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SI VIS PACEM... APUNTES SOBRE GUERRA Y POLITICA EN LAS TIERRAS BAJAS MAYAS DURANTE EL PERIODO CLASICO Andreu VIOLA I RECASENS Departamento de Antropología Cultural e Historia de América. Universidad de Barcelona Una ciudad tiene altos muros, profundos fosos, las armas de sus soldados son afiladas y sus reservas de grano grandes y, sin embargo, se entrega y es abandonada. Esto es porque las ventajas del lugar no igualan a la unión entre los hombres. (MENcto, siglo iv a. C.) Uno de los mayores lastres teóricos que ha tenido que arrastrar la arqueo- logía maya ha sido la tendencia implícita a tipificar la cultura Clásica por contraste con la de las Tierras Altas y no en sus propios términos. Esta tendencia, expresada en las habituales dicotomías teocracia/militarismo, feu- dal/burocrático, estable/dinámico, etc., ha conducido a una reificación de las diferencias culturales entre las Tierras Altas y las Bajas, así como entre los períodos Clásico y Postclásico. Como consecuencia de este modelo, los contac- tos entre las Tierras Altas mexicanas y el área maya han sido percibidos tradicionalmente en términos asimétricos, unilineales. Así se construyó una imagen de las Tierras Bajas como si de un «Tercer Mundo» del «imperialismo» mexicano se tratara, sometidas a un dominio económico (en el que desempeña- rían el rol de mercado pasivo ante la demanda de la Metrópolis), cultural (aceptando pasivamente cualquier influencia mexicanizante), y política, en la medida en que se acudía a la injerencia mexicana para explicar cualquier suceso relevante en las Tierras Bajas, desde el surgimiento de la civilización hasta su colapso. Este modelo parece en buena parte agotado en la actualidad. Así, se está planteando el comercio con las Tierras Altas en términos bipolares (Freidel, 1986b:412-3), y el hallazgo de los interesantísimos murales de Cacax- tla, en la zona de Tlaxcala, ha llevado a alg ŭ n autor a hablar de «mexicanos mayanizados» (McVicker, 1985). Por lo que a las relaciones políticas se refiere, hoy por hoy resultaría un tanto «naif» una visión de la inoperancia militar de los mayas clásicos como la que tenía Thompson (1954:142). Resulta, pues, evidente a estas alturas que el «pacifismo» del período clásico ha sido el resultado de una idealización (Lipschutz, 1971:36; Ruz Lhuillier, 1951:336). El estereotipo que ha presentado el territorio maya como un «Shangri-La» tropical, no creo que sea tanto una interpretación del registro arqueológico 97

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SI VIS PACEM... APUNTES SOBRE GUERRAY POLITICA EN LAS TIERRAS BAJAS MAYAS

DURANTE EL PERIODO CLASICO

Andreu VIOLA I RECASENSDepartamento de Antropología Cultural e Historia de América. Universidad de Barcelona

Una ciudad tiene altos muros, profundos fosos, las armas de sussoldados son afiladas y sus reservas de grano grandes y, sin embargo,se entrega y es abandonada. Esto es porque las ventajas del lugar noigualan a la unión entre los hombres.

(MENcto, siglo iv a. C.)

Uno de los mayores lastres teóricos que ha tenido que arrastrar la arqueo-logía maya ha sido la tendencia implícita a tipificar la cultura Clásica porcontraste con la de las Tierras Altas y no en sus propios términos. Estatendencia, expresada en las habituales dicotomías teocracia/militarismo, feu-dal/burocrático, estable/dinámico, etc., ha conducido a una reificación de lasdiferencias culturales entre las Tierras Altas y las Bajas, así como entre losperíodos Clásico y Postclásico. Como consecuencia de este modelo, los contac-tos entre las Tierras Altas mexicanas y el área maya han sido percibidostradicionalmente en términos asimétricos, unilineales. Así se construyó unaimagen de las Tierras Bajas como si de un «Tercer Mundo» del «imperialismo»mexicano se tratara, sometidas a un dominio económico (en el que desempeña-rían el rol de mercado pasivo ante la demanda de la Metrópolis), cultural(aceptando pasivamente cualquier influencia mexicanizante), y política, en lamedida en que se acudía a la injerencia mexicana para explicar cualquiersuceso relevante en las Tierras Bajas, desde el surgimiento de la civilizaciónhasta su colapso. Este modelo parece en buena parte agotado en la actualidad.Así, se está planteando el comercio con las Tierras Altas en términos bipolares(Freidel, 1986b:412-3), y el hallazgo de los interesantísimos murales de Cacax-tla, en la zona de Tlaxcala, ha llevado a alg ŭn autor a hablar de «mexicanosmayanizados» (McVicker, 1985). Por lo que a las relaciones políticas se refiere,hoy por hoy resultaría un tanto «naif» una visión de la inoperancia militar delos mayas clásicos como la que tenía Thompson (1954:142). Resulta, pues,evidente a estas alturas que el «pacifismo» del período clásico ha sido elresultado de una idealización (Lipschutz, 1971:36; Ruz Lhuillier, 1951:336). Elestereotipo que ha presentado el territorio maya como un «Shangri-La»tropical, no creo que sea tanto una interpretación del registro arqueológico

