Spaemann.actitudes Ante El Dolor

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Robert Spaemann Distintas actitudes ante el dolor humano http://conocereisdeverdad.com/website/index.php?id=2904 La pregunta acerca del sentido del sufrimiento es la pregunta acerca de la experiencia de la falta de sentido, pues justamente en esa experiencia consiste el verdadero sufrimiento. ¿Qué sentido tiene la experiencia de lo sin- sentido? ¿Tiene esa pregunta algún sentido? Es seguro que no apunta hacia ningún tipo de instrucciones para conseguir experiencia (lit. praxis): el sufrimiento es el límite de la praxis. El sufrimiento es aquello contra lo cual yo, al menos de momento, nada puedo hacer. La réplica de quien, hablando del sentido del sufrimiento, afirmase que debe ser combatido allí donde se dé, justifica de hecho el sufrimiento, y no debe ser tenida en cuenta como tal réplica. Porque no se pregunta cómo podemos disminuirlo, sino qué sentido tiene aquella situación en la que todos nuestros esfuerzos para disminuirlo o evitarlo llegan a un límite. Todos experimentamos alguna vez tales situaciones: los esfuerzos humanos llegan a su fin, y sucede lo que no queremos. El tema «sentido del sufrimiento» es idéntico al tema: «sentido de lo que no queremos, de lo que nadie puede querer para sí mismo». Miedo ante el sufrimiento Si alguien, de quien se pudiera suponer que sufre menos que otros, hablase sobre el sufrimiento, se le podría objetar:«para ti es fácil hablar; deberías antes pasar por una situación de verdadero sufrimiento: se te acabaría entonces el discurso». Pero ésta no es tampoco una réplica razonable, pues si yo sufriera de manera extrema por un instante, me encontraría entonces, de hecho, en una situación en la que nada podría decir sobre el sentido del sufrimiento.

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Robert Spaemann

Distintas actitudes ante el dolor humano

http://conocereisdeverdad.com/website/index.php?id=2904

La pregunta acerca del sentido del sufrimiento es la pregunta acerca de la experiencia de la falta de sentido, pues justamente en esa experiencia consiste el verdadero sufrimiento. ¿Qué sentido tiene la experiencia de lo sin-sentido? ¿Tiene esa pregunta algún sentido? Es seguro que no apunta hacia ningún tipo de instrucciones para conseguir experiencia (lit. praxis): el sufrimiento es el límite de la praxis. El sufrimiento es aquello contra lo cual yo, al menos de momento, nada puedo hacer. La réplica de quien, hablando del sentido del sufrimiento, afirmase que debe ser combatido allí donde se dé, justifica de hecho el sufrimiento, y no debe ser tenida en cuenta como tal réplica. Porque no se pregunta cómo podemos disminuirlo, sino qué sentido tiene aquella situación en la que todos nuestros esfuerzos para disminuirlo o evitarlo llegan a un límite. Todos experimentamos alguna vez tales situaciones: los esfuerzos humanos llegan a su fin, y sucede lo que no queremos. El tema «sentido del sufrimiento» es idéntico al tema: «sentido de lo que no queremos, de lo que nadie puede querer para sí mismo».

Miedo ante el sufrimientoSi alguien, de quien se pudiera suponer que sufre menos que otros, hablase sobre el sufrimiento, se le podría objetar:«para ti es fácil hablar; deberías antes pasar por una situación de verdadero sufrimiento: se te acabaría entonces el discurso». Pero ésta no es tampoco una réplica razonable, pues si yo sufriera de manera extrema por un instante, me encontraría entonces, de hecho, en una situación en la que nada podría decir sobre el sentido del sufrimiento.

Con todo, cuando hablamos del sufrimiento no lo hacemos necesariamente como un ciego pudiera hablar del color. Es decir, no hay límites exactos entre sufrir y no sufrir; y no los hay, porque al hombre-como dijo Thomas Hobbes –el hambre futura ya le convierte hoy en un hambriento–. Tenemos miedo del sufrimiento, y ya ese mismo miedo es sufrimiento.

Si yo estuviese hablando de un dolor físico que en este momento no tengo, o que quizá no he tenido nunca, entonces hablaría como un ciego habla del color. Pero el sufrimiento es algo distinto del dolor físico. El temor ante el dolor físico es, con frecuencia, peor que el propio dolor. Y siendo esto así, el miedo ante el sufrimiento es con frecuencia miedo del miedo. El temor ante la muerte no es en realidad miedo a estar muerto, sino miedo ante la situación en la que «mi corazón se llenará del máximo temor».

Sufrir es un fenómeno complejo. El dolor físico, el malestar, la sensación de desagrado, no son desde el principio idénticos al sufrimiento. Hay un grado moderado de dolor físico que de ningún modo podemos denominar sufrimiento, pues tiene, en la coherencia

total de la vida, un sentido claramente conocido, una función biológica, y lo aceptamos sin objeción. El hambre, por ejemplo, tiene el sentido de mover a un ser vivo a que se preocupe por la comida. Una sensación aguda de hambre no supone ningún sufrimiento para el que sabe que, dentro de cinco minutos, se sentará ante una mesa bien provista. Sin embargo, la misma hambre es un sufrimiento para otra persona que sabe que, en un tiempo razonable, no va a tener nada que comer. Al hambre se le junta el miedo de un hambre mayor. El hambre pierde su sentido funcional allí donde ella es el mejor cocinero (es decir, cuando es muy grande): se convierte entonces en sufrimiento.

A partir de un cierto grado de intensidad, el dolor corporal como tales ya sufrimiento, es decir, cuando devora todas las perspectivas positivas o negativas de futuro. Si ese dolor se va, se va de una manera notablemente perfecta. Los dolores y desaparecidos gustan en cuanto tales, nada se tiene ya contra ellos; sólo queda la alegría de que han pasa do. El mal (moral) pasado, por el contrario, sigue siendo mal, y es objeto de pesar.

Decía más arriba que el mecanismo del dolor tiene ante todo un sentido biológico: precisamente el de estimular una actividad. Si consideramos el dolor en un puro plano fisiológico, como mecanismo fisiológico, y no dentro de la vida orgánica, es claro que sólo dura y actúa durante el tiempo y con la intensidad que exige su función biológica. Si sólo cupiera considerarlo de ese modo, un enfermo incurable no debería sentir ya ningún dolor, porque el dolor no desempeñaría en él, en la práctica, ninguna función. Sin embargo, el dolor continúa actuando, despliega una vida propia, llega a ser un cuerpo extraño en el ser. En lugar de estimularnos a una actividad, nos condena a la pasividad. En este sentido hablamos aquí del sufrimiento.

Allí donde no se acierta a integrar una determinada situación dentro de un contexto de sentido, allí comienza el sufrimiento. El término alemán «sufrimiento» tiene, de manera análoga a sus términos correspondientes en otras lenguas, un doble sentido. Significa tristeza (infelicidad, desagrado, ...), y también sencillamente pasividad (en el sentido de passibilitas), o, por decirlo a la moda, frustración. La pregunta acerca del sentido del sufrimiento es, ante todo, una pregunta paradójica. Ella misma es expresión de sufrimiento, de ausencia indudable del sentido del actuar. Y se atraviesa en el camino de su propia respuesta (la obstaculiza). Apenas es posible darle una respuesta teorética, pues tal pregunta quedaría resuelta si desapareciera, pero no desaparece porque se resuelva. Los amigos de Job, con sus respuestas teoréticas, sólo consiguen irritarle. Dios no responde a sus preguntas, sino que le hace callar.

El sufrimiento en la sociedad moderna y en la sociedad primitiva

La sociedad moderna, tanto en Occidente como en el Este, también silencia la pregunta sobre el sufrimiento, pero de una manera distinta, es decir, suprimiéndola. La sociedad moderna concentra sus esfuerzos en la evitación y en la disminución del sufrimiento, y, por cierto, tratando de evitarlo no sólo de una manera indirecta, sino directa, como es eludiendo su interpretación. Los métodos y técnicas para evitar el sufrimiento tienen, sin embargo, por desgracia, efectos paradójicos. Tomados en su conjunto no aumentan la felicidad, ya que transforman el horizonte de las expectativas, y no eliminan con ello la discrepancia entre lo que creíamos poder esperar y lo que realmente sucede. Incluso se ha ensanchado esa discrepancia en algunas sociedades fundamentadas en el aumento de las necesidades. Pero aunque bajemos el nivel de tolerancia para soportar las

frustraciones, al final siempre obtenemos la misma suma, o incluso un aumento del sufrimiento.

Cuando, como sucede en estos últimos tiempos, leemos con frecuencia que algunos colegiales se suicidan porque han llevado a casa malas notas, no cabe buscar la razón simplemente en que el juicio sobre las calificaciones escolares sea en los padres de hoy más severo que en los del siglo XIX. La razón está más bien en un índice más bajo de tolerancia respecto de las sensaciones de frustración. Konrad Lorenz ha hablado del creciente infantilismo que impulsa sin cesar hacia una inmediata satisfacción, y que incapacita por ello para soportar situaciones en las que no se da una satisfacción inmediata. Aquí es donde acaece el verdadero sufrimiento. No tiene sentido dudar de que esos jóvenes sufren, pero, ¿por qué sufren? Se trata evidentemente del efecto paradójico de una actitud .motivada absolutamente por el intento de evitar el sufrimiento. Un actitud que incapacita para soportar el padecer y aumenta con ello el sufrimiento. Max Scheler ha mostrado que las formas más altas de felicidad son aquellas que no se pueden alcanzar directamente. Yo puedo, sin duda, procurarme un deleite físico, pero las formas más altas de alegría, de profunda satisfacción, de felicidad, no las alcanzo por estudiar Psicología o por aprender técnicas de maximalización del placer. Una civilización fundamentada en el lamento, en la que cada uno tiende a compadecerse de sí mismo y a quejarse de su nefasta situación, apenas tiene ya impulso para hacer a los hombres felices. En la literatura psicoanalítica se dicen muchas cosas sobre el triunfo del placer, pero nunca se habla de la alegría.

La alegría, en cualquier caso, guarda relación con la experiencia del agradecimiento. Cuando la alegría es vista sólo como exigencia de felicidad, se pone en movimiento un automatismo que imposibilita la felicidad. Se podrá, en efecto, hablar siempre de exigencia de felicidad, pero no se puede cumplir con esa exigencia porque ella misma obstaculiza su realización. Cuando se utilizan más los psicofármacos para suprimir molestias normales, para evitar sensaciones de malestar, para disminuir todo temor o nerviosismo, disminuye también, lógicamente, la intensidad de la felicidad. No puede haber montes si no hay valles.

