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DIECIOCHO ANEJO 4 (Spring 2009) 1 SOBRE LOS ITALIANISMOS EN EL ESPAÑOL DEL SIGLO XVIII PEDRO ÁLVAREZ DE MIRANDA Universidad Autónoma de Madrid Puede afirmarse que sobre el asunto que en el título de estas páginas se enuncia no sabemos, a día de hoy, prácticamente nada. Comprendo que, en los tiempos que corren, la afirmación de que existe un tema de estudio nimbado por la virginidad bibliográfica no podrá sino resultar sorprendente y suscitar incredulidad. Pero así ocurre en este caso. Por mucho que se busque, no se encontrará no ya un libro, sino ni siquiera un triste artículo que esté dedicado a los préstamos que la lengua italiana hace a la española en el siglo XVIII. ¿Será que el tema no lo merece? Nos conformaríamos con que las siguientes notas sirvieran, al menos, para convencer de lo contrario. En la medida en que el vocabulario pueda reflejar las vicisitudes sociales y culturales de un determinado momento histórico, el abordaje léxico contribuye de una manera original a conocer mejor ese momento. Al seleccionar, en lo que sigue, algunas muestras del influjo italiano sobre la lengua española procuraré no tomarlas como un fin en sí mismas (lo que desde un punto de vista estrictamente histórico-lingüístico sería justificación suficiente), sino como indicios o huellas de un contacto vital y literario entre dos culturas y dos comunidades de hablantes que siempre han estado estrechamente relacionadas. En conjunto, solo existe un libro que verse sobre los italianismos de la lengua española. Un romanista holandés, Johannes H. Terlingen, publicó en Amsterdam, en 1943, una tesis doctoral titulada Los italianismos en español desde la formación del idioma hasta principios del siglo XVII. Se trata, insisto, del único libro sobre el tema, y además, por haberse publicado en plena Guerra Mundial, tuvo escasa difusión. Nótese por otra parte que esa tesis se hizo antes de la publicación del diccionario de Corominas y, por tanto, sin poder beneficiarse de sus datos. El propio Terlingen publicó años después, en 1967, un capítulo de encargo para el tomo II de la Enciclopedia Lingüística Hispánica. Es una breve presentación de los italianismos de toda la historia del español, es decir, no tiene, lógicamente, la limitación cronológica que el autor se marcó en su tesis (…hasta principios del siglo XVII). Es, por tanto, con sus lógicas limitaciones (relativas especialmente a la precariedad documental), lo único que tenemos. Pues, en efecto, aunque ha habido alguna otra investigación

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DIECIOCHO ANEJO 4 (Spring 2009) 1

SOBRE LOS ITALIANISMOS EN

EL ESPAÑOL DEL SIGLO XVIII

PEDRO ÁLVAREZ DE MIRANDA Universidad Autónoma de Madrid

Puede afirmarse que sobre el asunto que en el título de estas páginas se enuncia no sabemos, a día de hoy, prácticamente nada. Comprendo que, en los tiempos que corren, la afirmación de que existe un tema de estudio nimbado por la virginidad bibliográfica no podrá sino resultar sorprendente y suscitar incredulidad. Pero así ocurre en este caso. Por mucho que

se busque, no se encontrará no ya un libro, sino ni siquiera un triste artículo que esté dedicado a los préstamos que la lengua italiana hace a la española en el siglo XVIII. ¿Será que el tema no lo merece? Nos conformaríamos con que las siguientes notas sirvieran, al menos, para convencer de lo contrario.

En la medida en que el vocabulario pueda reflejar las vicisitudes sociales y culturales de un determinado momento histórico, el abordaje léxico contribuye de una manera original a conocer mejor ese momento. Al seleccionar, en lo que sigue, algunas muestras del influjo italiano sobre la lengua española procuraré no tomarlas como un fin en sí mismas (lo que desde un punto de vista estrictamente histórico-lingüístico sería justificación suficiente), sino como indicios o huellas de un contacto vital y literario entre dos culturas y dos comunidades de hablantes que siempre han estado estrechamente relacionadas.

En conjunto, solo existe un libro que verse sobre los italianismos de la lengua española. Un romanista holandés, Johannes H. Terlingen, publicó en Amsterdam, en 1943, una tesis doctoral titulada Los italianismos en español

desde la formación del idioma hasta principios del siglo XVII. Se trata, insisto, del único libro sobre el tema, y además, por haberse publicado en plena Guerra Mundial, tuvo escasa difusión. Nótese por otra parte que esa tesis se hizo antes de la publicación del diccionario de Corominas y, por tanto, sin poder beneficiarse de sus datos.

El propio Terlingen publicó años después, en 1967, un capítulo de encargo para el tomo II de la Enciclopedia Lingüística Hispánica. Es una breve presentación de los italianismos de toda la historia del español, es decir, no tiene, lógicamente, la limitación cronológica que el autor se marcó en su tesis (…hasta principios del siglo XVII). Es, por tanto, con sus lógicas limitaciones (relativas especialmente a la precariedad documental), lo único que tenemos. Pues, en efecto, aunque ha habido alguna otra investigación

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monográfica —muy pocas, en cualquier caso— relativa a la presencia lingüística de lo italiano en algún texto o algún autor del XVI, el XVII sigue estando prácticamente inexplorado, y no digamos los tres siglos del español moderno.

Cuando se piensa en los préstamos léxicos que recibió la lengua española durante el XVIII se piensa casi exclusivamente, obsesivamente, en la influencia francesa. No seré yo quien la niegue, desde luego. La influencia del francés, constante —por razones obvias— en la historia del español, se intensifica a finales del XVII, alcanza cotas muy altas a lo largo del XVIII y se mantiene en ellas durante el XIX y bien entrado el XX. Lo paradójico del caso es que tampoco la historia de los galicismos españoles la conocemos bien, y en lo que respecta al XVIII las lagunas de ese conocimiento son clamorosas. Puede decirse que es un asunto del que se habla sin apenas conocerlo; en realidad, lo que ha hecho correr algo de tinta son los alegatos antigalicistas del momento, pero esa es otra cuestión, y en mi opinión no la más importante.

Quede claro, en cualquier caso, que el contingente de galicismos del XVIII es muy superior al de los préstamos procedentes de otras lenguas modernas. En segundo lugar se sitúan, sin duda, los italianismos, sobre los que aquí quiero decir algo. Y la tercera posición —a bastante distancia— la ocuparían los anglicismos (que son, curiosamente, los mejor conocidos; véanse, especialmente, los estudios de Lorenzo y Páramo García).

El influjo francés no excluye, como es obvio, la acción simultánea del influjo italiano, pues, evidentemente, los contactos entre ambos pueblos, el español y el italiano (contactos políticos, comerciales, culturales, literarios, teatrales, viajeros, eclesiales…) son o siguen siendo intensos durante el Setecientos.

Hay, a este respecto, un pasaje significativo de Torres Villarroel en sus Visiones y visitas con don Francisco de Quevedo por la Corte. Escribe Torres:

En Palacio y en las casas grandes, que son las que arrojan de sí la ley de los usos y novedades, sólo se escuchan y atienden las voces de los franceses e italianos; y escupen al que no entra, sale y se entromete con el Se suy votr servituor, monsiur; Schiavo de la votra señoría; Fet le cumplimant a madama, etc. Anda tan perdido el idioma castellano que ni en la pluma ni en los labios se encuentra (218).

