Si miras en el abismo...

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de Abigail Zovich.

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un vestigio del

PIÉLAGO

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De la misma autora

REY DE LOS LADRONES

BESTIARIO. TOMO ICORAZÓN INVERNAL

DIENTE DE LEÓN

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SI MIRAS EN EL ABISMO...

ABIGAIL ZOVICH

Clan Destino

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Abigail ZovichSi miras en el abismo...

Literatura argentinaCiento catorce páginasDiecinueve por catorce centímetros

Contacto con la autora | [email protected]

Contacto editorial | [email protected]

Diseño de portada | Miguel Ángel Ocampo

Primera edición | 2014Mil ejemplares

Edición independienteImpreso en Argentina

Código de registro en Safe Creative |1503243611129

Esta obra es publicada bajo licencia Creative CommonsAtribución–NoComercial–CompartirIgual 4.0 Internacional

Zovich, AbigailSi miras en el abismo.... – 1a ed. – Oberá : el autor, 2014.114 p. ; 19x14 cm.

ISBN 978–987–33–4975–1

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. TítuloCDD A863

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SI MIRASEN EL ABISMO...

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Para mi abuela Edith

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Agradezco a

mi mamá, Ana María Bacciadone, por inculcarme la lectura;

a mi papá, Luis Alberto Zovich,

por iniciarme en la escritura;

y a M.A.O., Miguel Ángel Ocampo, por la paciencia.

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“Cuando te asomas al interior del abismo, el abismo también se asoma a tu interior.”

Friedrich Nietzsche

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Tabla de equivalencia.

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Al final del pasilloLos robles calladosUna hoja secaLa estatuaAlguien que esperaChocolateAlgo en el caminoMientras la lluvia golpea mi ventanaHombre soloLa muerte del señor CorzoLágrimasIgual a míEntre la bruma marinaLa palomaEl miedo a la oscuridadLa noche y la selvaFloresta estelarDel otro lado del marMás allá del horizonteDos tazas de caféLa plaza de los ciegosNudo de serpientes

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III

IIIIVV

VIVII

VIIIIXX

XIXII

XIIIXIVXV

XVIXVII

XVIIIXIXXX

XXIO

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IAL FINAL DEL PASILLO.

Todos tenemos un monstruo en el ropero, o eso dice mi hermano, pero a él le gustan, está loco.

En mi habitación hay una pequeña lámpara noctur-na, que apenas deja ver las sombras deformadas de las cosas. Está ahí porque tengo miedo, pero no le temo a la oscuridad, le tengo terror al monstruo. Siempre, a las tres de la madrugada, escucho pasos en el pasillo. Son dos pi-sadas diferentes. Las primeras son de mi mamá, suenan débiles y frágiles como la pálida luz de la luna. Las segun-das son las de él, son pesadas y arrastra los pies. Sigue a mi mamá, acechándola desde las sombras. Las pisadas dobles van abriendo y cerrando todas las puertas, espiando a mis hermanos dormidos. Yo soy el último, y el más pequeño. Siempre me despierto poco antes de las tres, y escucho las pisadas, y cuando mi mamá llega a mi cuarto miro la oscu-ridad del pasillo donde ella debe estar, protegida por la puerta que la resguarda en las sombras. Luego cierra y se va por el pasillo, llevándose consigo a la bestia.

Ya son las tres, se escuchan pisadas por el pasillo.

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Unas suaves. Otras grotescas. Un chirrido, la puerta se abre y se cierra, pasos, otra puerta. Pero las primeras pisa-das son diferentes. Otra puerta. Son pasos más fuertes que antes. Otra puerta, la mía. Mi mamá asoma su silueta en la negrura del pasillo, cierra y se va. Pero sólo se van sus pasos. No los de él. Otra puerta, la mía de nuevo, otra mamá ¿mi mamá? Cierra y se va, sola de nuevo. Cierro mis ojos, paralizado, dos veces, dos mamás. Se escucha un es-truendo. Salto disparado de mi cama y corro en la oscu-ridad hasta el final del pasillo. Alguien enciende la luz y descubre a mi mamá tendida al pie de la escalera. Alguien llama una ambulancia. Alguien llama a la anciana de al lado para que nos cuide. Papá se lleva a mamá, susurran-do para sí cosas que apenas logro oír. Una chocolatada ca-liente y después todos a la cama, dice la vieja. Cuando su-bo recuerdo las palabras de mi papá «¿Por qué?, no entien-do, ella nunca había hecho esto, un presentimiento, eso dijo, ir a ver a los niños a las tres de la madrugada, ella no lo había hecho nunca, y tropezó con la escalera, y cayó, no puedo entenderlo», y así seguía y seguía.

Casi es la hora, otra vez, pero esta noche tengo una cámara fotográfica escondida bajo las mantas. Las pisa-das, las mismas de antes. Las puertas, están aceitadas pero siguen chillando, como si algo oculto sollozara melancóli-camente. Alguien abre mi puerta. Una figura sale de la oscuridad para chocar con la débil luz de mi cuarto. Es mi mamá, pero no la que está en el hospital. Con pasos pesa-dos y arrastrando los pies se acerca lentamente a mi cama.

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¡La cámara! El flash la apuñala y me deja ver su verdadera forma. Escucho pasos grotescos alejándose, pero no veo nada en la perpetua oscuridad del pasillo. Mi puerta que-da abierta toda la noche, como si fuera una invitación a dormir, para alguien que no va a volver.

Todas las noches me levanto, salgo de mi cama y espío a través de la cerradura. Ahora en el pasillo hay una pe-queña lámpara como en mi cuarto. Mi mamá todavía no volvió. La bestia tampoco. Ya no recuerdo su forma ni sus pasos, pero la espero siempre a las tres, para que venga a cuidar mi sueño.

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IILOS ROBLES CALLADOS.

1.Fulvia Draum se desplomó en la oscuridad del armario y ocultó su rostro entre sus brazos, mientras sollozaba en silencio.

Su pieza contenía una amplia cama en el centro de la pared, una cómoda, un par de ventanas y su rincón oscu-ro, donde se escondía a llorar, el ropero junto a su lecho. De él sólo se veía una puerta con un largo espejo. Al abrir-la aparecía un enorme armario, que guardaba celosamen-te toda su ropa. Tenía un cajón vacío para las cartas que algún día esperaba recibir. Esa habitación antes pertene-cía a sus progenitores, pero su padre no se atrevía a entrar allí desde la muerte de su madre, en un incendio, hacía ya muchos años.

Una campana resonó en la casa, indicando la hora del almuerzo. Fulvia se secó las lágrimas y se levantó lenta-mente. Practicó una sonrisa fingida en el espejo y bajó al comedor. Mientras comían, el señor Ceferino, su padre, hizo un anuncio.

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—Esta misma tarde —comenzó— vendrán los técnicos para instalar dos teléfonos en la casa. Fulvia —llamó suave-mente—, pensé que te gustaría tener tu propia línea telefó-nica, separada de la línea de la casa.

—Sí padre, estaré encantada —respondió ella cortés-mente, ya estaba acostumbrada a que él decidiera todo por ella—, muchas gracias.

Desde la muerte de Casandra, madre de Fulvia, Cefe-rino se había vuelto mucho más severo, y lo era cada vez más. Al otorgarle a su hija mayor un teléfono, le daba sólo una libertad simulada. Fulvia no conocía a nadie que pu-diera llamarla. Podría decirse que no tenía amigos más allá de Nerea y Adán, sus dos hermanos menores.

Después del almuerzo volvió a su habitación un ins-tante, para buscar un abrigo. Cerró la puerta del armario tras de sí y observó su lánguido reflejo. Sintió el impulso de esconderse en su armario y abandonarse al llanto. Al-guien abrió la puerta al pasillo bruscamente, Adán vino a recordarle el paseo prometido y bajó corriendo las escale-ras, seguido por sus hermanas.

2.Eran felices viéndose liberados de su padre, en la espesura del monte.

Entre las coníferas, corrían los niños, arrastrando a Fulvia. Los juegos infantiles la cansaban rápido, se sentía una anciana de ochenta y un años, en vez de la joven de dieciocho que era. Pese a gritarles que fueran más

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despacio, sus hermanos siguieron corriendo y se le perdie-ron de vista. Se detuvo un momento, agotada, descansan-do su peso en un árbol negro y rugoso. Observó su alrede-dor. Los troncos nudosos, las hojas resecas, los frutos silvestres, los insectos cristalinos, las flores marchitas. El musgo.

—El musgo —susurró—, durmiendo en las rocas, ab-sorbiendo la humedad, sobreviviendo apenas. ¿Se puede llamar a eso un ser vivo? Obedeciendo a mi padre y a las buenas costumbres, absorbiendo su hipocresía, sobrevi-viendo apenas. ¿Acaso se puede decir que yo estoy viva?

Los sapos dejaron de croar. El viento se contuvo en la niebla que formaba un círculo alrededor del horizonte. Desaparecieron el bosque, la tierra y la autoridad de sus mayores. Y entonces se quedó sola, descubriéndose un de-sierto interior yermo y mustio. Entre la tristeza de su sole-dad y la emoción de su renacimiento, abrió sus ojos lloro-sos y miró la luna llena alzándose sobre las negras nubes. Todavía era de día, pero ya los lobos quebraban el cielo con sus cantos, invocando una oscuridad prematura.

De entre la penumbra arbórea vio llamas de fuego al-zarse sobre las hojas. Ardiendo, oxidando, corrompiendo el verde espíritu del bosque. Se sintió hundirse en la tierra húmeda, palmo a palmo, caer en la ultratumba, ahogada por el hedor del azufre. En la confusión de magma, vio un vacío. Y de aquel agujero negro, emergió un hombre colo-sal de cabellos de obsidiana, como surgido del abismo astral. Al mirarlo a los ojos, tan oscuros como la muerte,

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las tinieblas se extendieron, rodeándola en la desespera-ción. Sintió su cuerpo caer en un precipicio sin fin.

—¡Fulvia! ¡Fulvia! —gritaba alguien remotamente, des-de otro universo.

Abrió sus párpados dolorosamente, la luz del crepús-culo era como mil agujas en sus ojos. Todo daba vueltas a su alrededor. Poco a poco se recuperó de su alucinación infernal.

—Estos frutos —le decía Adán enseñándole unas pelo-titas rojas, como caramelos—, son dulces, pero venenosos. No debes comerlos.

Fulvia sintió en su boca un dulzor escarlata. Pero no recordaba haberlos probado.

—Se está poniendo oscuro —espetó Nerea, que le te-mía a los lobos—, volvamos a casa.

Los niños ayudaron a su hermana a ponerse de pie y le sacaron las hojas del vestido. Volvieron a la casa exte-nuados. Ya casi era de noche, en otoño atardecía un poco más temprano cada día. Fulvia fue a tomar un baño. Mientras se sumergía en el agua, recordó su visión. Ese hombre, pensaba, ya lo había visto, en alguna parte, lo conozco... ¿lo conozco?

Al volver a su habitación, observó el teléfono ya insta-lado. Un objeto carmesí que descansaba sobre la cómoda, impertinente, intruso. ¿Realmente era necesario macha-carle su soledad? ¿Por qué darle un teléfono que nunca iba llamar? Pero jamás se atrevería a contradecir a su padre.

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Después de comer, se acostó en la cama y se dejó lle-var por las arenas del sueño. Ya estaba casi dormida cuan-do sintió el llamado. El teléfono irrumpió en la oscuri-dad, rompiendo el alo de sueño a su alrededor. Fulvia lan-zó una mirada hacia las sombras impenetrables de su habitación, sin comprender ese agudo y vibrante sonido, sin atreverse a pensar quién estaba del otro lado. El tim-bre metálico retornó tres veces más antes callarse y dejarla dormir.

3.Una brisa otoñal refrescó su habitación y la despertó muy suavemente, recuperándose de la confusión y la oscuri-dad nocturna. Se levantó perezosamente y cerró ambas ventanas. De pronto le pareció extraño, no recordaba ha-berlas abierto la noche anterior.

Un mes había pasado, desde los espejismos mortuo-rios e incendiarios. Desde entonces nadie más volvió a lla-marla; pero la semilla de la rebelión se había sedimentado en su estómago, y estaba germinando. Fulvia se vistió y sa-lió de su cuarto. Caminó por el pasillo y se detuvo frente a la habitación de Nerea, la puerta estaba apenas abierta, y espió a través de ella. Allí estaba su hermana, sentada en una pequeña silla de su juego de mesa, había preparado un té de fantasías y dispuesto dos tazas que esperaban a sus invitados.

—Nerea, ¿esperas a alguien? —le preguntó, siguiendo su inocente juego.

