¿Son los carlistas un "romanticismo perdurable"? - Ahora estudios políticos y sociales

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¿SON LOS CARLISTAS O EL CARLISMOUN “ROMANTICISMO PERDURABLE”?

José Fermín Garralda

En estas líneas se comenta un artículo de divulgación histórica, titulado “Carlistas. Un romanticismo pedurable”, publicado en la prestigiosa revista de Pamplona “Nuestro Tiempo” (nº 665, nov.-dic. 2010 p. 32-41). El mayor o menor acierto del comentario lo dejo a juicio del lector, que salva la profesionalidad del autor del artículo replicado. La pregunta es doble y está interrelacionada. Primera: Los carlistas: ¿fueron -y son hoy- románticos? ¿Quedan hoy carlistas? ¿Fueron sinónimo de violencia y perdurabilidad, como expresión de un mundo romántico? Segunda: o mejor, ¿es el Carlismo un romanticismo cultural? (aunque este término no lo utilice el autor). Creo que responder a la primera pregunta es fácil, aunque no tanto replicar a la segun-da. En realidad, la primera formulación sin la segunda carecería de verdadero sentido.

1. Sin “apenas (…) eco en el presente”. No es bueno sesgar, produciendo un efecto lla-mativo –sin referirnos a intenciones-, los datos objetivos electorales de la actualidad. Tampoco es adecuado –sobre todo hoy día- limitar al ámbito electoral un Carlismo vivido a veces in-conscientemente y como poso hasta que se revive con un sufi ciente revival. Hoy día el ámbito electoral tiene una gran singularidad en relación a las elecciones celebradas en otras épocas con sufragio universal masculino y femenino, singularidad que puede distorsionar la realidad sociológica. Los medios de comunicación, la forma de fi nanciación partitocrática, las imágenes y simplifi caciones popularizadas, el “malminorismo” y “justo medio”, los mensajes eclécticos del clero, etc. son un pequeño ejemplo de ello.

Comencemos por las elecciones al Congreso y al Senado. Al hablar el artículo comentado de “los carlistas actuales, pocos y divididos”, y al incidir en la residual importancia actual del Carlismo, se indica que el Partido Carlista (PC) –no discutamos aquí la autodenominación-, del que don Carlos Hugo (Hugo Carlos o don Hugo) dejó de formar parte tras su primer y único fracaso electoral, fue perdiendo fuerza electoral desde los 50.000 votos que obtuvo al Congreso de los diputados en 1979, hasta los 224 votos en 1982, y a los 2.131 sufragios en la España del año 2000, con un ligero descenso posterior. El artículo también afi rma que la Comunión Tradicionalista Carlista (CTC), reconstituida en 1986, obtuvo 218 votos en las elecciones genera-les al Congreso de los Diputados de 2008. En ambos casos, el resultado es pobre, ciertamente.

Con estos datos, y ceñidos al ámbito electoral, la perdurabilidad del Carlismo puede ser puesta en entredicho por cualquier sociólogo que siga un método empirista. Así, el atribuir al Carlismo el rasgo de perdurabilidad podía considerarse una fi na ironía. También, puede ser una tautología afi rmar que un concreto movimiento romántico se resiste a morir, pues salvo el caso del joven Werther, Hiparión y similares, la resistencia es algo propio del romanticismo. Pensemos, por ejemplo, la perseverancia de los liberales y las revoluciones socialistas en el s. XIX para alcanzar sus objetivos.

Los anteriores datos electorales, ¿refl ejan toda la realidad? ¿La CTC se presentó a las elec-ciones generales al Congreso de los diputados en toda España en 2008? La respuesta es negativa, pues la CTC se presentó al Congreso en sólo en seis provincias como Ávila, Cáceres, Castellón,

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Ciudad Real, Guadalajara, Murcia y Segovia, casi todas ellas sin tradición carlista, lo cual se debió a motivos estratégicos. Lo único importante es que, en este mismo año de 2008, la CTC se pre-sentó al Senado, como parte de las Cortes españolas, obteniendo nada menos (en comparación con dichos 218 sufragios) que 45.000 votos. Es más, la CTC fue el único partido (comunión) político que se presentó con las mismas siglas en todas las circunscripciones españolas.

¿Qué diremos de las elecciones al Parlamento Europeo?. Dicho artículo destaca que, en el año 1994, el PC y la CTC optaron al Parlamento Europeo, sobrepasando la CTC al PC en poco más de 500 papeletas. Por lo visto –y se puede destacar- había llegado el momento de la infl exión electoral. Lo que no dice el autor son las cifras. Bien estaría añadir que, en este 1994, año en el que la CTC se presentó por primera vez a una contienda electoral, la CTC obtuvo al Parlamento Europeo 5.226 votos (0’03%), de los cuales 473 votos correspondieron a Navarra. Ciertamente, estos son más votos que los recibidos al Congreso de los diputados en 2008. Está visto que, según sea el tipo de convocatoria, lo votantes pueden mostrar mejor sus preferencias.

