Sin noticias de Ivanhoe

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Autor, selección y prólogo: Emilio G. Romero. "De la mano de Emilio G. Romero se presentan los relatos de un tipo escocés, un tal Wilbour D. Slutter, un personaje «completamente» del siglo XX, pero en el que destaca el humor y el surrealismo más inteligente que se pueda imaginar el lector. Es tan curioso, divertido y surrealista que parece (¿solo parece?) renunciar a una de las dos cosas que cualquier escocés no renuncia: a Scott, y a su Ivanhoe, porque lo que es al whisky, parece que el Sr. Slutter no renunció" (Extracto del prólogo).

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PROSAS Y VERSOS DE JURISTASColección dirigida por CARLOS ROGEL VIDE

Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid

Madrid, 2014

SIN NOTICIAS DE IVANHOE

(El siglo XX en ocho relatos de Wilbour D. Slutter)

Wilbour D. Slutter

Selección y prólogo

Emilio G. RomeroAbogado

Presentación

Valentín CortésCatedrático de Derecho Procesal

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© Emilio G. Romero© Editorial Reus, S. A.C/ Rafael Calvo, 18, 2º C – 28010 MadridTfno.: (34) 91 521 36 19 – (34) 91 522 30 54Fax: (34) 91 445 11 26E-mail: [email protected]://www.editorialreus.es

Director de la colección: Carlos RogelDiseño de portada: María Lapor1.ª edición REUS, S.A., 2014

ISBN: 978-84-290-1756-4Depósito Legal: M 9004-2014

Impreso en EspañaPrinted in Spain

Imprime: Talleres Editoriales Cometa, S. A. Ctra. Castellón, km 3,400 – 50013 Zaragoza

Ni Editorial Reus, ni los Directores de Colección de ésta, responden del contenido de los textos impresos, cuya originalidad garantizan los autores de los mismos. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización expresa de Editorial Reus, salvo excepción prevista por la ley.

Fotocopiar o reproducir ilegalmente la presente obra es un delito castigado con cárcel en el vigente Código penal español.

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ÍNDICE

Presentación ........................................................... 9

Biografía escasa de Wilbour D. Slutter ................. 11

Gaviones de combate ............................................. 27

La dudosa muerte de Waltercio Mendes ............... 35

Los tres viajes del profesor Kenzo ........................ 43

El justiprecio .......................................................... 55

El recibo ................................................................. 65

De cómo Vanessa Van der Kerkhof supo de las di-ferentes suertes del toreo .................................. 75

Lasky III, el bueno ................................................. 83

El precio ................................................................. 93

Epílogo ................................................................... 105

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GAVIONES DE COMBATE3, 4

La señora Vernier era la única que mantenía la esperanza. Los médicos militares lo habían intentado todo pero Roland, su Roland, no había vuelto de la gue-rra. Su cuerpo estaba, sí, pero su mente se quedó en las trincheras. Decían que podía ser neurosis de guerra; todo era neurosis de guerra.

Aquel frío día de febrero de XXXX estaba progra-mado el último intento. A la entrada de la humilde casa, a las afueras de XXXXXX, se agolpaban oficiales, mé-dicos y políticos del gobierno belga. Habían tardado casi un año en localizarlo pero después de muchas pesquisas, incluida una mediación del rey español Alfonso XIII, el sargento Vernier había aparecido vivo en un campo de prisioneros alemán. Era uno de los pocos supervivientes del XX Batallón del XXX Ejército belga.

3 Este relato lo recuperó Boronat i Ripoll del Legajo 3.083/1916, hoy desclasificado, de los archivos oficiales de los servicios secretos británicos. El original presentaba varias tachaduras de localizaciones geográficas y cuerpos de ejército, que se han respetado. Hoy sabemos que Slutter combatió en el IX Batallón de Fusileros Reales Escoceses, dentro del 5º Ejército británico que inició la Tercera batalla de Ypres en junio de 1917, más conocida como la batalla de Passchendaele.

4 Hemos respetado el juego de palabras en castellano construido por su traductor y amigo, aunque no coincide con el original en inglés «juegos de combate» (Combat’s games).

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La noticia meses más tarde de la aparición con vida del soldado Dijón, del mismo batallón, hizo alber-gar esperanzas a unas autoridades necesitadas de ale-grías que recuperaran la moral nacional y la confianza en los políticos. Era la última bala que le quedaba al ejército en la recámara para hacer reaccionar al sargento Vernier.

—No solo me parece inaceptable esa condición de un subordinado de estar solo con el enfermo, sino que resulta ridículo seguir los métodos de un médico austriaco, ahora que les hemos derrotado.

