SUENA EL ACORDEÓN

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Relato "SUENA EL ACORDEÓN", (c) Luis Tamargo.

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SUENA EL ACORDEÓN

Luis Tamargo.

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Algunos viajes nos acercan, otros nos alejan. Lo sé bien, soy viajante de comercio y recorro una amplia zona geográfica en mi rutina habitual de trabajo, que me obliga a dedicar la semana o varios días en una misma ciudad o provincia, es decir, fuera de casa. Aquella mañana logré aparcar en el centro, a media mañana, lo cual no dejaba de ser un triunfo y, motivado ante la cercanía del fin de semana, me dispuse a visitar a algunos de mis clientes principales, de obligada cita.

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Las calles rebosaban de gente, en animado fluir, que originaban un auténtico hervidero en la zona peatonal. A la entrada de unos almacenes, sentado en el suelo junto a la mochila y una guitarra, un joven recontaba el dinero recaudado en su sombrero arrugado. Un poco más allá, en torno a un banco descolorido, un grupo de harapientos compartían el líquido contenido de unas desgastadas botellas de plástico; y, en el centro del paseo, un mimo gesticulaba en contorsiones. Una anciana gitana me salió al paso y le dejé dos monedas pequeñas, al tiempo que rehusaba el ramillete de romero que me ofrecía. Resultaba imposible acelerar la marcha sin tropezar con los transeúntes y, a medida que la calle se ensanchaba, daba la impresión de que aquella marea de cabezas iba en aumento a cada paso.

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La mañana clareó, próxima al mediodía; apretaba el calor y sonaba en la calle la melodía de un acordeón. La gente se arremolinaba en la esquina donde un hombretón barbudo hacía sonar la música con armoniosa entrega y pasión. A diferencia de los otros vagabundos no había dispuesto recipiente alguno donde recoger la limosna, pero la gente se lo dejaba de igual modo, depositándolo directamente en el suelo. Al finalizar la pieza los asistentes aplaudieron, casi con fervor. A mi lado, un muchacho acompañado de su padre, avanzó un paso hacia el músico, sin disimular su admiración. Me fijé en el gesto de entusiasmo del muchacho cuando le preguntó el motivo de haber elegido aquel instrumento musical en especial. Pero el hombre de la barba no le contestó, se limitó a dejar asomar una enorme sonrisa en su rostro.-…No es de aquí, hijo, no entiende –replicó el padre al joven muchacho.

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También me llamó la atención la sonrisa amplia y diáfana de aquel hombre extranjero que, de improviso, dejó traslucir una dentadura impecable, una hilera de dientes brillantes y de sonrosadas encías. Sin embargo fue el vibrador de mi teléfono móvil, que no paraba de agitarse en el bolsillo de mi americana, el que me sacó de aquel estado de fascinación. Me alejé aprisa del murmullo del gentío hacia una próxima travesía, más tranquila, que me permitiera atender la llamada. Era mi mujer. Supe que algo serio ocurría pues la voz entrecortada de mi mujer no podía ocultar los suspiros ni, por fin, las lágrimas. Se trataba de una mala noticia, sin duda de las peores: había fallecido el hijo pequeño de unos queridos amigos, tras una denostada lucha contra la enfermedad, sin posible remedio.

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El cáncer se lo llevó y nos dejó el sabor de una impune injusticia, pues encajar la muerte de un niño con apenas once años siempre resulta traumático, además de doloroso. Aunque sabíamos que se trataba de una larga y difícil batalla no imaginábamos que el desenlace final se adelantara de forma tan repentina. Traté de calmar a mi mujer sin conseguirlo y, entre sollozos contenidos, me despedí asegurándole que ya me ponía en camino. Aquel desgraciado hecho imponía concluir la tarea de inmediato a fin de regresar a casa y poder asistir, a tiempo, al funeral que se celebraría en la tarde del día siguiente.

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La iglesia estaba abarrotada; unos junto a otros, pegados, nos pisábamos sin rechistar y, pacientes, sufríamos los efectos de la más absoluta de las impotencias. Los pésames, abrazos y palabras de condolencia que repartíamos nos mostraban desarmados ante el final inevitable de un ser con toda su vida truncada por delante. Un niño que vimos nacer, crecer, con el que nuestros hijos jugaron y compartieron amistad estrecha y cercana; la misma amistad que mantuvimos con sus padres cuando apenas éramos todos una pandilla de amigos ennoviados que, poco a poco, íbamos convirtiendo nuestra relación de pareja en nuestra vida real.

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Los rostros de los asistentes al sepelio, jóvenes en su mayoría, reflejaban una pena demasiado temprana en el aluvión de lágrimas imposibles de contener; y el gesto abatido tampoco podía ocultar el sincero afecto hacia sus padres, amigos y seres queridos. Tan absorto andaba en las reflexiones que ahondaban mi pena que apenas prestaba atención a las palabras pronunciadas por el sacerdote; ni siquiera me dí cuenta de que estaba sonando aquella música hasta que, al tender el pañuelo que me pidió mi mujer, reconocí la melodía familiar que aquel acordeón interpretaba. La melodía inundó el eco del templo de un lirismo que, de alguna manera, me trajo el recuerdo vivo del niño que conocimos y del que ahora nos despedíamos.

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Cerré los ojos para percibirla mejor y me dejé transportar por el espíritu de su hechizo. Sin duda expresaba a la perfección el último baile de nuestro niño amigo, sí, era su canción de despedida… Me resultó imposible entre tanto tumulto distinguir quién era el artífice capaz de sacar aquellas notas tan magistrales. No fue hasta el final, cuando sacaron el féretro y la gente despejó el recinto de la iglesia, cuando reconocí la figura del hombretón barbudo, con el acordeón a cuestas, que escuché al día anterior en las calles de la ciudad vecina. Al pasar junto a mí le toqué el brazo:-Nunca dejes de tocar –le dije, a sabiendas de que no entendería el idioma-, que siempre suene el acordeón…

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Su ancha sonrisa, generosa, sin embargo, parecía comprender y desapareció así, a grandes zancadas, entre la multitud que se agolpaba frente al coche fúnebre, tras la estela invisible de un salmo divino. Más tarde el párroco me explicó que el reverendo Pasanisi era un hermano singular, de espíritu inquieto y poco dado a los agasajos que, tras una fugaz estancia en la comunidad se embarcaba ahora rumbo a las costas británicas, siguiente destino de su peregrinaje particular. El ejemplo de aquel músico anónimo me dejó más pensativo pero, a la vez, más aliviado de la carga de aquella lamentable pérdida. Hay viajes que nos acercan o que nos alejan. Lo sé bien, también soy viajante; depende de la música que nos acompañe durante el trayecto…

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*Es una Colección “Son Relatos”, © Luis Tamargo.

El autor:http://leetamargo.blogspot.com