Tecnología Espiritual

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UNIVERSIDAD CATÓLICA DE MANIZALES FACULTAD DE EDUCACION LICENCIATURA EN EDUCACIÓN RELIGIOSA SABER DISCIPLINAR UNIDAD DE PRODUCCIÓN DE CONOCIMIENTO VI SEMESTRE TEOLOGÍA ESPIRITUAL

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UNIVERSIDAD CATÓLICA DE MANIZALES

FACULTAD DE EDUCACION

LICENCIATURA EN EDUCACIÓN RELIGIOSA

SABER DISCIPLINAR

UNIDAD DE PRODUCCIÓN DE CONOCIMIENTO

VI SEMESTRE

TEOLOGÍA ESPIRITUAL

UDPROCO Diseñada por:

Pbro. Mario Fernando Calle Herrera

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Características formadoras:

Gracia

Santidad

Consejos evangélicos

Acción en el hombre:

Novedad

Trascendencia

Plenitud

La espiritualidad de un Educador

Constructor de una verdadera

Iglesia

Constructor de un mundo nuevo

ESTRUCTURA CONCEPTUAL

PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO:

TEOLOGÍA ESPIRITUALEl dinamismo de la vida sobrenatural

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¿Cómo dar cabida en la formación de personas humanas, a la renovación de la fe

por medio de la vivencia de una espiritualidad capaz de permitir en el individuo su

configuración como ser en búsqueda de la perfección desde Cristo y hacia Cristo?

PLANTEAMIENTO:

La convicción del gran valor que tiene la espiritualidad para el hombre de hoy debe

ser la motivación del estudio de este complemento de su formación. El servicio

que presta la espiritualidad está lejos de ser enmarcado por las imposiciones o los

comportamientos sociológicos. La antropología contemporánea pide por sí misma

un adiestramiento en el planteamiento de preguntas y respuestas sobre el deseo

mismo del hombre de ser feliz, de ser perfecto, de ser santo.

La Espiritualidad Cristiana siempre se ha mantenido en búsqueda del diálogo

entre la cultura y la ciencia, entre el comportamiento social y las formas de

pensamiento actuales del mundo. Es necesario tener en cuenta que en este

diálogo una Teología Espiritual no puede estar sujeta solo a datos experimentales

dejando de lado la doctrina teológica pues se convertiría en un fideísmo existencial

subordinado a modas cambiantes o a subjetivismos arbitrarios. Es necesario

presentar la búsqueda de la perfección cristiana como un camino con principios

doctrinales que la haga sólida en su formulación y que integre el ontologismo de

las ideas con el psicologismo de la experiencia.

Para eso la teología espiritual que se pretende presentar en este módulo debe ser

asumida como un don para la Iglesia y para la sociedad, conformada por seres

humanos que quieren dar sentido a su vida desde el reconocimiento de un valor

superior que llamamos espíritu y que los impulsa a vivir en gracia, en

trascendencia, en libertad, en perfección para que con una vida interior

enriquecida por la Sagrada Escritura, el Magisterio de la Iglesia, la experiencia de

las diferentes formas de espiritualidad a lo largo de la historia de la Iglesia, la

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vivencia de los Consejos Evangélicos y la doctrina eclesial, se identifique como un

ser abierto a la experiencia trascendente como una forma de expresar de manera

más clara la intuición divina inscrita en su ser creatural.

Para garantizar la sublimidad y pertinencia de esta unidad de producción de

conocimiento es necesario tomar conciencia y reflexionar en profundidad sobre el

hecho de que toda teología tiene una base y unas consecuencias de praxis

espiritual y de que por tanto no se puede dar una separación entre la reflexión

teológica y la praxis espiritual.

LOGROS:

Profundizo en las exigenciasde la vida cristiana, para responder

auténticamente desde una sana espiritualidad a los compromisos

adquiridos con la fe y así proyectarlos con acciones transformadoras.

Reconozco en mi ser creatural mi relación con Dios y la impronta espiritual

que me proporciona una vida nueva traducida en obras de fe y justicia.

Identifico lo específico de la espiritualidad cristiana en una actitud de

diálogo con el mundo y las otras espiritualidades.

Adquiero los conocimientos y destrezas que me ayudan a fomentar una

actitud de discernimiento espiritual ante los signos de los tiempos.

Integro la experiencia de la praxis espiritual de la Historia de la Iglesia y la

confronto con otras formas de espiritualidad en el mundo, de tal manera

que reconozca criterios suficientes para entablar un diálogo inteligente con

el mundo.

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SABERES PREVIOS:

Defina y relacione con sus propias palabras los siguientes conceptos:

Espiritualidad – Interioridad – Gracia.

Justificación – Libertad

Trascendencia – Perfección – Plenitud

Salvación – Santidad.

Elabore un escrito que responda a la pregunta ¿Hay cabida para la

espiritualidad hoy? Puede utilizar los elementos anteriormente definidos.

Descubra desde la sagrada escritura algunas referencias a la santidad:

busque y lea cada una de las siguientes citas bíblicas: Sal 98,3; Lev 11,44;

19,2; 20,26; 21,8; Is 40,25; Jn 17,11; Lc 4,34; 1,35; 3,22; 10,21; Rom 1,7;

15,25; Flp 1,1; Col 3,12; 1Cor 1,30; 6,11; 1Tes 4,3; 5,23; 1Pe 2,9. Al final

resuma el contenido de las citas en un párrafo de 10 líneas.

¿qué conoce usted acerca de las relaciones entre antropología y

espiritualidad?

Desde su punto de vista ¿cuáles podrían ser las características de una

espiritualidad cristiana?

Cuáles son y en qué consisten las características del ideal cristiano?

Consulte los siguientes términos: ascesis, mística, afectividad espiritual,

filantropía, prolepsis.

ABORDAJE TEÓRICO:

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Lectura de Apoyo No 1:

http://www.mscperu.org/espirit/obras_espir/sintesis_espiritual/sint_espiritual02.htm

Es importante que inicie su acercamiento a la Teología espiritual definiendo los

elementos que deben ser tenidos en cuenta para una visión concreta de los

contenidos y el desarrollo de los planteamientos

Son elementos comunes para una definición de la Teología espiritual:

l carácter Teológico: cuando la teología espiritual estudia la experiencia

cristiana no lo hace al margen de la teología sino en cuanto que es teología y

con la garantía de que lo es.

El objetivo de la Teología Espiritual es la vida cristiana

No puede concebirse la teología espiritual si no se aborda el+ proceso

dinamizador del vivir en Cristo.

La santidad como elemento esencial de la vida en Cristo.

Persona e historia como sujeto y lugar en el que se hace la experiencia viva.

Podríamos definir entonces la teología espiritual como la experiencia espiritual

de la Iglesia y de la persona humana que bajo la acción del Espíritu Santo

ofrece en la historia una llamada a vivir la vida en Cristo en plenitud.

El estudio de los caminos del Espíritu, al paso de los siglos, ha recibido nombres diversos: mística, ascética, teología ascético-mística, teología de la perfección cristiana. Actualmente se habla sobre todo de Espiritualidad y de Teología Espiritual.Místicaes palabra de origen griego, cuya etimología sugiere lo misterioso, secreto, arcano. Ya en el s. V-VI el Pseudo-Dionisio habla de TheologiaMystica. En el XVI, San Juan de la Cruz entiende la teología mística como una sabiduría secreta, infundida en el alma por el Espíritu, a oscuras del entendimiento y de las otras potencias naturales (IINoche 17,2).Ascéticaes también palabra griega, que significa el esfuerzo metódico para adiestrarse física o espiritualmente (+1Cor 9,24-27; Flp 3,14; 2 Tim 4,7).

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Teología espirituales el término empleado por el concilio Vaticano II (SC 16) y hoy más usado en documentos eclesiásticos y escritos teológicos.NaturalezaRecordemos en primer lugar que la teología es una, es decir, es una ciencia, y como tal tiene una unidad formal (STh II-II,1,1). Al lado de la cristología, el estudio de la gracia, la eclesiología y los demás tratados dogmáticos o morales, la teología espiritual es una parte más del árbol único de la teología.Podemos definir, pues, la teología espiritual como una parte de la teología, que estudia el dinamismo de la vida sobrenatural cristiana, con especial atención a su desarrollo perfectivo y a sus connotaciones psicológicas y metodológicas.Al estudiar en teología, por ejemplo, la oración, la dogmática estudiará su posibilidad y naturaleza, la moral su conveniencia y necesidad, pero será la teología espiritual la que considere y describa la dinámica perfectiva de la oración cristiana, las fases típicas de su desarrollo, las connotaciones psicológicas de la misma, y los métodos para ejercitarse en ella.Según esto, la teología espiritual se deduce no solo de los principios doctrinales -Biblia, magisterio, teología especulativa-, sino también de los datos experimentales atesorados por las generaciones cristianas, y muy especialmente por los santos -hagiografía-. En efecto, los santos de Cristo son testigos sumamente fidedignos del verdadero «camino del Señor» (Hch 18,25), y nos indican por dónde va y cómo hay que andarlo. Si queremos, pues, conocer cómo obra normalmente el Espíritu Santo en los cristianos, estudiemos con atención las vidas y escritos de los santos, pues ellos fueron hombres perfectamente dóciles a la acción divina de la gracia.Digámoslo de otro modo: espiritualidad cristiana verdadera es aquella que en la práctica hace santos a quienes la siguen.Camino cierto de perfección cristiana es aquel que de hecho conduce a ser perfecto como el Padre celestial es perfecto. Por el contrario, son falsas aquellas espiritualidades que no conducen a la perfecta santidad, sino que producen confusión, dudas, cansancio, amargura, egoísmo, infecundidad apostólica. «Todo árbol bueno da buenos frutos, y todo árbol malo da frutos malos. Por los frutos, pues, los conoceréis» (Mt 7,17.20).Ahora bien, ¿en la teología espiritual deben prevalecer los principios doctrinales o los datos experimentales? Ciertamente, si la doctrina es verdadera y la experiencia espiritual genuina, no podrá haber contradicción alguna. En todo caso, la espiritualidad siempre debe considerar juntamente doctrina teológica y vivencia cristiana. Si la

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teología espiritual optara por la experiencia, dejando un tanto de lado la doctrina teológica, quedaría reducida a un fideísmo experiencial sujeto a las modas cambiantes y a los subjetivismos arbitrarios, es decir, quedaría sujeta al error. La verdadera espiritualidad cristiana cuida bien de integrar el ontologismo de las ideas con el psicologismo de la experiencia, y concede siempre el primado a los principios doctrinales.Así procedieron los grandes maestros espirituales, como Santa Teresa de Jesús; ella en las cosas espirituales daba a la experiencia una gran importancia: «No diré cosa que no la haya experimentado mucho» (Vida 18,7 +Camino, prólogo 3). Pero ella valoraba también mucho el saber teológico, y no acababa de dar crédito a la experiencia -aunque fuera la suya propia-, en tanto no se viera autorizada por la doctrina. «No hacía cosa que no fuese con parecer de letrados» (Vida 36,5). Y decía: «Es gran cosa letras, porque éstas nos enseñan a los que poco sabemos y nos dan luz, y allegados a verdades de la Sagrada Escritura hacemos lo que debemos; de devociones a bobas líbrenos Dios» (13,16).Ciencia difícil, ignorada y preciosaLa teología espiritual es difícil por varias razones:1ª, por la multiplicidad de sus fuentes naturales -psicología, pedagogía, etc.- y sobrenaturales -Escritura, magisterio, dogmática, moral, liturgia, hagiografía, etc.-.2ª, por la delicadeza inefable de su objeto: la acción del Espíritu sobre el hombre.3ª, porque la santidad personal del teólogo influye mucho en la calidad de la teología espiritual elaborada. Es difícil en estos temas llegar al conocimiento de cosas espirituales que no se han experimentado, aunque solo sea inicialmente. Solo el que obra el bien viene a la luz; el que obra el mal la huye (Jn 3,20-21). En esta parte de la teología, aún más que en otras, son los limpios de corazón los que logran ver a Dios (Mt 5,8).4ª, por la particular dificultad que hay en expresar con palabras humanas y lenguaje natural las obras del Espíritu divino. Santa Teresa advierte que, a veces, «consiste en la experiencia el saberlo decir» (Camino Perf. 8,1); pero no siempre basta la experiencia de los caminos del Espíritu para saber describirlos. Esto en ocasiones no es posible sin una gracia especial de Dios, que ni siquiera todos los santos han recibido, como es obvio (18,7).Por todo ello, la verdadera espiritualidad cristiana es frecuentemente ignorada.Ciencia y experiencia dan conocimiento, y cuando de los caminos del Espíritu no se tiene ciencia ni se tiene experiencia -

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supuesto no infrecuente-, se padece ignorancia. Ciencia y experiencia en esto -como en todo- no pueden ser suplidas por el empeño de actitudes meramente voluntaristas. El que aspira a transfigurarse con Cristo en la cima del monte de la perfección evangélica, para llegar allá arriba necesita procurarse buenos planos -doctrina verdadera- y guías experimentados -maestros espirituales-. Sin plano y sin guía, no llegará a la cima, o llegará pero más tarde, con más rodeos, con más esfuerzos de los verdaderamente necesarios.((En esto de la ignorancia de la verdadera espiritualidad evangélica hay varios errores y peligros que conviene señalar abiertamente:-La ignorancia en temas de ascética y mística con frecuencia no se reconoce. Laicos y sacerdotes, llegado el caso, reconocen sin dificultad que no conocen bien la exégesis bíblica, o ciertas cuestiones dogmáticas, morales, históricas, litúrgicas o canónicas. Y consultan a los libros o a los expertos. Sin embargo, cuando surge una cuestión de espiritualidad la mayoría suele confiar en su propio criterio, como si siempre tuviera acerca de ella ciencia o experiencia, lo que muchas veces no es cierto. Se suele dar por supuesto que la conciencia está siempre bien formada, y sabe muy bien discernir lo bueno y lo malo. Los que siendo ignorantes mantienen tal convicción atribuyen normalmente sus males y flaquezas a la voluntad, sin sospechar que muchas veces obran mal porque están ignorantes o errados. Hay en esto sin duda un desprecio del conocimiento. Ignoran que la santidad es en su principio una metanoia, una transformación de la mente. Por eso no ponen ningún empeño en estudiar los buenos libros o consultar buenos guías espirituales. Prefieren no detenerse a pensar, y seguir, aunque sea malamente, caminando hacia adelante. Pero ¿van adelante?... Estos son los que corren «como a la ventura» y luchan «como quien azota el aire» (1Cor 9,26).-La doctrina falsa o mediocre es frecuente en temas espirituales, probablemente más que en otros campos de la teología. Ya hemos dicho que, por varias razones, es ésta una ciencia difícil. Y no es fácil hacer bien lo que es difícil. Basta repasar una biblioteca de espiritualidad para comprobar cómo, en todas las épocas, la calidad se ha visto muchas veces cubierta por la cantidad mediocre. Los caminos anchos, andados por muchos, se recomiendan más que aquellos estrechos que llevan a la perfección: éstos son conocidos por pocos, y caminados por menos (Mt 7,13-14). No es raro en temas de espiritualidad un subjetivismo arbitrario, que no se interesa por la Revelación, el magisterio, la teología o la enseñanza de los santos. Tratando, por ejemplo, de oración, uno dirá: «Para mí toda actividad buena es oración». Otro dirá: «Para mí la verdadera

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oración es aquietar perfectamente el cuerpo y dejar la mente en total vacío». Otro dirá... lo que sea. En todo caso, unos y otros coinciden en que no estudian seriamente la doctrina ni consultan a los que saben. Se contentan con seguir sus propios gustos y opiniones: «no soportan la doctrina sana; sino que, según sus caprichos, se rodean de maestros que les halagan el oído» (2 Tim 4,3).

-No abundan los buenos guías espirituales. El maestro que da unas enseñanzas verdaderas, pero muy generales, ayuda poco al que busca la perfección. Pero el peligro mayor está en los guías ignorantes o malos. «Si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo» (Mt 15,14). San Juan de la Cruz recomienda mucho «mirar en qué manos se pone, porque cual fuere el maestro, tal será el discípulo» (Llama 3,30-31). Y Santa Teresa confiesa que «siempre fui amiga de letras, aunque gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados, porque no los tenía de tan buenas letras como yo quisiera. He visto por experiencia que es mejor -si son virtuosos y de santas costumbres- que no tengan ningunas, porque ni ellos se fían de sí mismos, sin preguntar a quien las tenga buenas, ni yo me fiara de ellos; buen letrado nunca me engañó» (Vida 5,3).))

Espiritualidad y espiritualidadesLa Espiritualidad estudia cómo el Espíritu Santo actúa normalmente sobre los cristianos. Ahora bien, así como en todos ellos hay algo común -la naturaleza- y hay ciertas variedades -diferencias de sexo, temperamento, educación, época, etc.-, así podemos distinguir en la acción del Espíritu divino que reciben los cristianos una espiritualidad común y varias espiritualidades peculiares.

1.-La espiritualidad cristianaes una sola si consideramos su substbancia, la santidad, la participación en la vida divina trinitaria, así como los medios fundamentales para crecer en ella: oración, liturgia, abnegación, ejercicio de las virtudes todas bajo el imperio de la caridad. En este sentido, como dice el concilio Vaticano II, «una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios» (LG 41a). «Todos los fieles, de cualquier estado y condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (40b). Y en el cielo, una misma será la santidad de todos los bienaventurados, aunque habrá grados diversos.2.-Las modalidades de la santidad son múltiples, y por tanto las espiritualidades diversas. Podemos distinguir espiritualidades de

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época -primitiva, patrística, medieval, etc.-, de estados de vida -laical, sacerdotal, religiosa; es la diversidad que tiene más importante fundamento-, según las dedicaciones principales -contemplativa, misionera, familiar, asistencial, etc.-,o según características de escuela -benedictina, franciscana, ignaciana, etc.-La infinita riqueza del Creador se manifiesta en la variedad inmensa de criaturas: no diez o cien, sino miles y miles de especies de plantas, de animales, de peces... También las infinitas riquezas del Redentor se expresan en esas innumerables modalidades de vida evangélica. El cristiano, sin una espiritualidad concreta, podría encontrarse dentro del ámbito inmenso de la espiritualidad católica como a la intemperie. Cuando por don de Dios encuentra una espiritualidad que le es adecuada, halla una casa espiritual donde vivir, halla un camino por el que andar con más facilidad, seguridad y rapidez, halla en fin la compañía estimulante de aquellos hermanos que han sido llamados por Dios a esa misma casa y a ese mismo camino.3.-Hoy se da en la Iglesia un doble movimiento: por un lado, una tendencia unitaria hace converger las diversas espiritualidades en sus fuentes comunes, Biblia, liturgia, grandes maestros. Por otra, una tendencia diversificadoraacentúa los caracteres peculiares de la espiritualidad propia a los distintos estados de vida, o a tales movimientos y asociaciones. La primera ha logrado aproximar espiritualidades antes quizá demasiado distantes, centrándolas en lo central. La segunda ha estimulado el carisma propio de cada vocación, evitando mimetismos inconvenientes.((Ciertos radicalismos deben ser indicados en este punto:-Un exceso unificadorlleva en ocasiones a difuminar las espiritualidades particulares, ignorando los diversos carismas, rompiendo tradiciones valiosas, desvirtuando la fisonomía propia de las diversas familias, regiones, escuelas. Así se llega a una espiritualidad única para adolescentes, cartujos, madres de familia, párrocos o jesuitas. Es un empobrecimiento.

-Un exceso diversificador radicaliza hasta la caricatura los perfiles peculiares de una espiritualidad concreta; se apega demasiado a sus propios métodos, en lenguaje, modos y maneras; absolutiza lo accidental y relativiza quizá lo absoluto; pierde armonia evangélica y plenitud de valores. Así se produce un ambiente espiritual cerrado, aislado, con terminología propia, que para unos es muy gratificante, y para otros asfixiante. En tal ambiente, las eventuales iniciativas del Espíritu, si no se ajustan al modelo vigente en esa espiritualidad altamente diversificada y concretada, quedarán silenciosamente sofocadas. Y los

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integrantes de círculo tan cerrado y peculiar se mostrarán incapaces de colaborar con otros fieles o grupos cristianos, pues éstos son extraños al movimiento, grupo o institución. Es un empobrecimiento)).

1. 4.-Solo es universal la Espiritualidad de la Iglesia, que tiene en la sagrada liturgia su principal escuela, abierta a todos los cristianos. Todas las demás espiritualidades acentúan más ciertos valores cristianos y menos otros: una es metódica y reglamentada, otra tiene pocas reglas; una insiste en la oración litúrgica, otra usa más las devociones populares...

2. San Juan de la Cruz: «A cada uno lleva Dios por diferentes caminos; que apenas se hallará un espíritu que en la mitad del modo que lleva convenga con el modo de otro» (Llama 3,59).

3. Ninguna espiritualidad o devoción concreta puede presentarse como necesaria para todos los cristianos. Únicamente la Espiritualidad de la Iglesia Católica, y su principal exponente, la liturgia, puede y debe requerir el consenso de todos los fieles católicos.

4. 5.-La Teología Espiritual sistemática estudia la espiritualidad cristiana común, y ofrece su luz a todos los cristianos, sea cual fuere su condición o carisma propio. Es el intento de este libro, que, con las limitaciones inevitables, pretende exponer la espiritualidad cristiana universal, esto es, la espiritualidad católica.

Lectura de Apoyo No 2:

http://www.mercaba.org/FICHAS/Teologia/ser_hombre_espiritual.htm

Después de justificar los contenidos con lo leído, es necesario interrogarse acerca

de la posibilidad de una espiritualidad hoy buscando sintonizar con las personas

que dudan si existe la pertinencia de este tratado. Aunque la Teología Espiritual

tenga sentido entre los teólogos es necesario conectarla con la postura del

hombre moderno. Esta duda tiene un doble efecto en la persona: la incapacita

para valorar las manifestaciones de espiritualidad que se dan en su entorno y

paraliza a la persona en su respuesta religioso-espiritual. Solo serán posibles el

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cultivo espiritual en uno mismo y la oferta de espiritualidad a los demás cuando

uno llegue a clarificar el sentido de la espiritualidad y a valorarla.

Es necesario partir del conocimiento de lo que la gente supone en forma favorable

o desfavorable acerca de la espiritualidad para señalar las condiciones y las

características de un nuevo planteamiento. La búsqueda actual de la espiritualidad

supone entrar en contacto con la espiritualidad de los nuevos movimientos

eclesiales: movimientos de espiritualidad y de apostolado familiar, el scoultismo

católico, el movimiento “oasis”, los focolares, la renovación carismática, el señorío

de Jesús, las comunidades eclesiales de base, las comunidades de nueva

evangelización, los movimientos misioneros, los cursillos de cristiandad, las

comunidades neocatecumenales, el Opus Dei, Los encuentros de Taizè, las

nuevas fraternidades, nuevo eremitismo, comunión y liberación, comunidad “El

Arca”, comunidad María Mediadora, la Teología de la Liberación, etc.

Aparte, el influjo espiritual de Oriente en Occidente es otro dato a tener en cuenta

para comprender las posturas que entre nosotros se adoptan para la

espiritualidad: los libros de Anthony de Mello las sesiones zen de meditación

trascendental, etc. Otras formas de búsqueda espiritual se manifiestan en el

aumento de publicaciones sobre el tema religioso, se multiplican las iniciativas de

búsqueda o fomento de espiritualidad, cursos de formación permanente en

espiritualidad, seminarios congresos, etc.

Junto a esta búsqueda se podrían ennumerar también algunos reparos a la

vivencia de la espiritualidad: Ambigüedad del término, por su contenido demasiado

religioso, temor a la manipulación desde la espiritualidad, ha perdido credibilidad,

se desconfía de la espiritualidad como creadora de unidad de la persona. Se

acusa a los espirituales de narcisismo individual y comunitario, tiene el peligro de

ideologizarse, se teme a la privatización de la espiritualidad, partidismos, etc.

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La lectura “Ser hombre espiritual hoy”, debe enfocarse en la línea de la visión

antropológica de la interioridad, la trascendencia y la alteridad para que se llegue

así a un planteamiento de la espiritualidad integradora de la persona,como una

experiencia personal de la fe, vivida en el Espíritu, que se desarrolla contando con

la vida y con el mundo, gratificante y gozosa, de diálogo y al mismo tiempo bien

definida, realista fraterna y apostólica, eclesial, profundamente afectiva, que

entrañe la relación con Dios trino y finalmente una espiritualidad pascual que

afronte la cruz.

Ser hombre espiritual, hoy

ArmidoRizzi

El Espíritu sopla donde quiere y como quiere. Su versatilidad no está ligada a modos ni a modas culturales, ni está determinada en definitiva por las vicisitudes que marcan y arrugan el rostro público de la historia.

Pero nuestra responsabilidad con el Espíritu no puede sustraerse de la observación de esos signos, de la atención a esas indicaciones que nos transmite la historia de los hombres entre los que se nos ha dado vivir. El hombre espiritual no sabe con certeza dónde lo agarrará el Espíritu ni adónde lo llevará; pero tiene que intentar saber dónde esperarlo, dónde espiar su paso dentro del hoy de la convivencia humana. En este sentido se puede hablar de un «hombre espiritual, hoy». Señalando las tareas que nos aguardan, podremos delimitar los lugares donde esperar al Espíritu; trazando el mapa de nuestras indigencias y de nuestras preocupaciones, podremos señalar la geografia de la invocación y de la disponibilidad a su acción. Ven¡,paterpauperum! Añadamos que, dada la profunda diversidad de las configuraciones culturales más importantes del presente, tendremos que limitar nuestra reflexión al hombre occidental. Se trata de una opción y por tanto de una limitación; pero si pecamos en ello, estamos también convencidos de que será una vez más por exceso, por demasiada ambición.

Con esto ya hemos dicho que el carácter de las páginas siguientes, más que descriptivo, ha de ser proyectivo y propositivo. No pretendemos narrar cuáles son los fenómenos y movimientos que se presentan en la actualidad como manifestaciones del Espíritu, sino más bien indicar en

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qué dirección hemos de comprometernos para solicitar su presencia y sus frutos.

Procederemos por etapas. Describiremos en primer lugar la situación cultural del presente como situación de «crisis» radical. Indicaremos luego unos cuantos tipos de respuesta que se proponen como antídoto contra la crisis en nombre de la fe. Y en tercer lugar, sobre este doble trasfondo -la crisis y las respuestas- dibujaremos los que nos parecen que son los rasgos más destacados de una experiencia espiritual de hoy para el hombre occidental.

 

1. La situación del ser occidental contemporáneo:      la crisis y su significado

Es casi un lugar común de los historiógrafos de los últimos decenios afirmar que, si los años 60 marcaron para las naciones de occidente la cima más alta del desarrollo (económico y, por consiguiente, social y cultural), los años 70 han estado caracterizados por la aparición de las crisis. Crisis energética, de la que el símbolo más elocuente y directamente experimentablees la reducción de la producción de petróleo, pero que también tiene mucho que ver con gran parte de la reducción de materias primas, según un calificado pronóstico a medio plazo (unos pocos decenios); como efecto casi inmediato, la crisis económica, debida al descenso consiguiente en la producción, sobre todo en sectores que hasta ahora iban prosperando, como el del automóvil; la crisis ambiental y ecológica, con el descubrimiento de los daños que la aplicación de las tecnologías avanzadas iban causando en la trama natural, desde la vida vegetal hasta el propio organismo humano. Era toda la perspectiva de una civilización la que empezaba a cuestionarse; de esa civilización que parecía crecer y progresar con promesas ilimitadas sobre el trinomio ciencia-técnica-capital.

Pero en el transcurso de unos pocos años también se ha visto arrastrada por los acontecimientos otra perspectiva de civilización, que parecía haber conquistado rápidamente terreno como esperanza alternativa, como modelo antitético a la sociedad tecnológica y capitalista: la utopía del comunismo de inspiración marxista. Las derrotas externas y sobre todo la aparición de desgarradoras contradicciones internas obligaban con la misma rapidez y a menudo despiadadamente a arriar esta bandera, prolongando la lista de las crisis con una más, la «crisis del marxismo», y dejando en barbecho el terreno de las esperanzas, sobre todo de las esperanzas juveniles.

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Pero ¿por qué iba a seguir en barbecho ese terreno? Un acontecimiento de importancia mundial como el concilio Vaticano II ¿no había roturado recientemente ese campo sembrando en él con profusión las semillas de una renovación? Pues bien, todo el agua que ha ido pasando bajo los puentes de la historia desde que acabó el concilio atestigua precisamente que esta propuesta de renovación se ha convertido sólo en muy pequeña parte en patrimonio y en matriz de la conciencia común. Si es cierto que tuvo un efecto clamoroso, lo ha sido en lo que se refiere al mundo religioso y cultural de la catolicidad; en otras palabras, también ha sido éste un efecto de crisis, que ha afectado a modelos y a esquemas pluriseculares; un efecto que ha venido a sumarse -y no casualmente- a los ya señalados; lo que realmente hermana a los tres fenómenos considerados -crisis del capitalismo, del marxismo, del catolicismo- ha sido su procedencia desde dentro, la aparición de dificultades que estuvieron anidando largo tiempo en oculto, la explosión de problemas que estaban sin resolver, de tensiones que no se habían aplacado, de divisiones que no acababan de recomponerse.

La crisis viene desde dentro. Y afecta a algo de lo que el catolicismo, la sociedad capitalista y el marxismo son tan sólo elementos, momentos recíprocamente conflictivos pero también solidarios. Es difícil «decir» -o sea, hacer pasar de la intuición tumultuosa y sobrecargada de sentido a la formulación precisa y bien articulada- cuál es el sujeto lógico y real de esta crisis; pero la frecuencia y el énfasis con que se habla de ella en los últimos años no puede liquidarse como si se tratase de una costumbre retórica ni atribuirse por entero a la industria cultural. Se habla de crisis de los Valores, de los Fundamentos, del Sentido, del Sujeto, de la Razón, de la Civilización..., en donde lo que más sale perdiendo es la mayúscula inicial, signo de carácter absoluto, es decir, de transcendencia y de unicidad, más aún que las variantes y que la misma analogía de contenido de cada una de las voces. De manera que, aunque se especifica que la Civilización en cuestión es solamente una civilización particular (llamada «cristiana» o «platónico-cristiana» o, con una expresión más restringida, «cristiano-burguesa»), esa precisión no elimina el dato fundamental de que esa es la civilización del occidente, por lo que su crisis es para nosotros una crisis axiológica general.

Pero no basta esto. El carácter absoluto de la civilización occidental no pertenece sólo al orden de lo vivido, en el que toda colectividad siente y vive como absoluto el sistema de valores sobre el que se basa. Quizás por primera vez en la historia del hombre se ha tratado de una civilización que se ha tematizado a sí misma como la portadora por excelencia de los valores, oponiéndose a las demás como lo verdadero a lo falso o, al menos, como lo perfecto a lo imperfecto. Se trata, pues, de una civilización mono-teísta, es decir, que excluye la pluralidad de los

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principios no sólo dentro de sí, sino también fuera, reduciendo la totalidad de lo real a un principio único, que identifica con el suyo. La «civilización cristiana», que es ahora objeto de crisis, es por tanto la visión global y unitaria de la naturaleza, de la sociedad, del individuo, centrada en torno al eje del Dios único. Es visión al mismo tiempo especulativa (sistema de pensamiento) y ético-normativa (sistema de valores), que tiene en la religión (sistema simbólico-cultural) su horizonte envolvente. De este universo al propio tiempo real, lógico y ético (ens, verum el bonumconvertuntur) Dios es la garantía, en la doble acepción del que ofrece una seguridad y del que exige la garantía en nombre de todos.

Según la primera acepción, Dios es el que da un sentido al mundo, el que con su presencia creadora y providencial hace del mundo la patria del hombre, en donde éste se siente amparado, llevado por una fuerza amorosa y misteriosa, y no lanzado a merced de sí mismo y de las vicisitudes alternas de la suerte. Habitación del hombre, el mundo es además el libro en donde él lee la fidelidad de Dios, o con la admiración llena de asombro de sus fenómenos o a través del estudio meditativo de sus leyes. Pero Dios es también el que pide garantías para que la trama de las relaciones interhumanas corresponda a la estructura ordenada del cosmos, que él ha puesto y gobernado. Las leyes de la naturaleza encuentran así su correspondencia en las leyes de la conducta individual y social; allí estructuran el ser, aquí dirigen el deber-ser, apuntando a la realización de un orden individual y social que refleje el orden natural. El orden dice armonía, unidad hecha variedad, en donde cada uno tiene su función y su lugar; y dice jerarquía, porque una variedad sin nexos en subordinación engendra caos y pérdida de unidad. Bajo la mirada vigilante del mismo Dios creador-providente y legislador-juez, el hombre contempla la unidad del mundo y edifica la unidad dentro de sí, en la ordenada gestión de sus propias facultades y recursos, y alrededor de sí, en la relación del bien intersubjetivo.

Esta imagen que acabamos de reproponer en forma sumaria y simplificada atraviesa toda la historia de occidente, con momentos de gloria y momentos de peligro, pero con una continuidad substancial que resiste incluso en contra de sus aparentes o parciales negaciones y por debajo de ellas. Su apoteosis efectiva es la edad media y su cima especulativa solitaria es Hegel; en medio, todo un camino de montaje y desmontaje de alguna que otra pieza, de deconstrucción y recomposición de alguna que otra parte que no acaba de funcionar debidamente. El propio marxismo, en su inspiración utópica, se mueve dentro de esta lógica de la vocación fundamental del mundo a la unidad; lo que pasa es que, en vez de considerar esa unidad como yadada en sus estructuras, la concibe como futura, como el resultado de toda la evolución histórica vecina ya a su desenlace final; y en vez de considerar como factor suyo al

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Dios transcendente, ve su motor en la figura prometeica (transcendente-inmanente) del género humano auto-productor.

Esta unidad de sentido del mundo, reflejada en una unidad de pensamiento y fundamento de una unidad de conducta, es la que constituye el objeto global de la crisis. Entonces, es evidente que esa crisis no ha explotado de pronto. Hace ya más de un siglo que se anunciaba.

Su lejano profeta fue Nietzsche. El éxito del que desde hace unos veinte años está gozando la obra de Nietzsche, liberada de lecturas instrumentales, se debe a la extraordinaria sintonía entre el lector de hoy que vive la crisis y las páginas del filósofo que la anunció. «Dios ha muerto»: es al mismo tiempo grito de angustia y de liberación; expresa a la par la pesadilla de un universo vacío que ha dejado de ser «mundo», un cosmos unitario y familiar, y el gozo de poder construir otros «mundos», en la libre expresión de la fantasía y del juego. Son las dos caras del «nihilismo»; el derrumbamiento de los valores sobre los que ha crecido la tradición occidental es la parsdestruensde un nuevo situarse frente a las cosas, que renuncia a componerlas en una unidad de sentido, pero que las acepta en la variedad caleidoscópica de sus apariencias, o mejor dicho, de su aparecer y desaparecer. El pensamiento nihilista es «un cierto tipo de discurso empeñado en dudar de la absoluta necesidad del texto establecido en el mundo, en desacreditar la justificación de lo que existe, en encontrarse fallos en el tejido de la realidad, en llevar hasta su más alto grado las contradicciones de la llamada sabiduría, en desaprender lo que se consideraba como lo mejor que se había aprendido» 7, a fin de reaprender una sabiduría más elemental y antigua, la que conocían los primeros griegos y el Qohelet: la sabiduría del carpe diem, del cuerpo que vive sin perspectivas de infinito, que sabe convivir con lo contingente y lo provisional, con lo infundado y con lo mortal.

