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SÍNTESIS DE LA FILOSOFIA CONTEMPORÁNEA Jorge Alberto Deháquiz Mejía El siglo XIX es el siglo del liberalismo, del progreso de la ciencia, de la secularización de las sociedades centroeuropeas y del nacimiento de movimientos sociales y políticos revolucionarios. En este contexto se gesta la filosofía contemporánea, la cual tendrá su pleno desarrollo en el siglo XX. 1. La Filosofía Humanística La filosofía continental europea tiene como punto de referencia al pensamiento de Hegel, quien pretende construir un sistema filosófico universal y omnicomprensivo, el cual produjo reacciones contrarias, marcadas inicialmente por los pensamientos de Karl Marx, Sören Kierkegaard y Federico Nietzsche. Tras la muerte de Federico Hegel, y mientras en Inglaterra y Francia se va imponiendo el “positivismo” como pensamiento dominante en cuestiones filosóficas, políticas, pedagógicas, historiográficas y literarias, en Alemania sus discípulos se dividen en dos grandes corrientes, marcadas por la comprensión de los asuntos político y religioso. A estas corrientes se les denominó como derecha e izquierda hegelianas. La derecha hegeliana en cuestiones políticas considera que el Estado prusiano es la encarnación de los postulados económicos y políticos de Hegel, y el punto de llegada de su dialéctica; en otras palabras, justifica el Estado existente. En cuanto a lo religioso, este grupo postula que el hegelianismo y el cristianismo son compatibles, ya que éste último se puede definir racionalmente: la religión debe eliminar su verdad para convertirse en razón filosófica. La izquierda hegeliana invoca la teoría de la dialéctica para sostener que no es posible detenerse en una configuración política determinada; la dialéctica histórica niega al Estado actual para superarlo. Sobre lo religioso, termina sustituyendo toda la religión con la filosofía, lo cual desacraliza al cristianismo hasta convertirlo en un simple mito. Este grupo intelectual, que se constituyó en el más activo y combativo de Europa, transforma el idealismo en materialismo. Es en la izquierda hegeliana en donde se gesta, por mediación de Ludwig Feuerbach, el pensamiento de Karl Marx, el cual se construye sobre la base de la crítica al sistema hegeliano y contra todo idealismo. El filósofo alemán Ludwig Feuerbach (1804-1872) considera que el sistema de Hegel es panteísta y conduce al ateísmo, siendo, por tanto, incompatible con el cristianismo. Este panteísmo da, rápidamente, el paso al materialismo. Dios no es más que la personificación de la humanidad, constituyendo una creación de los hombres, dado el ansia de felicidad y el deseo de inmortalidad que los rodean. En Dios el hombre proyecta sus últimos anhelos, sus mejores atributos. Para Feuerbach la filosofía es, entonces, una antropología, porque el ser humano debe ser instalado como centro y eje de toda reflexión. Las abstracciones hegelianas terminan alienando al hombre, despojándolo de su inmediatez, que está dada por la intuición sensible. El hombre es ESCUELA NORMAL SUPERIOR DE BUCARAMANGA PROFESOR JORGE ALBERTO DEHÁQUIZ CURSO DE FILOSOFÍA

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Page 1: SÍNTESIS DE LA FILOSOFIA CONTEMPORÁNEA … · La filosofía continental europea tiene como punto de referencia al ... Un gran crítico de Hegel es el danés Sören Kierkegaard.

SÍNTESIS DE LA FILOSOFIA CONTEMPORÁNEA Jorge Alberto Deháquiz Mejía

El siglo XIX es el siglo del liberalismo, del progreso de la ciencia, de la secularización de las sociedades centroeuropeas y del nacimiento de movimientos sociales y políticos revolucionarios. En este contexto se gesta la filosofía contemporánea, la cual tendrá su pleno desarrollo en el siglo XX. 1. La Filosofía Humanística La filosofía continental europea tiene como punto de referencia al pensamiento de Hegel, quien pretende construir un sistema filosófico universal y omnicomprensivo, el cual produjo reacciones contrarias, marcadas inicialmente por los pensamientos de Karl Marx, Sören Kierkegaard y Federico Nietzsche. Tras la muerte de Federico Hegel, y mientras en Inglaterra y Francia se va imponiendo el “positivismo” como pensamiento dominante en cuestiones filosóficas, políticas, pedagógicas, historiográficas y literarias, en Alemania sus discípulos se dividen en dos grandes corrientes, marcadas por la comprensión de los asuntos político y religioso. A estas corrientes se les denominó como derecha e izquierda hegelianas. La derecha hegeliana en cuestiones políticas considera que el Estado prusiano es la encarnación de los postulados económicos y políticos de Hegel, y el punto de llegada de su dialéctica; en otras palabras, justifica el Estado existente. En cuanto a lo religioso, este grupo postula que el hegelianismo y el cristianismo son compatibles, ya que éste último se puede definir racionalmente: la religión debe eliminar su verdad para convertirse en razón filosófica.

La izquierda hegeliana invoca la teoría de la dialéctica para sostener que no es posible detenerse en una configuración política determinada; la dialéctica histórica niega al Estado actual para superarlo. Sobre lo religioso, termina sustituyendo toda la religión con la filosofía, lo cual desacraliza al cristianismo hasta convertirlo en un simple mito. Este grupo intelectual, que se constituyó en el más activo y combativo de Europa, transforma el idealismo en materialismo. Es en la izquierda hegeliana en donde se gesta, por mediación de Ludwig Feuerbach, el pensamiento de Karl Marx, el cual se construye sobre la base de la crítica al sistema hegeliano y contra todo idealismo. El filósofo alemán Ludwig Feuerbach (1804-1872) considera que el sistema de Hegel es panteísta y conduce al ateísmo, siendo, por tanto, incompatible con el cristianismo. Este panteísmo da, rápidamente, el paso al materialismo. Dios no es más que la personificación de la humanidad, constituyendo una creación de los hombres, dado el ansia de felicidad y el deseo de inmortalidad que los rodean. En Dios el hombre proyecta sus últimos anhelos, sus mejores atributos. Para Feuerbach la filosofía es, entonces, una antropología, porque el ser humano debe ser instalado como centro y eje de toda reflexión. Las abstracciones hegelianas terminan alienando al hombre, despojándolo de su inmediatez, que está dada por la intuición sensible. El hombre es

ESCUELA NORMAL SUPERIOR DE BUCARAMANGA

PROFESOR JORGE ALBERTO DEHÁQUIZ

CURSO DE FILOSOFÍA

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un animal que percibe, siente y se afana. La realidad, en consecuencia, se debe entender de manera sensible y no de un modo conceptual. Ludwig Feuerbach es importante en el desarrollo del pensamiento marxista.

“Fue entonces cuando apareció La esencia del cristianismo (1841) de Feuerbach. Esta obra pulverizó de golpe la contradicción, restaurando de nuevo en el trono, sin más ambages, el materialismo. La naturaleza existe independientemente de toda filosofía; es la base sobre la que crecieron y se desarrollaron los hombres, que son también, de suyo, productos naturales; fuera de la naturaleza y de los hombres, no existe nada, y los seres superiores que nuestra imaginación religiosa ha forjado no son más que otros tantos reflejos fantásticos de nuestro propio ser. El maleficio quedaba roto; el „sistema‟ saltaba hecho añicos y se le daba de lado. Y la contradicción, como sólo tenía una existencia imaginaria, quedaba suelta. Sólo habiendo vivido la acción liberadora de este libro, podría uno formarse una idea de ello. El entusiasmo fue general: al punto todos nos convertimos en feuerbachianos. Con qué entusiasmo saludó Marx la nueva idea y hasta qué punto se dejó influir por ella –pese a todas sus reservas críticas–, puede verse leyendo La Sagrada Familia” (Engels, En: Marx y Engels, 1981).

El pensamiento de Karl Marx surge como “continuación directa e inmediata de las doctrinas de los más grandes representantes de la filosofía, la economía política y el socialismo” (Lenin, 1980). Marx bebe de tres grandes fuentes: la filosofía clásica alemana, las teorías socialistas francesas y la economía política inglesa. Pero estas son reflexiones separadas; él debe encontrar una unidad en la que filosofía, política y economía sean un todo. Este todo está signado por la economía, pues ella representa la estructura íntima de la realidad humana. Es con base en el análisis de las estructuras económicas creadas por los hombres que Marx elabora unas categorías de análisis de lo real. Para Marx lo importante es el hombre, en tanto que inmerso en la naturaleza; es allí que se crea (históricamente) al producir sus necesarios medios de subsistencia. El hombre es únicamente materia y, por tanto, su actividad es sólo material, sensible, de transformación de la naturaleza. La relación hombre-naturaleza, mediada por el trabajo, “condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general” (Marx, En: Marx y Engels,1973). La realidad está constituida fundamentalmente por los efectos de la acción humana sobre la naturaleza; la relación hombre-naturaleza es de acción-transformación. Modelando la naturaleza, mediante el trabajo, el hombre se hace a sí mismo. La historia universal no es sino la producción del hombre mediante el trabajo. En este mundo el hombre puede vivir humanamente; hacerse en cuanto hombre, humanizando y transformando la naturaleza de acuerdo a sus necesidades. Originariamente el trabajo es “antropógeno”: dignifica al hombre, distinguiéndolo de los demás animales y permitiéndole objetivarse en la naturaleza al convertirla en su propio cuerpo inorgánico. Infortunadamente en el momento presente el trabajo ya no tiene ese sentido. Marx en la realidad histórica concreta no encuentra hombres humanizados transformando, junto con otros hombres, la naturaleza; lo que percibe son hombres explotados y expropiados de su dignidad. A esta situación el la denominó como “alineación”, porque el trabajo en lugar de dignificar al hombre lo ha ido enajenando de sus posibilidades de ser verdaderamente hombre. Los hombres, vendiendo su fuerza laboral, trabajan obligatoria y simplemente para poder sobrevivir, ya que el

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fruto de su esfuerzo le es arrebatado para satisfacer las necesidades de otros. El últimas, el sistema productivo, basado en la propiedad privada de los medios de producción y en el capital, empobrece al trabajador y lo transforma en una “mercancía”. El las actuales condiciones sociales e históricas la alineación del trabajo, que se hace externo al hombre, hace al trabajador un ser infeliz, porque no se fortalece ni se recrea en su actividad productiva. Lo que son los individuos y las sociedades dependen de las condiciones materiales de producción. En la historia los hombres crean relaciones de producción (estructuras económicas) sobre las que se levantan las estructuras sociales, jurídicas y políticas. En otras palabras, el modo de producción de un pueblo condiciona los procesos sociales, políticos y culturales del mismo, porque lo que son los individuos y la sociedad depende de las condiciones materiales de producción. Un gran crítico de Hegel es el danés Sören Kierkegaard. Este pensador, formado en la tradición pietista luterana y de temperamento melancólico, es un gran crítico de la filosofía especulativa del profesores de las universidades de Jena, Nuremberg y Berlín, quien creó un sistema en el que el hombre real, esa singularidad irrepetible e irremplazable, queda marginado, siendo sustituido por un mero concepto (la “humanidad”). La crítica al hegelianismo es extensiva a toda la filosofía:

“Con la mayor parte de los sistemas de los filósofos, sucede como con alguien que se construyese un castillo enorme y luego se retirase a vivir por su cuenta en un granero. Los filósofos no viven personalmente en sus enormes edificios sistemáticos. Esto constituye, y seguirá constituyendo, (...) una acusación decisiva”.

