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Los Cuadernos de Literatura SOBRE LA MOL DEL CTICO Osear Collazos E s imposible que alguien reseñe un mal libro sin pavonearse» -escribió W. H. Auden en una recopilación de ensayos que debería estar siempre al alcance de escritores y críticos a mano del teñidor, Barral Editores, 1974). No es ésta la única, irónica ad- vertencia entre las muchas salidas de la sabidu- ría de Auden. El texto contiene otras revelacio- nes artunadas sobre el escritor y la crítica y una de las que recuerdo y acepto como un códi- go moral se refiere a las opiniones de los escrito- res, las cuales -según Auden- «deben ser to- madas como un inmenso grano de sal, pues ge- neralmente son manistaciones de la polémica que lleva consigo mismo sobre lo que debe ha- cer a continuación y lo que debe evitar». Escasos son los escritores que se resisten a desdoblarse, circunstancial o periódicamente, en críticos literarios. Es más: los escritores inva- den un terreno que' suponen baldío, convirtien- do aquel desdoblamiento en un segundo y a me- nudo insidioso oficio. Se trata, en todo caso, de una tentación legítima: no hay escritor literario que no tenga una opinión hecha o intuída sobre sus contemporáneos; llega, incluso, a tenerla, por supuesto negativa, sobre autores y obras que nunca ha leído. Reservar esta opinión para la intimidad es más difícil que exponerla en pú- blico. La crítica hecha por los escritores contiene a veces ideas más calientes sobre la literatura, po- cas veces encontrables en la ía asepsia del crí- tico de oficio. No siempre es una crítica «objeti- va». Acaso tuviera razón Norman Mailer al afir- mar que los escritores «tienen el más intenso in- terés creado en acelerar la reputación de ciertos autores mientras hacen lo que pueden para dis- minuir la de otros» (Caníbales y Cristianos, Península, 1975). En pocas ocasiones el escritor, desdoblado en crítico, lo hace con ánimo desin- teresado. Habla desde la propia experiencia y desde un tipo de sensibilidad que no podría ser otra que la suya. Es un lector interesado y como tal descubre las virtudes que le son afines, al tiempo que condena los «dectos» que, al me- nos en apariencia, nunca serán suyos. Lee y es- cribe simultáneamente. En el acto de leer inter- pone el deseo de escribir sobre lo ya escrito. Es probable que al sentirse más cerca del universo de, por ejemplo, Marcel Proust, condene a quie- nes están o parecen estar más cerca de Céline. O que, por poner otros ejemplos, encuentre cruda y ramplona la prosa narrativa de Hemingway cuando su interés literario se ha dirigido hacia la 65 prosa opulenta, elíptica y atormentada de Faulk- ner. Puede hallar prosaica y discursiva la poesía de Robert Frost y, en cambio, hallar en la de Wallace Stevens las virtudes que -siempre ajui- cio de este crítico- han de alimentar el género lírico. Esta clase de escritor/crítico corrobora o enmienda en la lectura y esta doble acción le permite poner al descubierto el perfil de una sensibilidad personal, perfil que se dibuja en una suerte de afirmación basada en la negati- vidad. Consciente o inconscientemente, el escritor de todas las épocas nciona con los modelos que le oece la tradición más inmediata. En la medida en que elige sus modelos, prolonga una querella que vuelve a enentar a modelos disí- miles. Siempre hay un André Gide dispuesto a rechazar un volumen de A la recherche du temps perdu; siempre habrá un Goethe mirando de soslayo, con soberbia y negligencia a un Kleist. La única moral que le queda a este escritor des- doblado en crítico es la de reconocer que se tra- ta de una elección personal, de una de las tantas opciones que le son dadas en el mundo plurali- zado de la sensibilidad, en el aún más pluraliza- do mundo de las rmas y los estilos. Hay un punto más en el que la crítica de los escritores debería recordar otra de las adverten- cias de Auden. «El crítico debe ser capaz de practicar aquello que predica» -afirma el autor de La edad de la ansiedad. lNo es ésta, en últi- ma instancia, la mayor razón moral de una críti- ca que reclame nuestra credibilidad? En demasiadas ocasiones, la arbitrariedad, el pavoneo, las querellas de tribu, la intransigencia y las venganzas más o menos latentes minan la credibilidad del texto crítico. De alla descon- fianza que esta clase de prosa envenenada inspi- ra en buena parte de aquellos escritores que han acabado por recibir con escepticismo y con idén- tica ironía el ditirambo del halago y el ácido de la diatriba. El escritor sospecha que hay algo in- merecido en los superlativos y algo aún más in- merecido en el silencio que el crítico depara a algunas obras. Preriría, en el primer caso, la discreción de una lectura esclarecedora; que el crítico no era más que un puente entre la obra y el lector; que las zonas oscuras e incluso las intenciones más o menos llidas de la obra con- taran con la suspicacia de ese crítico excesiva- mente amigo. Al fin y al cabo, toda creación artística es un proyecto inacabado en la medida en que sigue siendo perctible. El crítico debe saber, al mismo tiempo, que era de ese proyecto no hay crítica posible, que era de los elementos que configuran la obra no hay nada que pueda exaltarla o condenarla sin que se corra el riesgo de pretender «escribir» una obra que el escritor nunca se propuso escri- bir. No hay expectativas previas a la obra como tampoco puede haberlas alrededor de un autor, al margen de los hallazgos o acasos que le pre- cedan. Una obra literaria no se lee en nción de