Estas quejas del purismo más o menos xenófobo y misoneísta son cosa

muy sobada y muy tópica, pero lo que me interesa subrayar es que ahí se equiparan la influencia francesa y la italiana. El texto es de 1728, pero la misma equiparación, en otro de muy distinto carácter, la encontramos sesenta años después. Me refiero a un Plan para la educación de la nobleza y clases pudientes españolas de 1787 que se ha atribuido a Jovellanos pero que es, en realidad, de José Vargas Ponce, y en el que se establece que, junto al estudio de la lengua materna y del latín, debe emprenderse el de las lenguas “francesa e italiana, tan introducidas en la sociedad y que tanto contribuyen

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para formar el gusto, y por la conexión que tienen su historia y literatura con nuestra literatura y nuestra historia” (298a)1. Antes, en una entrega de un periódico barcelonés de 1761-62, El Caxón de Sastre Cathalán, se ridiculiza a las gentes a la moda poniendo en sus labios no voces francesas, sino italianas, como servitor suo o carissimo (número XII, “La moda”, sin paginar).

Los hechos históricos que condicionan la influencia francesa son bien conocidos. Perfilemos, pues, en muy breves trazos, los de la italiana:

1º Al tiempo que se subraya la llegada al trono español de los Borbones convendría no olvidar que las dos mujeres del primero de ellos, Felipe V, fueron italianas, ni la gran capacidad de influencia que tuvo la segunda de ellas, Isabel de Farnesio. Entonces y después, la presencia de ministros italianos en puestos clave (Alberoni, Scotti, Grimaldi, Esquilache) fue una constante.

2º Pocas figuras de la Ilustración europea ejercieron sobre la española, especialmente en su primera fase, una influencia equiparable a la del modenés Ludovico Antonio Muratori. Además, como explicó Joaquín Arce, siguiendo a Franco Venturi, “los dos centros principales del «Illuminismo» italiano, Nápoles con Genovesi y Filangeri, y Milán, con Cesare Beccaria, están presentes en la preocupación reformadora española a través de traducciones y comentarios” (1968, 15).

3º La presencia de comerciantes y artistas italianos en España fue constante, incluso la presencia estable. Y la de literatos como Napoli-Signorelli, Conti, Bernascone, Baretti… La de la Fonda de San Sebastián era, prácticamente, una tertulia hispano-italiana, como italiano era, por cierto, el dueño del local donde se reunía, un tal Gippini. Recíprocamente, Italia era etapa obligada para los viajeros españoles que emprendían el “Grand Tour”.

4º En 1767, la expulsión de los jesuitas y su establecimiento en los Estados Pontificios alumbró, como es bien sabido, lo que Batllori llamó una “cultura hispano-italiana”, un sólido puente erudito e intelectual asentado sobre ambas penínsulas.

Ahora bien, el hecho seguramente más importante para nuestro objeto, porque es el que dejará huellas más visibles en el vocabulario, es el de la fuerte impronta italiana en el teatro español del XVIII. Me refiero, naturalmente, a toda una serie de hechos para cuyo conocimiento la aportación de varios estudiosos ha sido decisiva en los últimos tiempos: llegada de la compañía de los “Trufaldines” a España en 1703 (compañía, sabemos hoy, más de commedia dell’arte que de ópera); introducción de la ópera italiana y llegada de la compañía de Farinelli en 1737; construcción del coliseo de los Caños del Peral (1738), en el mismo sitio en que ya antes se habían establecido, muy rudimentariamente, aquellos Trufaldines

1 Para la autoría y fecha del texto véase Durán López, 90-92.

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(Doménech Rico); representaciones y traducciones abundantes de Metastasio2, de Goldoni, de Alfieri… En su Declamación contra los abusos introducidos en el castellano (1791) el mismo Vargas Ponce denuncia que el “destrozo” que está padeciendo la lengua española no dimana sólo de las malas traducciones del francés, sino también de las del italiano:

También y de otro nuevo modo la Ópera Italiana concurre ahora en la Corte al lamentable destrozo que sindicamos. Las pésimas traducciones de sus Melodramas hechas con el mayor desaliño y por manos mercenarias e indoctas acrecen la dolencia común y el desentono del lenguage; por lo qual no solo el áspero y monótono Francés, sino el Italiano vario y dulce, el Italiano tan igual con nuestro idioma, tan uno por tantos respetos y entre quienes están indecisas las ventajas, multiplica hoy los motivos de nuestros sinsabores (51-52).

La moda teatral italiana lleva aparejada una viva presencia lingüística del

italiano en toda Europa, sobre la que ha escrito páginas fundamentales Gianfranco Folena. En la cosmopolita Europa de las Luces el francés fue la lengua hegemónica, de ello no hay duda. Pero en medio de eso la gran excepción fue la revancha que la lengua italiana se tomó frente a la francesa en un terreno concreto: el del teatro musical. Toda Europa, también España, si no habla o entiende la lengua de óperas o melodramas, al menos la escucha. Y, naturalmente, todo un vocabulario del hecho teatral arraiga entre nosotros.

El fenómeno, ni es nuevo del XVIII ni queda limitado a las manifestaciones dramáticas más refinadas. En realidad, de la presencia de italianos en un vario abanico de espectáculos populares y ambulantes hay testimonios desde tiempo atrás. Cuando en su Memoria de 1790 se ocupa Jovellanos de la que él considera necesaria reforma de “aquella parte plebeya de nuestra escena que pertenece al cómico bajo o grosero”, escribe lo siguiente:

Acaso fuera mejor desterrar enteramente de nuestra escena un género expuesto de suyo a la corrupción y a la bajeza, e incapaz de instruir y elevar el ánimo de los ciudadanos. Acaso deberían desaparecer con él los títeres y matachines, los pallazos [sic], arlequines y graciosos del baile de cuerda, las linternas mágicas y totilimundis y otras invenciones… (496-7).

Naturalmente, no puede ser casualidad que en esa relación haya cuatro

italianismos: matachín, payaso, arlequín y totilimundi. Y aún podrían aparecer

2 “Su fama [de Metastasio], indiscutida en toda Europa, crea para la cultura española un capítulo de influjos asombrosos, que más pertenecen a la historia de la moda y de las costumbres que al arte propiamente dicho” (J. Arce, 24).

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más de la misma órbita, como saltimbanco —o saltabanco(s), salta en bancos, saltimbanqui(s), también salta en vanca (así en Covarrubias, s. v. vanca) y montambanco3—, volatín (antes buratín, alterado por etimología popular, como ya vio Covarrubias4) o bufón.

Los matachines son muy antiguos: se remontan a mediados del XVI. Del XVII, en cambio, data un tipo de popular atracción de feria llamada, con nombres italianos o más o menos italianados, mundinovi o mundinuevo5, o totilimundi, tutilimundi o titirimundi. Según el Diccionario de autoridades, que en la entrada totilimundi remite a mundinovi, era

cierta arca en forma de escaparate que trahen a cuestas los Saboyardos, la qual se abre en tres partes, y dentro se ven varias figurillas de madera movibles, y metiendo por detrás una llave en un agujero, prende en un hierro que, dándole vueltas con ella, hace que las figurillas anden alrededor, mientras él canta una cancioncilla. Otros hai que se ven por un vidro graduado que aumenta los objetos, y van passando varias perspectivas de Palacios, jardines y otras cosas.

Sin posibilidad de desgranar aquí los varios testimonios que en la

literatura del XVII y XVIII nos han quedado de tales artefactos, recordemos al paso el conocido (y procaz) dibujo de Goya que lleva, precisamente, ese rótulo: “Tuti li mundi”; o, si nos trasladamos a Venecia, un fresco de Giandomenico Tiepolo y un par de óleos de Pietro Longhi, titulados, todos ellos, “Il mondo novo”.

