Simbólica latinoamericana

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ACOTACIONES PARA UNA SIMBOUCA LATINOAMERICANA "Las revoluciones políticas piden cada día nuevos signos para expresar nuevas ideas". Andrés Bello Por Arturo Andrés Roig En la ponencia que tuvimos ocasión de leer hace ya ca- si diez años en el Congreso de Filosofía de Morelia en México, expresamos algo que nos ha venido preocupando e interesando desde entonces respecto de nuestra América y de su filosofía: ¿Cuáles pueden ser los instrumentos ideológicos -haciendo, por cierto, en este caso, un uso positivo de la expresión- que puedan servir eficazmente al proyecto.de integración social, nacional y continental de América Latina en condiciones de * Reimpresión de "Acotaciones para una simbólica latinoamericana". Proaeteo. Guadal ajara, Universidad de Guadal ajara, Año I, n° 2, 1985

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ACOTACIONES PARA UNA SIMBOUCA LATINOAMERICANA

"Las revoluciones políticas piden cada día nuevos signos para expresar nuevas ideas". Andrés Bello

Por Arturo Andrés Roig

En la ponencia que tuvimos ocasión de leer hace ya ca­si diez años en el Congreso de Filosofía de Morelia en México, expresamos algo que nos ha venido preocupando e interesando desde entonces respecto de nuestra América y de su filosofía: ¿Cuáles pueden ser los instrumentos ideológicos -haciendo, por cierto, en este caso, un uso positivo de la expresión- que puedan servir eficazmente al proyecto.de integración social, nacional y continental de América Latina en condiciones de

* Reimpresión de "Acotaciones para una simbólica latinoamericana". Proaeteo. Guadal ajara, Universidad de Guadal ajara, Año I, n° 2, 1985

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igualdad y sobre bases justas? ¿Cómo y sobre qué organizar nuestro mensaje y qué hacer con los mensajes anteriores al nuestro enunciados en esta misma América? Lo que planteá­bamos era sin duda un re-comienzo que con espíritu dialéctico nos permita proyectarnos desde nosotros mismos1.

Hablábamos en aquella ocasión de la necesidad de la enunciación de "conceptos integradores" que no fueran "tota­lidades opresivas" y también de "símbolos" que jugaran un pa­pel semejante. No se nos escapaba la importancia que tenía hablar de una "nueva simbología latinoamericana", tal como en aquellos años lo había propuesto Roberto Fernández Reta­mar, pero tampoco se nos escapaban las dificultades que ofre­cía la empresa. Sin quererlo nos veíamos impulsados a plan­teos que giran todos ellos alrededor del valor y sentido de los signos, es decir, de una semiótica.

¿Podría decirse que esto respondía a una moda? El estu dio de nuestro pasado y en particular el conocimiento de los inicios de nuestra semiótica nos lleva a pensar que se trataba de algo más serio y profundo. ¿No estaremos acaso viviendo una época de transición hacia otra gran etapa de nuestro des­tino, hecho que nos obliga a estar preguntando por nuevos sig nos? Justamente fue en respuesta a esa dolorosa etapa de transición de las Guerras Civiles -las que se extendieron en casi todo nuestro Continente entre la finalización de las Gue­rras de Independencia y la consolidación de los nuevos estados a finales del siglo XlX-cuando nacieron los más importantes intentos de "lectura" de una realidad social que se imponía ce­rno conflictiva y contradictoria. Era necesario saber interpre­tar los signos con los que se ponía de manifiesto, como era asi_ mismo necesario elaborar el sistema de signos que se habría de superponer sobre aquéllos. "Las revoluciones políticas -ha­bía dicho Andrés Bello, uno de los iniciadores de nuestra se-

(1) Cfr. nuestro trabajo "Función actual de la filosofía en América Latina", en La Filosofía actual en feérica Latina, por varios auto­res, México, Editorial Sribalbo, 1976, p. 143-144.

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miótica- piden cada día nuevos signos para expresar nuevas ideas"^. Había nacido entre nosotros una "descriptiva social" y a su lado, una "proyectiva social", pero también se había des cubierto que no había posibilidad de ninguna de ellas como for mas de saber, si no se enfrentaba de modo audaz y creador el problema de los lenguajes, es decir, de las mediaciones a través de las cuales se da forma a la objetividad. Este fue, po siblemente, nuestro momento ciertamente romántico y uno de los aspectos más notables del romanticismo hispanoameri­cano. En respuesta a aquel impulso surgió en buena medida la Filosofía del Entendimiento de Andrés Bello, como nacie­ron asimismo y casi por la misma época, el Facundo de Domin go Faustino Sarmiento, la célebre novela Os Seríaos de Eucli-des da Cunha y esas increíbles lecciones, siempre asombrosas, las Sociedades Americanas de Simón Rodríguez3.