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como una «lente» previa que filtró su lectura. Recordemos, como ejemplo, lasimpresiones de Stephens en Copán, aŭn antes de tener suficientes elementos dejuicio:

En otros países, las escenas de batalla, los guerreros y las armas de combatefiguran entre los más prominentes objetos de la escultura; y por la completaausencia de ellos aquí hay razán para creer que el pueblo no era belicoso, sinopacífico, y fácil de sojuzgar.

(STEPHENS, 1841, t. I:126)

También es fácilmente detectable el estereotipo en un autor como Thomp-son, que extrapola los caracteres pacífico y belicoso de mayas y mexicanoscomo categorías esencialistas, ahistóricas (Thompson, 1954:180).

Y sin embargo, el legado arqueológico resulta explícito en este sentido,puesto que contiene representaciones aparatosas y en buen estado de conserva-ción, no ya de alguna imagen bélica aislada, sino del ciclo completo de laactividad militar, como los murales de Bonampak o los dinteles de Yaxchilán.Además, este tipo de escenas, lejos de llegarnos en contextos esotéricos dedificil interpretación, son de un naturalismo y una intensidad extraordinarias(Marcus, 1974; Ruz Lhuillier, 1951:336). i,Cómo es posible que esta informa-ción haya sido minimizada durante tanto tiempo? Sencillamente, creo que, talcomo apuntara Becker (1979), la aceptación de un paradigma arqueológico,como en cualquier otra disciplina científica, se basa tanto en la fe como en los«hechos». En realidad, dudo que existan los «hechos» en bruto en arqueología,puesto que, como han indicado Sabloff, Binford y McAnany (1987:204), lalectura del registro arqueológico es un acto pragmático, en el que se «ven»unos aspectos y otros no. En este sentido, los paradigmas se convierten enescenarios explicativos, en cuyos términos se interpretan los nuevos datos. Sóloasí podemos explicar que, frente a un progreso lineal y acumulativo delconocimiento, la arqueología maya haya vuelto en la actualidad a una concep-ción del período Clásico que, en sus grandes rasgos (urbanismo, agriculturaintensiva, historicidad de los jeroglificos), ya había sido perfilada a principiosde este siglo, para ser abandonada después (Marcus, 1983).

En este contexto, la publicación de los trabajos de Webster sobre la guerray su papel en la historia maya (Webster, 1975, 1976a, 1976b y 1977) hansupuesto el estimulo para un importante debate. A continuación trataré derevisar su hipótesis sobre el papel de la guerra, criticar algunos de los viciosteóricos que creo que contiene, y apuntar, finalmente, algunas impresionessobre la naturaleza del poder en el período Clásico.

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LA GUERRA «PRIMITIVA» Y SUS PROBLEMAS

Si revisamos críticamente el enorme volumen de informaciones y explica-ciones que se han propuesto bajo la denominación de «guerra primitiva»,veremos que tal concepto es un saco sin fondo, en el que cabe casi todo. Deentrada, habitualmente se mezclan informaciones de sociedades cualitativa-mente distintas (estados pristinos y pequeñas sociedades tribales), fenómenosde diferente escala (guerras de conquista con raptos de mujeres y «vendettas»)y de diferente naturaleza (conflictos interétnicos e intraétnicos) (Adler,1987:95). Este ŭltimo problema resulta particularmente relevante para elarqueólogo, puesto que es bastante dificil discernir en el registro arqueológicola afiliación étnica de los potenciales enemigos. Tal situación no resultaindiferente a sus protagonistas. Algunos estudios etnográficos, como los deLizot entre los Yanomami o de Taylor entre los Shuar, apuntan que las lógicasde la agresión intraétnica e interétnica, no sólo son diferentes, sino excluyentes,basándose la primera en las leyes de la reciprocidad y la segunda en laasimetría. En cambio, el registro arqueológico puede provocar ambigiiedadinterpretativa. Si bien se ha propuesto la evidencia dé incendios y destruccionesintencionadas como indicador de saqueos militares (Rivera, 1980:84), casosfamosos como el incendio de Teotihuacán o la destrucción de estelas en elClásico Terminal han sido objeto de polémicas. Por otra parte, leyendo lamonografia de Harner (1972) sobre los Shuar, podemos plantearnos el registroque dejaría aquel estado de guerra casi hobbesiana descrita por el autor. Así,las trampas contra los asaltantes dificilmente serían identificadas, la presenciade perros guardianes y armas sería normal en una sociedad que practica lacaza, las »tsantsa» o trofeos de guerra podrían ser interpretados como elemen-tos del culto a los antepasados, y los t ŭneles subterráneos para evacuar uncaserío rodeado podrían ser tomados por elementos rituales: pensemos, para elcaso maya, en la interpretación de Thompson (1954:97) de los pasadizossubterráneos de Palenque como vinculados a las «ceremonias del inframundo»,frente a la interpretación militar de Ruz Lhuillier (1951:338-9). De estamanera, una sociedad caracterizada etnográficamente por una guerra casiendémica, podría inducir a una imagen aparentemente idílica.

