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TECNOLOGÍA

OUIJA

Carlos de Segovia

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Título: Tecnología Ouija

Autor: © Carlos de Segovia

ISBN: 978–84–8454–657–3Depósito legal: A–859–2008

Edita: Editorial Club Universitario. Telf.: 96 567 61 33C/. Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)www.ecu.fm

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma. Telf.: 965 67 19 87C/. Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)[email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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Curiosidades del Espiritismo

Hoy en día la mayoría de las comunicaciones con los es-píritus de personas fallecidas se realizan premeditadamente mediante sesiones de espiritismo dirigidas por un Médium, o mediante la Ouija. También hay que señalar que una peque-ña minoría se ve obligada, por la casualidad o por alguna extraña razón que desconocemos, a tener un contacto con ellos que hace que, en todos los casos, cambie su manera de ver la vida para siempre.

Médium:

Persona a la que se considera dotada de suficientes facultades para actuar de mediadora en la consecución de fenómenos parapsicológicos o de comunicaciones con los espíritus, actuando de intermediario entre el mundo de los vivos y el de los muertos.

Ouija:

Comúnmente hace referencia a la comunicación con seres del “más allá” mediante un objeto deslizante, que el ente mueve y detiene sobre las distintas letras y palabras que hay dibujadas en una tabla o similar, construida especialmente para ese fin.

Algo parecido se remonta a los antiguos egipcios, quienes ya utilizaban un artilugio para ponerse en contacto con sus antepasados fallecidos. Colocaban un anillo suspendido por un hilo sobre un tablero grabado con símbolos, con el que se suponía que los muertos deletreaban sus mensajes.

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El origen de la Ouija actual se remonta a 1853, cuando un espiritista francés, M. Planchette, inventó lo que posteriormente se conocería como el Planchette. Un objeto pequeño en forma de corazón o punta de lanza, con dos indicadores rotantes en su parte inferior y un lápiz de apéndice como tercer vértice, así rodaría a la vez que escribiría. Este instrumento se suponía que permitía recibir sobre un papel mensajes del mundo espiritual, pero apenas eran legibles, por lo que Charles Kennard, que descubrió el Planchette en uno de sus viajes a Francia, junto con otros dos empresarios, unió el principio del Planchette con la tabla de letras impresas.

Se dice que Kennard puso el nombre de Ouija a la tabla, al ser una palabra egipcia que quería decir “buena suerte” y porque la misma tabla le dijo que así lo hiciera. Pero fue un tal William Fuld el que se hizo famoso vendiéndola al comprar la empresa de Kennard, y quien se aprovechó de la causalidad del nombre que la había puesto Kennard para decir que era un vocablo fusionado entre la palabra francesa Oui y la alemana Ja, donde ambas significan “Sí”.

Al morir Fuld al caerse desde la azotea de su fábrica cuando inexplicablemente cedió una barandilla de seguri-dad, su compañía pasó a sus herederos.

Después de la Segunda Guerra Mundial la demanda de tablas Ouija aumentó debido al interés de las viudas por comunicarse con sus maridos e hijos muertos en combate. Tal demanda apenas pudo ser cubierta por los hijos de Fuld; quienes la vendieron en 1966 a la empresa Parker Brothers. Todavía hoy en día mantienen los derechos del tablero, que está registrado como juego de mesa.

Aunque en su día se le llamó “el tablero parlante” o “el mensajero sin hilos”, hoy en día se le conoce como “la tabla o tablero Ouija”, o también como vasografía por realizarla comúnmente con un vaso o copa de cristal en vez de un Planchette. Hay quienes dicen que el vaso utilizado es donde se encierra el espíritu y nunca debe darse la vuelta ni dejar la menor abertura en plena sesión para evitar que se escape de su mundo.

La empresa Parker Brothers es la empresa que tiene los derechos del juego de mesa mundialmente conocido como Monopoly.

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El Comienzo

Al norte del estado de Nueva York se encuentra un pueblo llamado Hydesville. Durante la tarde del 11 de diciembre de 1847, en una de las granjas cercanas a la villa, se instaló una familia venida de Canadá con el único deseo de rehacer su vida después del fallecimiento de su última hija.

John D. Fox junto con su mujer Margaret y sus dos hijas pequeñas, Kate y Margaretta, cariñosamente llamadas Katie y Maggie, convivían bajo el mismo techo de una vieja casona de madera. Leah, otra de los siete hijos de la familia Fox, vivía en una cercana ciudad llamada Rochester con su hija Lizzie. Ambas se mantenían gracias al pequeño sueldo que cobraba Leah por dar clases de piano a domicilio, pues el padre de Lizzie, el señor Fish, había decidido abandonarlas hacía ya tiempo.