3 El significado original de estas formas es ‘charlatán ambulante’, que se subía a un banco para perorar desde él. Nótese la “reitalianización” formal saltimbanqui (también saltimbanquis, singular), que ocurre por vez primera en el Fray Gerundio (1758) de Isla (718). En la evolución a ‘acróbata’ —acepción de la que la Academia no se ha hecho eco hasta 2001 (!)—, se produjo una reinterpretación del primer elemento (saltar). Ya Terreros (a1767) definía saltimbanco como “charlatán, bufón, danzante de cuerda”, dando como equivalente latino funambulus, y en la entrada saltimbanquis remitía a saltimbanco. En fin, el propio Jovellanos dice en su Memoria que Castilla en el siglo XIII “estaba ya llena de trovadores, juglares y juglaresas, de danzantes, representantes y menestrales, de mimos y saltimbanquis y otros bichos de semejante ralea” (483a). 4 “De aquí vino llamarse buratín al que boltea en la maroma […], y si le llaman bolatín será porque buela, baxando de alto por la maroma” (s. v. burato); cf. A. Castro. 5 El Diccionario de autoridades encabezó el artículo “MUNDINOVI o MUNDINUEVO”, y así se mantuvo hasta la edición del diccionario académico de 1832; desde 1837, “MUNDINOVI o MUNDONUEVO”; desde 1884 mundinovi y mundonuevo son entradas independientes, y se define en la segunda.

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Francisco de Goya. "Tuti li mundi" En cuanto a arlequín y payaso, ya se sabe que son resultado de la

lexicalización de sendos nombres de característicos personajes o “máscaras” de la commedia dell’arte (como Pulcinella > Polichinela, que también se lexicalizará; Pantalone > Pantalón). Arlequín estaba ya en uso en el XVII, mientras que payaso es un neologismo de la segunda mitad del XVIII; procedente de Pagliaccio, un tipo que por su indumentaria se asemejaba a un saco de paja (paglia), lo encontramos en varios documentos exhumados por Varey: uno de finales de 1762 habla de “Payaso y Arlequino y otros 3 muchachos”, y otro muy poco posterior de “hun pallaso chiquito” (61); alternan las formas payaso (“payaso de las pantomimas”, 1772, 87; “payaso italiano”, 1779, 112; “el payaso francés”, 1782, 126; “la parte de payaso”, 1785, 146; etc.), payazo (“payazo, Ramón López”, 1782, 126; “el payazo de los saltos”, 1783, 139) y pallaso (“un redículo pallaso”, 1771, 81; “el segundo en la maroma hace el pallaso”, 1779, 111; “la suerte del pallaso”, 1781, 122; “que no usasen los pallasos palabras obscenas”, 1785, 148; etc.). Y no falta algún ejemplo con ch en la sílaba última, es decir, con forma más próxima a la de la voz italiana: el propio Varey (lámina 3) reproduce fotográficamente un cartel de 1770 que anuncia una danza en la maroma de “la famosa Veneciana, a quien seguirá la célebre Thudesca, el ridículo Pallacho el Romano y el Arlequín español”. En otro sevillano de 1777 que reproduce Aguilar Piñal se dice que en el baile final de una función “hará Payazo muchas Avilidades”, interesante ejemplo que nos muestra la palabra aún no

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plenamente lexicalizada, es decir, todavía con cierto carácter de nombre propio. Payaso figura en el reparto de una tonadilla de 1778, Los chascos de Pantalone (Subirá, 169). En fin, a un personaje —femenino, por más señas— de El don de gentes, comedia de Iriarte de 1790, le oímos decir:

Pues yo por acá me quedo Haciendo siempre el Pallaso, Riéndome a mi sabor Del mundo y de sus engaños, Y sobre todo, del tonto Que piense ha de echarme el gancho (240).

Con los datos expuestos, ya se ve que es errado sostener, como hace Corominas, que payaso sea un galicismo6.

Si en el XVIII culmina el proceso de sustitución del “corral de comedias” por el nuevo teatro “a la italiana”, es coherente que se adoptara para designarlo un vocablo de esa procedencia, coliseo7. El primero que en Madrid llevó ese nombre fue el del Buen Retiro, inaugurado en 1640, y en los Avisos de Pellicer de ese mismo año ya encontramos referencia a “una gran Fiesta i dos Comedias en el Coliseo Nuevo con muchas Tramoyas” (95)8. En el Tesoro de la lengua castellana que Juan Francisco de Ayala

6 La Academia, que recogió por vez primera el vocablo en 1817, ya con su forma yeísta, payaso —para complicarse un tanto innecesariamente la vida después al registrar además, entre 1869 y 1914, pallaso y pallazo—, sí da la palabra (desde 1956) como italianismo. 7 Lo tomamos provisionalmente como italianismo, aunque el asunto requeriría mayor dilucidación. Corominas explica que el lat. colossus “se empleó sustantivado para designar el grandioso Anfiteatro Flavio de Roma, de donde el it. Colossèo, vulgarmente Colisèo [con corrupción que ya se da en el bajo latín], y de aquí el cast. coliseo”. 8 En la documentación que publican Shergold y Varey coliseo ocurre desde 1650 (52), y continúan los ejemplos en 1653 (58 y 59), 1658 (59), etc. De todos modos, el vocablo es mucho más antiguo: aparece en los textos desde el siglo XIII, en referencia genérica a los recintos de espectáculo, específica al mundo clásico y, sobre todo, antonomástica al célebre de Roma. El diccionario español-inglés de John Minsheu (1599) indica que coliseo es “a theater where comedies are represented”. Que la palabra coliseo estaba destinada al espacio de las representaciones cortesanas y de cierto aparato escénico lo prueba el que aparezca, aun antes de inaugurarse el del Buen Retiro, cuando en 1622 se representa en Aranjuez, con motivo del cumpleaños de Felipe IV, y en un teatro de madera construido al efecto en el Jardín de la Isla, La gloria de Niquea de Villamediana: “Nuestro gran Monarca Filipo Quarto […] ocupó lugar devido a su persona, a cuyos lados estaban los Infantes Carlos y Fernando, y a sus espaldas en pie algunos

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Manrique comienza a redactar en 1693 leemos que coliseo “… llaman al Teatro de las Comedias que su Magestad tiene en el Buen Retiro de Madrid, y a otro qualquiera fabricado de aquel modo”. El Diccionario de autoridades define la palabra (colisseo) —tras una primera acepción “lugar o sitio donde hai algunas estatuas de grande magnitud”— como “el lugar o theatro donde se representan las Comedias o fiestas de música que llaman Óperas”. Y unos años más tarde Terreros ya dice que “COLISEO llaman oi en jeneral a todo teatro o anfiteatro”.

En ese espacio abundan los préstamos del italiano. Tiene que serlo palco, que está ya en Autoridades como “tabladillo o palenque en que se pone la gente a ver alguna función”. Añade el primer diccionario académico que “es voz de que usan en Castilla la Vieja”.

Sin embargo, no doy con ejemplos anteriores a los años 60 del siglo; y en ellos la palabra tiene ya el significado que se ha hecho corriente:

Manda la Sala que en los palcos o balcones, alojeros y tertulias no entre ni esté persona alguna que no lleve su propio traje. (Bando de 19 de enero de 1760, en Cotarelo, 655b.)

La primer declaración [amorosa] la ha de hacer con voz turbada, en la alameda de algún jardín; entre las jornadas de alguna comedia, estando en un palco a las espaldas de la señora… (Ramón de la Cruz, Las preciosas ridículas, 1767, en Sainetes, I, 409a.)

