Sobre El huésped de Guadalupe Nettel

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Una naranja en medio de la tarde > aliCia g arCÍa bergua La educación del estoico > Fernando Pessoa El huésped > g uadaluPe neTTel La confesión de Lucio > mário de sá-Carneiro Sábado > ian mCeWan dres,197 4), qué duda cabe, fue un siba- rita y un bibliólo, un  snob clínicamente enamorado de la Francia provenzal, un asiduo a las bellas mujeres tempera- mentalmente histéricas, un buen súb- dito británico antes que un compañero de viaje, un descendiente de irlandeses a quien no le molestaba reverdecer las ramas más alcurniosas de su genealogía y, quién lo habría pensado, uno de los clásicos modernos que han alcanzado la otra orilla. La posteridad, que Connolly en- tendió como aquello que al moderno le A Cyril Connolly, en la co- media que todo autor escribe sobre sí mismo, le tocó vender la máscara de la indolencia, de tal forma que su autorre- trato quedara apenas coloreado, como si fuera obra de un pincel vacilante y de una paleta condenada a secarse. Dis- puestos a seguir la melodía de esa per- turbadora queja elegíaca que es su obra, no todos sus lectores creemos, como él lo pensaba, que su destino haya sido el de la víctima casi feliz que se conforma con un hermoso fracaso. Connolly (Coventry,1903-Lon- queda del anhelo clásico de perfección, elevó Enemigos de la promesa  (1938 y 1948) y  La tumba sin sosiego (1945-1946), una ambigua autobiografía y un engañoso cuaderno de lecturas, a la altura de las obras sapienciales. Ese par de libros esclarecen lo que Connolly llamaba el “movimiento moderno” tanto como las cartas de Flaubert a Louise Colet sobre las intimidades del alma román- tica. Pero Flaubert todavía alcanzó a habitar una torre de marl, mientras que Connolly, al describirse, en todas las circunstancias y bajo todas las ate- nuantes como un escritor menor, pudo transformar , durante la Segunda Gue- rra Mundial, su refugio antiaéreo en un refugio de marl. Educado en Eton y en el Baillol College de Oxford, Connolly se con- formó con ser crítico literario, una vez publicada The Rock Pool  (1936), su pri- mera (y única) mala novela mala. Esa elección, leída como un sacricio, sigue provocando, en mi opinión, algunos equívocos. En la afable nota anónima que presenta la Obra selecta en español, dice que Connolly fue “un hombre de letras ajeno a la universidad”, lo cual, se agrega, “es raro” actualmente en España. La mayoría de los escritores latinoamericanos y españoles que co- nozco pasaron apenas unos meses en la universidad. Y si “hombre de letras” se entiende por “crítico literario”, estaría- Cyril Connolly The Selected Works, I. The Modern Movenment pról. William Boyd, ed. Matthew Connolly , Londres, Picador, 2002, 368 pp. NARRATIVA, CRÍTICA El maestro > Cyril Connolly 78  Letras Libres abril 2006 The Selected Works, I. The Modern Movenment Id, The Selected Works, II. The Two Natures Obra selecta > CYril ConnollY Un arte de hacer ruinas > anTonio José PonTe Id, The Selected Works, II. The Two Natures ed. Matthew Connolly , Londres, Picador, 2002, 379 pp. Id., Obra selecta trad. Miguel Aguilar, Mauricio Bach y Jordi Fibla, Barcelona, Lumen, 2005, 1,014 pp.

Transcript of Sobre El huésped de Guadalupe Nettel

  • Una naranja en medio de la tarde> aliCia garCa bergua

    La educacin del estoico> Fernando Pessoa

    El husped> guadaluPe neTTel

    La confesin de Lucio> mrio de s-Carneiro

    Sbado> ian mCeWan

    dres,1974), qu duda cabe, fue un siba-rita y un biblifi lo, un snob clnicamente enamorado de la Francia provenzal, un asiduo a las bellas mujeres tempera-mentalmente histricas, un buen sb-dito britnico antes que un compaero de viaje, un descendiente de irlandeses a quien no le molestaba reverdecer las ramas ms alcurniosas de su genealoga y, quin lo habra pensado, uno de los clsicos modernos que han alcanzado la otra orilla.

    La posteridad, que Connolly en-tendi como aquello que al moderno le

    A Cyril Connolly, en la co-media que todo autor escribe sobre s mismo, le toc vender la mscara de la indolencia, de tal forma que su autorre-trato quedara apenas coloreado, como si fuera obra de un pincel vacilante y de una paleta condenada a secarse. Dis-puestos a seguir la meloda de esa per-turbadora queja elegaca que es su obra, no todos sus lectores creemos, como l lo pensaba, que su destino haya sido el de la vctima casi feliz que se conforma con un hermoso fracaso.

    Connolly (Coventry,1903-Lon-

    queda del anhelo clsico de perfeccin, elev Enemigos de la promesa (1938 y 1948) y La tumba sin sosiego (1945-1946), una ambigua autobiografa y un engaoso cuaderno de lecturas, a la altura de las obras sapienciales. Ese par de libros esclarecen lo que Connolly llamaba el movimiento moderno tanto como las cartas de Flaubert a Louise Colet sobre las intimidades del alma romn-tica. Pero Flaubert todava alcanz a habitar una torre de marfi l, mientras que Connolly, al describirse, en todas las circunstancias y bajo todas las ate-nuantes como un escritor menor, pudo transformar, durante la Segunda Gue-rra Mundial, su refugio antiareo en un refugio de marfi l.

    Educado en Eton y en el Baillol College de Oxford, Connolly se con-form con ser crtico literario, una vez publicada The Rock Pool (1936), su pri-mera (y nica) mala novela mala. Esa eleccin, leda como un sacrifi cio, sigue provocando, en mi opinin, algunos equvocos. En la afable nota annima que presenta la Obra selecta en espaol, dice que Connolly fue un hombre de letras ajeno a la universidad, lo cual, se agrega, es raro actualmente en Espaa. La mayora de los escritores latinoamericanos y espaoles que co-nozco pasaron apenas unos meses en la universidad. Y si hombre de letras se entiende por crtico literario, estara-

    Cyril ConnollyThe Selected Works, I. The Modern Movenmentprl. William Boyd, ed. Matthew Connolly, Londres, Picador, 2002, 368 pp.

    NARRATIVA, CRTICA

    El maestro

    > Cyril Connolly

    78 Letras Libres abril 2006

    The Selected Works, I. The Modern Movenment Id, The Selected Works, II. The Two Natures Obra selecta> CYril ConnollY

    Un arte de hacer ruinas> anTonio Jos PonTe

    Id, The Selected Works, II. The Two Naturesed. Matthew Connolly, Londres, Picador, 2002, 379 pp.

    Id., Obra selectatrad. Miguel Aguilar, Mauricio Bach y Jordi Fibla, Barcelona, Lumen, 2005, 1,014 pp.

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    mos en riesgo de creer, como todava lo afirman algunos manuales, que crtico literario es aquel que postula teoras literarias legitimadas por la academia. Yo pensara al revs, por ejemplo, que el doctor F.R. Leavis o Roland Barthes fueron, adems de profesores, impor-tantes crticos literarios.

    El asunto de qu fue Connolly, cmo se lo puede definir, por as decir-lo, pedaggicamente, tiene relevancia. Si algo logr Connolly escribiendo re-seas semanales en el Sunday Times y en el New Statesman, editando una revista literaria y publicando un par de libros personalsimos, fue impedir que el cr-tico literario desapareciera del mapa, amenazado, ayer como hoy, por otras es-pecies mutantes y depredadoras, como el vendedor de enciclopedias, el propa-gandista poltico, el periodista de gusto corrompido, el pomposo profesor, el despiadado mercader editorial.

    Para preservar a la especie, Conno-lly hizo una concesin capital, la que preside, en Noventa aos reseando novelas (1929) su dcalogo: al crtico slo lo dejaran en paz si se presenta como la nmesis del creador, alimaa despojada por los dioses del fuego de la creacin. Como Palinuro (hroe y autor de La tumba sin sosiego), al crtico slo puede localizrselo en el Hades, sitio adonde fue a parar una vez que cay al mar mientras piloteaba la nave de Eneas.

