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María Garzón

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Toda la verdadsobre el final del juez Garzón

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Índice

I. 9 de febrero de 2012 9II. Los valores de un juez 23

III. Crónica de una muerte anunciada 55IV. Las lágrimas del juez Garzón 91V. La historia silenciada 107

VI. E la nave va 125

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9 de febrero de 2012

A las 14.55 el teléfono sonó por última vez. Era Au-rora.

—María, tu padre ya ha salido del Supremo.Tengo malas noticias.

Las cosas no siempre suceden como uno las pla-nea. Es más, la mayoría de las veces acontecen deforma diferente. La mañana del 9 de febrero de 2012me acerqué a la casa familiar en la que viví durantecasi veinte años para despedir a mi padre, que semarchaba a Colombia. Iba a continuar su trabajo enla Misión de Apoyo al Proceso de Paz de la Organi-zación de Estados Americanos, en la que trabajabadesde mayo del año anterior. La verdad es que yo nosabía exactamente qué tareas desempeñaba allí hastaque un día, en Navidades, encontré un informe so-bre justicia transicional y la Ley de Justicia y Paz en-

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tre los papeles de su despacho. Rodearse de sus pa-peles siempre fue una auténtica aventura. Leí unospárrafos y me di cuenta de la trascendencia de su ta-rea. En aquel momento, me prometí a mí misma quele preguntaría más sobre Colombia, pero el mes deenero y los primeros días de febrero fueron muycomplicados, muy duros. Tuvo que afrontar dos jui-cios en los que, por primera vez en su trayectoria ju-dicial, desde que aprobara las oposiciones a juez allápor 1980, era él, y no otro, el que se sentaba en elbanquillo de los acusados.

Los dos procesos que le llevaron a esa inusualsituación para un magistrado eran consecuencia delas decisiones que había tomado el Tribunal Supremoal considerar aparentemente delictivas algunas de lasresoluciones que mi padre había adoptado en el co-nocido caso Gürtel y en las investigaciones por loscrímenes del franquismo. El primero, referido a latrama de corrupción más importante en la historiade la democracia española, y en el que estaban impli-cados altos cargos del Partido Popular, decenas deempresarios y concejales, alcaldes y otras personali-dades vinculadas a dicho partido. El segundo tratabade la investigación de crímenes masivos cometidosdurante parte de la dictadura de Franco; época en laque los derechos de miles de víctimas fueron masa-crados de forma impune. Permanecieron así durante

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cuarenta años de franquismo y, después de la muertedel dictador, durante treinta más, sin que nadie hicie-ra nada al respecto de uno de los capítulos más ne-gros y menos conocidos de nuestra historia reciente.

El ambiente aquella soleada mañana de febreroera tranquilo. Mi padre terminaba de hacer la male-ta. Mientras, yo aguardaba trabajando en el salón dela casa, rodeada de recuerdos familiares, en los que seencuentra plasmada casi toda la historia de la familia.

El tiempo pasa volando: apenas cinco años an-tes, me había vestido de novia en ese mismo lugar yde allí había salido del brazo de mi padre para casar-me; ahora era yo quien le despedía cuando se dirigíaa un destino incierto a sus cincuenta y seis años. Lacasa familiar significaba para mí una suma de recuer-dos de vida y encuentro. Ahora sólo la visitaba losfines de semana y se me hacía extraño encontrarmeallí una mañana de diario, a las doce del mediodía.

Una vez más, mi padre no estaría allí ese fin desemana: marchaba a su trabajo fuera de España. Estasituación venía siendo habitual desde que, en mayode 2010, el juez Varela dictara siete resoluciones enun solo día para posibilitar que el Consejo Generaldel Poder Judicial, a las «órdenes» de Margarita Ro-bles, le suspendiera de sus funciones.

Ahora la escena se me representaba con total ni-tidez, contada por todos los medios de comunica-

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ción como algo «normal», cuando, en realidad, el Con-sejo, de haber actuado correctamente, tendría quehaber decidido primero sobre la petición de serviciosespeciales, presentada tres semanas antes, en la que sesolicitaba su incorporación a la Fiscalía de la CortePenal Internacional como asesor del fiscal Luis Mo-reno Ocampo. Con ello, la suspensión habría sidoinnecesaria.

