Sinopsis de un hombre público

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Con esta publicación el Doctor César Montoya Ocampo, rinde tributo al Doctor Omar Yepes Alzate por 50 años de vida pública, ejerciendo liderazgo, fijando derroteros, contribuyendo al mejoramiento de la calidad de vida de los caldenses, enarbolando las banderas del entendimiento político, entregando su capacidad de trabajo para construir un departamento con oportunidades para todos.

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Primera EdiciónManizales, Colombia

César Montoya Ocampo

Diseño e Impresión:Espacio Gráfico Comunicaciones S.A.

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Bodas de oro Madrugó. José Palacios que lo asistía en sus menesteres íntimos, puso en sus manos los anchos greguescos de pana verde, la chaqueta azocada por un diluvio de condecoraciones, el kepis altanero y un bastón de mando de plata rutilante. Se despidió de la servidumbre con un rictus pensativo, contraídos los músculos de la cara para impedir el derrame de sus lágrimas. En el corredor de la estancia un manojo de leales generales hablaban entre cuchicheos para evitar que el General percibiera sus ofuscados alegatos de incertidumbre. La pesebrera traspasada de olores a amoníaco, servía de espacio a los caballos ya enjaezados que, con sus relinchos y el impaciente escarbar del empedrado, intuían el trasiego inmediato de un viaje interminable.

El General caminaba lentamente. Sentía un agobio invisible sobre sus espaldas, daba zancadas torpes, la mirada era un brumoso mar de tristeza y por los corredores circulaba el lánguido eco de su obstinada tos sifilítica. El pequeño

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grupo que lo rodeaba, sorprendido de su endeblez, aseguró que estaba caminando un cadáver recién escapado de la tumba. Su rostro escuálido escondido detrás de una bufanda de alpaca era un presagio de la muerte.

Montó el Libertador sobre un alazán de pocos años, protegido por un reducido séquito también acaballado, todos atentos a los desafueros de su enfermedad. Ocurrió lo inesperado. Unos guaches entreabrían los postigos para mirar la aflictiva procesión. Al percibir que era el inmortal General el comandante del pequeño desfile, afilaban sus lenguas de odio para gritarle “Longaniza”, apodo que le endilgaban sus enemigos. Una y otra vez, los zafios en la calle y desde los balcones lastimaban sus oídos con ese remoquete. Con insultos y desprecios le pagaban a Bolívar sus hazañas invictas por la libertad de América. Fue su último viaje. Clausuró sus epopeyas de demiurgo genial en San Pedro Alejandrino en donde finalmente murió.

Parecerá un dislate que haya invocado a don Simón para referirme a Omar Yepes Alzate. Es ésta una premeditada, caprichosa y antojadiza brújula de mi cerebro. Nada qué ver el uno con el otro. Allá aquél con su inabordable inmensidad histórica, aquí nosotros con el retablo querencioso de nuestras nativas importancias.

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Yepes está cumpliendo 50 años de intensa vida pública. Amado y exaltado por unos, denigrado por otros que han transformado su corazón en letrina pestilente. Los enemigos de Bolívar querían verlo convertido en piltrafa humana. Los zopencos adversarios de Yepes no reconocen sus méritos y virtudes y lo convierten en un nazareno con adjetivos de alcantarilla. Igual ocurrió con el Mariscal Alzate a quien latigaban con denuestos sus enanos contradictores, y también con Laureano Gómez, astro mayor del conservatismo colombiano.

Alzate es una matriz de oro en la catedral de la patria. Vuelo multicolor en la palabra, macizo en el contenido, de visión profética, perdurable en sus tesis. Laureano fue tajante y agrio, inabordable, volcánico y aislado como un dios terrestre. Omar Yepes recibió como herencia el armazón ideológico de Bolívar, de Alzate su alucinación intemporal, de Gómez la firmeza rocosa en las ideas. Alzate y Gómez fueron unos retóricos. Yepes es un hacedor. Mientras los primeros eran verbo, Yepes es sustantivo. Alzate exprimía el idioma, Laureano vociferaba como Zeus. Yepes pisa la tierra. Su mundo no está en el parnaso, ni las musas son sus consentidas. Es mesurado, diáfano y concreto; se alimenta de objetividades. Gústenos o no, en los últimos decenios Caldas fue moldeado por el sino talentoso de Yepes. No le perdonan que haya sido decisorio báculo en casi todas las empresas estatales de la región.

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¡Cincuenta años de vida útil! A Bolívar la ingratitud lo coronó de infamias y calumnias; a Laureano Gómez le pulverizan con dinamita sus estatuas; a Omar Yepes lo flagelan y tratan de enlodar su nombre tan cosido a la entraña de esta geografía. Todo, porque ha sido grande, tenaz como evangelizador, irremplazable como jefe.

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Introducción

No es tarea fácil escribir sobre la trayectoria política de Omar Yepes Alzate. La suya, vida entregada por entero al servicio de la comunidad, tiene aristas interesantes, que merecen un análisis objetivo. Lograr una aproximación al hombre y al político es labor que requiere una profunda investigación para comprender los alcances en el tiempo de su fecunda labor legislativa y de su proyección como ser humano que despierta sentimientos encontrados.

En unos, sus fieles seguidores, gratitud y reconocimiento, admiración y respeto. En otros, sus detractores, ojerizas gratuitas, malquerencias no disimuladas, calificativos mordaces. Esa es la vida del hombre público. Estar en la cresta de la ola, recibiendo halagos y vituperios, aplausos y condenas, siempre expuesto a que su nombre sea motivo de controversia. En este sentido, Omar Yepes Alzate ha sabido capotear, como hábil y eficaz torero, todos los embates en su contra.

No se puede negar, en aras de la objetividad, que Yepes es para su ejército de seguidores políticos un bizarro general

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nimbado de charreteras, todas ganadas en el fragor de la lucha partidista.

Lo caracteriza una sólida formación académica. Pero también un sentido práctico de la vida. Porque es un líder formado para resistir estoicamente los gratuitos agravios que lo señalan como el responsable de todo lo malo que pasa en el departamento. Al mismo tiempo es un gallardo contendor que no utiliza los ataques en su contra para denigrar de quienes lo han convertido en víctima de sus vinagrosos discursos. Frente a las ofensas, el jefe conservador responde con altura intelectual.

Convierte su discurso de tono didáctico en cátedra para enseñar la doctrina de su partido, utilizando la palabra como vehículo de reconciliación y no como antorcha incendiaria.

Para quienes seguimos sus orientaciones políticas, Yepes Alzate es un líder impoluto, malquerido por quienes no han podido sacarlo a sombrerazos de la vida pública. 50 años ejerciendo liderazgo, fijando derroteros, contribuyendo al mejoramiento de la calidad de vida de los caldenses, enarbolando las banderas del entendimiento político, entregando su capacidad de trabajo para construir un departamento con oportunidades para todos, le dan autoridad moral para mantenerse vigente. Así lo vemos

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quienes estamos a su lado, acompañándolo en su lucha política, colaborándole para concretar sus sueños. Somos soldados rasos respetuosos del general que desde su juventud se encumbró como acatado dirigente, dejando tendidos en la arena a otros que no alcanzaron permanencia en el tiempo.

De las canteras de este departamento han surgido cerebros selectos, con proyección histórica. Son greda de la pura entraña de la tierra caldense Gilberto Alzate Avendaño, Camilo Mejía Duque, Ramón Marín Vargas, Otto Morales Benítez, Luis Guillermo Giraldo, Víctor Renán Barco, Luis Granada Mejía, Rodrigo Marín Bernal.

Fueron también de la élite directriz hombres formados para la acción y el batallar intelectual como Aquilino Villegas, Alberto Mendoza Hoyos, Ramón Londoño Peláez, Fernando Londoño Londoño, Silvio Villegas, José Restrepo Restrepo, Hernán Jaramillo Ocampo. Todos ellos conductores eximios de sus partidos. Además con una fecunda gestión administrativa y parlamentaria.

A esa pléyade de caldenses que con sus luces contribuyeron a hacer de esta parcela una región de paz, pertenece Omar Yepes Alzate.

Porque él, con su trabajo en el Congreso, con su disposición

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al diálogo, con su conocimiento de los problemas de la región, ha entregado lo mejor de sí para hacer de Caldas un paraíso.

Sin poseer el don de la palabra que caracterizó a Fernando Londoño Londoño, sin el bagaje intelectual que adornó la personalidad de Silvio Villegas, sin el poderío mental de Gilberto Alzate Avendaño, sin el poder económico de José Restrepo, se encumbró, a base de talento, en el panorama político de Caldas con inusitada fuerza electoral.

Ha sido un político práctico. Se ganó el reconocimiento de los caldenses por su preocupación constante por la provincia. No existe pueblo en Caldas que no haya recibido sus beneficios.

Sus adversarios se dedicaron a trabajar para mantener un status artificial en la Capital de la República, rodeándose de los detentadores del poder, alejados de la realidad social de Caldas. Omar Yepes comprendió que su vigencia como líder se conquistaba haciendo presencia constante entre el electorado, acompañando a sus líderes en la exploración de soluciones, brindando amistad a quienes buscaban su cobijo.

Sobre Yepes Alzate se centra este ensayo que sólo busca mostrar de qué ingredientes está hecho este dirigente que

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sepultó con su carisma a los que se creían inamovibles en el departamento. Esta es una aproximación al hombre, al político, al ser humano, al servidor que encontró en la actividad política una manera de proyectarse a la comunidad, servirla, trabajar por su desarrollo, y contribuir a su crecimiento.

Ha sobrevivido a todo tipo de acusaciones, mostrando de qué madera está hecho, sobreponiéndose a los ataques con tranquila conciencia. Sólo admiración despierta en sus seguidores.

Ni los fantasiosos delitos, ni las falsas imputaciones con que intentaron que la Corte Suprema de Justicia lo sepultara en las mazmorras, ni las artimañas desplegadas ante el Consejo de Estado para que le quitara su investidura como senador, ni los informes periodísticos que han buscado mancillar su brillante trayectoria, pudieron derribar esa estatua viviente en que se ha convertido Omar Yepes Alzate por sus ejecutorias en bien de la sociedad caldense.

