunos elementos propios de la tra-dición judeo-cristiana que influyeron en las propuestas de la escuela de Frankfurt. No sólo porque la mayoría de quienes componían la primera generación eran de origen judío, sino por elementos propios de la tradición doctrinal: 1. La prohibición de adorar imágenes, que se asimila desde la negación crítica de los sistemas que buscan pre-sentarse como verdad suprema e infinita. 2. La lucha contra los ído-los, como consecuencia de lo anterior, se realiza en la interpretación de los elementos que no permiten la emancipación del hombre y la sociedad en la praxis. 3. La sed de justicia, que desde la búsqueda de una emancipación integral genera crítica a los totalitarismos de izquierdas y de derechas. 4. La primacía de la praxis, como secula-rización del mesianismo religioso, que se manifiesta en la militancia por la viabilización efectiva del futuro, en donde se verifica la teoría expresada21.

Ahora bien, conviene recordar la posibilidad permanente de caer en una contradicción interna en toda crítica a la ideología. Pues si bien se han cuestionado las formas de hacer ideología, esta misma crítica se constituye a partir de un conocimiento situado, que no está exento de fundamentarse en intereses particulares y responder a una estructura social, económica, cultural y política específica.

20 Ibíd., p. 148. Aunque por otro lado, en este aspecto específico de la utopía, Marcuse se separa un poco de sus compañeros, pues analizando el proceso por el que la ciencia y la técnica se han convertido en ideología, propone el “gran rechazo”, negarse a servir al sistema de cualquier modo: “sustenta su tesis ofreciendo la utopía de la imagen futura de la sociedad liberada o emancipada, es utopía no porque las tendencias y posibilidades de nuestra sociedad no la pudieran hacer presente, sino porque las relaciones sociales existentes la reprimen y la manipulación no la permite ser una realidad. De aquí que sólo pueda expresarse como utopía y contradicción total de las fórmulas y modelos existentes”. Ibíd., p. 42.

21 Cf. Ibíd., p. 59-62.

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Esto no significa que la teoría crítica quede en el vacío de reflexio-nes lanzadas al azar o en la indiferencia de las respuestas, sino en el reconocimiento de que “ninguna teoría, ni siquiera la verdadera, está segura de no pervertirse nunca en la locura el día en que se prive de la relación espontánea con el objeto. La dialéctica tiene que guardarse de este peligro, tanto como del de la ingenua esclavitud al objeto cultural”22.

A manera de conclusión

Entonces, ¿la teología es o no es una ideología?, según los presu-puestos dados. ¿En qué medida la teoría crítica puede ser válida y pertinente dentro del quehacer teológico? ¿Cuáles serían las conse-cuencias de la aplicación de la Teoría Crítica a los postulados teoló-gicos en contexto?

Efectivamente, es posible reconocer en el quehacer teológico, aun sin entrar a describir los detalles y según los presupuestos dados, que la teología sí ha sido construida y presentada como una ideología, en varios casos. Aunque para no entrar a cuestionar de manera par-ticular cada una de las formas de hacer teología, a continuación se plantearán algunos elementos generales que podrían ser revalorados desde la teoría crítica, como manifestaciones de una constitución ideológica presente en la misma teología. Si bien no son los únicos, sí pudieran englobar algunos problemas particulares de la teoría y la praxis teológicas, como por ejemplo: la imposición de teologías como dogmas con un carácter infalible; teologías funcionales sin finalidad creyente y humanizadora; institucionalización ciega en el ejercicio de un poder dominante; intrumentalización de la raciona-lidad teológica y otras tantas expresiones religiosas concretas que se erigen como auténticas y pertinentes sin permitirse ningún tipo de cuestionamiento o reflexión.

Por esto, la pretensión de la teología por ser válida y significativa en la actualidad, se podría realizar más fácilmente si se asume desde:

22 Theodor W. Adorno, Crítica de la cultura y de la sociedad, Ariel, Barcelona, 1970, p. 228.

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1. La autocomprensión dentro de una estructura social, que le permita interactuar efectivamente con todos los ámbitos que constituyen la sociedad, reconociendo los elementos positivos que le ayudan a renovarse según las necesidades de los contextos, la necesidad de abrir el discurso a la praxis. Y tanto el discurso como la praxis se abren a la pluralidad de escenarios, desde la mediación hermenéutica, por lo que Mardones propone:

A. No reactualizar ni proseguir en la historia lo que nunca debió darse.

B. Purificar la tradición cristiana de los elementos opresores y co-activos que desacreditan la buena nueva y la hacen jugar roles ideológicos.

C. Actualizar y proclamar el sentido liberador del Evangelio, es decir, proseguir la auténtica tradición cristiana y no ‘tradiciones’ más o menos ligadas al cristianismo23.

2. El interés práxico de la teoría, que no se queda estancada en los necesarios procesos de abstracción, especulación, sistematización de la experiencia religiosa, además de la acostumbrada profesión de fe, sino que se encarna en procesos reales, visibles, concre-tos, respondiendo a las necesidades de la sociedad que necesita emanciparse. Esto conlleva también aprender a hacer factible el respeto al dato analizado, que constantemente cambia junto con los procesos sociales, así como también cambian las ideologías, mientras la teología reconoce que en sus dinámicas internas no es realmente posible una plena neutralidad teórica o práxica24.

3. El cuestionamiento ideológico que suponen las relaciones de poder, de tal manera que la teología reflexione sobre las autori-dades y dominios sociales (ministerios) que ejercen presión en la sociedad actual, como sobre su propio ejercicio de poder en la institucionalización que tiende a tornarse acrítica y dogmáti-ca, sobre la pérdida del carisma. Así mismo, el cuestionamiento

23 Mardones, Op. cit., p. 243.

24 Cf. ibíd., p. 244-246.

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¿Es la teología una ideología?...

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alcanza la compartimentación de las ciencias, la teología entre ellas, de tal modo que esta aprenda a depurar sus presupuestos, trabajar en apertura a las otras ciencias y a cuestionar los inte-reses que la mueven25.

4. El discurso presentado de manera no coactiva, sino propositiva, que deje atrás las formas totalitaristas, ciegas y dominantes, para acoger otras cada vez más reflexivas, abiertas, incluyentes, pluralistas y dialécticas.

Y, en el contexto latinoamericano, podrían retomarse los elementos anteriores; pero de manera aun más específica y contextual, en el ámbito propiamente católico, se hace necesario retomar el documento conclusivo de la V Conferencia Episcopal de América Latina y el Cari-be que se celebró en Aparecida (Brasil) en el 2007, en donde se pensó este continente a la luz de lo que significa ser discípulos y misioneros de Jesucristo. Así como el documento de Medellín (en sus cuarenta años) y de Puebla, en su descripción de la realidad latinoamericana y los necesarios procesos de liberación.

Pero más allá de los documentos oficiales, el quehacer teológico en y desde América Latina puede cuestionarse constantemente si está tergiversando la realidad, enmascarando los procesos reales y legi-timando los poderes irracionales; si la teología latinoamericana, que como toda teología debe ser siempre liberadora, se está presentando o no como una verdad suprema e infinita, si está o no permitiendo la emancipación del hombre y la sociedad, si está o no ayudando a calmar la sed de justicia, sin totalitarismos, si está o no privilegiando la praxis en la medida en que verifica la teoría expresada y se retroa-limentan de manera dialéctica.

Y no poco tiene que seguir reflexionando la teología sobre las distintas formas de la religiosidad latinoamericana, descritas por Juan Carlos Scannone: ya sean las emergentes que describe Wilfredo González o las ambientales que aborda Pedro Trigo26. Como tampoco puede dejar

25 Cf. ibíd., p. 246-247.

26 Cf. Juan Carlos Scannone, Religión y nuevo pensamiento: hacia una filosofía de la religión para nuestro tiempo desde América Latina, Anthropos, Barcelona, 2005, p. 40-46.

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Jaime Laurence Bonilla Morales

a un lado las reflexiones interdisciplinares que se han generado en torno a la diversidad y a las dinámicas del cristianismo en América Latina27, las surgidas en el marco de la Asociación Latinoamericana para el Estudio de las Religiones (aler) y otros tantos esfuerzos por comprender la identidad y la transformación de las experiencias religiosas en nuestra región.

Finalmente, el que la teología sea o no una ideología, dependerá entonces de los mismos teólogos, no tanto de las críticas ajenas, que pierden peso ante una presentación coherente y pertinente de la teología. Dependerá no sólo de una posición dialéctica como se propone desde la Teoría Crítica, sino de la forma como se asuma internamente y se exprese la propia identidad. Dependerá de la ma-nera como los teólogos entiendan sus presupuestos y desplieguen su comprensión de la relación entre Dios y la humanidad, en la historia de este mundo.

BibliografíaAdorno, Theodor, Crítica de la cultura y de la sociedad, Ariel, Barce-

lona, 1970.

Berzosa, Raúl, Hacer teología hoy: retos, perspectivas, paradigmas, San Pablo, Madrid, 1994.

Ferrater Mora, José, Diccionario de filosofía, 7.ª edición, Ariel, Ma-drid, 1994.

Horkheimer, Max y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 2006.

Küng, Hans, Teología para la posmodernidad, Alianza, Madrid, 1989.

Mardones, José María, Teología e ideología, Editorial Vizcaína, Bil-bao, 1979.

Müller, Gerhard Ludwig, Dogmática: teoría y práctica de la teología, Herder, Barcelona, 1998.

27 Cf. Andrés Eduardo González Santos (comp.), Diversidad y dinámicas del cristianismo en América Latina, Universidad de San Buenaventura Bogotá, 2007. Este libro surgió en el marco del primer congreso internacional que giró en torno al mismo tema en el año 2006. Actualmente, se encuentran en edición las memorias del segundo congreso, que se realizó en el año 2007.

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El carácter ontológico de las afirmaciones de fe como problema

para el diálogo interreligioso*

David Gerardo López Galvis**

Pretendo situar reflexivamente, desde la perspectiva de la disciplina teológica, algunos interrogantes que considero originados en una especie de desgaste religioso al que el creyente se ve sometido en la exigencia confesional de “la verdad” religiosa a partir del reconoci-miento formal de los iconos dogmáticos de una tradición particular. Dicho desgaste afecta directamente el potencial de sentido alberga-do por los credos religiosos, y lo que en un principio tiene carácter vinculante para el creyente en términos de un sentido orientador para su existencia, se re-direcciona hacia la instalación propia de los fundamentalismos doctrinales, perdiendo así su talante crítico y movilizador para el presente individual y social del creyente.

* Es abundante la bibliografía que en los últimos años ha sido publicada sobre diálogo interre-ligioso y teología del diálogo interreligioso. Para una idea sobre el tratamiento del tema, en principio, se puede consultar: J. J. Tamayo Acosta, Fundamentalismos y diálogo entre religio-nes, Trotta, Madrid, 2004 y J. Dupuis, Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, Sal Terrae, Santander, 2001. Ponencia presentada en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad organizado por aler, Bogotá, 7 al 11 de julio de 2008.

** Director del programa de Licenciatura en Teología de la Universidad de San Buenaventura Bogotá. Licenciado en Teología; Diplomado en Investigación; Especialista en Pedagogía y Docencia Universitaria por la Universidad de San Buenaventura Bogotá; candidato a Magíster en Teología por la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Contacto: [email protected]; [email protected]

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David Gerardo López Galvis

Divido la presentación en tres momentos:

~ En el primero abordaré algunas cuestiones propias de una expre-sión recurrente al momento de identificar el riesgo inminente que representa la diferencia religiosa: “identidad confesional”.

~ En el segundo me referiré a lo que he denominado carácter on-tológico de las afirmaciones de fe y a su relación con el diálogo interreligioso.

~ En el tercero presentaré una conclusión que pretende abrir el espacio de diálogo posterior, planteando una posible alternativa para los problemas enunciados en los dos momentos anteriores. Esta alternativa está dada a partir del reconocimiento del carácter semántico de las afirmaciones de fe de los sistemas religiosos, sobre el pretendido carácter ontológico.

1. El problema de la expresión “identidad confesional”

Por lo general, cada sistema religioso de creencias contiene una buena cantidad de afirmaciones fundamentales que configuran la denominada identidad creyente de la confesión particular. Estas afir-maciones fundamentales, en su conjunto, constituyen el consenso de la comunidad en torno a los testimonios sobre una cierta experiencia de lo divino, consenso que si se sostiene con cierta regularidad en el tiempo y logra ser fijado a través de mediaciones de tipo simbólico y lingüístico, será considerado como tradición.

En este sentido la tradición, por lo menos en lo que se refiere al asun-to religioso, funge como el límite doctrinal que ayuda a evidenciar, sostener y desarrollar ad intra y ad extra de la comunidad creyente su “identidad confesional”.

El diálogo interreligioso busca potenciar la capacidad que hay en cada tradición religiosa para acceder, desde la “identidad confesional” asumida, al encuentro con la diferencia, que es a su vez “identidad confesional” en la subjetividad creyente del interlocutor.

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Sin embargo, en los intentos de diálogo interreligioso que han sido reseñados por diversos teólogos, esta categoría de “identidad confesio-nal” creo que resulta ser causante de una ambigüedad determinante para las posibilidades reales del diálogo.

Considero que uno de los obstáculos para que el diálogo ecuméni-co e interreligioso resulte fructífero es la prohibición de interrogar críticamente los fundamentos de una tradición religiosa, es decir, el congelamiento de la vitalidad histórica de la tradición en nombre de la salvaguarda de su “identidad confesional”.

Esta prohibición supone que la condición del reconocimiento de la pluralidad como forma de conocimiento –episteme–, exigida por el proceder del diálogo interreligioso, se considere casi imposible por el sometimiento de la misma al juicio valorativo de la “identidad confesional” propia, para la necesaria determinación del grado de verdad o error presente en la identidad confesional del otro, en cuan-to que no resulta aceptable que el reconocimiento de la pluralidad como episteme ponga entre paréntesis mi verdad1. De esta forma y, acudiendo a una acertada formulación de Juan José Tamayo, es más deseable que lo plural se uniformice y lo relativo se absolutice, para obviar las implicaciones confesionales que ineludiblemente tendrían lugar, en el caso del reconocimiento de la pluralidad como forma de conocimiento para el diálogo.

En este sentido resulta importante tratar de distinguir lo que se es-conde tras de la recurrente expresión “identidad confesional”. Quizás nos ayude recordar lo que plantea J. Moltmann, refiriéndose a las tradiciones religiosas y a sus comunidades formalmente representati-vas. El teólogo alemán J. Moltmann plantea que todas experimentan una doble crisis, dada en los términos de relevancia y de identidad. Ambas crisis están mutuamente relacionadas. Cuanto más inten-tan incidir las tradiciones religiosas en los problemas del contexto, tanto más profundamente se adentran en una crisis de identidad.

1 En la teología del diálogo interreligioso es común encontrar propuestas de un alcance suge-rente, pero al mismo tiempo limitadas por las dinámicas del inclusivismo y el exclusivismo teológico de cuño cristiano. Creo que la mayoría de ellas están mediadas por el límite infran-queable que impone la mencionada “identidad confesional”.

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Cuanto más intentan reafirmar su identidad en dogmas, ritos e ideas morales tradicionales, tanto mayor se hace su irrelevancia y falta de credibilidad2.

La dificultad puede estar delimitada en la pretensión, propia de la mayoría de religiones, de determinar la relevancia o pertinencia de sus afirmaciones de fe desde la incondicional salvaguarda de su identidad confesional, a partir de la absolutización del carácter de verdad de su sistema de creencias y a través de la rigidez del lenguaje religioso con que es expresada esa verdad. Y aunque esto es válido, las consecuen-cias de esta opción fundamental resultan dirigiendo progresivamente a la conciencia creyente desde el potencial de sentido orientador a la aridez de la fijación conceptual de la experiencia de fe, cerrando la posibilidad al carácter de verdad de lo diferente.

En palabras de Juan José Tamayo, “el lenguaje religioso, que es el resultado de la convención de una comunidad creyente y actúa como código de comunicación común para poder entenderse, se convierte en fórmula fija, inmutable, toma la forma de dogmatismo y funge al interior de la comunidad creyente como ortodoxia. El pluralismo es visto, por ende, como una amenaza contra la unidad de la fe”, es decir, contra la identidad confesional. En última instancia, el costo de sostenimiento de esta opción es el fundamentalismo religioso –acom-pañado de un sólido positivismo teológico– y el repliegue confesional a ultranza de la circunstancialidad existencial de la comunidad de creyentes y del dinamismo propio de las respectivas experiencias religiosas.

2. El carácter ontológico de las afirmaciones de fe

Quizás el problema de la expresión “identidad confesional” en las religiones radica en que el sentido de la palabra “identidad” es inmediatamente asimilado a la noción más clásica de “verdad”. Lo que se dice, se cree, se piensa y se celebra es correspondiente con lo que es, en los términos de una teoría general del ser. La conciencia

2 J. Moltmann, El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca, 1972, p. 6

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creyente es conforme a la realidad divina y los enunciados teológicos conformes a los hechos revelatorios de la divinidad (en el caso de las llamadas religiones reveladas). De tal forma que lo experimentado, creído y anunciado por una tradición religiosa, es decir, el conjunto de sus afirmaciones de fe, posee un cifrado vinculante a partir de la certeza que otorgan dichas afirmaciones en términos de verdad abso-luta. Las afirmaciones de fe, es decir los límites doctrinales, estarían por encima de la circunstancialidad y provisionalidad histórica y se mantendrían sin mutación alguna, es decir, que serían expresión autorizada del en sí divino.

Esto lo he denominado el carácter ontológico de las afirmaciones de fe, que a mi juicio es el principal obstáculo de toda “identidad confe-sional” a la hora de entablar un entendimiento interreligioso.

El serio inconveniente de esto para la teología fundamental de cual-quier tradición religiosa, incluyendo la cristiana, es que una vez cuestionado el carácter ontológico de su sistema de creencias, se encuentra, a su vez, cuestionada de forma crítica la pretensión de verdad de sus afirmaciones de fe.

Por ejemplo, en la tradición cristiana, consideraciones fundamentales como la simultánea divinidad y humanidad en la figura de Jesucristo, confesado además como el Hijo encarnado del único Dios verdadero; la singular dinámica revelatoria del Espíritu Santo, en lo que se refie-re a la comprensión trinitaria de Dios, y la promesa de salvación del género humano, junto con todo lo creado, por la adhesión consciente a este tipo de máximas a partir del reconocimiento de su carácter vinculante, son consideraciones convertidas en afirmaciones de fe con carácter absoluto de verdad. Y esto es importante porque no se trata de afirmaciones metafóricas. Jesús de Nazaret es el Cristo, el Hijo de Dios encarnado y resucitado. En otras palabras, Cristo se presenta en la tradición religiosa cristiana de Occidente y Oriente, en sus diferentes variantes, como la síntesis entre esencia y existencia, síntesis tan anhelada por la filosofía griega y sólo alcanzada por la teología occidental. Esto significa que la afirmación “Cristo Hijo de Dios”, en ningún momento es asumida metafóricamente, sino que

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es asumida y anunciada con un decidido carácter ontológico. Y es así como es sostenida por la comunidad creyente ad intra y ad extra de la misma.

Estos supuestos que constituyen la identidad confesional, es claro que poseen una semántica actualizable según el contexto y así intentan evidenciarse pertinentes ante la propia comunidad creyente y ante el mundo en general. Pero la afirmación de fe, según nuestra tradi-ción cristiana, no se funda en las posibilidades de la semántica, sino en el carácter ontológico de la misma afirmación. En este sentido, el diálogo interreligioso se ve seriamente condicionado en tanto en cuanto cada identidad confesional tiene una inherente orientación a otorgar este carácter ontológico al conjunto de sus afirmaciones de fe, es decir, a su tradición.

En este mismo sentido, la sostenibilidad de la creencia en Jesús de Nazaret como el Cristo de Dios, es posible no sólo por la creencia en sí, sino por su inmediata referencia a su correspondencia ontológica. Y esto es una constatación no sólo de escenarios académicos sino tam-bién de escenarios populares. Cuestionar el en sí de una afirmación como esta o sus similares, en nombre de un carácter metafórico que apunte a su semántica, más que a su correspondencia ontológica, sería quitarle, en cierto sentido, su fuerza vinculante e introducirla en el horizonte de las diferentes tradiciones religiosas con un valor no más allá del normativo. Y creo que esto, en la perspectiva de las teologías fundamentales, resulta inquietante.

No es casualidad que una buena parte de los teólogos dedicados a los asuntos del diálogo interreligioso hayan sido objeto, en algún momento de sus reflexiones, de censuras doctrinales por interrogar críticamente los fundamentos de la tradición religiosa cristiana, fuera del espectro categorial que soporta dichos fundamentos, definido y re-conocido por la institución representativa de la tradición religiosa.

Esto significa que sobre los fundamentos de la tradición no es posible establecer preguntas que intenten la deconstrucción de los esquemas interpretativos que los sustentan. Sólo es posible el desarrollo ana-lítico-deductivo de los fundamentos ya definidos en las respectivas teologías. Y aunque en la mayoría de tradiciones de pensamiento,

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ya sea religioso o científico, ocurre lo mismo, específicamente en el científico, este condicionamiento en el proceder ha sido relativamente matizado y lo que se exige es la verificación de la coherencia interna de las hipótesis que pretenden convertirse en nuevas teorías, aunque ello signifique el replanteamiento de los fundamentos vigentes.

3. Conclusión

Sin embargo, creo que aunque implique un riesgo inminente, es aconsejable que la pretensión de verdad de las afirmaciones de fe sea matizada. Es decir, y en términos claros, que la verdad de la afirmación de fe sería verdad en sí, sólo en los márgenes de la co-munidad confesional que así lo cree. La certeza creyente, entendida en términos de una convencida adhesión a algo sin temor a errar, no tendría ningún inconveniente siempre y cuando no sea asimilada a una verdad en su sentido absoluto. Sobre todo, teniendo en cuenta que tras una afirmación de fe lo que aparece no es la afirmación en sí, sino el consenso de una comunidad en torno a la interpretación más adecuada de una experiencia con lo divino. El recurso a una autoridad divina por vía de inspiración creo que tiene tanto de largo como de ancho, más específicamente en lo que se refiere a los pro-blemas relacionados con el intervencionismo divino en las teologías de la revelación y de la creación.

Siguiendo el mismo orden, es posible aducir una ontología pero de tipo semántico. Es decir, que cada afirmación de fe tendría un en sí en su interpretación, en su posibilidad polisémica, pero no en su posibilidad de hecho. Esto, obviamente, es muy problemático de cara a la oficialidad religiosa, pero potenciador de dinámicas liberadoras que reconstruyan la identidad y la pertinencia de los credos religio-sos tanto en los escenarios académicos como en los escenarios en los que no es tema de interés la penetración intelectiva del sistema de creencias particular.

Vale la pena hacernos la siguiente pregunta: ¿es legítimo obtener con-clusiones ontológicas a partir de tesis semánticas acerca del lenguaje que usamos? O ¿nos es permitido inferir una concepción acerca de

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lo que es a partir de lo que conocemos? (filósofo argentino Eduardo Alejandro Barrio). Creo que las afirmaciones de fe, incluso teniendo en cuenta el importante aporte balthasariano de la fe como “phistis”, como forma de conocimiento cierto y distinto de la episteme, son todas tesis semánticas que no admiten conclusiones ontológicas más allá de los límites de la comunidad que comparte una creencia, es decir, que resulta posible una ontología de tipo semántico al interior de la comunidad creyente y de la subjetividad del creyente, y que la fuerza de tales afirmaciones no está en las afirmaciones de fe en sí, sino en la certeza que les otorga la creencia.

Creo que el diálogo interreligioso no busca una teoría general de las religiones ni la uniformidad de las identidades confesionales. Pretende más bien el reconocimiento de la diferencia, y funciona como correctivo crítico y salvaguarda ante el riesgo siempre latente en las religiones de la ideología de la identidad a través de la fijación y absolutización –carácter ontológico– de un determinado sistema de creencias.

El carácter ontológico de las afirmaciones de fe podría resultar en un mecanismo implícito de asimilación que supere la distancia que hay entre los sujetos Dios - ser humano, hasta restablecer la identidad a favor del sujeto denominado ser humano en el enunciamiento de un sistema de verdades absolutas. Es decir, podría estar agotando la diferencia de Dios en la “identidad confesional” y eso resultaría en la negación de Dios.

Bibliografía

Bautista Metz, J., Memoria Pasionis, Sal Terrae, Santander, 2007.

Dupuis, J., Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, Sal Terrae, Santander, 2001.

Moltmann, J., El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca, 1972.

Tamayo Acosta, J.J., Fundamentalismos y diálogo entre religiones, Trotta, Madrid 2004.

________, Para comprender la crisis de Dios hoy, Verbo Divino, Na-varra, 2004

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Inreligionación y pluralismo: una perspectiva teológica para

el encuentro interreligioso*

Olvani Fernando Sánchez Hernández**

No hay diálogo entre dos religiones, sino sólo entre personas que practican y vi ven la propia religión.

J. Dupuis

Antes que diálogo de las religiones lo que acontece, en realidad, es el encuentro entre confesantes de religiones distintas. Antes que los intereses académicos de intercambio formal de horizontes, es el encuentro entre creyentes, y la necesaria interacción que supone, lo que hace urgente la búsqueda de escenarios de diálogo entre ellos. De las coordenadas en que se plantee el encuentro dependen en gran medida las posibilidades de entablar un diálogo constructivo o una confrontación deslegitimadora. En el plano teórico, el estableci-miento de estas coordenadas consiste en esclarecer los presupuestos conceptuales desde los cuales se comprende, diseña y propicia este encuentro entre creyentes religiosos diversos en medio de escenarios

* Ponencia presentada en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad organizado por aler, Bogotá, 7 a 11 de julio de 2008.

** Decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de San Buenaventura Bogotá. Filósofo de la Universidad Santo Tomás de Bogotá, Teólogo de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, Licenciado y Magíster en Teología de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Contacto: [email protected]

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socioculturales comunes; tarea en que la teología juega un papel importante puesto que, al edificarse sobre las convicciones religiosas confesionales, tiene una enorme fuerza performativa en la acción de los creyentes y en las directrices de las comunidades religiosas.

Con este fondo, la presente comunicación asume el propósito de acer-carse a unos presupuestos conceptuales de cuño teológico, desde los cuales se puede aportar a la comprensión y al direccionamiento del encuentro, el diálogo y la cooperación entre creyentes religiosos de confesiones diversas. En este empeño nos sirve de compañía la pro-puesta de Andrés Torres Queiruga, teólogo y filósofo español, quien en su texto Diálogo de las religiones y autocomprensión cristiana1, principalmente, acuña la categoría inreligionación para buscar en el diálogo interreligioso un procedimiento análogo al promovido con la categoría inculturación. Desde la inreligionación se pretende que en el encuentro entre creyentes diversos no se busque el cambio de confesión de uno de ellos, sino el enriquecimiento de la comprensión y de la práctica de la propia confesión, gracias a los elementos valiosos descubiertos en el interlocutor.

Nuestra participación se estructurará en los siguientes momentos: 1) anotaciones introductorias, 2) coordenadas de la propuesta, 3) cuestiones de fondo implicadas, 4) la inreligionación como actitud base, 5) necesidad de nuevas categorías de análisis y 6) balance provisional.

1. Anotaciones introductorias

El pluralismo religioso y el inevitable encuentro entre creyentes de confesiones diversas se han convertido de forma rápida y compleja en un auténtico locus theologicus. En efecto, de ser un asunto que llamaba la atención de algunos teólogos ubicados en las fronteras de las religiones (parte del estudio de la misionología), pasó a ser un tema de obligatorio tratamiento en los escenarios teológicos de las

1 Andrés Torres Queiruga, Diálogo de las religiones y autocomprensión cristiana, Sal Terrae, Santander, 2005.

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distintas latitudes (teología de las religiones), hasta convertirse poco a poco y por su propia dinámica, en referente u horizonte para repensar las elaboraciones teológicas de las distintas religiones (teología del pluralismo religioso).

Esta incursión de un factor contextual en la esfera de los discursos religiosos de carácter teológico tiene implicaciones de gran hon-dura. Consideremos, por ahora, cómo ante la benemérita theologia peremnis, emergente de la escolástica medieval, canonizada en la Contrarreforma y defendida por no pocas mentes aún entrado el siglo xxi, se impone con fuerza la consideración de la contextualidad y pro-visionalidad de los sistemas de pensamiento teológico. En la teología se construyen sistemas interpretativos que intentan desentrañar las dinámicas de las múltiples esferas de lo real desde el horizonte cre-yente, esto es, desde la perspectiva de quien pretende desentrañar el acontecer siempre nuevo de Dios en medio de las historias siempre renovadas de los hombres.

Surge, entonces, la necesidad de asumir la tarea de elaborar teolo-gías que se dejen “incomodar” por las preguntas que emergen de la pluralidad religiosa de hecho y de derecho. Estamos seguros de que el carácter confesional del saber teológico no es impedimento para la apertura a lo distinto, para acoger la mirada del otro que me sugiere preguntas ineludibles sobre mi propia subjetividad. Estamos urgidos de emprender trabajos investigativos que sean capaces de mediar entre la valoración de las riquezas de la propia tradición y la apertura a las identidades distintas, no como amenazas potenciales sino como oportunidad de enriquecimiento mutuo. Estamos urgidos de definir nuestra identidad no sólo desde los tópicos sólidos de lo que hemos sido, sino desde los horizontes inciertos de lo que podemos llegar a ser. Estamos, pues, convencidos de que esta situación “constituye una ocasión magnífica para una ampliación y profundización de la conciencia religiosa, que tiene así la posibilidad de liberarse de estrecheces, fundamentalismos y fanatismos, sin que por ello se esté dictando la muerte de todo lo identitario”2.

2 Ídem.

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2. Coordenadas de la propuesta

La diversidad religiosa puede ser tratada desde diferentes ópticas. La teología, por supuesto, puede ofrecer una lectura desde sus propios presupuestos, horizontes y categorías. Esto es justamente lo que se propone Queiruga, quien reconoce siempre, y nosotros con él, la “ubicación primariamente teológica de la reflexión”3.

Tal reconocimiento tiene implicaciones específicas. En primer lugar, el acercamiento a las religiones se hace desde la pertenencia a una religión específica, desde la confesión de una fe concreta; pues no se comprende un pensamiento teológico construido sólo desde la su-puesta neutralidad de la razón. Pensar responsablemente desde una fe religiosa, lejos de restar objetividad a la búsqueda del investigador, suma en reconocimiento fecundo de las coordenadas existenciales pre-teóricas de sus indagaciones. En segundo lugar, la pretensión inicial de un acercamiento teológico, en este caso el cristiano católi-co, es profundizar en la comprensión de la propia tradición religiosa a la luz de las nuevas circunstancias históricas y, en este esfuerzo, afrontar las preguntas por las distintas religiones y los problemas de la relación entre ellas4.

Un trabajo emprendido con estos presupuestos exige atender, de forma simultánea, dos tareas básicas: no desdibujar la propia identi-dad y proceder con el mayor respeto por la ajena5. Las dos actitudes configuran la dinámica del diálogo real que se pretende. Desde la primera, no hay razón para ocultar el descubrimiento gozoso, por el que uno “puede vender cuanto tiene” (Mt 13, 44-46), esto es, no se puede presuponer, de entrada, que el diálogo arranque o termine con la renuncia a la convicción del creyente respecto de la bondad para sí mismo de su propia confesión6. Desde la segunda, es imperativo conceder este “derecho de convicción” a los miembros de las otras

3 Ibíd., p. 5.

4 Cfr. ibíd., p. 11-14.

5 Cfr. ibíd., p. 4.

6 Ibíd., p. 40.

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confesiones y no trasvasar la hondura de sus experiencias en las limitaciones de nuestras categorías.

Se impone, pues, una actitud básica: estar realmente dispuesto a re-conocer autenticidad religiosa, es decir, valor revelatorio y salvífico en todas las religiones, no sólo en la propia o afines. Tal reconocimiento no se hace desde la analogía de participación sino desde la analogía de proporcionalidad. En la primera, el valor de las demás confesiones es reconocido en cuanto partícipe de lo valioso que reconocemos en la nuestra; en la segunda, el valor de cada confesión es reconocido por ella misma, en las especificidades de sus dinámicas y en la fuerza performativa de sus relatos. Se trata, entonces, de reconocer al otro no sólo como alter-ego sino como alter-alter.

3. Cuestiones de fondo implicadas

La propuesta de Queiruga no se comprende al margen de sus pre-cedentes elaboraciones teológicas y filosóficas. Por tanto, antes de adentrarnos en las particularidades propias del tema que hoy nos ocupa, es preciso esclarecer sus presupuestos que son, al tiempo, condición de su adecuada comprensión.

3.1 Una renovada comprensión de la revelación

En su obra La revelación de Dios en la realización del hombre (1978, 2008)7, Queiruga propone asumir la categoría de mayéutica histórica como camino para comprender que, en el acontecer de la revelación,

… Dios no necesita romper milagrosa e intervencionistamente la justa auto-nomía del sujeto para poder anunciarse en su inmanencia. La razón está en que no se trata de que “venga desde fuera”, con su inspiración, a un receptor separado y lejano. Más bien se trata de lo contrario: Dios está ya siempre dentro, sustentando, promoviendo e iluminando la misma subjetividad, que por eso le busca y puede descubrirlo. En definitiva, la revelación consiste

7 Andrés Torres Queiruga, La revelación de Dios en la revelación del hombre, Cristiandad, Madrid, 1987.

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en “caer en la cuenta” del Dios que, como origen fundante, está ya dentro, habitando nuestro ser y tratando de manifestársenos8.

La acción salvífica de Dios en la historia no supone la violación de la autonomía del mundo ni implica la anulación de la condición de sujeto autónomo en el ser humano. En la afirmación teologal de la creación, para comprender la relación dinámica entre creador y cria-tura, no suponemos primariamente su separación diametral sino su comunión fundamental, esto es, su existencia a modo de fundamento y fundamentado. Así pues, la revelación no supone la unión de lo que está abismalmente separado sino la distinción de lo que está constitutivamente unido.

En este sentido, es preciso preguntar por dos asuntos: la universalidad y la particularidad en la revelación de Dios. Frente a lo primero, se afirma que Dios se revela (autocomunica) siempre y en todo lugar, pues no cabe sostener, estando implicados el amor incondicional de Dios y la salvación definitiva del hombre, una revelación particula-rizada, retrasada y oscurecida por designio divino. Las limitaciones de la revelación no provienen de la voluntad de Dios sino de las limitaciones propias de la finitud (historicidad) humana9.

El segundo asunto, la particularidad, se comprende como una nece-sidad de la realización histórica de la donación universal del amor de Dios10. Si asumimos con radicalidad el carácter real de la revelación de Dios, no cabe pensar en una universalidad abstracta. En efecto, “podría pensarse una revelación que estuviera por encima de la finitud de tiempo y espacio, horizontes propios de la vida del ser humano, pero sería algo carente de sentido para éste. Pues nada que afecte realmente al ser humano está exento de acontecer en la historia, de estar en el mundo y ser en el tiempo”11.

8 Andrés Torres Queiruga, Fin del cristianismo premoderno. Retos hacia un nuevo horizonte, Sal Terrae, Santander, 2000, p. 43. Las implicaciones de este planteamiento han sido estudiadas en: Olvani Sánchez Hernández, ¿Qué significa afirmar que Dios habla? Del acontecer de la revelación a la elaboración de la teología, Editorial Bonaventuriana, Bogotá, 2007, capítulo 2.

9 Torres Queiruga, Diálogo de las religiones y autocomprensión cristiana, Op. cit., p. 9.

10 Ibíd., capítulo I.

11 Sánchez Hernández, Op. cit., p. 63.

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3.2 La problemática de la categoría “elección”

En el fondo, todas las religiones se consideran de alguna forma elegi-das. Sobre la base de un supuesto favoritismo divino se han edificado comprensiones exclusivistas o, a lo sumo, inclusivistas de la recepción de la revelación y, por tanto, del acceso a la salvación. La absoluta inconveniencia del exclusivismo en cualquiera de sus formas requie-re, de acuerdo con lo dicho, “abandonar la idea de elección como un privilegio divino”12 o, cuando menos, repensar profundamente su contenido semántico13. En sentido estricto, no hay elección de parte de Dios, su voluntad de amor y salvación es universal de principio; sin embargo, como su relación con el hombre no es abstracta sino personal, es fácil que quien se ha descubierto amado, lo exprese en términos de haber sido ser elegido.

3.3 La adecuada comprensión de la plenitud y definitividad de la revelación de Dios en Jesucristo

Los cristianos profesamos que la revelación, presente en toda la humanidad, se ha dado de forma plena y definitiva en la persona de Jesucristo, en sus obras y palabras (DV 2). Tal descubrimiento gozoso y esperanzador no se puede callar; sin embargo, no ha de ser com-prendido en forma excluyente, pues dicha plenitud dada en él implica, al tiempo, una plenitud en su alcance, esto es, en su destinación. El Dios de nosotros no es de nosotros; esto lo aprendió el mismo Jesús y lo aprendimos nosotros de Él.

Tal plenitud y definitividad se confiesa, piensa Queiruga, sólo en las claves fundamentales de la revelación y no excluye, de ninguna forma, la presencia actuante de Dios en toda experiencia religiosa. Las denominadas claves fundamentales se concretan en la imagen de Dios como padre-madre amante y del hombre como hijo-amado, adquisiciones que no se pueden ocultar pues son los elementos más

12 Torres Queiruga, Diálogo de las religiones y autocomprensión cristiana, Op. cit., p. 66.

13 Ibíd., p. 19. Queiruga propone una sugerente metáfora de la relación entre el profesor y sus alumnos.

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altos de las identidad cristiana. Ahora bien, ¿se trata de una afir-mación con pretensión de objetividad no condicionada?, ¿afirmar la definitividad de Dios en Jesús es igual a pretender la definitivi-dad de nuestra comprensión teórica de esta confesión y de nuestra realización histórica de sus implicaciones?, ¿debemos proponer la universalidad de quien se ha revelado como amante incondicional o de una religión que se ha constituido en su heraldo y carga con la finitud de la historia?

En todo caso, es necesario para el cristiano tener presente que afirmar la plenitud de la revelación en Jesucristo no es lo mismo que pretender afirmar la plenitud del cristianismo como tematización histórica de esta experiencia hierofánica. Nuestra comprensión del misterio de Dios revelado no es nunca plena, estamos siempre de camino en una continua superación de la inautenticidad de su realización existen-cial y de la inadecuación de su formulación categorial. Tal condición relativa del cristianismo respecto de la plenitud de Jesucristo, exige a la teología la permanente revisión de los logros conceptuales desde la experiencia fundante que los legitima o deslegitima.

4. La inreligionación como actitud básica

Tras acoger todo lo valioso que trajo consigo la inculturación, en cuanto ayudó a reconocer que no es necesario hacerse occidental para convertirse al cristianismo, Queiruga se propone dar un paso más e introduce el neologismo inreligionación para decir que no es necesario hacerse cristiano para enriquecerse con los dones del cristianismo14. Los límites del proyecto de inculturación en la evangelización consis-ten en que, aunque se reconocen los elementos valiosos de las nuevas culturas que sirven de molde para la recepción del cristianismo, no se hace suficiente justicia a las religiones formadas en el corazón de dichas culturas. De hecho, se considera valioso salvaguardar las culturas pero no las religiones15; pues existe siempre la pretensión de

14 Cfr. ibíd., p. 60-63.

15 Ibíd., p. 61.

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obtener la adhesión a la religión que se oferta, aun cuando se utilicen eufemismos para no reconocerlo abiertamente.

Acerquémonos, pues, al contenido semántico de esta categoría:

Tomando en serio el hecho de que toda experiencia religiosa genuina es respuesta a la universal y viva presencia de Dios, y que en esa misma medida es revelada y verdadera, constituyendo un camino real de salvación, resulta obvio que no tiene sentido suprimirla. Más aun, objetivamente hablando pues no se trata de hacer juicios de intención intentarlo supondría la acti-tud blasfema de querer desconocer, borrar o anular una presencia real de Dios en un lugar del mundo y en un momento en el tiempo. De manera consciente ningún creyente puede pretender tal cosa. Si de verdad se cree poder aportar algo a otra religión, sólo cabe pensar en ofrecérselo, no para negarla, sino para que ella, si quiere o si puede, se enriquezca, o incluso se corrija, con ello. Igual que cuando en el cristianismo aprendemos algo de una religión distinta, no por eso nos vemos obligados a dejar de ser cristianos, sino simplemente a acoger en nuestra religión los elementos valiosos que nos llegan de otra o a mejorar y corregir los que ya tenemos.

Eso, sólo eso, pero nada menos que eso, trata de sugerir la categoría de inre-ligionación: igual que en la “inculturación” una cultura asume las riquezas religiosas que le llegan de fuera sin renunciar a ser ella misma, lo mismo debe suceder en el plano religioso. Una religión, que consiste en saberse y experimentarse como relación viva con Dios o lo Divino, cuando percibe algo que puede completar o purificar esa relación, es normal que trate de incorporarlo. Para lograrlo no tiene otro camino auténtico que recibirlo en y a través de los elementos de la propia vivencia religiosa…

En el contacto entre las religiones, el movimiento espontáneo respecto de los elementos que a una le llegan desde otra ha de ser incorporarlos en el propio organismo, que de ese modo no desaparece, sino todo lo contrario, [se afirma mediante una transformación que puede hacerlo más crítico, más rico] y más universal. Lo cual, a su vez, repercute en la otra religión, pues desde la propia tradición y la propia experiencia transforma y enriquece aquello mismo que acoge16.

Desde esta perspectiva, resulta cuando menos cuestionable la preten-sión de lograr en el encuentro dialógico la conversión en tanto que cambio de pertenencia religiosa. Sobre todo cuando dicho cambio se valora como “camino de salvación” en tanto se dé hacia nuestro grupo y como “apostasía-camino de perdición” cuando se da en la dirección contraria. Un diálogo auténtico supone no la oportunidad de vencer o convencer sino la posibilidad única del mutuo enriquecimiento. Esta actitud, sugerida bajo la categoría inreligionación, supone una

16 Ibíd. La cita resulta larga, pero es necesaria en este punto.

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fuerte carga de descentramiento, propia de quien se “sabe” amado a pesar de sí mismo; pues el énfasis no se pone en la promoción de la religión a la que se pertenece, sino en la búsqueda de caminos para reconocer, acoger y compartir más y mejor la riqueza del misterio que se dona sin restricciones más allá y más acá de las fronteras de las religiones.

5. Necesidad de nuevas categorías

La condición no acabada del cristianismo y de su teología anima y legitima la aventura de proponer nuevas categorías que, vistas en su fidelidad y expresión de las experiencias fundantes, y en su fecundi-dad frente a las experiencias presentes, pueden resultar más o menos adecuadas. Torres Queiruga asume con responsabilidad esta tarea y se aventura a proponer a la comunidad teológica algunas categorías que puedan “decir mejor” sus propósitos de autocomprensión de la identidad cristiana, en el encuentro con las demás identidades religiosas.

5.1 Universalismo asimétrico

Hemos afirmado la universalidad de la voluntad revelatoria y salvífica de Dios. La afirmación del carácter revelado de todas las religiones no admite ni el exclusivismo, ni el inclusivismo unilateral, ni la nivelación indiferenciada entre ellas. Por tanto, se ha de buscar un delicado equilibrio entre universalismo y particularidad. En cuanto a lo primero, afirma Queiruga, todas las religiones son caminos de revelación y salvación en cuanto expresan, en sus limitaciones, la irrestricta voluntad salvífica de Dios17. Frente a lo segundo, es preciso reconocer que las religiones, incluido el cristianismo, son construcciones humanas, edificadas sobre el amor que se dona en la historia y, por tanto, tienen diferentes niveles en la realización de la promesa de amor incondicional. Por tal motivo, en su encuentro no opera ni un pluralismo indiferenciado ni la búsqueda de un mínimo común denominador entre las religiones. Se impone, entonces, una

17 Cfr. ibíd., p. 34-35.

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valoración asimétrica de ellas. Que todas las religiones sean verda-deras no significa que todas lo sean en la misma medida.

En la búsqueda de criterio y en la renuncia a criterios establecidos de forma unilateral y a priori, el problema consiste examinar, “dado que toda experiencia está siempre interpretada, el mayor o menor acierto en la interpretación que cada religión hace de la experiencia ‘común’ o, con más precisión, del ofrecimiento que la realidad hace a los humanos en ese ámbito específico: en la ‘dación religiosa’ de lo real”18. Si aceptamos que lo que está en juego aquí es la cuestión de la verdad, y aceptamos que en toda noción de verdad hay una dosis de adecuación, surge entonces la pregunta por el criterio de valoración sobre el que se haría el examen propuesto por la lógica del descubrimiento. ¿Es posible, entonces, encontrar un criterio para examinar la asimetría de las religiones?

Torres Queiruga piensa que sí; siempre y cuando no se acuda a un criterio definido a priori desde una confesión, sino que se acoja la lógica del descubrimiento19. El criterio que se propone es el de lo humanun, no como validación de un concepto acabado de hombre, sino como el favorecimiento de la realización de lo auténticamente humano20, como esfuerzo y proyecto de realización lo más plena po-sible, nunca adquirido ni definido del todo, sino siempre en trance de construcción y exploración de nuevas posibilidades21. Lo que se busca, pues, es la “realización de la vida humana como tal, la cual será verdadera y auténtica en la medida en que lo sean sus experiencias, es decir, en la medida en que se produzca la articulación adecuada entre el ofrecimiento real y su justa asimilación subjetiva. En el logro de esa articulación es donde se reconoce y ‘verifica’ la verdad de toda experiencia”22. De acuerdo con esto, cada religión tiene la posibilidad y la obligación de compartir en el encuentro aquello que, desde su

18 Ibíd., p. 33

19 Cfr. ibíd., p. 28.

20 Cfr. ibíd., p. 34.

21 Cfr. ibíd., p. 35.

22 Ibíd., p. 34.

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experiencia de revelación, descubre como camino más pleno para la realización del hombre, y debe estar abierta a recibir las aportaciones (ampliaciones-correcciones) que pueda encontrar en los otros. No está demás preguntar, reconociendo el carácter abierto del criterio de lo humanum, ¿desde dónde empezaría cada religión a elaborar el juicio de adecuación de las otras si no es desde su propia concepción de lo humano?

5.2 Teocentrismo jesuánico

Esta categoría supone cierta bipolaridad, en cuanto asume la prima-cía absoluta de Dios, sin callar que, “para el cristiano esa primacía, en su manifestación plena y definitiva, aparece mediada de madera indisoluble por la persona de Jesús de Nazareth”23. Desde esta pers-pectiva, no es procedente recurrir a categorías como “Cristo cósmico” u otras afines, porque corren el riesgo de sacrificar la historicidad de la revelación de Dios en Jesús a favor de una incluyente trascenden-talidad del Cristo24. En este punto, el equilibrio se hace nuevamente delicado: tanto la centralidad de Dios como la irrenunciabilidad a Jesús deben ser rescatadas.

El teocentrismo es afirmado desde el mismo Jesús, quien no se predicó a sí mismo sino al padre-madre de todos, cuya universalidad hubo de aprender él mismo25. El carácter jesuánico de este teocentrismo aparece cuando se afirma que, para los cristianos, lo que hemos aprendido de Dios lo hemos hecho por la figura de Jesús de Naza-reth, en la totalidad de su realización histórica y en la generosidad de su propuesta.

Según lo dicho con esta categoría, en el diálogo...

(...) el énfasis prioritario ha de estar no en su figura individual de Jesús, sino en su propuesta reveladora y salvadora. Es en ella donde han de mos-trarse para los demás las razones de la propia convicción y ofrecerles así

23 Ibíd., p. 47.

24 Cfr. ibíd., p. 38.

25 Cfr. ibíd., p. 41.

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la posibilidad de contrastarlas, discutirlas y “verificarlas”. Precisando más: aquello sobre lo que, en definitiva, el cristiano apoya su convicción es la experiencia de Dios como Abbá, tal como brilló y sigue brillando a través de las palabras y las obras, la vida, la muerte y resurrección de Jesús. Esa es la gloria y la apuesta de la propuesta cristiana26.

6. Balance provisional

El recorrido hecho nos permite reconocer la complejidad del desafío que enfrentamos: la pluralidad religiosa es ocasión de repensar los fundamentos de nuestro saber teológico. Cuando la pluralidad se asume ya no como tema sino como horizonte de la teología, esta se ve en la necesidad de ser reelaborada, pues se hace evidente su carácter categorial y su espectro limitado para traducir experiencias fundantes de encuentro (revelación) y anhelos inefables de reen-cuentro (salvación).

Es preciso reconocer que la teología “va de camino” en la compren-sión y tematización del misterio de la autocomunicación de Dios. Los cristianos aceptarán que “lo propuesto por el Evangelio supera siempre la captación y comprensión concreta con que se da en el tiempo y en la historia”27. Este carácter inacabado se evidencia con la presencia de nuevos problemas, frente a los cuales se tiene la opción de reconocerlos como tales o deslegitimarlos a priori. Si hacemos lo primero frente al encuentro de las religiones, habrá que repensar nuestras elaboraciones teóricas y nuestras prácticas referidas a rea-lidades tan queridas, cuidadas y promovidas como la misión28 y la espiritualidad, por ejemplo.

26 Ídem.

27 Ibíd., p. 42.

28 Véase P. Kniter, “La transformación de la misión dentro del paradigma pluralista”, en Conci-lium, N.° 319, febrero de 2007, p. 109-118. “De ahí que la misión cristiana sabe muy bien que no sale nunca al desierto de la pura ausencia, sino al encuentro con otros rostros del Señor. La plenitud descubierta y experimentada en Cristo la hace tal vez sensible a las carencias o deformaciones que pueda encontrar. Pero a lo único a que tal sensibilidad debe llevarla, es al deseo de hacer brillar también para los demás el rostro entrevisto desde la insuperable irradiación de la vida de Jesús, de suerte que ayude a eliminar sombras, corregir rasgos y abrir las últimas profundidades. Al intentarlo, debe ser también consciente de las propias deficiencias: un encuentro con la manifestación de Dios en las otras religiones cons tituye una llamada a corregir defectos propios y a descubrir las nuevas riquezas que, presentes en

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Ahora, frente a la propuesta de Queiruga, cuya apertura es difícilmen-te negable, no estaríamos equivocados si la ubicamos en el amplio espectro de los intentos de cuño inclusivista. Sin que esto sea, por su-puesto, un juicio negativo. Creemos oportuna esa ubicación en cuanto se elaboran los argumentos desde el a priori de la insuperabilidad, por no decir la superioridad, del mensaje cristiano, y no se aclara si se trata de una afirmación con pretensiones de objetividad o de una convicción cargada de subjetividad creyente. De ser lo primero, la apertura supuesta no apuntaría a descubrir lo valioso en los otros que pudiera enriquecernos, sino a identificar aquellas riquezas que pudieran confirmarnos. Si se trata de lo segundo, estaríamos en la sugerente condición de exponer lo que se cree mejor porque ha sido mejor para nosotros, y ofrecerlo como posibilidad de serlo también para los otros. Tal derecho de convicción es otorgable a todo creyente y ha de ser respetado como regla de oro del diálogo.

En todo caso, en esta empresa que se impone a la vivencia de la fe y a la reflexión teológica en el contexto del pluralismo de las religiones, resulta oportuno tener presente que sean cuales sean los resultados concretos, todas las religiones pueden salir ganando de un encuentro abierto, honesto y respetuoso con las demás. Más allá del cambio de religión, el objeto de la búsqueda es ganar en autenticidad humana y creyente en la vivencia de la propia convicción y en la acogida de las demás convicciones.

Sin embargo, es oportuno reconocer que el diálogo,

(...) como todo intento de avance humano, tiene algo de riesgo y aventura. Sin que quepa excluir el cambio en la convicción inicial –la ‘conversión’ a una religión distinta– o incluso el abandono agnóstico o ateo. Ese es el precio, pero también la gloria, de nuestra libertad finita. El realismo enseña que, de ordinario, no se abandonará la propia convicción; pero, al menos si el diálogo ha sido honesto, se convertirá en una convicción más amplia, más crítica y más acogedora29.

las demás, la inevita ble estrechez de la propia tradición no le permitía ver”. Torres Queiruga, Diálogo de las religiones y autocomprensión cristiana, Op. cit., p. 51.

29 Ibíd., p. 36.

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Repercusiones del modelo clerical de la Iglesia Católica en las guerras

civiles del siglo xix colombiano.Avance de investigación*

Isabel Corpas de Posada**

Introducción

En la línea de investigación «Liderazgo y servicio en la tradición católica», desarrollada en el Grupo Interdisciplinario de Estudios de Religión, Sociedad y Política de la Universidad de San Buenaventu-ra Bogotá, desde hace varios años he venido estudiando el origen y consecuencias de orden práctico de la clericalización en la Iglesia Católica.

En cuanto a dicho origen, presenté una comunicación en el II Con-greso Internacional sobre Diversidad Religiosa en América Latina convocado por la Universidad de San Buenaventura Bogotá, realizado

* Ponencia presentada en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad organizado por aler, Bogotá, 7 al 11 de julio de 2008.

** Directora de la Maestría en Estudios sobre el hecho Religioso y profesora de la Facultad de Teología de la Universidad de San Buenaventura Bogotá. Licenciada, Magíster y Doctora en Teología por la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Contacto: [email protected]

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en octubre de 2007; y en cuanto a las consecuencias de orden práctico, también tuve oportunidad de compartir unos cuantos interrogantes en relación con la exclusión de las mujeres de la organización jerár-quica de la Iglesia Católica en el I Congreso Internacional Diversidad y Dinámicas del Cristianismo en América Latina, que se realizó en 2006 y que también fue convocado por la Universidad de San Bue-naventura Bogotá.

En esta oportunidad, me propongo presentar un nuevo avance de investigación, abordando, como una de las consecuencias de orden práctico de la clericalización en la Iglesia Católica, el que las rela-ciones entre Iglesia y Estado, o entre religión y política, en cuanto relaciones de poder, inciden, y a veces con consecuencias dolorosas, en la vida de los pueblos.

De la historia colombiana es un ejemplo que planteo a manera de hi-pótesis: las ocho guerras civiles del siglo xix posteriores a la guerra de la Independencia fueron guerras religiosas o de religión, por cuanto el componente religioso, de una u otra manera, se puede interpretar como causa y/o consecuencia de los diversos conflictos.

Este descubrimiento no es nuevo y su estudio ya ha sido abordado por historiadores de diferentes escuelas y tendencias, muchos de quienes han lanzado duros ataques a la organización eclesial. Ahora bien, no soy historiadora ni pretendo entrar al círculo de investigadores que estudian este periodo. Soy teóloga y desde esta perspectiva me pro-pongo hacer una lectura teológica y creyente, pero no apologética y, menos aun, tendenciosa, de los conflictos de la historia colombiana en los que cada uno de los enfrentamientos evidencia la presencia de la religión, concretamente de la religión católica, que es la que, por razones históricas, profesaba entonces la mayoría de la población colombiana.

Por eso el método de lectura es teológico, y una lectura teológica, des-de América Latina, es una lectura hermenéutica y en contexto. Para ello, en la línea propuesta por el teólogo colombiano Alberto Parra,

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los textos se abordan en su correspondiente con-texto con un pre-texto que define la intencionalidad de la lectura1.

Para efectos del presente estudio, el “texto” que se aborda son las guerras civiles de la segunda mitad del siglo xix colombiano, enmar-cadas, al igual que los “textos” que les dieron origen y/o recogen su primera interpretación, en su “con-texto”, es decir, en las circuns-tancias históricas y los marcos de pensamiento, como también en los antecedentes que, desde muchos siglos atrás, dieron forma a los hechos, a las causas y motivaciones, al significado que tuvieron y a las posiciones que al respecto se pudieron tomar. El “pre-texto” desde el cual se hace la aproximación al “texto”, es decir, a las guerras del siglo xix colombiano, es mi preocupación por las consecuencias de orden práctico de la división jerarquía - laicado en la Iglesia Cató-lica, división originada en el paradigma de la sacerdotalización y la clericalización del catolicismo. Y es esta, no sobra insistir en ello, la preocupación que sirve como telón de fondo para la lectura o inter-pretación teológica de los hechos que son materia de estudio.

En consecuencia, el presente trabajo consta de cuatro partes: 1) el “pre-texto” o intencionalidad de la lectura teológica de las guerras del siglo xix colombiano; 2) el “con-texto” histórico y teológico de dichas guerras, particularmente los antecedentes que enmarcan los hechos y su interpretación, así como el contexto mismo en que se desarrollaron los enfrentamientos; 3) el “texto” cuya lectura teológica se aborda, es decir las guerras civiles del siglo xix colombiano desde su componente religioso, estudiadas en algunos de los “textos” que les dieron origen y en los “textos” que las interpretan; por último, 4) una interpretación del “texto” y los “textos” desde la teología, con la intención de identificar las repercusiones del modelo clerical de la Iglesia Católica en la política colombiana del siglo xix y en la violencia política que caracterizó nuestro siglo xx.

1 “Para su producción teológica y pastoral, los terceros mundos apropian la circularidad her-menéutica que les permita la lectura del texto de tradición, desde los contextos históricos de situación, con el pretexto ético de nuestra liberación en Cristo”. Alberto Parra, Textos, contextos y pretextos: teología fundamental, Pontificia Universidad Javeriana, Facultad de Teología, Bogotá, 2003, p. 36-37.

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Ahora bien, se trata, por el momento, de un avance de investigación que alcanza a recoger el marco teológico de lectura del “texto” y de los “textos” –es decir, lo que se refiere al “pre-texto” y al “con-texto” – pero que apenas logra un primer acercamiento al “texto” y a los “textos”, pues los hechos son tan complejos que me he limitado a hacer un breve repaso de los mismos. En cuanto a los documentos, sólo hago una simple mención de aquellos que considero más signi-ficativos, en espera de poder estudiarlos detenidamente.

Las fuentes de la presente investigación teológica son estudios de historiadores colombianos que me han permitido el acercamiento a los hechos: sus investigaciones en archivos y en prensa de la época, así como sus interpretaciones, son la materia prima de mi reflexión. Por eso, antes de abordar el estudio de las guerras –por el momento, sólo un breve repaso– resulta indispensable reseñar dichas fuentes, a la manera de una primera recopilación de autores que han estudiado las guerras civiles colombianas desde la perspectiva del componente religioso. Dicho de otra manera, es el “estado del arte” de esta inves-tigación que tendré que ir completando.

1. El “pre-texto” o intencionalidad de la lectura teológica de las guerras del siglo xix colombiano

El “pre-texto” o intencionalidad que dirige la presente investigación es una mirada teológica y creyente que cuestiona la forma de relación entre la religión y la política –o la Iglesia y el Estado– conocida como constantinismo, cesaropapismo y sistema o régimen de cristiandad según la época en que se configura dicha relación.

No porque la fe se ocupe solamente de los asuntos de “tejas para arri-ba”. Por el contrario, el compromiso que implica la fe en Jesucristo, que es el núcleo del catolicismo, se manifiesta en un estilo de vida caracterizado principalmente por la solidaridad, el respeto y el servicio vividos en el aquí y en el ahora. Pues, a pesar de que la modernidad quiso reducir la religión al ámbito de lo estrictamente privado e inti-mista, la fe cristiana conlleva un compromiso con la realidad porque

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la comunión con Dios y entre las personas, consecuencia de la fe en Jesucristo, toca profundamente las relaciones económicas, sociales y políticas, y se traduce en un proyecto real y efectivo de lograr la convivencia. Pero esta responsabilidad, hay que repetirlo, no es ex-clusiva del clero sino de toda la Iglesia. Es decir, de la comunidad de los bautizados y bautizadas, como lo destacara el Concilio Vaticano II reunido entre 1962 y 1965.

Lo que cuestiono es que la relación entre la religión y la política –o entre la Iglesia y el Estado– ha sido, en ocasiones, lucha de poder y enfrentamiento. O, peor aun, ha sido motivo de manipulación entre los intereses políticos del Estado y los intereses igualmente políticos de la Iglesia o del catolicismo. Y cuestiono, sobre todo, la visión re-duccionista que tenemos de la Iglesia Católica, al considerar que el clero, es decir, la jerarquía, es la Iglesia, o que la Iglesia es la jerarquía, como también al reducir la fe a una práctica religiosa que asegura la otra vida, que era como se entendía a sí misma la Iglesia Católica y como se interpretaba la salvación antes del Concilio Vaticano II.

A mi juicio, esta es una de las causas que explica por qué en un país de mayorías católicas, la violencia, la injusticia, la corrupción y la intolerancia, por sólo citar algunos de los síntomas de descomposición social, son la noticia diaria, y que los actores de este cuadro, en su gran mayoría, recibieron el bautismo y probablemente practican la religión católica, pero sin que la fe se traduzca en un estilo de vida.

Me interesa abordar, entonces, las implicaciones y consecuencias –las repercusiones– de las luchas de poder entre los dos estamentos. O, mejor, entre los dos poderes. Porque, ¿no fueron luchas entre el poder civil y el poder eclesiástico las que en la segunda mitad del siglo xix colombiano dejaron a su paso enfrentamientos encarnizados que terminaron dirimiéndose en el campo de batalla?

Para esta lectura teológica estoy condicionada por el actual contexto histórico y cultural al cual pertenezco, y, al mismo tiempo, por una de las actuales posibilidades de lectura teológica, como es la perspectiva de la teología hermenéutica y contextuada, que interpreta los signos

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de los tiempos a la luz de la Palabra de Dios y en la comunidad ecle-sial, y que igualmente interpreta la Palabra de Dios y la experiencia eclesial desde los acontecimientos de la historia para descubrir en ellos –en los signos de los tiempos, en la Palabra de Dios y en la Iglesia– su verdad y su sentido2.

Esta lectura teológica se concreta en la forma de un acercamiento a la realidad histórica arriba planteada, en el que la realidad histórica –es decir, el “texto” y los “textos”– se enmarca en su “con-texto” teo-lógico e histórico, con un “pre-texto” o intencionalidad que conduce la lectura o interpretación de los datos de la realidad3.

Por otra parte, quiero hacer notar la conciencia histórica que invade el quehacer teológico4 y que me permite reconocer que cada generación actúa conforme a la realidad que le ha tocado vivir, como también que cada persona está envuelta, tanto emocional como intelectualmente, en su entorno social y sus propias circunstancias, por lo cual estamos prejuiciados a favor de los valores y criterios que organizan esa vida social y “creemos fácilmente lo que queremos que sea cierto”5.

Es decir, que la percepción, la reflexión, la conceptualización y el juicio que hacemos están condicionados por las circunstancias per-sonales y sociales, como son la ubicación dentro de la sociedad, las condiciones económicas, la edad y el sexo. Dependen del poder que se ejerce o que se niega, de los privilegios que se detentan o la opresión de la que se es víctima, de la posición que se tiene y se asume ante los hechos que de una manera u otra inciden directamente sobre el bienestar personal o del grupo al cual se pertenece.

Lo cual explica, a mi manera de ver, muchos de los hechos que cons-tituyen la trama central de los episodios del siglo xix colombiano,

2 Cf. Alberto Parra, Fe e interpretaciones de la fe, Pontificia Universidad Javeriana, Facultad de Teología, Colección Profesores, Bogotá, 1976, p. 31.

3 Cf. Alberto Parra, Textos, contextos y pretextos: teología fundamental, Op. cit.

4 Cf. Henri George Gadamer, Le problème de la conscience historique, Louvain-Paris, 1963, p. 6.

5 Werner Stark, The Sociology of Knowledge, The Free Press, Glencoe, 1958.

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en el que una parte de sus protagonistas sintieron sus privilegios amenazados y reaccionaron contra tal amenaza.

2. El “con-texto” histórico y teológico de las guerras del siglo xix colombiano

Teniendo en cuenta lo anterior, para entender, al menos en parte, los enfrentamientos que se dieron entre religión y política durante el siglo xix en Colombia, resulta imperioso identificar sus antecedentes históricos y teológicos: un primer antecedente es el proceso de sa-cerdotalización que se dio en la Iglesia Católica en el encuentro del cristianismo con el mundo griego y romano; un segundo anteceden-te es el proceso de jerarquización y clericalización que se produjo, también en la Iglesia Católica, durante la Edad Media; un tercer antecedente es la forma como la religión católica llegó al continente americano; y, por último, el contexto histórico y teológico del siglo xix en el que se dieron dichos conflictos, caracterizado por la roma-nización de la fe católica.

2.1 Un primer antecedente: el proceso de sacerdotalización en la Iglesia Católica

Comoquiera que el marco histórico del proceso de sacerdotalización en la Iglesia Católica fue el encuentro del cristianismo con el mundo griego y romano, vale la pena recordar que el Imperio Romano fue el primer ámbito de difusión del evangelio, al mismo tiempo que el marco cultural y social en el cual se organizó la Iglesia y en el que se interpretó a sí misma.

En este encuentro debieron producirse cambios significativos en la organización de la comunidad, principalmente después de la Paz de Constantino, en el año 313, cuando el Imperio Romano se convirtió al cristianismo, o, más bien, el cristianismo “se convirtió” en religión oficial del Imperio y la fe cristiana, más que un estilo de vida de quienes se convertían a Cristo, pasó a ser una religión.

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Hasta entonces, en la organización eclesial, como escribe el teólogo español José María Castillo, “no se había sacralizado el ministerio eclesial y no se les consideraba personas sagradas, separadas de los demás y por encima de los demás”6, ya que no existía una concepción sacral cultual del ministerio sino una concepción eclesial del servicio en y a las comunidades7. La preocupación de los dirigentes de las comunidades de creyentes era mantener la fidelidad a la enseñanza de los apóstoles y conservar la unidad –unidad de fe y unidad de cul-to– amenazada por herejías, como el gnosticismo. Y como, desde esta preocupación, se planteaba la sucesión apostólica de los obispos, el obispo de Roma comenzó a considerarse como símbolo de esa unidad y, consiguientemente, defensor de la ortodoxia y primera autoridad entre los demás obispos.

Ahora bien, la sacerdotalización y sacralización de los ministerios, en los siglos ii y iii, ocurrió debido a la necesidad de mostrar la con-tinuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, que el gnosticismo cuestionaba, lo cual ocasionó la transposición de instituciones del ju-daísmo a las comunidades eclesiales: al sumo sacerdote correspondía el obispo, los sacerdotes fueron homologados a los presbíteros y el lugar de los levitas lo ocuparon los diáconos, considerando los tres ministerios como “órdenes” o “tagmas” a la manera del culto antiguo del judaísmo y de la religión romana.

La sacerdotalización de la Iglesia produjo la consiguiente exclusión de las mujeres: por una parte, debido al paso del ámbito privado de las comunidades domésticas, donde las mujeres podían llevar la palabra, al ámbito público del culto oficial, donde debían guardar silencio; por otra parte, debido a que la sacralización del culto y de los sacerdotes implicaba prohibiciones relacionadas con la pureza cultual que dis-criminaban y marginaban a las mujeres de los espacios sagrados, de los objetos sagrados, de las personas sagradas.

6 José María Castillo, Los ministerios de la Iglesia, Verbo Divino, Estella, 1993, p. 49.

7 Cf. Dionisio Borobio, Ministerio sacerdotal, ministerios laicales, ddb, Bilbao, 1982, p. 145.

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Los cambios debieron producirse porque las conversiones masivas en el Imperio Romano, primero, y más tarde de los pueblos bárbaros, exi-gían mayor organización y el establecimiento de líneas de autoridad jerárquica que la comunidad tomó prestadas de los modelos políticos de autoridad. Además, los obispos, presbíteros y diáconos ocuparon el espacio de la basílica romana, donde tradicionalmente se había manifestado la dignidad de los gobernantes, con lo cual los nuevos protagonistas del culto adquirieron este carácter de dignidad.

Pero, sobre todo, el Edicto de Milán concedió privilegios a la nueva religión, especialmente a sus dirigentes: privilegios fiscales, sociales y políticos que, probablemente, contribuyeron a atraer “vocaciones” y a establecer una forma de relación –relación de poder– entre las autoridades eclesiásticas y las autoridades civiles conocida con el nombre de constantinismo o cesaropapismo y, más tarde, como régi-men o sistema de cristiandad.

2.2. Un segundo antecedente: el proceso de clericalización y jerarquización en la Iglesia Católica

El marco histórico y teológico de la jerarquización de la Iglesia Ca-tólica es la reforma gregoriana, la que hay que entender, a su vez, en su correspondiente contexto: el Sacro Imperio Romano Germánico, nuevo ámbito de difusión, pero principalmente de consolidación y organización para la Iglesia, en el cual se prolongó el tipo de relación entre Iglesia y Estado que había tomado forma con la conversión del Imperio Romano al cristianismo.

La donación de los Estados Pontificios que en el siglo viii hicieron al Papado los reyes merovingios, convirtió al obispo de Roma –el papa– en príncipe terrenal, lo cual hizo particularmente atractivo este cargo por el doble poder eclesiástico y civil que representaba. Pero con el sistema feudal no sólo los papas habían adquirido pre-bendas. También se produjo la feudalización de obispos y abades, que eran, respectivamente, dirigentes de comunidades religiosas o de comunidades de creyentes, pero convertidos en príncipes seculares

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y señores eclesiásticos. A su vez, con la feudalización de los obispos, los sacerdotes se convirtieron en profesionales del culto –hombres de la misa–, pues como no tenían rentas recibían la ordenación como medio de subsistencia. Así, las estructuras socioeconómico políticas de la Edad Media influyeron no sólo en la organización eclesiástica sino en las motivaciones para ingresar al estado clerical por cuanto el cargo conllevaba rentas y prebendas, o, al menos, para el clero bajo, una forma de subsistencia.

Por otra parte, la circunstancia de una larguísima guerra para defender el mundo cristiano del islam convirtió a la Iglesia en guardiana de la cultura occidental y depositaria del saber de su tiempo, circunstancia que incidió en la comprensión de la Iglesia y de la sociedad teocrática de la época como una estructura jerarquizada con una clara división entre los cultos y los incultos, o, lo que era lo mismo, el clero y el laicado, con la connotación, además, de que los primeros eran los perfectos y los segundos los menos perfectos.

Y como en la Europa medieval la Iglesia ejercía su influencia en todos los ámbitos, es inútil precisar límites entre el ámbito eclesiástico y el ámbito civil, o entre la Iglesia y el Estado, que eran, al decir del historiador de la Iglesia Jean Comby, “las dos caras de una misma realidad”8 y que, en más de una ocasión, se vieron enfrentados, como lo atestigua la historia.

Además, con el debilitamiento del poder real en el sistema feudal y la atomización de los Estados, el cristianismo se presentaba como factor de unidad, y el poder de la Iglesia, centralizado en Roma, se constituyó en instancia última para los conflictos de todo tipo. Pero también en nido de ambiciones, por lo cual las autoridades eclesiásticas se vieron en la obligación de impedir la injerencia de las autoridades civiles –los laicos– en los asuntos eclesiásticos.

En estas circunstancias se enmarca la reforma de Gregorio VII, quien ocupó la silla de Pedro entre 1073 y 1085. La reforma respondía al

8 Jean Comby, Para leer la Historia de la Iglesia, tomo i, Verbo Divino, Estella, 1999, p. 141.

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proyecto de establecer una teocracia o ciudad de Dios en la tierra bajo la autoridad del pontífice romano. Para lograrlo, era indispensable una revisión de la vida eclesiástica, en la que había que poner lími-tes a dos costumbres del clero: el nicolaísmo y la simonía. Contra el nicolaísmo, la reforma estableció el celibato obligatorio para el orden de los clérigos con la consiguiente prohibición de los matrimonios de eclesiásticos, imponiendo al clero el modelo de vida monacal que había sido el del monje Hildebrando antes de ser elegido papa con el nombre de Gregorio VII. Contra la simonía, la reforma prohibió la intromisión del poder civil y la participación de los laicos –vale decir, de los reyes y señores feudales– en la elección de obispos y en otros asuntos de la Iglesia –es decir, en los asuntos de los eclesiás-ticos–, para lo cual abolió la investidura de obispos por los laicos y a los laicos. Por eso, desde entonces, los obispos son nombrados por el papa y, por lo tanto, se consideran sus representantes, y no de la comunidad, como lo habían sido hasta entonces9.

A las decisiones del papa se opuso el emperador Enrique IV, y este enfrentamiento entre el poder temporal y el poder espiritual dio origen a la querella de las investiduras: el emperador destituyó al papa y el papa depuso al emperador, quien en reconocimiento de la superiori-dad papal debió humillarse ante Gregorio VII en Canosa (1077).

La reforma gregoriana, además, ahondó la distancia entre clérigos y laicos, a la manera de dos clases u órdenes, según consta en el Decreto de Graciano, compuesto hacia el año 1140:

Hay dos géneros de cristianos, uno ligado al servicio divino [...] está consti-tuido por los clé rigos. El otro es el género de los cris tianos al que pertenecen los laicos. Laos, en efecto, significa pueblo. A ellos les está permitido poseer bienes temporales, pero sólo para las necesidades del uso, porque no hay nada más miserable que menospreciar a Dios por el dinero. Se les concede casarse, cultivar la tierra, dirimir las querellas, pleitear, depositar ofrendas ante el altar, pagar los diezmos: así pueden salvarse si evitan siempre los vicios y hacen el bien10.

9 Cf. José Ignacio González Faus, “Ningún obispo impuesto”: las elecciones episcopales en la historia de la Iglesia, Sal Terrae, Santander, 1992.

10 Graciano, Concordia discordantium canonum ac primae de lure Divinae et humanae consti-tutionis, C 7, c. XII, q. 1, P.L. 187, cols. 884-885.

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Esta división explica por qué los laicos resultaron excluidos y margi-nados de una Iglesia de clérigos y que su condición fuera considerada una concesión a la debilidad humana –a quienes “les está permiti-do…”, “se les concede…” y “así pueden salvarse”– mientras el clero resultaba definido por su condición sacerdotal como profesionales del culto o “ligados al servicio divino”.

Y explica, también, el que dicha condición sacerdotal fuera interpre-tada teológicamente como un poder –la potestas– más que como un servicio, y políticamente considerada como situación de privilegio. Asimismo, confirma la interpretación medieval del poder temporal, supeditado al poder eclesial, por cuanto este último se consideraba que proviene de Dios, origen de todo poder.

2.3 Un tercer antecedente: el proceso de hispanización de la fe católica a su llegada al continente americano

El contexto de la Europa medieval cristiana se caracterizaba por la uniformidad. Se adoraba a un mismo Dios, sus habitantes pertenecían a una misma raza y se acataba una misma autoridad –la del papa– que era reconocida como superior a la de reyes y emperadores en esta sociedad teocrática. Pero también regía una sola filosofía universal y perenne, se hablaba una misma lengua en el mundo del saber y del creer.

Además, la religión católica se consideraba como la única religión verdadera, pretensión que había sido expresada desde tiempo atrás como “extra Ecclesia nulla salus”, actitud exclusivista que iba “ligada a una valoración negativa de las otras religiones”11, escribe el teólogo de la religión Jacques Dupuis.

En este contexto, cualquier peligro para la unidad había que deste-rrarlo, perseguirlo, condenarlo. Contra los enemigos externos, que pertenecían a otra raza y profesaban otra religión, se organizaron

11 Jacques Dupuis, El cristianismo y las religiones, Sal Terrae, Santander, 2002, p. 23.

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las cruzadas. Contra los enemigos internos, que se levantaban como amenaza porque pensaban distinto, se creó el Tribunal de la Inquisición.

Por otra parte, los españoles habían vivido durante casi ochocientos años una cruzada para convertir o expulsar de sus tierras, que eran tierras cristianas, a los moros invasores. Lo habían logrado con la toma de Granada en el mismo año en que Colón recurrió a la ayuda de los Reyes Católicos. Y en ese mismo año, para conseguir la unidad política, los judíos también fueron expulsados, con lo cual se conso-lidaba la nación española alrededor de la fe.

Así era el cristianismo medieval que llegó en las naves españolas a las tierras descubiertas por Colón, donde se encontró con culturas dife-rentes, con lenguas diferentes, con formas de organización familiar y social diferentes, con religiones diferentes, con costumbres diferentes. Y en este encuentro de culturas en el continente americano se pro-dujo el choque entre la mentalidad indígena y la de conquistadores y misioneros, y, tras las dificultades que unos y otros experimentaron, las prácticas y criterios foráneos triunfaron sobre las tradiciones y valores de los aborígenes.

Este cristianismo medieval tenía una visión del poder que también trajo a América y que se expresaba, por ejemplo, en el texto del “re-querimiento” que el conquistador español leía a los pobladores de Indias al tomar posesión de su territorio. En virtud del patronato regio por el cual el papa había confiado a los reyes de España las tierras descubiertas por Colón, la autoridad que el conquistador iba a ejercer sobre los indios se fundamentaba en un derecho divino:

Dios Nuestro Señor, Uno y Eterno, creo el cielo y la tierra y un hombre y una mujer de quienes nosotros y vosotros y todos los hombres del mundo fueron y son descendientes. […] De todas estas gentes Dios Nuestro Señor dio cargo a uno que fue llamado San Pedro para que de todos los hombres del mundo fuese señor y superior a quien todos obedeciesen y fuese cabeza del linaje humano, doquier que los hombres estuviesen y viviesen. […] Todos los otros que después de él fueron elegidos al pontificado, su superioridad fue la misma que la del primer papa. Uno de los pontífices como señor del

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mundo, hizo donación de estas islas y tierra firme del mar océano a los católicos reyes de Castilla12.

Ahora bien, la conquista de América fue considerada como una pro-longación de la cruzada contra los moros, pues su objeto era convertir a la fe cristiana a los habitantes de las Indias Occidentales que profe-saban otras religiones. Pero, lamentablemente, los capitanes españoles venían a ensanchar los dominios del Imperio Español y la “doctrina” sirvió para manipular al indígena y someterlo. Porque la espada y la cruz se unieron para doblegar a los primitivos habitantes, impo-niéndoles los patrones de la civilización occidental y despojándolos, entre otras, de sus prácticas religiosas tachadas de “herejías” y de su organización familiar considerada como “perversas costumbres”.

Por eso el adoctrinamiento de los indígenas y su conversión a la fe católica era preocupación no sólo de los misioneros sino de las autori-dades civiles. Así, la Real Audiencia de Santafé estableció “que todos los indios e indias ladinos de servicio de los dichos españoles que están y residen en esta dicha ciudad, todos los días de fiesta que por tales la iglesia manda guardar, vayan a la iglesia del Monasterio de Santo Domingo a oír misa rezada a la hora de las siete y en el mismo día vayan al dicho monasterio a oír la doctrina”13. El incumplimiento de esta obligación estaba penalizado con multa para los amos y con pena de azotes y corte de cabellos para los indios.

Para adoctrinar a los indios se emplearon los catecismos que trajeron los misioneros y otros que se redactaron en suelo americano. Estos textos contenían las verdades de la fe que debían aprender para recibir los sacramentos, así como los mandamientos que era necesario cumplir para salvarse, pero la intención, como lo expresaba el primer catecismo publicado en el Nuevo Reino de Granada por el arzobispo Luis Zapata de Cárdenas, en 1576, era proponer lo que “el sacer-dote debe hacer para enseñar a los indios la pulicía [sic] humana y

12 Citado por Joaquín Acosta, Historia de la Nueva Granada, Bedout, Medellín, 1971, p. 49-52.

13 Fundación Misión Colombia, Historia de Bogotá, tomo iv, Salvat - Villegas Editores, Bogotá, 1989, p. 10.

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divina”14, es decir, para civilizarlos y evangelizarlos, según la visión del orden social de la teología barroca española, marcada por el tomis-mo en la interpretación de Suárez. “Al fin y al cabo, escribe fray Adolfo Galeano, o. f. m., se trataba de trasplantar el orden social hispano y la teología barroca hispana estaba al servicio de ese orden social”15. Pero civilizar y evangelizar a los indios implicaba una ruptura con su propia cultura mediante la “cristianización de sus imaginarios”16.

La Iglesia de la Colonia ejerció, así, un poder político enmarcado en el sistema de relaciones entre Iglesia y Estado propio de la mo-narquía española que el patronato regio establecía y que concedía a la Iglesia Católica un lugar privilegiado dentro del orden social, al mismo tiempo que la ponía al servicio de ese orden social. De ahí su participación, ciertamente valiosa, en la organización social ameri-cana y en la humanización del trato de las poblaciones de indios y negros por parte de los colonizadores.

2.4 El contexto histórico y teológico del siglo xix colombiano: el proceso de romanización de la fe católica

El encuentro del cristianismo medieval con la Edad Moderna, la Reforma y la respuesta de la Iglesia en el Concilio de Trento, y pos-teriormente la Ilustración y los movimientos secularistas de los siglos xvii a xix, conforman el contexto histórico y teológico que enmarca el enfrentamiento entre religión y política, Iglesia y Estado, liberales y conservadores a lo largo del siglo xix colombiano.

A estas circunstancias hay que agregar que, con el Renacimiento y la Edad Moderna, los hombres de Iglesia habían dejado de ejercer

14 Juan Manuel Pacheco, “El catecismo del Ilmo. Señor don Luis Zapata de Cárdenas”, en Ecclesiastica Xaveriana, vol. viii, ix (1958-1959), p. 164.

15 Adolfo Galeano, Tensiones y conflictos de la Teología en su historia, San Pablo, Bogotá, 2008, p. 234.

16 Mercedes López Rodríguez, “Las primeras experiencias cristianas en el Nuevo Reino de Granada”, en Ana María Bidegain (ed.), Historia del cristianismo en Colombia: corrientes y diversidad, Bogotá, Taurus, 2004, p. 33.

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un papel protagónico, como era el que habían ejercido durante el Medioevo, y que, en la segunda mitad del siglo xix, el Papado per-dió los Estados Pontificios. Esta pérdida de protagonismo y de poder temporal debió traducirse en la actitud defensiva y apologética que asumió la Iglesia de Roma, actitud que se concretó en su afán por “romanizar” a todos los fieles de la Iglesia Católica mediante la centralización de la organización eclesiástica y el fortalecimiento de la autoridad papal.

Para precisar este contexto histórico y teológico que enmarca el si-glo xix colombiano, es importante recordar la irrupción de nuevas ideologías y corrientes de pensamiento que cuestionaron la visión teocéntrica defendida por la Iglesia y fraguaron opiniones que la Iglesia condenó, tales como los movimientos de protesta contra el poder de la Iglesia que habían hecho su aparición desde el siglo xiii y entre los cuales se destacan los valdenses, los pobres de Lyon, los seguidores de Joaquín de Fiori y los cátaros o albigenses del sur de Francia.

Otro aspecto que hay que anotar es que con el surgimiento de los Es-tados modernos, desde el siglo xiv, resultaba debilitada la supremacía del papa, anunciando, con ello, el final del sistema de cristiandad y el nacimiento del espíritu laico, caracterizado por el cuestionamiento de la autoridad pontificia y el reconocimiento de la independencia del Estado frente al poder eclesiástico. Este nuevo paradigma, junto con las nuevas ideologías, desplazó la religión del puesto que durante mucho más de mil años había ocupado.

En este contexto, Marsilio de Padua y Juan de Jandun publicaron sus teorías sobre la autoridad de la Iglesia y del Estado: en la Iglesia, la soberanía está, más que en el papa, en el pueblo cristiano que la ejerce por medio del concilio universal; en el Estado, la soberanía está en el pueblo, por encima de los principios teocráticos del Papado; en la relación entre la Iglesia y el Estado, la soberanía de la Iglesia, reducida a satisfacer las necesidades espirituales de sus fieles, está bajo la vigilancia del Estado. También Guillermo de Occam (1290-1350) criticó la organización jerárquica de la Iglesia y cuestionó

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el absolutismo de la teología al enfrentarla con la razón. Y Erasmo de Rotterdam (1469-1536) se mostró crítico agudo de la vida de los eclesiásticos. Como era de esperar, algunas de sus teorías fueron condenadas por la Iglesia de Roma –las teorías de Juan de Jandun y Marsilio de Padua fueron condenadas como errores por el papa Juan xxii en 1327 (Dz. 495-500)–, y fueron acogidas entre quienes deseaban una reforma de la Iglesia.

Pero las críticas de Martín Lutero (1483-1546) al papa y a la vida cor-tesana de la Iglesia de Roma, respaldadas por los príncipes alemanes, fueron las más significativas. Tales críticas, algunas de contenido dogmático, motivaron su condena en el Concilio de Trento, junto con Calvino (1509-1564), Zwinglio (1488-1531) y Melanchthon (1497-1560), igualmente críticos de la Iglesia de Roma. Consecuencia de esta condena fue la división entre los partidarios de la Reforma –o los reformadores– y los defensores del Papado. La otra consecuencia fue el movimiento de la Contrarreforma o Reforma Católica que pre-tendía “suprimir los abusos, instruir a los cristianos, formar al clero, […] conquistar de nuevo el terreno perdido”17.

Ahora bien, en tierras americanas, los súbditos de los reyes de España no podían verse afectados por las ideas de la Reforma, pues las au-toridades civiles y eclesiásticas procuraron evitar la llegada de ideas contrarias a la doctrina eclesial y a la organización eclesiástica, al mismo tiempo que reforzaban la divulgación teórica y práctica del movimiento de la Contrarreforma que había nacido del Concilio de Trento.

Un siglo después, el absolutismo de los reyes franceses se quiso apro-piar de los bienes de la Iglesia y de las conciencias de sus fieles en un movimiento antipontificio conocido como el galicanismo, que dio origen a otros movimientos, como el febronianismo y el josefinismo, partidarios de la separación entre la Iglesia y el Estado. La respuesta de la Iglesia fue refutar como errores el llamado credo galicano (Dz. 1322-1326) y los planteamientos de Febronio (Dz 1500).

17 Jean Comby, Op. cit., p. 35.

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Una vez más, estas ideas no podían afectar a los súbditos de los reyes de España que habitaban allende los mares, pues en estas tierras regía el sistema de relación de la Iglesia de Roma y la monarquía española, conocido como patronato regio, que permitía a la institución eclesiástica ejercer su misión en dependencia de la autoridad de los reyes, autoridad que la Iglesia reconocía sin dificultad porque, según el geocentrismo de la época, venía de Dios y era concedida por el papa, representante del poder de Dios.

Con el movimiento de la Ilustración en el siglo xviii, la jerarquía de Iglesia se vio aun más amenazada, al sentir que iba a perder muchos de sus privilegios y que el Estado pretendía hacerla depender de su autoridad. Ciertamente, la Revolución Francesa dio la razón a los adversarios de la Iglesia. O, propiamente, de la jerarquía eclesiástica, que era lo que por entonces se entendía como la Iglesia.

Como reacción católica ante las ideas de la Ilustración, surgió en Europa un movimiento teológico que defendía la tradición represen-tada en el tomismo, conocido como neotomismo o neoescolástica. Lo importante de este movimiento es que sus planteamientos fundamen-tarían los pronunciamientos del magisterio eclesial, de los jerarcas y de muchos católicos a lo largo del siglo xix y durante la primera mitad del siglo xx.

Este enfrentamiento tuvo eco en Colombia, pero con una característica especial: “el combate de la Iglesia Católica contra la Ilustración mo-derna liberal se percibe también y de forma muy clara en Colombia, pero no porque aquí se haya dado una lucha o conflicto teológico sino porque la respuesta fue ante todo político-social”18.

En este contexto de la Ilustración, vale la pena recordar las reformas borbónicas del siglo xviii en el continente americano, tendientes a introducir el mundo colonial en la era de la modernidad, pero par-ticularmente encaminadas a conseguir una “segunda conquista de

18 Galeano, Op. cit., p. 280.

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América”19 desde el propósito de la corona española de reforzar su presencia en las colonias. Entre las medidas que contemplaban estas reformas estaba la reforma de la educación, la supresión de la Compa-ñía de Jesús y, según el espíritu regalista de la época, el sometimiento de la Iglesia al Estado, lo cual, en cierta forma, correspondía al sistema de patronato regio vigente en los territorios españoles.

En la Nueva Granada, dos proyectos caracterizaron las reformas borbónicas: la Expedición Botánica dirigida por Mutis20 y la reforma educativa emprendida por el fiscal Moreno y Escandón21. Inspirada en la Ilustración, la reforma “mostraba una clara tendencia regalista, antiescolástica y antijesuítica”22 y consistía en la creación de una universidad pública, la supresión de los estudios tomísticos y la in-troducción de métodos experimentales para el estudio de las ciencias. Pero la reforma no tuvo éxito, posiblemente por el rechazo del clero y de sectores tradicionalistas de la sociedad colonial que no vieron con buenos ojos la llegada de las nuevas ideas. Pero también por falta de profesores23, como constata Fernán González.

En el siglo xix, la Iglesia debió enfrentarse, entre otros, al racionalis-mo, las ideas liberales, la ciencia moderna. Y fue entonces cuando el magisterio eclesiástico –o, más concretamente, el Papado– asumió, una vez más, una actitud defensiva y en forma aun más radical: por una parte, para demostrar su autoridad y, por otra, para no perder los derechos adquiridos en los siglos anteriores.

En esta circunstancia, el papa Pío IX (1846-1878) promulgó, en 1864, el Syllabus o índice de 80 “errores modernos”. El texto pontificio era

19 Ana María Bidegain, “La expresión de corrientes en la Iglesia neogranadina ante el proceso de reformas borbónicas y la emancipación política (1750-1821)”, en Ana María Bidegain (ed.), Historia del cristianismo en Colombia: corrientes y diversidad, Taurus, Bogotá, 2004, p. 146.

20 Cf. Álvaro Pablo Ortiz Rodríguez, Reformas borbónicas: Mutis catedrático, discípulos y co-rrientes ilustradas, Centro Editorial Universidad del Rosario, Bogotá, 2003.

21 Cf. Diana Elvira Soto Arango, La reforma del plan de estudios del fiscal Moreno y Escandón 1774-1779, Centro Editorial Universidad del Rosario, Bogotá, 2004.

22 Fernán E. González, Poderes enfrentados. Iglesia y Estado en Colombia, Cinep, Bogotá, 1997, p. 106.

23 Ibíd., p. 107.

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una síntesis de diversas alocuciones y cartas del mismo papa con el propósito de combatir, según lo expresaba la encíclica Quanta Cura –la carta que acompañaba las condenaciones del Syllabus–, las opiniones calificadas como “depravadas” (Dz. 1688), “falsas y perversas” (Dz. 1689), “impías” (Dz. 1695) y “erróneas” (Dz. 1689) que resultaban “sobremanera perniciosas a la Iglesia Católica y a la salvación de las almas” (Dz. 1690). Y calificaba tales opiniones como “criminales planes” (Dz. 1695) y “pestilenciales doctrinas” (Dz. 1718a), al paso que a sus partidarios los consideraba, repetidamente, enemigos de la Iglesia y los tildaba de herejes (Dz.1698). Obviamente, respecto a la actitud intransigente asumida por Pío IX en este documento, sobra cualquier comentario.

El documento papal precisaba por qué era necesario combatir estas opiniones, argumentando la conveniencia de la unión entre el sacer-docio y el imperio, al mejor estilo cesaropapista y con el argumento “teológico” de que así lo había dispuesto el mismo Fundador de la Iglesia:

Apuntan a impedir y eliminar aquella saludable influencia que la Iglesia Católica, por institución y mandamiento de su Fundador, debe libremente ejercer hasta la consumación de los siglos (Mt 28,20), no menos sobre cada hombre que sobre las naciones, los pueblos y sus príncipes supremos y a destruir aquella mutua unión y concordia de designios entre el sacerdocio y el imperio que fue siempre fausta y saludable lo mismo a la religión que al Estado (Dz. 1689).