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—Él ya está aquí —respondió la niña—, él es mi invita-do —dijo señalando la silla vacía que tenía enfrente—. Lo encontré al despertar, esperando en los pies de mi cama, ¿quieres tomar té con nosotros?

—¿Qué te parece si vamos a tomar el té abajo?—Pero mi visita...—Seguramente él puede esperar —dijo su hermana, no

muy convincente.Silencioso como siempre fue el desayuno aquella ma-

ñana. Pero había en el ambiente una tensión poco habi-tual, parecía predecir una desdicha cercana.

Nerea fue la primera en terminar. Huyó rápidamente, para esconderse en su habitación, junto a su visita. Sólo unos momentos después Fulvia también subió. Al pasar por la puerta entreabierta de Nerea, distinguió una gigan-te figura negra sentada frente a su hermana. Pero al volver la vista, sólo la vio a ella sirviendo un té imaginario a un amigo imaginario.

Negó con su cabeza levemente y se volvió hacia el pasi-llo. De pronto la oscuridad se extendió frente a sus ojos. Dejó de sentir sus pies, sus rodillas, su cuerpo. Cayó en el vacío, mientras escuchaba el grito lejano de una niña.

Volvió a despertar ya avanzado el día siguiente, cuan-do el médico al fin salía de su alcoba. No pudo recordar muy claramente como se había desvanecido, todo era confuso entonces. Le aconsejaron más descanso, que dur-miera, que se perdiera entre las musas nocturnas. Sus her-manos se fueron de su habitación, abandonándola en un

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lugar que ahora le parecía extraño, ajeno. Le pareció que se encogía, cada vez más pequeña, más pequeña. Lenta-mente se fue durmiendo, abandonando todo el mundo exterior.

Alguien llamó a la puerta del armario, desde adentro. Ella se paró y abrió la puerta. Y más allá no había un rope-ro. Más allá había un bosque dormido, una tarde de oto-ño. Caminó entre las hojas perdidas del otoño, doradas, rojas y ocres. Los árboles se abrían a su paso, inclinándose para rozarla, moviéndose para dejarla pasar, para llegar a su destino. Se alinearon, retorciéndose, liberando el ca-mino. Al final de todo, allá en el horizonte, un gigante en sombras la esperaba.

Fulvia se retorcía en sueños, alejándose de la casa. Había una taza de té en el reflejo del armario, humeando, esperando.

4.—Fulvia —susurraba alguien—, Fulvia —la voz se volvió conocida al despertar—, ¿ya has despertado?, que bueno que ya estés despierta, ¿te encuentras bien?

—Sí —respondió ella aun entre sueños—, estoy bien. ¿Qué haces aquí Leandro? —le preguntó al hombre, ves-tido de negro, que estaba sentado a su lado.

Leandro Leverberg, el prometido de Fulvia. Un hom-bre de prematuras canas de ceniza entre los cabellos de obsidiana. El futuro matrimonio había sido arreglado por sus padres, por conveniencia. Rara vez lo veía, cuando él

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venía a hablar con Ceferino, y era la primera vez que en-traba en su dormitorio.

—Vine a visitarte —respondió el joven—, tu padre me comunicó sobre tu estado de salud y quise venir a verte. Te traje flores —señaló las amapolas blancas sobre su cómoda.

—Muchas gracias, son hermosas —dijo ella, dando lu-gar a un silencio incómodo.

—¿Conoces la historia del incendio? —preguntó Lean-dro de repente, cambiando el tono de voz.

—¿A qué te refieres? —Fulvia recordó la muerte de su madre mezclándose con las llamas en el bosque.

—Bueno es que tal vez no lo sabías, pero... —demoraba las palabras en sus labios—, pero hace varios años hubo un incendio en esta casa —ella escuchaba mirándolo profun-damente a los ojos—. Nadie sabe como comenzó, ni tam-poco es muy claro como terminó. La casa en sí no se des-truyó, todas las paredes, incluso las puertas de madera quedaron intactas, pero sin embargo todas las personas en la casa murieron. Todos excepto una pequeña niña, que fue encontrada en ese armario —él señaló la puerta del armario de Fulvia, ella miró el armario y de nuevo los oscuros ojos de su novio—. Cuando la encontraron, la puerta estaba cerrada con llave desde afuera, aun no se explican como ella logró salvarse. Pero —agregó—, hay algo más... ella... se volvió loca, nunca máspronunció palabra alguna. Ahora vive en su habitación particular en una institución psiquiátrica.

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—¿Una casa para locos?—Una casa para locos —afirmó él, deleitándose—. Pero

claro, es sólo una leyenda.—Seguro, sólo una leyenda —repitió ella en un susurro.—Ya me voy.—¿Tan pronto?—Tengo trabajo pendiente. Descansa Fulvia.Ella afirmó con un gesto.—Volveré el veintiuno de Junio —Leandro estaba jun-

to a la puerta, cerrándola con un chirrido—, por la noche.Fulvia volvió a recostarse, sintiendo que el abismo en-

tre ellos ahora tenía un puente.

5.La dama de otoño se retorcía en sueños.

Ahora no viajaba entre los bosques cercanos, ni flota-ba sobre lagos nebulosos en las noches frías. Ahora, en sus sueños, estaba en su propia habitación, sentada en el borde de su cama, cepillándose el cabello. Era de noche, y una luz ambarina brillaba detrás de la puerta del armario y se filtraba por las ranuras de los bordes. Se puso de pie y se miró en el espejo. Una Fulvia demacrada le devolvía la mirada.

Parpadeó y su reflejo se convirtió en la figura de Lean-dro. Levantó una mano y él copió su movimiento. Se in-clinó hacia un costado y él lo repitió. Parpadeó y volvió a verse a sí misma, pero de ocho años, con los ojos llorosos y las manos convulsas, su madre acababa de morir.

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—Mamá —lloriqueó el reflejo.—Mamá —susurró ella.Otro parpadeo, y el espejo se tornó en el vacío volcá-

nico de la obsidiana. Volvió a parpadear, y todo se convir-tió en fuego. Su cuerpo era en el reflejo una pira funera-ria, un incendio forestal. Cerró sus ojos, decidida a no vol-ver a abrirlos.

Entonces la semilla en su vientre brotó y comenzó a crecer. Se le hinchó la panza, como si estuviera embaraza-da. Tres, seis, nueve meses. Hasta que el voraz vegetal le abrió la piel, extendiendo sus tiernos tallos hacia el aire. Se enraizó en el suelo de madera y creció hasta el firma-mento del cielorraso. El roble devoró a la muchacha, se fu-sionó a ella. Hasta que ya no se podía distinguir entre sus pies y sus raíces, entre sus uñas y sus hojas, entre su piel y su corteza, entre su sangre y su savia, entre su desierto y su musgo.

Afuera, en su habitación, el viento se infiltraba por debajo de la puerta del armario y entraba en la habitación las hojas ocres, doradas y rojizas del otoño.

6.El teléfono irrumpió en la madrugada gélida. Ya había transcurrido un mes desde la visita de su prometido.

Fulvia se incorporó repentinamente. Escuchó el vien-to que golpeaba sus ventanas, llevando el alma de los ár-boles. Sintió que algo cubría su cama, su cuerpo y sus ca-bellos, eran hojas secas de Junio. Miró sus ventanas, pero

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estaban cerradas. Luego miró el techo alto, pero la luz de afuera no llegaba hasta esos confines oscuros. Como so-námbula bajó de la cama, pisando las hojas, que clamaron al ser aplastadas. El aparato seguía llamando.

Cuando alcanzó el tubo, dejó de sonar. Igualmente, ella lo levantó y lo apoyó contra su oreja. Sintió un suave rasguido, una respiración apenas audible, y una voz grave.

—Ven conmigo...Dejó caer el auricular. Abrió la ventana, dejando en-

trar el nocturno viento, frío y siseante, que al correr des-nudo en los árboles hace tronar las hojas con las hojas, lla-mando a las almas perdidas. Bajó con los pies descalzos por una vieja enredadera, que solía trepar en las noches estivales, cuando era una niña. Sintió la tierra húmeda y la hierba fresca bajo sus pies. Un lobo aulló en la lejanía, lóbregos pájaros se estremecieron en el bosque y el viento volvió a gritar con las hojas de los árboles. Buscaría a la ni-ña que enloqueció en esa casa.

Recordó algo, oscuramente las imágenes y las sensa-ciones invadían su alma, un sueño. La puerta del armario se abría y ella avanzaba entre susurros y silencios. Sintió el camino, lo recordó, lo invitó. Avanzó por el sendero de hojas secas y afiladas. Mientras éste se extendía, se prolon-gaba, haciéndose más largo, más extenuante. Para enre-darla entre las raíces desenterradas, y atarle el cabello, y atraparla eternamente. Él lo percibió, como siente todas las cosas que suceden en el bosque.

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Fulvia estaba perdida en el bosque, caminando en cír-culos. Las ramas se quebraban en suaves murmullos. Las hojas secas le cortaban los pies e iba dejando huellas de sangre en la tierra húmeda.

Se oyó un galope cruzando la orilla del lago, irrum-piendo el silencio perpetuo, invadiendo la muerte en las hojas con la furia de la vida. El bosque se tragó el sonido de sus pasos, ahogándolos en la melancolía. Ella sonrió débilmente y las lágrimas cortaron su rostro pálido, de pronto cayó de rodillas y comenzó a hundirse en la tierra. La hierba fresca se secó de pronto, y se abrió para tragarla, moviéndose casi imperceptiblemente.

Una mano ajena pero propia rescató su mano, algo allá afuera tiró de ella hasta sacarla de la oscura tierra, sal-vándola de esa noche inmortal.

7.Las aves negras se agitaron oscuramente. El hombre a ca-ballo se alejaba ya del bosque, llevando una sirena otoñal en sus brazos, rescatándola de sus propias sombras. Ella comenzaba a despertarse, a resucitar. Él se detuvo en una pradera de amapolas marchitas. La miró a los ojos, extra-ñamente enternecido.

—¿Leandro?—Fulvia, ¿Dónde estabas?—Yo... en el bosque, eso creo —Fulvia miró a su alrede-

dor aturdida—. Aun no amanece.

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—Acaba de atardecer... —la miró a los ojos—. Hace tres días huiste de tu casa.

Ambos callaron, contemplándose los rostros bajo la fría luna llena. Comprendiendo extrañamente la oscuri-dad vítrea.

—Tienes que ayudarme, llévame con ella... con esa ni-ña que enloqueció en esa casa.

—Fue hace tanto tiempo...—Llévame con ella, tengo que verla.—De acuerdo, iremos ahora. Todavía no deben ser las

ocho y el horario de visita termina a las diez.—Lean.—Sí.—Gracias por volver.—Te dije que lo haría.

8.Cabalgaban entre las hojas caídas, erosionadas por el tiempo silencioso, muertas por otoños agonizantes, tar-díos. Las estrellas morían con ellas y volvían a resurgir en la oscuridad, abrasando al bosque dormido.

La casa de los locos, en realidad llamada “Los Robles Callados”, se ocultaba tras un velo de polvo y niebla. Se ocultaba en el silencio de los padres que habían abando-nado allí a esos remolinos de hojas secas, esos vestigios de pesadillas eternas, ese desenfrenado deseo de amar.

Leandro y Fulvia bajaron del caballo y caminaron por el sendero pedregoso hasta la puerta. Ella, temblando. Él,

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con el espanto de cada luna llena.Recorrieron los largos pasillos blancos, ya grises por

el tiempo y la noche. Muchos dormían, pero otros aun despiertos estaban en la anteúltima sala. Se detuvieron allí. Los vieron perdidos en su propia oscuridad, cayendo en pozos sin fondo, mientras los colores de escenas olvida-das volvían a invadirlos con su locura, aislándolos de un supuesto mundo exterior. Y allí estaba la niña, ya una ado-lescente.

Fulvia se adelantó unos pasos. Ella empezó a gritar al verla, ahogándose desesperada, reconociéndose en un es-pejo oscuro y siniestro. Fulvia la observaba ansiosa, con los labios entreabiertos y resecos. Ella pronunciaba conju-ros arcanos, palabras de noches corriendo sobre las cáli-das huellas del estío. Gritaba e intentaba escapar de las personas que ahora la detenían. Se la llevaron por el pasi-llo, y allí profirió un último grito antes de ser encerrada, un último llamado «¡Nekros!»

9.De vuelta en la rivera del bosque, Leandro caminaba lle-vando las riendas del caballo. En éste, montaba Fulvia.

—¿Crees que lleve muchos años allí?—Sí —le respondió Leandro— más de lo que crees.—Es extraño como sobrevivió —seguía Fulvia, los pies

le ardían por las heridas del bosque— es imposible.Leandro se contuvo.

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—Pero de todas formas no tiene nada que ver con no-sotros. ¡Nada! Ni siquiera puede hablar... ¡No puede!...