No es esta la tendencia de los estudios de ecología cultural, que no sólo hanprestado una notable atención a la guerra en las sociedades «primitivas», sinoque han llegado a convertirla, analíticamente, en el motor de la historiahumana. Para Harner (1970:71), la compleja escasez de recursos/competiciónconstituiría el factor fundamental de la evolución humana. Por su parteWebster, cuyos trabajos constituyen una aplicación del modelo de Harner alárea maya, considera la guerra como uno de los principales rasgos distintivosde la conducta humana, si no el principal (Webster, 1976:1).

La ecología cultural tiende a sobrevalorar los efectos «adaptativos» de la

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guerra, particularmente en las sociedades más centralizadas. Así, para Lamei-ras, la guerra Mexica fue «... un formidable activador de la economía, de laintegración de regiones productoras diferenciadas, de mercados, de urbaniza-ción, de expansión y cambio cultural...» (Lameiras, 1985:159).

Sin embargo, podríamos objetar que la guerra no tiene por qué ser una«causa» del cambio cultural, sino más bien una de sus posibles consecuencias(Rivera, 1980:87). Este tipo de conclusiones incurren en la característicateleológica funcionalista de la ecología cultural (Descola, 1988:36; Robar-check, 1990:70-1). Por otra parte, este tipo de estudios suelen minimizar losefectos más negativos, incluso sobre el hábitat, del conflicto armado, comosería la nucleación de los asentamientos con fines defensivos, que provoca unuso menos eficiente de los recursos disponibles (Ferguson, 1990:35). Asimismo,tampoco nos explican las razones por las cuales una sociedad puede preferir laguerra a cualquiera de sus alternativas para resolver una situación crítica(migraciones, intensificación agrícola, alianzas, control demográfico...). Y unadecisión de este tipo no creo que podamos buscarla en razones «materiales»,sino culturales. Si afirmamos que la sociedad X recurre a la guerra paracapturar mujeres o controlar la ruta de la obsidiana, no veo por qué talesrazones habrían de ser consideradas «materiales», en la medida en que el valorde la obsidiana o de la poliginia dependerá en ŭltima instancia del sistemacultural que las asocia con un status de prestigio y les asigna medios para suconsecución (Robarcheck, 1990:69).

Un factor que ha distorsionado las interpretaciones de la guerra «primiti-va» ha sido la tendencia a proyectar nuestros valores y nuestras fobias en elpasado. Resulta muy significativa en este sentido la correlación entre laaparición de ese paradigma que Trigger denominó el «materialismo escatológi-co», con sus imágenes de presión demográfica, crisis ecológica y competiciónpor unos recursos escasos con la polémica simultánea a propósito de losinformes del Club de Roma y sus apocalípticos avisos de degradación ecológi-ca, agotamiento de recursos no renovables y sobrepoblación (Trigger,1984:367).

CRITICA DE LA «RAZON DEMOGRAFICA»

La «New Archaeology», con su visión optimista de la capacidad de ladisciplina para formular leyes de la dinámica cultural, fomentó la popularidadde modelos que, con el crecimiento demográfico como variable independiente(en la línea de los trabajos de Boserup), pretendían explicar cualquier cambiocultural. La versatilidad de tal argumentación y su apariencia de respetabilidadcientífica contribuyeron al éxito del neo-malthusianismo, estimulando la fanta-sía de algunos investigadores, que creyeron haber encontrado un laboratorio

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teórico universal. Sin embargo, creo que si analizamos críticamente la relevan-cia explicativa de la presión demográfica, veremos que este concepto está lejosde ser la receta mágica que algunos autores pretenden.