Los sistemas filosóficos quieren tener una explicación abarcativa y totalizante de la realidad. El problema para ellos reside en que no pueden aprisionar la existencia, limitándose a ser una imitación de lo humano. Por esta razón, la figura del filósofo se ha vuelto tan fabulosa que ni siquiera la fantasía más extravagante habría podido crear algo semejante. Lo importante no es la especulación sino el hombre, el individuo real, original, irreductible, único. Kierkegaard se confiesa como un cristiano comprometido:

“El cristianismo es algo enormemente serio: en esta vida se dice tu eternidad (...); el ser cristiano es ser como un espíritu y es la inquietud más elevada del espíritu, la impaciencia por la eternidad, un continuo temor y temblor: agudizado por hallarse en este mundo pervertido que crucifica el amor, sacudido por el estremecimiento que provoca la rendición de cuentas al final, cuando el Señor y el Maestro vuelve para juzgar si los cristianos han sido felices”.

El cristianismo es una pasión que a diferencia de la cristiandad, que es un enmascaramiento que juega a ser cristianismo (constituyéndose en la herejía más sutil y peligrosa que instrumentaliza a éste para facilitar la vida temporal y trivial de los hombres), no es una doctrina para ser expuesta sino para ser vivida. La cristiandad es una ilusión y un engaño. El cristianismo y la filosofía no son fácilmente conciliables, porque el cristiano no puede filosofar como si no hubiera habido la Revelación; además, la fe cristiana no se demuestra argumentalmente, se atestigua por un “yo” que se autofundamenta en el Absoluto. En Dios el hombre encuentra la libertad. Pero esta autoafirmación, que

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pertenece a la existencia (o al reino del devenir, de las posibilidades, de lo contingente, de lo histórico), representa la elección que hace el hombre de ser aquello que llega a ser. La libertad de elección es una tensión entre un vivir ético y un vivir estético:

“¿Pero qué significa vivir estéticamente y qué éticamente? ¿Qué es lo estético que se encuentra en el hombre y qué es lo ético? A esto yo contestaría: lo estético que hay en el hombre es aquello por lo que él es inmediatamente aquello que es, lo ético es aquello por lo que él llega a ser lo que llega a ser”.

En el esteticismo la persona se lanza a una vida fugaz, marcada por el instante, lo mudable, lo arbitrario. El ideal estético corresponde a la vida del seductor, imposibilitado para el amor y sin razones para elegir. En este ideal la persona se queda en lo que es, en lo inmediato. No emprende un proceso de autoconstitución. Es el hombre sin interioridad. Gracias a que permanece paralizado en lo contingente, el hombre entra en un estado de desesperación. El hombre cuando llega al límite del una vida sin peso, egoísta y hermética, siente que puede suceder algo mucho más terrible que aquella realidad que le rodea: siente la muerte. Es cuando se da cuenta que lo banal no puede darle sentido a la vida. La auténtica vida es la vida de fe, única salida para afirmarse a sí mismo como fundado en lo Absoluto. Pero lo fe es paradoja y angustia, como lo muestra la historia de Abraham: en él la fe en Dios (que le ordena sacrificar a su hijo) y el principio moral (que le ordena amar y respetar la vida de su hijo) entran en colisión y lo conducen, en cuanto creyente, a una elección trágica. La existencia en la fe (o estado ético) es una tensión hacia un fin; en esfuerzo por llegar a ser un espíritu libre frente a Dios. La antítesis, utilizando un lenguaje hegeliano, de Kierkegaard es el filósofo alemán Federico Nietzsche (1844-1900), un escritor prolífico: Origen de la Tragedia (1872); Aurora (1881); La Gaya Ciencia (1882); Así Habla Zaratustra (1883); Más Allá del Bien y del Mal (1886); La Genealogía de la Moral (1887); El Ocaso de los Ídolos (1888); El Anticristo (1888); Ecce Homo (1888); La Voluntad de Poder (1888, obra inconclusa). Nietsche, un lector asiduo que nació en el seno de una familia luterana, desde la adolescencia muestra su inconformidad con la cultura occidental y una serie de dudas sobre lo religioso; estas incertidumbres las expresa en su poema Al Dios Desconocido:

“Una vez más, anclado en el presente y lanzando mis miradas al futuro,

vuelvo, en soledad, a elevar mis manos hacia Ti, a quien me acojo,

a quien solemnemente he dedicado altares en el corazón, en lo más hondo

de él, para que en todo tiempo tu voz vuelva a llamarme.

Sobre ellos arde, profundamente inscrita, esta palabra

AL DIOS DESCONOCIDO. Soy tuyo, aunque el mal, hasta este momento

haya venido atenazando mi espíritu; soy tuyo... y los lazos percibo

que en lucha tiran de mí hacia arriba,

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y, aunque quisiera huir, me fuerzan a servirte.

¡Quiero conocerte, desconocido! que tocas en lo profundo de mi alma, que cual tormenta recorres mi vida.

Inconcebible, Tú afín a mí; quiero conocerte y...

siempre servirte”.

El gran tema de reflexión de Nietzsche es la vida, pero a diferencia de Sören Kierkegaard, su perspectiva es “nihilista”, porque cree que la vida es una irracionalidad cruel y ciega, cargada de dolor y destrucción. A esta convicción llega después de estudiar la cultura griega. En el arte y la reflexión presocrática identifica los elementos básicos de la tragedia humana, la cual se mueve entre lo intuitivo y lo racional. Lo primero es el espíritu dionisiaco que se expresa en la ebriedad de lo sensitivo y la pasión sensual, símbolos de una vida humana acorde con la naturaleza; lo segundo es el espíritu apolíneo que expresa una vida regida por la moderación y la medida. El equilibrio de la fuerza orgíastica, que se expresa estéticamente, es roto por el racionalismo de corte socrático, el cual impone una moral decadente que posteriormente se fusiona con el cristianismo. Para Nietzsche la cultura occidental es un proceso de decadencia, en el cual el sentido de la vida fue viciado con una serie de ideales y valores de corte metafísico y religioso, que despojaron al hombre de su naturaleza terrenal. La historia de la cultura occidental es la historia de la búsqueda y creación de una serie de absolutos que convergen en la idea de Dios. Esta historia, que es básicamente un proceso de enmascaramiento, frustración y autodestrucción, es un sinsentido porque ya no tiene propósito alguno, requiriendo ser vista con crítica. Esta crítica implica, entonces, la destrucción de viejos valores, siendo el mayor de ellos la idea de Dios. Dios es una creación de los hombres, quienes quedan esclavizados a su propia obra. Es imperioso despojarse de este artilugio para que pueda vivir el hombre. Nietzsche con gran alborozo anuncia a la humanidad la “muerte de Dios”:

“¿No habéis oído hablar de ese loco que encendió un farol en pleno día y corrió al mercado gritando sin cesar: „¡Busco a Dios!, ¡Busco a Dios!‟. Como precisamente estaban allí reunidos muchos que no creían en dios, sus gritos provocaron enormes risotadas. ¿Es que se te ha perdido?, decía uno. ¿Se ha perdido como un niño pequeño?, decía otro. ¿O se ha escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se habrá embarcado? ¿Habrá emigrado? - así gritaban y reían alborozadamente. El loco saltó en medio de ellos y los traspasó con su mirada. „¿Qué a dónde se ha ido Dios? -exclamó-, os lo voy a decir. Lo hemos matado: ¡vosotros y yo! Todos somos su asesino‟” (Nietzsche, 2009).

¿Qué significa la muerte de Dios? Es el mayor acontecimiento de la historia de la humanidad, el cual se traduce en la secularización definitiva de la vida, a causa del desmoronamiento del mundo de lo trascendente y sus valores. Con la muerte de Dios (que no es otra cosa que el desprecio de la creencia en el Dios cristiano, en la moral filosófica y en todo absoluto de corte metafísico), se borra todo consuelo y todo punto de referencia en un horizonte. El hombre está llamado, ahora, a ocupar su sitio en la realidad (una realidad relativa, de desvalorización de todos los valores), quedando lanzado a una vida de abandono existencial.

“‟Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hicimos cuando

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desencadenamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde caminará ahora? ¿Hacia dónde iremos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos caemos continuamente? ¿Hacia delante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas partes? ¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos roza el soplo del espacio vació? ¿No hace más frío? ¿No viene de continuo la noche y cada vez más noche? ¿No tenemos que encender faroles a mediodía? ¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No nos llega todavía ningún olor de la putrefacción divina? ¡También los dioses se pudren! ¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo podremos consolarnos, asesinos entre los asesinos? Lo más sagrado y poderoso que poseía hasta ahora el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿Quién nos lavará esa sangre? ¿Con qué agua podremos purificarnos? ¿Qué ritos expiatorios, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es la grandeza de este acto demasiado grande para nosotros? ¿No tendremos que volvernos nosotros mismos dioses para parecer dignos de ella? Nunca hubo un acto tan grande y quien nazca después de nosotros formará parte, por mor de ese acto, de una historia más elevada que todas las historias que hubo nunca hasta ahora‟. Aquí, el loco se calló y volvió a mirar a su auditorio: también ellos callaban y lo miraban perplejos. Finalmente, arrojó su farol al suelo, de tal modo que se rompió en pedazos y se apagó” (Ibidem).

