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— Aída Carolina Quinteros Análisis social Familia, bienestar y cuidado Decir que la familia es el pilar de la sociedad se ha convertido en una frase de uso común. Es una afirmación que se repite siempre que se abordan las grandes problemáticas sociales: violencia, desempleo, educación, salud, bienestar, protección social, cohesión social, ética y convivencia; entre muchas otras. La frase no es gratuita. Efectivamente, en el imaginario colectivo existe la visión de esta como un núcleo que cumple con funciones muy apreciadas socialmente y, efectivamente, es el espacio vital en donde se aprenden valores y normas para vivir y convivir en sociedad, es el lugar donde se forman (o no) vínculos de solidaridad, respeto al otro y empatía. En términos generales, las familias son agentes primarios de socialización, proceso mediante el cual las personas aprenden normas, valores, comportamiento social y cultural en general (Giddens, 2006). Pero además de esto, las familias tienen un rol importante en la sobrevivencia material de las personas, tal y como explica Irma Arriagada (2007 p. 125): “Las familias cumplen funciones de apoyo social y protección ante crisis económicas, desempleo, enfermedad y muerte de alguno de sus integrantes”. La familia, entonces, es un actor fundamental en el bienestar, ya que en ella se generan lazos de protección intra e intergeneracionales frente a los riesgos de la vida, especialmente los relacionados con discapacidad, vejez, muerte, desempleo; más aún, en casos en los que ni el Estado ni el mercado proveen los medios para proteger y resguardar a las personas de estas vicisitudes. Las actividades de cuidado representan ese rol desempeñado por las familias que permite ampliar el bienestar y la protección para sus miembros. Volviendo a Arriagada (2007) “La familia, como capital social, es un recurso estratégico de gran valor, ya que la limitada cobertura social existente en algunos países latinoamericanos (laboral, en salud y seguridad social) la convierte en la única institución de protección social frente a los eventos traumáticos, y ella se hace cargo de los niños, los ancianos, los enfermos y las personas con discapacidad”. Por estas razones, las familias deben ser un eje fundamental de las políticas públicas y se hace necesario abordarla desde su papel de generadora de bienestar, cuidado y protección de sus integrantes. Este ensayo tiene como objeto proporcionar insumos para la elaboración de políticas públicas en torno a las familias, así como pautas para futuras investigaciones acerca del tema, de manera tal que sea posible promover un enfoque de familias vinculado con el desarrollo de todas las personas que la integran y del país en general. El ensayo reúne tres apartados, centrados cada uno en uno de los aspectos fundamentales para justificar que Estudios Sociales DES Diciembre de 2016 • No. 6 1

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— Aída Carolina Quinteros

Análisissocial

Familia, bienestary cuidado

Decir que la familia es el pilar de la sociedad se ha convertido

en una frase de uso común. Es una afirmación que se

repite siempre que se abordan las grandes problemáticas

sociales: violencia, desempleo, educación, salud, bienestar,

protección social, cohesión social, ética y convivencia; entre

muchas otras. La frase no es gratuita. Efectivamente, en el

imaginario colectivo existe la visión de esta como un núcleo

que cumple con funciones muy apreciadas socialmente y,

efectivamente, es el espacio vital en donde se aprenden

valores y normas para vivir y convivir en sociedad, es el lugar

donde se forman (o no) vínculos de solidaridad, respeto al

otro y empatía. En términos generales, las familias son

agentes primarios de socialización, proceso mediante el cual

las personas aprenden normas, valores, comportamiento

social y cultural en general (Giddens, 2006).

Pero además de esto, las familias tienen un rol importante en la

sobrevivencia material de las personas, tal y como explica Irma

Arriagada (2007 p. 125): “Las familias cumplen funciones de

apoyo social y protección ante crisis económicas, desempleo,

enfermedad y muerte de alguno de sus integrantes”.

La familia, entonces, es un actor fundamental en el

bienestar, ya que en ella se generan lazos de protección

intra e intergeneracionales frente a los riesgos de la vida,

especialmente los relacionados con discapacidad, vejez,

muerte, desempleo; más aún, en casos en los que ni el

Estado ni el mercado proveen los medios para proteger

y resguardar a las personas de estas vicisitudes. Las

actividades de cuidado representan ese rol desempeñado

por las familias que permite ampliar el bienestar y la

protección para sus miembros. Volviendo a Arriagada

(2007) “La familia, como capital social, es un recurso

estratégico de gran valor, ya que la limitada cobertura social

existente en algunos países latinoamericanos (laboral, en

salud y seguridad social) la convierte en la única institución

de protección social frente a los eventos traumáticos, y ella

se hace cargo de los niños, los ancianos, los enfermos y las

personas con discapacidad”.

Por estas razones, las familias deben ser un eje fundamental

de las políticas públicas y se hace necesario abordarla

desde su papel de generadora de bienestar, cuidado y

protección de sus integrantes. Este ensayo tiene como objeto

proporcionar insumos para la elaboración de políticas

públicas en torno a las familias, así como pautas para futuras

investigaciones acerca del tema, de manera tal que sea posible

promover un enfoque de familias vinculado con el desarrollo

de todas las personas que la integran y del país en general.