—Fulvia... —susurró él.—¡Es como si ni siquiera estuviera viva!—Fulvia...—¡No es na...!—¡Escucha! —dijo Leandro más fuertemente, y los de-

tuvo a ambos.Fulvia calló y lo miró fijamente con una sonrisa ner-

viosa en el borde de los labios.—El nombre de esa mujer es Casandra Draum... Ella no dijo nada y sólo lo miró desde lo alto.Los vientos clamaron e hicieron tronar las copas de

los árboles con una lluvia de hojas secas. Las nubes se jun-taron en el cielo, acribilladas por oscuras estrellas.

La casa ahora parecía más grande, más fría, más leja-na. Llegaron a ella sobre la media noche. Las personas co-rrieron a su encuentro. Pero ella estaba aturdida, confusa, volando más allá de las nubes sonrosadas, de las estrellas opacas, viajando hacia una oscuridad volcánica, un silen-cio frío, un tiempo falso.

Leandro la excusó, diciendo que estaba muy cansada y que necesitaba reposo, luego la tomó en brazos y la llevó por las escaleras. La dejó con cuidado entre sus sábanas blancas, observó taciturno el teléfono sobre la cómoda. Se fue, susurrando lentamente, descansa, descansa. Y un último suspiro, nekros...

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10.Esa noche nadie interrumpió el sueño de Fulvia. Era una casa lejana, en un bosque lejano, entre montañas lejanas. La casa había cambiado. Algo la había cambiado. Algo que siempre había estado allí, durmiendo. Una mucha-cha, de cabellos de trigo, estaba esperando afuera. La puerta se abrió con un chirrido. Ella entró. Las escaleras gruñeron. Ella subió. Caminó por el pasillo, mirando el aire vacío. De pronto se detuvo. Estaba espiando detrás de una puerta, contemplando a la niña que había adentro. Estaba sentada contra la ventana, hundiéndose en el ca-lor que entraba desde afuera, la luz del sol le brillaba en el rostro, sosteniéndola. Tan sola y tan pequeña en un mun-do tan terriblemente grande.

11.Fulvia dormía. Alguien llamaba detrás de la puerta del armario, ella respondió. La puerta crujió gravemente al abrirse, el crujido repercutió en la soledad de la habita-ción. Y detrás de la puerta descansaban unas escaleras os-curas encerradas en un túnel de tierra húmeda y bruna.

Fulvia subió las escaleras lentamente, en susurros os-curos, secretamente muertos. Al fondo del silencio había una puerta azabache, que se abrió cuando Fulvia la rozó con su mano. Ahí detrás, estaba, de nuevo, su propia habi-tación. Y se vio a sí misma, pero más vieja, aferrada al tor-so de Leandro. Él la contenía con sus brazos y le susurraba

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algo al oído. Su padre estaba tendido sobre la cama, sangrando.

—Casandra —decía su prometido—. Ven conmigo. Te estaba esperando.

Fulvia giró su rostro avergonzada, y al pie de la escale-ra una niña pequeña le devolvía la mirada.

12.Ella se apoyaba contra la puerta del armario, con los ojos entre abiertos, mitad en la tierra, mitad en el abismo. Del otro lado había una voz susurrante, nekros... Lentamente fue deslizándose a través del espejo, cayendo en las tinie-blas del armario.

Fulvia despertó abrumada por la oscuridad absorben-te. Se lanzó hacia la puerta, pero ésta la devolvió a la oscu-ridad. Alguien desde afuera giró el picaporte y abrió el armario. Le extendió una mano y la rescató de los fondos lóbregos. Leandro Leverberg ahora la contenía entre sus brazos, dándole un refugio desconocido. Hacía ya un mes que no lo veía.

—Nekros... —susurró Leandro, mirando el aire vacío del armario—. Nekros significa muerte —continuó, respon-diendo a una pregunta que no había sido hecha—, en un antiguo idioma que aun sigue existiendo...

Fulvia miraba los árboles lejanos a través de los vidrios nebulosos. —Nekros... —su voz se había vuelto un susurro lejano—. Ya no importa lo que fuimos, ni lo que nunca vamos a ser.

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Él se despegó de Fulvia y giró su rostro para poder mi-rarla a los ojos. Quiso decirle algo, intentar explicarle to-do a esos ojos cristalinos, declararle su amor inmortal, el origen de su metamorfosis. Empezó a balbucear algo. Pe-ro ella se le acercó y calló sus labios.

13.Ella ya no escuchaba a nadie más que al habitante del armario.

Esa noche Fulvia y su visita quedaron solos en la casa. Un susurro inundó toda la habitación, Fulvia... ven

conmigo... Ella respondió, resurgió de las tinieblas nocturnas de

sus sábanas y esperó frente al armario. Una mujer marchi-ta y taciturna le devolvía una mirada vacía desde las som-bras. La puerta crujió al abrirse.

Más allá, el bosque se retorcía, abriéndose, dejando un camino de hojas secas, de días fríos. Las llamas empe-zaron a inflamarse en la habitación, crepitando sobre las cenizas del pasado. Ella avanzó entre las hojas secas que le cortaban los pies, mientras la puerta se cerraba lentamen-te. En el boscoso horizonte un coloso de obsidiana espera-ba. Mientras ella seguía, paso a paso, ambos se iban vol-viendo cada vez más pequeños, más pequeños.

–Te estaba esperando...

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IIIUNA HOJA SECA.

La noche estival envolvía sus cuerpos transpirando noc-turnidad.

Dejó escapar un gemido, cuando el tren aceleró su marcha. Su corazón era como una caldera, con cada leño que le arrojaban crepitaba de placer. Y arrojaba más tersas llamas que lamían el pecho de su amante. Con un beso sus lenguas se envenenaron mutuamente. Quemándose los huesos con ácidos de caramelo.

Acarició su cuello y un pájaro extendió su etéreo plu-maje. Rasguño su espalda y una bandada de palomas echó a volar. Los ojos apenas si se entreabrían en la penumbra, pero no dejaban de lanzarse miradas profanas. En el vacío de entre sus cuerpos brotaba un precipicio, que cerraban sus muslos al acercarse a la sima.

Pasaban el tiempo ignorando las horas, revolucionan-do mil veces entorno al magma telúrico. Se revolcaban en un remolino, remontando vuelo más allá de los huracanes.

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Un viento traicionero golpeó el árbol contra la ven-tana. Ella despertó con la respiración entrecortada y el pulso agitado. Se dio vuelta para verlo. Al otro lado de la cama, estaba él, en el abismo de los sueños. Perdido en la oscuridad, como una hoja seca flotando en un lago.

Sólo fue un sueño, se dijo ella, sólo fue un sueño. Los ojos se le llenaron de lágrimas al ver su cuerpo frío, inerte y muerto.

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IVLA ESTATUA.

Era un hombre joven, un detective, Antonio Tremolate-rra. Había llegado a esa casa investigando una desapari-ción. Pero era un hecho tan lejano que ya nadie recordaba su nombre, ni su cuerpo, ni su alma. Buscaba rearmar un rompecabezas de cincuenta años. La casa había estado ahí desde siempre, mucho antes que vinieran los hombres con sus camiones y martillos, y construyeran el pueblo. Nadie conocía al hombre que vivía allí, simplemente le llamaban el loco de la gran casa. Sin embargo, desde afue-ra la «Gran Casa» no parecía tan grande, sólo una pared blanca, descascarada por el tiempo, dos ventanas clausu-radas y un techo de tejas rojas.

Se acercó lentamente, con temor. Golpeo la puerta, pero nadie respondió. Después de un rato, intentó abrir-la. El picaporte rechinó y cedió a la presión. Se adentró en medio de un silencio que se le antojó acechante, con el puñal en mano, a la espera de una señal. Pensó que él de-bía estar ahí, aguardando solitario, desde hacía siglos. Ni bien penetró sobre las primeras baldosas, la puerta se

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cerró con un viento brusco. Lo primero que vio fue la estatua de bronce, de su

misma altura. Llevaba una máscara hecha en un metal ne-gro, las cavidades oculares se hundían en la oscuridad. Es-taba ubicada en el centro de una inmensa sala circular, mucho más grande de lo que se podría esperar desde afue-ra. Había un primer piso, y también un segundo, desde los límites de la habitación se extendían galerías en los pi-sos superiores. Todo era de los mismos colores, caoba y ébano. Y había muchas puertas, demasiadas. La luz resba-laba por un tragaluz octogonal ubicado en el alto y lejano techo, justo encima de la estatua metálica. La calma era inmensa, un polvo débil y volátil flotaba en el aire.

Pero Tremolaterra no se detuvo mucho en esa calma, se dirigió a la puerta exactamente opuesta, apurando el paso. Una intensa sensación de peligro y terror, la susce-ptible manifestación del extravío. Se volteó repentina-mente, respondiendo a ese instinto, todo estaba quieto, dormido, pero él lo vio despierto, observador. La llamada que antes lo había detenido ya no estaba.

La puerta crujió gravemente al abrirse. Irrumpió en una sala crepuscular. El espejo azabache devoraba la luz que atravesaba las ventanas. Al mirar dentro de él, vio por un instante de frío dolor el reflejo de su más profunda perversidad. Al unísono, todo se sumió en las sombras. Oscuramente las paredes y las cosas se consumieron. Tan-teó a su alrededor, y no encontró nada. Caminó, corrió y gritó, y se rió nerviosamente, y no encontró nada.

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El tiempo pasaba lentamente, escurriéndose entre sus dedos. Y poco a poco, casi imperceptiblemente, fue ol-vidando las cosas. Primero se olvidó de los detalles: las fe-chas especiales, los finales de algunas películas, libros que había oído nombrar muy seguido. Se fue olvidando de las rutinas matinales, como el humo solía quemar su gargan-ta en las madrugadas invernales.

Seguía vivo. Extrañamente vivo. Perdido en el medio de la oscuridad. Sin mover ni un solo cabello. Sin sentir hambre, ni frío, ni malestares. Se fue perdiendo entre el silencio, difuminándose en el olvido. Tarde o temprano, terminó olvidando a los animales, el color del cielo, el sabor del mar, la fresca brisa de la colina, el aroma a café tibio y a hierba recién cortada. Fue olvidándose, lenta-mente.

Y, casi en un descuido, olvidó a las personas, y olvidó que había un mundo, grande y voraz, allá lejos. Hasta se fue olvidando de sí mismo, de porqué estaba allí, deján-dose llevar por la muerte y el viento. Polvo al polvo, ceniza a la ceniza, lo que fui ya no lo soy, nada sé, nada quiero, no soy aire, ni mar, no soy tierra, ni fuego.

Sólo se perdió entre los prados de silencio, de oscuri-dad inmutable, de infinita lluvia invisible que va borran-do las huellas; sólo se perdió, sólo se perdió.

Y en un momento, nunca supo cuando, vio. Percibió colores. Aunque no supo que eran colores lo que percibía. Pero sólo eso, no recordó sus ojos, ni su rostro, ni su men-te, ni su cuerpo, ni su alma. Ni siquiera supo que era

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aquello que percibía, pues no tenía recuerdos, no tenía conciencia.

No pudo saber cuánto tiempo transcurrió, pero en un momento los colores y las formas se movieron y en-tonces los recuerdos inundaron su mente. Como cuando una represa se rompe. Y, pese al impacto, pudo entender que lo que él había estado viendo era una puerta negra, que de pronto se abrió y entró un hombre alto, joven, un detective, Antonio Tremolaterra. Había llegado a esa casa buscando a alguien que se había perdido hacía tanto tiem-po que ya nadie recordaba su nombre, ni su cuerpo, ni su espíritu. Y había puertas, muchas puertas, una para cada alma. El hombre se adentró en la habitación hasta que estuvo fuera de su propia vista, se detuvo un instante, detenido por su propio llamado. Una puerta crujió grave-mente al abrirse.

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VALGUIEN QUE ESPERA.

Hay alguien que espera, habita entre el sueño y la vigilia, aguarda en la soledad de mi casa. No sé quién es, ni tam-poco sé muy bien qué es. Sólo sé que espera. Quizás espe-ra algo que aún no ha llegado. O algo que ya se ha ido. Tal vez espere algo de nosotros, o simplemente no tenga nada que hacer.

En la noche su presencia es más fuerte, porque el si-lencio y la oscuridad fortalecen su alma. Y bajo el manto de estrellas se alimenta de nuestros sueños y los adopta como extensiones suyas, y los imita, y los hace sobrevivir.

A veces me acobarda pensar que tal vez él espere la muerte.

No sé qué es, no sé si la muerte es algo posible, tal vez él sea la muerte, y eso es lo que nos queda... esperar.

