Taizé Pentecostés

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Meditación del hermano Aloís Pentecostés: «¡Que tu soplo de bondad me conduzca!» En muchas regiones del mundo, al llegar la fiesta de Pentecostés la naturaleza se vuelve bella. La primavera estalla, el verano se anuncia ya, el trigo crece y el viento se divierte jugando con las espigas como si fuese él quien las hiciera crecer. En Israel la fiesta de Pentecostés era una fiesta de acción de gracias por los trigales maduros. En muchas de sus parábolas, Jesús habla del Reino de Dios que viene a través de una maduración. Pentecostés marca el tiempo de la cosecha. Pero Pentecostés es también la irrupción de la novedad, de lo inesperado. Lo que ocurrió en el Sinaí fue como una prefiguración que ha encontrado su consumación. Dios da a conocer su voluntad, sin embargo su Ley no está más inscrita en tablas de piedra sino que en los corazones. No es sólo uno, Moisés, que está delante de Dios; el fuego del Espíritu desciende sobre cada uno. Por medio del Espíritu Santo, Dios viene él mismo a habitar en nosotros. Sin intermediarios, él está. Es para hacernos entrar en una relación personal con Dios que el Espíritu Santo no es dado. Si el Espíritu Santo permanece a menudo discreto, como echándose a un lado, es porque no quiere tomar nuestro lugar sino, más bien, fortificar nuestra persona. En lo profundo de nuestro ser, él dice incansablemente el sí de Dios a nuestra existencia. Se formula entonces una oración accesible a cada uno: «¡Que tu soplo de bondad me conduzca!» (Salmo 143, 10) Llevados por ese soplo, podemos avanzar. Al final de su vida, el hermano Roger dirigía, cada vez más, sus oraciones al Espíritu Santo. Él quería llevarnos hacía una confianza en su presencia invisible. Sabía que el combate interior para abandonarse al soplo del Espíritu y creer en el amor de Dios son decisivos en la vida humana. Desde hace ya muchos años, algunos de mis hermanos viven en Corea. Un día en el cual los visitaba fuimos a visitar un monasterio budista en donde recibimos una acogida muy fraterna. Sentí una gran admiración por esos monjes budistas que con valor buscan ser consecuentes con su visión del mundo. Hacen un esfuerzo enorme para descentrarse de ellos mismos y por abrirse a una realidad más grande que ellos, a un absoluto. Han desarrollado una profunda sabiduría, una búsqueda de misericordia que es compartida. Pero ¿cómo pueden hacerlo, me preguntaba, sin creer en un Dios personal? Su compromiso implica una soledad extrema. Nosotros, en tanto que cristianos, creemos que el Espíritu Santo nos habita, en él formamos el cuerpo de Cristo y nos dirigimos a Dios diciéndole «Tú»: es un paso enorme, inimaginable para una gran parte de la humanidad. ¿somos lo suficientemente conscientes? Volví maravillado de la Revelación aportada por Cristo y me dije: ¿ no es acaso urgente, para nosotros cristianos, que mostremos por medio de nuestra vida que el Espíritu Santo está actuando? Comencemos profundizando el misterio de la comunión que nos une. Cuando nos volvemos juntos hacia Cristo, en la oración común, el Espíritu Santo nos reúne en esa única comunión que es la Iglesia y nos concede nacer a una vida nueva.

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Meditación del hermano AloísPentecostés: «¡Que tu soplo de bondad me conduzca!»

En muchas regiones del mundo, al llegar la fiesta de Pentecostés la naturaleza se vuelve bella. La primavera estalla, el verano se anuncia ya, el trigo crece y el viento se divierte jugando con las espigas como si fuese él quien las hiciera crecer. En Israel la fiesta de Pentecostés era una fiesta de acción de gracias por los trigales maduros. En muchas de sus parábolas, Jesús habla del Reino de Dios que viene a través de una maduración. Pentecostés marca el tiempo de la cosecha.

Pero Pentecostés es también la irrupción de la novedad, de lo inesperado. Lo que ocurrió en el Sinaí fue como una prefiguración que ha encontrado su consumación. Dios da a conocer su voluntad, sin embargo su Ley no está más inscrita en tablas de piedra sino que en los corazones. No es sólo uno, Moisés, que está delante de Dios; el fuego del Espíritu desciende sobre cada uno. Por medio del Espíritu Santo, Dios viene él mismo a habitar en nosotros. Sin intermediarios, él está. Es para hacernos entrar en una relación personal con Dios que el Espíritu Santo no es dado.