En primer lugar, creo que es como mínimo discutible la premisa básica dela que implícitamente parten estas explicaciones: la de que virtualmente todapoblación humana tiene una tendencia a la sobrepoblación (Dumond,1972:287). Contra esta premisa podríamos esgrimir cientos de estudios etno-gráficos de sociedades tribales que vendrían a demostrar que el crecimientodemográfico hasta extremos críticos dista de ser una tendencia «natural» de lassociedades humanas (Conrad y Demarest, 1984:195). Por otra parte, unconcepto tan básico en este tipo de hipótesis como es el de «carrying capacity»ha sido objeto de importantes críticas que han cuestionado su valor heurístico.Tal como se utiliza en ecología, este concepto se refiere a la cantidad deanimales que un hábitat determinado puede soportar a niveles sanos y sindegradarse; el ecólogo asume la organización de las relaciones entre losmiembros de la especie (jerarquía, territorialidad, etc.) como constantes, locual es dificilmente asumible por el antropólogo, en la medida en que lasvariaciones en la organización social inciden significativamente en la capacidadde mantenimiento (Cajka, 1980:124). Asimismo, se ha serialado que esteconcepto, para resultar operativo, debería incorporar valores de dificil cuanti-ficación, como la mayor o menor accesibilidad relativa de los recursos o laeficiencia tecnológica (Wilkinson, 1981:253). Una muestra de la relatividad deeste tipo de cálculos, y por extensión, de la fragilidad de las hipótesis que sobreellos construyamos, nos la proporciona el cálculo de Webster (1977:342) de lacapacidad de mantenimiento de las Tierras Bajas mayas, que constituye unargumento fundamental en su teoría del papel de la guerra en el períodoPreclásico. Un cálculo alternativo realizado por Rivera (1980:82) ha propuestouna cifra de cinco millones de habitantes potenciales frente a 1.250.000 deWebster. Tal disparidad de criterios es un indicador de que las fórmulas de«carrying capacity» están lejos de ser el instrumento preciso y unívoco quepretenden ser, en la medida en que están condicionadas al criterio del investi-gador que eval ŭa y delimita los ítems con los que opera.

Pero aŭn dejando de lado estas consideraciones y examinando ŭnicamentelas conclusiones a las que suelen llevar las teorías neo-malthusianas, podemoshacer otras objeciones más graves, a mi entender. De entrada, no pretendocuestionar la correlación detectada etnográfica y arqueológicamente entrecrecimiento demográfico y complejidad política. Lo que veo más dificil deaceptar es, como pretenden algunos autores, que una correlación sea una«explicación», como han serialado críticamente Conrad y Demarest (1984:193).De hecho, parece más plausible suponer, como han apuntado varios autores(Adams, 1979:129; Conrad y Demarest, 1984:193; Freidel, 1986a:94; Hayden yGargett, 1990:16), que no es la presión demográfica la que crea complejidad

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social, sino la complejidad social que genera crecimiento demográfico, en lamedida en que •los Estados han estado interesados en mantener grandespoblaciones para consolidar su poder.

CRITICA DE LA «RAZON ECOLOGICA»

A partir de los arios 60, la idea de que la guerra en las sociedades«primitivas» podía ser una respuesta «adaptativa» ha sido un tópico recurrenteen los estudios de ecología cultural. Sin embargo, el abusivo uso del conceptode «adaptación» en este tipo de análisis, ha puesto de relieve su vacuidadheurística. A la vista del amplio espectro de conductas que merecerían talcalificativo, podríamos plantearnos si en ŭltima instancia no será «adaptativo»todo aquello que no destruye el sistema, lo cual constituye una obvia tautolo-gía (Tilley, 1981:136). Además, tal razonamiento resulta falaz en la medida enque equipara la transmisión cultural a la biológica, puesto que en los sistemasculturales conductas no adaptativas o incluso maladaptativas pueden persistiren el tiempo (Bailey, 1981:109). Es preciso, pues, revisar con cautela este tipode reduccionismos basados en lo que un autor ha denominado «neo-lamarkis-mo especulativo» (Descola, 1988:39).