    Con aquel artculo, el joven Conno-lly alienta la certidumbre de que todo escritor es autor de un texto liminar, en el cual duerme toda la perspectiva de su obra venidera, y se presenta no slo como conocedor de todos los secretos del oficio de crtico literario, sino como inventor de algunos de ellos. No otra cosa delata la deontologa que, expuesta en Noventa aos reseando novelas, puede o no cumplirse: lee los libros que reseas pero no ojees ms de una pgina para decidir si merecen ser reseados, aljate de las novelas de tus amigos, si un libro te gusta escribe para su autor y si no te gusta dirgete al pblico, procura no elogiar porque los elogios se escriben con adjetivos, que envejecen. Si quieres

    leer algo bueno sobre los escritores que se van muriendo ms vale que t mismo lo escribas.

    El crtico, concluye Connolly, no tie-ne por qu leer todos los libros ni a todos los autores: es, o debe ser, un catador. Y si se compara Noventa aos reseando novelas con Reviewing, folleto publicado diez aos despus por Leonard y Virgi-nia Woolf, es contrastante la preocupa-cin de Connolly por las condiciones materiales de la escritura mientras el matrimonio de Bloomsbury se despe-razaba, rodeado de domsticos, en el interminable verano del siglo xix.

    Matthew, el hijo tardo de Connolly, no se rompi la cabeza para recopilar la obra de su pap y, como la crtica inglesa ya lo expres, The Selected Works es un trabajo confuso y errtico.1 Se destaca la lamentable decisin de dividir Ene-migos de la promesa en dos volmenes, separando lo aparentemente crtico (la contraposicin entre los estilos verna-cular y mandarn) de lo aparentemente autobiogrfico (la adolescencia durante el reinado de Jorge v), lo cual equival-dra a sacar a Eckermann de las conver-saciones con Goethe u omitir a Boswell de la vida de Johnson, olvidando que Connolly, el moderno, necesita sepa-rarse de s mismo para dialogar con los dems.

    La edicin espaola, al ignorar ese dislate, resulta ms confiable que la inglesa de la que proviene. Es de la-mentarse, solamente, que no se haya respetado la bonita traduccin que Ri-cardo Baeza hiciera de The Unquiet Grave como La tumba sin sosiego, ms expresiva de la naturaleza del libro que La tumba inquieta, una nueva traduccin tan cho-cante como la que ha convertido, tam-bin recientemente, a La metamorfosis, de Kafka, en Transformacin.

    Debera ser la actualidad, tan jac-tanciosa de ignorar los lmites entre la ficcin y el ensayo, la que ofreciera la lectura ms hospitalaria a los Enemigos de la promesa, la obra que propuso subs-tituir la oposicin entre lo apolneo y lo dionisaco por aquella que enfrenta

    a los literatos mandarines y a los du-ros prosistas vernaculares. Diagnstico de las enfermedades profesionales del escritor moderno (alcohol, matrimo-nio, poltica), Enemigos de la promesa es, tambin, la piedra de toque de forma tan anglosajona del bildungsroman que es la novela de campus. Slo hasta que termin la Segunda Guerra y regresa-ron a casa los estudiantes traumatizados en el frente dejaron de escribirse esas elegas de la eterna adolescencia, segn opinaba Peter Quennell.

    El mundo de Eton y Oxford apare-ce gobernado por la homosexualidad apostlica, aquella forma de camarade-ra viril que en muchos casos se disipaba al abandonar el colegio, como vemos que ocurre, abiertamente, en Enemigos de la promesa. Tan pronto lleg a Lon-dres, Connolly descubri otro mundo, el de las mujeres y el de la poltica. Contraer un primer matrimonio con una opulenta estadounidense y pasar ese examen secular que fue la Guerra Civil Espaola, a la que asiste, cerca de la persona de su condiscpulo Orwell (y de su heterodoxia socialista) como corresponsal de New Statesman.

    Obra hipersensible a la claudica-cin de las democracias en Mnich y previsora de la asfixiante desolacin que emanara del pacto germanoso-vitico, Enemigos de la promesa fue una clarividente instantnea que culmina, clebremente, con Connolly autorre-tratndose a los 33 aos como un hom-bre viejo como su Redentor, que medita en esta poca del ao en que estallan las guerras, en que Europa tiembla y los dictadores atruenan, sentado bajo un pltano, insensible al honor, la ambi-cin y la gloria.

    Connolly nunca dej de concebirse a s mismo como un moderado intelec-tual de izquierda, aunque al conserva-dor Evelyn Waugh, uno de sus mejores amigos, le pareciera algo peor que un comunista: el tipo que por debilidad de carcter se enamora de chicas radicales. Resguardado tras esa aparente delica-deza que al puritano Orwell le pareca frivolidad, Connolly logr pintar, en Enemigos de la promesa, uno de los retratos

    1 Stefan Collini, Promises fulfilled, The Times Litterary Su-pplement, 8 de noviembre de 2002.

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    Librosque de esas aventuras de James Bond que escribi Ian Fleming, un buen ami-go de Connolly, a quien ninguno de estos detalles le pas inadvertido.

    Mientras se gastaba los adelantos de libros que jams escribira, se fue apoderando de Connolly el demonio del medioda o, si se prefiere, la ablica tranquilidad que supone el deber cum-plido. Se dedic, a partir de los aos cincuenta, a cultivar su pequeo ca-non: Horacio, Virgilio, Titulo, Proper-cio, La Fontaine y La Rochefoucauld, Pope, Leopardi, y reserv lo mejor de s mismo para sus contemporneos: de su amigo Ezra Pound a James Joyce y e.e. cummings, pasando por Ernest He-mingway, quien le pareca un novelista menor que estaba hecho, como hombre, de la materia de los grandes escritores.

    La curiosidad de Connolly no tena mucho vuelo, sentenci V.S. Pritchet, un crtico de su altura. Otros compararon a Connolly, siempre desventajosamente, con Edmund Wilson, que le llevaba diez aos de edad y lo trataba como a un igual. No tena Connolly la sociologa wilsonaniana pero, a diferencia de l, nunca crey que dorma con la llave de la historia bajo la almohada.

    De La tumba sin sosiego dijo Waugh que era una buena combinacin de mximas francesas (de Chamfort y de Sainte-Beuve) aderezadas con psicoa-nlisis, reproche que otros han repetido y que no me parece muy justo. Que Connolly no se sirviera de Freud, de Jung o de Wilhelm Stekel, de la vulgata que entonces arrojaba luz sobre la psi-que, habra sido tan inslito como que Montaigne prescindiera del estoicis-mo cristiano. Slo alguien tan libresco como Connolly (y biblimano: amaba lo mismo los libros de bolsillo que las viejas ediciones prncipe) poda ponde-rar, entre otras averiguaciones morales, la felicidad probable del segundo ma-trimonio. La tumba sin sosiego demuestra, como los ensayos de Montaigne (quien es el verdadero padre de Connolly, aun-que l prefiriese arrimarse a Pascal) cun falsa es la disyuntiva filistea entre los libros y la vida.

    En 1971 la Universidad de Austin

    Guerra Fra. Una de las virtudes de la Obra selecta en espaol est en reprodu-cir ese panfleto, faltante en The Selected Works y que, al parecer, tampoco se ha-ba reimpreso en ingls.

    La religin del comunismo, tal cual Connolly la describi en Enemigos de la promesa, tuvo un desenlace teatral en la Gran Bretaa. Al menos cuatro perso-najes de la elite acadmica, reclutados antes de la guerra en Cambrigde, fueron desenmascarados como espas soviti-cos. Dos de ellos, el historiador Guy Burgess y el fillogo Donald Maclean, lograron huir a la Unin Sovitica, y el cuarto hombre, Anthony Blunt, curador de las colecciones reales, fue finalmente denunciado, en 1979, por Margaret Thatcher. Con la brutalidad que lo caracterizaba, Arthur Koestler haba definido a los llamados espas de Cambridge como las vctimas de la trata de blancos que la Internacional Comunista haba efectuado entre los jvenes idealistas. Y un no menos enr-gico George Steiner present en 1980 el caso Blunt como una obra maestra de la simulacin existencial.