Nietzsche destruye el viejo sistema, pero no deja al hombre a su suerte. Con la muerte de Dios se hace necesario construir un nuevo sentido, comprendiendo la vida desde otros referentes. El primero de ellos es la idea del eterno retorno, que ocupa el lugar del “ser”. En esta vida lo único que existe es el devenir de un tiempo que se torna infinito y en el que todo vuelve a suceder (como en la visión griega). Al ser desenmascarada la cultura occidental-cristiana y al ser destruida toda estructura racional que le brinda apoyo, se descubre la soledad del hombre en un mundo carente de sentido y caótico. De este sinsentido que exige al hombre aceptarse a sí mismo y amar a este mundo, emerge el superhombre que rompe los cepos que lo atan a los absolutos y se torna en la medida de todas las cosas (como en Protágoras). Este superhombre, que en la mayor libertad es capaz de darse a sí mismo el bien y el mal, impone la ley de su propia voluntad. El superhombre es un nuevo estado de la humanidad, regido básicamente por la voluntad de poder, en cuanto que se expande como creación, que es la fuerza interna fundamental de la naturaleza. El superhombre se torna, entonces, en el sentido de la tierra, porque es capaz de transmutar todos los valores, superando de paso una moral como la cristiana que está hecha para espíritus esclavos. El superhombre es el hombre orgulloso y fuerte que se afirma ligado a lo terreno (a la alegría, la salud, el amor, el intelecto superior). Este superhombre no el hombre débil (humilde y solidario) de los sistemas religiosos o socialistas, que prohíben lo intuitivo y reducen lo real a una mera apariencia. 2. La Filosofía Científica Dos movimientos filosóficos van a sentar las bases de la filosofía científica en el siglo XX: el positivismo y la filosofía analítica. El positivismo constituye una corriente de pensamiento bastante compleja que dominó buena parte de la cultura europea del siglo XIX. Su consolidación coincide, por una parte, con una relativa calma política en Europa y la expansión colonialista de ésta por África y Asia; y, por la otra, con el advenimiento de una serie de adelantos científicos en todos los órdenes, que permitieron afianzar la revolución industrial y transformar los sistemas de producción. Este ímpetu intelectual intenta desplazar a la filosofía, instaurando a la ciencia como la única guía del hombre.

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El positivismo se extiende por toda Europa y adquiere matices particulares: en Francia (Augusto Comte) se inserta en el racionalismo; en Inglaterra (John Stuart Mill y Herbert Spencer) conduce hacia el utilitarismo; en Alemania (Ernst Haeckel) se traduce en férreo cientificismo y en un monismo materialista; en Italia (Roberto Ardigio) rescata el naturalismo renacentista. Toda una diversidad que cubre filosofía, política, pedagogía, historia y literatura. El positivismo reivindica el primado de la ciencia y su método en tanto únicos medios capaces de solucionar todos los problemas humanos y sociales. Es una postura teórica optimista que ve el progreso como un proceso que avanza hacia condiciones de un bienestar social generalizado. Este optimismo hace que el positivismo combata toda concepción idealista y espiritualista de la realidad. El francés Augusto Comte (1798-1857) es el gestor de este verdadero credo laico que expresa el triunfo de la revolución industrial. Su propuesta ideológica intenta cerrar y superar la crisis moral que dejó la Revolución Francesa y recupera la renovación mental proyectada por Francis Bacon y Renato Descartes, proponiendo a la ciencia objetiva como el único punto de apoyo para edificar un futuro de orden y progreso. Comte expone su programa de reforma ideológica (de la filosofía, la ciencia y la sociedad) en el Discurso sobre el Espíritu Positivo. El espíritu positivo supone abrirse a la realidad ofrecida por los sentidos. Pero esta realidad sólo puede conocerse mediante la razón y la lógica; el triunfo de tal espíritu acompaña siempre al futuro de la ciencia y a su desarrollo progresivo (cfr. Comte, 2007). Positivo es lo real, lo útil, la certeza lógica, lo preciso. A esta concepción se llega tras un largo camino de evolución intelectual de la humanidad, nombrada por Comte como “ley de la evolución intelectual de la humanidad” o “ley de los tres estados”:

“..., todas nuestras especulaciones, cualesquiera que sean, tienen que pasar sucesiva a inevitablemente, lo mismo en el individuo que en la especie, por tres estados teóricos diferentes, (...) teológico, metafísico y positivo... (...) el primer estado, aunque indispensable por lo pronto en todos los aspectos, debe ser concebido luego como puramente provisional y preparatorio; el segundo, que no constituye en realidad más que una modificación disolvente del primero, no tiene nunca más que un simple destino transitorio para producir gradualmente al tercero; es en éste, único plenamente normal, donde radica, en todos los géneros, el régimen definitivo de la razón humana” (Ibidem).

Comte está convencido que la ciencia, máxima expresión del estadio positivo, dará al hombre un dominio sobre la naturaleza. El error de Comte fue darle a esta presunción un carácter dogmático, absoluto, casi religioso. En varios centros culturales de Europa (Cambridge en Inglaterra; Viena en Austria; Berlín en Alemania; Praga en Checoeslovaquia; y Lwów y Varsovia en Polonia) se inicia un movimiento intelectual con perspectivas comunes, ideales compartidos, inclinaciones semejantes, terminologías afines, tratamientos parecidos a los problemas y esquemas dirigidos en una misma dirección. Este movimiento, que es el resultado de la gran tradición filosófica europea, es una crítica a ésta por el rezago que presenta con respecto a la ciencia. El trasfondo de este movimiento es el uso de las matemáticas y la lógica como herramientas de análisis de las cuestiones filosóficas de la ciencia.

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Los escritos de los filósofos analíticos están impregnados de gran rigor formal y expositivo, quedando la retórica de los grandes discursos (propia de teólogos, antropólogos, moralistas e ideólogos) excluida a favor de la parquedad estilística. Para ellos el lenguaje debe ser preciso y entendible. Uno de los pioneros en este campo fue el alemán Gottlob Frege (1848-1925), fundador de la lógica matemática. Con este pensador la filosofía adquiere una nueva tarea: descubrir los mecanismos que rigen el lenguaje conceptual. Éste, además, se convierte en el centro desde son repensados todos los problemas. Frege se enfrenta a un ambiente positivista que dejó al mundo huérfano de sentido, ya que toda realidad para ser considerada como verdaderamente cognoscible tiene que pasar por el tamiz de la experimentación y de las leyes científicas. Este cientificismo se extendió a la psicología, traduciéndose como psicologismo, según el cual la vida psíquica no goza de autonomía, pues se supedita a la evolución de la materia. Para Frege el psicologismo, que termina por subordinar la lógica a la psicología y por reducir la verdad a algo subjetivo, debe ser superado; para ello es imperioso deslindar la actividad de pensar (el acto mental) de lo pensado (que se expresa proposicionalmente). Para él el pensamiento tiene un carácter propio, independiente de la actividad mental: el significado de una proposición se distingue de la imagen mental que se asocia a ella; lo lógico se separa de lo psicológico. Para ilustrar lo anterior Frege desarrolló su teoría del “sentido” y la “referencia”, pues el significado de las palabras (contenidas en una proposición) debe ser buscado en el “contexto” en el que se dicen. Siempre que alguien se expresa, se está refiriendo a un objeto, el cual es designado con un signo. Este signo es interpretado, dependiendo de las representaciones (mentales) de las personas, de forma diferente; esta interpretación está dada por “un” significado que se da al referente. El referente es lo real significado por la expresión lingüística. El sentido es un tesoro común que se transmite. Otro de los pioneros de la filosofía analítica fue el británico Bertrand Russell (1872-1970), un intelectual prolífico, de espíritu enciclopédico, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1950. La producción de este “campeón de la humanidad y de la libertad de pensamiento”, cubre las matemáticas, la física, el derecho, el pacifismo, etc. Para él la solución de los problemas comienza con un correcto planteamiento de los mismos, lo que requiere la utilización de un lenguaje riguroso, exacto, lógico, exento de ambigüedades, sujeto a los datos de la experiencia. En esta panorámica, si la filosofía quiere tener un valor científico debe formular los problemas filosóficos aplicando un lenguaje científico, lógico-unívoco. Lo anterior permite determinar si son problemas reales o simples mitos. Para Russell “la filosofía no puede ser fecunda si se halla separada de la ciencia”. La imaginación del filósofo debe estar impregnada de concepciones científicas. Esto porque la ciencia nos coloca ante un mundo nuevo, aportando conceptos y métodos que son fructíferos. “Una filosofía tendrá valor sí está centrada sobre amplios y sólidos fundamentos de conocimiento no específicamente filosófico”. Otro de los filósofos que concibe la estrecha relación entre filosofía y ciencia es el matemático y epistemólogo inglés Alfred North Whitehead (1861-1947), coautor con

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Russell de los Principia Mathematica. Whitehead quiere construir una visión del mundo basada en los principios de la ciencia; en esta construcción la filosofía permite ayudar a configurar un sistema coherente, lógico y necesario de ideas generales que permitan interpretar todos los elementos de la experiencia humana. De no existir una colaboración entre la filosofía y la ciencia, cada pensamiento brillará por separado, extinguiéndose para posteriormente ser olvidados. Existe, entonces, una interrelación entre filosofía y ciencia:

“Cada una de ellas ayuda a la otra. La tarea de la filosofía es lograr una concordancia entre las ideas que son ejemplificadas por los hechos concretos del mundo real (…) Ciencia y filosofía se critican recíprocamente, y cada una de ellas ofrece a la otra un material de imágenes. Un sistema filosófico debería brindar una dilucidación de aquel hecho concreto desde el cual abstraen las ciencias. A continuación, las ciencias deberían hallar sus propios principios en los hechos concretos que presentan los sistemas filosóficos. La historia del pensamiento es la historia de la mediación, del fracaso y del éxito en esta empresa común”.

Con el filósofo vienés Ludwig Wittgenstein (1889-1951), un ingeniero, matemático (discípulo de Bertrand Russell), maestro de escuela primaria, docente universitario, poseedor de un espíritu melancólico y solitario, se da una de las críticas más demoledoras a la filosofía y a todo pensamiento metafísico; crítica contenida es su obra Tractatus lógico-philosophicus (1921). Para Wittgenstein la filosofía, entendida como una doctrina acerca de lo real, es un sinsentido. Para él existe una creencia generalizada (una creencia metafísica) de que la filosofía es capaz de informarnos acerca de la realidad; de mostrarnos cómo es el mundo (al menos en líneas generales). Esta pretensión de la filosofía es ilegítima, porque los genuinos problemas son únicamente aquellos que se refieren al mundo empírico, expresándose con precisión y sin ambigüedades. Siendo la actividad filosófica ilegítima, las proposiciones que la expresan carecen de sentido, porque, siendo coherente con lo expresado anteriormente, las únicas proposiciones legítimas son las analíticas y las empíricas. Entonces, ¿qué papel le cabe a la filosofía? La filosofía desempeña una tarea meramente instrumental, determinando los límites del mundo, que coinciden con los límites de lo que puede ser pensado o dicho. La filosofía no puede ampliar nuestro conocimiento sobre la realidad, pero si puede responder a dos preguntas de tipo gnoseológico: ¿qué se puede conocer?, ¿cómo se puede conocer lo que se puede conocer? La respuesta es sencilla: se puede conocer como conoce la ciencia natural, mediante el recurso a la experiencia. 3. Giros Filosóficos del Siglo XX El panorama de la filosofía en el siglo XX es complejo. Los investigadores de la Pontificia Universidad Bolivariana de Medellín proponen como metodología identificar algunos giros (retomando el concepto “giro lingüístico” acuñado por el austriaco Gustav Bergmann en Sentido y Experiencia -1959-, puesto en circulación por el norteamericano Richard Rorty). En cada giro se pueden identificar rasgos tanto de corte humanístico (continental) como de corte científico (analítico). Giro Lingüístico. Este giro es propio de la filosofía analítica, la cual después de la Segunda Guerra Mundial se desarrolló fundamentalmente en los países de habla inglesa. Este tránsito de Europa Central al mundo anglosajón se debió a la persecución que emprendieron