Entre otras “proposiciones erróneas”, el Syllabus condenaba la per-secución a las órdenes religiosas (Dz 1692); la prohibición de legar limosnas y no trabajar los días festivos (Dz. 1693); el fundamentar la familia en la ley civil (Dz. 1694); la eliminación de la influencia de la Iglesia católica en la educación (Dz. 1695); el someter al arbitrio de la autoridad civil la suprema autoridad de la Iglesia (Dz. 1698); que el romano pontífice pueda y deba reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la moderna civilización (Dz. 1780). Y en la conclusión de la encíclica Quanta Cura, el papa se lamentaba de “tan grande perversidad” y declaraba estas “depravadas opiniones [como] reprobadas, proscritas y condenadas” (Dz. 1699).

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Fue el papa Pío IX quien convocó y presidió el Concilio Vaticano I (1869-1870), reunido en medio de la guerra por la reunificación del territorio italiano que amenazaba al Papado con la pérdida de los Estados Pontificios. El Concilio se abrió en diciembre de 1869 y debió cerrarse en septiembre de 1870, cuando las tropas italianas ocupa-ron Roma y el papa se recluyó en el territorio que los vencedores le habían concedido.

La circunstancia de esta guerra marca el debate y las definiciones del Concilio: el primado del papa y la infalibilidad pontificia, pues el primado favorecía la centralización romana, aumentando “el prestigio y el poder del papa en el mismo momento que pierde su poder temporal”24. Es decir, la romanización de la Iglesia Católica representada en el Papado25.

El tono del sucesor de Pío ix, León XIII (1878-1903), resulta un poco menos intransigente. No obstante lo cual, el nuevo papa, que escribió la encíclica Rerum Novarum sobre la cuestión social en 1891, mantenía la visión teocéntrica del poder que el constantinismo, el cesaropapismo y el sistema de cristiandad habían introducido en el pensamiento de la Iglesia Católica. En la encíclica Diuturnum Illud, de 1881, León XIII afirmaba que el poder civil viene de Dios (Cf. Dz. 1856), y en la encíclica Immortale Dei, de 1885, recordaba que “Dios ha distribuido el gobierno del género humano entre dos potestades, a saber: la eclesiástica y la civil; una está al frente de las cosas divinas; otra al frente de las humanas” (Dz. 1866), y que “querer que la Iglesia esté sujeta a la potestad civil, aun en el desempeño de sus deberes, es no sólo grande injusticia sino temeridad grande” (Dz. 1867), pues “el origen del poder público debe buscarse en Dios mismo y no en la muchedumbre” (Dz. 1868).

24 Comby, Op. cit., tomo 2, p. 125.

25 William Plata, “La romanización de la iglesia en el siglo xix, proyecto globalizador del tradicionalismo católico”, en Ana María Bidegain Greising y Juan Diego Demera Vargas (dirs.), Globalización y diversidad religiosa en Colombia, Universidad Nacional de Colombia, Colección Sede, Bogotá, 2005, p. 107-147.

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La misma encíclica Immortale Dei planteaba cómo se entendía el papel de la Iglesia, interpretada como la jerarquía, y el papel de los católicos:

Por este camino han de conseguir los católicos dos cosas sobremanera pre-claras, una, cooperar con la Iglesia en la conservación y propagación de la sabiduría cristiana, y otra, procurar un beneficio máximo a la sociedad civil, cuya salud está en gravísimo peligro por causa particularmente de malas doctrinas y concupiscencias (Dz. 1888).

Correspondía este papel a la imagen de Iglesia que se tenía en el siglo xix, al interpretarse a sí misma como una “sociedad perfecta” y exclusivamente jerárquica, en la que los laicos ocupaban un puesto secundario. Era la imagen de Iglesia y de organización eclesiástica de los siglos de cristian dad que León xiii defendía en 1885 al decir que “la Iglesia, no menos que la sociedad civil es una sociedad perfecta por su género y derecho” (Dz. 1869), y a la que hiciera eco la encíclica Vehementer nos, escrita en 1906, por el papa Pío X:

La Iglesia es una sociedad desigual que comprende dos categorías de perso nas, los pastores y el rebaño; los que ocupan un puesto en los distintos grados de la jerarquía y la muche dumbre de los fieles. Y estas catego rías son tan distintas entre sí que en el cuerpo pastoral sólo residen el derecho y la autoridad necesaria para promover y dirigir los miembros hacia el fin de la sociedad. En cuanto a la muchedumbre, no tiene otro deber sino dejarse conducir y, rebaño dócil, seguir a sus pastores26.

3. El “texto” y los “textos”: el componente religioso de las guerras del siglo xix colombiano

Durante este siglo de historia colombiana se suceden, ininterrumpi-damente, enfrentamientos ideológicos, políticos, regionales o de clase social, que, prácticamente todos ellos, tuvieron alguna relación con la fe católica. Tales enfrentamientos se ventilaban en el Congreso y en los templos, en sermones desde los púlpitos o arengando en la plaza pública, sobre todo a través de las numerosas publicaciones de los dos partidos y de la Iglesia Católica que los investigadores han rastreado y rescatado en los archivos de la época. Y se dirimían estos

26 Pío X, encíclica Vehementer nos.

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enfrentamientos en el campo de batalla, adonde unos y otros iban a luchar cada vez que se desencadenaba una guerra civil, lo que impli-caba conspiraciones, persecución política, acuerdos y desacuerdos, pero, sobre todo, separaciones y muertes, tanto para los actores de las guerras como para el resto de la población colombiana.

En medio de estos avatares políticos, una tras otra, las diversas Cons-tituciones fueron dando forma a la República en el marco del origen y consolidación de los dos partidos políticos –el Liberal y el Conser-vador– y de la llamada construcción de la nacionalidad colombiana que se dibuja desde una doble perspectiva y en franca contraposición: “una nación de cristiandad o una nación moderna liberal”27.

Ahora bien, para esta oportunidad solamente me propongo hacer, como antes lo señalé, un breve repaso de los enfrentamientos entre religión y política que jalonaron la segunda mitad del siglo xix colom-biano. Asimismo, sólo voy a mencionar algunos textos significativos, cuyo estudio detallado tendrá que esperar, y cuyo interés radica en que evidencian los enfrentamientos en los cuales perfilaron sus idearios y radicalizaron sus posiciones el Partido Liberal y el Partido Conservador, el uno como enemigo y el otro como defensor de la religión católica.

No obstante, las diferencias eran más que todo retóricas, pues tanto liberales como conservadores eran partidarios del desarrollo del país, de la modernización de su organización y del crecimiento de la economía. Y eran, unos y otros, católicos y, casi todos, practicantes.

Pero antes de intentar el repaso de los hechos, considero oportuno presentar las fuentes que he utilizado para la lectura del “texto” y de los “textos”, que constituyen, propiamente, el estado del arte de la investigación y que aparecen reseñados en la bibliografía, al final de este trabajo.

27 Carlos Arboleda Mora, Guerra y religión en Colombia, Universidad Pontificia Bolivariana, Facultad de Teología, Medellín, 2005, p. 10.

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3.1 Las fuentes para la lectura del “texto” y de los “textos”

Las guerras del siglo xix han sido ampliamente estudiadas por his-toriadores colombianos y numerosas investigaciones abordan sus causas y consecuencias de diverso orden. Y si recopilar los diversos trabajos fue una tarea dispendiosa, poder sistematizar sus respectivas visiones representa un proyecto inacabado. No obstante, considero importante presentar un elenco de algunos de los diversos trabajos que he podido comenzar a leer para tratar de entender los sucesivos capítulos del largo conflicto.

De la primera mitad del siglo xx y las primeras décadas de la se-gunda mitad, debo mencionar, entre otros textos, los libros clásicos de Joaquín Tamayo28 y Eduardo Rodríguez Piñeres29, que fueron mi primer acercamiento a los sucesos del siglo xix colombiano, junto con la Historia de Colombia de Henao y Arrubla30; asimismo, la in-vestigación histórica y selección documental de Jaime Jaramillo31, al igual que la compilación de trabajos de otros investigadores hecha por este mismo autor32, quien representa la primera gene-ración de la “Nueva Historia”33. En esta compilación, Jaramillo incluye un capítulo escrito por Fernando Díaz, “Estado, Iglesia y

28 Joaquín Tamayo, La revolución de 1899, Cromos, Bogotá, 1938.

29 Eduardo Rodríguez Piñeres, El Olimpo Radical. Ensayos conocidos e inéditos sobre su época. 1864–1884, Librería Colombiana, Bogotá, 1950. Eduardo Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal. 1892–1902, Cromos, Bogotá, 1945.

30 Jesús María Henao y Gerardo Arrubla, Historia de Colombia para la enseñanza secundaria, Librería Colombiana, Bogotá, 1929.

31 Jaime Jaramillo Uribe (ed.), Antología del pensamiento político colombiano, tomo I, Publica-ciones del Banco de la República, Bogotá, 1970.

32 Jaime Jaramillo Uribe (dir.), Manual de Historia de Colombia, Instituto Colombiano de Cul-tura, Bogotá, 1979. Particularmente los capítulos “El Estado y la política en el siglo xix”, de Álvaro Tirado Mejía, y “Estado, Iglesia y desamortización”, de Fernando Díaz.

33 Cf. William Plata, “Entre la teología y las ciencias sociales. Tendencias de la historiografía de la Iglesia Católica en Colombia”, en Andrés Eduardo González Santos (comp.), Diversidad y dinámicas del cristianismo en América Latina. Memorias del primer congreso internacional Diversidad y dinámicas del cristianismo en América Latina, Editorial Bonaventuriana, Bogotá, 2007, p. 336.

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desamortización”34, con un enfoque calificado por William Plata de “anticlerical y hasta anticatólico”35, pues considera “la institución eclesiástica como fuente de los grandes males económicos, políticos y culturales que han acosado al país”36. También vale la pena seña-lar el seguimiento hecho por Gerardo Molina del origen del Partido Liberal37 y un interesante estudio de José Restrepo Posada sobre las relaciones de la Iglesia y el Estado38.

Los trabajos académicos realizados en los últimos veinte años ana-lizan los hechos desde diversas vertientes y, además de estudiar las relaciones entre el Estado colombiano y la Iglesia Católica, les inte-resa, también, comprender la formación del Estado, de la Nación y de los partidos políticos en medio de los conflictos que caracterizaron nuestro siglo xix.

De estos trabajos he podido empezar a leer obras colectivas que han nacido en las universidades públicas –en la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá y sede Medellín, como también en la Univer-sidad de Antioquia– entre las que debo citar Historia del cristianismo en Colombia39, dirigida por Ana María Bidegain; Globalización y diversidad religiosa en Colombia40, producto del III Encuentro del Instituto Colombiano para el Estudio de las Religiones icer, en 2003; Creer y poder hoy41, de la cátedra Manuel Ancízar de la Universidad Nacional de Colombia, en 2004; Ganarse el cielo defendiendo la

34 Fernando Díaz, “Estado, Iglesia y desamortización”, en Jaramillo Uribe (dir.), Manual de Historia de Colombia, Op. cit., p. 413-466.

35 William Plata, “Entre la teología y las ciencias sociales. Tendencias de la historiografía de la Iglesia Católica en Colombia”, Op. cit., p. 386.

36 Ibíd.

37 Gerardo Molina, Las ideas liberales en Colombia: 1849-1914, División de Divulgación Cultural, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1970.

38 José Restrepo Posada, La Iglesia en dos momentos difíciles de la historia patria, Kelly, Bogotá, 1971.

39 Bidegain (ed.), Historia del cristianismo en Colombia: corrientes y diversidad, Op. cit.

40 Bidegain Greising y Demera Vargas (dirs.), Globalización y diversidad religiosa en Colombia, Op. cit.

41 Clemencia Tejeiro, Fabián Sanabria y William Beltrán (eds.), Creer y poder hoy, Universidad Nacional de Colombia, Dirección Académica Facultad de Ciencias Humanas, Bogotá, 2007.

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religión: Guerras civiles en Colombia, 1840-190242, del grupo de inves-tigación Religión, Cultura y Sociedad de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, dirigida por el historiador Luis Javier Ortiz.

Los estudios de los historiadores que han colaborado en estos colecti-vos –Ana María Bidegain43, William Plata44, Helwar Figueroa45, Juan Carlos Jurado46 y Luis Javier Ortiz47– han sido particularmente útiles.

También he acudido a la lectura política de las relaciones entre Iglesia y Estado en el siglo xix hecha por Fernán E. González, S.J., investi-gador del cinep y reconocida autoridad en el tema48; a los trabajos de

42 Luis Javier Ortiz Mesa et ál., Ganarse el cielo defendiendo la religión: guerras civiles en Colombia, 1840-1902, Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Escuela de Historia, Medellín, 2005.

43 Bidegain, “La expresión de corrientes en la Iglesia neogranadina ante el proceso de reformas borbónicas y la emancipación política (1750-1821)”, Op. cit., p. 145-180. Bidegain Greising y Demera Vargas (dirs.), Globalización y diversidad religiosa en Colombia, Op. cit.

44 William Elvis Plata Quezada, “Del catolicismo ilustrado al catolicismo tradicionalista”, en Bidegain (ed.), Historia del cristianismo en Colombia: corrientes y diversidad, Op. cit., p. 181-221. William Elvis Plata Quezada, “De las reformas liberales al triunfo del catolicismo intransigente e implantación del paradigma romanizador”, en Bidegain (ed.), Historia del cristianismo en Colombia: Corrientes y diversidad, Op. cit., p. 223-285. William Plata, “La romanización de la iglesia en el siglo xix, proyecto globalizador del tradicionalismo católico”, Op. cit.

45 Helwar Hernando Figueroa Salamanca, “Clérigos y violencia en el norte de Boyacá. 1930-1946”, en González Santos, (comp.), Diversidad y dinámicas del cristianismo en América Latina. Memorias del primer congreso internacional Diversidad y Dinámicas del Cristianismo en América Latina, Op. cit., p. 355-396.

46 Juan Carlos Jurado, “Ganarse el cielo defendiendo la religión. Motivaciones en la guerra civil de 1851”, en Ortiz Mesa et ál., Ganarse el cielo defendiendo la religión: guerras civiles en Colombia, 1840-1902, Op. cit., p. 237-250. Juan Carlos Jurado, “Reinventar la Nación a partir de la fe católica. De la religión, el clero y la política en la guerra civil de 1851”, ponencia presentada en el Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad organizado por aler, Bogotá, 7 al 11 de julio de 2008, copia digital.

47 Ortiz Mesa et ál., Ganarse el cielo defendiendo la religión: guerras civiles en Colombia, 1840-1902, Op. cit. Luis Javier Ortiz Mesa, “Guerras civiles e Iglesia Católica en Colombia en la segunda mitad del siglo xix”, en Ortiz Mesa et ál., Ganarse el cielo defendiendo la religión... Op. cit., p. 47-85. Luis Javier Ortiz Mesa, “Guerras, recursos y vida cotidiana en la guerra civil de 1876-1877 en los Estados Unidos de Colombia”, en Ortiz Mesa et ál., Ganarse el cielo defendiendo la religión... Op. cit., p. 363-444.

48 Fernán E. González González, “La Guerra de los Supremos”, en Fernán E. González González, Para leer la política. Ensayos de historia política colombiana, 1.ª reimpresión, tomo 2, Cinep, Bogotá, 1997, p. 86-161. Fernán E. González González, “Reflexiones sobre las relaciones entre identidad nacional, bipartidismo e Iglesia católica”, en Fernán E. González González, Para leer la política... Op. cit., tomo 2, p. 211-272. Fernán E. González, “La Guerra de los Mil días”, en Memorias de la II Cátedra Anual de Historia “Ernesto Restrepo Tirado”. Las guerras

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María Teresa Uribe, de la Universidad de Antioquia; a las Memorias de la II Cátedra Anual de Historia Ernesto Restrepo Tirado que, en 1997, estudió las guerras civiles de la segunda mitad del siglo xix y su proyección en el siglo xx49. Y he encontrado, igualmente, valiosos aportes en los estudios del investigador de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, Carlos Arboleda50 y en la investigación ade-lantada por Iván Darío Toro de la Universidad Luis Amigó de Medellín sobre el pensamiento de los católicos colombianos del siglo xix51.

Curiosamente, salvo alguna excepción, no he recurrido a la “historia eclesiástica” propiamente dicha, que, escribe William Plata, “tiende a resaltar los rasgos institucionales de la Iglesia Católica”52, es decir, “la historia de la jerarquía y del espacio social que esta tenía”53.

Y, aunque los historiadores profesionales no lo reconozcan como historiador, el libro de Rafael Pardo, La historia de las guerras54, me ayudó a elaborar un primer esbozo de los hechos, identificar a sus protagonistas y ordenar cronológicamente los diversos hechos.

En general, los escritos de todos estos autores me han permitido or-ganizar los sucesos, caracterizar a los protagonistas y los escenarios,

civiles desde 1830 y su proyección en el siglo xx, 2.ª edición, Bogotá: Museo Nacional de Colombia, 2001, p. 149-170. Fernán E. González González, Poderes enfrentados. Iglesia y Estado en Colombia, Cinep, Bogotá, 1997. Fernán E. González, Partidos, guerra e Iglesia en la construcción del Estado Nación en Colombia (1830-1900), La Carreta, Medellín, 2006.

49 Memorias de la II Cátedra Anual de Historia “Ernesto Restrepo Tirado”. Las guerras civiles desde 1830 y su proyección en el siglo xx, Op. cit.

50 Arboleda Mora, Guerra y religión en Colombia, Op. cit. Gloria Mercedes Arango de Restrepo y Carlos Arboleda Mora, “La Constitución de Rionegro y el Syllabus como dos símbolos de nación y dos banderas de guerra”, en Ortiz Mesa et ál., Ganarse el cielo defendiendo la religión: Guerras civiles en Colombia, 1840-1902, Op. cit., p. 87-155.

51 Iván Darío Toro Jaramillo, El pensamiento de los católicos colombianos en el debate ideoló-gico de la “crisis del medio siglo” (1850-1900), Fundación Universitaria Luis Amigó, Fondo Editorial, Medellín, 2005.

52 William Plata, “Entre la teología y las ciencias sociales. Tendencias de la historiografía de la Iglesia Católica en Colombia”, Op. cit., p. 314.

53 Ibíd., p. 315.

54 Pardo, Historia de las guerras, Op. cit.

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buscar el hilo conductor e intentar una interpretación, desde la teo-logía, de estos conflictos político-religiosos.

Por último, al lado de los escritos de estos historiadores, o quizás en-cabezándolos, se encuentran escritos representativos de posiciones antagónicas entre liberales y conservadores cuyos autores fueron protagonistas e intérpretes de estos hechos: los de Salvador Camacho Roldán55, José María Samper56 y Miguel Samper57, los de Miguel An-tonio Caro58 y Rafael Núñez59, las memorias de Aquileo Parra60, entre otros, incluso los textos mismos de las Constituciones61. Ahora bien, estudiar estos escritos es tarea que queda pendiente y en espera de una oportunidad para continuar la presente investigación.

3.2 El “texto” y los “textos”: breve repaso de los hechos

No ha sido tarea fácil recorrer y resumir en este espacio la trama de las guerras civiles que, tras el periodo de la Independencia, en-frentaron a los colombianos. Generalmente se cuentan ocho, pero el historiador Carlos Arboleda identifica nueve grandes guerras civiles generales y catorce guerras civiles locales entre 1830 y 1902 en el territorio colombiano.

55 Salvador Camacho Roldán, Escritos varios, 3 vols., 2.ª edición, Ediciones Incunables, Bogo-tá,1983 (1.ª edición: Librería Colombiana, 1892).

56 José María Samper, Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las Repú-blicas Colombianas (Hispano-americanas), 3.ª edición, Bogotá: Editorial Incunables, 1984 (1.ª edición: 1861). José María Samper, Historia de un alma, Medellín: Bedout, 1971 (1.ª edición: 1871). José María Samper, Los partidos en Colombia, 3.ª edición, Bogotá: Editorial Incunables, 1984 (1.ª edición: Imprenta de Echavarría Hermanos. Bogotá, 1873).

57 Miguel Samper, Escritos político económicos, 4 tomos, Publicaciones del Banco de la República, Bogotá, 1977.

58 Miguel Antonio Caro, Obras completas, 3 vols., Imprenta Nacional, Bogotá, 1921.

59 Gonzalo España, Rafael Núñez. Escritos políticos, El Áncora, Bogotá, 1986.

60 Aquileo Parra, Memorias, Imprenta de La Luz - Librería Colombiana, Bogotá, 1912.

61 Cf. Diego Uribe Vargas, Las Constituciones de Colombia, 2 tomos, Cultura Hispánica, Ma-drid,1977.

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Anota el mismo autor que, en estas guerras, “jugó un papel importante la confrontación ideológica entre las propuestas católicas tradicio-nalistas y las liberales modernizantes”62, y, también lo hace notar Rafael Pardo en su reciente estudio de las guerras en Colombia, la presencia de la religión o la Iglesia católica en estas guerras resulta evidente: unas veces “como invocaciones para dar ánimo a los com-batientes, otras pretendiendo poner al adversario como enemigo de la religión y otras más por el papel de la Iglesia [de la jerarquía] en la confrontación”63. Sin embargo, escribe Pardo, “en las controversias políticas el real argumento religioso era sobre el papel de la poderosa Iglesia católica y sus muy poderosas e influyentes comunidades”, y las diferencias entre liberales y conservadores se daban “en el grado de apoyo de las instituciones eclesiásticas a uno u otro partido. Igle-sia y Partido Conservador fueron un solo ente: desde los púlpitos se descalificaban y valorizaban candidaturas, se pedía a los feligreses que confesaran sus votos por candidatos que no eran del afecto de la Iglesia [de la jerarquía] y los jerarcas católicos oficiaban como jefes políticos conservadores durante los periodos electorales”64.

Estos conflictos son tipificados por el padre Carlos Arboleda como un enfrentamiento, principalmente en el terreno de la educación, entre “una mentalidad teocéntrica y una mentalidad antropocéntrica”65, pero también “entre quienes defendían la moralidad católica y los que preferían la racionalidad moderna”66.

En este orden de ideas, fray Adolfo Galeano opina que

(...) el siglo xix colombiano estuvo dominado por dos corrientes filosófico-políticas que responden a las dos culturas que han determinado la marcha del país: primero fue el llamado radicalismo liberal que con mayor o menor acento domina los años que van desde 1849 hasta 1886; y luego vino la Regeneración, que va de 1886 a 1930. El primero trató de imponer la mo-dernidad liberal anglosajona, sobre todo en el campo práctico organizativo

62 Arboleda Mora, Guerra y religión en Colombia, Op. cit., p. 15.

63 Pardo, Historia de las guerras, Op. cit., p. 386.

64 Ibíd., p. 388.

65 Arboleda Mora, Guerra y religión en Colombia, Op. cit., p. 75.

66 Ibíd., p. 76.

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del país, el segundo impuso de nuevo la cultura tradicional hispano-católica apoyándose, de alguna manera, en el neotomismo67.

Además, precisa el escritor franciscano, fue “la ideología católica hispano-colonial la que enfrentó la Modernidad en Colombia”68.

Jorge Enrique González, por su parte, en el estudio “Tradición y mo-dernidad en la construcción de la nación colombiana”, señala que “las controversias en torno a las concepciones humanísticas y religio-sas sí marcaron de una forma decisiva el ritmo y la dirección de ese proceso”69. Ahora bien, este enfrentamiento entre dos concepciones humanísticas y religiosas se enmarcaba en la necesidad de adaptar la organización política, social y económica a las nuevas circunstancias de la modernidad, lo cual implicaba desmontar el Estado colonial70.

Y Fernán González hace notar, por una parte, “las problemáticas regionales y locales en las que se insertaban los enfrentamientos nacionales y las tensiones de tipo regional, local, étnico y social que expresaban los caudillos”71; y, de otra parte, “los resultados de esas guerras en la consolidación de redes locales y regionales de poder y la construcción de imaginarios políticos como vehículos de identidad nacional, regional o local […] y ayudaron a articular las redes regiona-les y locales de poder en las dos grandes colectividades políticas que dominaron la vida nacional durante casi dos siglos”72. Pero también se refiere este autor a cómo “el malentendido fundamental entre la Igle-sia Católica y partido liberal iba a marcar profundamente la posterior historia de Colombia”73, haciendo notar que “el problema básico no era tanto la fe católica como el sitio de la Iglesia en la sociedad civil y

67 Galeano, Tensiones y conflictos de la Teología en su historia, Op. cit., p. 281.

68 Ibíd., p. 287-288.

69 Jorge Enrique González, “Tradición y modernidad en la construcción de la nación colombia-na”, en Tejeiro, Sanabria y Beltrán (eds.), Creer y poder hoy, Op. cit., p. 334.

70 Cf. Alvaro Tirado Mejía, El Estado y la política en el siglo xix, Norma, Bogotá, 2007, p. 84.

71 Fernán E. González, Partidos, guerra e Iglesia en la construcción del Estado Nación en Co-lombia (1830-1900), Op. cit., p. 7.

72 Ibíd., p. 7-8.

73 Fernán E. González, Poderes enfrentados. Iglesia y Estado en Colombia, Op. cit., p. 153.

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en el mundo político: la Iglesia se había encarnado en una sociedad estática y rígidamente jerarquizada y pensaba las relaciones Iglesia Estado con base en el modelo ideal de la sociedad medieval, sin darse cuenta de la nueva sociedad que nacía y se fortalecía”74.

Tampoco parece ser tarea fácil la clasificación de las guerras que son materia de estudio, pues el conflicto bélico constituye un con-tinuo, apenas interrumpido por periodos de paz entre dos guerras. No obstante, el historiador del siglo xix, Fernán González, agrupa las guerras civiles alrededor de tres preocupaciones o intereses75: al primer grupo pertenecen las guerras en torno a la definición del sujeto político (la de los Supremos, 1839-1841, y las de 1851 y 1854), en las que “se van configurando los partidos tradicionales como dos confederaciones de redes regionales y locales de poderes y contrapo-deres, en torno a unas plataformas nacionales diferenciadas alrededor de la discusión sobre el papel de la Iglesia Católica en la sociedad y el Estado colombiano”76; en el segundo grupo ubica las guerras en torno al régimen político, federal o unitario (las de 1861, 1876 y 1885), “centradas alrededor de la pugna en torno al federalismo y al centralismo como formas de organización estatal […] pero sin dejar de lado el papel de la jerarquía y el clero católicos en la sociedad, que se expresa en la discusión sobre el carácter laico o religioso de la educación pública”77; del tercer grupo son las guerras contra la exclusión política (la de 1895 y la de los Mil Días), que evidencian “las dificultades que la realidad social y geográfica oponía al modelo de sociedad nacional integrada, impuesto por la Regeneración”78.

Ahora bien, para efectos de la exposición, a continuación se presentan, una tras otra, las ocho guerras civiles y los correspondientes periodos de paz durante los cuales el Estado parecía buscar soluciones desde

74 Ídem.

75 Fernán E. González, Partidos, guerra e Iglesia en la construcción del Estado Nación en Co-lombia (1830-1900), Op. cit., p. 22-24.

76 Ibíd., p. 67.

77 Ibíd., p. 69.

78 Ibíd., p. 144.

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una de las dos ideologías y en algunos de los cuales se configuraron las sucesivas Constituciones que han dado identidad al Estado, así como los enfrentamientos de tipo únicamente ideológico, pero que genera-ron los enfrentamientos que regaron de sangre el suelo colombiano.

A título de curiosidad, valga señalar cómo el componente religioso estaba ya presente en la guerra de la Independencia, según lo cons-tataba Jorge Tadeo Lozano al recordar las jornadas del 20 de Julio de 1810: “la revolución que nos emancipó fue una revolución clerical”79.

Así, un enfrentamiento ideológico con contenido religioso se dio en 1826 y sus protagonistas fueron el cura de la iglesia de Las Nieves, en Bogotá, padre Francisco Antonio Margallo, y el catedrático del Colegio de San Bartolomé, doctor Vicente Azuero80, a propósito de la enseñanza obligatoria establecida por el primer gobierno de Santan-der81, para los estudiantes de leyes, de los principios utilitaristas del filósofo inglés Jeremy Bentham, “cuyas doctrinas utilitaristas fueron la primera concepción de Estado y la primera filosofía política que se enseñó en Nueva Granada”82 y quien, escribe Bushnell, “era un materialista confeso cuyos escritos estaban llenos de afirmaciones contrarias a la ortodoxia de la Iglesia Católica Romana”83.

Del lado del padre Margallo se enfilaron los partidarios de defender la tradición, que buscaban fundamentar en la religión católica no sólo la moral sino, también, el derecho y la política, mientras del lado de Azuero estaban los partidarios del ejercicio de la libertad.

79 Bidegain, “La expresión de corrientes en la Iglesia neogranadina ante el proceso de reformas borbónicas y la emancipación política (1750-1821)”, Op. cit., p. 168.

80 Cf. “El doctor Azuero acusa por difamación desde el púlpito al presbítero doctor Francisco Margallo y Duquesne” y otros documentos, en Guillermo Hernández de Alba (comp.), Do-cumentos sobre el doctor José Vicente Azuero, Imprenta Nacional, Bogotá, 1944.

81 Cf. Julio Hoenigsberg, Santander, el clero y Bentham. En el primer centenario de la muerte del Héroe, ABC, Bogotá, 1940. Luis Eduardo Fajardo, Juanita Villaveces y Carlos Cañón, Las reformas santanderistas en el Colegio del Rosario, Centro Editorial Universidad del Rosario, Bogotá, 2003.

82 William Elvis Plata Quezada, “Del catolicismo ilustrado al catolicismo tradicionalista”, en Bidegain (ed.), Historia del cristianismo en Colombia: corrientes y diversidad, Op. cit., p. 193.

83 David Bushnell, El régimen de Santander en la Gran Colombia, Tercer Mundo y Facultad de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1966, p. 220-221.

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Al asumir Bolívar nuevamente el poder, a pesar de su admiración por Bentham, en 1828 suprimió los textos de este autor. Pero con el regreso de Santander al poder, elegido por las asambleas electorales para el periodo 1833-1837, los textos de Bentham pudieron regresar a las aulas universitarias.

No se hicieron esperar las críticas de los tradicionistas, de inspiración católica, desde el periódico La Civilización de José Eusebio Caro y Mariano Ospina Rodríguez. Desde esta tribuna se proponían, frente al benthamismo, los planteamientos neotomistas del español Balmes, con lo cual se enfrentaban dos opciones: fundamentar la moral, el derecho y la política en los principios de Bentham o en la religión católica.

También de esta época datan las desavenencias entre el Estado co-lombiano y el Vaticano por el sistema del patronato84 –concretamente por la Ley sobre Patronato de 1824– que, entre otras medidas, esta-blecía el modo de designación de los obispos. Por otra parte, estaba en juego el reconocimiento por parte de la Santa Sede de las nuevas repúblicas y la ruptura o continuidad del sistema de patronato regio de España.

Ahora bien, estas prerrogativas que la Corona española le había concedido a la Iglesia Católica, y cuyo antecedente hay que buscar en el modelo conocido como constantinismo, la Iglesia las interpre-taría, posteriormente, como derecho divino al cual no podían –ni querían– renunciar los hombres de Iglesia.

La serie de guerras civiles se inaugura, en 1839, con la Guerra de los Supremos, así llamada por el papel desempeñado por militares que habían participado en la guerra de la Independencia y se habían constituido en caudillos regionales, tales como los generales Obando, Mosquera y Herrán, los protagonistas de esta guerra de caudillos que habría de prolongarse hasta 1841.

84 Cf. Fernán E. González, Poderes enfrentados. Iglesia y Estado en Colombia, Op. cit., p. 140-156.

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Para suceder a Santander, en 1837, había sido elegido presidente José Ignacio Márquez, liberal “moderado”, que en las elecciones derrotó al general Obando, a quien se consideraba como liberal “exaltado”. Y fue durante el gobierno de Márquez cuando se desató esta primera guerra civil.

La mecha se prendió en la ciudad de Pasto, cuando el padre Francisco Villota protestó por la supresión de los conventos que tuvieran menos de ocho religiosos, razón por la cual el conflicto también se conoce como “la Guerra de los Conventillos”.

Vale la pena recordar que el Congreso de Cúcuta, en 1821, había ordenado cerrar los conventos que tuvieran menos de ocho miembros y utilizar sus bienes a favor de la educación, y que, aunque Bolívar había recomendado suspender la ejecución de esta ley, Santander la mantuvo pero concediendo numerosas exenciones.

Fue, entonces, para evitar la ejecución de esta ley, que el padre Villota, al grito de “Viva la religión”, incitó al pueblo a la insurrección. Pero la revuelta, que era de carácter local y aparentemente sin importancia, posteriormente se extendió a todo el país, cuando el general Obando, que era liberal, se puso de parte de los rebeldes y se declaró “restau-rador y defensor de la religión del Crucificado”.

Así, un motín popular y de carácter local contra la supresión de los conventos se convirtió, primero, en lucha por la hegemonía política regional que reflejaba el descontento y las pretensiones de los caudi-llos, y, luego, se extendió al resto del país, asumiendo, también, el cariz religioso. Pues durante esta guerra, los rebeldes de Pasto enarbolaban banderas con la imagen de San Francisco de Asís y en la capital desfiló la imagen del Nazareno para animar a sus defensores, que llevaban, como insignia, escudos con las letras JHS que los sacerdotes habían repartido. Pero también los ejércitos legitimistas nombraron como Ge-neralísimo a Jesús Nazareno85. Y una carta pastoral del arzobispo de Bogotá, monseñor Manuel José Mosquera, cuya actitud conciliadora

85 Cf. Arboleda Mora, Guerra y religión en Colombia, Op. cit., p. 127.

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no compartían otros sectores del clero, desautorizaba mezclar asuntos religiosos en la rebelión: “No nos es posible mirar con indiferencia que invocando el nombre santo de la religión, se pretenda trastornar el orden y faltar a la obediencia debida a las autoridades nacionales. En ningún caso pueden justificarse actos revolucionarios con pre-textos religiosos; que, a más de su criminalidad, son un manantial inagotable de males para los pueblos”86.

Para Fernán González, esta guerra fue una “rebelión de los caudillos militares, llamados los Supremos, contra el gobierno central y su de-rrota a manos de un ejército nacional, de carácter más profesional, al mando de antiguos generales bolivarianos como Tomás Cipriano de Mosquera y Pedro Alcántara Herrán, que fueron derrotando uno a uno a los jefes regionales”87. Por otra parte, opina el mismo autor, en este enfrentamiento se dio “el surgimiento y consolidación de los imaginarios políticos”88 que, debido a la intervención a favor del gobierno por parte de varios obispos, “preludia la identificación de la Iglesia Católica con el Partido Conservador y prepara las reformas anticlericales de la futura República Liberal”89. Además, las críticas del liberalismo al régimen ministerial de los doce años girarían alre-dedor del “uso político de la religión católica por parte del gobierno y la entrega de la educación pública a manos de los jesuitas”90, por cuanto, a partir de la Guerra de los Supremos, el papel de los jesuitas y de la jerarquía eclesiástica en la política va a servir para diferenciar a los dos partidos.

Consecuencia, pues, de esta guerra, además de los 3 400 muertos que dejó, fue la conformación de los partidos y su caracterización religiosa, como también la animadversión que en la siguiente confrontación armada se haría patente.

86 En: Henao y Arrubla, Historia de Colombia para la enseñanza secundaria, Op. cit., p. 602.

87 Fernán E. González, Partidos, guerra e Iglesia en la construcción del Estado Nación en Co-lombia (1830-1900), Op. cit., p. 26.

88 Ibíd., p. 32.

89 Ibíd., p. 36.

90 Ídem.

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Al concluir la primera guerra civil –la Guerra de los Supremos–, subió al poder el partido de los ministeriales, con lo cual se inició el régimen ministerial que duraría doce años, hasta la revolución liberal del medio siglo, que se polarizó en un nuevo enfrentamiento.

Durante este periodo, gobernaron el general Pedro Alcántara Herrán (1841-1845) y el general Tomás Cipriano de Mosquera (1845-1849), elegidos, los dos, por el Congreso porque los otros candidatos no alcanzaron la mayoría absoluta en las urnas.

Siendo presidente Pedro Alcántara Herrán, y debido a la influencia de la jerarquía católica, pero, sobre todo, a la de Mariano Ospina Rodríguez, se realizó una asamblea constituyente que dio origen a la “Constitución política de la República de la Nueva Granada”91 o Constitución de 1843, sancionada por el presidente Pedro Alcántara Herrán en 1843 y cuyas primeras palabras eran: “En el nombre de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo”92.

La carta, que fortalecía el poder ejecutivo, derogó el plan de edu-cación de Santander e introdujo una nueva reforma educativa, uno de cuyos inspiradores fue Mariano Ospina Rodríguez. En sus líneas fundamentales, dicha reforma recuperó la enseñanza tradicional, principalmente inspirada en el filósofo español Jaime Balmes, y pro-puso traer una comunidad religiosa para colaborar en la educación, lo cual permitió el regreso al país de los jesuitas, convertidos en bandera política del enfrentamiento de liberales y conservadores.

Ahora bien, los jesuitas que llegaron al país en 1844, al igual que la mayoría de los miembros de otras comunidades religiosas, eran españoles y, desde la mentalidad del entorno católico español del medio siglo, se oponían rotundamente a las propuestas del liberalismo y defendían vehementemente las doctrinas políticas de la neoesco-lástica, en la línea suareziana, en la que habían sido formados. Pero

91 Uribe Vargas, Las Constituciones de Colombia, tomo II, Cultura Hispánica, Madrid, 1977, p. 829-861.

92 Ibíd., p. 829.

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también estaban en la obligación de afianzar las instituciones de la Iglesia de Roma, amenazadas por la Modernidad, y obedecer al romano pontífice, cuya autoridad estaba siendo cuestionada. Por eso las comunidades religiosas, particularmente los jesuitas, no eran bien vistas por sectores progresistas de la sociedad, pues representaban el movimiento de romanización de la Iglesia Católica y sus posturas intransigentes.

En cuanto al presidente Mosquera, elegido como conservador, sus actos de gobierno fueron de marca liberal, particularmente debido al nombramiento de Florentino González como secretario de Hacienda y a la reforma liberal que González llevó a cabo.

Sin embargo, la apertura de las importaciones, una medida liberal, generó descontento y agitación entre los artesanos, que se asociaron para protestar en un nuevo espacio para el debate político, como eran las recién creadas Sociedades Democráticas, donde se debatían las ideas liberales, y a las que respondieron, desde la otra orilla ideo-lógica, las Sociedades Filantrópicas, de orientación conservadora.

En este contexto se perfilan los idearios del Partido Liberal y el Par-tido Conservador, por la misma época en que José Eusebio Caro y Mariano Ospina Rodríguez usaron por primera vez, en el periódico El Nacional, en 1848, el nombre de liberales y conservadores para referirse a las dos posiciones ideológicas.

Desde la orilla de los liberales, Ezequiel Rojas, en un artículo titulado “Las razones de mi voto”, publicado en el periódico El Aviso, en 1848, esbozaba el ideario del liberalismo colombiano: defendía, entre otras cosas, el gobierno representativo, las libertades públicas, la igualdad de los ciudadanos, el libre cambio, el sufragio universal directo y se-creto. Además, proponía la abolición de la esclavitud, la separación de la Iglesia y el Estado, el desafuero eclesiástico y la expulsión de los jesuitas93. En cuanto a la religión, escribió Rojas:

93 Molina, Las ideas liberales en Colombia: 1849-1914, Op. cit., p. 20-26.

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Quiere el Partido Liberal que no se adopte la religión como medio para gobernar: las dos potencias deben girar independientemente, cada una dentro de su órbita, puesto que cada una tiene su objeto y fin distintos. Emplear la religión y sus ministros como medios para hacer ejecutar las voluntades de los que gobiernan los negocios temporales, es envilecerla, desvirtuarla y separarla del fin con que la instituyó su divino fundador. La pretensión de presentar al gobierno temporal haciendo causa común con la religión sólo tiene por objeto fabricar un escudo al abrigo del cual pue-dan obrar discrecionalmente y disponer de la sociedad, de sus individuos y de sus intereses: nunca el absolutismo es más poderoso que cuando el gobierno temporal adopta la religión como instrumento. Esta es la razón por qué el Partido Liberal ve en inminente peligro las libertades públicas, las prerrogativas de la soberanía y las garantías con la permanencia en el país del instituto conocido con el nombre de Compañía de Jesús. […] Permitir la continuación del instituto en la República y extender su semilla por las provincias, es abdicar la soberanía nacional en la Compañía de Jesús94.

Desde la orilla de los conservadores, José Eusebio Caro publicó, en 1849, en La Civilización, un artículo que tituló “El Partido Con-servador y su nombre”95, en el que esboza el perfil de este partido político, como un partido “pacífico”, “moral”, “sostenedor de la ver-dadera libertad” y “promotor del verdadero progreso”96, destacando su “tendencia natural” a la religión y sus características morales por contraposición a las “enseñanzas irreligiosas y disolventes” que, podría suponerse, se referían a las del Partido Liberal. Decía así el ideólogo del conservatismo:

El Partido Conservador, el partido del derecho, es naturalmente pacífico y justo. Pero, ¿qué es lo que puede inducir al hombre a ser pacífico, a ser veraz, a ser justo siempre, en toda circunstancia? ¿Qué es lo que hace entrar la paz, la verdad y la justicia en el carácter? No hay más que una sola causa que produzca esos efectos: la conciencia moral fortalecida por el sentimiento religioso. De aquí la tendencia natural del Partido Conservador a la religión; de aquí su odio a las enseñanzas irreligiosas y disolventes.

94 Citado por Molina, ibíd., p. 24.

95 José Eusebio Caro, “El Partido Conservador y su nombre”, en Roberto Herrera Soto (comp.), Antología del pensamiento conservador en Colombia, tomo I, Instituto Colombiano de Cultura, Biblioteca Básica Colombiana, Bogotá, 1982. p. 181-187 (publicado en La Civilización, N.° 17 de 29 de noviembre de 1849).

96 “¿Cuál es el nombre que conviene al gran partido pacífico, al partido moral; al partido sostenedor de la verdadera libertad, de la libertad bajo las leyes; al partido promovedor del verdadero progreso, del progreso que para edificar quiere cimientos, y para lanzarse al por-venir busca un punto de apoyo? En 1848, a consecuencia de que la falta de nombre lo estaba desorganizando, tomó el nombre de Partido Conservador”. Caro, “El Partido Conservador y su nombre”, Op. cit.

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El día en que el sentimiento religioso penetre realmente en la vida prác-tica; el día en que la juventud se persuada bien de que negar a Dios es degradarse y que reconocerlo es elevarse y engrandecerse; el día en que nuestros hombres de Estado tengan siempre la noción de Dios como fuente de toda verdad, de todo derecho, de toda justicia, de toda virtud: ese día no habrá partido rojo: todos serán conservadores; todos serán cristianos: ¡ese día alumbrará en la República el espectáculo de la paz verdadera y de la verdadera libertad!97.

Ahora bien, al comparar las dos propuestas supuestamente anta-gónicas, escribe William Plata: “las diferencias no son sustanciales salvo en la cuestión religiosa”98. Pero el debate ideológico y bélico se prolongaría desde esta óptica religiosa a lo largo de todo el siglo y del siglo siguiente, por cuanto el proyecto liberal consistía en reducir el poder de los eclesiásticos y el proyecto conservador en fundamentar en la religión católica el orden social.

Para suceder a Mosquera, en 1849, la división del partido ministerial permitió la llegada de los liberales al poder con José Hilario López (1849-1853), también elegido por el Congreso al no haber alcanzado ninguno de los candidatos la mayoría absoluta en las elecciones.

El programa de reformas del presidente López se basaba en los prin-cipios liberales: suprimió la esclavitud, abolió la pena de muerte, decretó el voto universal e introdujo reformas liberales en materia de economía, tales como las medidas librecambistas y el lesseferismo. Además, estableció la separación entre Iglesia y Estado, eliminó el fuero eclesiástico, expulsó al arzobispo Manuel José Mosquera y, nuevamente, a los jesuitas en 1850, que habían regresado en 1844, “declarando vigente en la Nueva Granada la pragmática sanción de Carlos III en 1767 sobre extrañamiento de todos los dominios españo-les de los regulares de la Compañía de Jesús”99. Y una de las reformas, que por el momento no tuvo éxito, consistía en el establecimiento de la educación laica y sin control de la Iglesia Católica.

97 Ídem.

98 William Elvis Plata Quezada, “Del catolicismo ilustrado al catolicismo tradicionalista”, Op. cit., p. 206.

99 Henao y Arrubla, Historia de Colombia para la enseñanza secundaria, Op. cit., p. 620.

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Naturalmente, estas medidas no fueron bien recibidas por parte de las autoridades eclesiásticas, por lo cual se desató la protesta de la jerarquía eclesiástica y de sus partidarios.

El Partido Conservador se levantó en armas contra estas reformas, particularmente contra “las medidas para restarle poder social, político y económico a la Iglesia católica”100. La guerra estalló en 1851, primero en el Estado de Antioquia al negarse las autoridades a acoger las medidas respecto a la educación laica y, posteriormente, en el sur del país con el ataque del conservador Julio Arboleda al gobernador del Cauca, que ordenó su detención, y con la revuelta contra el presidente López, que contó con el respaldo del Ecuador solicitado por Arboleda.

Estos levantamientos en los estados tradicionalmente conservadores, como eran Antioquia y Cauca, fueron apoyados por los obispos de Popayán y Pasto, monseñor Carlos Bermúdez y monseñor Manuel Canuto Restrepo, mientras que el arzobispo de Bogotá, monseñor Vicente Arbeláez, asumía una posición conciliadora. En realidad, la participación del clero en esta guerra, en líneas generales, estaba mo-tivada por la supresión del fuero eclesiástico, que se interpretaba, en los medios eclesiásticos, como persecución contra la Iglesia Católica. Reforzaba este sentimiento la carta de Pío ix, en 1852, en la que se refería a los males que “de un modo desgarrador afligen y destrozan la Iglesia Católica en la República de la Nueva Granada”101.

El levantamiento no duró más de tres meses y las dos rebeliones regionales que se produjeron en Antioquia y Cauca tenían motivacio-nes diferentes, pero fueron interpretadas, escribe Fernán González, “como un complot orgánico de un Partido Conservador liderado por el cerebro de Ospina”102.

100 Juan Carlos Jurado, “Reinventar la Nación a partir de la fe católica. De la religión, el clero y la política en la guerra civil de 1851”, Op. cit., p. 2.

101 Pío ix, alocución Acerbissimum vobiscum de 27 de septiembre de 1855, citada por Arboleda Mora, Guerra y religión en Colombia, Op. cit., p. 19.

102 Fernán E. González, Partidos, guerra e Iglesia en la construcción del Estado Nación en Co-lombia (1830-1900), Op. cit., p. 52.

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De esta guerra opina Carlos Arboleda que “fue una clara manifesta-ción de la confrontación entre la Iglesia y el Estado, pues se trató de una reacción conservadora a las medidas liberales, las cuales cobrarán aun más fuerza con la Constitución de 1853”103.

Al finalizar el gobierno liberal de José Hilario López, debido a la di-visión de los liberales en gólgotas y draconianos104 y a que los conser-vadores no lanzaron candidato ni fueron a las urnas, los draconianos eligieron en 1853 al general José María Obando, quien continuó la política de López y a quien correspondió sancionar la Constitución política de la Nueva Granada105 o Constitución de 1853.

La importancia de esta Carta Constitucional, que comienza con las palabras “En el nombre de Dios, Legislador del Universo, y por auto-ridad del pueblo”106, es que dio el primer paso hacia el federalismo y declaró separadas “por primera vez en América Latina, anota William Plata, las potestades civil y eclesiástica”107. Además, la carta consa-graba el sufragio universal, la libertad religiosa108 y el matrimonio civil obligatorio.

Ahora bien, llama la atención que la jerarquía católica aceptara sin protestar los términos consagrados en la Constitución, posiblemente en la lógica de la reforma gregoriana, es decir, del principio de la independencia del trono y el altar para evitar injerencias nocivas de uno u otro poder.

103 Arboleda Mora, Guerra y religión en Colombia, Op. cit., p. 17.

104 Con ocasión del aniversario del atentado septembrino, en 1850, un grupo de jóvenes liberales, que se denominó “radical”, creó la Escuela Republicana y, debido a un discurso de Miguel Samper en el que comparaba a este grupo con el mártir del Gólgota, la prensa conservadora le dio el nombre de “gólgotas”, y estos, a su vez, dieron al partido gobiernista, de orientación liberal, el nombre de “draconianos”.

105 Uribe Vargas, Las Constituciones de Colombia, tomo II, Op. cit., p. 867-884.

106 Ibíd., p. 867.

107 William Plata, Del catolicismo ilustrado al catolicismo tradicionalista, Op. cit., p. 219.

108 “La profesión libre, pública o privada de la religión que a bien tengan, con tal que no turben la paz pública, no ofendan la sana moral, ni impidan a los otros el ejercicio de su culto”. Artículo 5 de la Constitución de 1853.

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Durante el gobierno de Obando, el desengaño manifiesto de los arte-sanos por las políticas económicas del liberalismo, particularmente el libre cambio, y la molestia de los militares por la posible reducción e incluso eliminación del ejército, motivaron, en 1854, una sublevación popular que dio origen al golpe de cuartel y la dictadura de Melo.

El golpe de Melo desató una nueva guerra en la que las dos corrien-tes políticas, liberales y conservadores, se unieron para restablecer el gobierno legítimo. En esta contienda, el tema religioso también estaba presente, pues Melo prometió el regreso de los jesuitas y “la Iglesia, escribe Helwar Figueroa, resentida con las medidas laici-zantes iniciadas por José Hilario López y radicalizadas por Obando, decidió ubicarse al lado del general Melo y sus artesanos”109.

Melo fue derrocado por una coalición de liberales que estableció un gobierno de transición. En 1857 asumió el poder el vicepresidente Manuel María Mallarino, conservador, a quien sucedió otro presi-dente conservador, Mariano Ospina Rodríguez (1857-1861), elegido en 1857 por sufragio universal, con el apoyo de la jerarquía de la Iglesia Católica.

El presidente Ospina estableció la confederación de los ocho estados federales bajo el nombre Confederación Granadina y convocó, para su aprobación, una nueva Constitución, en 1858. El texto aprobado, conocido como la Constitución política para la Confederación Grana-dina110, que el presidente Ospina sancionó, expresaba el acuerdo de los dos partidos “para armonizar la autoridad de los estados federales con el poder de intervención del Estado central”111.

Una nueva guerra civil se desató en 1859, esta vez contra el régimen conservador de Mariano Ospina Rodríguez. Por una parte, los libe-rales se quejaban porque no contaban con medios para contrarrestar

109 Helwar Hernando Figueroa Salamanca, Las ideas tradicionalistas en Colombia (1930-1952). Hispanismo y corporativismo, copia digital, p. 25.

110 Uribe Vargas, Las Constituciones de Colombia, tomo II, Op. cit., p. 891-912.

111 Fernán E. González, Partidos, guerra e Iglesia en la construcción del Estado Nación en Co-lombia (1830-1900), Op. cit., p. 75.

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el influjo electoral del conservatismo respaldado por el clero al cual se atribuyó el triunfo conservador en la elección de Ospina. Por otra parte, el apoyo del clero a la candidatura de Ospina Rodríguez había incomodado a Tomás Cipriano de Mosquera, en particular la inter-vención del director del periódico El Catolicismo, el canónigo Antonio José de Sucre, contra la candidatura de Herrán, yerno de Mosquera y hermano del arzobispo, por cuanto utilizando el argumento religioso apoyaba, en su lugar, la candidatura de Julio Arboleda, enemigo de Mosquera.

Por eso la guerra civil de 1859-1862, contra Mariano Ospina Rodrí-guez, la inició el general Tomás Cipriano de Mosquera desde el Cauca. El “Supremo Director de la Guerra”, como se declaró Mosquera, se rebeló contra el gobierno, se alió con Obando y a la sublevación de los generales hizo eco el ejército.

Las tropas se dirigieron hacia la capital y, tras una serie de combates, los rebeldes ocuparon la ciudad en 1861 y Mosquera asumió el po-der por segunda vez. Sus primeras medidas de gobierno, además de enviar al exilio al presidente Ospina, fueron contra la Iglesia en los cuatro decretos dictados entre julio y noviembre de 1861: la tuición de cultos, la expulsión de los jesuitas, la desamortización y expropia-ción a favor del Estado de los bienes eclesiásticos con el propósito de democratizar la propiedad raíz, y la supresión de comunidades y conventos. Pero también Mosquera ordenó la prisión del arzobispo Herrán por no obedecer las disposiciones sobre tuición de cultos y desamortización de bienes.

El Dictador, partidario de consolidar el federalismo, convocó una asamblea, conocida como la Convención de Rionegro, que consagró el régimen federal en la Constitución que dio el nombre de Estados Unidos de Colombia a la federación de Estados.

La Carta lleva por título Constitución de los Estados Unidos de Colom-bia112 y se firmó en 1863, por lo que es conocida como la Constitución

112 Uribe Vargas, Las Constituciones de Colombia, tomo ii, Op. cit., p. 931-961.

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del 63. El hecho de que se promulgara en nombre del pueblo y no en nombre de Dios, como rezaban las anteriores Cartas, y de consagrar la libertad religiosa, desató la reacción del clero y del catolicismo conservador.

La protesta encontró apoyo en las doctrinas que desde Roma con-denaban como errores los planteamientos de la Modernidad, entre los cuales se encontraban muchas de las propuestas del liberalismo, pues al año siguiente, en 1864, Pío ix promulgó la encíclica Quanta Cura y el Syllabus o índice de errores de la época, que daba la razón a los enemigos de la Constitución de Rionegro.

Las diferencias entre Mosquera y los radicales aumentaron durante su tercer periodo presidencial (1866-1867) debido a las nuevas medi-das contra la Iglesia Católica, pero la principal inconformidad era la Constitución de 1863, y para enfrentar a la oposición, el presidente disolvió el Congreso. Esta medida produjo el levantamiento de los militares y los líderes del radicalismo que, en 1867, arrestaron a Mos-quera y lo llevaron a juicio del Congreso por alta traición.

Remplazó a Mosquera el designado Santos Acosta (1867-1868), que derogó la ley de tuición de cultos y permitió el regreso de los obispos a quienes había desterrado Mosquera. A Santos Acosta lo sucedieron los siguientes gobiernos del Olimpo Radical (1863-1878).

La guerra de los conservadores contra los radicales en 1876-1877, también llamada “Guerra de las Escuelas”, fue la respuesta a la re-forma educativa del radical Eustorgio Salgar. El Decreto Orgánico de Instrucción Pública Primaria, de 1870, estableció, por primera vez, “la enseñanza gratuita, obligatoria y religiosamente neutral”113 en la línea “de las corrientes ilustradas de la pedagogía europea”114, cuyo

113 Jaime Jaramillo Uribe, “El proceso de la educación, del virreinato a la época contemporánea”, en Jaramillo Uribe, (dir.), Manual de Historia de Colombia, Op. cit., p. 264.

114 Ibíd., p. 266.

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ideal era “la formación del ciudadano virtuoso, tal como lo interpretó la mentalidad liberal y democrática del siglo xix”115.

Ahora bien, el fracaso de esta reforma, opina Jaime Jaramillo Uribe, “fue el referente a las relaciones con los poderes eclesiásticos”116, pues las medidas del gobierno radical a propósito de la educación, “cuyo carácter religioso-político producirá una profundización de la polarización entre los partidos y la Iglesia”117, fueron interpretadas como medidas antirreligiosas e incluso muchos las juzgaron como un complot de la masonería para acabar con la Iglesia Católica y eliminar la enseñanza de la religión, a pesar de que la reforma establecía y garantizaba la enseñanza de la religión, que debía ser impartida por los sacerdotes y, sólo en 1872, Murillo Toro suprimió la enseñanza de la religión en las escuelas.

El Gobierno Soberano de Antioquia no aceptó esta reforma, que fue igualmente rechazada por los obispos por considerar que “las escuelas oficiales o laicas que el Gobierno establece, prescindiendo en ellas de la enseñanza religiosa, están reprobadas y condenadas por la Igle-sia. Ningún católico ignora que el interés que el Gobierno Nacional tiene en propagar esta clase de establecimiento, incluye el propósito de hacer una tenaz guerra al catolicismo”118. Por afirmaciones como esta, y por otras muchas similares, Aquileo Parra, en sus Memorias, opinaba que “el clero católico fue el que hizo la última revolución y es el gran enemigo que tienen las instituciones en Colombia”119.

La actitud conciliadora con los liberales de monseñor Vicente Arbe-láez, quien gobernó la arquidiócesis de Bogotá entre 1868 y 1884, así como su denuncia de la intervención del clero en la política y de “las pretensiones del Partido Conservador que intenta manipular la

115 Ídem.

116 Ibíd., p. 268.

117 Fernán E. González, Partidos, guerra e Iglesia en la construcción del Estado Nación en Co-lombia (1830-1900), Op. cit., p. 69.

118 Carta del vicario capitular de Medellín, José Ignacio Montoya, dirigida al doctor José María Uribe, citada por Arboleda Mora, Guerra y religión en Colombia, Op. cit., p. 80-81.

119 Aquileo Parra, Memorias, Op. cit., p. 378-379.

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Iglesia al servicio de sus intereses políticos”120, recibieron el rechazo de católicos como Miguel Antonio Caro. La posición del arzobispo de Bogotá no era compartida por otros obispos, que fundamentaban su rechazo a las reformas radicales en las condenas papales del Syllabus. La división de la jerarquía era apoyada por los católicos conservadores que se pusieron de parte de la jerarquía intransigente.

Al mando de los rebeldes estaba el general conservador Marceliano Vélez y al mando del ejército oficialista estaba el general liberal Ju-lián Trujillo. El fin de la guerra se dio con la rendición de las fuerzas rebeldes conservadoras al ejército nacional comandado por el general Trujillo después de la Batalla de Manizales en 1877. Pero también Trujillo venció a los conservadores en las elecciones de 1878, cuando los radicales perdieron el poder.

Terminada la guerra, en 1877, el Congreso prohibió a los obispos ejercer sus funciones a perpetuidad y ordenó su extrañamiento del territorio nacional121. Del mismo año fueron otras sanciones como la inspección civil en materia de cultos, al considerar que las dispo-siciones en esta materia provenían de un poder extranjero, lo cual atentaba contra la soberanía nacional.

A Trujillo lo sucedió Rafael Núñez, también liberal, quien gobernó entre 1880 y 1882 y fue reelegido en 1883 con el apoyo de los conser-vadores. La victoria liberal produjo la crisis del régimen radical, pues el triunfo de Núñez era triunfo de la Regeneración, que proponía un orden conservador y católico, en contraste con el modelo liberal laico que se estaba abriendo camino en el resto del mundo occidental. Al fin y al cabo, para Núñez la religión era elemento fundamental del orden social.

Por eso, tras su elección, Núñez acogió los reclamos de la jerarquía católica que pedía la restitución de los bienes expropiados a la Iglesia por el Estado durante la guerra de 1876, la derogación de la tuición

120 Galeano, Tensiones y conflictos de la Teología en su historia, Op. cit., p. 286.

121 Cf. Arboleda Mora, Guerra y religión en Colombia, Op. cit., p. 95.

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de cultos y el regreso de los obispos expatriados por haber conspirado durante esa misma guerra.

Después de un periodo de relativa paz, se desató la llamada Guerra de 85, cuando los radicales del estado de Santander se rebelaron contra su presidente, un liberal independiente, y el conflicto se extendió al resto del país. Núñez asumió el mando de la guerra, utilizando para ello el telégrafo, mientras los rebeldes tenían que usar correos y mensajeros. En La Humareda, el ejército rebelde fue derrotado por el gobierno y, como consecuencia, según lo expresara el mismo pre-sidente Núñez, “la Constitución radical de 1863 dejó de existir”.

La crisis del sistema federal planteaba la necesidad de reformar la carta de Rionegro. La redacción del nuevo texto le fue encargada a Miguel Antonio Caro, católico y conservador, y Núñez convocó un Congreso de Delegatarios que, al año siguiente, expidió la nueva Constitución –la Constitución de la República de Colombia122 o Consti-tución del 86– que gobernó a los colombianos durante más de un siglo.

Esta Constitución dio al país el nombre de República de Colombia, adoptó el régimen centralista, creó un ejército nacional y reestable-ció las relaciones entre la Iglesia y el Estado123 suspendidas por la Constitución de Rionegro, autorizando a la Iglesia para administrar libremente sus asuntos sin contar con la autoridad civil y el Estado para celebrar convenios con la Santa Sede encaminados a definir las relaciones entre la potestad civil y la eclesiástica. La nueva Carta reconoció a la religión católica como la religión de la Nación, compro-metiéndose a protegerla como elemento del orden social124; estableció la libertad de cultos y confió a la Iglesia Católica el encargo de vigilar la educación y la moral pública. Pero quizá lo más significativo fue

122 Uribe Vargas, Las Constituciones de Colombia, tomo II, Op. cit., p. 971-1013.

123 Título IV, artículos 53-56.

124 “La Religión Católica, Apostólica, Romana es la de la nación: los poderes públicos la prote-gerán y harán que sea respetada como esencial elemento del orden social. Se entiende que la Iglesia Católica no es ni será oficial y conservará su independencia”. Artículo 38.

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su encabezamiento: “En el nombre de Dios, fuente suprema de toda autoridad”125.

En continuidad con la Constitución, se firmó, al año siguiente, el Concordato de 1887 entre el Estado colombiano y el Estado Vaticano, que establecía los límites entre el fuero civil y el fuero eclesiástico, y oficializó la entrega a la Iglesia Católica, para su administración, de los territorios que no habían sido colonizados –el 70% del territorio patrio– y que recibieron el nombre de territorios de misión.

Por lo anterior, es posible concluir que la Regeneración, representada en la Constitución del 86, restableció el régimen de cristiandad que la Constitución de Rionegro había cuestionado y derogado.

El gobierno de Núñez y la Constitución del 86 inauguraron la hege-monía conservadora que gobernó al país desde 1886 hasta 1930. No obstante, las tendencias federalistas de los poderes regionales ocasio-naron serias dificultades al gobierno del vicepresidente Caro, quien asumió el poder tras la muerte de Núñez y de Holguín en 1894.

Caro creó, “mediante el uso de la legislación transitoria, un apara-to legal y electoral que excluía, en la práctica, a los miembros del Partido Liberal de toda participación en la vida política por medio de las restricciones a la libertad de prensa y la manipulación de la organización electoral”126.

Estas medidas del señor Caro, junto con la derrota del liberalismo en la guerra de 1885, produjeron la división del Partido Conservador. Los liberales de Núñez y los conservadores de Miguel Antonio Caro formaron el Partido Nacional, que fue conocido como el partido de la Regeneración; por su parte, los conservadores que se oponían a Caro, encabezados por el general Marceliano Vélez, formaron el Partido Republicano en contra de la Regeneración. Pero lo que dividía a los nacionalistas de los históricos era que los primeros eran partidarios

125 Uribe Vargas, Las Constituciones de Colombia, tomo II, Op. cit., p. 971.

126 Fernán E. González, Partidos, guerra e Iglesia en la construcción del Estado Nación en Co-lombia (1830-1900), Op. cit., p. 144.

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de la exclusión de los liberales de la vida pública y los segundos eran partidarios de permitir la participación de los liberales.

Y como el gobierno negaba las libertades a la oposición liberal, los liberales conspiraban porque se les negaban sus legítimos derechos, por lo cual Fernán González considera que la revolución de 1895 fue producto de la “exasperación liberal debida a las provocaciones del partido de gobierno”127.

La conspiración liberal estuvo encabezada por el general Santos Acosta, pero el conflicto no tuvo suficiente eco a nivel nacional, pues sólo hubo algunos levantamientos liberales en regiones aisladas, por lo cual la guerra sólo duró cuatro meses. Ahora bien, en ella se definieron las figuras del general Rafael Reyes y del general Rafael Uribe Uribe.

La intransigencia del catolicismo europeo frente a las ideas de la Modernidad se trasladó a América Latina y en Colombia fundamentó el enfrentamiento del Partido Conservador, que asumió las banderas del catolicismo, contra el partido que representaba el espíritu de la Modernidad. Las cartas pastorales de los obispos, leídas en los púl-pitos de las iglesias reflejaban ese enfrentamiento.

Este ambiente de intransigencia de las dos últimas décadas del siglo xix en Colombia estuvo marcado, anota el historiador Helwar Figueroa, “por la instauración de la Constitución del 86, que desde su preámbulo proyectó mantener un orden basado en la moral ca-tólica, institucionalizado en el Concordato de 1887, ambiente en el cual surgió la discusión de si el liberalismo era pecado o no”128. En esta discusión se ubican algunos escritos que recogen los enfrenta-mientos, pues representan el tono apasionado de las discusiones de

127 Ibíd., p. 146.

128 Helwar Hernando Figueroa, “Clérigos y violencia en el norte de Boyacá. 1930-1946”, en González Santos, (comp.), Diversidad y dinámicas del cristianismo en América Latina. Me-morias del primer congreso internacional Diversidad y dinámicas del cristianismo en América Latina, Op. cit., p. 394.

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la última década del siglo xix y la primera del xx, y que merecen ser estudiados en próxima oportunidad.

En orden cronológico, el primero, publicado en 1895, es el Ensayo sobre la doctrina liberal, de monseñor Rafael María Carrasquilla, rector del Colegio Mayor del Rosario, secretario de Educación Pública durante el gobierno de Miguel Antonio Caro e ideólogo de la Rege-neración y de la República Conservadora, además de representante del neoescolasticismo, lo cual explica la acogida de este escrito en los medios conservadores.

Representativo de una corriente moderada es el artículo “Puente so-bre el abismo” que escribió el conservador histórico Carlos Martínez Silva con el propósito de acercar a los partidos enfrentados, así como las dos cartas que, con el título “Los intransigentes”, escribió el pres-bítero antioqueño Baltasar Vélez en 1897.

Representativo, en cambio, de la corriente intransigente es el escrito del obispo de Pasto, monseñor Ezequiel Moreno, titulado O con Jesu-cristo o contra Jesucristo, o catolicismo o liberalismo. No es posible la conciliación129. El religioso español consideraba a los liberales, contra quienes había que luchar, como los enemigos de la Iglesia Católica “en complicidad con el infierno” para “destronar a Cristo”130. Su actitud intransigente, reflejada en sus pastorales y en su opúsculo contra el liberalismo, lo acompañó hasta el último momento de su vida, pues ordenó en su testamento que, al lado de su féretro, pusieran un cartel que dijera: “El liberalismo es pecado”.

Y representativo, también, de estos enfrentamientos es el texto del general Rafael Uribe Uribe, De cómo el liberalismo político colom-biano no es pecado, publicado en 1912, cuando aparentemente se había apagado la contienda, pero que refleja las críticas de las que era objeto el liberalismo desde el ámbito conservador y eclesiástico.

129 Ezequiel Moreno, O con Jesucristo o contra Jesucristo, o catolicismo o liberalismo. No es posible la conciliación, Pasto: Imprenta de Clemente Ponce, 1897.

130 Fernán E. González, Partidos, guerra e Iglesia en la construcción del Estado Nación en Co-lombia (1830-1900), Op. cit., p. 162.

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Uribe Uribe argumentaba, para tranquilizar las conciencias de sus copartidarios, que “pertenecer al liberalismo político de Colombia nada tiene que ver con la condenación canónica que para ello se aduce”131 y que “pueden conciliar su nombre político con el religioso, porque entre los dos, lejos de haber la menor incompatibilidad, hay perfecta congruencia”132. Pero el escrito de Uribe fue incluido en el Índice de libros prohibidos.

Ahora bien, estos escritos tienen como telón de fondo la interpreta-ción del Syllabus de 1864 hecha por el sacerdote español Félix Sar-dá y Salvany, El liberalismo es pecado133, y el libro titulado Ensayos sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo considerados en sus principios fundamentales del filósofo español Donoso Cortés134, que tuvieron gran acogida entre los intelectuales conservadores y la jerarquía católica.

Ahora bien, lamentablemente la polémica ideológica no terminó aquí. Años más tarde volvería, escribe Galeano, “igualmente viru-lenta, con monseñor Miguel Ángel Builes, enemigo acérrimo del liberalismo”135 .

El siglo xix se cierra con un conflicto que duró tres años y se conoce como la Guerra de los Mil Días. Al morir Núñez, Caro, jefe de un sector del Partido Conservador –el Partido Nacional– había quedado como jefe del partido de la Regeneración, mientras el otro sector del Partido Conservador –el de los históricos– seguía siendo enemigo de Caro. Por otra parte, si bien la guerra del 95 la había ganado Caro, el hecho fue que perdió el poder, al haber designado como candidatos

131 Rafael Uribe Uribe, “De cómo el liberalismo político colombiano no es pecado (1912)”, en Jorge Mario Eastman, (comp.), Rafael Uribe Uribe. Obras selectas, tomo i, Bogotá: Cámara de Representantes, Colección Pensadores Políticos Colombianos, 1979, p. 85.

132 Ídem.

133 Félix Sardá y Salvany, El liberalismo es pecado, en http://webs.advance.com.ar/pfernando/DocsIglCont/Sarda-Salvany_liberalismo.htm

134 Juan Donoso Cortés, Ensayos sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo considerados en sus principios fundamentales, 3.ª edición, Madrid: Espasa-Calpe, 1973 (1.ª edición: 1851).

135 Galeano, Tensiones y conflictos de la Teología en su historia, Op. cit., p. 287.

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para la presidencia y la vicepresidencia, respectivamente, a Sancle-mente y a Marroquín, convencido de que no se posesionarían y de que él ejercería la presidencia, como designado. Si bien Sanclemente no se pudo posesionar por razones de salud, Marroquín sí lo hizo, pero se unió a los enemigos de Caro, los históricos. Caro, entonces, obligó a Sanclemente a posesionarse, a pesar de su precario estado de salud y su avanzada edad.

La guerra se inició en Santander, donde se organizaron tres ejércitos liberales dirigidos por los generales liberales Benjamín Herrera, Justo Durán y Rafael Uribe Uribe, que derrotaron a los ejércitos conser-vadores en la batalla de Peralonso. En cambio, en Palonegro fueron los liberales los derrotados por las fuerzas conservadoras del general Próspero Pinzón el 11 de mayo de 1900.

El descontento de conservadores históricos y nacionalistas con la presidencia de Sanclemente y su renuencia a las negociaciones de paz propuestas por algunos jefes liberales, dieron origen del golpe de estado del 31 de julio de 1900. Esperaban los golpistas que el reemplazo de Sanclemente, el vicepresidente Marroquín, adoptara una posición más tolerante, pero no fue así, y como Marroquín des-autorizó las conversaciones de paz, la guerra debió continuar durante casi dos años.

Finalmente, las sucesivas derrotas de los ejércitos liberales llevaron al general Uribe Uribe y al general Herrera a pactar con el gobierno y a firmar la paz en la finca Neerlandia, el 25 de octubre de 1902, y en el acorazado Wisconsin de la armada norteamericana, el 21 de noviembre de 1902. No obstante, muchos grupos prolongaron la guerra hasta el año siguiente.

Y esta última guerra civil tuvo un doble final. Uno, que es forzoso recordar, fue la separación de Panamá en 1903 como consecuencia de esta guerra. El otro fue la consagración del país al Sagrado Cora-zón, iniciativa del arzobispo de Bogotá, monseñor Bernardo Herrera Restrepo, al concluir la guerra, en un llamado a la concordia y la unión entre los colombianos por medio de un voto nacional para pedir la paz.

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4. Una interpretación del “texto” y los “textos” desde la teología: ¿son consecuencia del modelo clerical las guerras del siglo xix colombiano?

Son muchas las preguntas que el anterior recorrido histórico plantea cuando se enmarcan, conforme al método teológico propuesto, los diversos hechos –el “texto” y los “textos”– en su “con-texto”, es decir en los antecedentes históricos y teológicos que señalan, procesual y progresivamente, la sacerdotalización y jerarquización de la Iglesia Católica durante el Imperio Romano y la Edad Media, así como la hispanización de la fe católica que llegó a América y su romanización en el siglo xix.

Estas preguntas surgen, además, desde el “pre-texto” que orienta la investigación y que es mi preocupación de teóloga y creyente por las consecuencias de orden práctico de la división jerarquía-laicado en la Iglesia Católica, división originada en el paradigma de la sa-cerdotalización y la clericalización del catolicismo. Mi preocupación se concreta en esta pregunta: ¿por qué en un país de mayorías ca-tólicas, la violencia, la injusticia, la corrupción y la intolerancia, por sólo citar algunos de los síntomas de descomposición social, son la noticia diaria, teniendo en cuenta que los actores de este cuadro, en su gran mayoría, recibieron el bautismo y probablemente practican la religión católica, pero sin que la fe se traduzca en un estilo de vida?

La respuesta a este interrogante está en otras preguntas: ¿puede ser causa de esta descomposición social de un país de mayorías católicas el considerar que el clero, es decir, la jerarquía, es la Iglesia, o que la Iglesia es la jerarquía, y reducir la fe a una práctica religiosa que asegura la otra vida?

Asimismo, la interpretación del “texto” y de los “textos” se queda en interrogantes y cuestionamientos que, en cierta forma, explican los hechos, sin necesidad de emitir juicios o elaborar conclusiones categóricas y comprometedoras.

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La pregunta inicial y que ha guiado este trabajo es la siguiente: ¿repercute el modelo clerical de la Iglesia Católica en los sucesos políticos y las guerras civiles del siglo xix colombiano?

La otra pregunta en sentido amplio que me hago es esta: ¿qué relación hay entre la forma como se organizó la Iglesia durante el Imperio Romano y la Edad Media con los conflictos entre la Iglesia y el Estado en el siglo xix colombiano?

La anterior pregunta va de la mano con las correspondientes a otras circunstancias históricas: ¿tiene algo que ver el modelo hispánico de cristianismo, junto con el sistema del patronato regio establecido en las colonias españolas, con en el conflicto político religioso del siglo xix colombiano?, ¿la romanización, particularmente el Syllabus y el Concilio Vaticano I, repercutieron en estos encarnizados enfrenta-mientos?

Por eso me pregunto si la participación de la Iglesia en las guerras que jalonaron el siglo xix colombiano es consecuencia del proceso de sacerdotalización y luego de clericalización y jerarquización de sus dirigentes, como también de las circunstancias socioeconómicas políticas del Imperio Romano y del Medioevo, que convirtieron a los dirigentes de las comunidades de creyentes en representantes de un poder religioso enfrentado o en connivencia con el poder civil.

La verdad es que no puedo evitar preguntarme ¿por qué la condición sacerdotal fue interpretada teológicamente como un poder —la po-testas— más que como un servicio y políticamente considerada como situación de privilegio, mientras los laicos resultaron excluidos y marginados de una Iglesia de clérigos?, y ¿por qué el poder temporal, en la teocracia medieval, estaba supeditado al poder eclesial, que se consideraba provenía de Dios, origen de todo poder?

Y me pregunto si el paradigma del sistema de cristiandad que había sustentado las relaciones del papa y el emperador durante el Impe-rio Romano y el Medioevo también se asoma en las relaciones entre Iglesia y Estado pretendidas durante los gobiernos conservadores en

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Colombia, porque, ¿no fueron luchas entre el poder civil y el poder eclesiástico las que en la segunda mitad del siglo xix colombiano dejaron a su paso enfrentamientos encarnizados que terminaron di-rimiéndose en el campo de batalla?, y ¿por qué la jerarquía católica defendía la conveniencia de la unión entre el sacerdocio y el imperio, según el modelo cesaropapista, y combatía la independencia de la Iglesia y el Estado?

Asimismo me pregunto, al repasar los hechos ocurridos a lo largo de este siglo de historia patria y los textos que les dieron origen o inter-pretaron tales hechos, si las causas de los enfrentamientos fueron de orden práctico, como era, para la jerarquía de la Iglesia, la pérdida de fueros y privilegios que las reformas introducían, o de carácter ideo-lógico, pero también marcadas por la mengua en el poder acumulado al paso de los años por los representantes de la Iglesia.

Porque una pregunta me inquieta: ¿los hombres de Iglesia, protago-nistas de los enfrentamientos que se dieron entre religión y política durante el siglo xix en Colombia, sintieron sus privilegios amenazados y reaccionaron contra tal amenaza?

Como también me inquieta esta otra pregunta: ¿la identificación de la Iglesia y los conservadores contribuyó a dar carácter religioso a las guerras civiles entre los dos partidos?

Me pregunto, además, si las actitudes a favor y/o en contra de la Igle-sia que asumieron los dos partidos políticos que tuvieron su origen y se consolidaron durante este siglo, ¿no serían sólo de fachada?, ¿se trataba del rechazo a la religión católica o del cuestionamiento de un orden social tradicional en el que el clero desempeñaba papel protagónico? Pues, aunque la propaganda partidista mostrara otra cosa, los liberales no eran enemigos de la Iglesia y de la religión: simplemente luchaban contra su injerencia en los asuntos políticos y contra la manipulación que el Partido Conservador hiciera de la religión católica; y los conservadores no eran enemigos del progreso y de la libertad: simplemente defendían una posición ideológica que la doctrina católica sustentaba.

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Por último, me pregunto si el debate político religioso del siglo xix colombiano pudo configurar las actitudes intolerantes de los partidos políticos durante el siglo xx y si la pertenencia a uno de los partidos tradicionales como elemento de identificación con la Nación y el consiguiente rechazo o exclusión de los adversarios pudo incidir en los imaginarios políticos del siglo xix que se traducen en la violencia partidista del siglo xx.

Y para responder a esta última pregunta que, en cierta forma, recoge todas las anteriores, hago mías las siguientes palabras de Fernán Gon-zález: “La herencia de odios de esa comunidad nacional escindida en dos grupos de copartidarios contrapuestos entre sí, se reflejará en el imaginario de la Violencia de los años cincuenta, cuyas consecuencias actuales todavía estamos afrontando”136.

Pero quedan en el aire muchas otras preguntas…

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136 Fernán E. González, Partidos, guerra e Iglesia en la construcción del Estado Nación en Co-lombia (1830-1900), Op. cit., p. 13.

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* Ponencia presentada en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad organizado por aler, Bogotá, 7 al 11 de julio de 2008.

** Teólogo de la Universidad de San Buenaventura Bogotá.

Sociedad y cristianismo: una responsabilidad teológica*

Jorge Antonio Ortiz**

Como cristianos nos perdemos a menudo en aspectos parciales de nuestra religión, pero somos insensibles ante la idolatría de nuestro sistema social (…)

clamamos por la trivialidad de sentido de la vida y somos ciegos ante las causas que lo expanden estructuralmente

José María Mardones

La sociedad y la religión se entrelazan siempre en una mezcla que, aunque no es todas las veces armoniosa –como en el caso de nuestro tiempo–, aparece como necesaria para la construcción del panorama existencial del ser humano, único protagonista del devenir histórico del mundo. En consecuencia, el propósito del presente texto no es otro diferente al de exponer la fuerte realidad de la relación entre religión-cristianismo y economía-sociedad para intentar establecer una mirada teológica a la tensión de la sociedad y la religión, desde el principio de la “razón anamnética”, el principio “misericordia” y el principio “esperanza”.

Por tal motivo, al considerar que la investigación religiosa debe aden-trarse significativamente en la esfera frontal de la vida pública y social de los individuos que profesan un sistema de creencias, no se hace ajeno plantearse en medio de nuestra sociedad una pregunta por la

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realidad histórica de la fe cristiana en medio de las circunstancias concretas de un sistema ideológico que permea diversas culturas, como es el caso del neoliberalismo, y donde se hace necesario y vital recuperar mediante tres categorías teológicas esenciales –memoria, misericordia y esperanza– una articulación que permita plantear una opción provocadora de sentido desde el camino ético de la profecía evangélica cristiana.

Es claro que, así como han de estudiarse los límites de los sistemas ideológicos religiosos, también es necesario estudiar los límites de las ideologías sociales y en particular las del mercado. Ya que, curiosa-mente, los postulados del pensamiento humano secular han llevado a determinar la muerte de Dios, como una garantía aparente de “libertad y autonomía”, entendidas no como la dignificación humana sino como la vivencia parcial y placentera de unas relaciones marcadas por la ideología “mi libertad termina donde inicia la del otro”; así el hombre moderno y posmoderno ha creído erróneamente poder escaparse de algo que pertenece a su propia esencia: su dimensión espiritual.

De hecho, el tema de la espiritualidad humana cobra hoy diversas formas y sentidos. Baste con observar la proliferación de experien-cias religiosas cristianas eclécticas y sincréticas no sólo en la Iglesia Católica sino también en el ámbito protestante. Por su parte, en lo social el espejo del desarrollo científico y económico ha manipulado en cierta medida nuestras estructuras espirituales modificándolas por sistemas económicos que se presentan en prácticas de muerte, destrucción, superficialidad y sin sentido, tema y visión que preten-demos exponer hoy.

La tarea teológica ya no está de espaldas a la realidad, perdida y ocupada en buscar respuestas exactísimas a preguntas que nadie se plantea; al contrario, debe “mirar”, como dinámica propia, la ex-periencia cristiana en el panorama dialéctico y confuso del mundo económico neoliberal, el cual, como afirma Mardones, hace perder el sentido de la existencia y lleva al hombre a un abismo profundo marcado por la falta de identidad, libertad y autonomía. Aparece, en-tonces, ante tal situación nuestra pregunta vital: ¿De qué modo puede la teología cristiana recuperar la expresión significativa de su fe en

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medio de la sociedad del siglo xxi, y cuál es su aporte en relación con las tendencias de la nueva religión proclamada por el capitalismo, en donde se conjugan y se confunden experiencias sagradas en de-trimento y degradación de la dignidad humana?

Enfocados en plasmar una respuesta adecuada intentamos, meto-dológicamente, bajo la pretensión teológica de la metáfora “recrear para situar”, sistematizar la recuperación de tres principios que deben marcar el rumbo de la teología si desea otorgar horizontes críticos y de sentido a las realidades desesperanzadoras que plantean los sistemas económicos capitalistas. Este camino teológico será capaz de recrear las situaciones reales y existenciales de la sociedad con el fin de situar de manera viva y eficaz la experiencia de fe en el Dios de Jesucristo como horizonte de sentido.

Apoyados en nuestras pretensiones, lo que intentamos en un primer momento es “recrear” la realidad con el fin de dilucidar las causas que expanden estructuralmente el sentido de la dignidad humana y la fe cristiana dentro del sistema económico neoliberal, para luego, en un segundo momento, desde la responsabilidad del teólogo, “situar” de manera acertada y significativa la experiencia de fe cristiana frente a la búsqueda de horizontes creadores de futuro, dignidad, y sentido existencia con justicia social.

1. “Recreando el mundo del nuevo pueblo de Dios desde la razón anamnética”

El primer movimiento del discurso teológico que busque manifestar la presencia significativa de la experiencia de fe en medio de la sociedad actual es sin duda el de “recrear” las realidades desde la categoría que proporciona Juan Bautista Mezt denominada “razón anamnética”, categoría extendida como construcción de una historia centrada en un saber rememorativo y narrativo, cuyos únicos protagonistas son las víctimas que sufren las actuaciones de una conciencia dominante1.

1 Una de las principales tareas del teólogo consiste en darse cuenta de lo que Juan Bautista Metz llama “razón anamnética” ya que, a partir de esta categoría, podremos dilucidar las estructuras e inspiraciones de fe cristiana frente a la realidad. Con el fin de lograr una mayor

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De este modo, mediante la razón anamnética, basada en el saber rememorativo y no conceptual o lógico teórico, podremos captar un fenómeno social concreto: el neoliberalismo. Veamos brevemente una narración de nuestro tiempo.

1.1 La sociedad actual: el mundo neoliberal

Luego de la caída de los grandes paradigmas y desolación dejados por las guerras mundiales, fueron muchos y diversos los proyectos que se intentaron presentar, como “alternativa” para reconstruir el mundo de lo social y obtener así el progreso y la consecuente huma-nización. Sin embargo, hoy debemos afirmar, que en medio de la gran afluencia de caminos para elegir, parcializados por las circunstancias que envolvían los contextos culturales de cada región del mundo, se abrió paso el modelo que rige nuestra sociedad en la actualidad: el neoliberalismo.

El neoliberalismo es el modelo que promulgó, desde el liberalismo inglés, la idea de libertad y bienestar de la humanidad eliminando la participación activa del Estado en la economía y llegándose a convertir en el estandarte político y en la garantía del verdadero progreso de toda sociedad posible. Sin embargo, es este mismo modelo el que tiene hoy a la sociedad envuelta en la más profunda confusión y desorientación inimaginable. Nuestra mirada narrativa no queda reducida a este hecho social, sobre todo por su compleji-dad y amplitud, pero sí hace viable un nivel de conciencia en torno a un fenómeno que devela la lógica de la orientación general del contexto social actual.

Cuando hablamos de sociedad y neoliberalismo nos estamos refi-riendo a dos categorías que evoca la mayoría de las dinámicas en nuestros diversos contextos pues como es bien sabido, la lógica neoliberal (ideología) penetró los ambientes culturales a través de

aproximación a la comprensión de la categoría “razón anamnética”, pueden consultarse estas obras J. B. Metz, Por una cultura de la memoria, Antthropos. Barcelona, 1999; J. B. Metz, Dios y Tiempo: “Nueva teología política”. Trotta. Madrid 2002.

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organismos multilaterales, con el pretexto de constituir una política de choque que detuviera el colapso económico que se preveía durante los años 80, llegando a establecerse como única posibilidad para las sociedades en crisis.

La lógica neoliberal se describe a partir de la articulación de tres órde-nes fundamentales: orden económico, orden político y orden cultural. Mediante estos, el neoliberalismo logra sus propósitos articulando la sociedad y haciéndola depender, en el primer caso de un mercado como alternativa única de supervivencia; en el segundo, del favore-cimiento de la democracia parlamentaria y la individualidad; y en el tercero de un orden cultural pluralista, donde no hay una cosmovisión contextual dadora de sentido, sino una pluralidad homogeneizada por criterios cívicos. La articulación en clave neoliberal de estos tres órdenes expande y legitima determinado sentido para la vida huma-na, caracterizado por el sufrimiento, consecuencia de su dinámica de exclusión.

La sociedad neoliberal, sociedad manipulada y fraccionada por las tensiones que producen sus instituciones, manifiesta un peligro gran-de contra la persona humana y, de esta forma, “(…) nos enfrentamos al peligro de la sociedad moderna, con su desarrollismo expoliador de la naturaleza; con su exceso de funcionalismo, que nos ahoga en un pragmatismo analítico y eficacista, ayuno de profundidad y propicia-dor de la fragmentación del sentido con su burocracia y su militarismo que no cesan sino que se hacen cada vez más poderosos2”.

José María Mardones afirma que la religión es un ser social en tanto que ésta nace, crece, se reproduce o muere en la misma sociedad. Además, explica que, cuando podemos comprender la estructura social del presente, nos percatamos de la gran tensión que existe entre los principios de la fe cristiana y las ideologías del neolibera-lismo3. He aquí el punto central de nuestra preocupación, es este el

2 José María Mardones, ¿A dónde va la religión?, Sal Térrea. Bilbao, 1996. p. 59-60.

3 Todo el proceso de la relación entre el cristianismo y el neoliberalismo, puede complementarse en: a.a.a.v.v El neoliberalismo en cuestión. Sal Terrae. Bilbao, 1993. y José María Mardones. Neoliberalismo y religión. Verbo Divino

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panorama de nuestra indagación acerca del significado del cristia-nismo en el mundo actual.

1.2 Una nueva religión4: el neoliberalismo económico

La estructura social implantada por el neoliberalismo, además de tener la fuerza necesaria para determinar los procesos de la sociedad tiene una “religión” propia por medio de la cual predica y celebra sus ideologías, permitiendo con ello la ceguera profunda ante los proble-mas sociales, mutilando la libertad humana y favoreciendo, cada vez más, el crecimiento de los marginados. Veamos la descripción de la nueva “religión” mítico-perversa, cuya práctica ritual la encabeza el capitalismo económico por medio del mercado.

1.3 Características de la nueva religión: “Principios para la muerte”

La nueva religión, instaurada por el neoliberalismo, funda sus bases en la economía capitalista, la cual se convierte en doctrina funda-mental de una nueva teología que se hace necesaria y poderosa para el hombre de hoy, pues “así como es necesario tener fe en Dios, es necesario tener fe en el sistema (…) el sistema capitalista produce una religión económica con la que fascina a las personas y un pueblo fascinado por el aroma religioso entrará en el santuario del mercado”5.

El “aroma religioso” señalado anteriormente hace que la economía capitalista tenga un aspecto fascinante; he aquí la manera como todo el sistema capitalista se ha convertido en una verdadera religión, la cual se identifica incluso con los mismos conceptos de la doctrina cristiana, más no con la orientación existencial que implica la fe cristiana.

4 A propósito de este tema, el estudio completo sobre las nuevas religiones en nuestra sociedad puede profundizarse en la obra citada de Mardones. Op. cit. ¿A dónde va la religión?, p. 17-41.

5 Las características de esta nueva religión son presentadas por Jung Mo Sung, quien en su obra Deseo, Mercado y Religión, establece las reglas de juego que promulga la religión basada en el capitalismo económico, Cf., Jung Mo sung, Deseo de Mercado y Religión. Sal Tarrae. Bilbao, 1999. p. 22-23.

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Enumeremos simplemente las características de este orden económi-co: la teología de la religión neoliberal es una teología bien elaborada y disfrazada, pues promete un paraíso: el de la tecnología, la ciencia y la economía donde por nuestros propios poderes alcanzamos la inmortalidad y el poderío. Señala el pecado original como el movi-miento originante de rebeldía y falta de fe de algunos pocos que no desean cooperar, “en esta relectura del pecado original, la pretensión de conocer el mercado y dirigirlo hacia la superación de los problemas sociales es el mayor de los pecados, consiste en caer en la tentación de hacer el bien”6. Señala la necesidad de sacrificios. Tiene sacer-dotes que legitiman los sufrimientos y la muerte de muchos como necesarios, pues sin sacrificio no hay salvación7.

Como lo podemos ver, la nueva teología capitalista no es más que un gran disfraz compuesto por la máscara de la mentira que se rela-ciona con la teología para fundamentar su sistema, tergiversando el significado real de la experiencia y el lenguaje religioso. Esta nueva religión afirma que es únicamente por medio del mercado como se llega a la solidaridad, es la única salida para construir unidad y fra-ternidad, porque “la fe en el mercado nos hace confiar en que éste escribe recto en líneas torcidas”8.

1.4 Sus ritos y memoriales: “lugares del sacrificio”

Al igual que la mayoría de las religiones, la del capitalismo, evoca y provoca unas prácticas que bien podemos denominar ritos sacra-mentales propios del lenguaje neoliberal. El fundamento general de los ritos del capitalismo es controlado por lo que podemos denominar deseo mimético, base profunda de la exclusión social y la pérdida de la identidad humana; es decir, motivo de la muerte y el dolor.

6 Ibíd,. p. 29.

7 Para el cristiano el verdadero significado del sacrificio se entiende como el dar sentido al sufrimiento de las personas que no saben cómo superarlo, no como la pérdida necesaria y justificadora del sin sentido humano.

8 Resulta interesante ver como Jung Mo Sung señala que Michael Camdessus, director general del Fondo Monetario Internacional pronuncia una conferencia donde promulga las relaciones evangélicas del sistema neoliberal, por medio de un título como Mercado-Reino: la doble pertenencia. Op.cit., p. 34-36.

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De esta forma todos los ritos de la actividad económica están pensados únicamente en satisfacción de los deseos que ella misma se encarga de generar como necesidades fundamentales, “sólo que esos deseos son presentados a su vez como necesidades y con ello se instaura la confusión”9.

De este modo descubrimos que el neoliberalismo en sus prácticas reduce el ser humano a pura satisfacción de deseos llegando incluso a hacerle olvidar sus necesidades primarias. Por este motivo, crea la exclusión y la división de clases sociales, así como una cultura de lucha inhumana debido a la moda superficial de marcas y comodi-dades del mercado. Ante este hecho González Faus sostiene su fase satírica contra la religión neoliberal: “dichosos los explotados porque al menos quedarán dentro del sistema”.

