Siempre. Fragmento de Regalo

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ColecciónNovelas

Siempre(Fragmento de regalo)

Rosario Barros Peña

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Dirección General: Marcelo PerazoloDirección de Contenidos: Ivana BassetDiseño de Tapa: Patricio OliveraArmado de Interiores: Abel Auste

Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático, la transmisión de cualquier forma o de cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, registro u otros métodos, sin el permiso previo escrito de los titulares del Copyright.

Primera edición en español en versión digital© LibrosEnRed, 2004Una marca registrada de Amertown International S.A.

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ÍNDICE

1 - Habitación 706 7

Índice de la versión completa 15

Acerca de la Autora 16

Editorial LibrosEnRed 17

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«(...) como ha escrito Fernando Savater, el problema no es tanto lo que nos pasa sino lo que somos capaces de hacer con lo que nos pasa. Desde esta perspectiva, el final feliz tendría una función integradora, el acceso a una unidad de conciencia superior, donde esos conflictos quedan superados, o al menos dejan de dañar».

Gustavo Martín Garzo

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A mis padres, en el recuerdo, y a todoslos que creyeron que podía contar

esta historia y me escucharon, orientaron yanimaron mientras la convertía en palabras

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1 - HABITACIÓN 706

Los carteles que rogaban silencio estaban por todas partes, pero la chica hablaba en voz alta, casi a gritos.

―¿Y eso es lo único que puede decirme?

El médico desvió la mirada. Estaban solos en el pasillo sumido en el calor bochornoso. Como la puerta de la habitación 706 estaba entreabierta Ana la cerró con cuidado y miró de nuevo al médico.

―¿Y el resultado de las pruebas? ¡Siempre se emite un pronóstico a la vista de los resultados!

A pesar de que el tono de voz de la mujer seguía siendo demasiado alto, el médico no se alteró. Era muy joven y tenía la mirada limpia. ¿Dónde estaba la arrogancia que ella recordaba en los médicos españoles?

―Las pruebas ―respondió él con voz pausada―, ya se lo dije a sus padres, porque son sus padres, ¿verdad?, indican que su tía no tiene secuelas del accidente. El hematoma subagudo que presentaba al ingresar, se ha man-tenido en observación y en los electroencefalogramas de seguimiento se constata una importante mejoría.

―¿Entonces? ―preguntó ella deseando empujarlo, zarandearlo, hacerle hablar―. Entonces, ¿por qué se mantiene en ese estado?

―Ninguna de las pruebas que se le han realizado aportó una explicación para eso. Su organismo funciona perfectamente. Su cerebro no ha sido dañado, pero se mantiene la inconsciencia. Hace un mes del accidente y su tía permanece en coma profundo. ¿Despertará en algún momento? No puedo decírselo porque no lo sé.

―¡Mierda! ¡Esa no es una respuesta!

Gritó otra vez, demasiado furiosa, intentando no llorar. Él se dio cuenta de su angustia.

―No siempre hay respuestas ―dijo en voz baja―. De todas formas, a las cinco pasa consulta el neurólogo. Puede hablar con él.

A ella, de pronto, le pudo el cansancio. Volvió a la habitación 706, donde el calor era menos agobiante, porque la ventana estaba abierta y las finas

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cortinas blancas se movían ligeramente. Se sentó y cogió una mano de la mujer que descansaba en la cama; una mano cálida, suave, con dedos largos y uñas cuidadas. A través de las lágrimas miró el rostro sereno hundido en la almohada, los rizos oscuros rodeándolo, los ojos abiertos, mirando al techo, la boca entreabierta con los labios resecos como una flor cortada. El suero discurría con lentitud por el conducto transparente que acaba en la aguja fija en su brazo moreno, al lado de la marca más clara del reloj.

Se conmovió al constatar su fragilidad y los sollozos subieron por su gar-ganta ahogándola.

Ana conocía la situación, pero confiaba en la profesionalidad de los médi-cos, en el deseo de seguir luchando por la vida y no había visto ese deseo en las palabras del médico de planta, ni creía que pudiera existir en el neurólogo. El sanatorio, cuyo silencio y tranquilidad tanto habían elogiado sus padres, la sobrecogía. No había enfermeras por los pasillos, ni se había encontrado con visitantes. Le parecía un almacén de lujo para muertos que todavía respiraban.

―Mañana hablaré con el Doctor Rientrich ―pensó―. Él me ayudará. Ya se ofreció cuando nos despedimos y él sabe mucho de los estados de incons-ciencia.