El ensayo reúne tres apartados, centrados cada uno en

uno de los aspectos fundamentales para justificar que

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DESDiciembre de 2016 • No. 6

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las familias constituyan un nuevo pilar de las políticas

públicas y, especialmente, una de sus funciones básicas: las

de cuidado a niños, niñas y adolescentes (NNA). El tercer

apartado de este documento se refiere a este último punto;

mientras el primero y el segundo a las discusiones sobre

bienestar y familia, respectivamente.

I. El bienestar

Bienestar es una palabra que evoca todo lo bueno. El

Diccionario de la Lengua Española (DLE) la define como:

“Conjunto de las cosas necesarias para vivir bien; vida

holgada o abastecida de cuanto conduce a pasarlo bien

y con tranquilidad y estado de la persona en el que se le

hace sensible el buen funcionamiento de su actividad

somática y psíquica”.

El DLE hace referencia, además, a la Economía del Bienestar

y al Estado del Bienestar, siendo la definición de la primera.

“Economía que tiene como objetivo global extender a todos

los sectores sociales los servicios y medios fundamentales

para una vida digna” y del segundo: “Organización del

Estado en la que este tiende a procurar una mejor

redistribución de la renta y mayores prestaciones sociales

para los más desfavorecidos”.

El bienestar es una aspiración de las sociedades y de las

políticas públicas involucradas en –parafraseando al DLE–

procurar extender a todos los sectores sociales los servicios

y medios que le garanticen una vida digna. Empero, esta no

es una situación estática. La vida conlleva sus riesgos, por

lo que, aun y cuando se hubiese disfrutado de un estado

de no carencias materiales, sociales o psicológicas, existe

el peligro de caer en situaciones en las que ese bienestar

cambie radicalmente y para mal. Asuntos como desempleo,

viudez, divorcio, enfermedad, discapacidad, vejez, entre

otros, son factores que pueden afectar radicalmente la

calidad de la existencia. Algunos de ellos pueden ser

planificados (como la vejez), pero otros, simplemente son

parte de la incertidumbre y de la vida misma.

Martínez Franzoni (2008) señala que desde las teorías sobre el

desarrollo y en clave de políticas públicas, bienestar sería

considerado como la capacidad de hacerle frente a los

riesgos de la vida. Esa capacidad, escapa a las habilidades y

decisiones personales y remite a la conjunción de factores

muy diversos que abarcan desde las limitaciones económicas

de las familias en las que se nace, las restricciones políticas

que mantienen a algunos colectivos alejados de la herencia

social que les corresponde, fallas institucionales e incluso

normas, valores y costumbres que no necesariamente están

escritas, pero que ciertamente condicionan las opciones

y las decisiones que las personas toman y que afectan su

propio bienestar. En este sentido, si bien todas las personas

enfrentan riesgos ante la vida, no todas enfrentan los

mismos riesgos ni cuentan con las mismas herramientas

para hacerles frente. Las sociedades producen y distribuyen

riesgos entre sus ciudadanos. Las vicisitudes a las que

se enfrenta la ciudadanía, en suma, no son disyuntivas

personales, sino propias y distintivas a diversos colectivos

sociales y variables a lo largo de diferentes momentos.

De esta manera, gestionar el bienestar requiere de la

interacción de algunos actores fundamentales: la familia,

el Estado, la comunidad y el mercado. La combinación

y el grado de utilización de unos u otros dependerán del

momento histórico y de las condiciones mismas de las

personas. En qué medida se pueden adquirir los servicios

de cuidado en el mercado (servicio doméstico, escuela

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privada, hogares para ancianos, etc.), por ejemplo,

dependerá de los recursos monetarios de la familia. Empero,

esta no es la única forma de obtener el cuidado que se

necesita. Esping-Andersen (1993) hace un recorrido histórico

que permite conocer que la relación entre el bienestar

y los recursos monetarios, es en realidad un desarrollo

de la modernidad. En un mundo no mercantilizado, el

bienestar dependía de la familia, la iglesia, el señor feudal,

la comunidad y, en general, de las normas de solidaridad

establecidas en esa sociedad. De hecho, los pueblos de la

antigüedad y las comunidades religiosas en esos entornos,

guardan siempre ciertas normas de solidaridad para con

los suyos que hubieran caído en desgracia, tales como

las viudas, los ancianos, etc.

En el capitalismo desarrollado, la procura de estándares

mínimos de bienestar ha transitado, según Esping-Andersen

(1993), por varios estadios que él define como regímenes de

corte conservador, liberal y social demócrata. El primero busca

la protección a las personas con base en instrumentos fuera

del mercado, tales como el clientelismo y el corporativismo.