Algunas veces estuvimos lejos de sus empeños políticos. Jamás de su amistad. Reconocer la grandeza ajena, es una obligación ética. Eso es lo que trataremos de hacer con este trabajo. Sobre todo para dejarles a las nuevas generaciones un testimonio claro de quién fue este hombre que le arrebató a una clase privilegiada el poder político en el

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departamento. Y que, como pocos, ha sabido mantenerse en el sitio que la historia empieza a reconocerle como dirigente siempre comprometido con su pueblo.

Aproximarnos a la personalidad de Omar Yepes Alzate es buscar en los meandros de la historia regional el significado de su permanencia política. Con una reflexión adicional. Ni Alzate, ni Londoño, ni nadie, ha concentrado tanto poder como Yepes. Los que quisimos ser sus émulos quedamos tendidos en el campo. Alguna vez José Restrepo le preguntaba a Augusto León Restrepo, entonces Director de LA PATRIA: “¿qué tiene ese muchacho Yepes, de Génova -su amigo- que se apoderó del Partido y acabó con nosotros?” Este es un pesaroso reconocimiento hacia el jefe natural del conservatismo caldense.

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El líder políticonace en una finca

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A un lado de la carretera que lleva de Armenia a Pijao, (Quindío) pocos kilómetros antes del área urbana de este municipio, existe todavía una casona pintada de rojo lujurioso que rinde tributo a la arquitectura antioqueña. Fue construida hace más de 90 años.

De un solo piso, corredores enchambranados, luce colores alegres, como toda estancia campesina. La circunda una ladera de verdes caturrales, levantados a pleno sol. También una platanera. La vereda lleva el nombre de “La Mina”. Está formada por pequeñas parcelas que se ven como remiendos irregulares, con casas sin ostentación. Abajo con guamales que delatan el cultivo tradicional del café arábigo, y arriba, sin sombra, en ondulado rasero de color glauco, millares de cafetos Variedad Colombia. La región está poblada de campesinos de tez blanca, de manos duras y rostros macerados por el sol. Hombres que con azadón abren surcos para arrancarle a la tierra la fecunda respuesta de las cosechas.

La finca, una de las más grandes de la región, era propiedad de don Floro Yepes y doña Elvia Alzate, una pareja de campesinos, nacido él en Granada, Antioquia y ella en Calarcá, (Quindío). Como buenos paisas, formaron un hogar ejemplar. Católicos, mantenían en la baranda de la cama una camándula para, en las noches, rezar el Santo Rosario.

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Tuvieron en total trece párvulos traviesos, entre hombres y mujeres, todos imaginativos, rebeldes contra el agro que hundía el horizonte de sus ambiciones. Soñaban con irse algún día a vivir en la ciudad. Todo porque sentían que el campo los limitaba en sus deseos de forjarse un futuro distinto.

Querían hacerse profesionales, aportar ideas para construir sociedad, asumir posiciones de responsabilidad. Sin embargo, para que no pensaran en alejarse de la tierra, don Floro, que era un enamorado de sus pegujales, minifundió la finca. A cada uno de sus hijos le entregó una parcela de pocas hectáreas para su cultivo. Quería que le tomaran afecto a la campiña.

La infancia del pequeño Omar, allá en la finca La Mina, fue la misma a la de todos los niños campesinos que nunca sueñan con el poder. Entreveraba el estudio en la escuela de la vereda con el rudo trabajo en la sementera adjudicada.

Se levantaba temprano para ayudar a su padre en las labores agrícolas. Como era el mayor de los hermanos, le tocaba rajar la leña para el fogón. Tenía bajo su responsabilidad, además, el gariteo para los trabajadores. En una guadua colocaba la olla con los alimentos, y se iba silbando por el camino rumbo al corte. Cuando llegaba,

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sudoroso, el rostro encendido por el sol, los hombres colocaban en el suelo los canastos donde recogían el café y, cansados, se sentaban a devorar el apetecido condumio. Omar madrugaba con la peonada, los capitaneaba dando ejemplo de ser el mejor azadonero, o el más ágil recolector del grano. Se le volvieron hoscas y ásperas las manos y, por el trasiego, cuarteados los pies. Su léxico se enriqueció con palabras groseras y aprendió a lanzar interjecciones de arriería.

Ese noviciado le sirvió para pensar que su destino no era el ser calificado como labriego meritorio, el más rico de la vereda, sino en dimensionar que su porvenir tenía que construirse con educación exigente. Con la complicidad de su madre, le pidió a su padre que le permitiera formarse como profesional.

Yepes, de estatura mediana, se convirtió en líder político gracias a su carisma y voluntad de servicio. Vivió una infancia diferente a la de aquellos líderes políticos que por haber nacido en la ciudad tienen un puesto asegurado en la sociedad. Le tocó, como hijo de campesino, encerrar terneros, subirse a los árboles para coger guamas, entretenerse disparando piedras con una cauchera, montarse en un caballo para recorrer los caminos. Se acostumbró entonces al olor de la boñiga fresca de las pesebreras, al color verde encendido de los cafetales, a ese

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aroma de los jazmines sembrados en el patio. También aprendió a ordeñar vacas, a cargar mulas, a cuidar la piara.

Aunque tenía grandes sueños para realizar, no pensaba en que su futuro estuviera en la actividad política. Se veía manejando una hacienda y no echando discursos en la plaza pública.

Dice un importante ensayista político que el hombre nace para cumplir una misión en la sociedad. Y agrega que para éste están reservados los espacios donde puede realizar su proyecto de vida. Inclusive explica que no importa dónde se nace cuando se tiene la vocación para ser alguien, para proyectarse en la comunidad como un líder. En el caso concreto de Omar Yepes, nació para convertirse en jefe, liberándose del montón. Esa experiencia en potreros y cafetales, lo enriqueció como ser humano, lo proyectó más a la comunidad, le hizo granjearse el cariño de los aldeanos. Aunque en sus tiempos de estudiante, allá en la escuela de la vereda, no demostró inclinaciones por el servicio a sus congéneres, algo en el fondo de su alma le indicaba que el camino a seguir era el apostolado social.

Fue por esta razón que Don Floro, su padre, accedió a sus deseos de irse a estudiar a Manizales. Esta ciudad ejercía entonces sobre la juventud de la provincia un extraño atractivo. Y Omar quería formarse en un ambiente

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universitario, donde se hablara de cultura. Esas primeras clases que recibió en la escuela veredal le sirvieron para fortalecer su deseo de superación. No quería ser un hombre rústico, apegado a la tierra, cosida el alma a los paisajes cafeteros. Su deseo era irse a la capital en busca de confines lejanos. Le llamaba la atención la vida en la ciudad y, sobre todo, la posibilidad de forjarse un futuro.

Sabía que ahí, en Génova, el pueblo a donde don Floro llevó la familia, no encontraba el espacio para dar forma a lo que quería hacer en la vida.

En ese tiempo en que Omar Yepes Alzate recorría con paso juvenil los caminos fangosos de la vereda para hacer los mandados que le ordenaba doña Elvia, nunca se le atravesó por la mente que con los años se convertiría en un líder político. Sus sueños estaban en otro destino. “Quería ser ciclista”, anota con nostalgia cuando recuerda esas épocas en que se pegaba un radio transistor al oído para informarse de cómo avanzaba la Vuelta a Colombia.

El papá, complaciente, pensaba que iba a tener un hijo campeón. Le compró una bicicleta. Ahí empezó su pasión por el deporte de las bielas. Alcanzó a participar en varias competencias ciclísticas que se organizaron en Génova. Sus amigos le veían futuro en la práctica de este deporte. Sobre todo porque cuando participó en la clásica Génova -

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Calarcá demostró inagotable resistencia, aunque se quedó rezagado por atender los consejos de su primo Miguel Yepes Arcila que viajaba en un carro como acompañante. Llegó de cuarto a la meta.

El traslado para Génova lo organizó don Floro después del 9 de abril de 1948, debido a la violencia desatada como consecuencia del asesinato en Bogotá del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán. La familia se vio obligada a emigrar de la finca. La carretera que conducía al municipio cafetero terminaba en un sitio conocido como La Granja, a cinco kilómetros del casco urbano.

Omar recuerda que para llegar hasta Génova acomodaron los bártulos en varias mulas. Los vecinos de la casa que el papá había comprado en el marco de la plaza les ayudaron a descargar los enseres. Omar sintió que un aire nuevo penetraba a sus pulmones. Lo primero que preguntó cuando terminaron de descargar los corotos fue en dónde quedaba la escuela. Se hizo más latente su deseo de estudiar.

Don Floro se convirtió con los años en acatado dirigente conservador. Cuando al pueblo llegaba Luis Granada Mejía, líder en la región, lo buscaba para que le colaborara en su apostolado político. Esa cercanía con quien manejaba las huestes azules comenzó a despertar en el joven su

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pasión por la política. Don Floro era un hombre prestante, acomodado económicamente, que tenía ascendencia en la comunidad. Aglutinó a su alrededor a quienes defendían en el pueblo los ideales conservadores. Por esta razón, los liberales de Génova no lo miraban con buenos ojos.

Como la violencia se entronizó en el país después del asesinato de Gaitán, don Floro empezó a sentir las amenazas contra su vida. Se expresaban en panfletos amenazantes, en discursos incendiarios, en actitudes hostiles. Para salvarse, decidió establecerse con su familia en Manizales. Compró una casa en el sector de Versalles, en la calle 50 con carrera 27, frente al palacete que habitaba Gilberto Alzate Avendaño, y allí se fundó. Omar ya estaba estudiando en la ciudad.

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Manizales le abreescenarios de vida

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Yepes Alzate llegó a Manizales portando una vieja maleta de cuero que su mamá le entregó cuando lo despidió en la puerta de la casa. En un viaje de cinco horas, por una carretera destapada, acomodado primero en un campero cochambroso que salió de Génova, y luego en un automóvil que partió de la plaza de mercado de Armenia, arribó a la capital. Se le cumplía, así, ese sueño que tenía de estudiar en Manizales. Sus padres, que siempre querían lo mejor para su hijo, lo despidieron haciéndole la señal de la cruz en el pecho, y recomendándole al chofer que lo dejara en la puerta del Colegio Nuestra Señora. Hasta que el vehículo no salió de Armenia, sus padres no regresaron a Génova. Aprovecharon esos minutos para darle consejos. Le recomendó, como buen cristiano, que rezara el rosario todos los días.