En comprehensión de la cuenta que el señor conde de Mejorada ha dado a la Ciudad de haberle visitado José Chacón […] y manifestado a Su Señoría, para que lo notifique a la Ciudad, estarse construyendo la nueva Casa de comedias construida de madera en la calle de San Eloy, donde se han de seguir representando y en la que, como en la antecedente, tiene la Ciudad el Palco o Balcón principal de su fachada, para que sigan autorizando el Teatro los Caballeros capitulares, se da comisión al

señores de Castilla que sirven en su Cámara, sin los demás que en torno al Coliseo ocupavan asientos iguales” (4-5; cf. Mª T. Chaves Montoya, 50 y 53). En referencia al corral de comedias es más rara, pero no imposible; así Cervantes en la Adjunta al

Parnaso: “tal vez suele ser la comedia tan mala que no hay quien alce los ojos a mirar al poeta, ni aun él para cuatro calles del coliseo” (182); uno de los teatros sevillanos del XVII se llamó “el corral del Coliseo”, y de ahí que Rodrigo Caro se refiera en 1626 a “los teatros y coliseos de Sevilla” (Días geniales, I, 97). El proceso de sustitución de los dos corrales madrileños —el de la Cruz y el del Príncipe— mediante la edificación de nuevos teatros o coliseos se produce entre 1735 y 1745.

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expresado conde para que disponga se cuelgue, así el referido Palco de la Ciudad como el de los Señores Tenientes, de damasco carmesí, poniendo los asientos y demás con toda la decencia correspondiente para que asistan los Caballeros capitulares. (Sevilla, documento de 1767, en Aguilar Piñal, 65.)

Según Terreros, cuyo diccionario data, precisamente, de ese mismo año,

1767, “PALCO llaman en los coliseos al balcón de madera que sirve para ver la representación; es voz Italiana nuevamente introducida sin necesidad alguna”. A partir de esa fecha la palabra se hace habitual —aunque no exclusiva, pues convive con denominaciones propias de los corrales (aposento, balcón) y con alguna otra (así, camarote)—.

La presencia de la voz en Autoridades (con esa un tanto chocante adscripción geográfica del uso a “Castilla la Vieja”9, además) nos ha incitado a la búsqueda de textos anteriores o coétaneos, mas por el momento sin fruto10, lo que no asegura su inexistencia. Hemos podido acopiar, sin

9 Que la Academia elimina en la edición de 1803 del diccionario. 10 Por figurar en el Corpus Diacrónico del Español me parece conveniente descartar aquí dos presuntos ejemplos de nuestra palabra, uno del siglo XV y otro del XVII, afectados ambos por error de transmisión, y en consecuencia inválidos: Uno de ellos aparece en las Andanças e viajes de Pero Tafur (c1457): “Vile a este Señor un día fazer una fiesta en un palacio suyo, do estava mucha noble gente, así hombres como mugeres. E túvose una gran justa e después fizo que todas las damas corriesen a pie el palco, que llaman, que era el curso quanto un onbre echaríe una piedra. E estavan de la otra parte tres pedaços de paño, uno de brocado, otro de vellud de seda carmesí, otro de grana. La primera ganava el brocado, la segunda ganava la seda e la tercera la grana” (337); citamos por la ed. de Pérez Priego, preferible a la de 1874, que es la incluida en CORDE, aunque ambas leen “palco”. Lo que Pero Tafur relata ocurre en Ferrara, ciudad en la que, como en otras de Italia, se celebraban las fiestas del Palio, con varias carreras, una de ellas de mujeres: palio se llamaba la pieza de tela que, como premio, alcanzaban los vencedores, como explica el mismo Diccionario de autoridades: “PALIO: Significa también el premio que señalaban en la carrera al que llegaba primero, y era un paño de seda o tela preciosa que se ponía al término de ella”. Si los dos editores de los Viajes e andanças han leído bien el manuscrito de la obra, es evidente que la forma en cuestión está en él deturpada.

El otro ocurre en una manuscrita Relación de las fiestas de la beatificación de San

Isidro (1620), editada, junto con otras muchas Relaciones breves de actos públicos, por Simón Díaz: “Los Cordoneros ofrecieron ese día un palco (sic) hecho de su professión y de gran ualor, al qual acompañó todos los oficiales de su gremio con achas blancas y le lleuaron en esta forma en la processión” 116a). El sic, del editor, es garantía de su fidelidad en la copia, y muestra, al tiempo, de su perplejidad. Se trata sin duda, nuevamente, de un error de copia por palio, ahora en el sentido, bien conocido, que Autoridades explica así: “aquella especie de dosel colocado sobre seis u ocho varas largas que sirve en las Processiones para que el Sacerdote que lleva en

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embargo, unos cuantos ejemplos relativamente antiguos de palquete, un diminutivo ausente de los repertorios lexicográficos y que es clara adaptación de it. palchetto. Designa tanto aquel “tabladillo” o plataforma elevada que se instala ocasionalmente para la contemplación de un espectáculo cualquiera como el balcón de un teatro, y ocurre con especial frecuencia en textos producidos en Italia o escritos por personas que tenían alguna relación con dicho país:

Se embía a conuidar [a un sarao] al Cardenal Arçobispo con un Gentil hombre, y se le tendrá un Palquete adonde esté solo con su gente. (Etiquetas de la Corte de Nápoles, 1634, 59.)

Esta es, si no me engaña La confusión y el bullicio, La casa de las comedias. En un palquete imagino Que el Duque ha de estar. (Cristóbal de Monroy, Las mocedades del duque de Osuna, a1649, 120c; la acción transcurre en París.)

Esta noche el S. Card. Arzobipo hace una academia de los más diversos seminaristas del arzobispado en casa del duque de Popoli, su hermano, en la que ha combidado sus Exas., y por la misma ha hecho levantarse un palquete muy decoroso de donde podrán gozar de la academia y de la música. (Nápoles, documento de 1698, en Cetrangolo, 45.) He devido dar disposición para que se disminuyese el propio Palquete del Gobierno, y cosa de un dedo de todos los demás, a fin que no quedase sin él este Ministro, cuya disposición no deja de perjudicar en alguna parte al buen orden del Teatro. (Milán, documento de 1717, en Álvarez-Ossorio, 312.)

En un magnífico palquete erigido en la puerta de Samaria, adornados de su Manto Real los dos Reyes, escuchaban los delirios de la adulación de los falsos Profetas de Israel. (Vicente Bacallar y Sanna, marqués de San Felipe, Monarchía hebrea,1719, I, 421; el marqués de San Felipe, sardo de nacimiento, fue enviado en 1714 a Génova como embajador, y allí se publicó por vez primera la Monarquía hebrea; el pasaje transcrito parafrasea II Paralipómenos 18,9.) Gustaba [Ricardo Wall] de concurrir en mi casa con gente de distinción, sabiendo que entre ellas había 4 personas que le habían conocido personalmente en España, en Francia, en Italia y en Rusia; que iba

sus manos el Santíssimo Sacramento u algunas Imágenes vaya cubierto de las injurias del tiempo y de otros accidentes”.

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públicamente a la comedia, y que entraba en los palquetes a hablar con las damas que había visto en mi casa. (Carta del marqués de Tabuérniga a Carvajal, 1748, en Téllez Alarcia, 516.) Que en la expresada Plaza Mayor haya un palquete o lugar decente en que pueda mantenerse el expresado Regidor Diputado durante las funciones de su Ministerio. (Caracas, documento de 1795, en Quintero, II, 788.)