Ello implica que la protección social está en función del favor

del gobernante o como prestaciones a los miembros de

colectivos establecidos de manera corporativa. El segundo,

busca lo contrario: que las personas puedan adquirir todos sus

requerimientos en el mercado, asumiendo que todos pueden

acceder a un empleo asalariado, cuestión que evidentemente

no ha sido así, especialmente para personas en situación de

dependencia, grupos discriminados o mujeres que deben

hacer tareas domésticas o de cuidado de sus familiares,

entre otros. Tampoco es factible en sociedades donde el

mercado de trabajo no puede proporcionar pleno empleo.

Esta aproximación al bienestar sostiene que el Estado debe

intervenir únicamente ante las fallas del mercado, con lo que el

mercado sigue teniendo primacía.

En la versión social demócrata, se parte del establecimiento

de derechos sociales que buscarían una mejora gradual y

sostenida de los niveles de vida de las personas, por lo que

la socialdemocracia llegaría a ser la principal defensora del

Estado de Bienestar. Esta es la versión que encaja en las

propuestas de Marshall relativas a la ciudadanía social en

donde, independientemente de la posición económica o

de la ocupación de las personas, por el solo hecho de ser

ciudadano, puede vivir de una manera “civilizada” y disfrutar

de su herencia social (Marshall, 2004).

Pero aun dentro del Estado de Bienestar subsisten algunos

énfasis, como menciona Esping-Andersen (1993): el

de asistencia a grupos vulnerables que no pueden

obtener sus recursos a través del mercado de trabajo,

el de establecimiento de derechos vinculados al trabajo

asalariado y el de derechos sociales universales accesibles

para todos los ciudadanos, independientemente de su

necesidad y de su desempeño en el mercado de trabajo.

Los dos primeros, en situaciones de pleno empleo pueden,

además, contribuir a disminuir las brechas de desigualdad;

sin embargo, mantienen y producen desigualdades en tanto

que el acceso a los recursos del bienestar y de protección

dependerá de la capacidad adquisitiva de cada uno y de las

condiciones de la vinculación al mercado de trabajo formal.

En cualquier caso, la política pública de bienestar se debate

entre varias tensiones que tienen implicaciones para las

políticas públicas: mercantilizar/desmercantilizar los riesgos

y familiarizar/desfamiliarizar las soluciones. En el primer

binomio, lo que se debate es hasta qué punto las personas

estarían en capacidad de disminuir sus riesgos de vida a

través de recursos obtenido en el mercado de trabajo o en

el de servicios. En el segundo, el énfasis está en definir hasta

qué punto las respuestas a la protección de las personas y la

superación de los riesgos debe pasar por la familia.

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El dilema más general es quién (¿la familia, la comunidad,

el Estado o el mercado?) va a cuidar de las personas en

la vejez, en la enfermedad, ante la viudez o ante otras

eventualidades y con qué recursos se cuenta para ello. Vale

la pena analizar al menos uno de estos pilares del bienestar,

la familia, y ver cuáles son sus condiciones generales y

potencialidades para generar bienestar.

II. La familia

Según Esping-Andersen (2000), en las explicaciones clásicas

del bienestar, si bien se menciona a la familia como un actor

notable, no se le aborda suficientemente su calidad de

institución social básica y de sujeto que adopta decisiones

relevantes para el bienestar de sus miembros. Empero, ante

los cambios demográficos, el nuevo papel de las mujeres

en los mercados de trabajo, los cambios en las estructuras

familiares, el reconocimiento de nuevas formas de familia

y las transformaciones socioeconómicas en general, las

familias son un actor ineludible en el marco de análisis de

las políticas de bienestar. Estas no son únicamente un lugar

para la estabilización emocional de sus miembros, sino

una unidad que produce bienestar y junto al Estado y el

mercado forman parte de la Triada del Bienestar.

Ello significa que son los entes entre los cuales se reparte

la tarea de procurar que las personas puedan hacer frente

a las incertidumbres y riesgos de la vida: desempleo, vejez,

invalidez, enfermedad, maternidad, viudez, orfandad;

etc. En principio, si uno de estos pilares falla, los otros dos

pueden retomar la tarea. Es decir, si el Estado no invierte

en la protección de las personas adultas mayores –por

ejemplo– el mercado puede ofrecer esos servicios para

quienes puedan comprarlos. Pero si estos servicios no son

accesibles, cosa que es muy frecuente en condiciones de

pobreza, serán las familias las que se hagan cargo de

esa protección. “Ante mercados y Estados que “fallan”

en asignar suficientes recursos ¿a qué recurrir, sino a

los vínculos afectivos y emocionales más cercanos?”

(Martinez Franzoni, 2008, p.5).