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los nazis contra los centros académicos y especialmente contra los intelectuales de origen judío, algunos de los cuales huyeron especialmente a Inglaterra y Estados Unidos. Infortunadamente esta migración forzada no pudo llevar ni el espíritu colectivo que generó el movimiento, ni el trasfondo filosófico sobre el que se erigió. Los nuevos filósofos analíticos (especialmente los norteamericanos) regresaron, con el tiempo, a los temas y métodos de la filosofía tradicional. Giro Epistemológico. El siglo XIX mostró grandes avances de la ciencia natural en todos sus órdenes, desde las matemáticas, pasando por la geometría y la biología, hasta la física. Este auge del pensamiento científico significó uno más de tantos encuentros y desencuentros entre las teorías científicas y las ideas filosóficas. Lo que no se puede negar es que el avance de la ciencia tiene siempre grandes implicaciones filosóficas, como, por ejemplo, la constante revaluación de la teoría del conocimiento (gnoseología) o la imagen del hombre (antropología) en este mundo. A pesar de los estudios matemáticos (en los que se exige gran rigor) y del paso definitivo de la geometría euclidiana a la geometría no euclidiana (hiperbólica, elíptica, física), las grandes revoluciones científicas (comparables a la revolución de Copérnico en astronomía) fueron la teoría de la selección natural de Charles Darwin (1809-1882) y la teoría de la relatividad de Albert Einstein (1879-1955). Estas dos teorías redefinen radicalmente la estancia y el papel del hombre en el universo. El desarrollo de la ciencia suscitó una serie de cuestiones filosóficas relativas a la propia ciencia. A esta reflexión se le ha dado el nombre de epistemología, un término acuñado por el escocés James Friedrich Ferrier (1773-1843). Con dicho vocablo se hace referencia a la teoría del conocimiento científico. Con él se determinan: los fundamentos y métodos de la ciencia; su origen lógico, valor y alcance; y, las condiciones históricas y culturales en que se construye y produce. El pensador austriaco-alemán Ernst Mach (1838-1916), físico, filósofo y catedrático de los Universidades de Graz y Praga, presenta desde una perspectiva evolucionista-empirista una novedosa teoría de ciencia, considerando a la ciencia como una herramienta útil para la sobrevivencia de la especie humana. Mach presenta una noción biológica del conocimiento, el cual consiste en una progresiva adaptación a los hechos de la experiencia. En esta adaptación los elementos esenciales del conocimiento son las sensaciones. La sensación es un hecho global, ya que mediante ella el organismo viviente se adapta al medio ambiente. En este esfuerzo de adaptación surgen los problemas y la ciencia como modo eficaz para enfrentarlos.

“La ciencia siempre surge a través de un proceso de adaptación de las ideas a un determinado sector de la experiencia. El resultado de este proceso son los elementos de pensamiento que tienen la capacidad de representar todo el sector. El resultado es distinto, naturalmente, según el tipo y la extensión de dicho sector. Si se amplía el sector de experiencia o si se reúnen diversos sectores previamente separados, los acostumbrados elementos de pensamiento, tal como nos son enviados ya no son suficientes para representar el sector que ahora es más extenso. En la lucha entre la costumbre adquirida y el esfuerzo de adaptación surgen los problemas, que luego desaparecerán después de haber llevado a cabo la adaptación y dejarán su lugar a otros que surgirán mientras tanto”.

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Los problemas, que no son otra cosa que desacuerdos entre los pensamientos y los hechos o entre pensamientos, son resueltos mediante hipótesis, las cuales son depuradas para constatar si concuerdan o no con los hechos. “La adaptación de los pensamientos a los hechos consiste en la observación; la adaptación de los pensamientos entre sí es la teoría”. Observación y teoría se entrelazan, porque la observación está influida por la teoría y, a su vez la confirma, contradice o refuta. Cuando los pensamientos se adaptan entre sí crean una buena teoría. La investigación científica, que comienza con los problemas, por el deseo de conocer las interdependencias que existen entre los fenómenos y por el anhelo de una adaptación conceptual, permite conocer las interdependencias que existen entre los fenómenos, generando una “economía de pensamiento”, en el sentido que las leyes científicas permiten conocer un amplio campo de hechos con un mínimo de esfuerzo intelectual.

“La función de la ciencia es investigar lo que resulta constante en los fenómenos naturales, los elementos propios de dichos fenómenos, la manera en que se relacionan y su dependencia recíproca. Mediante una descripción clara y completa la ciencia se propone que se haga innecesario el recurrir a nuevas experiencias, ahorrando experiencias. Una vez que se conoce la recíproca dependencia entre dos fenómenos, la observación de uno vuelve superflua la del otro, que se halla codeterminado y predeterminado por el primero. En la descripción también puede ahorrarse trabajo, utilizando métodos que permiten describir de una sola vez y en la forma más breve la mayor cantidad de hechos”.

La ciencia economiza experiencias mediante la reproducción y anticipación de hechos en el pensamiento. En esta economía de pensamiento entran los “experimentos mentales”, ya que el investigador llega a un experimento real tras un proceso cuidadoso de análisis conceptual; de clarificación de ideas; de diseño de distintas opciones; de selección de las más viables por medio de confrontaciones con ciertas circunstancias críticas generales. Mach, finalmente, presenta una visión articulada de la ciencia, ya que para él la división que se da al interior de ella es arbitraria, artificial y peligrosa si se toma como algo más que una conveniencia por razones prácticas. En el periodo comprendido entre las dos grandes guerras mundiales del siglo XX, el francés Gaston Bachelard (1884-1962), para algunos un autor inclasificable, para otros un filósofo solitario que navega entre el neopositivismo antimetafísico del Círculo de Viena y el operacionalismo ahistórico norteamericano, presenta una novedosa propuesta epistemológica. Para él la ciencia es un acontecimiento esencialmente histórico, con un ineluctable carácter social. El conocimiento es histórico, por lo cual el instrumento de análisis privilegiado para los epistemólogos no es la lógica (como si lo es para el neopositivismo vieneses) sino la historia de la ciencia, que muestra el desarrollo del saber científico. Bachelard presenta una tesis poderosa: se conoce en contra de conocimientos anteriores, destruyendo saberes mal adquiridos o superando aquellos que obstaculizan una nueva comprensión. Con esta afirmación nos dice que el conocimiento es una interpretación de la realidad a favor o en contra de interpretaciones ya dadas. Conocer es, en otras palabras, “descartar errores”; es “romper” con ideas ya establecidas. Pero esta ruptura (que él denomina ruptura epistemológica) no es una tarea fácil, ya que el sujeto cognoscente tropieza con una serie de “obstáculos” (a los que llama

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obstáculos epistemológicos), que generan inercia, lentitudes y disfunciones en el mismo acto cognoscitivo.

“Cuando se investigan las condiciones psicológicas del progreso de la ciencia, se llega muy pronto a la convicción de que hay que plantear el problema del conocimiento científico en términos de obstáculos. No se trata de considerar los obstáculos externos, como la complejidad o la fugacidad de los fenómenos, ni de incriminar a la debilidad de los sentidos o del espíritu humano: es en el acto mismo de conocer, íntimamente, donde aparecen, por una especie de necesidad funcional, los entorpecimientos y las confusiones. Es ahí donde mostraremos causas de estancamiento y hasta de retroceso, es ahí donde discerniremos causad de inercia que llamaremos obstáculos epistemológicos. El conocimiento de lo real es una luz que siempre proyecta alguna sombra. Jamás es inmediata y plena. Las revelaciones de lo real son siempre recurrentes. Lo real no es jamás “lo que podría creerse”, sino siempre lo que debiera haberse pensado. El pensamiento empírico es claro, inmediato, cuando ha sido bien montado al aparejo de las razones. Al volver sobre un pasado de errores, se encuentra la verdad en un verdadero estado de arrepentimiento intelectual. En efecto, se conoce en contra de un conocimiento anterior, destruyendo conocimientos mal adquiridos o superando aquello que, en el espíritu mismo, obstaculiza a la espiritualización” (Bachelard, 1979).

Los conocimientos científicos representan una ruptura en relación con los conocimientos cotidianos, éstos están plagados de respuestas y de opiniones, mientras que aquel se ve constantemente agitado por las preguntas.

“La ciencia, tanto en su principio como en su necesidad de coronamiento, se opone en absoluto a la opinión. Si en alguna cuestión particular debe legitimar la opinión, lo hace por razones distintas de las que fundamentan la opinión; de manera que la opinión, de derecho, jamás tiene razón. La opinión piensa mal; no piensa; traduce necesidades en conocimientos. Al designar a los objetos por su utilidad, ella se prohíbe el conocerlos. Nada puede fundarse sobre la opinión: ante todo es necesario destruirla. Ella es el primer obstáculo a superar. No es suficiente, por ejemplo, rectificarla en casos particulares, manteniendo, como una especie de moral provisoria, un conocimiento vulgar provisorio. El espíritu científico nos impide tener opinión sobre cuestiones que no comprendemos, sobre cuestiones que no sabemos formular claramente. Ante todo es necesario saber plantear los problemas. Y dígase lo que se quiera, en la vida científica los problemas no se plantean por sí mismos. Es precisamente este sentido del problema el que sindica el verdadero espíritu científico. Para un espíritu científico todo conocimiento es una respuesta a una pregunta. Si no hubo pregunta, no puede haber conocimiento científico. Nada es espontáneo, Nada está dado. Todo se construye” (Ibidem).