De esta manera se descubrieron los lenguajes con los que el campesino leía e interpretaba su propia realidad social; se creó el discurso necesario para expresar ese descubrimien­to y se proyectó el lenguaje dentro del.cual iban ya incorpo­rados los futuros códigos que habrían de regir nuestras nacio­nes en el doloroso avance hacia su constitución como estados. La lucha de clases que ensangrentó a la casi totalidad de núes tros pueblos -la "guerra social", tal como la llamó Sarmiento-dibujó la marcha de esta rica problemática de los signos. Al

2)Andrés Be l lo , "Prólogo" a la Graaátlca de la lengua castellana 1847), texto tomado de la compilación de Pedro Grases Antología

de Andrés Bello. Barcelona, Seix Bar r a l , 1978, p. 145.

(3) Cfr. nuestros ensayos Andrés Bello y los orígenes de la sealó-t l ca en América Latina. Quito, Ediciones de la Pon t i f i c ie Universi­dad Católica del Ecuador, 1982 (Serie Cuadernos Univers i ta r ios , 4) y "Educación para la integración y utopía en el pensamiento de S i ­món Rodríguez. Romanticismo y reforma pedagógica en América L a t i ­na0, en Cultura, Revista del Banco Central del Ecuador, número 11, 1982 (el mismo trabajo ha sido publicado por la revista Aralsa.Cara cas, Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos", Anuario 1976-1982 y en Latlnoaaérica. Anuario de estudios latlnoaaerica­nos, México, Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamérica^ nos, número 15, 1982).

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fin, agotadas las Guerras Civiles, la clase propietaria acabó manifestando su poder sobre el campesinado y las plebes de los suburbios, como asimismo el triunfo de su proyecto de in­serción dentro del universo económico creado por el capitalis­mo mundial, mediante una simbólica.

La particular dicotomía discursiva que caracterizó a aquélla desde sus comienzos se ha extendido casi hasta nues­tros días. Hacer su historia, narrar las variaciones con las que se fue expresando la contraposición "civilización-barbarie", es tarea larga. Esa dicotomía mostró diversas fórmulas entre las cuales las más relevantes fueron, tal vez, la que surge de las páginas del Facundo, especie de Jano de mirada ambigua, revelador de una esquisofrenia genial y trágica y la que como reformulación superadora aparecerá medio siglo más tarde en las páginas del Ariel,obra en la cual con audacia y no sin cierta ingenuidad, se intentó colocar la dicotomía imperante por encima de los enfrentamientos de clase. Calibán, en efec­to, no era únicamente el inmigrante cosmopolita y desenrai­zado, era también el viejo patricio convertido ahora en bur­gués. De todos modos, una particular utilización de lo dicotó-mico se mantenía en pie como forma básica del discurso lati­noamericano y de las formulaciones y reformulaciones de su simbólica.

Con estas palabras introductorias quisiéramos ahora hacernos dos planteos. Uno de ellos, el de la naturaleza del símbolo y el otro, no menos importante y que tiene que ver con la estructura del mundo de los símbolos, el de su clasifi­cación. Estas cuestiones son decisivas sobre todo si pretende­mos encontrar una vía que nos permita responder a las inquie­tudes que mencionamos en un comienzo y en particular a la pregunta por el valor y el peso que pueda tener, desde el pun­to de vista de una simbólica nuestra autodefinición como "la­tinoamericanos" y, más aún, como "latinoamericanistas".

Conocida es la contraposición que estableció Saussure entre la "palabra" y el "símbolo" que condujo a la afirmación de que la primera no podía ser confundida con el segundo. En efecto, el signo lingüístico (la palabra) se le presentaba como

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inmotivado, mientras que el signo icónico o figurativo mostra ba, según entendía, un significante en alguna medida motiva­do. Este clásico planteo habría de impedir un verdadero desa­rrollo de la simbólica y no sin razón ha sido puesto en tela de juicio en nuestros días. En efecto, se ha señalado a propósito del símbolo que la relación entre el "significante" y el "refe­rente" no es tan simple como de modo bastante ingenuo se la había entendido. La pretendida "realidad extra-lingüística" de la que partía la "motivación" del elemento icónico del sím­bolo según se entendía, no es jamás una "realidad desnuda". Se encuentra, como toda realidad, ineludiblemente mediada por el Lenguaje y sometida, junto con él, a un sistema de có­digos. Por tanto el ser el "referente" de alguna manera cons­truido por nosotros mismos, la "motivación" que rige la cons­trucción del símbolo resulta ser en buena medida convencio­nal, lo que para Saussure hubiera sido evidentemente inacep­table.

La otra línea que pone en crisis la posición clásica y abre decididamente las puertas para una visión renovadora y amplia de las construcciones simbólicas no lleva a cabo la crí­tica atendiendo al soporte material del signo, sino desplazan­do la cuestión hacia el campo semántico. En pocas palabras, la función simbólica no se cumple construyendo de determi­nada manera un significante sino que se resuelve en un tipo especial de significación. Ya no se trata dé contraponer la "pa labra" al "símbolo", sino que se trata de un tipo de signo, el "símbolo", que se diferencia de cualquier otro porque se "ins_ tala" sobre él y gracias a un "sentido" lo traspone hacia una "significación segunda". En resumen, en una primera aproxi­mación, el símbolo puede ser caracterizado como un signifi­cado agregado a otro, diríamos, "sobrepuesto" y no surge de una relación entre un signo (significante + significado) con un referente (cuya comprensión simplista ha entrado, como he­mos dicho, en crisis), sino que surge de una relación entre un "significado" primero y otro segundo, cualquiera sea el sopor­te material.