    Connolly, que conoca personal-mente a Burgess y a Maclean, no dud en hacer de Los diplomticos desaparecidos una quemante stira, en un momento en que muchos de los colegas y de los amigos de los agentes secretos los jus-tificaban en privado como filntropos aventureros que, acaso, se haban ex-cedido en el celo con que defendan la causa universal de la patria del socialis-mo. Burgess y Maclean representaron la lamentable farsa que, en los conocidos trminos de Marx, haba seguido a la tragedia optimista de la dcada de los treinta. Homosexuales bien conocidos, tanto como lo permita la secreca aris-tocrtica de las sociedades estudiantiles de Cambridge, en las que se formaron como individuos de excepcin y como dorados Sbditos de Su Majestad, Burgess y Maclean murieron misera-blemente en la urss. Vctimas de un alcoholismo que fue la trampa que aca-b por exponerlos como espas del kgb, Burgess y Maclean protagonizaron una historia ms propia de El Gordo y el Flaco

    ms certeros de aquella dcada cana-lla de la que W.H. Auden se despidi desde un lupanar de la calle cincuenta y dos. Se ha dicho, no sin razn, que Connolly se educ leyendo la poesa de Auden, tres aos menor que l, de la misma forma que Septiembre 1o, 1939 es un poema inconcebible sin Enemigos de la promesa.

    Durante la batalla de Inglaterra, Connolly no slo se present voluntario como bombero, sino anim Horizon en 1939, la revista literaria que compite (y se conoce que a veces ganas, a veces pierde) por representar de manera ms resuelta la gran tradicin del periodismo litera-rio insular. Ajeno a la impostacin de herosmo, como buen ingls, Connolly se atrevi a publicar, en el peor de los momentos posibles, una revista literaria cuya excelencia formaba parte de un es-fuerzo blico nacional, cuya liberalidad garantiz que Horizon recibiera del Esta-do su racin, militarmente autorizada, de papel, de tal forma que un millar de lectores pudieran leer, en plena guerra, no slo a George Orwell y a T.S. Eliot, sino a Jean-Paul Sartre y a la princesa Edmond de Polignac.

    Realizada en compaa de Stephen Spender y financiada, comprensible-mente, por un excntrico (Peter Wat-son), Horizon fue una de las empre-sas ms genuinamente liberales que aquella poca vio. Perseguido por esa indolencia que supuestamente lo ca-racterizaba y cansado de la brega pe-riodstica, Connolly cerr Horizon en 1950, despidindose con un nmero en el que aparecan, entre un artculo de Maurice Blanchot y otro sobre Francis Bacon, tres poemas de un mexicano: Octavio Paz.

    Es falso, a su vez, lo que Connolly deca: que, una vez derrotada la Re-pblica Espaola en 1939, ya no haba escrito un solo artculo poltico ni se haba preocupado de lo que llamaba, con wildeana altanera, las causas perdidas. No slo dedic Horizon a la poltica del Espritu, como la haba lla-mado Paul Valry, sino que public en 1952 un folleto titulado Los diplomticos desaparecidos, un pequeo clsico de la

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    le dedic una exposicin de homenaje, en la cual se exhibieron las primeras ediciones de los cien libros que Conno-lly haba seleccionado en El movimiento moderno (1965), lista comentada de esos nuevos clsicos con los que haba cre-cido, junto con el crtico, el siglo. Su alegra se amarg un tanto cuando se tropez con la marginalia de Waugh, una vez ms groseramente desdeoso de l. Pero a Connolly no le qued ms que tomarse fl emticamente esas primeras y amenazantes manifestaciones de la pos-teridad. El acto tuvo, en fi n, no poco de reparacin pblica: tratado como fan-tasma en casa vieja, Connolly empezaba a ser severamente cuestionado por la nueva crtica acadmica, desparpajada, teortica e insolente. Frank Kermode haba censurado el amateurismo, el di-letantismo de El movimiento moderno.

    La vejez, escribi Connolly en esos pequeos ensayos a la inglesa que aca-ban por perfumar su Obra selecta, no era lo que l haba imaginado, ese sabio cre-psculo donde dialogaban en silencio rboles centenarios como Tennyson y Carlyle. El universo de los viejos, descu-bri Connolly, era estrecho: cada viejo es un mundo, un horrible mundo. Para escapar de esas sombras, se cas por tercera vez y tuvo dos hijos a la edad en que otros tienen nietos. As conclua el ciclo de Enemigos de la promesa, aquel tratado donde se aseguraba que, siendo un beb incapaz de compartir el punto de vista artstico, el escritor moderno debera ser, idealmente, soltero y ho-mosexual.2

    Connolly, cuyas crnicas de viaje turban por ese olor a verano que arranca al escritor de su modesta y quisquillo-sa rutina, termin por pensar, conse-cuentemente, que al crtico slo le toca facilitar el viaje de los muertos. Por ello, como coleccionista de mascotas exticas, prefera los lmures, erran-tes espritus de los muertos, segn los romanos.

    Bromeaba con la idea de que no

    le gustara ir a ningn lado del pla-neta donde no tuviera la oportunidad de encontrar, a la vuelta de la esquina, una edicin rara de Proust. Yo mismo, hace aos, habiendo comprado en una librera de viejo una primera edicin de Connolly, encontr entre sus pginas el recorte de su obituario, puesto all por la amorosa y annima mano de un lector, sin duda el antiguo poseedor, quien me lo endosaba. En ese gesto cabe todo lo que Cyril Connolly signifi ca. ~

    ChrisToPher Domnguez MiChael

    2 Hay tres biografas de Connolly: Friends of Promise / Cyril Connolly and the world of Horizon (1989), de Michel Seldon, Connolly / A Nostalgic Life (1995) de Clive Fischer, y Conno-lly, A Life (1998), de Jeremy Lewis.

    CUENTO

    Partes del ImperioAntonio Jos PonteUn arte de hacer ruinasMxico, Fondo de Cultura Econmica, 2005, 191 pp.

    Se debe al fi lsofo alemn Arthur Schopenhauer una de las de-fi niciones ms precisas del estilo en la escritura. En un pasaje de su libro Pa-rerga y Paralipmena (1851) se deca que el estilo era algo fsico, equivalente a una fi sonoma del espritu, ms indeleble, incluso, que la otra fi sonoma: la del cuerpo. Schopenhauer, como tantos romnticos alemanes, pensaba que el estilo es el orden supremo de una len-gua, slo alcanzable por el genio en el arte literario, y cuya naturaleza puede ser tan especfi ca, nica e irrepetible, que permitira distinguir las escrituras nacionales ms ajenas o distantes. Des-de las griegas hasta las caribeas, agregaba.

    Despojada de su nacionalismo, la teora del estilo de Schopenhauer sigue siendo vlida. La rareza del estilo en cualquier literatura nacional es la mejor

    comprobacin del carcter casi mila-groso de ese don. Si nos preguntramos, seriamente, cuntos escritores con esti-lo hay en una literatura tan vasta como la cubana, por ejemplo, nos asombrara la parquedad de la respuesta. Es cierto, todos los escritores tienen estilo, pero un estilo, personal y discernible, slo muy pocos. El poeta, narrador y ensayista matancero Antonio Jos Ponte (1964) es uno de ellos.

    En los ltimos diez aos, Ponte ha juntado una obra de temprana plenitud, desglosada en cuatro gneros: poesa, ensayo, cuento y novela. La pregun-ta sobre el por qu de ese ejercicio de gneros diversos, que tantas veces se ha hecho en relacin con autores como Lezama, Piera y Arrufat, podra im-plicar tambin al autor de Un seguidor de Montaigne mira la Habana (1995). En Pon-te, a diferencia de tantos otros escritores de su generacin, el cultivo de varios gneros es una prctica genuina y au-torreferencial, ajena a las compulsiones grafmanas y los cabeceos comerciales. La escritura de varios gneros es, para Ponte, una llegada al centro de la misma ciudad desde distintas calles.