Brindo al autor del artículo que comentamos la escasez del mencionado resultado si lo com-paramos con los resultados electorales del carlismo –por ejemplo el navarro- en 1868-1872, 1893-1916, y 1933-1936. Luego vino la dictadura franquista que muy poco románticamente deshizo al Carlismo (a los carlistas), cuyos militantes estaban de vuelta de posibles y supuestos romanticismos desde 1931.

El lector, que a veces suele “entregarse” al autor sin especial análisis crítico, sobre todo si este último es considerado como especialista del tema que trata, tendría más información sobre los resultados de la CTC si se informa a aquel que la CTC obtuvo 25.000 votos al Senado en las elecciones generales de 2004. La cosa cambia más que un poquito ¿no es así? ¿Y si, como hemos indicado, se le informa que, en las elecciones generales, dichos 25.000 votos en España se convirtieron en 45.000 votos al Senado? Pues así ocurrió.

Recuerdo que un profesor universitario decía hace no mucho en Pamplona: “Desde que llevo en Navarra no he conocido a ningún carlista”. Quizás estuviese en su torre de marfi l, qui-zás no supiese mucho sobre cómo se manifi estan los carlistas, y de cómo desde ciertas esferas se les ha hecho un sistemático silencio, o quizás los últimos archivos privados incorporados en la institución donde trabajaba llegaron tarde a sus manos.

Es decir, mientras el PC decae absolutamente, los carlistas de siempre, que sufrieron un singularísimo acoso político durante el régimen de Franco, y que desde 1976 –fecha cuyo signi-fi cado todavía no se ha estudiado porque faltan los principales datos-, se les ha dado por muer-tos y silenciados cuasi metódicamente, han ido al alza en las elecciones. Preguntemos: ¿podía sospecharse en 1977 que el Carlismo de siempre iba a cosechar 45.000 votos al Senado en las elecciones generales de 2008? Hablamos precisamente de votos en el régimen liberal-socialista, totalmente extraño para ellos. El tiempo ofrece la debida perspectiva histórica, y al tiempo brin-do su última palabra sobre la supervivencia de los carlistas; no digo del Carlismo porque éste se funde con la suerte de los elementos constitutivos de España, una y varia.

Ciertamente, ha sido trágico y rotundo el fracaso del ensayo huguista -a fuerza de socialis-ta y anticarlista-, pues decir que don Carlos Hugo era carlista por mucho que se así llamase, está en el lindero del nominalismo, que a veces es práctico para el historiador aunque, tarde o tem-prano, éste último debe preguntarse si la palabra con la que trabaja refl eja realmente “la cosa”. Al fi nal se puede preguntar: ¿pero de qué estamos hablando?.

Nada diré sobre quiénes estuvieron involucrados en la trastienda de los luctuosos sucesos de 1976 El para qué está claro: para anular a la única fuerza política española, arraigada en mu-

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chas familias y pueblos, prestigiosa y limpia del polvo y paja de la dictadura, que podía enseñar a España un camino original en cuanto originario de la sociedad a la que se dirigía.

Desde luego, si el Carlismo “apenas tiene ya eco en el presente” como dice el artículo, nada digamos –y esto es un juicio de valor- de la libertad, la representación, la fraternidad etc. tan declamadas desde hace tiempo, y de aquellos partidos políticos que utilizan al electorado actual recurriendo a algunos de los contenidos que defendieron los tradicionalistas, aunque para luego aquellos distorsionarlos. Desde el recurso populista de “que vienen los rojos”, hasta “que vienen los separatistas” o “que vienen con total desfachatez los amigos de los terroristas”… como ayer el “o Franco o el comunismo” y después el “o Dictadura o Democracia”. De to-das maneras, los resultados de la CTC son bastante mejores a los que dice el artículo titulado: “Carlistas. Romanticismo perdurable” (2010).

Según lo dicho, en términos del actual régimen electoral -cuyo ámbito es ajeno al Carlismo-, los carlistas son más perdurables de lo que da a entender el artículo. Además considero que, en el ámbito social, el Carlismo explícito o implícito está mucho más presente de lo que expresan las elecciones. Incluso, llevando las cosas al extremo pero refl ejando parte de la realidad, Stanley Payne en “Cuenta y Razón” nº 7 (verano 1982) habla de que UPN es en Navarra un partido “poscarlista de derechas”. Seguramente se refi ere al ámbito más popular de dicho partido, y como posterior al Carlismo en el tiempo, aunque siguiendo su línea sociológica en general. Otra cosa son los idearios y los Programas. De tratarse del ámbito sociológico en general, dicho en general puede tanto no decir nada como sí decir algo.