Hay alguien que espera, y te hace creer que falta algo, tal vez sí, tal vez falte él.

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VICHOCOLATE.

De ninguna manera pudo haber sido más seductor. El cabello oscuro desordenado cayéndole sobre las orejas y cubriéndole parte del rostro, la camisa blanca un poco holgada, remangada hasta los codos, los brazos bien tor-neados, los pantalones negros estrechos, los zapatos mal atados, la corbata negra. Que aflojaba suavemente cada mañana cuando ella pasaba, exactamente, a las nueve de la mañana, siempre sola, siempre con el pelo color choco-late.

Ella era la que había empezado la ceremonia. Pasaba todos los días por la esquina de Roca y Córdoba. Él siem-pre la esperaba en la puerta del local (de computación, que manejaba algún tío suyo) con el mismo traje y la mis-ma mirada de azabache. Ni bien la veía llegar a la esquina se aflojaba el nudo de la corbata y la miraba fijamente. Ella, mientras cruzaba Córdoba, se llevaba el cabello que le caía sobre el rostro hacia atrás. Entreabría los labios, mi-raba hacia la esquina de enfrente y concluía el rito acomo-dándose la falda al pasar junto a él.

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Eso era todo, día tras día, durante dos semanas. En el quinceavo día, y como quien no quiere la cosa, ella dejó caer un sobre que sacó con disimulo de su liga. Él fue rápi-do a recoger el notificado que decía, con una letra precio-sa, algo como: «Mañana a las 8 am. En la puerta turquesa con reja de enfrente, el dos mil setecientos y algo. Trae chocolate. Natacha». En el sobre también halló tres llaves atadas con una cuerda roja, cada una con un letrerito en-cintado que indicaban, con la misma letra divina, a que puerta correspondían: Reja, Puerta turquesa y Habitación.

Durante todo el resto del día su único pensamiento fue ella, Natacha, Natacha en los clientes, Natacha en los teclados, Natacha en las ventanas, Natacha por las calles, Natacha en la corbata, Natacha en la camisa, Natacha en los zapatos, Natacha en los pantalones, Natacha en la al-mohada, Natacha en los sueños, Natacha en el desayuno, Natacha, Natacha, Natacha.

Cuando salió a la calle se cruzó con su tío, el del local, una excusa tonta fue suficiente para tener el día franco. Después encaró para otro lado y dio una vuelta para llegar a la puerta turquesa (que si bien estaba enfrente del local, seguramente su tío no reposaría en ese tipo con traje en-trando en el dos mil setecientos y algo).

Abrió la reja, que estaba entre un almacén y un estu-dio jurídico, y luego la puerta con otra llave. Entró a un pasillo y observó el camino de velas que lo guiaban a la puerta donde sabía que ella lo esperaba. Las paredes des-cascaradas, el techo lleno de humedad, el agobiante olor a

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encierro, no supo bien porque le dio la impresión de que nadie vivía allí desde hacía tiempo.

Siguió el sendero incendiado, tomó la última llave y entró en la habitación. Ella estaba de espaldas, mirándose en un espejo de cuerpo entero. Llevaba una falda roja, za-patos negros de tacón, camisa también negra, bien ceñida a su torso. Él se quedó mirándola, sin estar del todo segu-ro si la nota era para él. Pero enseguida ella se dio vuelta y le sonrió, todas las dudas se fueron. Cerró la puerta con llave, dejó los chocolates en una mesita y se acercó a ella, entre seductor y seducido, aflojándose la corbata...

A la siguiente mañana, sin haber cruzado nunca pala-bra alguna y sin hacerlo ahora tampoco, resolvieron vol-ver al mundo (¿acaso ahora más frío?) que los esperaba sin darles derecho a una tregua o algún pacto de honor.

Mientras se vestían, él de pronto se sintió invadido de una fuerza que lo empujó a emprender una frase: «Te...». Pero ella lo detuvo con un beso, prefería creer que esa fra-se era un «te deseo», en vez de un «¿te debo algo?». No que-ría arruinar la ceremonia, las velas, el maquillaje. Ahora el ritual concluía, él se iba, dejando los chocolates y las llaves sobre la mesa.

Durante el resto del día, ella se quedó encerrada en la habitación (tal vez esperando que él regresara, tal vez...). Sabía que él iba a estar vigilando desde el local. Procuró salir sólo cuando la noche se tragó las calles y las luces, pa-ra resguardar a personas que, como ella, no querían ser vistas, no podían ser vistas.

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Mientras caminaba, triste pero sin llorar, fue comien-do los chocolates. Pensando, dándose cuenta, que cuan-do pensó en ese «te deseo» en realidad se refería a un «te amo». Que con ceremonia quiso decir historia de amor. Que las velas eran su propio fuego (que la consumía en-tonces y ahora). Y que el maquillaje era ese personaje, esa Natacha, que había inventado para poder acercarse a él. Porque sabía que de otra manera nunca hubiera podido ni siquiera cruzar su mirada con esos ojos, de chocolate negro, ni haber tocado su piel, de chocolate blanco.

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VIIALGO EN EL CAMINO.

La carretera cruje debajo del auto. El motor ronronea, co-mo si una bestia se escondiera detrás del tablero. Escucho sus gemidos, cuando hago arrancar el auto. Me gruñe cuando fuerzo demasiado las viejas ruedas. Sólo veo un metro de la carretera delante de mí y, después del negro abismo nocturno, lejanas luces encendidas en lejanos pueblos. Con una mano en el volante y la otra tocándome los labios, voy pensando en las historias de terror que me contaron sobre los que de noche transitan estas rutas. Una de mis favoritas es la gritona. Una mujer vestida de blanco corre a tu lado por los pastizales, con tu visión peri-férica apenas puedes distinguir una mancha blanca que se recorta del fondo borroso. Pero si te das vuelta a mirarla, y esto es lo que siempre recomiendan que no hagas, ella te devuelve la mirada. Al instante siguiente está pegada a tu oreja gritando. Y nunca va a dejar de gritar en tu oído. Es fácil adivinar lo que sigue, no podrás soportar por mucho tiempo... La verdad, me gusta la carretera de noche. Hay una sensación que no se bien como describir. La soledad,

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el rugido del motor, el campo abriéndose en cada recodo, el miedo a las leyendas. El saber, o imaginar, que tanta gente esta durmiendo. Me deja una sensación de silencio. Hay una ausencia que fluye por el camino. El asfalto es un libro abierto, se le escapan las palabras por las líneas pun-teadas. Entre los campos de trigo, ya no le temo a los mi-tos, los espantapájaros me protegen. Pero no siempre hay trigo. En esos tramos de la ruta, entre pueblo y pueblo, donde no hay luces brillando cerca, puedo ver más estre-llas que nunca en mi vida. A veces, si no llevo mucha pri-sa, paro un rato al costado de la ruta y miro el cielo, pero siempre al lado de los cultivos. Me quedo así un rato, me dejo perder entre la inmensidad del cosmos y la magnitud de las estrellas. En esos momentos me pongo más existen-cialista y melancólica que de costumbre. Pero ahora no puedo, estoy apurada. Mi viejo se enfermó, parece que es grave. Le voy a hacer un espantapájaros, para que los cuer-vos no se lo lleven. Cuarenta años viviendo en la casa de mis padres, y se va a enfermar así cuando no hace ni un mes que me fui. Me gusta pensar que debajo del piso de los colectivos hay criaturas escondidas, refunfuñan cuan-do el motor chirría. Pienso lo mismo de mi auto, pero éste está escondido en el motor. Su corazón metálico bufa, cuando piso a fondo el acelerador. Otra leyenda que me gusta, aunque no se aplica a la ruta, es... pero qué...

Entre la confusión del choque, no sé si estoy cayendo o levitando.

Se me revuelve el estomago.

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El auto se detiene después de haber rodado por la ladera.

Por supuesto, queda boca abajo. ¿Qué pasó? Estaba pensando en los bichos que hay en los colec-

tivos.La carretera vacía. Vacía.No.Sangre.Había algo. Sangre.Pero fue tan rápido.Se desvaneció.Como un sueño.Al despertar.Sangre.Por un instante.Es real.Después. Lo olvidás.Como si nunca.Hubiera pasado.Sangre.Pero sabes.Que estuvo.Ahí.Sangre.

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Pero sabes.Que hubo algo que.No podes recordar.Y esa sensación.Te mata.Sangre.Algo.En el camino.Por qué sangro tanto.Había algo.No puedo.Recordar.Lo había.Visto antes.La sangre.

Hay algo.Caminando.Sobre mí.Una pisada.Dos.La soledad.De la carretera.Otra pisada.La sangre.

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Había algo.Hay algo.Aunque no.Se aplique.A la ruta.Las pisadas.El dolor.La sangre.

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VIIIMIENTRAS LA LLUVIA GOLPEA MI VENTANA.

La calle estaba en penumbras. Los árboles ocultaban las luces de los faroles. Sólo de tanto en tanto la luz llegaba a tocar la vereda. De pronto, oí unos tacones golpeando la calle. Me acorde de ella y como sus zapatos sonaban en la noche, justo como ahora, con ese ritmo exacto con el que latía mi corazón. Caminé más despacio cuando vi que se acercaba, manteniendo mi identidad en el resguardo de los árboles. Entre las luces entrecortadas, vi su rostro emergiendo de las sombras. Era ella, tanto en su rostro melancólico, como en su torso etéreo. Eran sus pasos los que quebraban el silencio nocturno. Se estaba acercando, el corazón se me retorcía dentro del pecho. Ella me mira-ba a los ojos, o eso creí en ese momento. La verdad, ahora no estoy seguro si ella me reconoció en ese momento. Me miró. Pero, ¿estaría viendo realmente los gestos de mi ros-tro? O sólo una silueta brumosa, apenas distinguible en la negrura ¿Acaso su mirada sólo se perdería en la nada? Creo que nunca llegaré a saberlo.

En fin, me miraba. Pero cuando sus tacones pasaron

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junto a mí, bajó la cabeza, mirándose el fango en los za-patos o, quizás, cómo el alma se nos caía en pedazos. Seguí avanzando, bajo las sombras arbóreas. Al alejarse, el soni-do de sus tacones se detuvo un momento, creí sentir que ella se volvía a observarme, y me reconocía de espaldas. Se me erizaron los pelos de la nuca. Pero no me detuve, no pude. Porque estaba seguro que, si me daba vuelta, ambos romperíamos a llorar y nos desgarraríamos hasta los hue-sos. Nos hundiríamos en el profundo abismo que nos se-paraba, construido con años de distancia.

Sabía que era ella, pero preferí dejarla atrás. Conser-varla en un recuerdo. Para liberarla en lágrimas, en esos días de lluvia, cuando miro por la ventana, buscándola entre la gente. Nos cruzamos una noche, sin siquiera mi-rarnos a los ojos, como si fuéramos dos extraños, por una de esas calles tristes y oscuras.

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IXHOMBRE SOLO.

Hay un hombre que camina solo en las noches frías y en los días lluviosos. Mira la gente correr, fundirse y volverse a separar. Toca sus manos. Escapa de sus sombras. Escu-cha el viento, cantando, cantando. Viento gris que azota las hojas de los árboles, viento que sabe a lluvia. Hombre triste, ojos negros de la sombra silenciosa. Hay tanta no-che en sus manos brunas. Hay tanto olvido en sus brazos cansados. Mira cuanta gente correr y despedazarse. Toca sus ojos. Escapa de su oscuridad. Escucha la gente, mu-riendo, muriendo.

Hay un hombre que vive solo. Cavando abismos con las manos sucias y negras. Guardando flores marchitas en-tre polvo y ceniza. Mira las piedras hundirse en la tierra, llamando, llamando. Toca sus nombres. Escapa de sus huesos. Escucha la lluvia, danzando, danzando.

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XLA MUERTE DEL SEÑOR CORZO.

—Mañana moriré, será grandioso, daré una fiesta de des-pedida esta noche y al fin me iré con el alba, cuando mue-ra la noche. ¿Por qué no vienes? ¡Te divertirás!

—No lo sé señor, ¿será seguro? —preguntó desconfiada la secretaria del señor Corzo.

—¡Claro que sí! ¿Qué te han contado sobre mi casa? —dijo el señor Corzo.

—Oh, nada que merezca renombre —repuso la señori-ta Lucifora—, nada en realidad.

—Entonces ven, será una gran celebración.—Tal vez vaya, nunca antes he estado en una celebra-

ción de despedida a la vida —respondió ella y siguió revol-viendo su café.

El señor Corzo siempre había sido un hombre extra-ño, siempre había presentido cosas raras. Por ejemplo aquella tarde que su esposa cayó por las escaleras, él ya lo había predicho dos horas antes. Por lo que tomó la pre-caución de desparramar almohadones por todas las esca-leras y al pie de las mismas. Aunque muchos creen que la

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señora Corzo cayó por las escaleras a causa de resbalar con uno de éstos.

