Tanto Amó Dios Al Mundo

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IV DOMINGO DE CUARESMA “TANTO AMÓ DIOS AL MUNDO” (Jn 3, 14-21) El misterio del amor de Dios. Muchas veces me he preguntado acerca del ¿por qué Dios habrá amado tanto a la humanidad? y no he encontrado respuesta fácil ni inmediata. En efecto, es un inmenso misterio que sólo el convencimiento de que la esencia de Dios es ‘el amor’ logra explicarlo. Dentro de este hermoso dinamismo amoroso de ‘Dios Trinidad’ cabe la posibilidad de que el ‘mundo’, incluyendo cosas, seres vivos y humanidad, haya sido objeto privilegiado de ese amor divino. La encarnación de Dios en el Hijo, hasta la cumbre del misterio de su muerte redentora y de su resurrección; el envío del Espíritu Santo, para la iluminación de la mente humana y el ofrecimiento de la fe a los hombres expresan, sorprendentemente, la voluntad de Dios para que el hombre alcance el ‘don’ de la vida eterna. Y todo este misterio se dio sólo por el amor, sin límites, de Dios: “tanto amó Dios al mundo nos revela Juan- que le entregó a su Hijo único”. No a caso, sigue escribiendo el evangelista: “así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna”. En la intención del evangelista esa ‘serpiente’, levantada en el desierto por Moisés para la vida de aquellos que la miraban, no 1

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IV DOMINGO DE CUARESMA

“TANTO AMÓ DIOS AL MUNDO”

(Jn 3, 14-21)

El misterio del amor de Dios.

Muchas veces me he preguntado acerca del ¿por qué Dios habrá amado tanto a la humanidad? y no he encontrado respuesta fácil ni inmediata. En efecto, es un inmenso misterio que sólo el convencimiento de que la esencia de Dios es ‘el amor’ logra explicarlo. Dentro de este hermoso dinamismo amoroso de ‘Dios Trinidad’ cabe la posibilidad de que el ‘mundo’, incluyendo cosas, seres vivos y humanidad, haya sido objeto privilegiado de ese amor divino. La encarnación de Dios en el Hijo, hasta la cumbre del misterio de su muerte redentora y de su resurrección; el envío del Espíritu Santo, para la iluminación de la mente humana y el ofrecimiento de la fe a los hombres expresan, sorprendentemente, la voluntad de Dios para que el hombre alcance el ‘don’ de la vida eterna. Y todo este misterio se dio sólo por el amor, sin límites, de Dios: “tanto amó Dios al mundo –nos revela Juan- que le entregó a su Hijo único”. No a caso, sigue escribiendo el evangelista: “así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna”. En la intención del evangelista esa ‘serpiente’, levantada en el desierto por Moisés para la vida de aquellos que la miraban, no significa otra cosa que la cruz de Jesús. Todos aquellos que la miran y creen en ella, desde luego, serán salvados. Como de la serpiente de bronce brotaba la vida, así también de Jesús, ‘levantado’ en la cruz, resucitado y glorificado, brotará, para todos, la ‘vida eterna’.

En la teología del evangelista Juan el evento de la crucifixión pertenece ya a la exaltación gloriosa de Jesús. Por lo tanto, quien cree en el Hijo no perecerá, sino que será salvo, se verá libre de la muerte y recibirá la ‘vida eterna’. En efecto, “Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo”, o sea, a la humanidad, sino para salvarla. Su proyecto es a favor de los hombres y su voluntad es la de comunicar su propia vida. La condición, para recibirla, es que tengamos fe en Él. Dios no condena a nadie. Más

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bien, es el hombre quien, rechazando la fe en Cristo, se condena a sí mismo: “el que no cree, ya está condenado”.

La fe en Cristo: condición para la vida eterna.

En los pocos versículos del evangelio de hoy, por cierto, la palabra ‘creer’ domina sobre todas: “tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que ‘crea’ en él no perezca” y, sucesivamente: “el que ‘cree’ en Él no será condenado”. Lo que se señala es la función mediadora de Jesús y de la fe puesta en Él. Ésta, en efecto, nos acerca al Padre; nos abre las puertas de la salvación y nos proyecta hacia la vida eterna. A Dios, por cierto, llegamos a través del sacrificio del Hijo y de la fe.

El diálogo nocturno entre Jesús y Nicodemo.

En el evangelio de hoy tenemos un fragmento del diálogo nocturno que sostuvieron Jesús y Nicodemo, el fariseo miembro del Sanedrín y ‘maestro de Israel’. La noche, por cierto, permitía al interlocutor de Jesús no ser visto por sus correligionarios y conversar a solas con él en total tranquilidad. También, significaba el estado psicológico de ‘tinieblas y oscuridad’ de Nicodemo antes de llegar a la fe: un hombre en búsqueda sincera de esa verdad y luz que únicamente el Maestro puede darle. En efecto, Nicodemo se convierte más por el ‘testimonio’ de Jesús que por otras razones.

La soledad y tranquilidad, que Nicodemo busca, no dejan de ser las condiciones físicas que no deberíamos desestimar cada vez que, también nosotros, queramos estar con el Señor, disfrutar de su presencia y escucharlo sin que nada nos fastidie.

Las obras de la luz y las de las tinieblas.

A este punto, no se nos hace complicado entender que, para el evangelista, la vida eterna y el juicio de condenación, por no creer en Jesús, no están reservados para el final de los tiempos, sino que se realizan ya en el presente, a partir de la decisión que se tome frente a Él. El juicio, por cierto, se hace patente por el hecho de que muchos prefieren

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las tinieblas de la perdición a la luz salvadora de Cristo. ¿Por qué será? Nos contesta el mismo evangelista: “porque sus obras eran malas” y, por lo tanto, al llegar la luz, no se acercan a ella, para que sus obras no queden manifiestas. En cambio, “el que obra el bien conforme a la verdad, se acerca a la luz para que se vea que sus obras están hechas según Dios”. La conformidad de las obras a la ‘verdad’, o sea, a la enseñanza de Cristo es, por cierto, el criterio de su bondad moral. Actuar en contra de su enseñanza, por lo contrario, significa caminar en las tinieblas y vivir sin sentido.

También nosotros, haciéndonos contemporáneos de Jesús, deberíamos renovar ‘fe y compromiso’ para convertirnos, definitivamente, en hijos de la luz y protagonistas de obras buenas, obras de amor hacia al prójimo necesitado.

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