A finales de diciembre las nubes cubrían el cielo de Hydesville. La nieve hizo su aparición repartiéndose por el campo y cubriéndolo de un blanco reluciente; el frío de esa noche se palpaba en cualquier rincón del estado. Katie y Maggie subieron al segundo piso, donde se encontraban las habitaciones, y se metieron en sus respectivas camas rústicas. Al poco tiempo de estar hablando y riéndose sobre varios temas referidos a chicos, empezaron a escuchar extraños golpes que parecían proceder de las paredes de la habitación, como si alguien estuviera detrás de ellas golpeándolas; cosa imposible porque daban o bien a la calle, o bien a lugares donde se veía perfectamente que no había nadie. No tardaron en tomárselo como un juego ya que esos ruidos repetían los que ellas hacían con las palmas o con cualquier otro objeto. Los llamaron splitfoot.

Se repitieron todas las noches, día tras día. La madre, católica y muy creyente, mandó a sus hijas una temporada con su hermana mayor al tener miedo que les sucediera algo malo; observando con asombro cómo desaparecieron los golpes desde el primer día que se fueron.

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En casa de Leah, que por esa época tenía treinta y cua-tro años, los golpes comenzaron a escucharse. A partir de entonces observaron que allí donde iban, los golpes las acompañaban y solamente se hacían oír en presencia de las pequeñas Fox.

La noche del 31 de marzo de 1848, las niñas estaban tumbadas en las camas, con los brazos por fuera de las mantas, a la vista de la madre. Margaret quiso poner a prueba a los extraños ruidos y les preguntó:

–¿Cuántos años tienen mis niñas? –se escucharon catorce golpes, una pausa, seguidamente doce, y por último, tres.

Acertó todos los de sus hijas, incluido el de su pequeña fallecida. Extrañada más que asustada, preguntó varias veces quién era.

–¿Eres un espíritu? –preguntó a la tercera vez–. Si es así contesta, por favor.

Se escuchó un golpe claro y conciso.Margaret sintió una extraña e inquietante alegría al ver

que su creencia en la vida después de la muerte tenía lógi-ca.

–¿Te mataron en esta casa? –siguió preguntando.De nuevo un golpe resonó por la habitación.John y Margaret decidieron avisar a sus vecinos más

cercanos para que también escucharan a los espíritus. Al-gunos sintieron tanto miedo al escuchar la historia que les contaban los Fox que no llegaron ni a entrar a la casa; otros entraron, y al escuchar cómo los golpes respondían a las preguntas realizadas por Margaret, salieron al momento; los más valientes, alucinados con lo que estaba sucediendo, se quedaron sin palabras.

Las niñas no tenían temor alguno, pero sus padres deci-dieron que durmieran junto a ellos por seguridad. Aun así, los golpes se seguían escuchando.

Días después, Margaret Fox, acompañada de su marido, hizo una declaración jurada contando todos los sucesos que transcurrían en la casa.

Hicieron más pruebas y comprobaron que solo se comu-nicaban en presencia de las pequeñas.

Una noche, alguien sugirió la idea de una conversación con el espíritu nombrando las letras del alfabeto para que él diera un golpe cuando llegara a la que quería decir, así deletrearía palabras enteras y la información obtenida sería mucho mayor.

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Llevando a cabo esa idea, descubrieron que el fantasma decía llamarse Charles Ryan y que pertenecía a un buhonero de treinta y un años que fue asesinado en el interior de la casa por un antiguo inquilino. Dijo estar enterrado en el sótano y se rumoreó que la familia Fox excavó, encontrando restos humanos que se asociaron con los del buhonero asesinado, enterrándolos en paz; aunque nunca se llegó a saber con certeza si tal rumor fue cierto.

Desde entonces, John Bell, anterior inquilino de la casa Fox y quien ya se quejó en su día de escuchar ruidos extraños que no le dejaban dormir, fue señalado por todo el pueblo como el asesino del buhonero...

Éste fue el verdadero inicio de la comunicación con el más allá.

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Capítulo 1

(Mediados del siglo XXI)

En España se hace imposible vivir en el interior de una gran ciudad por la polución originada durante años anteriores. Es tal la capa de contaminación que existe que influye en la atmósfera y apenas surgen precipitaciones. Los rayos beneficiosos del Sol llegan de forma muy leve hasta las ciudades, creando un efecto invernadero que podía ser dañino para la salud; por lo que se recomendó a toda la población trasladarse a las afueras de la ciudad, utilizando solamente el centro para trabajar.

Los monumentos quedaron ausentes de visitantes que los contemplaran; las iglesias sin oraciones que escuchar; los edificios vacíos fueron el paraíso de la pobreza y la miseria; las estatuas quedaron sin sus palomas, que emigraron para poder sobrevivir... al igual que hicieron todos.

Los políticos se vieron obligados a construir y a facilitar la compra de viviendas en las afueras de la urbe por el propio bien de los ciudadanos, y de ellos mismos si querían conservar su puesto. No tardaron en sacar una ley de reducción de humos contaminantes haciendo obligatorio el uso de vehículos híbridos. Éstos usaban una batería solar que alimentaba a un motor eléctrico y cambiaban automáticamente al motor de gasoil al sobrepasar los 50km/h, por lo que no contaminarían en poblado.