    Los temas del poemario Asiento en las ruinas (1997) y de la novela Contrabando de sombras, de los ensayos de Las comidas profundas (1997) y El libro perdido de los origenistas (2002), de los relatos de Co-razn de skitalietz (1998) y Cuentos de todas partes del imperio (2002) son los mismos: la Habana y sus ruinas, la tradicin y sus escamoteos, el socialismo y sus xodos, la amistad y sus traiciones, la memoria y sus olvidos. La literatura de Ponte es una plataforma giratoria que proyecta la misma imagen desde todas las miradas posibles.

    Esa capacidad de desplazamiento est garantizada, como decamos, por el estilo. Gracias a su prosa refi nada y, a la vez, transparente, Ponte es de los pocos escritores cubanos que, desde las reglas de la alta literatura, puede narrar, sin riesgo de artifi cios o disrupciones, la precariedad de la vida habanera. Esa na-rracin letrada de lo histrico, ese cifraje de la inmediatez social y poltica, est presente en todas las dimensiones de su

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    Librosescritura: lo mismo en un poema sobre Regla que habla de una lluvia que afina la memoria o en aquel otro, tambin ambientado en la baha, donde los ha-baneros beben t ruso y definen la poesa como un halcn al aire, una flota que se hunde, una provincia atroz..., que en los ensayos sobre el hambre en la ciu-dad o sobre las manipulaciones oficiales del legado de Orgenes.

    La narracin letrada de lo histrico est presente, decimos, en toda la es-critura de Antonio Jos Ponte, pero es ms legible, agregamos, en los cuentos, ahora recogidos por Esther Whitfield en la promisoria coleccin Aula Atln-tica, del Fondo de Cultura Econmica, que coordina Julio Ortega. Tal vez, esta mayor legibilidad de lo poltico se deba a que en sus relatos, con mayor liber-tad que en el ensayo o la novela, Ponte fabula con los ardides de la crnica. La economa narrativa del cuento le permite a Ponte reconstruir la vida de unos becarios cubanos en la Unin So-vitica, de una emigrante en Islandia o escenas inusitadas en el bao de un aeropuerto, una carnicera en el Barrio Chino, una barbera en la Habana Vie-ja, una estacin ferroviaria o el muro del Malecn.

    Los tonos y las estirpes de estos cuentos son muy diversos. La noveleta Corazn de skitalietz, por ejemplo, tiene la melancola de algunas pginas de Mann, Dostoievsky, de novelas del su-rrealismo tardo, como La espuma de los das de Boris Vian, y, an, de la literatura gtica inglesa Ponte es un devoto clan-destino de Walpole, Maturin, Parnell, Young, Blair y Gray, cuya huella es tan perceptible en su novela Contrabando de sombras. Los personajes de esa noveleta (Escorpin, Misterio, el Historiador, la Astrloga), alegricos y evanescentes, son corazones solitarios, anmicos profesionales, vagabundos sin desti-no o, ms bien, sin otro destino que un hospital a altas horas de la madrugada.

    Poco tiene que ver esta atmsfera lgubre con la irona y el sarcasmo de Lgrimas en el congr, A peticin de Ochn o Un arte de hacer rui-nas, el relato dedicado a Reina Mara

    Rodrguez que da ttulo al volumen. El escenario en que vive el joven ur-banista, que redacta una tesis sobre la construccin de barbacoas, inspirado en el Tratado breve de esttica milagrosa, es el mismo la Habana ruinosa y polvo-rienta, pero el ambiente espiritual y el habla de los personajes son distintos, ms plenamente herederos de Piera, Cabrera Infante y Arenas que de algn otro escritor occidental. El dolor de Co-razn de skitalietz es procesado, aqu, de otra manera: con la lcida tecnologa del humor y el ingenio.

    Siempre hay dos constantes en esa plataforma giratoria que caracteriza la escritura de Antonio Jos Ponte: la Ha-bana en ruinas y la dispora de los cu-banos por el mundo. Sobre la primera, diremos, tan slo, que se trata de una Habana escurridiza, no tan geogrfica-mente definida como la de Carpentier, Lezama o Cabrera Infante. La Habana de Ponte asoma la cabeza, casi siem-pre, por la zona del puerto, pero ms adelante, en un mismo relato, puede manifestarse lo mismo en Miramar y el Vedado que en La Vbora o El Cerro. La de Ponte es, adems, no slo una Ha-bana de aviones y balsas que permiten abandonar la isla, sino una de trenes y mnibus que exponen la urbe a la in-quietante energa de las provincias.

    El otro pilar de esa plataforma, la dispora, alcanza en la narrativa de Ponte una de las visiones ms sofistica-das de la literatura cubana contempo-rnea. A partir de una frase de Kipling, Ponte traza la alegora de Cuba como un imperio que difumina a sus ciudadanos o, ms bien, a sus sbditos por el mun-do. Pero, curiosamente, esa propaga-cin mundial del vasallaje de un reino no est fechada en los noventa, como afirma Esther Whitfield en el prlogo, sino en el envo de miles de estudiantes cubanos a la Unin Sovitica y Europa del Este en los aos setenta y ochenta. En muchos cuentos de Ponte, como en tantos poemas de Emilio Garca Mon-tiel y en todas las novelas de Jos Ma-nuel Prieto, siempre hay un personaje que vive en Europa del Este o que acaba de regresar de all, lleno de referencias

    culturales eslavas.Ponte sostiene la idea original de que

    la dispora postcomunista no el exilio anticastrista que comenz desde el mis-mo ao 59 se inici con aquellos con-tingentes de becarios. En ese peregrinaje est el origen de la mxima fragmenta-cin del imperio que experimentamos en nuestros das. Cuba, pequeo reino del imperio sovitico, ha sido, tambin, a su manera, una isla imperial. Y como todo imperio, esa Cuba confirma su proyeccin trasnacional en el momento de decadencia, no en el de auge. Una clebre tradicin de historiadores de im-perios, desde Gibbon hasta Duroselle, establece que la verdadera naturaleza imperial de cualquier organismo polti-co no est dada por su momento de fuer-za o esplendor, sino por su agotamiento, por su declinacin.

    Un imperio puede durar dos aos como el de Iturbide, tres como el de Maximiliano, ochenta como el de los Pedros en Brasil, o varios siglos como los de Habsburgos y Borbones en la Europa clsica. Pero para confirmar su esencia imperial, que proviene del modelo ro-mano, todo reino debe experimentar la decadencia. Y esa decadencia, como es sabido, consiste, generalmente, en una fragmentacin del territorio o de la comunidad de sbditos que puede durar aos o dcadas. Eso fue lo que sucedi a Espaa entre 1808 y 1824 y a la Unin Sovitica entre 1989 y 1992. Eso es, tambin, lo que le ha pasado a Cuba en los ltimos veinte aos.

    Es cierto, la literatura de Antonio Jos Ponte puede ser leda como un tes-timonio formidable de la ltima y pro-longada decadencia cubana. Pero defi-nir una obra tan refinada, cosmopolita y crtica como literatura del perodo especial es el principal argumento del prlogo de Esther Whitfield resulta inapropiado por partida doble, ya que arraiga en su inmediatez histrica una obra que debera leerse desde los tiem-pos del estilo, que son ms prolongados que los de la poltica, y acredita el ma-oso eufemismo perodo especial en tiempos de paz dentro del campo de los estudios literarios. Definir de esa

  • abril 2006 Letras Libres 83

    manera la narrativa de Ponte, por no hablar de la poesa y el ensayo, es empo-brecer, simultneamente, la literatura y la historia de Cuba, suscribiendo la terminologa del poder.

    Acreditar la frase perodo especial como un nombre de poca o como la ca-lifi cacin del ltimo tramo de la historia contempornea de Cuba no slo signi-fi ca admitir que esa etapa, as llamada, marca decisivamente la produccin cul-tural de la isla tal y como lo hicieron, en su momento, la Edad de Plata rusa, la Belle Epoque francesa o el American Renaissance en Estados Unidos sino algo ms grave: fechar excesivamente la produccin literaria de la isla, subor-dinar la dialctica de la tradicin a las caprichosas periodizaciones histricas del Estado. La literatura de Ponte sera, en todo caso, no una literatura de, sino contra esa mascarada del tiempo, lla-mada perodo especial, que pretende atribuir un sentido coyuntural o provi-sorio a lo que, en verdad, es el lentsimo derrumbe de un rgimen. ~

    raFael roJas

    POESA

    Leccin de rbolAlicia Garca BerguaUna naranja en medio de la tardeMxico, Libros del Umbral, 2005, 77 pp.