Los deseos miméticos son siempre incentivados por el capitalismo que busca generar, mediante estos mecanismos, un control sobre el mercado para que los gustos y caprichos de los ricos se conviertan en las necesidades de los pobres, quienes pierden completamente su identidad y se olvidan de lo que realmente es importante para su subsistencia, pues: “la estructura del deseo mimético consiste en que yo deseo un objeto, no en tanto por el objeto en sí, sino por el hecho de que otro lo desea”10.

Los nuevos cultos del hombre de hoy en el templo del mercado, son lugares de sacrificio, dolor y sufrimiento, caracterizados por la conversión secular de nuevos lugares sagrados como verdaderas hierofantas camufladas, en las que las víctimas del sistema propician su sufrimiento. Observemos tres de ellos, descritos por José María Mardones: 1. Religión nacionalista, donde se presentan sacralizacio-nes políticas y fundamentalistas (ejemplo ideas de EE.UU.; conflicto Palestina e Israel; en nuestro caso colombiano la hecatombe de Uribe y su seguridad democrática); 2. Culto sagrado a la música, donde

9 Ibíd., p. 51

10 Ibíd., p. 58.

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los poderosos medios de comunicación crean imágenes de grandes ídolos (grandes artistas como Madona; “latinoamerican Idol”, en el caso nacional el famoso programa factor X); 3. Rituales del culto al cuerpo, donde el cuerpo se convierte en lugar hierofánico, cuyas manifestaciones piadosas son las dietas exageradas, con sacramen-tales y ritos purificatorios realizados en las salas de cirugía estética.

La alta tecnología y el proceso de globalización de la economía han creado un nuevo rostro en el mundo, el de la exclusión, la muerte, la manipulación, el dominio despótico y la creciente insensibilidad, donde la ideología del neoliberalismo no se presenta como portadora de soluciones ante los problemas sociales –tal vez de algunos pocos–, sino que por el contrario, los acrecienta fomentando la desigualdad social y la desaparición de la dignidad humana, manifestando razones que van en contravía de las orientaciones básicas de la antropología revelada en la tradición cristiana.

Este es el relato recreado desde la parte contraria, desde la historia de los marginados por el sistema; muy seguramente encontraremos discursos contrarios en los economistas y poderosos del mismo. Sin embargo, la narración expuesta no puede convertirse para la mirada teológica en simple nostalgia o en una queja inhóspita, sino en “res-ponsabilidad” cristiana que permita dar razón de la fe dentro de la sociedad en que se vive esta fe.

2. “Situando de manera viva y eficaz la experiencia de fe en el Dios de Jesucristo como horizonte de sentido”

Ya poseemos un determinado “relato del presente”, y tal como hemos indicado no es un relato de la nostalgia, sino más bien es el relato inspirador de la responsabilidad teológica por la sociedad. Por tal motivo, nuestro segundo gran movimiento es situar de manera viva y eficaz la experiencia de fe como horizonte de sentido, tarea apre-miante e inacabada de la reflexión teológica frente a las realidades

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sociales señaladas anteriormente. Pero, ¿cómo situar la experiencia cristiana?, ¿para qué situarla?

2.1 Principio-misericordia:

La pregunta de cómo “situar” la repuesta en nuestra propia reflexión teológica latinoamericana, a partir de un principio que es dinamizador de toda praxis de fe, está orientada por “la misericordia”. Es obvio que el “relato del presente” otorgado por la razón anamnética se narra sólo con la intención de preparar el camino ético de la profecía evangélica del amor. Por tal motivo, inspirados en el principio de la misericordia, tendremos que poner como criterio primero y último de toda acción cristiana, la praxis del amor y la compasión como estado dinámico de la conciencia cristiana, acciones que recuperan la centralidad de sentirnos responsables frente al dolor ajeno; vea-mos como Jon Sobrino, orientador de este principio en la reflexión teológica, comprende lo que es misericordia a partir del significado de esta acción en la vida de Jesús:

La misericordia de Jesús no es un mero sentimiento, sino que es una reacción – acción ante el dolor ajeno motivada por el mero hecho de que ese dolor está ante “Él” (…) “la actitud práctica de la misericordia de Jesús no es lo único de Jesús, es lo primero y lo último” (…) ” Sólo desde una inmensa compasión hacia el dolor de los pobres y afligidos se comprenderían también las actividades que apuntan a las transformaciones de la sociedad 11.

Si comprendemos la “misericordia” como actitud esencial del cre-yente ante su responsabilidad de eliminar el dolor ajeno, tendríamos necesariamente que reconocer que antes que reflexión teológica, la misericordia es el ser “ahí” de la fe, la respuesta creyente ante los dramas generados por las estructuras injustas de la sociedad neoliberal y la actitud emanada de la experiencia reconciliadora del Cristo crucificado-resucitado como compasión desde la que es posible percibir y asumir como propio (en el corazón) el dolor, producto de la miseria ajena del prójimo. De esta manera se puede solucionar la pregunta del “cómo situar” la existencia creyente, ya que ella en sí misma vincula una pregunta por el sufrimiento del mundo. En ese

11 Jon Sobrino, Jesucristo Libertador, Trotta, Madrid, 1997. p. 125-127.

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sentido la reflexión teológica, como reflexión de la propia existencia creyente, debe apostar a la explicitación de una ética del “salir de sí mismo” con el fin de rescatar la importancia del “otro” desde el fundamento dinamizador de toda acción humana y cristiana, el amor.

Desde el principio de misericordia, la responsabilidad creyente se eleva a su misma expresión, pues ella constituye el medio para la rea-lización de la comprensión y justificación de la lógica salvífica obrada en Cristo. Por tal motivo, en el intento de construir una sólida reflexión ética que resalte, desde una perspectiva existencial, el compromiso con el prójimo, debe tenerse en cuenta que la “misericordia se hace vida en una teología liberadora ya que informa todas las dimensio-nes del ser humano, la del conocimiento, la de la esperanza, la de la celebración y la de la praxis”12. En definitiva, es esta la teología en donde, como matiza Sobrino, se halla el paradigma e inspiración de la “inteligencia del amor”.

2.2 Principio-Esperanza:

Si a partir del principio misericordia encontramos respuesta al cómo situar la experiencia de fe cristiana en medio de las realidades domi-nantes de una lógica perversa de mercado, en el principio Esperanza hallaremos respuesta al para qué situar nuestra experiencia de fe en medio del “relato histórico del presente”. Algo muy importante que conviene tener en cuenta en este proceso de integración de princi-pios teológicos es la relevancia de esta última pregunta en la que el principio esperanza es el eje integrador.

La esperanza aparece como el horizonte de fe que determina la rea-lidad existencial del creyente, es la fuerza de la virtud que impulsa a buscar respuestas en un mañana siempre presente que halla los caminos para vencer las dificultades sin renunciar al caminar. Es en definitiva, la respuesta al para qué situar y hacer presente el sentido de nuestra fe en un mundo fragmentado y doliente.

12 Ibíd., p. 129.

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Con el principio Esperanza, matizado teológicamente por Moltmann, vemos entonces el sentido que tiene el encontrar salidas siempre liberadoras para reivindicar las víctimas del sistema económico neo-liberal a partir de los valores del evangelio, en los cuales:

(…) la esperanza cristiana no es el piso superior de la esperanza humana como tampoco su sacralización, simplemente está radicada en la historia, se encarna en las utopías históricas y trabaja por la realización del Reino de Dios en la tierra a través de los proyectos históricos del signo liberador (…)13.

La esperanza no es un simple fragmento Terminal del pensamiento creyente, es el principio arquimédico y el motivo intrínseco del quehacer teológico (…)14.

Resulta imposible un obrar creador basado en la fe, sin un nuevo pensar y proyectar desde la esperanza (…)15.

3. Intento de sistematización final

Una vez finalizada nuestra exposición, desde la metáfora “recrear las realidades sociales de las lógicas del mercado neoliberal de nuestro mundo, para situar de modo adecuado nuestra experiencia de fe como horizonte de sentido existencial”, nos proponemos señalar a grandes rasgos el posible resultado de nuestro propósito inicial.

Hemos visto tres principios integradores desde los cuales intentamos establecer una metodología pertinente para la reflexión teológica de cara a las realidades del mundo. Por esta razón, luego de nuestra presentación podemos asegurar que el principio de la “razón anam-nética” nos permite percatarnos del relato histórico como memoria de las víctimas del presente mundo capitalista con el fin de crear nuevas posibilidades. El principio “misericordia”, en el que la compasión por el prójimo se hace praxis de una ética evangélica, es capaz de recu-perar la libertad coartada y la dignidad alienada en las realidades de las estructuras de un sistema de mercado manipulado por ideologías religiosas, disfrazadas y vacías de sentido. Y el principio “esperanza” que otorga un horizonte de sentido desde la fe cristiana a las reali-dades alienantes del sistema económico capitalista.

13 Juan José Tamayo Acosta, Nuevo paradigma teológico, Trotta, Madrid, 2003. p. 139.

14 Ibíd., p. 139.

15 J. Moltmann, Teología de la Esperanza. Sígueme, Salamanca, p.29.

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Esta es la mirada teológica que busca “recrear” la realidad para si-tuar en el mismo lugar la experiencia de fe como horizonte siempre abierto de sentido, es una mirada que da cuenta del sentido de la fe como signo renovador de la presencia cristiana en el mundo y para el mundo. El panorama sistemático de esta teología incluye el principio de la memoria como contravía y subversión para construir el relato de los excluidos y marginados del sistema social que impera; incluye el principio “misericordia” que no permite olvidarnos nunca de la inteligencia de la compasión como camino ético de la profecía evan-gélica. A su vez, mediados por un principio integrador, denominado “esperanza”, con el que se posee la fuerza existencial de la promesa salvífica manifestada en el Misterio Pascual de Cristo actualizado por la fe celebrativa, por la misericordia como responsabilidad frente al hermano excluido y por la memoria como justicia de las víctimas.

En conclusión, el discurso y la reflexión sistemática del acontecer de Dios, que parte de una anamnesis con pretensiones narrativas de las circunstancias de nuestra realidad, invita a dialogar con las dimensiones sociales con autonomía y significatividad, ya no por ventura orgullosa de estatuto epistemológico, sino más bien por una presencia en el seno de la sociedad, con la única responsabilidad de ser portavoz real de la fe cristiana que reconoce a un Dios revelado como quien nos brinda misericordia desde el amor en la cercanía. Es víctima por las víctimas en la actualización del sacrificio de la cruz, y es esperanza de sentido a nuestra fragilidad existencial en la invita-ción de participar de su gloria, donde ya todos seremos “uno con él”–

Finalmente, la sociedad y la religión seguirán entrelazadas en una mezcla que, aunque no siga siendo armoniosa, puede obtener una mirada teológica como aporte a la construcción del panorama exis-tencial del ser humano, teniendo presente que el futuro del sentido de la existencia de la humanidad, del sentido por el que luchamos contra las estructuras disfrazadas del capitalismo voraz, dependerá también del modo como la teología ayude a la humanidad a hacer perceptible una experiencia de fe en Dios, donde haya lugar en la «misericordia» como amor por el recuerdo de las víctimas y la “es-peranza” como promesa de sentido de la fe pascual. En definitiva,

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Jorge Antonio Ortiz

planteando siempre, la pregunta por la realidad histórica de la fe cris-tiana como responsabilidad teológica en medio de las circunstancias concretas de la sociedad.

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2Mirada sociológica al hecho religioso

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Aproximación histórico-interpretativa al proceso de diversificación

religiosa en Colombia*

William Mauricio Beltrán Cely**

El propósito de esta ponencia es hacer una revisión histórico-inter-pretativa del proceso de diversificación religiosa en Colombia en busca de los elementos que puedan explicar el auge actual de las comunidades evangélicas. Para llevarlo a cabo, pretendo explorar los factores tanto endógenos como exógenos asociados a este proceso y presentar diversas hipótesis de trabajo que han sido utilizadas para explicarlo, particularmente la tesis de la fragmentación del campo religioso1. Desde esta perspectiva pretendo describir el proceso de tránsito de una situación de monopolio religioso, que se exten-dió desde la Colonia hasta la mayor parte del siglo xx gracias a la

1 Para el concepto de campo religioso ver: Pierre Bourdieu, “Genèse et structure du champ religieux”, en Revue Française de Sociologie, Décembre 1971.

* Ponencia presentada en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad organizado por aler, Bogotá, 7 al 11 de julio de 2008.

** Profesor del Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia en el área de sociología de la religión, e investigador del Centro de Estudios Sociales de la misma universidad. Así mismo es miembro del Grupo Interdisciplinario de Estudios sobre Religión, Sociedad y Política.

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Constitución de 1886, a una situación de pluralismo que adquiere un estatus de legalidad tan sólo con la Constitución de 19912.

Antes de adentrarnos en esta labor es pertinente una aclaración sobre las fuentes usadas en nuestra investigación. Prácticamente la totalidad de los trabajos de tipo histórico desarrollados sobre este tema son de autores que están involucrados en alguna medida en las luchas propias del campo religioso; por un lado, trabajos desarrollados por protestantes como Ordóñez3, Bucana4, Rodríguez5 y Moreno6, que están signados en menor o mayor medida por un acento apologético. Por otro lado, existe un grupo de trabajos realizados por sacerdotes católicos, como Restrepo7 y Ospina8, que tenían la intención de atacar o prevenir el avance protestante. Esto, por supuesto, problematiza en alguna medida los datos aquí incluidos a pesar del esfuerzo de comparar y contrastar las fuentes, por lo cual he preferido consignar únicamente la información que goza de mayor consenso. Es posible que una historia rigurosa del protestantismo y del movimiento evan-gélico y pentecostal en Colombia esté en mora de realizarse.

2 Para los conceptos de monopolio y pluralismo religioso ver: Peter Berger, El dosel sagrado: elementos para una sociología de la religión, Amorrortu, Buenos Aires, 1971.

3 Francisco Ordóñez, Historia del cristianismo evangélico en Colombia, Tipografía Unión, Medellín, 1956.

4 Juana Bucana, La Iglesia Evangélica en Colombia: una historia, Buena Semilla, Bogotá, 1995.

5 Javier Rodríguez, Contribuição para uma história do protestantismo na Colombia. A Missão e a Igreja Presbiteriana: (1856-1946). Em cumprimento parcial das exigências de Pós-Gra-duação e Pesquisa para a obtenção do grau de Doutor em Ciências da Religião, inédito, São Bernardo do Campo, SP, Brasil, 1996; Javier Rodríguez, “Primeros intentos de establecimiento del protestantismo en Colombia”, en Ana María Bidegain y Juan Diego Demera (comps.), Globalización y diversidad religiosa, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2005.

6 Pablo Moreno, “La educación protestante durante la modernización de la educación en Co-lombia, 1869-1928”, en Cristianismo y Sociedad. Tierra Nueva, tercera época, N.° 107, 1991, México, Pablo Moreno, “Protestantismo histórico en Colombia”, en Ana María Bidegain (dir.), Historia del cristianismo en Colombia, corrientes y diversidad, Taurus, Bogotá, 2005.

7 Eugenio Restrepo Uribe, El protestantismo en Colombia, Editor Joseph J. Ramírez, Medellín, 1944.

8 Eduardo Ospina, Las sectas protestantes en Colombia. Breve reseña histórica con un estudio especial de la llamada persecución religiosa, Imprenta Nacional, Bogotá, 1955.

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1. La Colonia y la génesis del monopolio católico sobre los bienes simbólicos de salvación

Es inevitable, al hablar de cualquier aspecto de la historia del campo religioso en Colombia, iniciar por lo que significó el monopolio católico sobre los bienes simbólicos de salvación. Monopolio instaurado desde la Conquista como parte del proyecto colonizador español, en el que la anexión de los nuevos territorios y sus pobladores pasaba ineludible-mente por la inculturación en la fe católica en un intento de homoge-neización cultural, que si bien es cierto encontró diversas resistencias en la población indígena latinoamericana, logró imponerse gracias, en alguna medida, al carácter dócil y sincrético de la religión católica9. En la culminación de ese proyecto, la Iglesia Católica se consolidó como la institución más poderosa en la América Hispana.

Como parte de las dinámicas propias de una institución de monopolio religioso, la Iglesia Católica hizo uso de todo su poder para imponer su legitimidad como la “única religión verdadera”. Gracias a su am-plio poder político, que se desprendía de su alianza con la Corona Española, pudo garantizar su monopolio a través del uso legítimo de la violencia, tanto simbólica como física, tal y como lo podemos obser-var con la instalación de tribunales del Santo Oficio en los territorios de la Nueva Granada. El catolicismo impidió, de esta manera, que penetrara o prosperara cualquier otra doctrina religiosa en el país, y garantizó su monopolio ideológico y su exclusividad en la sociedad por medio de una estrategia que permitió inculcar en la conciencia de los pueblos colonizados una visión de las otras iglesias cristianas como grupos heréticos y peligrosos, tal y como eran definidas las disidencias religiosas perseguidas por el Santo Oficio.

Las circunstancias que rodearon la formación de la República colom-biana en la primera mitad del siglo xix se mostraron favorables a la Iglesia Católica y a la perpetuación de su poder y dominio, gracias a

9 Jean-Pierre Bastian, La mutación religiosa en América Latina, Fondo de Cultura Económica, México, 1997.

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su presencia a lo largo y ancho del territorio, al vacío de poder dejado por España y a su fuerte influencia sobre las conciencias individuales. Tal situación implicó múltiples dilemas y contradicciones que tuvieron que enfrentar los próceres republicanos, quienes además mantenían una deuda con ciertos sectores eclesiásticos debido a la participación del clero patriota en la guerra de emancipación. Por estas razones Bolívar y Santander, aunque predicaban ideas liberales, tuvieron que aceptar que sólo por medio de la institución católica era posible garantizar alguna unidad en una nación diversa culturalmente y con un Estado incipiente. Así, en la nueva República la Iglesia Católica adquirió el estatus de iglesia oficial, en una situación legal que se perpetuó a lo largo del siglo xix a pesar de las controversias y con-flictos que planteaba para los liberales.

La hegemonía católica dificultó que la nueva República inaugurara una época de ruptura radical con la Colonia. La Iglesia mantuvo su influencia sobre las conciencias, apuntaló los elementos culturales que garantizaron el mantenimiento de las estructuras sociales, eco-nómicas y políticas existentes, y garantizó mecanismos de resistencia para impedir el progreso de ideas contrarias a sus doctrinas e inte-reses, como lo eran las ideas liberales y protestantes, todo gracias a su fuerte alianza con el Partido Conservador, que provocó múltiples guerras y conflictos a lo largo del siglo xix.

El triunfo de los conservadores y la conciencia que estos mantenían de que la Iglesia Católica era la única institución capaz de generar y sostener cierta unidad nacional fueron objetivados en la Constitución de 1886, gracias a la cual el monopolio católico sobre los bienes de salvación, además del poder político y la amplia influencia sobre las conciencias, se prolongó a lo largo de la mayor parte del siglo xx.

2. La Constitución de 1886 y la perpetuación de la República católica

En la Constitución de 1886 se reconoce a la Iglesia Católica como la única institución capaz de mantener la integración y la unidad de la República, por lo cual se le otorga nuevamente su estatus de iglesia oficial.

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Entre los privilegios que la Iglesia Católica disfrutó gracias a la Constitución de 1886 podemos enumerar:

~ Se le encomendó la evangelización de las etnias indígenas. Para este propósito el gobierno se comprometió a donar a la Iglesia las tierras que fueran necesarias para el desarrollo de las misiones10.

~ Se le dio autonomía en la administración de sus bienes.

~ Se exoneró de impuestos a templos, seminarios, palacios episco-pales y casas provinciales.

~ Se le otorgó toda la libertad para ejercer su autoridad espiritual.

Sin embargo, es muy probable que entre las diversas concesiones y privilegios otorgados a la Iglesia Católica ninguno tuviera tanta in-fluencia en la conformación de la mentalidad y cultura nacional como el carácter obligatorio de la enseñanza de la religión católica en todas las instituciones educativas, incluidas las universidades. Estas políti-cas fueron ratificadas con la firma del Concordato con la Santa Sede (1887), que tenía los fueros de un tratado público internacional.

Otro efecto importante de la Constitución de 1886 fue la perpetua-ción de la alianza entre el Partido Conservador y la Iglesia Católica, alianza que no sólo se evidenció en el adoctrinamiento político pre-dicado desde los púlpitos, sino que además permitió la perpetuación del Partido Conservador en el poder hasta 1930, ya que la Iglesia fue la encargada de supervisar los resultados electorales gracias a su presencia a lo largo y ancho del país11.

10 Los territorios de misión confiados a la Iglesia representaban el 64% del total del territorio nacional, aunque estaban habitados solamente por el 2% de la población. Rodolfo de Roux, “Les étapes de la laïcalisation en Colombie”, en Jean-Pierre Bastian (dir.), La modernité religieuse en perspective comparée, Karthala, Paris, 2001, p. 101.

11 Carlos Uribe Celis, La mentalidad del colombiano, Alborada, Bogotá, 1992, p. 157.

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3. El papel de las disidencias religiosas del siglo xix

El primer espacio de difusión de las ideas protestantes en el país fue el propiciado por la Sociedad Bíblica Colombiana, fundada en 1825, institución que hasta el día de hoy se propone como objetivo fundamental la difusión de la Biblia en el espíritu del principio pro-testante del libre examen. En este primer momento ya es observable un elemento que se va a convertir en constante a lo largo de la histo-ria nacional; nos referimos a la afinidad y alianza entre protestantes y liberales, un fenómeno que se puede observar con claridad en otros contextos latinoamericanos12. Entre los grupos que apoyaron esta sociedad encontramos, además de los liberales, a los masones y algunos clérigos reformistas13. Un punto destacable al respecto es que este fenómeno indica que ni el clero ni la población en general eran homogéneos en términos religiosos, sino que contenían diversas facciones en disputa; la más problemática de ellas era la representada por el clero y la elite liberal.

Fueron los liberales14, en su intento por quebrar el monopolio católico, quienes invitaron a los primeros misioneros protestantes al país para que iniciasen sus labores, y particularmente, para que atendiesen al pequeño número de extranjeros que practicaban la fe reformada, invitación que sólo fue aceptada por la Presbyterian U.S.A. Mission. Sin embargo, debido a la influencia propia de la Iglesia Católica, sólo hasta el año de 1856 fue posible la celebración de cultos protestantes

12 Jean-Pierre Bastian, Protestantismos y modernidad latinoamericana, Fondo de Cultura Eco-nómica, México, 1994.

13 Bucana, Op. cit., p. 39.

14 Al respecto considérese el siguiente comentario de Rodríguez: “Sin duda que cuando el Coronel Fraser solicitó que se enviaran misioneros a Colombia no estaba hablando por sí sólo, sino en representación de su amplio círculo de amigos liberales y esto no se hizo únicamente porque el marco constitucional favorecía en esos momentos la libertad de cultos, sino porque como lo señala Tirado Mejía los liberales deseaban una religión de tinte privado y protestante ajena a la pompa de la Iglesia Católica. Se debe recordar también la oferta hecha por el General Cipriano de Mosquera para que vinieran más misioneros protestantes y establecieran iglesias, colegios y hospitales”; Contribuição para uma história do protestantismo na Colombia, Op. cit.

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de carácter público en Bogotá. De acuerdo a los relatos del historiador protestante Francisco Ordóñez, la realización de estos cultos produjo una reacción violenta de parte de las elites católicas conservadoras15. Desde su llegada al país las ideas predicadas por los misioneros fue-ron observadas como una amenaza para las jerarquías católicas, no sólo por la posibilidad de ver cuestionado en alguna medida su rol dominante en todos los aspectos de la vida social y particularmente en el político, sino porque representaban una nueva alternativa de socialización que, vale señalar, manifestaba una clara afinidad con el capitalismo, el libre comercio y el espíritu de la modernidad; todas estas constituían un conjunto de ideas que amenazaban la continuidad del predominio católico.

La invitación hecha por parte de los liberales a los misioneros protes-tantes obedeció, fundamentalmente, a una iniciativa estratégica que buscaba impulsar alternativas religiosas que ayudaran a quebrar o por lo menos mermar en alguna medida el poder de la Iglesia Católica. Tal intención no sólo se expresó en la invitación de los liberales para que la Iglesia Presbiteriana aumentara el número de misioneros en el país y fundase escuelas y colegios, sino que llegó al ofrecimiento, por parte del presidente Mosquera, de algunas propiedades que le habían sido expropiadas a la Iglesia Católica para que en ellas los protestantes desarrollasen sus cultos y las labores propias de su mi-sión, oferta que los misioneros rechazaron16.

Por lo tanto, en Colombia la relación entre protestantes, masones y liberales durante el siglo xix tuvo una dinámica similar a la que la caracterizó en otros contextos latinoamericanos, particularmente en el caso mexicano17: se expresó en el apoyo que liberales y masones brindaron a los protestantes para la expansión de su misión, mediante el favorecimiento de espacios de difusión de ideas que cuestionaran y atacaran el predominio católico. Estos tres grupos compartieron el

15 Ordóñez, Op. cit.

16 Ibíd., p. 40.

17 Jean-Pierre Bastian, Los disidentes. Sociedades protestantes y revolución en México, 1872-1911, Fondo de Cultura Económica y Colegio de México, México, 1989.

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estigma de herejes como promotores de ideas contrarias a la fe católica; un tema que vale señalar al respecto es la fuerte correspondencia –señalada por Rodríguez18– entre el mapa de la primera expansión protestante liderada por la Iglesia Presbiteriana y los principales centros masónicos en el interior del país, en ciudades como Bogotá, Socorro, Palmira y Santander de Quilichao, en una dinámica que sustenta el apoyo brindado por las logias masónicas a la expansión de las ideas protestantes.

Por su parte, la afinidad de los protestantes con las propuestas libe-rales, que se tradujo en militancia de aquellos en el partido liberal, tenía también intenciones estratégicas, pues buscaba el apoyo polí-tico para la expansión de sus ideas. En consecuencia, los misioneros se esforzaron por convertir al protestantismo a las elites liberales anticlericales y anticatólicas, como lo podemos ver en el listado de eminentes liberales que estuvieron presentes en la fundación del primer templo presbiteriano en 1869, entre quienes se encontraban por ejemplo Manuel Murillo Toro y Salvador Camacho Roldán19. Esta estrategia, que fue común en América Latina20, no rindió frutos en nuestro país debido a varias razones: en primer lugar porque si bien muchos liberales simpatizaban con las ideas protestantes, la gran mayoría de ellos permanecieron católicos, aunque en su versión más extrema fueran anticlericales; segundo, porque los sectores liberales tocados por el protestantismo, aunque pertenecientes a las elites, eran grupos minoritarios.

Tal vez la estrategia más importante en términos de difusión de las ideas protestantes en Colombia haya sido la de fundar los colegios presbiterianos21, más conocidos como colegios americanos. Esta

18 Rodríguez, Contribuição para uma história do protestantismo na Colombia, Op. cit.

19 Clark Allen, Tentative History of the Colombia Mission of the Presbyterian Church in the USA, with some Account of the other Missions Working in Colombia, unpublished mss, UPL, 1946, citado por Rodríguez, Contribuição para uma história do protestantismo na Colombia, Op. cit., p. 303.

20 Bastian, Los disidentes, Op. cit.

21 Debemos recordar que la Iglesia Presbiteriana no sólo fue la primera iglesia protestante en territorio colombiano continental, sino también la única hasta los primeros años del siglo xx. Hablamos del territorio continental ya que en la isla de San Andrés existían desde tiempo de la Colonia diversas iglesias no católicas.

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estrategia fue seguramente impulsada por los liberales y los maso-nes, pues no era una política de la Junta Presbiteriana de Misiones fundar colegios donde ya existían colegios públicos22. Los colegios americanos se convirtieron en una alternativa educativa no sólo para los protestantes, sino también para los liberales que no querían ver a sus hijos crecer bajo la socialización propia de la educación católica. Este problema adquirió especial relevancia después de la promulgación de la Constitución de 1886 y del Concordato de 1887, que delegó en manos de la Iglesia Católica la educación escolar y agudizó los mecanismos de censura sobre las publicaciones, que debían contar con la aprobación de las jerarquías católicas. Muchos liberales católicos optaron por matricular a sus hijos en los colegios presbiterianos, especialmente durante la Guerra de los Mil Días, durante la cual todos los colegios liberales y algunos colegios pro-testantes fueron cerrados por orden del gobierno. Aunque la relación con los liberales no significó la posibilidad de una rápida expansión del protestantismo, los colegios presbiterianos sí brindaron la posi-bilidad de una mayor influencia de las ideas protestantes sobre las nuevas generaciones liberales, con estudiantes que a la postre se convertirían en destacados líderes. Tal vez el caso más importante fue el del presidente Enrique Olaya Herrera, quien fuera alumno del Colegio Americano de Bogotá23.

Según los presbiterianos, los colegios protestantes contribuyeron al proceso de modernización del país promoviendo principios y valores relacionados con la democracia, las libertades civiles y la igualdad de la mujer, entre otros24. Además, el sólo hecho de brindar oportunidades de escolarización alternativas a las ofrecidas por la Iglesia Católica es destacable en un país dominado por el analfabetismo. De acuer-do a los datos ofrecidos por Rodríguez25, las tasas de analfabetismo

22 Rodríguez, Contribuição para uma história do protestantismo na Colombia, Op. cit.

23 Rodríguez, “Primeros intentos de establecimiento del protestantismo en Colombia”, Op. cit., p. 311; Moreno, “La educación protestante durante la modernización de la educación en Colombia, 1869-1928”, Op. cit., p. 70.

24 Rodríguez, Contribuição para uma história do protestantismo na Colombia, Op. cit.

25 Ídem.

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oscilaban entre el 75 y el 100%, dependiendo la región del país, y se calculaba en general en un 92%; sin embargo, muchos se salvaban de ser clasificados como analfabetas sólo porque podían firmar y leer sus propios nombres.

Además de la educación, los presbiterianos reivindican otros aportes a la modernización del país, como la creación de la pri-mera caja de ahorros y la creación del primer movimiento obrero: la Unión Obrera (1913), que llegó a congregar a quince gremios de obreros, con cerca de tres mil quinientos afiliados. La Unión Obrera fue promovida por iniciativa del misionero Alexander Allan a través de reuniones de obreros en las cuales se enseñaban ideas como la disminución de las horas de trabajo, la denuncia en contra del trabajo de los niños, la lucha en contra del alcoholismo y la importancia del ahorro. Allan impulsó además programas de alfabetización entre los obreros26.

A pesar de sus programas educativos, el crecimiento de la Iglesia Presbiteriana en número de miembros durante los primeros años del siglo xx no fue significativo. Para 1923, con sesenta y siete años de actividades en el país, contaba con parroquias en Barranquilla, Carta-gena, Medellín, Bucaramanga y Bogotá, cuatro colegios y diecinueve puntos de predicación. Sin embargo, su membresía no sobrepasaba las seiscientas personas en un país con seis millones trescientos mil habitantes aproximadamente27.

Un elemento exógeno importante para explicar el crecimiento del número de misiones protestantes en el país a partir de los años 20 fueron las conferencias protestantes internacionales, que tenían como objetivo definir los proyectos misioneros estratégicos con miras al futuro. Hasta finales del siglo xix, América Latina fue considerada

26 Mauricio Archila, “La clase obrera Colombiana, 1886-1930”, en Nueva historia de Colombia, vol. III, Planeta, Bogotá, 1989, p. 222; Rodríguez, Contribuição para uma história do protes-tantismo na Colombia, Op. cit.

27 Bucana, Op. cit., p. 67; Christian Work Latin America, Montevideo Congress 1925, vol. 2, Fle-ming Revell Co., New York, 1925, p. 68, citado en Rodríguez, Contribuição para uma história do protestantismo na Colombia, Op. cit.

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por las iglesias protestantes históricas y por diversas agencias misio-neras como un territorio ya evangelizado por la Iglesia Católica, por lo cual los territorios prioritarios de misión se ubicaron en África y Asia. Sin embargo, dicha situación cambió con las nuevas posturas de la Foreign Missions Conference of North America de 1912 y 1913, que desembocaron en la creación del Committee on Cooperation in Latin America y en el Congreso de Misiones de Panamá celebrado en 191628. Un efecto de estos congresos internacionales estuvo rela-cionado con un mayor impulso a la formación de líderes y misioneros protestantes autóctonos en las regiones evangelizadas, que hizo de la capacitación de nuevos líderes –misioneros y pastores– una prioridad en los territorios de misión29.

A pesar de las dificultades que implicaron tanto la Constitución de 1886 como el régimen conservador que esta inauguró, en las primeras tres décadas del siglo xx múltiples misiones respondie-ron al llamado y enviaron misioneros al país. El siguiente cuadro enumera algunas de las misiones que arribaron al país durante este período.

Misión Año de arribo

Lugar en el que se estableció

Unión Misionera Evangélica 1908 CaliSociedad Bíblica Americana 1912 CartagenaSociedad Bíblica Británica y Extranjera

1917 Pasto

Alianza Escandinava 1926 CúcutaIglesia Episcopal 1921 Cartagena y Santa MartaAlianza Cristiana y Misionera 1925 IpialesMisión Presbiteriana Cumberland 1927 Cali30

Las estrategias de evangelización de estas agencias misioneras no consistieron solamente en fundar iglesias o construir templos, sino que estuvieron complementadas por la creación de colegios y de algunos

28 Ídem.

29 Ídem.

30 Bucana, Op. cit., p. 73; Rodríguez, Contribuição para uma história do protestantismo na Colombia, Op. cit.

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pocos centros de atención médica. Situación que implicaba para los misioneros combinar sus actividades religiosas con las labores propias de la docencia y la salud.

Los presbiterianos buscaron inicialmente la unidad evangélica apoyando las actividades de las nuevas misiones que llegaron al país, mediante una estrategia inicial en la que el territorio nacional fue dividido de tal manera que las nuevas agencias se ubicaran en lugares donde la Iglesia Presbiteriana aún no contaba con sedes, para evitar la rivalidad que pudiera darse con otras misiones. Con este objetivo los presbiterianos llegaron incluso a ceder grupos y propiedades a las misiones que llegaban, ya que además no con-taban con suficientes misioneros para atender los nuevos puntos de predicación. Esta estrategia benefició inclusive a las misiones pentecostales, como sucedió con la obra que los presbiterianos ve-nían desarrollando en Sogamoso y que fue cedida a misioneros de las Asambleas de Dios31.

En relación con este periodo hay información que permite afirmar que la Iglesia Adventista del Séptimo Día ya había iniciado trabajos misioneros en Colombia; sin embargo, por ser considerada una deno-minación con diferencias demasiado profundas en temas doctrinales, no contó con el apoyo de los presbiterianos ni con la comunión de las demás denominaciones protestantes32.

3.1 Primeros métodos de evangelización protestante

Entre las estrategias a las que con frecuencia acudieron los pro-testantes para la difusión de sus ideas durante este primer periodo podemos destacar:

31 Clark, Tentative History of the Colombia Mission of the Presbyterian Church in the USA, with some Account of the other Missions Working in Colombia, citado por Rodríguez, Contribuição para uma história do protestantismo na Colombia, Op. cit.

32 Rodríguez, Contribuição para uma história do protestantismo na Colombia, Op. cit.

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~ El colportage33.

~ La fundación de escuelas y colegios.

~ La creación de sus propios periódicos o publicaciones seriadas, como por ejemplo El Evangelista Colombiano.

El énfasis dado a la difusión de las ideas protestantes por medios escritos pudo implicar profundas limitaciones, en tanto que, como ya hemos anotado, la mayor parte de la población nacional era anal-fabeta, por lo cual no se puede descartar de entrada el hecho de que estuviesen operando ciertos mecanismos de selección y exclusión con respecto al tipo de población que pretendía ser alcanzada. El ministro presbiteriano Rodríguez34 afirma al respecto que fue princi-palmente por medio de los colegios como los protestantes lograron cercanía con las clases privilegiadas del país, especialmente con las elites liberales.

3.2 Factores que obstaculizaron una mayor expansión del protestantismo en este período

Rodríguez35 considera que fueron tres los aspectos categóricos para que el protestantismo no tuviera un amplio desarrollo en este perio-do:

~ El primero está relacionado con las implicaciones prácticas que se desprendieron del poder de la Iglesia Católica gracias a la Cons-titución de 1886, el Concordato de 1887 y el régimen conservador subsiguiente que se extendió hasta 1930, en aspectos como la

33 Método basado fundamentalmente en la venta de la Biblia y otra literatura evangélica, que Rodríguez describe en los siguientes términos: “La difusión del protestantismo desde los principales centros, valga decir, Bogotá, Barranquilla y Medellín, siguió generalmente el mismo esquema: en primer lugar viajes itinerantes exploratorios a lomo de caballo y con mulas cargadas de biblias y otra literatura; en cada pueblo se predicaba a través de reuniones si se podían realizar o si no en forma personal y se vendían las biblias y se distribuían los tratados. En segundo lugar, dependiendo de los resultados obtenidos, se volvía a visitar el lugar y por fin se establecía una capilla y una escuela. En los principales centros la difusión se hacía por medio de reuniones en hogares, de distribución de literatura, de reuniones especiales en el templo y de los contactos en los colegios”, ídem.

34 Ídem.

35 Ídem.

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estigmatización que sufrían los no católicos, el uso de la violencia simbólica y en ocasiones física contra ellos, y las trabas legales para impedir el desarrollo de su trabajo misionero. Todos estos obraron como elementos disuasivos para que otras misiones protestantes no emprendieran proyectos y para que la Misión Presbiteriana viera limitado el apoyo de su Junta de Misiones.

~ Como consecuencia de la falta de apoyo de la Junta de Misiones, los recursos de la Misión Presbiteriana en Colombia se vieron mermados, lo cual implicó una baja en su capacidad productiva en términos de resultados de expansión y aumento en el número de los conversos; deficiencia que a su vez constituía la mayor razón para que la Junta de Misiones no aumentara su apoyo para el proyecto misionero en Colombia; se constituyó de esta manera un círculo vicioso. Según Rodríguez, para el año 1892 trabajaban en México ciento setenta y siete misioneros protestantes, Colombia mientras tanto tenía solamente cuatro.

~ Por último, Rodríguez considera que los primeros misioneros no se ocuparon enfáticamente en la preparación de líderes nacionales como pastores y misioneros que sirvieran de agentes multiplicado-res de su labor evangelizadora. Fue sólo hasta 1916, como respues-ta al Congreso de Panamá, que la Misión Presbiteriana implementó un programa que buscaba formar líderes autóctonos.

4. La expansión protestante en el período liberal 1930-1946

Las vacilaciones de monseñor Perdomo, arzobispo de Bogotá, dieron lugar al surgimiento de dos candidaturas conservadoras presidencia-les para las elecciones de 1930, lo cual favoreció el triunfo del liberal –y ex alumno del colegio presbiteriano– Enrique Olaya Herrera, quien inauguró un periodo de gobiernos liberales que se extendió hasta 1946.

Durante este período ingresó al país una oleada de misiones protes-tantes y evangélicas, y hubo un crecimiento notorio de las iglesias no católicas ya establecidas en el país. Este crecimiento estuvo

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favorecido por diversos aspectos. Entre los factores endógenos po-demos mencionar, en primer lugar, el hecho de que los gobiernos liberales se caracterizaran por una mayor apertura religiosa que se expresó, en términos legales y prácticos, quitando las trabas para que las misiones protestantes ingresaran al país y desarrollaran su labor. La reforma de la Constitución de 1886 (reforma de 1936) derogó el carácter de religión oficial del catolicismo, y suprimió, por lo tanto, algunos de los privilegios de los que gozaba, como la exoneración de impuestos a sus propiedades y su función de velar por la educación pública. La reforma, además, garantizó la libertad de conciencia y de cultos, e hizo posible el divorcio civil36. Por supuesto, los conservadores y las jerarquías católicas se opusieron radicalmente a esta reforma constitucional, pues consideraban inadmisible una constitución que no interpretaba los sentimientos religiosos del pueblo37.

Un segundo factor que puede relacionarse con el avance protestante en este periodo fueron las políticas desarrolladas por los liberales en busca de una modernización del país en términos económicos y de in-fraestructura, con una serie de acciones que minaban paulatinamente la endogamia nacional y que sentaban las bases para una dinámica de apertura al mundo, de industrialización y urbanización, en un proceso que intentaba integrar al sistema productivo internacional nuevas regiones del país. Todos estos elementos crearon un ambiente social en el que había mayores posibilidades para cuestionar el poder de la Iglesia Católica y su influencia sobre las conciencias individuales. Entre los proyectos modernizadores podemos mencionar: la inversión en infraestructura y vías de comunicación –ferrocarriles y carrete-ras–; la reforma de la ley de petróleos, que impulsó la exploración del territorio nacional; la organización de fábricas que funcionaban con los principios capitalistas del cálculo y la previsión racional; la garantía del derecho de huelga, que facilitó la organización de la clase obrera y artesanal; y las reformas educativas que permitieron entre otras cosas el ingreso de las mujeres a la educación superior

36 Benjamin Edgard Haddox, Sociedad y religión en Colombia, Tercer Mundo y Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1965, p. 155 y ss.

37 De Roux, Op. cit., p. 101.

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y al mundo de la empresa38. En otras palabras, y probablemente de forma inversa al caso europeo, el lento pero definitivo proceso de modernización del país, especialmente el tránsito de un país rural a uno urbano e industrial, favoreció la expansión y la aceptación de nuevas ideas y creó un ambiente favorable para un mayor éxito en la difusión del protestantismo; sin embargo, este proceso sólo se perfeccionará durante la segunda mitad del siglo xx.

Entre los factores exógenos que favorecieron una mayor difusión del protestantismo se destacan:

~ El hecho de que el Concilio Misionero Internacional reconoció en 1925 a América Latina como campo misionero protestante. Decisión que implicó por parte de las agencias misioneras inter-nacionales el cuestionamiento del rol evangelizador que hasta el momento había jugado la Iglesia Católica en la región, en tanto este no había desembocado en procesos de genuina conversión, por lo cual se le consideró más bien un proceso de imposición religiosa.

~ La publicación, en 1930, de un libro en el que tres estadísticos ingleses –Wesbert E. Browing, Kenneth G. Grub y Jhon Richie– describían la situación misionera protestante en América del sur. Colombia era referida como la nación menos evangelizada de la región.

~ Los problemas que atravesaban las misiones norteamericanas en China y Japón debido a los conflictos políticos de la región, que influyeron para que un sector importante de esa fuerza misionera protestante fuese reorientado hacia América Latina.

Estos factores, entre otros, explican el cambio de políticas de las agencias misioneras británicas y norteamericanas a partir de 1930 y la importancia que ganó Colombia como objetivo misionero prioritario,

38 Otoniel Echavarría, “La difusión de la herejía o la siembra de la buena semilla. Irrupción protestante en la diócesis de la nueva Pamplona, 1925-1943”, en Bidegain y Demera (comps.), Globalización y diversidad religiosa, Op. cit.; Rodríguez, Contribuição para uma história do protestantismo na Colombia, Op. cit.

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lo que favoreció la multiplicación de las agencias misioneras protes-tantes en el país39.

Algunas agencias misioneras que entraron al país entre 1930 y 1946

Año Agencia Procedencia Regiones de actividad

1930 Bautistas Independientes Brasil Puerto Leticia

1930 Misionera Independiente La Cumbre, cerca de Cali

1932 Asambleas de Dios Venezuela (originaria de Estados Unidos) Sogamoso

1933 Hermanos Unidos Nariño1933 Pro-Cruzada Mundial Gran Bretaña Cundinamarca y Meta

1934 Misión Indígena de Sur América Estados Unidos La Guajira

1936 Misión Luterana Evangélica Estados Unidos Boyacá

1937 Esposos Askey Montería1937 Esposos Clark Inglaterra Indígenas motilones1937 Misión Latinoamericana Costa Rica Bolívar

1937 Misión Santidad del Calvario Gran Bretaña Magdalena

1938 Pentecostales Independientes

Bogotá y Cundinamarca

1939 Misión de los Andes Estados Unidos Boyacá1941 Misión Bautista del Sur Estados Unidos Atlántico y Bolívar1942 Iglesia Cuadrangular Santander del Sur

1942 Iglesia Metodista Wesleyana Estados Unidos Antioquia

1942 Unión Evangélica de America del Sur Estados Unidos Magdalena, indígenas

motilones

1943 Sociedad Misionera Interamericana Estados Unidos Valle y Chocó

1945 Hermanos Menonitas Estados Unidos Valle y Chocó

1945 Iglesia EvangélicaMenonita Estados Unidos Cundinamarca40

En este período ingresaron al país las primeras iglesias y deno-minaciones pentecostales, procedentes especialmente de Estados Unidos, lo que puede relacionarse con el proceso de expansión del movimiento evangélico fundamentalista que se agudizó en Estados

39 Bucana, Op. cit., p. 86 y ss.

40 Ibíd., p. 106-107.

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Unidos alrededor del periodo de crisis económica de 192941. Entre las denominaciones que ingresaron al país en este lapso se destacan las Asambleas de Dios –la misión pentecostal más grande del mundo y una de las más extendidas en el país–, la Iglesia Cuadrangular y los Pentecostales Independientes. Como veremos en adelante, el ingre-so de los pentecostales imprimió una nueva dinámica al proceso de diversificación religiosa en el país.

El impulso que adquirieron las misiones evangélicas de tipo funda-mentalista en este nuevo panorama nacional, acompañado por una actitud más bien conservadora de los misioneros presbiterianos –por lo cual a partir de este momento es preferible generalizar el término de “misiones evangélicas”, en lugar de hablar de “misiones protes-tantes”–, produjo nuevas dinámicas en el proceso de evangelización durante este período que se expresaron en una actitud menos pro-gresista de los misioneros en términos de alianza con los liberales y de compromiso social y político; de este modo, a diferencia de lo que ocurrió en las últimas décadas del siglo xix y en los primeros años del xx, en este período es difícil hablar del protestantismo como una opción progresista. Esta nueva realidad se reflejó en el abandono del proyecto presbiteriano de alcanzar a las elites políticas y económicas con el nuevo mensaje, en tanto que los nuevos misioneros se dedicaron casi exclusivamente a alcanzar las clases populares y rurales, que ade-más eran más proclives a aceptar las nuevas propuestas religiosas42.

Según la Confederación Evangélica de Colombia (cedec) para 1937 había 1996 miembros de iglesias evangélicas en Colombia, y el total de la comunidad evangélica se calculaba en 15 455 personas, o sea el 0,18% de la población nacional. Según la misma confederación, para 1948 había 7 908 miembros de iglesias evangélicas –estas cifras no incluyen datos sobre San Andrés y Providencia43–. En el tema educativo, para 1942 los evangélicos contaban con aproximadamente setenta escuelas rurales en el país, con un lugar destacado para el

41 Jean-Pierre Bastian, Protestantismo y sociedad en México, cupsa, México, 1983, p. 12.

42 Rodríguez, Contribuição para uma história do protestantismo na Colombia, Op. cit.

43 Clyde y Wadw, citado por Haddox, Op. cit., p. 45-46.

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trabajo realizado por la Unión Misionera Evangélica, que auspiciaba treinta y ocho de ellas en el Valle44.

Esta ola de expansión protestante fue observada por la Iglesia Cató-lica como una grave amenaza, por lo cual reaccionó con un profundo rechazo que se hizo sentir a través de la condena del protestantismo y la denuncia de su avance como un atentado a la unidad nacional y de los pueblos latinoamericanos, pues quebrantaba la homogeneidad católica, base de la identidad latinoamericana. Además aparecieron los primeros señalamientos del avance protestante como punta de lanza de la expansión imperialista estadounidense; una crítica no carente de fundamentos, pues existe evidencia de que la expansión de las misiones evangélicas estadounidenses era parte de una estra-tegia que buscaba una mayor apertura y confianza de América Latina respecto a los Estados Unidos y sus políticas del buen vecino. Este espíritu antinorteamericano predicado por las jerarquías católicas halló eco en un ambiente nacional caldeado por la vulneración de los sentimientos nacionalistas que representó la pérdida de Panamá45.

El libro El protestantismo en Colombia (1944), del sacerdote Euge-nio Restrepo Uribe –fruto de su tesis doctoral para la Universidad Javeriana– se convirtió en paradigma de la campaña antiprotestante promocionada por la Iglesia Católica en cabeza de los jesuitas. En esta obra, Restrepo Uribe propone todo un programa para frenar el avance protestante46, con propuestas como:

~ Solicitar al gobierno nacional la restricción del ingreso al país de misioneros y ministros protestantes.

44 Datos tomados de Evangelista Colombiano, “Notas editoriales”, diciembre de 1942, p. 2 y “Notas generales”, febrero de 1943, p. 6, citado por Rodríguez, Contribuição para uma história do protestantismo na Colombia, Op. cit.

45 Jean-Pierre Bastian, Historia del protestantismo en América Latina, cupsa, México, 1990, p. 158-163; Camilo Crivelli, S.J., Los protestantes y la América Latina, Sociedad Tipografía A. Macioce y Pisan, Isola del Liri, Italia, 1931, p. 39-41; Rodríguez, Contribuição para uma história do protestantismo na Colombia, Op. cit.

46 Restrepo Uribe, Op. cit., p. 131-136.

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~ Formar un comité nacional antiprotestante que dirigiera una “cam-paña antiprotestante unificada, metódica, sistemática y organizada a través de todo el territorio colombiano…”47

~ Promover la fundación de escuelas, dispensarios, bibliotecas y librerías católicas en todos los parajes donde funcionaran escuelas y misiones protestantes.

~ Controlar con rigurosidad que se dictara la doctrina de la Iglesia Católica en las clases de religión de todas las escuelas oficiales del país.

~ Promover conferencias en parroquias, colegios y emisoras, con el fin de prevenir a la población acerca de la amenaza protestante.

~ Neutralizar el avance protestante recogiendo en lo posible su pro-paganda, que incluía biblias, revistas y volantes, así como difundir literatura católica seria y abundante para repartir en los lugares “infectados” por el protestantismo.

~ Promover la creación de juntas juveniles especializadas en la lucha contra el protestantismo por medio de la enseñanza del catecismo católico.

~ Impulsar el día nacional de la campaña antiprotestante en todo el país, en el que además de hacer colectas para patrocinar la cam-paña antiprotestante se “celebrarían actos religiosos para pedir a Dios […] por la vocaciones sacerdotales, ya que hemos visto que por falta de sacerdotes católicos se ha perdido terreno en algunas partes del país”48.

~ El comité antiprotestante “se esforzaría por fomentar la devoción a la Santísima Virgen como reparación por las herejías protestantes y como medio seguro de un mayor resultado en la extirpación total de esa epidemia protestante”49.

47 Ibíd., p. 133.

48 Ídem.

49 Ídem.

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Encontramos ya aquí, y en diversos artículos publicados en la Revis-ta Javeriana, un argumento recurrente de la Iglesia Católica para justificar el avance protestante, referido a la crisis de las vocaciones sacerdotales entre los jóvenes católicos que significaba un proceso de desatención religiosa en muchas regiones del país, en las que la presencia protestante llenó este vacío. El problema se agudizó con la explosión demográfica urbana que caracterizó la historia del país en la segunda mitad del siglo xx.

La decidida oposición de la Iglesia Católica significó para los protes-tantes, a pesar de la aparente libertad de que gozaron para la difusión de su mensaje durante el periodo liberal, que quedasen relegados a una situación de discriminación y exclusión que Haddox define como un estatus de “ciudadanos de segunda categoría”. Algunos de los aspectos de la vida nacional en los cuales la Iglesia Católica conservaba un poder casi absoluto eran: la celebración de matrimo-nios, los entierros, el registro de nacimiento y la educación50. Por su parte, los convertidos a las diversas misiones protestantes asumieron una actitud hostil hacia el catolicismo, que se expresó fundamen-talmente en la condena de ciertos rituales católicos como actos de idolatría, particularmente en lo relacionado con la veneración a la Virgen María y a los santos; así mismo, los protestantes condenaban la autoridad del papa, por medio de argumentos altamente lesivos para los católicos51.

5. ¿Violencia o persecución religiosa?

En 1946 el Partido Conservador ganó las elecciones presidenciales por medio de Mariano Ospina Pérez, quien sacó provecho de la división del Partido Liberal. El retorno de los conservadores al poder trajo consigo una clara restricción de las libertades que habían gozado los protestantes para el desarrollo de su misión.

50 Haddox, Op. cit., p. 155 y ss.

51 Llaman especialmente la atención al respecto las denuncias por parte de las jerarquías cató-licas acerca de “Algunos abusos de los protestantes”, publicadas en la Revista Javeriana en 1943.

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La guerra civil conocida como La Violencia, desencadenada a raíz del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán –9 de abril de 1948– y producto de las tensiones políticas y económicas que venían agudizándose en diferentes regiones del país, constituyó un momento de quiebre en la historia nacional, con un capítulo particular para los protestantes y evangélicos, especialmente porque las regiones del país predomi-nantemente liberales, como los Santanderes y el Tolima, donde su presencia era significativa, se vieron involucradas en el conflicto. Según el trabajo realizado por Goff52 –pastor protestante– fueron nu-merosos los actos de violencia que durante este periodo se registraron en contra de los protestantes y sus propiedades –templos y escuelas–, actos que llevaron a definir este período en el imaginario protestante como la “persecución religiosa”. Sin embargo, la afinidad y simpatía entre liberales y protestantes ha problematizado el esclarecimiento de estos hechos; aun apoyando la hipótesis de que la violencia des-atada en contra de los protestantes se explica por su militancia en el partido liberal, existen evidencias para afirmar que las diferencias religiosas se convirtieron en argumentos de los conservadores para justificar acciones violentas como actos legítimos en defensa de la fe católica, por lo cual coincidimos con Moreno53 en afirmar que sigue pendiente como problema de investigación si es pertinente o no hablar de “persecución religiosa” en tanto que el elemento religioso parece no haber sido marginal en este conflicto54.

Uno de los problemas que ya percibían en este período los líderes evangélicos y protestantes eran las tensiones propias de la fragmen-tación del campo religioso, en un proceso en el que empezaban a

52 James Goff, The Persecution of Protestant Christians in Colombia 1948 to 1958: With an Inves-tigation of its Background and causes, University Microfilms International Imcc, Am Arbor, Michigan, 1966.

53 “Protestantismo histórico en Colombia”, Op. cit., p. 437.

54 Al respecto el siguiente comentario de Uribe Celis: “Es claro, sin embargo, que los miem-bros del clero católico participaron activamente en el conflicto tomando partido y dando instrucciones. Los púlpitos –que eran para la época el medio más efectivo de movilización popular– fueron usados como instrumento de divulgación política e incitación violenta, y muchos sacerdotes asumieron que la defensa de las ideas conservadoras era sobre todo una defensa de la fe. Los nombres de curas incitadores en la agitación masiva y furiosa contra el liberalismo y el protestantismo o la referencia a ellos es cosa común en la literatura documental de la época”. Uribe Celis, Op. cit., p. 157.

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competir las denominaciones históricas y las misiones evangélicas y pentecostales. Esta fragmentación era denunciada por la Iglesia Ca-tólica como una evidencia de la falsedad del mensaje predicado por los misioneros y pastores. Paradójicamente, el impulso para un intento de unidad evangélica y protestante provino fundamentalmente de las amenazas que estos recibían desde afuera; en primera instancia, como reacción a las denuncias provenientes de la Iglesia Católica y a su proyecto de frenar el avance protestante –un programa expuesto en forma clara en el trabajo de Restrepo55 que ya revisamos–.

Se pueden rastrear iniciativas en busca de la unidad y la armonía de las misiones y los pastores desde 194356, pero fueron La Violencia y sus consecuencias en términos de asesinatos de pastores y atentados contra la infraestructura evangélica –quema y cierre de templos y escuelas– los mayores impulsadores de una de las pocas iniciativas fuertes de unidad protestante, que se concretará en 1949 con la crea-ción de la Confederación Evangélica de Colombia - cedec. Podemos hablar, por lo tanto, de un proceso de solidaridad negativa; en otras palabras: lo que ha logrado juntar en alguna medida a las diversas denominaciones evangélicas y protestantes en el país no ha sido una proyección coordinada de su labor misionera, ni tampoco las afinidades litúrgicas y doctrinales, sino más bien la preocupación por la identificación de un enemigo común, representado por la alianza entre la Iglesia Católica y el Partido Conservador57.

Un hecho paradójico de este período es que pese a la situación de “persecución” que decían sufrir los evangélicos y protestantes, y de la violencia generalizada que vivía el país, se puede constatar una continuidad en sus tasas de crecimiento.

55 Restrepo Uribe, Op. cit.

56 Rodríguez, Contribuição para uma história do protestantismo na Colombia, Op. cit.

57 Un fenómeno comparable, guardando las proporciones, lo observamos recientemente en el año 2006, cuando la implementación del Plan de Ordenamiento de Culto en Bogotá –plan que pretende regular la construcción y el uso de edificios destinados a celebraciones y prácticas de cultos religiosos– permitió que se unieran las misiones y denominaciones más disímiles, incluso las que se condenaban recíprocamente como heréticas, para luchar en contra de la implementación de este plan que era percibido por viejas y nuevas iglesias y denominaciones como un obstáculo en sus proyectos de expansión.

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6. El crecimiento del movimiento pentecostal entre los años 60 y 80

6.1 Factores que favorecieron el avance protestante durante este periodo

Diversos factores sociales favorecieron la expansión de las organiza-ciones evangélicas y pentecostales entre los años 60 y 80, entre los cuales podemos enumerar:

1) El proceso de desplazamiento desde los sectores rurales a los cen-tros urbanos, que dio paso a la transformación de pequeñas ciu-dades en grandes urbes, con el caso paradigmático de la ciudad de Bogotá58. Este proceso de migración masiva desencadenó una situación de anomia entre los nuevos segmentos de la población urbana, que se tradujo en una demanda creciente por reconstruir las identidades y los entramados sociales. Tales circunstancias favorecieron el crecimiento de los nuevos movimientos religio-sos y especialmente de las comunidades pentecostales, que se constituyeron en fuentes de sentido y autoorganización social para sectores que se sentían, y hasta el día de hoy se sienten, olvidados por las grandes instituciones sociales como el Estado y la Iglesia Católica.

2) Los 60 trajeron como proceso inherente a la urbanización y a la industrialización una mayor secularización de la sociedad nacional, especialmente en los sectores urbanos, en la medida en que los campesinos que migraban a las ciudades se vieron forzados a abandonar gradualmente sus estructuras culturales y mentales tradicionales para adaptarse a las lógicas urbanas y de la industria. A este proceso de secularización contribuyó también la influencia creciente de los medios masivos de comunicación, con

58 Según los datos estadísticos del dane en 1951 Bogotá tenía 715 000 habitantes aproximada-mente; para 1964 la población superaba la cifra de 1 700 000 personas; en 1973 se calculaba en 2 900 000; en 1993 se acercaba a 5 500 000, y actualmente se estima en cerca de 7 300 000 habitantes. Según la Arquidiócesis de Bogotá y el codhes, entre 1984 y 1994 arribaron a la capital cerca de 600 000 inmigrantes, muchos de ellos desplazados por el conflicto armado.

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su oferta de múltiples mundos culturales y de sentido. En el caso de la televisión, una parte de la programación nacional consistía en los “enlatados gringos”, un conjunto de series televisivas en las que la cultura protestante norteamericana contrastaba, en alguna medida, con la tradicional cultura católica latinoameri-cana. Otro importante elemento a destacar en este proceso de secularización es el ingreso de las mujeres al mercado de trabajo y sus consecuencias a nivel de la familia, observables a través de indicadores como el aumento del número de madres solteras y del número de divorcios59.

Consideramos que este naciente proceso de secularización favo-reció la diversificación religiosa en el país y el crecimiento de los nuevos movimientos religiosos, especialmente del movimiento pentecostal. En efecto, por un lado, logró cuestionar en alguna medida la tradicional cultura católica, poniendo en entredicho muchos de sus supuestos básicos, por ejemplo su moral sexual y familiar. Por otro lado, mostró la dificultad de adaptación de la Iglesia Católica en el acelerado proceso de cambio social, mientras que las nuevas organizaciones religiosas mostraron una gran plasticidad en aspectos litúrgicos, doctrinales y organizacio-nales, que indudablemente les representó ventajas estratégicas. Sin embargo, sólo en las últimas décadas del siglo xx los efectos de este proceso secularizador cobrarán algún impacto, en una sociedad en la que a pesar del proceso pluralizador la Iglesia Católica mantiene hasta el día de hoy alta influencia y poder.

3) La explosión demográfica ocasionó, así mismo, un deterioro de la influencia de la Iglesia Católica que no contaba con el personal suficiente para atender a los nuevos habitantes que poblaban las periferias urbanas, una carencia que evidenciaba la ya famosa crisis de la vocaciones sacerdotales católicas. El crecimiento de las ciudades fue de la mano con la proliferación de iglesias evan-gélicas y pentecostales, especialmente en los sectores marginales, en los que empezaron a gestarse procesos de autosatisfacción de

59 Ver: De Roux, Op. cit., p. 103.

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las necesidades religiosas por parte de los laicos, con base en una dinámica que privilegiaba el liderazgo carismático de los nuevos pastores en medio de la ausencia de sacerdotes y parroquias católicas. Así mismo, el crecimiento demográfico facilitó la ero-sión del monopolio católico sobre el sistema educativo, en tanto se multiplicaban las alternativas educativas privadas y públicas que no necesariamente promulgaban las ideas católicas y que la Iglesia tampoco estaba en capacidad de regular y supervisar con rigurosidad; esta situación redujo la capacidad de reproducción de la socialización católica y la disminución de su influencia sobre la sociedad en general.

4) En cuanto a las dinámicas políticas, el pacto entre liberales y conservadores para alternarse en el poder, conocido como Frente Nacional, no se caracterizó por una actitud hostil en contra de los protestantes y los nuevos movimientos religiosos, lo cual facilitó sus procesos de expansión.

5) A estos factores se sumó una actitud de mayor tolerancia por parte de la Iglesia Católica en relación con las iglesias evangélicas y protestantes gracias al ambiente propiciado por el Concilio Vaticano II (1962-1965), que le dio a los protestantes el nuevo estatus de “hermanos separados”. Sin embargo, el trabajo ecu-ménico quedo circunscrito al diálogo con las iglesias históricas, particularmente con luteranos, presbiterianos y menonitas, y la agenda giró en este periodo en torno a preocupaciones sociales afines alrededor de las propuestas de la teología de la liberación. Pese a este cambio de actitud, los documentos y comunicados católicos siguieron estigmatizando a las iglesias no católicas con el rotulo de sectas, con toda la carga peyorativa y excluyente que esto significaba.

6.2 Pentecostalismo y fragmentación religiosa

La aparente unidad bajo el manto de la cedec, que agrupaba a las denominaciones protestantes, evangélicas y pentecostales durante los años de La Violencia, fue posible en gran medida debido al carácter

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fundamentalista y conservador que ha caracterizado el quehacer de los protestantes en nuestro país a lo largo de todo el siglo xx –particu-larmente de los presbiterianos, bautistas y luteranos–; actitud que se expresa en una práctica religiosa que enfatiza la experiencia de la conversión y el nuevo nacimiento como elemento central de la vida religiosa, un renacimiento cuya autenticidad debe estar confirmada por “el buen testimonio” de los conversos, especialmente por su alejamiento de los vicios y las licencias sexuales. Esta actitud de los protestantes les permitió encontrar afinidad y continuidad con las diversas misiones fundamentalistas norteamericanas que desarrolla-ban labores en el país, a tal punto que, como ya hemos anotado, la Iglesia Presbiteriana cedió varios edificios y lugares de predicación a estas misiones para facilitar su desarrollo.

Sin embargo, esta frágil unidad se desvaneció en la medida en que ganó ímpetu el movimiento pentecostal, el cual dividió muchas de las denominaciones y misiones existentes y agudizó el proceso de fragmentación del movimiento evangélico en el país, en una dinámica que desembocaría en un sinnúmero de nuevas iglesias y denomina-ciones autónomas e independientes. En medio de esta dispersión, la competencia y la rivalidad se han convertido en una constante, de modo que resulta imposible encontrar una instancia que aglutine, regule o coordine las diversas denominaciones evangélicas, pente-costales y protestantes.

El rechazo inicial de los protestantes y de algunas denominaciones evangélicas al movimiento pentecostal estaba basado en el señala-miento de algunas de sus prácticas como heréticas y peligrosas. Entre los aspectos que herían claramente la sensibilidad religiosa de los protestantes podemos señalar el requerimiento de que todo creyente pentecostal experimentara una segunda bendición: “el bautismo en el Espíritu Santo”, cuya señal inequívoca es la glosalía, que constituye, según la lectura del pentecostalismo clásico, la evidencia inequívoca de la presencia del Espíritu en la vida del nuevo creyente. A esto se sumaban las manifestaciones extraordinarias características del culto pentecostal, como las sanidades y los exorcismos –o liberaciones–, todas estas prácticas en un ambiente de espontaneidad y fervor en

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donde el éxtasis religioso colectivo suele parecer caótico; manifes-taciones mágicas que eran vistas como sospechosas y poco creíbles desde una cierta perspectiva protestante, que afirmaba que los mi-lagros habían cesado al concluir el periodo apostólico.

Los argumentos esgrimidos por los protestantes para explicar el fe-nómeno pentecostal estuvieron siempre relacionados con la pobreza e ignorancia de sus fieles, quienes eran fácilmente manipulados por líderes carismáticos en una dinámica cúltica en la que lo emotivo predominaba y desplazaba la reflexión racional propia del clásico culto protestante. Estas denuncias –que hoy pueden resumirse fá-cilmente en la definición del pentecostalismo como una expresión de la “religiosidad popular”– fueron utilizadas fuertemente por los protestantes hasta bien entrados los años 80, década en la que el éxito pentecostal –o más bien el éxito de las prácticas pentecosta-les– llevó a los líderes de las iglesias y denominaciones que le habían sido contrarias a repensar su actitud frente al mismo, y en lugar de condenarlo, a implementar estrategias de imitación. Se dio paso, entonces, al movimiento carismático, que en su versión evangélica preferimos enmarcar dentro del fenómeno neopentecostal. En el caso de la Iglesia Católica, esta implementación de las prácticas pentecos-tales tiene uno de sus capítulos más importantes en el movimiento de renovación carismática católico, que contó desde los años 70 con la iniciativa y el liderazgo del padre Rafael García Herreros, quien en busca de la experiencia pentecostal contó repetidamente con el apoyo de pastores de iglesias pentecostales evangélicas.

Otro elemento que propició la fragmentación evangélica fue la proliferación de conflictos provocados por la entrada en escena de pastores nacionales que demostraban “visión” y carisma, y que en múltiples ocasiones compitieron y rivalizaron con los misioneros extranjeros; situación que fue de la mano con la discusión en torno al lugar de las manifestaciones del Espíritu Santo hoy (glosalía, sani-dades, exorcismos y milagros), tema central en la agenda que planteó el avance pentecostal. Muchos de estos problemas desembocaron en cismas que precipitaron una explosión de nuevas denominacio-nes en el país. Por ejemplo, la división de la Sociedad Misionera

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Interamericana (que ingresó al país para el año de 1945) dio origen a la Asociación de Iglesias Interamericanas de Colombia, denomi-nación que para 1972 contaba con unas ochenta sedes en cabeza de líderes nacionales. La división de la Cruzada Evangélica Mundial dio origen a dos nuevas organizaciones entre las que se destaca la Cruzada Cristiana, liderada por Marcos Díaz y que constituye en la actualidad una de las denominaciones pentecostales más grandes del país. Una de las características de las nuevas denominaciones nacionales fue un ritmo de crecimiento acelerado en relación con las agencias misioneras extranjeras; al respecto se destaca el caso de la Misión Panamericana, fundada en 1956 por el pastor colombiano Ignacio Guevara, que durante los 60 y 70 fue la denominación de mayor crecimiento en el país.

Según Bucana60, algunas de las denominaciones nacionales surgidas en la misma época fueron:

~ Asambleas de Cristo.

~ Iglesia Bautista Independiente.

~ Iglesia Cristiana del Norte.

~ Iglesia Evangélica Cristiana.

~ Casa de Oración.

~ Iglesia Fundamental Trinitaria.

~ Misión Evangélica de Colombia.

~ Semillas de Cristo.

Este proceso de cismas recurrentes en cabeza de líderes religiosos emergentes que fundan su propia iglesia y denominación se agudiza en las últimas décadas del siglo xx, hasta constituir un fenómeno co-nocido como la explosión de las iglesias independientes o autónomas, que nos permite observar algunas características propias del pentecos-talismo. Por un lado, es posible afirmar que su carácter fragmentario constituye una de las claves de su crecimiento, en la medida en que el

60 Bucana, Op. cit.

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proceso cismático implica como una de sus consecuencias inherentes un proceso de multiplicación de las congregaciones y denominacio-nes pentecostales. Por otro lado, se evidencia una dinámica religiosa que privilegia el carisma y talento personal del fundador sobre su capacitación teológica, cuya consecuencia es una desregulación en temas doctrinales y litúrgicos que a su vez desencadena una nueva gama de tendencias, muchas de las cuales son denunciadas por las denominaciones tradicionales y las iglesias históricas como heréticas y peligrosas. Esta fragmentación recurrente ha desembocado en una situación que desvirtúa aun más la posibilidad de la añorada unidad evangélica, atomizado el mundo evangélico nacional a tal punto que inventariarlo y definir sus fronteras constituye una tarea progresiva-mente problemática.

Simultáneamente con este proceso, se expandieron y fortalecieron las tradicionales denominaciones pentecostales de origen extranjero que, a pesar de sus tensiones internas y sus múltiples cismas, hasta el día de hoy gozan de gran éxito en el país. Por su ritmo de crecimiento y su presencia a lo largo y ancho del país se destacan:

~ El Concilio de las Asambleas de Dios de Colombia.

~ La Iglesia Cuadrangular.

~ La Iglesia Pentecostal Unida de Colombia.

Esta última es considerada herética por las demás vertientes evan-gélicas y pentecostales, por defender una versión “unitaria” de la divinidad y negar la doctrina de la trinidad.

Las estrategias de expansión de los pentecostales se han mantenido a lo largo de su historia en el país. Entre ellas se destacan los cultos que ofrecen milagros, especialmente curaciones divinas, y las “cru-zadas” de evangelización masivas que en la década del 70 contaron con la presencia de reconocidos predicadores internacionales como Jorge Rasqui, Yiye Ávila y T. L. Osborn.

Uno de los factores que aceleró el crecimiento del movimiento evan-gélico y pentecostal fue la irrupción en los 70 de la posibilidad del

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uso de la radio como nuevo recurso de difusión de su mensaje, que se concretó inicialmente con la adquisición de la emisora Nuevo Continente por parte de la Iglesia Interamericana. La radio no sólo le ha permitido al movimiento evangélico y pentecostal aumentar su capacidad de convocatoria y consecuentemente el número de sus seguidores, sino también ganar influencia y visibilidad social; hoy la proliferación de emisoras en manos de organizaciones pentecostales y neopentecostales evidencia, sin dudarlo, una de las claves de su éxito.

La difusión del mensaje evangélico por la radio tuvo como uno de sus efectos la deconstrucción paulatina de los imaginarios que ubicaban a los grupos no católicos bajo la sombra de lo oscuro y peligroso, imaginarios que se habían mantenido gracias a la campaña de des-prestigio liderada por el clero católico. En ese sentido podemos decir que la radiodifusión representó un recurso para aquellos católicos que querían enterarse del mensaje proclamado por los evangélicos, pues les permitió trasladar su curiosidad al ámbito privado, sin exponerse a la sanción social y religiosa que acarreaba el hecho de participar en los cultos no católicos61.

Durante este período las iglesias históricas como los presbiterianos, luteranos, bautistas y menonitas tuvieron problemas para mantener, y muchos más para aumentar, el número de sus seguidores, a pesar de sus programas educativos y sus patrocinios foráneos, situación que los puso en desventaja frente al avance del movimiento pentecostal. Sin embargo, sólo en estas iglesias, y particularmente en un reducido grupo de pastores presbiterianos y menonitas, se creó un espacio para la defensa de las ideas de la teología de la liberación. Hasta el día de hoy estas organizaciones mantienen un mayor compromiso con los sectores más vulnerables de la población en concordancia con la opción preferencial por los pobres, a través de programas sociales liderados por organizaciones no gubernamentales. Esta dimensión teológica y la preocupación por buscar salidas estructurales a las

61 William Mauricio Beltrán, De microempresas religiosas a multinacionales de la Fe: la diver-sificación del cristianismo en Bogotá, Editorial Bonaventuriana, Bogotá, 2006.

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desigualdades sociales son prácticamente inexistentes en las deno-minaciones pentecostales que rechazaron de plano la teología de la liberación en razón de su “supuesta” relación con el comunismo, y a través de este, con el ateísmo, relación que se consideraba inhe-rente a los socialismos reales, especialmente en el caso de la Unión Soviética.

Por su lado, las denominaciones evangélicas y pentecostales fueron rotuladas con una nueva estigmatización: intelectuales y activistas de izquierda las consideraron la punta de lanza del expansionismo im-perialista estadounidense, en un proceso que, según ellos, anticipaba la anexión de América Latina a los Estados Unidos, y que tenía entre sus objetivos destruir la unidad de los pueblos latinoamericanos, en un fenómeno denominado por los analistas del fenómeno como “teoría de la conspiración”62. Esta estigmatización, en el caso nacional, las llevó a ser consideradas por parte de los grupos armados revolucionarios de izquierda como una amenaza, situación relacionada, en alguna medida, con el asesinato de líderes y pastores evangélicos y pente-costales en “zonas de conflicto armado”, un fenómeno recurrente hasta el día de hoy.

Aunque la teoría de la conspiración ha sido problematizada y goza de poca credibilidad actualmente, no se puede negar que el fundamen-talismo evangélico y pentecostal mantuvo a lo largo de la Guerra Fría un discurso anticomunista que se explica por un lado por la relación entre comunismo y ateísmo que ya hemos señalado, y por otro, por el origen norteamericano de la mayoría de misiones que arribaron al país. Así mismo, se sabía del apoyo brindado por las organizacio-nes evangélicas estadounidenses a la contrainsurgencia armada de derecha en Centro América.

62 Ver: David Stoll, ¿América Latina se vuelve protestante?, University of California Press, Berkeley & Los Ángeles, California, 1990; Bastian, Historia del protestantismo en América Latina, Op. cit.

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7. Los años 80 y las circunstancias que desembocaron en la Asamblea Constituyente de 1991

La década de los 80 se caracterizó por el crecimiento explosivo de algunas de las organizaciones pentecostales, que con el formato de megaiglesias y bajo un liderazgo urbano y profesional, impulsaron el desarrollo del movimiento neopentecostal, más conocido en nuestro contexto con el rótulo de “movimiento carismático”. Este, si bien man-tiene la sensibilidad frente a las manifestaciones del Espíritu, ajusta estratégicamente sus prácticas para alcanzar a los sectores sociales en ascenso, particularmente a las nuevas generaciones urbanas que tie-nen mayores posibilidades de acceso a la educación formal y superior. Para cumplir su propósito las organizaciones neopentescostales han llevado a sus máximas consecuencias el uso de técnicas propias del marketing y la mercadotecnia, en una dinámica en la cual la principal competencia de las organizaciones religiosas emergentes no es la Iglesia Católica, en tanto agente dominante del campo religioso, sino las demás agencias pentecostales y neopentecostales. Se trata de una lucha que define el prestigio de las nuevas organizaciones religiosas en relación directamente proporcional al número de seguidores que logran congregar, y al poder político y económico inherente a estas multitudes, poder capitalizado por los líderes carismáticos que las dirigen, como parte de un fenómeno denominado por Bastian “la ley del número”63. De esta manera, el proceso de fragmentación del campo religioso ha venido de la mano con un proceso de ampliación y diversificación de la oferta religiosa que podríamos definir también como una completa liberalización del mercado de los bienes simbó-licos de salvación.

Es posible afirmar que la organización neopentecostal más exitosa en el país y una de las más exitosas en toda América Latina, durante los 80 y 90, ha sido la Misión Carismática Internacional, fundada por los esposos César Castellanos y Claudia Rodríguez en 1983 en la

63 Jean-Pierre Bastian, “Protestantismos latinoamericanos: lógicas de mercado y transnacionalización religiosa”, en Bidegain y Demera (comps.), Globalización y diversidad religiosa, Op. cit.

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ciudad de Bogotá64. Su éxito es atribuido en gran medida al sistema G12, que es una reformulación de la estrategia de células familiares de evangelización promocionada por el pastor coreano Paul Yongi Cho. El G12 en un sistema multiniveles que permite una organiza-ción eclesiástica estratificada de tipo piramidal referida al numero de adeptos que cada fiel logra persuadir; la rivalidad entre los fieles por aumentar el número de discípulos, y de esta manera ascender en la estructura piramidal, garantiza un constante crecimiento de toda la organización65. El éxito de este método de crecimiento eclesiástico ha llevado a que numerosas organizaciones religiosas en todo el mundo lo copien y adapten a sus necesidades; por ello, el G12 constituye actualmente una franquicia internacional administrada por la familia Castellanos. Entre las megaiglesias que mantienen versiones exitosas de este sistema de crecimiento en nuestro país encontramos, entre otras:

Organización Pastor CiudadComunidad Cristiana Manantial de Vida Eterna Eduardo Cañas BogotáIglesia Vida en Acción66 (Cruzada Cristiana de Santa Isabel) Silvio Barahona Bogotá

Misión Paz a las Naciones67 Jhon Milton Cali

Durante la mayor parte del siglo xx los evangélicos carecieron de un interés notorio por la política electoral en el país. Esto puede ex-plicarse en parte porque el contenido de su mensaje se concentraba en la salvación para la otra vida y en la marcada separación entre iglesia y mundo. La política electoral, perteneciente a la esfera de lo mundano, constituía un ámbito en el cual involucrarse implicaba inmediatamente una forma de contaminación; además, la mayoría de líderes evangélicos nacionales carecían de una alta formación intelectual. Sin embargo, a partir del decenio de los 80 y en gran medida gracias al crecimiento del movimiento neopentecostal en

64 www.mci12.com

65 Beltrán, Op. cit.

66 www.iccvidaenaccion.org

67 www.jhonmilton.org

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el país, el interés político de los líderes religiosos emergentes se hizo evidente. Los pastores de las megaiglesias vieron en la política una veta de poder y riqueza que era posible conquistar, gracias a su considerable influencia sobre la comunidad de creyentes. Por esta, entre otras razones, las organizaciones religiosas exitosas fundaron como empresas adjuntas partidos políticos, que pueden ser definidos, teniendo en cuenta sus lógicas clientelistas, como “microempresas electorales”68.

La primera de estas empresas políticas fue el Partido Nacional Cristia-no, cuya máxima líder a lo largo de su corta historia (1989-2006) fue Claudia Rodríguez de Castellanos, quien ocupó curules en diversos períodos en el Senado de la República. Entre los partidos sostenidos por comunidades neopentecostales en el país también encontramos el C4 - Compromiso Cívico y Cristiano por la Comunidad, movimiento político de la Cruzada Estudiantil y Profesional de Colombia fundado por el ex senador Jimmy Chamorro en 1992; y mira - Movimiento Independiente de Renovación Absoluta, fundado en el año 2000 y dirigido por la familia Moreno Piraquive, que tiene como base la Iglesia de Dios Ministerial de Jesucristo Internacional; este último es el único que se mantiene con cierta proyección hasta la actualidad (2008). Son diversos los interrogantes que inspira esta nueva relación entre pentecostalismo y política, entre ellos parece central preguntarse si estos movimientos representan una ampliación de la democracia en representación de los interes de los sectores sociales minoritarios que los han apoyado, o si simplemente se limitan a reproducir bajo un nuevo rostro las viejas prácticas clientelistas. Los pocos trabajos desarrollados al respecto parecen apoyar esta última hipótesis69.

Sin embargo, la participación evangélica y pentecostal en la política electoral tiene un capítulo en el que la unidad en torno a un interés común logró imponerse sobre las disputas propias de los intereses

68 Álvaro Cepeda, Clientelismo y fe: dinámicas políticas del pentecostalismo en Colombia, Edi-torial Bonaventuriana, Bogotá, 2007.

69 Daniela Helmsdorf, “Participación política evangélica en Colombia (1990-1994)”, en Historia Crítica, N.° 12, 1996, Universidad de los Andes, Bogotá, p. 79-84; Cepeda, Op. cit.

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personales de los líderes religiosos. La búsqueda de la igualdad reli-giosa y la libertad de cultos permitió que protestantes, evangélicos, adventistas y pentecostales, inclusive los pentecostales unitarios, se unieran bajo las banderas del movimiento Unión Cristiana para elegir dos representantes en la redacción de la Constitución de 1991. Con todo, la unidad no logró sobrevivir más allá de este proyecto, de tal manera que finalizada la Constituyente, los pentecostales y evangé-licos se dividieron nuevamente en diversos movimientos y partidos políticos, reproduciendo en este campo las dinámicas de rivalidad y fragmentación que les han caracterizado.

A diferencia de la Constitución de 1886, la de 1991 garantiza la liber-tad de conciencia y de culto, que se expresa en la separación entre iglesia y Estado y en un trato jurídico relativamente igualitario para la ya amplia gama de grupos religiosos que hacen parte del panorama nacional. Se avala además el derecho a hacer proselitismo religioso individual o colectivo, de tal manera que la libertad religiosa no apa-rece solamente como garantía frente a la intolerancia sino también como el derecho a realizar actividades de acuerdo a la propia fe. De esta manera, la Constitución del 91 instaura una actitud más moderna del Estado colombiano en relación con los asuntos religiosos70.

La nueva actitud del Estado colombiano frente a estos temas favo-reció la explosión de ofertas religiosas en un campo en el que la fragmentación tiende a agudizarse, no sólo por la multiplicación de las empresas religiosas de origen nacional, sino también por la llegada de nuevas compañías religiosas transnacionales de origen latinoamericano, como la Iglesia Universal del Reino de Dios y Dios es Amor; así como por el aumento en la visibilidad de los movimientos religiosos de talante oriental.

Desde la perspectiva teórica se supone que la nueva Constitución inaugura una situación de pluralismo religioso que garantiza una competencia entre organizaciones religiosas con un mismo estatus

70 De Roux, Op. cit., p. 104.

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legal, sin ventajas ni privilegios políticos71. Sin embargo, en la práctica el caso nacional aún conserva ventajas a favor de la Iglesia Católi-ca, que aunque obligada a concurrir en el nuevo panorama de un mercado religioso competitivo, disfruta de las prerrogativas que se desprenden de una tradición de monopolio religioso vigente durante más de cuatro siglos. Entre las ventajas que goza la Iglesia Católica frente a sus demás competidores podemos enumerar:

~ Unas relaciones privilegiadas con el Estado colombiano garan-tizadas por el Concordato, que pese a la Constitución de 1991 sigue vigente con algunas modificaciones. El Concordato implica, además, claras ventajas en el campo educativo, entre otros.

~ Gran cantidad de riquezas tanto materiales como culturales, que se expresan en una sólida organización corporativa y una amplia infraestructura que incluye templos, edificios, monumentos, etc. Este capital le permite a la Iglesia Católica acceder a campos que por sus costos económicos están reservados para instituciones poderosas, como el constituido por los medios masivos de comu-nicación.

~ Un sistema de enseñanza católico que le ha permitido a lo largo de casi cuatro siglos asegurar unos procesos de socialización e institucionalización que le garantizan su permanencia transge-neracional en un lugar privilegiado dentro del campo. Sistema de educación que no sólo abarca la formación escolar sino que es diverso en ofertas de educación superior, con la presencia de incontables universidades católicas. Sin embargo, vale aclarar que en el sistema educativo las diferentes órdenes católicas compiten entre sí, y de este modo revelan una nueva dimensión de las luchas propias del campo religioso.

Lo anterior nos permite concluir que si bien la trayectoria de empo-deramiento del movimiento evangélico y pentecostal en el país ha experimentado un constante ascenso, diversos factores muestran que aún está lejos la posibilidad de que estos actores puedan apoderarse

71 Berger, Op. cit.

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del liderazgo del campo religioso nacional. Por un lado, debido a los problemas que se desprenden de su fragmentación interna, pero ade-más porque la Iglesia Católica todavía constituye un rival poderoso que lentamente busca adaptarse a los tiempos y a las necesidades de los nuevos consumidores religiosos.

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3Mirada antropológica

al hecho religioso

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Rehaciendo una vida: los desplazados de Cazucá*

Eduardo Ignacio Gómez Carrillo**

1. El desplazamiento hacia Bogotá

Colombia sufre hace mucho tiempo un proceso interno de reacomoda-ción de la población que ha generado cambios drásticos e importantes en su composición demográfica. Por lo menos desde los años 20 del siglo pasado, con los comienzos de la industrialización se promovió un proceso de reacomodación de la población para suplir la necesidad de mano de obra de las primeras industrias. Fue así como las ciudades se convirtieron en los destinos finales de esos primeros emigrantes, desplazados por las violencias de los años 20, 30 y 40, quienes serían los encargados de abrir las puertas para la avalancha de personas que llegarían en la segunda mitad del siglo y que llegan aún hoy en día1.

* Este artículo hace parte de la investigación: Desplazamiento y diversidad religiosa en Colombia: ¿Cómo re-construir una vida? realizado con el apoyo de la Universidad de San Buenaventura Bogotá.

Ponencia presentada en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad organizado por aler, Bogotá, 7 al 11 de julio de 2008.

** Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia, candidato a Magíster en la Maestría en Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la misma universidad. Miembro del Grupo Interdisciplinario de Estudios sobre Religión, Política y Sociedad de la Universidad de San Buenaventura. Contacto: [email protected]

1 “Un promedio de 18 000 personas son desarraigadas por el conflicto armado en Colombia cada mes: más de 200 000 nuevos casos al año. En total, alrededor de 2 millones de colombianos están registrados como desplazados, mientras otro millón pueden haber sido víctimas del desplazamiento forzado pero sin registrarse”. “El impacto de la tragedia humanitaria se hace

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Varias ciudades se han visto afectadas por estas migraciones: Cali, Medellín, Barranquilla, Bucaramanga, Ibagué, Neiva, por nombrar sólo algunas, han visto cómo sus límites se ensanchan con los cin-turones de miseria que rodean sus centros, cada vez más ahogados por tumultos de personas que no encuentran más posibilidades que vivir de la mendicidad y de la caridad pública.

Sin embargo, ninguna ciudad se ha visto tan afectada como Bogotá. En 1948 la ciudad tenía alrededor de 900 000 habitantes y era, con mucho, el centro urbano más grande del país; hoy cuenta con más de 6 800 000 habitantes2, con un crecimiento estimado en sesenta años de más del 700%, y con un incremento anual de más de 100 000 nuevos habitantes entre Población Internamente Desplazada (pid), emigrantes económicos y visitantes ocasionales. Los cálculos de la Alcaldía Mayor de la ciudad hablan de 235 personas desplazadas nuevas cada día3.

¿Por qué Bogotá? Varias razones explican por qué la gente desplazada escoge Bogotá: a) por su tamaño; Bogotá es una ciudad muy grande que permite esconderse, el anonimato es muy importante para personas que huyen de hechos de violencia de los que han sido testigos; deben evitar ser encontradas y convertirse en víctimas ellas mismas. b) Por la seguridad que ofrece ser el centro; la concentración de organizaciones no gubernamentales de garantía de derechos humanos, la presencia de los distintos organismos estatales, la presencia de organizaciones

sentir también en los países vecinos, como Ecuador, Venezuela, Panamá y Brasil, hasta Costa Rica y Argentina. Se estima que 500 000 colombianos podrían ser refugiados en la región, sin que la mayoría de ellos sepa siquiera que tiene derecho a la protección internacional”. www.acnur.org/crisis/colombia/PDIanio.htm

2 Según la página del dane, Bogotá tenía para el 30 de julio de 2005 una población consolidada de 6 840 116 habitantes; véase www.dane.gov.co/files/investigaciones/poblacion/conciliacenso/1Conciliacion_censal.pdf; p. 23.

3 “En la capital colombiana sobreviven unos 580 000 desplazados de varias regiones del país, expulsados de sus tierras por el conflicto armado interno, según ha admitido la directora del departamento de Planeación de Bogotá, Carmenza Saldías”. www.acnur.org/index.php?id_pag=3149. Publicación: El Mundo, Madrid, 28 de diciembre 2004. “Desde hace seis años (2001-2006) la capital de país recibe un promedio diario de 23 hogares desplazados que integran alrededor de 93 personas, en su mayoría mujeres, niños, niñas y adolescentes expulsados de zonas rurales en las que se padece con intensidad el conflicto armado interno”. www.acnur.org/index.php?id_pag=6634

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multilaterales, y el hecho mismo de concentrar una gran parte de la ayuda nacional e internacional hacen muy atractiva a la ciudad. c) Por ser la capital; Bogotá es el centro político y administrativo del país, la oferta de servicios públicos y sociales es mucho mayor que la que pueden ofrecer otras ciudades cuyas infraestructuras están al borde del colapso, además Bogotá tiene políticas específicas de ayuda para la pid y para otros grupos humanos que viven en las periferias. d) Bogotá concentra alrededor de la mitad de la creación de nuevos puestos de trabajo en todo el país, la posibilidad de reconstruir una vida en la ciudad es mucho mayor que la que pueden ofrecer otros lugares. e) La concentración de ong, de organismos multilaterales, de organismos estatales nacionales, de organismos del distrito y de riqueza en la ciudad es muy atractiva para los desplazados, quienes finalmente encuentran que, en medio de la precariedad de la vida en la ciudad, la posibilidad de subsistencia es mucho más alta que en otras ciudades.

En medio de este panorama es necesario recordar que Bogotá no es normalmente el primer destino por alcanzar. En muchos casos las per-sonas desplazadas esperan poder regresar a sus lugares de origen, por lo cual los primeros momentos de desplazamiento los viven en alber-gues temporales cerca de los lugares de donde han sido expulsados, con la esperanza de poder regresar. Cuando esa ilusión desaparece se trasladan a los centros urbanos más cercanos, ciudades intermedias que ofrecen una primera posibilidad de subsistencia: Ibagué, Neiva, Pasto, Manizales, Pereira, Bucaramanga, etc. En estas ciudades la escasez de oportunidades y la falta de políticas apropiadas para la pid hacen que la migración continúe. En algunos casos se dirigen a las tres ciudades más grandes: Medellín, Cali y Barranquilla, pero normalmente son sólo estaciones para dirigirse hacia Bogotá.

La ciudad es el último y definitivo destino de estas personas; alrededor de 90 000 personas por año que vienen de otros climas, sin preparación académica suficiente, sin preparación técnica, sin capacitación y en algunos casos sin más enseres que una maleta con ropa inadecuada para los rigores de la vida en Bogotá. Su esperanza, sin embargo, no es del todo falsa; a pesar de todos los problemas con que se topan en la ciudad, la mayoría de las personas que llegan pueden sobrevivir

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en la ciudad, en medio de condiciones totalmente adversas encuen-tran algunas puertas que pueden tocar y que sólo encuentran aquí.

2. La oferta de sentido social

A. ¿Qué ofrece Bogotá para que todos quieran llegar a vivir en ella? Como dije más arriba, hay una oferta de servicios y de ayudas mucho mayor que la ofrecida en otros lugares, es el centro del cual parten todas las políticas sociales del Estado; sin embargo, la mayoría de las personas vienen a Bogotá por una razón específica: se ofrece como un lugar seguro en donde es posible esconderse en medio de la gran masa de habitantes anónimos.

Por otro lado, Bogotá también es el centro donde convergen todas las visiones del mundo, y es el lugar de donde parten nuevas visiones que re-configuran lo que en las provincias se piensa acerca de todo. Por esta razón, es un lugar que podemos denominar como un “cen-tro de sentido”, es decir un lugar donde se concentran visiones del mundo que se mezclan, se confunden, son destiladas y decantadas por esa gran masa de personas que viven aquí, para producir como resultado nuevas visiones del mundo que se convierten en el “sen-tido común”, es decir en aquellas premisas que todos consideramos “que están bien”.