2. Los carlistas, ¿románticos?. Más allá de su romanticismo, sus sentimientos, o su arrojo bélico y entrega, digamos que el carácter comunitario de los carlistas no implicaba creer que el hombre no existe más que para la sociedad. Eran ajenos a un totalitarismo para el bien. Las comunidades donde vivían no expresaban un totalitarismo para el bien (del estatismo y el culto a la ley saben mucho los liberales), por lo mismo que el diálogo entre dos verdaderos amigos es diferente al voluntarismo de las relaciones interpersonales del individualismo, la convivencia fa-miliar no es la de un club o sociedad circunstancial etc. Para los carlistas, el hombre era sociable por naturaleza.

¿Son las cualidades y virtudes vividas con intensidad fruto del principio romántico aun-que, ciertamente, el romanticismo (el triunfo del sentimiento) pueda aumentar dicha intensidad en cualquier dirección? La tenacidad en la vivencia de la religión, costumbres y hábitos, leyes e instituciones; la profundidad de las convicciones; la fi rme resolución en el camino emprendi-do que se considera justo y elevado sobre las contingencias humanas; el ideal que prevalece al mezquino egoísmo; la unión en los principios básicos comunes… son atribuciones del pueblo español en general y, por ello, de los carlistas. Por lo mismo que la cultura barroca expresó y profundizó en una civilización hispánica que sobrevuela unas y otras épocas y culturas. Creo que en esto sigo a Vicente Pou (1842). Desde luego, no hay símbolo (incluida la palabra) sin lo simbolizado, siendo así que esto último no depende de aquel.

Además, la lucha armada por motivos religiosos y de bien común, ¿no era tan sólo la aplicación de la doctrina tomista y escolástica, por lo mismo que la aplicaron los vandeanos, los cristeros del s. XX, la Cruzada de 1936, las resistencias al nazismo y comunismo etc.? Por otra parte, no sólo es preciso estudiar la respuesta armada de 1833, sino la respuesta jurídica y política del realismo español antes de la Revolución francesa, tras esta misma, en las llamadas Cortes de Cádiz, en el Manifi esto de los Persas etc., hasta que estalla con la ilegalidad de la su-cesión de Fernando VII. No se recurrió sin más a la guerra. El Carlismo no fue un “anti” o un

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movimiento de rechazo, sino de afi rmación y luego defensa de la realidad. Ni se quería destruir al adversario y exterminarlo por identifi carlo con el mal absoluto. Léase a Vicente Pou, a Magín Ferrer etc. y no se confundirá al Carlismo con la dureza de la guerra por ambos bandos en lid, hasta el convenio Lord Eliot de abril de 1835 (la guerra dura hasta 1840). ¿Se sabe que quien más hizo por suavizar la suerte de los prisioneros en la tercera guerra fue un carlista y fundador de la adoración nocturna, Luis de Trelles, Comisario General de Canjes? Por otra parte, la aparición del integrismo no la causó la “estrategia electoral” tomada tras la tercera guerra.

Carlismo-reacción, Carlismo-“anti”, Carlismo-rechazo, Carlismo-exterminio… son tér-minos distorsionadotes que no refl ejan el identifi car a los carlistas como “los defensores de los valores hasta entonces dominantes”, o mejor, vividos y generalizados expresa o impresamente en la España del momento. Ya en la IIª República, convendría destacar por qué y contra qué trabajaban los carlistas, y la naturaleza y actuaciones de dicha República y de la Revolución que creció en su seno hasta engullirla, para no dar la sensación de que los carlistas tan sólo se arma-ban como sioux frente al ferrocarril.

Si “la promesa de regreso del pretendiente (Carlos VII) quedó fl otando sobre la localidad Navarra de Valcarlos” en 1876, según dice el artículo, cuando pronunció el conocido “Volveré”, no pasará mucho tiempo para que el regio hermano de aquel, Alfonso Carlos I, lance a la lucha a miles y miles de voluntarios contra la IIª República revolucionaria e impía. Podían recordarlo muchos oportunistas que luego vivieron y hoy viven de aquel esfuerzo sobrehumano. No sin ironía “Diario de Navarra” en una ocasión y con grandes titulares, y algún otro historiador cuyo nombre omito… utilizaron ese reclamo del “Volveré”. Pues sí, don Carlos “volvió” en la políti-ca (y no en sus “feudos”) y, después, en la señalada situación límite de 1936.