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Hay, pues, palabras que son "símbolos" y que para serlo no necesitan de imagen alguna, lo cual para Saussure hubiera sido algo imposible. El poder ideológico del lenguaje prueba aquello hasta la saciedad. Por su misma fuerza simbólica esas palabras pueden generar manifestaciones propiamente ¡cóni­cas o figurativas haciendo que surjan de modo concomitante con ellas símbolos de tipo saussuriano, mas esto no es absolu­tamente necesario. Con las palabras y con los otros signos que integran los diversos sistemas semióticos que las acompañan normalmente, construimos, pues, los "mundos o complejos sim bólicos", en los que los signos no sólo "de-signan", sino que por sobre todo norman y pesan por su valor. Toda simbólica es, en efecto, una axiología. Con lo que ahora deberíamos ampliar aquella primera aproximación a la noción de símbolo, aclarando que la "significación segunda" se ha constituido en un nuevo significado en cuanto ha sido cualificado por efecto de un "sentido" o "dirección semántica".

Ese valor direccional de los símbolos no es ajeno a su naturaleza ideológica en el doble valor de "programa" de una determinada praxis social dada dentro de una "visión del mun­do" y de ejercicio de "ocultamiento-manifestación" o, si se quiere, de "manifestación selectiva", es decir, abstracta. Este es el lugar o el momento en el que se pone a prueba el ejerci­cio integrador de los símbolos y es el lugar donde se puede lie var a cabo su hermenéutica, la que no es tanto búsqueda o de­terminación del aspecto semántico de ellos (de su significa­do), cuanto su direccionalidad, peso axiológico y posible fuer­za normativa, con todo lo cual resulta organizado y, diríamos, cualificado todo lo que podría ser entendido como su conteni­do teorético. La hermenéutica va de la mano, pues, con la pre gunta por lo ideológico en el doble aspecto señalado.

Dos cosas debemos aclarar en este momento: que en verdad no hay "signos puros" y que no puedan, por tanto, ser traspuestos en símbolos; todo signo, en efecto, puede en un determinado momento, recibir un significado segundo y junto con él, una carga valorativa que es lo que especifica precisa-

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mente a aquel significado. Y esto le sucede hasta a aquellas palabras que expresan lo que se nos presenta a veces como al­go puramente teorético y ajeno, por eso mismo, al ejercicio de juicios de valor. Dicho de otra manera, todo lenguaje (aun aquellos que no son los de la palabra hablada) tiene la posibili­dad de ser metafórico.

Lo segundo que debemos aclarar es que no hay símbo­los aislados, sino que se nos presentan siempre integrados en estructuras a las que podríamos dar el nombre de "complejos o mundos simbólicos". Ante ellos cabe que nos preguntemos si existe alguna clave que nos ayude a desentrañar su organiza ción. Nos parece de una evidencia irrefutable que ella se en­cuentra en la sociedad concreta que ha creado el sistema de objetivación simbólica mediante el cual se auto-reconoce y se autoafirma como tal. No nos parece, sin embargo, que poda mos decir, por ejemplo, que la clave para comprender la es­tructura de los mundos o complejos simbólicos (los del saber popular, del saber científico, del saber filosófico, del saber y de la praxis política, religiosa, artística, etc.) es sin más ex­presión de la estructura de la sociedad, dicho así, de manera simple. Este enunciado tiene sus riesgos. Por de pronto se co­rre el peligro de borrar la noción de conflictividad social y, por eso mismo, de hacer imposible el reconocimiento de las diferentes formas de relación que hay entre "sociedad" y "eje£ cicio de la función simbólica". La clave sería, pues, la socie­dad considerada sí como estructura, más subrayando fuerte­mente su dinamicidad y conflictividad internas, con lo que eli_ minamos los riesgos de una visión estática propia generalmen­te de los análisis de tipo sincrónico^.

(4) Ferdinand de SAUSSURE. Curso de Lingüística general. Buenos A i ­res, ed. Losada, 1959, p. 101 y 106. Fuentes, Manuscritos y estu­dios cr í t icos. México, Siglo XXI, 1971, p. 28; Paul Ricoeur. De T -Intérprétation. Essais sur Freud. Par is, Ed. Seu i l , 1965, p. 26-27; Berger y Luckmann. La construcción social de la realidad. Buenos Aires, Amorrortu, 1976; Agnes Hel ler . Sociología de la vida cotidia na. Barcelona, Ediciones Península, 1977, cap. "El sistema de los signos", p. 256 y sgs.; Noel Moulou. Lenguaje y estructuras. Ensa­yos de lógica y seaiótica. Madrid, Ed. Tecnos 1974.

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La clave se encontraría, por tanto, en la noción de "conflictividad social". Ella es la que genera, en cuanto hecho social y a nivel del "universo discursivo" (es decir, la totalidad de los discursos actuales o posibles de una sociedad dada en un momento dado, o a través de sucesivos momentos y que no se reduce a un "universo mental", sino que es algo más rico y complejo, es un "universo semiótico") la existencia de formas discursivas opuestas las que se muestran, por lo general, como "discurso" versus "anti-discurso" y junto con ellas la presencia de expresiones o manifestaciones simbólicas de valores equivalentes.