En estas ŭltimas décadas se han formulado algunas hipótesis sobre eldesarrollo cultural en las Tierras Bajas que han tomado como causa explicati-va alguna variable del hábitat ecológico, que en la medida en que pudoestimular el comercio o la competición armada, resultaría decisiva para expli-car el proceso de centralización política. Tal tipo de teorías, basadas en lo queDe Montmollin (1989:8) ha denominado «environmental to political chain ofreasoning», relegan el papel de la estructura política a un papel secundario,dificilmente asumible como dogma por un científico social. Ciertamente, lascondiciones ambientales pueden facilitar, dificultar e incluso descartar algunasopciones socioculturales, pero dificilmente pueden determinarlas. Un ejemploextremo de hasta qué punto este tipo de propuestas tienden a simplificarcomplejísimas tramas bajo una simple relación lineal, lo constituiría la fórmulade Carneiro (1972:66) para calcular el período de ocupación de un territorionecesario para que en él se desarrolle un Estado, inscrita en su ya clásicomodelo de «circunscripción ambiental», con el que este autor pretende «expli-car» la aparición del Estado. De entrada, podríamos objetar que la relaciónque, segŭn Carneiro, se establece entre una sociedad y su hábitat es totalmenteahistórica, puesto que nos viene dada como prefijada e inmutable. Carneirotoma el ambiente como un conjunto de condiciones naturales esencialmenteestablecidas, y no como una interacción dinámica entre el ambiente y lasociedad (Dickson, 1987:709).

También el propio concepto de «circunscripción ambiental» nos sugiere

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serias dudas. ,Bajo qué criterios podemos calificar un paisaje de «abierto» o«cerrado»? No creo que las características de un hábitat puedan ser considera-das como esenciales, en términos absolutos. La mayor o menor «apertura» deun ambiente ecológico sólo puede ser entendida en relación al tipo de sociedadcon la que interact ŭa y en función de cada tipo concreto de actividad (Leeds,1976:180). Sospecho que bajo tal tipo de evaluaciones subyace una valoraciónetnocéntrica del paisaje. En este sentido, la aplicación de la «circunscripciónambiental» a regiones como China o Mesoamérica resulta particularmentediscutible (Webster, 1975:465).

Otro modelo bien conocido es aquel que concibe la homogeneidad ecológi-ca de las Tierras Bajas como un factor determinante para el desarrollosociopolítico maya. Tal «homogeneidad», sin embargo, ha sido rechazada porlos estudios edafológicos y pluviométricos (Marcus, 1983:479; Rivera,1980:78), lo cual pone de relieve que una apreciación subjetiva o superficial delambiente ecológico no puede constituir la base de una teoría del cambiocultural. Asimismo, también nos ayuda a comprender las limitaciones defórmulas como las de Carneiro o Webster, que difícilmente pueden darnoscálculos fiables del total de tierras cultivables de las Tierras Bajas, o de suproductividad anual, dada la variabilidad regional. Y por supuesto, nosdemuestra la escasa capacidad explicativa de este tipo de hipótesis, en lamedida en que, tomando la complejidad sociocultural como respuesta a lascondiciones ecológicas locales, no nos ayudan a comprender la homogeneidadglobal de dicha respuesta, lo cual nos obliga a buscar las respuestas más en eldominio de las condiciones culturales que en el de las «naturales» (Freidel,1979:50).

RECONSIDERACION DE LA GUERRA CLASICA MAYA

Si bien podemos descartar la tradicional dicotomía Clásico/Postclásico entérminos de «paz»/«guerra», no por ello debemos suponer una continuidad enel alcance y la intensidad de las contiendas en ambos períodos (Miller,1986:199). Ya no podemos seguir afirmando que la presencia de fortificacionessea una característica exclusiva del Postclásico, pero también es cierto quehasta el momento el porcentaje de centros clásicos y preclásicos fortificadosparece escaso, estimado en menos de un 1 % por Gibson (1985:171), y parecenestar bastante concentrados en la región Río Bec, lo cual ha movido a diversosautores a identificar esta zona como una barrera étnica, y por lo tanto, un casoaberrante que no debe ser extrapolado a las relaciones internas de las TierrasBajas (Freidel, 1986a:95; Gibson, 1985:172; Rivera, 1980:89). Frente a estasobjeciones, los partidarios de la tesis militarista han argumentado que algunoselementos de la arquitectura civil podrían haber tenido una funcionalidad

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militar (Lipschutz, 1971:36; Webster, 1976b:93), en la medida en que lostemplos podían haber resultado ŭtiles como baluartes defensivos, y la existen-cia de escaleras angostas, o incluso de subterráneos, como en Palenque,podrían indicar la previsión de ataques. Por contra, otros elementos delurbanismo clásico como las plazas, serían dificilmente explicables como di-serios defensivos (Freidel, 1986a:106). Se ha insistido también en el aprovecha-miento de la topografía con finalidades defensivas en centros como Palenque(Lipschutz, 1971:36; Ruz Lhuillier, 1951:337). Sin embargo, una visión globalde los patrones regionales de asentamiento nos demuestra una marcadatendencia a situar los centros en terrenos de relieve más bien moderado (Ford,1982:142).