En el tema foral, los carlistas no experimentaban una huída al pasado, pues el fuero priva-do se vivía en Cataluña, y el fuero privado y público en Navarra y en cada una de las tres provin-cias vascas. Que el centralismo fuese una imposición les parecía evidente, como quizás también lo parezca a los españoles (sea el centralismo de Madrid –es evidente- o bien el autonómico). Otra cosa es el carácter idílico de los Fueros defendido por Mañé y Flaquer que, por cierto, era anticarlista. Ni siquiera el apego a la propia lengua, sea castellano, gallego, vascuence o catalán, es exclusivo del romanticismo, aunque en la época romántica se buscase lo singular, lo propio y específi co, incluso lo ancestral. ¿Diremos que redescubrir la lengua –como tal “redescubrimien-to” de forma consciente, calculada, y con una voluntad expresa- se da sólo en el romanticismo? Lo curioso es que los políticos románticos de Madrid utilizasen el castellano mezclado con la política como elemento de uniformismo y centralización.

Aunque sigamos una formulación negativa al hablar de otros elementos culturales, esta sirve para comunicar y defi nir más directa y fácilmente un mínimo de contenidos. Digamos que los carlistas rechazaban las ciegas adhesiones al espíritu de teoría, estaban a favor de las realidades y del conocimiento de los hombres y de las cosas. No reducían la religión a una con-sideración meramente funcional en relación al poder político, sino que afi rmaban claramente la trascendencia o importancia de la religión en éste ámbito. Tampoco admitían que la única connotación de la política fuese la religiosa. ¿Es que siguieron una actitud política posibilista y acomodaticia como no pocos románticos isabelinos y alfonsinos, que vivían igualmente en el ambiente de su época? Creían que la sociedad no se gobierna por la ciencia y las leyes de la naturaleza, sino por el tino práctico e instinto social, por la experiencia histórica y los juicios morales y religiosos sobre la realidad social.

El arraigo popular del carlismo se debió, en parte, al legitimismo dinástico. Sin dicho legitimismo, el Carlismo no hubiera tenido tanta importancia, por más que su principal y más profunda motivación fuese la religiosa. El Carlismo tuvo la virtud de unir los principios políti-

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cos y los religiosos en una causa dinástica según derecho. ¿Es que las virtudes como el amor al Derecho –tan propio de los españoles- que representa la Justicia, la lealtad etc. son “románti-cas”? ¿Fueron un recurso para justifi car las propias tendencias y gustos individuales? ¿Signifi ca tanto que los retratos de época que representan a don Carlos VII expresen cierta idealización? ¿Es que el colorido propio de toda manifestación espiritual y concentración popular es exclusivo o refl ejo de una cultura romántica? Díganlo los restos de ayer y el colorido de los Montejurras del s. XX, aunque también es cierto que la vistosidad de los cuadros sobre liberales y carlistas, de los objetos conservados en museos etc. benefi cia a las editoriales como “Nuestro Tiempo” para publicar trabajos de divulgación.

Ciertamente, el siglo XIX tiene unas características especiales, y también en él debió existir la llamada “retroalimentación”, es decir, la interrelación, mutua y estrecha, entre cada hecho y el ambiente social donde se desarrollaba. Sin embargo, ¿qué decir de los renovadores de fi nales del s. XVII estudiados por Corona Baratech?, ¿qué de los autores tradicionales del siglo XVIII?. Y eran otros tiempos. ¿También el romanticismo fue la causa determinante de la guerra contra la Convención? ¿Y de la guerra por la independencia? ¿Y de la posterior guerra de Cuba, África o 1936? En fi n, los hechos crean épocas y las épocas infl uyen en los hechos, por lo que no puede decirse sin más que porque el Carlismo se desarrolló en el siglo XIX, tiene un origen y confi -guración romántica. El Carlismo tiene el fondo y forma sufi cientes para sobrepasar las etapas culturales. Otra cosa es que la labor de sus enemigos, la crisis religiosa, la cultura de masas y la falta de monarca etc. actuales ahoguen su existencia.