También es italianismo indudable platea11, y Terreros nos explica que

equivale al patio de los corrales: “PLATEA llaman en los teatros de representaciones y óperas al patio que hai delante del tablado, y en que están de pie por lo común. […] Pero en los corrales o teatros comunes de comedias le llaman patio, y a los que están en él mosqueteros”. Añade también, ofreciendo para ilustrarla un ejemplo inventado, una acepción metonímica que implicaría un uso de la palabra ya bastante extendido: “figuradamente se dice por los mismos que están en ella; toda la platea vitoreó al acabarse el sainete”.

He aquí los primeros testimonios de esta voz que hemos podido reunir:

El que le freqüenta [el teatro] sólo con el honesto fin de sostraerse de la seriedad de sus tareas, ocupando su silla abajo en la platea, tiene poco riesgo en el divertimiento, y hace propriamente como los que van a nadar sin alexarse mucho de la orilla. Los mayores peligros están en los segundos y terceros pisos, y dígalo quien anduviere por los corredores. Allí se ve de todo. (“El Theatro y sus efectos”, El Caxón de Sastre Catalán [Segunda serie], VIII, 1764, LXXXIII.) Por cada asiento del segundo piso y la Platea se pagarán tres reales de vellón. (Sevilla, Edicto de 30 de septiembre de 1767, en Aguilar Piñal, 258.) Que a la hora de salir la tropa que hubiere estado en la Platea, corredores y Teatro acuda inmediatamente un tercio de ella a la puerta del Dormitorio de San Pablo para facilitar la salida con decencia […]. Se prohíbe absolutamente que se tome tabaco de humo, y mucho más en la Platea, por la incomodidad que causa el humo y por el riesgo de un incendio en Casa que es totalmente de madera. (Reglamento para el Teatro de

Sevilla, 1777, ibídem, 266-7.)

11 No hay justificación para los problemas que se plantea Corominas (s. v. chato), y que traen como consecuencia que para la Academia la palabra sea “de origen incierto”. En italiano, platea “settore piano e più basso della sala teatrale, posto davanti al palcoscenico, riservato al pubblico” (a1704) es voz culta, procedente de plata, variante de pltea (Cortelazzo y Zolli).

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12 Álvarez de Miranda , "Sobre italianismos"

Partiendo de aquí y siguiendo la orilla meridional del Thames se encuentra otro edificio de recreación que llama[n] Circus Regius, cuya figura exteriormente redonda es en lo interior un teatro de representaciones al modo de las que nosotros llamamos Folla; alternando dichas representaciones de diferentes piezas, que executan muchachos y muchachas de diez a doce años (como si fuera un Seminario de Representantes), con el manejo de caballos, para lo cual queda desocupada la platea o el patio. (Ponz, Viage fuera de España, I, 1785, 369.)

En cumplimiento de la orden que V. S. me ha dirigido acerca de la colocación de bancos en las plateas o patios de los dos coliseos nacionales de esta Corte… (Madrid, documento de 1797, en Thomason, 133.)

Yo me voy a la platea para ver en lo que para. (González del Castillo, El desafío de la Vicenta, a1800, 339.)

Más adelante, platea designó también el ‘palco de platea’, es decir, el que

está situado casi al nivel del patio de butacas12. E così via. Al registrar comparsa, el Diccionario de autoridades lamenta, con la

mecánica y consabida coletilla, su condicion de extranjera: “voz puramente Italiana introducida modernamente sin necessidad”, y la ejemplifica con un pasaje de la comedia Amor es todo invención, que es de Cañizares y se había estrenado en 1721. La definición que brindaron los académicos fundadores, “acompañamiento de gente para alguna función pública y solemne”, no incorpora el elemento específicamente teatral, lo que no es incompatible con la literalidad de la cita de Cañizares, extraída de una acotación en la que se menciona “la comparsa de Amphitrión”. Tal vez la novedad del vocablo les impedía percibir que la aparición del grupo de acompañantes precisamente en un teatro era rasgo semántico esencial en la palabra, como ya captaron Terreros en 1767 (“acompañamiento que sale con los cómicos al teatro”) y la propia Academia en 1780, con definición que no se añade, sino que sustituye, a la de 1729: “Acompañamiento o séquito de un personage en las representaciones teatrales”.

Muy atentos a lo nuevo estuvieron los académicos fundadores, pues la palabra, a juzgar por la documentación disponible, data efectivamente de esos años13 —véase infra tan solo un texto ligerísimamente anterior (1720) al 12 “Consta [el Teatro cómico principal de la calle de la Muela, en Sevilla] de cuatro pisos (incluso el bajo) y tiene una altura de 13 varas. […] En el piso bajo hay 14 palcos que llaman plateas” (González de León, Noticia artística, 1844, I, 171). 13 En una comedia que Hartzenbusch publicó entre las de Calderón, El condenado de

amor, figura, al final de la lista de personajes, una “Comparsa de soldados coribantos” (719d; también en una acotación, 726b). Vera Tasis había mencionado una comedia así titulada entre las que iba a incluir en el décimo tomo, nunca

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que cita Autoridades—. Domina en el uso la significación colectiva, ‘conjunto de acompañantes (sobre el escenario)’. Un personaje de Ramón de la Cruz habla “en nombre de la comparsa” (El pueblo quejoso, 1765, Sainetes, I, 256b), y en las acotaciones de Manolo se mencionan una “comparsa de aguadores” (II, 49a), una “comparsa de pillos” (51b), etc. Los ejemplos podrían multiplicarse. Y, naturalmente, la palabra se extendió desde ese a otros significados: ‘conjunto de personas disfrazadas que participan en un festejo’14 y ‘acompañamiento’ en general15. José Nicolás de Azara, que residía en Roma, parece emplearla con uno de los significados

publicado, de su edición de las obras del dramaturgo madrileño. Y Hartzenbusch, conocedor de un manuscrito de la Biblioteca Nacional, de letra del XVIII, con una comedia de ese título, decidió publicarlo, aun pareciéndole que no era de Calderón (“para que los inteligentes decidan entre Vera Tasis y nosotros”). El manuscrito que editó Hartzenbusch, anónimo, es, din duda, el 15.097 de BNM. Pero hay otros dos en la misma biblioteca: en uno de ellos, el 15.215, copia del anterior sacada por Agustín Durán, una nota final de Durán nos informa de que “esta Comedia es idéntica a la que con título de También la deidad es juez y Amor castiga perjuros escribió Pavial (D. Fran.co de Alcántara)”; y es que, en efecto, un tercer manuscrito (16.379) contiene También la deydad es Juez y Amor castiga perjuros, “de D.n Fran.co de Alcántara Pabial” y fechada en 1750. Si es verdad que Vera Tasis —autorías aparte—conoció una comedia titulada El condenado de amor, es obvio que tal comedia no puede ser la misma que ese ignoto Pavial compusiera en 1750 y lleva por título También la deidad

es juez, y que alguien, en el mismo XVIII, copió o se apropió dándole “nuevo” título, El condenado de amor (es decir, la que publicó Hartzenbusch). Ciertamente, también podría haber ocurrido al revés, que Pavial se adueñara de una comedia previa titulada El condenado de amor, y que esta se remontara al XVII (fuera o no de Calderón, lo que, para nosotros, es secundario frente a la cuestión cronológica). Sea como fuere, son demasiados problemas como para aceptar ese texto a efectos de atestiguar una datación “temprana” (de tiempos de Calderón o Vera Tasis) para comparsa. 14 Francisco de Miranda en el diario de su viaje a Italia (1786): “A las siete al Theatro de la Valle, donde dieron una buena comedia de Goldoni. Muchas Damas jóvenes avía vestidas de militar en los Parcos [sic, por palcos], que formavan una Comparsa bastante agradable, siendo este el gusto predominante por tiempos de Carnabal, y no hai uniforme Prusiano, Ynglés, Polonés, &c. que no resalte con mui buen gusto sobre el talle de una graciosa Romana” (246). Jovellanos en su Memoria (1790): “Las corridas de caballos, gansos y gallos, las soldadescas y comparsas de moros y cristianos y otras diversiones generales son tanto más dignas de protección…” (495a). 15 “Se ha de procurar también depender lo menos que se pueda de los otros, y en las mugeres siempre es peligroso cultivar habilidades que requieren mucha comparsa” (Amar y Borbón, 1790, 200).