De cualquier modo no sólo el señor y la señora Corzo eran excepcionales, sino que su casa también lo era. Rosas negras y blancas crecían en el patio de adelante, había un angosto sendero en el medio, cubierto de las arenas estiva-les de cientos de viajes. Era como un castillo de la época victoriana, alzándose contrastante con la ciudad cosmo-polita, en un cruce donde todo parecía antiguo. En las otras esquinas había una pequeña librería para niños, una tienda de antigüedades y un café donde servían pan tosta-do con manteca y miel, café, submarinos y licuados en los desayunos.

La Casa, no se podía pensar en el señor Corzo sin re-cordar la Casa. La primera vez no era tan impresionante, pero al pasar todas las mañanas por esa esquina, poco a poco, la Casa iba tomando su lugar entre los sueños. Pa-recía llamar eternamente a un visitante nunca llegado, clamando por sus pies y sus manos, gritando en la os-curidad y en la lejanía. Allí estaba, blanca por afuera, de tejas negras, pero por dentro nadie la conocía. Nadie sabía de la entrada, que variaba según la estación. Llena de hojas en otoño y de nieve y agua en invierno. En primavera traía el aroma de las rosas y pétalos nocturnos. Pero descansaba en el estío, con el calor intenso, dormita-ba en las tranquilas mañanas de enero y febrero, hasta volver a despertar con las hojas ocres y escarlatas. Luego, al adentrarse en la cocina, los aromas de dulces y tartas

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llegaban hasta los rincones del alma, llenándola cálida-mente. Como los recuerdos de abuelas incansables, la se-ñora Corzo recorría los vaivenes del sueño, cocinando chocolates y galletas.

En el inconsciente de la Casa había un sótano, donde descansaban, entre arenas mágicas, los doce gatos de la familia. Pero no llevaban modernos nombres artificiales. Sus nombres traían al presente las memorias milenarias del Imperio del Nilo. Eran Osiris, Isis, Amon, Ramses, Seth, Nefertiti, Cleopatra, Ra, Nut, Horus, Bastet y Ha-shepsut. Invocando a dioses y faraones de un mundo anti-guo, fantástico y misterioso.

Y arriba, desde atrás del cristal de la ventana más alta de la Casa estaba su habitación, allí, en el altillo. El piso, otra vez, estaba bañado de arena. La cama, en el centro ab-soluto de la habitación, despegada de las paredes, vestía siempre sábanas blancas, que dejaban ver la luz a través de las fibras suaves. También había arañas, escondidas en los rincones por si venía una visita que nunca llegaba, pero manteniendo en secreto las puertas trampa de la Casa. Ocultando un mundo pequeño detrás de las paredes. Así era la Casa, caminada por muchas criaturas, sobre todo en las noches de otoño.

El señor Corzo trabajaba en una oficina, en la edito-rial Clan Destino, y desde hacía ya nueve años él sabía que esa madrugada iba a morir. Por algún motivo que desco-nocía, ya que el señor Corzo no era tan mayor como para morir de viejo. Ni tenía ninguna enfermedad peligrosa.

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Ni tampoco su trabajo era de mucho riesgo y el estrés lo había abandonado hacía décadas.

Aquella tarde de fines de invierno estaba llegando a su fin, la luna era nueva, oculta entre las estrellas, man-tenía en secreto el destino de las almas que habían termi-nado su estancia en la Tierra. Los invitados se iban acer-cando, temerosos, a la oscura casa. A veces las manos tem-blaban débilmente, y sudaban. O tal vez las bocas intenta-ran decir algo, pero callaban. Quizás alguno se planteó volver a su propio refugio en la gran ciudad, pero los pies seguían avanzando. Al fin el sol se ocultó por completo entre los edificios azules. Ya era la hora.

Las campanas resonaron por toda la casa la primera vez, y luego la señora Corzo aguardó junto a la puerta para recibir a todos los invitados. Y allí estaban Ágata y Robin, los hijos del matrimonio Corzo. Ella había venido con su pareja, el joven Miguel. También estaban allí los compa-ñeros de trabajo del señor Corzo, la señorita Lucifora, Don Arturo, Eliberto y Ataúlfo. Su íntimo amigo, el escri-tor, Gabino Galiero. Y también tres matrimonios amigos de los Corzo los Goyheneix, los Scandroglio y los Stein-gart. Los primeros visitantes de la casa fueron pasando por la entrada y luego por la cocina para salir al jardín de atrás, unas rosas negras y blancas nacían cerca de la casa y luego la hierba crecía como en el campo del fin del mundo.

Cuando el frío aire de la noche empezaba a amenazar, los visitantes entraron de nuevo en la casa y se instalaron

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en otra de las habitaciones misteriosas, sentados en sillo-nes verdes alrededor de la chimenea encendida. La señora Corzo tomó lugar en una mecedora de ébano, y el dios Horus se llenó de regocijo dormido sobre su falda. Y se contaron viejas historias de fantasmas, anécdotas y fábu-las, como en las noches de verano alrededor de una fogata cuando eran jóvenes. Un reloj de pared resonó en la casa, ya eran las seis de la mañana.

—Sólo un poco más para el alba —susurró el señor Corzo, clavando la mirada en el vacío— y antes de que la noche termine ya no estaré aquí.

Muy disimuladamente se deslizó de su asiento cuan-do el señor Scandroglio relataba la historia de cuando sa-lió a cazar ciervos y terminó persiguiendo a un unicornio. Todos estaban muy concentrados oyendo el relato. Sólo Horus se escabulló con él, y por consecuencia también la señora Corzo. Subieron en silencio la escalera hasta el pri-mer piso. Y luego otra más, atravesando la puerta trampa del altillo. Los gatos estaban allí, aguardando a que sus amos llegaran. Algunos estaban sobre los armarios, o ju-gando con arena de África, o escondidos debajo de la cama y los muebles, o simplemente sentados allí mirando u oyendo a los Corzo. Ambos se recostaron con cuidado sobre las sabanas blancas, aguardando.

—Ya casi es hora —susurró él.—Sí.—Ya nadie tendrá que volver a oírme —continuó el se-

ñor Corzo.

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Ella callaba ahora, estaba mirándolo, imaginando lo que fue o lo que será, o tal vez lo que estaba sucediendo entonces. Él prosiguió.

—Tal vez tarden un mes en olvidarme, o tal vez un año, y luego sólo me recuerden al pasar por esta esquina y ver la casa, o cuando escuchen historias de fantasmas o de adivinas —el señor Corzo hablaba lentamente, con triste-za, casi sollozando— ¡Oh, Nélida! —exclamó a su esposa— ¿crees que nuestros hijos me olviden?

Ella no le respondió. Sus huesos estaban flojos, sus músculos se aflojaron.

—¿Nélida?Nadie respondió.—Nélida…Sus pasos se sintieron por toda la casa. Como abría la

puerta trampa del altillo, y los gatos, todos menos Horus, bajaban raudos como una ráfaga de mar fresco y antiguo a la vez. Como descendía lentamente por la escalera mien-tras que la noche se le escurría entre los dedos. Los visitan-tes aguardaban al pie de las escaleras. El señor Corzo traía la noticia, como un enigma sin respuesta.

La entrada de la Casa ya no sólo trae agua y nieve en el fin del invierno, también trae a un escéptico señor Corzo y una fantasmal señora Corzo.

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XILÁGRIMAS.

La noche era terriblemente tormentosa, un fuerte viento azotaba su cara, sacudía sus cabellos y hacía aun más para-lizante la escena. Sus lágrimas caían sobre el pétreo cadá-ver. Sus lágrimas se confundían con la lluvia, fusionada con la sangre. Su cuerpo goteaba, lágrima a lágrima, el do-lor que llevaba en su corazón. La guerra seguía a sus espal-das, pero para ella ya no había motivo por el cual luchar.

—Lucha para salvar la vida de tu primogénito —le aconsejo a la guerrera, el espíritu de su único hijo.

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XIIIGUAL A MÍ.

Vas corriendo por la calle. Vas huyendo de mí. Vas mu-riéndote de miedo por no ser como yo. Sentís que la vida te hace daño, que el aire rasga tus pulmones. Tu esqueleto se retuerce y te vuelve un animal. No querés seguir en este mundo que te echa en la soledad por ser igual a mí.

Te perdés en los bosques. Acechando a un ser inde-fenso. No lo podés evitar. No lo podés detener. Esta bestia te carcome el alma y te va dejando sin corazón. Volviéndo-te una sombra salvaje que ni el diablo puede domar. Te-nés miedo a ser libre. A poder una noche de estas devorar a un pobre inocente. Pero no entendés que el pobre ino-cente sos vos. Que te estás volviendo loco. Que creés que no tenés perdón. Que sabés que una luna al mes te desfi-gura y te hace un lobo, igual a mí.

Te he marcado. No tenés elección. Sos uno de los míos y no vas a poder huir. Te vas a volver loco, como me estoy volviendo loco yo. Llevás una cruz en los sesos que te va a llevar a la tumba. Porque sé, y vos también, que un día de estos no vas a poder más y te vas a volar la cabeza con un

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estruendo. Nadie aguanta tanto. Por eso es que somos tan pocos. Morimos jóvenes y nadie se acuerda de nosotros. Va a ser mejor que corras. Como estas corriendo ahora. Que te vayás por la calle. Te hagás una valija de coraje y emprendas esta travesía. Si tenés cara todavía te vas a des-pedir de alguien. Y después te vas. Te vas como se va el ve-rano. Dejando los árboles secos y cadáveres como hojas cayendo con el viento. Sí, mejor andate, mejor partí en este largo viaje. Talvez hasta el infierno. Talvez hasta el paraíso.

El mundo no se va a parar por vos. Porque después to-dos se van a enterar de que sos igual a mí.

Y te van a odiar, igual que me odian a mí.

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XIIIENTRE LA BRUMA MARINA.

En esa pequeña aldea portuaria, todos eran pescadores. Todos sus ancestros lo habían sido, y nadie dudaba que todos sus descendientes lo serían. El mar estaba tan in-crustado en sus costillas, que lo exhalaban incluso antes de nacer. Estaba en cada detalle de sus vidas. Era todo lo que comían, todo el hálito de vida que pudieran tener. Sus puñales eran sus huesos y espinas. Entre las hebras de sus cabellos siempre se mezclaban su rocío y arena. A tra-vés de sus manos, curtidas y con branquias, inhalaban las escamas de su oleaje. Incluso en su sexo eran como peces arrastrados por la corriente. El ritmo de las mareas luna-res marcaba el ritmo de sus vidas. Estaban tan intrínseca-mente fusionados al océano, que se volvía algo más esen-cial que el aire que respiraban. Y por ser tan primordial, perdía toda su trascendencia. De tan cercano, era confu-so, invisible. Sus ojos eran el horizonte de salitre y niebla, y no sus espectadores. Sus lenguas eran los crustáceos, y no sus gustadores. Ellos eran el mar, y no sus habitantes.

Pero ella, aunque todavía era una niña, podía dejarse

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traspasar por su inmensidad sin fundirse con su rutina. Tan enamorada estaba que pasaba días enteros observan-do el flujo y reflujo. Incluso en las noches soñaba con las profundidades inexploradas. Las algas que había visto so-bre la arena se convertían en briznas de esmeralda que inundaban los bajos fondos. Con sus tonos verde, azul, turquesa, brillaban iridiscentes iluminando la perpetua oscuridad de las hondonadas. Siempre despertaba con la sal marina en los labios.

A veces escapaba para recorrer las grutas. Entre las estalagmitas y estalactitas imaginaba que encontraba ca-racolas y restos de naufragios, pero sólo había piedras y humedad. El musgo adormilado sobre los peñascos era el único vestigio de vida en esa cueva crepuscular.

El mar erosionaba las cavernas pétreas, con cada gra-no de sal pulía las rocas perennes. La pequeña podía sen-tir como las olas corroían también su antiguo espíritu, cada vez que subía la marea. Carcomían su alma, desme-nuzándola en imperceptibles gotas de agua, que la mare-jada arrastraba hacia las profundidades.

Así las sirenas se iban apoderando poco a poco de ella, embrujándola con ilusiones resplandecientes. Des-truyéndola con sus crueles cantos, con sus voces inhuma-nas, que penetraban su mente arruinando su belleza in-fantil, atándola a la oscuridad inmortal.