Pero si Nietzsche anticipó el movimiento de la crisis, ha sido sobre todo Heidegger (el «segundo Heidegger») el que ha captado el proceso en acto y el que ha señalado su raíz. Lo positivo que, según Heidegger, provoca la crisis de la civilización occidental es la «voluntad de poder» que, anidando ya entre los pliegues de esta civilización, alcanza su plenitud virulenta en la tecnología contemporánea. En efecto, ¿cuál es la esencia de la tecnología sino el dominio integral del hombre sobre las cosas, reducidas a puros datos y materiales de su acción? Este dominio lo ha hecho posible la ciencia, esto es, aquella forma del saber que, apartando todo tipo de consideraciones cualitativas y axiológicas, sustituye el sistema cósmico de la realidad por un sistema puramente formal de nexos lógicos, que permite precisamente la intervención activa del sujeto operador.

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La verdad de las profecías de estos y de otros filósofos no sólo coincide claramente con la coyuntura apocalíptica que ha determinado la carrera de armas nucleares y la extensión del hambre en el mundo, sino que tiene una actuación capilar en el apocalipsis diario de la cultura: desde la cancelación progresiva de las huellas de sentido todavía presentes en los modelos tradicionales de comportamiento hasta la difusión de modelos sustitutivos inducidos por la impalpable violencia de los medios de comunicación social; desde la pérdida de identidad individual hasta los síntomas tan frecuentes de ingobernabilidad social.

Debemos sin embargo evitar dos errores. El primero es el de dar al término «crisis» una acepción primordialmente psicológica, que incluye el desgarramiento y el sufrimiento de la conciencia. El malestar que produce es más bien ontológico-social, es la subversión del sistema cultural, que encuentra un reflejo y un eco experiencial en el sufrimiento psíquico, cuando se da. Que realmente está repercutiendo este eco nos lo dice la difusión de fenómenos como la droga, el aumento de suicidios, el recurso a las técnicas psicoterapéuticas, etc.; pero se trata de un eco inferior a la crisis, ya que ésta lo abarca como el todo a sus partes. Una pareja que rompe su matrimonio después de un año de convivencia o que va en busca de fórmulas como el triángulo o la doble-pareja (intercambio de partners), puede también hacerlo sin especiales sufrimientos o incluso con cierta satisfacción; pero la situación objetiva que testimonia es la de una crisis en la pareja como imagen de existencia, como referencia y equilibrio vital del individuo.

El segundo error sería considerar la crisis en una clave exclusivamente destructiva; tiene por el contrario una indudable «productividad». En primer lugar porque no está dicho que todo lo que está muriendo merezca sobrevivir, y que todos los espacios que se van abriendo al vacío estén perfectamente ocupados. Y además, porque en el fondo forma parte de la crisis una autoconciencia positiva de sí misma, que ve en la caída del Sentido, en el derrumbamiento de los valores, la premisa para el amanecer de un hombre nuevo.

Esta positividad se presenta bajo dos figuras principales: la proyectividad omnicomprensiva y el vitalismo ligado a la corporeidad. Por otra parte tenemos la extensión de la intencionalidad tecnológica a todos los campos de lo real; lo mismo que la técnica, negando operativamente el valor intrínseco de la naturaleza, la somete integralmente a la intervención humana que le da forma y función (el objeto, la mercancía), así también la libertad proyectiva, quitándole a toda figura de valor (individual y social) su dignidad intrínseca, hace de ella un producto cultural, cuya verdad es la funcionalidad. De este modo la acción humana se ve liberada de toda medida externa; sigue estando condicionada por los datos con que trabaja

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y que intenta manipular, pero sólo saca de sí misma el sentido y la norma de esa manipulación. La segunda figura positiva que brota de la crisis es el hombre capaz de sintonizar con el mundo a través de la vibratilidad del cuerpo, del redescubrimiento de lo instintivo, que durante tanto tiempo han estado reprimiendo el racionalismo y el moralismo. Se habla expresamente de vuelta al paganismo, sobre todo en la forma de «politeísmo» o de afirmación de la pluralidad irreductible de los principios y de los significados que forman el nervio de la realidad.

Proyectividad integral y corporeidad instintiva son, en más de un sentido, realidades antitéticas; pero las conjuga, en nombre de la «libertad», el rechazo de un sentido superior del que alimentarse, de un orden único al que conformarse, de un principio normativo al que adecuarse; en una palabra, el rechazo del mono-teísmo como civilización total.

¿Puede aceptar la fe cristiana este rechazo sin renegar de sí misma? ¿Es posible una experiencia espiritual que no rechace en bloque la crisis, sino que la «asuma» compartiendo la suerte del hombre contemporáneo, la «atraviese» para abrir también en ella caminos de salvación que recorrer y que indicar?

 

2. Algunas respuestas de la fe

No cabe duda de que la fe cristiana se ha enfrentado con la crisis. Y ha elaborado en el período posconciliar varias respuestas que se han perfilado con su propia fuerza y eficacia de convicción. Se ha venido proponiendo un estilo de experiencia espiritual que, a través de tesis y de antítesis, se enfrenta con el cambio de conciencia que ha producido la crisis de los valores tradicionales. La calidad de estas respuestas que hemos de reconocer y sus limitaciones que hemos de destacar, prepararán el despliegue de una figura distinta de hombre espiritual, que trazaremos en la parte última y la más importante de nuestra reflexión.

a) La primera reacción consistente frente al declive de los valores tradicionales fue la teología de la secularización y la espiritualidad del «hombre adulto» que de allí se deducía. Pero reacción no es aquí el término exacto; se trataba más propiamente de asumir aquel declive, de bautizar esa crisis. Aquí se reconocían sus orígenes remotos y profundos en la misma revelación bíblica. Relacionando orgánicamente la «civilización cristiana» con el modelo agrícola de sociedad, la teología de la secularización ponía de relieve la recepción de (y la connivencia con) motivos no sólo extrabíblicos, sino en antítesis con la experiencia del

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antiguo y del nuevo testamento. El sentimiento de pertenecer a la naturaleza y la consiguiente pasividad ante ella; el revestimiento de un sentido religioso en las relaciones entre los individuos dentro de la sociedad y en las figuras institucionales que la estructuran (roles familiares, clases económico-sociales, transmisión de los modelos del comportamiento y del saber...); la sacralización del poder político (o eclesiástico-político) como expresión e instrumento del gobierno de Dios sobre el mundo humano: éstas son las supervivencias en el cristianismo de concepciones y de prácticas derivadas del mundo de las religiones naturales, ideologías que sostenían a la sociedad rural.

Pero se ha tratado en todo ello de un equívoco demasiado largo, que finalmente está disipando el avance ya generalizado de la sociedad industrial. Si este avance marca el ocaso irremediable de las religiones, el «eclipse de lo sagrado», lo cierto es que no hace más que desbrozar el terreno y preparar el campo para el anuncio de la fe cristiana. Efectivamente, ¿qué otra cosa es el «desencantamiento» del mundo, que Max Weber diagnostica como la característica más destacada de la sociedad industrial, sino el fruto maduro que nace del árbol de la doctrina bíblica de la creación? El mundo no es divino, no es sagrado; criatura de Dios, situado en una radical finitud y laicidad, ha sido puesto en manos del hombre como material para sus proyectos, como substancia plástica-natural y social-con que modelar su propio mundo. El hombre señor de la naturaleza y de la historia: tal es el ideal humanista que ahora puede alcanzarse, pero también es un proyecto de antropología cristiana y un camino de espiritualidad.

La teología de la secularización ha recuperado sin duda para la conciencia de fe un punto característico de la revelación bíblica: la índole creatural del mundo. La afirmación de la trascendencia absoluta de Dios despoja efectivamente al mundo de aquella aureola de divino que lo envuelve en las religiones de naturaleza y lo confía a las capacidades de gobierno del hombre. Pero esta «secularización» del mundo es llevada en la teología homónima mucho más allá de lo que exige y permite no sólo la letra, sino ante todo el espíritu de la religión bíblica. En ésta el mundo está sostenido por la ordenación divina de la creación; y la acción humana sobre el mismo está llamada a inscribirse dentro de esa ordenación, con una actitud fundamental que, si no es ya culto de la naturaleza, es sin embargo respeto y acogida de la misma. El modelo de relación mundo/hombre en el que se inspira la teología de la secularización es más bien el homo faberde la sociedad industrial avanzada, para el que la naturaleza es solamente un almacén de materias primas y su conocimiento es instrumento de dominio («saber es poder»).

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En la Biblia la creación es un don de sentido, que llega al hombre a través de las cosas y lo interpela; en el universo tecnológico el sentido es producción humana. Nos encontramos en dos horizontes irreductiblemente distintos en su aspecto positivo, aunque solidarios a la hora de denunciar la pertenencia y la subordinación del hombre arcaico (y de sus supervivencias en épocas más recientes) a la naturaleza divinizada. El optimismo humanista-tecnológico de los teólogos de la secularización se ha demostrado de corto alcance frente a la aparición de la crisis ecológica; pero ya había demostrado no tener mucha visión frente al sentido de la creación que se respira en cada página de la Biblia.

b) Un segundo intento de vivir la crisis como productividad para la fe cristiana ha sido su aceptación de la utopía y de la praxis política. Se trata del episodio que ha marcado profundamente a la generación del 68 y que ha significado para muchos jóvenes creyentes la posibilidad de devolver un sentido y un orgullo de vivir a la identidad interior en trance de desaparición.

La transcripción de la vida de fe en militancia política repite algunos de los temas de la teología de la secularización, en particular la contraposición fe/religión, en donde se remacha el carácter de activa responsabilidad que califica a la primera contra la inercia resignada que caracterizaría a la segunda. Pero en el punto fundamental hay una división entre el 68 y la secularización: ésta se centra en un juicio positivo de la sociedad industrial y de su gestión capitalista, mientras que aquélla insiste en la crítica de Marx al capitalismo y en la crítica de Marcuse a la industria. En consecuencia, cambia igualmente la postura ante la religión, que no es ya tanto la pasividad de las religiones respecto a la naturaleza, sino más bien la legitimación de la opresión de clase que hizo el cristianismo. Y cambia igualmente lo positivo de la fe: en vez de la intervención tecnológica para el dominio sobre el mundo, es la praxis revolucionaria para la transformación de la sociedad. Trans-formar: es decir, hacer pasar de la miseria del presente a la forma realizada del reino futuro de la libertad, de la prehistoria a la historia auténticamente humana, establecimiento del sentido total.

El que este programa esté en Karl Marx en función de su ateísmo es algo que no parece que suponga una dificultad; la ideología atea puede desligarse del humanismo y de la metodología marxiana. Más aún, en la tradición bíblica encontramos, si no el fundamento, al menos un apoyo muy válido para la pasión revolucionaria. La liberación de Israel de Egipto, la denuncia profética de la injusticia, los atisbos mesiánicos del futuro y su realización germinal en las palabras y las acciones de Jesús, son algunas de las muchas páginas bíblicas que pueden inspirar y sostener una praxis política de cambio radical.

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La exaltación de lo político, hasta hacer de él el elemento central de la experiencia de fe, no ha podido resistir el derrumbamiento de los modelos históricos en que se había inspirado. Esta caída no ha hecho más que poner de relieve el equívoco en que se basa la identificación entre fe y política, así como cualquier tipo de elevación de la política a la fe: la ilusión de poder realizar un mundo completamente humano a través de un cambio de estructuras; en otras palabras, de poder aplicar la categoría de totalidad orgánica a una realidad que es esencialmente inorgánica por estar atravesada de la variante inaferrable de la libertad. De este modo la exageración de lo político se sitúa en los antípodas de la experiencia de fe: mientras ésta es consciente de su propia impotencia y por eso mismo se entrega a la iniciativa del Espíritu, aquélla se fia por el contrario a la omnipotencia del deseo; mientras la fe sabe que el hombre es improgramable y que el bien es fruto de opciones siempre nuevas, la utopía política proyecta por el contrario un hombre definitivamente bueno.

El maridaje fe/política ha tenido el mérito de rechazar tanto el espiritualismo del alma beatífica como la lógica de dominio que subyace a la ideología tecnológica, reafirmando un sentido presente en la historia, un telosque la guía. Pero ha caído en el error de concebir ese teloscomo un organismo, de confundir la experiencia del sentido con la dialéctica como superciencia orgánica y la acción del Espíritu con los proyectos estratégicos. En lugar del discernimiento se ponía el «análisis correcto», la praxis dirigida por el Espíritu se veía limitada a la militancia. La reacción contra este estrangulamiento antropológico no tardaría en empezar.

c) Ya en los primeros años del decenio 1970-1980 se había empezado a hablar de renacimiento (o de persistencia) de la religión, desmintiendo las previsiones triunfalistas de los teóricos de la secularización. Pero la gran oleada vino en la segunda mitad del decenio, a fin de calmar las heridas producidas por la desilusión política. Los medios de comunicación participaron en esa inflación del fenómeno, pero lo cierto es que el fenómeno presentaba -y sigue presentando- su propia consistencia real.

Con una primera aproximación es posible reducir las formas de este revival religioso a dos orientaciones principales: la que se mueve en el cauce de la tradición cristiana (por ejemplo, los grupos carismáticos) y la que se inspira en las religiones del extremo oriente.

El elemento común a estas dos orientaciones es el alejamiento de la historia como lugar en donde se establece la polis, al menos tal como se configura en la civilización del occidente. Pero a la historia entendida como red objetiva de relaciones y de instituciones, corroída ab intuspor la inautenticidad, el primer movimiento opone el culto de la interioridad y de la comunidad como área exclusiva de salvación, como espacio donde la

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interioridad puede exhibir sus dones; se repropone de este modo una experiencia de cierto sabor gnóstico, ya presente en algunas comunidades del nuevo testamento (como la de Corinto), que ve en las manifestaciones pneumáticas el signo por excelencia de la participación en la vida divina del Espíritu. La segunda orientación rechaza en la historia la contaminación de la técnica y propone un retorno al lugar inocente de la naturaleza (quizás en una emigración a los países de oriente), a la que abren acceso las técnicas de disciplina corporal.

Un juicio sobre este fenómeno resulta más difícil que sobre los anteriores, dada su variedad caleidoscópica. Pero parece imponerse una observación, al menos para quienes valoran las cosas a la luz de la experiencia de fe bíblica. El Espíritu mesiánico no crea lugares apartados y «especializados» de salvación, sino que desciende a dar sentido a los lugares donde se desarrolla la vida del hombre. Es verdad que renueva al sujeto humano; pero el ujeto bíblico, a diferencia del gnóstico, no es acósmico ni asocial, no se repliega en una salvación solitaria sino que se despliega en esa existencia redimida que es amor fraterno y buen uso de este mundo. Por otra parte, la salvación bíblica no procede de la naturaleza entendida como fuente incontaminada de fuerzas regeneradoras, en las que hay que sumergirse a través de disciplinas corporales y psíquicas. La naturaleza está bajo el signo de la redención y de la irredención del sujeto humano.

Esto no quiere decir que un retorno a los valores de la interioridad y a los ritmos de la naturaleza no represente una sugerencia de mucha importancia; pero si puede ayudar a remontar la cuesta psicológica de la crisis, no responde sin embargo a su provocación más esencial.

d) La respuesta más reciente que la fe cristiana opone a la crisis es la que adquiere forma en el pontificado de Juan Pablo II. La presencia de la crisis no sólo subyace a las intervenciones del pontífice, sino que se encuentra en él expresamente señalada y enérgicamente subrayada 25. Y la respuesta que él traza logra eludir tanto la tentación del interiorismo como la de la transferencia escatológica; tentación fácil, como nos enseña la historia, sobre todo para quien anuncia un mensaje de salvación en unos momentos de crisis. La salvación que propone Juan Pablo II es la del hombre en su historia de relaciones y de conflictos, la del hombre «concreto» 26. Redemptorhominis: en la capacidad de «reedificar humanamente al hombre» (Ungaretti) es donde se despliega el poder salvífico de Cristo, en la capacidad de hacerse todavía hoy y en forma victoriosa nuestro compañero de camino y de lucha.

Pero ¿de qué modo se realiza esta presencia? La línea de pensamiento y la práctica de gobierno de Juan Pablo II parecen confluir hacia una

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identificación dinámica entre Cristo y la iglesia, entre la presencia de aquél y la fecundidad histórica de ésta. No sólo eso; el pontífice vuelve a presentar la imagen sistemática de la iglesia, como espejo del orden de la creación y de la redención, exenta de la crisis y por eso mismo capaz de sanarla. La crisis tiene como sujeto al hombre moderno, en cuanto que éste se ha apartado del universo cristiano; la salvación consiste en la recuperación de ese universo, en el que Cristo y el hombre son los polos característicos.

El milagro de Juan Pablo II consiste en el hecho de ser tan extraordinariamente actual en su pre-modernidad. Pero, si no me equivoco, es algo distinto de lo que a él le gustaría. La recomposición del universo cristiano se hace simbólicamente en la persona (en cierta medida, en el personaje) del papa, pero no realmente en el cuerpo de la iglesia. Este cuerpo está minado por la misma crisis que destroza al mundo en que vive; la enfermedad del occidente no respeta a la iglesia que está en occidente. Las suturas impuestas esconden las heridas más bien que curarlas; y si alguna vez lo consiguieran, acabarían haciendo del organismo sano de la iglesia un cuerpo extraño a la sociedad enferma, sin capacidad de comunicación con ella.

Pero además, ¿se trataría realmente de un organismo sano? La unidad cultural y disciplinar ¿es acaso la forma más apropiada para expresar la fecundidad del Espíritu? El momento disolutivo de la crisis, si tiene que quedar superado en sus resultados de anarquismo, de individualismo, de separatismo, tiene también su propia aportación de verdad, al hacer aparecer el carácter polimorfo, articulado, de la unidad espiritual. La unidad del Espíritu no elimina la diversidad de los carismas, la unicidad del Señor no quita la pluralidad de los ministerios, la singularidad de Dios no excluye la variedad de las operaciones (1 Cor 12, 4 s). El monoteísmo no es un sistema teórico y práctico, ni el don de sentido impone una visión totalizante. Vivir y atestiguar la salvación en nuestros días es arrostrar la crisis con el rostro al descubierto; desafiándola, pero aceptando también su desafío y, si realmente existe, su enseñanza.

 

3. Líneas para una experiencia espiritual:      en la crisis devolver su sentido a lo cotidiano

Las observaciones críticas que se han hecho a las respuestas que se han dado a la crisis en nombre de la fe cristiana trazan ya, como en negativo, una figura distinta de experiencia y de propuesta espiritual. En contra de la reducción antropocéntrica que amenaza a la teología de la

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secularización hemos reivindicado un «don de sentido» que se incluye y se manifiesta en la creación; pero a diferencia de las visiones que tienden a totalizarlo en un sistema de salvación actual o en un reino de salvación futura por conquistar con estrategias de acción, hemos afirmado el carácter no-orgánico del sentido tal como se da en nuestra historia. Por otro lado, si esta historia sigue siendo de todos modos el lugar de su manifestación, no es posible recorrer otros caminos que desvíen hacia otros sitios la búsqueda del sentido: la interioridad fuera de la realidad o/y un experimentalismo exótico.

Si traducimos positivamente estas observaciones -un don de sentido, no-orgánico, no-interiorista-, le asignamos a la experiencia espiritual un lugar que hoy está en el centro de la atención de las ciencias humanas y de la filosofía social: la vida diaria. Vida diaria es el «mundo» (es decir, la trama de las relaciones con hombres y con cosas) que el sujeto agente describe alrededor de sí, es el diálogo entre el sujeto y la realidad que lo rodea, la experiencia que tiene de todo ello y las transformaciones que en ello realiza. Así pues, la vida diaria es anterior a las totalizaciones institucionales (tanto si son políticas como eclesiásticas); pero por otra parte resiste ante toda interiorización indebida por la que esas relaciones son (solamente o de forma predominante) una ocasión de aventuras para el alma o un obstáculo para ella. La vida diaria es el ambiente que define originalmente a la acción humana en su búsqueda constitutiva de sentido.

Entonces puede afirmarse que el don de sentido inscrito en la creación es el «cumplimiento» de la vida diaria y que la fe vivida es la puesta en obra de ese don. Pero aquí estamos ya anticipando la conclusión.

La caída de las utopías históricas y al mismo tiempo la necesidad de oponerse a toda huida de la historia hacen de la vida diaria el lugar de la manifestación del Espíritu en el presente. Pero no hemos de pensar en una manera de forzar las cosas en un plan actualista; el marco de la vida diaria es también el marco dentro del cual ha de florecer de nuevo la comprensión de la existencia espiritual en su vocación y forma original. Por lo demás, toda renovación de la vida cristiana no puede menos de partir de una renovación de la interpretación del hecho cristiano; detrás de la existencia de fe está siempre la hermenéutica de la palabra fundadora.

Así pues, partiremos de una relectura de la experiencia espiritual tal como aparece en la tradición bíblica; veremos cómo lo cotidiano funciona allí como estructura y cómo la norma es entonces la donación de sentido a lo cotidiano. 

a)A la luz de lo cotidiano:reinterpretar la experiencia espiritual.

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La forma original de la existencia espiritual tiene que buscarse, según la lección de Bonhoeffer 28, en la experiencia religiosa de la terrenalidad tal como se perfila en el antiguo testamento. El horizonte de la alianza, que constituye el don de Dios al hombre y pone al hombre ante Dios, se define realmente por dos polos: una tierra y una ley. La tierra es la cara objetiva y fruitiva del don, mientras que la ley es su condición y el precio. La tierra da sentido a la observancia de la ley; la ley da calidad a la relación con la tierra. La tierra es un bien material, pero la fruición auténtica de la tierra no puede ser más que espiritual. Esta transignificación es obra de la ley. La actitud espontánea del hombre frente a la tierra y sus bienes es el deseo que lleva al esfuerzo y a la posesión. Pero la posesión arruina la tierra, ya que niega su intencionalidad constitutiva que es el don, la alianza. Don que acoger, renunciando al dominio; don que compartir, renunciando a la exclusividad. La lógica del don, que subyace a la tierra como indicativo suyo, en la ley se hace imperativo, exigencia de que el hombre lo secunde. En este sentido la «espiritualidad de lo terreno» es una fórmula al mismo tiempo rigurosa y casi tautológica: espiritualidad es vivir la realidad según Dios, dentro de la alianza; ¿y qué realidad es la que está confiada a nuestro vivir y a nuestro obrar sino la terrena?

Una lectura habituada a la tradición exegética que, aunque no sea aberrante, es ciertamente parcial, es la que ve en la historia de Israel la prefiguración de la historia humana en Cristo. Prefiguración en el sentido de que lo que Israel vive en el plano de los bienes terrenos no es más que la imagen corporal de lo que el cristiano está llamado a vivir en el plano de los bienes superiores, «espirituales» y últimamente celestiales. El itinerario de los unos a los otros es el proceso educativo que Dios va desarrollando con su pueblo a través de las pruebas y de las derrotas.

Cada vez estoy más convencido de que esta interpretación no hace sino violentar la experiencia de fe del antiguo testamento; y no ya en nombre de Jesucristo y de su realidad mesiánica, sino en nombre de una pauta de lectura del acontecimiento cristiano en el que juegan la experiencia de crisis de la antigüedad tardía y las categorías (apocalípticas en el judaísmo, mistéricas en el helenismo) que sirven para expresarla y superarla. Hay un camino hacia la promesa que es concomitante con la aparición misma del antiguo testamento, y es el paso no ya de un orden de objetos a otro, sino de una figura de sujeto a otra; no ya de lo terreno a lo celestial, sino de lo carnal a lo espiritual, es decir, del deseo al don. La promesa es «la tierra prometida»; y la mitad del camino no está en el asentamiento en la tierra una vez para siempre, sino en la tarea de hacerla fructificar según la alianza en el «hoy» siempre nuevo de la obediencia a la ley.

Y esto llega hasta el punto de que uno de los sabios de Israel interpreta a la luz de la alianza (= de la tierra y de la ley) la constitución y la vocación de la

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humanidad entera. Me refiero al relato de Gén 2-3, donde el autor narra deliciosamente con la riqueza elocuente de las imágenes lo que estoy intentado repetir con la sobriedad desnuda del concepto. Adán puede gozar de todo en el Edén; el árbol prohibido no es un objeto, un bien que no se pueda disfrutar, sino que es la lógica de la posesión como presunto significado último de la fruición. Todo es para Adán, pero todo es de Dios; no por envidia, sino porque solamente en Dios el adjetivo subjetivo no es complemento de posesión sino de oblación, no engendra un tener sino que hace surgir el ser. Sin embargo, toda la fiesta de colores del Edén se difumina por completo ante las miradas ávidas del hombre: todo el frescor de las aguas, la fertilidad del jardín, la docilidad de los animales ante el gesto del hombre, el encanto del descubrimiento sexual, toda la dulzura del «paraíso terrenal» queda confiscada por aquel único fruto. Pero aquel fruto no tiene más encanto ni dulzura que la que proyectan sobre él los ojos ambiciosos y engañosos. Su verdadera realidad salta a la luz apenas se muerde el fruto: el paraíso terrenal queda pervertido en un infierno de hostilidad y de sufrimiento. El pecado de Adán no consistió en querer el paraíso en la tierra; éste era, ni más ni menos, el plan que Dios tenía para él. El pecado de Adán consistió en querer cerrar el paraíso dentro de una caja fuerte, siendo así que había sido puesto a su disposición como un espacio por el que correr en libertad y en comunión.

¿Pero cuál es entonces la novedad que trae Jesús? Pablo responde que el Espíritu de Cristo realiza en el hombre aquello para lo que la ley resultaba inadecuada (Rom 8); y Lucas muestra en la comunidad pentecostal de Jerusalén qué es lo que significa vivir finalmente los bienes de la tierra según la ley del don (Hech 2). El novum del Mesías no es, directamente, un bien más elevado; es la efusión del Espíritu como ley interior, como principio de una subjetividad capaz de vivir los bienes según Dios 30. También en Jesús, por consiguiente, la alianza permanece como estructura ontológica de la realidad: la tierra no es un simple dato natural, sino un don y una responsabilidad, un encuentro de la libertad divina con la humana; a su vez, Dios y el hombre se encuentran, no ya en el silencio de los espacios, sino en la fecundidad de la tierra y de sus frutos.

La imagen bíblica del fruto expresa muy bien la conexión entre la libertad y la naturaleza que caracteriza a la eficacia del Espíritu mesiánico. Un producto industrial, una vez acabado, vive de una vida propia. Un fruto vive de la savia que le transmite la riqueza vital del árbol. La tecnología cree que el mundo es un producto y la política repite a menudo ese mismo error de una forma más sutil. Pero el mundo es un fruto: las relaciones humanas y la relación misma con la naturaleza no pueden ser nunca un puro resultado de técnicas, de competencias, de programaciones; su fuente es el sujeto capaz de justicia, de verdad, de respeto, de fraternidad: el sujeto en la comunidad de la alianza. La teología neotestamentaria de los «frutos del Espíritu» dirige nuestra atención hacia el concepto genuinamente cristiano de espiritualidad: aquella unión

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entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo personal y lo social, entre la experiencia de Dios y la pasión por la tierra, que tan fácilmente se deshace y se rompe. La corriente mayoritaria del pensamiento y de la praxis educativa católica nos ha llevado a ver en la «espiritualidad» la aventura interior de la existencia redimida, el camino y el canto solitario de la subjetividad agraciada, con sus etapas y sus retrasos, con sus raptos y sus abatimientos. La desconfianza hoy tan ampliamente difundida frente a esta imagen y este ideal del creyente se traduce muchas veces en una reacción pragmatista, con sus liturgias de lo concreto, de la eficiencia (técnica o política o quizás apostólica) a toda costa, con el cual resultado o por lo menos al intento.

La imagen del fruto nos lleva a la célula de lo humano: el sujeto que dibuja a su alrededor el primer círculo de objetivaciones. Y la categoría de «vida cotidiana» no es más que la traducción conceptual de esa imagen. Entonces se encuentra aquí el lugar original de la experiencia del Espíritu y de su actividad: el «hoy» de la alianza de Israel y de la nueva alianza de la vida cristiana, de aquella como premisa y de ésta como su cumplimiento.

Pero decíamos que junto con el descubrimiento de lo original la vida cotidiana dibuja el ámbito en donde ha de vivir la fe de nuestro hoy, aceptando su crisis sin complacencia, pero también sin reticencias. Los aspectos de la vida espiritual que expondremos rápidamente en las siguientes páginas son solamente algunos de los muchos que solicitan una atención simultánea a la crisis y a lo cotidiano. No tienen ninguna pretensión de sistematicidad de conjunto; sólo esperan que lo que en ellos hay de fragmentario no traicione a lo que quieren tener de riguroso.

 

b) A la luz de lo cotidiano:revivir la experiencia espiritual

Está en primer lugar el plano de la subjetividad; aquí la crisis es crítica del sujeto religioso. Esta crítica, si se acepta en su forma radical, no deja espacio alguno para una experiencia espiritual. Sin embargo, es posible separar en ella dos afirmaciones diversas, de las que es posible acoger una sin incluir necesariamente a la otra.

Si tenemos presente que la conciencia religiosa es y no puede menos de ser afirmación del Infinito, podemos dar a su crítica una forma silogística: la conciencia religiosa se inscribe totalmente dentro del deseo; es así que el deseo es constitucionalmente finito; luego la conciencia religiosa es una falsa conciencia.

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El que esto escribe está convencido de que en las dos premisas es la falsa la mayor, mientras que es verdadera la menor. Es decir, que efectivamente es imposible inscribir la presencia del Infinito en una intencionalidad de deseo, pero que la conciencia religiosa se establece precisamente como un acto de ruptura de esa intencionalidad y como aparición de un horizonte de alianza que transciende toda competencia del deseo. La tradición de pensamiento dentro de la que se ha interpretado la experiencia religiosa y espiritual de occidente (sobre todo la católica) se mueve más bien en la línea del deseo; todas las rupturas son pasos de nivel dentro del horizonte del deseo, en correspondencia con sus diversas clases de objetos y bajo el impulso hacia el Objeto supremo, el Infinito. El modelo ascensional del eros platónico ha supuesto el itinerariummentis in Deumtanto en la dirección especulativa de las pruebas de la existencia de Dios a partir del mundo y de la aprensión conceptual de los atributos divinos (viaaffirmationis, negationis, eminentiae), como en la dirección existentiva de la purificación a través del desprendimiento de los bienes creaturales para llegar al Bien infinito. Una semilla de esta vida intelectual y espiritual es el animacomodesideriumvidendiDeum; en esta tensión del alma hacia Dios las criaturas son o unos instrumentos que utilizar o unas etapas que superar, incluso esa criatura que es el otro hombre 33.

El desmantelamiento de esta visión puede reducirse substancialmente a dos momentos: la crítica de la razón por parte de Kant 34 y la crítica de la conciencia por parte de los «filósofos de la sospecha» a partir de Feuerbach 35. Hay un punto fundamental de conexión entre estas dos críticas: la razón kantiana medida por los fenómenos y la conciencia tallada por el deseo son el paradigma auténtico de la finitud del hombre; es decir, de una finitud que no es ya solamente «entitativa», sino «intencional», ya que encierra a la razón y a la apetencia humana dentro del horizonte del mundo. Un Dios del que pueda sentirse cierto deseo, cierta nostalgia, y hacia el que pueda caminarse «desde abajo», no puede ser otra cosa más que la idealización del yo humano, la idea-límite de la autoproducción conciencial del sujeto. A pesar suyo, este modelo de interpretación de la experiencia espiritual acaba en la reducción de Dios al hombre y de la teología en antropología.

Pero hay además otro punto de divergencia, no menos fundamental, entre la crítica kantiana y la crítica de los filósofos de la sospecha; mientras que éstos agotan en la finitud de la conciencia-deseo las posibilidades del sujeto humano, Kant abre un espacio de trascendencia más allá de la finitud de la razón especulativa: la razón ética; más allá del juego y de la interconexión de las cosas, en donde se mueve la ciencia, está el «reino de los fines» (de las personas), al que se refiere la libertad movida por la búsqueda del bien.

Es posible disentir de la sistemática kantiana, pero es dificil negar el valor teorético e histórico-cultural de esta afirmación del carácter absoluto del

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imperativo ético como fundamento de las relaciones justas entre los sujetos humanos. Aquí se abre la posibilidad de una espiritualidad laica 36, pero también la posibilidad de replantear con propiedad filosófica la teología de la alianza y del ágape, la lógica del don.

No es ésta nuestra tarea. A nosotros nos basta indicar los aspectos de esa teología que guardan una relación directa con la espiritualidad: la posibilidad de descubrir el proprium de la experiencia bíblica de Dios; esta experiencia no puede darse, en última instancia, como ascensushacia el Objeto inmenso, sino sólo como descensusdel Espíritu para crear la nueva subjetividad capaz de don; no como búsqueda del Amado, sino como obediencia al Amor 37. Dios llega en el prójimo; es ésta su transcendencia sobre nosotros, que forma una sola cosa con nuestra experiencia de él, ya que es la transcendencia del presentarse como Aquel que, en el rostro del otro, limita nuestra voluntad de poder (no excluida la omnipotencia del «deseo religioso»). La experiencia del Infinito se da en la carne del pobre, en la percepción de su «derecho», de la dignidad personal incluso del que no tiene dignidad.

Esta experiencia es en su esencia de una absoluta sobriedad emotiva. Pero puede afectar al mundo de la afectividad, transfigurar el eros en ternura oblativa, en conmoción de amistad, de compasión, de solicitud. Los frutos del Espíritu no son solamente un bien dado a los demás; son una luminosidad que incide en el hombre espiritual, un aroma que llena su vida de consuelo. El hombre espiritual es el hombre de la justicia y de la bondad, más que de la altura contemplativa; pero al que busca justicia y bondad se la da, «de propina», el gusto de la contemplación.

El deseo, retirado de la sublimación mística, se ve restituido a los objetos que le son propios, a la belleza de las cosas. Pero se ha visto que no dura mucho tiempo en la inocencia; o se entrega a la actividad del don o se constituye en el acto de la posesión. La vida espiritual asume de este modo el aspecto cotidiano de disciplina del deseo, no para hacerlo elevarse hacia formas superiores sino para desarrollar su forma inmanente, su legalidad intrínseca, siguiendo el ritmo del orden en el mundo. Hoy es una tarea del hombre espiritual promover la calidad de la vida. Ese es el punto en donde se encuentran la bondad del sujeto y el valor del objeto, en donde la gracia-como don se junta con la gracia como belleza, realizando la vocación original de las nupcias entre el hombre y el mundo.

La sociedad opulenta creada por el capitalismo maduro está demostrando con toda claridad que la cantidad de los bienes no garantiza su calidad, sino que más bien la amenaza; y sobre todo, que esa cantidad amenaza a la calidad humana, orientando al sujeto hacia el consumo y el consumo hacia la producción. Por consiguiente, el carácter alienante de la riqueza es hoy una nueva razón en favor de la opción por la pobreza, pero indica además en qué

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dirección tiene que moverse esa opción para ser históricamente significativa. La pobreza de elección se ha inscrito, en la tradición espiritual, en diversos contextos de finalidad; pero el más frecuente parece haber sido aquel itinerario ascético/místico en donde la renuncia a los bienes era la condición para acercarse a Dios, en donde la pobreza se aliaba con la virginidad para guardar y testimoniar un corazón no dividido.