Con la concentración de los principales medios de comunicación, con la excesiva centralización del Estado colombiano, con casi todas las lógicas políticas, económicas, sociales y culturales atadas a lo que la ciudad proponga, no es extraño que la población más desprotegida se dirija hacia el centro para buscar la protección que las regiones no pueden (y a veces no quieren) entregar.

El resto del país tiene, evidentemente, propuestas propias de elemen-tos sociales y culturales que conforman un “sentido social” propio; sin embargo, este sentido ha obedecido históricamente a ciertas prácticas políticas y sociales que están orientadas a favor de intereses privados más que a favor del interés de la mayoría. Una gran parte de las regiones colombianas han sido definidas como expulsoras de personas que obligan a lugares como Bogotá (también a Medellín,

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Cali, Barranquilla y otros centros urbanos y rurales en menor medi-da) a convertirse en centros receptores, pero también en lugares en donde la lógica social se recompone desde las nuevas condiciones de vida y afecta a las regiones mismas, en un movimiento paradójico que ha reforzado la lógica de expulsión que conduce a una mayor concentración de la riqueza en esas regiones.

La lógica subyacente de ese “sentido social” que se genera en Bogotá está atada a la lógica económica imperante en el sistema global. Es decir, en cualquier caso que examinemos, se imponen unas condi-ciones de competencia económica y unas relaciones de sometimiento político, social y cultural; esta lógica subyacente dicta los modos (normalmente ilegales y en asentamientos subnormales) en que las personas que llegan pueden sobrevivir en la ciudad. A partir de esa realidad son implementadas las políticas para “normalizar” aquellas relaciones, legalizar los asentamientos y crear formas de empleo más “flexibles”, por ejemplo implementando lo que antes se conocía como subempleo dentro del empleo.

B. ¿Y la oferta religiosa? Las personas que han sido víctimas del desplazamiento forzoso han sufrido un quiebre emocional muy pro-fundo. Las seguridades sobre las que habían construido su mundo se han venido abajo: el territorio en el cual vivían y que les había permitido construir un proyecto de vida desapareció de un día para otro; su casa, el lugar en el cual cualquier persona se siente a salvo de las inclemencias del clima y de los peligros externos, tuvo que ser abandonada; sus vecinos y familiares, personas que compartían la misma visión de las cosas y del mundo, fueron dispersados; sus objetos personales, su cama, sus ropas, sus distintos enseres como ollas, plancha, mesas, maletas, televisores, radios, etc., todo eso se ha perdido.

Las personas desplazadas han visto cómo en cuestión de horas su vida, una vida completa y realizada, se desmoronaba, condenadas al destierro y a la ruptura completa de todos sus lazos sociales; en la mayoría de los casos han perdido a uno o varios de sus familiares, los han visto morir o se han enterado de su fin trágico al poco tiempo, en medio de la tragedia. Esto, sin embargo, no ha significado la pérdida

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de su identidad; tampoco ha señalado la pérdida de los deseos de vivir; la mayoría de las personas continúan adelante, con la nostalgia de lo perdido4 pero con la esperanza de rehacer sus vidas.

En este panorama, el dominio de lo religioso juega un papel muy im-portante: el discurso religioso comparte en el mundo contemporáneo, junto con otros dominios como el jurídico y el económico, el centro de lo que hemos denominado “sentido social”. La dimensión religiosa complementa la conciencia de existencia de las personas, crea una base explicativa acerca de los acontecimientos cotidianos de la vida desde el misticismo propio de cada profesión de fe.

Los lugares en donde vive la pid en Colombia se han convertido en sitios privilegiados en los mapas de evangelización de la mayoría de las profesiones de fe. Territorios como Cazucá han terminado inva-didos por docenas de pequeños templos, los cuales apuntan a llevar consuelo y remedio a dos de los problemas más trascendentales de cada una de estas personas: por un lado presentan un marco expli-cativo coherente que le permite al desplazado entender de manera razonable el porqué de la situación que vive; aquí la escatología de cada discurso religioso ofrece un sentimiento de esperanza y de tranquilidad al permitir pensar que hay un plan universal y que cada persona tiene un rol, un papel en ese plan. Por otro lado, la presen-cia religiosa se presenta como una oportunidad para insertarse en redes sociales locales y producir un nuevo tejido social en torno al discurso religioso.

3. Acerca del sentido social, el desplazamiento por violencia y la oferta religiosa en Bogotá

El sentido social se construye con base en las relaciones que esta-blecemos entre categorías, es decir que para efectos de este trabajo consideraremos que nuestro pensamiento acerca del mundo es rela-cional. También debemos considerar que esas categorías que sirven

4 Donny Meertens, “El futuro nostálgico: desplazamiento, terror y género”, en Revista Colom-biana de Antropología, vol. 36, año 2000.

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como puntos de unión de las relaciones complejas que establecemos son a su vez nodos, también complejos, que entrecruzan diversos significados y sentidos; y constituyen en sí mismas nociones que significan y dan sentido al mundo que nos rodea, pero que a su vez son significadas y reciben un sentido del mundo.

Estas categorías son en principio de tipo lingüístico, utilizan los ar-tificios y la convencionalidad del lenguaje para referirse a las cosas y situaciones que rodean al agente social, pero van mucho más allá del hecho de ser palabras para hablar de las cosas; se convierten en crisoles en los cuales la unión de los signos lingüísticos produce sím-bolos sociales que determinan el sentido que les damos a las cosas de las que hablamos, por un proceso de alquimia social. Los sonidos que salen de nuestras bocas y que son las herramientas que utiliza-mos para comunicarnos con los otros adquieren dos funciones: una interna, en la cual organizan la trama bajo la cual nos referimos al mundo, sus jerarquías y su importancia para nosotros; y una externa: la de comunicarnos con los otros de una manera competente, y en este aspecto el hablante presupone una comunidad lingüística con los otros, comunidad lingüística que implica, por encima de cualquier otra consideración, la existencia de una comunidad social.

El sentido social, como resultado de la estructura compleja, diversa y cambiante que constituyen las categorías sociales en las relaciones que constituimos en nuestros cerebros, es el resultado de nuestras habilidades sociales puestas permanentemente en juego en la coti-dianidad de la vida: el sentido social responde a nuestra vida coti-diana, hace que la comunidad social constituida por todos aquellos que comparten conmigo un espacio geográfico y un sentido de la vida (en símil con la idea de comunidad lingüística), construye unos referentes sociales específicos de esa vida en común que hace que yo sea altamente competente en ese entorno.

La vida de los seres humanos transcurre, por lo general, en un lugar; somos dados a convertir nuestra vida en una rutina más o menos estable, una rutina que tiene como presupuesto el entorno medio-ambiental y social para su realización; cualquier cambio de ese entorno entorpece la rutina y con ello destruye la posibilidad de su

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plena realización. Esto no quiere decir que no exista y no se busque el cambio, pero ese cambio debe estar en sintonía con el sentido que tiene la rutina diaria; la vida cotidiana establece, de alguna manera, la dirección y el sentido del cambio, porque de cualquier otra manera aparecen el caos y el desorden, que amenazan a la comunidad social y a la vida misma.

3.1 De la cultura y los dominios culturales: la religión

Para poder acercarse a ese todo que hemos dado en llamar “la cultura” las ciencias sociales han propuesto unas divisiones artificiales; habla-mos de “esferas”, o más propiamente de “dominios” para referirnos a estas divisiones. Por tradición, hemos decidido que esos dominios se refieren convencionalmente a ciertas actividades generales y a ciertos procesos mentales que hemos detectado y agrupado, y a los cuales nos referimos por los nombres que les hemos dado: la religión, la política, la economía, los rituales, la mítica, la ética, la estética, etc.

En esta perspectiva, podemos considerar que cada una de estas esferas culturales tiene una autonomía relativa con respecto de las otras, pero asimismo debemos observar que las acciones y las nociones humanas contienen, por encima de cualquier otra consideración, la totalidad del universo de sentido de los seres humanos (podemos verlas como hechos sociales totales). Esta aclaración va en el siguiente sentido: lo que hemos desarrollado son claves de lectura para el comporta-miento y la convivencia humanos, por lo tanto las acciones humanas son susceptibles de ser vistas y analizadas por cualesquiera de esas esferas; así se explicaría por qué podemos ver en una acción, como la compraventa de una cosa cualquiera, que pertenece evidentemente al terreno de la economía, implicaciones de tipo religioso, mítico o político.

Cuando hablamos de las categorías sociales, debemos entender que el sentido social llena cada una de ellas. Ese sentido sólo es posible en la perspectiva de la cultura, que como es de suponerse es parti-cular para cada grupo humano que se identifica como tal y que se diferencia de los otros por sus propias particularidades, que hemos dado en llamar “culturales”. De tal modo, tenemos lo siguiente: un

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mundo que, como dice Ludwig Wittgenstein, encuentra sus límites en el límite del lenguaje; ampliando un poco más está idea, los lími-tes del mundo son los límites de la lógica5. Ese mundo limitado por mi lógica está constituido por una gran riqueza, porque sólo puede adquirir sentido en la relación de las categorías socioculturales que componen mi repertorio de conocimiento del mundo, pero ellas no son auto-significantes en un sentido: su significado (y también su sentido) lo adquieren en el intercambio cotidiano con los otros, son móviles y cambiantes como toda realización humana.

Como todas las cosas que hacen referencia a los seres humanos, las categorías, los dominios culturales y en general toda la cultura, es decir la totalidad del conocimiento y de la experiencia de estar en el mundo, dependen de referentes concretos, de un entorno específico y delimitado que dé sustento a esas categorías, a esos dominios y a esa cultura. El entorno se desarrolla en un lugar, tiene asiento en un sitio concreto; los acontecimientos suceden en un lugar, y el lugar los llena de sentido; las categorías con las cuales hablo y pienso acerca de los acontecimientos que pasan en el mundo tienen, por principio, la impronta del lugar en donde fueron generadas. El espacio geográfico es un primer elemento fundante de nuestra percepción del mundo; elementos tales como el clima, el color de la tierra, las plantas, los animales, la presencia de ríos, montañas, del mar, nieve, etc., todo ello hace parte de esa construcción que llamamos cultura.

4. La religión como un dominio cultural y como un camino de salvaciónEl mensaje religioso es esencialmente un discurso lingüístico en el que priman referencias a mundos posibles, es decir que utiliza los referentes concretos de este mundo identificados como deseables, los une a una intención metafísica específica y de esta manera consolida unos mundos posibles que se han de alcanzar por medio de unas

5 Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, aforismos 5, 6 y 5, 67: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”; y “la lógica llena el mundo; los límites del mundo son también sus límites”.

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acciones especiales, un método de salvación. Al esfuerzo por otorgar sentido a todo lo ocurrido en el mundo, incluso a lo más penoso o lo más doloroso, lo conocemos como teodicea.

Dentro de la teodicea encontramos un discurso denominado esca-tología, que habla acerca del mundo posible que se desea alcanzar en los últimos momentos en este mundo y en la vida después de la muerte. Este discurso religioso tiene un fuerte impacto en varias áreas de la vida cotidiana de las personas, un ejemplo claro es la noción de esperanza. En general, por haber vivido siempre dentro de la lógica del cristianismo, la mayoría de las personas que son víctimas en Colombia de la práctica del desplazamiento forzado tienen la nece-sidad, además de la intención, de explicar ese momento traumático como el resultado de algo más que las puras explicaciones causales racionales que pueden bastar para un observador externo.

Es decir que la explicación del suceso vivido tiene relación con fuerzas trascendentales que van más allá del mundo físico. La explicación del sufrimiento y del dolor, de las pérdidas de personas queridas, de los vecinos, del novio/a o del esposo/a, se relaciona generalmente con mensajes religiosos, tanto de castigo (algo así como: “Me lo merezco, por alguna acción cometida en el pasado, por mí mismo, por mis as-cendientes o por la comunidad en que vivo”) como de esperanza (de retorno a una vida como la que se tenía antes, con un componente nostálgico que alimenta la espera de un futuro mejor que el presente actual de degradación y dolor).

La idea de un poder externo al mundo físico, que guía y controla, resulta esperanzadora. En el mensaje religioso cristiano esto se puede ver como una prueba, un reto para el fiel; un ejemplo lo encontramos en el libro de Job: este era el servidor más fiel, cumplía a cabalidad con los deberes para con Dios, sin embargo Satán se presenta ante Dios y lo reta con respecto a Job: “… ¿acaso Job teme o sirve a Dios de balde? ¿No lo tienes a cubierto de todo mal por todas partes, así a él como a su casa y a toda su hacienda? […] Mas extiende un poquito tu mano, y toca sus bienes, y verás como te desprecia en tu cara” (Job, I, 9-11). Encontramos la prueba: un hombre que lo tiene todo y que por designios divinos, extramundanos, verdaderamente metafísicos

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lo pierde todo, su familia, su prosperidad, su salud, pero no pierde ni su fe ni su esperanza. En pasajes como estos, la mitología cristiana explica acontecimientos tan perturbadores psicológicamente como el desplazamiento forzado, e incluye sentimientos como el perdón y la esperanza como los vectores de la conducta de aquellos que se ven sometidos a esas pruebas.

El desplazamiento forzado, visto desde esa óptica, se hace soportable en la medida en que la historia termina con una reivindicación de Job. El discurso religioso enseña que quien se mantiene es capaz de soportar la prueba, y es reivindicado tras superar, victorioso, el sufrimiento. ¿Qué pasa con aquellos que no logran sortear la prueba? Basta con mirar alrededor: aquellos que nunca se sobreponen al dolor y a la miseria no son capaces de mantenerse en el camino recto, hay un castigo evidente para los pobres de espíritu.

En este punto hay que realizar una consideración muy necesaria con respecto a la población internamente desplazada que llega a los cinturones subnormales de las grandes ciudades: en estos lugares hay una gran oferta de mensajes religiosos; desde hace bastante tiempo la Iglesia Católica perdió el monopolio del campo religioso en Colombia, y en estos lugares en donde encontramos pequeños templos pentecostales y neopentecostales uno detrás de otro, compitiendo ferozmente entre ellos y con los católicos, esa pérdida de hegemonía se nota mucho más.

Y es que el mensaje de estas iglesias es bastante convincente, en mu-chos casos se ve apoyado además por auxilios de todo tipo (alimentos, ropas, materiales de construcción, ayudas legales para el terreno, para aclarar la situación como PID; ayudas para conseguir trabajo, para el ingreso de los hijos a la iglesia, y por supuesto, soporte psicológico para sobrellevar la prueba). En otros casos, la sola disposición para escuchar, para convivir con los problemas y para mostrar ejemplos de superación (incluido normalmente el ejemplo del propio pastor), vale como prueba convincente de la superioridad del camino que se propone, es suficiente para asegurar una feligresía más o menos numerosa.

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¿Cómo influye esto en la identidad de las personas víctimas del des-plazamiento forzado? La identidad es un concepto que se basa en la idea de cambio, es un concepto que invita a la reflexión sobre lo mutable: nadie es idéntico a sí mismo, pasado un cierto tiempo nos damos cuenta de que hemos cambiado, una fotografía nos permite ver qué tanto hemos cambiado en nuestra apariencia, y si pudiéramos tener una fotografía que además nos recordara qué pensábamos hace un tiempo, seguramente nos sorprenderíamos de lo que encontra-ríamos. El devenir de la vida humana responde a las contingencias y coyunturas del momento, pero al mismo tiempo es el acumulado de las experiencias y vivencias del pasado, lo que produce un fondo cambiable, siempre inestable, sobre el cual contrastamos nuestra ex-periencia presente para buscar cuál debe ser la respuesta adecuada. Siempre estamos en permanente actualización de nosotros mismos, de nuestra percepción del mundo que nos rodea y, por lo tanto, de las acciones adecuadas para afrontar ese mundo.

En el caso de las personas que por causa del conflicto armado que vive el país han tenido que asumir la condición de desplazados, el cambio se presenta como una ruptura violenta en la continuidad de la vida. En la mayoría, sino en la totalidad de los casos, esta ruptura es vista como un castigo, un momento en el cual el mundo se derrum-ba y envía una prueba que parece imposible de superar. La esfera religiosa provee soporte lógico y de sentido para entender y superar los momentos difíciles, generando sentimientos de convivencia con el mundo (a través de mensajes como “no estás solo” y “alguien se preocupa por ti”) y de posibilidad de superación.

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Bibliografía

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www.acnur.org/crisis/colombia/PDIanio.htm

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www.dane.gov.co/files/investigaciones/poblacion/conciliacenso/1Conciliacion_censal.pdf; p. 23.

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desplazadas de Bogotá. Aproximaciones teóricas*

Andrés Eduardo González Santos**

I. La memoria y su dimensión moral

1. Recuperar el pasado

Antes de analizar el tema de la memoria y su relación con la moral creo necesario exponer unas líneas generales sobre la concepción del tiempo y su relación con la memoria desde la antropología filo-sófica1.

El tiempo, como el espacio, según el argumento kantiano, cons-tituyen las condiciones de posibilidad de la experiencia humana.

* Ponencia presentada en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad organizado por aler, Bogotá, 7 a 11 de julio de 2008.

** Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia y estudiante de la Maestría en Filosofía de la misma universidad. Docente investigador del Centro Interdisciplinario de Estudios Humanísticos - cideh y miembro fundador del Grupo Interdisciplinario de Estudios sobre Religión, Sociedad y Política de la Universidad de San Buenaventura Bogotá.

1 No pretendo hacer un análisis exhaustivo sobre este tema, que sería material para otro extenso trabajo. Pero en principio creo que una reflexión sobre la memoria debe hacer explícita la concepción del tiempo de la que parte, por las razones que se exponen en el texto.

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De acuerdo con Kant, el tiempo es la forma de la experiencia inter-na, y el espacio, de la experiencia externa. Ambos principios son condiciones a priori universales y necesarias de todo lo que se puede conocer, esto es, son los que hacen posible y ordenan la experiencia y el conocimiento. Desde un punto de vista biológico, el tiempo es una condición general de la vida orgánica, porque la vida es un proceso de constante cambio, un devenir. La vida se desenvuelve en el tiem-po2. Pero desde el conocimiento, tanto un organismo como la vida humana no pueden ser pensados en un instante singular, el mismo acto de pensarlos implica una consideración mucho más general del tiempo, esto es, en sus modos pasado, presente y futuro: “No es po-sible describir el estado momentáneo de un organismo sin tomar en consideración su historia y sin referirla a un estado futuro con respecto al cual el presente es meramente un punto de pasada”3. En un nivel biológico, la historia natural, la herencia biológica de un organismo está en estrecha relación con su capacidad de conservación, en otras palabras, con la memoria que le permite responder a todo lo que es cambiante, al constante movimiento de la vida orgánica. Las accio-nes del organismo frente a su medio dejan una huella y configuran su historia, y sus futuras acciones dependerán del conjunto de estas huellas en conexión4.

En el mundo de los hombres, la memoria supone un proceso simbólico de reconocimiento e identificación. Si en los organismos la memoria se establece como la capacidad de realizar acciones futuras que están influidas por sus anteriores experiencias, la memoria en el hombre localiza, ordena y refiere sus experiencias en diferentes puntos en el tiempo. Este proceso de localización es posible en un orden serial que abarca todos los acontecimientos de la vida de un individuo, pero esta localización se hace a su vez en un esquema de orden espacial5.

2 Ernst Cassirer, Antropología filosófica, Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 1993, p. 82.

3 Ibíd., p. 82.

4 Ibíd., p. 83.

5 Ibíd., p. 84.

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La memoria se materializa y toma forma en el recuerdo. El recuerdo no es un proceso mecánico de repetición de hechos pasados, o de registro, copia de impresiones, simple retorno de sucesos pasados. Un experimento que intente describir la memoria humana como la capacidad de recordar una serie de palabras o sílabas sin sentido no daría cuenta de su nivel esencialmente simbólico, de su dimensión creativa y constructiva: “La memoria, como lo explica Bergson en su libro Materia y memoria, representa un fenómeno mucho más profun-do y complejo. Significa ‘interiorización’ e intensificación; significa la interpenetración de todos los elementos de nuestra vida pasada”6. Recordar la vida de una persona es tanto repetir su experiencia como reconstruirla imaginativamente, un proceso que es además de comprensión y de reinterpretación. Una autobiografía siempre va a ser una forma de introspección, de autocrítica y de autoexamen. Así, el recuerdo como forma simbólica del tiempo pasado evoca la experiencia de una persona y le provee una imagen de sí misma en el presente, configura su identidad.

Pero la memoria en el hombre no sólo es una relación entre el pasado y el presente, entabla diferentes vínculos con la tercera dimensión del tiempo, la dimensión del futuro. El futuro se configura a partir del pasado y el presente. La memoria, aunque suene paradójico, no sólo apunta al pasado sino que se fundamenta como una expectación dirigida al futuro, y en este sentido, el futuro comparte las caracterís-ticas simbólicas del tiempo pasado humano. El futuro simbólico del hombre es “profético” en el sentido de que provee una imagen ética y, de acuerdo con esto, religiosa, esto es, una negación de ciertas condiciones pasadas y presentes y una búsqueda de la esperanza en el mismo sentido en que lo propone el cristianismo: la espera de la llegada del Reino de Dios, de un tiempo en que todos los males y pro-blemas que aquejan al individuo y a la comunidad sean erradicados7.

6 Ibíd., p. 85.

7 Ibíd., p. 87-89.

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2. Memoria y comunidad

El recuerdo no debe ser entendido solamente como una función de la mente. Sabemos, porque lo hemos vivido, porque lo hemos sentido, que nuestros cuerpos también recuerdan. Nuestra forma de caminar, de coger una taza de café, de pararnos frente al otro, de saludarlo, y las palabras que usamos, actualizan la historia, el pasado, el re-corrido en el mundo de cada uno de nosotros. Nuestra identidad la reconocen los otros y nosotros mismos a partir de estas huellas. Esta historia individual, este pasado individual se une con el pasado de otros individuos como si fueran infinidad de caminos que convergen en un mismo campo.

La memoria también está inscrita en infinidad de lugares y cosas, y las comunidades han creado diversos mecanismos de apropiación, control y transmisión de la memoria: las tradiciones orales, la es-critura en sus diversas formas, los monumentos y en general todo lo que haga parte de la cultura material de una comunidad pueden ser huellas de la memoria. Cualquier cosa en tanto que sea parte de nuestra experiencia individual o colectiva puede alcanzar el estatus de huella o indicio de la memoria. Aun cuando los hombres que vi-vieron en una época pasada ya no existan, su relación con el mundo y su trabajo nos ha dejado vestigios que pueden ser recuperados y reinterpretados por el historiador o el arqueólogo. Sus trabajos son trabajos de la memoria.

La memoria es constituyente de los vínculos y las relaciones socia-les. Recordamos porque queremos mantener y fortalece los lazos sociales. La memoria también tiene una función negativa, puede ser una herramienta que atente contra la comunidad misma. Una lección de historia nos puede ilustrar lo que quiero decir. Jacqueline de Romilly nos cuenta lo siguiente: “Al término de una guerra civil particularmente cruel, los demócratas atenienses volvieron a su ciudad, restablecieron el régimen que les era tan preciado y, para asegurar el futuro de Atenas, hicieron un juramento de que nadie debía ‘recordar’ los males pasados; toda memoria rencorosa sería castigada con la pena de muerte”8.

8 Jacqueline de Romilly, “La historia entre la memoria individual y la memoria colectiva”, en Elisabeth Jelin, Los trabajos de la memoria, Siglo XXI, Buenos Aires, 2002, p. 45.

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El ejemplo es rico en su singularidad. Llamo la atención sobre dos co-sas: primero, en este caso los vencedores se imponen una restricción, un control de la memoria. Nuestra historia reciente, la historia de los regímenes totalitaristas como el nazismo y el estalinismo contrasta profundamente en este sentido. Ambos, a su manera, se dedicaron con saña, y aplicaron todo su poder y su conocimiento tecnológico a un propósito imposible: suprimir la memoria de sus actos y de su propio horror. En el nazismo esto se conoció como “la solución fi-nal”. Propósito imposible porque las víctimas supieron hablar, dar su testimonio y comunicar al mundo su sufrimiento, y también, porque la memoria, y particularmente la memoria que ha sufrido, siempre encuentra la manera de comunicarse. El juramento de los atenien-ses nos muestra, además, que el no recordar –más que el olvidar– es posible siempre y cuando la memoria le pertenezca a los que toman esta decisión. Segundo, la memoria le pertenece tanto a la comuni-dad como a los individuos, aunque sean estos los que la transmitan. En este sentido podemos hablar de dos aspectos de la memoria, uno privado y uno público. En el aspecto público, la memoria tiene un uso muy especial, como ya lo he mencionado, es el fortalecimiento de la comunidad. Pero, para avanzar un paso en esta cuestión, este uso debe tener un fin que es claramente moral: asegurar el futuro de la comunidad, a partir de asegurar, en primera instancia y de una manera fundamental, la confianza de los individuos que la conforman. El aspecto privado de la memoria es inseparable del aspecto público. Aquí se unen la memoria individual y la memoria colectiva, la expe-riencia íntimamente privada de una vida con el interés público de la comunidad, la identidad del sujeto que recuerda con la identidad de la comunidad y los vínculos morales entre su pasado, su presente y su futuro. Por esto si un ateniense faltaba a su palabra sería castigado con la pena capital, porque debilitaba a la comunidad, y en última instancia, atentaba contra sus fundamentos.

3. Formas de apropiación de la memoria

¿Qué significa apropiarse de la memoria?, ¿es posible un control total de la memoria? Como se ha dicho antes, la memoria abarca diversas formas de comunicación entre los individuos que conforman una comunidad. En un principio, recordar es un proceso que implica una

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interpretación de las huellas del pasado, lo cual a su vez es una forma de transmitir información entre las cosas y los hombres y entre los hombres mismos. Apropiarse de la memoria es tener acceso a estas huellas, ya sea que estén inscritas en documentos, en monumentos, en los cuerpos y en general en el orden espacial (el territorio de la comunidad). Una comunidad (o un individuo) es dueña de su memoria porque puede, a partir de este control, comunicarse y comunicar su experiencia y el conocimiento que tiene de sí misma. Se sabe que his-tóricamente un individuo, un grupo social o una comunidad pueden, a partir de una posición de poder privilegiada, apropiarse y controlar las huellas de la memoria, y las formas de acceder a la información y comunicación de esta. Un control total implicaría el monopolio de todos los sedimentos de la memoria, tanto públicos como privados, tanto oficiales como no oficiales; control sobre los documentos, sobre los monumentos, sobre los relatos orales y hasta del propio cuerpo del individuo y su construcción espacial.

Los regímenes políticos basan en parte su poder en este control, pero siempre en diversos grados. Por ejemplo, en el libro Los abusos de la memoria, Todorov9 nos recuerda al emperador azteca Itzcoatl, que en el siglo xv mandó a destruir todos los registros físicos del pasado para poder recomponer la tradición a su manera, y a los conquistadores españoles que hicieron algo parecido al intentar bo-rrar todos los vestigios y testimonios de la antigua grandeza de los vencidos10. Pero ni el emperador azteca ni los españoles pertenecían a regímenes políticos totalitarios, y por lo tanto sólo eran “hostiles a los sedimentos oficiales de la memoria”, a la memoria oficial que es materializada a través de la escritura y los monumentos, y no a otras formas de superviviencia de la memoria como la tradición oral, o al mismo cuerpo, al sujeto como testigo. “La Historia se reescribe con cada cambio del cuadro dirigente y se pide a los lectores de la enci-clopedia que eliminen por sí mismos aquellas páginas convertidas en indeseables”11, y los lectores muchas veces lo hacen. Podemos

9 Tzvetan Todorov, Los abusos de la memoria, Paidós, Barcelona, 2000.

10 Ibíd., p. 11.

11 Ibíd., p. 12.

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decir que los regímenes políticos no sólo tienen el poder de escribir y reescribir la historia, sino que justamente su poder radica, y más precisamente la utilización violenta de su poder, en la posibilidad y nivel de manipulación y transformación tanto de la historia oficial como de la forma del recuerdo de las personas y la manera como lo comunican, en el control de su propia memoria.

Los regímenes totalitaristas del siglo xx, en cambio, muestran una forma extrema de control de la memoria: la supresión de la memoria. Sistematizan la apropiación y control de la memoria en todos sus espa-cios: el de la memoria oficial material y la forma en que se construye el relato, el de la memoria oral que se transmite entre individuos y hasta el del cadáver mismo que se puede convertir en un vestigio.

Ahora bien, ¿es posible la supresión total de la memoria? Si fuera posible, este acto sería paradójico. El acto exitoso de la supresión total de la memoria elimina a su vez cualquier posibilidad de comprobar que ese acto existió: “La necesaria ocultación de actos que [...] se consideran esenciales conduce a posiciones paradójicas, como aqué-lla que se resume en la célebre frase de Himmler a propósito de la ‘solución final’: ‘es una página gloriosa de nuestra historia que nunca ha sido escrita y que jamás lo será’ ”12. Si bien todo lo que pueda ser depositario de la memoria oficial está en peligro de manipulación de acuerdo a los intereses del dirigente de turno, para que la supresión de la memoria sea posible en el sentido que buscaba la “solución final”, todos los mecanismos de registro, transmisión y comunicación de la memoria deben estar bajo el control total y manipulación de los que buscan este propósito. Un ejemplo de este intento es el campo de concentración y particularmente el campo de exterminio, que puede ser visto como el mecanismo supremo de supresión de la memoria. Pero, como bien lo dice Todorov, del sacrificio de las personas que lograron contar lo que pasaba en el campo, la memoria adquirió el prestigio que tiene ahora, esto es, “como un acto de oposición al po-der” que intentaba instaurar el régimen totalitario13. La mejor manera

12 Ibíd., p. 13.

13 Ibíd., p. 14.

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de combatir ese poder fue informando al mundo sobre él, en otras palabras, guardando su memoria.

La memoria, en su dimensión política, está en estrecha relación con el manejo y control de la información. Según Todorov, la memoria en la actualidad se ve amenazada por el consumo cada vez mayor y más rápido de información propio del sistema sociopolítico que impera en las democracias liberales. Ahora la superabundancia, y no la supresión de información, acrecienta el deterioro de la memoria y la confina al reino del olvido14. Esto debido a que la sociedad liberal dirige su atención al ocio y a los placeres del instante, separando a los agentes de sus tradiciones y de las obras del pasado. En otros términos, el tiempo moderno se concibe negando las dimensiones del pasado y el futuro. El presente se erige como el único tiempo, lo cual es volver a lo que Whitehead llamó el prejuicio de la “localización simple”, esto es, localizar al individuo en un instante singular15.

Ahora bien, la superabundancia de información crea la sensación de que todos los hombres podemos saber todo lo que acontece a otros hombres en cualquier parte del mundo. A los medios de comuni-cación, se podría decir, no se les escapa nada. Además, hay en los medios un tipo de imágenes que tienen un espacio privilegiado, son las imágenes de la guerra y el horror. A través de la televisión y otros medios asistimos en tiempo real y en el mismo instante presente a la guerra y a las masacres, a la forma como gobiernos autoritarios y represores eliminan sistemáticamente a la oposición. En nuestro mundo moderno, parecería que la posibilidad de eliminar la memoria, la posibilidad de la “solución final” no tiene cabida, porque todo se registra. Pero esto no significa que las imágenes sean memorables, que se inscriban en el nivel del recuerdo y la memoria, porque como dice el escritor y periodista Michel Ignatieff, “... la mirada del medio es breve, intensa y promiscua; el tiempo de exhibición de sus causas morales resulta brutalmente corto”16. Por lo tanto, la mirada de la

14 Ibíd., p. 14-15.

15 Cassirer, Op. cit., p. 82.

16 Michel Ignatieff, El honor del guerrero, Taurus, Madrid, 1999, p. 16-17.

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televisión se inscribe, al menos en parte, en la dimensión del placer, porque a las imágenes del horror les corresponde un placer “patoló-gico”, el de la mirada del voyeur17.

Así, podemos hablar de dos formas de apropiación de la memoria que no tienen precedentes. La primera es la supresión de la memoria como un acto paradójico, radical y violento de los regímenes totalitarios que buscan la eliminación total de las huellas y registros de la memoria, el control y ruptura de toda forma de transmisión de la información y el dominio absoluto de la reescritura del pasado. La segunda es la omisión de la memoria (otra forma de la supresión), esto es, dejar de lado nuestro pasado poco a poco y de una manera no violenta pero eficaz, como consecuencia de la superabundancia de información y la búsqueda de los placeres del instante. Estas dos formas se mantienen en nuestro mundo contemporáneo y además no son excluyentes.

4. Memoria y olvido

¿Qué relación tiene la memoria con el olvido? La memoria no se opone al olvido. Si la memoria fuera el registro exacto de lo que sucedió sí se podría hablar de olvido, pero como no es así (y si lo fuera sería algo espantoso, como Borges lo muestra en la historia de Funes), los términos de contraste son la supresión (como vimos en el apartado anterior) y la conservación. La memoria es siempre una selección, o en otras palabras, uno de los rasgos constitutivos de la memoria es la selección18. Según Todorov, “algunos rasgos del suceso son conserva-dos, y otros progresivamente marginados y luego olvidados”19.

Si la memoria es selección y conservación, ¿qué sentido tiene hablar del olvido? Es posible darle un contenido más preciso a lo que podría entenderse por olvido. Hemos visto que los ataques contra la memoria se dan en términos de supresión, conservación y control de la trans-misión de la información. Las formas extremas de estos ataques son la

17 Ibíd., p. 15. Y todo el capítulo titulado “¿No hay nada sagrado? La ética de la televisión”, p. 15-39.

18 Todorov, Op. cit., pp.15-16.

19 Ibíd., p. 16.

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eliminación sistemática de los depositarios de la memoria, ya sea las personas o las cosas, y su consecuencia extrema es el olvido. Pero el olvido tiene sentido justamente cuando la transmisión de la informa-ción no es posible, cuando lo que se quiere contar no se puede contar o cuando no existe ninguna fuente que transmita lo que se quiere saber. El olvido se da cuando se eliminan todas las posibilidades de transmitir la memoria. El olvido es una consecuencia, no una forma de control o un mecanismo violento de supresión de la memoria. Una política del olvido también sería paradójica: para saber qué debemos olvidar debemos previamente recordar lo que debemos olvidar20.

El proceso de selección de la memoria busca la conservación de la experiencia vivida por un sujeto. Pero esta experiencia no se registra como una copia, sino que se recupera y se conserva en su dimensión simbólica, en su significado. La conservación también puede estar sujeta a un control que se dirige no ya a lo que debe ser suprimido, sino a lo que debe ser recordado. Según Todorov, los verdugos no sólo tienen la función de retener ciertos elementos del pasado (función que puede derivar en el olvido), sino “el derecho de controlar la selección de elementos que deben ser conservados”21. Este control se puede dar de dos formas: 1. Control sobre la selección: los individuos y los grupos no tienen el derecho de buscar por sí mismos la verdad de los hechos, no pueden preguntar, 2. Control sobre la transmisión: al sujeto que recuerda sólo se le permite transmitir ciertos elementos.

5. Usos de la memoria

La memoria selecciona y conserva. El proceso de selección de la memoria (el sujeto y la comunidad que recuerda) se basa en crite-rios específicos que lo hacen posible. Recordar está en función de esos criterios que permiten la selección de la información, y que

20 Aquí no me refiero a los procesos psicológicos y “naturales” del olvido. Tanto al nivel de la sociedad como del individuo hay acontecimientos y registros que se olvidan, pero como un proceso inconsciente o no consciente, involuntario y no traumático. Mi punto está en las po-líticas de la memoria y el olvido, y quiero mostrar la paradoja de esas políticas. Por otro lado he querido distinguir el olvido de otras formas parecidas, como la represión y la necesidad de no recordar, según he intentado ilustrar con el ejemplo de los atenienses.

21 Ibíd., p. 16.

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“servirán también, con toda probabilidad, para orientar la utilización que haremos del pasado”22. Recordamos en función de algo, puede ser en función del presente, de nuestros deseos, sentimientos o as-piraciones. El recuerdo implica siempre la evocación, algo que hace traer cosas del pasado. Este proceso no siempre es controlado por el sujeto que recuerda, tiene elementos tanto inconscientes como cons-cientes, y de hecho no es un proceso mecánico. A un nivel político, nada debe impedir la recuperación de la memoria23.

Pero el origen no legitima la utilización del recuerdo. Hay una dife-rencia entre la recuperación del pasado y su utilización. El proceso de recordar (recuperar el pasado) es independiente (aunque no aislado) del proceso de utilización del recuerdo, es decir, del papel que el pasado pueda desempeñar en el presente. Si no es posible proponer criterios que puedan impedir la recuperación de la memoria, ¿qué cri-terios pueden controlar su uso? Y si lo que se recuerda está en función de criterios que parten de las necesidades del presente, ¿qué sentido tiene decir que hay una manipulación del uso del recuerdo?

En todo caso, una sociedad no puede negar su memoria, porque se negaría a sí misma. Retomando la cuestión, ¿cómo hacer que algunos recuerdos que pueden ser dañinos para la vida de un individuo sean usados de una forma positiva? El psicoanálisis nos ofrece un para-lelismo clarificador, en parte porque algunas de las patologías que describe están directamente relacionadas con la memoria, como es el caso de la neurosis24. La nosografía de la neurosis muestra que el individuo reprime algunos recuerdos del pasado que le resultan de algún modo inaceptables. Esto no quiere decir que los olvida, sino que permanecen en un nivel inconsciente. El terapeuta, mediante el análisis, hace que el individuo recupere esos recuerdos, es decir, que los reintegre a su conciencia, a su memoria viva. Pero el indi-viduo no puede hacer que estos recuerdos, que por principio son dañinos, tomen un lugar dominante en su vida actual. De hecho, al

22 Ibíd., p. 17.

23 Ibíd., p. 17-18.

24 Ibíd., p. 24.

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ser recuperados a la conciencia, el recuerdo deja de jugar el papel dominante que crea la enfermedad. Al ser conscientes, el individuo los puede controlar y “los hará retroceder a una posición periférica donde sean inofensivos”25.

Otra forma de marginación de los recuerdos se produce en el due-lo. Primero se da el rechazo, la negación de la pérdida (del pasado reciente) y la absoluta imposibilidad de olvido por estar el recuerdo demasiado presente. Luego “la modificación del estatuto de las imá-genes y cierto distanciamiento contribuye a atenuar el dolor”26, lo que significaría que ese pasado deja de ejercer un dominio preponderante en la vida presente del individuo. Así se ilustra cómo el recuerdo puede ser dañino en su uso presente. Lo que se hace evidente es que el recuerdo sí toma un dominio especial en el presente, esto es, sí determina rígidamente los actos y la experiencia presente de un individuo, el recuerdo asume una posición negativa.

La cuestión entonces no está en negar el pasado, sino por el contrario, prima su recuperación. La dificultad es que el pasado ejerza un poder total sobre el presente. El pasado de ninguna forma puede dejar de influir en la vida del presente, y el individuo, nos dice Todorov, no puede llegar a ser “completamente independiente de su pasado, a disponer de este a su antojo, con toda libertad”27. El punto radica en que el pasado se explote como una fuente de poder y privilegios y por lo tanto sirva para afianzar y promover el odio, y convertir a la antiguas víctimas en victimarios. El uso privilegiado de la memoria en su sentido político buscaría reconstruir las bases de la comunidad, pero una comunidad que pueda integrar dos facciones que se han separado radicalmente, las víctimas y los victimarios, que se han diferenciado hasta el extremo de la deshumanización. Por lo tanto, ¿cómo la apropiación y el uso de la memoria permiten recuperar la identidad de un otro que se ha hecho radicalmente diferente?

25 Ibíd., p. 24.

26 Ibíd., p. 25.

27 Ídem.

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6. La lectura literal y la lectura ejemplar

Hemos visto que la memoria está constituida por la conservación, la selección y la transmisión del pasado; que las políticas de la memoria utilizan diversos mecanismos de control como la supresión y el uso del pasado de acuerdo con diversos intereses en el presente; y que la memoria constituye en buena medida la identidad tanto a nivel individual como colectivo. Los diversos usos de la memoria están en directa relación con la dimensión moral. Debemos preguntarnos si hay usos buenos y abusos del pasado. Pero esta pregunta debe complementarse con la cuestión de si hay criterios que nos permitan hacer una buena o mala selección del pasado. ¿Qué significa hacer una selección del pasado?

Los individuos recuerdan a partir de la impresión y los sentimientos que les producen diversas experiencias vividas. El recuerdo muchas veces está en relación con las condiciones del presente. También el recuerdo individual puede oponerse o diferir del recuerdo colectivo o de lo que una comunidad o nación quiere que se recuerde (de la memoria oficial). En el caso de la memoria oficial, más que en el de la memoria individual, se utilizan criterios para definir qué se debe recordar; por ejemplo, recordar el pasado como glorioso o como sufrido. El criterio sirve para crear un sentimiento que refuerce la colectividad y que permita una mayor cohesión social.

A nivel del individuo la cuestión es más difícil de resolver, es decir, puede ser que el individuo no utilice criterios racionales para hacer su selección del pasado, porque el pasado no es algo que se elige (o por lo menos no completamente, pues los factores que entran en juego son infinitos), sino que es algo que, al experimentarse, constituye la identidad del individuo28. En el caso de la comunidad, la elección

28 Aquí no estoy negando que el individuo puede decidir, a partir de criterios muy claros, re-construir su pasado de formas muy diversas. Por ejemplo, un soldado lucha en una batalla importante. No sabe qué puede pasar, se piensa cobarde pero puede ser un valiente, o al revés. El hecho (si tiene sentido hablar así) es que se portó como un cobarde (o al menos algunos lo recuerdan así). Pero él y otros, y hasta el mismo que lo recordó como cobarde, lo recuerdan ahora como un valiente. ¿Qué pasó? Se puede explicar así: se portó como un cobarde en el campo de batalla, pero dedicó su vida a corregir esa flaqueza. El ejemplo es

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de los criterios se relaciona directamente con una intencionalidad política. Aunque en esta esfera los criterios no son necesariamente racionales, la elección se realiza en un acuerdo que busca la identi-ficación de los individuos entre sí, para su fortalecimiento como un todo. Si la memoria colectiva se opusiera a la memoria individual, el criterio para el individuo no sería el de cómo recordar su pasado, sino el de qué hacer con su recuerdo frente a la memoria oficial. En principio tiene dos alternativas, callar o hacer que lo escuchen, y en una segunda instancia, preguntarse por el uso que puede hacer de su pasado frente a la memoria oficial. El peligro al que se enfrenta el individuo en esta situación va en doble sentido: por un lado, oponerse a la comunidad puede debilitarla y en últimas fragmentarla; y por otro, el individuo puede ser proscrito de la comunidad. Por eso hay que establecer claramente la relación entre el individuo y la comuni-dad, es decir, cuál es el tipo de comunidad que se busca reconstruir a partir del uso de su memoria y a la que el individuo busca pertenecer.

Todorov nos propone como hipótesis que para fundar la crítica de los usos de la memoria se deben distinguir diversas formas de reminis-cencia29. El acontecimiento recuperado puede ser leído de manera literal o de manera ejemplar. En el primer caso, el suceso recordado “permanece intransitivo y no conduce más allá de sí mismo”30, hay una relación de contigüidad entre el recuerdo y la identidad del individuo o entre el pasado como determinante de las acciones y el comportamiento del individuo en el presente. El uso literal hace al pasado insuperable, único e incomparable. En este caso el presente se somete al pasado. En el uso ejemplar, el suceso recordado sirve como modelo para comprender situaciones nuevas. La relación entre el pasado y el presente es de analogía y no de contigüidad, esto es, los recuerdos del pasado se asocian a los sucesos del presente por semejanza y no porque sean idénticos. En este caso el pasado se

tomado de un cuento de Borges: “La otra muerte”, en Obras completas, Emecé, Buenos Aires, 1978, p. 571-575.

29 Op. cit., p. 30.

30 Ídem.

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utiliza en función del presente, se convierte en ejemplo y lección con-tra las injusticias presentes y por lo tanto tiene una función liberadora.

Para Todorov, la distinción entre memoria literal y memoria ejemplar es moral. El uso ejemplar está en función de la justicia, el uso literal sacraliza la memoria, erige un culto a la memoria por la memoria y la hace estéril, esto es, asume el pasado como intocable e inmuta-ble, y hace que el individuo viva en función de su pasado, en otros términos, hace que viva en el pasado31. Por ejemplo, un individuo que no completa el duelo, está dominado por el recuerdo, “se condena a sí mismo a la angustia sin remedio, cuando no a la locura”32.

Pero un individuo que no completa el duelo no necesariamente niega la realidad de su pérdida, como un pueblo que “conmemora obsesivamente” su sufrimiento no necesariamente erige un culto a la memoria por la memoria. El pasado, aunque someta al presente, tiene un uso, y la cuestión es que los usos de la memoria no se refieren necesariamente a una cuestión de superación sino a cómo incide el pasado en las actitudes y pretensiones de los individuos y los grupos en el presente.

Todorov sostiene que la forma literal de la memoria no es moral, principalmente porque hace de la memoria algo único, incompa-rable e incompatible con la experiencia de otros, o, en palabras del autor, porque no permite “separarse del yo para ir hacia el otro”33. La cuestión es que la lectura literal del pasado también puede tener una función moral, una función reivindicativa o de resistencia, aun cuando los individuos se condenen a la angustia o a la locura. Las víctimas pueden utilizar su experiencia de sufrimiento única e incomunica-ble para exigir una justicia ejemplar y no solamente su experiencia ejemplar para exigir justicia. Además, ¿cómo se le puede pedir a una víctima que no realice una lectura literal de su pasado?

31 Ibíd., p. 33.

32 Ídem.

33 Ibíd., p. 32.

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7. Una crítica a la memoria ejemplar

Todorov dice que el argumento que se ha utilizado para rechazar la memoria ejemplar tiene implicaciones políticas. Hacer único un suceso es fortalecerlo, compararlo parece que “implica atenuar su gravedad”34. Pero bien nos muestra Todorov que hablar de sucesos únicos e incomparables no tiene sentido. Comparar es buscar equi-valencias, elementos en común, en el contexto del debate público. A nivel del individuo, algunas experiencias vividas son incomparables, “inefables e irrepetibles, incomprensibles e incognoscibles”35. En este sentido, la experiencia vivida siempre tiene algo de singular, algo de único y de irrepetible, lo cual es dentro de unos límites muy precisos, el sentimiento que la acompaña, y esto no necesariamente haría imposible la comparación.

En el debate público racional, la comparación es la única forma de fundar la memoria, de comprenderla y de poder usarla a favor de la justicia. Pero comparar no significa, en este contexto, debilitar la me-moria, sino mostrar semejanzas y diferencias, y mucho menos significa explicar o perdonar. Por ejemplo, comparar el Holocausto con otras formas extremas de genocidios, no significa que se esté exigiendo implícita o explícitamente que los judíos perdonen a sus victimarios. Tampoco se trata de explicar los crímenes de los nazis comparándolos por ejemplo con los crímenes del régimen de Stalin, ni de mostrar que los primeros son menos culpables que el segundo36.

Todorov nos dice que la concepción del suceso como único e incom-parable sólo nos permitiría utilizarlo para denunciar otros sucesos equiparables, pero no para utilizarlo como ejemplo de otras manifes-taciones que hay que rechazar. Esto evidentemente es contradictorio, porque la singularidad del suceso lo haría incomparable, y no habría otros sucesos equiparables. En otras palabras, afirmar que el pasado ha de servir como lección y a la vez concebirlo como incomparable

34 Ibíd., p. 34.

35 Ibíd., p. 35.

36 Ibíd., p. 36-37.

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es contradictorio. Pero parece que la contradicción es sólo formal y bastante inútil (por eso creo que es necesario hacer la distinción entre incomparable y singular), porque esto evidentemente no es así, no necesitamos afirmar o negar la singularidad única del suceso para utilizarlo como lección y ejemplo para el presente o para el futuro. Aun cuando el suceso se presente como algo singular nos puede enseñar algo para el porvenir, y además, no siempre el pasado se tiene que usar como ejemplo de; también puede ser usado para exigir justicia en el presente. De hecho, al utilizar el pasado de una forma pedagógica, como un aprendizaje que busca que los errores pasados no se repitan, se puede caer en una instrumentalización tanto del pasado como de las víctimas con el fin de obtener beneficios futuros37. Decir que el pasado nos da lecciones a veces no tiene mucho sentido.

¿Para qué nos sirve encontrar lo común que puede haber entre la experiencia individual y la experiencia colectiva o entre diversas experiencias colectivas? Por lo menos, en el nivel público, podemos analizar las implicaciones de la comparación, más que tratar de definir si se debe usar el pasado como singularmente único o ejemplar.

8. ¿Para qué la ejemplaridad?

Para ilustrar su punto de vista a favor de la memoria ejemplar, Todorov retoma varios ejemplos de antiguas víctimas de los campos de concentración nazis. En principio muestra que estas víctimas no se “sumergen” en su memoria, sino que la utilizan para otros casos presentes de injusticia análogos, como los gulags soviéticos. La opo-sición de Todorov es entre “quedarse determinado y limitado” por el recuerdo, o “sumergido en el pasado, restañando sus propias heridas, y alimentando su resentimiento hacia quienes le habían inflingido un dolor inolvidable”38 y “escoger, utilizar la lección del pasado para actuar en el presente”39.

37 Pablo de Greiff, “La obligación moral de recordar”, en Adolfo Chaparro, Cultura política y perdón, Centro Editorial Universidad del Rosario, Bogotá, 2002, p. 145.

38 Todorov, Op. cit., p. 43.

39 Ibíd., p. 43, las cursivas son nuestras.

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Una persona que antes de sufrir la experiencia de ser deportado pudo haber sido un ingeniero, un trabajador, o alguien totalmente desco-nocido, se convierte en un “profesional” del campo, en un “especia-lista”, se sumerge profundamente en su pasado, y opta por utilizarlo para luchar contra las injusticias del presente; no para juzgar a sus antiguos victimarios o para mantener la memoria viva en el pueblo alemán y en el pueblo judío, sino para investigar y denunciar a otros victimarios y ayudar a otras víctimas. Esto puede ser una escogencia, una elección que algunas víctimas hacen, pero no quiere decir ni que la persona no esté profundamente sumergida en su pasado, ni que sea más loable su acción que la de otros, quienes, como Améry40 (otro antiguo deportado), recuperan el pasado que el pueblo alemán parece haber olvidado. Para Todorov no “hay otro deber para los antiguos deportados que investigar sobre los campos existentes”41.

La comparación, utilizar el recuerdo como ejemplaridad, es necesaria, sobre todo porque, como muestra Todorov, ayuda a develar y entender mejor las intenciones de los victimarios, el significado de grandes actos de iniquidad, y la posición de la víctimas, pero no invalida otros usos y otras formas de denuncia. La comparación muestra con toda claridad que el pasado no es neutro, no es una cuestión de hacer ciencia en oposición a la política, sino que es un trabajo de selección y combinación (como toda historia lo es) orientado no a la búsqueda de la verdad sino del bien común42.

II. Memoria, identidad y religiosidad en las comunidades desplazadas

1. Las rupturas: identidad y desplazamiento

El desplazamiento forzado es un proceso violento que rompe con las condiciones vitales y cotidianas de una comunidad y la afecta en todas

40 Jean Améry, Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, Pre-textos, Valencia, 2001.

41 Todorov, Op. cit., p. 44.

42 Ibíd. p. 49.

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sus dimensiones: su relación con el territorio, los espacios y tiempos rituales, los lazos sociales y familiares, las formas de producción y reproducción social, sus lugares de la memoria y su identidad.

Una comunidad se organiza en un espacio natural que es transfor-mado continuamente por la acción del hombre, por su trabajo y el sentido que le da, fruto de una forma particular de ver y relacionarse con el mundo. Así, el hombre, más que ocupar un lugar en el espa-cio, lo habita, acto por medio del cual “un habitante (actor) asigna significado a un espacio y lo convierte en un territorio (lugar habita-do, significado), proceso dinamizado por la cultura”43. El territorio, de esta manera, es un espacio simbólico en el que se inscriben las condiciones que posibilitan la vida de una comunidad y le dan un sentido de identidad.

La acción violenta de los actores del conflicto armado colombiano obliga tanto a comunidades enteras como fragmentadas (bien sea porque no todas las esferas y grupos que conforman una comunidad pueden dejar su tierra, o porque no todos permanecen con vida) a romper con el territorio, con su espacio vital, y con sus relaciones sociales tradicionales, y a buscar protección y refugio tanto en las periferias de los cascos urbanos como en las fronteras agrícolas del país, presionando los límites de las selvas y tierras no colonizadas. Aquí los distintos individuos y comunidades entran en procesos de búsqueda constante que les permitan reconstruir sus dimensiones vitales, y en general, recuperar el sentido del mundo. Pero estos pro-cesos se dan a partir de la propia condición de desplazados y tienen su fundamento en el hecho fundador de la violencia que los obligó a dejar sus territorios tradicionales. El territorio y toda la reconstrucción de las dimensiones vitales se crea y recrea a partir de “un ejercicio de memoria y reconstrucción de la historia personal y colectiva, donde se da una reelaboración de los hechos y se editan los acontecimientos

43 Nicolás Serrano Cardona, Cuando el territorio no es el mismo. Estudio comparativo de los impactos psicosociales y culturales del desplazamiento forzado en asentamientos de Quibdó, Tumaco y Cartagena, Plan Internacional y Corporación Puerta Abierta, Bogotá, 2007, p. 17.

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de los que fue objeto la población según su propio sentido del pasado y proyección al futuro”44.

Las comunidades desplazadas entran así en una dinámica cultural de constante cambio. Los individuos se ven enfrentados a continuos procesos de adaptación en los que deben utilizar diversas estrategias que les permitan reconstruir tanto sus lazos sociales de familia, ami-gos, vecinos, compañeros de trabajo, y en particular de comunidad, como su espacio simbólico de identidad, trabajo, consumo y relación con los objetos culturales. Todo esto con el fin de volver a ocupar un lugar con sentido en el mundo.

La experiencia del desplazamiento no puede ser vista de una manera simple como la pérdida de identidad, sino, según lo anterior, como una ruptura en la filigrana del tejido social y en la coherencia en las estructuras simbólicas y culturales. Una comunidad o un grupo de individuos se ven inmersos en una experiencia traumática y violenta que los pone en situación de víctimas que han sido irrespetadas en todos sus derechos, pero por el mismo acto de desplazamiento se convierten en agentes que son capaces de reclamar sus derechos, que se oponen a todas las formas de violencia de los regímenes de terror, que denuncian las injusticias a las que fueron sometidos y, además, que son capaces de mantener y reconstruir su identidad. Así, siguiendo al investigador Andrés Salcedo, no hay en sentido estricto una pérdida de identidad de las personas en situación de desplaza-miento, sino diversas estrategias de resistencia cultural y política a través de las cuales las personas se oponen al conflicto armado y a la dominación. Por lo tanto, una comprensión profunda del problema debe dar cuenta de la forma como las personas superan y se recupe-ran de la experiencia de violencia, en la cual el desplazamiento es el primer paso del proceso45.

44 Ibíd., p. 26.

45 Andrés Salcedo Fidalgo, Itinerarios de vida y pérdida: mundo material y desplazamiento for-zado hacia Bogotá, proyecto de investigación inédito, Universidad Nacional, Bogotá, 2001.

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Según lo anterior, el mismo acto de desplazamiento es un acto de protesta política, y en tanto que es protesta, tiene como propósito in-trínseco darse a conocer, comunicar a la sociedad nacional y al mundo, con mensajes claros y evidentes, los actos de iniquidad y violencia, que pretenden ser ocultos y velados, de los actores del conflicto ar-mado. Así, el desplazamiento se inscribe bajo la misma lógica de las luchas simbólicas de las víctimas que buscan constituir la memoria, recuperando y dando a conocer el pasado de un pueblo. Luchas cuyo ejemplo paradigmático lo podemos ver en los casos de las víctimas de los campos de concentración nazi, como Primo Levy46 y Jean Améry, y de los gulags soviéticos, como Alexander Solzhenitsyn47.

2. Memoria y violencia: las víctimas

El sentido y el uso de los recuerdos tienen su base fundamental en el sentimiento que los acompaña. Siempre hay algo inefable en la comunicación de un recuerdo y es precisamente el sentimiento que, en otros términos, hace que el recuerdo sea singular y que quien recuer-da sienta que su experiencia es única. Un ejemplo paradigmático se presenta en las pesadillas. Borges nos cuenta un sueño que tuvo:

(...) yo estaba en mi habitación; amanecía, y al pie de la cama estaba un rey, un rey muy antiguo, y yo sabía en el sueño que ese rey era un rey del Norte, de Noruega. No me miraba: fijaba su mirada ciega en el cielorraso. Yo sabía que era un rey muy antiguo porque su cara era imposible ahora. Entonces sentí el terror de esa presencia. Veía al rey, veía su espada, veía su perro. Al cabo, desperté. Pero seguí viendo al rey durante un rato, porque me había impresionado. Referido, mi sueño es nada; soñado, fue terrible. Y tuve la sensación de horror que es la pesadilla, porque la pesadilla es, ante todo, la sensación del horror48.

Las palabras de Borges son claras, tratar de comunicar lo incomunica-ble del sentimiento es de algún modo alejarse de este, racionalizarlo. Pero a través de su relato, que es en sí mismo una sustitución, pode-mos hacernos una idea del sentido de lo que puede ser lo terrible, o la sensación del horror.

46 Primo Levi, Trilogía de Auschwitz, Océano, México, 2005.

47 Alexander Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag, Círculo de Lectores, Bogotá, 1976.

48 Jorge Luis Borges, Siete noches, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1980, p. 48.

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La pesadilla de Borges puede ser comparada con otra experiencia. Améry, en su libro Más allá de la culpa y la expiación49, relata su experiencia de ser una víctima de la tortura en un campo de concen-tración nazi. Él puede describir con mucha precisión el lugar y los personajes, nos dice que la relación entre el torturador y la víctima se basa en la negación radical del otro, nos dice, citando a Bataille, que el torturador “niega al mismo tiempo el principio social y el principio de realidad”50. Pero cuando intenta describir el dolor que producen los golpes y los instrumentos de tortura dice que sería in-útil. Y se pregunta: “¿era ‘como un hierro candente aplicado sobre mis lumbares’ o más bien ‘como una estaca roma que me golpeaba la nuca’?”51. En este punto sólo estaríamos vanamente jugando con las metáforas, lo cual nos muestra los límites de la descripción. Para él no hay forma de transmitir lo que sintió, el dolor: “El dolor era lo que era. No hay nada que añadir. Los aspectos cualitativos de las sensaciones son incomparables e indescriptibles. Fijan los límites de nuestra capacidad de comunicación verbal. Quien deseara ‘compartir’ su dolor físico con los otros, se vería forzado a infligirlo y por tanto a tornarse él mismo en verdugo”52.

La víctima, en este caso, parece encontrarse en una encrucijada: en el eje horizontal está el sentimiento que acompaña el recuerdo y su racionalización para poder comunicarlo, en el eje vertical, el uso que puede hacer de su recuerdo, cuya posibilidad está en volverse ella misma un verdugo. Por esto se busca que las víctimas, en su proceso de elaboración de su memoria, realicen así mismo un proceso de olvido, como un mecanismo para evitar la venganza y la aplicación de la violencia sobre los antiguos agresores. Porque como nos lo recuerda Todorov, en nombre de la memoria se han perpetrado los peores crímenes53.

49 Améry, Op. cit.

50 Ibíd., p. 100.

51 Ibíd., p. 97.

52 Ídem.

53 Todorov, Op. cit.

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Pero lo que se olvida y se recuerda no debe estar dirigido al aconteci-miento como tal, al hecho mismo, sino a la impresión que produce, al sentimiento que acompaña al recuerdo54. Imponer restricciones sobre el pasado, sobre los hechos mismos, suprimiéndolos o eliminándolos, es una forma de continuar el uso de la violencia en un plano simbólico; estas restricciones, como hemos visto, son típicas de los regímenes totalitaristas. El trabajo sobre la memoria que hacen tanto las vícti-mas como los victimarios y la comunidad en general, en búsqueda de los procesos de reconciliación y perdón y en el interés común de restablecer las relaciones sociales y comunitarias, debe ejercer una labor muy especial, y si es posible, efectiva, en la transformación de los sentimientos que generaron los hechos de iniquidad y violencia, y así poder tanto proteger la memoria como “transformarla” y usarla en función de la creación de un mejor presente.

3. Los encuentros: memoria y religiosidad

La reflexión que sigue a continuación retoma los conceptos princi-pales tratados anteriormente, pero enmarcados y analizados desde la perspectiva religiosa. Es necesario aclarar que esta reflexión no tiene la intención de limitar los mecanismos de recuperación del pasado, los usos de la memoria y sus aspectos morales, el concepto de víctima y los procesos de perdón y reconciliación como si no tuvieran otro sentido y propósito que no fuera el religioso, o cuyo sentido no se pudiera comprender por fuera del contexto religioso.

He planteado, al principio de este texto, que la recuperación del pa-sado en su significación humana tiene un valor simbólico. En otras palabras, la memoria es un proceso simbólico de recuperación del tiempo pasado, no un registro mecánico de repetición de impresio-nes pasadas. Este carácter eminentemente simbólico es lo que hace posible tanto que las personas interpreten su pasado de diferentes puntos de vista o visiones del mundo como que la memoria sea uno de los elementos principales y constitutivos de la identidad individual y colectiva.

54 Cfr. Marc Augé, Las formas del olvido, Gedisa, Barcelona, 1998, p. 22-23.

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La memoria pasa siempre por un medio intersubjetivo que si bien no necesariamente se utiliza cuando un individuo recupera su pasado55, sí determina su sentido en el proceso de transmisión y comunicación. Este medio es principalmente el lenguaje, que es compartido por los miembros de una comunidad, tanto el lenguaje oral como cualquier tipo de lenguaje simbólico, por ejemplo las imágenes, los monumen-tos, los documentos, etc…

Parte del sentido que la memoria adquiere en la arena pública está determinado por el contexto desde el cual se construyen los relatos del pasado, es decir, por las condiciones presentes de los individuos, por lo que estos esperan del futuro, y por el tipo de sociedad que de-sean. El discurso desde el cual se reconstruye el pasado está enmar-cado en modelos de sentido que orientan la conducta y permiten la comprensión de todos los aspectos de la realidad social. En términos generales, estos modelos pueden ser de dos tipos: un modelo racional, desprovisto de principios metafísicos y de explicaciones finalistas, y un modelo mítico-religioso, teleológico, que tiene su sustento en la fe y la creencia en un ser superior56.

El primero puede buscar la constitución de una comunidad laica a partir de los principios modernos de la democracia, la igualdad y la concertación racional, el segundo busca la constitución de una comu-nidad de fe. Cada una de estas formas particulares de comprensión del mundo permite una explicación a la totalidad de la experiencia. Así, por ejemplo, una experiencia traumática puede ser reinterpretada o inmediatamente aprehendida por el sujeto como una experiencia reli-giosa, o puede ser comprendida, desde otro punto de vista, como una experiencia existencial desprovista de cualquier sustrato religioso. En los dos casos, el carácter del pasado, su sentido, es particular y es dado por el modelo. Si bien los dos modelos son dos formas de comprensión diferentes, pueden coexistir en un mismo individuo y alternarse de

55 El pasado puede ser, en un plano eminentemente subjetivo, sentido, vivido o intuido de una forma no reflexiva o autoconsciente.

56 Aquí se toma como referencia el análisis estructural del pensamiento que realiza Levi-Strauss. Claude Levi-Strauss, El pensamiento salvaje, Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 1997, principalmente el primer capítulo, p. 11-59.

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acuerdo a las necesidades del presente, a sus interlocutores y a cómo se quiera recuperar y usar el pasado57. Una persona que ha vivido, por ejemplo, la pérdida de un ser querido, puede interpretar este suceso, en un primer momento, como algo necesario e inevitable según las leyes biológicas, y en otro momento como un mensaje divino, como una prueba impuesta por la voluntad de Dios.

Sea como fuere, la forma como el pasado es recuperado lleva implí-cita su comprensión y su significación, y esto implica que el sentido que le damos al pasado, a la memoria, está determinado por el punto de vista, y cambia de acuerdo al medio intersubjetivo desde el cual se interpreta. Un hombre de fe vive una experiencia traumática de manera muy diferente a como la viviría un agnóstico, y así mismo la recuerda. Por ejemplo, las memorias de Améry y de Primo Levi y sus experiencias en los lager están desprovistas de cualquier sentido religioso. Levi, en toda su Trilogía de Auschwitz sólo le dedica un pasaje a este aspecto de la memoria:

No sólo en los momentos cruciales de las selecciones o de los bombardeos aéreos, sino también en el suplicio de la vida diaria, los creyentes vivían me-jor: ambos, Améry y yo, lo hemos observado. No tenía ninguna importancia cuál fuese su credo religioso o político. Sacerdotes católicos o protestantes, rabinos de las distintas ortodoxias, sionistas militantes, marxistas ingenuos o maduros, testigos de Jehová, estaban unidos por la fuerza salvadora de su fe. Su universo era más vasto que el nuestro, más dilatado en el espacio y en el tiempo, sobre todo más comprensible: tenían una clave y un punto de apoyo, un mañana milenario por el que podía tener sentido sacrificarse, un lugar en el cielo o en la Tierra en el que la justicia o la misericordia habían vencido, o vencerían en un porvenir quizá lejano pero cierto: Moscú, la Jerusalén celeste o la terrenal. Su hambre era distinta de la nuestra, era un castigo divino, o una expiación, una ofrenda voluntaria o el fruto de la podredumbre capitalista. El dolor, en ellos o en torno a ellos, era descifrable, y por eso no bordeaba la desesperación58.

Primo Levi en este pasaje no diferencia a los judíos, a los católicos, a los protestantes, a los comunistas, porque todos tienen algo en común: creen en algo, tienen fe. El papel que cumple la creencia es

57 Esto no significa que la recuperación del pasado sea un proceso totalmente racional, calculado y manipulado de acuerdo a intereses particulares. Significa que el pasado tiene siempre un uso práctico.

58 Levi, Op. cit., p. 598. Las cursivas son nuestras.

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fundamental en la interpretación de la experiencia, constituye un universo de comprensión a priori, da sentido. ¿Qué pasa entonces con los que no tienen fe, no creen en algo o son agnósticos? Decir que ellos no pueden comprender su experiencia sería falso. La com-prenden de otro modo, su punto de partida es diferente, la concep-ción de las estructuras básicas de tiempo y espacio es diferente, su hambre y su dolor. Si en un caso el tiempo y el espacio son dilatados, en el otro son estrechos y limitados. Para los primeros, su tiempo es el tiempo de la esperanza, la confianza en la transformación radical de las condiciones de sufrimiento, injusticia y violencia que están viviendo las personas; su espacio es la “Jerusalén” que pronto los va a acoger. Para los segundos, su tiempo es el que abarca un día, un día de sufrimiento, pero también un día más de vida, y su espacio es el que está dividido por un muro, por una alambrada custodiada por soldados que los privan de la libertad59.

Pero de acuerdo al tipo de creencia, el sentido que se le da al sufri-miento y a la experiencia es particular, y por lo tanto es necesario diferenciar a los judíos de los católicos, cristianos, comunistas, etc. No es la intención de este texto realizar este ejercicio de reflexión, sino solamente analizar la relación entre una experiencia de sufrimiento particular como es la del desplazamiento forzado, y una tradición religiosa, la tradición cristiana. Esto, para el caso de la violencia actual en Colombia.

Dentro de los límites éticos cristianos, ¿cómo el pasado se constituye y se selecciona?, ¿cómo la memoria se configura y se usa?, ¿cómo una víctima del desplazamiento forzado le da sentido a su pasado? Dentro de estos límites, ¿qué es lo que debe ser recordado?, ¿cómo se recupera el pasado?, ¿cómo se recuerda?, y ¿qué forma se le da al recuerdo?

Como se ha anotado anteriormente, las víctimas del desplazamiento forzado recurren a diferentes estrategias para oponerse a la violencia, entre las cuales se encuentra el desplazamiento mismo. Oponerse a

59 Cfr. ibíd., principalmente el primer libro: Si esto es un hombre.

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la violencia significa romper con el círculo vicioso de la retaliación y la venganza. Así, los actos de oposición a la violencia deben ser interpretados como formas en que las personas y las comunidades intentan sustraerse y diferenciarse de los agresores, y no como formas de sometimiento o indicios de debilidad60.

Ahora bien, si la violencia y el desplazamiento tienen como una de sus principales consecuencias el rompimiento del tejido social, el des-membramiento de las relaciones que existen dentro de la comunidad, la desestructuración de las relaciones del hombre con su territorio y con su sentido del tiempo, las víctimas de estos actos se ven abocadas a reconstruir estos elementos vitales, a recuperar el sentido de sus vidas y los lazos comunitarios. Una opción (y no la única) que se le presenta a los desplazados en los diferentes sitios de llegada son las comunidades religiosas cristianas61. La comunidad religiosa se vuelve, de manera retrospectiva y significativamente, el lugar de llegada, esta comunidad es la que los puede recibir y los puede acoger. Por lo tanto la comunidad religiosa se erige, en un primer momento, como una posibilidad para que la víctima reconstruya y cree nuevos lazos sociales, se integre otra vez a una red de relaciones.

En un contexto de violencia generalizada, como es el caso de algunas regiones colombianas donde las personas se encuentran en un fuego cruzado de guerrilla y paramilitares y dudan del Estado mismo por-que lo ven como un enemigo más, la comunidad religiosa es la única que las puede proteger. La violencia es tan extrema y tan común que el único que pueda dar protección es Dios (la comunidad de fe o el pastor): Dios es la defensa contra el poder de los enemigos. Así cobran sentido las palabras del apóstol: “Si padecéis por causa de la Justicia, Bienaventurados sois”. Para la comunidad religiosa, los desplazados se ven como la oportunidad de cumplir con las enseñanzas del libro sagrado, con los preceptos cristianos de acoger a los excluidos, a los

60 Cfr. René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Anagrama, Barcelona, 2002.

61 La Iglesia Católica también se presenta como una opción de acogida de los desplazados, pero el interés principal de este trabajo está centrado en las iglesias cristianas pentecostales.

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marginados, que probablemente no son aceptados fácilmente por las distintas comunidades en las que se ven obligados a vivir.

Desde el momento en el que el desplazado es aceptado por la comu-nidad religiosa comienzan los trabajos de la memoria. Esto es así en tanto que la memoria juega un papel fundamental en la estructura-ción de la comunidad. Por esto, en una comunidad cristiana pueden ser aceptados tanto víctimas como victimarios. No importa tanto qué es lo que se ha vivido, qué actos injustos o graves se han cometido; importa más cómo se recuerdan y cómo se usa el pasado en función de los principios que comparte la comunidad. Los que se han vuelto inhumanos o se han deshumanizado pueden volver, en virtud de la ética cristiana, a recuperar su dignidad, a volver a hacer parte de la comunidad. Su pecado, su mancha puede ser limpiada. Y la víctima, en virtud así mismo de la ética cristina, actúa como la que “salva” al agresor, como la que le otorga el perdón. Tanto unos como otros reconstruyen su pasado, le dan forma a su memoria a partir del texto sagrado, este les provee de un universo de sentido.

El texto sagrado es el paradigma, el modelo de modelos que permite que el pasado se presente de una forma significativa, con sentido. En la Biblia se narra la historia de exclusión y violencia a la que fue sometido el pueblo de Dios, pero también se muestra cómo esta comunidad, en virtud de su fe, confía en la espera de un futuro mi-lenario en el que la justicia va a tener cabida. Así se configura una imagen perspicua y explicativa de todas las experiencias posteriores de exclusión y violencia. La víctima, desde este marco de interpre-tación, entiende su pasado como una prueba que debe ser superada en virtud de la fe en Dios.

El pasado es seleccionado y conservado de acuerdo al relato bíblico y su uso busca la reconciliación de la comunidad. Pero, ¿se puede afirmar que el pasado es manipulado desde el contexto religioso? Hay un sentido muy preciso en el que se debe utilizar el término de mani-pulación cuando se aplica a la memoria. La memoria es manipulada cuando un grupo, en virtud de la utilización del poder, ya sea político, económico, o el que otorgan las armas, la utilización de la fuerza y

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la violencia, no permite que se recuerden ciertos acontecimientos, o no permite que ciertos acontecimientos se recuerden de una forma particular. La memoria se manipula en tanto que un individuo o una comunidad intentan justificar sus actos de violencia e inequidad, y mantener su poder sobre otras personas, así como mantener las con-diciones de sometimiento y de diferenciación social. Pero nada de esto se encuentra en las enseñanzas cristianas. En el relato bíblico no se justifica el uso de la violencia, sino que, por el contrario, se le da sentido al sufrimiento y a la exclusión.

Teniendo en cuenta lo anterior, la memoria es leída, desde el contexto religioso, de una forma muy particular, en la que se mezclan la lectura literal y la lectura ejemplar, y por lo tanto su uso también es tanto literal como ejemplar. El relato bíblico se lee de manera “literal”, en el sentido de que se concibe como el pasado único y absolutamente sin-gular del pueblo de Dios, pero aquí es donde se encuentra el sentido de todas las formas de violencia a las que son sometidos los hombres. Es el punto de partida y el ejemplo de cómo la violencia tiene sentido por su función liberadora, y por la idea de la esperanza cristiana. La significación que provee el relato cristiano permite que el individuo que ha tenido una experiencia violenta, que se ha convertido en una víctima, pueda ver su pasado no como literal o único e irrepetible, sino como un ejemplo, comparable al relato bíblico. La lectura del pasado en clave religiosa hace que pueda ser usado de manera ejemplar, porque lleva implícita la búsqueda de la reconciliación, de destruir el círculo vicioso de la venganza, negando al enemigo, en tanto que su poder, su violencia no tiene cabida frente al poder de Dios.

La apropiación de la memoria y su uso en la comunidad cristiana están íntimamente ligados al perdón, a la reconciliación y a la esperanza. Las pérdidas sufridas, entonces, se convierten en ganancia. Y entre la pérdida y la ganancia hay una gran diferencia: se pierden bienes materiales; se gana el amor de Jesucristo. Estas son las palabras del pastor menonita Pedro Stucky a su comunidad con las que se refiere a las víctimas del desplazamiento:

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A nuestra iglesia han llegado personas que podrían odiar a la guerrilla, a los paramilitares, a las fuerzas armadas, o tal vez a otros. Posiblemente algunos han tenido afectos hacia uno u otro grupo. Posiblemente tendrían mucha desconfianza hacia otros en la iglesia. Pero en la nueva comunidad de Jesús, han aprendido a perdonar, y alrededor de la Mesa del Señor, se hace realidad la descripción del escritor de Efesios 2: 14: “Cristo es nuestra paz. Él hizo de judíos y no judíos un solo pueblo, destruyó el muro que los separaba y anuló en su propio cuerpo la enemistad que existía”.

[…] Y aunque estas personas han perdido mucho, ellos mismos confiesan que han encontrado algo muchísimo más valioso de lo que perdieron, pues fueron encontrados por Jesucristo y su cuerpo amoroso. Y allí aprendieron a perdonar, a dejar su pasado en las manos de Dios, y proseguir hacia nuevos horizontes que Dios les abría. Aquí se cumple la palabra de Dios en Jeremías 29: 11: “Yo sé los planes que tengo para ustedes, planes para su bienestar y no para su mal, a fin de darles un futuro lleno de esperanza”62.

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62 Pedro Stucky, El llamado a la misión, reflexiones y desafíos desde una perspectiva bíblica anabautista, Consulta Anabautista Menonita Centroamericana - camca, Guatemala, 2007, p. 7-8. Las cursivas hacen parte del texto original.

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4Mirada histórica al hecho religioso

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Balance historiográfico sobre el protestantismo en Colombia.

1940-2007*

Helwar Hernando Figueroa S.**

El presente balance tiene la intención de analizar las investigaciones relacionadas con la historia del protestantismo en Colombia, desde comienzos de la década de 1940 hasta la actualidad. Investigaciones a las cuales se puede acceder fácilmente porque fueron publicadas y divulgadas por sus autores en eventos académicos o dadas a conocer masivamente por sus protagonistas o detractores; es decir, es posible que exista un mayor número de historias sobre los protestantes en Colombia; no obstante, la arbitrariedad de lo aquí analizado es fruto de lo encontrado en las bibliotecas bogotanas. Se trata de una pro-ducción historiográfica que todavía no ha sido objeto de un estudio sistemático por parte de los académicos interesados en los últimos años por abordar esta problemática. De ahí que con este ejercicio se

* El presente escrito fue presentado en una primera versión en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad: Cambios Culturales, Conflictos y Transformaciones Religiosas, y en el XIV Congreso Colombiano de Historia, realizados en los meses de julio y agosto de 2008. Ponencia que hace parte del proyecto de investigación: Los evangélicos y su participación política en la Constitución de 1991, apoyado por la Universidad de San Buenaventura Bogotá. Ponencia presentada en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad organizado por aler, Bogotá, 7 al 11 de julio de 2008.

** Profesor asociado de la Universidad de San Buenaventura, Bogotá. Director del giersp. Miem-bro del Instituto Colombiano para el Estudio de las Religiones (icer). Historiador, Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Historia de la Universidad de Toulouse y candidato a Doctor en Historia de la misma universidad. Contacto: [email protected]

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espera contribuir a comprender la forma como fueron escritas estas obras en términos historiográficos e igualmente aportar en la com-prensión del campo religioso en Colombia.

En una revisión de las diferentes historias del protestantismo en Colombia observamos que en su mayoría han sido escritas por sus protagonistas, en una versión apologética de los hechos. Desde la otra orilla, la católica, se observa el otro extremo de la historia. Ante estas producciones maniqueas, en los últimos años comienza a operarse un cambio en la forma como se aborda el fenómeno protestante. Este cambio permite vislumbrar una mirada más compleja y enriquecedora de la cultura, una mirada para la cual el hecho religioso cumple una función fundamental en la organización de un orden social que da identidad al ethos colombiano.

Desde las primeras narraciones sobre los protestantes (conocidos popularmente como “evangélicos” o más recientemente como “cris-tianos”) hasta la actualidad, los avances han sido significativos y demuestran el grado de profesionalización que han adquirido en los últimos años estas investigaciones, gracias a que en su mayoría son presentadas como tesis de grado en universidades laicas o con-fesionales. Sin embargo, es evidente que la mayoría de estas obras continúan siendo producidas por sus propios protagonistas. Por ello, un interrogante que atraviesa permanentemente este balance está relacionado con el interés de comprender cuáles son las motiva-ciones ideológicas o religiosas de sus autores a la hora de escribir la historia de sus comunidades. Al mismo tiempo, con este balance se busca aportar en la comprensión histórica de los protestantes en Colombia y, además, abrir nuevos campos de investigación sobre el hecho religioso.

Al estudiar la historia de los protestantes en Colombia también se comprende el contexto político, social y cultural en el cual operaron, puesto que, a pesar de ser una minoría, estuvieron presentes en los hechos más significativos de nuestra historia nacional. Aunque es evidente que su principal escenario de actuación se dio en el campo de la política, ya que fueron utilizados por ambos partidos políticos como una ficha más en el juego del dominio político, tan tradicional

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en la sociedad colombiana. Los protestantes estuvieron al lado de los liberales en el Olimpo Radical (1863-1878) y en la República Liberal (1930-1946), y por ello podrían ser vistos como unos actores políticos que pudieron haber contribuido marginalmente en cierto proceso modernizador de la sociedad colombiana. Igualmente, han estado presentes al lado de los sectores marginales de la sociedad en las regiones de colonización tardía durante las múltiples guerras civiles, conflictos caracterizados por la expulsión de los campesinos de sus tierras y su consecuente aglomeración en los cinturones de miseria de las principales ciudades. En estos escenarios urbanos son también, muchas veces, los evangélicos quienes reciben y aceptan a la población desplazada.

Por otro lado, la historiográfica apologética o maniquea, en el caso de América Latina, ya ha sido denunciada por Jean-Pierre Bastian en su libro titulado Historia del protestantismo en América Latina (1990), en el cual realiza un balance historiográfico sobre el protes-tantismo latinoamericano y concluye que la mayoría de las obras que reseña son de carácter apologético o difamatorio. Las primeras han sido escritas por líderes religiosos, pastores o misioneros, de origen protestante; las segundas, han sido elaboradas por teólogos o clérigos católicos, que en ocasiones se cubren bajo el ropaje de la sociología o la antropología.

Esta historiografía, según Bastian, tiene la particularidad de estar escrita sin un manejo crítico de las fuentes, puesto que dichas produc-ciones fueron elaboradas por sus protagonistas o, en su defecto, por sus detractores, lo cual dificulta alcanzar cierto grado de objetividad e impide que estas obras sirvan como herramientas de análisis del fenómeno protestante. Planteamiento del cual nos distanciamos, pues consideramos que precisamente la forma como fueron escritas estas obras nos facilita entender la magnitud de los cambios que implicó para una sociedad tradicional y católica la llegada de ideas foráneas y su establecimiento en América Latina.

De igual modo, la posibilidad que tienen los evangélicos o pentecos-tales de acceder a los testimonios de sus protagonistas o a los archivos

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de sus respectivas comunidades, les permite recopilar informaciones o testimonios que un observador externo no podría conocer1. En el mismo sentido, la lectura de la literatura de origen católico contribuye a comprender cómo son vistos los protestantes por el clero, cuáles son las medidas tomadas por este estamento para intentar disminuir su accionar proselitista, de qué forma la Iglesia Católica asume las orientaciones del Vaticano y cómo sus integrantes ponen en práctica sus creencias, ritos y discursos en torno al problema protestante (aná-lisis que se puede lograr por medio de las metodologías propias de la antropología, la sociología y el análisis del discurso). Ciertamente, a pesar de los cuestionamientos de Bastian a la literatura protestante o católica, al leerla de forma crítica encontramos muchas pistas que son de gran utilidad a la hora de hacer un balance historiográfico sobre esta problemática, ya que su lectura abre interrogantes claves para comprender el desarrollo y la expansión del protestantismo en América Latina y particularmente en Colombia.

Por último, teniendo en cuenta el énfasis que Bastian hace para mos-trar que el protestantismo en América Latina es un fenómeno social sui generis, es decir, en permanente cambio, complejo y plural, este balance historiográfico tiene la intención de contribuir a la elaboración de una historia global y crítica del protestantismo en Colombia. Por cierto, dentro de las obras reseñadas en el libro de Bastian, publicado a finales de los años 80, los trabajos sobre Colombia son prácticamente inexistentes.

1 Las investigaciones que Bastian rescata desde su visión eurocentrista son las siguientes: David Stoll, Fishers of Men or Founders of Empire? The Wycliffe Bible Translators in Latin América, Zed Press, 1982. Emilio Willems, Followers of the New Faith. Culture Change and the Rise of Protestantism in Brazil and Chile, Vanderbilt University Press, Tennesse, 1967. Christian Lalive d’Epinay, El refugio de las masas, Editorial del Pacífico, Santiago de Chile, 1968. También algunos trabajos monográficos sobre Argentina, Brasil, México, Perú y Colombia, cuyo común denominador es estudiar el impacto generado por los misioneros pentecostales en las sociedades rurales e indígenas. Después de este balance tan negativo reconoce que los trabajos investigativos sobre las relaciones del protestantismo con el liberalismo contribuyen a superar una historia lineal, apologética o superficial; un avance historiográfico del cual él se considera uno de los pioneros, en el caso de los estudios sobre México, Brasil, Cuba y Perú. Finalmente, insiste en mostrar que sólo existen dos trabajos panorámicos que abarcan en conjunto la historia del protestantismo en América Latina: Prudencio Damboriena, Pro-testantismo en América Latina, Feres, Friburgo, 1962 y Hans Jürgen Prien, La historia del cristianismo en América Latina, Sígueme, Salamanca, 1985.

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Las primeras publicaciones: católicos contra protestantes

Varias de las primeras publicaciones sobre la historia del protestan-tismo de que se tenga noticia en Colombia fueron realizadas en los años 40 por los jesuitas Eugenio Restrepo Uribe, Eduardo Ospina, y Juan Álvarez, quienes inicialmente publicaron los resultados parciales de sus investigaciones en la Revista Javeriana, órgano periodístico en el cual los jesuitas daban cuenta de las acciones e ideas (políti-cas y religiosas) con las cuales esperaban orientar a gran parte del clero colombiano. De lo escrito por los jesuitas sobresale el libro de Eugenio Restrepo Uribe, El protestantismo en Colombia (1944). En esta investigación, presentada inicialmente como tesis para obtener el título de Doctor en Teología de la Universidad Javeriana, el autor hace un recuento pormenorizado de las diferentes organizaciones evangélicas con asiento en el país y ubica geográficamente el lugar en el cual ejercen su proselitismo. Para ello se vale de las publicaciones protestantes que divulgan el estado del accionar misional en Colombia y América Latina, y además, de las informaciones remitidas por las diócesis y comunidades religiosas en las cuales existía algún tipo de trabajo protestante (ambas entendidas como fuentes primarias). Por esta razón, lo descrito por Restrepo Uribe resulta de gran utilidad a la hora de hacer una historia del crecimiento protestante en Colombia y de las acciones propuestas por el clero para impedirlo.

De lo narrado por Restrepo Uribe resalta la variedad de organizaciones protestantes organizadas en el país y la forma como crecieron durante la década de 1930; situación presentada, según él, por el beneplácito de los gobiernos liberales ante dicho crecimiento, quienes amparados en la libertad de cultos no hicieron ningún esfuerzo por impedir la “contaminación e infección protestante”, según palabras del autor.

Después de estudiar el crecimiento y ubicación de los evangélicos en el país durante la década de 1930, Restrepo Uribe concluye que “…el triunfo obtenido por los protestantes en estos últimos trece años se debe a la gran intensificación de la campaña por parte de las sectas protestantes, intensificación que no ha tenido restricción alguna por

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parte del gobierno y que ha aprovechado las inteligencias débiles de las gentes de aquellas regiones en donde no ha habido una suficiente instrucción religiosa por la carencia de sacerdotes”2. Además, propone la necesidad de adelantar urgentemente una campaña antiprotestante que impida el trabajo misional de los evangélicos en el país; de ahí que insista en que el Estado colombiano debe respetar el Concordato, ya que este obliga al Estado a proteger a la Iglesia Católica; también, insiste en hacer campañas educativas y de propaganda y en fortalecer las misiones dirigidas a contener la “invasión protestante”.

Continuando con esta perspectiva, y a raíz del debate que generó la persecución de que fueron víctimas los protestantes en la violencia de mediados de siglo, nuevamente los jesuitas, bajo la pluma de Eduardo Ospina, S. J., publican el texto Las sectas protestantes en Colombia. Breve reseña histórica con un estudio especial de la lla-mada “persecución religiosa” (1953), con el cual buscan poner en entredicho cualquier acoso a los protestantes. Esta obra reproduce en gran medida numerosos textos publicados por Ospina en la Revista Javeriana, al igual que una publicación de 1943 titulada El protes-tantismo. El lenguaje de este sacerdote es bastante claro en señalar que si hubo algún tipo de acoso a los protestantes esto se debió a su cercanía con los llamados bandoleros, nombre utilizado por el gobierno conservador para referirse a los campesinos liberales que por estos años eran reprimidos y que se vieron en la necesidad de armarse en autodefensas para defenderse de las fuerzas paraoficiales conservadoras (“pájaros”) o de la llamada policía “chulavita”.

Para demostrar lo anterior, este jesuita dividió su trabajo en catorce pequeños capítulos en los cuales da cuenta de cómo los protestantes estaban organizados, quiénes eran sus integrantes, cómo hacían su proselitismo, y de los mecanismos que utilizaban para establecer sus relaciones con las congregaciones evangélicas estadounidenses. Con respecto a sus anteriores publicaciones y a las de otros jesuitas, man-tiene los mismos argumentos, en este sentido no es nada novedoso.

2 Eugenio Restrepo Uribe, S. J., El protestantismo en Colombia, Arquidiócesis de Medellín, Medellín, 1944, p. 131.

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Aunque la mayor parte de su argumentación se centra en mostrar que en Colombia durante los años de la violencia (1946-1952) no hubo una persecución religiosa.

De lo escrito por Ospina puede enfatizarse en la enumeración deta-llada de las denominaciones protestantes, llamadas por él despecti-vamente “sectas”, las cuales por su variedad y orígenes no pueden catalogarse como iglesias, en oposición a la institucionalidad de la Iglesia Católica; con este argumento pretende desconocer cualquier crecimiento y organización coherente de los protestantes en el país: “El protestantismo es un caos de sectas […] Por desgracia esa división de doctrinas, sello inconfundible del error, quiere invadir nuestra hermosa tierra en la que hasta hoy ha reinado la bella y milagrosa unidad de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana”3. Para demostrar lo anterior recoge las palabras de observadores internacionales –de origen católico– que afirman cómo las organizaciones evangélicas en Colombia son pequeñas y contradictorias; además, asevera que sus pastores son ignorantes en cuanto al conocimiento de la Biblia4. A pesar de la indiscutible intención política del jesuita, la gran cantidad de documentación que utiliza para su argumentación (documentos oficiales protestantes o católicos y trabajo etnográfico) sirve para estudiar no sólo la visión que el clero tenía sobre los protestantes, sino que también permite conocer cuáles eran las prácticas de los evangélicos que más preocupaban a la Iglesia Católica a la hora del proselitismo religioso. En este sentido, sobresale cómo los misio-neros protestantes contaban con infinidad de recursos económicos para poder desarrollar la propaganda; es decir, la venta de biblias, la elaboración de periódicos y volantes –publicaciones en las cuales se narraban las conversiones de católicos al protestantismo– y la po-sibilidad de crear escuelas, colegios y hacer misiones en territorios con escaso control de la Iglesia Católica.

3 Eduardo Ospina, S.J., Las sectas protestantes en Colombia. Breve reseña histórica con un estudio especial de la llamada “persecución religiosa”, Imprenta Nacional, Bogotá, 1953, p. 18.

4 Ibíd., p. 19.

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En cuanto a la participación de los protestantes en política y sus afi-nidades con el liberalismo, Ospina recurre a varios hechos históricos y a testimonios publicados en periódicos protestantes de Inglaterra y Estados Unidos en los cuales se percibe que, en efecto, existen di-chas afinidades. Afinidades que podrían ser el resultado del interés de los liberales por permitir la libertad de cultos: un accionar político adecuado tendiente a fracturar la hegemonía católica. En este senti-do, Ospina enumera varios acuerdos y tratados internacionales que permiten practicar otras religiones diferentes a la católica (entre los que sobresalen el Concordato, la Constitución Política y los acuerdos del gobierno colombiano con las embajadas de Inglaterra, Holanda y los Estados Unidos, para que sus conciudadanos puedan practicar libremente sus creencias religiosas), esto siempre y cuando estén reducidas al mundo de lo privado y no vayan en contra de la moral católica. De esta forma argumenta que en Colombia sí hay libertad de cultos, pero no de hacer proselitismo público, menos en los territorios de misión, en los cuales sólo la Iglesia Católica tiene el derecho de evangelizar, según el Concordato y varias disposiciones oficiales5.

Dos años después de la publicación de Ospina y con motivo de la celebración de los primeros cien años del establecimiento de los protestantes en Colombia, sale a la luz pública el texto del reverendo evangélico Francisco Ordóñez, Historia del cristianismo evangélico en Colombia (1955), en el cual se da cuenta de los primeros protestantes que llegaron al país y de la forma como comenzaron su trabajo misio-nero. Esta obra tiene la particularidad de ser la primera publicación evangélica que sistematiza cronológicamente los diferentes esfuer-zos realizados por los protestantes para consolidar su trabajo en el país. Para la mayoría de los protestantes colombianos hay consenso en considerar el año de 1856 como la fecha oficial del comienzo de la labor protestante en Colombia, por tanto coincide con la llegada al país del reverendo presbiteriano Henry Pratt. De ahí en adelante Ordóñez realiza un recuento pormenorizado de los nuevos misioneros que llegaron al país hasta los años en que escribió el libro, basado en obras autobiográficas e infinidad de informes y memorias de las

5 Ibíd., p. 23-28.

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iglesias evangélicas. Misioneros que durante los primeros setenta años, según sus investigaciones, fueron muy pocos. Sólo fue desde finales de los años 20 hasta 1955 cuando este número creció signifi-cativamente, hasta alcanzar la cifra aproximada de 275 misioneros, durante los quince años de ofensiva misionera (1930-1945).