Pero en los ámbitos oficiales lo «normal» nuncaha sido lo aplicable al juez Garzón. En un auténticoproceso exprés que sólo buscaba «humillarle» pública-mente, le suspendieron para así dejar claro que, porfin, «se metía en cintura a quien había estado por en-cima de todos». Su objetivo era conseguir lo que mipadre, meses antes, ya había previsto y me había dichoserio y convencido: «María, lo que quieren es mi fotobajando las escalerillas de la Audiencia Nacional, sus-pendido, para que nunca más vuelva a entrar. Quie-ren acabar conmigo y lo van a hacer.» «Éste es sola-mente el principio», remató. La verdad es que oír a mipadre hablar así, de esta manera, con tanta convic-ción, me sobrecoge, porque siempre suele acertar, es-pecialmente cuando se refiere a las personas, aunquesu falta de maldad le haya llevado a ser traicionadopor algunos de los más próximos a quienes había ayu-dado de forma desinteresada. Pero como me dijo enuna ocasión: «Así soy y no voy a cambiar a mis años.»

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Parecía evidente que, tal como estaban las cosas,aquí ya no tenía nada que hacer. «Exiliado a la fuer-za» de un país, su país, cuyas instituciones le habíandado la espalda después de todo lo que había traba-jado en los últimos treinta años de su vida, por com-batir las lacras de nuestra sociedad.

El narcotráfico, el terrorismo, la jurisdicción uni-versal, la corrupción ocuparon su tiempo durantelargos períodos, suplantando su papel de padre por elde juez. Pero en esa ocasión no eran los delincuentessino sus propios compañeros los que ejecutaban algomil veces ensayado a lo largo de la historia contraquienes siempre fueron inocentes. Ellos eran los que,de forma arbitraria, me lo arrebataban de cuajo, sinduda ni misericordia. Aquellos a los que tanto habíadefendido hasta entonces rompían en ese momentoa una familia que todavía hoy, como millones de per-sonas, se pregunta «¿por qué?».

Pero a todo se acostumbra uno, y esa mañana defebrero el ambiente no estaba cargado de rabia sinode resignación por lo inevitable y de la tranquilidadque da el saberte inocente, aunque con pocas proba-bilidades de que te lo reconozcan a pesar de que losjuicios habían salido, a ojos de todos, a pedir de boca.Los juicios se habían ganado. Las sentencias iban aser otra cosa.

Saliendo de mi ensoñación, me di cuenta de que

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llegaba la hora de ir al aeropuerto y papá no baja-ba. Cuando iba a llamarlo, con milimétrica sinergia,muchas veces experimentada, le oí gritar mi nombremientras descendía por la escalera, y serio, muy serio,me dijo:

—María, tengo que suspender el viaje a Colom-bia. Dentro de un rato sale la sentencia de la Gürtel.

—¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Ya? ¿Quién te lo ha dicho?—Me ha llamado Virginia Aragón, la procura-

dora. La notificarán a la una y media en el TribunalSupremo.

—Pero ¿tienes que ir a recogerla? ¿Te la leen enaudiencia pública?

—No me puedo ir, aunque le han dicho que lapueden notificar después, que no me preocupe. Su-pongo que lo hará la secretaria del Tribunal, que es loque marca la ley. Aunque como en mi caso la ley essui géneris... ¡Quién sabe!

—Papá —le dije—, no hagas bromas en estemomento.

—No, hija, no hago bromas. Desgraciadamentepara nosotros, no son bromas.

En ese instante, la tranquilidad de la mañana setornó en una tensión que casi se podía cortar conun cuchillo. Miré a mi padre, en silencio, observécómo había cambiado con el tiempo, cómo el exce-so de trabajo, las tensiones, el estar siempre en el

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punto de mira habían hecho mella en aquel jovenpadre que dejaba que mi hermano y yo nos colgára-mos de sus brazos o nos sentáramos en sus pies parallevarnos de aquí para allá como un gigante quetransporta a sus pequeños. Ya no era tan joven, conlos años había ganado peso, las canas se estabanapoderando de su negro cabello y su movilidad sehabía visto reducida considerablemente por culpade la rizartrosis que amenazaba con dejarle sin fuer-za en las manos en los años siguientes.