La utilización ideológica -en sentido negativo del tér­mino de la dicotomía que surge inevitablemente de la conflic­tividad social, habrá de generar, por su parte, ese fenómeno que se ha considerado típico del discurso político latinoameri­cano: el "dualismo discursivo". Este -sin entrar aquí a discutir si se trata verdaderamente de un hecho característico nuestro o si no es, sin más, la forma discursiva del colonialismo mun-dial-podría ser definido come una acentuación de tipo mani-queo de la dicotomía espontánea y normal que rige tanto la producción discursiva, como la producción simbólica que les es concomitante e inherente, poniendo en guardia a nuestros lectores de que la referencia al maniqueísmo no implica un intento de explicación de tipo moralista del fenómeno^.

Sobre estos criterios podríamos aventurar una clasificación de los símbolos, en particular de aquellos que juegan como "matriz semántica" (podríamos decir que hay símbolos de símbolos) dentro de los diversos mundos o complejos simbólicos que integran el "universo discursivo".

(5) Cfr. Carlos SEMPAT ASSADOURIAN y otros. Modos de producción en Aaérica Latina. Séptima edición. México, Cuadernos Pasado y Presen­te, 1979, p. 28 y nuestro libro El Pensamiento social de Juan Hon-talw. Quito, Ediciones Tercer Mundo, 1984, p. 56-59 y 175. En cuan to a la noción de "ideología", cfr. Kurt Lenk. El concepto de ideo­logía. Buenos Aires, Amorrortu, 1974 y Ferruccio Rossi-Landi. Ideo­logía. Barcelona, Editorial Labor, 1980 (col. Temas de Filosofía).

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Antes deberíamos dejar aclarado, sin embargo, el papel que juega el "universo discursivo" entendido, por lo general de manera restrictiva como mundo de la palabra oral y escrita, respecto de la totalidad de los sistemas se m ¡óticos, muchos de los cuales se constituyen en cuanto a su valor simbólico sobre la base de símbolos icónico-figurativos. Aun cuando la "discursividad" -y paralelamente la "textualidad"- no son algo que sea propio, de modo exclusivo, de la palabra, ésta juega el papel inevitable de sistema semiótico de confluencia respecto de todos los demás lenguaje posibles. Dicho sea esto sin olvidar que la palabra, ella misma, puede constituirse en ese segundo nivel de significación que caracteriza al hecho simbólico.

Ahora bien, en la medida en que lo simbólico puede ser definido como un "segundo nivel de significación", recubre -digámoslo así- o tiene la posibilidad de hacerlo, a todos los discursos posibles. No está demás que otra vez recordemos que "discursividad" y "textualidad" son propiedades estructura les de todos los lenguajes, de otro modo no habría posibilidad alguna de hablar de integración de sistemas semióticos como de hecho se da en toda práctica comunicativa, aun cuando no en todas de la misma manera.

Atendiendo a lo dicho inicialmente en el parágrafo que acabamos de leer, diremos, como una de las hipótesis que nos parecen válidas, que una clasificación de las formas de lo sim bólico surge, pues, de la clasificación de los discursos tal co­mo se dan dentro del "universo discursivo". Por otro lado, si tenemos en cuenta que lo simbólico se constituye como tal mediante un "segundo nivel de significación" que se "agrega" -valga el término- al signo que es transferido a aquel nivel por obra del "sentido", venimos a confirmar, bajo este punto de vista, lo que acabamos de decir respecto de la correlación de clasificación que podemos establecer entre discurso y simbólica.

Brevemente hablaremos de nuestro criterio de clasifi­cación de los discursos que integran el "universo" mencionado.

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Para eso tendremos que regresar a la noción de "conflictivi-dad social" y, en particular, a la tesis según la cual el "univer­so discursivo" muestra un complejo mundo de dicotomías. Lo social es una totalidad que -a través de sus expresiones o ma­nifestaciones discursivas, tanto posibles como actuales- mués tra "fisuras" diversas, no todas coincidentes, unas más "profun das" que otras, unas dependientes de otras, en fin, toda la ga­ma de posibilidades que podríamos constatar como consecuen­cia de la conflictividad de las relaciones humanas. Las catego rías básicas que muestra esa estructura son las de "opresor-oprimido" y no está demás que dejemos aquí debidamente acia rado que si bien esas categorías pasan por las clases sociales -hecho de clara evidencia particularmente en sociedades de organización propiamente clasista- en verdad no se expresan únicamente en los enfrentamientos y antagonismos de aqué Has, sino que atraviesan la totalidad en diferentes "planos", "niveles" y "direcciones", palabras todas entrecomilladas en cuanto que sólo podemos recurrir a una vía explicativa figura­da, que tiene en este caso el riesgo de hacernos descuidar la dinamicidad del complejo fenómeno. Pensemos en el clásico ejemplo de la relación de subordinación de la mujer respecto del varón o en la situación del niño dentro de una educación de tipo paternalista, hechos que a su modo se repiten al inte­rior de cada una de las clases sociales. Por cierto que no pre­tendemos restar importancia a los conflictos clasistas, sólo queremos alertar sobre la complejidad de las relaciones con­cretas, que no pueden menos que determinar la complejidad del "universo discursivo" y de su nivel simbólico, todo lo cual juega sobre y desde lo concreto y tiene su modo particular de concretividad.