Cuando, al atardecer, retornaba a su hogar siempre la reprendían. Pero a ella no le importaba, lanzaba una cau-telosa mirada hacia la bruma que empezaba a levantarse y

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se iba a dormir con su idilio abisal.Esa madrugada, negras nubes devastaron la luz de las

estrellas. Sobre el mar había una densa niebla, tan espesa que podía comerse a cucharadas. La muchacha creyó es-cuchar en el viento el llanto de las nereidas. La estaban llamando. Se escabulló por una ventana y corrió hacia su cueva sagrada. Tanteó las paredes pulidas por el agua, eran suaves y lisas como la piel de las orcas. Entre las tinie-blas vio brillar un caracol nacarado. Al tocarlo sintió el ar-dor de su romance. Podía percibir en esa coraza el amor que siempre había esperado, la correspondencia de un tri-tón. Tantas veces en la noche, entre sueños, de su boca había dejado escapar, en un suspiro, su nombre impro-nunciable.

En el extremo de la espiral había un orificio, que ella apoyó sobre sus labios. Juntó tanto aire como sus peque-ños pulmones se lo permitieron. Y lo derramó dentro del nácar, liberando un sonido bajo y hondo, apenas audible. El eco reverberó entre las profundidades acuáticas, des-pertándolos.

La marea subió inesperadamente, y tanto como no lo había hecho en siglos. Llegó la orilla a tocar las puertas de las casas, entró en ellas sin ser invitada, lentamente inva-dió toda la villa. Algunos se despertaron por el frío húme-do que los envolvía. Empezaron a gritar, aterrorizados. Encendieron antorchas y buscaron a sus hijos. Intentaron huir hacia las montañas heladas. Pero no se los permi-tieron.

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De entre la bruma marina se levantaron las oscuras criaturas. Cayeron sobre los aldeanos, capturándolos uno a uno. Estos ni siquiera sabían qué los atacaban. Sólo po-dían ver a los suyos hundirse en el abismo. Corrían deses-perados, eran el cardumen atravesado por el depredador. Hasta que sentían el abrazo gélido y lóbrego. Entre el caos empezaron a quemar las casas, casi inconscientes, las prendían fuego con sus antorchas, tratando de rechazar a los demonios invisibles. El agua seguía pujando, trepan-do sobre los tejados incendiados, como hogueras en las fiestas estivales, donde las mujeres danzaban a la diosa de la fertilidad.

Cuando el ritual terminó, al rayar el alba, fue el tritón a buscar a su doncella. La gruta también se había inunda-do. Ella flotaba, pétrea y cristalina. Vista a la luz del ama-necer, hasta parecía viva, tan hermosa y pálida, traviesa y taciturna. Los cabellos ambarinos retozaban a su alre-dedor. Él la estrechó sobre su pecho de azabache, sobre su piel de cetáceo. Acercó sus fauces a los tiernos labios de la niña. Rozándole los pómulos de pétalo con las membra-nas de entre sus dedos. Rasguñando su cuello, para abrir-le las agallas. Al besarla convirtió sus pequeños pies en es-camas centelleantes. Todo su cuerpo se transmutó, irrum-pió de su metamorfosis con un cuerpo negro, iridiscente, marino. Se despegó de su piel humana, desplegó sus ale-tas dorsales como la mariposa que sale de la crisálida. Al abrir los ojos violáceos vio a su amado arrastrarla hacia

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ultramar. Dejando atrás un pueblo fantasma lleno de cás-caras vertidas en la orilla, flotando contra la espuma, ca-pullos traslúcidos iluminados por el fuego solar.

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XIVLA PALOMA.

Movió sus manos en el aire frío de la noche. La suave brisa le traía la humedad de afuera y el murmullo de un río que abrasaba el paisaje helado. Mientras, en la oscuridad, ella movía sus manos, desnudas y frescas en el viento. Cerró sus ojos un instante y dejó que una de sus manos, como un hombre, descansara sobre las mantas, y la otra voló, moviéndose en las sombras como una paloma.

Las figuras resbalaban en el aire, mientras ella susu-rraba una canción escondida entre sus almohadas. Un hombre y una paloma que bailaban en su habitación. Espió por la ventana, y miró las casas dormidas, y escuchó el río despierto quemando la noche.

Dejó a la paloma descansar junto al hombre para po-der observar la luna taciturna. La pálida luna llena que ahora se alzaba sobre los tejados, más allá de donde ella llegaba a ver.

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XVEL MIEDO A LA OSCURIDAD.

Primero debo confesar, le temo a la oscuridad. Tantas noches, cuando me acostaba sin sueño, había

visto sombras entre las sombras. De entre las tinieblas de mi habitación brotaban espectros putrefactos, que cer-nían sobre mí sus fauces. Incluso hasta podía escuchar su respiración y sentir su aliento sobre mi cuello, que con suaves gruñidos se acercaba, cada vez más a mi piel des-nuda.

Mi frágil cuerpo se excitaba con facilidad, mi corazón golpeaba más fuerte, sudaba y me temblaban las manos. Cada músculo de mi cuerpo se tensionaba. Y ya me era imposible entregarme al sueño. Daba vueltas en la cama con terror de encontrarme con otro cuerpo, de descubrir que ya sus garras rasgaban las blancas sabanas, de sentir su rostro deforme acercándose.

Clavaba mi vista en la penumbra perpetua. De pron-to escuchaba un ruido y encendía la luz. No había nadie, sólo los muebles me observaban en silencio. De vuelta a la lobreguez, los monstruos me acechaban.

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Me envolvía en las sábanas. A cada instante, el páni-co. Casi podía ver los ojos del cazador clavados en la presa. Casi podía oler como se descomponían sus órganos. Casi podía oír el sulfuro corrompiendo sus venas. Volvía a en-cender la luz y miraba atónita hacia todos lados. No podía creer que no hubiera nadie. Apagaba.

Si sentía un cosquilleo en un pie, estiraba una mano hacia el vacío infinito. Pero nunca había nada. Y así, no-che tras noche, me revolcaba en la cama con mis temores, y mi soledad.

Esa vez, el insomnio invadió mi noche vacía. Lenta-mente el tiempo se escurría sobre mi cabeza. Entre un gra-no de arena y otro, transcurría una eternidad. Mi mirada, perdida entre figuras amorfas, esperaba ver a aquel que nunca habría de venir. Sentía en la espalda el roce de mis quimeras.

Estaba esperándolo, cuando escuché un leve rasgui-do, una mano rozando la pared del pasillo. Se me erizaron los pelos de la nuca, y todo lo demás se detuvo. Alguien golpeó mi puerta. Cuando abrí, no había nadie. Di un pa-so hacia afuera. Y entonces, lo vi. Su figura espectral de pie junto a la ventana, la luna llena lo separaba de las som-bras.

Seguí mi instinto. Dejé la puerta abierta y volví a la cama, me tendí boca arriba sobre un lado, dejándole espa-cio. Esperé en el silencio y la oscuridad. Sentí como se hundía la cama, era él entrando, y como me tomaba de la mano, su piel era fría como la muerte. Escuché la puerta

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cerrarse, y me dormí profundamente. Con él a mi lado, mientras sintiera su tacto, ya no sentiría ese desasosiego crepuscular, estaba protegida. Por la mañana, en el espejo, la marca en mi cuello confirmó mi pesadilla.

La noche siguiente, lo esperaba. Había dejado la puerta abierta, y le guardaba un lugar en el lecho. La puer-ta se cerró con un chillido, al tiempo que sentí el peso de su cuerpo hundir la cama. Me tomó de la mano. Con ese simple gesto me sentía resguardada. A la mañana siguien-te me dolían la cabeza y la cicatriz en el cuello. Pero eso no me molestaba, al menos ahora él estaba a mi lado.

Sabía que él podría haberme asesinado la primera vez, pero no lo hizo. Me absorbía en pequeñas dosis, sabo-reándome. Y en cada amanecer me sentía más cansada, cada vez estaba más pálida y demacrada. Pero, aun así, lo prefería. Pasaba el día esperando ese momento, cuando él se hundía en la cama y tocaba mi mano. El sentir su peso y su piel fría llenaban no sólo mi perversidad sino también mi luz.

Hasta que a mi reloj se le terminó la arena. En una de esas noches mi pulso se debilitó violentamente, cuando él todavía estaba prendido de mi cuello. Creo que se preo-cupó, quizás se haya asustado. Trató de despertarme, pero mi débil conciencia era incapaz de mover mi cuerpo, sere-namente me abandonaba al abismo sepulcral. Como lo había aceptado, al abrirle la puerta.

Pero imagino que él se sintió culpable, criminal. Por-que se mordió la lengua hasta hacerla sangrar y me dio el

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beso de los nocturnos. Un intenso dolor creció en mi es-tómago y detrás de mis ojos, sentí mi esqueleto retorcerse y crujir, un suave gemido escapó de mis labios. Sentí ham-bre, como nunca en mi vida.

Volví a abrir mis ojos, que debieron haber permane-cido cerrados, y sólo vi el negro vacío que me devoraba. En un instante sentí como el tacto de su cuerpo me aban-donaba, dejándome para siempre sola y en tinieblas.

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XVILA NOCHE Y LA SELVA.

Mención Honrosa, I Concurso de Narrativa Breve 2007, Subsecretaría de Cultura de la provincia de Misiones.

La noche es salvaje, es una selva, y la selva misma es la noche.

Estoy atrapado en este faro, ni lluvia, ni viento, ni gra-nizo han logrado vencerme. Vine embrujado por el mar, y me quedé prisionero de la selva. Ahogándome en su oscu-ridad absoluta e inmortal. Durante el día busco entre los árboles alguna señal de aquello que me sedujo a echar raí-ces aquí y custodiar el faro, en esta lágrima de tierra perdi-da en el rostro del océano. Después del ocaso, es como si ese llamado se convirtiera en un canto hipnótico, susu-rrándome que cruce la puerta. Pero cazadores nocturnos acechan del otro lado. Mi fortaleza se ha convertido en mi cárcel. Tan pronto como acerco una mano a la puerta el canto ritual culmina, tornándose en gritos, y gemidos, y aullidos, y respiraciones entrecortadas. Toda la selva se re-tuerce detrás de la puerta, asesinándose y resucitando, mientras mil bestias más afilan las garras y exhalan el he-dor del terror de sus fauces abiertas.

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Ya es de noche, el cielo esta nublado, las tinieblas in-vaden mi alma. Mi cena se enfría, pero ya no tengo ham-bre.

El reloj. Eso es lo único que se escucha. La aguja tiem-bla levemente en cada espacio y luego cambia.

Las ventanas las cerré hace semanas, clavé los postigos y soldé las rejas. Ya no podía soportar la idea de la selva, tanta oscuridad, tantos animales salvajes, estrangulando el aire vacío y el mar turbulento.

El reloj se detiene en seco, las voces nocturnas ase-dian el faro... ¿y ahora?, ¿acaso el tiempo se habrá deteni-do? Pero la selva sigue viva, llorando y gritando, las bestias siguen devorando a los espíritus perdidos.

Y ahora vendrán por mí y me llevaran hasta los abis-mos del mundo.

No, no puedo permitir que me lleven. El mar. Sólo el mar puede ofrecerme resguardo. Al levantarme, la silla cae al suelo. Abro la puerta aterrado, porque talvez detrás de ella...

Sólo el turbión y el viento azotador. La selva no existe, sólo la tormenta. Observo el mar desde el acantilado.Las quimeras ya vienen. Siento el impacto, y el frío quebrando mi cuerpo.

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XVIIFLORESTA ESTELAR.

El príncipe elfo emergió de la noche sideral. Era una estre-lla caída, como un negro arcángel. Forjó un nexo, que unió el cosmos infinito con la inmortalidad del bosque.

Las ambarinas lágrimas de los árboles bullían de exci-tación. Sobre el ónix de sus raíces se fundía el sulfuro. So-bre los rubíes escarlatas de las hojas derramadas se vertía el azufre infernal. El musgo pétreo y cristalino florecía so-bre las fallas telúricas. Las vibrantes amatistas de sus mo-ras y zarzamoras se orbitaban y colapsaban. Los zafiros y esmeraldas celestiales centelleaban en el crepúsculo eter-no. El tiempo se destilaba como rocío sobre los helechos.

Oscuras y arbóreas criaturas merodeaban entre el tor-vo plumaje de la dendrita planetaria. Entre cráteres luna-res croaban las ranas purpúreas. Entre húmedas madri-gueras retozaban náyades septentrionales. Perdidos entre flores y rocas, bufaban los mustios lagartos. Los ebúrneos frutos del durazno se bifurcaban con ferocidad, atravesan-do las largas horas que discurrían desde el alma de fuego de la tierra hasta el cinturón de asteroides.

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El invierno soplaba con su gélido viento sobre las co-pas alboreas. Volcando su sombra de acero fundido sobre las diáfanas mañanas de la selva virgen. Espolvoreando nevadas sobre las verdes cúspides. Fusionando sus crista-les de nieve con los ojos hexagonales de las plantas. Revol-viendo los átomos vegetales con las galaxias cósmicas. El abismo astral se confundía con la boscosa espesura. La si-ma del universo era la cima del monte.