Fue doña Elvia la que convenció a don Floro para que matriculara al hijo como interno en el Colegio Nuestra Señora, un plantel educativo propiedad de la Arquidiócesis de Manizales, caracterizado por la enseñanza sobre principios religiosos.

El papá quería abrir en Génova una tienda de abarrotes para que Omar la manejara. Quería hacer del hijo un gran comerciante. Pero los sueños del muchacho estaban dirigidos a hacerse profesional.

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El ingreso al plantel educativo le abriría nuevos horizontes. Sobre todo porque se encontró con un grupo de estudiantes deseosos de continuar una carrera profesional.

Era a la sazón rector del Colegio Nuestra Señora de Manizales el padre Rubén Mejía Ángel, y vicerrector Augusto Trujillo Arango, quien años después sería consagrado obispo de la iglesia católica. En este ambiente transcurrieron los años de bachillerato de quien tiempo después se convertiría en jefe del Partido Conservador. Cursaban sus estudios en este mismo plantel algunos jóvenes llegados de la provincia que posteriormente hicieron presencia en el panorama político. Uno de ellos, Rodrigo Marín Bernal, con los años se convertiría en su contrincante. En memorables jornadas, los dos terminaron acaudillando las fracciones del Partido Conservador. Mientras Omar Yepes sumaba sus votos a la vertiente que seguía las orientaciones de Mariano Ospina Pérez, Rodrigo Marín trabajaba para fortalecer en el departamento las ideas de la Casa Laureanista, que tenía en Álvaro Gómez Hurtado a su líder natural.

Marín llegó al Colegio procedente del seminario, donde sobresalió por su humildad y el piadoso manejo de la camándula. También cursaban su bachillerato en este plantel Mario Calderón Rivera y Cesar Hincapié Silva. El primero, tuvo figuración cuando Belisario Betancur

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lo nombró Presidente del Banco Central Hipotecario. El segundo se convirtió en un reconocido abogado, doblado de escritor.

Una vez terminado el bachillerato, el joven que había llegado de Génova con la alforja llena de sueños decidió ingresar a la universidad para iniciar una carrera profesional. Era uno de sus más caros anhelos. Sabía que si quería surgir, debía prepararse académicamente. Se enrumbó, entonces, hacia la Universidad de Antioquía, para estudiar economía.

El cupo en ese plantel se lo consiguió el General Gustavo Sierra Ochoa, que era el Gobernador de Caldas. El militar, logró un cupo para el hijo de don Floro, su amigo. Allí sólo estuvo tres meses. La nostalgia de Manizales, el recuerdo de sus compañeros del colegio, la belleza de las mujeres que veía caminar por la carrera 23, motivaron el regreso.

No estaba dispuesto a quedarse en tierra antioqueña. Le llamaba más la atención el ambiente de la capital de Caldas, una ciudad tranquila, sin el tráfago de Medellín.

Corría el año 1958

El país estaba signado por la violencia partidista. El enfrentamiento entre liberales y conservadores había

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semillado de cruces toda la geografía de Colombia. Hombres como Desquite, Sangrenegra, Tirofijo y Efraín González sembraban el terror en diferentes puntos de la patria. Esa violencia desatada entre los seguidores de los partidos políticos hacía ver riesgosa la actividad proselitista. Además, Yepes sabía que el viaje de la familia a Manizales, fue motivado por las amenazas que su padre recibió en el Quindío.

En consecuencia, miraba la política con recelo. Se mantenía informado de lo que sucedía en Caldas donde el enfrentamiento político fue muy intenso. Después de llegar de Medellín, ingresó a la Universidad para estudiar derecho. Inicialmente, no lo hizo con el propósito de incorporarse a la actividad política. Creía que su futuro estaba en el litigio. Su deseo era abrir una oficina para atender a los ciudadanos que requirieran sus servicios profesionales.

El ambiente universitario que por esa época se vivía fue factor determinante para estudiar en la Universidad de Caldas. Además porque al regresar se enteró de que la mayoría de sus compañeros en el bachillerato habían optado por ingresar a este centro docente. Así que, una vez matriculado, se reencontró con quienes habían sido sus compinches estudiantiles.

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Era decano de la Facultad de Derecho Adolfo Vélez Echeverri. Omar Yepes y sus condiscípulos comandaron, meses después de su ingreso al claustro universitario, una huelga estudiantil en su contra. Puso en militancia la política de los brazos caídos, con los alumnos sentados en las gradas del edificio, dándole vigencia a la tesis alzatista sobre la importancia, en una revuelta, de la inerme parálisis laboral.

Esta etapa, definitiva en su formación profesional, la recuerda Yepes con especial cariño. Sobre todo porque fue en las aulas de la universidad donde conoció a sus mejores amigos, personas que lo apoyaron cuando decidió ingresar a la actividad política.

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Su ingreso a laactividad política

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No estaba en los presupuestos de Omar Yepes, una vez obtenido su título de abogado, ingresar a la actividad partidista. Miraba esta profesión con recelo. Sobre todo porque tenía conocimiento de las dificultades que había vivido su padre como consecuencia de su liderazgo en Génova y Pijao, hoy municipios del Quindío.

El primer puesto que obtuvo después de terminar materias fue como Juez Segundo Civil Municipal de Manizales. Llegó al cargo por recomendación de Luis Granada Mejía, quien interpuso sus buenos oficios con el magistrado Clímaco Sepúlveda para que le diera la oportunidad de realizar la judicatura. Se desempeñó bien. Tanto que esta experiencia como funcionario de la rama judicial le sirvió para que posteriormente lo designaran Asesor Jurídico del Banco de Caldas.

En los primeros años de ejercicio como abogado, ni siquiera la cercanía de Don Floro con Gilberto Alzate lo convencía para dedicarse a la política. No obstante haber tenido la oportunidad de conocer al caudillo conservador, (se lo presentó su papá un domingo después de salir de misa en la iglesia de Los Claretianos) no le entusiasmaba verse echando discursos desde una tribuna, o asegurándole a la gente que buscaría con apremio la solución de sus problemas.

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Como don Floro siempre se paraba en el atrio a conversar con Alzate, el hijo lo miraba, sorprendido. Sabía que era un hombre importante. Pero no le atraía la acción que desarrollaba. Se asombraba, eso sí, con la calva de su cabeza. Sabía, inclusive, que era un asombroso animal político. Cuando don Floro le presentó al caudillo, éste le preguntó, clavándole los ojos: “¿Estudias?”, Omar contestó: “Sí, Derecho”.

La pasión por la política solo vino a despertarse en su alma una tarde en una gira electoral por el municipio de Aguadas.

Luis Granada Mejía lo invitó para que lo acompañara en la correría. Omar aceptó con desgano. No estaba convencido de que ese sería el espacio en que desarrollaría su proyecto de vida.

Después del asesinato de don Floro, ocurrido el 27 de junio de 1961, Omar, por ser el hijo mayor tuvo que ponerse al frente de la familia. Contrató a Granada Mejía para que se constituyera en parte civil en la investigación penal y, además, siguiera la sucesión. Empezó entonces a frecuentar su oficina.

Yepes, al darse cuenta que Granada tenía algunas resistencias políticas en Manizales, convenció a varios

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amigos para que lo apoyaran electoralmente. El dirigente le tomó tanto aprecio que empezó a invitarlo a sus giras. Fue en una de esas visitas a los pueblos cuando lo lanzaron a empellones, contra su voluntad, al balcón de las arengas. La voz se le apagó, los pies se debilitaron, los brazos quedaron petrificados, el pánico se apoderó de su cerebro. Fue un desastre la pérdida de su virginidad retórica en las tribunas de Aguadas.

“Ese día hice el oso de mi vida”, confiesa este dirigente que, sin ser un tribuno sensacional, ahora maneja un discurso convincente debido en parte al tono pedagógico de su voz serena y pausada.

Esa primera prueba de fuego fue definitiva para Yepes. ¡Su destino estaba en la política! Viviendo en Manizales con su familia, don Floro atendía la finca cafetera de Génova. Iba y venía todos los fines de semana, y daba parte al jefe Gilberto Alzate Avendaño de cómo marchaba el conservatismo en el Quindío.

Eran sus amigos en Armenia Luis Granada Mejía, Ernesto Ceballos Ramírez, Evelio Henao Gallego, José María Patiño Sanz, bizarros conductores que en aquel azaroso medio de violencia, mantenían la mística del partido.

Floro Yepes fue líder de singular relieve. Entendía su

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misión como una militancia sagrada al servicio de unos principios imperecederos. En los municipios en donde vivió, era la voz mayor, el que convocaba las huestes azules, el que definía el sendero del conservatismo. Le tocó vivir la peor época de la violencia. Entre Río Verde, de Pijao, hasta el casco urbano de esta población, el viajero encontraba en cada curva cruces recordatorias de delitos inenarrables. Eran testimonio vivo de una época de triste recordación.

Desde Barragán, pequeño caserío cercano a Caicedonia, hasta la población de Génova, había que ir en bestia porque no existía carretera en ese tiempo. Eran caminos cargados de sorpresas, con asaltos continuos, con la vida humana desvalorizada ante las acometidas inesperadas de los enemigos de la paz. Ese clima lo vivió el padre de Omar.

Finalmente, cayó como una víctima más de las ciegas pasiones. Esos dolorosos antecedentes fueron germen para que descubierta su vocación política. Desaparecido su padre, le tocó asumir la responsabilidad de conductor mayor de su familia. Alternaba la administración de la hacienda cafetera con sus primeras audacias como abogado. Pero, además, después de vincularse con Luis Granada Mejía, que veía en el joven profesional un líder en potencia, asumió en serio la vocación que hasta ese momento dormía en su alma.