Un planteamiento epistemológico diferente al de Bachelard lo constituye el neopositivismo o positivismo lógico del Círculo de Viena. A comienzos del siglo XX el físico Philipp Frank (1884-1966) y el matemático Hans Hahn comienzan a reunirse para discutir asuntos relacionados con filosofía de la ciencia. A este grupo se unieron posteriormente, entre otros, Moritz Schlich (1882-1936), Otto Neurath (1882-1945) y Rudolf Carnap (1891-1970). El grupo original se autodenominó Sociedad Ernst Mach y tenía como objetivo propagar la visión científica del mundo. En el año 1929 se publicó el manifiesto del círculo vienes La Concepción Científica del Mundo. Las tesis fundamentales del manifiesto son:

“1) el principio de verificación constituye el criterio distintivo entre proposiciones sensatas y proposiciones insensatas, de manera que dicho principio se configura

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como criterio de significación que delimita la esfera del lenguaje sensato con respecto al lenguaje carente de sentido, que sirve para expresar el mundo de nuestras emociones y nuestros miedos; 2) basándose en ese principio, sólo tienen sentido las proposiciones que pueden verificarse empírica o fácticamente, esto es, las aserciones de las ciencias empíricas; 3) la matemática y la lógica constituyen únicamente conjuntos de tautologías, estipulados de forma convencional e incapaces de decir algo acerca del mundo; 4) la metafísica, junto con la ética y la religión, al no estar constituidas por conceptos y proposiciones verificables de modo fáctico, son un conjunto de preguntas aparentes que se basan en pseudo-conceptos; 5) la labor que debe realizar el filósofo serio consiste en un análisis de la semántica (la relación entre lenguaje y realidad a la que se refiere aquél) y de la sintaxis (relación recíproca entre los signos de un lenguaje) del único discurso significativo: el discurso científico; 6) por lo tanto, la filosofía no es una doctrina, sino una actividad: actividad esclarecedora del lenguaje” (Reale y Antiseri, 1988).

Rudolf Carnap, filósofo alemán naturaliza norteamericano, en Bases Lógicas de la Unidad de la Ciencia, un artículo de la Enciclopedia Universal de la Ciencia Unificada, presenta unas tesis complementarias del manifiesto vienés:

“1) La lógica de la ciencia prescinde del contexto social (histórico o psicológico) del historiador. 2) La distinción entre ciencias empíricas y formales es de contenido, no de concepto; 3) Las ciencias empíricas constituyen un todo continuo, que va desde la física hasta la sociología, y que incluye no sólo a los hechos sino a las leyes. 4) No hay ciencias empíricas diferentes que tengan fuentes de conocimiento diferentes o usen métodos fundamentalmente distintos, sino divisiones convencionales para propósitos prácticos. 5) El progreso de la ciencia es un avance en los niveles de exactitud pero, sobre todo, de reducción. 6) Las leyes científicas sirven para hacer predicciones; en esto consiste la función práctica de la ciencia” (Vargas Mendoza, 2010).

El filósofo austriaco-británico Karl Popper (1902-1994), crítico del Círculo de Viena y de la Escuela de Fráncfort, presenta un programa epistemológico de gran influencia en la filosofía de la ciencia del siglo XX. A diferencia de los neopositivistas considera que la metafísica engendra teorías científicas y concede importancia a lectura de los autores clásicos. Su producción intelectual abarca un gran espectro como la relación mente-cuerpo, el sentido de la historia, la democracia, el totalitarismo, etc. El interés por el conocimiento aflora cuando los seres humanos plantean problemas. Un problema se presenta cuando una situación práctica o una teoría tropiezan con dificultades, pues han hecho nacer expectativas que luego quedan defraudadas. La resolución de problemas es el punto de partida de la ciencia y para ello es necesario plantear hipótesis o conjeturas cargadas de imaginación, creatividad e innovación. Popper diferencia entre el contexto de descubrimiento de los problemas y el contexto de solución de los mismos, ya que las ideas científicas pueden surgir del mito, de la metafísica, del delirio, pero requieren ser probadas, testadas, corroboradas, porque las teorías científicas son, por principio, comprobables o contrastables. A diferencia de la creencia común la ciencia no procede de la observación; anterior a ella están las hipótesis teóricas, ya que el científico necesita un esquema intelectual preliminar, un trasfondo, que incite la búsqueda. Sin referencias teóricas los científicos no sabrían cómo ni dónde buscar información sobre lo indagado, ni cómo diseñar sus experimentos.

“Las teorías científicas no son una recopilación de observaciones, sino que son invenciones, conjeturas audazmente formuladas para su ensayo y que deben ser eliminadas si entran en conflicto con observaciones; observaciones, además, que raramente sean accidentales, sino que se las emprenda, como norma, con la

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definida intención de someter a prueba una teoría para obtener, si es posible, una refutación decisiva” (Popper, 1994).

La ciencia no es una posesión de dogmas infalibles, sino un proceso incesante de búsqueda crítica y sincera de lo verdadero. De ahí que sea la posibilidad de ser refutada o falsada lo que hace creíble a una teoría. El mundo puede ser de cualquier manera y las hipótesis que se planteen sobre él deben adaptarse a las circunstancias. Al proponerse teorías intrépidas el camino a seguir es hacer todo lo posible por probar que son erróneas. Los enunciados teóricos que no son refutables pertenecen al terreno del dogma, la mística, la magia, la superstición o la pseudociencia (cfr. Sorman, 1995). Para Popper los protocolos científicos no son absolutos ni definitivos. El conocimiento es una búsqueda de la verdad, pero sus logros son siempre falibles. Toda teoría es criticable, lo cual permite, mediante el diálogo racional, mejorar el entendimiento de las cosas. Estos principios de carácter epistemológico tienen una base ética, porque implican tolerancia y humildad: no se puede estar seguro de haber encontrado la verdad y no se puede, sin más, descalificar las razones de los otros. El conocimiento es, en otras palabras, conjetural y en ocasiones plagado de errores, lo que exige una constante crítica de las ideas, porque los errores pueden estar ocultos al conocimiento de todos, incluso en las mejores teorías. El camino hacia la verdad exige autocrítica y la asociación con los demás (cfr. Popper, 1991). Las conjeturas científicas son suposiciones con un alto grado de contenido informativo que requiere ser sometido a una serie de exámenes o testaciones. En este control se hace un uso intenso “tanto de la argumentación verbal como de la observación, pero de la observación en interés de la argumentación” (Popper, 1994). Las observaciones y los experimentos funcionan como test de contrastación de las hipótesis. El propósito es corroborar (provisionalmente) o falsar (definitivamente) la teoría. Recapitulando: 1) se parte de una situación-problema; 2) se formula una conjetura o una hipótesis imaginativa, audaz, intrépida, con claridad suficiente para poder someterla a examen crítico y corroboración (acá se recomienda avanzar sólo en aquellas hipótesis que tengan mayores probabilidades); 3) se testa la suposición valorando su riqueza o pobreza argumental; 4) se contrasta observacionalmente, con pruebas vigorosas e implacables para verificarla. En este último aspecto cuanto mayor sea el universo de contenidos afirmativos de la hipótesis (es decir, mayor sea la generalidad que cubre un amplio número de situaciones), será mayor el número de oportunidades potenciales para demostrar que es falsa (un ejemplo sencillo: “en este vecindario, perro que ladra no muerde”, es una hipótesis con un universo menor a la conjetura, “en la ciudad, perro que ladra no muerde”; esta última tiene mayores probabilidades para ser falsada). Karl Popper inicia toda una gama de reflexiones epistemológicas que cubren la segunda mitad del siglo XX. Siguen las huellas de Popper, criticando sus logros, avanzando sobre él o refutando sus planteamientos, el matemático y filósofo húngaro Imre Lakatos (1922-1974), quien introduce el concepto de falsacionismo metodológico sofisticado y de programas científicos de investigación; el físico y epistemólogo norteamericano Thomas Samuel Kuhn (1922-1996), quien aporta los conceptos de paradigma y revolución científica; el anarquista epistemológico austriaco Paul Karl Feyerabend (1924-1994); el texano Larry Laudan (1941-), quien reflexiona sobre las tradiciones de investigación. Giro Sociopolítico

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En la novela 1984, escrita por el británico George Orwell en 1948, se describe una sociedad totalitaria, en la que el “Gran Hermano” (el Estado) vigila sin descanso y en forma omnipresente y represora todas las actividades de los ciudadanos. De alguna forma en la novela se reflejan las prácticas políticas de la Unión Soviética estalinista y de la Alemania Nazi. La filosofía política del siglo XX se levanta contra aquellas sociedades (capitalistas o comunistas) que, como en la obra de Orwell, aplastan al individuo. En el año 1924 el germano-argentino Felix Weil (1898-1975) impulsó la formación del Instituto de Investigaciones Sociales adscrito a la Universidad de Frankfurt. El proyecto del instituto, en el que converge una gran heterogeneidad de figuras como Max Horkheimer (1895-1973), Theodor Adorno (1903-1969), Herbert Marcuse (1898-1979), Erich From (1900-1980) y Jürgen Habermas (1929-), es hacer una reflexión crítica de la crisis cultural que vive Europa desde la segunda mitad del siglo XIX, análisis hecho desde una teoría marxista renovada y alejada del dogmatismo propio del comunismo soviético. El instituto adoptó una perspectiva interdisciplinar en sus estudios y fue un centro muy influyente en el pensamiento del siglo XX, siendo mundialmente conocido como la Escuela de Frankfurt. Por un breve periodo de tiempo, a causa de las persecuciones de los nazis, el instituto funcionó en el exilio. Para los pensadores de la Escuela de Frankfurt, la “teoría crítica de la sociedad” se concibe como una comprensión totalizante y dialéctica de la sociedad en su conjunto, pero especialmente de la sociedad industrial avanzada. Esta teoría quiere sacar a la luz las contradicciones fundamentales de la sociedad capitalista, para estimular una transformación racional de la misma, teniendo como base la libertad, la creatividad y un desarrollo armónico de la persona, desterrando todo aquello que pueda permitir que se perpetúe un sistema de opresión y explotación. Para Max Horkheimer, detrás del desarrollo económico se expande la ley del poder de unas minorías que acaparan la posesión de los instrumentos materiales de producción, aumentando el aparato burocrático, como se refleja descaradamente en las sociedades totalitarias, ya sean facistas o comunistas, porque estas últimas son una variante del Estado autoritario. Tanto en las sociedades capitalistas como en las comunistas, los hombres se convierten en objetos de administración centralizada y burocratizada. Tanto el lucro como el control de la economía planificada, generan represión. En la base de las sociedades modernas está una lógica cruel, que Horkheimer denomina “razón instrumental”. El concepto de “razón” que se ha desarrollado en Occidente desde Renato Descartes y Francis Bacon, expresa la voluntad del hombre por dominar la naturaleza; de comprender sus leyes para someterla. Este sometimiento, que manifiesta el triunfo del hombre sobre la naturaleza, se expande a los mismos hombres, los cuales quedan reducidos al simple papel de “instrumentos” al servicio del progreso tecnológico y económico. Tras siglos de instrumentalización cunde el desencanto, porque a medida que crecen los conocimientos tecnológicos, decrecen la autonomía de las personas, la fuerza de su imaginación y la independencia de su juicio. El progreso tecnológico está acompañado de un proceso de deshumanización. La “razón” sirve ahora para cualquier propósito; ya no ofrece verdades objetivas y universales, ni establece ni funda que es lo bueno o lo malo; ofrece únicamente instrumentos para alcanzar propósitos ya establecidos. La razón, sometida al proceso social, tiene una función de medio para

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dominar a los hombres y a la naturaleza (degradada a la condición de pura materia) con un único criterio: el lucro. Para Horkheimer ante el avance de la racionalidad instrumental tanto la filosofía como otro tipo de discursos (la mayoría de tipo místico-popular) parecen incapaces de dar un significado específico a la realidad. Incluso la misma ciencia, “que avanza victoriosa sobre las ruinas de la filosofía” se torna silenciosa frente a los temas que son de vital importancia para el hombre y, en ocasiones, se pone al servicio de intereses sociales oscuros. Todo intento de abordar los conflictos de lo real se tornan en panaceas.