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Los Cuadernos de Literatura

SOBRE LA MORAL

DEL CRITICO

Osear Collazos

Es imposible que alguien reseñe un mal libro sin pavonearse» -escribió W. H. Auden en una recopilación de ensayos que debería estar siempre al alcance de

escritores y críticos (La mano del teñidor, Barral Editores, 1974). No es ésta la única, irónica ad­vertencia entre las muchas salidas de la sabidu­ría de Auden. El texto contiene otras revelacio­nes afortunadas sobre el escritor y la crítica y una de las que recuerdo y acepto como un códi­go moral se refiere a las opiniones de los escrito­res, las cuales -según Auden- «deben ser to­madas como un inmenso grano de sal, pues ge­neralmente son manifestaciones de la polémica que lleva consigo mismo sobre lo que debe ha­cer a continuación y lo que debe evitar».

Escasos son los escritores que se resisten a desdoblarse, circunstancial o periódicamente, en críticos literarios. Es más: los escritores inva­den un terreno que' suponen baldío, convirtien­do aquel desdoblamiento en un segundo y a me­nudo insidioso oficio. Se trata, en todo caso, de una tentación legítima: no hay escritor literario que no tenga una opinión hecha o intuída sobre sus contemporáneos; llega, incluso, a tenerla, por supuesto negativa, sobre autores y obras que nunca ha leído. Reservar esta opinión para la intimidad es más difícil que exponerla en pú­blico.

La crítica hecha por los escritores contiene a veces ideas más calientes sobre la literatura, po­cas veces encontrables en la fría asepsia del crí­tico de oficio. No siempre es una crítica «objeti­va». Acaso tuviera razón Norman Mailer al afir­mar que los escritores «tienen el más intenso in­terés creado en acelerar la reputación de ciertos autores mientras hacen lo que pueden para dis­minuir la de otros» (Caníbales y Cristianos, Península, 1975). En pocas ocasiones el escritor, desdoblado en crítico, lo hace con ánimo desin­teresado. Habla desde la propia experiencia y desde un tipo de sensibilidad que no podría ser otra que la suya. Es un lector interesado y como tal descubre las virtudes que le son afines, al tiempo que condena los «defectos» que, al me­nos en apariencia, nunca serán suyos. Lee y es­cribe simultáneamente. En el acto de leer inter­pone el deseo de escribir sobre lo ya escrito. Es probable que al sentirse más cerca del universo de, por ejemplo, Marcel Proust, condene a quie­nes están o parecen estar más cerca de Céline. O que, por poner otros ejemplos, encuentre cruda y ramplona la prosa narrativa de Hemingway cuando su interés literario se ha dirigido hacia la

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prosa opulenta, elíptica y atormentada de Faulk­ner. Puede hallar prosaica y discursiva la poesía de Robert Frost y, en cambio, hallar en la de Wallace Stevens las virtudes que -siempre ajui­cio de este crítico- han de alimentar el género lírico. Esta clase de escritor/crítico corrobora o enmienda en la lectura y esta doble acción le permite poner al descubierto el perfil de una sensibilidad personal, perfil que se dibuja en una suerte de afirmación basada en la negati-vidad.

Consciente o inconscientemente, el escritor de todas las épocas funciona con los modelos que le ofrece la tradición más inmediata. En la medida en que elige sus modelos, prolonga una querella que vuelve a enfrentar a modelos disí­miles. Siempre hay un André Gide dispuesto a rechazar un volumen de A la recherche du temps perdu; siempre habrá un Goethe mirando de soslayo, con soberbia y negligencia a un Kleist. La única moral que le queda a este escritor des­doblado en crítico es la de reconocer que se tra­ta de una elección personal, de una de las tantas opciones que le son dadas en el mundo plurali­zado de la sensibilidad, en el aún más pluraliza­do mundo de las formas y los estilos.