La publicación de este texto (1955) se dio en un momento en el cual las confrontaciones ideológicas entre la Iglesia Católica y los protes-tantes llegaron a su máxima expresión. Las declaraciones de Eduardo Ospina en este sentido evidencian claramente esta situación. Por esta razón, Ordóñez insiste en ratificar que sí existió una persecución y para demostrarlo enumera cada una de las iglesias evangélicas de diferente denominación que fueron víctimas de actos vandálicos: expulsiones, quemas de iglesias, apedreamiento, maltrato y muerte de varios de sus miembros. Gran parte de la Historia del cristianismo evangélico en Colombia tiene como propósito denunciar esta perse-cución, para terminar con la conclusión de que la violencia política atravesó todos los escenarios de la vida nacional: “En este caso, como en muchos otros, se puede ver con claridad cómo la violencia originada en pasiones políticas y venganzas o ambiciones de oscuros criminales, fue arteramente utilizada para convertirla en instrumen-to de persecución religiosa”6. Persecución producto de la afinidad existente entre protestantes y liberales, de la cual es consciente este pastor y que describe permanentemente cuando narra cómo se con-solidó en el siglo xix la Iglesia Presbiteriana, puesto que los liberales fueron claros defensores de la libertad de cultos y de la laicización del Estado. En efecto, clérigos católicos y pastores protestantes coinciden en observar la evidente afinidad entre los protestantes y sectores del liberalismo, un hecho político confirmado por trabajos académicos posteriores como los de Bastian.

La documentación utilizada por Ordóñez para denunciar la perse-cución a los protestantes demuestra cómo este hecho adquirió un carácter internacional gracias a los vínculos que estos tenían con las

6 Francisco Ordóñez, Historia del cristianismo evangélico en Colombia, Tipografía Unión, Medellín, 1955, p. 161.

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autoridades norteamericanas (embajadores, congresistas y funcio-narios de la Secretaría de Estado). La persecución a los protestantes en Colombia se convirtió en un problema internacional que afectaba la imagen de Colombia en el exterior, debido a las presiones que los misioneros protestantes hacían a sus representantes en el Congreso de los Estados Unidos7.

De la expansión protestante durante los años 30 y 40 sobresale el tra-bajo sistemático realizado por los integrantes de diecisiete misiones, provenientes en su mayoría de los Estados Unidos y que considera-ban a América Latina como tierras de misión. Además de enumerar detalladamente a los misioneros llegados al país, Ordóñez describe cómo lograron llegar a casi todos los territorios nacionales; expansión en la cual se percibe una clara coordinación del trabajo misional para poder tener presencia en las regiones más apartadas de Colombia (territorios de misión y de nuevas colonizaciones). Los mecanismos utilizados por estos misioneros son muy similares: la venta de biblias, la realización de cultos protestantes, la creación de escuelas e iglesias y la formación de pastores nacionales en seminarios teológicos.

Un trabajo que también podría incluirse dentro de la literatura pro-testante y que entra en abierta confrontación con la percepción que tiene la Iglesia Católica de los protestantes es el trabajo de Juana Bucana titulado La Iglesia evangélica en Colombia: una historia (1995). Esta autora británica de origen anglicano retoma muchas de las ideas expresadas por Ordóñez, ampliándolas y actualizándolas, para continuar con la descripción de lo ocurrido con los protestantes después de la publicación de aquel primer texto, considerado la his-toria oficial de los protestantes colombianos.

Los aportes de Bucana se relacionan con lo ocurrido a los evangéli-cos durante el Frente Nacional, proyecto bipartidista inaugurado en 1957 que tenía la intención de acabar con la violencia entre liberales

7 Benjamin Edward Haddox, Sociedad y religión en Colombia, Tercer Mundo, Bogotá, 1965. James Goff, The Persecution of Protestant Christians in Colombia, 1948 to 1958, with an In-vestigation of its Background and Causes, Michigan University Microfilms, imcc, Ann Arbor, 1966.

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y conservadores por medio del reparto burocrático del Estado, y que condujo a una alternancia de los dos partidos durante dieciséis años en la presidencia de la República. El Frente Nacional cerró las puertas a cualquier manifestación política diferente a los partidos tradicio-nales, lo cual terminó por inaugurar una nueva oleada de violencia política, aunque esta vez ya no fue entre liberales y conservadores; ahora el nuevo enemigo por derrotar serían las guerrillas comunistas de influencia castrista, soviética o china. Se daba así comienzo a la “Guerra Fría” en contra del enemigo interno que amenazaba con des-truir un orden tradicional cimentado en una democracia que recurría constantemente al estado de sitio, única forma de ejercer un control total o represivo sobre cualquier expresión social que se opusiese al Frente Nacional. En este escenario político, los pentecostales, que ya contaban con cierta presencia a nivel nacional desde los años 30, fueron las comunidades evangélicas que más crecieron, en detrimento de las iglesias protestantes históricas (presbiterianos, luteranos, meto-distas). Sin embargo, fue solamente durante la violencia de mediados del siglo cuando comenzaron a crecer significativamente. Ahora, los estados catárticos, manifestados por medio del fenómeno de “hablar en lenguas” (glosolalía, propia de los pentecostales) eran el anuncio de una nueva forma de asumir la palabra de Dios.

La nueva religiosidad basada en las sanaciones colectivas (tauma-turgia), exorcismos, milagros y profecías comenzó a presentarse masivamente en un escenario de guerra que cubría gran parte de la geografía nacional, particularmente donde los protestantes tenían algún tipo de presencia. En estos lugares, tales ritos adquirían una fuerza más profunda, pues eran la forma como las víctimas de la represión y del desplazamiento podían tener algún grado de espe-ranza que les permitiera crear un orden en el caos y dar sentido a sus vidas. Creencias y rituales que van a caracterizar a los futuros pentecostales y neopentecostales; ritos cimentados en un estado místico inspirado en el Espíritu Santo (avivamiento) que permitía, según sus creyentes, adquirir el “don de lenguas”. Estas prácticas fueron duramente cuestionadas por los protestantes históricos ya que según ellos estaban en contra de la tradición protestante. Se pasaba así de una experiencia basada en la lectura e interpretación bíblica

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–practicada por los protestantes históricos– a unos ritos de tipo oral y teatral, efectuados por los evangélicos pentecostales en todas sus denominaciones.

Esta pentecostalización fue percibida por los propios protestantes porque los ritos de unos y otros se diferenciaban notoriamente. Para los nuevos pentecostales la teatralidad catártica adquirió más fuerza espiritual, y unida a una participación democrática en los ritos sagra-dos, contribuyó a que se sintieran compenetrados con sus creencias, como lo sugerían en 1956 algunos de sus primeros practicantes8. Por su parte, los protestantes históricos se consideraban distantes, descalificaban estas prácticas como alejadas del verdadero sentido de la palabra y las consideraban paganas. En 1966 esta diferencia es evidente dentro de las propias comunidades protestantes, como lo expresa Juana Bucana, quien no desconoce la capacidad de creci-miento de las iglesias pentecostales, de la cual ella misma tiene una percepción positiva, gracias a su propio proceso de conversión9.

En suma, Bucana resalta que la pentecostalización de los evangélicos permitió el crecimiento del número de sus miembros, hasta alcanzar, según las investigaciones de la autora, la significativa cantidad de cien mil miembros durante el Frente Nacional, cifra reveladora en comparación con los solamente diez mil protestantes que la Iglesia Católica y los propios evangélicos estimaban que había en el país para los años 40. También resalta que en este período la influencia de las misiones extranjeras disminuyó significativamente, dando paso a la nacionalización de la mayoría de las iglesias evangélicas y a la creación de otras muchas por parte de los propios colombianos. Para entonces, los líderes evangélicos eran pastores nacionales con gran capacidad oratoria y carismática; fue el fin de las misiones extranjeras.

Continuando con el examen de esta literatura apologética podemos clasificar la tesis de la estadounidense Judith Lynn Bartel Graner,

8 Juana Bucana, La Iglesia evangélica en Colombia: una historia, Buena Semilla, Bogotá, 1995, p. 30.

9 Ibíd., p. 176.

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The Shape of Synergy: A History of the Assemblies of God of Colombia (2000), una investigación evidentemente proselitista que tiene la in-tención de dar a conocer de qué forma las Asambleas de Dios lograron entrar al país a comienzos de los años 30 del siglo xx. Este texto tiene la particularidad de hacer un recuento de la historia colombiana desde la Conquista española hasta la actualidad, para centrarse, posterior-mente, en la historia de las Asambleas de Dios, haciendo referencia a algunos acontecimientos de la vida nacional que afectaron su trabajo proselitista, especialmente la violencia de los años 50. Bartel dedica buena parte de su exposición a describir cómo su comunidad creció en los barrios populares de Bogotá y se extendió, después, a los de-partamentos de la Costa Atlántica, los Santanderes y Boyacá; también tiene mucho cuidado en mencionar a un número importante de sus integrantes, por lo menos a sus principales líderes. Además, narra cómo esta iglesia realiza su proselitismo religioso, cómo realiza los primeros acercamientos a las comunidades que pretende evangelizar. A diferencia de otras investigaciones de este mismo tipo, en este texto la autora logra dar cuenta del accionar religioso de la iglesia, desde su llegada a Colombia, hasta la actualidad. Reseña cómo las Asambleas de Dios utilizan la radio y la televisión para ejercer su proselitismo re-ligioso. Por último, se resalta que Bartel utiliza para las explicaciones, en cuanto al crecimiento de su comunidad, un número significativo de investigaciones que tienen la particularidad de estudiar de forma crítica cómo los evangélicos han crecido en América Latina, a la par que se han pentecostalizado.

Finalmente, dentro de esta misma producción historiográfica, el pastor presbiteriano Javier Augusto Rodríguez Sanín matiza esta literatura por medio de su tesis doctoral titulada Contribución para una historia del protestantismo en Colombia. La misión y la Iglesia Presbiteriana, 1856-1946 (1996), en la cual da cuenta de la llegada de los protestantes a Colombia, subrayando el liderazgo que tuvieron los presbiterianos en este proceso y sus vínculos con los liberales. La historia escrita por este reverendo tiene la intención de “dar testimonio” sobre el prose-litismo presbiteriano y el futuro de su organización, de la cual es uno de los líderes más connotados; lo cual no le impide, por momentos, ser crítico con su organización, muy seguramente con la intención

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de superar los que él considera errores en la intención de fortalecer a los presbiterianos.

Esta denominación religiosa en los últimos años ha perdido gran parte de su influencia, que le había permitido ser una de las iglesias más reconocidas, gracias a su estrategia de educar a las elites libe-rales. En este sentido se pueden entender las siguientes palabras de Rodríguez Sanín, que dan cuenta de su fe a la hora de escribir la historia de su comunidad:

Al escoger este tema, lo hacemos, no con el afán de escribir una historia denominacional, sino intentando establecer algunos fundamentos que permitan posteriormente escribir una historia crítica del protestantismo en Colombia que posibilite hacer un análisis del mismo que permita dar razón de nuestro ser actual, nos ayude a inserirnos en nuestra realidad sin perder lo mejor de la herencia protestante y así poder servir más efectivamente al pueblo colombiano y lograr una proyección eficaz para el futuro [sic]10.

A pesar de lo anterior, esta obra puede considerarse un tránsito de la historia oficial y apologética –escrita por los evangélicos– a una historia más académica y crítica, actitud que comenzará a hacerse más evidente en las obras que se publicarán desde comienzos de los años 90.

Ahora bien, al igual que Ordóñez, Rodríguez describe cómo los pres-biterianos se aliaron a los liberales y por ese camino con los masones, sobre todo en la segunda mitad del siglo xix, como lo evidencia Bastian para el caso de México. En relación con estos vínculos, destaca cómo los hijos de los líderes liberales terminaron estudiando en los colegios americanos que fundaron los presbiterianos a fines del siglo xix en Bogotá y Barranquilla11. Rodríguez da cuenta del trabajo misional de la Iglesia Presbiteriana, explica cómo llegó al país y cómo se expan-dió, principalmente en la Costa Atlántica, el Sinú, los Santanderes y el centro del país.

10 Javier Augusto Rodríguez Sanín, Contribución para una historia del protestantismo en Colom-bia. La misión y la Iglesia Presbiteriana, 1856-1946, tesis, Instituto Metodista de Enseñanza Superior, São Paulo, 1996, p. 9.

11 Juan Pablo Moreno, “La educación protestante durante la modernización de la educación en Colombia. 1886-1928”, en Cristianismo y Sociedad, Tierra Nueva, México, 1991.

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Por último, este trabajo retoma en gran medida lo escrito por Ordóñez en 1955, pero tiene la particularidad de ubicar a los protestantes en el escenario nacional e intenta hacer un mejor uso de las fuentes pri-marias (memorias, cartas, testimonios escritos y un pequeño número publicaciones seriadas); fuentes que están determinadas por el interés de sus autores de dar testimonio de su conversión y del trabajo misio-nal por ellos realizado, en narraciones que tienen por objeto exponer “ejemplos” y “pruebas de fe”. En este sentido, Rodríguez, gracias a su formación académica, presenta de forma más ordena y “objetiva” los tradicionales hechos significativos del mundo protestante, a los cuales confronta con la literatura especializada sobre el tema, y sin desearlo claramente abre el camino para la elaboración de una historia más compleja y, por ende, menos alegórica.

En conclusión, las publicaciones en torno a la historia del protestan-tismo en Colombia realizadas tanto por los protestantes como por los católicos, desde los años 40 hasta comienzos de los 90, pueden considerarse como una literatura escrita en un contexto en el cual el pluralismo y la diversidad religiosa pasaron de ser una práctica débil a convertirse, poco a poco, en una realidad política que permite que en la actualidad las comunidades religiosas no católicas se expresen con más libertad. En otras palabras, se dio el tránsito de una historio-grafía apologética o en su defecto detractora a una historiografía de carácter más académico, en la cual se ponen en práctica los aportes de la sociología y la antropología; de esta manera se enriquecen las explicaciones del hecho religioso.

La apertura religiosa en la Constitución de 1991

La literatura protestante que en América Latina tiene la intención de resaltar hazañas misioneras, y la literatura católica que las ataca, no han dejado de circular; no obstante, en las publicaciones sobre los pro-testantes, desde los años 60, comenzaron a publicarse investigaciones basadas en las herramientas de las ciencias sociales que buscaban superar aquella historiografía. En América Latina, como ya se ha mencionado, fue Jean-Pierre Bastian quien logró, a fines de los años

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80, realizar un balance en el que destaca algunas de las obras que superaron esa forma tradicional de hacer historia. Para el caso de Colombia, estos cambios sólo comenzaron a percibirse a finales del siglo xx.

La razón para que este cambio haya sido tan lento en Colombia, con respecto a otros países latinoamericanos, está relacionada con el peso de la Iglesia Católica en la sociedad colombiana y sus vínculos con el Estado, circunstancias que impedían el desarrollo en el país de estudios sociales sobre el hecho religioso. En Colombia sólo fue desde 1936 cuando la religión dejó de estudiarse en las aulas como dogma y comenzó a estudiarse como un fenómeno social12.

Por otra parte, los protestantes consideran que fue sólo desde los años 60 del siglo xx cuando dejaron de ser perseguidos por sus creencias religiosas, lo que facilitó su crecimiento. Ciertamente, a pesar de la hegemonía católica, los evangélicos creen que la expansión del pro-testantismo en Colombia durante la segunda mitad del siglo xx fue producto de las siguientes causas: la superación de los enfrentamien-tos partidistas por medio de la implementación del Frente Nacional en 1957, que puso en segundo plano la cuestión religiosa; el interés de la Iglesia Católica por favorecer el diálogo ecuménico, promovido por el Concilio Vaticano II; el intenso proselitismo evangélico de las misiones de los años 30 y 40, que comenzó a mostrar sus resultados en los años 60 y 70 por medio del crecimiento de las iglesias en todo el país; y, por último, las nuevas prácticas del protestantismo en su versión pentecostal y neopentecostal, ritos religiosos que lograban penetrar con fuerza en los sectores más excluidos de la sociedad y que gracias a su peculiaridad lograban atraer masivamente a unos sectores sociales recién llegados a las ciudades o que eran víctimas de las diferentes violencias del país. Todo lo anterior está unido a un proceso de urbanización y secularización de la cultura, como producto de la masificación de los medios de comunicación, que contribuyó a la

12 Martha Cecilia Herrera y Carlos Low, Los intelectuales y el despertar cultural del siglo. El caso de la Escuela Normal Superior, una historia reciente y olvidada, Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, 1994.

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pérdida de la hegemonía católica. Este proceso, a su vez, repercutió en la llegada y consolidación de los nuevos saberes humanistas al mundo de la universidad y posibilitó la creación de profesiones en las universidades laicas, las cuales dedicaron parcialmente sus esfuer-zos al estudio de las creencias y las prácticas religiosas (sociología y antropología).

Esta mutación política y cultural favoreció el respeto del pluralismo y la diversidad religiosa, expresiones culturales que se manifestaron en la Constitución de 1991, puesto que en ella por primera vez el Estado reconoció claramente que Colombia es un país pluralista y diverso13. Desde la instalación de la Asamblea Nacional Constituyente fue posible ver en las sillas del Congreso a ex guerrilleros, indígenas, negros, homosexuales y evangélicos, sentados al lado de los tradicio-nales caciques electorales.

En la bibliografía sobre este tema existen muy pocos trabajos aca-démicos que se encarguen de sistematizar la participación de los evangélicos en la Asamblea Nacional Constituyente (anc); es más, esta situación bien podría llevarse a otros actores políticos (partidos políticos tradicionales y alternativos). De ahí la necesidad de hacer investigaciones que no sólo se centren en estudiar las consecuencias de los cambios ocurridos después de la Constitución política de 1991, o de analizar y denunciar la infinidad de reformas que se le han practicado, en detrimento de su espíritu social y democrático, sino que estudien también a los actores que participaron en ella y cómo la Constitución de 1991 recoge las presiones políticas de infinidad de sectores excluidos en forma inmemorial.

En este sentido, entre los estudios sobre la participación de los evan-gélicos en la anc y su posterior participación política sobresalen los

13 Carlos Vladimir Zambrano, Confesionalidad y política. Conflictos multiculturales por el mo-nopolio religioso, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2002.

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trabajos de Jairo Roa14, Daniela Helmsdorf15, Juan Pablo Moreno16, Jorge Munévar17 y Álvaro Cepeda18. Estos autores coinciden en afir-mar que la participación de los evangélicos en la política comienza a jugar un papel destacado desde finales de la década de los 80, en el contexto de los preparativos de la anc y como fruto de un proceso de reorientación evangélica respecto a la política, iniciado en 1983. En este sentido, Jairo Roa describe la forma como en 1983 la Fra-ternidad Teológica Latinoamericana (ftl) propone, después de una reflexión sobre “teología y práctica del poder”, que los evangélicos latinoamericanos asuman una práctica teológica diferente frente al poder. Orientación ratificada por la ftl en 1991 al plantear la nece-sidad evangélica de construir una ética política fundamentada en una vocación de servicio cristiano para instaurar el poder del amor y de esta forma purificar la política. Tales objetivos son interpretados por el menonita Jairo Roa como el interés evangélico de superar el mesianismo para comprometerse con los pobres, desde una lectura teológica centrada en el amor a los hombres19. Es evidente que Roa en su análisis asume una actitud marcadamente confesional en su interés personal de guiar las prácticas evangélicas; ello no le impide concluir que estos ideales en la práctica fueron traicionados por los intereses terrenales de los líderes religiosos que entraron a la política.

14 Jairo Roa, “La participación política de los Evangélicos en Colombia”, en Utopías, No 3, Bogotá, 1993.

15 Daniela Helmsdorf, “Participación política evangélica en Colombia (1990-1994)”, en Historia Crítica, N.° 12, Universidad de los Andes, Bogotá, 1996.

16 Juan Pablo Moreno, “Evangélicos y política en Colombia en la década de los noventa”, ponencia presentada en el Congreso Internacional Diversidad y Dinámicas del cristianismo en América Latina, Universidad de San Buenaventura-Bogotá, mayo de 2006, memorias publicadas por la Universidad San Buenaventura Bogotá, 2007.

17 En este estudio, Munévar hace un breve recuento constitucional para denunciar cómo en la historia de Colombia los protestantes fueron fuertemente segregados gracias al dominio de la Iglesia Católica, situación que se modificará por medio de la Constitución de 1991. Jorge Munévar, “La libertad religiosa en Colombia. Orígenes y consecuencias”, en Ana María Bidegain y Juan Diego Demera Vargas (comps.), Globalización y diversidad religiosa en Colombia, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2005.

18 Álvaro Cepeda, Clientelismo y fe: dinámicas políticas del pentecostalismo en Colombia, Uni-versidad de San Buenaventura Bogotá, 2007.

19 Jairo Roa, “La participación política de los evangélicos en Colombia”, en Utopías, N.° 3, Bogotá, 1993, p. 23.

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Daniela Helmsdorf, en su investigación sobre los evangélicos y la política, coincide con Roa en mostrar que la participación de los evangélicos en esta no la purificó. La autora lleva su análisis al con-texto latinoamericano para afirmar que: “… la participación de los protestantes en política no es un proceso exclusivamente colombiano […] la pentecostalización del protestantismo en países como Chile, Perú y Guatemala, entre otros, nos muestra cómo la participación evangélica no sólo no ha hecho aportes significativos a la democra-tización, sino que además sus relaciones internas son jerárquicas y autoritarias”20. En cuanto al papel asumido por los evangélicos en la anc, Helmsdorf afirma que sus aportes no fueron significativos, y considera, además, que en el campo económico las propuestas evangélicas no superaron el tradicional asistencialismo católico; aunque reconoce que la participación de los evangélicos contribuyó a la ampliación de la democracia.

Las conclusiones de Daniela Helmsdorf, por lo menos en el campo político, recientemente han sido matizadas por el sacerdote francis-cano Álvaro Cepeda, quien ha mostrado cómo los evangélicos cum-plieron un papel protagónico en la discusión en torno a la laicización del Estado. Por considerar que los aportes de Cepeda van más allá de analizar la participación de los evangélicos en la Constitución de 1991, más adelante se mencionarán en un análisis detallado de su texto Clientelismo y fe: dinámicas políticas del pentecostalismo en Colombia (2007).

Por último, los aportes del reverendo bautista Juan Pablo Moreno pueden ser considerados como un balance autocrítico sobre la par-ticipación de los evangélicos en la política después de la anc. El interés de Moreno es describir cómo en los años 90 los evangélicos comenzaron a participar en el escenario parlamentario y a cuestio-nar la idea de que en sus primeros años de vida política se limitaron a defender reivindicaciones de tipo religioso. No obstante, el autor muestra cómo en estos mismos años la Confederación de Evangélicos de Colombia (cedecol) lideró la creación de una comisión encargada

20 Helmsdorf, Op. cit., p. 79.

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de denunciar la violación de los derechos humanos en Colombia; por esta vía los evangélicos comenzaron a sensibilizarse sobre el conflicto colombiano.

En suma, las investigaciones sobre la participación política de los evangélicos en la anc, como se observa, todavía son muy incipientes; además tienen la particularidad de ser realizadas desde una lectura evangélica (son los casos de Jairo Roa, Jorge Munévar y Juan Pablo Moreno), lo cual no quiere decir que no logren dar cuenta de dicha participación. En cuanto a los trabajos de Cepeda y Helmsdorf, el espacio dedicado a lo ocurrido en la anc es limitado.

Los evangélicos y la historia regional

En el escenario del reconocimiento del pluralismo religioso y el res-peto a la diversidad, durante los años 90 encontramos un nuevo tipo de literatura protestante que está lejos de ser panegírica. A pesar de ser escrita por sus protagonistas, tiene una fuerte influencia de los estudios sociales; de hecho, sus autores realizaron las investigaciones en universidades laicas, bajo la dirección de tutores no confesiona-les, lo cual puede explicar la rigurosidad en el uso y análisis de las fuentes primarias. La lectura de estas monografías permite tener una visión más clara sobre la organización, prácticas y creencias de los evangélicos en Colombia.

Por otro lado, el carácter monográfico de estas investigaciones también contribuye a fortalecer la historia regional del país, puesto que al describir la historia de los evangélicos en regiones como el sur-occidente del país, el Magdalena medio y el Urabá antioqueño se están historiando las creencias y prácticas de regiones que tradi-cionalmente no han sido tenidas en cuenta por el Estado y, menos aun por la academia, encerrada todavía en el estudio de la historia desde una mirada predominantemente centralista que impide tener una perspectiva histórica global de la cultura colombiana.

Las regiones objeto de estos estudios tienen la particularidad de haber sido colonizadas recientemente por desplazados provenientes

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de diversas zonas del país, los cuales fueron expulsados durante las diferentes violencias de la historia colombiana. Se trata de procesos sociales y políticos de los cuales logran dar cuenta los textos aquí referenciados.

Una de las primeras monografías regionales es la del reverendo Juan Pablo Moreno: Protestantismo en el Suroccidente colombiano: diversi-dad religiosa y disidencia política, 1908-1940, defendida en 1999 en la Universidad Nacional de Colombia; se trata de la primera de esta serie de investigaciones producidas por autores nacionales. Antes de dar a conocer el proceso de consolidación de los protestantes al sur del país, Moreno contextualiza su historia en el escenario nacional con el propósito de mostrar cómo lograron mantener una presencia constante en la vida nacional. En esta historia de la llegada y con-solidación de los protestantes se subrayan los vínculos de estos con liberales y masones en el siglo xix y su interés de educar a las clases medias por medio de la fundación de colegios americanos.

En cuanto a la historia de la llegada de los protestantes al sur del país, Moreno destaca la realización de misiones en zonas semidespobladas o de reciente colonización. De igual modo, describe la persecución de que fueron víctimas en las diferentes violencias, como ocurrió en las demás zonas de influencia protestante. En la descripción de dicha expansión Moreno narra las dificultades geográficas que tuvieron que sortear los primeros misioneros y la persecución por parte de las autoridades municipales y eclesiásticas. En este sentido menciona cómo muchos de los fieles fueron excomulgados o se les impidió ser enterrados en los cementerios católicos. Las comunidades evangélicas que allí llegaron fueron, inicialmente, los presbiterianos, a comienzos del siglo xx, y desde los años 30, menonitas y misiones como la Agencia Misionera Independiente y la Sociedad Misionera Interamericana.

Otra obra regional es la publicación del antropólogo Carlos Andrés Ríos Molina, Identidad y religión en la colonización en el Urabá an-tioqueño (2002), libro que explica cómo se dio la expansión de los protestantes en una región de colonización tardía, que comenzó a ser

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poblada desde finales del siglo xix. La primera inmigración masiva fue ocasionada por la Guerra de los Mil Días, que desplazó un número considerable de habitantes de las regiones centrales del país. Pero este desplazamiento sólo sería el primero de los tantos que tuvo que soportar el Urabá antioqueño, puesto que en las diversas violencias del siglo xx colombiano la región se convirtió en un refugio de miles de campesinos, en su mayoría identificados con el Partido Liberal. Las diversas migraciones están claramente referenciadas en la inves-tigación, que demuestra cómo esta región fue receptora de despla-zados provenientes de la Costa Caribe, Antioquia y Chocó durante la segunda mitad del siglo xx. Un desarraigo que según Andrés Ríos puede ayudar a explicar las dinámicas religiosas de sus habitantes, quienes desde muy temprano comenzaron a identificarse con religio-nes diferentes a la católica (inicialmente, la presbiteriana).

La investigación de Ríos ratifica la tradición de evidenciar la afinidad existente entre protestantes y liberales, pero afirma que si los protes-tantes eran perseguidos, lo eran por sus identidades partidistas, no por sus creencias religiosas: “(…) se era presbiteriano no por estar en oposición a la Iglesia Católica, sino por pertenecer al Partido Liberal (…)”21.

La investigación de Ríos tiene la particularidad de ser uno de los primeros trabajos antropológicos dedicados al estudio de los ritos evangélicos en una región de conflicto, desde una mirada etnográfica, ya que muestra cómo los protestantes –de diferentes denominaciones religiosas– logran insertarse en las comunidades para convertirse en referentes creadores de una identidad individual y de grupo, en circunstancias en las que el elemento religioso es fundamental para diferenciarse del otro y así poder sobrevivir. Además, por medio de infinidad de entrevistas logra describir cómo se da la conversión de los feligreses, el choque que ello genera con su entorno familiar y local, la manera como realizan sus ritos y cómo a través de estos y de

21 Carlos Andrés Ríos Molina, Identidad y religión en la colonización en el Urabá antioqueño, ascun, Bogotá, 2002, p. 16.

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las interpretaciones bíblicas se distancian unos de otros los grupos protestantes.

Un elemento clave en el texto de Ríos consiste en vislumbrar que muchas veces las identidades religiosas están supeditas al origen regional de sus practicantes; es decir, los desplazados antioqueños, cordobeses, bolivarenses o chocoanos tienen unas prácticas religiosas similares, pero sus orígenes regionales los diferencian y se evidencian en los grupos religiosos en los cuales se suscriben. No obstante, el pentecostalismo que se presenta en el Urabá antioqueño, una región que estuvo inicialmente bajo influencia presbiteriana, es proclive al diálogo entre protestantes, puesto que allí hacen presencia infinidad de comunidades evangélicas que por momentos intentan aglutinarse en asociaciones evangélicas para defenderse de la persecución de que son víctimas, y porque tienen un elemento teológico que los hace pro-clives a dicho diálogo: un Dios trinitario. Esta identidad les permitió agruparse en la Asociación de Iglesias Evangélicas del Caribe22.

Ríos, a través del estudio de las identidades religiosas de Urabá, evidencia que el pentecostalismo, de fuerte raigambre en la región, tiene su mayor crecimiento en momentos en los cuales la violencia alcanza su máximo nivel de barbarie. Por medio de los testimonios pentecostales, Ríos analiza cómo se hacen los ritos de sanación, el hablar en lenguas y las profecías; características fundamentales para identificar a sus practicantes como pentecostales. En este sentido, el autor logra describir cómo estas manifestaciones catárticas se presen-tan en un escenario de histeria colectiva, propio de una región tan convulsionada por las múltiples violencias que ha sufrido. Además muestra cómo los ritos colectivos y la participación permanente en ellos de los creyentes les permite a estos sentirse parte activa de su iglesia.

Dentro de esta misma producción antropológica sobre la participación de los protestantes en zonas de conflicto, Ivonne Maritza Sánchez T. elaboró una monografía titulada “Id y haced discípulos a todas las

22 Ibíd., p. 75-79.

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naciones”. Estrategias de trabajo, evangelización, crecimiento y acep-tación del protestantismo: explorando el caso de las iglesias protestan-tes de Quibdó, presentada en 2005 para optar al título de antropóloga de la Universidad de los Andes. De esta investigación se destaca cómo la autora describe los problemas de los misioneros foráneos para lograr hacer proselitismo religioso en unas comunidades donde las prácticas tradicionales de los afrodescendientes son mezcladas con un catolicismo popular y son vistas por aquellos misioneros como pecaminosas, lo cual dificulta en un primer momento su accionar religioso. La autora destaca las dificultades que los pastores pente-costales tienen para aumentar su número de adeptos; dificultades que considera son producto de la pobreza de los creyentes, que no les permite asistir a culto y menos aun dar el diezmo. Para la reali-zación de esta investigación, Sánchez realizó varias entrevistas a los pastores más destacados de Quibdó, quienes dieron testimonio de su conversión y labor pastoral. Describe las prácticas de los creyentes y la forma como ejercen sus creencias en un escenario de exclusión y discriminación social, que los obliga, también en el campo religioso, a hacer un proceso de “blanqueamiento social”; es decir, adaptarse a las prácticas y representaciones de la sociedad blanca para de esta forma ser reconocidos por la sociedad dominante.

Al igual que Ríos, Sánchez explica cuáles son las motivaciones de los miembros de la comunidad para convertirse en evangélicos y cómo su participación (glosolalia) en la celebración de la palabra juega un papel fundamental. También coinciden en afirmar que es-tas iglesias cumplen un papel clave a la hora de crear solidaridades de grupo. Por otro lado, Sánchez muestra las dudas de los creyentes para mantenerse fieles a las prácticas evangélicas y menciona las resistencias que se manifiestan en los procesos de conversión. En este mismo sentido, Sánchez aborda un problema que no ha sido analizado en los estudios sobre el protestantismo (por los menos en Colombia): el papel de los jóvenes en las comunidades protestantes y las dificultades que afrontan en una sociedad como la chocoana. Para los chocoanos el cuerpo y sus manifestaciones de sensualidad están a la orden del día, un sensualismo inicialmente cuestionado por los protestantes, pero que en la práctica los jóvenes evangélicos

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han logrado transformar en una ofrenda a Dios, principalmente en las iglesias protestantes neopentecostales.

Ahora bien, continuando con el análisis de los estudios sobre el protestantismo en las regiones, recientemente Jorge Amílcar Ulloa A. defendió en la Universidad de Antioquia su monografía Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo. Historia de la Iglesia Evangélica Interamericana de Colombia, 1943-1982 (2007). En esta investiga-ción, el autor hace un recuento del origen y desarrollo de la Iglesia Interamericana de Colombia, centrando su análisis en el estudio de los primeros años de esta Iglesia y sus vínculos con la Sociedad Misionera Oriental (oms), creada en los Estados Unidos a comienzos del siglo xx, y cuya intención inicial era hacer misión evangélica en Japón y China. La llegada a Colombia de esta misión en los años 40 fue consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y del interés de las misiones norteamericanas por fortalecer su influencia en América Latina, un territorio que consideraban pagano y alejado del cristia-nismo, ya que la mayoría de su población, a pesar de estar bajo el control de la Iglesia Católica, tenía una formación religiosa precaria. La región escogida para el desarrollo de este objetivo fue Antioquia. Medellín, el Magdalena medio, el Urabá antioqueño y el bajo Cauca fueron los principales polos de su accionar proselitista. Después de esta expansión rural, en los años 60 la Iglesia Interamericana llegó a Bogotá.

De esta tesis se destaca la utilización de un número importante de testimonios orales y escritos, que dan cuenta del proceso de conver-sión de los fieles, información confrontada con otros documentos oficiales de la iglesia (actas, memorias, diarios, correspondencia interna, documentos administrativos, etc.). Estas fuentes y su trata-miento demuestran el proceso de institucionalización y nacionaliza-ción de una iglesia extranjera que inicialmente tenía como propósito evangelizar a los colombianos. Evangelización propuesta desde una mirada etnocéntrica –facilitada por el poder económico que tenían los misioneros norteamericanos– que, poco a poco, fue cuestionada por los líderes nacionales, hasta lograr una plena independencia a comienzos de la década de los 80. También sobresale en esta

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investigación el hecho de que los orígenes evangélicos de su autor no le impidieron elaborar una historia crítica que tiene la fortuna de superar una historia panegírica o institucional, ya que problematiza y contextualiza, ubicando la historia de la Iglesia Interamericana en el escenario local, regional, nacional e internacional. Este podría ser su mayor aporte. Otros elementos de suma importancia para comprender cómo se dio el proceso de penetración de estas iglesias en Colombia hacen referencia al trabajo de los misioneros en unas comunidades afectadas por el desplazamiento permanente de los habitantes del nordeste antioqueño, el Magdalena medio y el bajo Cauca.

El continuo desplazamiento de los habitantes de estas regiones fue el resultado de la violencia de mediados del siglo xx, como también lo describe Ríos. Campesinos, en su mayoría liberales, que huían del acoso de la policía chulavita. Esta afirmación de Amílcar busca explicar hasta cierto punto por qué lograron afianzarse en esta re-gión los evangélicos, en pleno auge de la llamada persecución a los protestantes. Es decir, Amílcar recurre a la vieja tesis de que entre liberales y protestantes había cierta afinidad, lo cual les facilitaba su convivencia pacífica; además de granjearles el odio conservador23.

En cuanto a la organización de la Iglesia Evangélica Interamericana de Colombia, Amílcar describe la forma como se organizó por iglesias, las cuales se asociaron en 1968 en la Asociación de Iglesias Evan-gélicas Interamericanas de Colombia (asodiecol), para desprenderse después, en 1984, de su casa matriz, la Sociedad Misionera Oriental (oms), que trabajó en Colombia bajo la denominación Sociedad Mi-sionera Interamericana. Estas divisiones no estuvieron exentas de confrontaciones de tipo económico y teológico. Al respecto, Amílcar afirma que la oms criticaba las manifestaciones pentecostales que las iglesias nacionales ponían en práctica para ganar más seguidores. Es decir, los ritos del avivamiento practicados en los Estados Unidos y Gran Bretaña durante los siglos xviii y xix –que se inspiraban en la

23 Jorge Amílcar Ulloa, Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo. Historia de la Iglesia Evangélica Interamericana de Colombia, 1943-1982, tesis, Universidad de Antioquia, Medellín, 2007, p. 104.

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búsqueda de la santidad a través del Espíritu Santo, y que se radi-calizaron a comienzos del siglo xx con los ritos de los negros del sur de los Estados Unidos– resurgieron con fuerza en los años 50 y 60 en las zonas de conflicto en Colombia.

Los primeros trabajos colectivos: una superación del sectarismo

Mención especial merece la publicación colectiva liderada por Ana María Bidegain, Historia del cristianismo en Colombia: corrientes y diversidad (2005), en la cual se recopila una serie de investigaciones provenientes de diferentes campos de las ciencias sociales que logran dar una visón global sobre la historia del cristianismo en Colombia, fenómeno social entendido como un todo: Iglesia Católica, religiosos y laicos (tradicionalistas y revolucionarios); protestantes históricos, pentecostales y neopentecostales; todas estas expresiones religiosas vistas como parte del cristianismo en su versión latinoamericana.

Esta publicación recoge, en alguna medida, los trabajos que durante la década de los 90 venía adelantando un grupo de investigadores independientes: monografías históricas sobre el hecho religioso que utilizaban las herramientas interpretativas ofrecidas por la sociología de las religiones y los aportes metodológicos de la etnografía y la antropología cultural. Estas herramientas conceptuales y metodoló-gicas permitieron abrir todo un camino interpretativo que tendía a favorecer el estudio de la diversidad religiosa colombiana, la cual en cierta forma había estado opacada por el tradicionalismo de nuestras academias.

En este sentido, el tema que nos ocupa, la historiografía sobre el pro-testantismo, lo encontramos en los textos de Javier Augusto Rodríguez, Juan Pablo Moreno y William Mauricio Beltrán. Estos investigadores en su mayoría están asociados al Instituto Colombiano para el Estudio de las Religiones (icer) y tienen el propósito de acercarse al hecho religioso, ya no desde el dogma sino desde las ciencias sociales, a pesar de los orígenes evangélicos o religiosos de algunos de ellos. Lo sugestivo de esta publicación es que por primera vez en Colombia

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evangélicos, religiosos católicos, laicos y estudiosos sociales escri-ben en forma conjunta dentro de un espacio académico diverso. En dicha publicación se da cuenta de las prácticas y creencias de los colombianos, en un escenario donde la homogeneidad católica se diluye en unos ritos religiosos no institucionalizados o en proceso de institucionalización. Por cierto, esta publicación contribuye a superar la ya cada vez más lejana historiografía ideológica, en la cual a la hora de las narraciones y el análisis hay buenos y malos.

Los aportes de estos autores están relacionados en primera instancia con el interés de clasificar adecuadamente la infinidad de organizaciones protestantes llegadas al país en los diferentes momentos de la historia colombiana. En este sentido sobresale el trabajo de Juan Pablo More-no, quien realiza un balance sobre la forma como diversos autores han clasificado a los protestantes en América Latina. Después de mencionar los trabajos de Jean-Pierre Bastian, Samuel Escobar, Miguel Berg, Pablo Pretiz y José Miguez Bonino, concluye que las clasificaciones por ellos propuestas carecen de una visión de totalidad; no obstante, sus aportes evidencian la complejidad del protestantismo. En todos ellos encuentra “(…) que las clasificaciones demuestran ser útiles como herramientas de estudio y análisis, pero conservan de esta forma un carácter provisional, intuitivo e instrumental”. Después de esta discusión, se destaca que Juan Pablo Moreno da cuenta de la historia tradicional de los protestantes; al igual que lo hacen Javier Rodríguez y William Mauricio Beltrán, quienes realizan síntesis de sus respectivas investigaciones y las presentan de forma analítica y coherente.

De todos modos, es la contribución del sociólogo William Mauricio Beltrán la que nos aporta nuevas pistas para comprender el accio-nar religioso de los neopentecostales, agrupaciones evangélicas que entran en confrontación con los protestantes históricos y, en algunos casos, con los pentecostales. Beltrán destaca cómo dichos grupos crecen significativamente en los años 80 y basan su dogma en la “teología de la prosperidad”, la “súper fe”, la utilización de los medios de comunicación y las reuniones masivas. Por “teología de la prosperidad” el autor comprende la idea de “donar para recibir”, lo cual termina por hacer que los líderes carismáticos y sus iglesias

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rápidamente manejen grandes capitales como resultado del diezmo y de las ofrendas de sus creyentes: “si doy más, Dios me bendecirá más”. Por “súper fe”, define una actitud positiva por parte de los creyentes, que puede significar una bendición mágica conducente al éxito. Por último, afirma que las reuniones masivas requieren de templos gigantes, de música y predicación adecuada a estos espa-cios, a la mejor usanza de los conciertos realizados por las grandes estrellas del rock y el pop.

Los estudios sociológicos y antropológicos del hecho religioso

Las nuevas formas de abordar el hecho religioso, en un escenario de ampliación de la oferta religiosa, permitieron que el icer, en asocio con aler (Asociación Latinoamericana de Estudios de la Religión), organizara el II Encuentro de la Diversidad del Hecho Religioso del icer y el VI Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad de aler, eventos realizados conjuntamente en 1996 en Bogotá, cuyas memorias fueron compiladas por Germán Ferro y editadas en 1997 por el Instituto Colombiano de Antropología. Del Congreso de aler destacamos el gran número de trabajos relacionados con los estudios de las prácticas religiosas indígenas y afroamericanas y sus transfor-maciones a la luz de los nuevos escenarios de la globalización. De igual modo, las ponencias abordaron las nuevas formas de acercarse al hecho religioso y a los nuevos ritos y creencias.

En las memorias del VI Congreso de aler, las investigaciones sobre el protestantismo en Colombia están signadas por los cambios culturales visibilizados y reconocidos en el escenario de las discusiones en torno al reconocimiento del pluralismo y la diversidad religiosa; posiciones políticas propiciadas por la Constitución de 1991. Las ponencias de Antanas Mockus, Carlos Gaviria, Ana Mercedes Pereira24, Juan Pablo

24 La antropóloga Ana María Pereira puede considerarse como una de las pioneras en el estudio sistemático del pluralismo religioso en Colombia, gracias a sus investigaciones adelantadas en el cehila y el cinep, publicadas en 1996. En esta última organización lideró el grupo de trabajo Equipo de Expresiones Religiosas no Católicas de Bogotá. Ana María Pereira, “Pluralidad religiosa en Colombia”, en Nueva Historia de Colombia, vol. 9, Planeta, Bogotá, 1998.

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Moreno y Juana Bucana tienen el interés de resaltar que hay una resemantización y fragmentación del campo religioso que contribuyó a la superación de la tradicional hegemonía conservadora y católica. Coinciden en observar que el pluralismo religioso reconocido por la Constitución de 1991 contribuye a la ampliación de la democracia, ya que permite al individuo la escogencia de nuevas prácticas, en un escenario de diversificación religiosa que no tiene ningún tipo de restricción por parte del Estado.

En torno a la historia del protestantismo se destacan los aportes de Juana Bucana, los cuales resultan fundamentales para la elaboración de una historia del protestantismo en Colombia. En este sentido, Bucana propone dividir la historia de los protestantes siguiendo los períodos propios de la historia republicana; es decir, plantea hacer una historia centrada en los acontecimientos nacionales más significativos, no en el desarrollo interno de los protestantes, como tradicionalmente se ha hecho, y de esta forma superar una visión descontextualizada de la realidad.

Dentro de la misma dinámica de eventos, en el año 2003 el icer, con el apoyo de la Universidad Nacional de Colombia, realizó el III Encuentro del icer, cuyas memorias fueron publicadas bajo el titulo: Globalización y diversidad religiosa en Colombia. Las ponencias presentadas muestran cómo los cambios religiosos y la participación de otras ofertas religiosas en la vida nacional continúan en ascenso. Los aportes de este evento sobre la historia del protestantismo hacen referencia a la primacía de la Iglesia Católica en lugares en los cuales los evangélicos hacían su proselitismo religioso y a las dificultades que estos tenían que enfrentar para poder ejercerlo libremente, en este caso en la región de los Santanderes y en un corregimiento indígena del Cauca. Para el caso de los Santanderes es el historiador Otoniel Echavarría quien realiza una breve historia de la forma como llega-ron los protestantes a esta región en la segunda mitad del siglo xix, provenientes, inicialmente, del centro del país, en su denominación presbiteriana; y, desde comienzos del siglo xx, las tradicionales mi-siones estadounidenses asentadas en Venezuela o en otras regiones del país. Proselitismo religioso iniciado a través de las Sociedades

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Bíblicas y las misiones. Echavarría argumenta que este proceso de asentamiento evangélico fue posible gracias a la des-estructuración de la parroquia como modelo de organización social, ocasionada por la llegada de nuevas ideas modernizantes, fenómeno ante el cual la Iglesia Católica respondió por medio de la intransigencia decimonónica y la persecución religiosa. Al igual que anteriores tra-bajos regionales sobre el crecimiento protestante, esta investigación también contribuye a tener una visión menos centralista de nuestra historia nacional, ya que por medio de lo allí descrito comprendemos procesos locales, autónomos, o, en su defecto, procesos íntimamente relacionados con lo nacional.

Por su parte, Juan Diego Demera nos explica la expansión protestante, en este caso en una comunidad guambiana del sur del país (Cauca). Con esta investigación los antropólogos continúan estudiando las prácticas religiosas indígenas y los procesos de aculturación de que son víctimas estas comunidades. Se trata de una aculturación im-puesta, inicialmente, por la religión católica y después aprovechada por los protestantes25, quienes encontraban el terreno abonado para disputarle fieles a la Iglesia Católica, como lo sostiene Demera: “(…) el protestantismo irrumpió dentro de una sociedad con profundos lazos político-culturales católicos, en medio de relaciones de desigualdad y dominación, que en cierta forma permitieron la adopción del pro-testantismo como una protesta contra los poderes establecidos, pero también trajeron una violenta reacción de las comunidades hacia las facciones disidentes (protestantes)”26.

En relación con las publicaciones de las memorias de estos eventos, la Universidad de San Buenaventura editó, las memorias del Primer Congreso Internacional sobre Diversidad y Dinámicas del Cristianis-mo en América Latina (2007), evento que también contó con el apoyo del icer. En estas memorias encontramos aportes que pueden ayudar

25 Joanne Rappaport, “Las misiones protestantes y las resistencias indígenas en el sur de Co-lombia”, en América Indígena, México, 1984, p. 1-44.

26 Juan Diego Demera Vargas, “Las misiones religiosas y articulaciones étnicas en el resguardo indígena de Guambía”, en Bidegain y Demera (comps.), Op. cit., p. 364.

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a la comprensión del fenómeno del protestantismo en Colombia; fueron realizados por Jean-Pierre Bastian, William Mauricio Beltrán Cely, Jairo Roa, Jaime Laurence Bonilla, Juan Pablo Moreno, Álvaro Cepeda van Houten, Olga Lucía Quintero Sierra, Andrés González Santos, Nelson Andrés Molina y Carolina Mesa. Para el objeto de este balance historiográfico, los aportes de dicho Congreso desbordan ampliamente lo realizado hasta el momento, puesto que el interés de los anteriores autores es explicar desde la antropología, la sociología, la política y el análisis del discurso, la forma como los protestantes en todas sus denominaciones utilizan diferentes estrategias para am-pliar su influencia en la sociedad colombiana; además, sus trabajos contribuyen ampliamente en el propósito de estudiar el fenómeno religioso en Colombia.

De todos modos, como varios de los investigadores arriba mencio-nados ya han sido objeto de un análisis en este balance y otros lo serán más adelante, sólo mencionaré algunas investigaciones que consideramos contribuyen a dar elementos de comprensión del fe-nómeno protestante en Colombia. En este sentido, el antropólogo Andrés González Santos abre un espacio de investigación poco estu-diado, relacionado con los escritos autobiográficos de varios pastores pentecostales que tienen la intención de mostrar cómo su vida es un ejemplo de autosuperación y santificación. González afirma que estas biografías poseen una misma estructura gramatical que tiene como propósito “testimoniar” la conversión de sus protagonistas. Es decir, los autores protestantes esperan que al ser leídos (obras y proezas) puedan por medio de su experiencia de conversión influir sobre sus feligreses. Esta propuesta, que es innovadora, requiere ser profundizada, pues sólo contempla un marco conceptual y carece de estudios empíricos que la demuestren.

Dentro de esta misma perspectiva interpretativa, Nelson Andrés Molina analiza discursivamente varios testimonios de creyentes pen-tecostales en un intento por descifrar el orden del relato y la intencio-nalidad de quien lo narra; según Molina, el relato busca convencer a quien lo escucha y reafirmar la fe de quien lo elabora. Estas dos ponencias son bastante sugestivas en el propósito de acercarse –desde

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la perspectiva que da el análisis del discurso– a la comprensión del proceso de conversión religiosa de los feligreses, pero tienen la parti-cularidad de no abordarlo directamente, ya que no están interesadas en la comprensión de lo sagrado sino en el análisis interpretativo de la forma como se construyen los discursos.

Finalmente, William Mauricio Beltrán Cely y Álvaro Cepeda van Houten publicaron recientemente y con el apoyo de la Universidad de San Buenaventura dos investigaciones centradas en el estudio del accionar religioso y político de los pentecostales y neopentecostales en Bogotá. La investigación del sociólogo William Mauricio Beltrán Cely, titulada De microempresas religiosas a multinacionales de la fe. La diversificación del cristianismo en Bogotá (2006), obra inicial-mente presentada como tesis de grado en la Universidad Nacional de Colombia, puede considerarse en Colombia como uno de los pri-meros trabajos que aborda el estudio de los protestantes desde una óptica claramente sociológica. Por ello las referencias del autor a Max Weber, Talcott Parsons, Peter Berger, Thomas Luckmann y Pierre Bourdieu son permanentes. Por ejemplo, para explicar el proceso de secularización y sacralización de las sociedades modernas y para comprender de qué forma el carisma de los líderes pentecostales es fundamental en su función de retener a los feligreses de las iglesias no institucionalizadas, recurre a las propuestas teóricas de Max Weber sobre el carisma. Para explicar la creciente oferta de las creen-cias religiosas en Bogotá, Beltrán acude a Talcott Parsons, quien afirma que el pluralismo religioso en las sociedades modernas se da gracias a la pérdida de la hegemonía de una iglesia establecida, en este caso, la católica, frente a las iglesias pentecostales y neopentecostales. Estas ofertas religiosas obligan a los líderes carismáticos a crear estrategias de marketing que logren atraer a sus posibles clientes; estrategias en las cuales tienen que estar dispuestos a modificar sus menús religiosos dirigidos a satisfacer a su clientela (Peter Berger). Es este un consumo a la carta que tiene la intención de dar sentido a un orden en apariencia caótico, como lo sugiere Thomas Luckmann. Es decir, la puesta en práctica de conceptos sociológicos como los enunciados por Beltrán es utilizada para explicar cómo se constituyó en Bogotá un campo religioso en el cual existe una permanente lucha

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por el control de los bienes simbólicos de salvación, en palabras de Pierre Bourdieu.

Beltrán afirma, por último, que las diversas y masivas ofertas religiosas evangélicas ya no sólo compiten con la Iglesia Católica, sino que lo hacen entre ellas mismas. Se trata de una lucha por la salvación de los creyentes que obliga al autor a estudiar cuáles son las distinciones entre los agentes que ofertan diferentes interpretaciones teológicas de la Biblia. De ahí que describa el accionar religioso de las principales iglesias cristianas de origen pentecostal y neopentecostal que actúan en Bogotá, con el propósito de explicar cuáles son los dispositivos más eficaces a la hora de reclutar a sus fieles. En cuanto al fortalecimiento del pluralismo religioso, Beltrán concluye que obedece al éxito de las misiones evangélicas de mediados del siglo xx (provenientes de los Estados Unidos); a la utilización de los medios de comunicación por parte de pentecostales y neopentecostales; a la falta de sentido y la incertidumbre de unas masas que cada vez son menos comprendidas por las iglesias tradicionales; al proselitismo agresivo practicado por las iglesias neopentecostales más identificadas con el marketing que con las prácticas religiosas en sí; y, por último, afirma Beltrán que el pluralismo religioso refleja un escenario de resacralización del mundo moderno ante la incapacidad de la modernidad para dar respuestas de sentido a la incertidumbre del mundo.

Por ser una obra que se centra en los últimos años del desarrollo protestante, las referencias históricas no aportan ningún elemento novedoso; es decir, Beltrán continúa reproduciendo las tradiciona-les narraciones sobre el origen y expansión de los protestantes en Colombia.

El último libro por reseñar es la publicación del sacerdote franciscano Álvaro Cepeda van Houten, Clientelismo y fe: dinámicas políticas del pentecostalismo en Colombia (2007), obra que se inscribe en las investigaciones que abordan el fenómeno sobre la mutación de las creencias y ritos religiosos en América Latina. En este sentido, Ce-peda estudia la relación de los movimientos religiosos pentecostales y neopentecostales con la política tradicional colombiana y la forma

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como ejercen el proselitismo político. El autor encuentra en esta re-lación una reconversión de capital religioso en capital político, de la cual salen mal libradas la ética y la moral religiosas, puesto que con el argumento de querer cristianizar la política, estos grupos terminan por caer en las mismas prácticas que criticaban. Hasta los años 80 los evangélicos de todas las denominaciones consideraban a la política como corrupta y alejada de los principios cristianos.

La investigación de Álvaro Cepeda tiene la particularidad de poner en práctica algunos planteamientos de Pierre Bourdieu sobre el ca-pital religioso y su reconversión, en este caso, en capital político y económico: “(…) el capital religioso acumulado, ya sea por la secta o la iglesia, puede ser trasladado, haciendo del capital religioso un capital homologable en otros campos: en la política homologable por votos, en la actual dinámica de la lucha electoral, y en el campo de las clases sociales por capital económico”27. Este fenómeno social es analizado por medio de la descripción de cómo los grupos religiosos no católicos se valen del carisma de sus líderes religiosos, en este caso Néstor Chamorro, de la Cruzada Estudiantil y Profesional de Colombia, y María Luisa Piraquive, de la Iglesia de Dios Ministerial de Jesucristo Internacional (idmji), para transmitir a sus hijos el capital religioso y convertirlo en político.

En suma, el problema más original abordado por Cepeda está re-lacionado con el interés de explicar cuáles son las estrategias de los grupos religiosos para hacer política: la Misión Carismática In-ternacional, la Cruzada Estudiantil y Profesional de Colombia y la Iglesia de Dios Ministerial de Jesucristo Internacional, agrupaciones religiosas de los cuales se desprende igual número de movimientos políticos: el Partido Nacional Cristiano (pnc), Compromiso Cívico y Cristiano por Colombia (C4) y el Movimiento de Renovación Absoluta (mira), respectivamente. Aquí el autor hace su mayor aporte, pues en el estudio de la transformación de capital religioso en político crea una nueva categoría de análisis para explicar el clientelismo político

27 Álvaro Cepeda van Houten, o. f. m., Clientelismo y fe: dinámicas políticas del pentecostalismo en Colombia, Universidad de San Buenaventura Bogotá, 2007, p. 19.

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evangélico, el clientelismo emocional, que sería una nueva forma de hacer proselitismo político y que supera las formas tradicionales de hacer política en Colombia por parte de los caudillos regionales y partidos tradicionales.

Conclusiones

Una de las conclusiones más evidentes en este balance historiográfico es que la mayoría de las investigaciones reseñadas fueron escritas por sus protagonistas28. Sin embargo, esta situación ha comenzado a cambiar en los últimos años debido a que el crecimiento de las comunidades religiosas no católicas ha obligado a los académicos a dirigir sus esfuerzos a explicar cómo América Latina, y particular-mente Colombia, protagonizan un proceso de desregulación de lo religioso que tiende a acabar con el dominio de la Iglesia Católica y a crear un espacio que tiende a ser ocupado mayoritariamente por las iglesias evangélicas (pentecostales o neopentecostales, conocidos popularmente como “cristianos”).

La lectura de estas investigaciones permite comprender cómo los protestantes se muestran como víctimas de una persecución constante por parte de los sectores más tradicionales de la sociedad colombiana, que los identifica como potenciales destructores de sus costumbres y creencias. Igualmente, la forma como son descritos en su accionar religioso por parte de sus opositores ayuda a comprender cómo estos

28 Coincidencialmente, en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad: Cambios Culturales, Conflictos y Transformaciones Religiosas, realizado del 7 al 11 de julio de 2008 en Bogotá, escenario donde se leyó por primera vez este balance, el profesor Raúl Solano Patiño presentó una ponencia con prácticamente el mismo título y temática, lo cual me obliga a hacer algunas precisiones con respecto a su trabajo. En primer lugar, la bibliografía por él utilizada es casi la misma aquí se analiza, aunque hace referencia a algunos textos que en este ejercicio no se tuvieron en cuenta. En cuanto a lo escrito por Solano Patiño vale la pena resaltar que se aventura en proponer posibles líneas de investigación y deja planteadas varias preguntas que pueden contribuir a profundizar dichos estudios; también insiste en mostrar que los protestantes colombianos no contribuyeron a la modernización del país, como lo afirma Jean Pierre-Bastian para otros países latinoamericanos. No obstante, a pesar de los sugerentes planteamientos e inquietudes de Solano Patiño, la mezcla en su análisis de diferentes obras, sin tener en cuenta las fechas y contextos en que fueron escritas (además en su análisis mezcla textos sobre el protestantismo colombiano con algunas obras sobre el protestantismo latinoamericano), y la forma confusa como son presentadas le quitan a este balance claridad conceptual y metodológica.

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ven al otro y desde ahí intuir cómo actúan ellos mismos en el campo religioso. En otras palabras, en la lectura de las narraciones evan-gélicas y católicas sobre la historia de los protestantes encontramos no sólo la imagen que cada comunidad ha construido del otro, sino la propia.

Un interrogante que implícitamente aparece en este balance está re-lacionado con comprender las motivaciones que tuvieron los autores aquí reseñados para escribir sus historias. En este sentido, se puede concluir que la mayoría de sus publicaciones tiene el interés de insti-tucionalizar su historia para legitimarse ante la sociedad y mostrarse como actores históricos válidos, principalmente frente a la hegemonía tradicional de las iglesias establecidas, en este caso frente a la Iglesia Católica o a las protestantes históricas. Igualmente, la variedad de comunidades evangélicas las obliga a diferenciarse; por ello, con la elaboración de sus historias, buscan reafirmar su identidad como iglesia frente a las otras, que en muchas ocasiones son mostradas como alejadas de los principios cristianos e inmersas en el error.

Otra motivación que puede ayudar a explicar el incremento de los estudios elaborados por sus propios protagonistas, esta vez en el caso de los estudios presentados como tesis de grado, está relacionado con la facilidad que tienen los investigadores y estudiantes creyentes para acceder a la información, al lenguaje y a las representaciones de sus propias comunidades religiosas; además, los estudiantes se encuen-tran relacionados con muchos de los principales líderes religiosos, que también tienen el interés de dar a conocer sus propias historias de vida y su proceso de conversión (testimonios). Esta situación permite que las investigaciones posean una información monográfica muy valiosa, ya que es presentada de forma ordenada y sistemática, que las convierte en material de obligada consulta a la hora de elaborar estudios sobre el protestantismo en Colombia.

Finalmente, en los últimos años, en el proceso de institucionalización de las iglesias evangélicas es claro cómo sus escritores utilizan más las herramientas conceptuales de la antropología y la sociología para dar fuerza y coherencia a sus estudios; por ello esta literatura puede

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llegar a ser más crítica con respecto a los primeros textos. No obstan-te, cuando se trata de defender su fe, estos autores no niegan desde dónde escriben, en este caso desde su doctrina. Esta situación obliga a hacer una lectura más compleja de estas obras para poder tener una visión más acertada del campo religioso en Colombia. Además, estas publicaciones contribuyen significativamente a la comprensión del campo religioso, puesto que convocan a investigadores de todas las ciencias sociales y son una invitación a los estudios interdisciplinarios, con el objeto de estudiar al ser humano en todas sus dimensiones.

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De evangelizador de indios a bastión de criollos.

El convento dominicano de Nuestra Señora del Rosario y la sociedad colonial, Santafé de

Bogotá, siglos xvi-xviii*

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Dominicos, franciscanos, agustinos y luego los jesuitas, son los prin-cipales evangelizadores de los territorios que hoy día hacen parte de la República de Colombia. El hecho de haber estado presentes desde el comienzo de la colonización, les confirió un rol de primer orden en la configuración de la sociedad colonial. Influyeron sobre esta de múltiples maneras, desde lo puramente religioso hasta lo po-lítico, educativo, social y económico. En ciertos aspectos, las órdenes religiosas tuvieron un peso mayor que el clero secular y aunque los

* Ponencia que hace parte del proyecto de investigación: Los evangélicos y su participación política en la Constitución de 1991, apoyado por la Universidad de San Buenaventura Bogotá. Ponencia presentada en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad organizado por aler, Bogotá, 7 al 11 de julio de 2008.

** Historiador y Magíster en Historia, Universidad Nacional de Colombia. Doctor en Historia, Facultades Notre Dame de la Paix de Namur - Academia de la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica. Profesor investigador de la Universidad de San Buenaventura de Bogotá, miembro del giersp y del Instituto Colombiano para el Estudio de las Religiones - icer.

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William Elvis Plata Quezada

obispos, lo cual las hizo atractivas para las elites hispano-criollas, cabeza de la jerarquía social.

Me interesa presentar a grandes rasgos la evolución del rol de las órdenes religiosas en la sociedad colonial y explicar cómo y por qué, de un punto de partida como evangelizadoras de indígenas, ellas se convirtieron en garantes y apoyos del sistema colonial. Para ello, he escogido el caso de la historia del Convento de Nuestra Señora del Rosario de Santafé de Bogotá, conocido también popularmente como “Santo Domingo”. Establecido en la capital del Nuevo Reino de Gra-nada, este convento se convirtió en el principal de su orden y el más grande de la ciudad. Mi propósito consiste, un poco, en “medir” la influencia de este convento en la sociedad neogranadina de la época y vislumbrar las consecuencias que esta produjo.

Los dominicos

Una de las más famosas comunidades mendicantes, nacida en el siglo xiii, la Orden de los Frailes Predicadores, estuvo entre las primeras comunidades de religiosos que llegaron a América, poco después de las expediciones de Cristóbal Colón. Los dominicos venían de experimentar una reforma interna que les suscitó el interés a varios de ellos de embarcarse para evangelizar nuevas tierras. Fue así que en 1509 un grupo de frailes desembarcó en la isla de Santo Domin-go. Allí se hicieron conocer por el sermón pronunciado por uno de ellos, Fr. Antonio de Montesinos, en el cual criticaba fuertemente la explotación de los indígenas por los colonos españoles1. Poco después sobrevino la figura de Fr. Bartolomé de las Casas, incansable en su lucha por una predicación pacífica del Evangelio2.

Los dominicos llegaron a lo que se conocería como Nueva Granada hacia 1528. Un grupo de frailes fundó un convento en Santa Marta

1 Daniel Ulloa, Los predicadores divididos. Los Dominicos en la Nueva España, siglo xvi, El Colegio de México, México, 1977, p. 48-49.

2 Alvaro Huerga, Bartolomé de las Casas. Vie et œuvres, Éditions du Cerf, Paris, 2005.

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(1529) y luego otro en Cartagena (1533)3. Teniendo como misión acompañar a los conquistadores en sus expediciones, algunos reli-giosos marcharon al sur, en pos del reino mítico de El Dorado. Una de esas expediciones arribó al Altiplano Cundiboyacense, donde no encontró El Dorado, pero sí una tierra rica y productiva, con algunas minas de esmeraldas, al igual que una numerosa comunidad indígena socialmente compleja: los muiscas. Una vez dominados los indíge-nas, los españoles fundaron varias poblaciones, entre las cuales se encontraba Santafé de Bogotá.

Encargados de la evangelización de los indígenas de la región, los frailes dominicos establecieron pequeñas casas, llamadas “conven-tillos” u “hospicios” 4 en distintos lugares, con el propósito de hacer de algunos de ellos conventos “mayores” o canónicos, poder vivir en comunidad, estudiar y formarse para la vida religiosa según las reglas de su instituto.

El Convento de Nuestra Señora del Rosario

El permiso de fundar un convento en Santafé de Bogotá llegó en abril de 1550, junto con el grupo encargado de establecer la Real Audiencia. Cuatro meses más tarde, el 26 de agosto, comenzó la construcción del Convento de Nuestra Señora del Rosario, que será el más importante de la orden en la Nueva Granada5. Establecido inicialmente en un costado de la Plaza de las Yerbas (actual plaza Santander), pronto

3 Alberto Ariza, o. p., Los Dominicos en Colombia, tomo 1, Provincia de San Luis Bertrán de Colombia, Bogotá, 1993, p. 94.

4 Pese a la naturaleza urbana de los conventos de las órdenes mendicantes, en América esas órdenes establecieron dos tipos de conventos: en el ámbito rural y en las ciudades. Los pri-meros estaban situados en los pueblos y doctrinas de indios. En ellos habitaban pequeños grupos de frailes itinerantes (tres o cuatro), encargados de la evangelización de indígenas. En las ciudades con significativa presencia hispánica y criolla, los conventos eran más grandes y tenían funciones diversas: Manuel Esparza, Santo Domingo Grande. Hechura y reflejo de nuestra sociedad, Manuel Esparza, Oaxaca, 1996, p. 221; Panayota Volti, Les couvents des ordres mendiants et leur environnement à la fin du Moyen Âge, cnrs, Paris, 2003, p. 46.

5 Alonso de Zamora, o. p., Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada, Parra León Hermanos, Editorial Sur América, Caracas, 1930, cap. iv, p. 157. (1.era Edición: 1701.)

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cambió su sede y se trasladó a la Calle Real6, cerca de la Plaza Mayor, lugar donde se concentraban los poderes públicos y eclesiásticos. Esta localización en un lugar central y no en las afueras de la ciudad, como era lo usual en Europa7, dará al Convento varias ventajas que sabrá aprovechar para influir sobre la sociedad colonial8, al igual que se convertirá en una fuente de numerosos conflictos con las autoridades eclesiásticas y civiles de la ciudad.

La construcción del Convento fue ya un signo de hacia dónde se en-caminaban las relaciones que la comunidad de frailes estaba forjando con el medio. Una vez formalizada la fundación, los frailes comen-zaron a gestionar lo necesario para reemplazar la casa y la capilla pajizas iniciales, pero el cabildo paralizó la obra, bajo pretextos que no ocultaban la rivalidad entre los frailes y las autoridades locales9.

Al trasladarse al nuevo sitio, cerca de la Plaza Mayor, los frailes adecuaron las casas que habían sido adquiridas, con el objeto de que sirvieran provisionalmente para vivienda y para las actividades religiosas propias de la vida conventual. Tales edificaciones estaban hechas en ladrillo y tapia pisada10 y cubiertas con paja o teja de barro11. Estos eran materiales considerados baratos, lo que implica que no se

6 Ver mapa N.° 1: Conventos de las principales ordenes masculinas en Santafé, s. xvi-xvii.

7 La tradición bajo-medieval mandaba que los conventos de las órdenes mendicantes se esta-blecieran en las zonas periféricas de las ciudades, pues la demanda espiritual no podía ser cubierta por las escasas parroquias existentes en esas zonas. También se ubicaron allí por la presión de las autoridades locales, que no habían aceptado de buena gana la fundación de los conventos mendicantes (J. Izquierdo Martín, J. M. López García y J. F. Martín de las Mulas Reguillo, “Así en la corte como en el Cielo. Patronato y clientelismo en las comunidades con-ventuales madrileñas (siglos xvi-xviii)”, en Hispania, vol. lix/1, N.° 201, Madrid, enero-abril de 1999, p. 158). Esta tradición fue rota en América en muchas ocasiones, especialmente por dominicos, franciscanos y agustinos. A diferencia de Europa, donde los conventos urbanos llegaron cuando ya las ciudades estaban creadas y tenían su dinámica propia, en América la mayoría de los conventos masculinos nacieron junto con las ciudades, en condiciones de protagonismo, y por ende tenían la oportunidad de convertirse (y lo hicieron) en reguladores de las mismas.

8 Zamora, Op. cit., cap. vii, p. 176-177; Ariza, Op. cit., tomo 1, p. 377. Las ventajas que ofrecía la Calle Real fueron percibidas por todas las órdenes masculinas, que procuraron construir sus conventos y casas cerca de esa vía.

9 Ibíd., p. 374.

10 Ibíd., p. 383.

11 Zamora, Op. cit., cap. viii, p. 160.

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contaba con muchos recursos. Este primer claustro, en el cual vivieron los frailes unos treinta años, se componía de dos pisos y tenía poco de artístico y de proporción, “por no tenerla la rudeza de los oficiales de aquel tiempo”12, en palabras del cronista Zamora.

Se tuvo que esperar a que la decidida oposición presentada por el obispo franciscano Juan de los Barrios a los dominicos se disipara con la muerte del prelado en 1569, para poder pensar en iniciar la construcción de un edificio conventual de proporciones y estética que, a juicio de los gestores, mereciera el título de “convento máximo” de la orden en la Nueva Granada. Finalmente, los trabajos en forma co-menzaron en 1577, cuando el nuevo arzobispo, el también franciscano Fr. Luis Zapata de Cárdenas, bendijo la primera piedra.

Aunque la obra se calculó inicialmente en unos 20 000 pesos de plata fuerte, cifra ya considerada exorbitante por las autoridades locales13, es de suponer que costó mucho más. Sólo los órganos que se instalaron en el coro conventual significaron la suma de 14 000 pesos14. Los frai-les por sí mismos no hubieran podido adelantar mucho si no hubieran contado con los cuantiosos recursos económicos proporcionados por una serie de benefactores laicos15. En el caso que nos compete aquí, los primeros dineros salieron de capellanías y donaciones hechas, entre otros, por Francisco de Tordehumos y Juan de Ortega, ambos encomenderos16. No deja de ser paradójico que los principales bene-factores surgieran del grupo de los encomenderos, varios de cuyos

12 Ibíd., p. 177.

13 Ariza, Op. cit., tomo 1, p. 390. A propósito, el informe presentado por la Real Audiencia sobre la construcción del Convento, decía que “con 6.000 pesos se podría hacer una buena (iglesia), pero el Provincial (Fray Alberto Pedrero) da de cabeza, y ha de acabar conforme a la traza”. Citado en: Andrés Mesanza Osaeta, o. p., El convento dominicano de Nuestra Señora del Ro-sario en Santa Fe y su Universidad Tomística, Imprenta La Rotativa, Chiquinquirá, Colombia, 1938, p. 5.

14 Zamora, Op. cit., libro iv, cap. xviii, p. 360.

15 Esto puede considerarse una norma general para el continente. Todos los autores consultados que han trabajado casos similares en México y Perú coinciden en esta afirmación. Marcela García Hernández, “Las capellanías fundadas en los conventos de religiosos de la Orden del Carmen descalzo. Siglos xvii y xviii”, en María del Pilar Martínez López-Cano et ál. (coords.), Cofradías, capellanías y obras pías en la América Colonial, unam, México, 1998, p. 214.

16 Zamora, Op. cit., cap. xviii, p. 358.

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miembros mantenían un constante roce con los frailes por el tema del adoctrinamiento y trato de los indígenas.

La corona también contribuyó a obtener ayudas para la construcción del Convento. En 1559 la Real Audiencia decretó auxilios de 1 000 pesos provenientes de las cajas reales, 1 000 de los vecinos y 1 000 del trabajo de los indígenas17. Es decir que los aborígenes debían ayudar a la construcción del Convento sin recibir salario a cambio.

Respecto a las labores de construcción, la dirección arquitectónica casi siempre quedó en manos de algún fraile18 o seglar español con ciertos conocimientos al respecto, adquiridos generalmente de forma empírica, lo cual redundó en las imperfecciones del edificio, que se convirtió en “presa fácil” para los temblores y otros fenómenos de la naturaleza. En cuanto a la mano de obra que edificó el Convento, fue de origen distinto. En la Nueva Granada, como sucedió en otras regiones de América, la mayor parte de los edificios religiosos que se levantaron en los siglos xvi y xvii fueron construidos por los mismos indígenas, utilizados como mano de obra barata y a veces casi gratuita. Para ello se utilizó la institución de los repartimientos19. En 1559 la Real Audiencia había autorizado la concesión de un repartimiento de indígenas para trabajar lo equivalente a 1 000 pesos de plata, que era una suma significativa. Asimismo, los frailes propusieron a la corona, en 1594, la posibilidad de utilizar a “indios vacos” para el proyecto de construcción de la Universidad Santo Tomás, la cual se pensaba edificar adjunta al Convento20.

La edificación duró varias decenas de años. Si la primera piedra del Convento y de su iglesia barroca fue puesta en 1577, la construcción,

17 Ariza, Op. cit., tomo 1, p. 378.

18 En las décadas de 1640 y 1650 se destaca Fr. Antonio Zambrano. Ibíd., p. 426.

19 Los repartimientos consistían en el trabajo rotativo y obligatorio del indígena en proyectos de obras públicas o trabajos agrícolas considerados vitales para el bienestar de la comunidad. Esta modalidad de trabajo se basaba en reclutamientos laborales preexistentes antes de la llegada de los españoles, como fueron el coatequitl mexicano y la mita peruana, que los españoles aplicaron con un sentido diferente al que tenían en las sociedades nativas.

20 José Manuel Groot, Historia eclesiástica y civil del Nuevo Reino de Granada, tomo I, Cosmos, Bogotá, 1956, p. 469.

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que dependía de la llegada de dineros para tal fin, se fue adelantando tan despacio que sólo a fines del siglo xvii pudo considerarse conclui-da. Vale decir que las obras del templo y del Convento se hicieron simultáneamente. El resultado de este largo proceso constructivo fue una de las mejores, más grandes y más bellas obras arquitectónicas de la Nueva Granada durante la época colonial. Observadores y cronistas coinciden en afirmar que el Convento de Nuestra Señora del Rosario, o de Santo Domingo, era “el mayor y más rico” de los edificios religiosos, “con magnífica y muy adornada iglesia”, para decirlo en palabras del cronista Basilio Vicente de Oviedo, y tenía por competencia en esplendor sólo al edificio del colegio de la Com-pañía de Jesús21.

Los conventos de las órdenes mendicantes, en regla general, se ele-vaban sobre dos o tres pisos, estructura impuesta por lo exiguo de los terrenos en el medio urbano. Otro rasgo típico era su forma cuadrada y elevada, cuyo centro quedaba libre para ser utilizado como jardín o patio. Este diseño tenía como fin impedir la intrusión externa y, además, las salidas furtivas22. Un convento de buenas dimensiones se componía de celdas de dormitorio, sala capitular, aulas, biblioteca, refectorio, enfermería, hospicio para visitantes, recibidor (al lado de la portería) y jardín o patio. Tal cual era el Convento de los dominicos en Santafé, establecido en dos claustros, adornado con pinturas y escul-turas y retablos de pintores reconocidos local y regionalmente, como Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos o Gaspar Núñez de Figueroa, y de artistas europeos, como el italiano Angelino Moro23.

El esplendor del Convento de Nuestra Señora del Rosario y de su iglesia de Santo Domingo, en sus versiones acabadas, representa-ba, más que la prosperidad de sus rentas conventuales, el poder e influencia, en todos los planos, que la orden dominicana tenía en Santafé y en todo el Nuevo Reino de Granada. Artísticamente, dice

21 Basilio Vicente de Oviedo, Cualidades y riquezas del Nuevo Reino de Granada, Departamento de Santander, Bucaramanga, 1990, p. 130.

22 Volti, Op. cit., p. 23-49.

23 Groot, Op. cit., tomo II, p. 432.

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Téllez, estos edificios eran “duros y sensuales”, “mezcla hispánica de claridad deslumbrante y sombra profunda”, como el alma de los frailes que los habían hecho posibles24. Desde este lugar los frailes dominicos irradiaron su acción, que trascendió el plano estrictamente religioso, influyendo poderosamente en distintos componentes de la sociedad colonial.

El Convento de Nuestra Señora del Rosario y la evangelización

El objetivo inicial de los dominicos fue el de evangelizar a los indí-genas de la región. Para cumplir su misión, los frailes echaron mano de una original institución, nacida en el Caribe algunos años antes: la doctrina. Hacia 1556 los dominicos del Convento del Rosario de Santafé dirigían treinta y ocho doctrinas, situadas en un radio de aproximadamente 100 kilómetros del Convento25. Tras la llegada de los franciscanos y los agustinos a la región, los dominicos debieron ceder una parte de sus doctrinas, a la vez que adquirían otras en distintas regiones del país. Según el cronista Fr. Alonso de Zamora, hacia 1571 los frailes dirigían en todo el Nuevo Reino de Granada unas ciento setenta y seis doctrinas y tres parroquias de “vecinos” blancos26. Conviene señalar que muchas de las doctrinas dieron origen a buena parte de los pueblos y ciudades colombianas de la actualidad.

Evolución del proceso evangelizador

Cuando se estudia el papel de las órdenes religiosas en la evangeli-zación, varios autores hacen hincapié en el llamado “indigenismo”27 expuesto por las primeras comunidades dominicanas y franciscanas

24 Germán Téllez, “Las órdenes religiosas y el arte”, en Historia del arte colombiano, tomo iii, Salvat, Bogotá, 1977, p. 752.

25 Ver mapa n.° 2: Doctrinas a cargo del convento de N. S. del Rosario. 1556. Ariza, Op. cit., tomo 1.

26 Zamora, Op. cit., cap. 1, p. 262-263.

27 Esta palabra es una creación de los historiadores colonialistas, durante el siglo xx, para calificar la actitud de defensa de los indígenas realizada por las primeras generaciones de religiosos.

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durante la primera mitad del siglo xvi28. Estos casos se han extrapolado y se han aplicado a todas las épocas, olvidando que se trata de tres siglos, durante los cuales ocurrieron evidentes transformaciones. Hay que tener en cuenta que dicha “opción” fue transformándose y acomodándose a las circunstancias, sociedades y contextos, hasta llegar a diluirse. También se presentaron rivalidades y conflictos que hicieron modificar el ideal inicial.

Los primeros cincuenta o sesenta años de presencia dominicana en América ofrecieron una generación que se enfrentó con los conquis-tadores. Sabemos los casos de Fr. Bartolomé de las Casas, Vitoria, Montesinos, etc. Ellos no fueron los únicos. En el Nuevo Reino de Granada estaban Fr. Tomás Ortiz Berlaga, quien en la década de 1530 se opuso al gobernador de Santa Marta, Pedro Badillo, por su explotación del indígena; lo mismo hicieron los primeros obispos de Cartagena y Santa Marta, como Fr. Tomás de Toro y Fr. Jerónimo de Loaysa, quienes lucharon por los derechos de los nativos. No hay que olvidar a san Luis Bertrán, quien sufrió persecuciones de los encomenderos por su actitud resuelta en contra de la explotación indígena en la Costa Caribe. En Santafé se destacó Fr. Francisco de Carvajal, quien en 1549 presentó a la corte un vigoroso memorial sobre la situación de los indígenas en la región29. Esto le valió la oposición que el cabildo de la ciudad –integrado por encomenderos– presentó a la comunidad dominicana establecida en Santafé durante sus pri-meros años de vida. El ejemplo de Carvajal alentó a otros frailes de la misma orden para hacer lo propio por medio de prédicas, informes y acciones concretas30. Esta fue la generación que quiso “inculturizar” el Evangelio, sin que el indígena perdiera sus costumbres, tradicio-nes y estilo de vida; aquella que quiso formar sacerdotes indígenas

28 Ver, para el caso de Colombia, por ejemplo, Juan Friede, “Los franciscanos del Nuevo Reino de Granada y el movimiento indigenista del siglo xvi”, en Bulletin Hispanique, lxxx – lx, Bourdeaux, janvier-mars 1958, p. 5-29. Del mismo autor, Indigenismo y aniquilamiento de indígenas en Colombia, Universidad Nacional de Colombia, Departamento de Antropología, Bogotá, 1975.

29 Alberto Ariza, o. p., Fr. Bartolomé de las Casas y el Nuevo Reino de Granada, Kelly, Bogotá, 1974, p. 13.

30 Miguel Ángel Medina, o. p., Los Dominicos en América: presencia y actuación de los Dominicos en la América colonial española de los siglos xvi-xix, MAPFRE, Madrid, 1992, p. 199-200.

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para que misionaran entre los suyos, la que organizó concilios para establecer modos y métodos de evangelización, la que discutía en grupo las situaciones que consideraba antievangélicas para ofrecer respuestas coherentes31.

Pero a partir de la segunda mitad del siglo xvi, cuando adviene la época de la Colonia, es decir, del establecimiento de las instituciones españolas –y entre ellas la jerarquía eclesiástica–, el accionar de las comunidades religiosas frente a los indígenas dio considerables vira-jes. En primer lugar, porque la opinión general que se fue imponiendo era que los indígenas eran inferiores a los españoles y podían ser sometidos para luego ser evangelizados32. En segundo lugar, porque dichas órdenes tuvieron que ceder espacio a la Iglesia jerárquica y diocesana, la cual compartía esa opinión general sobre la integración de los indígenas al sistema colonial. En tercer lugar, porque estas autoridades se opusieron a la particular libertad que gozaban las órdenes religiosas y que se había expresado también en los distintos privilegios que consiguieron para el ejercicio de la evangelización y de la cura de almas33. Las actividades de los religiosos incomodaban

31 Víctor Codina y Noé Zevallos, Vida religiosa. Historia y teología, Ediciones Paulinas, Madrid, 1987, p. 79-84.

32 Ya en vida de Fr. Bartolomé de las Casas estaba claro que la propuesta de una evangeliza-ción de los indígenas hecha de manera pacífica y libre no tenía futuro. Las presiones de los encomenderos, de las autoridades locales y hasta de teólogos en pro de un adoctrinamiento ligado a la dominicación hispánica eran avasalladoras. Es famosa la controversia teológica entre Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda, que se saldó en 1557 con la victoria pírrica del primero, pero la opinión general que se impuso en América y España fue que los indígenas eran inferiores y podían ser sometidos y aun esclavizados. Muchos frailes, dominicos, agustinos y franciscanos, apoyaban esta idea. Las Casas tuvo que confrontar incluso a religiosos de su propia orden. Los argumentos de Sepúlveda eran más atractivos para Europa, de modo que convirtieron en la base para los imperialismos europeos la supuesta “inferioridad natural” de la mayor parte de los pueblos no europeos: Anselm Hertz, Hemuth Losse y Anselm Nils, Dominique et les dominicains, Editions du Cerf, Paris, 1987, p. 80.

33 Los dominicos arribaron al Nuevo Mundo en 1509 ya con algunas pragmáticas favorables en sus alforjas. La Exponi Nobis u Omnímoda concedida por el papa Adriano VI a todas las órdenes religiosas en 1522, facilitaba a los frailes su acceso al Nuevo Mundo bajo la supervisión de la Corona. En ella se les concedía a los provinciales la misma autoridad de un superior general; además, estos adquirían autoridad de obispos en distancias de más de 2 dietas de la sede episcopal (111,4 km, aproximadamente). Dicha bula fue confirmada en 1533, concediendo algunas “mercedes” más para la disciplina regular (excepciones y exenciones). Pablo III, en su constitución Alias Felices, del 15 de febrero de 1535, confirmó la Omnímoda y añadió que la jurisdicción episcopal podía ser usada por los provinciales de los frailes aun donde existieran obispos, previo permiso de estos. Pablo IV añadió en su confirmación de 1557 la

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a sus superiores y a los obispos, sin hablar de los colonizadores, en-comenderos en particular, quienes no perdían ocasión para quejarse de ello ante las autoridades metropolitanas, señalando las “abusivas” prácticas de los frailes34. La oposición llevó a que los privilegios que gozaban los religiosos fueran reduciéndose, aunque el proceso tuvo algunas fluctuaciones.

A eso hay que añadir el viraje en el concepto de evangelización implantado oficialmente a partir de 1568, con la realización de la Junta Magna, cuando se impuso el método de la tábula rasa y la obligación de los misioneros y eclesiásticos de buscar que el indí-gena fuera integrado a la sociedad colonial, a las pautas y modelos culturales expuestos por España. Además, según Luis Carlos Man-tilla, la evangelización va a “sufrir mella” debido al “antagonismo y la disociación entre los principales agentes de la evangelización, por celos de jurisdicción y poder, pero detrás de los cuales siempre se hallan encubiertos intereses de orden económico, siendo ésta la principal y más dramática contradicción para la misión que preten-dían instaurar”35. Es decir, disputas entre las órdenes por cuestiones materiales. Mantilla critica el “indiferentismo de unos hacia los otros; cada orden religiosa encasillada en su propia parcela feudal, llámese su doctrina, su convento o su parroquia”, lo cual afectó a los indíge-nas, y a los fieles en general, pues dio una imagen de desunión y de particularismos; el autor menciona con razón los “innumerables los pleitos que se suscitaron entre los religiosos y los sacerdotes seculares, y entre estos y aquellos, por motivos de jurisdicción o de privilegios”36.

autorización para administrar todos los sacramentos a los infieles y neoconversos: Ulloa, Op. cit., p. 5.

34 Mercedes López Rodríguez, Tiempos para rezar y tiempos para trabajar. La cristianización de las comunidades muiscas durante el siglo xvi, Instituto Colombiano de Antropología e Historia, Bogotá, 2001, p. 74-75.

35 Luis Carlos Mantilla, o. f. m., “La Iglesia Católica en Colombia. Entre la tensión y el conflicto”, en Credencial Historia, N.° 153, Bogotá, septiembre de 2002.

36 Ibíd.; Mercedes López Rodríguez menciona además casos en los que el indígena quedaba en medio de disputas de jurisdicción entre doctrineros, llegando él mismo a sufrir reprimendas por recibir los sacramentos con quien no era su “legítimo” doctrinero: López Rodríguez, Op. cit., p. 194-195.

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Es muy significativa la observación, poco resaltada por los apologistas de la evangelización, de que la actitud de los religiosos frente a los indígenas en las doctrinas en muchas ocasiones fue también de ex-plotación. Para empezar, hay que decir que, como el adoctrinamiento se hizo en íntima dependencia de la Encomienda, se vio contaminado de los vicios y contradicciones de esta, de manera que la cristiani-zación apareció muchas veces como un elemento más de opresión de los indígenas37. En esta estructura, el doctrinero se convirtió en un “funcionario” al servicio del encomendero, del cual recibía sus estipendios, obtenidos a su vez del tributo de los indígenas. Se dieron casos de doctrineros que además de esta paga, exigían otros dineros, incluso para administrar sacramentos. Luis Carlos Mantilla dice que en la Nueva Granada,

(...) por lo general los doctrineros son acusados de gravar a los indios con excesivas cargas pecuniarias o en especie, de multiplicar los estipendios por los servicios religiosos y hasta de propiciar castigos corporales a los indios, de negligencia en el oficio pastoral, de un marcado interés por el dinero, y de que algunos, más que en ministros de Dios, se habían cons-tituido en granjeros o criadores de caballos. Por ejemplo, la situación era tan apremiante en 1564, que el presidente Andrés Venero de Leiva pedía al Consejo de Indias que para los dominicos y los franciscanos se enviaran superiores “de mucha cristiandad y buen ejemplo”, y que fueran de madu-ra edad, porque según decía: “las cosas que por aquí pasan no se pueden referir ni son para carta”38.

Los frailes doctrineros no sólo fueron receptores de los tributos de los indígenas, tampoco escaparon a la tentación de poner a los “evan-gelizados” a su servicio. Mercedes López, en un documentado estu-dio, afirma que “la Iglesia reclamaba su derecho a participar de las ventajas de la abundancia de población a través de la servidumbre”, y menciona varios casos en los cuales franciscanos y dominicos, du-rante el siglo xvi y comienzos del xvii, empleaban a los indígenas para trabajar en los conventos de estas órdenes, en labores que iban desde acarrear leña y hacer oficios domésticos, hasta construir conventos e

37 Constanza Reyes Escobar, “Cristianismo y poder en la primera evangelización, siglos xvi-xvii”, en Ana María Bidegain (dir.), Historia del cristianismo en Colombia. Corrientes y diversidad, Taurus, Bogotá, 2004, p. 52.

38 Mantilla, Op. cit.

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iglesias39. López menciona además el empleo habitual –no sólo por parte de los frailes sino además de los eclesiásticos seculares– del castigo físico severo y las penas pecuniarias “bajo pretexto de la evangelización de los indígenas”40. Aun más: en fechas tardías como 1665, Fr. Juan de Arguinao, arzobispo de Santa Fe –y dominico, para evitar dudas– condenaba a los doctrineros de su jurisdicción, tanto seculares como regulares, quienes, al desobedecer las reales pragmá-ticas, “obligaban a los pobres indios a que les ofrendasen camaricos y aun peor el caso, para que a la hora de la muerte de los indios, los declararan herederos de algunos de los bienes de estos”41.

Por eso coincido con López y otros autores, como Codina y Zeballos, en la idea de la presencia de dos corrientes respecto a los indígenas: una que les era favorable, y otra que “si no [les] era desfavorable, por lo menos era bien indiferente a la suerte de las poblaciones america-nas”42. López plantea la necesidad de abordar más las contradiccio-nes que entre los religiosos se presentaron en torno al proyecto de evangelización, pues si bien “las vidas de Bartolomé de las Casas o de Juan del Valle, son para los investigadores indigenistas de nuestro siglo, como las vidas de los santos que la Iglesia difundía para que sirvieran de ejemplo [...] no pueden servir como paradigma que nos permita englobar y comprender la vida de todos los religiosos del siglo xvi”43. Y es que era evidente, dada la interrelación entre doctrina y Encomienda, que el fraile doctrinero estuvo siempre bajo la disyun-tiva de oponerse al encomendero, reprochandole su inmoralidad, y

39 López Rodríguez, Op. cit., p. 82-84.

40 Ibíd., p. 86. Por ejemplo, encerrar en calabozos y dar azotes a los indígenas que no se confe-saran, utilizar el cepo, o cortar el cabello a los caciques y personalidades importantes dentro de las comunidades. La autora afirma que estas prácticas eran éticamente aceptadas, pues el castigo físico era común en la sociedad europea desde tiempos antiguos, y eran empleadas para dar justicia y corrección. Sin embargo, se llegaba a tales extremos que los castigos fueron calificados de “maltratamiento” por los observadores de la época: ibíd., p. 88-89.

41 Citado en Enrique Báez, o. p., La Orden Dominicana en Colombia, tomo viii, s.l., ¿1950?, inédito, p. 459bis, en Archivo de la Provincia Dominicana de San Luis Bertrán de Colombia, Bogotá (en adelante: apcop), Fondo San Antonino, sección Personajes - Baeza viii.

42 López Rodríguez, Op. cit., p. 84.

43 Ídem.

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sufrir las consecuencias que esto implicaba, o dejarse manipular por él, para evitar ser separado de su servicio44.