    En La anchura de la calle, su ttulo anterior, de 1997, Alicia Garca Bergua abre su libro con un poema so-bre los rboles, y lo mismo hace con ste, Una naranja en medio de la tarde, nueve aos despus. Es ms, en este nuevo libro la presencia de los rboles se ha hecho ms intensa. Toda la primera sec-

    cin, de manera explcita o implcita, est dedicada a ellos. Tambin llama la atencin que en los poemas que abren los dos libros aparezca la misma opo-sicin entre los rboles y las nubes. En La anchura de la calle se nos dice que los rboles, antes que las nubes, que el cielo y las estrellas, fueron los dioses del ser humano, y no slo sus dioses sino sus maestros. Cito de aquel libro:

    Fueron los rboles que nos hicieron hombres,nos dieron la confi anza de caminar erguidosy levantar los brazos

    Esta incitacin a la verticalidad, tan de-cisiva para nuestra especie, regresa en el nuevo libro convertida en algo distinto. Ya no somos simples discpulos de los rboles, sino que en lo ms hondo de nosotros somos como ellos:

    Debo despreocuparme, disfrutar de mi follaje,la raz que se engrosa, las ramas que viajan extendindose,las nervaduras y los pliegues del tronco,su largo titubeo frente a la inmensidad...

    Este cambio de perspectiva me parece que defi ne la mayor diferencia entre los dos libros. La anchura de la calle es un libro de recuento y aprendizaje, de fatiga, fatiga expresada en el mismo ttulo: la calle no slo se recorre a lo largo, sino tambin a lo ancho. Este nuevo libro, en cambio, es un libro de aceptacin. Los temas de un libro a otro no han cam-biado: la memoria, la familia, la casa, la amistad, el exilio, el amor y, natural-mente, los rboles. Estaba olvidando otro, importantsimo: el caminar. Alicia Garca Bergua ha hecho su poesa cami-nando. La cadencia de sus poemas, su aparente modestia rtmica, sustentada principalmente en versos de siete y once slabas, con alguno que otro alejandrino y peridicas rupturas a travs de versos de ocho slabas, que cumplen una dis-creta funcin de endurecimiento del

    tejido prosdico; ese ritmo como de roturacin agrcola, de arado, que des-dea tanto el encabalgamiento como los juegos sonoros, o apenas los aprovecha, es antes que nada el ritmo de alguien que ha comprendido la vida caminan-do, doblando esquinas, detenindose, reanudando la marcha y cruzando las calles. No es de extraar que alguien as haya asignado a los rboles, y no a las nubes o al cielo, un papel de magisterio en nuestras vidas. Si los rboles cami-nan, y de seguro caminan, no despla-zndose sino ensanchndose, caminan as, a travs de titubeos y de dudas, a menudo retorcindose.

    Pero a la presencia del esfuerzo y de la refl exin detenida, tan propios de toda la poesa de Garca Bergua, se suma en este ltimo libro un elemento nuevo, el de la sensualidad, apenas pre-sente en sus libros anteriores. Se trata de una sensualidad que, de acuerdo con el temperamento tan frugal de esta poesa, no se separa de los gestos coti-dianos ms comunes y se expresa, ms que como apetito sexual, como molicie y abandono, como hartazgo de los l-mites y vuelta a una estado elemental, a un rebao primigenio. Una atmsfera detenida de siesta, de estupor, aniquila momentneamente el tiempo:

    El agua, los zumbidos, los oloresse convierten en un lento goteo.Es tan slo una pausa repetidade la pieza que ejecuta el jardn.Con tacto me uno a ella,para no interrumpir,ni parecer ajena si me tiendo.

    Al medioda, cuando impera alrede-dor el loco zumbar de los insectos, el tiempo mismo cesa su carrera, toma un momento de respiro y

    se adhiere a nuestras frentes sudorosasy a la boca que se abandona abiertaa soltar un hilillo de saliva.Est en la limonada que se asienta,en la mano que cae sobre la enaguay en la respiracin que va ms lenta

  • 84 Letras Libres abril 2006

    LibrosLa experiencia de los sentidos, el puro estar con uno mismo (Ahora todo es concreto y limitado, / nada es ms de lo que es), se desquitan por una vez de la memoria, de la refl exin y de la indagacin dolorosa. Hay un verso estupendo que resume esto, un verso que, si me apuran, mereca el honor de dar el ttulo al libro: no quiero visitar barcos hundidos. Creo que es uno de esos raros versos capaces de coagular un libro. Como nieta e hija de exiliados, la autora de Una naranja en medio de la tarde ha tenido que sumergirse en su pasado en mayor proporcin que los dems. Dividida entre dos culturas, ha tenido que mirar hacia atrs una y otra vez, hasta establecer con el origen un pacto ambiguo que puede resumirse as: djame vivir y nunca te dar la espalda. Es un pacto agotador que obliga a un continuo movimiento de rectifi cacin y de equilibrio, y al que amenaza una do-ble tentacin: volverse defi nitivamente hacia el pasado, recogindose en su ma-driguera o, al contrario, suprimirlo de tajo con un salto hacia adelante, que es un salto en el vaco. Aqu, de nue-vo, aparece el callado magisterio de los rboles. A la madera hundida de los barcos, ellos responden con su made-ra fatigada y nudosa, pero cambiante y fl exible. A la oscuridad del abismo, oponen la claridad de su trabajo:

    Su sangre es agua oscuraque ellos van aclarandopara hacerla emerger en el follaje

    Pero a este trabajo arbreo de aclara-cin, de succin de materia oscura para convertirla en hojas, por ms resplan-deciente que parezca, le falta algo para que sea una enseanza y un modelo, no una ciega tarea de reproduccin. Para decirlo en los trminos de esta poesa, a los rboles, para que los amemos, les falta el abrigo de las nubes. Carentes de nubes, de la elevacin y perspectiva de las nubes, los rboles son menos r-boles; les viene de all arriba su mejor ofi cio, que es dar sombra, o sea profun-didad. Los rboles son nuestras nubes ms a la mano, los transmisores ms

    prximos de esa alternancia entre la luz y la oscuridad, entre la evidencia y lo no dicho, que hace que su magisterio sea inagotable. Bajo su sombra aprendemos a aceptarnos. A la fatiga del crecimiento sucede la molicie del descanso, que lle-va a la muerte, pero tambin a eros. As, justo cuando empieza a vislumbrarse la muerte, se obtiene la salud tan ansiada. Porque Una naranja en medio de la tarde es, entre otras cosas, un libro que seala el fi nal de una larga convalecencia. Lo recorre el tranquilo estupor de sentirse curados. Cunto camino andado jun-to al miedo, reza el comienzo de uno de los poemas. Ahora que la muerte es ms prxima, el cuerpo, por fi n, logra hacerse escuchar. Y aqu damos con uno de los momentos memorables del libro. Aparece un extrao fantasma en las ltimas pginas, una presencia que viene a despedirse, una curiosa herma-na interior de la que nada se saba y que siempre estuvo all, testigo silencioso de los desvos, las falsas ilusiones y las torpezas de la autora. Viene a perdonar y a pedir perdn, es en cierto modo la mujer que la autora nunca pudo ser, y al quitarse del camino para dejar el trecho ms despejado, deja un remedio que no se saba que poda existir:

    Se despide una mujer que he sido,y que sin saberlo quera tener hijos.Ella es ahora como la lluvia que caemientras escribo ahora que atardece,un sonido inquietante,un regocijo cerca y lejos de mque amaina poco a poco.Le digo adis desde esta pgina,donde me han sorprendido sus fatigas,y le pido perdn, y me perdono,de no haber entendido cabalmenteese deseo escritocon la tinta invisible de mi cuerpo.