Se sintió un poco mejor. Pensó de nuevo en las palabras del médico y una frase se abrió paso como si estuviera subrayada en rojo en medio de un texto: «No hay ninguna lesión» Se aferró a esta frase y al tacto vivo, cálido y suave de la mano de la mujer.

El silencio, el calor y el cansancio la sumieron en un profundo sueño del que la despertó la llamada del teléfono móvil, vibrante en el silencio del cuarto. Pulsó rápidamente para evitar que su sonido perturbara el des-canso de la mujer.

―¿Sí? ¡Hola, papá!

Al otro lado del teléfono, la voz del padre tenía un matiz de angustia que ya no la impresionaba. Al principio sí, cuando el océano los separaba y la distancia la sobrecogía, pero ahora sabía que esa angustia formaba parte de su personalidad y era ajena a las circunstancias del momento.

―¡Pues claro que he visto a Inés! ―le interrumpió―. Estoy en su cuarto. Sigue igual. No habla, no responde a ningún estímulo y el imbécil del médico asegura que es imposible hacer un pronóstico.

La voz de la madre por el medio, pidiéndole que hablara más alto. Ella se la imaginaba, pegada al «manos libres.

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―Mamá ―contestó en el mismo tono de voz―, estoy en un Sanatorio, y no quiero molestar a Inés.

El padre continuó hablando. Su tono seguía siendo de angustia y sus pala-bras reflejaban desánimo.

―Papá, eso está por ver ―le interrumpió ella―. Sabemos muy poco del cerebro. Quizás Inés puede escuchar, aunque le sea imposible comuni-carse.

Se estaba poniendo demasiado nerviosa. Apenas escuchaba la voz de la madre mezclada con las palabras del padre que la aturdían.

―¡Sí, mamá, ya he comido! ―respondió―. Os llamaré mañana.

Cortó la comunicación sin despedirse. No necesitaba que su madre le dijera cuándo tenía que comer, ni que su padre le contagiara su pesimismo.

Para hacer más llevadera la espera bajó a la cafetería. El amplio espacio estaba casi vacío. En el mostrador, bajo el cristal, unos platos con tortilla y croquetas que habían perdido la frescura. En todo el local había un olor dulzón, mezcla de sudor y perfume barato. Pidió una ración de tortilla y una Coca Cola. La primera para recordar y la segunda para no olvidar.

A su hermano le encantaba la cocina, seguramente por influencia de la madre, ya que el padre jamás entró en ella. Ana recordaba que uno de los placeres preferidos de Luis en la adolescencia era acudir a la casa de los abuelos los sábados por la noche. Lo hacía muchas veces. Los padres decían que era por egoísmo, porque allí podía quedarse hasta las tantas viendo la televisión, con la disculpa de acompañar a su abuelo.

Ella, algunas veces lo acompañaba, pero se sentía perdida, como si aquella casa no fuera también un poco suya. No entendía a sus abuelos, no sabía qué decirles. Los quería, pero era incapaz de demostrárselo. Y le ocurría lo mismo con Inés.

―Tita, ¿por qué quieres más a Luis? ―solía preguntarle.

La sonrisa de Inés estaba siempre presente. Y su paciencia también. Escu-chaba y daba respuestas, aunque anduviera con prisa, aunque su madre la estuviese llamando, perdida en la oscuridad de su deteriorado cerebro.

―No lo quiero más ―decía―. Lo quiero igual como sobrino, igualito que a ti, pero él es también mi ahijado. Por eso lo tengo que querer como madrina.

Le tomaba el pelo. Se divertía con ella. Lo entendió mucho después, cuando constató que el amor no es cuestión de cantidad, sino de intensidad. Y

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que no existen razones explicables para que se dé. Ocurre. Se produce la empatía, la fusión emocional de dos personas y germina. Pero no siempre se manifiesta, porque en ocasiones nuestro pudor nos impide arriesgarnos, darnos por entero, cuando desconocemos el sentir del otro.

Ana recordaba que, en casa de sus abuelos, los sábados se comía siempre tortilla.

―Tita, ¿empiezo a pelar las patatas? ―preguntaba Luis.

―¡Vale, ahora voy y te ayudo! ―contestaba Inés.

Su tía manejaba con agilidad a la madre imposibilitada. Ana no podía mirarla, se sentía mala por no poder quererla, aunque le daba pena su estado. No lo podía decir, pero pensaba que si estuviera como ella prefe-riría morirse. Inés en cambio le hablaba siempre, como si su madre enten-diese sus palabras.

Los diálogos de Inés y Luis en la cocina.

―La monda tiene que ser finita, ¿no ves que como tú lo haces nos queda-mos sin patata?

―¡Jo!, tita, es que como lo haces tú es muy difícil.