Está fuera de lugar el enmarcar dentro del romanticismo cultural las virtudes teologales y cardinales, el heroísmo y la valentía, e incluso la misma estética de la vida y de las obras de arte. El artículo que comentamos viene a decir que la idiosincrasia del español se ajusta, como la mano al guante, en el anarquismo (salvando el juicio de valor sobre sus corrosivas doctrinas y ac-tuaciones) y el Carlismo. Sin embargo, el estereotipo del español no sólo radica en ser indómito, fi ero, resistente al cambio, sacrifi cado, héroe, auténtico y noble (Gerald Brenan). Aplicar esto al Carlismo es un reduccionismo muy efectista para animar al lector, pero una distorsión –calcula-da o no- sobre qué es el Carlismo y quienes fueron los carlistas, ya por insufi ciencia ya por falta de explicación. ¿Resistentes a los cambios?; habrá que decir a los cambios revolucionarios, pues ellos eran los que quisieron cambiar el absolutismo por la monarquía renovadora o tradicional, el liberalismo por la verdadera representación y los derechos de comunidades, instituciones y personas, el franquismo por la verdadera tradición española, la partitocracia y plutocracia por la verdadera representación, la lucha contra la corrupción y la propiedad para todos etc.

El Carlismo tiene un pensamiento bien articulado, el propio de la tradición hispánica, y no sólo es un sentimiento. Es más, dicho pensamiento no se debe al tradicionalismo cultural, como veremos.

3. ¿Románticos o principio arraigado religioso? Lo más importante es destacar el sobrena-turalismo del movimiento carlista, muy propio del pueblo español como lo prueba su tradición católica durante los siglos anteriores. La experiencia de las Cortes gaditanas y del trienio liberal coadyuvó a que la contienda dinástica tuviese un marcado componente religioso. La religión en el ámbito privado, social y público o institucional político, afectaba de lleno al primer lema del “Dios, Patria, Rey”. Hace unas décadas, un prestigioso intelectual –alguno dijo que advenedizo- llegado a Pamplona y que deseaba pasar por carlista debido a un interesado pragmatismo, se empeñó en defender ante los propios carlistas: “Se puede ser carlista y ser ateo”. Afi rmar esto daría al traste al Carlismo, como así ocurrió. Sin Dios, sin Magisterio de la Iglesia, sin sobrena-turalismo… se “infl arán” aquellas cuestiones generales de carácter social (no socialista) y auto-

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nómica (mejor sería decir autárquica y foral), tan hondas y propias del Carlismo, utilizadas a su vez –consciente o inconscientemente- por el progresismo religioso y los vientos de la protesta ideológica e izquierdista en Europa, para hundir al único movimiento popular verdaderamente católico y propiamente español a la muerte del generalísimo Franco. Al retraimiento tras 1939, y el resurgimiento en la década de los cinquenta, le siguió el acabamiento promovido e impuesto artifi cialmente, además de la incidencia de la crisis religiosa y la masifi cación. El que nuestra épo-ca no sea romántica (yo creo que hay un post-romanticismo cultural baratillo y de mala calidad) no justifi ca, lógicamente, dicho acabamiento. El mayor acabamiento sería el del fl amante Estado liberal, el de las ideologías y sistemas liberal-socialistas, y con ellos nacionalistas. En realidad, la única perjudicada sería España, o las Españas.

Algunas personas, procedentes de las tesis de Maritain y de fuentes italianas, consideran modernamente que la religión vivida por los carlistas como por otros católicos antiliberales, era “diferente” a la “universal” y “actual”. Pues bien, los carlistas siguieron fi elmente el magisterio doctrinal y práctico de la Iglesia, a diferencia de todo género de liberales (llamados católico-liberales, moderados o radicales); magisterio que es universal, mientras el Vaticano II mantiene la doctrina tradicional en su plenitud. Si existen intelectuales que ignoran el magisterio de siem-pre de la Iglesia sobre la sociedad civil y política, muchas interpretaciones del Vaticano II no se correspondían con sus contenidos objetivos. No insistiremos en esto.

Si pasamos a épocas electorales de emergencia en materia religiosa, por ejemplo mientras la izquierda ocupaba el Gobierno de Madrid de 1931-1932, los carlistas controlaron la gran mayoría de los ayuntamientos. Según Payne, en las elecciones nacionales de 1931 los carlistas obtuvieron el 54% de los votos en Navarra, en las de enero de 1935 ganaron por mayoría aplastante, y en febrero de 1936 alcanzaron un 71 %, frente al 14% de los socialistas y el 9% del nacionalismo vasco. Desde luego, nada de esto se debía al romanticismo, como tampoco lo ocurrido después.

En fi n, el carlismo hunde sus raíces en la vivencia -en católico- de la persona, sociedad y la política, en los Fueros entendidos como Derecho privado y público -existente o renovado-, en la España vivida con naturalidad sin una necesaria decisión consciente de la voluntad y ajena al “patriotismo constitucional”, y en el derecho político de una dinastía que además estaba al servicio de lo anterior. Nada de romanticismo arqueológico –de carácter objetivo e histórico- o bien de romanticismo francés de carácter liberal y revolucionario. Más que nostalgia, afi rmación y esperanza. No en vano, fueron muchos esfuerzos de todo tipo (vidas, haciendas, prestigio, comodidades y oportunismo) invertidos para la defensa de los derechos de Dios, del trilema, y de una España mejor, sabiendo que “ante Dios nunca serás héroe anónimo”.