Para el caso de América Latina los regímenes de bienestar

parecen haber tenido una trayectoria diferente a la descrita

por Esping-Andersen para el caso europeo. Si bien, las

tensiones entre los actores del bienestar se mantienen,

los desenlaces han sido diferentes. Martínez Franzioni

(2008) hace una revisión de estas trayectorias e identifica

tres tipos de régimen de bienestar: Estatal productivista,

estatal proteccionista e informal familiarista. El primero

se refiere a estados en los que los mercados de trabajo

han tenido mayor capacidad de absorción de la fuerza de

trabajo, presentan mayores niveles de ingreso, por lo que la

producción de bienestar podría estar más mercantilizada.

En el segundo caso, se trata de estados que han desarrollado

importantes mecanismos de protección a sus ciudadanos;

mientras que el tercer caso, donde se encuentra El Salvador y

los países más pobres del continente, se trata de regímenes

de bienestar cuya acción fundamental recae en las familias.

Estos regímenes se clasifican como familiaristas, y consisten

en que las unidades familiares son quienes se encargan de

cuidar de sus miembros, a través del trabajo doméstico,

normalmente no pagado y ejecutado sobre todo por

mujeres. En estas sociedades, donde las políticas son

insuficientes para cubrir de manera satisfactoria a la

población y donde los servicios que ofrece el mercado no

son accesibles para todos, las familias son quienes cuidan a

sus adultos mayores, velan por los enfermos, atienden a las

personas con discapacidad, resuelven en situaciones

de desempleo y cuidan a sus miembros más pequeños.

Todo ello, sin mayor apoyo ni del Estado ni del mercado.

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Es decir, representan el peor escenario posible para

pensar en protección, desarrollo y bienestar. Algunas

de las características de estos estados, como señala

Martínez Franzoni son: familias extensas y compuestas,

menor participación femenina en el mercado de trabajo,

presencia de personas dependientes (menores de

12 años y mayores de 65).

Pero la familia es, en sí misma, una institución social,

es decir es una estructura de normas donde se fija y

mantiene un juego de roles sociales (Therborn, 2007

p. 32). En otras palabras: “Se trata de una organización

social, un microcosmos de relaciones de producción,

reproducción y distribución, con su propia estructura

de poder y fuertes componentes ideológicos y afectivos.

Existen en ella tareas e intereses colectivos, pero sus

miembros también poseen intereses propios diferenciados,

enraizados en su ubicación en los procesos de producción

y reproducción” (Jelin, 2007, p 93).

Las familias no resultan tampoco una entidad inmóvil en

el tiempo. De hecho, cambia constantemente en algunos

casos movida por los mismos cambios de la modernidad

y en otros, como respuesta ante los fenómenos sociales

y económicos que les afectan y como una manera de

compensar las carencias en bienestar social. En ese sentido,

es que pueden interpretarse algunas de las modificaciones

de las estructuras familiares, tales como cambios en las

tasas de fecundidad, abandono del hogar por migración,

participación de las mujeres (y niños) en el mercado laboral,

familias reconstituidas y familias extendidas mayoritarias

en hogares de menores ingresos. Este trabajo de análisis

es crucial en tanto que es común encontrar en la mayoría

de los países latinoamericanos una tendencia a generar

políticas sociales que “…se anclan en un modelo de familia

generalmente implícito y a menudo bastante alejado

de la realidad cotidiana de los y las destinatarias de esas

políticas. Dado el rol central que la familia “real” tiene en

las prácticas en que concretamente se activan las políticas

sociales, el análisis de la organización familiar debiera ser

uno de los ejes principales de los diagnósticos sociales y de

la determinación de los mecanismos de implementación

de políticas” (Jelin, 2007, p. 94).

Por su parte, otros autores (Rico y Maldonado, 2011) añaden

que los miembros de las unidades familiares también

tienen necesidades y roles diferenciados de acuerdo al

sexo y a la edad. Estos roles, además, no son estáticos y

van cambiando de acuerdo con el ciclo vital de la familia,

los recursos económicos que esta posea, la tasa de

dependencia de ese hogar, el momento histórico, normas

sociales y regulaciones que parten desde el Estado y dan

legitimación a ciertos arreglos familiares. Empero, como

señalan los autores, tradicionalmente se han organizado de

acuerdo con normas que determinan una división sexual

del trabajo a su interior, en la cual las mujeres se hacen

cargo del trabajo doméstico y el cuidado de sus miembros.

Ello significa que junto con las políticas públicas y la compra

de servicios, son las mujeres y su trabajo no remunerado

quienes constituyen los pilares que interactúan para que

las personas se encuentren protegidas.

Estos roles diferenciados conllevan por otro lado, jerarquías

e inequidades, tales como las que se dan entre adultos y

niños, mujeres y hombres, adultos mayores y adultos; etc.

Estas inequidades dan como resultado violencia de género

e intergeneracional, dejando a las familias –y especialmente

a las mujeres– en una situación precaria ante la satisfacción

del bienestar de sus integrantes.