En un contexto de espiritualidad que recupere lo terreno-cotidiano como lugar de la alianza, la pobreza significa realización del orden de la creación, esto es, de la doble dirección del don:acoger y compartir. Acoger dice un estilo, compartir dice una praxis. Acoger el don es esa mirada que sabe ver y gozar en las criaturas el acto creador, el continuo milagro de su surgir a la existencia. El mundo mesiánico no es solamente un mundo rehecho; es más aún un mundo redescubierto. Los ciegos que ven, los sordos que oyen, los cojos que andan (Is 35, 5 ss; Mt 11, 2 ss) ven este nuestro mundo, oyen sus sonidos, recorren sus caminos; el mundo es nuevo porque está naciendo para ellos y porque es nueva su capacidad de acogerlo. En este sentido el mundo es para los pobres, la tierra pertenece a los anawim(Sal 37) porque Dios la destina para ellos; y el hombre espiritual es aquel que sabe mantener este corazón de pobre, aquel que cada mañana ve que le regalan el mundo porque se siente «agraciado» de ojos, de oídos, de piernas.

Pero para que no haya una falsa conciencia (pobre afectivamente y opulento de hecho), el corazón tiene que hacerse praxis; contemplar el acto creador quiere decir ver también el destino universal que él imprime a las cosas; obedecer quiere decir secundarle con el uso y el disfrute no exclusivo de las mismas, es decir, compartiéndolas.

La pobreza que renuncia por principio se ve sustituida por la pobreza que pone a disposición (lo cual supone evidentemente una robusta renuncia de hecho). Pero, una vez más, esta pobreza es hermana de la calidad: en la comunión los bienes alcanzan su forma definitiva. La humanización del mundo, al mismo tiempo y quizás más que del trabajo, se deriva de la amistad.

En el plano de los comportamientos, la crisis es rechazar el valor intrínseco de las normas, a las que les llega a faltar la instancia fundamental -Dios- y los ejes de estructuración -el sistema del ser y del deber-ser-. La existencia y la modalidad de las normas se reduce entonces por completo al proceso de autoproducción cultural del sujeto, o bien se la niega como represión disimulada, en nombre de una vitalidad sin límites.

El hombre espiritual no podrá aceptar esta liquidación del momento normativo; ya hemos señalado cómo la alianza se expresa operativamente en una ley,

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que codifica el don como exigencia intrínseca de la creación. Pero con esto hemos formulado además la ley de la ley: estar al servicio del don.

Es dificil afirmar que esta relación de principio se haya hecho siempre, en la tradición ética y espiritual cristiana, genealogía efectiva de la norma. Esta ha asumido a menudo el carácter paradójico de imposición al mismo tiempo demasido extrínseca y demasiado inmanente: extrínseca a la experiencia del sujeto, inmanente en cuanto al proceso de autolegitimación que la sublima hasta ser fin por sí mismo.

Referir la norma a la experiencia: he aquí una tarea de la nueva espiritualidad. La tradición filosófico-moral conoce un principio que en substancia responde a esta exigencia. Tomás de Aquino, recogiendo una intuición de Aristóteles, habla de un conocimiento por connaturalidad: el hombre virtuoso es capaz de formular juicios y de practicar opciones morales sin recurrir a consideraciones y reglas universales, sino siguiendo el instinto de su conciencia. Luego Tomás va desarrollando en clave teológica esta idea cuando, comentando a Pablo, escribe que el cristianismo no está ya «bajo la ley», ya que penetrado por el Espíritu lleva dentro de sí el principio de la vida buena sin necesidad de someterse a una regla exterior. Como si dijera que las normas no son más que la formalización de la vida buena, fruto a su vez de la subjetividad justa.

Pero esta intuición excepcional ha quedado ordinariamente estéril al quedar bloqueada por el presupuesto de que el hombre virtuoso es solamente aquel cuya conducta responde a las normas éticas vigentes y está de acuerdo con la autoridad. Y entonces llega a determinarse un círculo casi vicioso: el hombre virtuoso puede prescindir de las reglas -el hombre virtuoso no puede apartarse de las reglas-; en efecto, no son las reglas las que tienen que juzgarse a partir de la experiencia espiritual, sino al revés. Sabemos muy bien que una experiencia sin referencias orientativas corre el peligro de confundir lo espiritual con lo instintivo; pero tendremos que saber igualmente que las normas sustraídas de la verificación de la experiencia y mantenidas en contra de ella corren el peligro de ocultar aquel instinto insidioso que es el poder sobre las conciencias. Quizás no haya otro camino más que convertir el círculo vicioso en un círculo hermenéutico y práctico: de la experiencia a la norma y de la norma a la experiencia, en un movimiento que sea modificación recíproca hacia lo mejor.

El hombre espiritual es al mismo tiempo legislador y súbdito de las leyes (como quería Kant, pero según una dimensión experiencial e histórica que Kant ignoraba). La confrontación con la norma sola queda sustituida por la confrontación con una pluralidad de presencias reveladoras: la palabra de Dios, el consejo amistoso, la comprensión del propio pasado, la lectura de la tradición..., en una convergencia (a veces armónica y a veces conflictiva) hacia el discernimiento, que es la sabiduría de lo concreto.

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La crisis de la civilización cristiana como sistema total de referencia lleva consigo una redefinición de las relaciones iglesia-humanidad; más específicamente, dentro de la perspectiva que aquí nos interesa, una redefinición de estas relaciones en lo que se refiere a la presencia y a la actividad del Espíritu.

Debería estar ya muy claro que la iglesia no circunscribe el área de la salvación, sino que representa el ámbito de su significación, la visibilidad de su oferta. Pero esto quiere decir que espiritual y confesional no son coincidentes, que después de la des-clericalización de la santidad que abrió el camino al laicado, hay que llegar a una desconfesionalización de la misma que abra las puertas a la laicidad.

Reconocer una santidad laica significa diversas cosas. Señalemos algunas. Significa ante todo la renuncia a considerar como criterio último de la autenticidad espiritual la referencia explícita a Jesucristo y al hecho cristiano. Indudablemente, no hay verdad existencial fuera de Cristo, de su persona, de su presencia. Pero Cristo, su persona, su presencia son algo muy distinto de nuestro reconocimiento de ellos; se nos dan en el don de su Espíritu, antes (con prioridad lógica) de cualquier denominación, de cualquier confesión de fe. La confesión forma parte del lenguaje humano, de esa red interpretativa a través de la cual comprendemos y dibujamos la realidad; la acción del Espíritu es el acontecimiento que no llegan a adecuar las figuras del lenguaje, aunque sean correctas y ricas. El creyente no puede renunciar a este mundo de figuras sin abdicar de su propia identidad específica; no puede poner entre paréntesis la referencia a Cristo, a la Biblia, a la iglesia. Pero puede y debe aceptar que esta especificidad no es el fundamento, que detrás de su confesión de fe hay una posesión radical de Cristo sobre él, de manera que «perder la fe» no sería la perdición suprema, la pérdida absoluta de sí mismo.

Pero no hay que pensar que esta posesión de Cristo sobre el hombre mediante su Espíritu pertenezca al orden de lo arcano, a una especie de mística de lo inefable reservada a las conciencias excelsas. Esta posesión se verifica sobre todas las conciencias porque es simplemente «la conciencia»; no ya la autoconciencia elemental que representa el umbral de lo humano, sino el brotar de la Voz absoluta dentro de ella. La experiencia fundamental de salvación es el acontecimiento de la conciencia, que estamos acostumbrados a llamar moral porque sus objetivaciones elementales pertenecen al orden de las mores, pero que debería llamarse más propiamente espiritual por ser la brecha que el Espíritu abre en la intencionalidad humana para hacerla capaz del diálogo de la alianza.

La conciencia no es la santidad laica, a la que se opondría la fe o santidad cristiana. La conciencia es el fundamento trans-confesional de la santidad, en

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donde los creyentes y los laicos están llamados a reconocer que lo que les une es mucho más grande que lo que los separa.

Pero reconocer la santidad laica no significa únicamente aceptar que el Espíritu actúa también fuera de la iglesia; significa en segundo lugar, admitir que en este espacio extra-eclesial puede haber un magisterio espiritual, del que también el creyente puede aprender -o reaprender- qué cosa es la santidad. Efectivamente, una cosa es encontrar en el no-creyente la actuación de aquellos cánones de vida buena que se han elaborado en el ámbito de la fe, y otra acoger del no-creyente los cánones de los que no se había percibido el valor ético y espiritual que contenían. Se sabe que las conquistas de la conciencia moderna se han llevado a cabo casi todas fuera de la iglesia y en contra de ellas; incluso aquellas que, a distancia, se han reconocido luego como adecuadas a una inspiración cristiana y derivadas necesariamente de ella. Una sensibilidad espiritual refinada ante el hoy debería sustituir estos reconocimientos póstumos por un estilo de atención a las voces del otro lado, a las «profecías extranjeras». El carácter confesional no sólo circunscribe el ámbito de la vida buena, sino que ni siquiera constituye su criterio último. ¿Dónde encontrar este criterio?

La santidad laica -y es éste un tercer aspecto- nos dice que al fundamento común de la vida espiritual -la «conciencia»- le corresponde un criterio objetivo común: lo humano. A pesar del tópico de ciertas fórmulas como «la liberación del hombre», no se puede renunciar a esta constelación terminológica; lo que hemos de hacer es usarlas con pudor y, a ser posible, con propiedad. Lo humano dice ante todo una pobreza, dice al hombre en cuando indigencia, vacío por llenar, súplica. Humano dice luego una riqueza: los bienes y los valores con los que llenar la indigencia, con los que llevar al hombre a la medida de tener y de ser que le corresponde. Decir que el criterio de la vida espiritual es lo humano equivale a definirla en relación con esa tensión entre pobreza y riqueza que califica al hombre. Equivale a desarrollar con coherencia la lógica del don. En efecto, en el don está la benevolencia con el pobre y el aprecio de los bienes que se le ofrecen. Sin relación con el pobre, los bienes no son ya un bien, se convierten en una mala riqueza; sin relación con los bienes, el amor al pobre se convierte en autocomplacencia camuflada. El don es acto creador: da vida al pobre y hace justicia a los bienes. Lo humano es esta creación; es la «paz» bíblica.

Hagamos dos matizaciones: que los bienes no son solamente bienes materiales, sino culturales, afectivos, ideales; y que el pobre al que van destinados no son solamente los otros, sino que está dentro de nosotros mismos. El criterio de autenticidad espiritual para cada uno es el respeto a la propia humanidad; nadie tiene derecho a deshumanizarse, lo mismo que nadie tiene derecho a quitarse la vida 46.

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Finalmente la crisis es ocaso de las utopías, «caída de los mitos». Y como sucede a menudo en las experiencias históricas intensas, al entusiasmo arrollador no siempre le sigue la tranquilidad de la reflexión, sino la amargura de la desilusión, no ya el balance racional sino el repliegue de las velas. Las filas de los «huérfanos del 68» se han llenado de gente resignada; las cien flores se han agostado bajo el siroco tibio del atardecer.

La tradición espiritual conoce desde siempre una crisis que desarrolla a escala individual aquella decadencia que conoció la última generación en el plano político: tras los generosos propósitos de santidad viene la «acedía», la amargura o el desencanto indiferente. Tanto en un caso como en el otro, la renuncia a esperar y a luchar quiere justificarse con el realismo, y la perseverancia de los que resisten se ve tachada de infantilismo. Pero tanto en un caso como en el otro el hombre espiritual está llamado al equilibrio difícil y siempre precario entre la utopía y la resignación, entre los vuelos del alma y las cobardías del espíritu.

- En el plano individual. En unas páginas ricas en pathos y en verdad, L. Beirnaert ha descrito dos tipos de santos: los «del psiquismo afortunado; castos dulces y fuertes; los santos modelo, canonizados o canonizables; cuyo psiquismo canta ya como un arpa armoniosa lo gloria de Dios; los santos en los que tocamos con la mano la humanidad transformadora por la gracia»; y los «del psiquismo desgraciado y difícil, el montón de los angustiados, de los agresivos y carnales, de todos aquellos que llevan el peso insoportable de los determinismos: los desconcertados, cuyo corazón será siempre un "nido de víboras"». Pero incluso antes de ser alternativas de santidad, estas tipologías son los momentos dialécticos de toda santidad. Aunque sea paradójico, lo cierto es que toda conversión a la existencia auténticamente espiritual comienza con la renuncia a «hacerse santos». No está dicho que este comienzo se pueda fijar cronológicamente o que signifique un giro espectacular; puede muy bien madurar también en el silencio de la conciencia más profunda, más allá de las miradas indiscretas no sólo de los demás sino de la propia introspección. Pero, repentino o lento, traumático o sereno, tiene que tener lugar esa revolución interior por la que la tensión del alma a la perfección para hacerse acoger por Dios deje su lugar a la fe de verse perdonados y acogidos tal como uno es. Sólo sobre este fundamento puede cobrar nuevos bríos la tensión; como respuesta y no como conquista, como voluntad desinteresada de bien y no como búsqueda del propio bien.

También la vida personal puede ser el lugar de las falsas utopías; y se comprende que su caída abra espacios peligrosos a la desilusión.

Pero esta crisis patológica puede evitarse si nuestras utopías quedan sometidas a la krisissaludable, al juicio que la Palabra pronuncia sobre toda historia humana. Este juicio, que es al mismo tiempo condena y perdón, nos

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sitúa en nuestra verdad: que no es la inocencia, sino el pecado perdonado, la alienación rescatada. Simulpeccator et justus: las dos dimensiones son imborrables, nunca somos tan miserables que esté justificada la rendición, ni tan virtuosos que quede legitimada la autogratificación.

- En el plano político. Condiciones materiales e ideologías religiosas han marcado largos siglos de historia humana con la aceptación incondicionada de lo existente. Lo que existe es bueno, corresponde al orden de la creación, es intangible; incluso los males entran dentro de este orden, como las sombras que dan más relieve al color. Luego, la explosión de los movimientos revolucionarios ha situado simplemente las cosas en el polo opuesto: lo existente es malo, está por completo bajo el signo de la opresión y de la alienación. Y entonces también da la vuelta la actitud existencial: la aceptación se ve aniquilada por la rebelión, la pasividad se convierte en lucha por la transformación radical. El bien está totalmente por delante; el lugar del orden perfecto no es la creación, sino la utopía.

También la revolución, lo mismo que antes la resignación, ha tenido su teología y su espiritualidad. Pero no se ha necesitado mucho para ver que las cosas no eran tan fáciles. De la indiferencia ante lo político a su ingenua exaltación como instrumento de salvación puede comprobarse el típico movimiento pendular entre los extremos. La situación actual exige una espiritualidad de lo político que por una parte lo asuma dentro de la intencionalidad mesiánica de justicia y de paz, sin convertirlo en un nuevo mesías, y por otra parte perciba su ambigüedad y sus límites, sin hacer de él el anticristo.

Asumir lo político es una tarea no solamente de los profesionales de la política; es un momento de toda visión responsable del convivir humano. La información, cierta competencia de juicio, la preocupación y la vigilancia sobre las vicisitudes nacionales e internacionales forman parte actualmente de aquella capacidad de discernimiento que Pablo considera característica del hombre espiritual (1 Cor 2, 15; 1 Tes 5, 21).

 

4. Superando equívocos

Vivir como hombre espiritual hoy significa llevar al Espíritu dentro de la crisis de la civilización para que aliente allí una respuesta. Creemos que la respuesta más puntual y creativa ha de ser la reconciliación del hombre con la tierra, encontrar en la fuerza del Espíritu las tareas y la felicidad de lo cotidiano. Desde el principio hemos señalado los límites de perspectiva que

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habría de asumir nuestra exposición; será oportuno recordar ahora aquello en que pensábamos.

Sin embargo, hay algunos momentos constitutivos de toda experiencia espiritual que no pueden pasarse en silencio; será conveniente indicar por lo menos que una espiritualidad de lo terreno, en lugar de eliminar esos momentos, los lleva dentro de sí y no puede constituirse sin tenerlos muy presentes. Nos referimos a la cruz, a la doxología y a la escatología.

a) Hemos sido educados en la consideración de la felicidad terrena como sinónimo de felicidad fácil y superficial, en busca de lo inmediato, sin tolerar sacrificios ni condiciones. De este modo está -o puede imaginarse que está- dentro de la óptica del deseo. Pero cada una de las páginas de nuestra reflexión debería haber recordado una ecuación distinta: la felicidad terrena es sabiduría y paciencia del don y pasa a través de la conversión del deseo al don. Esta ley de conversión -que recae sobre toda opción, sobre toda relación, sobre toda fruición- es la cruz plantada en el corazón de la espiritualidad de la tierra. Invertir el signo de todos nuestros contactos con los hombres y con las cosas es aceptar la muerte de lo que hay de más radical en nosotros; compartir la tierra con los «condenados de la tierra» quiere decir tomar sobre nuestras espaldas una parte de su condenación.

Y aquí se asoma otro aspecto. Antes incluso de la cruz que se abre entre el deseo y el don, hay otra que clava al deseo en el mismo momento en que brota. Es la dureza de vivir, es la tierra como una ardua necesidad. Mirar la tierra como una mesa preparada para un banquete es una óptica de ricos; y entonces es conveniente, por ascesis, guardar abstinencia los viernes. Pero para los que comen pan duro, todos los días son viernes. Quiero decir con todo esto que para los más pobres la cruz, antes de ser virtud, es el dato de base, es destino. Y que el que ellos acepten la vida, practiquen la honradez más elemental, es ya la transformación del deseo en obediencia al Señor de la vida, es espiritualidad.

Pero esto mismo vale en diversa medida para todos. Acoger el presente sin rebelarse y sin evadirse es la participación primera en la kénosisdel Hijo de Dios y es la condición fundamental para transformarlo. Asumir hoy la crisis, llevarla sin impaciencias, impugnarla sin histerismos: ésta es la cruz substancial. He conocido a personas cuya capacidad de penitencia, de autodisciplina, de sumisión, de oración, era realmente envidiable; los miraba como unos gigantes de espiritualidad. Pero frente a la irrupción de lo nuevo, frente a la aparición de lo desconcertante (en la iglesia y en el mundo), los he visto empequeñecerse, caer en la estrechez de acusaciones ruines e infundadas o retirarse al silencio de la intolerancia. Le dejo a Dios el juicio sobre su corazón; pero su vida, en semejantes actitudes, me ha parecido que

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eludía la cruz de Cristo para ir en busca de improbables purezas o servir de baluarte a fantásticos catastrofismos.

b) Entiendo aquí por doxología toda la dimensión sacramental y contemplativa de la vida cristiana. Poner el acento en la espiritualidad como fecundidad de vida significa desplazarlo del sacramentuma la res; y significa devolver a los sacramentos su carácter original de signo, de expresividad, de palabra; eficaz, sí, pero precisamente como palabra. El sacramento no es ya el depósito de la gracia sino su convertirse en palabra en la comunidad de los creyentes. En el sacramento se anuncia al Espíritu que actúa, como quiere y cuando quiere, en toda existencia.

Y con la vida contemplativa se anuncia que ese Espíritu, presente en el mundo, no es mundo; y que las criaturas amadas en él no son él. La vida contemplativa nos pone en guardia ante los ídolos de la historia; pero con tal que no se convierta ella misma en el ídolo de la anti-historia.

c) La escatología no es la punta avanzada de nuestros deseos; es la medida colmada de nuestros actos de justicia y de misericordia, de don y de perdón. La conciencia del hombre bíblico llega al descubrimiento del más allá, no porque la tierra le parezca demasiado pequeña para sus deseos, sino porque se da cuenta de que está demasiado lejos de la promesa de justicia contenida en la alianza 52. No es la infinitud del corazón humano lo que postula el reino de Dios; es el desnivel entre el corazón justo y la vida miserable (en términos laicos, entre el deber y la felicidad) que roe la existencia en la tierra. Unicamente el que se empeña en llenar ese desnivel lo verá colmado ad abundantiam.

Conclusión breve

El hombre espiritual que surge de la crisis es una figura antropológicamente inédita. Desarrollando la idea ya recogida en una nota (cf. nota 28), se puede decir que a la unidad orgánica del sentido, en donde todo se reduce a sistema de pensamiento y de acción, corresponde el hombre como esclavo, que solamente en la dependencia, en la aceptación de unos papeles y en la ejecución de unas órdenes encuentra su propia identidad.

A la crisis que dibuja la imagen de un mundo vacío de sentido, informe y sin fundamento, corresponde el hombre como amo, que se define en el acto de dominar la materia -natural y humana- imprimiendo en ella la forma de su propio querer.

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El hombre que vive el don del sentido, pero renuncia a organizarlo en sistema, confiándolo y confiándose a la fuerza del Espíritu, no es ni esclavo ni amo; es libre, con esa libertad que ante Dios lo convierte en hijo, ante los hombres en hermano, ante el mundo en habitante. La libertad para la que Cristo nos ha liberado (Gál 5, 1) no nos la podrá quitar ninguna crisis ni nos la puede garantizar ningún sistema anticrisis._________________7. F. Savater, Nihilismo, en Diccionario de filosofía contemporánea, Salamanca 3ª 1985, 334 ss.

25. Me refiero en particular a las encíclicas Redemptorhominis(nn. 15-17) y Dives in misericordia (nn. 10-12).

26. Esta idea de la concreción es un leit-motiv de la primera encíclica; por ejemplo: «No se trata del hombre "abstracto", sino real, del hombre "concreto", "histórico"» (n 13); «No se trata aquí solamente de ar una respuesta abstracta a la pregunta: quién es el hombre; sino que se trata de todo el dinamismo de la vida y de la civilización» (n. 16).

28. La anexión que la teología de la secularización ha hecho de Bonhoeffer está justificada sólo en parte; efectivamente, en él la parsdestruens (la caída del carácter mágico del mundo) no tiene como contrapartida el dominio total del hombre sobre la naturaleza, sino el sentido reencontrado de la creación. El «hombre adulto» de Bonhoeffer no es el hombre-esclavo de las civilizaciones y religiones de la naturaleza ni el hombre-amo de la civilización industrial.

30. Un texto fundamental para esta interpretación del Espíritu mesiánico es Ez 36, 25 ss., donde aparece en su plenitud el arco Espíritu-nuevo sujeto-obediencia a la leybienes de alianza.

33. En el «Principio y fundamento» de los Ejercicios espirituales de san Iganacio de Loyola todo lo que está fuera de Dios se encierra en la fórmula reliquasuperfaciemterrae. Debería ser superfluo recordar que esta crítica concierne a las sistematizaciones teóricas de la experiencia

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cristiana, no a la misma experiencia, que en todas las épocas se muestra tan rica en auténticos tesimonios de amor.

34. Pero la misma crítica está ya en la base de la revolución teológica realizada por Lutero.

35. La fórmula de «filósofos de la sospecha» es de Paul Ricoeur y se refiere especialmente a Marx, Nietzsche y Freud. Indica aquella aproximación a la conciencia religiosa (y moral) que no sólo no acoge su testimonio como verdadero, sino que explica su génesis como función del deseo, como «ilusión».

46. Hay que recordar el hermoso libro de M. Legaut, El hombre en busca de su humanidad, Estella 1973.

52. Véase en particular el comentario de J. Alonso Schókel al libro de la Sabiduría, en Eclesiastés y Sabiduría, Madrid 1974, 71 ss.

Lectura de Apoyo No 3:

http://www.mercaba.org/FICHAS/edoctusdigital/la_santidad_cristiana.htm

El término santidad ha sido largamente usado en la tradición teológica y espiritual

y sigue siendo actualmente una expresión frecuente para presentar el ideal

cristiano. En primer lugar es necesario considerar la santidad en Dios no como

lejanía o separación, más bien considerando toda su riqueza y vida, poder y

bondad, hasta hacer de Santo un sinónimo de Dios. Su nombre es santo. La

santidad en el pueblo de Dios es la presencia activa de Dios que confiere al

pueblo la santidad propia de su mismo ser. Es la santidad de la que participa la

Iglesia, y en ella las comunidades son santas y los miembros son santos. Esta

santidad no se identifica con la pureza legal o con la sola ausencia de la falta

moral. Así:

La Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Concilio,

creemos que es indefectiblemente santa, ya que Cristo, el Hijo

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de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu llamamos "el solo

Santo", amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí

mismo por ella para santificarla (cf. Ef. 5,25-26), la unió a sí

mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del

Espíritu Santo para gloria de Dios. Por eso, todos en la Iglesia,

ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son

llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: "Porque ésta

es la voluntad de Dios, vuestra santificación" (1 Tes. 4,3; Ef.

1,4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta incesantemente y

se debe manifestar en los frutos de gracia que el Espíritu Santo

produce en los fieles; se expresa de múltiples modos en todos

aquellos que, con edificación de los demás, se acercan en su

propio estado de vida a la cumbre de la caridad; pero aparece

de modo particular en la práctica de los que comúnmente

llamamos consejos evangélicos. Esta práctica de los consejos,

que por impulso del Espíritu Santo algunos cristianos abrazan,

tanto en forma privada como en una condición o estado

admitido por la Iglesia, da en el mundo, y conviene que lo dé,

un espléndido testimonio y ejemplo de esa santidad. (L.G. 39)

Consideramos finalmente la santidad como la forma de participación del Padre por

Cristo en el Espíritu Santo que, al ser Vida, es dinámica, tiende a su perfección

abarcando a toda la persona, incidiendo en todos sus niveles de apertura a la

existencia y que por lo mismo supone la colaboración con la gracia en operatividad

continua. Así lo plantea el libro del Apocalipsis “El santo, santifíquese mas” (Ap

22,11)

Se cuenta que Santo Tomás de Aquino, yendo de camino al concilio de Lyon, tuvo

la desgracia de tropezar  y caer herido, lo condujeron al monasterio benedictino de

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Fossonova. Allí cerca vivía su hermana Teodora. Un día en que fue a visitarlo,

consciente de la fama de santidad que rodeaba a Santo Tomas, esta le comentó:

 - Tomás, ¿Cómo se convierte uno en santo?

- Queriendo –le respondió el santo

- ¿Queriendo? ¿Eso es Todo? –respondió su hermana sorprendida.

- Todo –subrayó el santo- lo que uno puede hacer. Dios pone el resto. Pero

recuérdalo bien: el amor es cosa de voluntad. Se ama queriendo querer.

LA SANTIDAD CRISTIANA

Toda palabra honda sobre el misterio del Espíritu tiene el sentido de humilde búsqueda. La fe misma es una súplica pidiendo luz. Jesús envía su Espíritu a renovar la tierra y los corazones. Lo promete momentos antes de morir, y apenas resucitado lo cumple. Es el mejor legado que nos podía dejar. Con la fuerza del Espíritu vivida Él y ha llevado a cabo su obra. Tenemos un manantial de vida y de energía espiritual. Dondequiera que el Espíritu interviene suscita no solo fe, amor, esperanza, sino hombres creyentes, amantes, esperantes. Y éstos hombres hacen también historia con su experiencia del Don divino, sus gestos de respuesta, su reflexión. Nos han quedado en herencia los signos del paso de Dios por la historia de los hombres, y de la vida divina que en éstos nace a raíz del encuentro: La Biblia, la Iglesia y su historia, la vida y experiencia de los santos, la reflexión creyente. Todo ello entra a formar parte de nuestra existencia personal, a esto llamamos espiritualidad.

Pero la verdadera fuente de espiritualidad está en nosotros y en nuestra historia. ESPIRITUALIDAD es la capacidad de descubrir, interpretar, vivir, contemplar la presencia y la acción del Espíritu entre nosotros. Vida espiritual quiere decir vida cristiana integral. El espíritu pide acogida y colaboración, en correspondencia libre a su gracia y en íntima adherencia a la propia historia. El don y la llamada alcanzan a todos. Espiritual es quien toma el Evangelio absolutamente en serio llevándolo con sencillez hasta las últimas consecuencias, y unifica en torno a el la propia vida dispersa.

Por medio de la reflexión, la fe ahonda en el Evangelio, en el sentido divino de la historia, en el rumbo de la propia existencia. Varias formas de reflexión cristiana se ofrecen a alumbrar esos caminos y alimentar la vida. Son conocidas por su riqueza doctrinal y por sus servicios a la Iglesia: Teología dogmática y moral, Litúrgica y pastoral, etc.

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La teología espiritual escruta el hogar donde se fragua la unidad de la persona, donde se funden gracia y naturaleza, teoría y práctica, conocimiento y amor, actitud interior y acción externa. La espiritualidad pone coherencia, sin estrangular el movimiento de la vida cristiana. Es palabra del Espíritu al espíritu, que tiene su verdad en el encuentro personal con Cristo.

 

SANTIDAD CRISTIANA

La tradición ha recogido en esta palabra lo más valioso de la experiencia cristiana. Sea por influjo de la herencia o por intuición personal de cada uno, santidad es la expresión de plenitud. Cuando el cristiano deja a su espíritu idear libremente una existencia llena de adoración, de servicio y de autenticidad personal, piensa en términos de santidad.

En ella culmina el encuentro entre los varios actores del drama espiritual; Cristo, Iglesia, hombre, mundo. Cada uno de por sí y la relación entre todos alcanzan la máxima expansión. Da nombre a la Iglesia, que es no solamente Iglesia santa como un rasgo más entre otros muchos, sino Iglesia de la santidad como característica decisiva.

La santidad ha sufrido cambios en el modo de realizarse y sobre todo en la imagen que de ella se han hecho los creyentes. Es una palabra-ideal que atraviesa varias fases en la historia. Sobriedad y realismo divino en la presentación bíblica. Esponjosidad creciente, heroísmo, mortificación, en la Edad Media. Desinterés y menosprecio en época más reciente. Recuperación rápida en nuestros días, con fundamento bíblico y adherencia a la vida.A muchos les pareció que santidad resultaba noción estática, irreal, más indicada para fomentar la megalomanía, que para responder a las exigencias de la historia y de la propia capacidad. Querían acabar con los santos y con la santidad, como si se tratara de un detalle folclorístico en la vida de la Iglesia: menos aureolas e ir directamente a lo real. En el reciente concilio, vuelve a ser eje de toda la reflexión y del dinamismo espirituales. Ha recuperado sus dimensiones propias, superando el moralismo y la elasticidad que la tenían anquilosada. Para responder a las esperanzas y cumplir su función en las nuevas dimensiones, la santidad ha tenido que cambiar los acentos, ensanchar la noción, meterse de lleno en el misterio cristiano y en la realidad de la historia humana.

Desde el misterio de Dios es como mejor se define, en toda su complejidad y polivalencia: Ser de Dios, manifestación de Dios, don divino

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a la Iglesia, transformación íntima de la persona creyente. La salvación se desarrolla en un clima de santidad; personas, obras, medios, todo lleva ese rasgo distintivo de su pertenencia al misterio. Es santo todo aquello que Dios toca o a Él conduce.

ORIGEN Y NOCIÓN: El término "santidad" es aplicado constantemente por la Escritura, la teología, la liturgia, la espiritualidad, a toda clase de personas y cosas. De este modo se ponen de manifiesto su validez y universalidad. Entre sus múltiples aplicaciones se cuentan: santidad de Dios, de la humanidad de Cristo, de la Iglesia, del cristiano, lugares santos, libros santos…

Hay que mantener unidas a toca costa las varias aplicaciones. Se esclarecen mutuamente y juntas dan el significado real de la santidad cristiana: resplandor de vida que sigue al misterio divino en todas sus manifestaciones. Definidas cada una por su parte, sufren desintegración y caen en la ambigüedad. La santidad de Dios resulta abstracta, la de la Iglesia reduce a argumento apologético, la del cristiano queda en esfuerzo individual por conseguir la perfección.

Para unificar la visión, el mejor camino es acertar con su origen y seguirle la trayectoria, pues se trata de una realidad esencialmente dinámica. La fuente es Dios, en su ser y obrar salvífico.

Queda consignado en la Escritura, que se convierte en fuente de experiencia y de doctrina. Personas, hechos, palabras, cosas, van siendo incorporadas libremente por Dios a su vivir y obrar, con lo que se expande progresivamente el campo de la santidad.

SANTIFICACIÓN ES: La obra del Espíritu Santo en la Iglesia, en virtud de la cual el hombre, en todas las dimensiones de su existencia, se renueva y se hace reflejo e instrumento dócil de la Voluntad Divina para su obra de salvación en el mundo. Proceso lento y vital que solamente al final de los tiempos alcanzará su plenitud.

El Concilio Vaticano II.- El punto de partida fueron los hechos o datos de la experiencia actual. La importancia del laicado, la acción católica, la espiritualidad conyugal, el ecumenismo, la apertura al mundo, la sensibilidad pastoral en general, han contribuido a renovar la fisonomía de la santidad. No se insiste bastante en la santidad de la Iglesia en cuanto comunidad, se restringe a los religiosos con escasa atención a los demás estados de vida.

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La santidad es un don personal de Dios, comunicación permanente de Dios Trino en fe y amor. Intimamente presente al hombre, se hace vida del hombre. Queda santificado hasta el cuerpo, no por un gesto ocasional que le marcara, sino por la inhabitación del Espíritu, que lo convierte tal y como es, cuerpo y espíritu, en morada permanente y base de su irradiación en el mundo (Cor 6,19). Es un don para irradiar, difundir, contagiar a toda la humanidad. La santidad es un ministerio, una misión. El Espíritu transforma y santifica a una persona, a una comunidad, para hacerlas instrumentos adecuados que lleven a cabo su obra de salvación en el mundo. Lo SANTO en el lenguaje Bíblico designa una realidad compleja que toca el misterio de Dios, el culto y la moral, englobado y sobrepasando las nociones de sacro y puro. La noción Bíblica se refiere a la fuente de la santidad, a su comunicación a los hombres por la participación del Espíritu, y en el hombre a su irradiación vital ética. Incluyendo la separación de lo profano, la pertenencia a Dios sobre todo por la participación de su santidad, y la resonancia moral en el hombre.

El Antiguo Testamento presenta a Dios como Santo por excelencia. Dios es santificado, en el sentido de manifestar con obras divinas su santidad, esencia de su divinidad, y en el sentido de ser reconocido y adorado como Santo. Dios por fin santifica, hace santo: su nombre, Israel, el sábado… En particular, Dios santifica a su Pueblo, purificándolo de toda mancha, y exigiendo una santidad vivida y progresiva.

Si pasamos al Nuevo Testamento, podemos captar la santidad de Dios en sus momentos culminantes. "Bendito sea Dios y padre de nuestro Señor Jesucristo (…), que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en el Amado (…) En Él también vosotros que escuchasteis la palabra de la verdad, el Evangelio de nuestra salud en el que habéis creído, fuisteis sellados con el sello del Espíritu Santo prometido" (Ef 1,3-6,13).

INICIATIVA DIVINA: Que hace de la santidad un don. Estamos en el plano hondo de la comunicación personal; santificar al hombre es transformarle, elevándole en Cristo a la condición de hijo, ejerciendo para con Él su Divina Paternidad.

Por donde se quiera que empiecen los textos de la revelación en el NT, llevan siempre explícitos o implícitos los diversos aspectos del misterio de la santidad: Ser de Dios, acción de Dios sobre el hombre, conformación de éste a la imagen de Cristo, renovación moral. Si comienza por la santidad de Dios, concluye en el compromiso de vida cristiana santa; si

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empieza por las exigencias de vida cristiana, lo justifica luego recurriendo a la santidad de Dios. "Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta; como dice la Escritura; seréis santos, porque Santo Soy Yo (Lv 19,2) (1Pe 1,15,16).

"Sed perfectos, como vuestro Padre Celestial es perfecto" (Mt 5,48). Jesucristo es el Santo de Dios por excelencia. Por la unión de Dios y hombre en su persona, por la grandeza de su propia existencia como reflejo de Dios padre, por la misión recibida y cumplida en el Espíritu Santo de llevar a cabo el plan salvífico. En Él ha puesto Dios su morada y su complacencia: es el altar de la alianza, el templo, la víctima, el culto, la caridad, el mediador, el instrumento dócil y obediente hasta la muerte. Santidad en todos los sentidos: ontológica, cultural, moral, psicológica.

LA CONDICIÓN DE UN PUEBLO.