4. Carlismo: ¿un romanticismo perdurable?. Comentemos la segunda tesis del artículo según la cual el carlismo es un romanticismo perdurable. Si distinguimos entre Carlismo y carlis-tas, referirse al primero implicaría un romanticismo cultural, pues el Carlismo como tal no puede ejercer las potencias del alma que sí ejercen los carlistas y a las que antes nos hemos referido.

Lo menos relevante en este apartado es que no nos parece adecuado recoger en una pala-bra, la de Romanticismo, -que además no se explica en el artículo-, el vasto movimiento carlista de más de 175 años de antigüedad, palabra que se transforma en pantalla que refl eja distorsiona-damente dicho movimiento. Es cierto que hoy se tiende, por efecto del mundo de la imagen, a crear “imágenes esquemáticas”, que están a medio camino entre la imagen singular y el concep-to. Simplifi car las imágenes de la realidad o ser selectivos con ellas termina por sembrar errores

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en el conocimiento. Por ejemplo, el título de “La Covadonga insurgente” no deja de expresar la realidad, pero ésta va muchísimo más allá que lo que se expresa.

4.1. ¿Qué implicaría para el lector el término romanticismo? En el artículo que comen-tamos, el aspecto relativo al romanticismo cultural parece más importante que los resultados electorales comentados al comienzo de estas líneas. De ser un romanticismo, el Carlismo sería fruto de una circunstancia cultural e histórica. Desaparecido lo que le dio origen, desaparecería “la cosa”. En tal caso, el Carlismo, tarde o temprano, sería -comprensible y casi necesariamen-te- algo del pasado (nunca mejor dicho), contemplando hoy día los fl ecos de una transmisión familiar en absoluto declive. Este declive se refl ejaría en el título del libro del dr. Fco. Javier Caspistegui, “El naufragio de las ortodoxias. El carlismo, 1962-1977” (1997), cuya fotografía de portada es bien expresiva: el abuelo sonriente, el hijo que falta de la escena, y el nieto que lleva boinica con cara resignada y tristona. Declive y fi n del Carlismo quizás garantizado por la reciente muerte de don Carlos Hugo (no en vano “Nuestro Tiempo” nunca ha informado sobre algo que suene a Carlismo o carlistas, aunque un gran profesor e investigador –Alvaro d’Ors-, galardonado por la universidad que la edita y “honoris causa” por otras universidades, fuese pú-blicamente carlista). Seguramente, observando la decadencia de Occidente, no sólo el Carlismo sino otras muchas ideologías u ortodoxias contrarias a él, han naufragado haciendo naufragar a toda nuestra sociedad.

No obstante, algo hay de verdad en el término romanticismo aplicado a los carlistas, por-que estos vivieron en su época, aunque por tradicionalistas nunca la apreciaron desde la perspec-tiva del empirismo. Algo hay de verdad en el término romanticismo, pero no es la verdad, por lo mismo que, como dice el refrán, no se puede “coger el rábano por las hojas”. No creemos que con el término romanticismo cultural se quiera decir que la transmisión, la vivencia de lo real y la devoción por los padres sea un mero romanticismo, propio del alienado, subordinado y sentimental.

Ahora bien, ¿qué entiende el autor por romanticismo? Aunque esta tesis (hipótesis) sea la principal (el Carlismo como residuo sociológico sería hipótesis derivada), el autor no explica qué entiende por romanticismo. Aunque no identifi quemos punto por punto lo que el autor pu-diera entender por ello, no creo que sean los estereotipos más genuinos del español apuntados en la entradilla del trabajo (carácter indómito, resistencia a los cambios, fi ereza, autenticidad, nobleza, heroísmo y sacrifi cio), ya que, en tal caso, se ignorarían otras cualidades y virtudes y, sobre todo, el servicio de los carlistas a la Religión católica, a un catolicismo sin claudicaciones y a un amplio pensamiento tradicional español.