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El discurso en Aguadas le abrió las puertas para continuar acompañando a Granada Mejía en sus correrías. Aunque no le fue bien en esas primeras salidas públicas, Granada lo alentó haciéndole hincapié en su despejado futuro.

En conclusión, se autoconvenció de lo mucho que podría aportar a la causa de las derechas. Presto, organizó el Comando Departamental de Juventudes. Conservadoras.

Para lograrlo, convocó a sus amigos Luis José Restrepo, Emilio Echeverri Mejía, Hernando Yepes Arcila, Bernardo Cano García, Augusto Gómez Botero, Baltasar Ochoa Restrepo, Augusto León Restrepo, entre otros. Con ellos se dedicó a recorrer el departamento en denodada acción proselitista, clavando en pueblos y veredas la bandera azul, despertando la mística entre los campesinos, pregonando en la plaza pública las bondades de la doctrina de Caro y Ospina, convenciendo a los jóvenes que era necesario asumir una actitud dinámica si querían ser accionistas en las grandes empresas transformadoras del país. El mensaje caló en el pueblo que ya lo señalaba como su líder.

Diez años después de salir graduado de abogado de la Universidad de Caldas, Omar Yepes toma la determinación de enfrentarse en las urnas a quienes hasta ese momento eran las momias sagradas de la política conservadora en el departamento.

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Corría el año 1972 El joven Yepes, en un gesto de intrepidez, inscribe su nombre como aspirante al Concejo de Manizales. Sale electo. Saca 3.600 votos contra 6.200 de Fernando Londoño. Este último era a la sazón un político con trayectoria, el ombligo social de la capital de Caldas. Había sido ministro y gozaba de prestigio como magnífico orador. Era un presidenciable.

En estos diez años que transcurren entre la obtención del título de abogado y su llegada a la Cámara de Representantes, Yepes ya ha ocupado un escaño como diputado a la Asamblea de Caldas.

Una vez cumplido el requisito para graduarse, Luis Granada Mejía, que veía en él un líder con carisma, lo hizo elegir diputado. Fue en la época de la desmembración de Caldas. Los debates en la duma fueron escalofriantes. Una parte de los legisladores comarcanos propiciaban la creación de Risaralda y el Quindío como entidades autónomas y la otra se atrincheraba en la unidad del departamento. Pese a la oposición, el Congreso dio luz verde a las aspiraciones de las provincias de Caldas que se querían independizar. Y nacieron los departamentos de Quindío y Risaralda. El primero tomó vida administrativa el 7 de enero de 1966, y el segundo el 1 de febrero de 1967.

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El vuelo autónomo de Omar Yepes como dirigente político empezó después de que fue diputado. Si hasta ese momento fue un hábil copiloto en la nave que capitaneaba Luis Granada Mejía, a partir de la diputación empezó a mostrar su dura condición de conductor.

Su jefe le asigna responsabilidades que el joven abogado cumple de forma acertada. En la presidencia del Movimiento Nacional de Juventudes Conservadoras se encuentra un entusiasta poeta nortesantandereano que después ocuparía la gobernación de su departamento: Eduardo Cote Lamus. Por su consistente trabajo político, Omar Yepes entra a ser parte de esa dirección. Muestra su accionar partidista con hechos concretos. Se granjea, así, el aprecio de dirigentes con renombre nacional que ven en él un líder con vocación de servicio. Cobra figuración regional, y su nombre logra reconocimiento en el departamento.

El 4 de marzo de 1966 es nombrado como gobernador de Caldas el brigadier general Armando Vanegas Maldonado, cuñado de Misael Pastrana Borrero, quien sería cuatro años más tarde Presidente de la República.

Al designar a su equipo de colaboradores, incluye como Secretario de Educación a Omar Yepes Alzate. Este nombramiento le proporciona proyección en todas provincias.

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Cuando se retira del cargo, es llamado a trabajar en la campaña que llevó a la presidencia a Misael Pastrana. Su equipo de trabajo en el departamento lo organizó con hombres de su entera confianza. Ahí estaban, apoyándolo, Humberto Arango Escobar, Guillermo Botero Gómez, Luis Ocampo Londoño, Luis Enrique Giraldo Neira, Mario Villegas Pérez, Rubelio Valencia Ortiz, entre otros. Estos líderes, aguerridos políticamente, se incorporaron con fervor a esa campaña presidencial.

Yepes Alzate dio muestras, desde un principio, de su talante como jefe. En 1968, contando con un buen caudal electoral, y pudiéndose hacer elegir para el parlamento, entregó la cabeza de la Cámara a Rodrigo Marín Bernal. Para el Concejo de Manizales presenta el nombre de Mario Calderón Rivera, y se resigna, en un acto de inaudito desprendimiento, a ser el primer suplente a esta corporación. La historia la repitió en 1970. En las elecciones de ese año propone como cabezas de listas de Senado y Cámara, a Guillermo Isaza Mejía y al mismo Marín.

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La consolidaciónde un líder

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Un líder político se hace a base de constancia. No es abandonando el barco cuando una tormenta acecha como se logra la permanencia de un dirigente.

Los émulos de Omar jamás creímos que este intrépido capitán podría acabar con las viejas jerarquías conservadoras, dejando liquidados a quienes pretendieron disputarle su ascendencia en las masas del conservatismo.

Omar Yepes comandó, con bríos, la renovación del Partido Conservador en Caldas. Durante cincuenta años ha sido el Jefe del Partido. Alcanzó esa jefatura por su trabajo disciplinado, por su voluntad de servicio, por su compromiso con el electorado.

Los que hemos hecho política en el departamento en estos cinco decenios, hemos estado con él, o en contra suya. A todos nos ganó en franca lid. Con una excelsa condición: nunca salen de sus labios ácidas palabras para descalificar a sus contrincantes. Es un ejemplo de decencia política. No cierra las puertas. Despide con hidalguía a los que se quieren ir, o los recibe cordialmente cuando regresan arrepentidos o llegan por primera vez.

Es un hombre laborioso, insistente, servicial, generoso, amplio y abierto en la amistad. Desde el comienzo de su

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vida pública tuvo persistencia para fabricar amistades con los jefes de los municipios. Mantuvo contacto, casi diario, con ellos. Mientras los otros líderes hacían visitas a los pueblos sólo en tiempo de elecciones, Omar regresaba -y aún regresa- sin motivo alguno, únicamente para entrar en diálogo con sus gamonales, interesándose en sus necesidades, colocando su capacidad de gestión al servicio de la comunidad.

Puede decirse que no existe aldea de Caldas, por ínfima que sea, que no recibiera su visita. Algo más: por todas las cañadas del departamento, por sus filos y laderas hay puentes, electrificación, escuelas, carreteras, puesto de salud, alcantarillados, colegios, todo conseguido por la laboriosidad, sin descanso, de este legislador. Se ganó, no gratuitamente, el cariño del pueblo.

Cuando se habla de la proyección política que en Caldas alcanzó Omar Yepes Alzate hay que hacer mención, necesariamente, a su preocupación por la provincia. Su éxito es el fruto de sus jornadas por todos los rincones del departamento. En su carrera política Yepes ha recorrido todos los rincones de Caldas.

En helicópteros, carros, mulas, a pie, ha peregrinado por los pueblos para saludar a sus electores. Lo hacía sin ningún temor. Ahora las cosas se han complicado. Para

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desplazarse se debe montar un dispositivo que garantice su seguridad.

Caldas ha tenido parlamentarios más vistosos que Yepes. De pronto mejores oradores. Tal vez de mayor postín para relumbrar. Con cámaras de televisión a su servicio. Con periodistas fletados. En el caso de Omar Yepes sucede lo contrario. No ha vivido para la publicidad. Al contrario, la rehúye.

Mientras otros se embriagan con discursos, o regodean su ego en letras de molde, o fabrican rimas y cuidan esteros fecundos, Yepes realiza. Los otros pueden ser unos duendes para la palabra. Yepes es una hormiga laboriosa con cimientos inamovibles, yuxtaponiendo roca sobre roca, dándole firmeza a su edificio político.

En política el camino hacia el éxito está sembrado de sorpresivos tropezones. Eso lo sabe muy bien Yepes Alzate. Porque fueron muchas las zancadillas que en sus comienzos en esta actividad le colocaron sus contendores. Recordemos cómo en el año 1972, cuando aspiró al Concejo de Manizales, sus rivales trataron de impedir su ascenso utilizando un arma innoble: decir que era un quindiano desconocido. Estaban en campaña hombres como Fernando Londoño Londoño y José Restrepo Restrepo. Propaganda Sancho, que estaba al mando de

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Arturo Arango Uribe, su creador, se encargó de sacar una publicidad donde se hablaba de la trayectoria de quienes aspiraban a una curul en el concejo. Entre otros, encabezaban listas Alfonso López Michelsen y María Eugenia Rojas. En esos años era permitido que figuras de renombre nacional encabezaran listas a concejos en todo el país, como un imán para atraer votantes, asi no asistieras nunca a las sesiones en las localidades donde salían elegidos.

Esa propaganda no le quitó las ganas de seguir haciendo política, como no se la han eliminado tampoco todas las campañas que se han orquestado en su contra.

Omar Yepes llegó a la cúspide en la política caldense por su sencillez para tratar al elector, por su fidelidad hacia los amigos, por su desprendimiento y el trato amable que le brinda a la gente.

Es un político que se unta de pueblo. Verlo recorrer las calles de los municipios, extendiéndole la mano a todos los campesinos que se arriman a saludarlo, abrazando a las damas que le manifiestan su respaldo, hablándole a los jóvenes que escuchan absortos su palabra, es sentir que tiene arraigada cercanía con el elector.

Yepes entendió desde sus primeras correrías que si

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quería permanecer en la escena política debía ser amable con la gente, conocer sus problemas, ayudarle en sus necesidades. Eso es lo que ha hecho durante todos estos cinco decenios. Entregarse sin horarios al servicio de la comunidad para apersonarse de sus falencias.

Los analistas de la política en Caldas han abordado el fenómeno Yepes para encontrar respuestas al por qué de un hombre que se encumbra para mantenerse durante medio siglo en la escena, sin que sus rivales puedan destronarlo.