En las sociedades primitivas, a las que ciertamente no podemos retornar, pero a las que debemos referirnos como sustrato de nuestras reflexiones, hay dos figuras relacionadas con el sufrimiento, que nosotros hemos perdido. En ellas se cuenta con el sufrimiento que desarrolla su rol, su función. Dicha función hace posible transformar, hasta cierto punto, el propio sufrimiento en actividad, ya que cada rol exige del que lo desempeña un cierto rendimiento.

El mendigo, por ejemplo, en las sociedades primitivas, y aun hoy en bastantes sociedades islámicas, no es simplemente el socialmente fracasado que debe estar siempre mirando dónde poder quedarse, sino que desempeña un papel. Dicho papel pide una vestimenta adecuada, ciertas formalidades que el mendigo debe decir, etc. Lo suyo no es sólo aceptar lo que le dan, es decir, no ser sólo receptor de la beneficencia pública, sino que él también tiene algo que dar: el mendigo promete rezar por aquel que le da algo. De ese modo, la situación de sufrimiento no es para él una pura condena a la pasividad, como ocurriría entre nosotros con un náufrago que es sólo objeto de auxilios, sino que él también tiene que representar su papel con la dignidad que le corresponde.

Algo semejante podríamos decir de la viuda. Tras ella hay una catástrofe –más intensa aún en las sociedades primitivas–, pero sobrelleva su nueva existencia, por así decir, como quien representa su rol. A ese papel le corresponde un determinado ropaje, e incluso el llanto.

En estos casos, el sufrimiento no es propiamente algo que no debe suceder, y que si sucede convierte al paciente en víctima, en objeto pasivo de auxilios. El sufrimiento está allí previsto. Es posible que alguien pudiera decir: «es mucho mejor una sociedad que no prevé el sufrimiento, pero que se esfuerza por suprimirlo». De hecho, vivimos en una sociedad dinámica que, a diferencia de las sociedades primitivas, tiende a la abolición del sufrimiento. Pero la realidad es que una tal sociedad. con su creciente actividad, cuando llega al límite más allá del cual no puede disminuir el sufrimiento, no tiene ya nada más que decir.

Era propio del primitivo dominio del sufrimiento una particular ritualización de las situaciones extremas. Nuestra sociedad, sin embargo, es incapaz de hacer algo semejante con la muerte, que es desviada hacia el anonimato de las clínicas. Cualquier hombre sabe que puede caer en sus garras en cualquier momento, pero ¡no hablemos de eso! De hecho, en ningún sitio se habla de ella y, desde luego, de ningún modo con los moribundos. Pero, sobre todo, ya no se enseña a morir. Los niños ya no ven cómo mueren los ancianos; no se enseña a morir, y así la mayor parte de la gente se encuentra con la muerte por vez primera en la suya propia.

La sociedad primitiva rodeaba a la muerte de un ceremonial. Morir no significaba en ella verse forzados a una actitud de pura pasividad: el morir pertenecía a la plena realización de la sociedad. Allí, el curandero tenía, por su parte, la tarea de curar a los enfermos con hierbas y conjuros, pero, al mismo tiempo, también tenían su finalidad los ritos mágicos. Con ellos se realizaba algo. El paciente formaba parte con su sufrimiento de una actitud dramática.

El contraste con el curandero lo representa hoy el investigador médico, al que le interesa más la enfermedad como tal que el enfermo. El médico se sitúa, por decirlo así, entre el investigador de la Medicina y el curandero. Por una parte, cura de acuerdo con el nivel de su ciencia y de su propia experiencia médica; por otra parte, establece con el paciente un contacto personal que suaviza su situación y la integra en una relación activa. Parece que algo sucede, cuando parece que algo sucede, es que realmente sucede algo.

La extremada concentración en el puro evitar el sufrimiento, renunciando a cualquier interpretación, es la eutanasia. Que hoy no se practique masivamente es algo que sólo debe agradecerse a que Hitler la utilizó: sus huellas han producido terror en todo este tiempo. La eutanasia es la lógica consecuencia de una opinión particular sobre la vida. Cuando ya no se puede detener el sufrimiento, se acaba con la vida, pues una tal existencia ya no tiene sentido; sólo interesa hacer de ella algo placentero. Cuando eso ya no sucede, lo más lógico es suprimirla. Justamente en este contexto se plantea a su vez la pregunta sobre el sentido del sufrimiento.

Tal pregunta puede ser planteada allí donde se deshacen las formas primitivas del vivir, es decir, allí donde la antigua integración del hombre en el grupo-integración que al mismo tiempo situaba al hombre en el cosmos-se rompe. Plantear esa pregunta es un síntoma del aislamiento del hombre, para quien el cosmos ya no es una patria, sino que

se siente realmente desprotegido, como solo ante ese silencio del espacio infinito del que habló Pascal.

Materialismo: la apuesta por la praxis

Hay dos maneras de dificultar una respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Una de ellas es el naturalismo o materialismo, cuya postura se fundamenta en que el sentido está ligado al obrar del hombre, fuera del cual no existe ningún sentido. El sentido termina allí donde la praxis llega a su término, allí donde tropieza con la invencible naturaleza. El sufrimiento no es un sin-sentido, pues la naturaleza –que no es ni buena ni mala– no guarda absolutamente ninguna relación con el sentido, sino que es el reino de la necesidad. Lo necesario es aquello que no se puede cambiar. Ante ello es absurdo (sin-sentido) preguntar por un sentido.

Algo semejante ocurre con la pregunta sobre Dios. Existe una tendencia en la teología contemporánea a unir el discurso sobre Dios exclusivamente con la praxis. Esa teología no tiene en el fondo nada que decir a quien no tiene capacidad de obrar, a quien sólo padece y cuyo obrar podría consistir, en todo caso, en transformar ese sufrimiento en una relación con Dios, es decir, en oración. Detrás de lo que decimos está la máxima de evitar incondicionalmente el sufrimiento.

También la reflexión sobre la muerte podría convertirse en algo de mismo tipo, pues la muerte ya no es sufrimiento. En este caso, la eutanasia sería lo más adecuado, aunque no fuese desde luego una solución satisfactoria, ya que con ella no se suprime el miedo del hombre ante la muerte. (Para quien es consciente de que en cualquier momento se le puede poner una inyección letal, la muerte repercute en la vida que todavía se posee: pensar en ella provoca un sentimiento de infelicidad.)

Desarrollar la praxis por ese camino dependería, en una concepción materialista, de que la muerte perdiera su aguijón. El hombre, por tanto, debe ser enseñado a comprenderse como un género, no como una persona. Así el mundo llegará de nuevo a ser una patria. Y al final de una vida plena, morirá el hombre «colmado de años», como dice el Antiguo Testamento. El hombre ya no tiene nada que objetar a esa muerte. Se trata de un intento de devolver en cierto modo al hombre a la naturaleza: de reducir, por una parte, sus pretensiones, y de elevar, por otro, su praxis, sus esfuerzos, hacia la humanización del mundo. Cuando tal praxis alcanza su límite, indudablemente sólo le queda al hombre la resignación. El hombre debe renunciar a esperanzas excesivas y buscar el sentido sólo allí donde se encuentra: en el obrar solidario.

Estoicismo y budismo

Más allá de esta actitud sólo está la clásica postura del estoicismo. Los estoicos habían desarrollado una doctrina sobre la evitación del dolor que no estaba ligada con la actividad transformadora del mundo, sino que dejaba al mundo tal como es. Su pregunta sonaba así: ¿qué podemos hacer para que lo que sucede no sea experimentado como sufrimiento, es decir, para que no disminuya nuestra libertad? La famosa respuesta estoica decía así: «ducunt fata volentem, nolentem trahunt». Si yo consiento desde el principio con la necesidad, si acepto desde el principio voluntariamente lo que no puedo cambiar, entonces no puede sucederme realmente nada adverso. Entonces soy tan libre como Dios. Entonces tampoco Dios puede hacer nada contra mí, porque si yo, desde el

principio, ante lo que Él me envía, digo: «eso es justamente lo que yo quería», entonces Él no puede hacer nada que vaya contra mi voluntad. Yo he aceptado desde el principio que todo sucede como sucede (que todo es como sucede).

Podemos asimilar por completo a la de los estoicos la postura activa que defendiera que el sentido radica en el obrar y fuera de él consentimos con la necesidad, evitando así el sufrimiento.

Los propios estoicos eran conscientes de que la posesión real del método estoico, de la apatía (la impasibilidad), nunca se ha dado verdaderamente. Además tampoco podían negar que el dolor físico puede alcanzar tal grado de intensidad, que nos condene contra nuestra voluntad al sufrimiento. Sólo quedaba entonces para ellos un recurso-el suicidio-como último acto de afirmación de libertad.

Una forma aún más consecuente y extrema de evitar el sufrimiento se da en el budismo. Su programa tiende a una anulación del sufrimiento justamente a través de la anulación de la voluntad. Si el sufrimiento es frustración, obstáculo para algo que yo quiero, entonces la solución más segura es, lógicamente, salir al encuentro de lo que de ningún modo quiero. Los estoicos querían afirmar su libertad en el Yo. El budismo pone en ese mismo Yo la condición de posibilidad del sufrimiento; a través de la praxis meditativa debe desaparecer el Yo: entonces se desvanece también el sufrimiento.

En todas estas soluciones se trata siempre de evitar el sufrimiento, y no de plantear la pregunta sobre su sentido, porque el sufrimiento es en sí mismo lo sin-sentido, aquello que yo no puedo asociar a ningún sentido por mí mismo.

La ilimitada totalidad de sentido

La cuestión sobre el sentido del sufrimiento es específicamente bíblica. Presupone la fe en una ilimitada totalidad de sentido, la fe en que el universo en su conjunto descansa dentro de un contexto de sentido. Sólo desde ahí tiene sentido preguntar sobre el sentido del sufrimiento. Tal pregunta se plantea ante todo allí donde se cree en un Dios omnipotente y bueno, es decir, allí donde, por tanto, es posible preguntar: «¿cómo se armoniza ese hecho con la existencia de sufrimiento en el mundo?».

En Homero no se plantea la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Los héroes homéricos viven todos dentro de una cierta tristeza. Saben que estarán sobre la tierra sólo un corto tiempo, y que luego deben bajar al Hades, donde les aguarda un oscuro destino. A ninguno de ellos se le ocurre preguntar qué sentido tiene todo aquello. Es la «necesidad», contra la cual tampoco los dioses pueden nada.