Comunicando su propia bondad trascendente, Dios suscita un pueblo santo. En la visión de Isaías, Dios tres veces santo se acerca al hombre, que queda sobrecogido en la conciencia viva de su impureza y de su finitud. Mas no se acerca Dios para oprimir, sino para salvar al pueblo. Purifica al profeta y lo envía de su parte a anunciar la salvación (cf. Is 6). Cada uno recibe la santidad divina conforma a la propia naturaleza. Las personas son asumidas con toda su libertad, llevando la santidad hasta el compromiso moral, la conducta, la existencia entera.

Tanto en el antiguo como en el Nuevo Testamento, el destinatario de la obra santificadora de Dios es un Pueblo. Lo escoge para el culto y para ser testigo y testimonio ante los demás pueblos de su bondad. Santo en el sentido Bíblico de la palabra no es aquel que ha hecho grandes cosas por Dios, sino aquel en quien ha hecho grandes cosas.

Santidad es fidelidad a la Iglesia santa, conformidad a la imagen de Cristo que se forma en cada cristiano, y por ahí ser reflejos de santidad del Padre, que para eso hizo el hombre a imagen y semejanza suya. Los santos son la gloria de la Santísima Trinidad.

 

"SANTIDAD ECLESIAL". El acoplamiento de estas dos realidades contribuye a la mutua iluminación. La santidad desvela el misterio íntimo de la Iglesia y en la eclesialidad se pone de manifiesto el verdadero significado de la santidad cristiana. El bien que hace un miembro resuena

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inmediatamente en la comunidad. Pero también el mal: la Iglesia entera carga ante el mundo con el pecado de cada uno de sus miembros.

"Dios quiso santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente" (LG 9).

IGLESIA SANTA. Aplicamos a la Iglesia el mismo vocablo que caracteriza el ser de Dios y la humanidad de Cristo. Se trata de un uso legítimo porque participa y prolonga la misma realidad. Sin embargo la Iglesia es santa de otra manera: tiene asegurado el germen de santidad y asegurada su función santificadora. Necesita en cambio mucho esfuerzo y mucho tiempo para lograr que la santidad alcance hasta las últimas junturas peronales y sociales de su organismo gigantesco. Existe la santidad de la Iglesia como "Don" de Cristo, garantizado por su fidelidad inquebrantable y existe la "respuesta" de la Iglesia a ese don. La Iglesia es santa porque posee el Don Divino, es Cuerpo de Cristo, tiene los Sacramentos y otros medios de santificación, conserva íntegro el depósito de la revelación y ha cumplido su misión aún durante los periodos de mayor decadencia moral.

"RESPUESTA DE SANTIDAD".La respuesta de santidad se le puede y se le debe exigir a la Iglesia, pero no como condición de fe en Cristo. Aflora constantemente la tentación de rechazar el don de Cristo por la infidelidad moral de los ministros o la vida desedificante de algunos cristianos. Jesús asegura su asistencia a la prestación de los servicios de salvación, aún por medio de personas que no están a la altura moral de los dones divinos que administra. Esta garantía la da el Señor, para poner su obra de salvación al alcance de todo el que le busca con sincero corazón y que nadie quede defraudado por culpa de las mediaciones. La debilidad humana no desvirtúa el poder de Cristo. En cambio, para la Iglesia misma, sus ministros y sus fieles, la fidelidad incondicional del Señor es una invitación apremiante a continua conversión y purificación. Por sus proporciones masivas, aumenta la visibilidad, la fuerza expresiva. Mientras Jesús no salió de Palestina, la Iglesia ha recorrido el mundo, ha penetrado en todo, se ha ofrecido a todas las miradas, y al juicio de todo el mundo. Es una ventaja. Pero, por otra parte, pierde en claridad. Cristo era impecable, en su ser y en la dedicación desinteresada a la causa de su Padre. La Iglesia lleva mezclas que ofuscan el intento central. Es así como Jesús ha previsto, y a la que promete su Espíritu que asegura eficacia y perennidad.

Las previsiones del Señor en el Evangelio, la experiencia eclesial que relata las cartas de los Apóstoles y el Apocalipsis, dan como cosa normal la presencia del pecado en la Iglesia.

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Con sus actitudes y actos continuos de reforma debe la Iglesia demostrar que el pecado le es ajeno, aún cuando lo tenga siempre en casa. Se purifica en el esfuerzo de conversión y fidelidad. Tarea interminable, desde el momento que las raíces del mal perduran, y las situaciones deformantes se presentan siempre nuevas. La purificación tiene doble dimensión: "renovación" de la vida teologal como actitud fundamental, "reforma" de las expresiones que están afectadas por los condicionamientos de este siglo.

"DE PRIMERA NECESIDAD".La santidad no es hoy un lujo, sino un artículo de primera necesidad. Todo lo que dice o se hace en el terreno de la fe necesita de la santidad vivida como de la sal que lo condimenta y hace asimilable. El cristiano es sal de la tierra.

E. Schillebeeckx dice: "La fe sobrenatural incluye dos elementos de testimonio: en primer lugar, el "llamamiento interior a la fe por gracia proveniente de Dios; en segundo lugar, la realización histórica de esta gracia, la "aportación exterior", es decir, una realidad históricamente perceptible para nuestra experiencia humana, realidad que, en su unidad con el llamamiento interior de Dios, es en una vida concretamente situada la "encarnación de la gracia de Dios que invita".

El testimonio de santidad es colectivo, de todos. Los hechos corroboran esta verdad. El esfuerzo aislado de una persona se interpreta como buen temperamento, y en el mejor de los casos, como fruto de un espíritu particular. Tiene que generalizarse, para que adquiera validez objetiva y revierta sobre los contenidos del testimonio. Si hay unos contenidos que insistentemente producen generosidad, nos inclinamos a pensar que son los contenidos lo que valen, no el simple carácter de la persona generosa.

MULTIFORME. La santidad de la Iglesia "se expresa multiformemente" en la variedad de persona y grupos. Con la misma insistencia que la unidad, hay que destacar la variedad. Así lo hace el Concilio. En doble sentido la multiformidad juega un papel importante. En primer lugar, en beneficio de la comunidad, que tiene así la posibilidad de desplegar toda la riqueza de su ministerio de santidad. Ninguna persona o grupo puede llegar a realizarla por si solos. Entre varios representan más adecuadamente las varias dimensiones. En segunda instancia, también los individuos se benefician, ya que encuentran espacio libre para realizarla según su propia gracia, naturaleza, modo de vida. Resumiendo, diríamos que la multiformidad es un dato fuerte, exigido tanto por la naturaleza de la Iglesia, como por el llamamiento de todos los cristianos a la santidad. Antonio Guerra en sus reflexiones sobre el capítulo V de la "Lumen Gentium" nos dice: "El mayor problema ha existido en la vida cristiana seglar, tradicionalmente menos valorada como expresión de santidad

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cristiana. Actualmente, ha entrado en la conciencia católica su aptitud, y la validez de dos expresiones eminentes de su realización, que son el matrimonio y el trabajo social". (LG 43)

A la luz que dan los principios expuestos en el párrafo anterior, la santidad seglar es una responsabilidad y una urgencia primordial de la Iglesia. Es el único testimonio que llega a la mayoría de los ambientes. Esta forma de santidad, como todas las demás no debe ser juzgada por comparación con las otras, sino por referencia a su propia misión y a la gracia recibida. Estos son los puntos decisivos.

LLAMADOS A TODOS.- Si con sus dones Dios pretende que no falte santidad en la Iglesia, lo ha conseguido hasta ahora siempre en la historia. Ateniéndonos a los resultados, podemos reafirmar que "la Iglesia es indefectiblemente santa". Los favorecidos con la canonización llenan todas las épocas de la historia. Valía la pena un siglo entero de gracia, aunque no hubiera dado otro fruto que la existencia de un grande santo. Esta es, sin duda, una gran verdad, pero insuficiente. Los principios establecidos anteriormente obligan a rebasar esa emotividad que despiertan los grandes personajes. No es un porcentaje, reducido o elevado, lo que Dios pretende, cuando llama a tantos hombres a su Iglesia y les hace objeto de gracias personales. En el caso de la vocación cristiana Dios da a todos y cada uno gracia suficiente para la santidad, espera de todos la respuesta, la exige. Con esto no se pretende canonizar a todos. Perdería sentido la canonización. Dios quiere y necesita la santidad real de todos. De poco sirve a un grupo, a una nación, a in instituto gloriarse de tener un gran santo en su historia, si la santidad no es el clima general.

LA HISTORIA.- Mucho se ha hablado y rehablado últimamente en torno al "descubrimiento" de la llamada universal a la santidad en la conciencia de la Iglesia. Está hoy mucho más claro en nuestra conciencia que el seglar se santifica en su estado y gracias a su estado; y que está ahí para una misión evangélica de primera categoría: consagrar el mundo.

Hay mucho de terminología en la divergencia de opiniones y en el lenguaje de los escritores de espiritualidad. Cuando el antiguo decía vida cristiana entendía más o menos o que entendemos hoy cuando decimos santidad del seglar. Porque, al proponer la universalidad, nadie piensa hoy en hacer de todo cristiano un santo fuera de serie. Son santidades modestas las que se proponen; y equivalen muy de cerca de la vida cristiana que pretendían aquellos. No existía la terminología fraguada de llamamiento universal a la santidad. Lo decían en los términos más concretos que utiliza San Pablo: vivir dignamente, cumplir los propios deberes, evitar los vicios del mundo. Y acaso ese lenguaje realista y

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sobrio transmita mejor la realidad de vida que nos proponemos inculcar, que no el hablar de santidad a ciertas personas, que imaginan cosas raras tras de esa palabra.

LLAMAMIENTO INDIVIDUAL.- El NT llama "santos" a todos los cristianos; pero el término se ha debilitado de tal manera, que para la mayoría no significa ya la santidad real de que ahora hablamos. Y sin embargo, es apelación válida, punto de partida y raíz de todo el proceso.

Hay un mandamiento especial sobre la santidad, dirigido por Jesús a sus Apóstoles y a todos: repetido por los apóstoles a la Iglesia; sed santos, sed perfectos, comportaos de manera digna de vuestra vocación.

La llamada no viene sólo de fuera. Es una invitación interna del Espíritu Santo, que renueva constantemente a la persona, y con su gracia la mueve a siempre mayor fidelidad y heroísmo, si no encuentra obstáculos a su acción.

EL CRISTIANO.- Todo cristiano está equipado con las gracias necesarias para esa aventura que llamamos santidad: vida nueva, perdón de los pecados, inhabitación, virtudes teologales y morales, nuevas gracias según vayan pidiendo las circunstancias y se disponga a recibirlas. No se pueden malograr esos talentos, puestos por Dios, con la intención expresa de dar fruto en abundancia. El llamamiento es en fin y sobre todo amor. El amor que Dios ha tenido y tiene a cada uno de los cristianos (y en otro sentido, a todos los hombres), es el llamamiento más eficaz y real a santidad. Sale de todas las categorías de obligación o deber, y por más vueltas que le dé, el hombre no tiene más que una respuesta: amar y servir con todo el corazón y con toda la existencia. "La caridad de Cristo nos apremia" (2Cor 5,14): se entregó por mí, dio a su Hijo por mí, Cristo ha muerto por cada uno de los hombres.

Mientras no se empiece por el llamamiento del amor y su correspondencia, el recuerdo de la obligación no tendrá fuerza para mover a dar pasos concretos y decisivos. Sucede que el amor de dios, de Cristo al hombre, éste lo toma en general; Dios ama a todos los hombres, ha hecho maravillas por ellos y para ellos; no llega a la interpretación personal: por mí y para mí, que sería enfrentarse directamente con la conversión radical y con el amor.

DIFERENCIADA.-Si la santidad es personal, hay tantas formas y medidas de santidad como personas, tendemos injustamente a identificar al santo con el santo canonizado. La canonización exige un nivel objetivo, una fuerza de modelo, un equilibrio humano, que no son estrictamente

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necesarios para ser santo. Aparte de que la canonización es un hecho contingente, que depende en gran parte de circunstancias externas.

En sus varias formas y medidas, la santidad de cada uno es necesaria, no para hacer número, sino para funciones en que cada uno es insustituible. Si cumple esa función y responde al don, es santo, sin necesidad de compararse con otros.

Los santos existen para cumplir una misión y llevar a plenitud una gracia personal determinada. Quien lo realiza es santo, aunque lo sea en medida diferente de otro con otra gracia y otra misión.

El modelo de los grandes santos se utiliza para estimular al cristiano en el cumplimiento de la propia vocación, no para juzgar el valor de esa vocación o de su rendimiento.

DESEO DE PERFECCIÓN.- Ha sido tema de muchas elucubraciones saber hasta que punto es legítimo, y hasta que punto contraviene a la resignación a la voluntad de Dios, a la santa indiferencia, a la humildad. Es decir, que uno debería ser indiferente a una perfección más o menos alta.

La perfección no está en más o menos altura, sino en desarrollar la gracia recibida, y en realizar plenamente la misión encomendada, alta o baja.

Santidad Cristiana es la voluntad de Dios manifiesta en sus grandes líneas, desconocida en su desarrollo histórico y temporal, que guía la vida de cada uno hacia el encuentro con Él y el servicio abnegado al hermano. Entonces la santidad es creación continua, es un ensayo y un riesgo. Busca desinteresadamente y afanosamente la voluntad de Dios sobre la historia, sobre los otros, sobre sí mismo; y buscándola, la crea.

IDEAL DE SANTIDAD.- A base de doctrina y de la experiencia de los santos, es posible formular una idea general de lo que es la santidad en la vida del cristiano. Queda excluida la intención de fijar un esquema válido para todos. No serviría para los santos hechos, que lo tienen propio; ni para quienes intentan santificarse, y que ven su vida inundada de factores imprevistos. No sirve el esquema doctrinal para guiar al aspirante. Pero tampoco le sirve la vida concreta de un santo. El primero por demasiado abstracto, el segundo por demasiado concreto. Cada uno forja, guiado por el Espíritu, su propia santidad, obra original. Y, sin embargo, tiene razón de ser el ensayo de trazar un proyecto con amplio margen. Presta un servicio válido a la hora de apreciar la santidad de los santos, y a la hora de crear la propia.

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SANTIDAD.- Queda ya abundantemente explicada. Indica relación con Dios, participación en su ser. Tiene carácter más religioso y Bíblico.

PERFECCIÓN.- Se refiere a la integridad de las operaciones, al desarrollo del don inicial, del ser. Si el ser que desarrolla se entiende en su plenitud incluyendo la nueva vida puesta por el bautismo, entonces perfección responde a un sentido enteramente cristiano.

UNIÓN.- Es palabra de tono más teologal y dinámico a la vez. Pone la santidad en la relación con Dios: pasiva y activa, recibir y dar todo. Preferida de algunos autores, como San Juan de la Cruz, no alcanza en frecuencia de uso a las anteriores.

CUMPLIMIENTO DE LA VOLUNTAD DE DIOS.- Expresión de sentido claro. En algunos autores recibe una explicación marcadamente moralizante. Ha gozado de mucha aceptación en algunas épocas. Al sacarla de su contexto dinámico, se empobrece quedando en el cumplimiento de las normas y leyes, que expresan la voluntad de Dios. Por ello había perdido últimamente mucho de su valor. Se está recuperando en estos años, reinsertada en su contexto bíblico: el ideal de Cristo cuya vida fue toda ella una entrega incondicional a cumplir la voluntad del Padre. Entonces cobra sentido, se refiere a una voluntad con frecuencia imprevisible, laboriosa, que hay que encontrar a propio riesgo. En este sentido la usa el Concilio, especialmente al exponer la espiritualidad de los presbíteros.

IMITACIÓN DE CRISTO.- Ha tenido también mucha aceptación. De evidente relieve y primariedad para todo cristiano. Basta que la imitación no reemplace a la unión; y que se entienda en sentido interior, más bien que externo. Es una perspectiva típicamente cristiana, con tal que no destruya a creatividad personal, y se reduzca a reproducción material de gestos y palabras.

EJERCICIO HEROICO DE VIRTUDES.- También sirve para designar la santidad. Suena un poco a moralismo. Pero en realidad incluye también las virtudes teologales, y estamos, por consiguiente en el corazón de lo cristiano. Se ha prestado a muchos equívocos y falsos planteamientos de la vida espiritual. Estos aspectos son compatibles y deben ir juntos, aunque en diversa medida. Normalmente quien prefiere uno como base, incorpora los restantes. Sólo cuando uno de ellos se hace exclusivo, da origen a desequilibrios y deformaciones.

CRITERIO TEÓLOGICO.- En esa larga cadena de elementos y actividades que es o implica la santidad cristiana, el análisis teológico se

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propone descubrir cuál es el núcleo central, del que dependen los demás. Hablamos ahora del lado del hombre. Tiene importancia el saberlo, porque es ahí donde deberá aplicar lo mejor de sus esfuerzos.

No es necesario hacer un grande análisis para identificar el núcleo. La revelación nos da el trabajo hecho Jesucristo lo dice de manera explícita, y lo confirman de mil maneras los demás escritores del Nuevo Testamento. "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley? El le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón con toda el alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la ley y los profetas" (Mt 22,35-40).

"Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado, que os améis mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos para con otros" (Jn 13,34-35) Pero por encima de todo esto, vestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección" (col 3,14-16; cf. 1Cor 13; 1Tim 1,5). Siendo la caridad distintivo de la vida cristiana, el cumplimiento de toda la religiosidad antigua, tiene que pasar de un sentimiento primario. No basta con amar a Dios de cualquier manera; lo hacen también los paganos. Ni amar al prójimo de cualquier modo; lo hacen también los paganos. Esa caridad no tiene fuerza suficiente para constituir una forma de vida nueva.

Entonces caridad cristiana ensancha y ahonda. En su relación con Dios, pasa a amor filial, recibido y dado. Confianza absoluta, aunque Dios no hable o no responda, aunque parezca no hacer caso o no dar lo que se le pide. Y amor a toda prueba, en todo momento, no sólo durante las horas de culto o en el momento de fervor, o en la desgracia.

Con el hombre hace otro tanto. Para la caridad cristiano no hay enemigos. Ni de grandes dimensiones, como los perseguidores. Ni estos otros de menor talla que son los hermanos con quienes ha tenido un roce de temperamento o de intereses. En estas circunstancias la caridad puede actuar de dos maneras diferentes: preventiva, cuando advierte antes la dificultad y elimina el obstáculo con el amor y la paciencia; o sanante, cuando momentáneamente prevalece el instinto como en cualquier hombre, pero luego se rehabilita con la humildad y el perdón. Las dos formas son típicamente cristianas, las dos heroicas.

NORMA CANÓNICA.- Los criterios seguidos para la canonización de los santos tienen importancia en nuestro caso. Suponen muchos siglos de pensamiento teológico, de experiencia, de análisis y discernimiento. Han variado a lo largo de los siglos.

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El canon de santidad toma como base las VIRTUDES , y como rasgo especificante su HEROISMO.

Las virtudes que actualmente se someten a particular examen son: las tres teologales y las cuatro cardinales.

La heroicidad no es un concepto fácil de definir. Consiste fundamentalmente en el cumplimiento FIEL y CONSTANTE de los deberes del propio estado. Cumplimiento fiel, es decir, convencido y exacto; y constante, porque se extiende ininterrumpidamente por un espacio considerable de tiempo. Es el punto difícil y distintivo de la virtud heroica, ya que supera la condición humana, las fuerzas de la voluntad, y los impulsos del sentimiento; se practica en condiciones favorables o desfavorables, del bueno y mal humor, en salud y enfermedad.

A principios de este siglo, la Congregación de Ritos introduce una ligera modificación en el concepto de heroicidad; insiste más en el cumplimiento de los deberes ordinarios del propio estado, y menos en gestos grandiosos o realizaciones espectaculares. Importa el HEROISMO DE LA VIDA ORDINARIA.

DIMENSIÓN TEOLOGAL.

Recogiendo los datos de la revelación, de la teología y de la experiencia, la santidad completa está integrada por tres dimensiones: teologal, moral, psicológica. El ideal sería que se desarrollaran paralelas y compenetradas estas tres dimensiones. Pero esto no sucede realmente, ni siquiera entre los santos canonizados. Evidentemente, en toda santidad existirán las tres, por lo menos en un grado mediano de realización; y cualquiera de ellas que se intensifique, tira de las otras dos.

La primera y más importante es la DIMENSIÓN TEOLOGAL. Incluye la relación personal con Dios en fe y amor; recibir y dar, escucharle y hablarle. Va dentro también el trabajo apostólico, cuando reviste carácter personal de servicio a su Reino, no de simple actividad religiosa. Se realiza por medio de la fe, la caridad, la esperanza. Santo es el que está invadido y cogido por Dios, conquistado enteramente por su amor, y al mismo tiempo ha hecho de ese amor el centro de su ser y de sus movimientos.

DIMENSIÓN MORAL.

La perfección cristiana conlleva normalmente el ejercicio progresivo, constante y fiel, de las virtudes morales. Estas virtudes tienen por objeto

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realizar al hombre y servir de base a la actuación de las teologales. Pueden ser practicadas con independencia a las teologales, sin referencia a la unión con Dios. Entonces la perfección moral resultante no es cristiana, sino cualidad del hombre cerrado a sí mismo, autónomo, "perfecto" en el sentido humanista de la palabra. Es decir, se puede ser virtuoso, sin ser religioso y menos teologal.

Concluyendo, la perfección moral, que por sí sola es poca cosa, adquiere pleno sentido y relieve, cuando se integra con la dimensión teologal, porque representa una aportación necesaria. Si quitamos la conducta moral, la santidad teologal perdería buena parte de su valor propio y de signo sacramental que es básico en la santidad.

DIMENSIÓN PSICOLÓGICA.

No cabe duda que la gracia se desarrolla en las condiciones psíquicas del sujeto. Entra en la definición misma de la espiritualidad. Hay naturalezas favorecidas, predispuestas para sembrar en ellas santidad: temperamentos fuertes, magnánimos, pacientes, generosos. La semilla produce aquí ciento por uno.

Hay variedades relevantes para la santidad mientras se consigue después de conseguida. El ideal diferirá según se trate de hombre o mujer, activo o no activo. En líneas generales, la mujer está mejor dispuesta para la dimensión teologal: caridad, humildad, religiosidad; en cambio, está menos favorecida en el hombre por el psiquismo para la perfección moral: juega más con la emotividad, y está más expuesta a cambios bruscos, resentimiento, envidia, depresión, etc. El hombre goza de equilibrio moral más estable; pero es frío, autosuficiente, poco inclinado a entregarse del todo a una sola causa.

Conviene tener presente que la canonización y la santidad no garantizan el temperamento o el carácter de la persona. Como los demás mortales, han conservado su tanto de errores, defectos, miserias, debilidades, falta de criterios, etc. "La Iglesia canoniza a los santos. La opinión pública, con demasiada frecuencia, los diviniza".

Ya que no nos es dado el poder determinar los perfiles de la santidad propia de cada uno, queda la esperanza de conocer al menos los rasgos que caracterizan al santo de nuestro tiempo.

No faltan encuestas e indicaciones sobre el tipo de santidad hoy preferido: atención a las actitudes de conjunto, más que al detalle; desarrollo de la dimensión comunitaria; interés por el hombre, en amor y obras; desarrollo

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de la personalidad humana. Algunos reconstruyen su imagen conjetural con excesiva ingenuidad. El santo será un hombre completo, sensible a la historia y al mundo, solidario de todos, que desarrolla sus cualidades personales y sociales; en fin un centro de atracción. Lo malo de semejantes reconstrucciones es que reflejan, más que la personal real del santo mismo, lo que piensan los no santos proyectando sus deseos e ideas.

Algo podemos entrever, a partir de las funciones que Dios les ha enviado a cumplir en la historia anterior que conocemos. Hombres que revelan a sus hermanos la presencia de Dios y las aspiraciones más íntimas de esos mismos hermanos; que les devuelven a lo esencial en la creciente dispersión. Cristianos sin espectacularidad, que reaniman la vida y mantienen la esperanza en las personas.

El santo de hoy vive entre nosotros, pasa inadvertido, dedicado a su obra, con una buena dosis de abnegación; es probablemente objeto de contradicción. Probablemente es incompleto y vulnerable, porque Dios le dio solamente un carisma que cumplir, y deja ver toda su pobreza en lo demás.

El santo es fruto maduro producido por el encuentro de la gracia divina y la libertad humana en el tiempo. Ni una ni otra dependen, estrictamente hablando, de nuestra mentalidad. Es ACTUAL el santo que Dios quiere dar a cada época. Y frecuentemente envía, no el que los hombres desean, sino el que más necesitan.

LOS SANTOS CANONIZADOS.

TEOLOGÍA.- Posee la Iglesia una forma especial de reconocimiento a la santidad, que se llama canonización. No confiere santidad real ninguna o aumenta de la misma a las personas: no supone ni confiere superioridad en la gloria. Simplemente es un reconocimiento oficial de la Iglesia militante, válido para la Iglesia militante. Acto definitivo, infalible, irrevocable, con varios significados o contenidos: el santo está ya en gloria, merece culto, imitación, recurso a su intercesión.

En el santo logrado se refleja la santidad de Dios y la imagen de Cristo en grado eminente y bien visible. En el santo se compendian los aspectos de la santidad anteriormente expuestos: santidad de dios, santidad de la Iglesia, ideal de perfección cristiana.

Hay que dejar al santo un margen de libertad. Es creador de un nuevo estilo de vida cristiana, y no simple cumplidor de la norma de

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canonización o de la teología de la santidad. A los santos les hace Dios, es Él quien los premia.

Dentro de los mismos santos canonizados no se crea igualdad por el simple hecho de haber recibido todos el mismo reconocimiento. Cada uno de ellos conserva sus valores de naturaleza y de gracia, y sus límites, con diferencias objetivas tan marcadas como las que existen entre los demás cristianos. La canonización no elimina esas diferencias de valor. Tampoco hay necesidad de compararlas entre si. Cada uno ha desarrollado su gracia y cumplido su misión.

HISTORIA.- Los primeros en ser venerados como santos fueron los apóstoles, por su misión en la Iglesia y su especial relación con Cristo. Constituyen por sí solos una categoría especial.

A continuación, la atención de la piedad cristiana se dirige a los mártires. Se encomienda a ellos, en vez de pedir por ellos, como hace a los demás difuntos. Ve en ellos la realización del ideal cristiano de perfección: dar la vida por Cristo; son imagen viva del sacrificio del Calvario, y sobre sus tumbas se celebra la Eucaristía.

Transcurrida la era de las persecuciones, el martirio deja de ser la experiencia o la tensión eclesial de cada día. Entonces de dirige la atención a otras formas de servicio eminente: obispo, confesor, virgen… Van surgiendo poco a poco una serie de categorías, que orientan en la selección de las personas, cuya gracia y heroísmo podrían cumplir un ministerio de intercesión y de ejemplaridad en la Iglesia.

El rasgo más saliente de la canonización es su CARÁCTER ECLESIAL : eclesial en su origen, en sus procedimientos, en su finalidad. Se reconoce a sí misma y su propia santidad en los santos. Es un reconocimiento a la gracia y a la propia fidelidad, cumpliendo socialmente su título de "Iglesia santa".

Ph. Rouillard dice: "Si hacemos una breve reseña sobre el reclutamiento de los santos a lo largo de los siglos, resulta que la mayor parte de los santos canonizados lo ha sido menos por su santidad personal, por su virtud eminente, que por su pertenencia a una determinada categoría, es decir, por su función dentro de la Iglesia. Indudablemente han vivido la fe, esperanza y caridad, han amado a Dios y al prójimo, pero lo que en último análisis los han distinguido de los otros creyentes igualmente ejemplares es la función que han desempeñado al servicio de la Iglesia.

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En cada período de la historia, se ha tomado conciencia de esta o aquella función -mártir, la de obispo, de religioso- en la vida de la Iglesia, y se ha sentido la necesidad de ponerla de relieve con la canonización de personas que la habían ejercitado. Si esta ley que hace de la canonización, no una especie de premio de la virtud, sino más bien un reconocimiento por parte de la Iglesia de lo que en ella hay de más vital y más activo en sus realizaciones, si esa ley continuara verificándose, se puede prever que una conciencia más clara de ciertas funciones o tareas se traducirá más o menos rápidamente en la canonización de nuevas categorías y nuevos tipos de santos.

En particular, dado que nuestro tiempo percibe mejor el papel que desempeñan los seglares en la Iglesia, parece justo y, además, necesario que seglares del siglo XX, que hayan cumplido esa función suya propia, sean reconocidos oficialmente como santos, al lado de los mártires, los obispos, los religiosos".

El hecho eclesial de la canonización y los santos canonizados han tenido un influjo determinante en la historia de la piedad cristiana y en la teología de la santidad. Ha sido un poderoso estímulo y un ideal orientador. Pero también ha condicionado excesivamente el desarrollo de la santidad efectiva en la Iglesia; mayor preocupación por los santos pasados que por la santidad real y presente, irrelevancia de los grandes cristianos no canonizados, idealización de los canonizados, exceso de confianza en su mediación insubordinada a la mediación de Cristo, imitación servil y falta de creatividad.

LOS SANTOS Y NOSOTROS.

"Veneramos la memoria de los santos del cielo por su ejemplaridad, pero más aún con el fin de que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vigorice por el ejercicio de la caridad fraterna. (Ef 4,1-6). Porque así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como de Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios" (LG 50). Todo el capítulo 7 de la LG es interesante.

Es un planteamiento que puede sorprender. Nuestra relación con los santos es, ante todo, COMUNIÓN ACTUAL, no imitación de sus ejemplos o lectura de sus escritos, prolonga el misterio y las actitudes que quedan expuestas al hablar de la "presencia viva" de Cristo.

No es lo mismo sentir admiración por un santo, tomarle por modelo, que entablar con él una verdadera COMUNIÓN DE VIDA, DE ORACIÓN, DE

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CULTO. Las causas de esta dificultad son muchas y de variada procedencia. Quizá la primera sea la tendencia general a la concentración y simplificación que guía actualmente la experiencia espiritual. Le resultan dispersivas las "devociones". Dificultad tanto más sentida, cuanto mayor ha sido en ocasiones la autonomía con que se practicaba la invocación de los santos. Se mantiene en cambio, viva la EJEMPLARIDAD, aunque de forma diferente.

No es la imitación de sus gestos particulares, sino más bien de su PROYECTO DE EXISTENCIA TOTAL, se prefieren los santos que poseen una personalidad de impacto, antiguos o modernos, prescindiendo de detalles y de que hoy sea o no realizable su forma de vida. Un contemplativo puede servir de modelo para un activo y viceversa.

Aquí es donde las biografías de los santos pueden prestar un servicio, por su objetividad y penetración. Tiene la tarea de encontrar, entre datos innumerables, el alma del santo y la trayectoria esencial de su vida. Sacada de la historia misma y del lenguaje de los hechos, y no obtenida por vía de reconstrucción filosófica o psicológica.

Otra vía de influencia y de una cierta comunión son los escritos. No cabe duda que ganan en prestancia con la canonización. Siendo fruto de la experiencia, con frecuencia la llevan todavía palpitante en la palabra.

ESPIRITUALIDAD EN EL MUNDO.

La espiritualidad seglar representa eminentemente el REALISMO de la existencia cristiana. La comunión con Dios se vive en todo el espesor y la concreción de la vida terrestre; proceso de santificación y tarea de salvación tienen lugar en el curso y en las estructuras de la historia temporal. Todas las urgencias, y preocupaciones, alegrías, de la vida humana se hacen portadoras de vida divina. El estado o condición de vida cristiana seglar goza de solidez en su perfil humano y en los componentes propiamente teológicos. Hoy no ofrece dificultad ninguna su valoración espiritual, pues la teología nos ha sensibilizado para percibir con fuerza inusitada sus aspectos positivos. Está sirviendo de semillero. Algunos de los valores eclesiales recientemente reactivados son vividos con mayor fuerza por la espiritualidad seglar, y de ahí pasan a los otros dos estados en diferentes dosis. Goza de una especie de prioridad en la Iglesia, como sucedió en otro tiempo con los religiosos y sacerdotes. Prioridad que no significa superioridad, sino valor objetivo y urgencia histórica. Aunque de momento no lo desarrolle, si conviene ofrecer un pequeño esquema.

1.- EN LA IGLESIA

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La vida cristiana seglar se realiza y caracteriza por su relación directa con el Evangelio y el Cuerpo místico. De ellos despliega con particular eficacia algunas formas de existencia y de misión. En el misterio de Cristo debe buscar su propio enclave, más que en el contraste con los otros dos estados de vida.

2.- SANTIDAD Y EXISTENCIA HUMANA.

Es la cualidad a que aludía en líneas anteriores. El cristianismo ha sido acusado de evasión. En gran parte, porque la imagen que ha dado de sí mismo está tomada de la existencia sacerdotal y religiosa. El cristiano seglar completa el cuadro, dejando una imagen más adecuada y real del vivir cristiano. De todos modos, esa concreción no la vive con preocupaciones apologéticas, sino con una posibilidad inmensa de gracia.

3.- FAMILIA Y TRABAJO.

El principio general de la encarnación en la existencia toma ahora dos formas predominantes: la vida de familia y el trabajo como profesión. Con todas las implicaciones que llevan ambos, tanto la vida familiar, como la inserción en el mundo del trabajo social.

4.- CONSAGRACIÓN AL MUNDO.

El cristiano toma su obra en el mundo como tarea de gracia. Esa actitud implica una convicción, y es que el mundo está ya consagrado por Dios. Al orientar, desarrollar, rectificar los valores de la historia, sabe que está colaborando con la gracia de la creación y de la redención.

5.- RELIGIOSIDAD POPULAR. Si queremos que la vida espiritual sea efectivamente el Evangelio al alcance de todos, tenemos que proponer formas asequibles, sencillas, independientes de cultura refinada, cie3ncia teológica, interiorización psicológica. Y esa forma de espiritualidad cristiana popular existe de hecho. No por derivación o necesidad lógica, sino por el don del Espíritu tanto, que da en ella uno de los dones más preciosos a su Iglesia.

6.- MOVIMIENTOS DE ESPIRITUALIDAD.

El dinamismo y la conciencia refleja de estos grupos vienen a enriquecer el horizonte de la espiritualidad seglar. En los últimos decenios, han hecho notar su presencia y su influjo con aportaciones cristianas de primera calidad.

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La espiritualidad laical tiene delante dos tareas. La primera es establecerse a sí misma, fijar su campo y sus competencias. Posee elementos teológicos y humanos abundantes para ello. Es labor ya realizada en gran parte. Pero le queda mucho por hacer en el plano de la organización interna. La experiencia laical es variada, pluralista. Caben numerosas espiritualidades dentro de la espiritualidad seglar. Y de alguna manera existen, no en forma de escuelas, sino de "movimientos". Los movimientos, con su fluidez y dinamismo, representan el esquema complementario de la división por estados. Además admiten la inserción y cruce de estados diferentes. Así unifican en la diversidad. Lo laical es en el cristianismo muy variado, teológica y prácticamente. La espiritualidad popular o piedad popular ha recibido pocas atenciones en este resurgimiento, y es la de la inmensa mayoría. De todos modos, el cristiano seglar ha conseguido plena identidad espiritual, y al vivir las estructuras esenciales de la vida cristiana, tiene fuerza representativa y ejemplar para los otros estados.

Lectura de Apoyo No 4:

http://www.mercaba.org/FICHAS/Teologia/elementos_de_espiritualidad__en.htm.

Es necesario plantearse dentro de este estudio la transformación del seguidor de

Cristo como un camino de transformación personaly de la Iglesia mirando hacia

las metas de perfección de la comunidad inscritas también el pensamiento

humano. La vida sobrenatural consiste esencialmente en la participación de la

gracia de Cristo y esta vida de la gracia lleva consigo una relación con las

personas divinas que actúan eficazmente en la vida de los fieles. Necesariamente

toda persona que cultiva la vida espiritual piensa en Cristo y lo ama. Esto se

percibe con evidencia en la vida sacramental y litúrgica como en cualquier

meditación de los misterios de Cristo.