Justamente es aquel "nivel simbólico" el que permitiría reconocer lo que tal vez podríamos considerar como "marcas semánticas" del discurso, derivadas de la relación, también semántica, dada entre "significado" y "sentido"^. Nuestra afir

(6) El uso que damos a los términos "sentido" y "s ign i f icado" en

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mación de que una clasificación de los modos de lo simbólico puede hacérsela sobre la base de la división de los discursos que podemos señalar dentro del "universo discursivo" queda en pie, más, aclarando debidamente que en realidad -y sobre todo si pensamos que esa clasificación surge básicamente del matiz de "sentido" que reorienta al "significado" y lo condicio na en sus límites y alcances en cuanto tal- aquella clasifica­ción supone desde su mismo planteo una clasificación de lo simbólico?.

Llegados aquí diremos de modo breve que podríamos establecer una gran división (manifestación o expresión de a-quella dicotomía de la que hemos hablado) entre un "discurso justificador" y un "discurso reversivo". A su vez, deberemos establecer una subdivisión en el segundo, dentro del cual dis­tinguiremos entre un "anti-discurso" (o "discurso en lugar de") y un "discurso contrario".

El "discurso justificador" (en alguno de nuestros otros trabajos hemos hablado de "discurso opresor") podría ser ca­racterizado, entre otros aspectos, porque en él la carga ideo-

alguna manera se remite a Gotlob Frege. En él el "sentido" no depejn de inmediatamente del " re ferente" , como tampoco de lo que denomina "idea asociada" (s igni f icado) presente en el signo. Este, en cuanto portador del "sentido" muestra un c ie r to grado de autonomía, con lo que de hecho se concluye, aun cuando no de modo e x p l í c i t o , en una d is t inc ión entre "sentido" y "s ign i f i cado" . Cfr. G. Frege. Es­tudios sobre semántica. Barcelona, A r i e l , 1971 y Ian Hacking Por qué el lenguaje importa a la fi losofía? Buenos Ai res, Sudamericana, 1979,

(7) Aquí decimos que lo simbólico, a través de los símbolos u t i l i ­zados y el modo cómo lo están, puede ser considerado como lo que origina las "marcas semánticas" orientadoras en un intento de herme néutica. Debemos agregar que además esas "marcas" sirven para la determinación de lo ideológico toda vez que esto se juega en el mis mo nivel de lo simbólico y es el símbolo, con su natural ambigüe­dad, justamente lo que favorece su puesta en e je rc i c i o . Atendiendo a las estructuras narrat ivas propias del "cuento fan tás t i co" , hemos señalado lo que podrían ser esas "marcas", a la vez semántico-simbó l icas y semántico ideológicas. Cfr. nuestro ensayo "Narrativa y cotT dianidad. La obra de Vladimir Propp a la luz de un cuento ecuatoria no", en Cultura, revista del Banco Central del Ecuador, Quito, vo l . I I , 1978 y Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica, San José, Costa Rica, número 45, enero-junio de 1979.

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lógica (y por tanto el modo cómo se echa mano de lo simbóli­co y cómo a su vez lo simbólico ejerce su papel "direccional semántico") aparece colocada fuertemente sobre lo dicotómi-co, con lo que se genera lo que antes denominamos un "dualis­mo discursivo". El "discurso reversivo" tiene como punto de partida también la dicotomía, pero su "sentido" no apunta ne­cesariamente a una confirmación o justificación de una futura situación, una vez lograda la "reversión", sino que gira alre­dedor de la categoría de "liberación". Ahora bien, de dos mo­dos se juega en este caso lo discursivo: o se responde llevando a cabo una "reversión" que es una simple "inversión" de lo axiológico (y por tanto del valor de los símbolos): el oprimido se coloca en el lugar del opresor, sobre la base de una lógica no menos violenta que la que rige al "discurso justificador" y sentando la necesidad inmediata de un nuevo enunciado de éste; o por el contrario, surge otra forma "discursivo-reversi-va" que por su propia -digámoslo así- mecánica histórico-so-cial se coloca -o acaba colocándose por encima de las catego­rías de "opresor-oprimido"- asumiendo lo dicotómico desde un intento de perspectiva superadora que es, a su vez, creado­ra.

Como resultado de lo que venimos diciendo podríamos, pues, decir que una clasificación de lo simbólico -la que más particularmente nos interesa deriva del "uso" que se le da den tro de las formas discursivas básicas reconocibles dentro del "universo discursivo". En función de esto, un símbolo -recor­demos el caso célebre de la imagen de la Virgen de Guadalu­pe- puede estar presente en el discurso con un sentido de "jus­tificación", como lo estuvo aquella imagen respecto del orden colonial español, o con un sentido "revertido-liberador", como sucedió con la misma cuando el heroico alzamiento campesino e indígena liberado por Hidalgo y Morelos.