Sólo donde se acepta y se cree en un sentido universal, como sucede en la religión bíblica, llega a ser planteada como tal la pregunta sobre el sufrimiento. Aparece como pregunta sobre la justificación de Dios (es decir, como justificación del obrar de Dios), pero no entendida en el sentido de que si Dios quisiera podría evitar cualquier sufrimiento (es decir, no poniendo en Dios la causa del sufrimiento). Hay muchos que piensan que Dios podría haber hecho también una tierra de jauja (Schlaraffenland). Pero la pregunta entonces es si ése sería un mundo más deseable. Podemos fácilmente explicarnos que el obrar humano supone una naturaleza independiente del hombre. Para poder obrar debemos contar con una tal fiable naturaleza.

Además (la pregunta sobre el sentido del sufrimiento) presupone el hecho real de que vivimos en un mundo que nos es común, en el que seguimos los más divergentes fines; y que existe un mundo externo al hombre que es indiferente respecto a los gustos de cada cual y que, por eso, le opone resistencia.

La idea de una tierra de Jauja carece de sentido. No carece, sin embargo, de él la idea de una naturaleza que armonice por completo con los fines de la praxis humana.

Pero de hecho tenemos que trata con otra naturaleza distinta, emancipada de la praxis humana. Aunque hay en ella, ciertamente, una razonable coordinación, integración, utilidad y belleza, todas esas cosas son sólo como ciertos vestigios de sentido dentro de un conjunto que no es verdadera totalidad, sino un mar de indiferencia formado por partículas que sólo giran alrededor de su propia reproducción. Un símbolo de es desintegración, es decir, de esa falta de sentido, es la tumoración cancerosa, la emancipación de las células. La desintegración, la falta de sentido, es experimentada como sufrimiento.

El Nuevo Testamento, en la Pasión de Cristo, nos sitúa de manera extrema ante la dolorosa experiencia de la falta de sentido: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» También esto, en efecto, es un rol dentro de un drama. Jesús reza un versículo de un salmo, y representa el papel del siervo sufriente de Dios del Antiguo Testamento. Pero el papel debe ser representado comprometiendo la entera existencia, y eso significa que quien lo representa debe perder de vista el conjunto del guión. El sentido del papel es la experiencia de la falta de sentido. No cabe ver en esa historia de la Pasión ningún vestigio del heroísmo estoico. La Pasión de Jesús está descrita expresamente como algo que se hace contra su voluntad. A ella pertenece el ruego que dice: «haz que este cáliz pase de mí».

Si nos preguntamos por el sentido cristiano del sufrimiento, debemos considerar cómo es interpretada la Pasión de Jesús en el Nuevo Testamento. Hay en él dos pasajes centrales que ofrecen esa interpretación, uno del apóstol Pablo, quien afirma que Jesús se hizo «obediente hasta la muerte», y otro de la Epistola a los Hebreos, en el que de manera aún más fuerte se dice que «aprendió a obedecer a través del sufrimiento».

¿Qué significa esto? En esos pasajes se presupone claramente que los hombres en su conjunto viven en un estado que no es el normal. El sufrimiento se manifiesta como el reverso pasivo del mal, que ha sido causado por la desobediencia. Pero también como el único medio para suprimir el mal, precisamente a través de una experiencia adecuada a él. El mal atrae el sufrimiento, y con ello su propio juicio. Lo finito, que se pavonea de ser el centro de todo –y eso se llama desobediencia–, nada puede hacer para llegar a ser verdaderamente Dios. Su pretensión ilusoria se quiebra y su verdad pasa a ser el sufrimiento. Pero en la verdad no puede existir el mal. El mal es esencialmente mentira.

La autoafirmación propia del mal consiste sobre todo en separar mi propio mundo de experiencia del de los demás, de manera que el sufrimiento esté en los otros y en mí las ventajas. Esa situación de asimetría, de alienación, sólo puede ser cambiada si la curvatio in seipsum, la curvatura propia del mal sobre uno mismo, se rompe; es decir, si dicha situación es contemplada desde un punto de vista exterior y, de esa manera, puede ser experimentado su absurdo como sufrimiento. Sólo así torna el mal a la obediencia.

El cristianismo enseña que todos nos encontramos en una situación como la descrita. La doctrina cristiana sobre el pecado original no dice sino que todos vivimos en un contexto general de culpa, en el que todos entran a formar parte cuando comienzan a pertenecer a la sociedad humana. La Psicología demuestra que, en una familia, por ejemplo, pueden existir situaciones neuróticas tales que, quien entre a formar parte de esa familia padecerá un tic, reproducirá la situación. Cada uno de nosotros está implicado ya desde niño en un inevitable contexto de culpa en el que se hace también culpable. No se trata de que cada uno sea sólo una víctima pasiva, sino de que cada uno forma parte del juego, participa en la injusticia que cada uno comete contra los otros.

Sufrimiento y desobediencia

El Nuevo Testamento describe esta situación como desobediencia, como el estado en el que cada cual busca convertirse en el punto central del mundo. El sufrimiento vuelve a situar el punto de vista en su perspectiva universal: descubro repentinamente la situación en la que todo nos encontramos, y me aparto de la desobediencia. Pues la desobediencia es no escuchar, no oír el sentido del todo. Sólo puede representar bien su papel quien presta atención a la órdenes del director y escucha el papel de los otros. El tirano monologa: el sentido sólo es para él su sentido. Trata activamente de imponerle sin consideración al sentido del conjunto, en el que los obedientes proyectos de sentido de los co-actores podrían ser también desarrollados Pero como dice el refrán: «Quien no quiere oír, ha de sentir», es decir debe ser advertido de que la realidad es algo común (colectivo). El culpable debe experimentar cómo se siente la víctima.

La interpretación cristiana del sufrimiento dice, según creo, que lo hombres viven en un contexto general de culpa que se caracteriza por que cada uno se ve a sí mismo como el punto central (el ombligo) del mundo. Ese contexto de culpa sólo puede ser eliminado si es experimentado como sufrimiento. Mientras el malo encuentre aceptable y perfectamente en orden vivir a costa de los demás, ¿para qué cambiar la situación? El que sufre se ve obligado a experimentar la falsedad de la situación. Esto se ha puesto de relieve constantemente en la tradición cristiana. Todos los grandes santos y doctores de la Iglesia han entendido el sufrimiento como el irremediable reverso de la arbitrariedad individual, por el que el hombre vuelve a ser conducido a la verdad.

Eichendorff dice: «Tú eres el que destruye dulcemente sobre nosotros lo que construimos, para que miremos al cielo; no me quejo de eso.» Aquí se ve de nuevo claramente que, en nuestras reflexiones, no se trata nunca de un sufrir superficial que pudiera ser evitado. Un padecer evitable no tiene ya el carácter de educación en la obediencia en el sentido neotestamentario. El sufrir se experimenta con mucha mayor intensidad justamente allí donde hubo antes una intensa actividad, y esa actividad fracasa.

Lutero cuenta la historia de un misionero que no convierte a nadie y combate contra el destino. Dice Lutero: la voluntad de ese hombre no era buena, porque «es señal segura de mala voluntad que no sea capaz de soportar los obstáculos». Cristo está dispuesto a aceptar también el fracaso de sus esfuerzos humanos, como voluntad del mismo Dios que le exige esa actividad.

Allí donde alcanzamos el límite de nuestra capacidad de obrar, allí nos encontramos con el sufrimiento del que aquí hablamos. Además cualquier discurso sobre el sentido del sufrimiento sólo tiene plenitud de sentido en cuanto discurso sobre el propio sufrimiento. En el sufrimiento ajeno sólo hay para mí una llamada a mitigarlo. No significa esto que –con puras técnicas modernas de disminución del dolor– se le evite a la persona esa situación que le impidiera alcanzar la plena madurez de su humanidad. Eso sólo sería una cómoda huida de la verdadera y profunda solidaridad. La verdadera solidaridad significa ayudar a encontrar el sentido del sufrimiento. Si hoy se distribuyen en las iglesias revistas misioneras en las que sólo se habla de acciones humanitarias, en lugar de hablar del Evangelio, entonces, con tal comprensión de la misión, quedamos disculpados de la más profunda solidaridad. Nos reservamos para nosotros lo mejor que tenemos. El consuelo del sentido

Cuando se habla del sentido del sufrimiento, no se puede pretender obtener una respuesta transparente acerca de nuestro sufrimiento. Si alcanzáramos tal tipo de respuesta, no sería ya el nuestro verdadero sufrimiento. En el sufrimiento hay siempre un momento de comprensión. Su sentido aparece sólo puntualmente, como «una luz que alumbra lo que piso» (lit. luz para mi pie) y no como iluminación de todo el terreno.

Yo he podido ser testigo en Lourdes de cómo un enfermo quedaba curado, como a veces sucede en Lourdes, de una manera incomprensible para la medicina. Pero no fue la curación lo que me produjo la impresión más honda, sino los enfermos que se iban de Lourdes sin haber sido curados. Se hubiera podido suponer que estarían llenos de la más profunda desesperación, pero, ¡ni mucho menos!, ¡todo lo contrario! El mayor milagro de Lourdes es la serenidad de los que la abandonan sin ser curados. ¿Cómo puede suceder eso? Tal realidad está relacionada con el hecho de que para ellos la curación milagrosa de alguno les hace entender que el sufrimiento que padecen no es un fatal destino. Si Dios puede curarme, debe tener un motivo para no hacerlo. Un motivo, es decir ¡un sentido!, y el sentido consuela.

La actividad curativa de Jesús no consistió en sanar a todos los hombres, sino puntualmente a uno o a otro. Su actividad «que sana al mundo» sólo se hace visible de vez en cuando, lo suficientemente visible para que el creyente sepa en Quién cree y por qué.

El sentido del sufrimiento es una paradoja. El no puede por sí mismo estar lleno de sentido, sino cumplir una función de referencia al sentido. Sólo bajo el presupuesto de que existen Dios y el pecado puede cumplir el sufrimiento su función. Y el sentido del sufrimiento es, entonces, ayudar al que lo padece a refugiarse en Dios, en Quien podrá encontrar todas las demás posibilidades de felicidad. El escritor inglés C. S. Lewis escribió una vez que es evidente que para Dios no es una desgracia ser el «tapa-agujeros». La mayor parte de los hombres se encontrarían maltratados en su dignidad si alguien acudiera a ellos sólo porque no queda más remedio. Dios, decía Lewis, no es tan bueno consigo mismo.

