Stanley Kubrick [=] El cine y las palabras

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Stanley kubrick EL CINE Y LAS PALABRAS

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Texto publicado en Sight and Sound, invierno 1960-1961. Traducido del inglés por Pierre Berthomieu y del francés por Raúl Lino Villanueva. Revista POSITIF Nº 464, página 6, octubre 1999.

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Stanley kubrick

EL CINE Y LAS

PALABRAS

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En mi opinión, el mejor libro para hacer una película no es uno de acción, al contra-rio, un libro orientado hacia el interior de sus personajes. El adaptador dispone de algo como una lista completa de sus pensamien-tos y sentimientos de un personaje a cada momento de la historia. A partir de allí, pu-ede inventar peripecias que serán correlatos objetivos del contenido psicológico de la obra, que propondrán una dramatización pertinente, de manera implícita, sugestiva, sin hacer proferir a los actores sentencias de significación literal.

Pienso que una película o una obra tea-tral que quiere decir algo profundamente autentico sobre la existencia debe hacerlo de manera indirecta: hay que evitar las ideas preconcebidas y las conclusiones muy arre-gladas, claras. La visión del tema que es es-

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cogido debe mezclarse completamente con el sentimiento mismo de la existencia; debe hacerse penetrando progresivamente, por inyecciones, en la conciencia del público. Las ideas fuertes, auténticas, poseen tantas face-tas que no se prestan a una presentación di-recta. El público debe descubrirlas. La excita-ción del descubrimiento convierte a las ideas aún mas poderosas. Utilizamos la excitación del público, su interés, su sorpresa, para re-forzar esas ideas, en lugar de reforzarlas con peripecias artificiales, con acciones suple-mentarias, con trucos de teatro destinados a dinamizarlas desde el exterior.

Decimos seguido que un gran libro pro-vee una base menos prometedora para una película que un libro simplemente bueno. No creo que la adaptación de grandes libros ponga problemas particulares, que no encon-

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traremos adaptando libros buenos, o medio-cres. Sólo que la crítica será feroz si la pelí-cula es mala. Puede serlo, aún si la película es buena. Se puede lograr adaptar cualquier libro, con la condición de no perder la inte-gridad estética de la obra disminuyendo su extensión. Por ejemplo, algunos libros nece-sitan una gran cantidad de peripecias varia-das: pierden su impacto desde que los pri-vamos ampliamente de su contenido o de su desarrollo dramático.

Me han preguntado como fue posible hacer una película de Lolita, cuando la ri-queza del libro reposa en el estilo de Nabo-kov. Considerar el estilo como sólo un ele-mento entre otros en un gran libro significa desconocer la grandeza del libro. Por supues-to, la calidad de la escritura es uno de los elementos que hacen la grandeza de un li-

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bro. Pero esta calidad viene de la inmersión, de la obsesión de su autor por el sujeto, el tema, el concepto, la visión, la comprensión de los personajes. El artista utiliza el estilo para fascinar el espectador, el lector, para transmitirle sus sentimientos, sus emociones, sus pensamientos. He aquí lo que hay que poner en la acción, más no el estilo. La ac-ción debe encontrar un estilo propio, lo que sucede normalmente cuando el contenido es dominado. Entonces la acción hará nacer otro aspecto menos bueno, a veces mejor en un cierto sentido.

Muy curiosamente, es allí que el actor entra en juego. Dentro de lo que mejor tie-ne, la dramatización consiste en una progre-sión de estados, de sentimientos, que juega sobre aquellos del público y convierte el sen-tido de la obra en una experiencia emocio-

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nal. Tampoco el autor no debe pensar en términos de papel, de tinta, de palabras, sino en términos de carne y sentimientos. En este sentido, encuentro que muy pocos escritores parecen darse cuenta de las posibilidades emocionales de un actor y sus límites. Se-guido, el escritor espera una mirada silencio-sa para hacer pasar un sentido complejo que necesitará jeroglíficos, y, después, el actor debe decir un largo discurso para explicar una situación evidente, cuando una simple mirada hubiera bastado. Los escritores tienen tendencia a considerar la creación dramática en términos verbales, sin darse cuenta que su fuerza más grande reside en el actor, los sen-timientos, los estados que él puede despertar en el público. Ellos consideran al actor como alguien mala gracia: lo ven como alguien que puede arruinar su texto, sin ver que el actor

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forma parte íntegra de su modo de expre-sión.

A partir de allí, nos podemos preguntar si la dirección (puesta en escena) no es sim-plemente más que la continuación de la es-critura. Creo que es justamente lo que debe-ría ser. Resulta que un director-guionista es verdaderamente el agente perfecto del dra-ma. Tenemos algunos ejemplos donde estas dos técnicas particulares fueron correctamen-te dominadas por una sola persona. En mi opinión, aquello ha dado a las obras los más acertados logros.

Cuando el director no es su propio gui-onista, deberá ser a cien por ciento fiel al sentido dado por el autor, y no sacrificar na-da en nombre del efecto o del drama. Todo eso parece evidente. Y por tanto, cuantas películas y obras de teatro vemos donde nos

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excitamos, sacudimos, pero que dejan final-mente la impresión de una superficie un po-co vacía. Es lo que generalmente se debe a la preponderancia de la técnica, que estimula artificialmente el sentido en perjuicio del propósito interno de la obra. Ese es el peor aspecto del culto al director.

No quiero por tanto parecer rígido. Na-da en la dirección de una película ofrece mas exultación que el hecho de participar en un proceso, de dejar la obra madurar en la cola-boración vital entre el guión, el director y los actores. Toda forma de arte correctamente practicada supone el ir-y-venir entre la con-cepción y la ejecución. El proyecto inicial se encuentra constantemente modificado en el transcurso de la realización efectiva. En pin-tura, este movimiento se hace entre el artista y el lienzo; en el cine, entre las personas.

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Texto publicado en Sight and Sound, invierno 1960-1961. Traducido del inglés por Pierre Berthomieu y del francés por Raúl Lino Villanueva. Revista POSITIF Nº 464, página 6, octubre 1999.