Claro está que no se nos escapan las dificultades que para una correcta comprensión del modo cómo juega lo simbó lico respecto de la totalidad de los signos, puede acarrear el concepto de "uso". Mas, ello queda justificado -por lo menos provisoriamente- si pensamos que lo ideológico (la carga ideo-

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lógica) tiene un principal canal expresivo en ese "valor direc-cional" (o de "sentido") de lo simbólico.

Lógicamente se podrían establecer otras distinciones y por tanto, clasificaciones de los signos. Juan Montalvo ha se­ñalado con magistral claridad en un pasaje de sus Siete Trata­dos que "...hay vocablos en los idiomas -según nos dice- que son como compendios de cuanta sabiduría pueden ellos com­prender. Dándole la vuelta a esta palabra sublime, descubri­mos todo un universo"**. Frente a esas palabras que vendrían a ser verdaderas "claves" que nos abren a una totalidad de sen tido, que hacen, además, de integradoras de constelaciones discursivas dentro del "universo discursivo" hay otra presencia de lo simbólico -aun cuando no haya tales palabras alertado-ras- que se da como "climax" o "tono" general, en cuanto que lo "direccional" (junto con el peso axiológico del "sentido") a-barca siempre la totalidad de un discurso, como asimismo sus manifestaciones en cuanto a textualidad.

Y ya para terminar nos ocuparemos de un caso muy pai* ticular de símbolo, dentro de aquellos que según Montalvo nos llevan a descubrir "todo un universo" y merecen el apelativo que él les daba de "sublimes". En un comienzo habíamos tra­tado de explicar lo simbólico recurriendo a una expresión no muy feliz por cierto, diciendo que es un "sentido sobrepuesto" a un "significado" con lo que nos colocamos en otro nivel de significado. Ahora bien, las posibilidades del ejercicio simbó­lico no se quedan en eso: van más allá. En efecto, nos encon­tramos con que hay símbolos que no lo son únicamente por su relación con un significado al que trasponen, por obra del "sen tido", sino que más allá de ese hecho al que suponen, son sím­bolos de la función simbólica, por lo que tal vez se los podría denominar "símbolos de símbolos".

Ahora bien, en cuanto que la función simbólica se ejer­ce de modo específico en relación con las formas discursivas

(8) Juan MONTALVO. Siete Tratados. París , Gamier, s/f., tomo I I , p. 16

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de las que hablamos antes, hay pues -y de eso hablaremos ya para concluir- símbolos de la función simbólica tal como ella se juega respecto del "discurso reversivo" o como ese tipo dis­cursivo la pone en juego.

Tal hecho es, a nuestro juicio, lo que expresa dentro de la tradición cultural de nuestra América la figura de esa palabra-símbolo, "Calibán". Respecto de ella podríamos decir que se ha producido una profundización de su contenido y un descubrimiento de su función simbólica desde el momento en el que el símbolo fue incorporado de modo vivo a nuestro mun do de lenguaje. Quien lo hizo -todos lo sabemos- fue José En­rique Rodó. El fue además -como lo ha mostrado Arturo Ar-dao- quien dio los primeros pasos para lo que bien podríamos entender como una especie de re-codificación simbólica. Ya sabemos que, literariamente, Calibán había sido re-descubier­to por Ernesto Renán en su "drama filosófico" aparecido en 1878 y que lleva precisamente el nombre del personaje míti­co, sacándolo de La Tempestad de Shakespeare^. Sabemos también que fue el celebérrimo dramaturgo inglés quien acuñó el nombre de este personaje de su no menos célebre drama, a partir de la palabra "caníbal", que tanto dice para nosotros los latinoamericanos, tanto del Continente como del Caribe.

¿Quiénes eran los "caníbales" de la Europa de aquellos años? Pues, los comuneros de Paris de 1871, esos mismos a

(9) Arturo ARDAO. "Del Calibán de Renán al Calibán de Rodó", en Es­tudios Latí noaaeri canos de Historia de las Ideas. Caracas, Monte Avila Editores, 1978, p. 141-168. Es importante tener en cuenta que "Calibán" es en Shakespeare el "personaje" de un drama. Si tenemos en cuenta las geniales ideas de Antonin Artaud, "Calibán" es "pala­bra", pero es más que eso en cuanto que la palabra en el escenario, en el juego teatral, se sumerje en el mundo de los demás sistemas expresivos y aun cuando desde un punto de vista semiótico pueda ser caracterizada como "signo de confluencia", desaparece dentro de una totalidad de lenguajes, tal como sucede en la vida. Por lo demás, Calibán es símbolo nacido de una experiencia humana que es para el mismo Artaud experiencia básica tanto de la vida como del juego tejj t ra l , la "crueldad". Cfr. Antonin Artaud. El Teatro y su doble. Bue nos Aires, Editorial Sudamericana, 1976.

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los que honramos de modo emocionado en el Cementerio de Pere Lachaise. Eran lo bajo, lo grosero, en fin, el proletariado que había osado proponer un gobierno del pueblo, una democracia.