Un olor que daba hambre. Y Luis atareado sacando las plantas de Inés de la mesa de centro y colocando el mantel y los cubiertos.

Ana se recostaba en el sillón. El abuelo se olvidaba de la televisión y la miraba. A él no le gustaba que Luis ayudase en la cocina mientras ella estaba sentada. Para romper el silencio hacía las preguntas y comentarios de siempre.

―¿Qué tal? ¿Todo bien? Tu padre dice que no quieres quedarte en A Coruña.

Ana le daba un beso y se echaba a reír. ¡Claro que no quería quedarme en A Coruña! Pensaba estudiar en Santiago, Por un lado porque quería hacer Psicología y en A Coruña no podía hacerlo y por otro porque era la manera de ir despegándome de casa. No quería tener la vida de Inés

A Ana le pareció que la ración de tortilla no estaba tan reseca como había supuesto, aunque seguramente era porque le había sabido a aquellos sába-dos en los que Inés y Luis trabajaban en equipo.

La Coca Cola estaba caliente cuando la terminó. Recordó al Doctor Rien-trich y volvió a pensar que al día siguiente tenía que hablar con él.

A las cuatro de la tarde subió al cuarto de Inés. Escuchó voces en el inte-rior y abrió la puerta ilusionada. Eran dos enfermeras que se mostraron

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sorprendidas y la mandaron salir. Ana obedeció, sin comprender el aire de misterio que los sanitarios dan a su trabajo.

Esperó en el pasillo desierto. Había comenzado la hora de visita. En la cafe-tería y en los pisos inferiores había observado más movimiento, pero la planta séptima continuaba abandonada y silenciosa.

Las enfermeras salieron del cuarto hablando animadamente. Una conducía un carrito con una bolsa para la ropa sucia y el recipiente del suero vacío. Era joven y llevaba el pelo, largo y oscuro, atado en una coleta. Pasó por su lado sin mirarla. La que venía detrás era de mediana edad, con el pelo rubio muy corto. Sonrió abiertamente dejando ver unos dientes pequeños, muy iguales.

―¿Es familiar de Inés? ―preguntó― Ya hacía falta que alguien la visitase, la pobre se pasa los días sola.

A Ana el corazón le dio un vuelco y comenzó a saltar como un loco. Le dieron ganas de abrazar a aquella mujer que movía torpemente su robusto cuerpo.

Le preguntó. La acosó a preguntas. ¿Oye?, ¿Siente? ¿En algún momento han observado una expresión, un tic, algo que de un margen para la espe-ranza?

La mujer la escuchó, manteniendo la sonrisa. Miraba preocupada para la compañera que se alejaba y se acercó mucho para responderle.

―No pierdas la esperanza, hija, dentro de esa cabeza bullen las ideas. Lo he visto. Sus ojos no tienen siempre el mismo color, no miran siempre igual.

Cuando se alejó por el pasillo se volvió para preguntar,

―Y tú, ¿qué eres de ella?

Se dio la vuelta y continuó andando sin esperar la respuesta.

Ana entró en el cuarto desconcertada. Estaba en penumbra, con la per-siana baja y las cortinas echadas. Abrió para que entrara la luz y el aire que traía olores frescos de la ría.

Inés continuaba en la misma postura, con la cabeza apoyada en la almo-hada que tenía la funda acabada de cambiar.

―Tita, ¿dónde estás? He venido a verte porque me dijeron que te habías ido, que ya no volverías. Tita, yo te esperaba, me lo habías prometido. No puedes fallarme. No puedes dejarnos.

Se dio cuenta de que estaba llorando, apretando demasiado las manos de Inés prisioneras de las suyas, las manos que no ofrecían resistencia. Miró

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su boca que no cambiaba el rictus, sus ojos que continuaban mirando al techo, sin expresión. Hundió sus manos entre los rizos de la mujer y la besó, sin miedo ya cuando notó su rostro tibio, inmóvil pero tibio, con los labios resecos que dejaban escapar su respiración pausada.

A las cinco fue al despacho del neurólogo. De mediana edad, muy alto, los ojos pequeños se guiñaron cuando la miró, como si no viese bien. Grue-sos volúmenes, cuidadosamente ordenados, llenaban las estanterías de madera oscura. Sobre la mesa, dos libros abiertos y folios con anotaciones. La mandó sentar. Sonrió y continuó jugueteando con el bolígrafo.

―Dice el Doctor Ramírez que quieres respuestas, que necesitas un diag-nóstico. Pues, bien, existen signos de hipertensión intracraneal, debida a la ruptura del equilibrio hidrodinámico encefálico. Esto podría derivar en una encefalopatía crónica traumática.