    Slo ahora que atardece logramos desci-frar esa tinta invisible que nuestro cuer-po segrega, que siempre ha segregado, l, el inquilino ms viejo de nuestro ser, que slo desea tenderse bajo un rbol y

    tener un hijo, perpetuarse y no visitar ningn barco hundido. Su situacin es simple, su aspiracin tambin:

    vive inmerso en la fe de la materiaque en el suelo lo puso a resistir,no quiere ser arena todava. ~

    Fabio morbiTo

    NOVELA

    Necesidad e imposibilidad de creer

    Fernando PessoaLa educacin del estoicotrad. R. Vilagrassa, Barcelona, El Acantilado, 2005, 98 pp.

    En alguna redaccin de corte terico, Fernando Pessoa arremetera contra nada menos que J. W. Goethe ar-guyendo que haba escrito demasiados libros y, por tanto, se haba repetido. La nica disculpa para una obra tan vasta propuso sera la variedad. Y entusiasma su irreverencia, pues res-pira sanidad, insumisin cultural. Sin embargo, con toda la aparatosa prole creada por l mismo entre seudnimos, heternimos y apariciones casuales de otras personalidades literarias dentro de s su llamado drama en gente, no existe en el conjunto de la obra pessoa-na tanta variedad en el registro tonal con todo y la variedad estilstica in-comparable y verdicamente pasmosa: la multitud de lter egos confunde, promete esa variedad anhelada, pero sta es siempre relativa, ya que todas las facetas autorales pertenecen a una familia espiritual: hay en todas clarivi-dencia, desolacin, desencanto, fi loso-fa, y amor por lo humilde y signifi cati-vo de la existencia.

  • abril 2006 Letras Libres 85

    Goethe mata al joven Werther para salvar su propia vida. De este modo, en diversos grados de intensidad, los auto-res han recurrido al proceso literario de autocatarsis para exorcizar esto o aque-llo, un desafortunado pasaje de tragedias familiares o un amor turbulento. En su eplogo a La educacin del estoico, Richard Zenith (con nombre sospechosamente seudonmico y pessoano), sugiere que Fernando Pessoa crea al Barn de Teive para coquetear con ensueos de aristo-cracia, para asentar sus convicciones de estoico, y que luego escoge matarlo, hacer que el personaje se suicide, para respirar l mismo y cobrar una relativa serenidad mediante el conjuro.

    Conviene dejar claro que el ma-nuscrito de tapas negras encontrado en el legendario bal de los textos ps-tumos de Pessoa esa verdadera arca de los prodigios, y firmado por lvaro Coelho de Athayde, decimocuarto Ba-rn de Teive, es un esbozo de libro, un texto inacabado y sin revisar. Con todo y el genio de Pessoa, eso resulta evi-dente. Fuera de las pginas finales, que concentran un cierre verdaderamente dramtico, el resto de La educacin del es-toico, como volumen, adolece de lo que podra juzgarse el mayor defecto del portentoso Libro del desasosiego, la bitco-ra que Pessoa desarrolla y le atribuye a Bernardo Soares: la brillantez, hondura y densidad del texto raramente fluctan conforme ste avanza, de tal modo que un conjunto de cualidades se convier-ten en un defecto capital: la monotona. No hay altibajos, crestas y valles, be-moles, respiros, pausas, no hay lo que acaba constituyendo una estructura. El diseo se diluye. Termina siendo como el diccionario o el directorio telefnico: todo guarda igual importancia, no re-siste omisiones, pero, por lo mismo, no contiene clmax, no se resuelve.

    Estas declaraciones, que podran considerarse sacrilegio puro, quedan matizadas si se acepta la nocin de que todos los manuscritos sin revisar de Pessoa, aunque bien puedan contener tesoros de peso abrumador, habran de verse como ejercicios preparatorios, preludios para lo que son obras maes-

    tras pulidas del autor y sus heternimos, o bien sus ecos, sus residuos. As, en La educacin del estoico encontramos deste-llos del bucolismo pagano de Alber-to Caeiro, del aliento y la inspiracin desaforada de lvaro de Campos, de la visin lcida y csmica del Pessoa homnimo de Tabaquera.

    Sobre todo es Tabaquera la obra maestra del poeta que resulta ms pre-sente en las pginas de La educacin del estoico. Con todo y el ttulo, con todo y una entrada en el apndice, llamada En el jardn de Epicteto, la lectura de todo esto rara vez recuerda al autor del formidable Manual de vida, quizs no tanto porque los conceptos difieran, sino porque la tnica es tan distinta. Epicte-to no est all. Y, aunque esto entrae una platitud, se dira que a quien ms recuerda Pessoa aqu, an ms que al desasosegado Bernardo Soares, es a An-tnio Mora, autor de El regreso de los dioses. Es decir: Pessoa nos recuerda a Pessoa, a uno de sus personajes del drama en gente. Dice Mora: Todos los pseudopaganos de nuestro tiempo no han conseguido un alma pagana antes de idear su paga-nismo. Es cristiano el sentimiento con el que desean el paganismo.

    Este concepto no queda explicita-do en el monlogo suicida del seor Athayde, Barn de Teive. Pero s po-dra decirse que nutre su nimo ms beligerante. Por otro lado, Teive, un caballero portugus de principios del siglo xx, se est internando de lleno en terreno pagano. Bertrand Russell anota: El estoicismo es la menos helenstica de las escuelas filosficas de esa era. Inclinado mayormente a lo neoclsico, al igual que el otro Pessoa llamado Ri-cardo Reis, Teive descalifica a los grie-gos como excesivamente nios, simples. Empero, el punto de apoyo para una de las imgenes sobrecogedoras de Teive viene de Zenn. El Barn concluye: El escrpulo es la muerte de la accin. El axioma es tajante pero se va concibien-do desde pginas antes, con base en la clsica consideracin respecto a la intransponibilidad de cualquier espa-cio, que por ser infinitamente divisible es por tanto infinito. Dice Teive que

    el argumento del griego actu sobre l como una droga extraa con la que me hubieran intoxicado el organismo espiritual.

    Precede al manuscrito una carta igualmente apcrifa del Barn, momen-tos antes de suicidarse: Estas pginas no son mi confesin, son mi definicin. En el implacable discurso contra el sentido de las ilusiones, de la esperanza o de la vida misma, se plantea, hacia el final: En la arena en que el Csar nos arroj para que gladiramos, el que muere es vencido, y el que mata vence.

    As, en el prrafo final, el seor Athayde se sita en un circo (imagen irnica de valor aadido para lectores locales), en un circo rodeado de estrellas y ante el Csar. El maestro de ceremo-nias voceara en la pista central el con-flicto entre la necesidad emocional de la creencia y la imposibilidad intelectual de creer. Y razona respecto al sentido doble de su acto suicida: Si el vencido es el que muere y el vencedor, quien mata, con esto, confesndome vencido, me declaro ganador. ~

    Claudio isaaC

  • 86 Letras Libres abril 2006

    Libros

    NOVELA

    Tras el loco que somosGuadalupe NettelEl huspedBarcelona, Anagrama, 2006, 191 pp., (Narrativas his-pnicas, 390).

    La ceguera y el Metro son las coordenadas por las que se desplaza la accin de la primera novela de Guada-lupe Nettel (ciudad de Mxico, 1973). La ceguera como una concepcin de la vida alternativa a la de los videntes, a partir de la cual la protagonista intenta hallar las claves para descifrar la pecu-liaridad de su modo de ver el mundo, y el Metro como opcin cierta de libe-racin y refugio ante el naufragio de la ciudad de arriba. Su aparicin obedece a la lgica interna de la novela, que est enderezada conforme a la evolucin de Ana, la protagonista; al surgimiento de su naturaleza ms honda: el husped del ttulo en el que Ana se transforma. As, el tema de este libro es el de la trans-formacin de uno mismo en el loco que somos, como dice Jean Paulhan en el epgrafe.