En este sentido los datos que presenta el padre Rahner en su artículo “Elementos

de Espiritualidad en la Iglesia del futuro” le ayudarán a configurar esta vivencia de

un deseo personal de perfección cristiana con las aspiraciones de la Iglesia que

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quiere llegar a su Señor como la novia engalanada para su esposo, enrutando la

discusión sobre la espiritualidad hoy con los elementos que se convierten de suyo

en un medio eficaz para realizar la cooperación del Espíritu en la voluntad de los

fieles. Estos elementos deberán concretizarse en la proyección educativa de su

formación y de las personas a su cargo para el redireccionamiento de los

procesos.

Elementos de espiritualidaden la iglesia del futuro

Karl Rahner

El tema que se señala en el título de estas reflexiones es de suyo muy exigente y por tanto dificil de tratar. Hemos de hablar de espiritualidad. La espiritualidad (no tenemos de hecho un término adecuado para expresar la realidad a la que deseamos referirnos, dado que «piedad» no abarca debidamente esta realidad) es algo misterioso y delicado, que sólo con mucha dificultad puede traducirse en palabras y que —como autorrealización intensiva del dato cristiano en cada persona humana— es inevitablemente muy distinta en cada cristiano según el carácter, la edad, las vicisitudes personales, el ambiente cultural y social y finalmente la libertad y unicidad del individuo, que no puede expresarse adecuadamente de ningún modo. Por esto mismo el tema es ya exigente y dificil de dominar. A ello hay que añadir que hay que hablar de elementos destinados a caracterizar a la espiritualidad en una iglesia del futuro. Pero ¿qué es lo que sabemos del futuro de nuestra historia?, ¿qué es lo que sabemos del futuro de la iglesia? A pesar de toda la moderna futurología, ¡qué poco puede pronosticarse del futuro profano! Y también el futuro de la iglesia se ve sustraído ¡y en qué medida tan notable!— de los programas y de los cálculos de los hombres de iglesia y de sus ministros. Además, estos ministros sienten continuamente la tentación de pensar —a partir de su autoridad formal y de la inmutabilidad

substancial de su mensaje que son también los dueños de la historia de la iglesia y que pueden programarlo todo claramente y predisponerlo dentro de ella; o bien, sienten la tentación de pensar que en la iglesia, en definitiva, no puede suceder nada importante y sorprendente, ya que dentro del mar de la historia la iglesia está construida sobre la roca de la eternidad de Dios. Sin embargo, ¡cuántos cambios profundos y sorprendentes se llevan a cabo en la iglesia! Nosotros, los que ya somos mayores, y los que tienen autoridad en la iglesia, que han crecido en la

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época piana de la misma, con su monolitismo, no nos esperábamos ciertamente una iglesia tal como se nos presenta hoy. Los que decidieron el concilio Vaticano II, intentando liquidar el triunfalismo de la época piana y que proclamaron con insólita desenvoltura y casi con gozo un aggiornamentode la iglesia en el mundo de hoy y de mañana, seguramente pensaron muy poco en lo que hoy se está verificando en esta iglesia y de lo que el concilio no fue la causa, sino más bien una especie de catalizador. Por consiguiente, resulta casi imposible hablar de una espiritualidad futura en la iglesia, ya que semejante espiritualidad está además condicionada por el destino imprevisible de la iglesia, en cada uno de sus sectores y en su conjunto. Todo esto hemos de tenerlo presente desde el principio, si queremos atrevernos a tocar este tema.

A pesar de lo dicho, nos enfrentamos inmediatamente con el asunto, quizás con un poco de entusiasmo aventurero. Aquí hablaremos sólo de la espiritualidad en la iglesia católico-romana; la espiritualidad que evidentemente existe también en las otras iglesias cristianas y en las religiones no cristianas quedará desde el comienzo fuera de consideración, así como la cuestión, de suyo tan importante, sobre los cambios que pueda experimentar la espiritualidad católica del futuro ante el hecho de que las iglesias cristianas gracias al esfuerzo ecuménico se están acercando cada vez más, haciendo posible un intercambio más intenso entre las historias religiosas de las iglesias cristianas y sus experiencias espirituales futuras. Al tratar este tema presuponemos también como dato obvio aquella convicción de fe de la manera y en las dimensiones con que es anunciada por la iglesia y por su ministerio con una fuerza vinculante definitiva, y en los términos con que interpretamos y captamos esta convicción de fe adecuadamente y en su obligatoriedad, como fundamento básico de esta espiritualidad que vamos a comentar. Teniendo presente la imposibilidad de prever con claridad el futuro para la iglesia concreta, por su situación futura dentro de la historia y de la sociedad, no hemos de preocuparnos demasiado de si hablamos de una espiritualidad presente ya en la actualidad y que es posible hoy, o de una espiritualidad que sólo será posible mañana, o de una espiritualidad típica de hoy o del mañana, es decir, si hablamos de realidades ya en acto o de ideales no realizados todavía.

El primer dato que hemos de señalar que es de suyo obvio para un cristiano católico es que la espiritualidad futura, a pesar de todos los cambios destinados a verificarse, poseerá y conservará siempre una identidad, aunque misteriosa, con la antigua espiritualidad pasada de la iglesia. La espiritualidad del futuro, por consiguiente será una espiritualidad que tenga como punto de referencia al Dios vivo, que se ha revelado en la historia de la humanidad y que se ha colocado con su realidad más propia —como fundamento básico, como dinamismo íntimo

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y como objetivo último— en el centro más interior del mundo y de la humanidad creada por él. La espiritualidad cristiana tendrá también en el futuro que vérselas con el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, con el Dios y Padre de Jesucristo. Esta espiritualidad no podrá nunca degenerar en un humanismo puramente horizontal. Será siempre una espiritualidad de la adoración del Dios inasible, en el Espíritu y en la Verdad. Se tratará siempre de una espiritualidad que tenga como punto de referencia a Jesucristo, el crucificado y resucitado, como último autocompromiso victorioso e irreversible de Dios en el mundo en términos de captación histórica; se tratará de una espiritualidad que será seguimiento de Jesús, que sacará de él y de la concreción de su vida una norma, un principio estructural interior que no podrá disolverse en una moral teórica. Esta espiritualidad será siempre una acogida del destino de muerte de Jesús, que sin garantías de ningún género e incondicionadamente se abandonó con disponibilidad total al abismo de la incomprensibilidad de Dios y de sus imprevisibles decisiones, en la fe, en la esperanza y en la caridad, es decir, con la convicción de que de ese modo y no por otro camino se llega a la infinita verdad, libertad y bienaventuranza de Dios. La espiritualidad del futuro será también siempre una espiritualidad que viva en la iglesia, que reciba de ella, que se dé a ella y que colabore con ella, aunque quizás no esté muy claro qué es lo que puede significar todo esto, con precisión y en concreto, para el futuro. Esta espiritualidad será también siempre una espiritualidad que se concrete histórica y socialmente en los sacramentos de la iglesia y que haga visible por tanto a la iglesia misma, aunque la concreción de las relaciones entre existencialidad y sacramentalidad en la autorrealización del cristiano pueda variar mucho y sufrir por tanto cambios notables a lo largo de la historia. La espiritualidad de la iglesia en el futuro tendrá que tener además —como ha de tener en cada época una dimensión social y política, atenta al mundo, capaz de asumir responsabilidades para con este mundo sólo aparentemente profano. Y hemos de añadir también que en el futuro precisamente esta dimensión, característica de toda espiritualidad, será comprendida y realizada en términos más evidentes. La espiritualidad del futuro será y seguirá siendo una espiritualidad del sermón de la montaña y de los consejos evangélicos, en una protesta continuamente necesaria contra los ídolos de la riqueza, del placer y del poder. La espiritualidad del futuro será una espiritualidad de la esperanza y de la afirmación de un futuro absoluto, en la que el hombre tendrá que deshacer continuamente la ilusión de poder establecer en este mundo y en el curso de su historia, con su propia fuerza e inteligencia, el reino eterno de la verdad y de la libertad. La espiritualidad del futuro conservará siempre la memoria de la piedad del pasado y considerará sin sentido, inhumana y no cristiana la opinión de que también la piedad del hombre tendrá que comenzar continuamente de cero, sin ninguna vinculación con la historia, consistiendo puramente en revoluciones salvajes.

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Esta espiritualidad del futuro atenderá también siempre —en sentido positivo y negativo— al pasado de la iglesia para aprender de él. Por esto mismo, por un lado estará siempre abierta, no sólo al pasado, sino también a los nuevos comienzos pentecostales, no ya establecidos a priori ni reglamentados desde arriba por obra de la jerarquía, sino que brotan carismáticamente en donde quiere el Espíritu; aunque estas iniciativas carismáticas manifiestan que son, en el discernimiento de los espíritus, verdadera obra del Espíritu solamente en donde —a pesar de estar suscitadas aparentemente por una esperanza aventurada y casi autodestructiva se sitúan humildementedentro de la iglesia institucional, sin haber establecido a priori y en forma legalista principios que impidan la sumisión a esta iglesia de las instituciones. Por eso mismo la espiritualidad del futuro seguirá profundizando, con amor y simpatía, en los documentos de la piedad de otros tiempos, ya que esta historia pasada es también historia suya. Por consiguiente, no se mostrará nunca desinteresada ante la historia de los santos, de la liturgia, de la mística, como si se tratara de un pasado irrelevante de suyo. Puede ser que en el futuro se creen formas totalmente nuevas de vida en común, pero conservando siempre la comprensión y el amor al espíritu y a la realidad histórica de las antiguas órdenes religiosas, que pueden seguir conservando su propia vitalidad. La espiritualidad del futuro conservará la historia de la piedad de la iglesia y estará en disposición de descubrir continuamente que lo que es aparentemente antiguo y ya pasado puede dar entrada a un verdadero futuro de nuestro presente. Esto es lo primero que hemos de decir sobre la espiritualidad del futuro; esto evidentemente no excluye, sino que implica que pueda haber muchas formas y estructuras de la piedad del pasado que parezcan en concreto realmente superadas y de las que la iglesia deberá simplemente desprenderse, con objetividad y coraje.

Podemos prever un segundo aspecto de la espiritualidad del futuro. A diferencia de la espiritualidad del pasado, tendrá que concentrarse con enorme claridad en los elementos más esenciales de la piedad cristiana. En los últimos quince siglos puede decirse que en el área cultural de la iglesia occidental el contenido esencial y determinante de la fe cristiana era considerado por la opinión pública, incluso profana, como un dato más o menos obvio e indiscutible; por eso era vivida y estaba de hecho presente también en la espiritualidad. Pero lo que lo hacía interesante y atrayente prescindiendo de aspectos obvios era el hecho de que se concretaba en las más variadas formas de piedad, que vivían por así decirlo en una especie de competencia entre sí. Por eso los intereses y las iniciativas de las personas piadosas dieron vida a las más variadas formas de devoción y de prácticas religiosas, a los más diversos estilos de vida religiosa, claramente distintos unos de otro. Así por ejemplo (lo que decimos quiere realmente ser tan sólo un ejemplo) convivía a la par la

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devoción a la preciosísima Sangre, al niño Jesús, a los siete dolores de la Virgen, por no hablar de las oraciones de intercesión organizadas con tanta intensidad por las almas del purgatorio, de la praxis tan difundida de las indulgencias, etcétera. Se distinguían con claridad entre sí las espiritualidades de cada orden religiosa, las orientaciones más diversas en la mística y en su interpretación teológica, la práctica tan común de las peregrinaciones, el culto en determinados santuarios y a imágenes milagrosas, cierto interés —que hoy a veces nos resulta casi incomprensible por dogmas específicos o por determinadas tesis teológicas con sus reflejos respectivos en la piedad, etcétera. Todo esto no desaparecerá sin más ni más simplemente de la conciencia y de la vida de la iglesia. Más aún, todavía hoy podemos ver cómo Roma intenta mantener vivas ciertas formas concretas de vida de piedad. Sería una pena que todo esto se quedase en una mera uniformidad gris en la espiritualidad y nadie puede decir si no se formarán en el futuro nuevas y sorprendentes formas concretas de espiritualidad, aunque podemos presuponer que en este invierno de un secularismo y de un ateísmo tan difusos no podrán ser muchas las flores que puedan brotar en la espiritualidad cristiana. Desde luego habrá también en el futuro una piedad mariana y se seguirá venerando a los santos. Y se puede esperar incluso partiendo de los fundamentos últimos de la fe— que estas formas de piedad seguirán existiendo y adquiriendo mayor vitalidad. Pero se hablará de Jesús y no del niño Jesús de Praga, y se hablará más de María y menos de Lourdes y de Fátima. También habrá en el futuro una piedad eucarística, con la adoración (esperamos) del Señor presente bajo las especies eucarísticas. Pero con ello no está dicho todavía que en una viva espiritualidad del futuro el culto eucarístico con todas sus manifestaciones ocupe el mismo lugar que tuvo en el pasado. No creo que la piedad del futuro muestre el mismo interés por nuevas dogmatizaciones, como ocurrió por ejemplo en el sector de la mariología hasta hoy. La espiritualidad del futuro se concentrará en los datos esenciales de la revelación cristiana: que Dios existe, que puede hablarle al hombre, que precisamente su inefable incomprensibilidad en cuanto tal constituye el centro de nuestra existencia y por tanto de nuestra espiritualidad, que con Jesús, y solamente con él, es posible vivir y morir en una libertad definitiva de todos los poderes y constricciones, que su cruz incomprensible se puso sobre nuestra existencia y que este escándalo es lo que da un sentido verdadero, liberador y beatificante a nuestra existencia. Todo esto (y elementos afines) tampoco faltaba en la espiritualidad de los tiempos pasados; pero estas convicciones determinarán de forma más clara e incisiva y con cierta exclusividad, en este tiempo invernal, la espiritualidad futura. ¿Cómo no va a ser así, si el hombre y la iglesia se dan cuenta de que no son suyos los patrones de la historia, sino más bien que han de dar a la espiritualidad una forma adecuada a aquella situación histórica de que no disponemos ni tampoco

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somos capaces de plasmar, de modo que esta espiritualidad sea creíble también para los no cristianos? También esta observación, evidentemente, está gravada por el peso de todas las reservas que hay que hacer frente al carácter imprevisible del futuro.

Hay que hacer una tercera reflexión. La espiritualidad del futuro no estará ya sostenida socialmente (o lo estará mucho menos) por un ambiente cristiano homogéneo; por consiguiente, tendrá que vivir de un modo mucho más claro de como lo ha hecho hasta ahora en virtud de una experiencia personal y directa de Dios y de su Espíritu. Es verdad que de suyo y fundamentalmente la fides qua que caracteriza a toda espiritualidad fue también siempre el efecto de una asunción personal de responsabilidad, de la decisión y de la libertad del individuo; la última responsabilidad de la que el hombre podría desgravarse en su

vida para hacer que recayera sobre los demás, sobre otras instancias y por razones que preceden a su decisión, sería precisamente la de la opción de fe. Pero en otros tiempos esta fe del individuo vivía dentro de un contexto cristiano homogéneo y común a la sociedad civil y profana. Se podía creer en lo que, según la opinión pública y el lenguaje común, creían todos poco más o menos. Podía casi parecer que la persona quedaba liberada, precisamente en el ámbito de la fe, del peso —de suyo tan indelegable— de la responsabilidad de creer, de decidir por la fe, de esperar en contra de toda esperanza, de amar desinteresadamente; y en lo que concierne a la espiritualidad, podía parecer que se trataba más que de otra cosa de la intensidad con que cada uno personalmente intentaba poner en acto aquella vida cristiana a la que todos se sentían obligados. Hoy las cosas son muy diferentes. Hoy la fe cristiana —lo mismo que la espiritualidad se reviven continuamente en primera persona: en la dimensión de un mundo secularizado, en la dimensión del ateísmo, en la esfera de una racionalidad técnica que declara a priori que todos los principios que no pueden dar razón de sí mismos frente a esta racionalidad no tienen sentido o (como dice Wittgenstein) pertenecen a una «mística» sobre la que sólo es posible callarse si se quiere ser una persona honesta y objetiva. En esta situación la responsabilidad personal del individuo en su decisión de fe es necesaria y se requiere de una manera mucho más radical que en el pasado. Por eso forma parte de la espiritualidad actual del cristiano el coraje de decidir personalmente en contra de la opinión pública, aquel coraje singular que es análogo al de los mártires del siglo I del cristianismo, el coraje de una decisión de fe en el Espíritu que saca la fuerza de sí misma y que no necesita apoyos en el consenso público, sobre todo si tenemos en cuenta que la iglesia misma hoy, públicamente, más que sostener la decisión de fe del individuo, es sostenida por ella. Este coraje singular puede subsistir sin embargo sólo cuando se vive de una experiencia totalmente personal de Dios y de su

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Espíritu. Ya se ha dicho que el cristiano del futuro o será un místico o no será nada. Si se entiende por mística no unos fenómenos extraños parapsicológicos, sino una auténtica experiencia de Dios, que brota del centro de la existencia, entonces esta afirmación es exacta y resultará todavía más clara en su verdad y en su relevancia en la espiritualidad del futuro. Según la Escritura y la doctrina de la iglesia rectamente entendida, la convicción y la decisión de fe determinante procede en último análisis no simplemente de una enseñanza doctrinal desde fuera, apuntalada por una opinión pública profana o eclesiástica, ni tampoco simplemente por la argumentación teológico-fundamental y racional, sino más bien por la experiencia de Dios, de su Espíritu, de su libertad, que brota de lo más profundo de la existencia humana y que sólo allí puede ser objeto de experiencia, aunque esa experiencia no pueda encontrar una expresión y una objetivación verbal adecuada. La posesión del Espíritu no puede convertirse en un acontecimiento concreto para nosostros sobre la base de una pura comunicación doctrinal externa, como si se tratase de una realidad más allá de nuestra conciencia existencial (tal como sostuvieron algunas grandes escuelas teológicas sobre todo de la teología postridentina), sino que se le experimenta desde dentro. No podemos hablar aquí ampliamente de este punto. Pero las cosas están de la siguiente manera: el cristiano fundamentalmente realiza la experiencia de Dios y de su gracia liberadora cuando está a solas consigo mismo, en la oración silenciosa, en la última decisión de conciencia no recompensada por nadie, en la esperanza ilimitada que no puede ya aferrarse a ninguna garantía calculable, en el desengaño de la vida y en aquella impotencia de la muerte aceptada de buen grado y acogida en la esperanza, en la noche de los sentidos y del espíritu (como dicen los místicos, sin poder airear en este sentido ningún privilegio especial), y así sucesivamente. El único presupuesto es que él viva hasta el fondo estas dimensiones de la existencia y no huya de ellas en un temor que en último análisis resulta culpable. Entonces es cuando tendrá esta experiencia de Dios, aunque no esté en disposición de interpretarla y de etiquetarla teológicamente. Sólo a partir de esta experiencia, que constituye el dato fundamental en la espiritualidad, es como la enseñanza teológica adquiere de la Escritura y de la doctrina de la iglesia su credibilidad definitiva y su realización existencial.

Esta experiencia personal de Diosno puede exponerse ni describirse aquí mejor dicho, evocarse— con más precisión. Pero como por un lado constituye el centro íntimo de toda espiritualidad y por otro nos estamos preguntando cuáles son las características de la espiritualidad del futuro, conviene que consideremos todavía sintéticamente algunos aspectos típicos de esta experiencia original de Dios realizada en la transcendencia y en la gracia, que tienen que participar en esta espiritualidad del futuro (así como también en la actual).

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Hemos de mencionar una cuarta característica de la espiritualidad del futuro, que se sitúa en una singular unidad dialéctica con la tercera que acabamos de comentar, la experiencia personal de Dios. Nos referimos a la comunión fraterna en la que sea posible tener la misma experiencia básica del Espíritu, la comunión fraterna en el Espíritu como elemento peculiar y esencial de la espiritualidad del mañana. Se trata de un fenómeno que quizás se vaya dibujando con claridad sólo poco a poco y del que los ya mayores hablamos con cierta vacilación y con reserva, aguardando su desarrollo. Me gustaría decir que los ya mayores hemos tenido una experiencia de este fenómeno a menudo solamente marginal, aunque ahora, mirando para atrás en la historia de la espiritualidad, puede descubrirse que no ha sido tan raro. Los mayores hemos sido espiritualmente individualistas, dada nuestra proveniencia y nuestra formación, aunque siempre hemos celebrado con gusto nuestras liturgias comunes como una tarea y un deber obvio y objetivo. Pero aun cuando este fenómeno, que parece ir adquiriendo cierta vitalidad, puede encontrar sus precedentes en tiempos antiguos, sigue siendo verdad que en substancia la genuina experiencia del Espíritu, la verdadera espiritualidad, la «mística» entendida como acontecimiento obviamente personal, han sido siempre unas realidades que se han comprendido y se han vivido en el plano personal, es decir, en la meditación solitaria, en la experiencia de la propia conversión, en los ejercicios espirituales hechos en retiro, en la celda del claustro, etcétera. Si hay una experiencia del Espíritu hecha en común, considerada comúnmente como tal, deseada y vivida, es claramente la experiencia del primer pentecostés de la iglesia, un acontecimiento que —como hay que presumir no consistió ciertamente en la reunión casual de un conjunto de místicos individualistas, sino en la experiencia del Espíritu hecha por una comunidad. Esta «experiencia colectiva» no puede ni quiere sustraer ni ahorrar al cristiano en particular la responsabilidad de una decisión radical de fe, tomada en la soledad y a partir de la experiencia de Dios, ya que la persona particular y la comunidad no son entidades que puedan sumarse una con otra ni sustituirse entre sí. Pero con esto no puede afirmarse que sea imposible a priori concebir una experiencia del Espíritu dentro de una pequeña comunidad en cuanto tal, aunque al menos los sacerdotes ya mayores raras veces, y quizás nunca, hayamos intentado experimentarla, y mucho menos nos hayamos afanado demasiado en llegar a ello. ¿Por qué no va a ser posible algo semejante? ¿Por qué otras personas más jóvenes entre los cristianos y el clero no deberían en el futuro encontrar con mayor facilidad acceso a esta experiencia del Espíritu realizada en común? ¿Por qué no debería formar parte de la espiritualidad del futuro el hecho de que entre los cristianos surjan fenómenos como una reunión, formas de comunicación auténticamente humanas en ámbitos propiamente humanos y no sólo en aspectos técnicos y exteriores, fenómenos de dinámica de grupo, etcétera, que estén determinados, elevados y santificados por una

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común experiencia del Espíritu, dando vida por consiguiente a verdaderas comuniones fraternales en el Espíritu santo? Esto en definitiva no depende del hecho de que el reunirse con otros se lleve a cabo en circunstancias extravagantes, casi parapsicológicas y con fenómenos por el estilo, cosas que quizás se verifiquen en el interior de ciertos círculos entusiásticos americanos de movimientos pentecostalistas. No es necesario ponerse a hablar en lenguas, ni provocar fenómenos de curación mediante la imposición de las manos. También en la espiritualidad del mañana tiene que conservar su propia validez una psicología sana, con todos sus conocimientos críticos. Pero incluso sin saltar más allá de ella, sin interpretar como un don del Espíritu todas las erupciones extrañas de la conciencia o del subconsciente o cualquier comunicación contagiosa de humores y de emociones, estamos muy lejos de decir que sea imposible algo así como una experiencia comunitaria del Espíritu. ¿Por qué no debería ser posible comunitariamente un discernimiento de los espíritus que sea verdaderamente espiritual? La oración al Espíritu santo que se hace al comienzo de una reunión de cristianos ¿se reduce quizás solamente, en concreto, a una piadosa ceremonia inicial, después de la cual se continúa de una forma totalmente pagana hablando y razonando al estilo de cualquier reunión empresarial? ¿No habrá quizás sitio en la espiritualidad del futuro para una especie de «guru», de padre espiritual, que comunique su propia directiva densa en inspiración del Espíritu santo, imposible de reducir a psicología, a una dogmática teórica o a teología moral? Yo creo que en una espititualidad del futuro puede desempeñar un papel más determinante el elemento de la comunión espiritual fraterna, de una espiritualidad vivida juntamente, y que hay que seguir adelante por este camino lentamente, pero con decisión; pero no me atrevo a sugerir recetas concretas y particulares. Mas esto no significa que no haya ya orientaciones y vías de acceso a semejante espiritualidad vivida en conjunto con los demás, aunque estos intentos tienen que ser estudiados y verificados con paciencia; debe seguir siendo objeto de investigación la transposición crítica de la dinámica de grupo y otras iniciativas semejantes a un contexto puramente espiritual; la oración común en su exterioridad y la lectura de la Escritura como estudio exegético y la instrucción comunitaria en sentido corriente no constituyen todavía ese acontecimiento espiritual verdaderamente vivido en común que aquí consideramos como elemento importante de la espiritualidad futura.

Mencionemos para concluir un quinto elemento de la espiritualidad del futuro: una nueva eclesialidad. Esta eclesialidad de suyo, bajo el perfil abstracto y fundamental, es un dato obvio para la espiritualidad católica de todos los tiempos, que es una espiritualidad de la fe en común y una espiritualidad que se realiza también siempre sacramentalmente. Pero no hay que negar ni esconder que esta eclesialidad de la espiritualidad

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católica está destinada a tener en el futuro una fisonomía en cierto sentido distinta de aquélla a la que estábamos acostumbrados especialmente en los últimos ciento cincuenta años de la época piana de la iglesia. Por lo menos durante algún tiempo de este período la iglesia fue la casa amada con todo entusiasmo de nuestra espiritualidad, en la que todo cuanto uno necesitaba lo encontraba fácilmente a su disposición y no había que hacer otra cosa más que apropiarse de ello con buena voluntad y con alegría. La iglesia nos sostenía; no tenía ninguna necesidad de que la sostuviéramos nosotros. Pero hoy las cosas son muy diferentes, incluso en lo que concierne a nuestra espiritualidad. La iglesia de la que tenemos experiencia no es tanto el signumelevatum in nationes, aquella iglesia exaltada por el concilio Vaticano II, sino que más bien tenemos la experiencia de una iglesia de pecadores, de la tienda del desierto sacudida por todos los vendavales de la historia, del pueblo de Dios peregrino; tenemos experiencia de una iglesia que incluso en sí misma busca su propio camino hacia el futuro a través de un duro esfuerzo por hacerse continuamente consciente de su propia fe. Tenemos la experiencia de una iglesia de tensiones y de discordias interiores y nos encontramos dentro de ella bajo el peso tanto de los repliegues reaccionarios de la institución como de los fáciles modernismos que amenazan con dilapidar el sagrado patrimonio de la fe y la memoria de su experiencia histórica. Puede suceder también que la iglesia se convierta en un peso opresivo para la espiritualidad del individuo con su doctrinarismo, su legalismo y su ritualismo, realidades con las que no puede tener ninguna relación positiva una espiritualidad auténtica, tal como debe ser en su verdadera identidad. Pero todo esto no puede dispensar a la espiritualidad del individuo de ser una espiritualidad eclesial, sobre todo en un tiempo en el que el aspecto comunitario y social está claramente destinado a hacerse cada vez más importante en el futuro e irrenunciable incluso en el ámbito profano. Así pues, ¿por qué la espiritualidad del futuro no debería ser la de una simplicidad más elevada, hecha de prudente paciencia, que es eclesial precisamente en cuanto que soporta como algo obvio la pobreza de espíritu así como la falta de adecuación de la iglesia, participando de todo ello en el sufrimiento y demostrando de este modo su propia eclesialidad? Ya Orígenes decía que los espirituales no tienen que salir de la iglesia, sino más bien colocar en ella con paciencia, con humildad —comparticipando en la humillación de Dios en la carne del mundo y de la iglesia— y con amor su propio don del Espíritu; habrá que seguir estando en la iglesia concreta, tal como es ahora y tal como será a pesar de todas las reformas necesarias y continuas 2.También esta eclesialidad formará parte de la espiritualidad del futuro. De lo contrario, ésta se resolvería en orgullo elitista y en incredulidad, que no comprende cómo la palabra santa de Dios vino a este mundo en la carne y cómo santifica al mundo tomando sobre sí los pecados del mundo y también los de la iglesia. La eclesialidad de la

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espiritualidad del futuro será menos triunfalista que la de otros tiempos. Pero también en el futuro la eclesialidad será un criterio irrenunciable y necesario de la auténtica espiritualidad. La paciencia con la iglesia en su figura de sierva es también para el futuro un camino indispensable para llegar a la libertad de Dios, ya que en donde no se recorre este camino sólo se llegaría finalmente a la arbitrariedad de las opiniones personales y de una existencia egoístamente prisionera del propio yo.

¿Puedo decir, a pesar de todas las reservas sobre la imprevisibilidad de la forma concreta de una futura espiritualidad católica, que he mencionado unas cuantas, muy pocas, características —elegidas quizás arbitrariamente— de esta espiritualidad? No estoy seguro de ello. ¿Pero puedo al menos esperarlo?

2. Cf. K. Rahner, Experiencia del Espíritu, Madrid 1978.

Lectura de Apoyo No 5:

Catecismo de la Iglesia Católica 2697-2758

Ver también: http://www.aciprensa.com/fiestas/cuaresma/catequesispapa4.htm

Oración, ayuno y limosna

1. Durante la Cuaresma oímos frecuentemente las palabras: oración, ayuno, limosna, que ya recordé el Miércoles de Ceniza. Estamos habituados a pensar en ellas como en obras piadosas y buenas que todo cristiano debe realizar, sobre todo en este período. Tal modo de pensar es correcto, pero no completo. La oración, la limosna y el ayuno requieren ser comprendidos más profundamente si queremos insertarlos más a fondo en nuestra vida y no considerarlos simplemente como prácticas pasajeras, que exigen de nosotros sólo algo momentáneo o que sólo momentáneamente nos privan de algo. Con tal modo de pensar no llegaremos todavía al verdadero sentido y a la verdadera fuerza que la oración, el ayuno y la limosna tienen en el proceso de la conversión a Dios y de nuestra madurez espiritual. Una y otra van unidas: maduramos espiritualmente convirtiéndonos a Dios, y la conversión se realiza mediante la oración, como también mediante el ayuno y la limosna, entendidos adecuadamente.

Acaso convenga decir que aquí no se trata sólo de prácticas pasajeras, sino de actitudes constantes que dan una forma duradera a nuestra conversión a Dios. La

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Cuaresma, como tiempo litúrgico, dura sólo cuarenta días al año: en cambio, debemos tender siempre a Dios; esto significa que es necesario convertirse continuamente. La Cuaresma debe dejar una impronta fuerte e indeleble en nuestra vida. Debe renovar en nosotros la conciencia de nuestra unión con Jesucristo, que nos hace ver la necesidad de la conversión y nos indica los caminos para realizarla. La oración, el ayuno y la limosna son precisamente los caminos que Cristo nos ha indicado.

En las meditaciones que seguirán trataremos de entrever cuán profundamente penetran en el hombre estos caminos: que significan para él. El cristiano debe comprender el verdadero sentido de estos caminos si quiere seguirlos.

Jesús enseña a sus discípulos a orar

2. Primero, pues, el camino de la oración. Digo primero, porque deseo hablar de ella antes que de las otras. Pero diciendo primero, quiero añadir hoy que en la obra total denuestra conversión, esto es, de nuestra maduración espiritual, la oración no está aislada de los otros dos caminos que la Iglesia define con el termino evangélico de ayuno y limosna. El camino de la oración quizá nos resulta más familiar. Quizá comprendemos con más facilidad que sin ella no es posible convertirse a Dios, permanecer en unión con Él, en esa comunión que nos hace madurar espiritualmente. Sin duda, entre vosotros, que ahora me escucháis, hay muchísimos que tienen una experiencia propia de oración, que conocen sus varios aspectos y pueden hacer partícipes de ella a los demás. En efecto, aprendemos a orar orando. E1 Señor Jesús nos ha enseñado a orar ante todo orando Él mismo: «y pasó la noche orando» (Lc. 6,12); otro día, como escribe San Mateo, «subió a un monte apartado para orar y, llegada la noche, estaba allí sólo» (Mt. 14,23). Antes de su pasión y de su muerte fue al monte de los Olivos y animó a los apóstoles a orar, y Él mismo, puesto de rodillas, oraba. Lleno de angustia, oraba más intensamente (cf. Lc 22,39- 46). Sólo una vez, cuando le preguntaron los apóstoles: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1), les dio el contenido más sencillo y más profundo de su oración: el «Padrenuestro.

Dado que es imposible encerrar en un breve discurso todo lo que se puede decir o lo que se ha escrito sobre el tema de la oración, querría hoy poner de relieve una sola cosa. Todos nosotros, cuando oramos, somos discípulos de Cristo, no porque repitamos las palabras que Él nos enseñó una vez –palabras sublimes, contenido completo de la oración–; somos discípulos de Cristo incluso cuando no utilizamos esas palabras. Somos sus discípulos sólo porque oramos: «Escucha al Maestro que ora; aprende a orar. Efectivamente, para esto oró Él, para enseñar a orar», afirma San Agustín (Enarrationes in Ps. 56,5). Y un autor contemporáneo escribe: «Puesto que el fin del camino de la oración se pierde en Dios, y nadie conoce el camino excepto el que viene de Dios, Jesucristo, es necesario (...) fijar los ojos en Él sólo. Es el camino, la verdad y la vida. Sólo Él ha recorrido el camino en las dos direcciones. Es necesario poner nuestra mano en la suya y partir» (Y. Raguin,

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Chemins de la contemplation, Desclee de Brouwer, 1969, p.179). Orar significa hablar con Dios –o diría aún más–, orar significa encontrarse en el único Verbo eterno a través del cual habla el Padre, y que habla al Padre. Este Verbo se ha hecho carne, para que nos sea más fácil encontrarnos en Él también con nuestra palabra humana de oración. Esta palabra puede ser muy imperfecta a veces, puede tal vez hasta faltarnos; sin embargo, esta incapacidad de nuestras palabras humanas se completa continuamente en el Verbo, que se ha hecho carne para hablar al Padre con la plenitud de esa unión mística que forma con Él cada hombre que ora; que todos los que oran forman con Él. En esta particular unión con el Verbo está la grandeza de la oración, su dignidad y, de algún modo, su definición.

Es necesario sobre todo comprender bien la grandeza fundamental y la dignidad de la oración. Oración de cada hombre. Y también de toda la Iglesia orante. La Iglesia llega, en cierto modo, tan lejos como la oración. Dondequiera que haya un hombre que ora.

La plegaria del Padrenuestro

3. Es necesario orar basándose en este concepto esencial de la oración. Cuando los discípulos pidieron al Señor Jesús: «Enséñanos a orar», Él respondió pronunciando las palabras de la oración del Padrenuestro, creando así un modelo concreto y al mismo tiempo universal. De hecho, todo lo que se puede y se debe decir al Padre está encerrado en las siete peticiones que todos sabemos de memoria. Hay en ellas una sencillez tal, que hasta un niño las aprende, y a la vez una profundidad tal, que se puede consumir una vida entera en meditar el sentido de cada una de ellas. ¿Acaso no es así? ¿No nos habla cada una de ellas, una tras otra, de lo que es esencial para nuestra existencia, dirigida totalmente a Dios, al Padre? ¿No nos habla del pan de cada día, del perdón de nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos, y, al mismo tiempo, de preservarnos de la tentación y de librarnos del mal?