―¿Se recuperará? ―preguntó ella, sin hacer caso de sus tecnicismos.

―Yo diría que no. Ha pasado demasiado tiempo en estado de shock cere-bral. El coma profundo se mantiene y solo persisten las funciones vegeta-tivas.

Sus palabras no aumentaron la preocupación de Ana. Ella sabía que las había usado para impresionarla. Toda su palabrería técnica se podía sinte-tizar en que existía un estado de shock, una especie de muerte aparente de la vida emocional, y que no tenía ni puñetera idea de las razones que lo motivaban. Ana había escuchado muchas veces estos diagnósticos que no tenían en cuenta las vivencias anteriores de los pacientes, su personalidad, sus expectativas de vida, y poniendo en juego sus conocimientos, su capaci-dad de esfuerzo y la voluntad y la ilusión de las personas había modificado los pronósticos negativos..

El cuarto de Inés estaba de nuevo en penumbra cuando regresó. Había una bolsa de suero nueva y un vaso de agua sobre la mesilla. Mojó un dedo y lo pasó suavemente sobre los labios resecos de Inés. Lo hizo una y otra vez, convulsivamente, hasta que la piel se distendió.

Levantó la persiana, corrió las cortinas y abrió la ventana. Continuaba el calor. La playa de Santa Cristina, más pequeña que en sus recuerdos, estaba llena de gente. Las aguas de la ría blanqueaban bajo el fuerte sol. Ya no las circundaban los pequeños chalets emergiendo entre la arboleda, ni las fábricas con sus altas chimeneas lanzando columnas de humo que oscu-recían el paisaje. Ahora abundaban los bloques de viviendas y pequeñas zonas de adosados. También el Puente del Pasaje había cambiado. Ya no era la continuación de la avenida de Alfonso Molina, con sus cuatro carri-

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les, desesperante en el verano cuando actuaba de embudo dificultando la salida hacia las playas. Ahora, ya lo había comprobado en el viaje desde el aeropuerto, los pasos elevados y las vías subterráneas agilizaban el tráfico.

―Hacía mucha falta la ampliación del puente ―había comentado el taxista― esta zona es el dormitorio de la gente que trabaja en A Coruña.

―¡Vaya! Otra vez la ventana abierta. Esta habitación tiene que estar en penumbra.

Se volvió sorprendida. Era una enfermera joven, muy alta, de pelo oscuro sujeto en un moño bajo y gafas diminutas de montura color violeta. Estaba inmóvil en el hueco de la puerta y la miraba con ceño adusto.

―¿Y usted? ―preguntó― ¿Es familiar de la paciente?

Su voz, demasiado alta, tenía un timbre metálico, frío. Ana miró a Inés que continuaba inmóvil y se dio cuenta de lo absurdo de su miedo a molestarla. Recorrió la habitación despacio deteniéndome a un paso de la mujer.

―Soy sobrina de Inés ―dijo con la voz temblándole de rabia― y a partir de hoy, en esta habitación entrará el aire y la luz, por lo menos mientras yo esté en ella. Y le aseguro que voy a estar aquí mucho tiempo.

―Perdón ―respondió ella― quizás no está informada, pero en este Centro, las normas las ponen los médicos, no los familiares de los pacientes.

La dejó a un lado y, con pasos largos, se dirigió a la ventana y la cerró, bajó la persiana y corrió las cortinas. Luego, cruzó de nuevo la habitación y, al salir, le mostró la placa que llevaba sobre el bolsillo de la bata blanca.

―Por si quiere dar quejas de mí ―dijo―, soy Adela Suárez, la enfermera jefe.

Los labios de Inés estaban otra vez resecos. Ana mojó el dedo en el vaso de agua y se los humedeció una y otra vez sin poder reprimir las lágrimas.

La voz del padre presente en sus oídos. «Ana, no podemos hacer nada más por ella. Está en el mejor sanatorio. Tiene los mejores médicos y toda la atención que necesita. Ha sido una desgracia y hemos de asumirlo. Al fin y al cabo, una muerte a Dios la debemos.»

―Inés, Inés, vuelve.

Besó de nuevo el rostro tibio, las manos tibias. En su mano izquierda vio el anillo de su abuela y lloró mucho rato por las dos, por todas las palabras que no les había dicho, por todo el tiempo que no les había dedicado.