Podría decirse: «la religión es el opio del pueblo». ¿Por qué no? Cocteau escribió que se debe recibir la comunión como una tableta de opio. Los que consumen drogas dicen que tienen el efecto de «aumentar la consciencia». Que eso sea cierto es una cuestión que no

vamos a discutir aquí. Pero se dice con ello que alguien, en una situación de extremo vacío, puede agarrarse a algo que le lleva a sentirse como si no tuviese ninguna necesidad.

Experimentar la privación es necesario para la vida, es vital. Quien nunca tiene hambre está enfermo, porque el hombre necesita alimento. El hambre es sólo el indicador de que lo necesita. El hombre debe tener hambre.

Si el hombre no alcanza objetivamente su destino sin Dios, la exigencia subjetiva de un sentido absoluto, la necesidad de Dios, es una muestra de salud. Y la no necesidad de Dios, un defecto. Lo que ponga al hombre en la ocasión de descubrir subjetivamente la necesidad de Dios, es un medio para alcanzar la salvación.

¿Todos los que sufren entienden el sentido?

Quedan aún dos cuestiones, por tratar. La primera, ¿qué sucede con el dolor al que no le podemos encontrar un sentido?, ¿qué sucede con el dolor de los animales, con el dolor de los niños pequeños? Nos situamos aquí ante una oscuridad que no podemos penetrar. No sabemos qué es el dolor para un ser que no entiende el sentido (incapaz de preguntarse por el sentido), un ser que tampoco experimenta el sin sentido porque se mueve en una perspectiva no trascendente. Para un ser así sólo es puntualmente real el dolor actual. Qué sea el dolor para él no es comprensible para nosotros ni positiva ni negativamente. Sabemos que experimenta el dolor. Lo vemos. Pero no podríamos decir que sufre, porque el sufrimiento es un fenómeno complejo al que le pertenece la experiencia de la falta de sentido, la cual sólo tienen los seres capaces de entender el sentido.

A esto se añade que el dolor no es algo acumulativo a muchos individuos. El dolor es siempre «mi dolor», y el dolor de miles de hombres no es ni peor ni mejor que el dolor de uno sólo, no es sino el dolor de miles de individuos singulares. El dolor de un solo hombre plantea el mismo problema que el dolor de miles de hombres. Auschwitz no plantea ningún problema de Teodicea que no estuviera ya planteado desde Caín y Abel. Todo esto no son sino prólogos a los que no sigue ningún epílogo, porque estamos ante una situación que no sabemos interpretar. La Sagrada Escritura nos dice que el sufrimiento de la criatura tiene su último fundamento en la desobediencia del «príncipe de este mundo», y que será también objeto de una redención.

El sufrimiento vicario

La segunda cuestión, que es central para una interpretación cristiana del sufrimiento, se refiere al sufrimiento vicario, es decir, al sufrimiento de quien en sí mismo no es culpable, sino que padece por otros. Es difícil, para nosotros, pensar la noción de vicariedad en el sufrimiento. Me parece, sin embargo, que es importante, cuando nos preguntamos por la vida del espíritu, no valorar las experiencias de las que se habla en la tradición simplemente según lo que nosotros podamos comprender de ellas en cada momento. Ciertas experiencias deben ser antes vividas, y entonces podremos tratar de comprenderlas. Esto que decimos vale, de manera particular, para la noción de sufrimiento vicario, que es insustituible para la tradición cristiana.

Para acercarnos a él, imaginemos una familia o un grupo íntimo de personas que sufre un alteración: los unos se enfrentan a los otros agresivamente. Para cada uno sólo los otros son los malos; todo iría bien si los otros fuesen de otra manera. Supongamos ahora que entre ellos existiese uno sano, es decir, uno que no tomase parte en esa situación. Él sólo sufre por ellos. Y supongamos que carga sobre sí mismo las agresiones de los demás, de modo particular las que recibe él mismo. Se convierte en la oveja negra, pero no por ser malo, sino, precisamente porque no lo es. Su sufrimiento es un reproche para los otros. Y entonces ocurre algo espantoso: es herido y muerto. Podemos imaginar que esa muerte produjera una catarsis; que los otros descubrieran que él había padecido porque ellos habían combatido entre sí. Él había asumido íntimamente aquella situación como sufrimiento. Su padecimiento era sustitutorio, porque realmente eran ellos los que debían haber sufrido Nadie cambia mientras que no se padece bajo el mal, pero en este caso el mal se ha padecido. Y así, se produce una transformación de la entera situación. Ahora todos sufren; ante todo por aquella pasión y muerte, pero también porque tal cosa haya sido posible.

Dice Freud que un presupuesto para la curación a través de la psicoterapia es que una situación se experimente como sufrimiento. Si hablamos del sufrimiento vicario de Jesús, nos situamos ante un sufrimiento que se corresponde al absurdo del mal en toda su profundidad. El fracaso de Cristo no es el fracaso de un proyecto cualquiera, sino el fracaso en el anuncio del reino de Dios sobre la Tierra. Lo que Cristo enseñaba era el sentido. Sencillamente, el bien. Enseñaba una situación del mundo tal y como debería ser; y justamente ahí fracasó. El sufrimiento que padeció es el sufrimiento por el fracaso del sentido absoluto: es el sufrimiento absoluto. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Ese sufrimiento es comprendido en el Nuevo Testamento como sufrimiento vicario. Y así, en toda la tradición cristiana ha sucedido que los que sufren se han visto en una misteriosa relación con el mundo y sus culpables enredos, y han entendido el sufrimiento como una ayuda para dar la vuelta a esta situación de culpa.

Cuando se dice que Jesús aprendió a obedecer, no quiere decirse que antes no hubiera vivido bajo el signo de la obediencia. Pero también se destruye ese sentido de su vida en cuanto se entiende como sentido de su vida finita. La rebelión de lo finito como suceso cósmico es vencida allí donde se experimenta adecuadamente como sufrimiento. Eso sucede en el sufrimiento del Hijo de Dios. La hora del Gólgota es la hora de la verdad. Cuando el mismo Dios, bajo figura finita, muere, «destruye la enemistad en su propia persona» (Ef. 2,16). Y de ese modo tiene lugar lo que en el Nuevo Testamento se designa como resurrección. Esa es, ciertamente, la última respuesta del cristianismo a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Sobre ella se debe hablar, porque sin la supresión del sufrimiento no tiene éste ningún sentido. «Sentido del sufrimiento» sólo puede significar la integración del sufrimiento en un contexto absoluto, donde al final ya no sea sufrimiento. Es como en el caso del hambre, que sólo tiene pleno sentido en cuanto que impulsa a comer y se ha comido. Del mismo modo, la historia de Job tiene como final natural que se le devuelva todo; si esa historia no hubiese acabado así, todo el discurso no hubiese sido sino puras palabras.

Cuando Ivan Karamazov afirma que devolvería su entrada para el cielo si el camino pasase a través del sufrimiento de un niño inocente martirizado, sólo cabe una respuesta que dice relación al reconocimiento del poder de Dios, y que comienza con una «contrapregunta»: «¿a quién le interesa que devuelvas tu entrada?, ¿salvas así al niño de su suplicio? ¡No! Entonces, ¿en qué consiste tu gran gesto?». La entrada que Ivan quiere

devolver es la que permite entrar en aquel lugar en el que los sufrimientos de los niños inocentes martirizados son suprimidos, el lugar en que todos los sufrimientos son transformados en alegría. Se podría decir que eso no existe, que es una ilusión. No quiero discutir sobre ello. Pero, ¿qué sentido tiene decir «no quiero la alegría que procede del sufrimiento, la alegría en la que ese sufrimiento desaparece»?

La fe cristiana es fe en la verdadera supresión del sufrimiento. Hegel dice que las heridas del espíritu curan sin cicatriz. La alegría es la real anulación del dolor. El refrán afirma que los dolores pasados dan gusto. La cuestión es si existe algún estado en el que el dolor sólo sea ya algo pasado; entonces ya no planteará más la pregunta sobre su sentido. El dolor, de manera contraria al pecado, no es un motivo de tristeza, sino de alivio, cuando se considera retrospectivamente. Cualquiera puede entristecerse, aunque las cosas vayan bien, por el dolor que haya causado a alguien. Pero nadie se entristece porque haya padecido dolor, si ese dolor ya no se padece: es como si no hubiera sucedido. El sufrimiento aparentemente total sólo alcanza a tener sentido cuando ha sido ya relativizado por una más total alegría.

De eso se habla en el Nuevo Testamento cuando Jesús llama bienaventurados a los tristes, «porque serán consolados». Es posible, como se ha hecho, llamar absurda a esa esperanza, pero sin ella la respuesta al sufrimiento no es una respuesta cristiana. Y debe quedar muy claro que, fuera de esa perspectiva, de ningún modo se puede hablar del sentido del sufrimiento. El sufrimiento sólo puede tener sentido si es relativo, y sólo es relativo si todos los sufrimientos pueden ser suprimidos. No es suficiente que algún hombre pudiera quizá ser feliz alguna vez, pero que los hombres del pasado fueran infelices. El sufrimiento sólo es suprimido cuando el sufrimiento de cualquier hombre se transforme en alegría. De eso se habla en el Apocalipsis, al final del Nuevo Testamento: «¡Mira, ésta es la morada de Dios con los hombres! Él habitará con ellos y ellos serán su pueblo, y el Dios con ellos será su Dios. Enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas, porque lo anterior ha pasado (...) Mira, hago nuevas todas las cosas.»

Sólo desde esa perspectiva puede hablarse de un significado cristiano del sufrimiento.-.-Publicado en el nº 15 de la Revista Atlántida

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Su Santidad Juan Pablo II, «heraldo del Evangelio de Cristo en el corazón de las culturas».

Ya conocido como: Juan Pablo Magno - 01.01.2004

«La mentalidad fundamentalista se reconoce en la propensión a meter en el mismo plano lo principal y lo secundario, dando una importancia desproporcionada a elementos marginales. El mal que los fundamentalistas sienten el deber de combatir es siempre un mal cuyos culpables son siempre los otros». Card. Cottier. 2004.