Toda la floresta se cernía sobre sí misma, abriéndose y cerrándose, con el sístole y diástole de su corazón de cere-zo metálico e inocente. Un latido, y los pájaros se alzaban sobrevolando planetas con innumerables alas, y las mari-posas rompían las crisálidas mercúricas, y los peces del arroyo saltaban sobre las ondas magnéticas. Otro, y el si-lencio, como venido de ultratumba, inundaba desde el pelaje de los felinos hasta la herrumbre de los pétalos alca-linos, todo se detenía, sosteniéndose entre la tensión y la concordia. Una nueva contracción, y el vínculo de cuarzo de su espíritu atravesó las dimensiones paralelas, que-brando el círculo terrenal que lo encadenaba, perdiéndo-se en lo profundo del firmamento.

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XVIIIDEL OTRO LADO DEL MAR.

Primer Premio, II Concurso de Prosa de 2008, Subsecretaría de Cultura de la provincia de Misiones.

—¿Me decís la hora?—Son las ocho y diez.Mi interlocutor me dio las gracias y se quedó callado.

Yo lo miré un poco más y después volví a mirar las casas y las personas que pasaban velozmente.

El colectivo se detuvo un momento, personas bajaron y subieron, y la maquina volvió a correr. Todavía era de día, era verano y atardecía como a las ocho y media. Al lado mío iba sentado un chico joven, albino. Los cabellos blancos y grises le caían hasta las orejas y formaban peque-ñas ondulaciones. Los ojos, también grises, eran como dos lunas, mientras una crecía la otra menguaba.

—Disculpame —dudó el chico— ¿no te conozco?—No creo... no suelo olvidar los rostros.—Sí, soy Rene —se presentó torpemente el joven.—Güiniver.—Lindo nombre.Miré las casas, identificando las calles.—Yo ya me bajo.

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—Sí, chau —dijo dejándome pasar. —Chau.Me apreté un poco tratando de pasar por el amasijo

de personas hasta llegar al fondo, pulsé el timbre, y una cuadra después el colectivo frenó y salí al aire de la tarde. La máquina se fue, siguió viajando por las calles mustias, corriendo por un día que ya se acababa.

El crepúsculo se prolongaba, parecía estar esperando algo, concediendo la luz solar como una dádiva de la no-che. Cuando llegué la casa estaba sola, mis padres debían seguir en el mercado. Me serví un poco de jugo de limón y subí a mi habitación, una puerta trampa la separaba de la casa.

Abrí mi ventana y me senté vagamente en el marco, el aire cálido se precipitó en mi pieza. Miré aquel mundo aje-no pero propio que me devolvía una mirada secreta y silenciosa. Y allá lejos, otro mundo que me correspondía más que esa misma casa. Unas quince cuadras, un tejido metálico, y luego, el bosque. En ese momento se me ocu-rrió volver a pensar en ese chico, ahora llamado Rene, imaginé una historia para él. Los personajes se movían os-curos en mi mente como sombras chinas. Era local, segu-ro, pero en algún momento, tal vez a sus doce años, tuvo que marcharse a una ciudad lejana, un país lejano. No importaba si era el pueblo más cercano, para él era un lugar remoto. Mas ahora estaba de vuelta, habría estado unos cinco años fuera, pero había regresado. Eso le daría

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unos diecisiete años, se ajustaba bastante a sus caracterís-ticas físicas. Recordé entonces mis quince años, parecía una edad muy corta, lo era en verdad. Ahora sí, ya se cerra-ba el día. El sol lentamente se hundía en el recóndito país que reside del otro lado del horizonte.

—Hoy es luna llena —susurré para explicarme esa acti-tud tardía de los cielos—, igual que aquella vez...

La noche fue vertiendo sombras sobre las casas y los árboles lejanos, las calles casi vacías y aquellos que aún se-guían afuera. Él, ¿seguiría viajando en el colectivo? No. Ya no. Poco más y el colectivo terminaría su recorrido en la rivera del monte.

El astro lunar comenzó a levantarse por entre las leja-nas ramas de los árboles, el calor seguía durante la noche. Me fui de la ventana y levanté la puerta trampa, pisé el primer escalón y me detuve. Un aullido cortó el viento nocturno, la sangre se detuvo en mis venas, aquel llanto volvió a irrumpir en la oscuridad, abriendo las heridas se-lladas, resurgiendo como el lucero brilla al final del día. Lágrimas saladas resbalaron en mi rostro, giré la vista y la luna llena me devolvió la mirada.

No sé muy bien cómo ni por qué, pero unos segundos después me deslizaba por las calles hechas oscuridad para llegar al único destino del mundo, el único lugar verdade-ramente mío. Del cual había sido exiliada durante cinco lúgubres años. Las casas me ignoraban al pasar, y una son-risa atardecida se debatía con una respiración jadeante.

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Ahí adelante, el tejido metálico, busqué un lugar por don-de escabullirme, las manos sudadas tanteaban el tejido frío buscando algún lugar corroído, un pozo, una abertu-ra. Al fin logré pasar, me ensucié las manos con la tierra húmeda, y me rajé un poco la ropa.

Corrí por la espesura, como volando sobre las ramas caídas y las hojas verdes que me lastimaban la piel. Los sonidos oscuros aumentaban, pero había perdido el aulli-do. Caí de rodillas lamentándome, sollozando secreta-mente. Cubrí mi rostro con mis manos y lloré, dejándo-me rastros de sal y tierra. Las estrellas observaban los cuer-pos oscuros que se movían y temblaban allá abajo. Y de pronto un gemido creció en las sombras, callando el paso del tiempo, acribillando los árboles despiertos. Todo se movía lentamente, el aullido detenía el tiempo. Me di vuelta y el lobo me devolvía la mirada.

—Sí —susurré— ya te vi antes.Él era blanco y los ojos grises eran como dos lunas,

mientras una crecía la otra menguaba. El bosque quedó en silencio, observándonos fríamente. El tiempo se había detenido, y mi interlocutor callaba. Mirándome desde el otro lado de un mar grande y profundo, más lejano que cualquier otro lugar del mundo.

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XIXMÁS ALLÁ DEL HORIZONTE.

Bullicio, bajo el sol del mediodía. Las ventanas estaban abiertas, una suave brisa reco-

rrió las sombras. Hacía calor, y unas cuantas nubes grises transitaban por el cielo diáfano, como gotas de metal flotando en cristales fundidos. Las horas pasaban lenta-mente, un gemido agonizante se oyó a lo lejos. Nunca más un té con miel.

Una niña posaba su cabeza en el hombro de su abuela.

Ya nadie lloraba. A través de la ventana llegaban vesti-gios del rumor de la calle.

—¿Y qué pasará con Héctor? —preguntó la niña con la voz queda, la mirada perdida.

—Él debe irse. Ya ha estado en este mundo por mu-chos años.

—¿Y volveremos a verlo?—Quizás, con el tiempo, pero él no podrá volver aquí. —¿Nunca más?—No, querida, nunca más —respondió la abuela sin

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poder contener dos lágrimas que rozaron sus mejillas cá-lidas.

—¿Y adónde irá?—Irá hacia más allá del horizonte, donde descansan,

entre flores, los pájaros perdidos. Y el silencio llenó el vacío, a lo lejos un auto frenaba

bruscamente, las amapolas se cerraban sobre sí mismas. Una nube pasajera se interpuso frente a la luz del sol; todo se sumió en las sombras. Un vendaval efímero recorrió las calles y entró por la ventana abierta, las mujeres se estre-mecieron de frío, de miedo.

En la habitación contigua una mano cayó sobre las sá-banas, unos pulmones se cerraron, y un corazón se detuvo lentamente, hasta desvanecerse en suaves latidos, como susurros.

Un grito se detuvo de pronto. Un relámpago fulguró el horizonte.Las ventanas, ahora calladas, se cerraron lentamente.

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XXDOS TAZAS DE CAFÉ.

Hacía mucho tiempo que no se sentaba a escribir, activi-dades menos importantes habían ocupado su tiempo, en-treteniéndolo en meras anécdotas. Su mente se había ido desgastando con esos ejercicios superfluos. La música nunca dejó de ser su consuelo místico, si no se había dedi-cado a concebir historias épicas y romances lúgubres, al menos había podido estar en contacto con esos relatos por medio de la música. Pero eso no había podido saciar su espíritu trágico y su sed de agonías.

Esa noche el insomnio lo había vencido. Revolvió los cajones y rescató su frasco con café de las oscuras profun-didades de la cocina, ámbito poco humano según sus re-flexiones. O tal vez sólo le pareciera eso porque su cocina estaba particularmente descuidada. Polvo y grasa por to-das partes, alguna que otra fruta podrida, un cajón lleno de cucarachas, una hierba que entraba por la ventana del jardín, periódicos desparramados por el suelo... Lo único que le era agradable de ese lugar eran las velas, estraté-gicamente ubicadas, que dejaban el ambiente a media luz,

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el foco se había quemado hacía meses y no era su respon-sabilidad cambiarlo.

Encendió una hornalla y dejó el agua calentándose, mientras se volvía en el armario buscando recuperar su termo.

—Cáliz del destino, cáliz del destino, cáliz... —iba repi-tiendo mientras movía los platos, jarros y vasos con agua que había guardado una semana atrás.

El agua estaba hirviendo, el vapor se difuminaba en el aire y un silbido escapaba hacia la ventana entreabierta. Se dio vuelta hacia ésta y halló su termo sirviendo de traba para mantenerla entornada.

—¡Cáliz del destino! —repitió vehemente.Preparó su café y lo conservó en el termo, luego aban-

donó ese ambiente hostil con su termo y una taza de cerá-mica. Se sentó frente a su escritorio y se sirvió el humean-te brebaje. Luego se desplomó en su silla y escrutó las siluetas demoníacas que se vislumbraban en el cielorraso. Permaneció así toda la noche.

Bestias blancas carcomían la oscuridad, sus ojos se-guían atentamente el vuelo de algún cuervo que segura-mente daba vueltas y vueltas sobre su tejado.

Sobre el amanecer llegó Dorita, con un vestido estam-pado en flores azules y una mañanita blanca colgándole sobre los hombros. Atravesó el umbral a media luz y dejó sus bolsas sobre algún sillón. Subió torpemente las esca-leras, esforzando sus piernas regordetas y agitando los bra-zos. Gritando algo como «¡Santi! ¿Dónde te escondiste?» o

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«Este lugar parece un calabozo, o peor... ¡un cementerio!»—De ninguna manera —respondió Santiago volcado

sobre su historia, casi quemándose los dedos— preferiría un millón de veces estar muerto, antes que preso.

—Este café está helado, lo llevo para lavar —comentó ella levantando la taza— ¿estuviste escribiendo toda la noche?

—No, desde que llegaste. Deja eso ahí, che. Si quisiera que esté en la cocina ya lo hubiera llevado yo.

Ella, de mala gana, devolvió la taza al escritorio y se sentó en el sillón frente a la ventana. Recién entonces per-cibió que ese ambiente era muy distinto al que ella había dejado. Si bien es cierto que la entrada al estudio, empla-zado en el altillo, nunca había tenido puerta, ahora era mucho más evidente. La cortina de abalorios regalada por Romina había desaparecido misteriosamente. Antes uno llegaba y se encontraba con un fantástico panorama del lago, el bosque y las montañas. Que se traslucían por los vidrios nebulosos de la ventana que ocupaba toda la pa-red opuesta a la puerta. Ahora una nueva biblioteca domi-naba la escena principal, se extendía del piso al techo y ocupaba media pared. Dicho mueble estaba casi repleto, y mostraba signos inequívocos de haber sobrevivido a un incendio, sin contar el hedor a carbón.

—Me voy un par de semanas, y esto ya está hecho un chiquero.

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—¿Semanas? Te fuiste exactamente cinco meses, vein-tiocho días y... —Santiago se acomodó el reloj— diecisiete horas.

Dorita se limitó a observarlo con una sugestiva expre-sión reprendedora.

—¿Te acordás de Minerva?—¿Quién? —inquirió Dorita sacando un abanico de su

cartera.—Minerva, la gata que rescate del lago, cuando tenía

trece años.—¿Él que se fue en octubre?—“La” que se fue, era hembra, y no se fue, la sacrifica-

ron en un ritual profano, o algo parecido.—Sí, ¿qué tiene?—Bueno, parece que no estaba tan muerta después de

todo.—¿Qué?—Bueno, la noche que te fuiste me vine al altillo a es-

cuchar música y la encontré durmiendo en el mismo si-llón donde estás ahora.