La primera depuración del símbolo lo llevó a cabo, co­mo decíamos, el propio José Enrique Rodó. No puso en tela de juicio el valor negativo de lo que él mismo denominó "lo calibanesco", pero sí salió en defensa -dentro de las catego­rías y sentimientos propios de su posición liberal-progresista de los derechos del pueblo para el ejercicio de la democracia. Fueron primeros pasos de significativa importancia: el prime­ro, el hecho de incorporar a nuestra cultura una problemática simbólica que había tenido su inspiración originaria en nues­tras propias tierras y el segundo, el hecho de la re-codifica­ción que vino a quebrar con la equivalencia entre "proletaria­do" y "calibanismo" (entendido como "canibalismo"), aun cuan do ello no implicara todavía una aproximación al valor primi­tivo del símbolo y por tanto una reversión.

Faltó, sin duda, una lectura de Shakespeare hecha de tal manera que se eliminara la mediación. Absurdo sería sin embargo, reprochar a Rodó que no haya dado en nuestra lec­tura. El nos dejó la base y sobre él -como sobre la de tantos de esos grandes hombres a los que podemos invocar como lati­noamericanos construimos nuestro discurso. Superada la me­diación que impuso Renán -fiel expresión de lo más agresivo de la burguesía francesa de la Tercera República, creada so­bre la sangre de la Comuna-Calibán ha regresado a ser lo que de modo genial dibujó Shakespeare: una "matriz de sentido" de todos los posibles símbolos con los que puede expresarse el "discurso reversivo-liberador". Fue ello fruto de un largo proceso de lo que bien podríamos llamar "segunda recodifica­ción" del símbolo que se inició aproximadamente en la década de los 30 de este siglo por obra de autores europeos y latinoa­mericanos, entre estos últimos, Aníbal Ponce y Frantz Fanón. Fue sin embargo recién en 1969 que, por obra de tres ensayis­tas nuestros, todos ellos antillanos, Aimé Céssaire, Edward

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Brathwaite y Roberto Fernández Retamar, aquella recodifi­cación se instaló decisiva y claramente como tarea latinoame ricana propiamente dicha. En este sentido, el libro del último de los escritores nombrados, obra que se denomina justamente Calibán y que lleva como subtítulo altamente sugerente el de Apuntes sobre la cultura de nuestra América, aparecido en 1971, estableció entre nosotros -pensamos en nuestra Améri­ca de habla hispana y lusitana- el puente que, saltando por en­cima -digámoslo así- de formulaciones como la de Renán y tomando a Rodó como punto de partida, reinstaló la cuestión en su fuente primera. Acto de recodificación (que implica co­mo es lógico una des-codificación) que no puede explicarse como un simple hecho literario sino que es básica y fundamen talmente fruto de la emergencia de los pueblos de nuestra América, calibanes capaces de revertir el discurso opresor y junto con él la opresión, interna y externa, con sus luchas, su sufrimiento y su sangre10.

Calibán, es, pues un símbolo que expresa como tal, es decir, como símbolo, el fundamento de posibilidad de una sim­bólica liberadora. Está, por eso mismo, más atrás que los di­versos símbolos a los que de modo espontáneo o no espontáneo se pueda echar mano. No simboliza la reversión de un discurso determinado, sino que -tal como lo hemos ya dicho- simboliza

(10) Roberto FERNANDEZ RETAMAR. Calibán. Apuntes sobre la cultura de nuestra América. México, Editorial Diógenes, 1971 (Segunda edi­ción, 1974); Buenos Aires, Editorial La Pléyade, 1973. No conocemos datos bibliográficos de la edición cubana. Según nos dice el mismo Fernández Retamar, al concluir "esa década de los sesenta, en 1969 y de manera harto signif icat iva, Calibán será asumido con orgullo COBO nuestro símbolo (el subrayado lo ponemos nosotros) por t res escri tores ant i l lanos, cada uno de los cuales se expresa en una de las grandes lenguas coloniales del Caribe. Con independencia uno del o t r o . . . " . Se refiere al martiniqueño Aimé Césaire, al barbadien se Edward Brathwaite y al propio Fernandez Retamar (p. 44-45 de la edición de Buenos Aires).

Cfr. además Leopoldo ZEA. El pensamiento latinoamericano. Barcelona, Editorial Ariel , 1976, cap. t i tulado "Calibán como símbolo de Latinoamérica", p. 509-512 y Horacio Cerutti Guldberg Filosofía de la liberación latinoamericana. México, Fondo de Cultura Económica, 1983, cap. "La filosofía de los 'calibanes ' ", p. 59-64.