Como se dijo, siempre fue inherente a estas actitudes la concepción de inferioridad de los indígenas frente a los españoles, la cual casi nunca se puso en duda. El meollo era ver si esa pretendida inferioridad justificaba la explotación o no. Muchos conquistadores respondían que sí, mientras que del clero regular brotaron las voces que respon-dían negativamente, aunque en la práctica se adoptó una actitud paternalista frente al aborigen45, la cual permitía asimismo actos de represión, castigo y explotación, como los descritos.

Conviene además tomar distancia de aquellas visiones que exponen la evangelización de manera victoriosa, como un trabajo exitoso y acabado. Nada más lejano de la realidad. Para empezar, es evidente que los frailes sufrieron en el proceso, pues aunque algunas doctri-nas eran ricas en recursos, la mayoría eran pobres y se encontraban aisladas. La soledad atormentaba a estos doctrineros, quienes debían caminar varios días para poder encontrar a otro sacerdote y poder, por ejemplo, confesarse o al menos conversar46. A eso hay que añadir la inclemencia del clima, las enfermedades tropicales que no daban tregua y la presencia de fieras, mosquitos, etc. Quien haya vivido en similares condiciones comprenderá lo que esto significa.

Llega incluso a ser sorprendente el hecho de que el cristianismo se haya expandido en regiones donde muchas veces el trabajo de doctrina se limitó a ciertas prédicas, un par de veces al año47.

44 Reyes Escobar, Op. cit., p. 52-53.

45 Esta actitud también justificaba la colonización, al concebir que un pueblo civilizado debía hacerse cargo de aquel menos civilizado, más débil, “con el fin de facilitarle la relación con otros pueblos y la eliminación de las trabas al proceso de cristiandad”, ibíd., p. 49.

46 Memorial enviado al Rey. Santafé, 1750. Citado en Báez, Op. cit., tomo viii, p. 220-221.

47 Al respecto, los documentos y crónicas hablan de lo díficil que constituía llevar el Evangelio por regiones incomunicadas, de difícil acceso, donde se tenía que recorrer enormes distancias que afectaban la salud y la misma disposición de los doctrineros. Ariza refiere el caso de los doctrineros del convento de San Antonio de Padua, de Pamplona, al nororiente de la Nueva Granada (región no muy apetecida por las ordenes religiosas), quienes en la segunda mitad del siglo xvi recorrían 14 leguas de sierra al año, con magros resultados, pues había indígenas que tenían apenas un día de doctrina en todo el año. (Ariza, Los Dominicos en Colombia, tomo 2,

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Existen informes de obispos y arzobispos a lo largo del período colo-nial referentes a la mínima o nula instrucción religiosa de los habitan-tes de sus diócesis, debido a la dispersión, las malas comunicaciones y la ausencia de sacerdotes48. Generalmente, ni los mismos prelados ni sus colaboradores conocían sus diócesis.

Por otra parte habría que decir que, siendo exactos, la evangeliza-ción de los indígenas como tal no dio los frutos esperados y tendió a fracasar. Las grandes campañas llevadas a cabo a fines del siglo xvi para descubrir santuarios indios, y la práctica clandestina de religiones indígenas en fechas tardías son buenos indicadores al res-pecto49. El mismo Zamora, cronista de su orden religiosa, por medio de diversos episodios de enfrentamientos entre frailes y chamanes, deja traslucir que los indígenas no aceptaban fácilmente la nueva fe y que los antiguos sacerdotes locales no se resignaron a perder su poder e influencia.

Frank Safford dice incluso que el proceso de cristianización indígena durante el siglo xvi en la Nueva Granada avanzó de modo más lento que en otros contextos, como México50. Al final, la evangelización sólo llegó a tener éxito relativo entre la población mestiza. Y digo relativo porque estudios recientes han venido demostrando cómo el cristianismo en estas tierras se centró, más que en el cumplimiento de

Op. cit., p. 1102). Constanza Reyes nos refiere que muchas veces un mismo doctrinero debía encargarse de evangelizar a los indígenas de dos o más encomiendas a la vez, con todas las consecuencias que esto implicaba. Reyes Escobar, Op. cit., p. 52.

48 Por ejemplo, en 1717 el arzobispo de Santafé, Fr. Francisco del Rincón, informaba a la Santa Sede del abandono en que se encontraba el pueblo en materia religiosa, no sólo en la jurisdic-ción de la Arquidiócesis de Santafé, sino también en las de Caracas y Santo Domingo. Decía sobre Santafé que esta arquidiócesis tenía regiones “distantes ciento y de docientas leguas” que no recibían la visita de un obispo hacía noventa y cuatro años, “de tal suerte, que por ancianos que fueran los hombres y mujeres, ninguno estaba confirmado, excepto los curas y sacerdotes que hallé, bien pocos...” Comentaba que durante un viaje que hizo de Caracas a Santafé, impartió el sacramento de la confirmación a 22 200 personas, sólo en las parroquias que encontró en el camino y pertenecientes al Arzobispado: Instrucción de Fr. Francisco del Rincón, Arzobispo de Santafé, Santafé, 2 noviembre de 1717, en Archivo Secreto del Vaticano, Ciudad del Vaticano (en adelante: ASV), Congregazione del Concilio - Relationes Diocesium, N.° 333, fl. 38v.

49 Marco Palacios y Frank Safford, Colombia: País fragmentado, sociedad dividida. Su historia, Norma, Bogotá, 2002, p. 93-95.

50 Ibíd., p. 92.

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la doctrina evangélica, en la práctica de ritos y expresiones religiosas que, con el tiempo, fueron impregnadas de un fuerte sincretismo entre religiosidad popular barroca y cultos amerindios y africanos, hasta producir el variopinto panorama religioso que nos ofrecen las distintas regiones de cada país.

Las disputas entre el clero regular y secular, las contradicciones in-ternas en las doctrinas y el declive de la población indígena explican la disminución progresiva de las doctrinas confiadas a los dominicos. Si en 1556 el Convento del Rosario administraba treinta y ocho doc-trinas51, en 1583, después del primer proceso de “secularización”, sólo quedó con diecinueve de ellas52. Después de haber protestado ante las autoridades reales, los dominicos obtuvieron que diez de sus doctrinas les fueran restituidas, por poco tiempo. En 1605 el arzobispo de Santafé hizo secularizar siete doctrinas dominicanas. A partir de entonces la disminución continuó: en 1641 los frailes del Convento de Santafé disponían sólo de trece doctrinas, y en 1676, de nueve53.

La actividad doctrinera del Convento de Nuestra Señora del Rosario conocería un segundo momento de expansión durante la segunda mitad del siglo xviii, especialmente a partir del momento en que los dominicos –entre otras órdenes– asumieron una parte de las misiones que habían pertenecido a los jesuitas. Pero tales misiones se encon-traban muy lejos del Convento santafereño y en territorios difíciles, peligrosos y malsanos. Los frailes conservaron estas misiones, con magros resultados, hasta la época de la Independencia.

51 Ver mapa N.° 2: Doctrinas a cargo del convento de N. S. del Rosario. 1556.

52 Guatavita, Suesca, Guasca, Zaquencipá, Sesquilé, Gachetá, Chocontá, Machetá, Sutatenza, Ubaté, Cucunubá, Bogotá (Funza), Suta, Tausa, Fúquene y Simijaca (Ariza, Los Dominicos en colombia, tomo 1, Op. cit., p. 392).

53 Guasca, Guatavita, Sopó, Chipazaque, Cota, Chocontá, Suesca, Guachetá y Lenguazaque (ibíd., tomo 2, p. 1184). Ver mapa N.° 3: Doctrinas a cargo del convento de N. S. del Rosario. 1676.

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La articulación a la república criolla

Estructura de la sociedad colonial

La jerarquización colonial fue verticalmente impuesta a partir de un principio: la “limpieza de sangre”. Consistía en la exclusión legal de los descendientes de judíos, moros y condenados por la Inquisi-ción, de los cargos civiles, eclesiásticos y de las órdenes religiosas. Dicha “limpieza”, junto con la riqueza, la lealtad y el servicio a la corona y a la Iglesia eran ingredientes esenciales para mantener el estatus de hijodalgo o noble54. Los historiadores actuales coinciden en afirmar que en la mentalidad corporativa vigente en el mundo colonial “operaba efectivamente un ideal de segregación étnica”55. La estratificación se estableció originalmente en una división entre los conquistadores y los conquistados. Así, los europeos, en términos generales, se convirtieron en el “grupo privilegiado y con acceso al poder y construyeron una ideología según la cual merecían los ser-vicios y el trabajo de la mayoría aborigen sometida por medio de la conquista y a la cual parecen haber atribuido una condición villana hereditaria”56. Entre los blancos de origen europeo se distinguieron a su vez los peninsulares de los criollos. La diferencia del lugar de nacimiento facilitó que los primeros ascendieran siempre a los cargos de mayor importancia política en la estructura gubernamental, lo cual creó las condiciones para un enfrentamiento constante en el marco de un prolongado pacto de dominación sobre el resto de la población.

Por su parte, los indígenas fueron ubicados en un mundo separado, distinto al de los españoles: la “República de indios”. Ellos, en teo-ría, se gobernaban con sus propias autoridades, a la vez que eran adoctrinados por los representantes de la Iglesia. Aunque tal noción

54 En la época, el término “raza” servía no para indicar diferencias biológicas (como ocurre con el racismo de corte seudo-científico propagado en los siglos xix y xx), sino para destacar diferencias sociales; era más bien sinónimo de “calidad”. Es así que se hablaba de “raza de villanos” o “raza de hidalgos”.

55 Magdalena Chocano Mena, La América Colonial (1492-1763). Cultura y vida cotidiana, Síntesis, Madrid, 2000, p. 13 y 44.

56 Ibíd., p. 15.

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significaba oficialmente un armazón protector contra la explotación, en realidad su “república” se convirtió en un eufemismo para en-cubrir un régimen de asimilación cultural y captación de trabajos forzados57.

Este esquema fundamental comenzó resquebrajarse cuando la ex-periencia histórica fue imponiendo un continuo mestizaje58, tanto en el medio rural como en el urbano, el cual se acrecentó y varió con la llegada de los negros esclavos traídos de África, hasta dar origen a las llamadas “castas”59. No obstante, el crecimiento del mestizaje no impidió que en las regiones montañosas del centro-oriente de la Nueva Granada, como el altiplano cundiboyacense, las relaciones entre los españoles (y sus descendientes) con los indígenas (y los suyos, los mestizos) se caracterizaran siempre “por una rígida arro-gancia de parte de los primeros y por una actitud de subordinación y humildad por parte de los últimos”60.

La criollización del Convento

No hay información que pruebe que los religiosos se hayan opuesto al sistema de exclusión y de jerarquías con base en el origen familiar y étnico. Por el contrario, es claro que lo asumieron en sus provincias

57 Rosalba Loreto López, Los conventos femeninos y el mundo urbano de la Puebla de los Ángeles del siglo xviii, El Colegio de México, México, 2000, p. 31.

58 La palabra “mestizo” sirvió originalmente para designar a los hijos de indias y españoles (las uniones entre indios y españolas fueron raras). Pero más adelante, por extensión, se empleó para denominar a todas las personas que procedieran de padre de diferente “raza”. “Al consolidarse el orden Colonial, el término fue adquiriendo una carga despectiva, pues se presuponía que los hijos de uniones mixtas eran por lo general ilegítimos, es decir, no reconocidos por el padre. Políticamente además los mestizos habitaban en un limbo, pues la Corona sólo admitía la existencia de la “república de españoles” y la “república de indios” como ejes de la organización colonial” (ibíd., p. 11). Los mestizos eran mal apreciados, no sólo por españoles y criollos, sino también por los indígenas, y eran tachados de ladrones, opresores, etc. Sólo hasta el siglo xx se revindicó el término, al calor de fenómenos políticos como la Revolución Mexicana, el populismo, los nacionalismos latinoamericanos, etc.

59 La profusión del mestizaje dio origen a las castas, donde estaban englobados los mestizos propiamente dichos, así como los descendientes de africanos que se hubieran unido a indi-viduos de diferente raza, siempre y cuando fueran libres. Las castas y los mestizos estaban en teoría exentos de la tributación y los trabajos obligatorios a que estaban sujetos los indios, a excepción de los caciques.

60 Palacios y Safford, Op. cit., p. 23.

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y conventos. Aunque hubo un debate entre autoridades civiles y ca-bezas de las órdenes religiosas por la conveniencia o no del ingreso de indígenas a la vida religiosa y sacerdotal61, en la práctica se sen-tenció su imposibilidad62. Descartados los indígenas y los miembros de las “castas”, los vínculos humanos se estrecharon con la población hispánica y criolla. Desde el comienzo, los hijos de los distinguidos linajes de la capital y la región comenzaron a formar parte de la comunidad del Convento del Rosario, contribuyendo así a su rápida criollización. La vida religiosa se fue convirtiendo en una excelente oportunidad para que los “segundones” y los “tercerones” pudieran colocarse y sustentarse, evitando así disgregar el patrimonio familiar, que heredaba el hijo mayor63.

Estas personas llegaban generalmente a edad muy temprana, cuando iniciaban la adolescencia. De acuerdo con una muestra estadística correspondiente a la segunda mitad del siglo xviii64, el 48% de los re-ligiosos ingresaron antes de cumplir los dieciséis años; un 24% entre los dieciséis y diecinueve años; y sólo un 28% después de cumplir los veinte años. En ello no existía particular variación respecto al siglo precedente, lo cual evidencia que el ingreso a la vida religiosa, más que una opción vocacional, era una determinación tomada por los padres, bien a pesar de que en las solicitudes de admisión se repitieran constantemente frases clichés como el sentir “natural inclinación” o “natural devoción” a la vida religiosa o haber tenido un “llamado de Dios” desde “edad muy temprana”65. La mayoría de estos frailes que

61 Rafael Moya, “Las autoridades supremas de la Orden y la Evangelización de América”, en Actas del I Congreso Internacional sobre Los Dominicos y el Nuevo Mundo. Sevilla: 21-25 de abril de 1987, Deimos, Madrid, 1988, p. 868.

62 En 1647, el Capítulo General de los Dominicos, celebrado en Valencia, España, ordenó no sólo que no se debía recibir el hábito a los indígenas, sino además a los mestizos y a los mulatos, grupos sociales cada vez más numerosos en América. La exclusión debía observarse hasta la cuarta generación inclusive: Ariza, Los Dominicos en Colombia, tomo 2, Op. cit., p. 1165.

63 María Milagros Ciudad Suárez, Los Dominicos, un grupo de poder en Chiapas y Guatemala. Siglos xvi y xvii, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, Deimos, Sevilla, 1996, p. 117.

64 Muestra de cuarenta y tres casos de expedientes de ingreso al Convento, existentes en el Archivo General de la Nación, Bogotá (en adelante: agn), Colonia, Conventos. Varios tomos.

65 Informaciones de candidatos a ingresar al Convento del Rosario de Santafé, 1751-1810, en apcop, San Antonino, Externo - agn, caja 2, carpeta 2, f. 19-86.

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habían ingresado desde el inicio de su formación básica, no conocían otra cosa que el convento y su ritmo de vida.

En cambio, quienes entraban en edad madura o al menos siendo mayores de edad, aducían motivos que iban más en tónica de con-versión, tales como “decepción por el mundo”, o “promesa” a Dios ante el libramiento de alguna calamidad. En ellos podía verse una mayor sinceridad sobre el paso que se daba, el cual no estaba “arre-glado” con anterioridad. Vale decir que la casi totalidad de este tipo de religiosos ingresaban como legos o conversos, es decir que hacían la profesión religiosa, pero no se ordenaban de sacerdotes.

Es así que el número de criollos superó en poco tiempo al de los es-pañoles peninsulares; era ya visible en la primera mitad del siglo xvii. Esto apoya la hipótesis de que en la Nueva Granada, y al menos en la Orden de Predicadores, la criollización avanzó más rápido que en otros contextos americanos. La escasez de noticias sobre conflictos entre peninsulares y criollos, tan recurrentes en otras órdenes esta-blecidas en América, es otro elemento que sostiene dicha hipótesis66. En el siglo xviii la tendencia era ya abrumadora: de los casi doscientos cincuenta frailes con que contaba la provincia dominicana de la Nueva Granada en 1763, sólo nueve eran oriundos de España y la mayoría estaba destinada a las misiones de los Llanos Orientales, ubicadas a más de 500 kilómetros del Convento de Santafé de Bogotá67.

66 Respecto a los conflictos entre criollos y peninsulares sólo se ha encontrado lo dicho por Fr. Gabriel Jiménez, provincial de origen español, en un informe redactado al maestro de la orden. En él se observa una crítica a los criollos, a sus costumbres, a su particular “disciplina” y a la manera de ver la vida religiosa. Como es natural, comparaba lo que veía con lo que se hacía en los conventos de Andalucía, de donde era oriundo, y no dejaba de decir que el estado de casi todo requería más para acercarse a su nivel, por lo que consideraba necesario el envío de más españoles: “Infomación del estado de la Provincia del Nuevo Reyno de Granada en Indias”, Santafé, 1615, en Archivo General de la Orden de Predicadores, Roma (en adelante: agop), xiv Libro A, parte 1, t. 305A, f. 336-343.

67 Luis Carlos Mantilla, o. f. m., Fuentes para la historia demográfica de la vida religiosa mascu-lina en el Nuevo Reino de Granada, Santafé de Bogotá, Archivo General de la Nación, 1997, p. 57-58. A propósito de la progresiva disminución de españoles entre las filas dominicanas, algunos autores afirman que, paralelamente a lo que sucedía en América, el ideal “misionero” surgido en la primera mitad del siglo xvi pronto entró en declive. Cada vez había menos vo-caciones misioneras en España, y no era por falta de personal, pues otros estudios se refieren a la superpoblación de religiosos en la Península Ibérica (Maximiliano Barrio Gonzalo, “El clero regular en la España de mediados del siglo xviii a través de la ‘encuesta de 1764’ ”, en Hispania Sacra, vol. xlvii, N.° 95, Madrid, enero-junio de 1995, p. 124). Así, “[l]os frailes que

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La “criollización” sería definitiva no sólo en la orientación pastoral que se tomó a partir de fines del siglo xvi, sino en el mismo estilo de vida del Convento. No hace falta ahondar mucho en las hojas de vida de los frailes para detectar que en el siglo xvii, el Convento del Rosario tenía entre sus miembros a varios hijos de encomenderos, terratenientes y autoridades locales, de manera que creó vínculos estrechos con los poderosos de la ciudad y la región. Estas personas solían tener parientes en los conventos de otras órdenes, en el clero secular, en los monasterios de monjas, o entre los burócratas y fun-cionarios locales68. Dichos lazos de parentesco proporcionaban se-guridad y estabilidad a los conventos, y, en cierta forma, estos fueron una prolongación de la familia, pues es sabido que muchas monjas y también algunos frailes ayudaban a la crianza de sus sobrinos o primos, los cuales representaban potencialmente nuevas profesiones a mediano plazo69.

El parentesco también manifestaba su importancia en los certificados de pureza de sangre que se pedían para ingresar al Convento. En ellos los firmantes debían comprobar que conocían al padre del aspirante o a los abuelos paternos, para identificarlos como “cristianos viejos”. Es decir, el postulante era presentado como de “casa conocida” y con buenas relaciones familiares. Tal certificación fue una constante hasta el final de la época colonial70. Para su comprobación se pedían partidas de bautismo y se hacía una serie de entrevistas (en general unas siete) a personas relacionadas con el candidato que no fueran parientes suyos y provenientes de la misma localidad. Se buscaba

llegaban a América carecían del entusiasmo de los primeros momentos, llegando incluso en la última década del siglo xvi y primera del xvii, a enviarse personal sin que apenas tuviera idoneidad misionera; muchos de esos frailes tenían incluso problemas de disciplina en sus conventos respectivos” (Esparza, Op. cit., p. 273).

68 Juan Flórez de Ocáriz, Genealogías del Nuevo Reino de Granada, Prensas de la Biblioteca Nacional, Bogotá, 1944, p. 223-229. (Edición original de 1674.)

69 Ibíd., p. 307.

70 Informaciones de José Antonio Flórez y Contreras. Santafé de Bogotá, noviembre de 1789, en agn Colonia, Conventos, t. 43, p. 866r. La prohibición de recibir mestizos hasta la cuarta generación seguía rigiendo: Esparza, Op. cit., p. 265.

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que la mayor parte de ellos fueran hombres71. Sin embargo, tales requisitos comenzaron a experimentar modificaciones en vías de una cierta laxitud.

La “legitimidad” del candidato era clave, pero se entendía en el sentido de que el candidato debía ser reconocido por el padre, aun si había nacido fuera del matrimonio. Se podía ser hijo natural, pero reconocido72. En este caso, el aspirante ingresaba como religioso converso-lego.

Haber sido criado en “buenas costumbres” y principios cristianos católicos, incluyendo la práctica sacramental. En ello era importante mostrar que se tenían parientes o conocidos dentro de la vida religiosa o en el clero. Esto ayudaba a garantizar el ingreso al Convento73. Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo xviii, se comenzó a dis-pensar a algunos aspirantes a conversos (legos) de varios defectos de su pasado, como el tener hijos naturales o haber tenido una vida poco ejemplar, esto último si se probaba la veracidad de su conversión.

En esta época, aunque los mestizos constituían ya la mayor parte de la población y varias personas de este grupo habían logrado enrique-cerse y hasta ocupar cargos de algún prestigio local (como concejal de cabildo), seguían siendo rechazados para ocupar plazas en la vida religiosa en los conventos dominicanos en la Nueva Granada. Según Safford y Palacios, si bien el mestizo desdibujó el esquema de separa-ción de grupos sociales, especialmente en los sectores intermedios y

71 A los entrevistados se les aplicaba invariablemente el siguiente cuestionario: a. Si conocían a los padres del candidato, si estos tenían “sangre limpia, libre de mala raza”; b. Si en los antepasados había moros o judíos; es decir, si era “cristiano viejo”; c. Si el candidato o la familia habían ejercido oficios “mecánicos” o “viles”, “de los prohibidos en el derecho”; d. Si el candidato o su familia había sido penitenciado o sindicado por el Tribunal de la Inquisición o algún tribunal civil; e. Si el candidato había sido miembro de otra comunidad religiosa; f. Si el candidato había sido “bien educado” y había mantenido una conducta pública meritoria, “de buena inclinación y costumbres”; g. Si el informante tenía algún condicionamiento tal que hiciera dudar de su veracidad. Informaciones de Fr. José Cayetano de la Rueda, Santafé, 29 de marzo de 1770, en apcop, San Antonino, Conventos - Bogotá, caja 5, carpeta 1, f. 9r.

72 Informaciones de frailes devotos, Santafé de Bogotá y Valle del Ecce Homo, 1798-1813, en agn, Colonia, Conventos, t. 39, f. 88r.

73 Informaciones de José Antonio Flórez y Contreras, Santafé de Bogotá, noviembre de 1789, en agn, Colonia, Conventos, t. 43, f. 869-872v.

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subordinados, no tocó a los altos. Los criollos siguieron siendo elite y protegiéndose entre sí, impidiendo además el matrimonio de mestizos con personas de su clase74.

La vinculación de las elites con el Convento daba a las primeras un elemento de identidad y cohesión, pues las agrupaba, las reunía en torno a proyectos concretos que les proporcionaban visiones homogé-nicas sobre sí mismas. También les otorgaba prestigio, y nada mejor que plasmar este vínculo privilegiado con el sistema conventual, en su iglesia, en su fachada, en las cuales se podían ubicar placas con-memorativas o escudos de armas de los benefactores, de manera que quedara patente para toda la sociedad. Este era un capital simbólico muy preciado e importante por entonces.

Además, a través de la vinculación de estas familias al Convento, se buscaba intervenir en las decisiones que este tomaba. Y es que, según he visto en los documentos, eran los frailes procedentes de encum-bradas familias quienes generalmente lograban adquirir los mejores puestos de la estructura conventual, llegando a ser catedráticos, priores, vicarios, procuradores, visitadores, provinciales, etc75.

El apego de los vecinos a los frailes no carecía de fundamento, pues las órdenes religiosas –y la dominicana en particular– estaban rodeadas de una aureola de gran prestigio a raíz de su temprana presencia en América y de su apoyo decidido al proceso de colonización. Esto, por ejemplo, fue decisivo en la superación de los roces que se dieron con los encomenderos en el siglo xvi, por el trato que estos daban a los indígenas. En cifras, el clero regular siempre fue mayoritario frente

74 Palacios y Safford, Op. cit., p. 137.

75 Mantilla, Fuentes para la historia demográfica de la vida religiosa masculina en el Nuevo Reino de Granada, Op. cit., p. 48-53. Tal como lo han mostrado los trabajos de Asunción Lavrin, Constanza Toquica y Rosalba Loreto, la dependencia y vínculos familiares fueron mucho más estrechos todavía en el caso de los conventos-monasterios femeninos, los cua-les, por su género, por existir la dote, por su desarticulación entre ellos y por la ausencia de autoridades suprarregionales, eran ciertamente más vulnerables que los masculinos a los manejos y presiones externas. Loreto López, Op. cit., p. 21; Constanza Toquica, “El barroco neogranadino: de las redes de poder a la colonización del alma”, en Bidegain (dir.), Op. cit., p. 108; Asunción Lavrin, “Introducción”, en Asunción Lavrin (comp.), Las mujeres latinoa-mericanas. Perspectivas históricas, Fondo de Cultura Económica, México, 1985.

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al clero secular, en porcentajes relativos que superaban con mucho a los de España76.

Dicha influencia hacía que la población estuviera muy pendiente de todo lo que se discutiera o se produjera al interior del claustro77: una elección, un conflicto, cualquier acontecimiento. Los capítulos de frailes celebrados en el Convento del Rosario de Santafé conta-ban con la atención y vigilancia de parte de las autoridades civiles y eclesiásticas y vecinos notables, quienes llegaban a intervenir cuando tales capítulos amenazaban con crear escándalos78.

La inmediata consecuencia de la estrecha vinculación del convento con la población criolla local fue el progresivo crecimiento del nú-mero de frailes que componían la comunidad dominicana. Según mis estadísticas79, de una población de 16 religiosos existente en el año de fundación del convento (1550) se pasó a 48 en 1609, a 70 en 1676, a 110 en 1749 y a 142 en 1763, año en que se registra el pico poblacional más alto. Puede verse cómo el siglo xvii y la primera mitad del siglo xviii, que corresponden a una regresión en lo que se refiere a la actividad realizada por los frailes en las doctrinas, son al mismo tiempo el periodo de mayor crecimiento porcentual de la población del convento, con porcentajes que oscilan entre el 37 y el 57% entre cada período referido80. Dicho crecimiento va a desacelerarse radicalmente a partir de mediados del siglo xviii, cuando comience el progresivo alejamiento de la población criolla del Convento.

76 Bernardo Lavalle, “La criollización del clero”, en Pedro Borges (dir.), Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas (siglos xv-xix), vol. i, Aspectos generales, Biblioteca de Autores Cristianos, Estudio Teológico de San Idelfonso de Toledo - V Centenario, Madrid, 1992, p. 285-286.

77 Eduardo Cárdenas, S. J., “Colombia: la Iglesia diocesana (1)”, en Historia de la Iglesia en América Latina y Filipinas, vol. ii, Aspectos regionales, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1992, p. 295.

78 Ariza, Los Dominicos en Colombia, tomo 2, Op. cit., p. 1138.

79 Ver gráfico N.° 1: Población del convento de Nuestra Señora del Rosario, Santafé de Bogotá (1550-1770).

80 Ver gráfico N.° 2: Convento de Nuestra Señora del Rosario. Santafé. Crecimiento poblacional (1550-1770).

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Una segunda consecuencia fue que el Convento se jerarquizó in-ternamente, no sólo de acuerdo a los tradicionales parámetros acos-tumbrados en toda la Iglesia occidental (titulados, profesos clérigos, profesos legos, donados), sino que se añadieron elementos como el origen étnico, familiar y geográfico. En un comienzo, a los puestos de mando sólo llegaban los españoles peninsulares, quienes contaban con mayor formación académica y títulos correspondientes. Entre los dominicos, quienes aspiraban a ser superiores debían tener además unos grados obtenidos al interior de la orden (presentaturas y magis-terios). Pronto, los criollos buscaron llegar a los altos puestos a través de la formalización de sus estudios generales y de la demanda de dichos títulos a las autoridades de la orden, únicas habilitadas para concederlos81. Y lo consiguieron ya desde inicios del siglo xvii.

La tercera gran consecuencia fue que el convento comenzó a orientar su atención (aunque no exclusivamente) a dar apoyo y protección a los grupos dominantes de la escala social colonial, a través de insti-tuciones que iban desde las corporaciones hasta las capellanías y los censos, expresiones más representativas de la amalgama de intereses espirituales y temporales que caracterizó a la sociedad colonial.

El Convento y la promoción de una sociedad corporativa

El Convento de Nuestra Señora del Rosario participó en el fomento de las cofradías, los beaterios y otras organizaciones laicales, que eran corporaciones de origen medieval y que tenían por finalidad unir a grupos sociales de condiciones similares para protegerse, llevar a cabo proyectos comunes, evitar la intromisión de extraños (y de extranjeros) y asegurar la conservación del grupo. Las corpora-ciones coloniales protegían a sus miembros del paganismo indígena, de las herejías, del hedonismo, y ayudaban a la perpetuación y a la supremacía de las familias criollas al evitar el mestizaje y al defender los valores hispánicos. El objetivo final era la salvación eterna. Estas

81 Andrés Mesanza, Apuntes y documentos sobre la Orden Dominicana en Colombia (de 1680 a 1930), Editorial Sur América, Caracas, 1936, p. 8.

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corporaciones desarrollaban métodos para intensificar la fe y la pie-dad, la devoción a los santos, la contemplación de los misterios de la vida de Cristo, la celebración de fiestas y la práctica de la caridad. En realidad, se trataba de una estrategia social compartida por el Estado y la Iglesia.

La Cofradía del Rosario

En esta lógica, el convento dominicano de Santafé organizó algunas cofradías, siendo la más conocida la de la Virgen del Rosario, fundada en 1558, que mantuvo durante toda la época colonial una gran po-pularidad y atracción entre las existentes en la ciudad82. Una de las primeras actividades de la cofradía, luego de su nacimiento, fue la construcción de la capilla del Rosario, en la iglesia de Santo Domin-go, siendo los máximos donantes los encomenderos y conquistadores Juan de Penagos y Arias Maldonado83. La cofradía, articulada en torno a una imagen de la Virgen del Rosario del Convento84, se encargó de propagar su culto, y con el tiempo incidió en la proclamación del patronazgo que se dio a la imagen y advocación en el Nuevo Reino de Granada85, pues también se fundaron cofradías similares en todos los demás conventos dominicanos establecidos en el país86.

La cofradía tenía dos tipos de miembros: los miembros fundadores y los miembros “hermanos”. Los fundadores tenían más preferencias. La cofradía tenía tres ramas: la masculina y la femenina, ambas

82 En la segunda mitad del siglo xvii había en Santafé nueve hermandades y cofradías: La Vera Cruz, Nuestra Señora del Rosario, El Santísimo Sacramento, Jesús Nazareno, Dulce Nombre de Jesús, Nuestra Señora de la Salud, la Milicia Angélica, la Escuela de Cristo y San José. Luis Téllez, o. p., “La Cofradía del Rosario en Nueva Granada”, en José Barrado Barquilla, o. p. (ed.), Los Dominicos y el Nuevo Mundo. Siglos xviii y xix. Actas del IV Congreso Internacional. Santafé de Bogotá, 6-10 de septiembre de 1993, San Esteban, Salamanca, 1995, p. 212.

83 Zamora, Op. cit., libro ii, cap. 7, p. 177; Luis Téllez, Op. cit., p. 217.

84 Llamada la “Virgen de los Conquistadores”, esta imagen fue traida en los años 1550 a Santafé y aún se conserva en el actual convento de Santo Domingo de Bogotá. Esta imagen sirvió de modelo para muchos de los cuadros que sobre la Virgen del Rosario se hicieron durante la época colonial, incluyendo el más famoso: aquel de la Virgen de Chiquinquirá.

85 En 1643 el rey de España, con apoyo papal, concedió a la Virgen del Rosario el título de “patrona” del Nuevo Reino de Granada. Báez, Op. cit., tomo iii, p. 203-220.

86 Luis Téllez, Op. cit., p. 216-221.

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integradas por personajes “nobles y distinguidos” de la ciudad; y una tercera rama, que existía a mediados del siglo xvii, fue la que integraba indígenas, también en un “doble coro” de hombres y mujeres87. Las dos primeras ramas estaban vigentes todavía a comienzos del siglo xviii88. Cada una se reunía de forma separada, aunque coincidían para las actividades principales, la más representativa de las cuales era mantener y adornar la capilla de la Virgen del Rosario, y sobre todo, preparar solemnemente su fiesta, para lo cual no se escatimaban gastos. También la cofradía debía cargar las andas de la Virgen en la procesión del Martes Santo y portar el pendón respectivo en la procesión del Santísimo Sacramento. Otra actividad que realizó la cofradía, al menos durante el siglo xvii y comienzos del xviii fue el rezo del rosario todos los días y de manera pública en la iglesia con-ventual. Cada una de estas actividades era financiada por los mismos cofrades, a través de censos, capellanías y donaciones pías89.

La cofradía no era solamente una asociación piadosa. Era también una congregación para la buena muerte y para la buena vida. Así, si alguno de los cofrades moría, los demás compañeros debían acompañarlo en el entierro, alumbrarlo con doce cirios, y aportar para el entierro (si la que moría era mujer, los cirios eran diez). Por otro lado, la cofradía ayudaba económicamente a los hermanos y fundadores presos; y acompañaba además a los funerales y entierros de los frailes del Convento, velán-dolos con doce cirios. El Convento, por su parte, concedía espacio en su iglesia para las tumbas de los fundadores(as) y otro sitio para los demás hermanos. Las reglas de la cofradía insistían en la observan-cia de la obediencia y de un comportamiento “ejemplar”. Por ello se permitía expulsar a aquellas personas “soberbias” que precisamente dieran “mal ejemplo” y fueran rebeldes o díscolas90.

87 Ariza, Los Dominicos en Colombia, tomo 1, Op. cit., p. 424; Báez, Op. cit., tomo iii, p. 198.

88 Testamento de Francisco Cortés Vasconcelos, Santafé, octubre de 1702, citado en Báez, Op. cit., tomo iii, p. 218.

89 Ibíd., p. 217-218.

90 Ibíd., p. 198-199.

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La Cofradía del Rosario en su rama criolla estaba íntimamente ligada a las autoridades locales. Varios mayordomos o priostes eran miembros de la Real Audiencia o del Cabildo de la ciudad, siempre en rigurosa observancia jerárquica. En este sentido, la cofradía no rompía sino que reproducía el cuadro del poder político local, exaltando las jerarquías políticas, que tuvieron un espacio de sociabilidad que difícilmente se podía obtener de otra manera, ante la ausencia de ambientes cor-tesanos. Había lo que Rosemarie Terán llama “una apropiación del espacio sagrado como recurso decisivo para la reproducción simbólica de las elites”91. Teniendo en cuenta esta importancia, esta simbiosis, se intuye la decisiva importancia que debían tener las ceremonias religiosas en las que la cofradía participaba o era protagonista.

La Tercera Orden Dominicana

Pero no fue la Cofradía del Rosario la única organización por medio de la cual los religiosos del convento dominicano de Santafé colaboraron en el proyecto corporativo de la época. Aunque más pequeña y menos extendida, la Tercera Orden jugó un papel importante.

Un 28 de enero, de algún año entre 1665 y 1669, bajo el auspicio de Fr. Esteban Santos, fue creada en el Convento de Nuestra Señora del Rosario de Santafé la “Milicia Angélica”. Según lo que refieren Báez y Ariza, dicha fraternidad estaba ligada a la Universidad Santo Tomás, y tenía como fin promocionar el culto al santo patrón y pro-pagar su pensamiento. Contaba con bienes muebles e inmuebles, patrocinaba la fiesta anual del santo y las novenas, y tenía rentas, como las demás asociaciones piadosas. Sin embargo, no era conside-rada como una cofradía y se encontraba adscrita a la Tercera Orden Dominicana, siguiendo unos lineamientos similares a los que existían en la Universidad de Lovaina, en la actual Bélgica. La organización correspondía a una asociación penitencial, antes que a una cofradía92. A comienzos del siglo xviii, los documentos refieren la existencia de

91 Rosemarie Terán Najas, Arte, espacio y religiosidad en el Convento de Santo Domingo, Libri-Mundi, Quito, 1994, p. 48.

92 Báez, Op. cit., tomo iii, p. 213.

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otra hermandad, llamada “Escuela de Cristo”, dirigida en la fecha por Fr. Francisco Romero. Esta asociación también había sido instituida en los conventos dominicanos de Cartagena, Tunja y Ecce-Homo93. Su fin era educativo y se dedicaba a la instrucción primaria de ni-ños, en articulación con el Colegio-Universidad Santo Tomás. Estas corporaciones fueron inestables y su organización nunca estuvo totalmente clara, especialmente en el siglo xviii, cuando personas que pertenecían a la Tercera Orden Dominicana llegaron a integrar también la Tercera Orden Franciscana94.

Las terceras órdenes fueron creadas por las órdenes mendicantes en la Baja Edad Media, y constituyen una de sus grandes realizaciones. A través de esas instituciones los laicos podían prestar sus servicios sin renunciar a su profesión, a sus vínculos afectivos; en suma, a ningún privilegio de la vida secular. Las terceras órdenes son el antecedente directo de la participación laical activa en la vida de la Iglesia95. Eran organizaciones diferentes a las cofradías, aunque guardaban simili-tudes con ellas, algo que ha hecho que muchos autores, por error, no realicen la distinción entre unas y otras96. Una gran diferencia era

93 Ibíd., p. 221.

94 Ariza, Los Dominicos en Colombia, tomo 2, Op. cit., p. 1563.

95 Durante mucho tiempo se consideró que las terceras órdenes habían nacido por iniciativa de San Francisco de Asís y del mismo Santo Domingo de Guzmán. Las investigaciones ac-tuales ponen un manto de duda a esa afirmación, por basarse sobre todo en leyendas. Sin importar quién haya tomado la iniciativa, lo cierto es que ya en la primera mitad del siglo xiii se registran las primeras “milicias” laicales y movimientos penitentes, girando en torno a la Orden de Predicadores. Una de ellas fue la de los “Los Soldados de Jesucristo”, creada hacia 1227. Movido por el espíritu de competencia frente a los franciscanos, quienes trabajaban activamente en la organización de grupos penitenciales, Munio de Zamora, maestro general de la o. p., redactó en 1285 la primera regla para las asociaciones penitenciales laicales domi-nicanas, conocidas como “los penitentes negros” por el color del hábito. Sin embargo, debido a las disputas con los franciscanos, esta regla sólo fue aprobada por el papa hasta 1405. Tal regla permaneció inalterable hasta 1923, cuando se realizó la primera de las cuatro reformas llevadas a cabo durante el siglo xx, la última de las cuales data de 1987, reformas que han buscado adecuar las organizaciones laicales dominicanas al espíritu de los tiempos modernos. Como impulsores de la Tercera Orden Dominicana se destacan, en Europa, Santa Catalina de Siena (siglo xv), y en América, Santa Rosa de Lima (siglo xvii). François Xavier Cuche, Le droit des laïcs dominicains. 1285-1985. Mémoire dominicaine N.° 13: Les dominicains et leur droit. Les frères - les moniales, les soeurs apostoliques - les laïcs, Cerf, Paris, 1999, p. 211.

96 Thomas Calvo, “¿La religión de los ricos era una religión popular? La Tercera Orden de Santo Domingo (México), 1682-1693”, en Martínez López-Cano et ál. (coords.), Op. cit., p. 75.

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que las terceras órdenes seguían constituciones universales, mientras que las de las cofradías eran particulares.

La regla mediante la cual se rigió la Tercera Orden de los Dominicos hasta comienzos del siglo xx se dividía en veintidós capítulos, que comenzaban con la admisión y la profesión, después versaban sobre el modo de vida y las obligaciones de los penitentes y terminaban con la manera como estas asociaciones debían gobernarse. El vocabulario utilizado era clerical: se habla de prior, de novicios, de noviciado, de “maestro” para referirse al director espiritual, etc. Los laicos debían tomar un nombre “de religión”, portar un hábito (algunos lo lleva-ban externamente, otros bajo la ropa) y tener ritos de admisión y de profesión, que era perpetua. Las obligaciones de los laicos de la Tercera Orden se centraban sobre todo en la celebración de las horas canónicas y en la ascesis. Quienes no podían leer, recitaban una serie de padrenuestros en lugar de los maitines, las vísperas, etc. También se definía el ritmo de frecuencia de los sacramentos, los tiempos de ayuno y abstinencia, ligados estos a los tiempos mandados por la Iglesia, como la cuaresma o fiestas especiales. Se pedía además orar mucho por los “hermanos” y “hermanas” fallecidos.

Un aspecto que merece destacarse era la ausencia casi total de distinción entre el estatus de los hombres y el de las mujeres. Los artículos de las constituciones se aplicaban sin distinción a hombres y mujeres y las obligaciones fijadas para unos y otros son recíprocas: por ejemplo, si una mujer casada no podía ser admitida en una fra-ternidad sin la aprobación de su esposo, la regla preveía lo mismo para el hombre casado97.

En el mundo colonial esta organización estaba reservada a las “per-sonas de vida honesta, de buen nombre y de ninguna manera sos-pechosas de herejía”98. Ella era el apoyo “civil” del convento y de la orden. La Tercera Orden tenía pretensiones intelectuales. Había un espacio para la “formación” espiritual e intelectual (en el tomismo,

97 Cuche, Op. cit., p. 214-216.

98 Calvo, Op. cit., p. 76.

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obviamente) que las cofradías no tenían. Ejercicios espirituales se-manales, sermones y conferencias complementaban a los rosarios, letanías, látigos, luces, velas, sombras, misas y procesiones que constituían la rutina de las cofradías.

En la Tercera Orden los lazos familiares eran muy importantes. Ge-neralmente los parientes de los frailes ingresaban a sus filas; también lo hacían clérigos seculares. Así, al igual que la cofradía, la Tercera Orden fomentaba una red de compromisos sociales y profesionales entre sus miembros. Esto conllevó a que la fraternidad se elitizara y se restringiera a un tipo de población, que al no ser abundante, im-pedía su expansión numérica. Pero esto último no era lo que se bus-caba. Según Thomas Calvo, estudioso de la corporación para el caso mexicano, la Tercera Orden adquiría mayor importancia ante los ojos de los frailes cuando se encontraba integrada por personajes de la elite local y regional. De otra forma el apoyo brindado era menor99. Así, “la religiosidad de los ricos también pasa por su religión de poder... y por lo tanto su ejercicio”100.

Las beatas dominicanas

Dentro de la Tercera Orden se encontraban también las beatas domi-nicanas. Se trataba de mujeres piadosas de las clases pudientes de la ciudad, que se encontraban dentro de un proceso de conversión. Según Magdalena Chocano, “las beatas eran mujeres que prometían llevar una vida de recogimiento, penitencia, castidad y oración por su cuenta; aunque nunca profesaron, sí usaban los hábitos de la orden religiosa con la que mantenían un vínculo formal. Podían vivir solas o en grupo en el beaterio”101. Estaban supervisados por el clero. Los bea-terios podían, y muchos lo hicieron, convertirse en conventos forma-les. “La beata era un personaje ambiguo, pues podía representar muy bien un ideal de mujer casta, capaz de controlarse y llevar una vida religiosa autónoma. A algunas beatas esta circunstancia les permitió

99 Ibíd., p. 79.

100 Ídem.

101 Chocano Mena, Op. cit., p. 79.

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crearse un aura de autoridad y publicidad que llegó a ser inquietante en el medio en que se desenvolvían”102. Por ello, en varios lugares algunas pasaron a ser sospechosas para la Inquisición103. Los beaterios surgían por consejo de los frailes, confesores de estas mujeres, y ellos dirigían espiritualmente (mas no materialmente) la obra.

Una de las primeras beatas de la Tercera Orden Dominicana re-gistradas en los anales de la historia fue María Ramos, vidente del milagro de Chiquinquirá (1586), quien recibió en 1623, ya anciana, el hábito de la orden104. Por la misma fecha aparece una hija de Juan de Mayorga, encomendero del Valle del Ecce Homo, cerca de Villa de Leyva. Ella asumió el nombre de Catalina de Jesús Nazareno y en la época era venerada como una santa viva; según narra Flórez de Ocáriz: “traía una corona de espinas en la cabeza taladrada de sus púas y de penitencias y enflaqueció y enfermó de tal modo que se rindió en una cama sin quien la socorriese, sin faltarle que comer con moderación ni que dar los pobres liberal”105. No era extraño, dadas estas manifestaciones externas, que se tejieran leyendas piadosas en torno a ella. Pero lo que más se recuerda es el activo papel que jugó en la fundación del convento del Ecce Homo, en tierras de su familia, para que en él se venerara una imagen de Jesús doliente que poseía y que había sido obtenida originalmente durante el saqueo de Roma en 1525.

Ocáriz menciona otros casos de “beatas de Santo Domingo y de Santa Catalina de Siena”, lo que indica que llegaron a crearse por lo menos dos beaterios dominicanos en Santafé y Cartagena. El de Santafé estaba dedicado a Santa Catalina de Siena. A él pertenecía Isabel de San José, natural de la capital, hija de una familia enco-mendera de la región. De ella se dice que “recibió el hábito de beata dominica y profesó mejorándose cada día en la virtud y frecuencia de sacramentos, de tal modo que recibía la comunión todos los días

102 Ídem.

103 Flórez de Ocáriz, Op. cit., p. 233.

104 Zamora, Op. cit., libro iii, cap. 7.

105 Flórez de Ocáriz, Op. cit., p. 203.

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sin perder en ninguno misa...”106. No está claro si las beatas vivían en comunidad; tal parece que no. Lo cierto es que se regían según la regla de la Tercera Orden y hacían profesión solemne en el Convento de Santo Domingo de la ciudad.

Las beatas eran reconocidas dentro de la familia dominicana. Fr. Alonso de Zamora, en su crónica, afirma que “ha sido muy feliz este convento del Rosario con las religiosas profesas de nuestra Tercera Orden porque resplandeciendo todas en su honestidad, recogimiento y frecuencia de Sacramentos, sobresalen con estimaciones de virtud, como mujeres fuertes de precio incomparable”107. Incluso varias de ellas fueron enterradas en el convento de los frailes, en sepulturas hechas por los mismos familiares. Por ejemplo, sor Bárbara Suárez –destacada por Zamora entre la lista de terciarias notables– murió en 1659, y fue enterrada en el Convento del Rosario de Santafé, “en la capilla de San Andrés, propia de sus padres”108.

Las mujeres se hacían beatas por varias razones y en varios momen-tos de su vida. En la mayoría de los casos el factor “conversión” era muy importante, a diferencia de lo que ocurría con las monjas de los conventos.

Una razón era haber enviudado a edad relativamente avanzada, sin esperanza de conseguir otro partido y habiendo experimentado un proceso de conversión interior que les invitaba a cambiar radicalmen-te su vida. Por ejemplo, Isabel de San José se hizo beata dominica porque enviudó sin tener hijos “y con desengaño de la vanidad del mundo, por habérsele pasado los dos primeros tercios de su edad”109. Este caso fue común. Sor Bárbara Suárez, viuda, con hijos, “pasados algunos años de viuda, en los últimos de su edad, con repugnancia de su yerno el Gobernador Fernando Lozano Infante Paniagua, se

106 Ibíd., p. 233.

107 Zamora, Op. cit., libro iv, cap. 19.

108 Flórez de Ocáriz, Op. cit., p. 237.

109 Ibíd., p. 235.

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vistió el religioso hábito”110; sor Agustina de San Pablo, al enviudar sin tener hijos de su esposo Ciprián de Avalaos, encomendero de Tambia, “se hizo beata de Santa Catalina de Siena”111.

Otra razón era la conversión a edad temprana, caso similar al ocu-rrido, por ejemplo, con Santa Rosa de Lima, en el Perú. En Santafé, el cronista resalta a Margarita de Penagos, quien permaneció “en estado de doncella y en su mocedad usó de afeites y galas hasta que advertida que semejantes cosas podían perderla, les dio de mano y se acogió al hábito de beata del glorioso patriarca Santo Domingo”112. Otro motivo era la influencia de terceras personas, quienes escogían por ellas. Juana de Jesús, natural de Pamplona, huérfana a temprana edad, fue criada en Santafé por Catalina Romero de Saavedra, quien “la instruyó en buenas costumbres; tomó el hábito y profesión de beata dominica”113.

Las beatas, además de cumplir con sus oraciones diarias (rosarios, oficio parvo, etc.) y de ir a la misa cada día, ayudaban al Convento dominicano en actividades concretas. Una de ellas era ayudar a preparar la comida en la fiesta de Santo Domingo. Sor Margarita de Penagos era reconocida por ser experta en “curiosidades de conservas y guisos”114. También ayudaban en la caridad del Convento, en las actividades que este realizaba con enfermos y pobres. Por ejemplo, Penagos ayudaba a visitar enfermos “de todos estados” y a cuidarlos. También amortajaba a los muertos, “velándolos y acudiendo a sus entierros y honras”. Igualmente, recogían limosna y ellas mismas daban de sus fondos115.

Está en mora la realización de estudios profundos sobre esta forma de vida cuyo papel en la sociedad de la América Colonial, me parece,

110 Ibíd., p. 237.

111 Ibíd., p. 238.

112 Ibíd., p. 236.

113 Ibíd., p. 235.

114 Ibíd., p. 236.

115 Ídem.

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fue especial y diferente al de los conventos de monjas, en los cuales se han centrado preferentemente los estudios históricos sobre la vida religiosa femenina.

El Convento y la economía local

El tipo de religiosidad instaurada por la organización corporativa favorecía aquello que varios autores denominan “la economía es-piritual”, es decir, el intercambio de bienes materiales por bienes espirituales. Pronto, con el establecimiento de la sociedad colonial y la articulación de los conventos con las elites criollas, comenzaron a producirse una serie de donaciones por parte de encomenderos, funcionarios y de sus familias, con el fin de ayudar al convento de sus preferencias, casi siempre por motivos de devoción personal a algún santo de la orden elegida o en busca de la reparación de sus pecados y de la salvación de su alma. Estas donaciones fueron cono-cidas como “obras pías”, y entre ellas se destacaban las “capellanías” como las más frecuentes.

Capellanías y obras pías

Las capellanías eran fundaciones por las cuales una persona segre-gaba de su patrimonio ciertos bienes, en vida o por medio de su testa-mento, y los destinaba al usufructo de un clérigo que se obligaba por ello a celebrar cierto número de misas por el alma del fundador o de su familia y a cumplir otras responsabilidades de carácter litúrgico o piadoso. El hecho de que estas fundaciones se hicieran en una capi-lla explica el origen de su nombre116. Las capellanías tomaron vuelo en el período colonial precisamente debido al énfasis puesto por el Concilio de Trento y el barroco en los ritos religiosos, en la muerte, en el purgatorio y en el culto a los santos, temas que fueron amplia-mente difundidos en el medio hispanoamericano. La capellanía era además un instrumento para asegurar que el prestigio y la influen-cia obtenidos en la tierra se trasladaran al cielo. De esta manera, y

116 Gregorio de Tejada Teruel, Vocabulario básico de la historia de la Iglesia, Crítica, Barcelona, 1993, p. 63.

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acogiéndome a la interpretación de Asunción Lavrin, puedo decir que la capellanía era un perfecto enlace entre el mundo económico y el espiritual, en una sociedad en la que no estaban claras las diferen-cias entre ambos mundos117. De acuerdo con Gisela von Wobser, las capellanías tenían tres funciones: asegurar la salvación del donante, apoyar a la Iglesia, sostener económicamente al clero y dar estatus a la familia del donante. El usufructo de la capellanía se daba por medio del crédito, pues de los bienes donados se generaban rentas para los capellanes y patronos118.

En la fundación de una capellanía participaban cuatro partes: el fun-dador, el capellán, el patrón y la institución encargada de administrar la capellanía. Cuando se fundaban capellanías en conventos, gene-ralmente no se nombraba un sacerdote en especial como capellán, sino que el fundador especificaba en la escritura que nombraba como “capellanes perpetuos” a los religiosos del convento. Generalmente el prior del convento hacía las veces de patrono de la capellanía, es decir, era responsable de invertir el capital y velar porque la capellanía se ejecutara a perpetuidad. El prior y el padre síndico o procurador del convento eran los responsables de administrar las rentas, que se anotaban en los libros de registro y gasto y que eran revisadas perió-dicamente por el provincial o el visitador de la orden119.

Que las capellanías fueron muy populares –dentro de los medios que podían pagarlas– es algo que salta a la vista. De hecho, no se aca-baba de fundar Santafé de Bogotá cuando ya la primera capellanía se había creado, y, al parecer, favoreció a los mismos dominicos, o, mejor, a un religioso en particular. Según Ariza, en 1539, por iniciativa de Fr. Domingo de las Casas se fundó dicha capellanía con aportes de los expedicionarios, en sufragio por los caídos en la empresa de

117 Asunción Lavrin, “Cofradías novohispanas: economías material y espiritual”, en Martínez López-Cano et ál (coords.), Op. cit., p. 49.

118 Gisela von Wobser, “Las capellanías de misas: su función religiosa, social y económica en la Nueva España”, en Martínez López-Cano et ál. (coords.), Op. cit., p. 120-129.

119 Marcela Rocío García Hernández, “Las capellanías fundadas en los conventos de religiosos de la Orden del Carmen descalzo. Siglos xvii y xviii”, en Martínez López-Cano et ál. (coords), Op. cit., p. 220-223

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conquista del Nuevo Reino de Granada. El propio fraile se hizo cargo de la capellanía, que constaba según unos, de tres mil castellanos de “buen oro”, y, según otros, de mil seiscientos ochenta castellanos. La fundación consistía en hacer una misa cantada con sermón todos los sábados de cuaresma120.

Una vez se formalizó la fundación del Convento de Nuestra Señora del Rosario surgieron las primeras obras pías, destinadas a la cons-trucción del edificio y del templo conventual, seguidas de las primeras capellanías, fundadas paradójicamente por individuos pertenecientes al grupo de los encomenderos a quienes los frailes criticaban tanto por su maltrato y explotación a los indígenas. Así, de acuerdo con Zamora, hacia 1563 el Convento ya contaba con varias obras piadosas y capellanías. Una obra pía famosa por entonces fue la de Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de la ciudad, creada con el fin de dotar de libros al estudio del Convento del Rosario121. Pero la primera gran capellanía que favoreció al Convento la hicieron Francisco de Tordehumos y su mujer, Paulina Velásquez. Dicha capellanía mandaba rezar ciento cincuenta y tres misas y cantar otras dieciséis, para lo cual se dispuso un capital de 1883,2 pesos de plata. Esta fundación se hizo en honor al Santo Cristo de la Expiración, cuya estatua el benefactor hizo traer de España, al igual que la de Santo Domingo de Guzmán122. Conviene recordar que estos eran los años de cons-trucción del Convento y los frailes necesitaban dinero para tal fin, por lo que era urgente promover la fundación de capellanías, algo de por sí recurrente en este tipo de circunstancias, según lo señalan Volti y Esparza123.

Gracias a un cuadro-balance que el fraile procurador del Convento de Nuestra Señora del Rosario se tomó el trabajo de hacer, a comienzos del siglo xix, sobre las capellanías y obras piadosas fundadas en el

120 Ariza, Los Dominicos en Colombia, tomo 1, Op. cit., p. 150.

121 Zamora, Op. cit., libro iv, cap. 1, p. 264.

122 Ariza, Los Dominicos en Colombia, tomo 1, Op. cit., p. 388.

123 Esparza, Op. cit., p. 159.

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Convento desde del siglo xvi124, se puede tener una idea de lo que significaba este rubro como fuente de ingresos125. Entre 1570 y 1806 el Convento recibió por concepto de capellanías más de 336 000 pesos. La cantidad recibida a lo largo de doscientos treinta años equivalía aproximadamente al costo de 1.000 casas urbanas de buen tamaño. Ahora, hay que matizar. Las grandes sumas se recibieron entre 1570 y 1650, época del llamado “primer ciclo minero”126 y de las encomiendas en la Nueva Granada. El monto de las capellanías fue disminuyendo con el paso del tiempo, de forma notoria. A fines del siglo xvii y mediados del siglo xviii se dio una estabilización por lo bajo, con una variación entre un promedio de 36 000 y algo más de 39 000 pesos en cada período analizado.

Por otra parte, teniendo en cuenta que la riqueza de Santafé y del Nuevo Reino de Granada fue baja en comparación con otros casos, como México o Perú, las sumas recibidas no son nada despreciables para el contexto local. Hay que decir, además, que muchas veces el pago se recibía en especie, representado en bienes raíces urbanos y rurales.

Interesante es ver, además, cómo, si bien muchas capellanías se pa-gaban en efectivo o en especie poco después de la fundación, otras entraban en pleito por los herederos, por lo que sólo después de varios años (que oscilaban entre un par o varias décadas) el dinero lograba entrar, y no siempre todo a la vez, sino por partes, por lo que la capellanía también era fraccionada, hasta que el “fallecido” (en realidad, los herederos) pagara todo, pues no se gustaba fiar a nadie del más allá, especialmente cuando la cantidad era muy grande. Eso no significa que no se comenzara a “servir” la capellanía si el

124 “Razón general de las donaciones, fundos de capellanías y demás obras pías que han entrado en este convento de Nuestra Señora del Rosario desde el año de 1550...” Santa Fe, 1806, en apcop, San Antonino, Conventos - Bogotá, Capellanías y censos, cp. 1.

125 Ver gráficos N.° 3: Capitales de capellanías, donaciones y obras pías (1573-1806). Convento de Nuestra Señora del Rosario. Santafé de Bogotá; y N.° 4: Convento de Nuestra Señora del Rosario, de Santafé. Número de capellanías y obras piadosas (1573-1806).

126 En la Nueva Granada el único sector económico con posibilidades de crecimiento, y del cual dependía la economía, era el minero. A pesar de que la Sabana de Bogotá no era productora, sí se beneficiaba o perjudicaba de los ciclos de este sector: Fundación Misión Colombia, Historia de Bogotá, tomo III, Conquista y Colonia, Salvat - Villegas, Bogotá, 1988, p. 28-29.

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Convento percibía que no iba a haber mayores problemas en el cobro. Cito varios ejemplos de ello: la capellanía del contador Diego Cal-derón Aguado, quien debió morir a comienzos de la década de 1620, se pagó en cuatro partes: la primera entró a las arcas del Convento en 1624, la segunda en 1634, la tercera en 1652 y la cuarta en 1660. La capellanía del pbro. Juan Francisco Rodríguez, fundada en 1624, sólo se hizo efectiva en 1662, año en el cual entraron los dineros al Convento. Una más: la capellanía de Juan de Ojeda, fundada hacia 1637, entró en dos cantidades: una pequeña, ese mismo año (500 pesos), y el grueso, una vez superado un pleito con los herederos, apenas en 1694 (4 685 pesos). El último ejemplo: la capellanía fundada en 1657 por Pedro Villanueva e Isabel Villafaña, de 2 500 pesos, sólo entró en 1703, por un valor de 1 000 pesos. El resto se había gastado en trámites judiciales.

Se observa, además, una relación entre períodos de construcción, reconstrucción o reparación del Convento, con el aumento de la fundación de capellanías y obras piadosas. Así, entre 1570 y 1619 hubo un período de intensa actividad de construcción que tuvo como punto culminante la inauguración del templo conventual, en 1619, sin que se hubieran finalizado los trabajos. Sólo hasta la década de 1670-1680, el Convento y su iglesia estaban terminados en su mayor parte. Estos son, asimismo, los años en que se tiene el más alto índice de fundación de capellanías y obras pías. El período que sigue, por el contrario, representa un decrecimiento sensible; de treinta y seis capellanías se pasa a veintidós. Entre 1720 y 1761 hubo un nuevo aumento en la actividad “fundadora” de estas donaciones: en este período ocurrió un temblor (1741) que afectó gravemente al Convento. Las capellanías fundadas fueron treinta y cinco, de las cuales veinti-cuatro corresponden a los años de 1740 y 1750, lo que da cuenta del intenso trabajo de los frailes por motivar conciencias generosas que les ayudaran a reparar su convento.

Por otra parte, es importante resaltar que, aunque el número de ca-pellanías y obras pías no tuvo cambios muy drásticos hasta mediados del siglo xviii, el monto de las capellanías sí fue disminuyendo con el paso del tiempo, en forma drástica. Las grandes sumas, ya he dicho,

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se recibieron en el siglo xvi y mitad del siglo xviii. A fines del siglo xvii y mediados del siglo xviii se dio una estabilización por lo bajo, con una oscilación entre un promedio de 36 000 y algo más de 39 000 pesos en cada período analizado.

Otra relación que puede hacerse tiene que ver con el tema de la fe, suponiendo que la actividad fundadora de capellanías y obras pías representara un indicador de la misma. Si se tiene en cuenta que el siglo xvii corresponde a una profunda crisis económica representada en el declive de la minería, vemos que ello no redujo el interés de los criollos en fundar capellanías. Aunque ciertamente había menos dinero, la fe seguía intacta, al igual que el interés de estas personas por salvar sus almas y mantener el estatus de sus familias.

Los censos redimibles

Si las capellanías fueron la base de las riquezas de los conventos, parroquias y comunidades religiosas en general, los censos fueron el medio por el cual se sacó provecho de los capitales y bienes entre-gados por los benefactores al fundar las capellanías. Gracias a ellos, los conventos se convirtieron en auténticas entidades crediticias127, estimulados por la escasez de capital, que en la Nueva Granada se debió a la decadencia de la Encomienda y la minería y a las depresio-nes económicas consecuentes que se dieron en el siglo xvii y primera mitad del xviii128. En esta época los mineros más poderosos de Reme-dios, Mariquita y Zaragoza se dirigieron hacia los centros urbanos, donde invirtieron sus ganancias y se dedicaron a gozar sus riquezas acumuladas. Santafé de Bogotá fue uno de esos centros129.

Según lo muestran varias investigaciones, aunque los conventos tenían entradas económicas diversas, tales como productos de

127 García Hernández, Op. cit., p. 228.

128 Constanza Toquica, “La economía espiritual del Convento de Santa Clara de Santafé de Bo-gotá, siglos xvii y xviii”, en Fronteras. Revista del Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, vol. 3, N.° 3, Bogotá, 1998, p. 41.

129 Toquica, “El barroco neogranadino: de las redes de poder a la colonización del alma”, Op. cit., p. 88.

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hacienda, limosnas, misas y réditos de censos de capellanías, fueron estos últimos los que les dieron los mayores ingresos.

Aunque había distintos tipos de censos (consignativos, reservativos, vitalicios, entre otros) los más utilizados por las comunidades religio-sas fueron los de tipo “consignativo” redimible, que consistían en la adquisición de un capital bajo la garantía de un bien inmueble, sujeta al gravamen de una pensión anual. Era un procedimiento semejante a una hipoteca, pero se diferenciaba en que el censuatario conservaba el pleno derecho sobre el bien inmueble y podía venderlo o enajenarlo, si el comprador aceptaba el censo y las obligaciones que se derivaban del mismo y el censualista daba la autorización. Generalmente las propiedades gravadas no podían ser divididas130.

El porcentaje que se pagaba sobre la tierra puesta en censo no era mucho. En el siglo xvi era de poco más del 7% anual; en el siglo xvii bajó al 5% y a comienzos del siglo xviii se había reducido aun más, situándose en un 3%, de acuerdo con las cifras ordenadas por las pragmáticas reales. La reglamentación de los censos seguía las disposiciones y recomendaciones del derecho canónico, y dados los bajos intereses, el préstamo bajo censo nunca podía considerarse como usura131.

130 Ciudad Suárez, Op. cit., p. 267 y 269.

131 Según Kurt Samuelsson, “la prohibición dogmática (de la usura) fue levantada primero que todo respecto a los préstamos de los propietarios agrícolas, pero recibió su golpe mortal a fines del siglo xv por los franciscanos, quienes en 1463, en Orvieto establecieron fundaciones benéficas de préstamos a los pobres. Con el objetivo de cubrir los gastos de administración cargaban un interés sobre los préstamos. La oposición suscitada entre los dominicos fue res-pondida con un argumento práctico: aunque los préstamos sin interés para los pobres serían los mejores, el bajo interés impuesto a los préstamos de fondos caritativos era mejor que el interés elevado que cobraban los prestamistas profesionales. En 1515 el Concilio Laeterano aceptó este argumento. Así, el ‘nuevo’ concepto de interés surgió en la práctica antes de la Reforma Protestante. Afirma dicho autor que la concepción calvinista no explica, como lo suponía Weber, esta fase del capitalismo. El enfoque de Calvino no se diferenciaba del de la mayoría de los católicos. Después de mucha meditación y deliberación se declaró que la imposición de interés no estaba prohibida en todos los casos. De todas maneras se imponían bastantes condiciones. Se aconsejaba prudencia: era mejor obtener menos ganancias que sobrepasarse demasiado”. Kurt Samuelsson, Religión y economía (1970), citado en Toquica, “La economía espiritual del Convento de Santa Clara de Santafé de Bogotá, siglos xvii y xviii”, Op. cit., p. 71.

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Generalmente los censos impuestos se mantenían durante un largo período de tiempo. Según lo afirman autores que han estudiado esta institución de cerca, “no había interés en la redención, ya que al quedar libre el capital, había que buscar una nueva inversión, lo que no presentaba ningún beneficio y podía significar pérdidas, pues no existía la posibilidad de aumentar las ganancias con otra inversión porque los intereses estaban fijados. Por otra parte, la economía cam-pesina frecuentemente tenía dificultades y no podía liquidar o les era más conveniente mantenerlos”132.

Si se juzga la documentación como una prueba de la dedicación prestada por una institución a un tipo de actividad determinada, se debería decir que buena parte de las energías del Convento de Nuestra Señora del Rosario de Santafé se invertían en cuestiones relacionadas con los censos redimibles, bienes inmuebles y, en gene-ral, asuntos económicos. Basándome en una base de datos construida por el Archivo Provincial de los dominicos en Colombia133, he logrado establecer que, en el período 1550-1767, la mayor parte (54%) de los bienes a censo134 correspondían a propiedades (fincas, haciendas, estancias, tierras). Sin embargo, los inmuebles urbanos (casas, sola-res y tiendas) representan un 44% de los casos, porcentaje bastante alto si se tiene en cuenta las reducidas dimensiones de la ciudad de Santafé y que la sociedad era fundamentalmente rural. Esto es una prueba de la gran influencia, arraigo y articulación que el Convento tenía en el mundo urbano propiamente dicho y entre los propietarios en particular. Además, parece que los frailes preferían asegurar los censos sobre los bienes urbanos, pues su administración era más prác-tica: estos podían visitarse y facilitaban la verificación de su estado y condiciones con frecuencia, mientras que las propiedades rurales se encontraban a varias horas o días de camino, y ocasionaban gastos

132 Ciudad Suárez, Op. cit., p. 272.

133 El Sistema de Información del Archivo de la Provincia Dominicana de San Luis Bertrán de Colombia - siap es una base de datos levantada desde 1999. Reúne información sobre documentos concernientes a la provincia dominicana de Colombia, en archivos públicos y privados.

134 Ver gráfico N.° 5: Convento de Nuestra Señora del Rosario, Santafé de Bogotá. Tipos de bienes sobre los cuales se fundan los censos redimibles (1550-1767).

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adicionales para el viaje, la administración, etc. Sólo se halló un par de casos en los que el censo se levantó, no sobre bienes inmuebles, sino sobre dotes de mujeres casaderas.

Pero, aunque los réditos de censos constituían el principal ingreso del Convento, buena parte de estos réditos e incluso de los capitales que se prestaban, no se podían cobrar135 debido a dificultades varias relacionadas con distancias, traspasos post mortem, pleitos judicia-les, etc., y se necesitaban administradores decididos –pocas veces disponibles, según anotan varios informes de la época– para que se lograra recuperar parte de lo que se daba por perdido.

Haciendas y estancias136

Se ha dicho que la mayor parte de las haciendas, fincas, estancias, molinos y tierras se adquirieron por vía de capellanías y censos re-dimibles. Las haciendas y estancias que poseyeron los dominicos santafereños se ubicaron en tierras cálidas y frías, especialmente en el actual departamento de Cundinamarca, pero también tuvieron algunas en Boyacá y Santander. He logrado identificar veintinueve de ellas entre finales del siglo xvi y mediados del xviii137. El mapa n.° 4138 da una idea de su localización. Calcular sus extensiones es algo mucho más difícil, imposible de abordar aquí. Estas haciendas se utilizaban para la producción agrícola y pecuaria. En el primer renglón, según los documentos, se producía miel y azúcar de caña, cacao, yuca, plátano (en las fincas de tierra caliente) y legumbres y

135 Citado en Ariza, Los Dominicos en Colombia, tomo 1, Op. cit., p. 436.

136 Los sectores urbanos privilegiados (encomenderos, funcionarios, militares, religiosos, merca-deres, clérigos) crearon las haciendas en el siglo xvii, a medida que la crisis de la encomienda y la minería se agudizaba. Se buscaba con ellas controlar los excedentes, las mercedes de tierra y aun la población rural. Las haciendas sabaneras no sólo abastecieron a la ciudad de Santafé de productos agropecuarios, sino que además tuvieron redes de comercialización regional, especialmente de trigo. Rafael Antonio Díaz Díaz, Esclavitud, región y ciudad. El sistema esclavista urbano-regional en Santafé de Bogotá. 1700-1750, Centro Editorial Jave-riano, Bogotá, 2001, p. 29.

137 Estas haciendas y estancias se ubicaban en Suesca, Guasca, Sopó, Tequia, Cota, Bosa, Pandi, Tocancipá, Usme, Tenjo, Nocaima, Cucunubá, Zipaquirá, Mátima, San Juan de Rioseco, La Vega, Somondoco, Tena, La Mesa y Pavachoque.

138 Ver mapa N.° 4: Haciendas y estancias del Convento de N.S. del Rosario Santafé (1596-1759).

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cereales (en tierra fría). Algunas de las estancias-molinos se ubicaban en Cota (actual Cundinamarca) y en Tequia (actual Santander).

En cuanto a la producción pecuaria, se levantaba y criaba especial-mente ganado vacuno y ovino. Entre las haciendas ganaderas que pertenecieron al Convento del Rosario en el período que va hasta mediados del siglo xviii son muy referenciadas en los documentos las de San Vicente y Rioseco en inmediaciones del actual municipio de San Juan de Rioseco; La Huerta, en La Vega, y estancias en Pandi y el Llano de la Mesa, o la hacienda Hato de Rojas, ubicada en Lengua-zaque, poblaciones todas del actual departamento de Cundinamarca. Pero tal vez las posesiones más preciadas fueron las haciendas de Ovejeras y El Potrero, ambas situadas en tierras de la entonces parro-quia de Suesca, en la Sabana de Bogotá. Estas haciendas ganaderas pertenecieron al Convento durante casi trescientos años, desde fines del siglo xvi hasta la expropiación liberal de 1861-63.

La llamada Ovejeras –avaluada a mediados del siglo xviii en la signifi-cativa suma de 50 000 pesos139– fue famosa, porque precisamente allí se criaban y se levantaban ovejas. Esa hacienda la había fundado Beltrán de Caicedo, pero en poco tiempo pasó a manos de los dominicos. Tenía la capacidad de criar unos veinte mil ovinos. Hay que tener en cuenta que la cría de ovejas fue una actividad muy importante en Castilla en la época de la conquista de América. Esta actividad se adaptó muy bien a la Sabana de Bogotá, debido al bajo costo de producción, pero, además, a que el territorio necesitaba de un subproducto de la cría de ovejas: la lana. Este se introdujo como materia prima en la elaboración de textiles, propiciando cambios radicales en la vestimenta indígena y mestiza. El algodón fue reemplazado como materia prima, y la manta cedió su lugar a la ruana de lana140.

La producción de las haciendas dominicanas se enmarcaba dentro de las demandas que exigía la economía de la región en la época: por una parte, el altiplano cundiboyacense, por ser una tierra excepcio-nalmente apta para el cultivo de cereales, se convirtió en proveedor de trigo para otras regiones. Santafé, por otra parte, dependía de la

139 Báez, Op. cit., tomo iii, p. 66.

140 Fundación Misión Colombia, Op. cit., tomo iii, p. 15.

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carne que se criaba especialmente en el valle del Magdalena, de bajo costo en la producción, pero que se encarecía un poco debido al largo y dispendioso transporte a la capital. La carne bovina y ovina provenía, por su parte, de las haciendas de la Sabana de Bogotá141. Con todo, esta producción fue siempre oscilante y no alcanzó grandes dimensiones. La economía seguía descansando en las fluctuaciones de la minería y en el crédito o préstamo a interés142. Así, la producción agropecuaria no era el rubro mayor dentro de las fuentes de ingre-sos de los dominicos de Santafé. Los censos y la administración de parroquias ocuparon siempre el primer lugar143.

Las haciendas dominicanas eran administradas y explotadas, en menor grado, por medio de frailes legos o sacerdotes que vivían en ellas. Otras más, mediante contratos de compañías según los cuales el Convento ponía la tierra u otra propiedad y el socio se encargaba de explotar la misma. Una tercera forma, la más utilizada, era el contrato de alquiler por tiempo definido. La administración económica ocupó gran parte del tiempo y las energías de las autoridades del Convento del Rosario. De hecho, uno de los puntos que se evaluaba en la época para medir la buena o mala gestión de un prior o provincial era si había hecho aumentar los bienes de la provincia dominicana o de su convento principal.

La concentración de propiedades rurales en manos del Convento se vio favorecida por la crisis económica que afectó al país durante el siglo xvii y parte del xviii144. Sólo las comunidades religiosas tenían la capacidad para transar tierras, adquirir y vender en épocas de crisis, debido a la obtención de capitales, recibidos a través de capellanías y donaciones pías. Además, las haciendas de los religiosos estaban exentas de cargas tributarias –como el diezmo–. Finalmente, desde comienzos del siglo xviii el maestro general de la Orden Dominica-na hizo frecuentes llamados a sus pares neogranadinos pidiendo no

141 Ibíd., p. 30-32.

142 Toquica, “El barroco neogranadino: de las redes de poder a la colonización del alma”, Op. cit., p. 94.

143 Báez, Op. cit., tomo ii, p. 197.

144 Fundación Misión Colombia, Op. cit., tomo iii, p. 29.

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vender ningún inmueble adquirido145. De esta manera, varias de las propiedades del Convento permanecieron inamovibles por muchos años, hasta el siglo xix.

En relativamente poco tiempo, la antigua comunidad “mendicante”, que había arribado al Nuevo Mundo a evangelizar indígenas, se transformó en una institución propietaria de capital y de bienes, que le permitieron jugar un rol en la economía colonial, nada menos que como entidad financiera y crediticia. La ausencia de bancos permitió tal situación. Hay que añadir, además, que la actividad rentista vino a ser uno de los soportes de la economía local aún después del fin de la época colonial, hasta que la concentración de propiedades y su poca movilidad justificó, a juicio de los gobernantes, las medidas de desapropio tomadas por ellos durante el siglo xix.

Educadores para una sociedad de jerarquías

La formación académica e intelectual ha sido uno de los grandes pilares e intereses de los dominicos. Desde un comienzo, la orden se puso como reto que sus estudios no debían limitarse a bases teológi-cas, sino que buscaría una alta instrucción que permitiera afrontar las disputas, instruir fieles, refutar herejes. Ya desde el capítulo do-minicano de Bolonia (1220) se confirió al estudio una importancia central dentro de la orden. Cada fraile debía buscar ser un maestro de teología. Ese capítulo mandó, por ejemplo, que no se podía fun-dar un convento sin que hubiera por lo menos un doctor en teología en la nueva comunidad. Esto hizo de cada fundación dominicana un pequeño centro cultural en un mundo donde el analfabetismo imperaba, lo cual proporcionó a la orden un gran prestigio donde se establecía.

En esta tradición se entiende que, en América, los conventos rápi-damente buscaran conformarse en casas de estudio. El Convento de Nuestra Señora del Rosario de Santafé lo fue desde 1563, cuando se creó la escuela de gramática. Diez años más tarde ya era lugar

145 Mesanza, Apuntes y documentos sobre la Orden Dominicana en Colombia (de 1680 a 1930), Op. cit., p. 8.

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de estudios generales de la provincia146. Hay que decir que estas escuelas no estaban restringidas a la población conventual; estaban abiertas a otros clérigos y aun a laicos, aunque con fluctuaciones. El sistema de enseñanza en los conventos que contaban con estudios generales casi no varió durante toda la época colonial; sólo se hicie-ron algunos ajustes. Todo el proceso comenzaba con los estudios de filosofía –llamados “artes”– y terminaba en unos ocho a diez años, incluso después de recibir la ordenación sacerdotal.

El interés prestado por la orden dominicana a la educación sobresale aun más al considerar el interés mostrado por la corona española respecto a la formación de sus elites. De acuerdo con Magdalena Chocano, “para administrar sus dominios la monarquía hispánica utilizó los servicios de cientos de funcionarios, los cuales debían tener ciertas credenciales educativas que los capacitaran para des-empeñar los cargos que les confiaba la Corona”147. Ya desde tiempos de los Reyes Católicos se había establecido que se necesitaban por lo menos cinco años de estudios universitarios para desempeñar un cargo en el Estado.

146 En la Orden de Predicadores existían en la época que interesa aquí tres géneros de casas de estudio: estudios conventuales, estudios solemnes o provinciales, y estudios generales o uni-versitarios. Los primeros se encontraban en casi todos los conventos formales de la orden, pues no se permitía la erección de alguno mientras no estuviera dotado de lector público o doctor. Eran, además, los de inferior categoría y base de la enseñanza. Su dirección estaba a cargo de un lector. Un requisito indispensable para la fundación de un convento era la existencia de un prior y de un doctor. Los estudios solemnes se instituían en algunos conventos, dependiendo de su tamaño y del número de religiosos. A ellos confluían los frailes especialmente, para su formación inicial. A veces estos estudios se asimilaban a los estudios generales. El personal se completaba por la incorporación de un sublector o uno o dos bachilleres. El maestro principal dirigía las controversias. Los estudios generales o universitarios ocupaban el grado principal en los estudios de la Orden, y a ellos se dirigía a perfeccionarse la flor y nata de la juventud estudiosa, la que habría de desempeñar las cátedras y otros cargos de relieve. Generalmente no había más de uno o dos por provincia y varios de ellos eran interprovinciales. El estudio general se daba en el “convento máximo” de cada provincia (el más grande y numeroso), y aunque no eran propiamente universidades, muchas veces lograban adquirir el título de tales. Los estudios generales sólo eran erigidos por el Capítulo General de la Orden de Predicado-res. José Abel de Cristo Rey Salazar, Los estudios eclesiásticos superiores en el Nuevo Reino de Granada. 1563-1810, Consejo Superior de Investigaciones Científicas - Instituto Santo Toribio de Mogrovejo, Madrid, 1946, p. 85; Águeda María Rodríguez Cruz, o. p., Historia de las universidades hispanoamericanas. Período hispánico, vol. 1, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1973, p. 92-93.

147 Chocano Mena, Op. cit., p. 185.

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Sin embargo, se debe tener en cuenta que en la sociedad colonial la educación institucionalizada era un bien escaso que no era concebido como medio para cambiar las perspectivas de un individuo, sino como un recurso para mantener la jerarquía social. Así,

(...) las divisiones étnicas también pesaron en el acceso a la educación, que quedó asociada (o mejor dicho, reservada) –sobre todo si se trataba de la educación superior– a los miembros de la elite hispano-criolla. El dominio de la escritura y la lectura no era considerado esencial para el desempeño cotidiano de las grandes mayorías, aunque fuera crucial para la fiscalización de sus vidas por parte de las autoridades civiles y religiosas y sus posibili-dades de acudir a la administración dependieran de conseguir la asistencia de personas con capacidad letrada148.

Por ello, la minoría educada que existía

(...) tenía una influencia enorme, pues estaba preparada para ejercer el poder burocrático que articulaba la sociedad colonial. Las comarcas más remotas del imperio hispánico en América se hallaban entrelazadas al aparato estatal, centralizado por una burocracia experta en manejar el sistema de signos que vehiculaba el discurso legal canónico y civil que regía la sociedad (…) El orden colonial era por tanto un orden letrado, en cuya cima estaban los grandes burócratas de formación académica, y en su base la capa profesional de notarios, escribanos, escribientes y copistas, socialmente secundarios pero esenciales para el funcionamiento de la maquinaria letrada149.

Se puede intuir así el influjo que podían tener en la sociedad unos religiosos que no solamente eran letrados, sino que poseían una preparación que estaba más arriba de los estándares de las mismas elites locales.

Las “Escuelas de Cristo”

Los dominicos contribuyeron en buen grado a la formación de las elites y grupos dirigentes –laicos y eclesiásticos– en el Nuevo Reino de Granada. Desde el momento de su arribo a América, emprendie-ron –como una de las “estrategias” evangelizadoras– la creación de escuelas para niños y mayores, en las cuales se enseñaba a leer, a contar, a escribir y se daban los rudimentos de la fe. Estas se conocie-ron como “Escuelas de Cristo” y se difundieron por doquier. Muchos

148 Ibíd., p. 187.

149 Ibíd., p. 215.

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conventos las tuvieron durante toda la época colonial, y en ellas se sustentó el sistema educativo.

En el Convento del Rosario de Santafé, la escuela correspondiente se fundó hacia 1552, en cumplimiento de una provisión real emitida en 1551150. A mediados del siglo xvii la escuela fue incorporada al Colegio de Santo Tomás151. La “Escuela de Cristo” funcionó hasta mediados del siglo xix152, y llegó a contar, en algunos períodos, con laicos asociados a la Tercera Orden que la apoyaban materialmente. Según referencias del siglo xvii en dicha escuela se enseñaba a niños –generalmente provenientes de familias criollas empobrecidas– a leer (en castellano y latín), a escribir, a contar, y por supuesto, la doctrina cristiana153. Los alumnos además, acudían a oír misa en la capilla del colegio los miércoles y los sábados, y este día por la tarde, además, debían rezar el rosario, la salve y las letanías.

Los estudios primarios constituían, por una parte, la “cantera” para el Convento. El éxito de la formación de este primer alumnado contribuía a garantizar la continuidad del estudiantado en los estudios superiores, y proporcionaba, además, vocaciones religiosas para la comunidad. Por otra parte, dichos estudios ayudaban a formar futuros “aliados”, miembros que al recibir desde pequeños el “sello” dominicano-tomís-tico, formaban lazos de identidad con la Orden de Predicadores y sus instituciones. En ese sentido, ayudaban a la conformación de redes de poder, muy buscadas y utilizadas en esa época154.

El Colegio y Universidad Santo Tomás

Pocos años después de la fundación del Convento del Rosario, los domi-nicos se animaron a buscar la creación de una institución universitaria,

150 Ariza, Los Dominicos en Colombia, tomo 1, Op. cit.

151 Testamento de Fray Bartolomé Núñez, Santafé, 1659. Citado en Báez, Op. cit., tomo x, p. 30.

152 apcop, Fondo San Antonino, Sección Colegios y Universidades, Santo Tomás de Aquino - Bogotá, c. 5, cp. 5, fl. 13r.; c. 4, cp. 1, fl. 13r.

153 Zamora, Op. cit., p. 82.

154 William Elvis Plata Quezada, La Universidad Santo Tomás de Colombia ante su historia. Siglos xvi-xix, Publicaciones de la Universidad Santo Tomás, Bogotá, 2005, cap. 6.

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que cristalizó en el Colegio y Universidad Santo Tomás155, cuya vida estuvo siempre ligada al convento, a pesar de que entre mediados del siglo xvii y la segunda mitad del xviii llegó a ser considerada, al interior de la provincia dominicana, como una institución con rango similar al de un convento menor, y se llegó incluso en alguna época (fines del siglo xvii) a manejar sus rentas de manera separada.

El llamado Colegio y Universidad Santo Tomás estuvo rodeado duran-te la mayor parte de su historia por controversias sobre su naturaleza y condición jurídica, primero con los jesuitas y luego con las mismas autoridades reales locales. En el centro de la polémica estaba su codiciado privilegio para conferir grados, un elemento fundamental para influir sobre los grupos dirigentes de la sociedad. El pleito con los jesuitas, sin embargo, impidió que tanto la Universidad Santo Tomás como la Universidad Javeriana (de los jesuitas) desarrollaran convenientemente sus instituciones, de manera que nunca llegaron a tener todas las facultades que entonces mantenían las universidades de estudios generales156. La institución dominicana sólo logró tener facultades en artes y teología, concediéndole las de leyes y medicina al Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, institución inde-pendiente fundada en 1653 por el arzobispo dominico Fr. Cristóbal de Torres con el fin de educar a laicos y a clérigos seculares criollos. La Universidad Santo Tomás, hasta la segunda mitad del siglo xviii, mantuvo estrechos lazos con el Colegio del Rosario, y complementa-ban entre ambas el cuerpo de estudios universitarios.

Como consecuencia de estos complicados y entreverados conflictos jurídicos con los jesuitas e incluso con el mismo Colegio del Rosario en sus inicios157, el Colegio-Universidad Santo Tomás a partir de

155 Para conocer con mayor detalle la historia de esta institución hasta el siglo xix ver: Plata Quezada, Op. cit.

156 Y que eran: artes, teología, leyes y medicina.

157 Cuando el arzobispo Fr. Cristóbal de Torres fundó en 1653 el Colegio de Nuestra Señora del Rosario (no confundirlo con el convento del mismo nombre) lo puso bajo dirección de los dominicos. Estos buscaron anexar la institución a la Universidad Santo Tomás, lo cual pro-vocó un pleito con el mismo arzobispo, que falló en 1664 en contra de los frailes, de manera que estos fueron separados de toda administración del Colegio del Rosario y esta institución conservó su autonomía. Sin embargo, los dominicos continuaron influyendo en lo académico e ideológico, hasta el advenimiento de la Ilustración.

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mediados del siglo xvii tuvo que restringir su radio de influencia directa, en cuanto a instrucción educativa propiamente dicha, espe-cialmente a los religiosos de su orden158, aunque no faltaron también clérigos seculares y laicos de manera intermitente159.

Pero otra cosa sucedía en el plano ideológico y de administración aca-démica. Durante el período estudiado en este capítulo, la “Tomística”, como se conocía a la institución educativa dominicana, fue una de las dos autorizadas para otorgar grados, haciendo valer su influencia. A ella acudían a graduarse los alumnos seculares, eclesiásticos y religio-sos que estudiaban en todos los colegios que compartían sus princi-pios ideológicos160, que no eran otras que los del tomismo ortodoxo161. Efectivamente, la profesión de la doctrina tomística era obligatoria en el Convento de los dominicos, en el Colegio-Universidad Santo Tomás y en el Colegio del Rosario, filial suyo. Los profesores y lectores debían saberse la Suma teológica prácticamente de memoria, pues en torno a ella y a Santo Tomás giraban todos los estudios, incluso los filosóficos. La Suma se estudiaba íntegramente en cinco años, y se

158 En el colegio vivía un grupo selecto de frailes provenientes de los tres principales conventos de la provincia dominicana: Santafé, Cartagena y Tunja. Cada convento debía costear el sostenimiento de los frailes allí enviados, suma que oscilaba en los 100 pesos anuales, pero que no siempre fue pagada. Mesanza, Apuntes y documentos sobre la Orden Dominicana en Colombia (de 1680 a 1930), Op. cit., p. 89.

159 La afluencia de seculares al Colegio-Universidad está probada solamente para fines del siglo xvi, primera mitad del xvii y finales del siglo xviii. Según el provincial Fr. Gabriel Jiménez, hacia 1617 a las clases impartidas en el todavía convento-universidad asistían además “muchos seglares tanto a la gramática como a los estudios de artes y teología” (“Información del estado de la Provincia del Nuevo Reyno de Granada en Indias”, Op. cit., f. 336). Se sabe también que en la década de 1640 se otorgaron grados académicos a clérigos seculares y aun a laicos que habían recibido sus cursos en el colegio-universidad (agn, Colonia, Miscelánea, tomo 77, folios 799, 822 y 832. Santafé, 19 de enero de 1642 y 8 de febrero de 1643). Más tarde, en un memorial enviado en 1763 por varios alumnos laicos y al parecer externos al virrey Pedro Messia de la Zerda, se acusaba al vicerrector (laico) de la institución, Dr. Alarcón, de propinarles azotes, malos tratos verbales y castigos vergonzosos: “Memorial dirigido a Pedro Messia de la Zerda”, Santafé, 27 de marzo de 1763, en apcop, San Antonino Colegios y Universidades, Santo Tomás de Aquino - Bogotá, caja 3, cp. 3, fl. 3v.

160 El Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario (secular), el Colegio de San Nicolás (agus-tino) y el de San Buenaventura (franciscano), entre otros.

161 A partir del siglo xvi, quienes vestían el hábito blanco y negro dominicano, al momento de profesar se comprometían a defender las tesis del Doctor Angélico en teología y de Aristó-teles en filosofía, pero comentado por Santo Tomás. A partir del Capítulo General de 1615 se agregaron además algunos autores dominicos que comentaban las tesis del gran teólogo medieval: Salazar, Op. cit., p. 186.

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hacían frecuentes ejercicios de repetición y discusión para asimilar lo estudiado. Cuando, por ejemplo, en un examen o disertación pública, se discutía alguna proposición teológica o filosófica, era simplemente la repetición y comentario de las argumentaciones de Santo Tomás. Generalmente no se agregaba nada nuevo, y si se hacía, quedaba en manos de sujetos experimentados, tras muchos años de “rumiar” en su intelecto tales doctrinas. Profesar públicamente la doctrina to-mista como ser y esencia del graduado era un requisito para recibir cualquier grado en la Universidad; además, se juraba defenderla en todo momento162.

A pesar de las carencias y las limitaciones que existían, los dominicos de Santafé pudieron escribir obras de naturaleza académica y reli-giosa; en los archivos se encuentran varias de ellas, que versan sobre aritmética, gramática (latín y lenguas indígenas), filosofía, moral, teología dogmática y hasta especulativa, política, derecho, historia y crónica, devociones, oratoria, educación, poesía y música, la gran mayoría de las cuales nunca se publicaron163. Por otra parte, la falta de imprenta en el Nuevo Reino de Granada y las tremendas dificultades para editar libros en España –por la censura de prensa existente164 y los costos de las publicaciones– desmotivó a los intelectuales locales a escribir y componer obras165.

162 Ariza, Los Dominicos en Colombia, tomo 2, Op. cit., p. 1421; Salazar, Op. cit., p. 190.

163 Un listado de obras inéditas y publicadas puede consultarse en Plata Quezada, Op. cit., anexos. Aquí se mencionan las más reconocidas, como la Gramática de lengua Mosca de Fr. Bernardo de Lugo (publicada en 1619), la Historia de Nuestra Señora de Chiquinquirá de Fr. Pedro de Tovar y Buendía y la Historia de la Provincia de San Antonino de Zamora (publicada originalmente en 1701) a la que varias veces se acude en este artículo.

164 Desde los tiempos de los Reyes Católicos existía en España una tradición de censura, la cual recaía exclusivamente sobre los libros que propagaban doctrinas contrarias a la religión cató-lica. Fue sólo durante la época de Felipe II cuando aquel mecanismo tradicional de la censura se hizo extensivo a los libros que trataban asuntos coloniales. “La aplicación de la censura a los libros americanos –como lo anota Juan Friede– no procedía del carácter herético de estos libros [...] sino de la referencia a los temas candentes que preocupaban a la Corona Española: cuestiones de conquista, justicia o injusticia de la guerra librada contra los indios, derechos del Rey y de los conquistadores, esclavitud indígena, crueldad de los conquistadores” (citado en Bernardo Tovar, La Colonia en la historiografía colombiana, La Carreta, Bogotá, 1990, p. 28); y se agregaría la actitud “preventiva” de que en América se difundieran las “peligrosas” doctrinas antirregalistas que a partir del siglo xvii fueron propagándose por cuenta de autores escolásticos jesuitas y dominicos.