Para muchos, es inconcebible que surgiera con más poder que Alzate, Londoño, Silvio Villegas, José Restrepo y Hernán Jaramillo Ocampo.

Durante 50 años Yepes Alzate ha sido la conciencia administrativa, el inspirador del buen gobierno, el orientador de los funcionarios para que cumplan una labor social desde sus cargos. Sin envanecimientos.

El Poder no le hizo perder el equilibrio. Es sobrio, recto, sencillo, casi elemental en el trato social. Alzate era imperativo, Londoño elitista, Silvio guerrero, Restrepo ejecutor de realidades. Yepes eliminó defectos. De corazón bondadoso, cercano al pueblo, pacifista en sus mensajes, realizador de propósitos. En el campo concreto de las obras, a todos superó.

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En las ejecutorias estaba el camino para perpetuarse en el poder. No era hablando con retruécanos como lo iban a acompañar miles de caldenses. Era mostrando obras como su nombre se iba a incrustar en el corazón de las comunidades.

En el Concejo de Manizales, en la Asamblea de Caldas, en la Cámara de Representantes y en el Senado de la República su presencia ha sido decisiva para impulsar proyectos de desarrollo. En síntesis, su gestión se ha sentido en todos los rincones del departamento. Se comprueba así la presencia de nuestro jefe en los más lejanos rincones de Caldas.

Durante 50 años de accionar político, Omar Yepes Alzate le ha dado oportunidad a cientos de ciudadanos para que ejerzan cargos de responsabilidad, poniéndoles como condición que deben mirar hacia las clases menos favorecidas por la fortuna para que con su trabajo en las entidades del Estado aporten al mejoramiento de la calidad de vida.

Comprometidos con esa visión que el jefe tiene de la actividad política, quienes lo han representado en las posiciones administrativas han sabido interpretar su cristiano compromiso como rector social. Ha abierto las puertas sin tener en cuenta si sus recomendados vienen

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de cuna de plata o son hijos de humildes campesinos que abandonaron la parcela para buscar un mejor futuro. Esa ha sido su preocupación. Igualdad de oportunidades para todos. Ha llevado a las altas posiciones del Estado a meritorios hijos de Caldas que se han realizado con base en el esfuerzo personal y en el deseo de alcanzar la superación, venciendo escollos y adversidades.

La consolidación del liderazgo de Omar Yepes en la vida política es el premio que el pueblo le ha dado por su entrega sin horarios para hacer de este territorio un espacio para la convivencia.

Nadie puede señalarlo como un hombre sectario. Nuestro jefe ha dialogado con otras corrientes partidistas para buscar el entendimiento político, siempre en aras de que en Caldas reine la convivencia y el respeto hacia las ideas ajenas. Un líder que no esté abierto a la controversia cordial, que no se preste para la pacífica confrontación de las ideas, no alcanza trascendencia en el tiempo. Yepes se proyectó durante tantos años porque supo imprimirle a su discurso un tono moderado.

Jamás tiene actitudes de hombre soberbio. Maneja una encantadora sonrisa. De sus labios siempre salen palabras amables.

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Es generoso y abierto. Fraterno y amigo. Su hondo arraigo es una cuestión de química. Suscita solidaridad con su destino. Villegas, Londoño y Alzate serán inolvidables por el uso de figurines literarios, por su hermoso lirismo embalsamado. Yepes llegó al corazón del pueblo por su labor como congresista.

Se hizo grande porque supo llevar luz a todas las covachas de Caldas, por las escuelas que hizo construir, por las carreteras que penetraron a todas las geografías de esta comarca, por los puentes sobre los ríos, en fin, porque en todas las veredas sembró su nombre con benéficas realizaciones.

En el sensible olfato está el secreto de su permanencia en la vida pública de Caldas. Otros se impusieron por la agudeza mental, o por la fuerza catapultadora de la palabra. Pero quién creyera. Se triunfa más con el talento que con la inteligencia.

No es hipérbole afirmar que Yepes es el político que acumuló el más sorprendente poder electoral en todo el siglo pasado en este departamento.

Ni Aquilino Villegas con su destello intelectual, ni Londoño con su lirismo desenfrenado, ni Alzate que era un semidiós, ni Silvio Villegas que estremeció con su palabra

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encendida los cimientos del capitolio, concentraron un dominio tan absoluto sobre el conservatismo.

Mientras ellos exprimían el idioma para escribir sobre el incendio de la catedral en pavesas, o pulían sus prosas para coronar una reina estudiantil, o se acuartelaban para vagabundear literariamente sobre la “letanía de las campanas”, Yepes Alzate, a horcajadas sobre una mula leonada, bajo la techumbre de una naturaleza silvestre, misionaba por tugurios campesinos, visitaba en los pueblos los barrios de la miseria, sembraba esperanzas y conquistaba lealtades.

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El discurso deOmar Yepes Alzate

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Muchas veces hemos estado al lado de Omar Yepes en las tribunas de los pueblos donde su nombre es vitoreado con agradecimiento por cientos de ciudadanos que escuchan su evangelio. Hemos pronunciado, a su lado, malos discursos y, de pronto, algunos apenas regulares, sin llegar a la excelencia. Herederos intelectualmente de Alzate Avendaño, el más grande caudillo que ha dado el conservatismo, tratamos de espigar las palabras, hacer sinfonías retóricas, darle aliento poético a las intervenciones. Ese martirio no lo sufre Omar. Cuando habla en público, no padece el agobio de la belleza, ni lo encadenan los períodos con eco sonoro. La suya es una exposición conceptual; golpea con ideas macizas y señalamientos precisos.

Por eso, después de esos areópagos, él reafirma su condición de jefe, y nosotros nos quedamos con las florituras que poco trascienden. No es pequeña la diferencia. Como Castelar, engolamos la voz para darle estética a la palabra, llenamos el discurso de metáforas, le imprimimos fuerza a los periodos para redondear con música las frases. Somos apenas locuaces.

Antes de entrar a hablar sobre el discurso de Yepes, conviene hacer algunas comparaciones con otros hombres públicos que en Caldas han encantado auditorios con el brillo de sus intervenciones. Personalmente, como orador,

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pongo atención en el cómo maneja la palabra, en el vaivén de las manos, en la expresión del rostro, en la fuerza que se imprime en determinados períodos al discurso.

Son muchas las páginas que hemos escrito para analizar la forma como nuestros hombres públicos hacen malabarismos con el lenguaje cuando están ante un público que los aplaude.

Fernando Londoño Londoño era melódico. Iniciaba sus intervenciones con tono asordinado, y lograba calentamientos emocionales a través de alegorías hipnotizantes. De elegante atuendo, exquisito y pulido, era un duende para estremecer con una retórica perfecta. Silvio Villegas era otra cosa. Mas temperamental, hacía alarde de sus conocimientos sobre historia universal cuando desgranaba sobre los auditorios su voz de tonalidades fuertes. Su inmensa cultura, adquirida a través de la lectura constante de los clásicos, le permitía explayarse sobre temas que manejaba con propiedad. Suyas son muchas de las frases efectistas que hicieron carrera en la actividad política de los años 50.

José Restrepo Restrepo, comunicaba sabiduría cuando se asomaba en los balcones. Oteando lejanías, difundía su mensaje pleno de doctrina conservadora. No actuaba como una vedette. Suyo era el mensaje conciliador,

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pletórico de ritmo, adobado de citas cristianas. Tenía un tono de voz calmado, sin engolamientos al hablar. Fue un conductor práctico, de dialéctica severa, infatigable cuando le tocaba administrar responsabilidades.

¿Qué se esconde detrás del ropaje de las palabras? ¿En qué se sustenta la llama que produce incendios metafísicos, qué espacio tiene su fuerza ígnea, cómo son los rescoldos en donde yacen tantos cadáveres de letras?

El que habla y el que escribe sienten un alto voltaje de fuego que no calcina, un hervor en ebullición, un aguijón que sangra la piel y pone en calistenia las energías del espíritu. Los labios o las manos son instrumentos de esa fuerza inmaterial que desde muy adentro nos subyuga y pone a su servicio los talentos que Dios nos regaló. El orador es un exhibicionista. Ama el estrépito, gusta de las letras de molde, se engolosina con las aclamaciones. Para él, los aplausos coronan las exigencias de su ego enfermizo. Escribir y hablar se convierten en necesidades fisiológicas. El que nació para la tribuna se transforma ante las multitudes, con deleite se incrusta en el fragor de la plaza pública y le encuentra encanto irresistible a los balcones.

La palabra se convierte en una palanca milagrosa que abre confines en el infinito espacio de la imaginación, y se

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fecunda en ese amorfo sentimiento del pueblo que premia con su adhesión a quienes, mediante el verbo, son capaces de interpretar sus aspiraciones.

Posiblemente el discurso político de Omar Yepes no alcanza los periodos de belleza que en su momento logró Alzate Avendaño. Pero impacta al auditorio. Sobre todo cuando habla de la realidad social del país. Omar no necesita de las frases ampulosas, ni de los periodos elaborados, ni de las citas para hacerse entender. Su lenguaje es llano, sin afeites retóricos. Va al meollo del asunto, exponiendo con claridad su pensamiento sobre el acontecer nacional. No es suyo el tono altisonante.

Su fuerte como orador está en la transmisión de la doctrina, en el tono conciliador que le pone a su voz, en la exquisita forma de explicar la realidad política.

Para despertar la mística conservadora no necesita elevar las manos con la fuerza muscular de Gaitán, ni rebuscar en lo profundo de su cerebro términos impactantes. Nuestro líder no es amigo de los columpios estéticos para extasiar auditorios. Yepes es preciso en las palabras. No agota el vocabulario en sinónimos o antónimos, en adjetivos rimbombantes, o en frases efectistas. Yepes, en su discurso, desgrana tesis, sin perderse en fatuas elucubraciones.