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el acto mismo de reversión. Sobre él o sobre cualquier otro símbolo que juegue un papel semejante, se podrá fundar una simbólica en la que la ambigüedad del símbolo adquiera la transparencia de la "manifestación", frente a la oscuridad del "ocultamiento". Una simbólica que no está puesta al servicio de la des-historización, tal como sucede en el "discurso justificador". Rodolfo Borello ha mostrado agudamente de qué manera, por ejemplo, lo simbólico en Ezequiel Martínez Estrada está puesto al servicio de la deshistorización de la realidad argentina H . xjn a simbólica, en fin, que no viene a reforzar la estructura del discurso opresor en cuanto éste

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(11) Rodolfo BORELLO en su fino análisis sobre la obra de Ezequiel Martínez Estrada, dice: "...Pero más importante todavía es la consecuencia de ese manejo intemporal de los sucesos: las acciones se desnudan, se convierten en facti desasidos de toda relación con circunstancias sociales, ideológicas, políticas o económicas. Los hechos se desconocen, se vuelven actos puros, que ocurren fuera del tiempo, separados de toda causalidad y de todo proceso comprensible. Para decirlo de modo paradójico: la visión de la historia que nos entrega Martínez Estrada es ahistórica, esencialista y atemporal. Los hechos funcionan en ella como símbolos. "Martínez Estrada: la visión fictiva del período peronista", en Hispanoamérica, Revista Literaria. Año VIII, números 23-24, 1979, p. 157. Nuestro intento era en este apretado ensayo el de encarar asimismo -dentro de la teoría de los símbolos que aquí se desarrolla esquemáticamente el sentido y valor de la palabra "Latinoamérica" tal como la ejercemos nosotros en cuanto palabra-símbolo, la que tiene ya una larga historia. En efecto, fueron latinoamericanos y no franceses quienes acuñaron la palabra "Latinoamérica" o "América Latina", tal como lo ha probado cuidadosamente Arturo Ardao en sus siempre fecundas búsquedas. La invención terminológica como asimismo su primitivo valor semántico -debidos principalmente a José María Torres Caicedo y a Francisco Bilbao- son marginales y hasta extraños al uso que de aquellos términos se dio dentro de la ideología imperialista francesa en la época de Napoleón el Pequeño.

Cfr. Arturo ARDAO. Génesis de la idea y el nombre de América Latina. Caracas, 1980 y del mismo autor, la ponencia leída en el Simposio "La Latinidad y su sentido en América Latina", México, 1984, titulada "El verdadero origen del nombre de 'América Latina' ". También el tema se encuentra en la obra de Ricaurte Soler. Clase y nación en Hispanoamérica, Siglo XIX. Panamá, Ediciones de la Revista Tareas, 1975, p. 51 nota. Véase por último, nuestro libro ya citado Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, p. 29-30.

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juega constantemente como la reduplicación del sujeto del mensaje -verdadera redundancia de naturaleza retórica y por cierto crudamente ideológica- creando un sujeto de apoyo metahistórico.

Para concluir ya, diremos que la re-codificación del símbolo de Caliban, ha permitido reinstalar el verdadero valor simbólico de Ariel, tal como el propio Fernández Retamar lo na señalado con acierto: "Ariel, el gran mito shakespereano es, como se ha dicho el intelectual de la misma isla de Cali­ban: puede optar por servir a Próspero -es el caso de los inte­lectuales de la anti-América- con el que aparentemente se entiende a maravillas, pero de quien no pasa de ser un ternero so sirviente, o unirse a Caliban en su lectura por la verdadera cultura de nuestra América". Ya lo había dicho José Martí, con palabras ciertamente definitivas: "Con los oprimidos ha­bía de hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses de los opresores"!2.

(12) Roberto FERNANDEZ RETAMAR, op. c i t . , p. 137 y José Mart í . "Nu­estra América" en el l i b ro Nuestra América, Barcelona, A r i e l , 1973 y nuestra obra ya citada Teoría y cr í t ica del pensamiento latinoame ricano, p. 37-38. El subrayado con el que concluye la c i ta de Fer­nández Retamar, es nuestro.

Nuestras tesis respecto del valor y función del término "Latinoamé­r i c a " , enunciado dentro de nuestro latinoamericanismo contemporá­neo, son coincidentes en más de un aspecto con lo que sostiene Leo­poldo Zea en su obra Latinoaae r ica , Tercer Hundo. México, Ed. Extern poráneos, 1977, p. 16-17. En cuanto a nuestras afirmaciones al res­pecto nos permitimos remitirnos otra vez a nuestro l i b r o Teoría y crít ica del pensamiento latinoamericano, p. 24-43 y 74-75. En esa misma obra hemos intentado rescatar para la f i l o s o f í a lat inoameri­cana el mito del origen del hombre de Popol Vuh, que puede ser en­tendido como una anticipación profunda del rechazo de lo que ahora se ha dado en llamar "1 egocentrismo" (cap. "El problema del ser y del tener", p. 198-208). ¿Qué debe hacer la f i l o so f í a con los sím­bolos? Evidentemente buscarlos y proponer hermenéuticas y todo eso sin o lv idar que la f i l o so f í a misma juega en un nivel de s ign i f i ca ­ción en_ el que tiene su modo par t i cu la r y propio de simbolismo. Por lo demás,el derecho de la f i l o s o f í a a recu r r i r como f i l o s o f í a a mitos y símbolos, ya quedó establecido en Platón, quien había av i ­zorado el valor de la re-presentación, a pesar del platonismo. En cuanto a las páginas que hemos dedicado expresamente a Caliban en nuestro l i b r o , véase 51 y 52.