Hay un punto más en el que la crítica de los escritores debería recordar otra de las adverten­cias de Auden. «El crítico debe ser capaz de practicar aquello que predica» -afirma el autor de La edad de la ansiedad. lNo es ésta, en últi­ma instancia, la mayor razón moral de una críti­ca que reclame nuestra credibilidad?

En demasiadas ocasiones, la arbitrariedad, el pavoneo, las querellas de tribu, la intransigencia y las venganzas más o menos latentes minan la credibilidad del texto crítico. De allí la descon­fianza que esta clase de prosa envenenada inspi­ra en buena parte de aquellos escritores que han acabado por recibir con escepticismo y con idén­tica ironía el ditirambo del halago y el ácido de la diatriba. El escritor sospecha que hay algo in­merecido en los superlativos y algo aún más in­merecido en el silencio que el crítico depara a algunas obras. Preferiría, en el primer caso, la discreción de una lectura esclarecedora; que el crítico no fuera más que un puente entre la obra y el lector; que las zonas oscuras e incluso las intenciones más o menos fallidas de la obra con­taran con la suspicacia de ese crítico excesiva­mente amigo. Al fin y al cabo, toda creación artística es un proyecto inacabado en la medida en que sigue siendo perfectible.

El crítico debe saber, al mismo tiempo, que fuera de ese proyecto no hay crítica posible, que fuera de los elementos que configuran la obra no hay nada que pueda exaltarla o condenarla sin que se corra el riesgo de pretender «escribir» una obra que el escritor nunca se propuso escri­bir. No hay expectativas previas a la obra como tampoco puede haberlas alrededor de un autor, al margen de los hallazgos o fracasos que le pre­cedan. Una obra literaria no se lee en función de

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aquellas que le precedieron. Se lee en función de lo que es y al margen de todo prejuicio. Hay críticos que prefieren leer en panorámica -ope­ración tal vez más cómoda- y rehusan hacerlo de la única manera justa y posible: considerando toda obra como un primerísimo plano, esto es, como una creación que contiene y traza en sí misma los límites de la lectura.

Puede suceder (y sucede) que en un escritor se establezcan un forcejeo, unas tensiones que contradicen parte de su obra anterior. Que con­tradicen o superan. De esta forma su nueva obra exige un código de lectura que sólo excepcional­mente coincide con el código viciado del crítico. Podrá decirse que en la crítica es el ejercicio del criterio, pero el criterio de un imbécil no dejará de ser el criterio del mismo imbécil. Sería prefe­rible que la crítica fuera el ejercicio inteligencia, entendida como facultad de crear a partir de los desafíos que ofrece lo desconocido. Cualquiera que frecuente el mundo de los libros, no siem­pre inseparable de la crítica, conoce de sobras la actitud de lectores y críticos que ante un mismo autor asumen una actitud inmodificable. Con los mismos criterios alimenta expectativas sobre obras de diversa temática y aun de estilo radical­mente distinto. Hay algo de razonablemente vulgar en el hecho de que un lector prefiera, por ejemplo, Cien años de soledad a El otoño del pa­triarca, o que entregue su entusiasmo a La col­mena mientras reserva su irritación a Mazurca para dos muertos.

No es en cambio razonable que el crítico asu­ma parecida actitud. Se trata, en los ejemplos anteriores, en los casos de García Márquez y Camilo José Cela, de escritores que en distintas obras se lanzaron a propuestas temáticas y de estilo que en gran medida se contradecían. Se trataba de proyectos diferentes y, en el fondo, de esa ardua pelea que todo escritor genuino de­sarrolla en el interior de su propia obra, en oca­siones con una voluntad de ruptura a la que no es ajena la ética de la creación y la escritura. No sin fraudulencia, o por intereses ajenos a la lite­ratura, se da el caso del escritor inmovilizado y apoltronado en un primer hallazgo feliz. Sin em­bargo, el escritor genuino nunca se complace en sus hallazgos hasta el punto de convertirlos en imperativo de su estilo.