—Perdone coronel, pero no son exactamente los métodos del señor Freud; aprovechamos sus estudios para nuestras propias variantes —el capitán médico se volvió a Dijón—. Acompáñeme Dijon, ya está hipnoti-zado —ambos entraron en la casa y cerraron la puerta. El oficial se agachó y susurró al enfermo. —Vernier, soy su médico, a la de tres le va a hablar su camarada y amigo Dijón. Uno… Dos… Tres…

—Hola… hola, Vernier —comenzó algo nervioso. ¿Te acuerdas de mí, cascarrabias? Menuda paliza aca-bamos dándole a esos boches, ¿eh?

—Céntrese en los últimos días y recuerde: palabra por palabra.

—¿Seguro que no nos oyen?—Seguro, Dijon. Además, tengo la promesa de

que no habrá represalias. ¡Siga por Dios, y no pare!El soldado se acercó al rostro del enfermo.

—¿Cómo fue aquello, te acuerdas? Yo estaba con Fabius en medio de todo aquel fango.

—¿Sabes algo? —me preguntó.—Ni idea, el enlace lleva atravesando la trinchera

toda la mañana de norte a sur y no ha querido responder a nadie.

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—¿Qué sorpresa nos estarán preparando ahora esos canallas?

—No, Fabius, el sargento Vernier me ha dicho que no viene de los generales, que el asunto se está cociendo más a pie de trinchera.

—Al menos eso me tranquiliza. Mientras no venga de arriba, la próxima carnicería siempre tardará un poco más.

—Sí, no deja de tener su gracia.—¿El qué? —me volvió a preguntar.—Que temamos más a nuestros mandos que a los

alemanes.Fabius y yo estábamos intranquilos, como tú, como

el resto de soldados. Desde que las líneas del frente se habían estancado a orillas del XXXXX, cada momento era eterno, cada día duraba una semana. Tú intentabas comunicarte con los tommys, ¡cómo te molestaba que siempre quisieran mandar con esos aires de superiori-dad! —¿Acaso no están en nuestro país?—, gritabas. Mientras, los alemanes al otro lado del río, intentaban mantener la tensión asustando de vez en cuando con algún disparo de francotirador. Unos dos kilómetros más arriba, en XXXXXX, la lucha era encarnizada, ¿te acuerdas? La misma historia de siempre: diez minutos de cañonazos para reblandecer las líneas, el sonido de unos silbatos y un rugido aterrador mezcla de algarabía callejera y canto desafinado; las ráfagas de ametralla-dora y fusilería se hacían interminables hasta la posterior calma y el macabro espectáculo. Por las aspilleras de las dos riberas buscábamos el color de los uniformes. Toda-vía recuerdo tu cara al ver bajar por el río los cadáveres para saber quién había sido masacrado en esa ocasión. El silencio era sepulcral hasta que aparecían los prime-ros cuerpos flotando. Después, la alegría en una orilla

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y el silencio en la otra. Pero hasta en ese infierno había un mínimo de humanidad. Tras las primeras riadas de muerte, habíamos acordado con los alemanes una tregua para recoger cadáveres. Tú mandabas siempre una de las barcas que salían a empujar a los nuestros hasta la orilla ante la mirada silenciosa del enemigo. Después, ellos eran los actores y nosotros el público, ¿no te acuerdas, viejo loco? Sí, hombre, sí, pero ese día algo más pasaba a pie de trinchera; tú me llamaste.

—Dijon, ven conmigo. Vamos con el teniente Treasure a hablar con los hunos. Tú remarás la barca.

Cogimos el bote los tres y casi al mismo tiempo desde la otra orilla apareció una barca para encontrarnos en medio del río.

—Escuche Linemayer, creo que ambos tenemos problemas de alimentación. No nos llega comida desde hace días y sabemos que a ustedes tampoco porque es-tán matando sus caballos—. El alemán nos miró algo sorprendido pero comprendió que no nos podía enga-ñar. —La propuesta es ésta: ya que a ninguno nos dejan disparar por detrás de nuestras trincheras.

—Bueno, nosotroggs…—¡No me venga con monsergas! Ambos sabemos

que esos estúpidos que nos mandan nos obligan a dis-parar solo hacía delante.

—Prrosija —dijo el alemán haciéndose el intere-sado.

—Todos los días nos sobrevuelan docenas de pájaros y bueno, este es el sargento Vernier, es ornitó-logo— el teniente te indicó que te acercaras. —Hable, Vernier.

—Sí, señor —y te dirigiste al boche—. Bueno, habrá comprobado que con la llegada del buen tiempo en esta zona pegada a la costa nos han empezado a so-