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14 Álvarez de Miranda , "Sobre italianismos"

que comparsa tenía en italiano: ‘comparecencia, acción de presentarse en un lugar’16.

Pero también designó a cada integrante de una comparsa teatral —doble posibilidad que también se da en italiano17—, como muestran estos documentos:

A Francisco de la Cueba, para rizar y hacer los 17 penachos de las comparsas que siruen también a la contradanza, 64 [reales]. (Madrid, documento de 1720, en López Alemany y Varey, 123.) Tomasen a su cargo enseñarla [la obra] a las mugeres que la hauían de cantar […], y asimismo se arregló las sobresalientes y comparsas para dicha fiesta. (Madrid, documento de 1723, ibídem, 210.) Del que hace el biejo y 2 comparsas, 20 [reales]. (Madrid, documento de 1791, en Varey, 166.)

Aunque estos textos no muestran con claridad el funcionamiento

gramatical del vocablo en ese empleo no colectivo, pudo empezar usándose como epiceno, es decir, como sustantivo sólo femenino aplicado indistintamente a hombres y mujeres. En una acotación de La virtud coronada (1742), de Ignacio de Luzán, leemos: “Sale Asebandro por una parte con una comparsa o paje que traerá una salvilla” (251). En el XIX encuentro ya ejemplos seguros del masculino (“la brillantez y propiedad de los vestidos, aun en los comparsas”, J. Mª Heredia, artículo de 1826, en Reyes de la Plaza, 183; “los cuartos de los comparsas”, documento de 1831, en Thomason, 211), novedad que recogerán el Diccionario nacional de Domínguez en 1846: “m. Cada uno de los figurantes en una representación teatral”18, y la Academia en 1884: “com. Cada uno de los individuos que, sin

16 “Me dijo [Solís] que, viéndose ya reducido a la condición de cardenal privado, pensaba acabar con su comparsa aquí; pasar en este mes a hacer su cumplido al Rey de Nápoles y poco después retirarse a España” (I, 301). 17 Según la 4ª edición del Vocabolario de la Crusca, “comparse diconsi anche nelle commedie quelle persone mute che servono agl’interlocutori”. En la 5ª, mucho más detallada, se dan estas dos acepciones —entre otras— de comparsa: “Corteggio di persone e Apparato di cose partecipanti alla esecuzione di un pubblico spettacolo, di un’azione drammatica e simili”; “Comparsa dicesi anche nelle rappresentazioni drammatiche a Ciascuna di quelle persone mute che intervengono nello spettacolo per coadiuvare l’azione svolta dagli’interlocutori o personaggi principali. E per estensione riferiscesi anche ai Personaggi secondari di altri spettacoli, come balli, giostre e simili”. 18 Domínguez, como suele, no desaprovecha la ocasión para meterse con la Academia: “La Academia se quedó donde está, es decir, en la primera acepción, sin

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pertenecer a la compañía de un teatro, forma parte del acompañamiento”; seguramente es más acertada esa calificación gramatical, “común”, que el “masculino” de Domínguez, por más que no resulte fácil encontrar ejemplos de comparsa(s) —en la significación no colectiva de que hablamos— con concordancia femenina y referido a mujer(es).

Naturalmente, no siempre es sencillo determinar la procedencia exacta de un préstamo. Así, el verbo improvisar —que no nos aparta del todo del terreno teatral, pues nos mantiene en el de la creación literaria en verso— lo mismo podría tener su origen en el italiano improvvisare que en el francés improviser (que, por lo demás, es un italianismo en esa lengua). El primero que, según mis noticias, lo usa en español19 es Moratín, en la Lección poética (1782): “la embriagada gente / Empieza a improvisar” (108); también “la turba improvisante” (109)20. No obstante, Isla había ya usado, un poco antes (c1774), improvisador, traduciendo del italiano: “Tal vez se ve de un Improvissador / De Laurel coronada la cabeza” (El Cicerón, 176a). Aunque no sea vital resolver la cuestión, este hecho, y que Moratin vuelva a emplear

querer entrar en cuestiones con comparsas: eso es muy prudente”; esto último lo dice porque más arriba había registrado la acepción “el conjunto de individuos de una misma clase o de una misma pandilla”, en la que la palabra “se usa generalmente en un sentido despreciativo”. 19 Hay que recusar un texto incluido en CORDE y que si no fuera, como es, falso, llevaría el nacimiento de la palabra a 1528: “haber improvisado [la reina Juana] de presto en latín a los que por las ciudades y pueblos adonde iba le hablaban”; pertenece a la Instrucción de la mujer cristiana de Vives en la traducción de Juan Justiniano (1528), pero en edición que, según la responsable —digámoslo así—, Elizabeth Teresa Howe, es realmente “una revisión modernizada” (22) de la de Justiniano; cuya editio princeps valenciana, por supuesto, lee muy otra cosa: “hauer respondido de presto en latín…” (fol. Vc). Hay, por otro lado, en el mismo corpus varios ejemplos de un adverbio improvisadamente dizque anteriores al momento en que aparece el verbo improvisar (y, con él, el participio requerido para la formación del adverbio). En todos los casos proceden de ediciones de nuestros días, y en la mayoría de ellos he podido comprobar que se trata de lecturas que modernizan por descuido improvisamente (este, sí, adverbio relativamente antiguo, como la locución de

improviso); en los pocos en que no me ha sido posible hacer la comprobación (por ejemplo las Memorias de Lantery, en edición moderna de un manuscrito hoy perdido: “se vio atacar improvisadamente, cuando menos lo pensaba”, 91), el sentido, ‘repentinamente’, y no ‘de manera improvisada’, decide la cuestión. 20 Improvisante sustantivo en el propio Moratín (La derrota de los pedantes, 1789, 58) y en Jovellanos, que lo emplea a menudo para referirse al repentizador de poesía popular: “el capellán mayor D. Diego Arango […], graciosísimo y disparatadísimo improvisante” (Diario, 1º, 1792, 409; otro ejemplo en 352); “nuestras improvisantes asturianas” (Cartas del viaje de Asturias, a1797, 2, 37).

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16 Álvarez de Miranda , "Sobre italianismos"

el verbo en el Viage a Italia (“el muchacho cantor estaba improvisando versos al son de los instrumentos”, 356), su presencia en una de las cartas escritas por Juan Andrés21 o la expresa declaración de Montengón en las Frioleras eruditas y curiosas (1801) cuando se ocupa de los improvisadores italianos22 llevan a inclinarse por ese origen.

Hay otro campo que querría considerar en esta rápida aproximación a los italianismos del XVIII. Me refiero al genérico de la vida social, de los usos y costumbres. No habrá que recordar, por ejemplo, que en el estudio pionero de Carmen Martín Gaite sobre el fenómeno del cortejo quedó demostrado (5-20) que ese fenómeno tuvo también, especialmente en las primeras décadas del siglo, un nombre italiano, chichisbeo (veánse asimismo los estudios de Damonte y Ángeles Arce).