    El doble, para Nettel, es un parsito que cohabita con uno mismo y que se vale de la misma piel, de la misma carne y huesos para existir. Las comparaciones son desgranadas por la protagonista: la caricatura donde el coyote se quita la piel y es una oveja y sta, a su vez, hace lo propio y vuelve a ser coyote: historias como la de Alien o costumbres como la de los caros que, invisibles, habitan la epidermis. Ms que la de abortar al hus-ped, la preocupacin de Ana consiste en defender su identidad ante la invasin del parsito, en asumirlo, en saber que tarde o temprano dominar su personali-dad, de tal suerte que slo queda tenerlo

    bajo control conocindolo a fondo.Desde la infancia, Ana echa mano

    de procedimientos semejantes a los que ms o menos todos hemos prac-ticado como juegos secretos, aunque bajo su ptica, y conforme alcanza la edad adulta, irn perdiendo candor y ganando complejidad hasta confi gurar un sistema personal de desciframiento que, paralelamente, constituye las pau-tas del mundo novelesco de El husped. Por este camino, Ana descubre que La Cosa as llama al parsito pertenece a la oscuridad y odia la luz, de modo que coleccionar recuerdos visuales se convierte en una estrategia de control; tambin lo ser, tras una revelacin ante el espectculo de ver a los ojos de un invidente, estudiar la ceguera desde la perspectiva de los ciegos.

    Por qu de pronto nos sentimos impelidos a infl igirnos pequeos su-plicios sin razn aparente? Qu nos mueve a arrojarnos de bruces justo a lo que odiamos o nos provoca repug-nancia? Cuntas veces nos ha sorpren-dido un extrao de cuya presencia no tenamos la menor sospecha y que se revela de pronto, incomprensiblemen-te, dentro de nosotros? Las resoluciones de Nettel a estas preguntas que deja planteadas por la va novelesca, alejada de cualquier tentacin psicoanaltica pertenecen al mundo de Ana, pero la narracin, iluminando zonas slo lo su-fi ciente para que el lector complete los hechos relatados, consigue despertar la refl exin acerca de qu motiva ciertos resabios de nuestro carcter que suelen pasar inadvertidos, o a dnde pueden conducirnos.

    As, hechos como la muerte del her-mano de la que se autoculpa Ana, o comer voraz y enajenadamente los odiados ch-charos directamente de la lata, empearse en fabricar recuerdos visuales, buscar ser mordida por alimaas ponzoosas, sos-pechar de los mensajes escritos en Braille, entregarse a un mendigo baldado y sucio sin pice de amor constituyen algunas de las seas que Ana entiende para moverse en los dominios de La Cosa y que termi-narn por conducirla a abandonar la vida de la superfi cie.

    Quiz lo ms interesante del do-ble segn Guadalupe Nettel sea que no se trata de un Jekill y Hyde, ni de un lado bueno y otro malo que libran una batalla moral. La protagonista de El husped entabla a lo largo de su vida un constante autoconocimiento, leyendo las mnimas seales e impulsos para asirse a la realidad inventando a cada tramo sus propias herramientas y so-luciones. Nunca se refi ere a s misma como una enferma. De hecho, cuando se contagia de hepatitis, la lucidez que le otorga el padecimiento le permite afi nar su percepcin del parsito. No hay, pues, una Ana convencional y otra ominosa: hay una sola Ana que asume sus peculiaridades nicas. Hacia el fi nal de la novela afl ora La Cosa y sera in-justo decir que esto constituye el fracaso de la protagonista. Es una realizacin al revs que dota al personaje de plena identidad.

    En la narrativa mexicana el Metro ha sido objeto de crnicas y cuentos (La fi esta brava de Jos Emilio Pa-checo es el ms memorable), pero no de novelas. Buena parte de la accin de El husped transcurre en el Metro de la ciudad de Mxico. Aunque Nettel tropieza con algunos lugares comunes las torteadas a las horas pico, consi-gue transmitir algo de la condicin sub-terrnea que pocos usuarios advierten ah abajo, pues, como en la lectura, en el Metro conviene saber leer entre l-neas. Mediante paseos ociosos y visitas a los recovecos de las estaciones, Ana lo hace y es introducida a una especie de organizacin secreta cuyos miembros constituyen una de las tantas ciudades que coexisten en la de Mxico. Quiere la trama que hoy Ana siga vagando y morando en el Metro.

    El engolosinamiento en detallar as-pectos pueriles cuando Ana evoca su infancia; ancdotas extravagantes, que se antojan slo para turistas, como la co-milona en un panten, durante un Da de Muertos, a base de tacos de manat de Xochimilco; lances innecesarios como el rellenado de sobres electorales con caca que sern repartidos en un camin de la basura robado por Ana y su nmesis

  • NOVELA

    Para alumbrar el humoMrio de S-CarneiroLa confesin de Luciotrad. Mario Morales, Mxico, Nueva imagen-Conaculta, 2005, 158 pp.

    Las pilas de novedades in-cluyen esta rareza: La confesin de Lucio, novela escrita en 1914 por el portugus Mrio de S-Carneiro (1890-1916). La apariencia del libro es un percance: la portada color naranja muestra una pluma fuente encima de hojas sueltas, manchadas con tinta de sangre. La no-vela fue traducida por Mario Morales con el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Lo obvio se subraya: gracias a la alineacin de los astros, o el carcter de lo inaudito, puede tener sitio un ttulo como ste en los tiempos que corren. Quizs haya que atender a los libros descuidados que llegan feos a los estantes para diferenciarse de los otros, hijos bien hechos, nutridos con la ganancia de la planeacin.

    Despellejando las calamidades de la edicin, se encuentra el oasis. Mario de S-Carneiro es uno de los repre-sentantes del Modernismo lusitano y fue impulsor de la revista Orpheu, con Fernando Pessoa. La confesin de Lucio ha sido referida a travs del tiempo como un libro sorprendente. El reco-

    nocimiento de su obra deriva de dos hechos: la procuracin de lo enigmtico en su escritura y la amistad que sostuvo con el consagrado Pessoa.

    Un recuento de su biografa, segn la Historia de la literatura portuguesa de ngel Marcos y Pedro Serra (Salaman-ca, Luso-Espaola de Ediciones, 1999) dicta: Naci en Lisboa en el seno de una familia de alta burguesa; despus de haber pasado por Coimbra, estudi derecho en Pars. Como consecuencia de una seria crisis existencial se suicid, con veintisis aos, en la habitacin de un hotel. S-Carneiro escribi poco antes, en Indcios de Ouro: Yo no soy yo ni soy el otro, soy alguna cosa in-termedia.

    La novela se inicia con esta adver-tencia: Mi inters hoy en gritar que no asesin a Ricardo de Loureiro es nulo, dicha cuando el personaje ya ha cumplido diez aos en la crcel. Y sigue: slo digo la verdad [] incluso cuando sta sea inverosmil. Aunque el lector se vea persuadido ante la falsedad de los hechos, sufrir el contagio por el sacudi-miento del condenado que habla.

    La confesin de Lucio se mira an como una historia novedosa: Lucio Vaz es lo que desea. Tras conocer al poeta Ricar-do de Loureiro en la Ciudad Luz, se dis-pone la escena que detona el confl icto de la trama: ambos asisten a un baile de mujeres con pieles de oro, fantasmag-ricas y enfermizas pero seductoras, en cuya carne se fragua la prolepsis del crimen; ellas desaparecen en escena, tras tocarse entre s y convertirse en un hechizo coreografi ado. Despus del baile algo se desajusta dentro de Lucio, y comienza una aventura que tira de lo real y lo imaginario sin distingo.

    El principio potico, en tanto nom-bramiento de lo indecible, queda ex-puesto en La confesin de Lucio de manera reiterada. Lo vivido por el protagonista no se puede enunciar: Me declaro im-potente para describirla, dice acerca de la iluminacin de un escenario, o la impresin haba sido tan fuerte, la maravilla tan alucinante, que nos fal-t nimo para decir una sola palabra, sobre el baile de las mujeres volup-

    (Marisol, sta s aniquilable) son pasajes que desmerecen dentro del conjunto. Con todo, cuando el husped, si lo hay, de Guadalupe Nettel retoma la pluma, la narracin retorna a la lucidez sostenida que le mereci el tercer lugar del Premio Herralde de Novela 2005. ~

    No Crdenas

  • 88 Letras Libres abril 2006

    Libros

    NOVELA

    Traicionar a JoyceIan McEwanSbadoBarcelona, Anagrama, 2005, 230 pp.