165 Ariza, Los Dominicos en Colombia, tomo 2, Op. cit., p. 1456.

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Los grados y eventos académicos

Aparte de estos esfuerzos académicos-ideológicos, los dominicos aprovechaban su privilegio para otorgar grados para convertir a cada uno de los graduandos en aliado suyo dentro de la tradicional compe-tencia con los jesuitas (que también hacían lo mismo con el Colegio de San Bartolomé y la Universidad Javeriana) y en la medición de fuerzas que periódicamente se hacía con las autoridades episcopales.

Las ceremonias de grado eran sumamente pomposas y constituían todo un acontecimiento social, una oportunidad para demostrar el prestigio que los grados recibidos conllevaban; tal vez fue una de las cosas mejor reglamentadas. Tales actos, sobre todo los correspondientes a los grados mayores166, generalmente ocurrían en el salón de gra-dos de la Universidad o, si la afluencia del público lo ameritaba, en la Iglesia de Santo Domingo167, uno de los espacios más utilizados para todo tipo de actos públicos hasta mediados del siglo xix. A los grados se convidaba a las “personas principales de la ciudad”, y al conferirlos se seguía el orden de antigüedad y escalafón del título. También había mayor etiqueta cuanto más alto era el grado que se recibía. El recinto se adornaba con flores, cintas, pendones; había, además, actos literarios, comedias y representaciones musicales en los intermedios.

Los eventos académicos que realizaba la institución también se inscribían dentro de esta sociedad de las jerarquías. En la Nueva Granada desde épocas tempranas se originó la costumbre de realizar “conclusiones”, al finalizar el año escolar, por parte de los colegios y universidades, en las cuales se hacía gala ante el público de las dotes retóricas e intelectuales de los mejores estudiantes de las institucio-nes. Estos actos, de rigurosa etiqueta, duraban varios días, alrededor de una semana, y se realizaban generalmente durante los meses de mayo y julio, aunque podían variar a otras fechas.

166 Los grados menores eran los de Bachiller y Licenciado (en artes, teología, leyes civiles y canónicas). Los mayores eran los de Maestro (en filosofía, leyes y cánones) y Doctor (en teología, leyes y cánones).

167 Los grados menores se daban en la sala de grados del Colegio-Universidad.

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Las conclusiones de la Universidad Santo Tomás eran presididas por el rector. Todos los asientos del personal que asistía estaban determinados por un riguroso principio jerárquico. Nadie podía faltar. Si un graduado se excusaba por tres veces, debía ser excluido en el futuro de este tipo de actos; era formalmente desincorporado de la Universidad168. La ubicación de los invitados también seguía la lógica orientada en principios de antigüedad y prestigio. En los actos ofrecidos por la institución tomista, en primera fila debían estar, además del arzobispo, el presidente o virrey y los dos cabildos (secu-lar y eclesiástico), los representantes de la Universidad Javeriana, y enseguida los del Colegio de San Bartolomé, el Colegio del Rosario y, finalmente, los demás colegios menores. Si la institución que ofrecía el acto académico era la Javeriana, en primera fila se colocaban los representantes de la Tomista (por lo cual se le reconocía su puesto de universidad más antigua), y, asimismo, esta tenía el primer turno para replicar a lo expuesto por los estudiantes y profesores169.

Pronto, la rivalidad institucional entre la Universidad Javeriana y el Colegio San Bartolomé –que funcionaban en la práctica como una misma institución– con los similares de Santo Tomás y el Rosario hizo de estos eventos un verdadero “campo de batalla”, ocasión para disgustos y hasta pleitos.

Nótese que en una capital escasa de diversiones y con dificultades para comunicarse con el resto del mundo, los actos académicos eran importantes, no tanto por lo “académicos” o por el aporte que se hiciera a la erudición, sino por la oportunidad que representaban a cada participante para “mostrarse” y competir en estatus. Cada uno de los asistentes iba engalanado con las insignias que había tenido y ganado; cada detalle era tenido en cuenta: si se rociaba con hisopo y agua bendita, si se ofrecía incienso, si se hacían gestos particulares, etc. La forma de ubicarse en una reunión social o académica era otra demostración de este complicado sistema de jerarquías que atrave-

168 Guillermo Hernández de Alba (ed.), Documentos para la historia de la educación en Colombia, tomo iii, Patronato Colombiano de Artes y Ciencias, Editorial Kelly, Bogotá, 1976, p. 102.

169 Báez, Op. cit., tomo x, p. 130.

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saba la vida de los colegios: los de orden antecedían a los colegiales, los graduados a los que no lo eran, los teólogos a los canonistas, los canonistas a los legistas y estos a los filósofos; los filósofos a los gramá-ticos; y en caso de igualdad, los más antiguos del colegio antecedían a los nuevos. Así, el Convento del Rosario y su Colegio Santo Tomás contribuían a través del sistema educativo, las ceremonias de grado y los certámenes académicos, a mantener, y aun aceitar, los rasgos jerárquicos y excluyentes en que se basaba el sistema colonial.

Finalmente, se contribuía a la creación de una elite interna dentro de la comunidad conventual y de la provincia dominicana misma. Un fraile que quisiera sobresalir, estudiaba desde temprana edad la gramática latina, más o menos hasta los quince años. A los dieciséis, este religioso tomaba hábito, y profesaba a los diecisiete o dieciocho. A partir de entonces, si sus cualidades lo ameritaban, los superiores lo enviaban al colegio a estudiar la filosofía y la teología. En la pri-mera, permanecía unos tres años, tiempo en el cual sustentaba dos actos de conclusiones públicas, uno de lógica y otro de metafísica. Los estudios de teología duraban entre tres y cuatro años. Durante este tiempo, el religioso sustentaba otras conclusiones públicas, y si le iba bien, una vez era ordenado sacerdote (entre los veinticuatro y los veinticinco años aproximadamente) se le concedía presentarse a concurso para tomar, primero, alguna cátedra de filosofía, y luego de teología. Un fraile de estas características pronto llegaba a tomar cargos de responsabilidad dentro del convento, el colegio y la provin-cia, con posibilidades de influir incluso en otros sectores distintos a la orden religiosa específica, tal como ocurría con los religiosos que eran nombrados en cargos relacionados con funciones consultivas y de peritazgo en la Inquisición (calificadores del Santo Oficio) y en los obispados (secretarios de obispos, examinadores, visitadores) sin hablar de aquellos que lograran ocupar alguna mitra.

Conclusión

Es imposible para el caso colonial hispanoamericano hablar de un único comportamiento, de una única ética, de un único hacer, extra-polando situaciones del siglo xvi al siglo xvii o al xviii, como suelen

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hacer algunos “generalistas” de las historias de la Iglesia Católica en América Latina. Un claro ejemplo es el tema de la evangelización: de aquel proyecto carismático, utópico, radical y hasta mesiánico trazado por la primera generación de doctrineros y evangelizadores, quedaba muy poco a fines del siglo xvi; el mismo discurso de defensa de los indígenas había sido reinterpretado (como se hace siempre con los temas que generan compromisos), de modo que llegó a significar la defensa del derecho del indígena a ser evangelizado de manera “pa-cífica”, es decir, sin sufrir maltrato físico visible, sin ser asesinado y sin padecer la expropiación de su sustento; pero no fueron excluidas prácticas como el castigo físico, la reprimenda, el azote y similares, para los indígenas desobedientes o renuentes a ser cristianizados.

En un comienzo y durante poco tiempo –una generación de frai-les– fueron los indígenas quienes recibieron la atención y el interés primordial de la comunidad dominicana. A fin de cuentas, su presen-cia en la región y la fundación del convento en Santafé se justificó inicialmente bajo la premisa de evangelizar a la población autóctona, misión surgida por iniciativa propia de los dominicos, pero luego también por mandato real. Sin embargo, dadas las dificultades que atravesó el proceso (problemas para hacerse entender, distancias, persistencia de las religiones locales, choques con los encomenderos, con los obispos, disminución progresiva de la población indígena) y otras posibilidades comenzaron a vislumbrarse y otros sectores de la sociedad se convirtieron en objeto de interés para los frailes. No hay que olvidar que la evangelización estaba integrada a un proyecto de conquista y dominación, que beneficiaba a la población española que migraba en buen número hacia América y a sus hijos nacidos en las nuevas tierras. Los mismos frailes eran beneficiados por ese proyecto y también eran agentes del mismo.

Por ello, cedieron a las presiones que ejercían los encomenderos y otras elites hispano-criollas de la ciudad y la región, y la confron-tación que antes existía con ellos se transformó en una alianza, un pacto basado en un modelo corporativista que permitió que dichas elites dominaran sobre el resto de la sociedad, a cambio de beneficios

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materiales e inmateriales. Los dominicos, entonces, claudicaron en el ideal inicial por el cual habían llegado al Nuevo Mundo, en beneficio de una mentalidad más pragmática, “adaptada” a las condiciones que el medio les impuso. Así, se articularon al sector social dominante, ayudando a configurar una organización social apropiada para este y función suya.

En síntesis, el Convento sirvió a los propósitos de dichas elites (otor-gó prestigio, formación académica, facilitó la cohesión como grupo y justificó ideológicamente al régimen); y, a su vez, en intercambio, las elites sostuvieron al Convento, integraron sus filas, aportaron sus bienes, le dieron seguridad jurídica y lo apoyaron en sus conflictos internos o externos.

Puede decirse, entonces, que el Convento del Rosario se articuló muy bien a un sistema de “clientelismo” con la población criolla y las au-toridades que garantizó su supervivencia y poder. Este es definido por algunos autores como una “forma de reciprocidad asimétrica e interpersonal entre agentes que por el hecho de poseer un estatus so-cial similar intercambian recursos (fuerzas productivas, rentas, poder político, contenidos ideológicos) con objeto de conservar o mejorar sus posiciones económicas y políticas. Estos vínculos se explicarían en último extremo por una estructura económica que determina la posición objetiva de quienes la protagonizan”170.

El elemento del enlace que garantizó este intercambio entre los crio-llos y el Convento fueron las corporaciones religiosas. El Convento alentó y sostuvo la religiosidad de las elites criollas (la “religión de los ricos” como la llama un autor)171 por medio de las cofradías (como la del Rosario), hermandades (como la Tercera Orden), beaterios (beatas dominicanas) y el monasterio femenino de Santa Inés de Montepul-ciano. A través de estas corporaciones se propagó –ya no sólo entre las elites sino en toda la población– una serie de prácticas religiosas con alta influencia barroca en las cuales, por una parte, tuvo un lugar

170 Izquierdo Martín, López García y Martín de las Mulas Reguillo, Op. cit., p. 151.

171 Calvo, Op. cit.

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destacado lo sensible y lo emotivo172, y por otra, se generó una lógica de intercambio de bienes materiales por espirituales: el creyente cumplía una serie de ritos, donaba una cierta cantidad de dinero o bienes y a cambio recibía garantías para, en la otra vida, disminuir las penas del purgatorio y acelerar su paso al paraíso celestial.

Las capellanías eran el principal medio con el cual se generaba esta “economía de salvación”, en palabras de Asunción Lavrin173. Gracias a las capellanías, el Convento asumió un importante papel econó-mico, al adquirir una gran cantidad de bienes muebles e inmuebles que empleó para su sostenimiento y para la construcción y refacción de su edificio y de su iglesia. El Convento sacaba provecho de las capellanías a partir de préstamos hechos bajo censo redimible, con-virtiéndose en entidad rentista y crediticia, en una época y medio en los que no existían los bancos.

Las corporaciones tenían además otros fines: reunían a personas de un mismo nivel social e intereses, creaban lazos de fraternidad entre ellos y los concentraba en proyectos comunes, todo lo cual facilitaba la cohesión de los hispano-criollos como grupo y los separaba de los demás grupos sociales, sobre quienes se había establecido un pro-longado pacto de dominación.

Dichas corporaciones permitían el acercamiento del Convento con las familias pertenecientes a los grupos dominantes, quienes su-ministraban buena parte de los miembros a la comunidad conven-tual, convirtiéndose así en su principal “cantera vocacional”. Esto se facilitaba además debido a las leyes de segregación por origen familiar, que impedían el acceso a la profesión religiosa –salvo ex-cepciones– a indígenas, negros y mestizos. Eran los padres quienes decidían que sus hijos menores formaran parte de las filas de la co-munidad religiosa, llevándolos allí a edad muy temprana, de modo que toda su formación, incluyendo la básica, se realizaba al interior

172 Tal vez el principal aporte dominicano a la religiosidad popular fue la propagación del culto a la Virgen del Rosario, y, a través de este, del rezo del rosario. Aún el santuario mariano más importante del país está dedicado a esta Virgen, que gracias a un proceso de adaptación local, asumió el sobrenombre de Virgen de Chiquinquirá.

173 Lavrin, “Cofradías novohispanas: economías material y espiritual”, Op. cit., p. 49.

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del Convento. Esta vinculación a las familias de las elites locales y las barreras puestas a otros grupos sociales para que se integraran al Convento, hicieron que la población del mismo estuviera compuesta fundamentalmente de criollos y –en menor medida– de peninsulares. Los mestizos y algunos indios fueron admitidos generalmente, y en algunas épocas, como religiosos donados, especie de servidores que no hacían profesión religiosa, pero que vivían en el mismo régimen disciplinar que los demás.

Así, la comunidad conventual reprodujo internamente la jerarquiza-ción social existente en la sociedad externa: en los cargos y títulos principales generalmente estaban miembros de las familias más importantes de la ciudad y la región, quienes prácticamente estaban predestinados a ocupar dichos puestos desde el momento de su in-greso al Convento.

En lo político-ideológico, dado que no había un poder efectivo total de los agentes político-sociales sobre la población, la alianza con la institución religiosa se volvía fundamental. En este sentido, el Con-vento del Rosario de Santafé y las corporaciones bajo su influencia contribuyeron a consolidar el orden y sostener el régimen. Se aportó entonces tanto el “discurso ideológico imprescindible” para fortalecer el sistema político, como las organizaciones y recursos necesarios para asentar las bases del orden social.

El Convento dominicano se valió a su vez del Colegio y Universidad Santo Tomás para mantener una influencia sobre la educación y el aparato ideológico, que iba desde la formación de párvulos hasta la enseñanza universitaria. Por una parte, formó a sus propios miembros a través de una ratio studiorum fundamentada en un escolasticismo ortodoxo. También, a través de la alianza con el Colegio Mayor del Rosario, institución fundada en 1653 por un arzobispo dominico, se encargó de expandir sus principios ideológicos a laicos y clérigos seculares que acudían a dicho colegio. Estos principios pregonaban la obediencia al rey y a las autoridades, el orden, la estabilidad y el respeto a la organización social vigente. No hay pruebas contundentes que demuestren que los dominicos como grupo se hayan opuesto al

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sistema; por el contrario, lo defendieron aun en sus escritos. El com-portamiento de la generalidad de los frailes también fue de respeto y sumisión a las autoridades civiles.

Otro elemento importante de la influencia de los dominicos del Con-vento del Rosario sobre la educación fue su función en el otorgamiento de títulos universitarios, en cuyo monopolio lucharon arduamente con la Compañía de Jesús. Tal rol, hizo que el mencionado Colegio Mayor del Rosario, el de San Buenaventura (franciscano), el de San Nicolás (agustino) y otras instituciones, incluyendo conventos de regulares que poseían estudios generales, debieran acudir a la Universidad Santo Tomás a obtener su grado y dependieran de esta para conseguir el reconocimiento público de sus egresados. Luego, tras la expulsión de los jesuitas en 1767, la universidad de los dominicos se quedó nada menos que con el privilegio exclusivo de otorgar los grados, de modo que el “radio” de acción se amplió también al Colegio San Bartolomé, antigua institución jesuítica. Las sesiones de grado o las exposiciones públicas académicas –llamadas tremendas– eran fundamentalmente una oportunidad para resaltar ante los demás el prestigio conseguido y el lugar que se ocupaba en una sociedad de jerarquías.

Esta compleja y activa interacción fue decisiva para el rostro que tomó la sociedad colombiana entera: jerarquización, segregación (según criterios familiares, étnicos y de clase), elitismo y clientelis-mo; un sistema en el cual unos y otros se inscribieron a lo largo de la historia, y que, pese a los avatares del tiempo, parece mantenerse. Sin embargo, el estilo de evangelización practicado y las expresiones religiosas propagadas ayudaron a conferir a esa misma sociedad una profunda piedad mariana, un estilo de vida signado por el barroco y un espíritu presto a la fiesta y a la celebración.

Por otra parte, la comunidad dominicana establecida en la Nueva Granada comenzó a experimentar lo que Raymon Hostie174 denomina las primeras etapas de un “ciclo de vida”, que partió del estable-cimiento de la orden y concluyó con su disolución tres siglos más

174 Raymond Hostie, Vie et mort des ordres religieux, Desclée de Brouwer, Paris, 1972.

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tarde. La comunidad de frailes era activa, fogosa y creativa al iniciar la empresa evangelizadora. Pronto, al producirse el acomodamiento al sistema colonial, la actividad se volvió rutinaria y sobrevino un estancamiento, algo visible ya en el siglo xvii. Su perfecta adaptación al sistema colonial, su poder y sus privilegios, llevaron a la comunidad dominicana a su debilitamiento interno y a una falta de respuesta cuando, a partir de finales del siglo xviii, comenzaron a cambiar las condiciones que la habían favorecido.

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5Mirada filosófica al hecho religioso

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Variaciones de la experiencia del mal en la cultura occidental*

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1. Introducción

Jeffrey Burton Russell inicia su libro El príncipe de las tinieblas con estas palabras:

El mal se experimenta directamente y de ese modo se lo intuye. Una joven es golpeada, un viejo asaltado, un niño violado, un terrorista hace estallar un avión en el aire, una potencia bombardea una población civil. Aquellos cuya mente no ha sido deformada por una locura personal o social, deberían responder ante esos actos con inmediata y justificada indignación. Nadie puede entretenerse en consideraciones abstractas de ética filosófica mien-tras ve cómo se golpea a una criatura. Porque en el nivel fundamental, el mal no es abstracto. Es concreto y tangible1. [Las cursivas no hacen parte del texto original.]

¿Es malo golpear a una mujer o asaltar a un viejo, o violar a un niño?, ¿puede haber casos en que golpear a una mujer no sea un acto de maldad, en qué casos sería lícito y justificable hacer esto?

* Ponencia que hace parte del proyecto de investigación: Los evangélicos y su participación política en la Constitución de 1991, apoyado por la Universidad de San Buenaventura Bogotá. Ponencia presentada en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad organizado por aler, Bogotá, 7 al 11 de julio de 2008.

** Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia y estudiante de la Maestría en Filosofía de la misma universidad. Docente investigador del Centro Interdisciplinario de Estudios Humanísticos - cideh y miembro fundador del Grupo Interdisciplinario de Estudios sobre Religión, Sociedad y Política de la Universidad de San Buenaventura Bogotá.

1 Jeffry Burton Russell, El príncipe de las tinieblas, Editorial Andrés Bello, México, 1991, p. 15.

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Las preguntas suponen que el mal es relativizable de acuerdo con un contexto determinado. Pero la forma de los ejemplos citados por Russell excluye estas preguntas. Para él, el mal no depende de otra cosa que no sea el acto mismo, y por lo tanto sólo el acto presente nos permite intuir el mal (que es concreto y tangible) a partir de la experimentación directa. En ese sentido, no podemos dudar del mal, no podemos especular sobre él; el mal no es algo que pueda ser representado. Sin embargo, aun cuando aceptemos que ciertos actos son malos sin discusión, debemos hacernos la pregunta de qué hace que esos actos sean malos, qué nos enseñan sobre el mal, y en últimas cuál es su significado. Pero como el mismo autor nos advierte que no debemos hacer consideraciones abstractas, estos actos no nos pueden enseñar nada, no son simbólicos. Esto es así además porque una reflexión sobre el mal no puede partir de ejemplos concretos, sino que, al contrario, debe proponer un marco general donde esos ejem-plos tomen sentido. Lo que propongo en este trabajo es un marco de comprensión que contribuya a atribuir sentido a ciertas experiencias asociadas con el mal en nuestra tradición cultural.

Determinadas imágenes contenidas en los mitos, en la pintura y en la literatura nos permiten participar de la experiencia del mal, pero estas imágenes están inscritas en distintos modos de pensamiento y responden a contextos sociales específicos. Esto, sin embargo, no significa que lo que se entiende por el mal sea relativo a una épo-ca y una cultura particular. El cambio en la comprensión del mal a través de la historia no implica una radical transformación de los valores éticos y morales en las diferentes épocas, más bien establece un diálogo continuo en la comprensión de este aspecto esencial de la vida humana. El mal no se inscribe necesariamente en el plano de las reglas morales de una sociedad (la reflexión sobre el mal no necesariamente es una reflexión moral) sino que las trasciende, las antecede, y en últimas participa de un plano superior en el que el ser humano se enfrenta consigo mismo y con su propia concepción como ser humano. Según dice Sichere:

Si la experiencia humana del mal se da sólo a través de los códigos de una cultura determinada, tal experiencia no deja por eso de contener una inva-riante, que es el enigma mismo, lugar de enfrentamiento del sujeto humano

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con la opacidad de algo real irreductible, un horror y una angustia que es lo que Lacan en uno de sus seminarios llamó la “Cosa”, que es a la vez límite inferior de toda subjetividad, amenaza interna a la cohesión psíquica del sujeto y persistencia de algo real resistente a toda simbolización pero que es preciso, sin embargo, capturar con la red sabia de los signos2.

Más que ilustrar ciertos momentos del desarrollo histórico de las imá-genes del mal en la cultura occidental quiero mostrar lo que algunas de esas imágenes nos comunican. Con este propósito, parto de la idea de Wittgenstein de que la comprensión de una imagen simbólica se basa menos en la explicación histórica, en la explicación de sus orígenes o de sus causas, que en el esclarecimiento de su significado3. La com-prensión de la imagen se hace posible mediante una descripción que permite establecer vínculos entre nuestra experiencia y la impresión que nos produce la imagen, de modo que podamos compartir nuestras experiencias. De esta manera la simbolización del mal nos permite tener una experiencia del mal, y mediante esta experiencia no sólo podemos intuirlo, sino que podemos tener una comprensión profunda de él4.

Mi hipótesis es que las imágenes del mal nos permiten tener una ex-periencia en un nivel simbólico, participar del mal, y esta experiencia es necesaria para la comprensión de nosotros mismos y de nuestros semejantes. Aquí debo hacer una aclaración: hay una diferencia fun-damental entre la experiencia que nos transmite la imagen del mal y experimentar el mal directamente. Además es necesario distinguir entre tres formas de experimentar el mal directamente: la primera como observador, la segunda como victimario y la tercera como vícti-ma. Para cada uno de los tres casos haría falta un análisis específico que no es pertinente en esta exposición. En términos generales la experiencia simbólica del mal se diferencia de su experiencia directa porque, como se ha dicho, el mal concreto y tangible no es de tipo simbólico5. La experiencia directa del mal en la vida de un individuo es un acontecimiento que puede ser entendido como radical en tanto que puede traspasar los límites de su angustia y llevarlo a la destrucción,

2 Bernard Sichere, Historias del mal, Gedisa, Barcelona, 1996, p. 18.

3 Avishai Margalit, Ética del recuerdo, Herder, Barcelona, 2002, p. 96.

4 Ludwig Wittgenstein, Comentarios sobre La rama dorada, unam, México, 1997, p. 13-23.

5 Cfr. Margalit, Op. cit., p. 96.

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esto es, a la condenación, la locura o la muerte. Esto, siguiendo a Sichere, es lo que entiendo por mal radical:

La cuestión del mal, formulada como cuestión del mal radical, es filosófi-camente una buena cuestión y una cuestión fecunda, por cuanto nos lleva a la extremidad del sujeto, al extremo de lo que para el sujeto es posible soportar y pensar. No es una cuestión “subjetiva” ni una cuestión “objetiva”: el mal, como mal radical, surge paradójicamente como la evidencia de algo extraño y amenazador que el sujeto experimenta y que desde el interior lo quebranta hasta el punto de arrancarlo de su propia cohesión6.

No podemos referirnos a la experiencia del mal radical, pero podemos buscar su intuición en la experiencia simbólica del mal, es decir, en sus imágenes míticas, pictóricas y literarias.

Me propongo hacer un recorrido por cuatro momentos de la presen-tación simbólica del mal con el objeto de aproximarme a algunas de las formas en que se ha concretado esta experiencia. En primer lugar me refiero a la tradición cosmogónica de algunas culturas de Oriente Próximo, como los egipcios, los mesopotámicos y los ira-nios. En segundo lugar retomo las imágenes del mal en la tradición judeocristiana. Posteriormente analizaré imágenes pictóricas de los llamados pintores teólogos, como El Bosco y Grunewald, que en los siglos xv y xvi desarrollaron el simbolismo del mal en torno al tema de la tentación. Por último dirigiré mi atención a la experiencia del mal en la literatura moderna, en la cual se expresa con mayor libertad la “figura rebelde de la subjetividad”7.

2. El cosmos, el caos y el mito del combate

En las culturas anteriores a la tradición judeocristiana, entre los egipcios y los mesopotámicos, el bien y el mal se mostraban como la confrontación violenta de dos potencias cósmicas: el cosmos y el caos. Lo que acontecía en el cielo se reflejaba de igual forma en la tierra, en el mundo social y personal.

6 Sichere, Op. cit., p. 19. Las cursivas hacen parte del texto original.

7 Ibíd., p. 186.

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La vida humana estaba a merced de las fuerzas de la naturaleza, fuerzas que se expresaban como potencias divinas. La regularidad en las estaciones, en las inundaciones y en las cosechas era una expresión del orden universal, y cualquier alteración se veía como una amenaza a este orden. Para los egipcios, por ejemplo, el cosmos “reflejaba una experiencia generalizada de la naturaleza de las cosas”8; el caos se definía por negación del mundo presente. Tanto dioses como seres humanos compartían rasgos en común, y debían su existencia al principio universal del cosmos llamado maat. Esta palabra también se utilizaba para designar las reglas del gobierno y del Estado, la justicia, la armonía y la regularidad de la sociedad y la naturaleza. Era el principio conservador9.

El principio que representaba lo opuesto a la maat se llamaba isfet, que se traduce por falsedad e injusticia. Este “denotaba cualquier cosa que contraviniera la rectitud del mundo, y era una fuerza con la que había que contar”10. “La maat [principio de armonía] se ha-llaba bajo la amenaza de seres monstruosos que eran encarnaciones del isfet”, cuyo líder era Apofis, serpiente gigantesca y con aspecto de dragón11. Apofis era una encarnación del caos primordial: “Cada anochecer y cada amanecer los dioses luchaban contra la serpiente en los confines del caos y el mundo ordenado, pero [la serpiente] jamás era destruida, era inmortal. El mundo y los dioses tenían un inicio, pero el caos no, ni tampoco los monstruos del caos. Lo único que podía hacerse era mantenerlos a raya”12.

Esta guerra tenía su contrapartida en el mundo social y personal. Lo que amenazaba a la sociedad egipcia, ya fueran fuerzas exteriores, como otros pueblos guerreros, o fuerzas internas, como revoluciones sociales, se veía como una amenaza, como una manifestación del caos. Las victorias en la guerra y la conservación del orden social

8 Norman Cohn, El cosmos, el caos y el mundo venidero, Crítica, Barcelona, 1995, p. 17.

9 Ibíd., p. 21-23.

10 Ibíd., p. 33.

11 Ibíd., p. 34.

12 Ibíd., p. 35.

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eran una forma de afirmación de la maat. Había espíritus benévolos que protegían a cada persona, y eran expertos en la lucha contra los espíritus malévolos o demonios que eran portadores de la enfermedad y la muerte13. Así se expresaba la lucha entre el cosmos y el caos tanto a nivel individual como social y cósmico.

Esta mentalidad también determinaba la concepción de la vida des-pués de la muerte. Los que habían vivido de acuerdo con la maat podían aspirar a una vida después de la muerte en el paraíso de Osiris. Los que habían vivido de acuerdo con el isfet eran asociados con el monstruo Apofis, sufrían una “segunda muerte”14: “El caos, imaginado a veces como una oscuridad aterradora, otras como un mar de fuego, y aun otras como un cocodrilo demoníaco que todo lo devoraba, los engullía”15.

Para los pueblos mesopotámicos, sumerios y acadios, la lucha contra la naturaleza, la guerra contra numerosas tribus nómadas sirioárabes, las invasiones y conquistas de pueblos extranjeros como los persas, y las constantes luchas entre las distintas ciudades-Estado, hicieron que la vida fuera mucho más imprevisible que para los habitantes del país del Nilo. Esto significó para el pensamiento mítico que el cosmos estaba siempre amenazado por fuerzas muy poderosas del caos. Los dioses y diosas del panteón mesopotámico que representa-ban aspectos de la naturaleza se encargaban del orden del mundo en todos sus aspectos16. El templo, el Estado y el rey eran la encarnación del orden celestial en la tierra. El principio del orden que denotaba rectitud, corrección, verdad y justicia era representado por el Carro del Sol, “aquel al que no se oculta secreto alguno”17.

Las constantes guerras e incertidumbres impregnaron la mitología mesopotámica con lo que se conoce como el “mito del combate”, una clase de mito que explica cómo un dios defiende el universo ordenado

13 Ibíd., p. 38-39.

14 Ibíd., p. 42-43.

15 Ibíd., p. 43.

16 Ibíd., p. 47.

17 Ibíd., p. 49.

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contra las fuerzas del caos. El mito del combate describe la lucha cós-mica entre los grandes dioses, que por lo general se muestran como guerreros contra demonios o monstruos del caos18. Muchas veces es-tos demonios son en principio criaturas benévolas o dioses poderosos que por envidia o ambición, o simplemente porque son inescrutables, quieren convertirse en soberanos de todos los dioses o desean destruir el mundo ordenado. Es probable que este mito narre las luchas entre las grandes ciudades-Estado por el poder en la región; pero además el mito tiene otros propósitos: contar como se venció al caos, cómo se creó el mundo ordenado, y cómo se estableció el gobierno monárquico en la tierra. Asimismo, la derrota en la guerra o las catástrofes naturales se explicaban por la pérdida del poder del dios soberano, y esto sig-nificaba que el pueblo al que el dios protegía no había cumplido con sus obligaciones, no había hecho los sacrificios suficientes o no había celebrado los ritos correctamente. En este sentido los acontecimientos de la tierra reflejaban los acontecimientos acaecidos entre los dioses.

A un nivel personal la lucha entre los principios cósmicos tiene una misma correspondencia. Detrás de cada acto individual operan di-chos principios: “no es tanto el agente el que explica el acto, sino más bien el acto el que manifestando posteriormente su significación auténtica, vuelve sobre el agente”19. Por lo tanto, no había forma de evitar esta lucha. No se pecaba, se infringían tabúes que debilitaban las fuerzas del cosmos.

Es claro que el mal se concebía dentro de esta tradición mítica como las fuerzas que amenazaban a la sociedad. Cualquier cosa –como una revolución– que amenazara la monarquía, o que intentara subvertir la organización social entre los poderosos y el pueblo o atentara contra las leyes y el gobierno establecido, era vista como fuerzas del caos. Las guerras contra los otros pueblos eran expresadas como la lucha cósmica entre los poderes del cosmos y el caos; y de esta misma forma se entendían las catástrofes naturales y las fuerzas de la naturaleza, que bien podían traer beneficios a los hombres –como las lluvias y las

18 Ibíd., p. 57.

19 Jean Pierre Vernant y Pierre Vidal Naquet, Mito y tragedia en la Grecia antigua, Paidós, Barcelona, 1992.

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inundaciones periódicas–, o podían traer el hambre y la muerte –con las tormentas o las sequías–. La naturaleza era moral y las acciones humanas estaban inscritas en esta forma de moralidad, cualquier cosa que los hombres hicieran o dejaran de hacer podía amenazar el equilibrio del orden cósmico:

Cada persona desempeñaba una función determinada en la sociedad, fun-ción adecuada al lugar que ocupaba en el escalafón social. Se esperaba que cada persona se consagrara con ahínco al desempeño de su función, ya que ello constituía un modo de afirmar que el mundo estaba en orden. Si uno no cumplía con su deber, el funcionamiento del cosmos correría peligro20.

En el pensamiento mítico de estos pueblos, la idea de que el combate sería resuelto en una lucha final no tenía cabida. El cosmos siempre estaría amenazado por las fuerzas del caos, eternamente.

Un de los grandes cambios en la concepción del mal surgió con el profeta iranio Zoroastro. Su pensamiento aportó dos grandes ideas que pervivirían21 en la tradición judeocristiana: la proclamación de Ahura Mazda como el dios único, sabio y bondadoso, creador de todo (sin llegar a constituir una religión monoteísta), y la concepción de un tiempo histórico en el que el mundo y la vida humana tenían un propósito, se dirigían hacia un estado en que las fuerzas del caos no tendrían cabida. Esto no implicaba que el mundo no se viera ame-nazado por las fuerzas del caos: Ahura Mazda tenía un antogonista, Angra Mainyu, la encarnación del mal activo22. El pensamiento cosmogónico de Zoroastro no se preocupaba tanto por la naturaleza de las cosas, sino por la finalidad de la creación. Su concepción del cosmos tenía un carácter profundamente moral que se expresaba en la doctrina final de la derrota de las fuerzas del caos, de Angra Mainyu.

Parte del mito nos cuenta que al principio existían dos espíritus pri-marios, “gemelos por hallarse siempre en conflicto. Son dos entes

20 Cohn, Op. cit., p. 82.

21 Aquí no hago referencia a ninguna hipótesis causal ni genética de las ideas judeocristianas. Simplemente identifico algunos elementos que pueden servir para la comprensión de ciertas ideas o de ciertas imágenes.

22 Ibíd., p. 98.

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separados en pensamiento, palabra y obra; el bien y el mal”23. Ahura Mazda y Angra Mainyu al principio se vieron obligados a escoger entre los dos principios. El primero, por su naturaleza moral, optó por respaldar el bien, el principio del orden que mantenía el cosmos, y el segundo por su perversidad moral escogió el mal, las fuerzas que intentaban socavar el cosmos. El pensamiento zoroástrico le daba una importancia central al acto de libre elección de los hombres, quienes al igual que los espíritus gemelos debían escoger entre el bien y el mal. Sin embargo, la elección libre no se puede entender en términos modernos como el ejercicio racional que realiza un sujeto, tampoco podemos decir que las personas que escogían el bien tenían una natu-raleza buena y las que escogían el mal eran naturalmente perversas. El bien y el mal eran externos a los hombres; estos, al cumplir con un conjunto de reglas de comportamiento y prácticas rituales, apoyaban y fortalecían el cosmos. Si no cumplían con estos preceptos, significaba que los demonios y los espíritus del caos estaban ganando la lucha cósmica. De nuevo la guerra cósmica entre el bien y el mal tenía su contrapartida en la vida de los hombres.

Si las personas habían vivido de acuerdo a los principios éticos que promulgaba el zoroastrismo, podían aspirar a alcanzar el cielo. En el pensamiento de Zoroastro, el mundo vivía en un “tiempo limita-do”, el tiempo de la lucha constante entre el cosmos y el caos. Pero la fuerza de su pensamiento radicaba en la idea de que ese tiempo pronto acabaría, el mundo sufriría una transformación radical en la que las fuerzas del caos iban a desaparecer. Era el momento del juicio universal, las almas de los hombres que habían vivido de acuerdo con la ética zoroástrica renacerían en un paraíso universal, las que no, sufrirían una segunda muerte, se consumirían en metal fundido.

3. El mal en la tradición judeocristiana

Los israelitas, en los inicios del primer milenio antes de Cristo, proclamaron a Yahvé como el único Dios y condenaron cualquier forma de politeísmo. Comenzó así una nueva concepción del bien y

23 Ídem.

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del mal y en la historia de la humanidad. Como hemos visto, el mito del combate mostraba la confrontación de dos potencias cósmicas: “cuando un pueblo sufría derrotas militares tan estrepitosas y una subyugación política tan absoluta, se extraía la conclusión obvia, es decir, se colegía que el dios patrón propio era más débil que el dios patrón del conquistador”24. Este pensamiento dio paso a una nueva teodicea: ¿cómo explicar el infortunio y los sufrimientos que sufría el pueblo de Israel si ya no eran obra de un dios diabólico? Los ma-les que sufría el pueblo eran una prueba de la justicia y el poder de Yahvé, sucedían porque Dios así lo quería en tanto que los hombres reincidían una y otra vez en la apostasía, es decir, negaban que Yahvé era el único. Los israelitas eran el pueblo elegido por Dios y el mal era interpretado como el castigo que Yahvé infligía a su pueblo por quebrantar el pacto.

La larga historia de esclavitud y humillaciones que sufrieron los israelitas permitió que se configurara la idea profética de la reden-ción, según la cual vendría el tiempo de un nuevo orden instaurado por Yahvé para aquellos que se hubieran consagrado a él de forma exclusiva. La historia, así, tomaba un nuevo significado que tenía un antecedente en el zoroastrismo25: la lucha eterna entre el cosmos y el caos como realidades permanentes dio paso a la esperanza de la consumación gloriosa en la que todo se arreglaría.

Yahvé es un dios poderoso y un dios guerrero. Es el creador único de todo lo que existe. Esta tradición niega a los dioses de los otros pueblos, les quita su poder y en últimas toda su realidad. El combate no es, entonces, entre dos fuerzas opuestas, sino entre el pueblo ele-gido, que está respaldado por el único Dios, contra las otras naciones del mundo. Y así no habrá ninguna nación que pueda oponerse a la voluntad de Dios para con su pueblo, porque ¿quién puede luchar contra Dios? Así lo muestra el texto de Isaías:

Yahvé saldrá como un héroe,Como guerrero se excita su ardor;

24 Ibíd., p. 160.

25 Ibíd., p. 164-165.

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Lanzará gritos y alaridos,Y se mostrará poderoso como un héroe contra sus enemigos26.

El poder de las naciones de la tierra está representado por el mítico Gog del país de Magog, un poder malvado que se encarna en los pueblos paganos. Así, todos aquellos que no creen en el Dios de Israel se oponen a Él y representan, en últimas, los poderes del caos.

El universo creado por Dios tiene un orden perfecto. Las estrellas, la naturaleza y la humanidad deben seguir el camino que Dios les ha asignado, pues para todo existe un modo correcto de comportamiento. Desobedecer significa revelarse contra el mandato divino, esto es, dejar de ser parte del orden impuesto por Dios, o en otro sentido, cortar con la ética de la comunidad. La ofensa o el pecado es entonces una for-ma del desorden, del caos. Por ejemplo, en el libro de Enoc se cuenta que algunas estrellas rebeldes no obedecieron el mandato divino de elevarse en el momento que les correspondía, y por ello ruedan an-gustiadas sobre el fuego durante diez mil años. De nuevo podemos ver una moralidad que le concierne a todo el mundo natural, hombres, animales y cosas. ¿Qué significa desobedecer, y por qué los hombres y la naturaleza desobedecen el orden impuesto por Dios? Y en últimas, ¿qué significa el mal en este pensamiento? Esta pregunta se empieza a responder mediante la concepción del mal que se resignifica desde el Antiguo Testamento hasta las enseñanzas de Cristo.

En el Antiguo Testamento la idea de una fuerza malvada que se opone a los planes divinos no tiene cabida. La palabra satan no hace referencia a un ser sobrenatural con poderes especiales, un monstruo o animal, sino a un ángel de Dios, esto es, un mensajero divino. Así, satan es el término que designa a uno de los ángeles enviados por Dios para obstruir o bloquear la actividad humana. “La raíz stn significa ‘el que se opone, obstruye o actúa como adversario’ ”27.

En el libro de los Números se cuenta la historia de Balaam, un servidor de Dios. Un día Balaam quiso ir a un lugar que estaba prohibido por

26 Isaías 42: 13. Las citas bíblicas son tomadas de la Biblia de Jerusalén.

27 Elaine Pagels, The Origins of Satan, Random House, New York, 1995, p. 39. La traducción es nuestra.

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Dios, aunque ignoraba esta prohibición. Balaam montó en su mula y partió. Pero la ira de Dios se encendió, y el ángel del Señor se paró en medio del camino como su satan, es decir, como su obstrucción. La mula vio al ángel del Señor con una espada en la mano y tomó por otra ruta. Balaam la golpeó para hacerla volver al primer camino. Esto pasó tres veces hasta que Dios abrió los ojos de Balaam y él vio al ángel que estaba en medio del camino con la espada en la mano. Entonces el ángel del Señor dijo: ¿por qué le has pegado a la mula tres veces? Yo vine a oponerme a ti, porque tu camino es malo a mis ojos, y la mula me vio y si no hubiera desviado su camino yo segura-mente ya te hubiera matado, y la hubiera dejado con vida a ella28. En este relato podemos ver claramente cómo actúa el satan de Dios, y cómo a sus ojos hay ciertos actos de los hombres que son prohibidos, son pecado. No encontramos, por lo demás, una reflexión sobre el acto mismo, esto es, una indagación sobre las razones por las cuales Balaam actúa. De hecho Balaam no sabe que su acto es malo sino a través del enviado de Dios.

En el libro de Job, satan sigue siendo un mensajero de Dios. Pero aquí, a diferencia del relato anterior, toma un papel más contrario, más de adversario. El Satán del libro de Job puede ser entendido de dos maneras: como un agente especial que ronda por el mundo buscando signos de traición o infidelidad entre la gente, o como un adversario que propone a Dios un reto, probar a Job:

Un día en que debían presentarse ante el Señor sus servidores celestiales, se presentó también el ángel acusador entre ellos. El Señor le preguntó: ¿de dónde vienes? Y el acusador respondió: he andado recorriendo la tierra de un lado a otro. Entonces el señor le dijo: ¿te has fijado en mi siervo Job? No hay nadie en la tierra como él, que me sirva tan fielmente y viva una vida tan recta y sin tacha, cuidando de no hacer mal a nadie. Pero el acusador respondió: pues no de balde te sirve con tanta fidelidad. Tú no dejas que nadie lo toque [...] tú bendices todo lo que hace, y él es el hombre más rico en ganado de todo el país. Pero quítale lo que tiene y verás cómo te maldice en tu propia cara. El señor respondió al acusador: Está bien29.

En las dos historias el concepto satan no representa un ser sobrenatu-ral enteramente malo, la palabra satan no se utiliza como sustantivo

28 Números 22: 21-33.

29 Job 1: 6-12.

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sino como adjetivo calificativo: el camino satan de Balaam es el ca-mino contrario a Dios. Y como dice Pagels, algo que no se le puede escapar a la condición humana es que si el camino es malo, lo que obstruye, el satan, es necesariamente bueno30. Esta concepción da paso al mito de la caída. Satán se convierte en el ángel rebelde que cae como el relámpago. En el libro de Isaías encontramos estas palabras:

Cómo caíste del cielo, estrella del día, hijo de la aurora, quién eres tú que caíste a la tierra, conquistador de naciones. Tú dijiste en tu corazón: Yo ascenderé al cielo sobre las estrellas, más allá de las altas nubes [...]. Pero en realidad has bajado a la oscuridad, a lo más hondo del abismo31.

Esta es la imagen que va a pervivir en la tradición cristiana durante dos mil años, y es en el significado de esta imagen donde podemos encontrar buena parte de nuestra concepción del mal. El mito expli-ca de diferentes formas las causas de la caída. Una de las versiones cuenta que los ángeles se dejaron seducir por la belleza de las hijas de los hombres, lo que dio origen al mal en la tierra y a los demonios. La mezcla hizo que los seres espirituales se volvieran impuros y per-dieran su condición. Poco a poco los demonios crearon destrucción y muerte entre los hombres, hasta que Dios decidió encerrarlos en las profundidades de la tierra. Pero uno de los demonios hizo una petición que impresionó Dios: “que algunos demonios pudieran permanecer en la tierra con el fin de corromper y descarriar a los seres humanos. Dios accede a esta petición y permite que los demonios sometan a los hombres a la tentación”32.

Los hombres que estén del lado de Dios y que sigan la Ley podrán mantener a raya la tentación de los demonios. El mito muestra el castigo para aquellos que se dejen seducir: la caída en lo más hondo del abismo, la condenación eterna.

Así, la guerra cósmica entre el bien y el mal se ubica en el individuo –esta idea será fundamental en la concepción del sujeto moderno–. Si bien en este momento el mal es todavía provocado por fuerzas externas, está en las manos del individuo dejar que actúe. En todo

30 Pagels, Op. cit., p. 40-41.

31 Isaías 14: 12-15.

32 Cohn, Op. cit., p. 201.

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caso el mal cobra un significado más preciso vinculado a los actos individuales. Ya sea que la causa de la caída de Satán se interprete como seducción, orgullo o desobediencia, el hombre está sometido constantemente a la tentación, una fuerza externa, y esta tentación se reproduce en su interior como una prueba de fuerza: “Jesús se enzarza en una lucha contra Satán, un Satán tan poderoso que tiene en sus manos todo el reino del mundo”33. La tentación, entonces, es en sí misma la prueba, una prueba terrible que sólo con la ayuda de Cristo podemos superar. Por eso las palabras de Jesús: no nos dejes caer en la tentación, esto es, no nos sometas a la prueba34.

Si Jesús logra superar la tentación de Satán, si gana la lucha cósmica entre las fuerzas antagónicas que se desarrolla en su interior, enton-ces ¿por qué la crucifixión, muerte y resurrección? Porque es a partir de su sacrificio como se expresa la verdadera lucha y derrota de las fuerzas del mal. El sacrificio de Cristo, o el sacrificio de su propio hijo realizado por Dios manifiesta la derrota de la muerte, la muerte de la muerte, y así se instaura con absoluta certeza la esperanza cristiana por la salvación, el renacimiento a la vida eterna de aquellos que no se dejaron vencer, aun cuando se enfrentaron a la prueba final (al igual que Cristo).

4. El mal desde el sujeto

El mal cobra así su significación moderna. Antes el mal se explicaba mediante la guerra cósmica de las potencias del cosmos y el caos, entre dioses que competían por el poder soberano; quien obtenía la victoria representaba el bien e instauraba su propio orden. La historia contada del lado de los vencedores. Ahora, con el mito de la caída de Satán, la concepción del mal se muestra como el significado de una decisión que puede ser entendida como la decisión de un sujeto. Si a partir de este momento podemos ver a Satán como un sujeto, es porque tomó la decisión contraria. Si el ángel hubiera optado por Dios jamás se habría diferenciado de él. Podemos decir que en este momento se crea el mal tal como lo experimentamos nosotros.

33 Ibíd., p. 213.

34 Ibíd., p. 214.

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De nuevo al mito: uno de los ángeles de Dios se rebela contra su Señor, y a partir de entonces existe un principio del mal. Así el mal se con-cibe como la libre elección de un sujeto a quien, al ser “convocado”, se le pide ser fiel a su palabra. Pero este sujeto no obedece y así crea el drama de una falta incomprensible y de un castigo impensable, la condenación eterna. La falta es el castigo. “El drama relativo al hombre, es una repetición del drama desarrollado en el cielo”35. Antes que buscar el significado del fruto prohibido, el significado está en el acto mismo: “Dios tiende su mano y el hombre la rechaza”36.

¿Qué significa que la decisión sea una elección libre, y más aun, qué significa en este contexto la libertad? Ir contra Dios, apartarse de él, decir no. ¿Esto significa a su vez que el hombre tiene un corazón perverso, radicalmente malo? Si nos atenemos a la imagen que nos provee el mito, tanto de Satán como de Adán debemos decir que no. Los dos son creaciones de Dios, en sus orígenes no se puede sospechar ningún principio malo. La clave, de nuevo, está en el acto mismo, y es ahí donde debemos ver el principio del mal, esto es, en que hay decisiones que, al ser tomadas, implican una falta, falta que es, así mismo, un castigo. Es incomprensible que alguien decida cometer un acto-falta, no porque este acto implique un castigo, sino porque es en sí mismo un castigo.

Este proceso nos disuade de considerar el mal como una abstracción. En el libro de Job el mal es la prueba. Job es el hombre justo por ex-celencia. Satán es el opositor, el que pone la prueba con la anuencia de Dios. Lo que se presenta en esta historia es un momento en el cual el individuo es puesto a prueba.

El mal toma aquí la significación de un momento de horror que desborda toda representación y toda justificación, que surge como un momento de angustia que pone al sujeto en el suplicio al enfrentarlo con la mayor de las brutalidades [...]. Lo que dice la historia de Job es que no hay justo que no deba pasar por la prueba del mal radical y que esta prueba supone la angustia. Pero lo cierto es que la angustia debe superarse37. [Las cursivas se encuentran en el texto original.]

35 Sichere, Op. cit., p. 64-65.

36 Ibíd., p. 66.

37 Ibíd., p. 73.

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5. La prueba o los límites de la acción humana

Según esta forma de exponer el problema del mal podemos afirmar cuatro presupuestos. Primero: Dios creó al hombre como una criatura capaz de decidir entre el bien y el mal, es decir, es un ser libre en este sentido. Segundo: la decisión se le propone al hombre en tanto que es puesto a prueba, y la prueba tiene la forma de una tentación que sobreviene como una fuerza externa que él debe resistir. Tercero: esta decisión se expresa como una lucha en el individuo, como un momento de angustia. Cuarto: el hombre es capaz de resistir a la tentación porque, como dice San Pablo, “Él no permitirá que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas”38. Según estos presupuestos debemos afirmar que no existe un hombre intrínsecamente malo.

Pero ¿por qué padece el ser humano un conflicto cuando se le propone escoger entre el bien y el mal? ¿No debería siempre escoger el bien? ¿Qué lo seduce en el mal? El problema de la formulación de estas preguntas es que implícitamente afirman que la decisión se debe tomar entre dos cosas esencialmente opuestas, como si un hombre se enfrentara en su decisión realmente a dos seres, escogiera ser parte de uno de dos ejércitos. El mal radica más en el acto que en lo que se elige; en las posibilidades de la acción humana, en lo que el hombre hace o deja de hacer. Así la cuestión es: ¿qué es el mal sino la seducción de no optar por el bien? Si dirigimos nuestra atención al acto mismo, las imágenes del mal son las imágenes de los límites de la acción humana.

En el arte medieval la imagen del mal muestra lo desnaturalizado, esto es, lo contrario a la naturaleza humana. Como hemos visto, la concepción del mal en el pensamiento cristiano se concentra en el sujeto, y así mismo sucede en las telas de los pintores flamencos y ho-landeses del siglo xv y xvi, como El Bosco y Grunewald39. Sus pinturas

38 Ibíd., p. 103.

39 Para este apartado ver las pinturas de: Lucas van Leyden, Tentaciones de San Antonio; Niko-laus Manuel Deutsch, Tentaciones de San Antonio; Pieter Huys, Tentaciones de San Antonio;

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son una variación constante sobre el tema de la tentación. El centro del símbolo (y de la tentación) es la víctima, el santo impasible que no se deja seducir por la tentación, por el deseo; y no el victimario. Destacamos aquí una diferencia fundamental entre las imágenes del mal en la pintura de estos siglos y las imágenes del mal en la literatura de los siglos posteriores: en la pintura flamenca el objeto del mal es el hombre que constantemente está en peligro, y el sujeto del mal es el demonio, cuyo punto de vista es todavía insondable, monstruoso. Romper con el punto de vista de la víctima, como hará la literatura moderna, es decir, centrar la imagen del mal en el que lo hace, es abandonar hasta cierto punto la visión cristiana, es aceptar que Dios se ha retirado del mundo.

El santo (en este caso San Antonio) de estos pintores padece la agre-sión pura, pero la padece sólo en parte, en tanto que necesita de la gracia divina para soportarla, y no la padece en tanto que no “permite que el ímpetu demoníaco lo posea”40. La tentación representa un sen-timiento más profundo y vertiginoso, el sentimiento de estar solo, de sufrir la tentación en el aislamiento. Por eso siempre el santo está en comunicación con Cristo, sin Cristo el padecer mismo pierde sentido; el hombre estaría volcado a la competencia incesante, a la búsqueda del éxito: “Tú serás semejante a Dios” es el consejo serpentino. Este es el reino de lo monstruoso41. Así se puede entender la tentación de lo demoníaco: es lo que no tiene consistencia, ni naturaleza alguna, o mejor, lo que es desnaturalizado.

El demonio se representa como lo que es contrario o lo que se con-tradice a sí mismo, así se muestra un aspecto posible de la naturaleza humana, esto es, lo bestial en el hombre. Pero esto no tiene que ver en principio con las pasiones desenfrenadas, ni con la seducción de los sentidos. En su aspecto formal, lo que simboliza el demonio es lo desnaturalizado, o en otras palabras, lo que busca confundir a la

El Bosco, La alegoría del carro de heno; Martin Schöngauer, Tentaciones de San Antonio; Parentino, Tentaciones de San Antonio; Mathias Grünewald, Tentaciones de San Antonio.

40 Enrico Castelli, De lo demoníaco en el arte. Su significación filosófica, Universidad de Chile, Santiago de Chile, 1963, p. 11.

41 Ibíd., p. 12.

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naturaleza humana. En este sentido, Satán se mostraba como un maestro de lógica: “Es arte satánico cierta sutileza lógica cuyo fin es obligar al asentimiento, es decir, confundir la naturaleza humana (desnaturalizarla)”42. Pero el engaño debe ser entendido como una autoderrota, así como el demonio se enreda en su propia trampa. “Desnaturalizado y lógico son términos conciliables”43. El espacio del demonio no es el espacio euclidiano donde se cumplen los axiomas de la geometría; su espacio es siempre contradictorio, se repliega sobre sí mismo, es la boca que se engulle, es al mismo tiempo continente y contenido. Y aquí podemos encontrar parte del significado del acto: el acto malo es el acto contradictorio, es tanto autoengaño como autoderrota. Otra forma de darle significado a la falta como castigo.

La tentación del demonio es puro engaño, pero lo que nos seduce es el engaño, lo que en un principio no podemos comprender. En la representación del santo que es tentado, la seducción no es la seduc-ción de los sentidos. Contra los objetos de la sensibilidad, la lucha es posible. ¿Qué es lo que seduce, entonces?

Seduce el abandono de sí y seduce también la renuncia al esfuerzo de mantenerse en la consistencia; mejor aun la seducción de abandonarse, de no ser, alcanza tal violencia que, sin la Gracia, el ser hacia el que debe tender la humanidad, de ningún modo podría realizarse. Pero la Gracia no abandona a quien perdura en el llamado de Dios44.

En estas representaciones no encontramos el rostro lascivo de la seducción, no encontramos por ejemplo una mujer desnuda como símbolo de la lujuria; vemos, en cambio, a una mujer demonio que le ofrece al santo un cáliz cerrado en sus manos. El cáliz es símbolo de lujuria “pero no se representa tal como se manifiesta el vicio, sino su resultado, esto es, lo vano”45. Así, el engaño es sólo apariencia, y engaña a aquellos que no saben mirar.

42 Ibíd., p. 97.

43 Ídem.

44 Ibíd., p. 16. Cursivas del texto original.

45 Ibíd., p. 14.

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Esta misma idea se reproduce en el banquete que los demonios le ofrecen al santo. De nuevo faltan los manjares que seducen los sentidos, y en su lugar figuran alimentos que pueden producir la náusea. Pero estos alimentos, cabezas humanas, reptiles que se re-tuercen, simbolizan el alimento del hombre que se deja seducir por la inmediatez de los sentidos. También encontramos la mesa vacía, el ofrecimiento de la nada.

En el fondo, lo que los artistas flamencos [...] pintan en sus visiones infer-nales, y en las tentaciones del Santo Abate, es el banquete de la náusea. Y éste es, sin duda, símbolo del principio de disgregación del ser. La náusea no significa otra cosa que el modo de diferenciarse, un modo de ‘disimi-larse’. Se tiene náuseas cuando expulsamos de nosotros algo que no se ha asimilado. Nos separamos. La náusea involucra un separarse, o el principio de una separación. Así, la náusea es un aspecto de lo demoníaco, dentro del simbolismo de los pintores teólogos46. [Las cursivas hacen parte del texto original.]

Así, la tentación de los sentidos es representada no mediante lo que nos seduce, por ejemplo la belleza o los manjares, sino en lo que es excesivo, lo voluptuoso; pero también en su contrario: la gula es un pecado así como el ayuno constante o el exceso de tranquilidad por medio de la mortificación de la carne. El mal está en lo que traspasa los límites, pero aparece como una posibilidad de la acción humana.

Un aspecto característico de la obra de estos pintores –El Bosco, Grunewald, Schöngauer, Pieter Huys– es la representación de lo demoníaco a partir de lo fantástico. Pero lo fantástico se presenta en los detalles, en los seres que se mezclan con los hombres. Algunas imágenes pueden hasta parecernos cómicas, caricaturescas. Pero el conjunto es lo que da la realidad dramática de lo representado, esto es, el aspecto real. El elemento trágico domina, y nos muestra el caos universal del mundo. Frente a esto sólo hay un camino, permanecer impasible en virtud de la gracia.

El cuadro de El Bosco titulado Alegoría del carro de heno es el símbolo del enceguecimiento humano, el insensato dirigirse hacia la condena. El carro, que simboliza el mundo, es arrastrado por un ser mitad pez, mitad humano, y es seguido por una comitiva de poderosos: papas

46 Ibíd., p. 17.

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y reyes. Entre sus llantas se observa a un grupo de personas que intentan coger algo del heno, y una disputa. En la parte inferior del cuadro se ve a un mago y a una gitana, embaucadores que desvían del recto camino. Sobre el carro viaja una pareja de amantes distraída con la música. A su lado, un monstruo toca un instrumento leyendo las notas por encima del hombro de la mujer. Al otro lado un ángel. La pareja es símbolo de la libertad, del extrañamiento del mundo y de los bienes terrenales, pero en todo caso están entre el ángel y el demonio, el amor que lleva al cielo o ata al carro. En lo alto, muy en lo alto, Cristo abre sus brazos47.

La tentación es representada como el sentimiento de desgarro. Los demonios asaltan al santo. En algunos casos la tentación se presenta como un simple ofrecimiento. El santo, en este caso, mantiene su mirada lejos de lo que se le ofrece, dirige la mirada hacia afuera del cuadro o al crucifijo. Si es abordado directamente, antepone con su mano la señal de la cruz. Lo demoníaco es entonces lo que nos obliga a mirar, lo que incita a la curiosidad, es, en otras palabras, el engaño que es favorecido por el deseo de saber. “El demonio tentador parece ofrecer un signo, signo oculto digno de ser descubierto”48. De esta manera el deseo se expresa como un impulso (una incitación) hacia lo desconocido, es la misma promesa de la serpiente. El santo se opone con su impasibilidad, sólo cree en lo que le fue revelado.

En otras imágenes el santo es atacado directamente por los demonios, es arrastrado por los aires o sometido a suplicios. En estos casos lo que el artista se esfuerza en pintar es la impasibilidad del santo; este, a pesar de todo, permanece estático, inmóvil, para recibir el rescate de la gracia. No realiza ningún movimiento de huida: huir es desga-rrarse, es endemoniarse. El santo no combate porque el ataque será siempre insuperable si lo quiere desafiar. También es incomprensible. Por eso una respuesta que intente resolver la cuestión de qué es lo que seduce de la tentación no tiene cabida, porque precisamente la tentación es la seducción de lo vano, de lo que no es nada, de lo que

47 Ibíd., p. 98.

48 Ibíd., p. 30.

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se espera descubrir detrás del misterio. Aquí nos encontramos con la necesidad de la razón por comprender, pero las imágenes de las tentaciones nos alejan de esta otra forma de lo demoníaco. El santo no lucha por comprender, sólo implora. La razón es arte diabólica: “las vías de la razón pura no llevan a otra parte que a la pura razón que no tiene razón alguna de encontrar otra cosa que no sea ella misma”49.

6. Los sujetos del mal

El sujeto moderno, que es entendido como un sujeto de la razón, es el que reflexiona sobre el mal en primera persona. La literatura nos provee de las imágenes simbólicas del mal, porque es el campo donde se puede expresar con mayor libertad la “figura rebelde de la subjetividad”50.

En el arte hemos visto que el mal es simbolizado como una variación sobre el tema de la tentación; en la literatura la variación se construirá sobre el tema de la caída. En el arte, la experiencia del mal simboli-zaba la experiencia de Jesús, pero aunque el santo fuera el espejo de Jesús, la lucha tenía lugar en su interior en la forma de una decisión. En la literatura se rescata la figura de Satán, y su acto, su decisión, ya no es entendida como contraria a la voluntad de Dios, sino que es comprendida desde una voluntad propia que en últimas va a ser la voluntad del sujeto. El sujeto racional ha buscado dar la espalda al punto de vista de Dios y comprenderse con una absoluta libertad de autodeterminación. El cambio del punto de vista del santo como víctima que padece la tentación al sujeto como Satán, que decide, supone que el mal ya ha sido asumido, que Dios dejó que cayéramos en la tentación y que nuestra decisión es mal. El temor de los pin-tores teólogos estaba justificado: la tentación de la racionalidad era bastarse a sí misma. El propósito del sujeto moderno ha consistido en autodeterminarse con absoluta libertad sin culparse por ello.

Hemos visto que el fundamento de la Caída de Satán es la identidad que su acto establece entre el acto como falta y el castigo. La opción

49 Ibíd., p. 35.

50 Sichere, Op. cit., p. 168.

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de Satán no es por el mal, sino que es contraria al deseo divino, y por lo tanto podemos decir que la decisión en sí misma origina el mal. Este acto, como decisión, es comprendido como mal radical en tanto que implica la condena, el castigo, y en últimas la pérdida de la propia naturaleza divina, por ello las imágenes nos muestran a Satán como un monstruo.

¿En qué sentido la literatura nos habla del mal radical? En la literatura moderna se muestra el punto de vista del sujeto del mal, el sujeto que recorre un camino igual al de Satán. La diferencia entre el santo y el sujeto moderno consiste precisamente en asumir la angustia, en rechazar la gracia; el sujeto moderno no se asume culpable, aunque acepta el castigo. Este sujeto angustiado asume su angustia como algo inherente a su voluntad, habla desde lo profundo, desde el lugar de la caída, pero lo novedoso es que intenta justificarse desde aquí. Desnaturalizado, asume su soledad, el rostro horrible de Satán como su nueva naturaleza; en todo caso está en el fondo y ninguna justifi-cación es en últimas posible. Lo que vemos, lo que nos importa es la lucha que entabla en la necesidad de justificar el mal. De cualquier manera, el castigo está siempre presente:

A ver, díganme: ¿por qué sucedía que, como si fuese adrede, en esos mo-mentos…, sí, en los mismísimos momentos en que me sentía más capaz de percibir el refinamiento de todo cuanto es “bueno y bello”, como antaño solía decirse, no sólo no lo percibía, sino que hacía cosas tan repugnantes que... en fin, cosas que quizá todo el mundo hace, pero que a mí, como de propósito, se me ocurrían cabalmente cuando tenía plena conciencia de que no debía hacerlas? Cuanto más clara conciencia tenía del bien y de todo eso de “lo bueno y lo bello”, más grande era mi caída en el fango y más dispuesto estaba a hundirme de lleno en él51.

El hombre del subsuelo, que es el hombre caído, agrega:

¡Sí, en deleite, en deleite, así como suena! El motivo de hablar de ello es que quisiera saber con toda seguridad si otras personas sienten esa misma especie de deleite. Me explico: el deleite provenía precisamente de que tenía conciencia demasiado clara de mi propia degradación; de que tenía la sensación de haber llegado hasta el último límite; de que aquello era una villanía, pero que no podía ser de otro modo; de que no tenía salida alguna y nunca podría convertirme en otra persona; que aunque sí tuviese todavía tiempo y fe suficientes para convertirme en otro no habría querido

51 Fedor Dostoievski, Apuntes del subsuelo, Alianza, Madrid, 1991, p. 21.

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cambiarme; y aun de haberlo querido tampoco habría hecho nada, pues a decir verdad no había nada en que hubiese querido cambiarme52.

¿Cómo el sujeto moderno por medio de una decisión o sus actos co-mete una falta y cuál es su castigo? ¿Contra qué está faltando? Hay un paso entre la pérdida de la gracia en relación con la divinidad y la pérdida de la gracia en relación con las leyes de la naturaleza. La racionalidad ha situado en el lugar de Dios, ha elevado a una condi-ción teológica la formulación en términos racionales del mundo, la formulación racional de las ciencias de la naturaleza y de la sociedad. Las ventajas del bien en la mentalidad cristiana (la Gracia) tienen una correspondencia en las ventajas del bien en la racionalidad. La forma del mal no está determinada solamente por la soledad del hombre frente a Dios, el mal radical tarde o temprano conduce a la soledad del individuo, tanto frente a Dios y a su sociedad, como ante sí mismo. Su autodeterminación lo conduce al riesgo de su propia autodestrucción, su condena en últimas es personal. El hombre del subsuelo sufre, pero en todo caso se reafirma con soberbia.

Su propia, libre y franca voluntad, sus propios caprichos por bestiales que sean, su propia fantasía exacerbada a veces hasta la demencia… ésa es la más preciada ventaja que se ha pasado por alto, que no figura en ninguna clasificación, y contra la cual se estrellan de continuo todos los sistemas y todas las teorías. ¿Y de dónde sacan todos esos sabios que los deseos del hombre deben ser normales y ventajosos? ¿Cómo se les ocurre pensar que el hombre necesita inevitablemente lo racional y provechoso? Lo que el hombre necesita es sola y exclusivamente una voluntad independiente, le cueste lo que le cueste y le lleve a donde le lleve. Pero, claro, si es cuestión de voluntad sólo el demonio sabe…53 [Las cursivas se encuentran en el texto original.]

La voluntad de autodeterminación se encontró en el sujeto moderno, a pesar de sí misma, con un límite. En Crimen y castigo, Raskólnikov “ha padecido mucho, y aún padece, de pensar que ha sido capaz de elaborar la teoría [que lo justificó para matar a la anciana], sí, pero no de pasar por encima del mal sin vacilación”54. La voluntad de

52 Ídem.

53 Ibíd., p. 40.

54 Fedor Dostoievski, Crimen y castigo, en Obras completas, vol. ii, Aguilar, Madrid, 1968, p. 635.

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autodeterminación del sujeto moderno no puede pasar por encima del mal radical.

El mal radical siempre estará presente, será siempre una posibilidad, pero no es relativo en sí mismo, solo es relativo en relación con los límites que se imponga una sociedad o un individuo, pero ¿cuáles son nuestros límites?

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6Mirada política al hecho religioso

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Transformación doctrinal y actitudinal de la participación

política de las iglesias cristianas evangélicas en Colombia*

Jorge Gustavo Munévar Mora**

En las últimas dos décadas, los expertos del ámbito político y social de América Latina se han preguntado sobre las causas del notorio crecimiento de las congregaciones cristianas pentecostales y su sor-presiva presencia en la vida política de los países de la región.

Si bien es cierto que este fenómeno se presenta en países como Brasil, Perú, Venezuela, Argentina y Guatemala, entre otros, en el caso colombiano se dan factores peculiares como un fuerte catolicismo clerical, una Constitución que por más de un siglo sostuvo a un Estado confesional y permitió fuertes restricciones a la libertad religiosa, lo mismo que unas circunstancias sociales particulares que difieren de las de los demás países de la región.

* Este escrito hace parte de la investigación: Los evangélicos y su participación política en la Constitución de 1991, financiado por la Universidad de San Buenaventura Bogotá. Ponencia presentada en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad organizado por aler, Bogotá, 7 al 11 de julio de 2008.

** Abogado, Magíster en Educación Superior, docente universitario, investigador del Grupo Interdisciplinario sobre Religión, Sociedad y Política, giersp y del Instituto Colombiano para el Estudio de las Religiones, icer.

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Dado que las iglesias evangélicas han tenido una gran cantidad de tendencias doctrinales y organizativas, podemos ver cómo las llamadas iglesias evangélicas históricas mantenían una participa-ción moderada y tradicional en política, mientras que las iglesias pentecostales y neopentecostales veían el mundo político como algo maligno, sospechoso e inconveniente para la vida del cristiano y ajeno a las doctrinas de sus congregaciones. Estas últimas denominaciones incluso definían la participación en política como diabólica.

Contexto histórico

En Colombia la Iglesia Católica, Apostólica y Romana construyó una institución que, desde la Conquista, no daba oportunidad para que ninguna otra expresión religiosa pudiera hacer presencia y mucho menos proselitismo religioso público en estas tierras.

Ya desde 1622 la Santa Inquisición, en Cartagena de Indias y por primera vez en el Nuevo Reino de Granada, sentenció a la hoguera a un disidente religioso protestante, de origen inglés, llamado Adán Edon, que ejercía labores comerciales. Este hecho marcó de alguna manera el bautismo de la Inquisición española en estos territorios y diseñó el modelo de intolerancia religiosa que se experimentaría a lo largo de la historia. El principio que fundamentaba la intolerancia estaba basado en que “el error no tiene derechos”; por tanto, sólo la verdad tenía derecho a existir y todo aquello que no pertenecía a la verdadera religión estaba exento de cualquier derecho.

En aspectos políticos, el Estado estaba obligado a considerar como legítima, única y exclusivamente, a la religión verdadera, en nuestro caso la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Al decir del profesor Mario Madrid-Malo Garizábal, “cuando quienes defendían esta posición eran los católicos, enseñaban que en los países donde sus correligionarios fueran mayoría la entidad pública estaba, en princi-pio, obligada a no permitir otras religiones. Pero los mismos doctores, al plantearse el caso de un país donde los católicos constituyeran la minoría reclamaban entonces para ellos el libre ejercicio de su fe.

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Esta fue la desafortunada distinción entre la tesis y la hipótesis. La intolerancia era la tesis y la tolerancia era la hipótesis”1.

La Iglesia Católica en algunas épocas mostraba cierta permisividad cuya finalidad era la de tolerar las religiones falsas, para evitar un mal mayor, en especial para evitar las discordias religiosas en su territorio. Pero la tolerancia no es lo mismo que la libertad, tolerar es aceptar algo pero sin darle el carácter de legitimidad, es decir, sin dar el derecho a profesar y a practicar otra religión. En la Suma teológica se expresa: “los que gobiernan […] razonablemente toleran algunos males para que no sean impedidos otros bienes o para evitar peores males”2. En síntesis, se tolera sólo lo que es referido al mal. La libertad religiosa parte de otro principio: toda persona tiene el derecho a profesar la religión, la divinidad o la creencia que a bien tenga, aunque esté en un error.

En Colombia, por mucho tiempo, las instituciones estatales, las jerar-quías católicas y los ciudadanos en general no permitieron la libertad religiosa a cualquier otra expresión o manifestación religiosa que se practicara pública y aun privadamente; apenas se practicó cierta tolerancia y la mayoría de las veces ni la una ni la otra.

Aunque las nuevas Constituciones pretendían dar piso a las nuevas instituciones una vez alcanzados los procesos de independencia del imperio español, y pese a que estas nuevas Cartas Políticas estaban influenciadas por la Revolución Francesa y los postulados de la Constitución de los Estados Unidos –que declaraban que el Estado sería incompetente en materia religiosa–, en la Nueva Granada las nuevas Constituciones se declararon protectoras y defensoras de la religión católica y hostiles a cualquier otra confesión. Esto se perci-be claramente al analizar las Constituciones colombianas, desde la Constitución de Cundinamarca de 1811 hasta la Constitución de 1853, esta última de tendencia centro-federal, y que estableció la separación entre la Iglesia y el Estado. La Carta de 1863 fue la primera que dejó de

1 Mario Madrid-Malo Garizábal, La libertad de rehusar, Escuela Superior de Administración Pública, Bogotá, 1991, p. 26.

2 Ibíd., p. 27.

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invocar el nombre de Dios en el preámbulo y dispuso que “se garantiza la profesión libre, pública o privada de cualquier religión, con tal de que no afecte los hechos incompatibles con la soberanía nacional o que tengan por objeto perturbar la paz”; también fue la primera que violó la libertad religiosa con la expulsión de varias comunidades y la expropiación de buena parte de sus riquezas, especialmente por medio de la llamada “expropiación de manos muertas”. Con el caos que trajo el nuevo régimen federal las provincias entraron en conflicto, y a su vez los conservadores, aliados de la Iglesia Católica, retomaron el poder con Núñez y Caro.

Posteriormente se instauró la Constitución de 1886 que restableció a la Iglesia Católica en su preeminencia religiosa y le otorgó mayores derechos con el acuerdo concordatario de 1887; esta Constitución tendría una vigencia de más de ciento cinco años. La Constitución de 1991 declara en teoría el rompimiento del Estado confesional y el establecimiento de la libertad e igualdad religiosas.

En este orden de ideas, la política estatal en Colombia no planteaba la libertad ni la diversidad religiosa como postulados suyos; por otro lado, es necesario afirmar que las expresiones religiosas cristianas no católicas se manifestaron con cierta notoriedad en estos territorios apenas ciento cincuenta años atrás, y lo hicieron en el contexto antes mencionado. Además, las primeras congregaciones evangélicas ba-saron su participación política y su defensa de la libertad religiosa en unos postulados teológicos basados en los reformadores protestantes. Por tanto debemos explorar qué dicen y cuáles son los principios de la Reforma Protestante para poder entender la actitud política de estas confesiones.

Principios doctrinarios de la Reforma

Los reformadores, que consolidaron sus tesis doctrinales en un entor-no social y político convulsionado, dejaron un legado de principios que si bien no logran despejar las dudas sobre si se debe participar en política y de qué manera, o si se debe tomar distancia y dedicarse exclusivamente a la labor religiosa como principal actividad, nos dan las directrices para entender las distintas posiciones de las iglesias

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protestantes en cuanto a las relaciones entre Iglesia y Estado y a la forma en que se debe afrontar la libertad y la diversidad religiosas.

La Reforma Protestante, que se dio en un momento histórico de cambio e incertidumbre en el siglo xvi, trajo grandes retos y no pocos aportes a la construcción de un nuevo orden mundial. El pensamiento de Lutero y de Calvino representaba ideas necesarias y ajustadas al nuevo estado de la sociedad y la política, con la influencia del mercantilismo y la consolidación de la burguesía.

Cuando Lutero, en el año 1517, expuso en la puerta de la capilla de Wuttenberg un documento que contenía noventa y cinco tesis, se iba en contra del sistema de la indulgencias, sin pretender atacar ni apartarse de la autoridad del papa.

En la tesis nueve dice: “… el Espíritu Santo nos beneficia por el Papa”, y en la tesis cuarenta y nueve expresa: “… debe enseñarse a los cristianos que las dispensas del papa son útiles si no se confía en ellas, y perjudiciales con sumo grado si hacen perder el temor de Dios”. Pero la molestia de algunos clérigos alemanes traería como consecuencia una ruptura entre el papa León X y Lutero.

A la par se presentó una sublevación de la pequeña nobleza del sur de Alemania dirigida por Franz von Sickingen y Ulrich von Hutten. Lutero se había negado varias veces a hacer alianza con estos nobles por el temor de que su lucha por una reforma cristiana se confundiera con una lucha política por la libertad de Alemania, pero Lutero no pudo substraerse de la influencia política. Se dio luego el surgimiento de dos nuevos líderes religiosos: Andreas Carlstadt y Thomas Müntzer, empeñados en organizar una comunidad cristiana inspirada en la iglesia primitiva, que eliminaba el bautismo de los niños y rebautizaba a los adultos (por este hecho recibieron el nombre de “anabaptistas” o “rebautizadores”).

Con la implantación de severas medidas disciplinarias, Müntzer asumió las reivindicaciones sociales de las clases más pobres, esto traería como consecuencia la llamada “guerra de los campesinos”.

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Cuando los campesinos impulsados por su miseria ocasionaron graves desórdenes, fueron aplastados por una unión de nobles tanto católicos como protestantes. Lutero se colocó en una disyuntiva: por un lado, escribió en el texto “Contra las hordas homicidas y saqueadoras de los campesinos” durísimas críticas contra los insurgentes, pues con-sideraba que erraban en la forma de enfrentar los cambios sociales; pero posteriormente pidió clemencia contra los derrotados, de manera que asumió una actitud religiosa al tiempo que no pudo apartarse de las consecuencias políticas que esto acarreaba3.

A la par que en Alemania, en Suiza también se produjo el movimiento de reforma, especialmente en las ciudades de Zurich y Ginebra. En Suiza, la Iglesia venía a ser como un departamento del Estado, los consejos municipales intervenían directamente en los asuntos ecle-siásticos, por tanto, la Reforma tuvo características diferentes.

El líder de la Reforma en el Cantón de Zurich fue Huldrych Zwinglio, un humanista que se dio cuenta de las falencias del sistema teológico escolástico. Muchos tratadistas consideran que Zwinglio no llegó a sus posiciones sobre las indulgencias, el purgatorio, las imágenes, las reliquias, etc. por la influencia de Lutero, sino más bien por la de Erasmo de Rotterdam y Thomas Wyttenbach, y que Lutero sólo reafirmó sus convicciones.

Zwinglio murió en la lucha religiosa, y Calvino asumió la dirección de la Reforma en Ginebra. Calvino se presentó con una teología más bíblica que la de Zwinglio y todos los reformadores, incluyendo a Lutero. Su importancia radicó en la manera como Calvino expresó concisa y sistemáticamente las doctrinas de la Reforma; por esta razón la doctrina calvinista y su organización eclesiástica llegaron a tener una fuerza revolucionaria, que pudo ser aplicada en cualquier parte del mundo y se separó de las coyunturas políticas y sociales de los territorios cuyos príncipes se habían identificado con la Reforma.

3 Ricardo Cerni, Historia del protestantismo, Romanya/Valls, Barcelona, 1992, p. 34-39.

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Después de Lutero y Calvino, William Perkins (1558-1602) defendió la libertad de conciencia, y lo propio hizo James Madison (1751-1836). Sobre el mismo tema se pronunciaron Roger Williams, Oliver Cromwell y John Locke.

En todo este desarrollo de los principios doctrinales del protestan-tismo se ven distintas tendencias, atendiendo tanto a los líderes que las promovieron como a las distintas características que tomó la Reforma, dependiendo del país donde se desarrollaba. La Reforma en Alemania tuvo aspectos diferentes a los que tuvo en Suiza, y no hubo los mismos procesos reformadores en países como Inglaterra y Escocia. Lo mismo ocurrió en Holanda, España y Escandinavia. Los principios reformadores del protestantismo tuvieron distintos giros en el tiempo en materia de las relaciones entre la religión y la política. Por tanto, el protestantismo del siglo xvii no fue el mismo en cuanto a principios que el del siglo xix. No obstante, se pueden percibir algunos fundamentos que permanecen como las principales columnas de la Reforma en este tema, los cuales citaremos a continuación:

~ En cuanto a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, los reforma-dores, y en particular Calvino, no proponen una relación específica; los estamentos religiosos y civiles se adaptan conforme a lo que uno espera del otro.

~ El principio del sacerdocio universal de todos los creyentes, sos-tenido por la participación de los laicos en la actividad y gobierno de la Iglesia, se traslada de la misma manera a la dimensión del gobierno político.

~ Existe un conflicto permanente entre los entes estatales y religio-sos. No obstante, los reformadores plantean que con la primacía de Dios se buscan los principios de justicia y equidad inherentes a los dos estamentos.

~ La ley moral dada por Dios constituye la guía principal tanto para el Estado como para la Iglesia. Para Calvino no existe neutralidad del Estado frente a las Tablas de la Ley; los dos estamentos son interde-pendientes. Sin embargo, esto crea confusión y ambigüedad.

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~ Para los reformadores es previsible la confrontación de los dos esta-mentos, pues en busca de sus fines presentan posiciones opuestas sobre cuestiones básicas orientadoras de la vida.

~ Si el establecimiento político pierde el norte de promover la equi-dad y la justicia, tal régimen pierde autoridad divina sobre los súbditos de su reino. Calvino acepta la estructura del gobierno político existente en Ginebra pero exige sumisión a la autoridad de Dios.

~ En líneas generales, para Calvino el poder político es derivado, secundario y limitado.

~ Tanto Lutero como Calvino plantean el concepto de los dos reinos, el espiritual y el temporal, pero le otorgan a dichos reinos la misma autoridad divina.

~ En general, la Reforma Protestante mezcla la teoría política con las diferencias de credo religioso y con problemas de dogma teológico.

~ No se puede desconocer que la Reforma aceleró la tendencia a aumentar y consolidar el poder de las monarquías, y, a la par, estableció la obediencia positiva y el derecho a la resistencia. Para Lutero y Calvino la resistencia a los gobernantes es en líneas generales negativa.

~ Pese a que los reformadores Lutero y Calvino distan mucho de ser liberales y acordes al constitucionalismo, influyeron de manera muy particular tanto en la Revolución Francesa como en la confor-mación de la Carta fundacional norteamericana. La Constitución de los Estados Unidos es fruto de la Reforma y, por lo tanto, tiene una marcada influencia europea.

~ Lutero es enfático en que la autoridad final de todas las cosas está en la Biblia. La Iglesia y la autoridad civil están bajo la ley de Dios.

~ Para los reformadores es vital que cada creyente decida lo que la Biblia quiere y dice. Este es el principio del libre examen.

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En tiempos cercanos. La segunda mitad del siglo xx

La década de los 60 fue un periodo de cambios radicales en el mun-do entero, una época de ajustes sociales. En los Estados Unidos las comunidades negras se rebelaron contra el trato de ciudadanos de segunda categoría que recibían de una sociedad discriminatoria.

Las iglesias evangélicas participaron activamente en el cambio so-cial. El pastor y predicador bautista Martin Luther King, doctorado en teología, impactó a la sociedad con el poder de la palabra de Dios y se involucró en la actividad política con un sistema de protesta pacífica en favor de los derechos de los negros. Su primera manifes-tación se dio en la ciudad de Montgomery, donde se presentó una revuelta en los buses. El mayor opositor que tenía Luther King era el pastor negro J. H. Jackson Harlem, que rechazaba la mezcla de la política con lo espiritual; creía que la resistencia política, aun-que fuera pacífica, generaba a la postre violencia y contradecía los principios de la Palabra.

Más adelante, un pastor de una iglesia bautista de Nueva York, llamado Calvin Bod, adoptó otro criterio de participación política, se separó de la actividad pública proselitista y se concentró en su actividad de pastor. Bod propuso un sistema diferente al establecido por Luther King, creando una corporación que trabajaba en la ayuda social, construyendo viviendas y haciendo trabajo comunitario; pero para nadie era extraño que trabajar dentro de este sistema en el campo de la responsabilidad social cristiana constituía una manera de desarrollar desde la base una actividad política.

El hecho social más importante de esta década fue el asesinato de Martin Luther King, en la ciudad de Memphis, el 4 de abril de 1968, hecho que provocó profundas transformaciones políticas en la so-ciedad norteamericana. Estos sucesos fueron acompañados por un fuerte crecimiento de las iglesias fundamentalistas y pentecostales, que en las siguientes décadas participarían en el panorama social, religioso y político de los Estados Unidos.

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Los vientos modernizadores crearon diferentes y variadas expresiones religiosas que se separaron de las tradicionales iglesias cristianas históricas. Factores como la crisis de la ciencia y la tecnología, una creciente desesperanza y el temor y la inseguridad por la creación de la bomba atómica, impulsaron el crecimiento de estas nuevas expresiones cristianas.

A principios de los años 50 había surgido un predicador llamado Billy Graham, quien con un mensaje sencillo y ajustado a la Biblia, sin pretender reinterpretarla, habló a los norteamericanos y a buena parte del mundo. Este estilo religioso creció como un fenómeno social no sólo en los Estados Unidos, también tuvo implicaciones posterio-res en América Latina. El estilo de este predicador llegó a su punto culminante cuando, en los años 60, Billy Graham logró reunir más de noventa y dos mil personas en el Yankee Stadium de Nueva York. Gran parte de su éxito se fundamentaba en su integridad personal, además de una fe inquebrantable en la Biblia como la Palabra de Dios, sin los visos intelectuales que se enseñan en las facultades de teología de las iglesias históricas.

Otro hecho que contribuyó a su éxito fue la estratégica utilización de las nuevas tecnologías de la comunicación, como la radio, y posteriormente el novedoso sistema de la televisión. Graham fue el primero en utilizar, para transmitir su mensaje, esta poderosa herra-mienta de comunicación, por lo cual se le conoce como el padre del “teleevangelismo”.

Los medios de comunicación, sus campañas y sus diversas apari-ciones públicas hicieron de Billy Graham uno de los personajes más populares en los Estados Unidos. Su mensaje cristiano, además, no era confesional, es decir que no hacía proselitismo a favor de una denominación religiosa en particular. Estos hechos lo impulsaron prontamente a codearse con los líderes políticos de su nación, y a convertirse en consejero no oficial y confidente espiritual de los presi-dentes norteamericanos de su época. No obstante Graham pregonaba que no estaba participando en política.

En una entrevista dada al periodista Mike Wallace, expresó: “Intento mantenerme alejado de la política, si no me he pronunciado en relación

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a la guerra de Vietnam, no es porque soy amigo del presidente, sino porque no tengo respuestas para explicar el embrollo en que nos hemos metido”. Más adelante agregaba: “No quiero meterme en política. Tenemos (hablando de religión y política) intereses comu-nes, pero no quiere decir que seré partidario de ellos, yo no apoyo a ningún candidato”4.

Algunos críticos argumentan que Graham quería evitar generar re-sistencia y dividir al gran grupo de sus seguidores. No obstante, no evadió los problemas sociales más controversiales; ya desde 1954, Graham se comprometió en la lucha contra el segregacionismo, y lo hizo en los mismos lugares donde efectuaba sus predicaciones, oponiéndose, por ejemplo, a que en el salón de reunión hubiese lu-gares para blancos separados de los lugares para negros. No es fácil entender la posición política de Graham, pero debemos decir que él se opuso radicalmente a la participación en la política partidista; esto no impidió, sin embargo, que se convirtiera en consejero de presidentes y que tomara posición sobre temas relevantes y de con-troversia nacional. Estas posiciones le acarrearon a la postre grandes cuestionamientos y severas crisis, especialmente cuando salieron a la luz pública las cintas del caso Watergate que precipitaron la re-nuncia de su amigo el presidente Richard Nixon. Este hecho lo dejó muy deprimido, se alejó de manera radical de sus relaciones con los presidentes y desapareció temporalmente del mundo de la política y de la popularidad nacional.

En los años 80 regresó al escenario público tomando como propio el movimiento de superación nuclear; entonces pidió a los gobiernos que destruyeran todos sus arsenales nucleares en defensa de la supervivencia mundial. Estas declaraciones generaron controver-sia, pues en intervenciones anteriores había manifestado que “se identificaba más con los profetas que con las actividades políticas modernas”. Estas posiciones no eran inusuales. Graham reiterada-mente se había negado a pertenecer a dos movimientos evangélicos

4 Siglo xx por Mike Wallace, programa televisivo emitido en el año 2000 por The History Chan-nel.

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políticos: la Mayoría Moral y la Coalición Cristiana. Dejaba claro que no pertenecía a la Mayoría Moral porque era un grupo político y él no quería mezclarse con un grupo político. El mensaje que pretendía dar Graham era que los líderes religiosos no debían mezclarse en política partidista, hacerse partidarios de grupos políticos o dejarse manipular por ellos.

Graham permaneció fiel al principio de predicar la Palabra de Dios tal y como se encuentra en la Biblia. Este es un legado fruto de la Reforma Protestante, pero con un sello fundamentalista. El éxito de Billy Graham impulsó a muchos otros líderes a tomar el modelo del teleevangelismo.

Otros líderes religiosos usufructuaron esta forma de predicación del evangelio y consolidaron lo que se llamaría posteriormente “las iglesias electrónicas”. Dos de los más famosos fueron Jim Bakker y Jimmy Swaggart, quienes protagonizaron también grandes escánda-los religiosos en los Estados Unidos por sus faltas morales.

Distinto es el casol del predicador Pat Robertson, hijo de un ex senador de los Estados Unidos, quien creó el programa televisivo El Club 700, que con un esquema testimonial predica su mensaje fundamentalista. Este programa, a principios de la década de los 80, recibía donaciones de más de diez millones de hogares. En esta misma época, Robertson dio el salto a la vida política, creando una gran controversia en el mundo evangélico, pues llevar el mensaje bíblico al ámbito político era inaceptable para gran parte del pueblo evangélico.

El mensaje de Pat Robertson le planteaba a los evangélicos que ellos también eran norteamericanos y que debían votar, participar en cam-pañas políticas y en las organizaciones y partidos políticos cristianos. Para Robertson, la Iglesia era un gigante dormido, e intuía que si activaba esos grupos en lugar apropiado, podía consolidar un factor importante para decidir en cualquier elección. Con estas premisas Robertson fundó en 1982 el Consejo de la Libertad, una organización totalmente política, que utilizaba su programa de televisión para declarar que la elite liberal norteamericana estaba destruyendo la iglesia y el cristianismo.

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En 1988 dio otro paso al postularse como candidato presidencial por el Partido Republicano. Sus propuestas tenían un fuerte componente fun-damentalista y llamaban a la nación a volver a los principios cristianos; pero a la postre lo que más perjudicó a su candidatura fue el argumento de que sólo un cristiano o un judío debería ser el presidente de su país. Dicha afirmación fue vista como excluyente y discriminatoria por los analistas políticos. El pastor, al verse afectado en las encuestas, se vio obligado a renunciar a la nominación republicana.

No obstante, Robertson no renunció a la participación política, y en un cambio estratégico se involucró en la política local de varios estados. En 1991 organizó la llamada Coalición Cristiana; en 1994 participó con esta organización en las elecciones locales y, por primera vez en cuarenta años, los republicanos fueron mayoría en el Congreso; la Coalición Cristiana fue protagonista en esta contienda electoral y en muchos distritos los republicanos obtuvieron la victoria con el apoyo de esta organización.

El reverendo Jesse Jackson, pastor bautista afroamericano, participó como aspirante a la candidatura presidencial por el partido demó-crata para las elecciones de 1984 y 1988, sin alcanzar su meta. Sin embargo, es necesario reconocer que movilizó un buen número de iglesias protestantes.

Después de estas participaciones, las organizaciones cristianas evangélicas en los Estados Unidos dieron su apoyo para elegir al presidente George Bush, pero sin un protagonismo de primera línea. Estas formas de participación política coinciden con las que utilizaron los cristianos pentecostales en Colombia cuando decidieron ingresar a las contiendas políticas a partir de comienzos de los años 90.

Colombia y el contexto latinoamericano

A la Iglesia Católica Romana le correspondió efectuar una lucha a par-tir de comienzos del siglo xx para acomodarse a los tiempos modernos. En la década de los 60, esta modernización sería más evidente, de la misma manera que las demás expresiones religiosas del continente competían entre sí por dar respuestas a los nuevos tiempos.

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Precisamente en esa década, el Papa Juan XXIII convocó a la Iglesia Católica a celebrar el Concilio Vaticano II, que trajo como conse-cuencia una nueva visión que se apartaba del tradicional esquema cerrado y alejado de las realidades sociales. Al morir Juan XXIII lo sucedió Pablo VI, quien dio continuidad al Concilio y en 1967 expidió su encíclica Populorum progressio, en la cual se refería al desarrollo como el factor más importante de la paz.

En América Latina fue convocada la Segunda Conferencia General del Consejo Episcopal Latinoamericano (celam), realizada en 1968 en la ciudad de Medellín, y que al decir de C. René Padilla, secretario general de la Fraternidad Teológica Latinoamericana (ftl),

(...) marcó un hito en la historia de la Iglesia Católica Romana (…) allí los obispos definieron la situación latinoamericana como una “situación de pecado”, condenaron abiertamente la “violencia institucionalizada” fomentada por el capitalismo y el neo-capitalismo, y se pronunciaron a favor de la educación popular y las organizaciones populares, incluyendo las “comunidades eclesiales de base”. Medellín marcó el comienzo de una clara “opción preferencial por los pobres” y esto por parte de una jerarquía eclesiástica tradicionalmente identificada con los poderosos5.