Cuando salió del sanatorio el sol ya se había ocultado tras las colinas dejando el cielo teñido de rojo. Tenía que ir al aeropuerto a buscar la maleta, pero

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decidió dejarlo para el día siguiente. En la parada del autobús estaba el número veinte y el cartel indicaba que tenía parada en la Avenida de Finis-terre, cerca de la casa de Inés. Cuando consiguió subir ya estaban todos los asientos ocupados. Se quedó de pie, en la plataforma de salida, con la cara pegada al cristal, como cuando era niña, para ir viendo una ciudad que no reconocía. Barriadas completas de edificios de diseño moderno, cuidados jardines, plazas llenas de gente, tráfico intenso en las amplias avenidas y, de pronto el mar, las galerías de la Marina en la lejanía y en el puerto un trasa-tlántico inmenso como una pequeña ciudad con todas sus ventanas ilumina-das. Después, la plaza de Pontevedra con el Instituto Femenino, la estatua de Eusebio Da Guarda y la paloma de Picasso. Los árboles han crecido y en los espacios de césped hay recuadros con flores. La cafetería Manhattan le hizo recordar, igual que en Nueva York se estremecía ante cualquier nombre español. Antes de llegar a la Avenida de Finisterre se fijó en el nuevo aspecto del que siempre se conoció por «Edificio Fenosa», por albergar las oficinas de esta empresa. El inmueble había marcado un hito en los años sesenta, por su estructura de acero y cristal y ahora, reconvertido en viviendas de lujo imitaba las galerías de la Marina. Pensó que no le iba el estilo porque era un edificio demasiado grande y reconoció que Luis lo había definido bien.

―Parece un gigante con patucos.

En la Avenida de Finisterre no detectó muchos cambios. Continuaba siendo demasiado estrecha para su intenso tráfico. El entorno sí había cambiado. Ya no existían las ruinas de la imprenta donde se cobijaban los gitanos, ni las huertas de patatas y de coles, ni los frondosos eucaliptos. En su lugar estaba el Paseo de los Puentes, con las últimas luces del día reflejadas en las facha-das acristaladas de sus edificios. Los globos blancos de las abundantes faro-las daban luz suficiente para poder ver los arcos del acueducto que había traído el agua a la ciudad en sus inicios. A Luis no le había gustado que los dejaran, pero a ella le pareció que resultaban un contraste interesante.

Dejó el autobús bajo el paso elevado de la Ronda de Nelle. Ya no quedaban solares libres en la Ronda y el tráfico se había incrementado. Nadie cruzaba con el semáforo en rojo, ni había espacio para los juegos de los niños en las aceras y la calle Aaiún, que ella cruzaba sin mirar cuando de niña corría desde su casa hasta la de su tía, resultaba ahora muy peligrosa. En todos los bajos de la zona se veían tiendas, supermercados o cafeterías.

Sacó del bolso la llave del piso de sus abuelos, que ahora era de su tía. La puerta del portal seguía siendo la misma y los apliques y los buzones tam-bién. Parecía que en el portal, el tiempo se había detenido, pues incluso la jardinera de mármol en el rincón de la escalera, parecía tener las mismas plantas tristes, ávidas de sol.

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ÍNDICE DE LA VERSIÓN COMPLETA

1 - Habitación 7062 - La casa vacía3 - Inés4 - En el supermercado5 - Descubriendo Roma6 - Luces y sombras7 - Tan cerca, tan lejos8 - Carmen Lozano9 - Contra corriente10 - Lo que no es11 - Sandra12 - El vecino13 - Bajo la lluvia14 - Ya no se escribe así15 - Frente al mediterráneo16 - Todavía es verano17 - Place du tertre18 - Un telegrama19 - El intruso20 - Mamaiña21 - Lejos de Inés22 - La cala23 - El Doctor Valente24 - Una noche en vela25 - Perfidia26 – Un alto en Madrid27 - ¿Por qué lo quieres más?28 - Rosas amarillasAcerca de la AutoraEditorial LibrosEnRed

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Acerca de la Autora

Rosario Barros PeñaE-mail: [email protected]

Nací en Valencia, España, pero desde 1942 resido en A Coruña, al otro lado de la Península. Escribí desde muy joven. En 1964 publiqué la novela corta Isabel. En 1967 El sol en el asfalto; en 1969, Rapsodias, una colección de relatos. Los tres títulos obtuvieron premio en el Con-curso Literario del Club CCC. Fui colaboradora en los periódicos La Voz de Galicia y El Ideal Gallego de A Coruña y en varias revistas nacionales. En 1974 dejé la imprenta donde trabajaba y oposité a la Seguridad Social. Siendo funcionaria, estudié la carrera de Psicología, que ejerzo desde 1980. Escribí sobre temas profesionales y hace cuatro años he vuelto a los temas de ficción. Tengo relatos en páginas de Internet y soy una de las autoras del libro Atocha 17:15 publicado por LibrosEnRed.

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