En otro orden de cosas, cabe recordar que, frente a las previsiones deguerra en épocas mu,y tempranas, se han detectado muy pocas representacio-nes iconográficas de guerra en el Preclásico frente a un gran volumen de finalesdel Clásico (Gibson, 1985:172), lo cual vendría a reforzar la idea de que laguerra podría haber sido más una consecuencia que una causa del proceso decentralización política. Por otra parte, diversas evidencias nos sugieren que unpatrón de guerra de conquista generalizada, tomando como referente elmodelo Postclásico, no parece extrapolable a períodos anteriores en las TierrasBajas. Los conflictos no parecen haber interrumpido las interacciones pacíficasentre las diferentes unidades políticas (Freidel, 1986:95), ni parece probableuna expansión militar de los principales centros del Preclásico (Mirador, Tikal,Calakmul...) sobre las unidades políticas limítrofes (Gibson, 1985:172).

Frente a determinadas concepciones instrumentales de la guerra clásica,cabe destacar que, a diferencia de otras tradiciones iconográficas, el simbolis-mo maya no suele representar ningŭn tipo de beneficio material asociado a lasvictorias militares (Freidel, 1986a:95; Schele y Miller, 1986:220). Además, lafocalización de las imágenes en las figuras de los gobernantes ha planteadodudas sobre si los conflictos armados no se limitarían a los miembros de lasélites. Esta interpretación vendría reforzada por el hallazgo de centros cuyasfortificaciones solamente parecen proteger los conjuntos residenciales de laélite, como por ejemplo Cuca, Chacchob o Dzonot Aké (Webster, 1980:842).Lo que cada vez parece más claro es que la guerra estaba intimamenteasociada al sacrificio ritual y a las ceremonias dinásticas (Freidel, 1986a:96).La necesidad de refrendar de forma ritualizada el prestigio del gobernante através de la guerra la subraya, de forma patética, el caso de «Ardilla Humean-te», soberano de Naranjo a los cinco arios. Tras su ascensión, los «Nacom»parecen haber comenzado una escalada militar, presumiblemente para reforzarla debilitada legitimidad de la dínastía local tras una larga crisis relacionadacon sendas derrotas ante Caracol en los arios 631 y 636 (Culbert, 1988:147).Un minuscioso análisis comparativo de las tradiciones estilísticas locales encentros enfrentados militarmente, ha llevado a Schele y Miller a formular una

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sugerente hipótesis, seg ŭn la cual, tras las derrotas de Pomona por PiedrasNegras (795 d. C.) y de Palenque por Toniná (711 d. C.), las representacionesapoteósicas de los vencedores habrian sido realizadas por artistas de loscentros derrotados, desplazados para pagar con su trabajo un «tributo artisti-co», engrandeciendo la figura del soberano local (Schele y Miller, 1986:219).Esta interesante hipótesis, además de aportar nueva luz sobre el problema deCacaxtla, resulta congruente con la información disponible de otros casoscomo el de Tikal, donde se dejaron de erigir estelas tras su derrota porCaracol, mientras en este centro se producía una construcción masiva demonumentos (Chase y Chase, 1989:9), al igual que en Quiriguá tras su victoriasobre Copán en el 737 (Fash, 1988:161). Los cambios demográficos documen-tados en este contexto hacen plausible la posibilidad de que migracionesforzadas hacia el centro vencedor para pagar este tributo en trabajo fueran unade las consecuencias de los conflictos del Clásico (Chase y Chase, 1989:15-6).La representación ritualizada de estos conflictos y su asociación con el sacrifi-cio, elemento al parecer imprescindible en la reproducción dinástica del poder(Freidel, 1986a:96), nos inducen a pensar que los aspectos ideológicos de lamonarquía jugaron un papel más relevante en la guerra del que modelos comoel de Webster proponen.