Si el Espíritu Santo permanece a menudo discreto, como echándose a un lado, es porque no quiere tomar nuestro lugar sino, más bien, fortificar nuestra persona. En lo profundo de nuestro ser, él dice incansablemente el sí de Dios a nuestra existencia. Se formula entonces una oración accesible a cada uno: «¡Que tu soplo de bondad me conduzca!» (Salmo 143, 10) Llevados por ese soplo, podemos avanzar.

Al final de su vida, el hermano Roger dirigía, cada vez más, sus oraciones al Espíritu Santo. Él quería llevarnos hacía una confianza en su presencia invisible. Sabía que el combate interior para abandonarse al soplo del Espíritu y creer en el amor de Dios son decisivos en la vida humana.

Desde hace ya muchos años, algunos de mis hermanos viven en Corea. Un día en el cual los visitaba fuimos a visitar un monasterio budista en donde recibimos una acogida muy fraterna. Sentí una gran admiración por esos monjes budistas que con valor buscan ser consecuentes con su visión del mundo. Hacen un esfuerzo enorme para descentrarse de ellos mismos y por abrirse a una realidad más grande que ellos, a un absoluto. Han desarrollado una profunda sabiduría, una búsqueda de misericordia que es compartida.

Pero ¿cómo pueden hacerlo, me preguntaba, sin creer en un Dios personal? Su compromiso implica una soledad extrema. Nosotros, en tanto que cristianos, creemos que el Espíritu Santo nos habita, en él formamos el cuerpo de Cristo y nos dirigimos a Dios diciéndole «Tú»: es un paso enorme, inimaginable para una gran parte de la humanidad. ¿somos lo suficientemente conscientes?

Volví maravillado de la Revelación aportada por Cristo y me dije: ¿ no es acaso urgente, para nosotros cristianos, que mostremos por medio de nuestra vida que el Espíritu Santo está actuando?

Comencemos profundizando el misterio de la comunión que nos une. Cuando nos volvemos juntos hacia Cristo, en la oración común, el Espíritu Santo nos reúne en esa única comunión que es la Iglesia y nos concede nacer a una vida nueva.

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El primer don del Espíritu Santo es el perdón. Cristo resucitado dice a los suyos: «Recibid el Espíritu Santo. A quien le perdonéis los pecados, les serán perdonados.» (Juan 20, 22-23) La Iglesia es antes que nada una comunión de perdón. Cuando comprendemos que Dios nos da su perdón, nos volvemos capaces de darlo también a los demás. Claro está que nuestras comunidades, nuestras parroquias son siempre pobres y están lejos de nuestros sueños. Pero el Espíritu Santo está continuamente presente en la Iglesia y nos hace avanzar en el camino del perdón.

Si Cristo nos envía a proclamar la Buena Noticia al mundo entero, él nos pide también que discernamos los signos de su presencia allí donde él nos precede. Los primeros cristianos quedaron sorprendidos al descubrir la presencia del Espíritu allí donde no se lo esperaban (ver Hechos 10). Jesús mismo quedó sorprendido por la fe de un soldado romano. (Lucas 7, 1-10) ¿Seremos capaces de dejarnos sorprender por las expectativas espirituales de nuestros contemporáneos?

Dejemos crecer en nuestras vidas los frutos del Espíritu: « Amor, alegría, paz, paciencia, benignidad, bondad, confianza en los demás, mansedumbre y dominio propio. » (Gálatas 5. 22-23). El Espíritu nos pone en marcha hacía los demás y ante todo hacía quienes son más pobres que nosotros. En una solidaridad concreta para con los más despojados, la luz del Espíritu Santo puede inundar nuestra vida.

Sí, el Espíritu Santo está actuando hoy. Él dice sin cesar el amor de Dios en nuestro corazón. Feliz quien no se abandona al miedo, sino al soplo del Espíritu Santo. Éste es también el agua viva, es el Espíritu de paz que puede irrigar nuestro corazón y comunicarse, a través de nosotros, al mundo.