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PERFECCIÓN ES ALABAR A DIOS Y SERVIR AL PRÓJIMO 

El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es iniciador y consumador: «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». Envió a todos el Espíritu Santo para que los mueva interiormente a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas, y a amarse mutuamente como Cristo les amó. Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos, y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el Bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron. El Apóstol les amonesta a vivir «como conviene a los santos», y que, como «elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia, y produzcan los frutos del Espíritu para la santificación». Pero como todos caemos en muchas faltas, continuamente necesitamos la misericordia de Dios y todos los días debemos orar: «Perdónanos nuestras deudas».Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, incluso en la sociedad terrena. En el logro de esta perfección empeñen los fieles las fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, a fin de que, siguiendo sus huellas y hechos conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así, la santidad del pueblo de Dios producirá abundantes frutos, como brillantemente lo demuestra la historia de la Iglesia con la vida de tantos santos.Constitución Lumen gentium, 40 - VATICANO II

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Juan Pablo II: El sufrimiento, camino de «liberación interior»

Meditación en el Salmo 40, «oración de un enfermo»

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 2 junio 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar el Salmo 40, «oración de un enfermo».

Dichoso el que cuida del pobre y desvalido; en el día aciago lo pondrá a salvo el Señor.

El Señor lo guarda y lo conserva en vida,

para que sea dichoso en la tierra, y no lo entrega a la saña de sus enemigos.

El Señor lo sostendrá en el lecho del dolor, calmará los dolores de su enfermedad.

Yo dije: «Señor, ten misericordia, sáname, porque he pecado contra ti».

Mis enemigos me desean lo peor: «a ver si se muere, y se acaba su apellido».

El que viene a verme habla con fingimiento, disimula su mala intención, y, cuando sale afuera, la dice.

Mis adversarios se reúnen a murmurar contra mí, hacen cálculos siniestros: «Padece un mal sin remedio, se acostó para no levantarse».

Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, que compartía mi pan, es el primero en traicionarme.

Pero tú, Señor, apiádate de mí, haz que pueda levantarme, para que yo les dé su merecido.

En esto conozco que me amas: en que mi enemigo no triunfa de mí.

A mí, en cambio, me conservas la salud, me mantienes siempre en tu presencia. Bendito el Señor, Dios de Israel, ahora y por siempre. Amén, amén.

1. Uno de los motivos que nos lleva a comprender y a amar el Salmo 40, que acabamos de escuchar, es el hecho de que el mismo Jesús lo citó: «No me refiero a todos vosotros; yo conozco a los que he elegido; pero tiene que cumplirse la Escritura: El que come mi pan ha alzado contra mí su talón» (Juan 13, 18).

Es la última noche de su vida terrena y Jesús, en el Cenáculo, está a punto de ofrecer el bocado del huésped a Judas, el traidor. Su pensamiento se dirige a esta frase del Salmo, que en realidad es la súplica de un hombre enfermo abandonado por sus amigos. En aquella antigua oración, Cristo encuentra sentimientos y palabras para expresar su profunda tristeza.

Trataremos de seguir e iluminar ahora toda la trabazón este Salmo, puesto en los labios de una persona que ciertamente sufre por su enfermedad, pero que sobre todo sufre por la cruel ironía de sus «enemigos» (Cf. Salmo 40, 6-9) e incluso por la traición de un «amigo» (Cf. versículo 10).

2. El Salmo 40 comienza con una bienaventuranza. Tiene por destinatario al auténtico amigo, «el que cuida del pobre y desvalido»: será recompensado por el Señor en el día del sufrimiento, cuando sea él quien se encuentre «en el lecho del dolor» (Cf. versículos 2-4).

Sin embargo, el corazón de la súplica se encuentra en el pasaje sucesivo, donde toma la palabra el enfermo (Cf. versículos 5-10). Comienza su discurso pidiendo perdón a Dios, según la tradicional concepción del Antiguo Testamento que a todo dolor hacía corresponder una culpa: «Señor, ten misericordia, sáname, porque he pecado contra ti» (versículo 5; Cf. Salmo 37). Para el antiguo judío la enfermedad era una llamada a la conciencia para emprender una conversión.

Si bien se trata de una visión superada por Cristo, Revelador definitivo (Cf. Juan 9, 1-3), el sufrimiento en sí mismo puede esconder un valor secreto y convertirse en un camino de purificación, de liberación interior, de enriquecimiento del alma. Invita a vencer la superficialidad, la vanidad, el egoísmo y el pecado, y a ponerse más intensamente en manos de Dios y de su voluntad salvadora.

3. En ese momento, entran en la escena los malvados, quienes no han venido a visitar el enfermo para consolarle, sino para atacarle (Cf. versículos 6-9). Sus palabras son duras y golpean el corazón de quien ora, que experimenta una maldad que no conoce piedad. Realizarán la misma experiencia muchos pobres humillados, condenados a estar solos y a sentirse un peso para sus mismos familiares. Y si en ocasiones reciben una palabra de consuelo, perciben inmediatamente un tono falso e hipócrita.

Es más, como decíamos, el que ora experimenta la indiferencia y la dureza incluso por parte de los amigos (Cf. versículo10), que se transforman en figuras hostiles y odiosas. El salmista les aplica el gesto de «alzar el talón», acto amenazador de quien está a punto de pisotear al adversario.

La amargura es profunda cuando quien nos golpea es el «amigo» en quien se confiaba, llamado literalmente en hebreo «el hombre de la paz». Recuerda a los amigos de Job que de compañeros de vida se convierten en presencias indiferentes y hostiles (Cf. Job 19, 1-6). En nuestro orante resuena la voz de una muchedumbre de personas olvidadas y humilladas en su enfermedad y debilidad, incluso por parte de quienes hubieran debido apoyarlas.

4. La oración del Salmo 40 no se concluye, sin embargo, con este sombrío final. El orante está convencido de que Dios se asomará a su horizonte, revelando una vez más su amor. Le ofrecerá el apoyo y tomará entre sus brazos al enfermo, quien volverá a estar en la «presencia» de su Señor (versículo 13), es decir, siguiendo el lenguaje bíblico, volverá a revivir la experiencia de la liturgia en el templo.

El Salmo, marcado por el dolor, concluye, por tanto, con un rayo de luz y de esperanza. En esta perspectiva, se comprende el comentario de san Ambrosio a la bienaventuranza

inicial (Cf. versículo 2), en el que percibe proféticamente una invitación a meditar en la pasión salvadora de Cristo, que lleva a la resurrección. El padre de la Iglesia recomienda la lectura del Salmo: «Bienaventurado quien piensa en la miseria y en la pobreza de Cristo que, siendo rico, si hizo pobre por nosotros. Rico en su Reino, pobre en la carne, pues cargó sobre sí esta carne de pobres... No padeció, por tanto, en su riqueza, sino en nuestra pobreza. Y por ello, no padeció la plenitud de la divinidad..., sino la carne... ¡Trata de profundizar, por tanto, en el sentido de la pobreza de Cristo, si quieres ser rico! ¡Trata de profundizar en el sentido de su debilidad, si quieres alcanzar la salvación! ¡Trata de penetrar en el sentido de su cruz, si no quieres avergonzarte de ella; en el sentido de su herida, si quieres sanar las tuyas; en el sentido de su muerte, si quieres alcanzar la vida eterna; en el sentido de su sepultura, si quieres encontrar resurrección» («Comentario a los doce salmos« --«Commento a dodici salmi»: Saemo, VIII, Milán-Roma 1980, páginas 39-41).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, uno de los colaboradores del Papa leyó esta síntesis de la catequesis.]

Queridos hermanos y hermanas:

Las palabras del Salmo que acabamos de proclamar, «el que come conmigo el pan, es el primero en traicionarme», pronunciadas también por Cristo durante la Última Cena, evocan sus sentimientos de profunda tristeza.

Expresan asimismo la amargura de un hombre enfermo abandonado por el amigo en quien confiaba. En su súplica resuenan las voces de tantas personas olvidadas y humilladas en sus enfermedades, de los pobres, de los débiles, de los condenados a estar solos y a sentirse, incluso, una carga para sus mismos familiares.

Pero Dios se revela siempre con su amor. Con Cristo, el sufrimiento puede llegar a ser camino de purificación, de liberación interior y de enriquecimiento del alma, pues es una invitación a superar la vanidad y el egoísmo y a confiar solamente en Dios y en su voluntad salvadora.

[A continuación, el Santo Padre dirigió su saludo a los peregrinos de lengua castellana]

Saludo cordialmente a los peregrinos de España y de América Latina. Como expresa el Salmo meditado hoy, recordad siempre la bienaventuranza prometida a los que atienden a los pobres y cuidan a los enfermos, porque el Señor será su recompensa. ZS04060203

 EL SENTIDO CRISTIANO DEL DOLOR

SERGIO PEÑA Y LILLO

Comprender el sentido del dolor y del sufrimiento humano es uno de los desafíos más complejos de la fe cristiana. En efecto, cabe preguntarse: Si Dios es amor y omnipotencia, ¿por qué permite el dolor en el mundo?, ¿por qué no elimina el sufrimiento, haciendo que todas sus criaturas sean felices? Con razón ha dicho André Frossard que el origen del dolor y del mal “son la piedra en la que tropiezan todas las sabidurías y todas las religiones”[1]. Así el cristiano -como cualquier otro hombre-, al experimentar el dolor desgarrador, se pregunta, al menos en el primer momento: “Por qué, Señor, por qué” y, en su amargura, experimenta la radical soledad y se formula la espantosa interrogante de Cristo en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.Desde otra perspectiva, también muchas personas religiosas se cuestionan: si Dios es justo, ¿por qué tantos hombres virtuosos viven en la pobreza o la desgracia y tantos pecadores, en cambio, en la dicha y en la prosperidad? Desde luego, estas preguntas -que son racionalmente válidas- implican un concepto de Dios demasiado antropomórfico. Así, parecería que todos podríamos hacerlo mejor que Dios. No existirían las guerras ni los crímenes, o el hambre, la pobreza y la enfermedad. Lo que ocurre, en realidad, es que la mente reflexiva no puede penetrar los misterios de la creación y de la vida, que sólo se entregan a la percepción numinosa de la mística y a la certeza intuitiva de la fe. La teología cristiana nos enseña que Dios no desea el sufrimiento del hombre y que sólo lo permite porque es necesario para su crecimiento ético y espiritual y poder regresar así al goce paradisíaco original. Al respecto, Juan Pablo II nos recuerda en su encíclica Evangelium Vitae, que el hombre “está llamado a la plenitud de la vida, que va más allá de su existencia terrenal, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios”. La experiencia del hombre en el mundo, entonces, no es su “realidad última” sino sólo la “condición penúltima” de su destino sobrenatural.Siempre en el marco de la religión judeo-cristiana, el simbolismo del génesis nos muestra que fue sólo la rebeldía del hombre la causa tanto del dolor como de la muerte. En efecto, es el Pecado Original el que introdujo la vulnerabilidad en la existencia humana y -desde entonces- tanto el dolor como el sufrimiento se han hecho connaturales a la conciencia del hombre y se han mantenido a través de la historia, constituyendo algo así como la cara siniestra de la herencia adámica.Pero ¿cuál fue el pecado original? Es en definitiva un misterio que desborda la comprensión intelectual, porque su enigma es interno y constituye la esencia misma del misterio. El relato bíblico nos dice que el hombre -tal vez más por curiosidad que por soberbia-, al comer el fruto del árbol prohibido, usurpó el conocimiento del bien y del mal que sólo le pertenecía a Dios. Fue este acto de rebeldía el que lo separó, al menos parcialmente, de su esencia divina, sometiéndolo ahora -después de su felicidad paradisíaca- al dolor, al sufrimiento y a la muerte, propios del orden natural del universo. Más allá del relato bíblico, el curso de la historia nos demuestra trágicamente cómo el hombre era y es incapaz, por sí solo, de discernir el bien y el mal. De ahí el absurdo de reprochar a Dios por nuestros errores y nuestros crímenes, que El sólo permite por respetar nuestra libertad y -tal vez- para el cumplimiento pleno de su designio providencial. El único responsable, entonces, de la mayoría de los dolores y