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Otra autora (Kalland, 2012), para el caso de la crianza de

los hijos, indica que esta actividad requiere de tiempo,

dinero y cuidados. En cuanto al dinero, los costos directos

e indirectos son difíciles de cuantificar, ya que depende

de las expectativas que tienen los padres respecto a cómo

quieren educarle, de cuántos hijos más se tienen a la

llegada de un nuevo integrante, de las edades de los otros

niños en el hogar y, por supuesto, de la parte afectiva

que conlleva un nuevo hijo. Los costos indirectos están

referidos al tiempo que se requiere para la atención de los

niños. Ello implica que la persona cuidadora debe limitar

sus actividades de generación de ingreso propio. Dado

que son las mujeres quienes asumen este rol, implica

que son principalmente ellas quienes asumen los costos

indirectos de la crianza –sin eliminar responsabilidad de

los costos directos–, ya que ven reducidos sus ingresos

presentes, sus posibilidades de ahorro para la vejez y sus

opciones de hacer carrera (o ingresos futuros), para las

mujeres que tendrían esta opción profesional.

Un estudio realizado por FUSADES (Beneke de Sanfeliú

et al, 2016) para el caso latinoamericano establece que

pese a un incremento de la participación de mujeres en

el mercado laboral, esta resulta aún restringida dados sus

niveles educativos relativamente bajos y las limitaciones

de tiempo dadas por el rol de cuidadoras y el trabajo

doméstico. Por ello, no es de extrañar que las mujeres que

menos participan en el mercado laboral y la generación

de ingreso propio son las pobres y habitantes rurales,

dado que tendrían más dificultades para delegar estas

tareas en servicio doméstico o de cuidado contratado.

Adicionalmente, las mujeres que participan en el mercado

laboral no lo hacen en las mismas condiciones que sus pares

masculinos, siendo que son mayormente empleadas en el

sector informal y perciben un ingreso, en promedio, más bajo.

Las políticas de bienestar deben, pues, revisar lo que pasa

dentro de unos de sus pilares y estar especialmente atentas

con las mujeres que son quienes, al final de cuentas, terminan

haciéndose cargo de las fallas del Estado y las del mercado.

III. La familia en El Salvador

El sistema de bienestar familiarista salvadoreño,

descansaen el trabajo doméstico, no pagado y realizado

fundamentalmente por mujeres. Se trata de un sistema que

deja en manos de la familia la resolución de tensiones que

puedan darse y que descansa en el supuesto que hay una

persona (una mujer) dedicada a tiempo completo al trabajo

doméstico y al cuido de sus miembros, es decir “… a tareas

que facilitan sin costo monetario, la reproducción social y el

sostenimiento de la fuerza laboral” (PNUD-OIT 2015 p.18).

Un estudio de FUSADES-UNICEF (2015) informa que a 2012,

se registra una disminución de las familias extensas, un

aumento de los hogares unipersonales, monoparentales

(con una pronunciada jefatura femenina) y parejas sin hijos.

Las nucleares, si bien son la conformación más común,

representa solamente el 37.5 del total, es decir, la mayor

parte de los salvadoreños no viven en hogares nucleares

biparentales –compuestas por madre, padre y los hijos de la

pareja–, sino en otros arreglos, tales como familias extensas,

monoparentales, parejas sin hijos u hogares unifamiliares.

Según ese mismo estudio, para 2012 las familias

monoparentales extensas sin hijos abarcan el 18.2% de

los hogares, mientras que las familias extensas sin hijos

representaban el 7.5% del total. Las parejas sin hijos

implican un 7.6% y los hogares unipersonales, un 9.5%.

En el caso de los hogares con presencia de NNA, el estudio

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establece que cerca del 70% de esta población vive en

hogares nucleares o familias extensas y cuenta con la

presencia de ambos padres o de al menos uno de ellos.

Hay que destacar que en los hogares monoparentales, la

jefatura es femenina en un 85% de los casos, por lo que

estos menores de edad se encuentran, fundamentalmente,

al cuidado de sus madres.

Estas tendencias son coincidentes con las que presenta el

trabajo del PNUD-OIT (2015) quien, además, sostiene que

a partir de la década de los años 60 la tasa de fecundidad

se redujo en dos tercios, pasando de 6.6 hijos por mujer

entre 1955 y 1960; a 2.4 hijos por mujer en el período

2005-2010, abriendo la posibilidad de contar con un bono

demográfico, es decir, un momento en el que la población

en edad de trabajar es mayor que la población en condición

de dependencia. Una razón más para comenzar a invertir

en la primera infancia y en sentar las bases para una

política de cuido integral.

El estudio de FUSADES-UNICEF, además, comenta acerca

del nivel de ingresos de los hogares a partir del tipo de

jefatura y su ubicación por quintiles de ingreso. Según

esta información, en los hogares con ingresos más altos

existe una mayor proporción de hogares unipersonales

y parejas sin hijos, independientemente del género

de la jefatura de familia. Por el contrario, en el caso de

las familias con menores ingresos, estas tienden a ser

principalmente extensas cuando la jefatura es femenina

y nucleares, cuando el jefe es un hombre. Es decir, los

hogares monoparentales y parejas sin hijos se encuentran

en mejor posición económica, ya que 50% o más de las

familias en estas categorías se ubican en los dos quintiles

de más altos ingresos y esta tendencia no ha variado

entre 1992 y 2012. En contraste, para ese mismo período

de tiempo, las familias más vulnerables son las nucleares,

extensa con o sin hijos, monoparental y monoparental

extensa con hijos, ya que el 40% o más de las familias en

cada una de estas categorías se ubican en los dos quintiles

de más bajos ingresos.