Cuando Cristo, respondiendo a la pregunta de los discípulos «enséñanos a orar», pronuncia las palabras de su oración, enseña no sólo las palabras, sino enseña que en nuestro coloquio con el Padre debemos tener una sinceridad total y una apertura plena. La oración debe abrazar todo lo que forma parte de nuestra vida. No puede ser algo suplementario o marginal. Todo debe encontrar en ella su propia voz. También todo lo que nos oprime; de lo que nos avergonzamos; lo que por su naturaleza nos separa de Dios. Precisamente esto, sobre todo. La oración es la que siempre, primera y esencialmente, derriba la barrera que el pecado y el mal pueden haber levantado entre nosotros y Dios.

A través de la oración, todo el mundo debe encontrar su referencia justa: esto es, la referencia a Dios: mi mundo interior y también el mundo objetivo, en el que

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vivimos y tal como lo conocemos. Si nos convertimos a Dios, todo en nosotros se dirige a Él. La oración es la expresión precisamente de este dirigirse a Dios; y esto es, al mismo tiempo, nuestra conversión continua: nuestro camino.

Dice la Sagrada Escritura:«Como baja la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá sin haber empapado y fecundado la tierra y haberla hecho germinar, dando la simiente para sembrar y el pan para comer, así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mi vacía, sino que hace lo que yo quiero y cumple su misión» (Is 55,10?11).

La oración es el camino del Verbo que abraza todo. Camino del Verbo eterno que atraviesa lo íntimo de tantos corazones, que vuelve a llevar al Padre todo lo que en Él tiene su origen.

La oración es el sacrificio de nuestros labios (cfHeb 13,15). Es, Como escribe San Ignacio de Antioquia, «agua viva que susurra dentro de nosotros y dice: ven al Padre» (cf. Carta a los romanos VII 2).

Cfr. http://www.redjoven.org/vidacristiana/la_oracion/la_oracion.htm#introduccion

La oración es actualmente un tema respetado. Resulta fácil hablar hoy de la

oración porque se sabe que incide en lo íntimo de la persona, aunque también ha

habido reparos desde situaciones en las que de hecho la oración queda fuera de

la vida. Para muchos, orar hoy no resulta fácil porque supone tomar unas

opciones radicales sobre la propia vida. En este sentido, ante la diversidad de

aspectos que se han tenido en cuenta para hablar de la oración no se puede

olvidar que es necesario presentar la oración en clave de amor/afectividad

recordando la autodonación de Dios amor al hombre.

Está muy presente en la oración la elevación de la mente a Dios. Si la oración es

un acto integral que expresa toda la persona, debe considerarse también como

acto racional del espíritu que se dirige voluntariamente a Dios. Es por esto que se

insiste mucho en la oración como diálogo, conversación, encuentro, coloquio en

donde se manifieste la capacidad de acoger la presencia de Dios como el amor

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fundante de la propia existencia. Desde esta clave se entiende el sentido de la

escucha en la oración. La lectura sobre el tema de la oración en este apartado le

permitirá acercarse a uno de los elementos mas relevantes de la espiritualidad en

lo que tiene que ver con la referencia a lo sagrado y la comunicación con lo divino

Lectura de Apoyo No 6:

http://www.mercaba.org/FICHAS/Teologia/de_los_consejos_de_perfeccion_al.htm

En la búsqueda de la santidad desde Cristo se plantean formas de perfección de

la caridad mediante los llamados consejos evangélicos que están propuestos en

su multiplicidad a todos los discípulos de Cristo y que son vistos como los

contenidos de la ley nueva. La distinción tradicional entre mandamientos de Dios

y Consejos evangélicos se establece por relación a la caridad, perfección de la

vida cristiana. Los preceptos tienen por objeto apartar lo que es incompatible con

la caridad. Los Consejos están destinados a apartar lo que puede constituir un

impedimento al desarrollo de la caridad. Los Consejos indican vías mas directas,

medios más apropiados para acercarse a la caridad y han de practicarse según la

vocación de cada uno:

Dios no quiere que cada uno observe todos los consejos, sino

solamente los que son convenientes según la diversidad de las

personas, los tiempos, las ocasiones y las fuerzas, como la

caridad lo requiera. Porque es ésta la que, como reina de todas

las virtudes, de todos los mandamientos, de todos los consejos y

en suma de todas las leyes y de todas las acciones cristianas,

da a todos y a todas rango, orden, tiempo y valor. (San

Francisco de Sales, amor 8,6)

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La radicalidad de los consejos evangélicos vista como medio de espiritualidad le

ayudará a entender, gracias a esta lectura, el compromiso del que quiere seguir

las enseñanzas del gran maestro de la espiritualidad Jesucristo.

Cuando se habla o se escribe de la perfección o de la santidad, aparece casi infaliblemente la expresión «consejos evangélicos». El mismo concilio Vaticano II, en la constitución Lumen gentium, en el capítulo V titulado «La vocación universal a la santidad en la iglesia», declara que la santidad en la iglesia «se manifiesta de modo particular en la práctica de los consejos que se suelen llamar evangélicos. Esta práctica... da en el mundo un testimonio espléndido y un magnífico ejemplo de esta santidad» (n. 39). Así pues, parece ser que la doctrina de los consejos evangélicos es un dato permanente y definitivo de la tradición católica; en consecuencia, es normal y hasta necesario tenerlos en cuenta y hablar de ellos cuando se trata de la vida espiritual, de su crecimiento, de su perfeccionamiento.

Pero si lo pensamos bien, las cosas no son tan evidentes ni tan sencillas. El nuevo testamento, como demuestra el estudio exegético, no nos obliga ni mucho menos a distinguir entre preceptos y consejos -y esto es lo menos que puede decirse-; la reflexión de los padres y de los teólogos sobre este tema ha sido no solamente muy general, sino incluso vacilante y poco segura; la crítica de la Reforma, a pesar de sus excesos verbales, parece haber dado en el blanco; finalmente los estudios más recientes de los teólogos y de los exegetas han dado un golpe serio a la presentación tradicional.

En las páginas que siguen me propongo demostrar en primer lugar con un procedimiento histórico y crítico, que el concepto de «consejos evangélicos» carece de fundamento en la Escritura y que su tematización teológica no hace justicia ni a la Escritura ni a la experiencia cristiana. Sin embargo, ya que la cuestión que suscita este debate es real -es decir, la naturaleza de la perfección evangélica y de los medios para alcanzarla-,intentaré en segundo lugar una aproximación distinta al problema. Si el esquema de los consejos evangélicos, que supone una distinción entre los preceptos y los consejos, desemboca en un callejón sin salida, podemos recorrer otro camino para poner de relieve las exigencias inauditas de la perfección cristiana: el camino del radicalismo evangélico.

De aquí las dos partes de este trabajo; la primera, crítica, señala de dónde procede la distinción entre preceptos y consejos y por qué esta distinción resulta inaceptable. La segunda, positiva y más larga, define el concepto del radicalismo, explícita su contenido evangélico y se esfuerza en poner de

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manifiesto las implicaciones que tiene para el esfuerzo hacia la perfección según el evangelio.

1. Distinción entre los preceptos y los consejos; su incongruencia

En el lenguaje teológico y espiritual, el término «consejo» guarda relación con el de «orden o precepto». Es una relación que indica una diferencia, si no una oposición: la orden, el mandato o precepto son exigencias que se imponen; no podemos descuidarlos so pena de desobedecer a Dios, de no alcanzar ni la perfección ni la salvación. El consejo es una recomendación, un parecer, un estímulo, que da lugar a la gratuidad, a la iniciativa, en una palabra, a la libertad de hacer o no hacer. Nadie está obligado a seguir un consejo, aunque seguirlo es algo mejor y más perfecto.

Aplicada a la ética evangélica, esta perspectiva supone que en la enseñanza de Jesús y de los apóstoles hay por una parte mandamientos que obligan y que es preciso observar, mientras que por otra parte ciertas exigencias serían tan sólo consejos, recomendaciones, para expresar un amor o suscitar una perfección más alta. Sean cuales fueren los matices -y veremos que son numerosos e importantes- el concepto de consejo se basa, para que tenga un sentido, en la distinción que acabamos de esbozar.

a) Uso actual del término

Desde hace unos veinte años asistimos en lo que afecta a este lenguaje a un fenómeno de dualismo. El discurso oficial, como dijimos anteriormente al citar el texto del Vaticano II, aunque abre nuevas perspectivas, sigue utilizando el esquema y el vocabulario adicional. Así, a propósito de la vida religiosa, la Lumen gentium habla de los «consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, de pobreza y de obediencia, basados en la palabra y en los ejemplos del Señor y recomendados por los apóstoles, los padres, los doctores y los pastores de la iglesia» (n. 34). Por otra parte, los exegetas y la mayoría de los teólogos que reflexionan sobre la vida religiosa, demuestran claramente que este vocabulario es inadecuado y carece de bases sólidas, al menos en lo que se refiere a la expresión «consejos» y a todo lo que ésta presupone.

Nos encontramos entonces con un doble lenguaje: en los documentos y en los discursos oficiales se repite la presentación tradicional, pero la reflexión bíblica y teológica pone en cuestión e invalida esta presentación. Esto nos obliga a preguntarnos, aunque sea brevemente,

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cómo se ha llegado a esta situación. ¿De dónde procede la distinción entre preceptos y consejos, en qué se basa, cuál ha sido su desarrollo, cuáles sus matices? También tendremos que decir por qué motivos resulta ahora discutible y por qué se la juzga inaceptable.

b) Origen de la distinción y sus diversas formas

Si la Escritura presenta dos series de textos que pueden interpretarse como consejos, una sobre el celibato (Mt 19, 10-12; 1 Cor 7, 2538) y otra sobre el abandono de los bienes (Mt 19, 16-30), no son sin embargo estos textos los que han dado origen al debate sobre la distinción, debate que comenzó en el siglo III con Orígenes y que duró hasta la síntesis de Tomás de Aquino en el siglo XIII. En el origen del debate está más bien la aparición de un hecho: en primer lugar, el del celibatocristiano voluntario dentro de las comunidades cristianas y, a partir del siglo IV, la aparición y la organización de la vida religiosa. Este doble hecho ponía a la iglesia frente a un grupo que, además de las exigencias comunes a todos, introducía cierto número de comportamientos particulares: celibato, comunión de bienes, ascesis alimenticia, vestido, etcétera. Es verdad que la intención de los ascetas y de los monjes no era la de vivir algo más y mejor que los demás cristianos; de todas formas, los textos primitivos, las reglas -incluso hasta la edad media-, no hablan nunca de la distinción entre los consejos y los preceptos. Según el testimonio de estos escritos se quería simplemente vivir el evangelio con todas sus exigencias, sin tener que preguntarse si eran obligatorias o facultativas. En una palabra, no fue la vida cristiana según su forma «religiosa» la que planteó directamente el problema e introdujo la distinción, sino más bien, como veremos, la reflexión sobre este hecho.

Al ver vivir a estos individuos y a estas comunidades, la conciencia cristiana se sintió movida a preguntarse por los comportamientos que los distinguían del resto de los cristianos. El celibato, la comunión de bienes, la restricción en su uso, el rechazo de las riquezas, las diversas formas de ascesis, ¿todo esto se les pedía a todos o se trataba sólo de posibilidades, de consejos? Es clara la ambigüedad de la pregunta; puesto que se trata de cosas muy diversas como el celibato, el ayuno, la abstinencia de la carne y del vino; unas se basan en el evangelio y otras proceden de tradiciones humanas. Por lo demás, también la respuesta será muy diferenciada, según se trate del celibato -propuesta libre- o del abandono de los bienes -exigido a todos en principio, como veremos-.

Así es como se planteó la cuestión a la que los padres de la iglesia, como Juan Crisóstomo, Ambrosio, Agustín, Gregorio Magno, intentaron

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dar una respuesta. El punto en el que están todos de acuerdo, pero que subraya especialmente Juan Crisóstomo, es que todas las exigencias evangélicas de perfección (la vía estrecha de la renuncia a sí mismo, el camino de las bienaventuranzas, el amor radical al prójimo y hasta a los enemigos) se imponen a todos los creyentes sea cual fuere su estado de vida. Pero al mismo tiempo se dan cuenta de que ciertos aspectos de estas exigencias no son vividos por todos ni pueden ser vividos; por ejemplo, el celibato y hasta cierto punto la distribución total de bienes. De aquí cierto embarazo en la explicación. Declarar que esos consejos son facultativos, una sobrecarga no exigida pero más perfecta, introduce en la iglesia dos categorías: una cierta aristocracia de perfectos y los que siguen la vida común. Por otra parte, parece evidente que no es posible presentar el celibato como un precepto obligatorio para todos, ni obligar a todos los cristianos a la comunidad de bienes tal como la quiso vivir la iglesia primitiva de Jerusalén. Subrayo estos dos puntos: celibato y comunidad de bienes (y al mismo tiempo el rechazo de la riqueza), porque fue a partir de ellos y en torno a ellos (sobre todo el primero) como se desarrolló la reflexión. Los otros puntos, como las exigencias de renunciar a sí mismo, de llevar la cruz, de amar a los enemigos, de la no-resistencia, del perdón, de las bienaventuranzas, del sermón de la montaña, se consideraban en conjunto como dirigidos a todos. En cuanto a la ascesis, muy practicada en los ambientes monásticos, eran vagamente conscientes de que sus vínculos con la Escritura eran mucho menos explícitos.

Habrá que aguardar a la edad media, con la aparición de formas diferenciadas de vida religiosa y la determinación de sus contornos jurídicos, para que aparezca, allá por el siglo XII, la tríada castidad, pobreza y obediencia. Desde entonces se hablará de los tres consejos evangélicos, creyendo que era posible fundamentar cada uno de ellos en los textos bíblicos, aunque la cosa no resultará tan fácil en el caso de la obediencia. Fue también entonces cuando se elaboró la sistematización escolástica cuyo representante más eminente fue Tomás de Aquino. Para él, como para los padres de la iglesia, la perfección cristiana consiste en el cumplimiento del doble precepto de caridad para con Dios y para con el prójimo. Los consejos, cuyo número y extensión no están determinados claramente, tienen una doble función, subordinada. Unos son como una irradiación y una manifestación de la sobreabundancia de ese amor; los otros son considerados como medios o instrumentos para llegar más fácilmente y con mayor seguridad a la perfección del amor: esto vale para la tríada mencionada.

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La posición tradicional, que como podemos ver resultaba bastante difusa, fue sufriendo con el correr de los siglos ciertas rigideces y simplificaciones. Los consejos se fueron reduciendo más o menos a la tríada y ésta quedará reservada a los religiosos, los cuales se comprometen en su profesión religiosa a ponerlos en práctica. De este modo, sin haberlo querido expresamente, se introdujeron en la existencia cristiana dos categorías o dos caminos: el camino obligatorio de los preceptos, necesario para la salvación y abierto ciertamente a la perfección, pero de forma que sólo conduce a ella con dificultad; y el camino de los consejos que permite con más seguridad la consecución de la perfección y que es el único verdaderamente homogéneo con ella.

Se comprende entonces el juicio que da J.M. Tillard sobre esta postura: «La perspectiva de santo Tomás causa una tensión que no nos parece completamente resuelta; tensión que es propia de toda la tradición, muy embarazada cuando se trata de justificar los "consejos" respecto al ideal común del bautismo».

De todo esto salta a la vista un problema, el de saber -antes incluso de emprender el examen de sus relaciones con la perfección- si es posible distinguir en los evangelios entre los preceptos y los consejos; en otras palabras, si existen realmente consejos evangélicos. Es lo que trataremos a continuación.

c) Crítica de la postura tradicional

Por muy extraño que pueda parecer, las primeras que ponen en cuestión esta postura son precisamente aquellas cartas fundamentales de la vida religiosa que se denominan las reglas. Tanto si se trata de la de san Basilio, como de las de san Agustín, san Benito, san Francisco de Asís, por no mencionar más que las más importantes y las más antiguas, en ningún lugar aparece la idea de una opción facultativa de una perfección más elevada. Los textos bíblicos que vemos citados -que con frecuencia son los mismos en todas ellas-, si insisten en el camino radical que hay que emprender, no dan nunca la impresión de que haya dos caminos cristianos posibles y que los monjes escojan el mejor y el más seguro. Lo que en todas ellas resalta con evidencia es la voluntad de vivir hasta el fondo y con todas sus exigencias el evangelio de Cristo; la tríada o no aparece para nada o, cuando aparece (para ello habrá que aguardar a la regla de los trinitarios en 1198 y a las reglas de san Francisco en 1221 y 1223), el proyecto de vida no se basa en ella. De aquí hay que concluir que los grandes iniciadores de la vida religiosa nunca pensaron ni quisieron constituir una especie de aristocracia cristiana obligada a la práctica de los

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consejos, dejando a los demás cristianos en el camino común de los preceptos. La intención evidente que los animaba era la de acoger en su totalidad, para ellos mismos y para sus discípulos, las exigencias inagotables de Cristo. Cuando tenían que proponer una regla de vida a los cristianos que vivían en el mundo -como lo hizo por ejemplo Francisco de Asís en su «carta a los fieles»-, las exigencias evangélicas de esa regla no eran menores ni el objetivo último resultaba menos elevado. En una palabra, podría decirse que al escoger el camino estrecho del evangelio, estaban convencidos de que no hacían más que responder a la única llamada dirigida a todos los bautizados de «seguir las palabras, la vida y las enseñanzas de Jesucristo», tal como escribe san Francisco al comienzo de su primera regla.

Se le ha dado un apoyo inesperado y a veces excesivo a esta crítica indirecta basándose en la reacción de la Reforma en el siglo XVI, especialmente por obra de Lutero. A pesar de su carácter polémico y a veces injusto -acusa por ejemplo a san Francisco de obligar a sus hermanos a la observancia del evangelio, haciendo de ellos una categoría aparte, siendo así que todos los creyentes están obligados a observarlo-, Lutero ve bien las cosas en conjunto. Señala, por ejemplo, cómo el sermón de la montaña, en donde se encuentran tantas palabras drásticas y exigentes, no puede considerarse como un consejo reservado a la decisión libre de algunos. Critica igualmente -aunque a veces haciendo de ellos una caricatura- la concepción de los votos monásticos. Dejando aparte los excesos verbales, lleva la cuestión a su meollo central: ¿existen realmente en el evangelio consejos al lado de los preceptos? Y responde claramente que no, excepto, naturalmente, en el caso del celibato.

Habrá que aguardar sin embargo a los estudios exegéticos y teológicos de la época moderna para que se ponga en discusión esta postura tradicional, pero esto no se había hecho sentir todavía en los años conciliares, ya que como hemos visto los textos del concilio utilizan todavía la expresión « consejos» y hablan de la tríada: castidad, pobreza y obediencia.

Estos estudios han ido examinando punto por punto la tríada clásica, ya que en ella es donde cristalizó la distinción entre los preceptos y los consejos. Los resultados pueden sintetizarse del siguiente modo:

- El celibato, y solamente él, se presenta en los textos bíblicos (sobre todo en Mt 19, 10-12 y 1 Cor 7, 25-38) como una opción que se deja en manos «no de todos, sino de aquéllos a los que se les ha dado (por Dios), porque no todos lo entienden» (Mt 19, 11). Si el término

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«consejo» no estuviera tan comprometido como lo está en realidad, sería posible aplicarlo al celibato, como hace Pablo en 1 Cor 7, 25. Por lo demás, la reflexión sobre los consejos comenzó y se desarrolló siempre en torno a este tema, que ha seguido estando en el centro del debate.

- En cuanto a la pobreza, los estudios han demostrado que las dos exigencias expresadas en este término: compartir, esto es, abandonar los propios bienes en favor de los pobres, y desconfiar de las riquezas y del dinero (para el primer punto véase sobre todo Mc 10, 17-22. 28-31; para el segundo, Lc 12, 13-34; 16, 1-31), iban dirigidas a todos los discípulos de Jesús y no podían ni mucho menos considerarse como un consejo facultativo de perfección. La expresión « si quieres ser perfecto» de Mt 19, 21, que por lo demás sólo utiliza Mateo, no significa que se trate de un consejo, sino que afirma una exigencia válida para todos los discípulos; en efecto, ser perfecto significa para el evangelista ser cristiano, ser discípulo de Jesús.

- Para la obediencia la prueba ha sido todavía más fácil, ya que ningún texto del nuevo testamento puede servir de base a la idea de que un hombre pueda ser en todas las circunstancias el mediador de la voluntad de Dios y que se le deba sumisión por ese título. Para encontrar algo de esta exigencia hay que pasar más bien a través de la comunidad humana y cristiana y por sus estructuras necesarias de cohesión, de unidad y de presencia.

De este modo la tríada, dejando aparte el celibato por el reino de los cielos, no puede considerarse como el esqueleto de la distinción entre los preceptos y los consejos. En cuanto a las demás exigencias evangélicas, sobre todo las de la renuncia (Mc 8, 34-9, 1) o las que contienen en gran número en el sermón de la montaña (no juzgar, no condenar, amar a los enemigos, perdonar, no resistir al mal, evitar los malos deseos, abstenerse de todo juramento, mantener la fidelid conyugal: Mt 5, 1-7, 27), y otras muchas palabras duras y paradójicas, nadie en el pasado ni en el presente ha pretendido considerarlas como consejos facultativos.

d) Hacia una aproximación diversa

Así pues, el esquema de los consejos no resiste a un examen serio y parece que es una contraindicación usarlo para hablar de la perfección cristiana.

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Sin embargo, es cierto que los evangelios y otros textos del nuevo testamento presentan ciertas exigencias que parecen inagotables y que no es posible contener dentro de la categoría jurídica de precepto. Esto es cierto en el caso del mandamiento supremo y central del amor a Dios y al prójimo (Mc 12, 30-31). Se trata ciertamente de un «mandamiento»; es imposible señalar sin embargo sus límites, al menos los superiores, por arriba. Se trata de una exigencia siempre abierta, de un dinamismo de marcha hacia adelante, de un dinamismo de superación. Trazar un límite, pararse en él, significa ya ser infieles a la llamada indefinida. Lo mismo podemos decir de la mayor parte si no de todas las exigencias evangélicas, empezando por la fe y por la conversión, por la vigilancia y por el camino en seguimiento de Jesús, por el llevar la propia cruz, por el romper los vínculos familiares por causa suya. ¿Estos son preceptos o consejos? Lo uno y lo otro, según se miren. Preceptos porque se imponen y porque hay que aceptarlos enteramente y sin reserva alguna, so pena de dejar de ser discípulo de Jesús. Pero también consejos, al menos en el sentido de que siguen estando abiertos, de que nunca se realizan y de que son capaces de interpelar continuamente a la libertad, impulsándola hacia lo más y lo mejor.

En este aspecto del mensaje evangélico es en donde quiero detenerme. Después de haber demostrado, según espero, que la aproximación que pasa a través de los consejos acaba en un callejón sin salida, quiero intentar una presentación, bajo el nombre de «radicalismo evangélico», de lo que en la Escritura aparece como una llamada incesante a la superación, como una exigencia infinita a la que no es posible dar ninguna respuesta definitiva una vez para siempre.

Así pues, la que propongo es una perspectiva nueva. El dinamismo de la perfección cristiana no consiste ya en los consejos que vendrían a añadirse como expresión y como medio a los preceptos, sino que está inscrito en todas las exigencias evangélicas y se expresa mejor en las que son más absolutas, más perentorias, en una palabra, en las más radicales. Entrar en este dinamismo, abandonarse al impulso hacia adelante, estar siempre en camino, no estar nunca satisfechos, sino continuamente tensos hacia lo que todavía no es, ése es el camino del radicalismo en el que se juega la perfección cristiana a la que están todos llamados.

2. El radicalismo evangélico Si el concepto de «consejo» no tiene raíces bíblicas ni puede ser utilizado para describir el dinamismo de la vida cristiana, ¿qué decir de

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la expresión «radicalismo evangélico»? Hay que reconocer que tampoco esta expresión es de origen bíblico y que sólo muy recientemente ha encontrado derecho de ciudadanía en exégesis y en teología.

Efectivamente, este término, transmitido más o menos a todas las lenguas modernas, viene del latín radix (raíz) y radicalis (relativo a la raíz). Utilizado primeramente en medicina, en las ciencias, en filología, acabó siendo aplicado en la política (partido «radical») y finalmente en la exégesis y en la teología. Los políticos y los exegetas comenzaron a usar los términos radical y radicalmente, cuando éstos, después de su evolución semántica, asumieron el significado de algo que se aparta de los comportamientos o de los usos habituales, de algo que es extremo, duro, perentorio, áspero y exigente. La Biblia ignora este término; por tanto, estamos ante un ejemplo de la aplicación de un término y de una categoría no bíblicos a un conjunto de textos o de temas que se designarán como radicales. Esta lectura y esta agrupación de textos bíblicos (sobre todo del nuevo testamento) dentro de un esquema que les es extraño son relativamente recientes: el uso del término en este sentido se encuentra en Bultmann (1927) y recibe una exposición más amplia en H. Braun (1957), en B. Rigaux (1970), en Th. Malura (1980). Se trata en estos casos de ciertas palabras de Jesús y de ciertas enseñanzas de los apóstoles que tienen una «expresión tensa, unas fórmulas duras que dan un tono de gravedad, de severidad, por no decir de tragedia, a la enseñanza y a la llamada del evangelio» (B. Rigaux).

Al tomar la categoría del «radicalismo» para describir las ex¡gencias más absolutas de la existencia cristiana, evitamos por una parte el callejón sin salida al que lleva la idea de consejo y aferramos mejor por otra hasta qué punto son inagotables estas exigencias, cómo no puede encerrarlas ninguna ley y cómo su llamada no recibe en el mejor de los casos más que una respuesta siempre parcial.

Una clasificación de textos radicales

Estudiar el radicalismo evangélico significa estudiar un tema, es decir, hacer un inventario de textos, analizarlos y agruparlos; se trata en nuestro caso de los textos que, según la definición dada anteriormente, suponen ciertas exigencias especialmente fuera de lo ordinario, duras, absolutas. 

Estos textos se encuentran parcialmente en las enseñanzas de Jesús que nos presentan los evangelios sinópticos; accesoriamente, en os

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escritos de Juan y en las cartas de san Pablo. La clasificación puede hacerse ciertamente de varias formas. La que aquí se adopta y  la que creo que responde mejor al conjunto de los textos sinópticos puede distribuirse en cinco capítulos: 1) el radicalismo del camino en seguimiento de Jesús; 2) el radicalismo de la no-pretensión; 3) el radicalismo del amor; 4) el radicalismo en el uso de los bienes; 5) la dificultad de la empresa.

En torno a estos puntos es donde cristaliza la mayor parte de las palabras radicales de Jesús; en ellos es donde mejor se afirman las exigencias a las que debe abandonarse el cristiano cuando ha puesto su fe en Cristo y en su evangelio. Así pues, examinaremos sumariamente estos puntos subrayando en cada ocasión cómo las palabras pronunciadas en otro tiempo siguen dirigiéndose al cristiano de hoy y lo impulsan a la superación de sí mismo, hacia un camino siempre adelante, en una palabra hacia la perfección de la vida cristiana.

El radicalismo del camino en seguimiento de Jesús

Cierto número de textos presenta las exigencias de Jesús respecto a sus discípulos inmediatos, los doce; son los relatos de vocación (Mc 1, 16-18; Mt 2, 13-14) o las condiciones que se ponen para poder caminar en su seguimiento (Mt 8, 18-22).

Para el que se compromete a seguirlo, Jesús debe tener la prioridad absoluta; él viene por delante de todo lo demás: la familia, el oficio, los bienes. Hay que dejarlo todo, inmediatamente; esto es más importante que sepultar al propio padre (Lc 9, 60); y una vez tomada la decisión, ya no hay que volverse a mirar hacia atrás (Lc 9, 62). Pero seguir a Jesús significa comprometerse por un camino imprevisible, ya que Jesús no tiene un sitio donde posar la cabeza (Mt 8, 18-19); significa ante todo renegar de sí mismo, tomar la propia cruz, aceptar perder la vida física, no ponerse a sí mismo en el centro (Mc 8, 34-9, 1). Otra serie de textos (Mt 10, 37-39) insiste en la rupturas que se imponen: hay que amar a Jesús más que al padre y a la madre, más que al hijo o a la hija incluso más que a la propia vida (Lc 14, 26); el que no renuncie a todo lo que tiene no puede ser discípulo de Jesús (Lc 14, 33). También puede suceder que algunos sean llamados «por causa del reino» a hacerse como eunucos, renunciando al matrimonio (Mt 19, 10-12).

El que camina de este modo en seguimiento de Jesús es enviado a misión (Mc 6, 7-13); pero esta misión de anunciar la buena noticia y de

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llamar a la conversión tiene que desarrollarse en el despojo material de todo y en el abandono absoluto a Dios y la acogida de los hombres. Más aún, lo que espera el enviado es la participación en el destino de Jesús; en su misión de testimonio, se encontrará con una oposición violenta por parte de las autoridades religiosas y civiles de su tiempo (Mc 13, 12). Será odiado por todos (Mc 13, 13), expuesto 0 entregado a la muerte (Mc 13, 12). Es que Jesús no ha venido a traer paz a la tierra, sino espada; ha venido a poner al hombre contra su propio padre, a la hija contra su propia madre (Mt 10, 34-36).

Así pues, hay que dar mucho para ser discípulos de Jesús y caminar en su seguimiento. Desde que resulta imposible caminar detrás de él en sentido material (tras la muerte y resurrección de Jesús), este seguimiento no está reservado sólo a los doce. Estos, por lo demás, constituían el primer núcleo de creyentes y su vida con Jesús sigue siendo el prototipo de toda vida cristiana. Lo que se les pidió a ellos en unas situaciones históricas determinadas y que ya no es posible repetir del mismo modo, se ha convertido en un modelo y en una llamada para los que escuchan las palabras de Jesús, para todos los que leen su evangelio.

Pero es importante determinar exactamente el punto central de las exigencias que hemos enumerado y que proclaman todas ellas rupturas con la familia, con los propios bienes y, lo que es más, con la propia sida. Este punto central es el inciso «por mi causa y por mi evangelio» (Mc 8, 35). Todas estas rupturas no tendrían ningún sentido y se derivarían de una especie de masoquismo si no fueran una manifestación del lugar único que Jesús ocupa en una vida. Reconocido como «Maestro y Señor» (Jn 13, 13), como Mesías y como Hijo de Dios vivo (Mt 16, 15), como la presencia de Dios y de su reino en medio de los hombres (Lc 17, 21), él es el primero y prevalece sobre todo. Por causa de él todo lo demás se relativiza, pierde su importancia; y cuando se impone una opción, aun cundo estén en juego cien valores primordiales (la propia vida, la red de relaciones, los bienes materiales...), es Jesús a quien hay que preferir siempre y en seguida.

Este es el meollo primero y principal del radicalismo evangélico: entrega de sí mismo a Jesús, la fe en él, el apego a sus pasos no menos de ser absolutos, incondicionados. Cuando Jesús entra en un vida, es para tomarla por entero. Para volver al tema de este trabajo, hay que subrayar que el camino en seguimiento de Jesus no conoce más ley que el amor y el amor no tiene medida. Se abre entonces una exigencia que es algo así como una herida que nada ni nadie podrá nunca cerrar o curar. Seguir las huellas de Jesús es un

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mandamiento(¿cómo sería posible ser cristiano sin este seguimiento?), pero un mandamiento que nunca se realiza por completo; nunca se podrá decir: «¡Ya he llegado!». El verdadero discípulo, que se deja poco a poco invadir por la presencia de Jesús, está siempre en camino; el espacio que todavía le queda por recorrer sigue siendo infinitamentemás grande que el que ya ha recorrido.

El radicalismo de la no-pretensión

Con el término «no-pretensión» entiendo el hecho de que el hombre, sean cuales fueren las obras que haya realizado, no puede tener derecho alguno, pretensión alguna, sobre Dios y sobre una retribución o recompensa. Frente a Dios sigue siendo siempre un pobre; lo que recibe de él no es jamás algo que se le deba, sino siempre un don gratuito.

Esta situación fundamental queda ilustrada en varios textos. Las bienaventuranzas (Mt S, 3-10) afirman que el reino de Dios -es decir, la plenitud de la salvación y de la felicidad escatológicas- se les da a los pobres, a los que tienen hambre y sed, a los que lloran y se afligen por no ser todavía el reino, a los que son mansos, impotentes y desarmados como niños. Es verdad que se exigen obras -la oración, la limosna, el ayuno (Mt 6, 1-8)-, pero esas obras tienen que realizarse en secreto, sin buscar la aprobación de los hombres, únicamente delante del Padre que lo conoce todo. De todas formas, incluso después de haber hecho todo lo que el amo ha mandado, el siervo nunca se creerá que se le debe algo (Lc 17, 7-10). Seguirá sirviendo día tras día a su señor, considerándose un «siervo inútil», que no merece recompensa especial alguna por su trabajo. En efecto, la tarea de servir que se le confía al hombre «no es un título de gloria, sino una necesidad que apremia», escribirá Pablo (1 Cor 9, 16-17) hablando de su servicio al evangelio. Con esto captamos el sentido de la parábola de los obreros de la viña (Mt 20, 1-16), a los que se les paga, no según su trabajo, sino porque Dios es bueno.

Aquí tocamos un tema candente de la enseñanza de Jesús, que exige del hombre un despojo absoluto, una descentración total de sí mismo. Cuando Pablo habla, sobre todo en la Carta a los romanos, de la salvación mediante la fe excluyendo las obras, dirá con otras palabras esta misma exigencia radical. Delante de Dios y delante de lo que está para recibir de él, el hombre es un pobre mendigo y sus «méritos» son una cosa ridícula ante la sobreabundancia del don recibido gratuitamente. La no-pretensión es reconocer este hecho: por una parte, una pobreza radical que ninguna obra y ningún mérito puede colmar; por otra, la inmensidad de la gracia que viene a llenar el vacío.

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Esto para el creyente representa un camino sin fin: tomar conciencia de lo que él es delante de Dios, o mejor dicho, de lo que no es; saber que en él no hay nada que pueda atraer el favor de Dios, a no ser precisamente su pobreza y su vacío, que Dios quiere colmar con su misericordia. Este es el sentido más profundo de las bienaventuranzas; los pobres de corazón, los afligidos, los hambrientos y sedientos de justicia son llamados bienaventurados porque Dios, al verlos en esa situación, quiere intervenir en su favor para sacarlos de ella.

Llegar a esto es para el cristiano el radicalismo más absoluto, ya que de este modo reconoce que la salvación viene sólo de Dios y no de él; es la muerte a sí mismo y todas sus pretensiones. Sólo los santos logran acercarse a este punto al final de su vida. Y aquí está sin duda el corazón de la perfección.

El radicalismo del amor

El camino en seguimiento de Jesús o, lo que es lo mismo, el hecho de ser su discípulo exige que se le dé a Jesús la primacía y la preferencia en todo.

Otra serie de exigencias se centra en el amor al prójimo. Es sobre todo el sermón de la montaña el que precisa los rasgos radicales de este amor (Mt 5, 1-7, 28).

Como dice la «regla de oro» (Mt 7, 12), «todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la ley y los profetas». Pues bien, cuando se trata de precisar en qué consiste la práctica de esta ley, los textos no hablarán de un amor idílico, emotivo, sino que presentarán más bien su rostro oscuro, crucificado.

El prójimo al que hay que amar es el que irrita, el que suscita la cólera y la injuria (Mt 5, 22); es el que pide e insiste (Mt 5, 42), el que fuerza, el que se impone y me violenta (Mt 5, 39-41). Así pues, ese prójimo es el que me odia, es mi enemigo; pues bien, a ése precisamente es al que he de amar, por el que tengo que rezar (Mt 5, 44); tengo que saludarle (Mt 5, 46-47), hacerle bien, bendecirle (Lc 2, 27.28.33). En vez de resistirle, he de dejarle hacer e incluso adelantarme a deseos (Mt 5, 38-42). En este mismo sentido van las recomendaciones de no juzgar (Mt 7, 1), de no condenar (Lc 6, 37), de perdonar siempre por encima de cualquier medida (Mt 18, 21-22). Si nos atenemos a estos textos, el verdadero amor es el que acepta al otro en su alteridad, aunque sea hostil y se nos oponga. Haciéndolo así es como podré convertirme en «hijo del Padre celestial que hace salir el sol sobre los

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malos y sobre los buenos y deja caer la lluvia sobre los justos y sobre los injustos» (Mt 5, 45), e imitaré la perfección misma de Dios (Mt 5, 48), su misericordia inagotable con todos los hombres (Lc 6, 36).