Se le veía preocupado, sus ojos le delataban, y amí me daba miedo preguntar:

—¿Y qué crees que va a pasar?—Hija, han tardado muy poco. No es buena

señal.Tan sólo veinticuatro horas después de que aca-

bara el segundo de los juicios, el relativo a los críme-nes del franquismo, salía la sentencia del primero. Eltribunal apenas había tenido un par de jornadas parareunirse entre uno y otro. Hay que tener en cuentaque dos de los jueces estaban en ambos tribunales,por lo que no podían deliberar sobre el primeromientras se celebraba el segundo. Sólo habían em-pleado cuarenta y ocho horas de deliberación paraun juicio de complejidad elevada en el que los aspec-tos técnicos eran numerosos. Mi padre tenía razón:no era una buena noticia.

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—¿Quieres que vaya contigo? Te puedo esperaren algún sitio.

—No, hija. Hay cosas que uno debe hacer solo.Además, si es condenatoria, debo hablar con el abo-gado y ver qué pasos damos. Luego nos vemos. No tepreocupes.

Mi padre siempre había sostenido que la deci-sión estaba tomada desde hacía tiempo. No me po-día quitar de la cabeza las palabras que, unos díasantes, en la celebración del cumpleaños de mis her-manos, Baltasar y Aurora, nos había dicho en la so-bremesa: «Quiero que estéis preparados, porque es-toy convencido de que me van a absolver en el casodel franquismo y a condenar en el Gürtel: lo tienendecidido desde el principio.»

Recuerdo que protesté y le dije: «Papá, el juicioha ido muy bien, todo el mundo lo ha visto, no tepueden condenar.» Vi su mirada tranquila pero in-quietante, y de modo tajante me contestó: «Hijamía, los conozco bien, no tienen límite, si han llega-do hasta aquí es para finiquitar lo que empezaron.No me quieren en la carrera judicial; saben que nohay nada, pero lo van a hacer.»

Me asustó la dureza de su afirmación y su con-vicción. Sólo en muy contadas ocasiones mi padreabandona su característico buen humor en familiapara hablar con esa contundencia. Le había oído de-

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cir múltiples veces que se sentía condenado pero noderrotado, y mucho menos culpable. ¡Y no le faltabarazón!

Durante todo el proceso se le habían denegadouna gran cantidad de pruebas, se habían modificadolos tiempos procesales normales, jugando con ellospara que fuera inhabilitado, y le habían juzgado porel caso Gürtel antes que por el de los crímenes delfranquismo, y todo con el telón de fondo de unacausa como la de Nueva York, que atacaba directa-mente a su honorabilidad y honradez.

A pesar de ello, yo no podía asumir que una vezmás estuviera en lo cierto. La vista oral del juicio delcaso Gürtel, cuya sentencia estábamos a punto deconocer, y que había sido retransmitida en directopor la web de RTVE, seguida por más de doscientoscincuenta periodistas acreditados en el Tribunal Su-premo y por miles de ciudadanos a través de internety redes sociales como Twitter, en la que #juicioagar-zon, #garzon y #Gurtel se convirtieron en trendingtopics durante su primera jornada, había salido bieny, a nuestra manera de ver y a la de miles de personas,se había ganado.

Todos los testigos habían ratificado los argu-mentos de la defensa de mi padre, a excepción, porsupuesto, del señor Peláez, que además de testigo eraacusación, por lo que, obviamente, no apoyaría las

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mismas tesis. Pero, incluso en ese caso, quedó paten-te que Peláez no estaba autorizado para visitar en pri-sión a quienes no eran sus clientes y que lo grabadojamás se utilizó en la investigación.

Todo el mundo nos lo decía. Mi padre habíadesmontado una a una las acusaciones que los aboga-dos de la trama Gürtel vertieron sobre él. Incluso ter-tulianos de programas no precisamente afines a mipadre criticaron la «falta de preparación» de la acusa-ción, a la que Garzón «había sabido hacer la envol-vente».

En los días siguientes al juicio, la gente nos dabaánimos porque, según decían, «había quedado claroque mi padre era inocente; que en todo momentohabía salvaguardado el derecho de defensa, y quetodo era un sinsentido». Incluso circulaban rumoresen los círculos jurídicos de que todo quedaría en undelito menor, con sanción de poco más de dos años—que ya habría casi cumplido—, y que se podríaincorporar de nuevo a la Audiencia. ¿Eran sólo can-tos de sirena? El único que se empecinaba en decirque le iban a condenar era él.

En ese momento pensé que la vía más rápidapara enterarme bien de todo era llamar a Aurora, unaperiodista que, por amistad, le había ayudado a estaral tanto de las informaciones que iban saliendo en losmedios de comunicación.