En este contexto se abrió paso la teología de la liberación, que en-frentó a la Iglesia Católica popular con la institución eclesiástica y su jerarquía.

La tercera conferencia del celam, que tuvo lugar en Puebla en 1979, afianzó de manera clara “la opción preferencial por los pobres”. No obstante, estos mismos cambios producirían en la década de los 80 una reacción que echaría por tierra la apertura eclesial y ministerial del pueblo católico. El Vaticano afirmó su poder e insistió en el tra-dicional modelo de iglesia institucional, jerarquizada y clerical, de la mano del nuevo Papa Juan Pablo II, un polaco de corte conservador y declarado anticomunista debido a las experiencias vividas en su país natal. Juan Pablo II se obstinó en mantener la estructura tradicional de la Iglesia y no dejó que los vientos de la modernidad la tocaran. Al decir de C. René Padilla: “Si algo comprueba la configuración del mundo religioso latinoamericano en estos últimos años, sin embargo,

5 C. René Padilla, De la marginación al compromiso. Los evangélicos y la política en América Latina, Fraternidad Teológica Latinoamericana, Quito, 1991, p. 9.

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es que las medidas de autopreservación adoptadas por la Iglesia Católica Romana institucional han sido contraproducentes”6.

La falta de modelos participativos, de acercamiento a las necesida-des del pueblo, para que este sienta que su relación con Dios es más cercana y evidente, ha hecho que muchos miembros de la Iglesia Católica hayan migrado a otras expresiones cristianas y aun a otras organizaciones religiosas de diversa clase. Las iglesias pentecosta-les se multiplican de una manera nunca antes vista en el continente latinoamericano.

En Colombia –a la par que en toda América Latina– la crisis de la mitad del siglo xx y sus particulares características en los órdenes social, económico y político, en los que hemos afrontado largos pro-cesos revolucionarios armados, tradicionales actos de corrupción política, continuos procesos de descomposición social, un profundo impacto del narcotráfico y múltiples formas de violencia, plantearon un gran reto tanto a la Iglesia Católica Romana como a las iglesias cristianas evangélicas.

Ha sido claro, desde la Conquista, que ha existido una relación directa entre el poder político y el poder de la Iglesia Católica Romana en toda América Latina y en particular en Colombia, considerada por los expertos como el país más clerical del continente.

Las iglesias cristianas evangélicas, especialmente las de corte pente-costal, neopentecostal y fundamentalista, no tenían ningún impacto ni injerencia en la vida pública del país. Según Samuel Escobar:

El descuido de los evangélicos frente al tema de la responsabilidad social se explica por razones históricas. La mayoría de nuestras iglesias provienen del mundo anglosajón desde el siglo pasado, con un notable incremento luego del fin de la Primera Guerra Mundial. En algunos casos, la teología de estas misiones llevó a concebir la vida cristiana como separada del mundo. La hostilidad del ambiente católico o semi-pagano agudizó esta “separa-ción”. De esta manera varias esferas de la vida de los creyentes quedaron

6 Ibíd., p. 10.

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desvinculadas de su fe. Por otro lado, el rechazo del mundo significó una separación de aspectos importantes de la cultura de su país7.

Para René Padilla, algunos de los factores que explican la posición apolítica de los evangélicos y de buena parte de las iglesias pente-costales eran, entre otros:

1. La influencia de misioneros cuya enseñanza (tal vez más por lo que eran que por lo que decían) pasaba completamente por alto la responsabilidad social y política de los cristianos.

2. El “complejo de minoría” de los evangélicos fraguado en un ambiente de hostilidad (y hasta de abierta persecución religiosa), en un ambiente donde la cuestión de su propia sobrevivencia necesariamente ha despla-zado todas las preguntas que podrían haberse hecho sobre su posible aporte a la construcción de una nueva sociedad.

3. El énfasis de una escatología futurista en las iglesias evangélicas, a la luz de la cual, la misión de la iglesia se reduce a la salvación de almas en tanto que la acción social y política queda relegada al ámbito de tareas ajenas al interés de los cristianos8.

En Colombia, continúa René Padilla, se acentuó la represión a los misioneros evangélicos extranjeros. Por normatividad legal le era prohibido a un extranjero hablar de política en público. Por otra parte, gran parte del flujo misionero provenía de iglesias denominadas libres, es decir separadas del Estado. En Gran Bretaña se les denominaba iglesias disidentes (de la Iglesia Anglicana estatal). Confesiones como la Iglesia Bautista y la Metodista eran esencialmente iglesias con fundamento puritano, separadas del mundo, que hacían una división entre el poder del Estado y el poder del Evangelio, y a este último se dedicaban ministerialmente.

Por otro lado, en Colombia era particularmente evidente una intole-rancia no sólo de las jerarquías católicas sino del Estado, además de la ciudadanía en particular que practicaba un fervoroso “temor reveren-cial” al clero católico. Con un Estado confesional y una normatividad constitucional y legal que privilegiaba a la Iglesia Católica, se dejaba poco espacio a cualquier otra expresión religiosa. Esta normatividad

7 Samuel Escobar, “Responsabilidad social de la iglesia”, en Valdir R. Steuernagel (comp.), Al servicio del Reino en América Latina, Visión Mundial, Costa Rica, 1991, p. 150.

8 Padilla, Op. cit., p. 5.

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se hacía palpable a través de los acuerdos concordatarios entre el Estado Colombiano y la Santa Sede, y dejaba de lado el principio de la libertad religiosa y de conciencia; apenas en algunas etapas de la vida colombiana se promovió la tolerancia.

La violencia política de los años 40 y 50 del siglo xx enmascaraba también una violencia religiosa por parte de los miembros del Partido Conservador, que era a su vez el ala política de la Iglesia Católica. La situación produjo, como consecuencia, la muerte de muchos líderes evangélicos y la quema y el saqueo de muchos de sus templos. Esto provocó que muchos de los líderes evangélicos se sintieran más identificados con las tesis del Partido Liberal, que se comprometían con una modernización y la apertura religiosa, vinculación que per-manecería hasta la participación de los evangélicos en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991.

Es necesario afirmar que en Colombia también se hizo evidente la existencia de dos clases de iglesias evangélicas: la primera, las lla-madas iglesias históricas9, que tenían aparte de su trabajo ministerial y evangelizador, una clara responsabilidad social. Algunas de ellas, como la Iglesia Presbiteriana, crearon centros educativos como los colegios americanos, y las demás fundaron hospitales y orfanatorios con una clara orientación social. La segunda clase fue la conformada por las iglesias pentecostales y fundamentalistas, más recientes y de menor tradición, pero con mayor crecimiento en su membresía. Curiosamente, aunque en estas congregaciones “el mundo político fue siempre considerado sospechoso, inconveniente para el cristiano o incluso, lisa y llanamente diabólico”10, fueron ellas las que, a la postre y cambiando todos sus preceptos doctrinales y actitudinales, irrumpieron en la vida política y aun directamente en la política partidista.

9 Estas iglesias son las herederas directas de los desarrollos doctrinales de los grandes reforma-dores europeos, especialmente de las doctrinas luteranas y calvinistas que han permanecido por muchos siglos.

10 José Míguez Bonino, El poder del Evangelio y el poder político, Kairós, Buenos Aires, 1999, p. 12.

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Otro aspecto muy importante en Colombia fue el cambio de las es-tructuras, de una sociedad mayoritariamente rural a una sociedad primordialmente urbana. Esta transformación comenzó en los años 50 y 60 como consecuencia de la violencia rural que expulsó a millones de personas del campo y las envió a las ciudades, y se acentuó en los años 70, cuando una nueva generación de cristianos evangélicos de corte nacional lideró el avivamiento y el rápido crecimiento del protestantismo evangélico en Colombia.

La implantación de un modelo de alternancia en el poder entre los partidos Liberal y Conservador, con el pretexto de acabar con la vio-lencia partidista, fue otra fuente de crisis política y homogenización de los partidos políticos tradicionales que mostró la división social y económica entre quienes detentaban el poder y el pueblo.

No podemos desconocer que el sólo crecimiento numérico de las congregaciones evangélicas las hizo susceptibles al coqueteo político; como afirma Míguez Bonino, “cualquier sector de la población que representa una proporción significativa es un ‘potencial político’ que ningún partido, dirigente político o candidato puede despreciar”11.

Dado que la Iglesia Católica Romana ha sido parte del poder político colombiano y ha utilizado su influencia política para alcanzar toda clase de prebendas, especialmente para su jerarquía, los evangélicos se han visto discriminados y restringidos en su actividad religiosa. Para la Iglesia Evangélica colombiana era evidente y comúnmente ratificado el tremendo poder de corrupción que acarrea la actividad política, de modo que no eran sólo los líderes evangélicos los promo-tores de la demonización de la política. La famosa frase de Lord Acton, “el poder tiende a corromper y el poder absoluto tiende a corromper absolutamente”, se complementa con lo planteado por el profesor Karl Loewenstein en su Teoría de la Constitución cuando afirma que la actividad política lleva en sí “el carácter demoníaco del poder”12.

11 Ídem.

12 Néstor Madrid-Malo, “Lo demoníaco del poder”, en Temas de ciencia política y derecho constitucional, Guadalupe, Bogotá, 1980, p. 51.

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Influencias particulares de los cambios en la participación política en Colombia

Un aspecto importante que influyó en la participación política de los evangélicos tiene que ver con la conformación de las guerrillas comunistas nacidas en el seno de la lucha partidista y de la miseria y la marginación de grandes sectores de la población colombiana. La consolidación del movimiento comunista, especialmente en las zonas rurales, trajo como consecuencia la salida progresiva de las misio-nes evangélicas extranjeras debido a las amenazas que se cernían directamente sobre ellas. Esto impulsó el surgimiento de un nuevo liderazgo evangélico de origen nacional que llenaría las vacantes de los misioneros extranjeros.

La presión continua de la realidad nacional obligó a los nuevos líde-res religiosos evangélicos a plantearse preguntas como: ¿cuál es la responsabilidad social de la Iglesia Evangélica en Colombia? A nivel mundial, a nivel latinoamericano y aun a nivel interno surgieron continuas consultas, congresos y documentos para dar respuesta a estas y otras preguntas, podemos citar, entre otros:

~ El Congreso Internacional de Evangelización Mundial realizado en Lausana, Suiza, en 1974, donde más de cuatro mil participan-tes de los cinco continentes crearon un movimiento de acción y reflexión que se dio en llamar “El Movimiento de Lausana al Ser-vicio del Reino”. La Comisión de Lausana para la evangelización mundial publicó además documentos básicos sobre estos temas.

~ En Willowbank, Somerset Bridge, Bermudas, entre el 6 y el 13 de enero de 1978 se celebró la consulta sobre el Evangelio y la cultura.

~ En la Universidad de Wheaton, Estados Unidos, en junio de 1983 se trabajó el tema de “La Iglesia en respuesta a la necesidades humanas”.

~ En Oxford, Inglaterra, en enero de 1990 se expidió la Declaración de Oxford sobre la Fe Cristiana y la Economía, elaborada por una consulta de teólogos y científicos sociales cristianos.

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~ En Hoddesdon, Inglaterra, se trabajó del 17 al 21 de marzo de 1980 El Compromiso Evangélico con un Estilo de Vida Sencillo.

~ Convocado por la Fraternidad Teológica Latinoamericana se re-unió en Jarabacoa, República Dominicana, entre el 24 y el 28 de mayo de 1983, un grupo de evangélicos, entre teólogos y políticos de América Latina, para reflexionar sobre el tema la teología y la práctica del poder y expidieron la Declaración de Jarabacoa los Cristianos y la Acción Política.

~ En Grand Rapids, Michigan, del 19 al 25 de julio de 1982, se convocó a la consulta internacional sobre la relación entre evan-gelización y responsabilidad social13.

En Colombia se realizó el primer encuentro nacional de líderes evan-gélicos en el Seminario Bíblico de Colombia, en la ciudad de Medellín, entre el 19 y el 24 de febrero de 1978, donde se reflexionó y se hizo un análisis crítico de los evangélicos en Colombia. Este encuentro fue convocado por la Confederación Evangélica de Colombia, cedecol.

Pero uno de los documentos más importantes sobre la responsabilidad social de los evangélicos en Colombia es la llamada Declaración de Medellín, documento final de la llamada Consulta de Medellín 88, evento organizado por la Confederación Evangélica de Colombia, ce-decol y el Seminario Bíblico de Colombia. El propósito de la consulta era algo al parecer inusual, como fomentar una reflexión seria desde una perspectiva evangélica y bíblica sobre la teología de la liberación, con el fin de orientar a la Iglesia de Cristo en su testimonio y servicio en el contexto latinoamericano.

La posición de la Iglesia Evangélica colombiana en los años 90Hemos visto cómo según las distintas posiciones doctrinales la par-ticipación política de los cristianos evangélicos presenta diversas

13 Tomado de: Visión Mundial Internacional, Oficina Regional de Comunicaciones para América Latina, El Movimiento de Lausana al servicio del Reino, Editorial San José de Costa Rica, San José, 1992.

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facetas, dependiendo de su tradición histórica, de la influencia por parte de las organizaciones misioneras y de las diferentes tendencias doctrinales que se dan en las iglesias cristianas no católicas.

Por un lado, las iglesias cristianas históricas no ven dificultad en participar políticamente, aunque se centran en la responsabilidad social y no en la participación partidista. Las congregaciones evan-gélicas se separan radicalmente de la vida política y de los asuntos del mundo, por considerarlos como algo ajeno a su labor ministerial. Las congregaciones de corte pentecostal mantuvieron esta misma posición por mucho tiempo y se concentraron en la predicación de la salvación, enfatizando en la manifestación y el bautismo del Espíritu Santo. Sin embargo, posteriormente estas congregaciones fueron más permisivas en la participación política, especialmente a partir de los años 90 y después de la Asamblea Nacional Constituyente.

Pero, en general, son las llamadas iglesias pentecostales y neopen-tecostales las que han tenido el mayor protagonismo y liderazgo en la participación política en Colombia, debido a que sus principios doctrinales no muestran los radicalismos de las iglesias protestantes fundamentalistas, más conocidas como “los evangélicos”, y tampoco poseen la profundidad doctrinal de las iglesias históricas, lo que les permite actuar en respuesta a las circunstancias y adecuarse con mayor facilidad a los acontecimientos de la vida diaria y del mundo moderno.

Colombia, en los años 80, se encontraba en medio de coyunturas muy particulares, como el crecimiento de los carteles del narcotráfico, la profunda corrupción de los entes estatales, el aumento de la violencia, la ruptura de las estructuras sociales, la pobreza y la exclusión social, hechos que trajeron desesperanza, escepticismo y desazón al pueblo colombiano. La Iglesia Católica Romana, que no había podido respon-der a estos fenómenos sociales, entró en conflicto con su feligresía, en una crisis institucional que se acentuó con el crecimiento de las confesiones cristianas no católicas en todo el territorio colombiano.

En este entorno, las iglesias cristianas pentecostales se vieron forza-das a tomar decisiones de responsabilidad y participación política. La

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Iglesia Carismática Internacional, liderada por los pastores y esposos César Castellanos y Claudia Rodríguez, tomó la iniciativa de crear una organización política con los miembros de su congregación y participar en las elecciones regionales de 1989, postulando a Claudia Rodríguez como candidata al Concejo de Bogotá. Ella fue apoyada por su padre, el activista político liberal Alfonso Rodríguez, pero pese al manifiesto optimismo y sus declaraciones de triunfo, no logró alcanzar la meta de obtener una curul en esta corporación.

Como consecuencia de los intentos de paz liderados por el gobierno de Virgilio Barco, que pretendieron desmovilizar a las más importantes fuerzas guerrilleras del país, se abrió la posibilidad para que candi-datos presidenciales de estas organizaciones y de otros entes sociales pudieran inscribirse con un mínimo de requisitos. Para esta época se vivió la más violenta campaña electoral, que trajo como consecuencia el asesinato de líderes políticos como Luis Carlos Galán, del Partido Liberal; Bernardo Jaramillo, de la Unión Patriótica; y Carlos Pizarro, del recién desmovilizado M-19.

La oportunidad de obtener espacios de televisión pagados por el Estado motivó a Claudia Rodríguez para postularse como candidata presidencial; César Castellanos explica cómo fue “el rompimiento de los moldes tradicionales” de participación política, afirmando que lo que le ocurrió a su esposa fue “sencillamente que el Señor renovó su mente para comenzar a usarla como agente de cambio para el país”14. La participación de los Castellanos no fue bien recibida por el grueso de la Iglesia Cristiana Evangélica.

En 1990, y después de un controversial debate tanto político como institucional, se abrió la puerta para la convocatoria a una asamblea nacional constituyente que pudiera hacer las reformas necesarias para adecuar al país a los nuevos tiempos. Abierta esta oportunidad de reformar la Constitución y teniendo como objetivos más sentidos del pueblo evangélico el desmonte del Estado confesional y el esta-blecimiento de una real libertad e igualdad religiosa en Colombia,

14 César Castellanos, Sueña y ganarás el mundo, Vilet, Bogotá, 1998, p. 56.

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el presidente de la Confederación Evangélica de Colombia, cedecol, pastor Héctor Pardo, convocó a cerca de cincuenta líderes de la con-federación evangélica de todo el país para realizar una consulta: si la Iglesia Cristiana Evangélica debería participar o no en esta con-vocatoria, y, si lo hacía, determinar cuál sería el mecanismo a seguir. La decisión casi unánime fue la de participar en la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente con el objetivo de reformar la Constitución de 1886 de acuerdo a los planteamientos mencionados.

Se creó el Movimiento Unión Cristiana, de la Confederación Evangé-lica de Colombia, para luchar por la implantación de estos principios, pero además con la convicción, que era una excelente oportunidad para servir a la nación colombiana aportando los principios cristianos a la nueva Constitución, en un momento en el que las estructuras políticas, económicas y sociales estaban en una profunda crisis. Pero los líderes de este movimiento habían acordado que sólo tendría esta participación electoral y desaparecería después de esta contienda.

La campaña electoral a la Asamblea fue la primera y única vez en que las iglesias cristianas no católicas participaron unidas; hasta denomi-naciones que no pertenecían a cedecol, como la Iglesia Pentecostal Unida de Colombia y la Iglesia Adventista, apoyaron decididamente este proceso. Incluso los pastores Claudia Rodríguez y César Cas-tellanos se unieron, a disgusto, aunque rápidamente se separaron y siguieron con su propio partido.

Fueron elegidos, de manera sorpresiva para la nación, el pastor Jaime Ortiz Hurtado, rector del Seminario Bíblico de Colombia, y el abogado Arturo Mejía Borda, este último postulado por los pastores Castellanos.

El trabajo que se desarrolló dentro de la Asamblea alcanzó los obje-tivos propuestos con el apoyo de las nuevas organizaciones políticas que participaron al interior de esta corporación. Jaime Ortiz obtuvo un especial reconocimiento al ser designado como presidente de la Comisión Primera y desde allí tuvo influencia en el debate de los temas más importantes que irían a conformar la nueva Carta Política.

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Jorge Gustavo Munévar Mora

Hemos intentado dar razones para entender cómo los cristianos evangélicos, y en particular los protestantes pentecostales, cambia-ron sus actitudes y doctrinas para participar en política como una actividad propia de estas iglesias; una de ellas tiene que ver con el gran crecimiento numérico de estas congregaciones, que las puso en la mira de la sociedad y las hizo tomar conciencia de su importancia y ascendiente social.

Otro factor importante es la pérdida de predominio de las agencias misioneras extranjeras en Colombia, y el hecho de que sus actuales líderes sean nacionales y, por lo tanto, más comprometidos con su país; del mismo modo, muchas de las congregaciones pentecostales y neopentecostales son de origen autóctono y se sienten compro-metidas con sus localidades y sus regiones. Por otro lado, las crisis institucionales y la pérdida de credibilidad de los dirigentes políticos de nuestro país provocaron la apertura de nuevos espacios para otros sectores de la sociedad.

No obstante, estas grandes congregaciones pentecostales, que estaban tradicionalmente alejadas de la vida política, social y cultural de la nación, son las más frágiles en sus fundamentos bíblicos y teológi-cos, circunstancia que las hace fácilmente cambiantes al calor de los acontecimientos diarios de la nación.

Pero la tentación de utilizar la política como medio para obtener beneficios particulares, el pensar que los creyentes cristianos son incorruptibles y la falta de preparación para enfrentar la labor polí-tica, han conducido a que en muchos países latinoamericanos, y en particular en Colombia, la participación política de las congregacio-nes pentecostales haya dejado un mal testimonio y deteriorado sus propios principios doctrinales.

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7Y una mirada a

un hecho político actual

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¿Cómo les ha ido a los latinoamericanos con los presidentes que buscan la

segunda reelección?*

Raúl Daniel Niño Buitrago**

Prácticamente desde la llegada al poder del presidente de Colombia, Álvaro Uribe Vélez, en el año 2002, sus seguidores han planteado la necesidad de prolongar su estadía al mando de los destinos de la nación más allá de lo permitido por la Constitución. Cuando prome-diaba su primer periodo se logró una reforma que le permitió optar por (y conseguir) un segundo mandato. Desde finales de 2007, pero con más fuerza en los primeros meses de 2008, se inició una recolección de firmas para volver a reformar la Carta Magna y permitir cuatro años más de gobierno a Uribe.

* El presente texto tiene su origen en el trabajo de investigación La reelección en América Lati-na: los casos de Perú y Argentina, presentado para optar por el título de Magíster en Análisis de Problemas Políticos, Económicos e Internacionales Contemporáneos de la Universidad Externado de Colombia en el año 2007, y se complementa en el marco de la investigación Búsqueda de Terceros Periodos Presidenciales en América Latina, llevada a cabo en el Grupo Interdisciplinario de Estudios sobre Religión, Sociedad y Política, giersp de la Universidad de San Buenaventura Bogotá. Esta investigación terminará con la edición de un libro en el que se profundizarán los temas acá tratados; el presente texto puede entenderse como un avance de esa publicación. Ponencia presentada en el XII Congreso Latinoamericano de Religión y Etnicidad organizado por aler, Bogotá, 7 al 11 de julio de 2008.

** Profesional en Finanzas y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado de Colom-bia. Magíster en Análisis de Problemas Políticos, Económicos e Internacionales Contempo-ráneos de la misma Universidad. Docente de la Universidad de San Buenaventura Bogotá.

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La propuesta de permitir un tercer periodo consecutivo al primer mandatario no es nueva para América Latina. Durante la década de los 90 varios mandatarios buscaron reformar las Constituciones de sus países para poder postularse a una reelección inmediata, pero Alberto Fujimori en Perú y Carlos Menem en Argentina fueron más allá e intentaron su segunda reelección. En las siguientes páginas se hará un breve análisis de lo ocurrido en los casos de estos dos man-datarios, con el propósito de dejar algunas recomendaciones válidas para el caso colombiano.

Antes de entrar en el detalle es interesante recordar la situación general de América Latina en la década de 1980, así como los facto-res históricos comunes de Perú y Argentina. Después de esta breve aproximación se hará un breve comentario a las principales reformas llevadas a cabo por los dos mandatarios para prolongar su estadía en el poder, así como a los balances en el equilibrio entre las ramas del poder y a la importancia de los partidos políticos. Posteriormente se examinará la situación actual en Colombia.

Durante el decenio de 1980, muchos de los países de la región se encontraban en tránsito hacia la democracia después de largas tem-poradas de dictaduras militares. Este retorno a la democracia fue celebrado por la gran mayoría de países con la redacción de nuevas Constituciones o al menos la re-adopción de las que habían sido suspendidas por los gobiernos autoritarios.

Así, el regreso a la democracia en América Latina, tras las dictaduras, inició con Ecuador en 1979 y continuó con Perú en 1980, Bolivia en 1982 y Argentina en 1983. Una característica generalizada de las nuevas propuestas para los gobiernos de retorno a la democracia fue la limitación de las facultades y los tiempos para los presidentes, como prevención para evitar que los mandatarios volvieran a intentar perpetuarse en el poder, según ocurrió a lo largo de varias décadas con las fuerzas armadas. Una de las medidas tomadas por muchos de los países fue la prohibición de la reelección, pues en el momento se veía como peligroso que un mandatario pudiera aspirar a quedarse en la primera magistratura más de lo deseable. En algunas de las

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nuevas Constituciones que se escribieron para la transición se crearon, al menos en el papel, órganos de control para todos los poderes, y se prohibió la reelección inmediata de los jefes de gobierno. Por primera vez en muchos años se realizaron elecciones libres y se reimplantaron los derechos de todos los ciudadanos.

Este periodo duró muy poco. El ex presidente peruano Valentín Pa-niagua Corazao describe lo que ocurrió en la región tras el aparente fracaso de los primeros gobiernos democráticos en algunos países, que llevó al triunfo de gobernantes caracterizables como neopopulistas1, situación que se estudiará en las siguientes páginas:

Tanto en Argentina como en Perú, a finales de la década de los 80, la hiper-inflación creó sin duda un gran desorden social, ante el que los ciudadanos no eligieron probablemente de forma racional, a la vista de los programas y promesas de los candidatos, sino depositando su fe en quienes, de entre tales candidatos, les parecieron más próximos: Menem y Fujimori.

Y más adelante agrega:

“Al haber sido elegidos en tiempos excepcionales, se considera fuera de lugar la pretensión de controlarles, se disculpan sus singulares formas de gobernar, su autoritarismo o su despreocupación por los límites que las instituciones o la legislación fijarían a su capacidad de actuación (...)”2

En este punto se empezó a hablar de la adopción de la reelección inmediata para los primeros mandatarios y, en los casos específicos analizados, debido al mantenimiento de un muy alto nivel de popu-laridad, los gobernantes decidieron que un tercer periodo no era un imposible. Más allá de los factores positivos o negativos que esta figura pueda tener, y de acuerdo con las experiencias que analizare-mos a continuación, en un contexto democrático se puede demostrar

1 El caso más citado como neopopulismo es el de Alberto Fujimori. Estos gobiernos son caracteri-zados por Carlos Vilas como “... regímenes políticos con liderazgos fuertemente personalizados y apoyo electoral de los sectores de mayor pobreza que en la década de 1990 ejecutaron en varios países latinoamericanos reformas macroeconómicas y sociales de tipo neoliberal...”. Carlos M. Vilas, “¿Populismos reciclados o neoliberalismo a secas?”, en Consuelo Ahumada y Telma Angarita, La Región Andina: entre los nuevos populismos y la movilización social, Observatorio Andino, Bogotá, 2003.

2 Valentín Paniagua, La nueva transición en el Perú, ponencia para el Seminario sobre Transición y Consolidación Democráticas, fride, Madrid, 2002, disponible en www.fride.org/publicacion (ver dirección completa en la bibliografía).

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que el excesivo poder del presidente y la falta de controles pueden hacer que un mandatario se mantenga en el gobierno más allá de lo permitido por la Constitución (que él mismo ha reformado). Por otro lado, la existencia de oposición y de figuras diferentes con fuerza en el ámbito político que le puedan hacer contrapeso al presidente puede evitar esa situación, aunque el gobernante tenga mucho poder.

Perú

Para observar muy resumidamente la historia democrática peruana basta con mencionar que entre 1948 y 1980 hubo cuatro golpes de Estado. El último de ellos fue el del general Francisco Morales, en 1975, quien derrocó al general Juan Velasco y anunció el retorno a la democracia mediante una convocatoria a elegir gobernante; así, por primera vez desde el “oncenio” de Augusto Bernardino Leguía (quien se mantuvo en el poder por tanto tiempo con el apoyo de los militares), se daban elecciones libres y sin interrupciones por varios periodos. El primero de estos periodos fue 1980-1985, para el cual fue elegido Fernando Belaúnde Terry, de Acción Popular (ap), quien ya había ocupado el cargo de presidente entre 1963 y 1968. Este entregó el país en una situación económica bastante difícil a Alan García, candidato de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (apra), elegido para guiar el destino de los peruanos de 1985 a 1990. Durante su gobierno no pudo enderezar la economía ni reducir el poder bélico de Sendero Luminoso, las dos más apremiantes urgencias que tenía el país en aquel momento. Además terminó su gobierno con varios escándalos de corrupción.

En 1990, y con el objetivo de sacar a Perú de esta crisis, llegó al po-der Alberto Fujimori. El triunfo de este candidato no fue previsto por nadie. Se trataba de un personaje nuevo en la política que buscaba realmente un asiento en el Senado, pero que se presentó también como aspirante a la presidencia3. La falta de preparación de Fujimori se evidencia en los análisis realizados después de terminado su primer

3 La Constitución peruana permitía que un candidato al Senado se presentara también como candidato a la presidencia.

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periodo de mandato: “Él no tenía un programa político, ni equipo de asesores, no tenía contactos o acuerdos con quienes manejaban el sector de los negocios, las principales instituciones multilaterales, los partidos políticos ni los medios de comunicación. (La excepción crítica era el ejercito)”4.

La explicación del triunfo de Fujimori a pesar de su poca experiencia política radica, según Ludolfo Paramio5, en la incapacidad de los par-tidos y políticos tradicionales para responder ante la difícil situación del país. Después del fracaso en el poder de dos partidos de derecha (ap y el apra), debía haberse abierto una posibilidad de gobernar para la izquierda, pero esta estaba dividida entre Henry Pease, del partido Izquierda Unida, y Alfonso Barrantes, de la Izquierda Socia-lista. Dicha división, en opinión de Paramio, ayudó a fortalecer a la alternativa independiente que aparecía en el panorama político de aquel entonces: Fujimori.

El nuevo presidente logró, en los dos primeros años de gobierno, con-trolar la hiperinflación y la inestabilidad económica con la aplicación de medidas de austeridad contrarias a las propuestas de campaña con las que había logrado el apoyo de la izquierda y que le habían abierto las puertas de la presidencia. Además consiguió dar fuertes golpes al grupo guerrillero Sendero Luminoso, lo que le hizo gozar de gran popularidad

Según Paramio, Fujimori logró en parte consolidar su gobierno “tritu-rando el sistema de partidos y creando una oposición parlamentaria fragmentada, con una proliferación de las candidaturas personali-zadas que reducen el peso de los candidatos de las organizaciones partidarias”6. El origen de este fenómeno lo ve dicho autor en la crisis

4 Traducción del texto: “He had no political program, no team of advisors, and no contacts or agreements with the powers-that-be - the business sector, the multilateral lending institutions, the political parties, and the media. (The one critical exception was the military)”, en Guillermo Rochabrun, “Deciphering the Enigmas of Alberto Fujimori. (Report on Peru)”, en NACLA Report on the Americas, July, 1996, disponible en www.hartford-hwp.com/archives/42a/012.html

5 “Perú: crisis de los partidos y transición a la democracia”, en Paniagua, Op. cit.

6 Paramio, Op. cit.

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generada por los deficientes resultados de los primeros gobiernos del retorno a la democracia.

En 1992, sacando provecho de la popularidad que gozaba, Fujimori dio el llamado “autogolpe”, que terminó con la redacción de un nuevo texto constitucional en el que se avalaba la reelección presidencial inmediata. En opinión de Aldo Olano, un factor determinante para lograr este quiebre democrático fue la cercanía del ejecutivo con las fuerzas militares que habían sido mantenidas al margen de la conducción política del país y que reclamaban una presencia más activa en ella. Este acercamiento a las fuerzas armadas fue “com-plementado” por un desprestigio a los poderes legislativo y judicial, que permitió al Presidente lograr apoyo popular para el autogolpe. En otras palabras, Fujimori se encargó de hacerle “mala publicidad” al legislativo7, y lo mismo hizo con la rama judicial al acusarla de no actuar con la fuerza y la efectividad necesaria contra los subversivos que eran capturados8. Para todo esto contó también con el apoyo de los medios de comunicación, que mostraron a Fujimori como el salvador del pasado corrupto que siempre rodeó a la política peruana.

Otro aspecto de gran importancia desde el inicio del gobierno de Fujimori fue que buscó lograr la “reinserción” de su país en el mundo, ya que por la cesación de pagos de deuda externa durante el gobierno de Alan García se había visto alejado del contexto internacional. En los acuerdos desarrollados con organismos internacionales con el fin de devolver credibilidad a Perú en el entorno mundial, el Presidente se comprometió a aplicar las medidas recomendadas por el fmi con el objetivo de lograr estabilizar la economía para, de esta manera, volver a tener acceso al crédito internacional y así lograr la recupe-ración definitiva.

Durante el periodo de receso del parlamento a principios de 1992, y dados los recurrentes abusos por parte de los gobernantes en la

7 A pesar de que en principio fue su aliado para poder aprobar la reforma neoliberal de ajuste que pretendía la estabilización económica, así como varias de sus propuestas de gobierno.

8 Aldo Olano, “Tentaciones autoritarias en la Región Andina”, en Pablo Andrade, Constitucio-nalismo autoritario, Editora Nacional, Quito, 2005.

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utilización de las facultades legislativas, algunos de los miembros del Congreso decidieron evaluar la posibilidad de reglamentar el uso de estas facultades, en busca de un control al ejecutivo.

El 5 de abril de 1992, tan solo un día antes del retorno a actividades del legislativo, Fujimori anunció que a partir del momento, y con el objeto de lograr acabar con el terrorismo y la corrupción, siempre existentes en el Perú, se constituía un “Gobierno de Emergencia y Reconstrucción Nacional”. La decisión incluía la suspensión de la Constitución de 1980 y establecía que todos los poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) quedaban a partir del momento en cabeza del propio Fujimori. Esto se confirmó con la toma militar de muchas de las instituciones representativas de dichos poderes. De esta forma se llevaba a cabo el mencionado “autogolpe”. La toma del poder fue apoyada por una vasta mayoría de peruanos que veían en este líder la única opción para salir de la crisis a todo nivel en que estaba sumergido el país.

La comunidad internacional se opuso al cierre del Congreso y a la consiguiente apropiación del poder en cabeza del presidente. Fujimori se vio obligado a negociar el regreso a la democracia, pero el acuerdo con organismos internacionales se dio sin participación de los partidos políticos tradicionales, es decir sin acuerdo político interno. Para iniciar el retorno a la democracia se debía hacer una pronta llamada a elecciones, que se cumplió con la convocatoria a un Congreso Constituyente Democrático (ccd) que se encargaría de legislar y además de redactar una nueva Constitución. Este Congreso fue elegido en 1992 con una mayoría fujimorista.

Las reformas realizadas por el ccd a la Constitución buscaron forta-lecer el poder del presidente; pero, para no extendernos demasiado, solamente comentaremos lo ocurrido con la reelección: el tema que no apareció en el primer Anteproyecto de Constitución. La explica-ción para esta omisión es que, en el momento de la presentación de ese anteproyecto, la popularidad de Fujimori no era la mejor, y la idea de mantenerlo en el poder no tendría la acogida deseada. Así lo expresaba Raúl Ferrero, quien aseguraba que “[e]l tema no se tocará

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hasta que se considere ‘oportuno’, seguramente, cuando luego de algún suceso fortuito o artificiosamente buscado, la popularidad del gobernante esté en alza”9.

Un tema siempre complejo en este tipo de reformas es si deben beneficiar a quien está en el gobierno o empezar a regir para quien le suceda, pero como era de esperarse debido a la mayoría que el presidente tenía en el ccd, en las mismas discusiones quedó claro que el presidente en ejercicio podría aspirar a ser reelegido en 1995. Es interesante también mencionar que en las mismas discusiones se propuso que la reelección se pudiera repetir indefinidamente, pero la propuesta fue rechazada y se optó por una sola reelección, ya que esta fórmula acercaba a algunos sectores que no siempre estaban de acuerdo con las iniciativas del gobierno.

En las elecciones de 1995 se reivindicó la altísima popularidad que entre los peruanos tenía Fujimori, quien obtuvo un 64% de los votos, más de 40 puntos por encima de su más cercano adversario, Javier Pérez de Cuéllar, quien venía de ocupar el cargo de secretario general de Naciones Unidas durante dos periodos, a partir de 1982.

El gran favoritismo que tenía el Presidente se vio reafirmado en la elección del Congreso realizada también en 1995, en la cual el partido del gobernante consiguió el 51% de los votos válidos, que le daban el control del 56% del legislativo, sin contar con las alianzas que pudiera realizar. Esto mantendría a Fujimori con su gran poder y sin riesgo de que fuera aminorado.

Desde que el gobernante inició su segundo periodo ya se hablaba de la importancia que tuvo en su reelección el Servicio de Inteligencia Nacional (sin) y del papel crucial que cumplió a la hora de aumentar su popularidad. Entre los recursos empleados por este organismo se encontraba la interceptación de los teléfonos de las principales figu-ras políticas, así como la vigilancia permanente sobre los militares

9 Raúl Ferrero, “Evaluación del primer anteproyecto de Constitución”, en Perú: secuestro y rescate de la democracia (1992-2000), Universidad de Lima, Lima, 2001. Publicado original-mente en Oiga, 31 de mayo de 1993.

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para impedir un alzamiento. También influyó en la opinión pública, pagando a columnistas para que hablaran a favor del mandatario y contratando encuestas para demostrar la gran acogida que este tenía entre la población10.

Poco tiempo después de la reelección de Fujimori se empezó a hablar de un tercer periodo para el mandatario con un argumento sencillo: la nueva Constitución permite la reelección y el mandatario sólo había sido elegido una vez con esta Carta. La discusión, que molestó bastante a la oposición, fue finalmente resuelta por el Congreso de la República con la proclamación de la Ley 26657 o Ley de Interpretación Auténtica, la cual establecía en su artículo único “que la reelección a que se refiere el Artículo 112 de la Constitución, está referida y condicionada a los mandatos presidenciales iniciados con posterio-ridad a la fecha de promulgación del referido texto constitucional. En consecuencia, interprétase auténticamente, que en el cómputo no se tiene en cuenta retroactivamente, los períodos presidenciales iniciados antes de la vigencia de la Constitución”11.

Algunas de las críticas que cayeron sobre esta ley son mencionadas por Edgar Carpio Marcos12. Se puede resaltar, entre estas, que hubo una usurpación de las facultades del poder constituyente; que clara-mente favorecía a una sola persona (en contravía del Artículo 103 de la Constitución); y que violaba también la irretroactividad de las leyes (la Ley de Interpretación Auténtica buscaba reglamentar un suceso ocurrido en el pasado: decía que las elecciones presidenciales efec-tuadas con anterioridad a la proclamación de la nueva Constitución no se debían tener en cuenta en el caso de una aspiración reelectoral). Pero la parte más complicada y que dio lugar a mayores discusiones sobre la constitucionalidad de la ley era que para la inscripción de la candidatura presidencial de Fujimori en 1995 (primera reelección),

10 Rochabrun, Op. cit.

11 www.cajpe.org.pe/rij/bases/legisla/peru/lh-rij14.HTMl

12 Edgar Carpio Marcos, “Constitución y reelección presidencial: el caso peruano”, en Boletín Mexicano de Derecho Comparado, N.° 98, nueva serie, año xxxiii, mayo-agosto de 2000, Instituto de Investigaciones Jurídicas, unam, disponible en www.juridicas.unam.mx/publica/rev/boletin/cont/98/art/art1.htm

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el periodo de 1990 a 1995 se tomó como una primera elección. Sin embargo, en 1997 se promulgó una ley según la cual ese periodo ya no se tenía en cuenta. En otras palabras, con una ley posterior se quiso cambiar un suceso anteriormente legislado. Se le quiso dar un carácter retroactivo a una ley y esto la hacía inconstitucional.

Todas estas críticas a la constitucionalidad de la Ley de Interpreta-ción Auténtica fueron presentadas ante el Tribunal Constitucional. Pero hubo problemas ya que, según los comentarios de Carpio, el diario oficial El Peruano publicó dos proyectos de sentencia diferen-tes, con resultados opuestos, lo que generó gran confusión entre la ciudadanía. Ninguno de los dos cumplía con los requisitos para ser una sentencia definitiva: uno de ellos, el que rechazaba la petición de inconstitucionalidad, estaba firmado por sólo dos magistrados; mientras que aquel que establecía la “inaplicabilidad” de la Ley de Interpretación Auténtica estaba suscrito por tres magistrados, y los otros cuatro firmaban como abstenciones, lo que no alcanzaba para que fuera legal, debía ser aprobado por el voto favorable del quórum completo (mínimo seis votos positivos).

Después de todas estas discusiones y tras haberse emitido la sentencia que impedía a Fujimori lanzarse para un nuevo mandato, el Congreso decidió iniciar una investigación en contra de los magistrados Manuel Aguirre Roca, Guillermo Rey Terry y Celia Revoredo Marsano (firman-tes de la sentencia que impedía al presidente en ejercicio presentarse para un tercer mandato), así como del presidente del Tribunal, Ricardo Nugent. A los tres primeros se les acusaba por haber publicado un proyecto de sentencia sin la aprobación de todos los miembros del Tribunal, requerida por ley, y al último por no haber hecho nada para impedirlo. La investigación terminó con la destitución de los magis-trados firmantes de la sentencia, en lo que fue entendido como una represalia por no apoyar las iniciativas gubernamentales.

Para solucionar los problemas que estas ausencias ocasionaban para obtener el quórum en las deliberaciones y decisiones del Tribunal, se optó por expedir la Ley 26801, en la cual se reducía temporalmente a cuatro magistrados el quórum, es decir la totalidad de los miembros, ya

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que de los siete, tres fueron retirados. Se hizo necesario que hubiera quórum completo para emitir cualquier resolución. Finalmente, se prohibió la abstención en las votaciones; siempre se debía emitir un juicio a favor o en contra de la decisión en consulta.

La candidatura de Fujimori presentaba serias anomalías, por lo que la oposición recurrió también a la participación ciudadana para derogar la Ley de Interpretación Auténtica13 por la vía de un referéndum y así inhabilitar al mandatario para su segunda reelección. Tan pronto se conoció esta iniciativa, el Congreso tramitó una ley que ponía como requisito adicional para realizar un referéndum el apoyo de una iniciativa legislativa votada por dos quintos de los miembros del Congreso. El grupo cívico Foro Democrático había iniciado la con-vocatoria de este referéndum antes de que se realizara este cambio, por lo que intentó conseguir copia de los registros electorales ante la Oficina Nacional de Procesos Electorales (onpe), pero esta se negó en razón de que la convocatoria no cumplía con el nuevo requisito (ya válido en el momento la solicitud). Ante esta negativa, el grupo Foro Democrático acudió al Jurado Nacional de Elecciones, que ordenó entregar los registros para iniciar la recolección de firmas.

Con el propósito de dificultar más aun el trámite para tumbar la Ley de Interpretación Auténtica el Congreso derogó el inciso c) del Artí-culo 39 de la Ley n.° 26300, Ley de los Derechos de Participación y Control Ciudadanos, el cual declaraba procedente el referéndum “[p]ara la desaprobación14 de leyes, decretos legislativos y decretos de urgencia”. Y en adición, para aquellas cuestiones que estuvieran en curso, se exigió una aprobación parlamentaria que debería contar con, al menos, cuarenta y ocho votos, es decir diez más de lo mencionado en el párrafo anterior.

Tras la inscripción del Presidente como candidato en diciembre de 1999 empezó una nueva ofensiva contra su tercer periodo, ahora en

13 Según el Artículo 37 de la ley que regula los mecanismos de participación en Perú este me-canismo “… puede ser solicitado por un número de ciudadanos no menor al 10 por ciento del electorado nacional”.

14 Las cursivas han sido añadidas.

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el Jurado Nacional de Elecciones, por las tachas15 que su candidatura presentaba. Los opositores del Presidente iniciaron inmediatamente un ataque muy fuerte contra su candidatura con un gran número de tachas, referidas principalmente a la violación al Artículo 112 de la nueva Constitución, al fallo del Tribunal Constitucional en el que se negaba la posibilidad de presentarse a un nuevo periodo a Fujimori, y al antecedente mencionado anteriormente, según el cual la candidatura del “Chino”, en 1995, era para su primera y única reelección. A pesar del gran número de reclamaciones en contra de la candidatura del mandatario y de las trabas que la ley traía para las deliberaciones, en muy poco tiempo se resolvieron, de manera que el 1 de enero de 2000 se publicó en el Diario Oficial la resolución en la que se negaban todas las tachas.

Todas estas maniobras para lograr un nuevo periodo presidencial, así como el descenso en el crecimiento económico medido en el Producto Interno Bruto, posiblemente generado por la fuerte lucha contra la inflación, terminaron con una baja en la popularidad del Presidente. Los problemas para el régimen continuaron con la denuncia sobre la falsificación de firmas para inscribir el nombre de Fujimori en la contienda presidencial16, ya que no lo hacía en nombre de ningún partido. Aquí se puede recordar que el primer mandatario se había encargado de desprestigiar a todos los partidos existentes. A pesar de estas denuncias no se logró concretar ninguna sanción. Los jueces que tenían a su cargo las investigaciones terminaron archivándolas y el jurado electoral mantuvo la inscripción. En adición a esto, los militares iniciaron una participación activa en la contienda electoral: “Instalaciones militares fueron utilizadas como locales partidarios y tanto oficiales como soldados realizaron actividades propias de mili-tantes de un partido político”17.

15 Las tachas son las posibles causales de nulidad, en este caso para la inscripción de la candi-datura del Presidente.

16 Olano, Op. cit.

17 Ibíd., p. 156.

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La caída en la popularidad del Presidente se reflejó en los resultados de las elecciones del 2000, en las que las mayorías obtenidas en oca-siones anteriores no se veían. Pero el punto más crítico llegó cuando al cierre de los comicios, de acuerdo con las encuestas realizadas a boca de urna, el candidato opositor Alejandro Toledo se acercaba al 50% de los votos, mientras que Fujimori se encontraba más de ocho puntos por debajo18. Después de esto, se cancelaron las emisiones informativas y sobre las ocho de la noche se dio como triunfador al candidato-presidente; pero los resultados definitivos oficiales sola-mente se dieron a conocer diez días después, con una victoria para Fujimori, con el 50% de los votos, frente al 40% de Toledo, su más cercano rival, lo que obligaba a una segunda vuelta.

Desde esa misma noche, y con la diferencia entre los resultados ofi-ciales y aquellos informados a partir de las encuestas, se iniciaron fuertes protestas que fueron finalmente ahogadas por las fuerzas militares. Toda esta situación generó rechazo en gran parte de la comunidad internacional, incluyendo a la Misión de Observadores de la oea, que “calificó el proceso como lleno de irregularidades”19. Esta misma dictó una serie de recomendaciones que pretendían dar garantías a la segunda vuelta presidencial.

A pesar de las presiones internacionales, que estaban poniendo en entre-dicho su legitimidad, el gobierno decidió ignorar las recomendaciones de la oea, con la disculpa de que los organismos encargados del manejo de las elecciones eran independientes y, por ello, el primer mandatario no podía hacer nada. Dadas estas circunstancias, el candidato de la oposición, Alejandro Toledo, renunció a su derecho a participar en la segunda vuelta, alegando que no había garantías para hacerlo. Los resultados de la segunda vuelta, con un candidato único, dieron a Fujimori una victoria con el 74% de los votos.

Con esta complicada situación, la esperanza de los opositores al régimen, cada vez más ilegítimo, se centró en los resultados de las

18 Ibíd., p. 157.

19 Ibíd., p. 158.

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elecciones parlamentarias, en las cuales el oficialismo logró tan sólo un poco más del 40% del control del Congreso. Pero “misteriosamen-te”, un tiempo después, el gobierno había logrado apoderarse de la mayoría en el legislativo. Decimos “misteriosamente”, entre comillas, ya que algunos meses después apareció un video en el que Vladimiro Montesinos, jefe de inteligencia y uno de los principales hombres de confianza del régimen, aparecía entregando una fuerte suma de dinero a uno de los congresistas de la oposición, “invitándolo” a brindar su apoyo al gobierno. La situación terminó con la salida de Fujimori del poder en noviembre de 2000.

Acerca de la gravedad de la crisis y de su origen, es muy significativo el hecho de que con la Ley n.° 27365 del 5 de noviembre de 2000 se eliminara la reelección, cuando aún se encontraba en el poder su promotor. Es interesante resaltar que la salida del Presidente de la primera magistratura fue motivo de grandes disputas entre los polí-ticos oficialistas y los opositores. La razón fue justamente su carta de renuncia, ya que, de acuerdo con la Constitución, el trámite normal en caso de renuncia del presidente de la República es a través del Congreso. Pero, debido a las acusaciones de corrupción, se inició un proceso a través del cual se pretendía declararlo “incapaz moral”.

Esta experiencia nos demuestra los riesgos que trae consigo el excesivo poder del presidente sin nadie quien pueda controlarlo. Fujimori logró apoderarse prácticamente de las tres ramas del poder, al tiempo que sacó del camino a cualquiera que se interpusiera, como hizo con los partidos políticos, los periodistas y políticos opositores y los altos jueces que no actuaban al acomodo del mandatario; de esta manera, tuvo vía libre para mantenerse en la presidencia, aun pasando por encima de las instituciones democráticas, apoyado en un alto nivel de popularidad. La crisis definitiva llegó cuando surgió una figura con cierto apoyo popular, Alejandro Toledo, quien al sentirse engañado con los resultados de la primera vuelta electoral decidió retirarse de la segunda vuelta y denunciar esta situación nacional e internacionalmente. A pesar de ello tardó varios meses en lograrse la salida del mandatario.

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Argentina

La historia argentina del siglo xx está marcada por gobiernos mili-tares, el último de los cuales, en cabeza de Jorge Rafael Videla, se inició en 1976 tras el derrocamiento de Isabelita Martínez, quien a su vez, había recibido la presidencia tras la muerte de su esposo Juan Domingo Perón, de quien ella era vicepresidenta. La principal disculpa utilizada por los golpistas era la descontrolada inflación, que incluso llegó al 434%. El gobierno dictatorial no logró verdaderamente detener la inflación, que se mantuvo sobre el 100%, lo que presionó el retorno a la democracia en 1983, con la elección popular de Raúl Alfonsín Foulkes, de la Unión Cívica Radical (ucr).

Durante su mandato, Alfonsín no logró estabilizar la economía ar-gentina, Carlos Saúl Menem Akil (justicialista), asumió la primera magistratura en 1989. La complicada situación se evidenciaba en las cifras de inflación y de crecimiento del pib durante el gobierno Radical. En cuanto a la inflación, la situación en principio fue especialmente difícil, ya que en el primer año de democracia rondó el 630%, pero luego se logró reducir un poco. Finalmente, en el último año de Al-fonsín, la inflación superó el 3 000%, lo que obligó a la renuncia del mandatario para permitir el asenso anticipado. El comportamiento del PIB fue, en principio, positivo, pero no suficiente para subsanar la situación inflacionaria. A partir de 1987 empezó una caída que terminaría con un decrecimiento del 7% en 1989.

A su llegada al poder Menem implantó medidas de austeridad para controlar la inflación, según las indicaciones del fmi, pero contrariando sus propuestas de campaña. Lograr estabilizar la economía le tomó tiempo, pero el éxito final de las medidas del presidente le hizo gozar de una gran popularidad, ya que logró reducir la inflación a niveles de dos cifras para 1992, después de haber estado durante dos años por encima del 2 300%. En cuanto al crecimiento económico, las medidas de Menem lograron devolver a Argentina a la senda del crecimiento a niveles por encima del 10% anual para 1991 y 1992.

Desde inicios del gobierno peronista, e incluso desde el periodo de Alfonsín, en Argentina se discutía la necesidad de reformar la

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Constitución para evitar volver a caer en dictaduras. Por ello la reforma se dio, aparentemente, de forma consensuada tras conversaciones entre los grandes partidos políticos argentinos, el Justicialista y el Radical. No se trató simplemente del deseo del gobernante, sino que fue el resultado de acercamientos entre varios líderes que traían visiones previas acerca de cómo se debía hacer la reforma. El primer documento que analizó la necesidad de la reforma, según María Laura San Martino de Dromi20, se remonta a 1986, cuando el Con-sejo para la Consolidación de la Democracia elaboró el denominado “Proyecto Radical”21. En general, las propuestas de este documento se encaminaban a evitar el exceso de poder en cabeza de un solo ciudadano. Cabe anotar que, según San Martino, la reelección fue abordada, pero como un factor secundario, en este momento. Este tema fue considerado en las nuevas constituciones provinciales, pero no a nivel nacional, debido a los malos resultados del gobierno de Alfonsín. En general, todas las reformas planteadas en este primer acercamiento buscaban equilibrar la división del poder para evitar repetir la trágica historia de las dictaduras.

Por otro lado, el Partido Justicialista, descendiente del peronismo, también presentó un documento sobre la necesidad de reformas a la Constitución: “Para consolidar la eficiencia del ejercicio de la democracia se necesita con jerarquía constitucional: ampliar la parti-cipación política y social; asegurar la división de Poderes; garantizar el Gobierno Republicano; eficientizar la legislación y la jurisdicción; consolidar la reforma del Estado; recrear el control del Poder; esta-blecer el equilibrio federal; regionalización interior y posibilitar la integración americana”22.

La intención de reformar la Constitución acordada por los dos gran-des partidos argentinos se manifestó, cuando Menem cumplía cerca de la mitad de su primer mandato, por medio del Pacto de Olivos,

20 María Luisa San Martino de Dormí, Formación constitucional argentina, Ciudad Argentina, Buenos Aires, 1995.

21 El nombre se debe a que se trataba de la propuesta del Partido Radical.

22 San Martino de Dormí, Op. cit., p. 242.

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que el 14 de noviembre de 1993 se publicó como un acuerdo en los objetivos planteados para la reforma; luego se firmó el llamado Pacto de la Rosada, el 13 de diciembre del mismo año. Estos dos acuerdos los realizaron los máximos dirigentes de los mencionados partidos: Raúl Alfonsín y Carlos Menem23.

Para describir la importancia que estos acuerdos tienen para la historia del país, como conformidad para reformar la Constitución, se pueden citar las palabras de Carlos Acuña: “Por primera vez en la historia argentina la Constitución es reformada por medio de un acuerdo entre el oficialismo y el primer partido de la oposición (esto es sin la imposición militar, ni de una mayoría que enfrenta la activa oposición del conjunto de la minoría)”24. Los dos partidos buscaron aquellos puntos en los cuales había coincidencias ideológicas para llevar a la Argentina a “un centro político donde no existía, de manera tal que se desarticularan las condiciones que habían hecho posible la lógica de las exclusiones”25.

Es interesante tener en cuenta otra lectura de este acuerdo, según la cual no fue tal, sino consecuencia de la presión que ejerció el partido en el poder. En palabras de Isidoro Cheresky, “el Pacto de Olivos entre Menem y Alfonsín en nombre de justicialistas y radicales, fue forzado por la amenaza de avanzar en la reforma invocando la voluntad popular en detrimento de las formas institucionales”26. Se comenta además que la firma del acuerdo significó un cambió de rumbo en los planteamientos radicales que se oponían drásticamente al actuar au-toritario del Presidente. A pesar de la muy alta popularidad que tenía Menem desde que logró volver a encauzar la economía argentina,

23 El más conocido de estos dos pactos y al que por lo general se hace más referencia es el de Olivos. Es por lo general difícil conseguir información sobre el de la Rosada.

24 Carlos Acuña, La nueva matriz política argentina, citado por Carla Carrizo, “Entre el consen-so coactivo y el pluralismo político: la hora del pueblo y el Pacto de Olivos”, en Desarrollo Económico, vol. 37, N.° 147, octubre-diciembre de 1997, disponible en http://links.jstor.org (ver dirección completa en la bibliografía).

25 Carrizo, Op. cit. Las cursivas se encuentran en el texto original.

26 Isidoro Cheresky, “Poder hegemónico y alternativas políticas en Argentina”, en Nueva So-ciedad, N.° 145, septiembre-octubre de 1996, p. 21-32, diponible en www.nuso.org/upload/articulos/2529_1.pdf

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se empezó a crear un bloque de oposición conformado tanto por peronistas desilusionados como por radicales que desconfiaban de los acuerdos con el partido de gobierno. Así, con la llegada de Carlos Menem al poder en 1989, el Partido Justicialista sufrió una fragmentación motivada por el tipo de políticas propuestas por el nuevo mandatario. Este partido tradicionalmente ha sido cercano a las clases trabajadoras, así que sorprendió a muchos justicialistas la implantación de medidas neoliberales de choque para enfrentar la situación de crisis (hiperinflación, principalmente) que se vivía. Da-das estas circunstancias, desde inicios de la década de 1990 algunos de los líderes del justicialismo decidieron abrir “toldo aparte” para alejarse del menemismo que, en su opinión, contrariaba los principios defendidos por Perón.

La principal cabeza disidente fue Carlos “Chacho” Álvarez, quien en 1990 hacía parte del llamado “grupo de los ocho”, junto con Germán Abdala, Darío Alessandro, Juan Pablo Cafiero, Luis Brunatti, Franco Caviglia, José Ramos y Moisés Fontella. Según el relato de Ollier, los últimos meses del año 1990 fueron también los últimos meses de la unidad del peronismo. Para diciembre ya se hablaba del “Movimiento Peronista”, pero el punto crítico que marcó definitivamente el retiro de varios de los peronistas del justicialismo fue el indulto propuesto por Menem a los militares de la dictadura27.

Por otra parte, la oposición al Presidente y más precisamente a los pactos firmados entre Menem y Alfonsín, nació de aquellos radicales que se sentían traicionados con lo acordado. Gran parte del creci-miento que logró la fuerza opositora se debió al débil papel jugado por la ucr como contrapeso del PJ. Ollier dice que esto se evidencia con la firma del Pacto de los Olivos, “documento donde el partido centenario de Alem e Yrigoyen abandona toda pretensión de recuperar un espacio opositor claro”28.

27 María Matilde Ollier, Las coaliciones políticas en la Argentina. El caso de la Alianza, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2001.

28 Ibíd., p. 44.

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A partir de este momento se debe contar la historia de la Argentina desde dos perspectivas distintas, pero que finalmente van de la mano. Por un lado el fortalecimiento del gobierno de Menem, y por el otro los diferentes niveles de integración entre los opositores hasta la conformación de la Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación (conocida como la Alianza) que derrotaría al justicialismo en las elecciones de 1999. Para iniciar este análisis se puede partir de las reformas que se hicieron a la Constitución y sus consecuencias.

En principio, los dos grandes acuerdos firmados en Argentina, así como los documentos previos preparados tanto por el justicialismo como por el radicalismo, mostraban el interés de todos por evitar la excesiva concentración de poder en cabeza del Presidente, al mismo tiempo que la intención de dar mayores poderes al legislativo y for-talecer el poder judicial.

Para realizar una reforma a la Constitución era necesario hacerlo a través de una ley que declarara su necesidad. La obligatoriedad de este procedimiento explicaría en parte la búsqueda de los acuerdos, ya que a pesar de que el justicialismo contaba con las mayorías en el Congreso, no alcanzaba los dos tercios requeridos para aprobar este tipo de leyes. Desde las primeras líneas de la Ley n.º 24309, de Declaración de la Necesidad de Reforma, promulgada en 29 de diciembre de 1993 y sancionada ese mismo día, se planteaba el “nú-cleo de coincidencias básicas”, cuyo punto central era la necesidad de reducir el acentuado presidencialismo de la democracia austral. La ley planteaba claramente aquellos factores en los cuales se podía reformar la Constitución, e incluía algunas propuestas de cómo de-bería quedar la nueva Carta.

En relación con los temas de mayor importancia para el presente escrito, la mencionada ley planteaba la reducción del periodo pre-sidencial (y de los congresistas) de seis a cuatro años; la reelección inmediata por un único periodo; la elección directa y con doble vuelta del presidente (recomendada en varios de los documentos previos); así como la reducción de las facultades especiales del jefe de Estado para “dictar reglamentos”. El fortalecimiento de la rama judicial fue

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otro de los pilares de la ley que antecedió el cambio constitucional, buscaba la distribución del poder de una manera más equitativa, evitando la concentración en uno solo de los poderes tradicionales.

Pero este tipo de iniciativas que aparentemente buscaban quitarle poder al Presidente terminaron por no resultar bien, ya que, por ejemplo, por primera vez en las Constituciones argentinas se per-mitió que un presidente emitiera decretos con fuerza de ley, aun cuando se impusieron ciertas restricciones. Esta facultad debía ser reglamentada a través de una ley expedida por el legislativo, pero tan sólo hasta la promulgación de la Ley 26122 de 20 de julio de 2006 se llevó a cabo esa reglamentación. Esto es, los presidentes argentinos desde Menem hasta el año 2006 pudieron utilizar esta facultad sin mayores restricciones.

Todas las reformas que buscaban quitar poder al Presidente, según varios autores, terminaron fortaleciendo al mandatario. Para ilustrar el punto más claro: la oposición siempre buscó el fortalecimiento de la justicia, pero desde su llegada a la presidencia Menem pretendió controlar esta rama del poder, lo que lograría realizar sólo después de la reforma. Según lo comenta Christopher Larkins29, al llegar Menem al poder se dio cuenta de las trabas que la justicia (la Corte Suprema especialmente) había puesto al mandato de Raúl Alfonsín, por lo que intentó, con ayuda de sus colaboradores, reorganizar la Corte de una manera que fuera más favorable a sus intereses. Para ello, comenta el mencionado autor “los miembros del círculo cercano a Menem ofrecieron embajadas y otros cargos de prestigio a varios de los Magistrados con el objetivo de inducir su renuncia y así darle al presidente la posibilidad de llenar las vacantes creadas. Jorge Luis Manzano, líder del partido peronista del presidente en la Cámara de Diputados supuestamente amenazó a algunos Magistrados en parti-cular con la impugnación si se negaban a renunciar a sus cargos”30.

29 Christopher Larkins, “The Judiciary and Delegative Democracy in Argentina”, en Compara-tive Politics, vol. 30, N.° 4, July, 1998, p. 423-442.

30 Texto original: “members of Menem’s inner circle reportedly offered ambassadorships and other prestigious posts to various justices in order to induce their resignations, thereby giv-ing the new president a few vacancies to fill Jorge Luis Manzano, leader of the president’s

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Ninguna de las dos maniobras tendientes a lograr la mayoría de res-paldo en la Corte fue muy exitosa: solamente uno de los magistrados efectivamente renunció, pero aun así Menem tenía las mayorías.

Al mismo tiempo que esto ocurría en el gobierno y que Menem lograba aumentar su poder, la oposición empezaba a fortalecerse. Tras salir a la luz pública algunos sucesos poco claros como los comentados por Fernando Cárdenas y Jorge González en el libro Los watergates latinos, la imagen del Presidente se vio afectada. Un ejemplo es la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia, que incluyó, de acuerdo con los periodistas, casos trágicos como la explosión de Río Tercero, en la cual se perdieron posibles pruebas de los negocios del Presidente y la cúpula militar. Hubo pruebas que demostrarían que la explosión no fue accidental; además, se había ya organizado una visita judicial que tendría lugar algunos días después de la detonación y también se comentó que por esos días llegaría una comisión de croatas a revisar la producción de las armas adquiridas, pues no estaban conformes con la calidad de las mismas31.

La pérdida de popularidad de Menem facilitó un acercamiento entre los diferentes grupos opositores al gobierno. Las alianzas se fueron dando poco a poco, a medida que los líderes se daban cuenta de que para lograr derrotar al justicialismo en cabeza del presidente se necesitaba unidad. Antes de llegar a conformarse el Frente del País Solidario (Frepaso)32, se dieron una serie de nuevos movimientos, uniones y separaciones, hasta llegar a la fuerza que dio la sorpresa en las elecciones legislativas de 1997.

Para empezar, “Chacho” Álvarez, junto con otros políticos, crearon el Movimiento por la Democracia y la Justicia Social (Modejuso), en 1991, en la ciudad de Buenos Aires. A este movimiento opositor se sumaron la Democracia Popular, de Graciela Fernández Meijilde, así

Peronist party in the chamber of deputies, also supposedly threatened particular justices with impeachment should they refuse to resign”.

31 Fernando Cárdenas Hernández y Jorge González, Los watergates latinos, Ediciones B, Bogotá, 2006.

32 Primer partido o coalición surgida como oposición a Menem.

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como parte del Partido Intransigente (PI) y del Partido Comunista, para crear el Frente por la Democracia y la Justicia Social (Fredejuso), que se destacó en el momento por haber hecho realmente oposición al atacar al gobierno, al que calificó de “lleno de puntos oscuros e irregularidades”33. Con el paso del tiempo, más líderes y movimien-tos pequeños siguieron agrupándose en torno a Álvarez: “Viejos comunistas, demócratas cristianos, socialistas, militantes y dirigentes desencantados del peronismo y también algunos radicales van cons-truyendo un magma multicolor, repleto de discursos contestatarios y a veces contradictorios”34

Para las elecciones presidenciales de 1995, al Fredejuso se unió José Octavio Bordón, quien también huyó de las filas peronistas para finalmente conformar el Frepaso. Para elegir el candidato por esta coalición antimenemista a la presidencia se realizaron elecciones internas, en las que triunfó, por poco margen, Bordón, posiblemente por su imagen conservadora, considerada mejor para la estabilidad por algunos sectores. Los lemas con los cuales se identificaría el Frepaso serían la lucha contra la corrupción, independencia del poder judicial y aspiración de igualdad social.

En 1997 se hizo evidente que el poder que estaba consiguiendo Menem solamente se podría contrarrestar con una sociedad entre los dos grandes movimientos opositores, el Frepaso y la ucr. Finalmente, y después de mucho tiempo de renuencia de lado y lado, el 2 de agos-to de 1997 se confirmó la creación de la Alianza. Como el presente escrito tiene por objeto analizar el tema específico de los terceros mandatos, no entraremos en los detalles de lo que fue la Alianza ni de las estrategias electorales con las que enfrentó al menemismo, sino que iremos directamente a lo que ocurrió con la idea de la segunda reelección del gobernante justicialista.

En primer lugar debemos examinar el panorama político que se abría ante Menem, y las posibles estrategias del mandatario para 1999.

33 Ollier, Op. cit. p. 42.

34 Ídem.

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El principal objetivo del Presidente era mantenerse como el jefe de su partido, y para cumplirlo tenía varias posibilidades: podía inten-tar saltarse la Constitución, que lo inhabilitaba para lanzarse a un nuevo periodo; candidatizar a la presidencia a uno de sus cercanos o entorpecer el camino del candidato que no fuera de su equipo (que resultó siendo Eduardo Duhalde)35.

Al momento de buscar su tercer periodo, Carlos Menem debería pasar por encima de las disposiciones transitorias incluidas en la Constitución de 1994, la novena de las cuales decía: “El mandato del Presidente en ejercicio al momento de sancionarse esta reforma, deberá ser considerado como primer período (corresponde al Art. 90)”, artículo es el que posibilita una reelección presidencial.

La voraz ofensiva de Menem, para lograr su tercer periodo atravesó dos momentos. El primero centrado en el Parlamento, transcurrió entre noviembre de 1996 y julio de 1998. El segundo que se inició en diciembre de 1998 y terminó en junio de 1999, supone la vía judicial, pero la reforma constitucional presentaba severos obstáculos a media-dos de 1998; la Corte Suprema de Justicia resulta el único camino36.

En cuanto al paso por la Corte, esta se encargó de dejar claro que la discusión sería de carácter político más que jurídico, al comentar que si el pueblo así lo quería, la Corte no se interpondría en el camino de Menem, con lo que se demostraba el control que el Presidente tenía sobre estos magistrados.

En su búsqueda por lograr mantenerse en el poder por un periodo adicional al que le permitía la reforma de 1994, lo primero que tendría que hacer Menem era convencer a sus copartidarios. Lo logró en el congreso realizado por el Partido Justicialista en julio de 1998, el cual apoyó la iniciativa presidencial. Esta, que se podría ver como la pri-mera etapa para clarificar el camino a la tercera elección de Menem, se convirtió también en la demostración de su debilidad al interior del

35 Tomado del análisis hecho por María Matilde Ollier.

36 Ollier, Op. cit., p. 103.

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justicialismo, porque a pesar del aparente triunfo menemista, a esta reunión no acudieron dos de los más fuertes detractores del Presidente al interior del partido y que, además, figuraban como algunas de las figuras poderosas ante la opinión pública: Eduardo Duhalde y Carlos Reutemann. Es interesante tener en cuenta que tan sólo un mes antes de esta reunión los medios de comunicación anunciaban el acuerdo que se había alcanzado entre los dos principales líderes del justicia-lismo, Menem y Duhalde, y que estos mismos se encargarían de la presidencia y la vicepresidencia del partido, respectivamente37.

La jugada definitiva que iba a dar por terminada la nueva aspiración presidencial de Menem estaría en manos de Eduardo Duhalde, go-bernador de Buenos Aires, donde se encontraba la mayor oposición al Presidente. La estrategia del Gobernador tuvo en cuenta princi-palmente dos factores: la posición de la Corte Suprema de buscar apoyo popular para aprobar la nueva reelección, y el poco apoyo que tenía el Presidente en la capital. La llevó a cabo por medio de una propuesta de un plebiscito en Buenos Aires para preguntar a la gente si quería o no la continuidad de Menem con un nuevo periodo. La razón: la Corte había anunciado que apoyaría un tercer periodo solamente si el pueblo así lo quería, y era claro que en la capital ar-gentina no había apoyo para el mandatario. Allí la oposición se había abierto camino y la propuesta de Duhalde sería una clara derrota para Menem. Ollier resume así las razones por las cuales fracasó el intento de segunda reelección de Menem: “la amenaza de consulta en la provincia de Buenos Aires, la debilidad partidaria derivada de su profunda escisión, los rechazos institucionales al intento reelec-cionista”38. Cabe precisar que fue tan sólo después del fracaso del Congreso Justicialista mencionado arriba que la Corte “alertó sobre la ausencia de un fallo a favor”39 del levantamiento a la prohibición constitucional a Menem.

37 Mariano Pérez de Eulat, “El PJ encontró una salida para dejar conformes a todos”, en El Clarín, 17 de junio de 1998, disponible en www.clarin.com/diario/1998/06/17/t-01201d.htm

38 Ollier, Op. cit., p. 104.

39 Ibíd., p. 105.

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A principios de marzo de 1999, Ricardo Bustos Fierro, un juez de Córdoba, le volvió a abrir las puertas a las intenciones de Menem de ser elegido gobernante por tercer periodo consecutivo, al fallar a favor de permitir la participación del Presidente en las elecciones internas que debería realizar el justicialismo para definir su candidato a la contienda presidencial que se realizará el mismo año. En una columna publicada en el diario El Clarín el 5 de marzo se comentó que la decisión del juez no era una sentencia definitiva sobre el asunto de fondo con respecto al artículo transitorio, sino que simplemente era una herramienta para que el mandatario no perdiera su oportunidad de participar en las elecciones internas mientras se producía el fallo definitivo que en últimas debía dar la Corte Suprema. En el análisis del medio informativo se volvía a resaltar que, aun cuando el mene-mismo contaba con el apoyo de cinco de los nueve miembros de la Corte, esta solamente estaría dispuesta a tumbar el impedimento si Menem lograba demostrar un amplio apoyo político40.

Tras esta decisión la oposición se lanzó con fuerza en contra de la posibilidad de un nuevo mandato de Menem. Para entonces la “opo-sición” incluía a Duhalde en adición a la Alianza que, como ya se mencionó arriba, desde su inicio se propuso acabar con el excesivo poder que venía acumulando el Presidente. El más claro resultado obtenido por esta integración antimenemista se dio en la Cámara de Diputados, la cual hizo una férrea defensa de la Constitución aprobada por el 62% de los parlamentarios, incluidos seguidores de Duhalde, miembros de la Alianza, el Frepaso y el radicalismo entre otros. El pronunciamiento decía que todos los funcionarios estaban obligados a obedecer la Constitución y, en palabras de El Clarín: “Que el texto de la Constitución reformada en 1994 no admite lecturas en sentido contrario respecto de que el presidente Menem carece del derecho a ser candidato para un nuevo mandato, una vez que finalice el que le concedió su reelección en 1995 (cláusula transitoria novena). Que cualquier interpretación que desnaturalice la claridad del texto cons-titucional implica su violación, lo que encuadra a sus autores en la

40 “El fallo del juez de Córdoba cayó a la medida del menemismo”, en El Clarín, 5 de marzo de 1999, disponible en www.clarin.com/diario/1999/03/05/t-00801d.htm

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figura de infames traidores a la Patria (Arts. 36 y 29)”. En el mismo pronunciamiento los diputados solicitaron que se abriera, por parte del Consejo de la Magistratura, un proceso en contra del juez Bustos, quien habilitó a Menem para participar en la elección interna del justicialismo41.

Luego de este suceso, según lo comenta Ollier, Menem volvió a inten-tar las vías jurídicas. Declaró que la Constitución era interpretable y que aquella interpretación que dieran los jueces sería el sentido que debía tener. Pero el tiempo y las diferencias al interior del peronismo jugaron en contra de las intenciones del primer mandatario. Llegado a este punto el mandatario terminó por dar una mano a la Alianza para permitirle llegar a la presidencia en las elecciones que se llevarían a cabo a finales de 1999 ya que, luego del fracaso de su posibilidad de mantenerse en el poder por otros cuatro años, como se mencionó arriba, haría lo posible por mantenerse como líder de su partido, lo que conseguiría si el candidato justicialista perdía en las elecciones de diciembre, pero de una manera en que él no se viera directamente involucrado en la derrota (esto teniendo en cuenta que el candidato más opcionado al interior de su partido era su más gran detractor dentro del peronismo y no uno de sus seguidores). Para cumplir este propósito Menem utilizó diferentes estrategias destinadas a mostrar que él era el verdadero líder del partido y que Duhalde no estaba preparado o no tenía las capacidades para gobernar.

En general, en los meses de campaña el Presidente se dedicó a dar un apoyo irregular a Duhalde, de tal forma que no se viera su poco soporte al candidato. Un ejemplo de esto fue que Menem finalmente llamó a su partido a la unidad en torno al candidato oficial pero, en palabras de Ollier, “deja la campaña en manos de Duhalde”, con lo que se quitó de encima la responsabilidad de una derrota en las urnas. En sus intervenciones, el Presidente intentó dejar claro que el gobernador era el candidato del peronismo, pero que él era el jefe del PJ. En razón de esta situación y de la mala imagen que tenía

41 Armando Vidal, “Contundente rechazo a la reelección en la Cámara de Diputados”, en El Clarín, 11 de marzo de 1999, disponible en www.clarin.com/diario/1999/03/11/t-00301d.htm

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Menem en parte de la población, Duhalde se vio obligado a acercarse y alejarse alternativamente del Presidente, y cada vez se evidenciaron más las diferencias al interior del partido, lo cual fue aprovechado por la oposición para capitalizar un mayor número de votos.

Como resultado de esta estrategia de Menem para mantenerse como líder de su partido aun a costa de la pérdida de la presidencia; del constante cambio de un lado a otro de Duhalde para acercarse o alejarse de su jefe en el justicialismo según le convenía; de la insa-tisfacción general de la ciudadanía con los últimos años del gobierno Menem y de la estrategia de integración de la oposición, finalmente triunfó Fernando de la Rúa, candidato de la Alianza a la presidencia de la República en 1999.

Es interesante comentar acá que la tensa situación política de la Ar-gentina del fin de siglo se vio reflejada también en la pronta salida de De la Rúa de la primera magistratura por la falta de cohesión de la Alianza. Las tensiones provocadas por las diferentes formas de pensar el país terminaron con una pronta ruptura de la entonces débil Alianza. Para sintetizar lo ocurrido y no entrar en detalles de esta crisis que no está directamente relacionada con la presente investigación, basta decir que después de casi un año en el poder y debido a varios escándalos relacionados con aprobación de leyes, y como consecuencia de la crisis económica, a finales de 2000 renun-ció el vicepresidente Carlos “Chacho” Álvarez42. Su dimisión hizo más insostenible la situación del gobierno, ya que de la Alianza sólo quedaba la ucr. Un año más tarde, tras el empeoramiento de la situa-ción interna en Argentina y dada la falta de apoyo a De la Rúa, este debió renunciar para ser sucedido definitivamente por el justicialista Eduardo Duhalde.

A diferencia del caso peruano, en Argentina la permanencia del sis-tema partidista, así como la existencia de figuras diferentes a Menem al interior del justicialismo, impidieron que, a pesar de la popularidad

42 Para estas elecciones presidenciales la Alianza, creada –como se mencionó– por una unión entre el Frepaso y la ucr, postuló a Fernando de la Rúa (radical) a la presidencia y a Álvarez a la vicepresidencia (Frepaso).

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de que gozaba el mandatario (aun cuando no era tanta como la de Fujimori), este hiciera su voluntad, de modo que debió resignarse al retiro al término de su segundo mandato.

Recomendaciones para Colombia

A la hora de estudiar lo que actualmente ocurre en Colombia deben tenerse en cuenta, en primer lugar, las coincidencias entre Perú y Argentina en el decenio de 1990 y Colombia en la primera década del siglo xxi. Aquellas dos naciones intentaban recuperar la democracia enfrentándose a muy difíciles condiciones económicas de hiperinfla-ción y recesión, con el añadido, en el caso peruano, de una compli-cada situación de orden público provocada por Sendero Luminoso. En el caso colombiano la llegada de Álvaro Uribe coincidió con unas condiciones de crisis de orden público motivadas por el rompimiento, tras el secuestro de un avión, del proceso de paz que el gobierno de Andrés Pastrana adelantaba con la guerrilla de las Farc. El pueblo colombiano se sentía engañado respecto a las intenciones de paz de la guerrilla y, por ello, la “mano firme, corazón grande” propuestos por el candidato independiente Álvaro Uribe43 aplastaron a sus rivales en las elecciones de 2002, permitiéndole triunfar en primera vuelta. Era la primera vez que esto ocurría desde la aprobación de la doble vuelta en 1991.

El éxito en las elecciones le permitió un amplio margen de negocia-ción con el Congreso, donde también logró contar con una mayoría que le facilitaría el trámite de sus propuestas. A pesar de la populari-dad de que gozaba durante su primer mandato, Uribe recibió varias acusaciones por el nombramiento de familiares de congresistas, prin-cipalmente en el servicio exterior. El escándalo llevó a que un gran número de senadores y representantes se declararan impedidos para votar en los debates que aprobarían la reelección, por tener familiares en el gobierno. Lo curioso de esta situación fue que los mismos con-gresistas impedidos eran los encargados de definir la suerte de los

43 Aun cuando durante toda su carrera política Uribe hizo parte del Partido Liberal quiso pre-sentarse como independiente.

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demás, esto es, quienes recibían la autorización para votar a pesar de sus impedimentos se encargaban a su vez de permitir la participación a los que también tenían impedimentos, por ello todos terminaron habilitados para votar.

Pero antes de profundizar más en este tema es importante comentar el gran éxito obtenido por el Presidente en sus primeros años de gobierno, lo que le permitió mantener en alto su popularidad, al punto de conseguir la modificación constitucional que le permitiría mantenerse en el poder por cuatro años más. La clave de su éxito fue devolver la confianza a los ciudadanos en la posibilidad de viajar por el país. Al igual que los otros mandatarios a quienes nos hemos refe-rido, Álvaro Uribe no cumplió lo que había prometido: en Argentina y Perú hablaron de manejo económico cercano a la izquierda y termi-naron con reformas neoliberales; en Colombia el presidente ofreció acabar con la guerrilla en seis meses y logró mejorar el tránsito por las carreteras. Es importante reconocer que esta mejora en la imagen interna se reflejó en un aumento en la confianza inversionista que permitió un importante crecimiento económico favorable para varias industrias, pero que no se ha visto reflejado en los niveles de pobreza del país. Los resultados en la lucha contrainsurgente no fueron en este periodo tan notorios como los de Fujimori contra Sendero, pero Uribe logró aumentar su popularidad.

Esta situación de triunfos logrados exaltados por los medios de comu-nicación puede llegar a parecerse a la que se vivió en Perú. Diversos medios muestran una tendencia a presentar noticias favorables al Presidente. Otro tema en el que encontramos una similitud con el proceso peruano es el desprestigio de la oposición, aunque es ne-cesario aclarar las diferencias entre uno y otro caso. El desprestigio creado por Fujimori en gran parte se relacionaba con temas de la vida personal expuestos en la llamada “prensa chicha” o amarillista, que mostraba (o montaba) comportamientos poco éticos de los políticos opositores. En el caso colombiano el desprestigio ha sido provocado directamente desde el gobierno, que ha tildado a sus opositores de “terroristas de corbata”, por ejemplo, y ha hablado de la “añoranza del comunismo” para referirse a algunas propuestas en su contra, en

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una clara alusión a los grupos guerrilleros que hoy en día no cuentan con ningún apoyo en la ciudadanía.

Volviendo sobre el tema de la reelección, además de la mencionada situación de las posibles inhabilidades rechazadas, hace algunos meses estalló un escándalo referido a la forma como se aprobó el proyecto de reforma constitucional. En el año 2004, en uno de los últimos debates que debió surtir la reelección en la Cámara de Re-presentantes se veía prácticamente un empate en el resultado de la votación en la Comisión Primera, encargada de discutir esta refor-ma. Pocos días antes de la votación definitiva apareció una foto en la cual figuraban, supuestamente, aquellos que votarían en contra del acto legislativo; eran una pequeña mayoría por escaso margen, pero suficiente para hundir la reforma. Al momento de hacer la vota-ción uno de los congresistas que aparecían en la foto no se presentó (Teodolindo Avendaño) y otro cambió su voto (Yidis Medina). En su momento esto generó serias dudas sobre la legitimidad del acto, pero estos congresistas declararon no haber recibido nada a cambio. Sin embargo, a principios de 2008, la representante Medina confesó haber recibido varios puestos a cambio de su voto, por lo cual debió ir a la cárcel. A pesar de todo esto, la Corte Constitucional se negó a revisar su sentencia sobre la legitimidad de la reforma en razón de un vencimiento de plazos.

En su momento hubo otro escándalo similar con el nombramiento de Fernando Cepeda Ulloa como embajador de Colombia en Francia. El problema con este nombramiento era que Cepeda Ulloa era el padre de Manuel José Cepeda, uno de los magistrados que dieron el visto bueno de constitucionalidad a la reelección. Fernando era un académico muy reconocido en el país, que antes había ocupado otros cargos diplomáticos, así que no se probó ninguna relación entre la decisión del magistrado y el nombramiento del académico. Este tema se puede ligar a otra situación que trae consigo la reelección: la posibilidad del Presidente de nominar a la mayoría de los magis-trados al terminar los primeros cuatro años, lo cual pone en riesgo el equilibrio de poderes.

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Los otros temas que se deben tener en cuenta en este análisis tienen que ver con el papel de los partidos políticos y con la existencia de otros líderes que fueran capaces de ocupar la presidencia en cada uno de los casos examinados, para observar finalmente la situación colombiana. En cuanto a los partidos políticos, los procesos de Argen-tina y Perú fueron completamente diferentes. En el país andino las regulares administraciones post-dictaduras hicieron perder toda la fe en este tipo de agrupaciones. Tras su triunfo en las urnas, Fujimori se encargó de acabar con lo poco que quedaba de los partidos tradi-cionales acusándolos de ser los culpables de la crisis que afectaba a la nación. Ello, sumado al mencionado tema de la prensa “chicha”, hizo que la mayoría de ciudadanos perdiera toda la confianza en la política tradicional. La falta de aglomeración en torno a un proyecto político diferente al fujimorista en parte causó la imposibilidad de reaccionar ante el exceso de poder del presidente.

En Argentina la situación fue muy diferente ya que, a pesar de tam-bién haberse vivido un difícil retorno a la democracia, los partidos mantuvieron un papel importante en la política. Así fue como un acercamiento entre los dos grandes partidos tradicionales (pj y ucr) permitió la reforma a la Constitución, y una alianza entre dos de los más importantes partidos (ucr y la Alianza) permitió hacer contrapeso a la hegemonía de Menem. En Colombia la situación que encontra-mos está en la mitad de las dos presentadas. Por un lado, el Presi-dente, a pesar de haber pertenecido toda su vida política al Partido Liberal, representa a un partido independiente creado a propósito, para mostrarse alejado de aspectos negativos de la política. Por el otro lado, se vive una “reconfiguración” en los partidos políticos, en la cual los tradicionales parecen perder su influencia pero aparecen nuevas fuerzas que reagrupan a sus antiguos miembros en torno a una nueva idea44. Para Francisco Gutiérrez Sanín45 este cambio en los partidos sucede desde 1998, con el término del gobierno de Ernesto Samper y la llegada de Andrés Pastrana. El mismo autor

44 El apoyo al presidente Uribe.

45 Francisco Gutiérrez Sanín, “¿Más partidos?”, en Francisco Leal Buitrago, En la encrucijada. Colombia en el siglo XXI, Norma, Bogotá, 2006.

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comenta que se puede hablar de tres tipos de partidos o de políticos en Colombia: los tradicionales, es decir liberales y conservadores; los independientes, entre los cuales resalta la izquierda, hoy en día en cabeza del Polo Democrático Alternativo y, por otro lado, Antanas Mockus con sus Visionarios; y, finalmente, pero con la mayor fuerza, los políticos “transicionales”, aquellos que han militado en alguno de los partidos tradicionales pero que han encontrado políticamen-te mejor “independizarse”, como el caso de Noemí Sanín o Álvaro Uribe, quienes crearon sus propios partidos, Sí Colombia y Primero Colombia, respectivamente..

La situación de los transicionales se puede ejemplificar muy claramen-te con el caso de Cambio Radical, creado por un grupo de liberales disidentes que no estaban de acuerdo con la forma en que el partido eligió a Horacio Serpa como candidato a la presidencia en 199846; esta nueva agrupación sólo llegó a tener ese nombre en el año 2000. Para el tema que compete al presente artículo, se puede ver que ac-tualmente su presidente es Germán Vargas Lleras, quien desde su salida del Partido Liberal y en conversaciones posteriores ha dejado abierta la puerta para volver a dicho partido. Es importante observar que gran parte de los votos perdidos por los liberales los gana Cambio Radical y que en zonas tradicionalmente liberales las nuevas mayorías pertenecen a la colectividad transicional.

Por otro lado, siguiendo con la idea de aquellos políticos que se des-prenden de sus partidos para sacar provecho de ciertas condiciones especiales (en este caso la popularidad y el apoyo al Presidente), aparecen otros partidos como el Partido Social de Unidad Nacional (Partido de la U), pero son agrupaciones que posiblemente desapa-recerán cuando la figura que siguen salga de la escena política.

Algunos de los seguidores de Uribe creen que la mejor forma de consolidar el apoyo al Presidente en el Congreso es la creación de un partido único uribista que garantice la unidad de bancada. A este

46 También se pueden incluir como causas de esta separación el manejo que el partido le dio al gobierno de Ernesto Samper y las acusaciones que a este último se le hicieron por el ingreso de dineros del narcotráfico en su campaña.

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propósito no se quisieron unir un gran número de los seguidores del actual mandatario, por lo que hoy en el Congreso aún es difícil para el gobernante una clara obediencia de sus seguidores, hay algunos temas en los que ciertos bloques deciden no apoyar las iniciativas presidenciales. Por otro lado, los impulsores de este grupo querían también que el Presidente se presentara a su reelección como can-didato de la agrupación, pero, como se expuso arriba, Uribe prefie-re seguir “solo”. La actitud del mandatario se explica no sólo por su “independencia” sino también, como lo menciona Gutiérrez47, por el difícil entramado de amistades y apoyos con los que cuenta Uribe. Entre las agrupaciones que lo apoyan están los conservadores, algunos liberales, agrupaciones protestantes, entre otros, de manera que acercarse a un partido específico podría significarle perder el apoyo de los demás. Aun cuando aparentemente se podría pensar en una crisis de los partidos tradicionales, realmente se trata de una reorganización que en parte es circunstancial.

En cuanto a la aparición de figuras capaces de hacer un contrapeso al actual gobernante, la situación se puede parecer más a la ocurrida en Perú, ya que en el panorama actual no se ve ningún personaje que pueda al menos acercarse al mandatario. En encuestas que se han publicado en diferentes medios aparece un fenómeno preocupante en este sentido. En un supuesto escenario de elecciones presidenciales con la participación de Uribe, este lograría una votación incluso supe-rior al 70%, mientras que ninguno de sus contendientes llega al 10%. Sin la presencia del actual gobernante la mayor votación no alcanza el 20%, es decir, ninguna figura podría contrarrestar al Presidente. Es un panorama preocupante ya que la acumulación excesiva de poder que ese “unanimismo” genera puede terminar en situaciones poco democráticas, en las que las voces en contra del gobierno sean silenciadas y se acabe con un elemento fundamental de la democracia, como lo es el respeto a las minorías y a la oposición.

47 Francisco Gutiérrez Sanín, “Estrenando sistema de partidos”, en Análisis Político, N.° 45, Bogotá, mayo-agosto de 2006.

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Finalmente, se puede observar la forma en que se pretende aprobar esta nueva modificación de la Constitución que busca abrir las puer-tas a un tercer mandato. Para evitar que se repita lo ocurrido con la primera reforma, en este caso se ha planteado que se haga a través de un referendo. La ventaja que tiene esta situación sobre lo ocurrido en Perú, y que en últimas se acerca a lo ocurrido en Argentina, es que se hará por participación, a petición de los ciudadanos. El apoyo que ha recibido esta iniciativa es bastante positivo, al punto de presentar cerca de tres veces el número de firmas necesarias para iniciar el proceso. El problema se da primero en términos de la afectación de la llamada arquitectura constitucional, que implica triplicar el tiempo en el poder del presidente sin hacer nada con las demás ramas del poder y organismos independientes. La Constitución se creó pensando en un mandatario que durara cuatro años. Al aumentar el periodo a ocho, con la reelección se empiezan a quebrar los equilibrios necesarios entre diferentes actores en una democracia; si se llegara a doce la concentración de poder en cabeza del presidente sería demasiada. Como lo mencionó Pedro J. Frías: “ ‘El poder corrompe. El poder absoluto corrompe absolutamente’ (Lord Acton), y ¿qué más parecido al poder absoluto que doce años de gobierno?”48.

Conclusiones

Después del análisis comparativo realizado en las páginas anterio-res, hay algunos puntos que se pueden resaltar como conclusiones respecto a lo que está ocurriendo en este momento en Colombia, para evitar caer en las complejas situaciones vividas principalmente en Perú, las cuales se relacionan en forma especial con el tema de la necesidad de que exista un respeto por la división de poderes así como por la oposición. Es necesario permitir y garantizar la participación democrática de actores opuestos al gobierno de turno.

En referencia al tratamiento que deben recibir los opositores y los críticos del gobierno, lo importante, para evitar la experiencia negativa

48 Pedro J. Frías, Conductas públicas. Una mirada superadora de la penuria institucional argen-tina, Distribuidor Depalma, Córdoba, 1997.

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ocurrida en Perú, es que estos puedan mantener un rol de control y denuncia frente al gobierno. En este mismo sentido y para no caer en la situación de Fujimori, es importante que el gobierno acepte la crítica sin intentar demeritar a quienes piensan diferente.

En este mismo sentido es importante que la oposición pueda organi-zarse de una manera más clara y estructurada. En Colombia existen dos grandes partidos de oposición que no siempre actúan conjunta-mente; una mayor coordinación sería mejor para la democracia, ya que la oposición debe enfrentar a un líder con niveles de populari-dad muy altos. Entre más unida esté más podrá hacer contrapeso al gobernante, lo cual podría lograrse en gran medida con la aparición de un nuevo líder capaz de organizarla.

Como comentario final cabe agregar, simplemente, que, no sólo en Colombia sino en las otras naciones suramericanas que ven apare-cer líderes muy fuertes, es necesaria una oposición fuerte que evite la excesiva acumulación de poder en una sola persona, algo que la historia latinoamericana y mundial ha demostrado tan nocivo para la democracia.

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Este libro se terminó de imprimir el 27 de abril de 2009

en la Unidad de Publicaciones,Editorial Bonaventuriana

Universidad de San Buenaventura,Bogotá, D. C.