Con la palabra café puede haber, de nuevo, dudas lógicas sobre su procedencia exacta en español. El nombre de la planta y la bebida, de origen turco, pudo llegarnos a través del francés o del italiano. Lo que sí podemos decir con precisión es cuándo llegó: exactamente, en 1692, año en que un médico de Palencia llamado Juan de Tariol publica sus Noticias de el caphé,

discurso filosófico. Pues bien, por lo que se refiere a la acepción ‘establecimiento donde se consume café’, sí estoy seguro de que hay influencia italiana en el primer texto en que aparece, de fecha, por cierto, sorprendentemente temprana: 1736. Me estoy refiriendo a un obra anónima que se conserva en la Biblioteca de la Embajada de España ante la Santa Sede y han publicado dos profesoras de la Universidad de Valladolid. Se titula El passeo de Roma, concluido en Nápoles; y es una imitación descarada de las Visiones y visitas de Torres, pero trasladada a la Ciudad Eterna para satirizar, fundamentalmente, a los numerosos pretendientes españoles que allí buscaban un beneficio eclesiástico. Pues bien, en ese Passeo leemos, por ejemplo:

Peor fuera que me anduviera con muchos visitando cafés y asistiendo a conversaciones y tertulias donde se murmura a rienda suelta y a capa tendida (62).

21 “Allí ha improvisado, como dicen aquí, las dos veces que lo ha hecho la famosa poetisa Bandettini […]. Aquí el arte de improvisar es bastante común” (206); aunque el volumen lleva pie de imprenta de 1800, esta carta, la última de las que incluye, está fechada el 15 de enero de 1801, en Parma. 22 “Prueba de que nuestra nación no cuenta poetas que improvisen o digan de repente versos sobre qualquiera asunto que se les proponga es que necesitamos tomar prestado este verbo y nombre de improvisar y de improvisador de la nación Italiana que los produce, si no queremos usar de circumloquio para expresarlo” (194).

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Llegando a uno de los cafés donde con especialidad concurren los españoles, procuramos entrar dentro (78).

Según el diccionario de Cortelazzo y Zolli, la primera documentación

de esa acepción de caffè en italiano es un texto de Goldoni de 1730, es decir, sólo seis años anterior a ese. Ahora bien, dicho sentido de la palabra entrará en España lentamente, y los establecimientos mismos aún tardarán en aparecer23. En 1740 Feijoo habla de “una Taberna de Caffé de la ciudad de París” (176), y un lustro después Cristóbal del Hoyo se pregunta retóricamente: “¿Hay por ventura [en Madrid] aquellos nobles cafés que en las otras Cortes hay?” (251), para trazar seguidamente un vívido cuadro de tales establecimientos, que echa de menos en la Corte. A partir de la década de los 60 ya son corrientes los testimonios de la palabra con ese significado24. Y es que, como escribe Alejandro Moya, en texto de 1792 recordado por Joaquín Álvarez Barrientos (66):

Su uso en Madrid es muy moderno; yo me acuerdo que treinta años ha [i. e., hacia 1762] apenas había en la Corte cuatro o cinco cafés públicos, y estos no tan frecuentados como en el día los muchos que ya se han ido aumentando.

Otro italianismo nombra a los protagonistas principales de ese Passeo de

Roma, los abates. Es palabra muy ocasional en el XVII25 que recoge puntualmente Autoridades:

Palabra Italiana introducida modernamente para denotar al que anda vestido con cuello clerical, casaca y capa corta. Lat. Italico more clericale utens

veste. El traje a la romana parece, pues, un elemento caracterizador del abate,

condición algo borrosa que se aplicaba a clérigos extranjeros —o españoles

23 Sobre la historia de los cafés en España y en el resto de Europa trata un fundamental discurso de Bonet Correa. 24 “Todo el passeo [por la Rambla] se reduxo a passar repetidas veces por delante de los Cafees” (Caxón de Sastre Cathalán [Primera serie], 1761-62, núm. IX, sin paginar); incluso, ahí mismo, cafetero ‘encargado de un café’ (“mandó al Cafetero que embiasse el refresco”). Véase la nota de Sebold en Iriarte, El señorito mimado, 156. 25 En una obra de Salas Barbadillo de 1619 aparece ocasionalmente un “Monseñor Abate” (véase en Diccionario histórico de la lengua española). Y en el XVII avanzado se aplica a eclesiásticos italianos: “el abate de la Farina” (Carta de Nicolás Antonio, 1664, en Juliá Martínez, 47), “el abate Scarlati” (Carta de Bernardo Bravo, 1700, en Documentos inéditos referentes a las postrimerías de la Casa de Austria, V, 370).

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18 Álvarez de Miranda , "Sobre italianismos"

que habían residido fuera—, a quienes habían recibido órdenes menores o a simples tonsurados (cf. DHLE). Observó Martín Gaite (173) que no era arriesgado hacer coincidir el trasplante a España de “el tipo del abate italiano mundano, correveidile, brillante y enredador” con la llegada a la escena política (1712) de Giulio Alberoni. En cualquier caso, el abate se convierte en una figura social muy característica del XVIII, cuya presencia en el teatro breve ha estudiado Sala Valldaura.

En fin, podríamos seguir espigando y estudiando italianismos dieciochescos pertenecientes a otros campos: las artes visuales (caricatura, dintorno, lontananza, esbatimento…), la arquitectura (escalinata, rotonda…), la economía (agio, bancarrota, empresario o impresario…), la moda y la indumentaria (piocha, italiano pioggia: un adorno femenino para el pelo, de formas diversas a base de piezas metálicas y de pedrería; los diamantes y perlas suspendidos de finos hilos semejaban gotas de lluvia) y, naturalmente, la música (serenata, aria, melodrama, soprano, sonata y muchas otras). En el ya mencionado Caxón de Sastre Cathalán leemos:

Hemos desconocido a Calderón y Moreto por Goldoni y Metastasio. Los palmoteos que escaseábamos a las Relaciones los desperdiciamos en las Arias. A las entradas y salidas del Theatro llamamos Scenas, a los Actores partes, a los acompañamientos comparsas y a las Cantatrices virtuosas, al gusto de la Moda. Ayer no sabíamos lo que era compás, hoy no solo sabemos toda la retaíla de Largos, Alegros, Adagios, y distinguimos entre las Cavatas, Varcarolas y Minuetinos, pero aun pretendemos hacer la Crítica puntual de las piezas de Música selectas o despreciables. La Moda nos ha adelgazado tanto el oído que ya diferenciamos los estilos y conocemos el genio del Giomelli, del Galuppi, del Piccini, &c. ([Primera serie], 1761-62, núm. XII, sin paginar.)

Pero, en realidad, lo que muestra de un modo más elocuente la

efectividad de los contactos lingüísticos hispano-italianos es el hecho de que se produzcan préstamos léxicos no ya en aquellos casos en que es preciso designar nuevas realidades o referentes vinculados con todo aquello en que Italia destacaba (préstamos lingüístico-culturales, podríamos denominarlos), sino también en el terreno del léxico abstracto y en la adopción de voces cotidianas no estrictamente imprescindibles, por no designadoras de realidades nuevas.

Veamos un ejemplo. En italiano, uno de los significados del verbo seccare es ‘fastidiar, molestar, dar la lata’, también ‘aburrir’; de ahí seccatore ‘que fastidia, pelma’ y seccatura ‘lata, fastidio’. Pues bien, secatura y secator, -ra también se emplearon en español desde la década de los 60 del XVIII, y hasta secar ‘fastidiar’ y secante, como lo muestra esta pequeña antología:

PLASENCIA: Acercadme una silla hacia aquí fuera,

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pues ya cansado el capricho de escribir, el rumbo estrena de divertir al concurso (Siéntase) con un libro de novelas. TODAS: ¡Secatura, frialdad! PLASENCIA: No tal, que tiene pimienta. Oíd su título. (Cruz, La pragmática, 1ª parte, 1761, en Sainetes, I, 37a.)