sufrimientos, es el hombre mismo, que creyó, y aún con frecuencia cree, poder dirigir –autónomamente su vida y su propio destino.No obstante, Dios -en su infinita misericordia- le dio a la desobediencia de Adán un valor y un sentido positivos, otorgándole al mal y al sufrimiento un carácter purificador que culminará -en la historia- con la pasión redentora de Jesús que, sin conocer el pecado, con su martirio inocente asumió para siempre todos los dolores y sufrimientos de la humanidad. En efecto, el martirio de Jesús no fue producto de un azar, sino que estaba previsto en el designio divino para la salvación del hombre y es por eso que ya fue anunciado por los profetas del Antiguo Testamento como una promesa divina de redención universal.Por otra parte, el que Dios haya permitido, y permita, la actividad diabólica -intrínsecamente unida al dolor y al sufrimiento del hombre-, es otro misterio; pero -como nos enseña el Catecismo de la Iglesia católica- sabemos que más allá del dolor y del pecado, en todos los casos, interviene Dios para transformarlos en un bien de los que ama[2]. Así el Padre, por su amor al hombre, si bien no suprimió el dolor, le dio un sentido moral, tanto para el crecimiento y la madurez espiritual de cada individuo, como para la actualización -en la especie humana- del supremo sentimiento de la compasión. De este modo, Dios transformó nuestra propia imperfección del amor que, paradojalmente, no habría podido existir en un mundo armonioso y perfecto.Definitivamente, la vida humana está destinada a un fin que trasciende al pecado, y Dios permite el mal para sacar de él un bien mayor. Como dice San Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Es por lo mismo que el Pecado Original no es un mal definitivo, sino susceptible de restauración, precisamente a través -como hemos dicho- de la misión redentora de Cristo y su calvario. En cierto modo, puede equipararse el pecado original a la mítica caja de Pandora, que según los griegos- fue abierta por la curiosidad de “la primera mujer” desatando todos los males y sufrimientos sobre la tierra. Pero en el fondo del ambiguo cofre -según la leyenda helénica quedó algo: ... la esperanza. Del mismo modo se puede decir que después de la caída del hombre, persiste la posibilidad de redención y es por eso que la fe y la esperanza permiten al género humano sobrevivir con entusiasmo y aun con alegría, en un mundo hostil y en una vida efímera, precaria e incierta.En la antigüedad se pensó que el dolor del hombre era un castigo por sus pecados. Pero -para el cristianismo- las congojas y desgracias no son el castigo de una culpa, sino una oportunidad de purificación. Parecería que Dios, en la “economía” de su misericordia, jamás condena y sólo nos hace vivir lo que nuestra alma necesita para su crecimiento interior. Ya lo señaló Juan Pablo II, al referirse a los “dolores inocentes”, como lo demuestra la tribulación de los santos, las pruebas de Job, o el sufrimiento de María ante el martirio de su hijo y el propio dolor y la angustia de Jesús en el Getsemaní y en el Gólgota.En realidad, no podemos equiparar nuestro concepto del bien y del mal con el de la sabiduría divina. Así, lo que nos parece favorable, puede no serlo a los ojos de Dios. Lo que estimamos infausto, puede ser útil y conveniente para el designio divino de nuestra personal existencia. Aquí nos enfrentamos a un hecho esencial y éste es que la existencia de Dios trastoca -en su raíz- el sentido de la vida humana. Si Dios no existiera -al margen de que todo se transformaría en un absurdo- lo único importante sería ser feliz y no tener congojas, enfermedades o desdichas. Pero si Dios existe, la vida se transforma de inmediato en experiencia y ahora lo que importa es que cada alma encarnada viva lo que ha venido a vivir y asuma con valor el superior designio de su propia existencia. Cuando el cristianismo dice que Dios ama infinitamente al hombre, señala C.S. Lewis, no se refiere a una “benevolencia senil y soñolienta”, sino a que lo

ama a través de las condiciones concretas y necesarias de su existencia humana. En efecto, si este mundo tiene un sentido de “perfección de almas”, sin duda que el dolor y el sufrimiento deben tener un significado importante para el hombre; algo así como un motivo de perfeccionamiento que, de algún modo, enriquece tanto la evolución individual como la experiencia general del hombre a través del curso de la historia. La vida, en el fondo, es un permanente desafío hacia el autocrecimiento y, vista de este modo, sin la existencia de la desdicha o del dolor, se desvanecería la experiencia terrenal del hombre como un acontecer carente de sentido. Así, un mundo sin pecado ni sufrimiento sería un mundo estático, donde la existencia del hombre se convertiría en un hecho inútil y en una vida estéril. Ya lo decía Heráclito: el bien y el mal tienen un lugar necesario en la experiencia vital y aun en el universo, ya que si no hubiera un constante juego entre los contrastes, el mundo dejaría de existir.No se trata, por supuesto, de decir que el dolor no sea doloroso, sino de encontrarle un sentido. Es obvio que ningún sufrimiento puede ser bueno en si mismo pero sí, en cambio, por sus repercusiones sobre la personalidad. Así, puede dar origen a actitudes virtuosas como la paciencia, la fortaleza interior o el arrepentimiento y, sobre todo, en las personas religiosas, a la aceptación irrestricta de la vida y el abandono confiado en la voluntad de Dios. Es por eso que la vida cristiana exige que el hombre transite con valor su propia existencia, lo que implica, ineludiblemente, asumir la “cuota personal” de dolor y sufrimiento. Existe, además, una oculta conexión entre el dolor y la dicha; entre el sufrimiento y la felicidad, y es por eso que ambas experiencias hacen posible la esperanza. Por otra parte, el dolor nos enseña a conocernos más profundamente. Goethe sostuvo que sólo los goces y el sufrimiento instruyen al hombre sobre sí mismo. La dicha y la desgracia son, en efecto, las grandes vías del autoconocimiento y, al final, convergen hacia la misma plenitud de vida. Ahora, religiosamente hablando, el hombre debe atravesar su propio desierto si quiere encontrar la Tierra Prometida. El camino del infortunio, sin embargo, no es siempre necesario, pero para algunos parecería ser la única posibilidad madurativa. Es a través del amor o del dolor que el hombre puede crecer espiritualmente y encontrar la verdad de sí mismo; dichosos aquellos que crecen por amor y que no necesitan del dolor para lograrlo.Pero -como señalamos- el sentido religioso del dolor y del sufrimiento humano es, en definitiva, un misterio que, al igual que el propósito de la propia existencia terrenal, escapa a la comprensión reflexiva. La desobediencia adámica, por su parte, tampoco aclara el enigma, y sólo lo desplaza hacia otro nivel: ¿Por qué permitió Dios que el hombre fuera tentado por el demonio? ¿Por qué no impidió el Pecado Original? Tiene que existir una razón más profunda escondida en el misterio. Es por eso que a pesar de ser, en su raíz, algo inefable, se pueden hacer no obstante algunas reflexiones que al menos nos permiten aproximarnos al verdadero enigma. Desde luego, el propio Pecado Original tiene que ser de algún modo un paso evolutivo en el proyecto divino para la humanidad. En efecto, es imposible pensar que Dios haya permitido algo intrínsecamente negativo para el hombre. Cabe entonces preguntarse: ¿Cuál puede ser su sentido evolutivo? ¿Dónde puede estar lo valioso del mal, del dolor y del sufrimiento?Hay un pasaje en el Evangelio que parecería ser particularmente revelador del misterio del mal y del sufrimiento humano. Se trata de la parábola de la cizaña. El dueño de una tierra siembra trigo y por la noche el demonio lo mezcla con cizaña. Cuando ya crecida la hierba, los sirvientes le proponen al amo arrancarla, éste les dice que no lo hagan, porque podrían también arrancar el trigo: “Dejadlos crecer juntos hasta la siega y entonces arrojad la cizaña al fuego y llevad el trigo a los graneros” (Mt 13, 24-30). Sin duda, el dolor y el mal son la cizaña y de algún modo es útil que crezcan junto a la