Las mismas bienaventuranzas en la presentación de Mateo encierran algunas exigencias respecto al prójimo. Por ejemplo, la de los  mansos, la de los misericordiosos, la de los que trabajan por la paz (Mt 5, 4.7.9). Lo mismo que Jesús, «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29), el hombre manso es un hombre que soporta la contradicción, carece de agresividad, huye de las disputas. Los misericordiosos, son los que saben perdonar a los demás, a ejemplo de Dios, absteniéndose de juzgar y de condenar y ayudando y favoreciendo a todos los necesitados. Los que trabajan por la paz o la procuran representan otra forma de la misericordia; intentan llevar la paz y reconciliar a los que están divididos por discordias y disputas y son por eso mismo desgraciados.

Hay finalmente una serie de textos que regulan el comportamiento de los que ocupan puestos de responsabilidad dentro de la comunidad y que por eso mismo pueden sentir la tentación de considerarse como «grandes» y hacer valer su autoridad. Se trata de la disputa de los discípulos sobre quién es el más grande (Mc 9, 33-37), del episodio de los niños (Mc 10, 13-16) y finalmente de la petición de los hijos de Zebedeo de ocupar los primeros puestos en el Reino (Me 10, 41-45). A ellos hay que añadir el discurso sobre la exclusión de títulos (Mt 23, 812). Estos textos reconocen el hecho de la autoridad y de un puesto aparte en la comunidad, pero insisten sobre todo en los posibles abusos e indican la actitud que han de tener los discípulos: el primero tiene que hacerse último, el grande ha de ser pequeño, el jefe tiene que ponerse a servir. La autoridad cristiana es un servicio, no un dominio o un honor; excluye los títulos altisonantes de padre, maestro, guía (Mt 23, 8-10) y exige que todos se consideren hermanos.

También la exigencia del amor conyugal fiel hasta las últimas consecuencias, creador de la indisolubilidad de la pareja, tiene que relacionarse con el radicalismo del amor (Mc 10, 2-9). El hombre y la mujer que se unen en matrimonio se comprometen según el designio primitivo de Dios en una relación que acepta al otro totalmente y siempre. En esta exigencia evangélica hay una exigencia inaudita que se le plantea a la libertad y a la fidelidad humana.

Vemos así una vez, en el terreno del amor al prójimo, el rasgo constante del radicalismo. Se proponen ciertas exigencias fuera de lo ordinario, fuera de toda medida. Son exigencias que van hasta tal punto en contra del egoísmo espontáneo del hombre que parecen

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imposibles. Pero son exigencias que se imponen; no se presentan como consejos facultativos. El que las acepta con obediencia sabe que constituyen un ideal hacia el que hay que tender cada día, en medio de contradicciones y de los conflictos en las relaciones humanas. El amor al prójimo, como dirá Pablo (Rom 13, 8) hace de cada uno de nosotros un deudor insolvente; nunca acabaremos de pagar nuestra deuda. La perfección del amor es como un horizonte que se aleja a medida que se avanza.

El radicalismo en el uso de los bienes

En este punto los textos son más abundantes. Sin embargo, su multiplicidad puede reducirse a dos polos principales: por una parte proclaman que la riqueza es un obstáculo insuperable para la salvación, por otra afirman que hay que deshacerse de los propios bienes para compartirlos con los pobres.

Si los bienes que se poseen nunca son calificados como malos en sí mismos, su designación por parte de Lucas como «mammona de iniquidad» (Lc 16, 9.11), que procede de la injusticia y del hurto (Lc 11, 30), muestra suficientemente la connotación negativa que los acompaña. Son de todas formas fuente de preocupaciones, de apuros (Mt 6, 25-34), un engaño y una seducción (Mc 4, 19), que impiden buscar el reino (Mt 6, 33), responder a la invitación del banquete (Lc 14, 18-20) y servir a Dios (Mt 6, 24); se convierten en un falso tesoro (Mt 6, 19-21). El apoyo que el rico piensa encontrar en las riquezas se muestra frágil y engañoso, ya que no ofrece ninguna garantía contra la muerte (Lc 12, 16-21). En el plano de la salvación, las riquezas constituyen un obstáculo insuperable (el apólogo del camello: Mc 10, 23-Z7); el rico inconsciente se sirve de ellas solamente para sí y por eso es arrojado a un lugar de tormentos, mientras que a sus cinco hermanos les espera la misma suerte (Lc 16, 18-31). Las enseñanzas de Jesús invitan a no preocuparse con ansiedad por esos bienes, aunque sean esenciales para la vida (Mt 6, 24-34); sólo a Dios hay que servir con confianza (Mt 6, 24-25), poniendo el corazón donde está el tesoro verdadero (Mt 6, 21).

Si todos estos textos describen los peligros que presentan los bienes materiales, sólo Lucas refiere algunos ejemplos y palabras que demuestran cómo es posible usar bien de las riquezas. Se trata de los fariseos «amigos del dinero» (Lc 16, 14), que dando limosna (Lc 11, 41) pueden también purificar sus bienes procedentes de robos y malas acciones; está además el administrador astuto que se granjea el favor de los acreedores (Lc 16, 1-9); y Zaqueo, que da a los pobres la mitad de sus bienes y restituye el cuádruple del dinero estafado (Lc 19 1-10),

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Pero hay que portarse correctamente, como el administrador alabado por su señor (Lc 16, 10-12).

El segundo polo es el tema: «vender los propios bienes». Esta exigencia se expresa enérgicamente en el episodio ejemplar del joven rico (Mc 10, 17-22) y se repite dos veces en Lucas (12, 33; 14, 33). Pero Lucas insiste en la generosidad que debe animar este gesto: hay que dar abundantemente (Lc 6, 30), sin esperar nada en recompensa (Lc 6, 34; 14, 13), como hicieron Zaqueo (Lc 19, 1-10) y la pobre viuda (Le 21, 1-4). Observemos que este desprendimiento guarda siempre relación con la distribución del dinero entre los pobres. Si se renuncia a los propios bienes es para repartir su precio con los pobres (Mc 10, 21), para darlos en limosna (Lc 12, 33). El buen uso de las riquezas es la beneficencia, como demuestra el gesto de Zaqueo. Uno se despoja por amor a los demás y para ayudarles.

En este punto hemos de precisar quiénes son los destinatarios de estas consignas. El relato del hombre rico describe sin ningún género de dudas un caso histórico concreto, pero los evangelistas -incluso Mateo, a pesar del «si quieres ser perfecto» que ya hemos recordado- extienden la invitación a todos los lectores del evangelio. Esto es evidente de manera especial en Lucas, que repite esta orden por dos veces en otros contextos, dirigida a la gente (14, 33) y a los discípulos (12, 33). No hay duda de que para los evangelistas se trata de una exigencia que atañe a todos. Nadie tiene derecho a acumular bienes y conservarlos para sí, cuando otras personas se encuentran en la indigencia.

De este modo el mismo poseer, cuya importancia todos conocemos para la vida del hombre y de su auto-afirmación, queda sometido a la ley del radicalismo. Sin que se indiquen matizaciones casuísticas, se lanza un grito de alarma: ¡ojo a los peligros de los bienes materiales!; ¡su uso razonable es el compartirlos con los que tienen menos! ¡Desconfiad de la riqueza que se enseñorea del hombre! ¡Tened el corazón abierto a las necesidades de los más pobres! ¡Haced todo lo posible para que se consiga la igualdad! Este es precisamente el radicalismo del compartir.

Es verdad que no se dan consignas prácticas para la aplicación a lo concreto; cada época y cada situación histórica requiere un discernimiento particular. En el mundo de hoy, con sus problemas planetarios, la desigualdad entre pobres y ricos, el consumo excesivo en unos sitios y la miseria en otros, ¿qué es lo que hará el discípulo de Jesús? Si el evangelio no le da ninguna receta para resolver los problemas socio-económicos, le siembra sin embargo en el corazón

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una inquietud permanente: ¿qué actitud tengo frente a los bienes?, ¿no seré esclavo de ellos, a mi pesar? ¿estoy realmente dispuesto a compartir?, ¿qué medios adopto para corresponder a la situación de hoy? Este es el aguijón de estas palabras, que intranquilizan y no permiten al cristiano instalarse en la tranquila posesión de sus bienes.

La dificultad de la empresa

Cierto número de frases de Jesús insisten de manera general en la dureza y en el carácter de ruptura de sus exigencias, invitan a medir su transcendencia y hacen ver el riesgo y el precio de la decisión de seguirlo hasta el fondo.

Por ejemplo, la declaración: «el que no está conmigo está contra mí» (Mt 12, 30) indica que no es posible la neutralidad ante Jesús. Hay que escoger: mantenerse a distancia, suspender la propia decisión no es neutralidad, sino otra opción. El que no se compromete con Jesús está de hecho contra él. Aunque otra frase: «el que no está contra nosotros está con nosotros» (Mc 9, 40) invita a matizar el carácter áspero de la primera, ésta sigue siendo una llamada urgente a escoger, a comprometerse totalmente.

Las otras palabras, entre las más duras, pueden agruparse todas ellas en torno a la puesta en juego y el precio de la opción.

Optar por Jesús significa emprender un camino en el que no nos aguarda «la paz, sino la espada» (Mt 10, 34-36). El discípulo tiene que saber que la palabra de Jesús no es un calmante, sino un fuego; tiene que saber que caminar tras sus pasos provoca desgarrones, conflictos, divisiones. Se necesita coraje, se necesita una fuerza que es casi violencia, ya que son «los violentos los que se apoderan del reino de Dios» (Mt 11, 12). Abrirse al Reino, acogerlo, requiere del hombre un esfuerzo inaudito; sólo las personas decididas a todo, las personas que no frenan la tensión de su deseo, pueden apoderarse de él. El Reino sólo se concede a este precio. En efecto, la apuesta es tan grande -va en ella la verdadera vida del hombre- que, cuando se presenta el caso, hay que sacrificar los miembros más esenciales del cuerpo, «cortarse la mano o el pie, arrancarse el ojo, antes que ser echados a la gehenna» (Mc 9, 43-47). La imagen de la puerta estrecha y el camino angosto (Lc 13, 23-24) va en este mismo sentido: es difícil la entrada en el Reino. Para pasar por una puerta estrecha en donde además se amontona la gente, hay que luchar, dar codazos para poder colarse. Sólo lo consiguen los más fuertes. Es que si «los llamados son muchos, los elegidos son pocos» (Mt 22, 14). La llamada de Dios

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generosa y universal, ciertamente, pero el hombre puede responder con la negativa o con la indiferencia. Así pues, ésta es una palabra que pone en guardia y que interpela: se le exige un gran esfuerzo al que desea entrar en el Reino y formar parte de los elegidos. La llamada amplia no es más que un preliminar; la respuesta lo es todo, y no es cosa que resulte fácil. Por eso, antes de comprometerse hay que conocer el precio que hay que pagar o, como dice una parábola de Lucas (14, 28-32), calcular el gasto y los medios. Lo que se le exige al discípulo va más allá de las normas humanas ordinarias. Hay que pensárselo bien, hay que ver si está uno realmente dispuesto a todo, ver si se tienen los medios necesarios para ello. Las exigencias del camino en seguimiento de Jesús no deben tomarse a la ligera; ¡son exigencias que lo piden todo! Si uno está dispuesto a darlo todo, entonces puede comprometerse. Pero hay que tener en cuenta el precio que hay que pagar.

Si los textos citados no dan ninguna consigna concreta o práctica de acción, todos ellos subrayan sin embargo la gravedad de la opción cuando se trata de ponerse a seguir a Jesús. Pueden servir de conclusión a la colección de palabras radicales de Jesús que acabamos de presentar. La vida a la que llama Jesús no es un camino fácil y cómodo. En este camino hay algo de forzado, de dramático; lo que se le exige al hombre parece estar por encima de sus fuerzas y efectivamente lo está. Si sólo existieran estas exigencias, tal como aquí se expresan, estaríamos condenados al fracaso y a la desesperación, ya que superan realmente la medida humana. Veremos sin embargo que no es así, ya que la exigencia va precedida del don y de la gracia. Pero esto no le quita nada a la gravedad del radicalismo. Es que lo que se apuesta es la vida del hombre, su realización plena, y no ha de sorprendernos este riesgo si penetramos en una dimensión en la que se juega el destino del hombre y su relación con Dios. Y cuando se trata de esto, las cosas son muy serias.

3. Radicalismo y perfección de la vida cristiana

Como ya hemos visto, cuando se hablaba de la santidad y de su manifestación plena se utilizaba la categoría de los consejos. Hemos demostrado que esta categoría no podía ya utilizarse y hemos intentado presentar otro tipo de aproximación, la del radicalismo evangélico. En esta última parte que cerrará nuestra reflexión nos queda por señalar cuáles son las relaciones de este radicalismo, cuyos ejes esenciales hemos dibujado, con la vida espiritual y su dinamismo de perfección.

El don precede a la exigencia y la hace posible

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Al subrayar los rasgos maduros, ásperos, del radicalismo, hemos insistido en la exigencia absoluta e inagotable que se impone al creyente. Si nos detuviéramos aquí, ¿seguiría el evangelio siendo una suena noticia?, ¿no sería más bien, en definitiva, una ley imposible de practicar?

Por consiguiente, es importante repetir con energía lo que ya hemos insinuado varias veces. Antes de toda exigencia está el don gratuito de Dios, la llegada de su amor que salva. El anuncio evangélico se abre con la proclamación del reino de Dios que está ya presente (Mc 1, 15), lo cual significa que Dios, con su poder soberano, viene a través de la mediación de Jesús «a visitar y redimir a su pueblo» (Lc 1, 68). Crea una situación nueva en la que el hombre es acogido y amado y en la que queda transformado su corazón. Por eso precisamente resulta posible y hasta necesaria la metanoia, la conversión o cambio radical a la que el hombre está llamado (Mc 1, 15). Frente al don de Dios, su plenitud, su extraordinaria atracción -se trata realmente del Amor personal que dirige hacia el hombre su rostro encendido-, el corazón del hombre se ve dulcemente atraído en su libertad; ¿cómo podría resistir? Lo mismo ha de decirse de la revelación de Jesús; cuando él manifiesta al hombre su misterio de salvación, misterio de amor que llega hasta la muerte y cuando es acogido en la fe, Jesús puede pedírselo todo al hombre, ya que lo que él le da es siempre infinitamente mayor que lo que le pide en cambio.

El radicalismo no agota la vida cristiana

Se habrá observado que el radicalismo se basa sobre todo en los textos sinópticos. Esto significa que las perspectivas de Juan y de Pablo, que presentan también la plenitud de la vida cristiana en todas sus exigencias, no son las mismas. Juan expresará un radicalismo de fe y de amor; para él, tanto en el evangelio como en sus otros escritos, todo se reduce a la fe en Dios y en Jesús y al mandamiento nuevo de amor al prójimo. Pablo pone en el centro de su mensaje la justificación mediante la fe y la vida nueva en el Espíritu del Señor resucitado. Entre estos temas y el radicalismo de los sinópticos hay dos puntos en común: el radicalismo del amor presentado de otro modo por Juan es el mismo en sustancia que el de los sinópticos; la no-pretensión y la salvación mediante la fe en Pablo afirman la misma verdad. De todas formas sigue en pie el hecho de que, incluso en los sinópticos el radicalismo, eco de la predicación de Jesús, no expresa más que un aspecto de su enseñanza global.

No es ciertamente la expresión dura, el aguijón duro. Pero tampoco agota la enseñanza ni tampoco -al menos no siempre es así- supone el

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punto más importante. Erraría quien pensase que en la enseñanza evangélica hay un fondo común poco exigente y válido para todos, al que vendrían a añadirse en determinadas circunstancia o para determinadas personas unas exigencias radicales. De hecho es este fondo, del que no hemos hablado, el que presenta la exigencia más difícil. Convertirse, reorientarse de arriba abajo, acoger plenamente el mensaje de Cristo, «creer el evangelio» (Mc 1, 15), mantenerse fieles a una oración incesante, buscar el descubrimiento del secreto de Jesús que se revela dramáticamente a través del escándalo de la oposición, del sufrimiento y de la muerte: ésta es la exigencia de base.

Las palabras radicales no hacen más que condensar en fórmulas lapidarias e intransigentes lo que está ya inscrito en la metanoia (conversión) y en el mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón... y al prójimo como a ti mismo» (Mc 12, 30-31). Son proyecciones hacia fuera de una exigencia tan total que arrebata toda la vida y lleva al hombre más allá de sí mismo, de su vida y de su muerte. Esta exigencia de convertirse, de creer y amar, de orar, de velar, puede parecer que es una cosa lógica. De hecho es tan «radical», por ser la raíz misma de todas las exigencias, que sin ella todas éstas carecerían de sentido. Así pues, al subrayar como hemos hecho las palabras radicales, no queremos olvidarnos de que presuponen un trasfondo que, en cierto sentido, es aún más importante que ellas.

El radicalismo y el dinamismo de la perfección

Lo que caracteriza a las expresiones radicales es que siguen estando abiertas y que son inagotables. No pueden ni deben tomarse al pie de la letra, pero tampoco reducirse a meras hipérboles y paradojas literarias. Es imposible trasladarlas a leyes precisas que sean posible observar escrupulosamente. No podemos hacer con ellas una legislación, pero tampoco podemos echarlas por la borda. Siguen siendo continuamente como un puñal clavado en la carne, como un grito que impide dormir.

He aquí por qué, a mi juicio, recurrir a la categoría «radicalismo» puede desempeñar una función fundamental en el camino hacia la perfección, con tal que se evite el atolladero del esquema de los consejos. Lo mismo que los «consejos», el radicalismo abre un camino a la libertad, a la iniciativa, al discernimiento creativo. Pero a diferencia de los consejos, el radicalismo no dice nunca de modo unívoco y preciso que hay que hacer esto o aquello. Interpela, suscita la atención, inquieta. Nunca puede decirse que se haya dado la respuesta o que se haya recorrido el camino. Siempre queda algo más, siempre hay un más

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allá. «Cuando hayáis hecho todo lo que se os ,ordena, decid: somos siervos inútiles» (Lc 17, 10). Así es cómo la palabra de Jesús, por su imprecisión y por su densidad en cierto modo poética, tiene siempre un papel perturbador.

Añadamos que, en contra de lo que enseña la doctrina de los consejos, el radicalismo evangélico se impone a todos los que escuchan a Jesús y a todos los que leen su evangelio; no es facultativo. Si se exceptúa el celibato, presentado como un carisma reservado a algunos solamente, todas las consignas radicales se refieren a todos los hombres. Por tanto, no hay un doble camino ni hay dos clases de cristianos. Todos están llamados a una superación continua, a un camino que nunca se detiene. Nadie puede decir que esto no le afecta, como tampoco puede decir nadie honradamente que vive de forma plena las exigencias radicales. Son exigencias insaciables, que nunca dicen basta. Son inagotables y siempre dejan asomar nuevas exigencias.

Por consiguiente, el radicalismo constituye un estímulo en la búsqueda de algo más y de algo mejor; no le permite nunca al hombre contentarse con el deber cumplido, ya que se trata de un deber que no tiene contornos que puedan delimitarse y por tanto llenarse por completo. Efectivamente, se trata en definitiva de entrar en una relación de amor en la que no hay ninguna ley que tenga ya un valor.

El radicalismo y la vida cristiana hoy

Todo lo que llevamos dicho ha mostrado con claridad que el radicalismo no es algo reservado a una categoría de cristianos, los religiosos, aunque es evidente que su vida y su compromiso tampoco tienen ningún sentido sin él. Por el contrario, es verdad que al abandonar el esquema de los consejos, como no bien fundamentado, como demasiado estrecho y reductivo, a los religiosos les interesa referirse, tal como les invitan a hacerlo sus textos fundadores, a la totalidad del evangelio y a su expresión radical.

Pero si es válido todo lo que hemos ido diciendo en estas páginas, el radicalismo interpela en la actualidad, hoy como siempre, a todos los creyentes cristianos. Como ya hemos indicado, la llamada radical se articula en torno a estos cinco polos: caminar en seguimiento de Jesús, la no-pretensión el amor al prójimo, la actitud ante los bienes, la enormidad de las exigencias. Pues bien, está claro que los tiempos en que vivimos nos invitan a todos a centrarnos en estos puntos.

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La fe en Jesús, carente de vigor, sospechosa o criticada, necesita despertarse de nuevo en cada uno. En una época en la que se ven sacudidas tantas certezas, incluso en el terreno de la fe, es necesario arraigarse con solidez en la persona de Jesús y en su misterio. Un conocimiento íntimo, familiar, un estar-con-Jesús permanente es un requisito para el creyente de hoy, sobre todo si está comprometido en la vida del mundo y de la iglesia. Lo mismo que Pedro en las orillas del lago, también él se siente preguntado por tres veces sobre su amor a Jesús: «¿Me amas?» (Jn 21, 15-17). ¿Cómo responder a esta pregunta? La verdad es que todas las exigencias del radicalismo del seguimiento de Jesús se reducen a esta única cuestión: ¿Qué lugar ocupa exactamente su persona en una existencia humana? ¿Hay para el cristiano una cuestión más urgente y actual?.

En cuanto a la no-pretensión, lo que ella presupone choca violentamente con la auto-afirmación y con la auto-suficiencia del hombre que tanto se proclama en nuestros días. Pero ¿quién no ve, por otro lado, hasta qué punto el hombre moderno es consciente de su fragilidad, diría que de su propia nada, y cuántas voces se levantan para proclamar su muerte? Pocas personas creen de verdad que el hombre pueda bastarse a sí mismo y que pueda salvarse con sus propias fuerzas. La no-pretensión invita a entregarse uno a sí mismo al cariño misericordioso de Dios, incluso y sobre todo cuando el hombre duda de su propio valor y de su propia dignidad, ya que tanto el uno como la otra encuentran en él su fundamento.

La proclamación del radicalismo del amor, aceptación de la alteridad y de la diferencia, voluntad de apoyo y de perdón, exigencia del orden fraternal comunitario, son también hoy más actuales que nunca. Un mundo al mismo tiempo despersonalizado, injusto, en el que todo se ve con demasiada frecuencia en función de las estructuras y de las instituciones, tiene necesidad de la presencia del amor simplemente vuelto hacia el otro, en el respeto, en la acogida, en la benevolencia. Ya hemos visto cuánto heroísmo hay en una actitud semejante. Si es verdad que no logra resolver todos los problemas de la humanidad de nuestros días, constituye ciertamente el fundamento absoluto de toda aproximación que conserve al hombre en su valor único.

La actitud evangélica respecto a los bienes plantea cuestiones muy serias al hombre de nuestra sociedad del consumo. El mito de un nivel de vida en continuo crecimiento necesita ser contestado, ya que es ciertamente seguro que la abundancia no garantiza la verdadera felicidad del hombre. Aprender a vivir con sobriedad, contentarse con poco, tratar los bienes de este mundo con reserva y espíritu de desprendimiento, reaccionar y protestar -mediante un uso modesto

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más que con palabras- contra las necesidades artificiales y el consumo excesivo, a eso es a lo que está llamado hoy el discípulo de Cristo.

Por lo demás, frente al desnivel cada vez mayor entre los que viven en la abundancia y los que carecen de lo necesario -que son la mayor parte de la humanidad de hoy-, ¿cómo podría tenerse la conciencia tranquila más que compartiendo lo que se posee y sobre todo trabajando, según las posibilidades de cada uno, por la liberación de los pobres, por su acceso a la dignidad? También aquí la palabra de Jesús nos alerta, nos inquieta y nos impulsa a inventar soluciones.

Finalmente, el último eje del radicalismo hace ver cómo la opción cristiana no es un camino fácil. El que quiera caminar en serio tras Jesús tiene que aguardar la contradicción, el rechazo por parte de los demás; tiene que concentrar todas sus fuerzas para cobrar aliento cada día, ya que la vida cristiana es lucha y no descanso.

Hemos recorrido un camino que nos ha llevado de los consejos al radicalismo evangélico. Las dos perspectivas tienen en cuenta la misma cuestión: cómo tender a la perfección de la vida cristiana. Pero mientras que la primera, a pesar de proponer el objetivo único de la caridad perfecta, añadía a él como opción facultativa los consejos que facilitaban su consecución, la segunda se niega a aceptar una división semejante. La primera distingue entre los preceptos que se presentan como obligatorios y los consejos que se dirigen a la libertad; la segunda indica exigencias válidas para todos, abiertas, que el hombre no realiza nunca plenamente.

El camino de los consejos se fijó muy pronto en torno a tres polos; el del radicalismo, constituido por un gran número de exigencias dificiles de clasificar, abarca todo el espectro de la vida cristiana. Por un lado tenemos una concepción que podríamos llamar en términos bergsonianos cerrada; la otra sigue estando abierta. Si la primera parece de hecho reservar la perfección a un grupo particular, la segunda se dirige a cada uno de los creyentes cristianos y lo introduce en un camino que no conoce final, lo mismo que tampoco conoce medida el amor, del que se trata en definitiva en nuestro caso.

Lectura de Apoyo No 7:

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http://www.mercaba.org/DicES/M/maestroeducador.htm

Descubrir a Dios en el aula es entrar en el juego de la creación como el más

maravilloso y sencillo camino para encontrarnos con el Creador y es preciso

aceptar al rebelde, al grosero, al agresivo, al violento, al indiferente, al lento, al

respetuoso, al cariñoso, al ágil, al atento, al inteligente, porque Dios enseña a

través de todos los estudiantes la cátedra de amor y de igualdad.Como maestro

está convocado por Jesús, Maestro de maestros a vivenciar la cátedra de amor en

las aulas, donde el conocimiento se convierte en la sabiduría de la vida, no

desperdicie la oportunidad de enseñar y proyectar en sus clases a los

estudiantes que pasan por las aulas buscando al Dios de la vida, manifestando su

luz a través del Evangelio. En esta lectura encontrará, sobre todo, el carisma que

debe identificar a un maestro que quiere hacer descubrir la verdad en sus alumnos

como su ministerio más delicado.

MAESTRO/EDUCADORDicEs 

SUMARIO: I. La situación escolar; 1. Importancia de la escuela; 2. Gratuidad de la enseñanza escolar: 3. Escuela contestada; 4. El nuevo mundo de la escuela: 5. Dificultad radical; 6. Libertad de enseñanza - II. Vigencia y actualización de la escuela - III. Necesidad de una metodología y principios de método: 1. Respecto al fin educativo; 2. Respecto al educando - IV. Qué se exige del maestro-educador - V. Personalidad del maestro-educador - VI. Requisitos indispensables en el maestro-educador: 1. Una buena formación; 2. Una seria preparación; 3. Autoridad y responsabilidad; 4. Presencia educativa y ejemplaridad; 5. Optimismo y alegría; 6. Comprensión; 7. Fortaleza - VII. Espiritualidad del maestro en la perspectiva cristiana: 1. La maestra de preescolar: 2. El maestro de primera etapa de EGB; 3. El profesor de segunda etapa de EGB; 4. El profesor de BUP; 5. El profesor universitario: 6. Educación permanente - VIII. Responsabilidad del maestro-educador cristiano.

Enseñar no equivale a educar. Enseñar es participar a los demás unos conocimientos que no tienen. Educar es algo más complejo, mucho más complejo. Citando nuestra Constitución española diremos que "la

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educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales" (art. 27, 2). Esta educación es una tarea que compete a toda la sociedad, a los padres en primer lugar. Esto queremos dejarlo claro desde el principio.

En lo que sigue tratamos de la educación, pero esencialmente en cuanto relacionada con la enseñanza impartida en los centros escolares según sus diversas etapas. Tratamos del enseñante-educador. Dentro de las responsabilidades que competen a la sociedad, nos centramos en el maestro.

I. La situación escolar

Para que nuestra reflexión tenga una referencia existencial, se hace necesario traer al principio unos datos elementales acerca de la situación escolar. Serán pocos, pero suficientes, para entrar en la realidad:

1. IMPORTANCIA DE I.A ESCUELA - Lograr la escolarización total es deseo de los hombres y promesa de los políticos. Las legislaciones vigentes en Occidente establecen la obligatoriedad de la escuela durante un largo período de tiempo, generalmente seis u ocho años.

A este deseo y a esta promesa responde el mundo en la medida en que se desarrolla. Por eso, en los países desarrollados crece el número de estudiantes en la medida en que crece el desarrollo. Vale este dato elemental referido a España: en 1960, la población estudiantil era del 16,4 por 100, mientras que en 1970 era del 20,3 por 100.

2. GRATUIDAD DE LA ENSEÑANZA - La Declaración Universal de los Derechos Humanos (art. 26) ha universalizado teóricamente el derecho a la enseñanza gratuita, al menos en la instrucción elemental. Nadie quiere volver la cara a este derecho y, progresivamente, se van dando pasos para hacer realidad esta ilusión, e incluso para extenderla a etapas superiores.

Es evidente, sin embargo, que al menos los países subdesarrollados y los que están en vías de desarrollo viven aún lejos de esa frontera. De hecho, la falta de gratuidad cierra la puerta a la igualdad de oportunidades, dividiendo a la sociedad en dos escuelas —la pública y la privada—, que engendran dos sociedades distintas, ya enfrentadas desde los primeros años.

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3. ESCUELA CONTESTADA - También ésta es una realidad que debe ser enunciada. En casi todos los países europeos y extraeuropeos el mundo de la escuela y de la educación subsiguiente está sentado en el banquillo. La escuela está tan en crisis como la sociedad. Los diagnósticos son: enferma, moribunda, muerta. Se critican las estructuras, los contenidos, los métodos. De aquí se sigue la desorientación de todas las instituciones escolares.

4. EL NUEVO MUNDO DE LA ESCUELA - Sin entrar en valoraciones éticas, es evidente que el actual mundo de la escuela no es el de años pasados, el de hace veinticinco años. En la escuela existe actualmente el clima de conflictividad que existe en los restantes departamentos de la sociedad: violencia física e intimidación, difícil diálogo civilizado, escaso interés respecto a los instrumentos de participación escolar previstos en los decretos gubernamentales, escamoteo de las dificultades que entraña un serio compromiso en el estudio, cambio brusco en la moralidad y comportamiento ético.

El maestro se encuentra con un mundo nuevo, nada fácil. Le desborda casi esencialmente. Le parece entrar en un mundo que no es el suyo.

5. DIFICULTAD RADICAL - La contestación y el nuevo mundo de la escuela se ven potenciados por la oscuridad que al maestro le produce una dificultad aún más radical: no se ha alcanzado aún un acuerdo filosófico acerca de conceptos tan fundamentales como hombre y sociedad. Y. por supuesto, mucho menos todavía acerca de otros conceptos que cooperen y faciliten en el alumbramiento de ese hombre nuevo para una nueva sociedad.

Es aleccionador este testimonio, que sale, además, de los límites de una pura persona, para reflejar un ambiente amplio y cualificado: "Me resulta más bien ridículo tener que anotar que en el Congreso Internacional de Ciencias de la Educación, celebrado en 1973, se llegó a plantear la cuestión de si eran suficientemente universales y comunes como valores morales la sinceridad, como valores vitales la salud-higiene y como valores individuales el deseo de felicidad..."'. Mientras permanezcan en la oscuridad preguntas tan radicales, tiene que ser muy difícil un trabajo positivo en la tarea de la educación.

6. LIBERTAD DE ENSEÑANZA - De aquí sobre todo dimana la necesidad de una libertad de enseñanza que responda a los diversos conceptos de hombre y de sociedad, que pueden y deben ser respetados en una sociedad pluralista y democrática. La libertad de enseñanza se convierte

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así en el presupuesto necesario para una reestructuración elemental y, al mismo tiempo a fondo, de la educación actual.

La libertad de enseñanza implica muchos problemas de tipo técnico y no se identifica con el problema de enseñanza privada si o enseñanza privada no. No es ésta la única libertad que postula la libertad de enseñanza en una sociedad democrática. Entraña también idearios escolares clarificadores y sistemas de financiación adecuados, porque no puede ser igualmente libre la enseñanza para personas que tienen que contar, entre sus elementos decisorios, con una financiación de la que tienen absoluta necesidad o de la que pueden prescindir (según los casos).

II. Vigencia y actualización de la escuela

No creo que la escuela tenga que morir para que sobreviva la educación, como afirman algunos. Las formas alternativas de la escuela que algunos han propuesto son sugestivas, pero pecan de intelectualismo abstracto. Para nosotros es importante esta apreciación del Vat. II: "Entre todos los medios de educación tiene peculiar importancia la escuela, la cual, en virtud de su misión, a la vez que cultiva con asiduo cuidado las facultades intelectuales, desarrolla la capacidad del recto juicio, introduce en el patrimonio de la cultura conquistada por las generaciones pasadas, promueve el sentido de los valores, prepara a la vida profesional, fomenta el trato amistoso entre los alumnos de diversa índole y condición, contribuyendo a la mutua comprensión; además, constituye como un centro de cuya laboriosidad y de cuyos beneficios deben participar juntamente las familias, los maestros, las diversas asociaciones que promueven la vida cultural, cívica y religiosa, así como la sociedad civil y toda la comunidad humana"

Hay en estas palabras del concilio un sí a la escuela y, probablemente también, una llamada al cambio profundo que ésta debe experimentar. Como documento que habla a los católicos, son éstos precisamente quienes deben sentirse interpelados fuertemente a cambiar muchos ritmos en la existencia y configuración de la escuela. Ulteriores documentos de las diversas congregaciones vaticanas han continuado insistiendo en aspectos concretos de este programa escolar, sobre todo en la "participación de la comunidad cristiana en el proyecto educativo de la escuela católica"'. Cuando la Iglesia bendice "las actividades y obras `sociales', que han acompañado siempre a la misión de los religiosos", espera de ellos que "sabrán buscar y cultivar una novedad de presencia" y serán "debidamente actualizados".Es evidente que aquí no nos limitamos a la acción educativa de los religiosos(as), pero no cuesta mucho precisar que son ellos quienes mejor debieran representar, dentro

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del espíritu cristiano, lo que implica esa tarea educativa del maestro. En este sentido, las palabras que preceden no pueden ser tergiversadas citándolas sólo como canonización de una actividad, sin captar que se llama también, y al mismo tiempo, a una novedad de presencia en la escuela.

III. Necesidad de una metodología y principios de método

Para nosotros, la actualización debe tener como presupuesto básico una metodología adecuada. Sabemos que no todos son partidarios de la necesidad de una metodología escolar. Según algunos, para educar basta con dejarse llevar de la intuición, de la inspiración, de la improvisación, de la práctica, del ojo clínico. Otros exaltan el método hasta considerarlo como algo mecánicamente infalible. En realidad, hay que evitar tanto el angelismo abstracto como el mecanicismo inhumano, tanto la desconfianza absoluta en el método como su adoración. "El culto del método se debe a la falta de pensamiento; el horror al método, a la pereza del pensamiento" (Willmann). Así pues, el método es necesario, aunque tiene naturalmente sus límites; es operante no por sí mismo, sino porque se inserta en un proceso en el que también actúan personas vivas e inteligentes.