LA «INVENCION» DE LA MONARQUIA MAYA

La necesidad de comprender el proceso por el cual se institucionaliza unpatrón de gobierno hereditario en las Tierras Bajas ha despertado un crecienteinterés por el Preclásico en estos ŭltimos arios. Un factor que podríamosdestacar en la evaluación de dicho período es la correlación entre la tendenciaa la centralización política y un importante proceso de homogeneizacióncultural, expresado en la cerámica Chicanel frente a la diversidad regional delHorizonte Mamom (Ball, 1977:123). Esto nos puede llevar a pensar que laaparición de las élites no fue tanto una inncivación local como el resultado dela interacción regional de las diferentes áreas (Freidel, 1979:49). ,Qué papelpudo haber jugado en este proceso la sobrepoblación postulada por Webster?Ciertámente, algunas excavaciones parecen indicar un espectacular crecimientodemográfico durante el Formativo (Hammond, 1980:188), pero en cambio, seha estipulado un crecimiento más bien lento y gradual para la región Río Bec,central en la argumentación de Webster (Rivera, 1980:86-7). En cualquier caso,si ante un riesgo potencial de sobrepoblación las sociedades del Formativo ydel Preclásico no reaccionaron con opciones como el infanticidio selectivo, eluso de hierbas abortivas o el matrimonio tardío, es que en ese caso, elcrecimiento demográfico es una variable menos independiente de lo que podriaparecer.

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Por otra parte, creo que el análisis del surgimiento de la concepción delpoder en las Tierras Bajas puede ayudarnos a comprender los mecanismos através de los cuales se institucionalizó. En este sentido, se han detectadoindicios sumamente interesantes, como la utilización en el Preclásico de símbo-los olmecas como fuente de legitimidad, o la creación de metáforas delgobernante como fuerza axial de la naturaleza (Estructura 5C-2 de Cerros),todo esto en un contexto de frenética actividad constructora en centros comoTikal, El Mirador, Uaxact ŭn o Cerros (Schele y Miller, 1986:107). En esteproceso, no resulta en absoluto ajena la introducción de la escritura comomecanismo fundamental para santificar el incipiente liderazgo hereditario(Marcus, 1983:461). En el marco de estas complejas transformaciones sociocul-turales, podemos empezar a pensar que el papel jugado por la ideología fuemás activo de lo que tradicionalmente se había pensado. De hecho, si elPreclásico supuso una situación crítica en la medida en que una nuevaorganización social, y particularmente, nuevos grupos de poder entraron enconflicto con los patrones tradicionales de liderazgo y distribución de losrecursos, no creo que la guerra pudiera ser el mecanismo básico sobre el que seconstruyera el nuevo orden. Por contra, la divinización de las nuevas jerar-quías parece haber resultado una respuesta extraordinariamente «adaptativa»,en tanto que contribuyó a dar cohesión local y coherencia regional a lasdistintas unidades políticas (Freidel, 1986b:430; Freidel y Schele, 1988:549;Rivera y Díaz, 1987:110).

LA «TEOCRACIA» COMO ESTADO MENTAL

Se ha considerado tradicionalmente que el arqueólogo debe basarse paraconstruir sus teorías en datos «etic», observables empíricamente (Kurjack,1974:6). Autores como Hodder (1986:37 y ss.).han criticado tal orientación, enla medida en que el trabajo del arqueólogo consiste, fundamentalmente, enasignar significado al registro arqueológico, y en esta asignación los significa-dos culturales, el ritual y la ideología no pueden jugar un papel anecdótico. Sinembargo, las investigaciones sobre el origen y desarrollo de los Estadosprístinos han , puesto un énfasis posiblemente excesivo en los aspectos coerciti-vos del liderazgo, desinteresándose por los rituales relacionados con la legiti-mación y el consenso (Galey, 1989:1; Kurtz, 1978:169; Netting, 1972:232). Estatendencia podría considerarse como una herencia de paradigmas dominantesen las ciencias sociales, que han venido considerando las ideologías como unepifenómeno, destinado a encubrir y reproducir las desigualdades sociales, delas cuales sólo serían un reflejo pasivo y más o menos distorsionado. Porcontra, los antropólogos interesados en los aspectos rituales de la política hanrechazado este prejuicio, reivindicando el papel de los símbolos no solamente

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como reflejos de un orden social, sino también como agentes configuradores dedicho orden (Cohen, 1974:35; Conrad y Demarst, 1984:218; Geertz, 1966:119).Así, Godelier ha serialado que las representaciones, «... lejos de ser unainstancia separada de las relaciones sociales de ser su apariencia, su reflejodeformado-deformante en la conciencia social, forman parte de las relacionessociales desde que comienzan a formarse y son una de las condiciones para suformación...» (Godelier, 1984:157).

Creo que en la actualidad hay motivos para pensar que la tradicionaldicotomía entre las estructuras políticas del período Clásico y del Postclásicodebe ser revisada. La imagen simplista y tipológica del Clásico frente a la másrica y matizada del Postclásico, puede haber sido condicionada por la diferntenaturaleza de las fuentes utilizadas (De Montmollin, 1989:239).