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¿Cuál es el contenido de su mensaje? Mucha doctrina conservadora. Mientras otros se imponen gritando, disparando perdigones verbales, haciendo uso de una voz estentórea, Yepes es tranquilo, reflexivo y pausado. Explica y detalla la hondura de nuestra doctrina sintetizada en el evangelio, en las Encíclicas Papales y en el decálogo que redactaron Caro y Opina. En la plaza pública nunca ha causado heridas a sus contrarios. Con su discurso reflexivo, que aporta conocimientos, se ha ganado el afecto de un pueblo que lo palpa vecino a sus necesidades, próximo a sus angustias. En pocas palabras, más que jefe, sus seguidores lo sienten amigo.

La elocuencia no se mide por la fuerza tamboril de las palabras. Cuántos políticos tienen un pulmón de acero, fábricadores de imprecaciones altisonantes, con vozachas que retumban como una granada que estalla en el silencio de la noche. Se gastan horas sobre las tarimas, sin profundidad en el contenido de sus intervenciones. El balance concluye que nada concreto aportaron para el crecimiento interior del auditorio. Omar Yepes es distinto. No es un orador en el sentido exacto de la palabra. Es, antes que esto, un expositor inteligente. La palabra brota de sus labios como herramienta que le permite acercarse a los demás para exponerles un mensaje de convivencia, alejado de sectarismos, pletórico de mística conservadora.

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Hablar en público es un arte. Quien se aventura ante un auditorio para exponer su pensamiento tiene mucho de artesano. El orador va desgranando verdades al aire libre, sembrando aquí y allá inquietudes intelectuales. Esto es lo que hace Omar Yepes. Con su palabra mesurada, sin alardes retóricos, siembra semillas en el corazón de la gente.

A Cicerón, el gran orador griego, se le atribuye esta frase afortunada: “Es elocuente quien dice con agudeza las cosas humildes, con galanura y esplendidez las de más alta categoría, y en estilo templado las cosas medianas”. Aquí cabe expresar que el discurso de Yepes no se reviste de relumbrones; logra el propósito que reconoce Cicerón: exponer con galanura verdades de trascendente categoría.

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Perfil psicológicode Yepes

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Conozco el contorno del alma de Omar Yepes. Me he asomado, una y otra vez, al abismo iluminado de su conciencia, para analizar la química composición de sus entretelas, desmenuzar el porqué de sus comportamientos y aprehender el halo intangible de sus actos.

Yepes es un hombre elemental. Austero, sencillo, de naturaleza descomplicada. Si otros le rinden pleitesía a los espejos, o se dejan avasallar por los micrófonos, o buscan desesperadamente los reflectores televisivos, Yepes los rehuye. Es tímido. No hace alardes de sus excelentes condiciones para el mando, ni se regodea con el brillo fatuo y, siendo un general en los campos de Marte, no farolea con las batallas que gana.

Lo signa el atavismo de las costumbres antioqueñas. Es decir, tiene palabra de oro, principios éticos, fortaleza moral. No lo marean los halagos, ni busca los acomodos, ni utiliza los ditirambos para los arrimos palaciegos. Tiene la firmeza impávida de los acantilados, la rígida presencia de las cordilleras. Lo construyen, lo afirman y lo intemporalizan las realidades.

Suya no es la poesía, sino la prosa densa. Es un matemático de la vida. Pero también es un intelectual. Cuántas veces lo he encontrado ensimismado en la lectura de los clásicos, embebido en ensayos perennes, escribiendo sus propias

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reflexiones en las orillas de las páginas, lo mismo que hacía Napoléon. Cuando tiene que exhibir la sustancia que alimenta su cerebro, sobre temas arduos, en medio de eruditos, se desenvuelve con descrestadora suficiencia. Soy testigo.

La bella calificación que hizo Ortega y Gasset del verbo como “musa vociferante” no es exactamente el estadio de Omar Yepes. Tiene un lenguaje castigado. Sobrio, macizo, constructivo. La verdad, y nada más que la verdad, es el escabel de sus exposiciones.

Los que amamos los balcones engolamos la voz, estiramos las palabras, buscamos el clamoreo con eco largo. Trabajamos la emoción. Yepes descarta esos alambiques de la retórica. Es directo, seco como una ortiga, experto en planteamientos concretos. Es cerebral.

Además, decidido. Antes de comprometerse, olfatea. Su nariz es prodigiosa. Maneja las ecuaciones de las circunstancias, prevé el peligro, detecta el horizonte como un zahorí. Sus decisiones son incambiables y contundentes. Muere al pie de su palabra.

Es imprudentemente generoso. Los Judas lo utilizan. Su corazón es un océano y en él desembarcan marineros honestos y piratas. Cuántos corsarios con rostro de

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mendigos llegaron a su estuario para vegetar a la sombra de los hartazgos burocráticos. Cubierta la gestación de las pitanzas abandonan el bajel con el cinismo propio de los tránsfugas.

Es un intuitivo. Sus ojos escudriñan, tiene el don de los tanteos, es suya una metafísica capacidad adivinatoria. Sabe de los anticipos estratégicos. Lo escolta el céfiro de la profecía. Pero es ingenuo. Se deja engañar.

Lamartine en su Historia de los Girondinos escribe sobre los “hombres épocas”. Yepes en Caldas ha sido un fenómeno humano. Supo desmontar con audacia cautelosa la jerarquía ancestral que manejaba el conservatismo a su talante. Sin estridencias, con frialdad y buen cálculo, peldaño a peldaño, sin ruidos premonitorios, tuvo cenit como soldado y un radiante amanecer convertido en general sin émulos.

La vida nada le ha regalado. Ha sido un combatiente. Tiene el rostro acerado por los soles que despuntan sobre la cresta del Páramo del Ruiz, la piel resistente de los bogas que abaniquean sus barcazas en la anchura del Río de la Magdalena, allá en La Dorada y una garganta sonora convertida en orquesta, cuando con serenatas de enamorado, perturba el sueño de La negra Canchelo, en el Valle de Sopinga.

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Es polifacético. Escudriñador y malicioso. Madrugador y prudente. Vertical en el mando. Detecta los peligros. Acertado en los presagios. Lo signa un impactante equilibrio mental. Es responsable administrador de la victoria.

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El político

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La profesión de abogado, casi siempre, conduce a la actividad política. La historia colombiana registra en sus páginas, como una constante, la parábola vital de los hombres públicos que primero debutaron en los salones de los debates. Quienes se han aventurado por los caminos de la política han sido personas egresadas de las facultades de derecho, jurisconsultos formados en el conocimiento de los códigos, humanistas que se han proyectado en el mundo de las leyes. Del derecho a la política no hay sino un paso, Y este lo dan quienes sienten hervir en sus venas la necesidad de aportar sus luces para la consolidación de la democracia.

El estudio de las leyes es la herramienta más apropiada para quienes aspiran a tener alguna participación en la vida pública. ¿Cómo un joven que nace en una vereda, arrullado por el rumor cercano del agua que corre por las quebradas, termina convertido en líder político de un departamento? No se vislumbraba en sus mocedades su verdadera vocación. Esta surgió como consecuencia de la cercanía que a raíz del asesinato de su padre tuvo con el dirigente Luis Granada Mejía. Fue este líder quien después de descubrir sus habilidades, lo invitó para que le colaborara en Manizales para fortalecer su movimiento.

Es en la Universidad de Caldas en donde descubre su destino. Con sus compañeros de estudios asume

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posiciones frente a los problemas de la universidad. Ejerce un liderazgo, como en su tiempo Alzate Avendaño en la Universidad de Antioquia. Aprovecha para destacarse como núbil caudillo y, sobre todo, para empezar a sumar adeptos. Cuando termina la carrera de abogado, siente que en su alma hierve el deseo de lograr influencias en la vida política del departamento.

No es extraño verlo liderando las juventudes conservadoras. Sumó tantas adhesiones, que fue cuestión de poco tiempo el empezar a consolidarse como líder en la región.

Tenía, entonces, el ímpetu de la juventud, esa fuerza avasalladora que nos hace sentir la fortaleza necesaria para acometer grandes empresas.

Así, bien plantado, elegante en el vestir, inteligente, con notorias comodidades, empezó a interesarse por la actividad electoral. La ingrata experiencia de su primer discurso, ese que pronunció en Aguadas por imposición de Luis Granada Mejía, y que causó en sus amigos disimulada vergüenza, le brindó aperturas para mejorar su dicción en las intervenciones posteriores.

Max Weber señala en su libro “La política como profesión” que para ejercer liderazgo en una sociedad se necesita tener no sólo conocimiento de las falencias de una

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comunidad, sino coraje para convertirse en vocero de sus necesidades ante los poderes centrales. La teoría de este pensador alemán sobre el realismo político se centra en la intención del político “por mirar la realidad en la cara, por intentar comprender la realidad desde ella misma, sin velos y, sobre todo, sin confundirla con nuestros deseos”.

En la personalidad del joven Yepes se conjugó, equilibradamente, este principio. Sobre todo porque desde los claustros universitarios empezó a tener conocimiento de las demandas sociales. También porque tuvo el coraje para lanzarse a la arena política en momentos en que figuras con aclamadas prosopopeyas ejercían un liderazgo que parecía difícil demoler. No fue tarea fácil para Omar Yepes imponer su nombre como dirigente político. En este sentido, es bueno recordar cómo se apropió de las huestes conservadoras en Caldas el inolvidable mariscal Alzate. Hay similitud entre la lucha del inolvidable caudillo y la de nuestro líder que peleó y ganó, a pleno sol, en los campos de Marte.

Alzate se tomó con la fuerza de un ciclón la antañosa casona conservadora administrada en Caldas por las viejas glorias del partido. En la memorable convención del Hotel Escorial el Mariscal le dio un vuelco a la dirección del conservatismo. Recién llegado de Medellín, abrió oficina

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de abogado en Manizales y, mientras ejercía la profesión, amolaba sus garras de conductor insomne.