virtud para el progreso humano. Es bastante obvio que sin los aspectos negativos de la vida, sería difícil actualizar los positivos y así -sin lo demoníaco- no habría espacio para la ética y la superación personal. Esta es, por otra parte, la paradoja del pecado, que hace posible el arrepentimiento y destaca -por contraste- el amor y la virtud. Del mismo modo, es en la experiencia del dolor cuando el hombre puede percibir mejor su condición de criatura impotente y sin poder ante los sucesos y acontecimientos penosos de la vida. Pero si bien el sufrimiento puede acercarnos a Dios, también puede alejarnos y así ante el dolor muy intenso, aun las personas religiosas se pueden sentir abandonadas del Padre y ser presas de la confusión. Como dice el salmista: “Escondiste tu rostro y quedé desconcertado”. No obstante, en ambos casos, comprendemos que los logros del mundo no pueden “poseer” el corazón del hombre que no tiene morada permanente aquí en la tierra y que, por así decirlo, es un peregrino siempre en camino hacia otra parte. Es por eso que sólo la percepción intuitiva de Dios y la certeza de la fe pueden darnos la paz y la felicidad perdurables. Ya lo dijo San Agustín: “Nos hiciste para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta reposar en ti”. Es por lo mismo que las tribulaciones del hombre no podrán cesar -como algunos ingenuamente suponen- en el transcurso de la historia sino hasta el encuentro definitivo del hombre con su esencia divina.Ahora, para la fe cristiana, el dolor y el sufrimiento son a la vez prueba y motivo de purificación. La primera actitud educativa de un buen padre es “quebrantar” la caprichosa voluntad del niño. Pero lo hace con amor y para su bien futuro. Del mismo modo, Dios nos trata como a sus hijos, pero -como se ha dicho- no es sobreprotector ni paternalista y desea que el hombre crezca y se desarrolle libremente, escogiendo por sí mismo sus alternativas. Sin duda, Dios nos corrige, pero no se trata de un castigo sino de una reparación; de un llamado divino para recapacitar y enmendar el camino. Es por lo mismo que Dios sólo permite el sufrimiento cuando éste es necesario y lo convierte en algo positivo. Podría decirse que lo utiliza como un “instrumento” para que experimentemos aquello que conviene a nuestra alma y que -por lo mismo- está encaminado a nuestro bien. Pero la actitud cristiana frente al dolor no es, como algunos suponen, una afición morbosa y masoquista por el sufrimiento en sí mismo, sino una aceptación cuando éste es inevitable, con la certeza de que tiene que formar parte del plan divino para nuestro propio crecimiento individual. Otra cosa es la ascética cristiana que intenta trascender los instintos biológicos en la búsqueda de la experiencia mística. Pero esta ascesis no desea dañar el cuerpo sino trascenderlo. En realidad, en el cristianismo el cuerpo no es esa “amarra del espíritu” de las religiones hindúes ni tampoco una “cárcel del alma” como pensaban los griegos, sino una dimensión esencial del hombre y un “camino” hacia la santidad. Es por lo mismo que se debe cuidar y proteger al cuerpo como vehículo hacia la vida espiritual. En efecto, la llamada “mortificación ascética” no anhela el dolor sino la subordinación del cuerpo a la conciencia y del instinto a la virtud; la “muerte” del hombre viejo para renacer al hombre nuevo en la imitación de la vida de Jesús.Dios sabe que nuestra felicidad sólo está en El y permanentemente nos ofrece su amor y su amistad. Pero lo que ocurre es que no escuchamos habitualmente su íntimo llamado por el bullicio de nuestros pensamientos como tampoco podemos recibirlo cuando estamos “llenos” de vanidad y de deseos exclusivos de placer mundano. Es entonces cuando Dios -a través del sufrimiento- nos advierte de nuestros errores y defectos que algún día tendremos que descubrir si queremos liberarnos de este “falso personaje” que impide al hombre percibir la belleza y dignidad de su existencia original. Es, en realidad, nuestra mente la que debe ser crucificada para poder renacer en Cristo a través del amor y con la gracia del Espíritu Santo. Visto de este modo, el efecto redentor del

sufrimiento está abierto a la libre voluntad del hombre de someter o no su rebeldía y su orgullosa autosuficiencia” a los superiores designios del propósito divino.Pero la aceptación cristiana del dolor no significa una “apatía estoica” ni es tampoco un acatamiento pasivo, impotente o resignado. La aceptación cristiana es activa y nace de la fe. Así, antes que los hechos ocurran, debemos hacer todo lo posible por lograr lo deseado y lo que suponemos favorable, pero ante los acontecimientos dolorosos ya ocurridos debemos aceptarlos. En otras palabras, cuando la solución ya no está en nuestras manos, llegó la hora del abandono, que no es fatalismo sino una entrega confiada a la voluntad de Dios. En realidad, la genuina aceptación cristiana brota del convencimiento de que el hombre no sabe lo que le conviene a su experiencia vital. Sólo el Padre sabe lo que necesitamos y en su amor infinito -que jamás reprocha ni castiga- nos da siempre lo que es bueno para nuestra alma, aun cuando “en la boca sea amargo como la hiel”. Muchos suponen, erróneamente, que los cristianos son seres que aceptan fatalmente su destino e incluso, que buscan el dolor para robustecer su fe. Este “colorismo” -como hemos dicho- es ajeno al verdadero cristianismo que, en su esencia, es un apasionado llamado a la plenitud de la existencia y a la felicidad. El papel del cristiano en el mundo es precisamente combatir el miedo y el dolor, encarnando en la historia el Evangelio y su alegre mensaje de amor, de vida y de redención.Es frecuente que se confunda la Providencia cristiana con el destino inexorable de los griegos o de los musulmanes. Pero la Providencia no es de antemano algo irrevocable porque es siempre algo del momento actual. Como se ha dicho, Dios es un Dios del presente y lo que va a ocurrir mañana está, por así decirlo, sólo esbozado y es por eso que antes que los hechos ocurran podemos cambiar con nuestra acción el desenlace final de los acontecimientos. Aquí radica, por lo demás, el valor de la oración y la plegaria. Jesús llamó insistentemente a orar y a pedirle al Padre en su nombre. Pero: ¿qué significa pedir en el nombre de Cristo? A mi juicio, sólo aquello que -estando en la ética del Evangelio- conviene a nuestra alma. Esto significa que Dios puede modificar los hechos, pero siempre que sea beneficioso para el hombre y su experiencia vital; no para satisfacer los deseos del yo mundano, sino para aquello que conviene al alma encarnada, que es la dimensión espiritual en crecimiento.Podemos, entonces, pedirle siempre al Padre lo que anhelamos, pero sometiéndonos -de antemano- al designio divino, tal como nos enseñó Cristo, en la hora trágica y sublime del Getsemaní: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz, pero que se haga tu voluntad y no la mía”.Desde otra perspectiva, la historia del hombre puede compararse con la biografía de una existencia enferma, llena de errores, de pecados y de sufrimientos. Con razón se preguntaba C.S. Lewis “si el mundo es tan malo, ¿cómo explicarse que los seres humanos lo atribuyan a un creador divino?”. Y agrega, con sutil ironía: “Todas las religiones fueron predicadas y practicadas cuando aún no existía el cloroformo” [3]. A nuestro juicio, esto obedece a que la fe religiosa es independiente del dolor del hombre y sólo le da un sentido, por así decirlo, a posteriori. En realidad, la fe es una dimensión connatural a la conciencia, una especie de “instinto de lo sagrado” y es por eso que las creencias religiosas han existido en todos los pueblos desde los más remotos orígenes de la historia. La religión, en efecto, no es un producto intelectual y no surge de un “debate filosófico” sobre la existencia humana, sino de experiencias sobrenaturales de revelación; de esas hierofanías de las que hablaba Mircea Eliade: manifestaciones directas del esplendor de la presencia divina.Volviendo al sentido religioso del dolor humano, es conveniente diferenciar dos tipos de sufrimiento: el físico y el moral. El dolor físico -común al hombre y a los animales- es sólo una respuesta defensiva ante los estímulos nocivos del ambiente o una percepción

interna de trastornos en el funcionamiento biológico. No tiene, por lo mismo, un mayor sentido espiritual, sino una mera significación adaptativa y -como se ha dicho sería muy peligroso carecer de él, ya que “podríamos morirnos sin darnos cuenta”. El dolor moral, en cambio, es propio y exclusivo del hombre, como ocurre con la tristeza, la pena, el miedo, la culpa y el remordimiento. Es este dolor moral el que tendría un significado de crecimiento espiritual. Es curioso, en este sentido, que en el Evangelio se habla sólo de los dolores morales de Cristo como su angustia en el Getsemaní, pero nada se dice del dolor físico de su crucifixión. No obstante, en el dolor físico se debe diferenciar el dolor agudo y el crónico. El primero carecería de valor madurativo ya que, cuando pasa, no deja huella en el psiquismo. El segundo, en cambio, siempre actualiza actitudes éticas de la personalidad y, por lo mismo, se convierte o al menos se reviste de un sufrimiento moral. Así los dolores crónicos y prolongados pueden debilitar o fortalecer el espíritu; llevar a una existencia quejumbroso, amargada y autocompasiva, o vivirse con serena resignación, vigorizando el carácter y la conciencia de la fe. Algunos se han cuestionado -siempre en el horizonte de una creación divina- por el sentido del dolor en los animales. No es fácil responder a esta interrogante. No obstante, por carecer los animales de autoconciencia, no se le puede atribuir a sus dolores un significado ético. Incluso es posible que por no existir en ellos un yo que dé continuidad a la experiencia psíquica, no exista propiamente dolor, al menos en el sentido humano, sino que se trate de meros reflejos defensivos carentes de una percepción consciente en la inmediatez de las respuestas instintivas. Son, entonces, los dolores morales los que nos interesan desde el punto de vista de su sentido religioso. Desde luego, son ineludibles en la existencia humana, ya que forman parte constitutiva de su experiencia vital, y sin ellos es imposible pensar al hombre: “Las lágrimas son mi pan día y noche”, dice el salmista, recordándonos la inevitabilidad del sufrimiento (Sal 42, 4).Las diferencias entre el dolor físico y el moral explican que la actitud frente a ambos sea diversa. Así, el dolor físico debe siempre tratar de eliminarse y el dolor moral, en cambio -salvo en los casos patológicos-, debe asumirse. Es por eso, por ejemplo, que ningún médico le inyectaría morfina a una madre que ha perdido a su hijo para que viva en estado de euforia la normal experiencia de su duelo.Los dolores morales no sólo son útiles para el crecimiento madurativo de la personalidad, sino que favorecen el autoconocimiento, ya que es frente al sufrimiento cuando el hombre -entre el absurdo y el misterio- se convierte a sí mismo en pregunta sobre el sentido de la vida y de su concreta y particular existencia. Podría hablarse, incluso, de una pedagogía del dolor. Desde luego, los sufrimientos como la angustia, la pena, la frustración y el desencanto, enriquecen nuestro conocimiento del mundo y de nosotros mismos, permitiendo percibir mejor los límites de la capacidad individual y, además, ennoblecen el diálogo interhumano con las posibilidades empáticas de la humildad y de la compasión. En general, todas las emociones permiten una comprensión más profunda y matizada de la realidad y completan, de este modo, el esquema demasiado geométrico de los conceptos meramente intelectuales. El sufrimiento, además, es un tiempo de reflexión y aun de conversión. Algunas veces en el sentido religioso y otras en el sentido ético. Así, el dolor moral permite que cualquier hombre -más allá de la fe- jerarquice mejor los valores de su existencia y logre, de este modo, una vida más auténtica y ordenada hacia propósitos y anhelos superiores. Son frecuentes los casos de personas que han transformado enriquecedoramente sus vidas después de una larga enfermedad, de la pérdida de un ser querido o de experimentar un riesgo inminente de muerte.Pero no todos los dolores morales llevan necesariamente a un crecimiento de la personalidad. Podría hablarse, en este sentido, de sufrimientos periféricos y stifrimientos