Otra dicotomía, acaso influida por la anterior, y que ha contribuido en miopinión a oscurecer un tanto la comprensión del sistema político en las TierrasBajas, es la formada por los conceptos «teocracia» y «militarismo». Como haserialado Leeds (1976:180), debemos examinar con recelo los modelos dicotó-micos en ciencias sociales, puesto que suelen expresar nuestra tradición metafi-sica más que categorías empíricas. Además, ambos conceptos, que original-mente debían representar modelos alternativos de organización social, hansido reificados como estadios evolutivos del proceso de centralización política(Webster, 1976a), si bien el propio Wittfogel (1957:124) ya había advertidocontra esta lectura. Por supuesto, tales categorías se usan corrientemente comosi fueran excluyentes, pero no veo por qué una organización social basada enuna legitimación sobrenatural y una estrategia bélica expansionista habrían deser incompatibles. Aŭn más, creo que resultaría dificil imaginar la segunda sinla primera en casos tan tópicos de «militarismo» como el Tawantinsuyu o laTriple Alianza mexica (Conrad y Demarest, 1984). Incluso me resultaríaextraordinariamente dificil discernir a cuál de los dos tipos ideales perteneceríael modelo de sociedad implantado por los rebeldes yucatecos de Santa Cruzdurante la llamada «guerra de castas», con esa mezcla tan compleja dejerarquías eclesiásticas y militares. No es, por otra parte, sorprendente quealgunas clásicas «teocracias» como Monte Albán, pasen a ser consideradas conel tiempo como clarísimos ejemplos de Estado militarista (Zeitlin, 1990).Posiblemente, un factor que explicaría la aparente dificultad de separar analíti-camente el liderazgo religioso y el militar sería que, en Mesoamérica, tal vezfueron inseparables durante buena parte de su historia. No hay que olvidarque divisiones como «religión»/«política» o «Estado»/«Iglesia» son en granparte una proyección etnocéntrica, producto de la historia europea en épocasrelativamente recientes (Firth, 1981:584), y como muy bien saben los investiga-dores de las «monarquías divinas» africanas, han carecido históricamente desentido en otras tradiciones culturales. En esta dirección podríamos citar elmodelo de Becker (1983) de un liderazgo dual en el período Clásico, recordan-

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do que la guerra y el ritual serían atribuciones del mismo gobernante, frente anuestra tendencia a pensarlas como categorías distintas. Indudablemente, losconfiictos armados de dicho período deben ser entendidos en unas complejatrama de alianzas y negociaciones, formalizada a través de unas relacionesritualizadas y de una simbología comŭn (Freidel, 1979:50). Una de las causasprincipales del hundimiento de este orden social fue, posiblemente, la adopciónde nuevas pautas bélicas en las Tierras Bajas (Freidel, 1986a:98; Miller,1986:199), que pudo suponer una violación de las reglas que venian regulandola interacción entre las diferentes unidades políticas, originando una desuniónentre las élites, a escala local y regional, que el patrón de asentamiento (DeMontmollin, 1989), la epigrafia (Culbert, 1988:149) y la disolución de laautoridad ritual centralizada (Becker, 1983:169) están documentando. Lasupervivencia de este sistema social durante mil arios pudo deberse en buenamedida a la «capacidad semiótica» (Geertz, 1980:123) de las élites mayas paraproyectar un modelo de orden social a la categoría de orden «natural». Elpropio Geertz, en su trabajo sobre el ritual en la monarquía balinesa tradicio-nal, empleó una metáfora polémica, pero que creo ŭtil para entender elaparatoso papel jugado por las representaciones ritualizadas en la reproduc-ción del poder: me estoy refiriendo al concepto de «Estado-teatro», seg ŭn elcual la dramatización p ŭblica de las relaciones de poder tendría lugar en elcontexto de unos rituales teatrales, en los cuales la élite dinástica constituiría el«empresario» teatral, los sacerdotes serían los «directores» de escena, y lapoblación campesina el «reparto», los «tramoyistas», y sobre todo el «pŭblico»(Geertz, 1980:13). Geertz es muy tajante al afirmar que estas representacionesno eran un medio para finalidades políticas, sino que constituían un fin en símismas. Sin embargo, creo que la tendencia a pensar la guerra maya clásicacomo un instrumento para el acceso a los recursos nos impide comprender supapel histórico. Insertándola en un contexto de reafirmación ritual del ordensocial, no estamos vaciando de contenido las relaciones sociales durante elperíodo Clásico. Esta es, precisamente, la principal limitación de modeloscomo el de Webster, que recurren a causas externas a la estructura social paraexplicar fenómenos de carácter social.

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