    Libros

    El 2 de febrero de 1922 James Joyce cumple cuarenta aos y se publi-ca su Ulises. De inmediato se incorpora al censo de las obras difciles de leer y de publicar. La ltima semana de 1933, se legaliza el consumo de alcohol

    tuosas en medio del fuego. La fantasa cobra fuerza por su falta de nitidez, y lo visto es ya increble para el lector. Sin embargo, el misterioso mundo exterior, y el movimiento sobre el que arguyen los personajes, es un algo contundente. De Loureiro habla: Mi mundo interior se ampli, se volvi infi nito y hora tras hora se excede! [] tengo miedo, mie-do de zozobrar, de extinguirme en mi mundo interior, de desaparecer de la vida, perdido en l. Lo ilimitado del entorno, y lo infi nito de cada uno, los lleva a la carencia. El extravo no se enuncia, slo se apunta, pues el sentido de las cosas sobrepasa cualquier afn lgico.

    Lucio alucina, y la aliteracin aqu no es gratuita: su falta de luz lo lleva a experimentar los pensamientos ms subterrneos como verdades: hombre oscuro que averigua en lo negro. Es ar-tista y, adems de narrar la historia de su falso crimen, dirime ciertas perspecti-vas: cmo en el fondo abominaba a esa gente, a los artistas, es decir, a los falsos artistas cuya obra se encierra en sus ac-titudes; que hablan perpetuamente, que se muestran complicados de sentidos y apetitos artifi ciales, irritantes, into-lerables. En fi n, que son los explora-dores del arte en lo que ste tiene de falso y externo. Para Lucio el arte es la propia vida. De Loureiro, mostrado casi siempre al borde de la iluminacin sublime, se siente enfermo. Confi esa a Lucio de qu manera el deseo de poseer a los otros imposible de consumar lo hace infeliz, y la falta se prolonga hasta siempre. Los amigos haban dejado de verse; el sueo novelado llega a su punto ms alto, y se consolida lo borroso con su reencuentro. Lucio ve a Ricardo fe-minizado y en compaa de una mujer: se ha casado. Marta carece de recuerdos e historia previa: es una aparecida.

    Las imgenes empleadas por S-Carneiro son cada vez ms nebulosas, a la par de los episodios amnsicos de Lucio, quien refi ere algn hecho y un poco ms adelante dice ya no recor-darlo. La escritura va borrndose y lo misterioso es expansivo: se decompone el sentido de lo dicho.

    Parte del humo que borronea los contornos se debe a que S-Carneiro ech mano de recursos simbolistas: adems del uso discrecional de puntos suspensivos, existen lneas que fueron punteadas como si se hubieran perdi-do u omitido frases del texto. La forma concuerda con el enigma de fondo: el lector no slo desconoce, de modo irre-mediable, ciertos hechos que aparecen como puntos, sino que se lo confi na al pensamiento de Lucio desmemoriado.

    Hacia el fi nal de la novela ya re-tumba el suelo por el caos venidero. Las entrelneas que haban profesado lo terrible cobran mayor signifi cado y sellan esta historia para desmembrarla, arguyendo que lo inverosmil es certero y envuelve los sentidos. En el poema Manicure, de S-Carneiro, se lee: Es all, en el gran espejo de los fantasmas / donde ondula y borbotea todo mi pasa-do, / se desmorona mi presente, / y mi futuro ya es polvo. Lucio, el alucina-do, est confeso. El hombre que escribe cuenta la historia de un hombre que muere desdoblado en otro.

    Aqu est su espectro. ~

    daniela Tarazona veluTini

    y la impresin del Ulises. La salida del infi erno de su mera imposibilidad y su ascenso hacia el centro del canon vigesmico tomara aun ms tiempo y varios factores: la difusin popular de la obra de Freud; el debilitamiento de los enigmas de la vanguardia pro-vocado por sus epgonos cada vez ms dciles; la exitosa doma del texto por las corrientes explicativas de la alta modernidad crtica: del new criticism al estructuralismo.

    Quiz uno de los efectos agrade-cibles de las escuelas posteriores es haber atacado a la literatura con la saa necesaria para revitalizarla. Gracias a estos procesos el Ulises ha dejado de ser una obra irremontable, una coleccin de referencias literarias disfrazadas. Sobrevive a la novedad de sus proce-dimientos el ncleo de su creacin: la epifana de lo diario como fi bra ertica de la vida buena.

    Leo la ms reciente novela de Ian McEwan (1948) tanto como el mayor logro de esta posibilidad de lectura como su traicin. Sbado narra lo que durante el 15 de febrero del ao 2003 el da de la gran protesta contra la invasin de Iraq le pasa al neuroci-rujano Henry Perowne, quien encarna el cambio de estafeta de la psicologa al determinismo genmico.

    En segundo plano, con mucha ma-yor potencia que la ciudad o las protes-tas, aparece su familia: la esposa abo-gado que trabaja para un peridico, la hija que estudia un doctorado en Francia y, a la sombra de las ensean-zas del suegro poeta, est por publicar su primer libro; el hijo que toca blues, la madre sumida en las nieblas del al-zheimer. Los Perowne, como grupo, muestran el perfi l que defi ne a los per-sonajes del mejor McEwan: todos son guapos, sus considerables inteligen-cias se han ejercitado en educaciones dilatadas, han triunfado en casi todos los aspectos de la vida y, sobre todo, son profundamente buenos.

    De hecho, el recorrido de la novela como en msterdam o El inocente o Ex-piacin o casi cualquier cosa que haya escrito McEwan obliga a que sus per-

  • sonajes abandonen por un instante la facilidad de sus vidas para probar la raz de su temple tico. No sola-mente en el enfrentamiento de saln que se desliza como un tema aceptable en las pausas del intenso trabajo de quienes triunfan La Generacin iPod no quiere saber. No quiere que haya nada entre su consumo de xtasis en las discotecas, sus vuelos de descuen-to, su reality tv, sino de manera ra-dical, afectando la posibilidad misma de su bondad, de su generosidad, de sus amores.

    El recorrido del doctor Perowne, que comienza cuando despierta de ma-drugada y ve un avin con un motor en llamas, va trenzando la rutina del sexo marital y el squash contra un colega, la excepcionalidad de la mayor manifes-tacin pblica en la historia de Gran Bretaa y la mnima desgracia de un choque que parece sin mayores conse-cuencias para culminar en el momento

    en que una esperada reunin familiar se convierte en una escena de terror. El tipo con el que choc Perowne ha entrado a su casa y pone un cuchillo en la garganta de su mujer. La amenaza del sbado no es un avin suicida, sino una grieta en lo ntimo. La placidez del siglo xxi y su crculo expansivo de conmiseracin moral exigen un precio cruel.

    El clmax es tan emocionante como obvio, y muestra la leccin que McEwan decidi no aprender de Joy-ce. A partir de Expiacin, el autor ha-ba demostrado que sus poderes como narrador son los ms agudos y se en-cuentran entre los ms vastos de toda la lengua inglesa: es capaz de narrar una neurociruga con el mismo equilibrio fascinante entre precisin y compasin con que le da vida a la compra del pes-cado. As, aunque la tersura de su prosa no sufre cuando cristaliza la capacidad de los Perowne para vencer a su agresor

    y, acto seguido, salvarlo de la muerte, este momento extraordinario resulta mucho menos fascinante que la suma de sus leves causas; las nimiedades del sbado.

    Quiz McEwan tenga razn y el momento del vigor tico que el azar parece depararle incluso a los ms afortunados sea necesario para pre-servar la cotidianidad y sus placeres. Sbado es una reflexin narrativa y altamente gozosa sobre las posibilida-des y los precios de nuestra libertad acotada, y sobre la felicidad posible bajo las nuevas circunstancias de su fatalidad en tanto producto econmi-co y educativo, tanto como biolgico y poltico. Sera ms fcil vivir en un mundo que no hubiera traicionado a Joyce, aunque quiz los atentados de Londres en julio del ao pasado le dan la razn a McEwan. ~

    Jos ramn ruisnChez serra

    abril 2006 Letras Libres 89