“Las panaceas son más que panaceas. La realidad, en cambio, es que 1) „la naturaleza es concebida, hoy más que nunca, como mero instrumento del hombre; es objeto de una explotación total, a la que la razón no asigna ningún objetivo y por lo tanto no conoce límites‟; 2) „se considera como algo inútil y superfluo aquel pensamiento que no sirve a los intereses de un grupo constituido a los objetivos de la producción industrial‟; 3) tal decadencia de pensamiento „fomenta la obediencia a los poderes establecidos, representados por los grupos que controlan el capital o los que controlan el trabajo‟; 4) la cultura de masas „trata de vender a los hombres el género de vida que ya llevan y que odian inconscientemente, aunque lo alaban de palabra; 5) „no sólo la fábrica adquiere la capacidad productiva del obrero y la subordina a las exigencias de la técnica, sino que los dirigentes sindicales establecen sus dimensiones y la administran; 6) „la deificación de la actividad industrial no conoce fronteras. El ocio es considerado como una especie de vicio, cuando va más allá de la medida en que es necesario para restaurar las fuerzas y permitirnos reemprender el trabajo con más eficacia‟; 7) el significado de la productividad se mide „a través de su utilidad con respecto a la estructura del poder, y no con respecto a las necesidades de todos‟. En esta situación desesperada, „el favor más grande que la razón podía hacerle a la humanidad‟ consiste en „la denuncia de lo que habitualmente recibe el nombre de razón‟ (Reale y Antiseri, 1988).

Paralela a la consolidación de la racionalidad instrumental se gesta en los nacientes Estados nacionales una lucha por las libertades políticas, civiles y sociales de los ciudadanos. La reivindicación por lo que hoy es conocido como derechos humanos se basa en el concepto moderno de “libertad política”. El rey Juan de Inglaterra en la Magna Carta de 1215 promete una serie de garantías para él y sus sucesores: limitaciones al poder de los soberanos; consulta al parlamento para el consentimiento respecto de nuevos impuestos; y el habeas corpus para garantizar la libertad personal, el debido proceso y la independencia de la justicia:

“Ningún hombre podrá ser detenido ni encarcelado o privado de sus derechos o de sus bienes, ni puesto fuera de la ley ni desterrado o privado de su rango de cualquier otra forma, ni usaremos de la fuerza contra él ni enviaremos a otros que lo hagan, sino en virtud de sentencia judicial de sus pares y con arreglo a la ley del reino” (Carta del Rey Juan, 1215, En: Da Costa, s.a.; cfr. Vázquez Carrizosa, 1989).

En el año 1689 el parlamento inglés exige a los Príncipes de Orange, William y Mary, quienes van a acceder al trono de Inglaterra, un acto legislativo, conocido como Bill of Rights (Declaración de Derechos), para determinar los derechos y las libertades de los súbditos. Esta tradición inglesa se convirtió en la matriz para el surgimiento de las posteriores Declaración de Virginia, de 1776 en el contexto de la guerra de independencia de las colonias norteamericanas, y Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789 en el marco de la Revolución Francesa. En el siglo XIX se avanza, tras la crisis del Estado liberal europeo, en la reivindicación de los

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derechos sociales y económicos de los trabajadores como idea fundamental de la democracia moderna (cfr. Vázquez Carrizosa, 1989). Los sucesos que precipitaron la Segunda Guerra Mundial, convencen al mundo de la necesidad de establecer un marco de defensa de los derechos y las libertades de las personas y los pueblos. En el año 1941 en el Discurso sobre el estado de la nación, el presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt (1882-1945) vislumbró un ideal para el mundo de la postguerra basado en las Cuatro Libertades: la libertad de palabra y expresión; la libertad de cultos; la libertad de trabajo (para superar la pobreza y garantizar las necesidades básicas de las personas); y, la libertad contra el temor (a la guerra y a la violencia). La Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada y aceptada por todos los pueblos de la tierra, constituyen “el único proyecto de humanidad que el hombre ha podido concebir en toda su historia sobre la tierra” (José Bernardo Toro), por ser la aspiración más elevada del ser humano (cfr. ONU, 1948). Desde sus primeros esbozos hasta las declaraciones, pactos, convenios, tratados, protocolos y convenios actuales, los derechos humanos reflejan los avances en la comprensión que ha hecho el hombre de su propia humanidad, pues tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca de la persona. Los derechos humanos son producto de la historia y “han de estar en consonancia con ella” (cfr. ONU, 1993); han surgido y han sido reconocidos de manera progresiva, sin que por ello exista sustitución alguna. En tanto productos históricos, son la realización de valores y principios, que reflejan las condiciones de la existencia humana. Estas prerrogativas, inherentes al ser humano, permiten a la persona desenvolverse y utilizar sus potencialidades en orden a la satisfacción de exigencias fundamentales que le imponen su vida natural, social y espiritual. Desde la ontología y la antropología, los derechos humanos responden a la idea de potencialidades y necesidades que tienen los seres humanos para vivir dignamente; desde la sociología, la política y la jurídica, representan principios y normas, universalmente reconocidos y aceptados, que tienen que seguir los individuos, los grupos, las comunidades, las instituciones y las naciones, si quieren establecer una convivencia armónica, basada en criterios de equidad, justicia, paz y progreso. Los derechos humanos, en tanto atributos universales (pertenecen a todos), personales (son esenciales e inherentes al individuo) e históricos (por ser imprescriptibles e inalienables), tienen su piedra angular en la libertad, ya que por ella el ser humano “decide su autorrealización y logro personal sin ningún tipo de presión”. La libertad concede al individuo la facultad de elegir los medios más aptos para alcanzar su perfeccionamiento (cfr. Donaires Sánchez, s.a.). Hoy día se concibe a los derechos humanos como un todo, dado que están relacionados entre sí; en consecuencia, “deben ser tratados en forma global y de manera justa y equitativa, en pie de igualdad y dándoles a todos el mismo peso”. Además, son interdependientes con la democracia y el desarrollo, realidades y conceptos con los que se refuerzan mutuamente (cfr. ONU, 1993). Giro Fenomenológico y Hermenéutico A finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX el filósofo alemán Edmund Husserl (1859-1938) replantea las concepciones filosóficas del positivismo, especialmente

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aquellas concepciones dogmáticas que, si bien han generan una confianza casi religiosa hacia la ciencia, han dejado de tener significado para el hombre porque no lo orientan en su existencia presente. A este esfuerzo, considerado por Martin Heidegger como una metodología, se le conoce como fenomenología. La fenomenología es una reflexión lógica que parte de datos in-dudables, de vivencias, actos y co-relatos manifiestos de la experiencia. No le interesan tanto los hechos, sino los fenómenos, aquello que aparece en la conciencia: lo-dado. La fenomenología es una reflexión que quiere fundamentar firmemente la objetividad del conocimiento mediante un método en el que las cosas mismas se hacen patentes en su contenido esencial. El lema de los fenomenólogos es “¡vayamos a las cosas!”; a aquellas realidades tan evidentes que no se pueden poner en duda, pero sobre las cuales hay que suspender todo pre-juicio, es decir toda convicción previa, porque no son convincentes. Estas creencias no pueden constituirse en fundamento de una filosofía rigurosa. Tampoco los resultados de la ciencia, aunque avanzan de manera crítica y rigurosa, aportan certezas indudables. La fenomenología aspira a des-ocultar el significado, la finalidad del mundo, primero para-mí y luego para los demás. Si todo es cuestionable, ¿puede existir algo de lo que no se dude? Lo único realmente evidente es la “conciencia”. Pero ésta no es sólo la realidad más evidente; es también la más absoluta, a tal punto que el mundo está constituido por la conciencia. Desde esta perspectiva, parece que la fenomenología no parece reflexionar sobre la realidad, sino sobre la representación que se hace de esta realidad. La fenomenología atiende más a los fenómenos de conciencia. En otras palabras, la fenomenología explora eso que es dado, es decir la cosa en que se piensa y de la que se habla. Los fenómenos se abordan desde el paradigma de la visualización, sin ser explicados, porque la fenomenología es imparcial y descriptiva, alcanzando a través de ésta lo que hay de invariable en un fenómeno: su esencia o, como lo denomina Husserl, “eidos” (cfr. De la Cruz Valles, 2005). Por ejemplo, al fenomenólogo no le interesa analizar las normas de tipo moral, sino comprender por qué son normas morales y no jurídicas. En la fenomenología el mundo no es sino el conjunto de “mis” experiencias reales y posibles, lo que hace que la vida subjetiva no se derive de los hechos reales del mundo, sino todo lo contrario. El fundador de la fenomenología se va desplazando hacia lo trascendente, pretendiendo alcanzar las esencias de las cosas mediante la desconexión con el mundo real. Ante este distanciamiento reacciona Martin Heidegger (1889-1976), quien quiere recuperar para le fenomenología la experiencia factual en la que se desarrolla la existencia humana. En Heidegger la fenomenología se va transformando en hermenéutica, en un análisis del sentido de la vida humana. Este pensador desea, en su escrito Ser y Tiempo, establecer el sentido del “ser”, propósito que se logra analizando a quién se plantea la pregunta por dicho significado, es decir, al hombre. El hombre plantea, como búsqueda, la pregunta por el sentido del ser; pero esta pregunta se formula desde una situación, desde un “ahí” en el que está arrojado y en el que se relaciona con el mundo y con los otros. La relación inmediata del hombre con el mundo está dada por la comprensión, por la búsqueda de sentido, la cual es elaborada en el tiempo histórico en el que se despliega la vida humana como posibilidad, como elección, como conquista o como pérdida. A Heidegger le interesa, en últimas, entender cómo el

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mundo es inteligible para los seres humanos y cómo el ser humano se desarrolla en él como persona (cfr. Heidegger, 1993). De esta reflexión se derivará una corriente filosófica muy importante en el siglo XX, el existencialismo. Hans-Georg Gadamer (1900-2002), filósofo alemán conocido por su obra Verdad y Método, le traza un nuevo rumbo al giro fenomenológico-hermenéutico. En su máxima obra, Gadamer hace una crítica de la coincidencia que se estableció desde la modernidad entre conocimiento y método científico, la cual reduce el problema de la verdad a la certeza, a lo comprobable. No se puede equiparar todo el conocimiento humano con las reglas del método científico, ya que existen otras esferas del saber, como el arte y la historia, que escapan a este reduccionismo. Gadamer no niega la validez del método científico, pero no acepta el abuso que se hace de éste al querer implantarlo en todos los ámbitos del conocimiento. Es necesario diferenciar, como ya lo había hecho el filósofo alemán Wilhem Dilthey (1833-1911) entre explicación (los fenómenos de la naturaleza se explican) y comprensión (las creaciones del espíritu humano se interpretan). No se trata de una simple desemejanza entre los métodos de estudio; se trata es de una diferenciación en los objetivos del conocimiento. A la manera como Kant interroga sobre las condiciones del conocimiento que hacen posible la ciencia moderna y sus límites, Gadamer plantea la pregunta filosófica sobre el conjunto de la experiencia humana en el mundo y su praxis vital; es decir, pregunta cómo es posible la comprensión.