Proponemos esquemáticamente los que creemos son principios esenciales para la actualización del método escolar:

1. RESPECTO Al. FIN EDUCATIVO - a) Principio de la valoración. El proceso educativo no puede llevarse a cabo sin unos valores, sin unas verdades, sin unos bienes. De ahí el absurdo de la llamada escuela laica o neutra, que se propone no expresar ideas y visiones del mundo, negar otras ideas y otras visiones. El concepto de escuela neutra es un absurdo filosófico. Sólo los valores mueven la inteligencia y la voluntad. La educación es esencialmente positiva; una educación negativa es un absurdo y un contrasentido.

b) Principio de la intervención. Intervención activa, constante, oportuna, pero para integrar y no para sustituir, y, finalmente, regresiva (presencia física con los pequeños; luego, presencia moral). Recordar que para todo aprendizaje, como para todo grado de educabilidad, existen determinados tiempos óptimos; si se dejan pasar, el resultado sólo podrá alcanzarse gastando tiempo y fatigas considerablemente mayores.

c) Principio de la originalidad. La actividad educativa es esencialmente espiritual. Y el espíritu es capaz de volar, de atreverse. de tener ideales nuevos, incluso inauditos y heroicos.

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d) Principio de la encarnación. El hombre es espíritu encarnado y, por lo tanto, condicionado por lo corpóreo, por lo sensible, por lo biológico, por lo social. Hay que ser sumamente prácticos y concretos. Para "inducir a hacer" hay que "hacer pensar" lo verdadero y "hacer querer" el bien; pero, al revés, para "hacer pensar" lo verdadero y "hacer querer" el bien, hay que "hacerlos hacer".

e) Principio de la integralidad. La asimilación debe pasar a través de la conciencia y luego de la voluntad libre. La vida moral recorre este proceso: de la acción al carácter y a la persona. Los medios educativos tienen que ser proporcionados al fin; el plano natural debe integrarse, perfeccionarse, elevarse por obra del sobrenatural. La triple dimensión de la vida del cristiano (material, espiritual y divina) exige un triple alimento para poder desarrollarse suficientemente.

2. RESPECTO AL EDUCANDO - a) Principio del activismo. A saber: educación en la vida y para la vida de la persona; amplia participación del sujeto en la obra de su propia formación. El principio supone que toda intervención debe ser una respuesta a los intereses vitales (a veces hay que saber despertarlos, interpretarlos) del sujeto; que se apoye el autogobierno y se dé mucha importancia educativa a la acción.

b) Principio de la proximidad. O sea: tender a la evidencia; resultar persuasivos y actuales; estimular el interés requerido para la asimilación; hablar el lenguaje contemporáneo, traduciendo a él lo absoluto, lo eterno.

c) Principio de la organicidad y totalidad objetiva. Poseer y comunicar el significado de la vida, el sentido de las profesiones, el puesto irrepetible que tiene cada uno en el plan de Dios; ofrecer la posibilidad de compromisos totales, audaces.

d) Principio de la autoridad. Los valores educan solamente cuando su contenido está basado en lo absoluto de Dios, garantía de perpetuidad y superación de la caducidad subjetiva, como la pasión, el egoísmo, la impersonalidad de los ideales.

IV. Qué se exige del maestro-educador

"Hermosa es, por tanto, y de suma trascendencia la vocación de todos los que, ayudando a los padres en el cumplimiento de su deber y en nombre de la comunidad humana, desempeñan la función de educar en las escuelas. Esta vocación requiere dotes especiales de alma y de corazón, una preparación diligentísima y una continua prontitud para renovarse y adaptarse" (GE 5).

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En particular es necesario que el educador:

Sea lo que quiere ser. El éxito de la educación está ligado más a lo que se es que a lo que se pretende obtener.

Ame. Amar significa querer el bien de la persona amada, hasta el sacrificio de sí mismo. Por eso el amor no se resiste.

Comprenda. La comprensión educativa requiere el conocimiento más perfecto posible de cada educando en su existencia concreta, de los fines que alcanzar, de los valores que comunicar, de los medios que emplear. Y esto exige un estudio psico-pedagógico serio y continuo.

Valga. Las facultades dinámicas del educando sólo se abren a los valores y a los portadores de valores. El que más vale, en la sustancia y en la forma, más obtiene.

Crea. No cabe duda —y la psicología y las demás ciencias humanas lo reconocen abiertamente— de que la religiosidad es una dimensión de la personalidad del hombre y que ha de promoverse, por tanto, como un aspecto irrenunciable de la educación del hombre, bien sea para estabilizar y afinar en él el sentido de los valores, bien para desarrollar en él sentimientos cada vezmás auténticos de socialidad, animados de respeto, de amor y de paz entre los hombres. La experiencia religiosa, además, satisface necesidades afectivas, intelectuales y morales en la búsqueda de un valor absoluto capaz de dar sentido definitivo a la vida. En esta situación, el educador será tanto más aceptado cuanto más sea el intermediario entre Dios y el educando, cuanto más sea la prolongación visible dé la autoridad de Dios, el cooperador del único maestro, Jesucristo, camino, verdad y vida.

V. Personalidad del maestro-educador

El arte de educar no ha sido nunca cómodo ni sencillo, y mucho menos lo es en la actualidad, en esta violenta transición de la civilización. Y todavía es más complicado cuando lo específico de la función educativa va ligado a la educación en la fe. En este aspecto, la situación actual es alarmante. Demasiados profesores han abdicado acríticamente de su función educativa. Pragmatistas, técnico-utilitaristas, indiferentes a los valores morales, incapaces de inculcar una fe, una certeza, una opción. No saben promover una escuela de verdadera libertad, de sana democracia; una escuela formadora de auténticas personalidades. ¿Son muchos los que,

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con una orientación cultural abierta y profunda, saben ayudar al muchacho a comprender el camino de la historia hasta captar las grandes lecciones de vida que nos ofrece?

Pero hoy la escuela democrática le niega un rol "ejecutivo" al maestro, propio de un sistema centralista, lo mismo que rechaza una relación maestro-alumno "autoritaria", incluso porque va en contra del concepto de educación como "promoción" de la persona.

La relación educativa tiene que ser de "colaboración" y, por tanto, "no directiva"; profesor y alumno cooperan en una acción común de autoaprendizaje y autoformación recíproca. El profesor es "organizador del aprendizaje". En el plano ético-social se sitúa ante el alumno como "modelo de identificación".

La eficacia didáctica está garantizada por la actividad del maestro, la cual dimana de esa unión fecunda del método objetivamente válido con la personalidad del profesor. La personalidad por sí sola valdría poco. El método no vivificado por la humanidad de la persona docente no es más que un engranaje inerte. El maestro es el que intuye las necesidades del alumno, las relaciona con un principio educativo y aplica allí un método.

Con el término de "maestro" entendemos a aquel que en cualquier grado escolar forma a los jóvenes alumnos a través de las fuerzas plasmadoras de la autoridad, del servicio y del amor.

VI. Requisitos indispensables en el maestro-educador

La misión del maestro-educador requiere:

1. UNA BUENA FORMACIÓN - a) Formación general. Dirigida a desarrollar la capacidad mental, la adaptación personal, la responsabilidad social del individuo. El profesor debe ser no sólo un especialista, sino también y sobre todo una persona madura, debidamente instruida en los diversos sectores de la cultura moderna.

b) Formación especializada. El conocimiento de la materia que debe enseñar es un requisito indispensable para la enseñanza. Es lógico que al profesor se le exija un conocimiento particularmente profundo de la materia que enseña.

e) Formación profesional, tanto teórica como práctica. En no pocos países esta formación ha asumido notable importancia y gran desarrollo. Los

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demás van a la zaga, pero puede preverse un futuro interesante precisamente en este aspecto.

2. UNA SERIA PREPARACIÓN - En todos los sectores se tiende hoy a abandonar la superficialidad, lo genérico y el empirismo. Nadie teme al especialista. Ya no se piensa en el profesional factotum. ¿No sería una auténtica conquista realizar este sueño en el terreno del saber pedagógico? El arte tan difícil de educar no puede improvisarse. Los daños serían irreparables. Además de la disposición natural, se necesita un largo estudio y práctica. En particular se necesita una sólida preparación pedagógica. psicológica y didáctica. En efecto, el educador que conoce los mecanismos de los procesos psíquicos podrá insertar con mayor eficacia su intervención en el desarrollo natural del alumno; será capaz de reconocer y comprender más objetivamente las características y las posibilidades (intelectuales, emotivas, temperamentales) de cada alumno y tendrá útiles indicaciones para la individualización y socialización de sus intervenciones educativo-didácticas.

En lo que se refiere a la formación de los profesores es fácil constatar que se precisa examinar de nuevo la organización de la preparación universitaria y de los sistemas de reclutamiento, así como la adopción de un plan orgánico de iniciativas dirigido a generalizar la puesta al día de los profesores y a transformarla en actividad recurrente, a fin de que adquieran nuevas metodologías. "La escuela no será nunca verdadera escuela mientras no se asuma un reclutamiento serio, una preparación y una constante puesta al día cultural de los profesores como norma fundamental del hecho escolar".

3. AUTORIDAD Y RESPONSABILIDAD - Toda autoridad viene de Dios. La autoridad es un "ministerio", o sea, un servicio. La educación es una relación interpersonal activa entre adultos y no adultos. La persona adulta, relativamente rica, "da", y dando se enriquece; la otra persona en desarrollo "recibe", se vuelve activa y se mueve a madurar en la forma específicamente humana y espiritual.

El maestro, servidor de sus alumnos, pone a su disposición toda la riqueza espiritual, moral y cultural que posee. Se enriquece para enriquecer, madura para hacer madurar, se hace autónomo para conducir a la autonomía.

El ejercicio de la autoridad educativa es obra de amor y, por eso mismo, de sacrificio. Por otra parte, el que acepta y hace suya esa autoridad ve reconocida y exaltada su propia dignidad de hombre. Obedecer a quien representa a Dios no es humillación, sino glorificación.

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El ministerio educativo exige sentido de responsabilidad, dote preciosa que indica seriedad y rectitud moral y requiere una conciencia recta y delicada, exige el cumplimiento exacto del deber e impone dirigir aventajando a los demás en el trabajo y en el sacrificio.

4. PRESENCIA EDUCATIVA Y EJEMPLARIDAD - ¿Qué tipo de presencia necesita hoy el educando para crecer y madurar en libertad y responsabilidad? Una presencia de amor animadora, caracterizada por una relación interpersonal auténtica, por una exigencia de libertad creadora, por una dinámica de grupo.

Toda educación se basa principalmente en el ejemplo. Sólo el ejemplo consigue incidir y hacerse recordar. En efecto, presenta una fuerza de atracción excepcional para derribar o construir.

Si, además, el educador es rico en gracia, esto es, en vida sobrenatural, el influjo de su ejemplo se hace extraordinariamente poderoso.

Es verdad que esta ejemplaridad, mantenida siempre y en todo, exige una continua vigilancia sobre sí mismo, un control continuo de gestos, palabras y acciones. Es un sacrificio duro, pero necesario.

5. OPTIMISMO Y ALEGRÍA - El educador es un constructor. Tiene que saber descubrir y valorar las dotes de los educandos. Tiene que ser optimista por vocación, a pesar de las contradicciones, las incomprensiones, la ingratitud, la aparente esterilidad. El educador hace suyo el optimismo de Dios, que hace salir el sol para buenos y para malos, que no apaga el pabilo que aún humea, que aguarda con paciencia al hijo pródigo.

Además, el que ha de educar en la alegría y por medio de la alegría no puede menos de ser alegre. La alegría tonifica la salud física y es también un vigorizante para el espíritu. Es, por tanto, un elemento insustituible de la educación.

6. COMPRENSIÓN - Esto quiere decir tener sentimientos de padre, profunda bondad y serenidad; dar e inspirar confianza, saberse identificar en los alumnos, tener paciencia y perdonar, comprender el carácter de cada uno, estar dispuesto a olvidar cuanto antes ofensas y malentendidos.

7. FORTALEZA - Que es conciencia de los propios deberes y voluntad decidida de realizarlos; interés en un continuo diálogo de escucha para

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captar los puntos de convergencia; colaboración activa y competente; testimonio cristiano animador.

VII. Espiritualidad del maestro en la perspectiva cristiana

La espiritualidad del maestro-educador (o del educador que trabaja esencialmente en la escuela) queda ya diseñada en cuanto precede. Porque espiritualidad es el conjunto de dimensiones humanas y cristianas que se ofrece y pide a una persona, y hemos visto cuáles son fundamentales para el maestro. Sin lo que precede, no hay espiritualidad posible para un maestro-educador.

Lo que sigue es una mayor especificación de esta espiritualidad. En efecto, las etapas de la educación escolar son muy variadas. No olvidemos que acogen a un niño que sabe poco más que hablar y lo entregan a la sociedad hecho un hombre, entrado ya en la participación más activa pensable en un mundo que comienza a deberle algo desde ese momento.

Por eso, aunque haya actitudes comunes a todo maestro-educador, hay también dimensiones y acentos particulares, que reclaman su existencia en las diversas etapas. A estas peculiaridades nos referimos ahora.

1. LA MAESTRA DE PREESCOLAR - Objetivo de preescolar —quizá fuera mejor llamarla escuela de infancia— es orientar y organizar, en un clima de libertad y de respeto lúdico-operativo, las esferas primarias de la personalidad infantil: física, afectiva, religioso-moral, social, intelectual. Esta escuela se inspira en una pedagogía de liberación, de redención y de promoción del niño, para responder al campo tan variado y complejo de sus necesidades y para consentirle una sana expansión de sí mismo, partiendo del encuentro con el mundo adulto en una relación de influencia recíproca.

Es fundamental que esta escuela sea un ambiente comunitario empapado de libertad y de caridad evangélica; que ayude a los niños a crecer alegremente juntos y que ofrezca las bases para una concepción espiritual, serena y unitaria del mundo, de la vida, de los hombres.

La evangelización de los niños es una respuesta a sus derechos; ellos están disponibles al sentido religioso; en ellos existe la capacidad de buscar a Dios y de aspirar a él, pero tienen necesidad de otras personas para realizarlo. De su adhesión a la palabra de Dios obtiene el maestro-educador la firme confianza en la realización del plan divino, que le abraza a él junto con los niños.

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2. EL MAESTRO DE PRIMERA ETAPA DE EGB - La escuela elemental promueve el desarrollo pleno de la persona humana en el niño, en colaboración con la familia. El maestro habrá de tender a que se alcancen los objetivos de la escuela, a saber: la libertad, la socialidad, la cultura y la religiosidad. Para alcanzar este último objetivo es preciso que:

el estudio de las diversas disciplinas mire a la formación integral del alumno con vistas al bien común;

se despierten las facultades de admiración, intuición y contemplación, de modo que se forme en el niño un juicio personal a través de la búsqueda de la verdad en una experiencia de fe;

se promuevan los valores de inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad.

Una escuela con este compromiso pedagógico-didáctico y social exige una adecuada preparación humana, profesional, teológica. En efecto, la propuesta religiosa hecha a los alumnos de la escuela obligatoria y presentada al lado de cualquier posible respuesta que se les pueda dar, no sólo respeta la pluralidad de las orientaciones ideológicas de las familias, de los alumnos y de los profesores, sino que se traduce en una verdadera y auténtica propuesta educativa liberadora y orientadora incluso para quienes el día de mañana crean que no deben realizar ninguna opción de fe.

3. El, PROFESOR DE 2.ª ETAPA DE EGB - Entre los once-catorce años, mientras siguen en pie las exigencias de maduración humana comunes a todos, se van acentuando poco a poco las tendencias e inclinaciones y se van aclarando las actitudes que marcarán los caminos para las opciones definitivas dentro de los cursos sucesivos y de las profesiones. Es, por tanto, una escuela orientadora, unitaria, articulada. De aquí se siguen algunos principios y líneas operativas correspondientes:

a) Principales objetivos. Favorecer la maduración personal a través del desarrollo del yo libre en el paso tan difícil de la niñez a la adolescencia; favorecer el desarrollo social, ayudando a los muchachos a pasar gradualmente de la fase egocéntrica del amor a la altruista; convertir a la cultura en medio para desarrollar en los alumnos todas las facultades, de modo que sean capaces de hacer juicios personales y de adquirir un sentido religioso, moral y social; formar en los muchachos unaauténtica mentalidad de fe, favoreciendo un conocimiento cada vez más profundo y personal de la realidad cristiana, encaminándolos hacia la vida eclesial,

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ayudándoles a que se formen una manera propia de obrar en la que se integren la fe y la vida.

b) Líneas operativas prácticas. Dar la posibilidad de opciones libres, ayudando a decidir con motivaciones no heterónomas, sino por convicciones personales y responsables; vivir experiencias de vida comunitaria fuera del ambiente escolar y que no miren sola-mente a los objetivos escolares; favorecer una mentalidad de trabajo y el sentido de la globalidad.

e) Compromiso específico del educador cristiano. Recordando que según el alumno así es la escuela y así el educador, el profesor debe tener continuamente conciencia de que la enseñanza que se le ha confiado es una misión apostólico-pastoral y ha de sentir el afán de estudiar el mensaje cristiano y de empeñarse en conseguir una maduración personal en la fe para ser testigo y modelo; dar vida a una comunidad cristiana comprometida; tener presente que cada una de las materias debe evidenciar la obra de Dios en la historia y la colaboración del hombre en el des-arrollo de la creación, y que en el éxito o fracaso de este proyecto está fuertemente comprometida su responsabilidad; educar para realizar opciones cristianas y, a este fin, acostumbrar a proyectar la propia vida escuchando al Padre y atendiendo a las necesidades de los hermanos.

4. EL PROFESOR DE BUP - La escuela es el lugar donde se aprende la reflexión crítica sobre los modos diversos de elaborar la cultura, que más tarde habrán de proseguirse durante toda la vida.

La finalidad de la escuela de los adolescentes entre los catorce-diecinueve años es la maduración de la personalidad social mediante una cultura que asimilar, según la profesión para la que hay que preparar. Por tanto, debería ser una escuela que personalice, humanice, civilice y actualice. Una escuela que forma en el trabajo, en la profesión, en la socialidad, en la democracia, en el testimonio de la fe.

Pero hay pocos profesores preparados para dar una respuesta a exigencias —aveces descaradas, pero a veces válidas—que presentan las nuevas generaciones en este nuevo tipo de escuela.

También es decepcionante la presencia cristiana en nuestra escuela media superior, donde cabría esperar de los profesores cristianos un compromiso muy serio en este terreno. Hay mucha inercia, pasividad, alejamiento de los problemas políticos, sociales y religiosos del momento. Sabiendo que nuestra juventud es alérgica a todo lo que presenta un carácter represivo y a toda limitación de la libertad, no se transmiten los

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valores de socialidad, de justicia, de apertura. De esta forma, la enseñanza deja de ser viva y útil.

Valorando el concepto de interdisciplinariedad. que es uno de los aspectos más importantes y sugestivos de la investigación pedagógica contemporánea, s aplicándolo a la praxis de una didáctica cotidiana abierta al diálogo y al encuentro, todos los educadores (sobre todo cristianos) tienen que recuperar para la escuela la función de formar en la libertad, la responsabilidad, la creatividad y la participación en el compromiso político-social, testimonio de fe. Esta acción iluminadora es tanto más necesaria cuanto que la misma metodología de la interdisciplinariedad es con frecuencia ocasión de una lectura marxista unilateral de la realidad y de la historia.

Los profesores deben saber que no pocos jóvenes —lo demuestran encuestas serias— están abiertos y disponibles a una experiencia religiosa que mantenga el valor original de una novedad de vida como consecuencia de un anuncio acogido libremente. Los jóvenes buscan ante todo lo específico cristiano, o sea lo que caracteriza de forma original al cristianismo; desean una exposición global y unitaria del testimonio; son sensibles a la confrontación, siempre comprometida en el plano histórico, del cristianismo con las demás fuerzas y corrientes de pensamiento y de acción política, y, en relación con esta confrontación, quieren "signos", esto es, el testimonio vivo; en una palabra, buscan una religión que los comprometa.

5. EL PROFESOR UNIVERSITARIO - También la universidad está hoy en crisis. Pero crisis significa cambio; puede traer progreso y vida.

Algunos de los obstáculos que se oponen a la promoción y liberación del jo-ven, o sea a la formación completa del hombre de hoy —que es la tarea específica de la universidad—, son los siguientes: masificación universitaria, con la consiguiente escasa calidad y poco rendimiento; proceso de secularización de la cultura; eliminación progresiva de la teología, de la filosofía y, en general, de las materias humanísticas; acentuación de las tendencias pragmáticas y utilitaristas en detrimento de los aspectos especulativos y teóricos; disminución de la reflexión de cada uno de los alumnos, en provecho de las investigaciones colectivas hechas "en equipo"; fuertes tensiones sociales; conflictos ideológicos y políticos; ambiente dominado por el liberalismo, por el socialismo o por la anarquía; decadencia de los estudios; instrumentalización de los partidos; verbalismo ideológico; predominio de la ideología de moda; tensiones entre profesores viejos y jóvenes; prejuicios de muchos profesores contra' los jóvenes, que buscan la renovación de la sociedad...

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Sin embargo, también en la universidad hay "signos" de renovación, como la sincera y profunda búsqueda del significado existencial de la vida, tendencia a la integridad moral y a la consecución de una actividad y de una estructura comunitaria que supere la estrecha visión egocéntrica de la existencia personal.

Posibles remedios. ¿Cómo lograr una universidad verdaderamente renovada en sus métodos, moderna, cultural y científicamente de vanguardia, centro de investigaciones y estímulo continuo para los más generosos, formadora de profesionales capaces de mejorar la sociedad? Una vez más es, sobre todo, cuestión de hombres, de profesores modelo, de cristianos auténticos.

En este proceso de transformación de la universidad, la actitud de los profesores cristianos puede sintetizarse de este modo: disponibilidad continua para el diálogo y la confrontación con cuantos deseen sinceramente colaborar en una auténtica renovación; conocimiento de la nueva realidad y posesión de criterios interpretativos para la valoración de la misma, de forma que se pueda responder a las exigencias de los jóvenes; exigencia de una continua puesta al día referente no sólo a la preparación profesional especifica, sino también al conocimiento más amplio posible de todos los valores (social, económico, político, cultural, ético, religioso) que están presentes en el proceso de promoción humana; presencia activa, avalada por un testimonio de fe fuerte, visible y ejemplar, esto es, responsabilidad plena y total y una coherencia indefectible y constante en el plano de la acción; crítica constructiva auténticamente profética; colaboración leal y abierta con los colegas en la búsqueda de aquellos aspectos que tienden a reducir las diversas disciplinas a una síntesis unitaria del saber; empeño en crear un auténtico clima de libertad que permita a los estudiantes la expresión sincera de sus ideas, opiniones y sentimientos, respetando esa exigencia de autenticidad, de claridad y de liberación que está tan viva en los jóvenes de hoy.

6. EDUCACIÓN PERMANENTE - "La formación permanente de adultos se refiere a todas aquellas enseñanzas encaminadas ya sea a la actualización y reconversión profesional de los adultos que trabajan, ya sea a ofrecer una oportunidad de estudiar o seguir estudiando a los que en la edad escolar no lo hicieron"

Los estudios universitarios no son ni pueden ser la última fase de la formación escolar. Hay que "reconsiderarla" enteramente, viéndola como "primera" fase de la educación permanente, cuyos principios son la autoformación promovida y asistida por los profesores y la consiguiente conciencia de responsabilidad personal. "Los países más desarrollados

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han entrado en lo que podríamos llamar la era de la formación permanente"

La educación permanente tiene como misión: asegurar después de la escuela el mantenimiento de la instrucción y de la educación recibida en la escuela; prolongar y completar fuera de la formación y de la actividad profesional la educación física, intelectual y estética de la juventud hasta el ejercicio de los derechos de ciudadano; permitir el perfeccionamiento, la renovación y la readaptación de las capacidades en cualquier edad; facilitar la elaboración de conocimientos y la comprensión de los problemas nacionales y mundiales a todos los ciudadanos, sin distinción de títulos y de responsabilidades; permitir a todos disfrutar del patrimonio cultural de la civilización y de su constante enriquecimiento.

La educación permanente se basa en el derecho-deber de toda persona a educarse durante toda la vida. La educación es una manera de vivir, de estar en el mundo... con los ojos abiertos. Losque dejan de formarse se adormecen, no tienen ya un modo activo de estar en el mundo, vegetan. Es indispensable una revisión constante de los conocimientos, una continua puesta al día.

La educación permanente permite que se exprese el potencial educativo propio de todo individuo y que se realice toda su madurez en cualquier momento de la vida.

La educación permanente no se le puede pedir a un "sistema escolar", sino a una sociedad, en su conjunto, que tenga una voluntad educativa real.

VIII. Responsabilidad del maestro-educador cristiano

Con el desarrollo de las técnicas audiovisuales, de la enseñanza programada y de los nuevos métodos de enseñanza de las disciplinas tradicionales, la profesión de maestro se ha hecho cada vez más compleja y comprometida.

Incluso para el buen funcionamiento de los órganos participativos de la escuela, que tanto se potencian en nuestros días, y sobre todo para que se evite el peligro de una politización en el mal sentido de la palabra, que haría inútil toda posibilidad de renovación, se necesita una participación cualificada. Se necesita sobre todo una profesionalidad que, en el proyecto educativo, mire a la realización de la persona global y busque, con coherencia y responsabilidad, propuestas culturales que favorezcan el crecimiento integral del hombre, ya que ésta es la actividad propia de la

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escuela: construir el hombre total. Mas para servir al hombre en todas sus facetas (y también, por tanto, en la dimensión religiosa, sin la cual la "totalidad" quedaría gravemente mutilada), es indispensable la propuesta cristiana que se configure: como sensibilidad atenta a captar las instancias, las necesidades y las aspiraciones de la comunidad; como empeño en buscar y verificar sistemáticamente los objetivos alcanzados y la calidad de métodos adoptados; finalmente, como testimonio de ética profesional.

La propuesta cristiana sigue siendo significativa, ya que a través del método inductivo va en busca de los valores humanos auténticos, que son, además, los valores perennes y universales (como la belleza, la verdad, el bien), y los propone, realizando así la humanización total de todos los elementos constitutivos del hombre.

Frente a la agitación desconcertante de la escuela, donde los aparatos ideológicos han perdido ya todo su poder, es absolutamente necesario marcar una orientación distinta en la acción educativa. En efecto, ésta no apunta ya a la propuesta de un ideal, sino a la formación de la capacidad de construir un ideal. Se trata de una apelación a la persona y a su autonomía, a la que se llega a través del carácter central de la relación social; solamente la relación con el "prójimo" puede determinar la personalidad como manifestación de la persona. No se da la una sin la otra.

Pero tanto en el respeto a la primera como en la formación de la segunda, el maestro cristiano puede y debe asumir una particular responsabilidad.

Por encima de las estructuras y de las realidades sociales y colectivas, tiene que reafirmar con energía la validez del pluralismo escolar ("libertad en la escuela") y del pluralismo institucional ("libertad de escuela").

Frente a los fermentos de la escuela de hoy, el maestro cristiano tiene que aceptar, con sentido de gran responsabilidad y viva coparticipación, las funciones educativas, cívico-políticas y socio-culturales, para hacerlas converger en un proyecto de promoción humana en el que broten los caracteres de las decisiones comunitarias más bien que las opciones colectivas hegemonizantes.

La escuela es, por desgracia, violenta; pero todavía pueden cambiar muchas cosas. Los cristianos tienen en este sector un papel decisivo. Muchos repiten que el maestro no tiene ninguna misión; es un trabajador y, en el mejor de los casos, un burócrata o un demagogo que tiene el deber de "desmitificar". Pero el maestro no puede menos de ser un

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misionero, un preevangelizador. Una escuela animada por maestros así —no cerrada en sí misma, sino abierta a la confrontación con las demás escuelas y que admita una pluralidad de voces—tiene grandes posibilidades de realizar el proyecto dialéctico de humanización total.

En este sentido, una escuela que todavía funciona —a pesar de las innumerables dificultades— es la escuela católica, que ha conservado la idea de que el maestro no tiene sólo una función crítica, sino sobre todo educativa.

Al contrario, el modelo de escuela-marxista ha fracasado; el partido no logra ser pedagogo, porque se coloca en el plano de la lucha y de la hegemonía; plagia, pero no convence.

También la escuela capitalista, al someter la educación y la cultura a las exigencias de la producción, ha fracasado por sectaria.

Los operadores cristianos de la escuela, si saben captar las exigencias de pensamiento y las tensiones educativas que deben sustituir con eficacia lo que ya no existe ni conviene proponer de nuevo, contribuirán poderosamente a darnos una escuela más seria, más verdadera, más respetuosa de sus finalidades de promoción cultural y educativa de la persona, liberada de la violencia instrumentalizante de ideologías políticas opuestas, más respetuosa de la función educativa de la familia y de un pluralismo cultural bien entendido.

En todo el ejercicio de su misión, el maestro-educador cristiano mira a Dios como educador de su pueblo, y de esta manera se convence de que la comunidad aprende de las Escrituras cuál es la voluntad del Señor y recibe entonces una educación para una vida conforme con esa voluntad.

A. Maggiali

BIBLIOGRAFIA.—AA. VV., La educación en América Latina, Limusa, México 1981.—AA. VV.. La educación burguesa, Nueva Imagen, México 1971.—AA. VV., Educación del sentido moral en la escuela. Selección y adaptación de textos, Departamento de Ciencias de la Educación del IEPS, Madrid 1980.—AA. VV., Educación y sociedad pluralista, Editorial Vizcaína, Bilbao 1980.—AA. VV., Educación, recursos humanos y desarrollo en América Latina, Naciones Unidas, N. York 1968.—A A. VV..La educación de la fe en los adolescentes, Sígueme, Salamanca 1972.—AA. VV., Educación y valores: sobre el sentido de la acción educativa en nuestro tiempo, Narcea. Madrid 1979.—Bonilla, F, Las elites culturales en América Latina, Paidos, B. Aires 1967.—Fullat, O.

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Educación: desconcierto y esperanza, Ceac, Barcelona 1976.—González Alvarez, A, Política educativa y escolaridad obligatoria, Gredos, Madrid 1975.—López Herrerías, J. A, Tendencias actuales de la educación, Luis Vives, Zaragoza 1980.—Medina, E, Educación y sociedad, 2 vols., Ayuso, Madrid 1977.—Morales, D. A, La educación y desarrollo dependiente en América Latina, Gernika, México 1979.—Saege, J, La educación en Francia, Min. deEduc. yCiencia, Madrid 1976.—Unesco, La educación en el medio rural, Unesco, París 1974.—Wurst, J, Educación católica en América Latina, Icodes, Bogotá 1965.

 

EJERCICIO INVESTIGATIVO INDIVIDUAL:

A partir de la lectura de apoyo No 1 relacione por medio de un escrito los

elementos de la espiritualidad como ciencia y los elementos que deben

tenerse en cuenta para una correcta definición de la Teología Espiritual.

¿Cuáles cree usted que pueden ser las diferencias más notables entre la

vivencia de la espiritualidad cristiana y la espiritualidad de otras corrientes

ideológicas y religiosas?.

Haga un aporte esquemático sobre las Líneas para una experiencia

espiritual, propuestas en el artículo: “Ser hombre espiritual hoy”, de tal

manera que un joven que finaliza su bachillerato conserve elementos

concretos para la vivencia de la espiritualidad en lo cotidiano.

Para la vivencia de la espiritualidad laical se propone el camino de la

santidad, retome la reflexión de la lectura de apoyo No 3, prepare un

esbozo, introducción o presentación del tema (tres páginas), que será

sustentado de manera creativa y dinámica el día de la socialización de la

UDPROCO.

Page 120: Tecnología Espiritual

De los cinco elementos de la espiritualidad del siglo XXI propuestos por el

padre Karl Rahner, escoja dos que, a su parecer deban ser tenidos en

cuenta como urgencias de su comunidad, presentando en tres páginas sus

aportes personales relacionados con la espiritualidad actual.

Haga un breve taller de oración con las comunidades educativas a su cargo

que esté enriquecido con los elementos propuesto por el Papa Juan Pablo

II en su Catequesis sobre la oración y a partir de lo visto en el Catecismo de

la Iglesia Católica proponga semejanzas y diferencias entre la meditación y

la contemplación en su dinamismo cristiano frente a otros tipos de

espiritualidad en el mundo.

¿Qué opinión le merecen las tesis presentadas por el doctor Thaddée

Matura sobre el radicalismo evangélico? En su experiencia como creyente y

formador, ¿la radicalidad evangélica puede significar un aporte al

mejoramiento de la situación del mundo actual? Ilumine su respuesta

además con los aportes de la Constitución Dogmática Lumen Gentium del

Concilio Vaticano II No 43 y presentando los consejos evangélicos como

caminos de perfección cristiana (Sustente esta reflexión en cinco páginas).

Sintetice y enumere los aportes hallados en el artículo sobre la

Espiritualidad del Educador propuestos en la lectura de apoyo No 7. Por

qué es necesario permitir que el Espíritu Santo encamine el proceso del

ministerio de un educador.

EJERCICIO INVESTIGATIVO GRUPAL:

Después de hacer el recorrido en el estudio de la Teología Espiritual confronte con

algunos compañeros la manera de imprimir en su trabajo educativo la vivencia de

la espiritualidad en diálogo con el acontecer diario de su comunidad. Cómo

justificar en los jóvenes la necesidad de la oración, la gracia y la vivencia de los

consejos evangélicos como medios de perfección, de felicidad?.

Page 121: Tecnología Espiritual

Por qué el pecado se convierte en alienación y perturbación para el ser humano

que busca ser feliz? Desde qué categorías el mal se presenta como enemigo de

la perfección? Con algunos compañeros y de una manera creativa e imaginativa,

propongan un diálogo personificado entre la santidad y el pecado y entre

espiritualidad y ciencia.

Al final presenten los fundamentos de las respuestas y las síntesis de su trabajo.

AUTOEVALUACIÓN:

1. Usted realizó una lectura viva y complexiva, consciente, orante y reflexiva

de los textos de apoyo, ¿cuál fue la lectura que más le impactó y por qué?

¿Le aportó esta lectura a su crecimiento personal como cristiano?.

2. Ha detectado en su vida la gracia de Dios? ¿En qué momentos?

3. Usted se considera llamado(a) a la santidad o a la perfección? Podría

establecer alguna diferencia?

4.

5. Es posible para usted asimilar y concretar en su vida la vivencia de algún

consejo evangélico?

6. Qué aportes para su vida encontró en este estudio?

COEVALUACIÓN:

Con su tutor y con algunos compañeros confronten las principales dificultades de

las lecturas y del estudio en general de la Teología espiritual, ¿Qué le aporta a

una Institución Educativa el estudio de la Espiritualidad?

BIBLIOGRAFÍA:

BELDA, M. Guiados por el Espíritu de Dios. Palabra, Madrid 2006.

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BERNARD, Charles André: Introducción a la Teología Espiritual. Segunda

Edición, editorial Verbo Divino. Navarra. 2001. 190 páginas.

BERNARD, C.A., SJ, Teología Espiritual, Atenas, Madrid 1994 (edición original:

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GAMARRA, Saturnino: Teología Espiritual. Colección SapientiaFidei, serie

Manuales de Teología. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid. 1994. 310

páginas

ILLANES, J.L., Tratado de Teología Espiritual, EUNSA, Pamplona 2007.

MONTOYA CHAVARRIAGA, Lisbeth Janeth: La espiritualidad del Educador, Ecos

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RUIZ SALVADOR, F., OCD, Caminos del espíritu. Compendio de Teología

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WEISMAYER, J., Vida cristiana en plenitud, PPC, Madrid 1990 (edición original:

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Documentos de la Iglesia:

Catecismo de la Iglesia Católica.

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http://www.es.catholic.net/conocetufe/364/2753/articulo.php?id=28549

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option=com_docman&task=doc_view&gid=29&Itemid=72

http://www.es.catholic.net/religiosas/803/2775/articulo.php?id=21633