Quizás por romanticismo se entienda el toque de cornetín de la imagen de entrada del texto, y que acompaña al título, representando a un gallardo y joven requeté, imagen desde luego nada actual. El Carlismo estaría trasnochado como cosa del ayer. El título del artículo y dicha imagen, que llenan por entero las dos primeras planas del artículo, distorsionan al Carlismo mu-cho más que el texto, que por otra parte tiene indudables aciertos, identifi cados desde el punto de vista histórico con lugares comunes. Identifi car al Carlismo con el heroísmo del guerrero, siempre digno de admiración pero no para imitar, es la antigua distorsión del conservadurismo liberal para no hablar de los políticos, los parlamentarios, la prensa, los círculos sociales, los sin-dicatos libres, las asociaciones, en suma, la sociedad tradicionalista regida por un rey. Sabemos que el Carlismo tiene su historia militar y bélica expresada bien en las guerras (quién las provoca-se es otra cuestión), bien en diversas intentonas y el ambiente bélico en el que no pocas veces se desarrolló. Las Armas eran un recurso práctico y extremo, como la vía más directa -por rápida y contundente- de expulsar al liberalismo –para ellos siempre tramposo- del poder, aprovechando el origen y luego las diversas crisis del régimen liberal. Entrar en el terreno del liberalismo com-

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plicaba la victoria, sobre todo con el voto censitario, e incluso el universal masculino de 1890. A pesar de eso, muchos veces los carlistas tuvieron diputados a Cortes, senadores, diputados forales en Navarra, concejales y hasta algún alcalde en Pamplona a pesar que éste era elegido por el Gobierno liberal. Todo esto se omite al lector, sobre todo en el aparato gráfi co que “vale más que mil palabras”. Creo importante que en estudios subrayen el carácter político parlamen-tario, periodístico, social y laboral del Carlismo. Para eso acabo de redactar un libro titulado “El Carlismo en Navarra y Pamplona. Síntesis de 175 años de historia y actualidad”, que se centra en el aspecto político y social, mientras que el artículo que comentamos patentiza en exceso la huella militar y, al fi n, la violenta.

Tomado en su sentido habitual para el gran público, el término Romanticismo descalifi ca a cualquier movimiento político, al quedar vinculado a un movimiento cultural del pasado (por mucho que hoy todo indique que vivimos un post-.romanticismo de mala calidad, que afecta in-cluso a quienes lo critican), y porque supone inconsistencia racional de lo que se dice mantener, desde luego que no apto para nuestros días.

4.2. Lleguemos al fondo de la cuestión, no se si advertida por el lector. El romanticismo cultural no expresa sino que distorsiona, el carácter tomista y escolástico de la fi losofía seguida por los pensadores carlistas, particularmente en el primer carlismo y posteriormente con ca-rácter general. Tampoco estos eran historicistas como sí los liberales, conservadores o no. A diferencia de los pensadores carlistas, el tradicionalismo-fi losófi co francés dejó una honda hue-lla en la escuela del catolicismo-liberal, y en el movimiento cultural y político del catalanismo y nacionalismo catalán, aunque también en los neocatólicos de la minoría monárquico católica en las Cortes de 1869, según el profesor Alsina (1985). El pensamiento fi losófi co de los pensadores carlistas, y el trasfondo del pueblo carlista, es completamente ajeno a la infl uencia del tradicio-nalismo fi losófi co francés que, ciertamente, estuvo íntimamente condicionado por el infl ujo ro-mántico de aquella época. Ahora bien, el Carlismo estaba en las antípodas de la confusión entre lo político y lo religioso, la deformación naturalista de la religión, y las ambigüedades y defor-maciones sobre el carácter de la libertad humana tan frecuente en el tradicionalismo fi losófi co francés de Bonald. No incluimos en ello el pensamiento nuclear de Donoso Cortés, pues no fue carlista, aunque no imitase las corrientes ideológicas francesas. Diciéndolo, el insigne Menéndez y Pelayo cayó en una clara imprecisión histórica. Se ha escrito que: “El tradicionalismo fi losófi co tuvo su impacto en algunos grupos minoritarios durante la década de los 40, pero únicamente en Cataluña podremos encontrar en la segunda mitad del siglo XIX la permanencia de este infl ujo” (Alsina, 1985).

La escuela fi losófi ca tradicionalista francesa fue seguida por José Mª Cuadrado –que no fue carlista- para luchar contra el racionalismo y el escepticismo y también para defender un “partido católico” únicamente. No fue seguida por Donoso Cortés –que sin ser carlista infl uyó en los pensadores del Carlismo-. La originalidad de Donoso confi ere a su pensamiento una per-sonalidad propia, “sin que por ello se pueda negar la evidente infl uencia del doctrinarismo fran-cés, inicialmente, y también la del lenguaje del tradicionalismo fi losófi co en la etapa posterior” (Alsina, 1985). Si Cuadrado se propuso renovar el partido moderado desde dentro, con un ro-tundo fracaso, y si lo mismo le pasó a Balmes que era ajeno al tradicionalismo fi losófi co, por su parte Donoso Cortés, una vez alejado totalmente de dicho partido, escribirá al conde Raczynski (1949): “Opino como vos acerca de las Cortes moderadas: sin los moderados la revolución no viviría en ninguna parte. Los moderados han sido causa de la universal ruina y perdición. ¡Dios les perdone el mal que han hecho!”.