El trabajo del PNUD-OIT (2015), por su parte, da información

acerca de los niveles de pobreza de las familias y las

carencias de las mismas en calidad de vivienda y acceso

a servicios públicos. Según este documento, más del

60% de las viviendas cuentan con alguna carencia en su

infraestructura de techo, pared, piso o servicios de agua

y saneamiento; un 15% no cuenta con servicio de agua

por cañería y aún hay un 3.5% (9.2% en el área rural) que

no tiene servicios sanitarios (p. 59); con lo cual es posible

ponderar algunos de las falencias para que estas puedan,

en efecto, ejercer su papel como proveedora de bienestar

para sus miembros. De hecho, solo el 1.8% de los niños

menores de 3 años tiene acceso a educación inicial y el 42%

de la población en edad preescolar, no está escolarizada.

Por su parte, un documento de UNICEF (2015) da

información acerca de la relación entre la pobreza y el

ciclo de vida familiar, indicando que las que tiene hijos

pequeños son más proclives a ubicarse en situación de

pobreza, independiente de la jefatura. Según este informe,

la pobreza es más acentuada en hogares con presencia

de NNA. “En efecto, en 8 de cada 10 hogares catalogados

como pobres por ingreso, habita al menos una niña,

niño o adolescente. Asimismo, los datos muestran que la

probabilidad de que un hogar se encuentre en situación de

pobreza monetaria se elevan a medida que incremente al

número de miembros en edad infantil en su interior” (p.7).

En materia de pobreza multidimensional, las principales

carencias de los hogares salvadoreños (baja educación

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en adultos, bajo acceso a seguridad social, subempleo e

inestabilidad en el trabajo y restricciones provocadas por

la inseguridad), son más acentuadas cuando se trata de

hogares con NNA.

Es decir, se trata de hogares con grandes necesidades

de apoyo en la labor de cuidado, pero con recursos

insuficientes para comprar estos servicios en el mercado y

con escasa atención desde las políticas públicas.

Además, se hace necesario destacar que dentro de los

hogares existen situaciones que dificultan la atención óptima

a esta población, tales como jerarquías y desigualdades

(niños/adultos; hombres/mujeres; adultos/adultos mayores)

y violencia. Una de estas condiciones es la distribución de

roles y el uso del tiempo en tareas de cuido. Muchas de estas

labores recaen casi exclusivamente sobre las mujeres, sin

que ello les elimine la obligación de trabajar fuera del hogar

para la generación de ingreso (PNUD-OIT, 2015; Salvador,

2015). Para el caso de El Salvador, las mujeres, dedican 9.2

horas al día para trabajar dentro y fuera de la casa; mientras

los hombre solamente complementan 8.6 horas para esas

mismas actividades. En conjunto, las mujeres asumen el 86%

del tiempo necesario para las tareas del hogar, dentro de las

cuales se encuentra el cuidado a los miembros de la familia

en situación de dependencia.

Esta distribución de roles implica que las mujeres estarían

recibiendo retribución económica únicamente por el 32%

de su tiempo laboral, estarían menos protegidas en la vejez

y enfermedad (el 65% de la PEA femenina no tiene ningún

tipo de seguro social ni está cubierta con pensiones, PNUD-

OIT, 2015, p.19) siendo un indicativo de los costos indirectos

que la crianza y el cuidado tienen para ellas; así como de

desigualdades e inequidades en el ámbito doméstico.

La participación femenina en el mercado laboral estaría

marcada por la informalidad y por un ingreso en promedio

menor que el de los hombres, siendo las principales

restricciones la edad, educación, ser jefa de hogar, tener

niños en edad escolar, disponibilidad de servicios de agua

y electricidad en la casa y el lugar de habitación (Beneke

de Sanfeliú, et al, 2016).

En este entorno ¿de qué manera las familias están

cumpliendo con su papel de cuidar y proteger a sus

integrantes? Vale la pena revisar lo escrito alrededor de

las políticas de cuidado y su relación con la familia.

IV. Las políticas de cuidado

El trabajo de cuidado, según las definiciones de la CEPAL

(Rico y Robles, 2016, pp. 11 y 12) se refiere a la función social

que integra actividades, bienes y relaciones destinadas al

bienestar de las personas y abarca desde lo material hasta

lo emocional. Incluye la provisión de bienes esenciales para

la vida, tales como alimentación, abrigo, acompañamiento,

higiene, así como elementos de socialización primaria

y crianza que se brindan a personas en situación de

dependencia, ya sea por edad, enfermedad, discapacidad

o alguna otra condición que le implique ayuda para la

sobrevivencia cotidiana. El cuidado, entonces, es clave para

el bienestar de las personas. Estas funciones pueden ser

desarrolladas a través del Estado o adquiridas mediante

la compra de servicios; pero también y sobre todo, son

actividades que se desarrollan en el ámbito familiar.