Ahora desaprueba los cortejos, porque no hai quien la quiera, al verla tan empedrada de huessos que no habría tropiezo sin descalabro. ¡Linda secatura! (Caxón de Sastre Cathalán, [Primera serie], 1761-62, núm. IV, sin paginar.)

¿Ha visto usted secatura mayor de hombre? (Cruz, La bella madre, 1764, en Sainetes, I, 142a.)

Cuento a vd. toda esta secante historia porque creo necesario aclarar todo este embrollo. (Azara, 1768, I, 152.)

Nuestros cómicos nos dan mañana concierto en los Caños, en los mismos términos que los Italianos, y cantan arias, de modo que nos secarán y será una bufonada, porque no saven palabra de música ni tienen voz. (Carta del conde de Fernán-Núñez, 1769, en su Vida de Carlos III, II, 232.)

Tiene V. E. mil razones en no querer que mi señora la Duquesa se presente en la corte. ¿Qué lograríamos más que visitas secatoras? (Carta de Francisco Escarano al duque de Villahermosa, 1772, en Coloma, Retratos

de antaño, 120.)

A él le detenéis; y luego me entraréis, sin avisarme, a qualquiera secator que me aturda y que me canse. (Cruz, El padrino y el pretendiente, 1781, en Teatro, VIII, 103.) ¡Ah! No existe una mujer más secatora. (Iriarte, La señorita malcriada, 1788, 398.) ¿Conque estos que aun no se juzgan susceptibles de pequeñas faltas, y secan al mundo con su gran moral…? (Ibídem, 418.)

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Aquel Nápoles bárbaro, poblado de pícaros y de secatores… (Carta de Simón de las Casas, 1785, en Olaechea, 47-48). Aquí estuve hasta las 11 ½ que me retiré a Casa, pues es una secatura sin sociedad absolutamente. (Miranda, Diario de viaje por Rusia, 1787, 271.) No extraño ni la secatura ni las murmuraciones de que me habla. (Jovellanos, Carta a González de Posada, 1791, en Correspondencia, 1º, 439.) Todo el día y noche en casa. ¡Qué secatura! (Jovellanos, Diario, 2º, 1795, 104.) En primer lugar, soy un Don Extremos, unas veces desaforadamente bullicioso y expresivo, y otras despegado, secator, intragable. (Mor de Fuentes, La Serafina, 1802, 56.)

Era casi inevitable, y así ocurre, que en el uso de la palabra —el último

de los textos citados lo refleja con claridad, tal vez también el de Jovellanos de 1791— pudiera asomar asimismo la idea de ‘sequedad’, generalmente en sentido figurado (‘despego’). Más aún, en algunos textos se produce un juego intencionado con los dos significados, el de ‘fastidio’ y el tradicional español —e italiano asimismo— de ‘sequedad’, ahora en su recto sentido, ‘ausencia de humedad’:

¿Qué novedad es bañarse, sabiendo que en esta era todo es una secatura, y que a la gente discreta los enfados y disgustos no la enfadan, que la secan? Y así yo, viéndome seco de sufrir impertinencias, me vengo a echar en remojo desde la cruz a la fecha. (Cruz, Los baños inútiles, 1765, en Sainetes, I, 200b.) 26

26 El caso es que secatura se asoció en español con la idea de ‘sequedad’, en sentido figurado y en el recto. Esto último, algo más raro, se detecta en un documento mexicano de 1787 en que el sustantivo vale ‘secado, acción de secarse’: “la secatura de los colores [de una pintura]” (en Testimonios históricos guadalupanos, 644). Lo primero aparece en un interesante pasaje de una carta que habla del recibimiento poco caluroso dispensado a Floridablanca en Murcia cuando, tras su prisión en Pamplona, llega a la ciudad en 1794; siendo una carta sin ninguna pretensión literaria, también se permite la autora jugar con el vocablo: “Moñino entró en ésta [Murcia] con bastante secatura en punto de recibimiento, aunque no así por razón del tiempo, pues fue lloviendo; después le visitaron algunos, mas no le han obsequiado como cuando vino de Hellín [tras su defenestración política, en 1792]”

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Como tantas otras veces, Terreros se muestra muy atento al uso.

Secatura, nos dice, es “voz mui usada entre los Militares para significar sequedad, carestía, de noticias y diversiones, etc.”. Y es precisamente al “buen militar a la violeta” a quien recomienda Cadalso —militar él mismo— que asista a las comedias españolas sólo por ociosidad, dando muestras de desagrado y recitando por lo bajo a Racine y a Corneille; al terminar el espectáculo saldrá diciendo: “Secatura, secatura”. En cambio, en la ópera se comportará con entusiasmo, “y al fin de las arias dará grandes palmas, gritando: Bravo, bravo, bonísimo” (274). La Academia no recogerá secatura hasta 1843, aunque antes (1817) se había hecho eco del bastante raro secarse ‘fastidiarse, aburrirse’.

Pueden reunirse también numerosos testimonios de otro italianismo que ingresó en el Setecientos y que tuvo posteriormente cierto desarrollo semántico que lo ha mantenido con vida hasta nuestros tiempos. Me refiero a fachenda y su familia léxica (fachendear o fachendar, fachendón, fachendista, fachendoso). Me limito a recordar lo que dice al respecto el impagable Terreros, quien lo recoge con grafía española (fachenda, con -ch-, que es como siempre se ve escrito) para remitir desde ella a la forma italiana, donde define:

FACCENDA, pronunicada la c como ch, como los Italianos, cuya es la voz; lo mismo que chisgaravís, bulle-bulle, hombre que hace del hacendoso sin hacer cosa de provecho; y en el mismo sentido se dice faccendar, por hacer que hacemos o ser un chisgaravís o finje-negocios.

Hemos examinado con cierto detalle un puñado de italianismos

dieciochescos (o algo anteriores). Otros nos hemos limitado a apuntarlos. Sirvan, unos y otros, como muestra o anticipo de un asunto que merece la demorada consideración que esperamos poder prestarle.

(Carta de Mª Manuela Casanova, 1794, en Alcázar Molina, 129, nota). En general, cuando en algunos textos del XIX, y aun del XX, reaparece la palabra secatura, lo hace con ese valor de ‘sequedad’: “la mortífera secatura de los vientos” (Memoria

presentada al Excmo. Sr. Alcalde, 1852, 34); “esta pregunta fue hecha con tal secatura y despego que intimidó al pobre muchacho” (Fernán Caballero, Cosa cumplida…, c1857, 179); “la secatura de sus labios” (Concha Espina, La flor de ayer, 1934, 191). Pervive, aunque acaso es más raro, el sentido digamos dieciochesco, ‘fastidio’, ‘aburrimiento’: “Seguro es que no la pasará por la imaginación el ir a oír a Bellini o a Victor Hugo en un asiento de palco al lado de su marido o de su papá. ¡Qué tontería! Victor Hugo a secas es la mayor de las secaturas” (Semanario Pintoresco Español, núm. 26, 25 de septiembre de 1836, 210a); “La reunión nocturna […] ofrecía poca amenidad y sí una buena dosis de secatura” (Lafuente, Viajes de Fr.

Gerundio, 1842, I, 327).

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Villamediana, Conde de. Comedia de la Gloria de Niquea y descripción de

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——. Libro llamado Instrución de la muger Christiana … traduzido ahora

nueuamente de latín en romance por Juan Justiniano. Valencia: Jorge Costilla, 1528.