—Pero no debe ser el mismo gato.—Gata, es hembra, y tiene los mismos ojos, el pelaje

negro, el mismo porte, la mancha blanca en forma de lá-grima debajo de su ojo izquierdo. Hasta tiene la oreja de-recha lastimada igual que ella. Bueno, dicen que los gatos tienen nueve vidas, ¿no? Igual... hace dos días que no vuelve. A lo mejor esta noche... —Santiago se interrumpió a sí mismo y dejó escapar un suspiro.

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—¿Qué pasa esta noche?—Mañana es dos de noviembre, el día de todos los

muertos, esta noche los espíritus perdidos vagan por los cementerios y los bosques, buscando a los vivos que mo-ran cerca de los lagos para ahogarlos en sus aguas oscuras.

——Santiago, creo que ya es hora de enterrar el pasa-do...

—En el cementerio ¿verdad?, justo entre las tumbas de los indios. Hasta los recuerdos resucitan en días como hoy.

Un relámpago se hundió en el lago, y el trueno que-bró el silencio del bosque. Los dioses corrieron el telón del cielo, la lluvia clamó entre los valles y los árboles, exi-liando a los demonios de lo más profundo de las cavernas.

—La vida sigue querido, y aunque los gatos tengan nueve de ellas, las personas tenemos sólo una. Yo también sé lo que se siente haber perdido a alguien así.

Con esta sentencia final Dorita bajo las escaleras, habiéndole dado una palmada en el hombro a su sobrino cuando paso a su lado. Fue hasta la cocina y entre refun-fuños y pequeños sermones limpió y ordenó toda la casa, a excepción del ático, por supuesto.

La tormenta duró casi todo el día. Por la tarde, poco antes del atardecer, Céfiro desmenuzó todas las nubes, haciéndolas descender sobre los ríos y los lagos, pero despejando la tierra y el cielo. Donde poco a poco se encendían las estrellas, tiritando en la bóveda celeste. La diosa de la noche se paseaba con sus bestias por los

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montes. Oscilando, a veces, con las orillas brumosas. Santiago bajó las escaleras corriendo. Y encontró a

Dorita en la cocina.—¡Vaya! Nunca pensé que esto volvería a verse como si

alguien viviera aquí.—Ya me estoy acostumbrando a tener que ordenar to-

do en tu vida—Dime, ¿has visto mi frasco de café? —le preguntó al-

go ruborizado.—Se me cayó al piso y se rompió mientras limpiaba el

estante, y el café se mezcló con la lavandina. Así que no pude salvarlo —dijo poniendo las manos en su cintura—, lo siento.

Santiago cerró sus ojos en una mueca y profirió un gruñido por lo bajo.

—Al menos me vas a acompañar al pueblo, ¿verdad?—¿Ahora? —su sobrino asintió con la cabeza— ¿Por qué

no vas mañana? A esta hora el almacén ya debe de haber cerrado.

—Porque no puedo escribir sin él. Además el viejo Renato no va a negarme un poco de su mágica sustancia. ¿Vamos? —preguntó haciendo un gesto hacia la puerta.

Dorita accedió, pues no tenía otra opción. Una vez en el auto, Santiago lo puso en marcha y con todo el cuidado que le fue posible manejó por la carretera mojada hasta el pueblo.

Era una población realmente escasa, después de la municipalidad, la iglesia, el hospital y la escuela, había un

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par de almacenes y unas veinte o treinta casas que se ex-tendían a lo largo de un río. Más allá sólo estaban el mon-te húmedo, las carreteras casi abandonadas y un antiguo cementerio indio, aun preservado por la gente del pue-blo, que enterraban allí a sus muertos.

Al llegar, estacionaron el auto enfrente de la casa de Renato. Ni siquiera fue necesario llamar a la puerta, el viejo y su esposa estaban sentados afuera, conversando con sus vecinos cuando estos pasaban. En ese momento cuatro de ellos estaban ahí, hablando sobre la extraña tormenta de ese día. Poco después del amanecer los cielos se habían oscurecido y colapsado de un momento a otro, y con la misma espontaneidad se habían despejado poco antes del ocaso.

—¡Joven Santiago de la Mancha! —dijo Renato con entusiasmo al ver a sus visitantes bajar del auto— Me ale-gra veros esta velada acompañado de tan bella Dulcinea.

—Noble Renato, la alegría es mía de veros aun vivo. He venido en esta estrellada noche porque...

Pero Santiago se detuvo, cuando sintió que Dorita se aferraba a su brazo cada vez con más fuerza mientras se da-ba vuelta hacia el río, y vio los rostros estupefactos de sus vecinos. Cuando se dio vuelta, él también compartió ese sentimiento. De entre la niebla del río surgían oscuros espectros chorreando agua. Sus cuerpos putrefactos sa-lían de la oscuridad arrastrando los pies. Les crujían los huesos, dormidos desde hacía tanto tiempo.

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—Sobran motivos para creer en el diablo —comentó uno, cuando logró recuperarse del impacto, pero luego nadie más hizo nunca una alusión a la posible interven-ción de los demonios del infierno en este fenómeno.

—¡Por todos los santos del cielo! —exclamó Dorita— ¡Abelardo!

Santiago empalideció, se le entumecieron los dedos adentro de los bolsillos. Abelardo era el esposo muerto de Dorita. Aun sin poder moverse, vio como todos los pa-rientes muertos de la gente del pueblo aparecían de entre la penumbra nebulosa. Y como todos corrían hacia el reencuentro, a verse los rostros secos y podridos, más allá del polvo y de las sombras. Su tía corrió hacia una plaza cercana, donde su esposo la esperaba sentado junto a las amapolas.

Cuando Santiago logró superar los efectos hipnóti-cos de la muerte, corrió de vuelta al auto y manejó de vuel-ta a su casa lo más rápido que su conciencia le permitía. Frenó bruscamente y casi se estrella contra una ventana. Dejó el auto abierto y se detuvo frente a la puerta de entra-da, que también estaba abierta. Había un rastro de agua en el piso, que entraba y subía las escaleras del altillo. Sen-tía su corazón golpear su pecho como un tambor de gue-rra. El calor concentrado en sus mejillas bajaba hasta sus manos y sus pies. Todo su cuerpo latía. Observó las estre-llas y la niebla fría que subía del lago. A través del bosque escuchó el aullido de los lobos, quebrando el círculo del tiempo. De pronto sintió como todos sus sentimientos,

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recuerdos y temores convergían en el mismo punto.Las sombras de la casa lo esperaban. Subió a la buhar-

dilla, su cuerpo temblaba con cada escalón, el lugar estaba débilmente iluminado por la luz de las velas. Ella estaba sentada, esperando, en el sillón donde esa mañana había estado descansando Dorita. Una taza de café humeaba so-bre la mesa. Ni siquiera podía hablar de la emoción. Se le desbordaron las lágrimas. Y, sin dejar de observar a su no-via marchita, se sentó y empezó a escribir.

En el instante en que él escribió el punto final de su novela, ella se puso de pie, haciendo crujir sus huesos so-námbulos. Bajó las escaleras muy lentamente, no sin an-tes haber acariciado el hombro de su amado cuando paso a su lado. Él, con un escalofrío, la siguió.

Afuera todavía era de noche, de hecho estaba, cada vez, más oscuro. Caminaron por la ruta, hacia el pueblo, rodeados por el abismo nocturno. Sus ojos se perdían en la nada que los devoraba. Detrás de un recodo, apareció el río y sus espíritus. Ya estaban cerca.

Al llegar ella se despidió con un beso. Fue apenas un roce, pero deshizo sus labios de arena y desgarró sus cora-zones. Santiago permaneció inmóvil, con los ojos cerra-dos, mientras todo a su alrededor se derrumbaba. Cuan-do volvió a abrir los ojos, la vio sumergiéndose en la bru-ma. Ya estaba clareando, y el mundo aun seguía ahí. Las montañas, las casas, las calles y los árboles, todo seguía donde siempre había estado.

Todos los muertos volvían al río. Y la gente miraba,

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no sonreía ni sollozaba. Sólo observaban, con el corazón en pedazos, como todo lo que habían querido volvía a la tumba, o al menos eso le pareció a Santiago.

Entre sus cuerpos fríos, deshechos por los años bajo tierra, entregándose a las profundidades, iba Dorita con el cuerpo aun tibio y palpitante. Iba del brazo de su espo-so, caminando lentamente, hacia el abismo.

Mientras los últimos difuntos regresaban a su prolon-gado letargo, los que aun seguían vivos fueron regresando a sus labores diarias. Fue un día largo y silencioso, como noctámbulos miraban el agua fluir, soñando despiertos con volver más allá del velo del tiempo.

Al anochecer, toda la gente del pueblo y sus alrededo-res se reunió frente a la iglesia. Llevando velas y sahume-rios caminaron en una solemne peregrinación hacia el cementerio, como lo hacían cada año. Pasaron la noche en el cementerio, entre cantos, bailes y comidas. Las pie-dras se alzaban sobre la tierra húmeda, y brillaban con las velas, resguardando los secretos de las sombras. Unos hombres llevaron una lápida, que arraigaron en la tierra removida junto a la tumba de Abelardo.

Santiago ya no lloraba, ni tenía el corazón roto, de hecho ya no sentía nada. Mientras caminaba por entre las tumbas vio el nombre de su amada tallado en la piedra. ¿Por qué no se hundió él también en el agua, como lo ha-bía hecho su tía? ¿Por qué no se ahogó entre sus lágrimas y el polvo que quedó en sus labios? ¿Por qué no se había en-tregado al dulce abrazo de la muerte?

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Cuando volvió a su casa, una gata negra lo esperaba sobre el sillón donde ella había estado. Él se sentó a su lado y sonrió amargamente mientras la acariciaba.

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XXILA PLAZA DE LOS CIEGOS.

Los árboles están ahí, aislados, oscuros, muertos. El ban-co está ahí, frío, oxidado, solo. La tierra está ahí, hubiera sido alguna vez fuente de vida, ahora matar o morir. Las piedras están ahí, duras y grises. La gente está ahí, preo-cupada, indiferente, racial. Todos desconsolados. Todos muertos. Pero no se dan cuenta, tan ciegos son. No ven lo que una sonrisa puede hacer. No notan la fuerza de una caricia, la importancia de una palabra amable. No pue-den mirar la belleza que les rodea. Tan contaminados es-tán que hasta han matado a la tierra. Tanta indiferencia hasta le ha quitado el canto al gorrión. Tan ciegos son que estando tan cerca no ven a nadie.

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ONUDO DE SERPIENTES.

La serpiente avanza, devorando la tierra. Atravesando la noche, cruzando las aguas, quemando las flores. Desper-tando, después de tantos siglos. Asesinando todo lo que hay, y lo que no hay, en su camino. Abrazando a las hem-bras, abrasando a los hijos. Arrasando con todo, arras-trando las sombras.

La serpiente resuena en las tinieblas, gimiendo de do-lor, con el vientre hinchado. Pero sigue tragando, purgan-do los pecados, haciendo nudos en su esófago, enhebran-do lobos y palomas, unos tras otros, entre los anillos de sus costillas.

La serpiente engorda, pero no deja de hundir en su boca las palabras de los hombres. De todos los hombres exiliados, desterrados, masacrados, infectados, mutila-dos, incinerados, crueles, despiadados, codiciosos, hu-mildes, cobardes, cegados, prohibidos.

La serpiente inicua ingiere las caras de la gente y engrasa sus máscaras, para que no chillen al decir una

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verdad. La gula la persigue, la hipnotiza, descubre sus es-camas y la somete al miedo.

La serpiente enlaza los mundos, digiere la vida, regur-gita y vuelve a ingurgitar, con lujuria, su veneno viperino. Todo lo absorbe, revuelve en su estómago la lava del fon-do de los volcanes, en su sangre fluyen los ríos, en sus pul-mones se enfría el nitrógeno y sus ojos son las miradas de miles de espejos, en los que nos reflejamos todas las maña-nas.

La serpiente conoce el principio del terror, de lo más recóndito del alma, donde cae y consume el vacío. El tiempo es revelado, descompuesto, mezclado, fusionado. Cada pequeña estrella es desnudada de su luz, apagada eternamente, en la inmensa penumbra del espacio.

La serpiente culmina el acto ritual, se entrega, se inhi-be, se suicida, se resiste quizás, pero al final se rinde. Otra serpiente la engulle y la tira a su hondo tórax, donde ya-cen más serpientes, que se enredan y se comen, se muer-den, se entrelazan, se aparean, se observan en la completa oscuridad, mirando la nada detrás de la nada.

El nudo de serpientes avanza, siempre avanza, cruzan-do el negro abismo del cosmos.

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Este libro se terminó de imprimir en el tallerde Clan Destino en Marzo de 2014

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