Los trabajos de la CEPAL dan cuenta que para el caso

de América Latina, el cuidado es una actividad asumida

fundamentalmente por la familia.

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Dada la importancia de la niñez y adolescencia, tanto para

la formación de los individuos como para el desarrollo del

país en el mediano y largo plazo, vale la pena centrarse en

esta dimensión, para comenzar a hacer propuestas acerca

de políticas públicas que apoyen a las familias en su tarea

de brindar cuidado y bienestar a sus miembros.

Por un lado, se ha demostrado que es en esta etapa del ser

humano en la que hay mejores posibilidades de formar

capacidades que permitan que las personas tengan un mejor

desempeño en términos cognitivos, de salud y de habilidades

para la vida. Estudios realizados en países nórdicos (Kalland,

M. 2012) brindan elementos que permiten concluir que los

cuidados a los niños, desde la gestación, influyen en la salud

mental y física más adelante en su desarrollo. Problemas

como la pobreza, la drogadicción, la violencia doméstica,

divorcio, situaciones de estrés durante el embarazo e incluso

la lejanía entre los niños y sus cuidadores, les ponen en riesgo

de verse afectados en etapas posteriores en su vida. Estos

países han desarrollado programas de acompañamiento

a padres y madres para capacitarles y acompañarles en el

proceso de crianza y para asegurar un mejor futuro a NNA.

Las políticas de apoyo para las familias en estos lugares,

buscan incidir en la reducción del costo monetario de criar

un hijo, minimizar el impacto de la crianza en la vida laboral

de los padres y madres, así como vigilar el desarrollo de

los niños. Aparentemente, para el caso europeo la mejor

manera de reconciliar o limitar los conflictos entre trabajo y

familia y asegurar el éxito y bienestar de los niños es a través

de políticas universales que mezclen apoyo a los padres

trabajadores y a niños en edad preescolar.

Por otro lado, la infancia y la adolescencia son etapas de la

vida cruciales para el desarrollo de las personas en todos

los niveles y, por lo tanto, la intervención en apoyo a las

familias para el cuido de NNA está más que justificada.

En ese sentido, Esping-Andersen (2007) comenta que

el aseguramiento de la igualdad de oportunidades, la

protección de los ciudadanos frente a los riesgos sociales

son obligaciones de las políticas sociales y que para una

sociedad comprometida con disminuir la exclusión social,

invertir en la niñez debe ser una prioridad. En ese sentido

“los gastos que benefician al bienestar de los niños hoy,

producirán un retorno positivo en muchos años. Por otro

lado, representan también una combinación única de

ganancias individuales privadas y externalidades

sociales positivas” (p.27).

Otro estudio, desde el ámbito de la economía y la

productividad, confirma que los primeros cinco años de

vida son cruciales para que formen las habilidades

necesarias para obtener éxito en casi todos los aspectos

de la vida: escuela, trabajo, etc. “La educación preescolar

fomenta las habilidades cognitivas, junto con la atención, la

motivación, el autocontrol y la sociabilidad– las habilidades

de carácter, convierten el conocimiento en “saber cómo” y

a personas en ciudadanos productivos” (Heckman, 2011).

Heckman en sus estudios realizados en Estados Unidos

sostiene que la inversión en la educación infantil resulta

rentable en todos los niveles, ya que el Estado se ahorraría

inversiones futuras en salud, sistema penitenciario,

servicios sociales, etc. Los costos serían altamente

recompensados en mediano y largo plazo.

Ciertamente, en El Salvador, existe un reconocimiento sobre

la importancia de la familia y de políticas de apoyo para

tareas de cuidado. El Estado salvadoreño, en el artículo 32

de la Constitución de la República reconoce a la familia

como la base fundamental de la sociedad e impone el

deber de dictar legislación necesaria para la protección

de sus miembros, especialmente de los menores de edad.

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El Código de Familia, por su parte, define esta entidad como

el grupo social permanente, constituido por el matrimonio,

la unión no matrimonial o el parentesco; y establece que el

Estado está obligado a protegerla, procurando su integración,

bienestar, desarrollo social, cultural y económico. Más aún,

establece como principios rectores: La unidad de la familia, la

igualdad de derechos del hombre y de la mujer, la igualdad

de derechos de los hijos, la protección integral de los menores

y demás incapaces, de las personas adultas mayores y de la

madre cuando fuere la única responsable del hogar (Arts.

2-4). Asimismo, regula la protección para menores de edad y

personas adultas mayores.