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—Voy a avisar a Aurora, por si llama la prensa—le dije a mi padre según salía por la puerta.

El roce hace el cariño y, con el tiempo, Aurora sehabía convertido para mí en una buena amiga, meinformaba de cómo estaban las cosas en cada mo-mento, escuchaba mis preocupaciones y me animabaa diario.

Cogí el teléfono y la llamé. Le conté lo que pa-saba y quedamos en vernos en el bar El Supremo,situado frente a la puerta lateral del Tribunal, comohabíamos hecho varios días durante los juicios.

—Aurora, no sé qué va a pasar, pero mi padretiene malas sensaciones.

—Haz una cosa —me dijo ella—: antes de salir,mira las webs de El Mundo y Europa Press, por sihubiera alguna última hora.

La sugerencia en cuanto a Europa Press era lógi-ca, puesto que es una agencia de noticias que tieneun servicio de teletipos y los da casi al minuto. Elcaso de El Mundo era más sutil. Este diario, su líneaeditorial y específicamente su director siempre hanatacado y denigrado a mi padre. Según él me conta-ba, desde que «no quise hincar la rodilla, al contrariode lo que hicieron otros en el caso Sogecable, y meempeñé en desvelar las maniobras del mismo en el11-M», además «ha publicado cosas y afirmacionesfalsas y manipuladas desde hace muchos años». No

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obstante, siempre estaba «muy bien informado sobreel Tribunal Supremo» y solía dar en primicia las reso-luciones que dictaba este órgano judicial. Por eso, lalógica nos hacía pensar que si en su web aparecía unaúltima hora que anunciaba que la sentencia se iba ahacer pública ese mismo día, podría significar que lehabían condenado.

Miré las webs. Nada. Buena señal. Avisé a mimarido, a mis hermanos y a mi madre, y salí hacia elTribunal Supremo.

Eran las 13.10 y como mínimo tardaría veinti-cinco minutos en llegar. Me esperaba un frenéticoviaje en coche en el que los segundos se harían minu-tos y los minutos, horas. Suena el teléfono: Aurora.

—María, yo ya estoy aquí, tu padre ha entrado,¿por dónde vas?

—Por Atocha, aún me queda un rato. Me heretrasado, pero por ahora en la radio no dicen nada.Estoy cambiando continuamente de la SER a laCOPE y nada.

En la COPE hablaban de la operación de ciru-gía estética de María Teresa Fernández de la Vega yen la SER, de algún concierto que había en Madrid.Recuerdo que pensé en lo extraño de la situación: yoconduciendo, hecha un manojo de nervios, cons-ciente de que de un momento a otro se produciríauna de las noticias más importantes de mi vida, y

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desde luego de gran relevancia pública, y los perio-distas, que serían los encargados de darla, ajenos atodo, hablando de cosas que, en ese momento, meparecían triviales.

13.45. Vuelve a sonar el teléfono: Aurora.—¿Dónde estás?—Ya estoy, subiendo por la calle Bárbara de

Braganza, aparco y voy para allá.Casi había llegado. ¿Tendría mi padre ya la sen-

tencia? ¿La estaría leyendo justo en ese instante?En la radio seguían con la programación habi-

tual, ninguna última hora.13.49. Final de la calle Argensola. Un aparca-

miento en la esquina con la calle Génova. Ahí voy aaparcar, pero de repente me para la policía. ¿Cómo?¿Qué pasa ahora? ¿Y toda esta gente? ¡No puedencortarme el paso!

No me lo podía creer, las 13.50 y, justo cuandoya veía un sitio para dejar el coche, pasa ante mí unamanifestación de los empleados de Spanair, que aca-baba de entrar en concurso de acreedores.

Allí estaba, bloqueada por la policía y los mani-festantes por un lado, y por una fila de coches queempezaban a acumularse tras de mí, por el otro.Ahora sí que no llegaba. Sólo podía esperar y comer-me mi rabia, esperar a que la radio o de nuevo el te-léfono me dieran la noticia. Deseaba bajar del coche,

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gritar al mundo lo que me estaba pasando y dejarloallí tirado, salir corriendo para poder estar con mipadre a su salida del Tribunal. Pero no podía ser. Sólome quedaba respirar hondo y esperar.

A las 14.55 el teléfono sonó por última vez. EraAurora.

—María, tu padre ya ha salido del Supremo.Tengo malas noticias.

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