Conocida es por lectores y críticos la incomo­didad que sentía Flaubert por el éxito alcanzado con la publicación de Madame Bovary. Conoci­dos son, en la historia de la literatura, al menos en la historia moderna y contemporánea de la li­teratura, casos de incomodidad que suscitan una firme voluntad de ruptura. Resulta aleccionador que para desembarazarse de la incomodidad que producía ser «el autor» de Madame Bovary,. Flaubert se hubiera entregado al más stendha­liano de sus proyectos, L 'Education sentimentale, o que, al final de su vida, habiendo sido el crea­dor de la noción moderna de realismo, se hubie­ra propuesto la más alegórica de sus novelas, la

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inconclusa aventura de dos personajes que la posteridad conoce por los nombres de Bouvard y Pécuchet.

En una de las más inquietantes, ingeniosas, divertidas e inteligentes obras aparecidas en el último decenio de la literatura europea (El loro de Flaubert), Julián Barnes (o, mejor, el doctor Braithwaite, su alter-ego) hace eco del desprecio que Flaubert sentía por la crítica y los críticos. Auténticas y apócrifas, las frases de Flaubert son una verdadera delicia. «Se puede calcular lo que vale un hombre por el número de sus ene­migos, y la importancia de una obra de arte por los ataques que recibe» -leemos en las citas de Barnes-Braithwaite. No es la única cita de esta índole. El inventario ocuparía varias páginas. Era en gran medida comprensible que Flaubert alimentara semejantes aversiones: había sido llevado a los tribunales por fiscales desdoblados en críticos y no fueron pocos los críticos que se anticiparon a la moralidad de los fiscales. El caso es, de todas maneras, extremo, pero cuando se examinan aquellas frases lapidarias, téngase o no pendiente un contencioso con la crítica, no

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deja de producirse en el escritor una abierta o disimulada sensación de regocijo.

¿cuál es el tribunal legítimo de un libro? El compuesto, indudablemente, por los lectores. No obstante, el estatus alcanzado por la crítica se ha vuelto en buena medida imprescindible. Por lo mismo, la crítica debería de acogerse a un código moral que empezaría en la humildad y acabaría en la conciencia de sus límites: allí don­de termina el crítico toma la palabra el lector, que lo confirma o contradice. El escritor parece haberse acostumbrado a la existencia de crítica y críticos. Seguirán existiendo, aunque la materia prima que los justifica sea irrelevante. Seguirán existiendo crítica y críticos en medio del desier­to o de la vegetación más exuberante. La crítica es una de esas invenciones parasitarias capaces de sobrevivir en medio de la esterilidad o a la sombra de la abundancia. En la esterilidad, para «pavonearse»; en la abundancia, para regocijar­se. Cuando esto sucede, uno está a punto de aceptar que, justificada o repudiada, la crítica li­teraria y, por extensión, artística, es una fatali­dad, una adherencia, un tumor que siempre acompañará al cuerpo sano o enfermo de la pro­ducción literaria y artística. Tal vez por esto resulten divertidos los casos extremos de aver­sión con que los escritores reciben a los críticos. Quizá por esto, también, sea deseable que el es­critor se comporte frente al crítico con una dis­creta indiferencia, ya sea en el halago o bien en la diatriba.

Raras veces se aprende en la crítica de oficio. Hay, sin embargo, un aprendizaje impagable y el escritor lo encuentra en aquellos críticos creati­vos que vienen a ser los propios escritores. Son escritores desdoblados en críticos de ... su propia obra y experiencia. Son éstas, en verdad, las ideas y opiniones dignas de atención y casi siempre se refieren al oficio de escribir, a los es­collos hallados en la formación de un estilo y a la superación de los mismos; a la tradición más inmediata y a la aventura de resistírsele o se­guirla. A esta clase de crítica pertenecen los en­sayos de Ezra Pound, Aspectos de la novela, de Edward Morgan Forster; Una habitación propia, de Virginia Woolf; El espacio literario, de Mauri­ce Blanchot; El castillo de Axe!, de Edmund Wil­son y, por supuesto, el ya citado libro de Auden. No se trata de libros extraños e inencontrables. Están en la memoria literaria de cualquier escri­tor de nuestro tiempo. Cuando se vuelve sobre ellos, es difícil evitar la desazón que produce la «crítica literaria» de oficio. En el ámbito de nuestro idioma, resultan más reveladoras las opiniones que en su momento expusieran Jorge Guillén y Pedro Salinas, Lezama Lima u Octa­vio Paz que muchos de los textos con que se pretendió glosar la poesía de estos autores, con­finados al espacio de los lugares comu- o nes o a la pedantería de la disección universitaria.

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