nucleares. Los primeros son sufrimientos banales, que brotan de las pérdidas materiales o del daño al prestigio personal (rencor, envidia, celos, etc.). Los segundos, en cambio, nos hieren en lo más profundo de nuestro ser (enfermedades invalidantes, soledad, pérdida de seres queridos, decepción de sí mismo, culpa, fracaso del proyecto existencias, etc.). Sólo estos últimos son provechosos y enriquecedores de la experiencia de vida. Ya lo decía San Pablo, al hablar de una Tristeza según Dios, que era camino de penitencia y de salvación, y una Tristeza según el mundo, que sólo conducía a la amargura y a la decepción.Pero existe, además, en la perspectiva religiosa del dolor humano, una extraña paradoja. Así, parecería que Dios prueba a los que más ama. Es por eso que Job, el más justo de su tiempo, fue el sujeto de las grandes tribulaciones. Lo dijo bellamente Meister Eckhart: “El Señor llama a las almas nobles a un desierto y ahí les habla a sus corazones”[4].Desde la psicología también se observa que las personas de un psiquismo más desarrollado son capaces de experimentar el dolor moral con mayor intensidad. Así, Nietzsche sostuvo con acierto que la calidad del hombre se podía medir “por su capacidad de sufrir profundamente”. Pero son estos hombres superiores los que, al mismo tiempo, son capaces de asumir el dolor con mayor fortaleza de carácter y reciedumbre de la voluntad. Como contrapartida, el sufrimiento moral no existe en los débiles mentales y en los dementes.Contrariamente a lo que postuló el psicoanálisis, el hombre es la única criatura planetario cuya vida no está regida por el principio de placer. Obviamente, desea el goce y no el dolor, pero es capaz de aceptarlo según los dictados superiores de su conciencia ética. De ahí su conmovedora vocación de heroísmo y sacrificio. Nuestra cultura actual -en el marco hedonista de la búsqueda incesante de placer y de confort- trata de negar la necesidad del sufrimiento como condición favorecedora de la madurez anímica, precisamente porque -como ha dicho Juan Pablo II- “no tiene una comprensión religiosa del misterio del dolor”[5]. No obstante, el hombre -ese asceta de la vida según la bella expresión de Max Scheller- tiene un secreto impulso quelo lleva siempre más allá de sí mismo, desbordando los límites de su naturaleza y transmutando -en el sentido de la Alquimia Hermética- lo inferior en superior, lo vil en noble y el plomo en oro. Pensamos, por lo mismo, que sólo despertando a su conciencia espiritual -este tercer gran salto evolutivo del que hablaba Teilhard de Chardin- podrá el hombre contemplar su verdadero rostro. No la imagen deformado que le muestra el espejo de la historia, sino la belleza conmovedora de su ser original. El verdadero hombre; ese hijo de Set; hijo de Adán; ... hijo de Dios.Finalmente, quisiéramos señalar que tal vez lo más insoportable del dolor es su eventual arbitrariedad y su aparente absurdo. Pero en la fe se desvanece lo casual y el azar se convierte en providencia. Ahora, hasta el acto más insignificante y el más ínfimo acontecimiento tienen un lugar en el propósito divino. De ahí que la fe religiosa -plenitud espiritual del hombre- dé una nueva y desconocida reciedumbre frente a los inevitables sufrimientos de la vida.Estamos conscientes de que estas reflexiones orientan, pero no terminan de aclarar el enigma religioso del dolor humano. El propio Jesús, en su vida pública, hizo dos cosas: enseñó su Evangelio y fue médico; mostró el camino de la salvación del alma y venció la enfermedad y aun la muerte. Pero no suprimió el sufrimiento ni aclaró su misterio. Hizo otra cosa: lo asumió y le dio un valor moral, formulando uno de los pensamientos más hermosos de la historia: “Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados”. Cristo, en efecto, en el misterio de su encarnación humana, se ha unido en cierto modo a todos los hombres y comparte sus dolores y aflicciones. Es por eso que si

bien quedan muchas cosas oscuras frente al sufrimiento humano, lo único que no podemos decirle a Dios -como señaló Paul Claudel- es “Tú no sabes lo que es sufrir”. Es por lo mismo que sólo en la pasión de Cristo se comienza a iluminar el enigma del dolor y de la muerte, -tal como dice el Vaticano II fuera del Evangelio el sufrimiento “nos aplasta”.Resumiendo, se puede decir que -desde la perspectiva religiosa- la vida es una constante prueba y el gran secreto de la paz y de la felicidad consiste, precisamente, en saber que nuestras tribulaciones e infortunios forman parte de nuestra experiencia vital y, sobre todo, que su aceptación plena los atenúa, y en ciertos casos, los hace innecesarios. No es otro, a mi juicio, el sentido del relato de Abraham, que con razón ha sido considerado como el padre de la fe. Abraham recibe seguramente la prueba más terrible de la historia: matar con su propia mano al hijo adorado; al hijo de la vejez y, de todas las promesas.Si Abraham hubiera dudado, es posible que hubiera tenido que matar a Isaac. Pero Abraham acepta la prueba sin ninguna vacilación y -por lo mismo- ésta no es necesaria. Pienso que, sin darnos cuenta, somos continuamente probados como Abraham. Si rechazamos los sufrimientos, éstos se acrecientan y nos acosas obstinadamente; si los aceptamos, en cambio, se atenúan o se desvanecen. Este es el milagro de la aceptación; del Sí a la Vida de los grandes místicos, de la paciencia de Job y aun de la obediencia de Jesús en el Calvario. Es claro que esa aceptación requiere por lo general de un extremo coraje y valentía moral, pero puede también surgir de un modo silencioso y natural en quienes se entregan confiados en las manos de Dios.Ahora, para un cristiano -que ama a Jesús en su corazón- existe otra perspectiva ante el dolor y ésta es la de compartir y coparticipar -como decía San Pablo- en el sufrimiento redentor de Cristo. En efecto, su muerte y su resurrección se proyectan sobre todos los hombres y los cristianos sabemos que en nuestros dolores estamos completando -en alguna medida- el Misterio del Gólgota- y colaborando en la redención del mundo. Juan Pablo II ha hablado, en este sentido, de un Evangelio del Sufrimiento señalando que, en el dolor humano, “hay una particular fuerza que acerca internamente al hombre a Cristo” y agrega que “el sufrimiento, más que cualquier otra cosa, abre el camino a la gracia que transforma a las almas”[6]. Es por eso que quien quiere ser un verdadero discípulo de Cristo debe levantar su propia cruz y asumir con valor, y aun con alegría, su tristeza y su dolor. En realidad, cada sufrimiento aceptado por amor a Jesús es una parte de su cruz que sostenemos; una pequeña porción del dolor humano que compartimos con El, y si pudiéramos percibir la gratitud de su mirada sentiríamos que el peso que nos agobia se atenúa y que también nuestra espalda es ancha y nuestra carga es ligera.-.-[1] André Frossard: El sufrimiento. En Dios en Preguntas. Ed. Antártida (Buenos Aires 1991).[2] Catecismo de la Iglesia Católica (Sección segunda N° 324).[3] C.S.Lewis. El problema del dolor (Editorial Universitaria, Santiago, 1990)[4] Meister Eckhart. Del Hombre Noble. En Obras escogidas (Visión Libros, Barcelona, 1980).[5] Juan Pablo II. Evangelium Vitae (Cap. Y, 15) (Ed. Paulinas, Santiago, 1995).[6] Juan Pablo II. Carta Apostólica Salvici Doloris. (Sección VI. El Evangelio del Sufrimiento. N°27).

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"No sigas a la muchedumbre para obrar mal, ni el juicio acomodes al parecer del mayor número, si con ello te desvías de la verdad" SAN ATANASIO

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“La Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (cf. Lc 2,19-51), y cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad. La Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios” (Dei Verbum 8). Estas palabras preparan la afirmación del número siguiente. “...Por eso la Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Y así se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción” (ibid. 9). Concilio Vaticano II

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"El cristianismo no teme a la cultura sino a la media cultura. Teme la superficialidad, los eslóganes, las críticas de oídas; pero quien puede hacer la ´crítica de la cultura´ puede volverlo a descubrir o seguir siendo fiel" JEAN GUITTON –filósofo fr.

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Parecen, éstas, palabras «inocentes» - «María es mucho más bienaventurada porque ha creído en Cristo que por haberlo engendrado físicamente»- y, sin embargo, llevan dentro un carga inmensa de fe, de razón, de vida y de siglos, que bien podría causar un encendimiento de amor en un corazón abierto. S.S. Juan Pablo II – Magno – Vat. 2003-12-08

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“No podemos callar lo que hemos visto y oído” (He 4, 20)

+++ ‘Donde no hay Dios, despunta el infierno, y el infierno persiste sencillamente a través de la ausencia de Dios’. Cardenal Ratzinger.

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“Nunca se puede matar a una persona para que otra pueda vivir mejor”.

Crear vida para después matarla es una “aberración”

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El Señor no es indiferente, como un emperador impasible y aislado, a las vicisitudes humanas”.

“Es más, su mirada es fuente de acción, porque interviene y derriba los imperios arrogantes y opresivos, abate a los orgullosos que le desafían, juzga a los que perpetran el mal”.

Dios se hace presente en la historia, poniéndose de la parte de los justos y de las víctimas. S. S. JUAN PABLO II – Magno - 2003-12-10

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La gran pasión de nuestro tiempo es la utilidad. Todo vale si es útil. He ahí la máxima moral dominante. La utilidad ha situado su trono en medio de la cultura europea y la ha empapado de afán codicioso. 2003.

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«Hermanita, no te preocupes, lo que le agrada a Jesús es verte, amar tu pequeñez y tu pobreza, es la esperanza ciega que tienes en su misericordia…; es la confianza, y nada más que la confianza, que debe conducirnos al Amor; y recuerda siempre que el más pequeño movimiento de puro amor, es más útil a la Iglesia que todas las demás obras juntas».Mitsue Takahara – Carmelita descalza – Sevilla-Dic. 2003–Alfa y Omega. Nº 280

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La Enciclopedia francesa, vademécum de la ilustración, recordaba que Europa era un continente pequeño, pero el faro del mundo debido a su cultura, su historia, su arte y, "sobre todo", su religión{la Iglesia Católica fundada por Jesucristo - Dios nuestro}