“Es una pregunta que en realidad precede a todo comportamiento comprensivo de la subjetividad, incluso al metodológico de las ciencias comprensivas, a sus normas y a sus reglas. La analítica temporal del estar ahí humano en Heidegger ha mostrado en mi opinión de una manera convincente, que la comprensión no es uno de los modos de comportamiento del sujeto, sino el modo de ser propio del estar ahí. En este sentido es como hemos empleado aquí el concepto de “hermenéutica”. Designa el carácter fundamentalmente móvil del estar ahí, que constituye su finitud y su especificidad y que por lo tanto abarca el conjunto de su experiencia en el mundo. El que el movimiento de la comprensión sea abarcante y universal no es arbitrariedad ni inflación constructiva de un aspecto unilateral, sino que está en la naturaleza misma de la cosa” (Gadamer, 1988).

La comprensión hace parte de la experiencia humana en el mundo, experiencia que lleva a la persona a explorar sentidos y encontrar significados. En el ámbito de lo filosófico, literario, histórico, la comprensión y la interpretación hacen parte de un trabajo intelectual en el que se revisan textos del pasado para desentrañar de ellos conocimientos y verdades, de una forma diferente a como lo hace la metodología científica. En la comprensión e interpretación de textos antiguos nunca se parte de cero; el intérprete no es una tabula rasa; por el contrario es una tabula plena. Se accede a una interpretación desde los pre-juicios, las suposiciones, los pre-saberes y las expectativas heredados de una memoria cultural transmitida por el lenguaje, las creencias, las teorías y los contextos culturales. Con este arsenal cognitivo se abordan textos de todo tipo. Lo importante es que el intérprete tenga un proyecto de búsqueda de sentido, porque de alguna manera comprender es la elaboración de dicho significado. Este trabajo requiere, además, sensibilidad para dialogar con el texto.

“Quien desee comprender un texto tiene que estar dispuesto a que éste le diga algo. Una conciencia hermenéuticamente adecuada debe mostrarse sensible, de

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manera preliminar, a la alteridad del texto. Dicha sensibilidad no presupone una neutralidad objetiva o un olvido de sí mismo, sino una clara toma de conciencia respecto a las propias presuposiciones y los propios prejuicios. Hay que ser conscientes de las propias prevenciones, para que el texto aparezca en su alteridad y para que tenga concretamente la posibilidad de hacer valer su contenido de verdad frente a las presuposiciones del intérprete” (Ibidem).

En el diálogo con el texto el lector, de alguna manera, le habla a éste para poder escucharlo. En este diálogo se propone un sentido tras otro (porque la comprensión no está exenta de errores y de arbitrariedades), hasta ir identificando un sentido mejor y más adecuado en el que el texto (de acuerdo con su contexto de producción) expone su verdad. En el trabajo hermenéutico siempre hay lugar para nuevas hipótesis interpretativas y para renovadas comprensiones. Giro Humanístico En la segunda mitad del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX los sistemas filosóficos totalizantes (racionalismo, positivismo, marxismo) entran en crisis, la cual se profundiza por los acontecimientos históricos que sacuden a Europa. Los valores propuestos por estas filosofías optimistas parecen irrealizables. Como reacción a los acontecimientos que desgarran las vidas de los europeos se levantan el neotomismo, el existencialismo y el personalismo. a. Tomismo Con Guillermo de Ockham en el siglo XIV se inicia la disolución de la armonía entre la filosofía y la teología. Esta ruptura se amplía con la Ilustración, la cual generó un movimiento de secularización de las sociedades y las ideas europeas. En el siglo XIX el español Jaime Balmes (1810-1848) emprende un proyecto de restauración y reanudación de la tradición escolástica, específicamente de la filosofía tomista. Esta propuesta es acogida por el Papa León XIII (1810-1903) en la encíclica de 1879 Aeterni Patris, la cual versa “sobre la restauración de la filosofía cristiana conforme a la doctrina de Santo Tomás de Aquino”. En este documento se reconoce el valor de la filosofía para la teología:

“…, la filosofía, si se emplea debidamente por los sabios, puede de cierto allanar y facilitar de algún modo el camino a la verdadera fe y preparar convenientemente los ánimos de sus alumnos a recibir la revelación; por lo cual, no sin injusticia, fue llamada por los antiguos, „ora previa institución a la fe cristiana‟, „ora preludio y auxilio del cristianismo‟, „ora pedagogo del Evangelio‟” (León XIII, 1879).

Como se expresa en el subtítulo de la encíclica, la filosofía tomista debe ser la base de toda filosofía que se tenga por cristiana.

“…: entre los Doctores escolásticos brilla grandemente Santo Tomás de Aquino (…) No hay parte de la filosofía que no haya tratado aguda y a la vez sólidamente: trató de las leyes del raciocinio, de Dios y de las substancias incorpóreas, del hombre y de otras cosas sensibles, de los actos humanos y de sus principios, de tal modo, que no se echan de menos en él, ni la abundancia de cuestiones, ni la oportuna disposición de las partes, ni la firmeza de los principios o la robustez de los argumentos, ni la claridad y propiedad del lenguaje, ni cierta facilidad de explicar las cosas abstrusas. Añádase a esto que el Doctor Angélico indagó las conclusiones filosóficas en las razones y principios de las cosas, los que se extienden muy lentamente, y

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encierran como en su seno las semillas de casi infinitas verdades, que habían de abrirse con fruto abundantísimo por los maestros posteriores. Habiendo empleado este método de filosofía, consiguió haber vencido él solo los errores de los tiempos pasados, y haber suministrado armas invencibles, para refutar los errores que perpetuamente se han de renovar en los siglos futuros. Además, distinguió muy bien la razón de la fe, como es justo, y asociándolas, sin embargo amigablemente, conservó los derechos de una y otra, proveyó a su dignidad de tal suerte, que la razón elevada a la mayor de las alturas en alas de Tomás, ya casi no puede levantarse a regiones más sublimes, ni la fe puede casi esperar de la razón más y más poderosos auxilios que los que hasta aquí ha conseguido por Tomás” (Ibidem).

León XIII cree firmemente que la filosofía tomista posee argumentos poderosos para contrarrestar los embates de falsas sabidurías como el racionalismo, el materialismo, el idealismo y el positivismo; doctrinas practicadas por hombres blasfemos, soberbios, seductores y agitadores. En el siglo XIX el racionalismo y el positivismo deslegitiman a la teología como vía de acceso a la verdad. En el siglo XX el desencanto del llamado “posmodernismo” anuncia la incapacidad que tiene la razón misma para alcanzar cualquier tipo de verdad (científica, filosófica, teológica). Este desengaño es magistralmente dibujado por el escritor irlandés Clive Staples Lewis en su libro Cartas del Diablo a su Sobrino; en ellas Escrutopro (un demonio) instruye a su sobrino Orugario, quien cuida a un joven, en el arte de seducir y confundir a los hombres. El aprendiz había expresado su preocupación de que los hombres inteligentes leyeran los libros de los antiguos y pudieran descubrir y seguir las huellas de la verdad. Pero no hay de qué preocuparse porque a partir de un nuevo clima intelectual que se ha logrado suscitar, los hombres modernos viven en un ilimitado ahora y han adaptado el universo a los propios intereses.

“Tu hombre se ha acostumbrado, desde que era un muchacho, a tener dentro de su cabeza, bailoteando juntas, una docena de filosofías incompatibles. Ahora no piensa, ante todo, si las doctrinas son „ciertas‟ o „falsas‟, sino „académicas‟ o „prácticas‟, „superadas‟ o „actuales‟, „convencionales‟ o „implacables‟. La jerga, no la argumentación, es tu mejor aliado… … en el clima intelectual que al fin hemos logrado suscitar por toda la Europa occidental, no debes preocuparte por eso. Sólo los eruditos leen libros antiguos, y nos hemos ocupado ya de los eruditos para que sean, de todos los hombres, los que tienen menos probabilidades de adquirir sabiduría leyéndolos. Hemos conseguido esto inculcándoles el Punto de Vista Histórico. El Punto de Vista Histórico significa, en pocas palabras, que cuando a un erudito se le presenta una afirmación de un autor antiguo, la única cuestión que nunca se plantea es si es verdad. Se pregunta quién influyó en el antiguo escritor, y hasta qué punto su afirmación es consistente con lo que dijo en otros libros, y qué etapa de la evolución del escritor, o de la historia general del pensamiento, ilustra, y cómo afectó a escritores posteriores, y con qué frecuencia ha sido mal interpretado (en especial por los propios colegas del erudito) y cuál ha sido la marcha general de su crítica durante los últimos diez años, y cuál es el „estado actual de la cuestión‟. Considerar al escritor antiguo como una posible fuente de conocimiento -presumir que lo que dijo podría tal vez modificar los pensamientos o el comportamiento de uno-, sería rechazado como algo indeciblemente ingenuo. Y puesto que no podemos engañar continuamente a toda la raza humana, resulta de la máxima importancia aislar así a cada generación de las demás; porque cuando el conocimiento circula libremente entre unas épocas y otras, existe siempre el peligro de que los errores característicos de una puedan ser corregidos por las verdades características de otra. Pero, gracias a Nuestro Padre y al Punto de Vista

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Histórico, los grandes sabios están ahora tan poco nutridos por el pasado como el más ignorante mecánico que mantiene que „la historia es un absurdo‟” (Lewis, 2004).

En este contexto, Juan Pablo II, nacido Karol Josef Wojtyla (1920-2005), escribe la encíclica Fides et Ratio. En un clima marcado por una serie de integrismos y fanatismos religiosos que inundan el mundo y amenazan con un choque de civilizaciones, y de conservadurismo en algunas instituciones religiosas que amenaza con erosionar la ciencia y la democracia, este documento insiste en ver a la fe y a la razón como “las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad” (Juan Pablo II, 1998).