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Al margen de consideraciones sobre la escuela del tradicionalismo-fi losófi co francés, pen-semos también en los escritos de polemistas y contrarrevolucionarios anteriores al romanticis-mo. ¿Y no son hoy día “románticas” muchas formas de vida, de estar y pensar, de expresarse y escribir, y hasta de comunicarse…? Desde luego, los pensadores carlistas Magín Ferrer y Vicente Pou, estaban muy lejos de sostener la tesis que les adosa Menéndez y Pelayo, ya que ambos “señalan el último período de la monarquía absoluta como causante de la revolución posterior“ (Alsina, 1985). Los pensadores carlistas en general siguieron la fi losofía escolástica y la corriente renovadora de esta fi losofía explorada en Italia, mientras que el pueblo era ajeno a fi losofías más allá del sentido común y la fi losofía de la vida. Lógicamente, la llamada “democracia cristiana”, que por otra parte hipoteca la religión al democratismo, no podía admitir que lo defendido por los carlistas fuese verdad; ello anima a estudiar historiográfi camente a algunos historiadores ya fallecidos que han hecho escuela.

Será el nacionalismo quien exprese el romanticismo historicista (la Renaixença, negando Torras y Bages autenticidad catalana a las corrientes antitradicionales y modernizantes de dicho movimiento) y el liberalismo moderado o radical quien siga a Rousseau, admitiendo ambos la nación entendida en clave romántica, como soberanía del grupo o del individuo respectivamen-te. Es el nacionalismo y no el carlismo quien se debe al romanticismo, que aparece “allí donde unos hombres sienten la imposibilidad de continuar la realidad, y asumirla, o de combatirla”, siendo incapaces de someterse o rebelarse (Alsina, 1985). Sin duda, este no era el caso de los carlistas, que se opusieron al liberalismo y luego también al nacionalismo desde la realidad, desde la no aceptación, y desde el deseo y trabajo por cambiar las cosas. Cuanto más nos retrotraemos hacia el mundo romántico, más fuertes eran socialmente los carlistas, hasta el punto de que todo indica que en 1833 la gran mayoría de los españoles eran partidarios de don Carlos. Otra cosa es que en España Bécquer y Rosalía de Castro sean románticos tardíos en poesía, a la vez que los autores del realismo literario cobraban auge. Por eso, según Alsina, Canals creyó que el romanticismo sigue, cronológicamente, al liberalismo, y que sólo de forma indirecta es fruto de éste último. En buena parte, el romanticismo sería el refugio de quienes añoraban el antiguo orden de cosas pero estaban socialmente demasiado situados para querer, con voluntad fi rme, una auténtica restauración.

5. En conclusión. La tradición española no fue ni es una ideología. Todas las ideologías fueron fruto del racionalismo. Así mismo, el Carlismo fue tradicional, no tradicionalista-ro-mántico. El Carlismo fue anterior al tradicionalismo –éste ya de posible origen romántico si lo tuviese, o bien de diferentes orígenes incluidos los no románticos-, entendido el tradicionalismo como sistema de pensamiento sociológico y político, como doctrina, e incluso como actitud práctica ante la vida política. El término tradicionalismo para identifi car al Carlismo es tardío, y se generaliza tras la revolución gloriosa de 1868, sobre todo por infl uencia de los neocatólicos (originarios de los sectores “católicos” de la política isabelina). Es más, “tradicionalismo fue el término empleado al asumir la causa carlista hombres de formación política parlamentaria y de ideología y actitud típicamente imitada del ultramontanismo político europeo” (Canals, 1971). Según Canals “es un interesantísimo tema de estudio histórico el de estos orígenes isabelinos –románticos- del tradicionalismo español”. El Carlismo es la lucha española por la tradición en su concreción histórica y social. La tradición sería el sentido, y el Carlismo el hecho, lo concreto y singular, como dos caras de la misma moneda.

Quizás el aura de romanticismo que hoy dicen que conserva el Carlismo, se debe a la persecución continua que ha sufrido (ya tras 1939 ya hacia 1976), a su silenciamiento cuasi siste-mático, y a que muchos de los padres y abuelos de los que hoy viven fueron carlistas. También de

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quienes se han aprovechado de él. Probablemente se corresponda, en resumidas cuentas, con la perspectiva precisamente romántica del autor de dicho trabajo publicado en “Nuestro Tiempo”, esto es, la visión ideologizada del Sr. Capístegui.