En esa convención dio el zarpazo y se quedó -solo- con el manejo del partido. No dejó títere con cabeza. Fue un golpe demoledor para las tradicionales estructuras regionales del Partido Conservador. A su lado surgieron Luis Granada Mejía, Jaime Sanz Hurtado, Cástor Jaramillo Arrubla, Evelio Henao Gallego, Ernesto Ceballos Ramírez, José María Patiño Sanz, Antonio Jiménez Estrada, Héctor José Jiménez Tirado, Evelio Echeverri Isaza, Gustavo Orozco Londoño, Aníbal Estrada Díaz, Carlos Ramírez Arcila, Juan Botero Trujillo, Bernardo Mejía Rivera, Elías Arango Escobar, Alfonso Ríos García, Rodrigo Ramírez Cardona, Carlos de los Ríos, Guillermo Mejía Ángel, Germán Hincapié Correa, todos capitanes bizarros, con ímpetus de gloria.

La candidatura de Misael Pastrana hizo pedazos al conservatismo de Caldas. Los líderes nacionales se la jugaron contra quien, exactamente, había sacado la mitad de la votación en una convención llevada a cabo en Bogotá.

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Pastrana contó con el respaldo deMariano Ospina Pérez

José Restrepo Restrepo, Hernán Jaramillo Ocampo, Fernando Londoño, Castor Jaramillo Arrubla, Evaristo Sourdís y José Elías del Hierro, conformaron un poderoso sindicato en contra suya. Los estragos de la división sirvieron de coyuntura para el surgimiento de otras lealtades. Tres grupos, rivales entre sí, pero todos pastranistas, aparecieron en la arena. Jairo Salazar Álvarez, Darío Vera Jiménez y César Montoya Ocampo. Se recorrieron las provincias con la bandera del candidato. Luis Enrique Giraldo Neira, Omar Yepes Alzate y Humberto Arango Escobar marcaron una línea similar, pero distinta. Rodrigo Marín Bernal, Helgidio Ramírez y Jesús Jiménez Gómez, en rancho aparte, hicieron igual proselitismo.

El triunfo de Pastrana trajo inevitables consecuencias. Los tres mosqueteros que saltaron de primeros a la arena desaparecieron. Fueron halagados con cargos importantes en el nuevo gobierno y se desvincularon de sus electores. El enfrentamiento se redujo entre los grupos que dirigían Yepes y Marín.

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El corolario fue sencillo. Todos los conservadores encontraron albergue en la amplia casona de Yepes Alzate. Llegaron a sus feudos atraídos por la personalidad del anfitrión.

En cada elección su movimiento sumaba nuevos apóstoles. Demostraba, en toda jornada electoral, con elevadas votaciones, que era el líder que Caldas esperaba.

Es notoria la diferencia de Yepes con el Mariscal Alzate. Este, como Atila llegaba arrasando. Yepes es discreto y paciente. Alzate, acaparador y único. Yepes se tomó los comandos sin causar alarma entre sus rivales. Alzate de inteligencia asombrosa. Yepes talentoso y perseverante. Alzate abría troneras con el látigo de su verbo. Yepes, con cálculo frío, demolió poco a poco la trinchera del contrario. Los discursos de Alzate eran homéricos. Yepes maneja un lenguaje directo, dialogante y concreto. A Alzate lo acompañaba una musa bombástica. La de Yepes es reposada, expositiva y convincente. Alzate era un retórico. La armadura mental de Yepes está saturada de realismos. Alzate escribía con pluma maestra editoriales históricos. El fuerte de Yepes no es el parlamento; su visión de las cosas es descarnada y objetiva. Alzate se extraviaba en consideraciones estéticas. Yepes no “sacrifica un mundo para pulir un verso”; maneja el aquí y el ahora, y en vez de hablar, actúa. Alzate fue pródigo en enseñanzas

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intelectuales. Yepes deja soluciones. Al Mariscal Alzate se le recordará por lo que dijo. A Yepes por lo que hizo.

El conservatismo, a comienzos del siglo pasado, estaba dirigido por una élite social, adinerada y tranquila, que imponía su voluntad telefónicamente. Desde el histórico café El Polo de Manizales, se impartían las consignas, y a dedo señalaban los nombres de los líderes por los que se debía sufragar. Eran mandatos inapelables.

Alzate Avendaño se rebeló contra esos compadrazgos. Inició infatigables romerías por todos los municipios.

Dormía en Aguadas y, al medio día, ya estaba en Marmato dando consignas; en las horas de la tarde visitaba Anserma, Mistrató, Supía, Belén de Umbría y la Virginia, para pernoctar en Pereira. En un fin de semana, como una ráfaga indetenible, le daba la vuelta al departamento. Esa inusitada capacidad misionera la repetía insistentemente, mientras sus contendores, familiarizados con mahometanos sometimientos reverenciales, preparaban tranquilos las determinaciones que ellos imponían, a golpe de camándulas.

Con esa misma constancia de Alzate Avendaño, Yepes se hizo a la jefatura del Partido Conservador en Caldas. Como Alzate, empezó a viajar por todos los rincones del

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departamento, visitando pueblos y veredas para entrar en contacto directo con los líderes naturales del partido. Se hizo amigo de todos. Escuchó las súplicas. Tuvo oído abierto para enterarse del nombre de los dirigentes que estaban cansados con las órdenes que se impartían desde Manizales. El suyo fue un avance sincronizado, como el de esos generales que en la guerra planean los ataques para vencer al enemigo. Sólo que en su caso no necesitaba de armas distintas al diálogo abierto con la gente, al saludo sincero con el campesino, al trato amable con las mujeres. En esos viajes conocía el mal estado de las carreteras, observaba las escuelas rurales a punto de caerse, sufría con la oscuridad de las veredas, se convencía de que era necesario construir puentes para mejorar la comunicación y abrir escuelas para enseñar a los niños del campo. En las primeras escaramuzas electorales, Omar Yepes se consolidó como el líder acatado del conservatismo caldense. Poco a poco, en una paciente labor de hormiga arriera recorriendo los caminos de Caldas, consolidó un movimiento político que lo catapultó como jefe natural del partido. Sobre todo porque desplazó a la gerontocracia tradicional, que se apuntalaba en unos sumisos conductores de los pueblos para mantener sus mayorías en concejos y asamblea.

Aquellos comandantes de los pueblos eran hombres leales

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a toda prueba, que entre rosarios y avemarías esperaban oír las consignas de los fósiles monarcas de la tribu. Pero llegó Yepes con su ímpetu innovador, y logró que esas lealtades estuvieran de su lado, para construir un nuevo Caldas.

Si en el Mariscal tenía aliento un caudillo de resplandor cenital, un monstruo de inteligencia superior, en Omar Yepes se descubrió un altivo general.

El primero forjó un movimiento nacional de respaldo a sus aspiraciones para llegar a la Presidencia de la República. El segundo creó una cauda de admiradores que con lealtad lo encumbraron en la dirigencia política. Soberbio, un tanto paranoico, desbordado en todo, al primero le gustaba el zarpazo, la acometida inesperada, el mando autoritario, el gesto olímpico. En este sentido, Yepes es otra cosa. No es ególatra, ni soberbio. Lo adorna una exquisita manera de ser. Si Alzate era un fúhrer que arremetía con el fulgor demoledor de su palabra, Yepes imparte órdenes sin estridencias. Lo que promete se cumple.

Volvamos a Max Weber. El pensador alemán concibe la política como una profesión. No como una vocación. Sus fundamentos, en este sentido, son rigurosos.

Weber sostiene la teoría de que sólo en quien ejerce la política como profesión confluyen virtudes como pasión

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y responsabilidad, que implican prudencia y experiencia para dominar las masas. En cambio, cuando la política como actividad está orientada hacia un fin, (obtener cargos de representación popular, escoger candidatos para que otros lo elijan, manejar las cuotas en una administración) responde a una vocación.

¿Cómo calificar entonces a un hombre como Omar Yepes que lleva en la sangre la pasión por la política? La virtud de este líder que surgió de abajo, fruto de su propio esfuerzo, es que sabe condensar hábilmente las dos misiones. Por un lado, es un político de vocación.

Por el otro, ejerce la política como profesión. Es decir, los enunciados de Max Weber dejan en claro que para ejercer como político se deben contar con dos virtudes esenciales: la razón y la pasión. Yepes las encarna.

La historia política de Colombia registra casos de hombres que, atraídos por el poder, se acercaron con entusiasmo a la política. Pero pronto se desencantaron. No es fácil sostenerse permanentemente como una estrella electoral.

Esto lo explica Margarite Yourcenar en su libro Las memorias de Adriano. Allí dice que sólo el realismo en política puede transmutar el entusiasmo en vocación. ¡Qué apropiadas estas palabras para aplicarlas a la vida política

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de Yepes! El entusiasmo del joven universitario por deliberar sobre las ideas políticas se transformó pronto en una vocación muy arraigada en el espíritu. Yepes pasó, fácilmente, de la vocación a la profesión. Para parodiar una frase de la Yourcenar, podemos afirmar que entró en la vida política con los ojos abiertos. ¿Qué significa esta expresión? En lenguaje figurado equivale a decir que llegó a esta actividad con la fuerza suficiente para posicionarse como líder. La figura de los ojos abiertos se interpreta como la utilización de los cinco sentidos para ganarse un espacio político.

Llegó a la vida pública por convicción, no por conveniencia. En el momento en que decide comprometerse con sus ideas ideológicas, este jefe que ya lleva 50 años ejerciendo liderazgo, tenía futuro como alto ejecutivo de empresas privadas. Recuérdese que ocupó la subgerencia del Banco de Caldas después de haber sido su asesor jurídico.

Don Floro dejó un capital importante a la familia, representado en una finca inmensa en Génova, una elegante casa en Manizales y otras propiedades en el Quindío. Omar podría haber vivido tranquilamente trabajando el capital acumulado por su padre. No necesitaba de la política para sobrevivir. Pero pudo más en él la vocación. Y, más que la vocación, su convicción en las ideas.

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Algún autor en teoría política escribió: “El que es elegido príncipe con el favor popular debe conservar al pueblo como amigo”. Nadie como este líder ha sabido conservar la lealtad del pueblo. Díganlo, sino, las manifestaciones de aprecio que recibe cuando visita la más apartadas regiones de la geografía departamental. A su encuentro salen los conservadores con banderas azules para manifestarle su afecto. Estallan los cohetes, se entona con júbilo el himno del partido, se escucha la banda marcial que le da la bienvenida. Se entreveran el campesino y el obrero, el maestro y conductor, el talabartero y el ingeniero, el médico y el estudiante, la dama elegante y la mujer sencilla. Todos a una, como en Fuenteovejuna, quieren estrechar la mano del líder, hacerse a su lado, expresarle su gratitud, manifestarle su admiración.