“¿De qué se trata, en el fondo, en la encíclica "Fides et ratio"? ¿Es un documento sólo para especialistas, un intento de renovar desde la perspectiva cristiana una disciplina en crisis, la filosofía, y, por tanto, interesante sólo para filósofos, o plantea una cuestión que nos afecta a todos? Dicho de otra manera: ¿necesita la fe realmente de la filosofía, o la fe -que en palabras de San Ambrosio fue confiada a pescadores y no a dialécticos- es completamente independiente de la existencia o no existencia de una filosofía abierta en relación a ella? Si se contempla la filosofía sólo como una disciplina académica entre otras, entonces la fe es de hecho independiente de ella. Pero el Papa entiende la filosofía en un sentido mucho más amplio y conforme a su origen. La filosofía se pregunta si el hombre puede conocer la verdad, las verdades fundamentales sobre sí mismo, sobre su origen y su futuro, o si vive en una penumbra que no es posible esclarecer y tiene que recluirse, a la postre, en la cuestión de lo útil. Lo propio de la fe cristiana en el mundo de las religiones es que sostiene que nos dice la verdad sobre Dios, el mundo y el hombre, y que pretende ser la "religio vera", la religión de la verdad” (Ratzinger, 2000).

b. Existencialismo El existencialismo es una de las corrientes filosóficas que más influyó en la cultura del siglo XX. Su éxito se debe, entre otras cosas, a la comunicación que sostuvieron sus representantes con el gran público y a la articulación de la reflexión filosófica con la literatura, especialmente con el teatro. Este movimiento refleja la crisis (social, cultural y espiritual) de una época. Las grandes expectativas anunciadas por el racionalismo, el positivismo, el romanticismo y el socialismo se desvanecen en un mundo fragmentado ideológica y políticamente, y que sede a la barbarie de la guerra y de las tragedias humanitarias (como los holocaustos armenio y judío). El existencialismo, que no es un movimiento unitario, desentraña el claro-oscuro de la existencia humana, la cual es ante todo individualidad, libertad y finitud arrojada en el mundo, en el que tienen que enfrentar problemáticas absurdas; allí hay que elegir, decidir y optar poder ser. En la opción más radical, que no es otra que el problema hacia dónde se orienta la existencia, está el punto de distanciamiento entre los existencialistas teístas (Karl Jaspers, Martín Buber, Gabriel Marcel), ateos (Jean Paul Sartre, Albert Camus, Simone de Beauvoir) y agnósticos (Maurice Merleau-Ponty). El existencialismo se caracteriza por:

“1) la centralidad de la existencia como modo de ser del ente finito que es el hombre; 2) la trascendencia del ser (el mundo y/o Dios) con el cual se relaciona la existencia; 3) la posibilidad como modo de ser constitutivo de la existencia, y por lo tanto como categoría insubstituible para el análisis de la existencia misma” (Reale y Antiseri, 1988).

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Uno de los grandes representantes del existencialismo teísta es el alemán Karl Jaspers (1883-1969), médico y psicólogo, quien establece un diálogo fructífero entre filosofía y ciencia. Para él estos dos saberes no son posibles el uno sin el otro. La ciencia proporciona conocimientos claros sobre datos fácticos; sin estos conocimientos la filosofía crecería en una especie de ceguera. A su vez, la filosofía aporta sentido y disuelve el dogmatismo, siempre renovado, de algunas concepciones científicas. La verdad aparece conflictiva para el hombre. La verdad científica, que objetiva las cosas, aunque muestre un progreso continuo siempre es provisional (cada día se descubren nuevas relaciones entre los objetos del mundo), porque el “ser” del mundo se le escapa. Si el mundo es inaferrable, con mayor razón el ser humano. La filosofía es aquella actividad y actitud que esclarece la existencia humana y la lleva a una conciencia de sí misma y a la comunicación con otras existencias. Comprenderse a sí mismo es el camino hacia la verdad; no la verdad objetiva (anónima, universal); si la verdad subjetiva, propia. En este sentido, la filosofía es un esclarecimiento de la existencia. La existencia humana concreta es una realidad singular; irrepetible; excepcional; individual; inconfundible; personal. En ella el ser humano se experimenta como libertad, como posibilidad, como elección, como apertura hacia eso-que-soy. La existencia humana es situada, ya que siempre está en un punto que le hace posible llegar a sí mismo. En “situación” la existencia humana se revela precaria, finita. A esta precariedad, en la que hay dolor, enfermedad, sufrimiento, culpa, muerte, historicidad, Jaspers la denomina como “situaciones límite”.

Cerciorémonos de nuestra humana situación. Estamos siempre en situaciones. Las situaciones cambian, las ocasiones se suceden. Si éstas no se aprovechan, no vuelven „más‟. Puedo trabajar por hacer que cambie la situación. Pero hay situaciones por su esencia permanentes, aun cuando se altere su apariencia momentánea y se cubra de un velo su poder sobrecogedor: no puedo menos de morir, ni de padecer, ni de luchar, estoy sometido al acaso, me hundo inevitablemente en la culpa. Estas situaciones fundamentales de nuestra existencia las llamamos situaciones límites. Quiere decirse que son situaciones de las que no podemos salir -y que no podemos alterar. La conciencia de estas situaciones límites es después del asombro y de la duda el origen, más profundo aún, de la filosofía. En la vida corriente huimos frecuentemente ante ellas cerrando los ojos y haciendo como si no existieran. Olvidamos que tenemos que morir, olvidamos nuestro ser culpables y nuestro estar entregados al acaso. Entonces sólo tenemos que habérnoslas con las situaciones concretas, que manejamos a nuestro gusto y a las que reaccionamos actuando según planes en el mundo, impulsados por nuestros intereses vitales. A las situaciones límites reaccionamos, en cambio, ya velándolas, ya, cuando nos damos cuenta realmente de ellas, con la desesperación y con la reconstitución: Llegamos a ser nosotros mismos en una transformación de la conciencia de nuestro ser” (Jaspers, 1953).

Las situaciones límite ponen al hombre frente a sus límites existenciales. Son como una pared contra la que se choca, pudiendo llevar a la existencia al naufragio. Lo único que se puede hacer con ellas es esclarecerlas. La figura más representativa del existencialismo ateo es el francés Jean-Paul Sartre (1905-1980), filósofo, escritor, dramaturgo, premio Nobel de Literatura (al igual que Albert Camus), militante del partido comunista, intelectual comprometido y pareja de la filósofa existencialista francesa Simone de Beauvoir (1908-1986). En sus escritos utiliza el método fenomenológico.

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En el mundo el hombre construye libremente su ser hombre, sin estar constreñido por ningún límite que lo determine previamente, siendo responsable de sí mismo. La existencia del hombre se desarrolla en el mundo (ser-en-sí), rodeado de cosas (que simplemente son-lo-que-son), pero instalado subjetivamente como conciencia del mundo y de sí mismo (ser-para-si). En este mundo el hombre es un proyecto, un ser que debe hacerse.

“El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Éste es el primer principio del existencialismo” (Sartre, s.a.).

La existencia del hombre, en consecuencia, precede a su esencia, que no está previamente definida porque el hombre es un hacerse con libertad absoluta y autorreferencial. Esta es una idea que contradice muchos postulados filosóficos precedentes y que, además, constituye la base de su ateísmo. En El Existencialismo es un Humanismo, Sartre ilustra de la siguiente forma la tesis: cuando un artesano fabrica o elabora un objeto, primero lo piensa guiado por el concepto y por su utilidad. En este sentido, la “esencia” del objeto hecho (el conjunto de parámetros y cualidades que permitieron producirlo y definirlo), precede a su existencia, la cual determina su presencia frente a mí. En el caso del ser humano, que se hace a sí mismo, no se puede colocar por encima de él ninguna realidad que previamente lo haya pensado y determinado, porque la esencia precedería a la existencia condicionándola desde el inicio. De existir dicha realidad, Dios, no seríamos libres. El existencialismo tiene que tomar una decisión: o Dios o el hombre, porque ambos no pueden coexistir.

“… si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre, o como dice Heidegger, la realidad humana. ¿qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que después se define. El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es defendible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla” (Ibidem).

c. Personalismo Una filosofía paralela al existencialismo, por el contexto en el que surge y los problemas a los cuales se enfrenta, es el personalismo. En palabras de su iniciador, el filósofo francés Emmanuel Mounier (1905-1950), el personalismo “es un esfuerzo integral para comprender y superar la crisis del hombre del siglo XX en su totalidad”. Para esta corriente filosófica la “persona” se constituye en el centro de la reflexión, siendo comprendida como una singularidad situada en la historia. A diferencia del existencialismo, esta singularidad no es un mero sucederse de experiencias; el hombre tiene una constitución ontológica que lo define como encarnación (como corporeidad), comunión (la persona coexiste con “otras” semejantes en un contexto sociocultural particular) y vocación (búsqueda de sí en un marco ético de autodeterminación y de transformación del mundo). La persona es presencia en el mundo y en éste es apertura a lo trascendente, al misterio, a Dios. Junto con Mounier se destacan en esta corriente filosófica, que ha dejado su legado en el desarrollo de la Declaración de los Derechos Humanos, el parisino Gabriel Marcel

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(1889-1973), el vienés de origen judío Martin Buber (1878-1965) y el lituano-judío Emmanuel Lévinas (1906-1995). Giro Postmoderno En el año 1979 el filósofo francés Jean-François Lyotard (1924-1998) publicó La Condición Posmoderna, popularizando un concepto que se habría paso en un amplio círculo de movimientos artísticos, culturales e ideológicos de la segunda mitad del siglo XX. La posmodernidad es una reacción crítica ante el fracaso del proyecto modernista, generando una auténtica hibridación ante tendencias dispares que instituyen una desconfianza generalizada ante los grandes relatos (las grandes verdades omnicomprensivas) con los que la humanidad se ha dotado a sí misma para interpretar su propio destino y para dar respuesta a los interrogantes acerca de su existencia. En este sentido instauran en la memoria de las personas conceptos como diversidad (para referirse a las identidades culturales) y pluralidad (para denotar la multiplicidad de racionalidades y lógicas para aproximarse a la realidad), fundando, de paso, un relativismo en las esferas de lo epistemológico y lo ético. Un gran aliado del movimiento posmoderno lo constituyen los medios de comunicación de masas, que logran posicionar este clima incapaz de trazar mapas precisos que permitan orientar la reflexión y la reflexión de manera adecuada. Para Gianni Vattimo (1936- ), filósofo y político italiano, las ideas de la posmodernidad, lo que él llama el “pensamiento débil, están estrechamente relacionadas con el desarrollo de escenarios multimedia (que ha multiplicado los centros de acopio e interpretación de los acontecimientos: “la historia ya no es un hilo conductor unitario, actualmente es una cantidad de informaciones, de crónicas, de televisores que tenemos en casa, muchos televisores en una casa”) y con la toma de posición mediática en los nuevos esquemas de relaciones y de valoración de las cosas.

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