Por un lado, el país cuenta con un marco normativo

que permite plantear derechos y protección hacia la

población menor de 18 años y cuenta con mecanismos

para garantizar igualdad entre hombres y mujeres, para

plantear la corresponsabilidad de las tareas de cuidado

al interior del hogar. Asimismo, hay disposiciones en

la legislación laboral para proteger el embarazo y la

lactancia, así como licencias parentales para estos

mismos acontecimientos (PNUD-OIT, 2015).

Adicionalmente, existen políticas públicas, tales como

el Sistema de Protección Social Universal (SPSU), el

Plan Nacional de Igualdad y Equidad para las Mujeres

Salvadoreñas, el Plan Quinquenal de Desarrollo (PQD), la Ley

de Protección Integral a la Niñez y Adolescencia (LEPINA),

entre otras, que tienen dentro de sus proyecciones, apoyar

las actividades de cuidado para NNA y especialmente a la

primera infancia (Salvador, 2015).

Empero, a partir de estos estudios es posible afirmar que los

esfuerzos no han sido suficientes y que aún no hay un apoyo

sostenido a las familias para que ejerzan de la mejor manera

el rol de cuidado, dando como resultado que los niños de 0

a 6 años presentan carencias importantes en salud, nutrición

y educación inicial. El estudio de la CEPAL (Salvador, 2015)

identifica algunas brechas de cuidado en el país, entre las

que destaca que las licencias por maternidad y lactancia

son muy limitadas y menores que las recomendadas por la

Organización Internacional del Trabajo (OIT) y no es claro

que garanticen el derecho a la lactancia materna exclusiva

hasta los 6 meses de edad; la cobertura de servicios de

educación inicial es casi inexistente y las proyecciones de

incremento de la población atendida descansa básicamente

en proyectos que delegan el trabajo a las madres, las abuelas

o mujeres adolescentes que no pueden acceder a estudios o

empleo por atender responsabilidades de cuidado de otros

familiares. Por otro lado, si bien la cobertura en educación

básica es casi total, los horarios no ayudan a aliviar el trabajo

de cuidado de esta población y no representan una opción

viable de corresponsabilidad.

En suma, las familias salvadoreñas, pese a que se reconoce

su importancia para el bienestar de sus integrantes, no

reciben el suficiente apoyo para realizar una atención

adecuada a esta población infantil, ni en tiempo (licencias),

ni en dinero (transferencias), ni en servicios (desarrollo

infantil temprano y otros servicios de cuidado).

El trabajo de cuido como tal, no ha sido reconocido en El

Salvador como sujeto de política pública. No se evidencian

esfuerzos para apoyar la reducción del costo en dinero,

tiempo y esfuerzo invertido en ello, ni se vislumbran

estrategias para redistribuir esta responsabilidad entre

los actores del bienestar (Estado, familias y mercado).

Tampoco se ha trabajado lo suficiente en fomentar la

corresponsabilidad entre los integrantes adultos del hogar.

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Para hacer propuestas en estos temas, hay información que

se necesita recoger; por ejemplo, hace falta información

sobre las tipologías y los requerimientos de apoyo al

cuido, condiciones de pobreza según ciclo de vida, las

distintas necesidades de sus miembros de acuerdo con las

condiciones peculiares y sus roles; así como las derivadas

de otras situaciones, tales como violencia intrafamiliar.

Específicamente, no hay suficiente información acerca

de las personas que cuidan y bajo qué circunstancias se

encuentran realizando esta tarea. Se sabe que en su gran

mayoría son mujeres, pero queda pendiente indagar

edades, condiciones de salud y educativas, cuántas trabajan

también fuera del hogar, ente otras condicionantes que

les harían más difícil la crianza de sus hijos. Tampoco hay

mucha información acerca de la calidad y cantidad de

los servicios prestados por el Estado y el sector privado

no familiar, lo que incluye: centros de atención infantil

privados y públicos, centros de cuidado comunitario e

incluso el servicio doméstico.

Son muchas las interrogantes que quedan alrededor del

trabajo de cuidado y de sus apoyos. ¿Quién cuida a

los niños y a las niñas?, ¿cómo se les cuida?, ¿cuál es

la calidad de los servicios que se ofrecen a las familias

para que ejerzan la tarea de cuidad a la infancia, una de

las poblaciones más vulnerables y, a la vez, el futuro de

El Salvador?, ¿cuáles han sido las consecuencias de esa

atención?, ¿se ha logrado un apoyo efectivo para todos los

miembros de la familia? En suma, ¿qué tipo de apoyo se

está brindando a las familias salvadoreñas para el cuidado

de las nuevas generaciones?

Para emprender la tarea de apoyar a las familias en

sus acciones de cuidado a todos sus miembros, pero

especialmente a los niños, niñas y adolescentes, hace falta

emprender más investigaciones acerca de las necesidades

de las familias, con un enfoque de corresponsabilidad entre

los adultos presentes en la familia y entre los actores del

bienestar; de tal manera de proponer políticas adecuadas

que busquen el desarrollo de todos sin sacrificar el

bienestar de alguno o alguna.

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