Omar Yepes fue un estudiante normal. No tiró piedras como Humberto de la Calle, no fue hippie de mechón largo como César Gaviria, no se hizo tatuaje como los camajanes, no lo echaron por revoltoso de los colegios como a Jorge Mario Eastman, ni fumó marihuana como el ex-contralor Carlos Ossa Escobar. De una gran sobriedad personal, aplomado y circunspecto, fue perseverante en su empeño de ser un abogado juicioso. Así, sin aspavientos, llegó a la vida pública. Siempre cordial, con una desbordada vocación de servicio, se fue introduciendo en la jerarquía conservadora. Viajaba a la comarca en buses roncadores

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como pasajero anónimo, se conquistaba el cariño de los jefes y dejaba escrito su nombre en la libreta íntima de los parroquianos. Sin sobresaltos, despacio, con tenacidad benedictina, fue comprometiendo adhesiones pueblerinas hasta que, en avances programados, se hizo a una jefatura sin émulos. A todos nos dejó tendidos en el campo. Pero es grato saber que en sus manos las banderas del partido han ondeado victoriosas.

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Parábola paraun otoño

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Alguna vez, colocando la imaginación en un futuro hipotético, escribí:

Dentro de veinte años, Omar Yepes Alzate será un viejito adorable. Tendrá la voz apagada, con balbuceos temblorosos, incapaz de pronunciar palabras con todas sus sílabas, con hondos vacíos en su memoria versátil. Al conversar dispersará ripios de saliva y sus labios no encortinarán completamente el blanco marfil de su dentadura.

Su nariz arrugada que años atrás fuera olfativa de peligros, se alzará sobre un pequeño montículo, incapaz de diferenciar el aroma de una rosa, de los vapores desintegrados de la naturaleza muerta. Sus ojos con reflejos irisados confundirán los colores, verá bultos y, para saber quién le conversa, solicitará ayuda de un joven lazarillo que lo sacará de apuros de su tiniebla visual.

Entonces conversará desempolvando almanaques, con hitos de gloria y registro doloroso de sus pasajeras adversidades. Con atisbos marrulleros, contemplará unos pocos paisajes de lealtad y muchos abrojos de traiciones. Será un longevo cascarrabias y burlón. En la penumbra auditiva escuchará los elogios tardíos de los pocos amigos que le quedan, y lanzará crudos adjetivos para referirse a los judas que lo abandonaron. Padecerá torturas en esas evocaciones apremiantes.

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Rescatará de los añosos pajonales, muchos capítulos clandestinos cuando periclitaba, al escondido, ante provocativas tentaciones. Su frente, llena de zanjones profundos, estará cubierta por un telón con registro de las picardías zahorias esparcidas en la travesía de su prolongada existencia. Y en su testa no quedará siquiera diminutos mechones de nieve.

En la melancolía de los atardeceres escarbará, en el escondite de los recuerdos, los pasajes perdurables de su vida. Allá lejos se oirán los retozos cansados de un bus escalera que tantas veces utilizó para visitar a sus entusiastas seguidores.

Entre enjalmas con olor a mataduras, al lado de puercos escandalosos, apaciguando fierezas caninas y conversando con don Raimundo y todo el mundo, llegaba a los extramuros geográficos de Caldas a administrar el sagrado sacramento de la palabra.

Rememorará cómo su dicción, inicialmente tortuosa, se fue afilando, cargada de monosílabos mandones y de algunas entelequias discursivas. Mientras sus émulos hacían fiestas sabatinas y domingueaban con sus novias, este campirano montaba en cabalgaduras resistentes, bajaba por caminos estrechos y encharcados y escalaba después, loma arriba, hasta un confín de nubes, en donde enarbolada la bandera azul.

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Cómo olvidar el centenar de caballos fogosos, a orillas del río La Miel, jineteados por hombres de rudas bozachas, con gargantas humedecidas con guarapos embotellados en los trapiches vecinos, puestos los zamarros y brillantes los espolines plateados, trémulos de emoción conservadora. Cuando este abuelo benévolo se apeaba de un carruaje maltrecho, aquel paisaje tronaba con vocerío arrollador. En medio de esa algazara, montado en la más briosa potranca del contorno, el Jefe capitaneaba la comparsa, musicalizada con el repique sonoro de los cascos sobre los empedrados y el relincho sofocado de los rocinantes. En lontananza, junto a las estrellas, un pueblo alegre lo esperaba. El cura párroco, a la vanguardia de una multitud, parado en un altillo, y frente al micrófono, en prosa cervantina, daba salutación a este Hijo de David. El tañido de las campanas, con sabor de madrugada, las fanfarrias musicales, el colorido chillón de las bastoneras, el aplauso hemorrágico de los campesinos, todo se convertía en una explosiva acuarela tropical.

A pesar de sus malicias, fue ingenuo una y otra vez. Algunas raposas, que después le dieron la espalda, utilizaron su influencia para medrar en nóminas jugosas, atragantarse de honores, hasta lograr pingüe jubilaciones. Hoy se le esconden porque el pecado es cobarde. Los sinsabores de la ingratitud lo convirtieron en un filósofo rumiador de lejanías. Mira con asco en la llanura, ahora cubierta de

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sombras, atorrantes despreciables, cortesanos hincados, intrigantes de pasillos, moralistas hipócritas, lobos hambrientos, cuervos buscadores de carroña, vil resaca del género humano. Por eso los recuerda con desprecio.

El anciano de esta fabulilla goza hoy de cabal salud. Con bríos de mocetón, memoria fiel para las añoranzas, lúcido sentido común para sus oratorias, carácter adobado de prudencia, programado para vivir una centuria.

Tiene mirada con proyección de ausencias, acaricia en su garganta una dulzaina incorporada. Ha batallado por cincuenta años en el comando del conservatismo. Por temperamento, es esquivo. Pero ahora, este Omar Yepes Alzate tendrá qué resignarse a recibir el reconocimiento ciudadano antes de ingresar al invernadero de la historia. Para qué flores en la tumba. En vida, hermano, en vida, se hacen los homenajes.

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“Cría cuervos y tesacarán los ojos”

Omar: estamos rodeados de repulsivos gallinazos. Aves de mal agüero, de un negro profundo, pico potente, pestilencia insoportable, de vuelo lento con alas fatigadas. Se desplazan en bandada atraídos por el olor de los cadáveres. Tienen olfato fino para encontrar detritus y devorarlos, para revolotear sobre fétidos escombros. Pueden ser un símbolo de la muerte.

En política los hay. No tienen ropaje luctuoso como los cuervos, no fue sombría la estancia de sus cunas, ni los mordió una punzante alambrada de infortunios. Son bípedos, parlanchines sin dique, con equimosis en sus articulaciones por los continuos hincamientos, camaleonescos sus vestidos, maestros de la venia y superfluos en los encomios. Son solapados e hipócritas. Se exhiben amables, cortesanos con bisagra, obedientes sin remilgos. Son baquianos para el elogio, la intriga salonera, el silencio sumiso y los aplausos frenéticos.

Saben ganarse la confianza. Quien los utiliza, los encuentra dóciles y serviles. No dialogan, escuchan. Tienen maestría para los palmoteos, para embriagar con perfumes

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mentirosos. Manejan con arte la anestesia. Justifican las tramoyas para conseguir lo que desean. Sus lealtades son estacionales. En verano son pródigos, de palabra esponjosa. En invierno cambian de cobijo detrás de temperaturas cálidas. Se repliegan como las sabandijas, merodean en el rebusque de alimentos. En los periplos de pleno sol, se les sube la línea mercurial y se acomodan bajo el quitasol del poderoso. Cuando llega la ventisca, olfatean y descubren escampaderos para guarecerse de las tempestades. Se convierten en huéspedes inestables, de comportamientos tibios, evasivos e ingratos. Cambian de amo.

Es una desventura tener que cohabitar con gallinazos. Soportar los graznidos que frecuentemente nos ponen frente a inesperadas circunstancias, tan sorpresivas como aleatorias. ¡ Ah, las “circunstancias”! Compartir pedazos de tiempo con los chulos, ser viajeros que deben sobrepasar los basureros en donde se amontan estas resacas sociales. Padecer sus embustes. Perdonarlos y volver a sentir el hundimiento del puñal. Ellos abandonan el cuerpo acribillado del César, lavan la sangre de sus túnicas infectas, para cantar, en coro vergonzante, hosanna al nuevo rey.

Van y vienen. Son visitantes fugaces de las rancherías. Llegan con sonajeros, estrenando lenguajes almibarados, callosas las rodillas de tantos ladeos mahometanos. Son tan convincentes en sus arrepentimientos que logran

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el perdón. El candor de los dispensadores del poder es apuñaleado una y otra vez, en inagotable repetición de felonías. Engañan siempre.

Por aquí, muy cerca, vuelan los gallinazos. Visten faldas floridas, tienen cabelleras despeñadas y esconden en corpiños de seda los móviles oteros de sus senos. Son Evas de sonrisa peligrosa. Otros flamean feminoide indumentaria masculina. Menudean perfidias, destilan carcajadas de ámbar, adulan y embriagan. Llevan al cinto una oculta cimitarra para blandirla en la hora de los perjurios. Son carniceros impiadosos. Buscan primero el acomodo, gozan después de una somnolienta y larga siesta burocrática, aseguran una plácida vejez y se despiden, entre muecas falsificadas, de quien -gratuitamente- les consiguió seguridad para el ocaso.

Es melancólico tener que entrecruzar la vida con estos buitres. Deglutan carroña en diversas geografías, picotean la seca púrpura de los ciclotímicos, la de quienes administran flemas tranquilas o la de aquellos que soportan hornos pasionales en frecuente explosión. Solo les preocupa los réditos que deja la falsía. Son unos zascandiles sin moral.

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