Los barrios y pueblos de alrededor de las grandes ciudades se empezaron a convertir en enormes núcleos urbanos, acogiendo en ellos a todos los habitantes que se trasladaban forzados por la situación. Incluso muchas de las fábricas y empresas se vieron obligadas a trasladarse por los despidos voluntarios de muchos de sus trabajadores, al no querer trasladarse al centro por su salud y la lejanía de su hogar.

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En una de estas nuevas ciudades abrió la primera sede en España una empresa llamada E.T.C.I., Tecnología Electrónica para Investigaciones Informáticas, aunque las siglas constaban por su nombre en inglés. Una empresa asociada con la NASA para tener acceso a los últimos descubrimientos y avances en tecnología espacial. Salida de una fusión entre americanos y coreanos y que, dado el éxito mundial que consiguieron con sus resultados, abrie-ron sedes por todo el planeta para expandirse y que las in-vestigaciones se realizaran en distintos países, entre ellos España. Se dedicaban a la programación e investigación informática con la última tecnología.

Después de varios años de estudio e investigaciones, el primer éxito les llegó cuando consiguieron un dispositivo que convertía la energía eléctrica en ondas, dejando a los cables y a los enchufes como pequeñas y largas piezas de museo. Instalaron dispositivos en las centrales eléctricas convirtiendo la electricidad en ondas, siendo recogidas, éstas, por los receptores que cada aparato y electrodo-méstico llevaban, haciendo que funcionaran y pudiendo ser desconectados cuando el cliente quisiera. El campo electromagnético emitido por las ondas durante su viaje hasta estos receptores era bloqueado o absorbido por las propias centrales, hasta dejarlo en un límite máximo de 0,1 microvatios por centímetro cuadrado de densidad de potencia, según como constaba en la Ley de prevención de la contaminación electromagnética sobre el medio ambien-te. Así, la radiación ionizante producida por la electricidad, no perjudicaría a ningún ser vivo y únicamente afectaría a los pertinentes receptores, preparados especialmente para atraerlas y almacenarlas en su interior hasta su corres-pondiente uso.

Gracias a las ganancias que generó el proyecto, pudie-ron seguir investigando y desarrollando ideas. Tras varios años de silencio, de nuevo volvieron a cambiar el mundo inventando la Red de Carreteras Inteligentes. Un proyecto en el que se había invertido mucho tiempo en construcción de material, pero que había tenido una insuperable y mag-nífica acogida en los países de todo el mundo, al revolucio-nar la vida de la gente y reducir la tasa de mortalidad en accidentes de tráfico en un sesenta y cinco por ciento.

Instalaron en todos los vehículos modernos, de tres o más ruedas, un potentísimo ordenador con un

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programa de conducción de última tecnología, con varios sensores en los laterales que recibían información de los chips instalados en los hitos y en las señales de tráfico, respectivamente; y que, además de hacer de guía al coche y hacerlo respetar escrupulosamente todas las señales y límites de velocidad, le transmitían medidas reales de la carretera, estado del firme, grados de ángulo de cada curva, y toda la información necesaria para que, junto con el sensor óptico y calorífico en tres dimensiones instalado en la parte delantera y trasera, que avisaba al ordenador y hacía detenerse al vehículo en caso de peligro de colisión con un obstáculo, el coche pudiera conducir automáticamente y sin ayuda hasta el lugar indicado por la persona, guiándose por la información de los chips situados a ambas partes de la carretera, que serían actualizados diariamente por tráfico mediante satélite.

Todos los países con suficiente poder adquisitivo compraron la tecnología, lo que significó unas ganancias espectaculares que aprovecharon para abrir sedes por distintos lugares del mundo.

También utilizaban la realidad virtual que usaba la NASA para hacer simulacros planetarios con sus astro-nautas, para hacer que los pacientes vieran la auténtica realidad; por ejemplo: lo delgado que se estaba en el caso de ser anoréxico. Los que padecen esta enfermedad se ven constantemente obesos, llegando a morir si no son trata-dos. Con estos programas la mayoría se acababan viendo tal y como eran, comprendiendo que necesitaban comer y superando el miedo a engordar.

La psico-realidad virtual ya se intentó a principios del siglo con unos resultados pasables, pero sin conseguir grandes objetivos. ETCI obtuvo otro de sus grandes éxitos cuando sacó al mercado, además de las versiones de enfer-medades físico–mentales, las versiones de superación de fobias y traumas infantiles; consiguiendo que se pudieran superar con más facilidad.

Últimamente habían estado trabajando en la investiga-ción para la curación de ciertas enfermedades degenerati-vas. Con diversos sistemas y programas informáticos, me-diante sensores en zonas específicas y la nanotecnología (estudio y aplicación de materiales, aparatos y sistemas funcionales a través del control de los átomos y moléculas a nano escala. Un nanómetro es igual a una milmillonési-

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ma parte del metro), conseguían que el paciente fuera re-cuperando parte de la funcionalidad del órgano o músculo dañado, consiguiendo que su calidad de vida fuese mucho más elevada.

El edificio de ETCI se construyó a las afueras, pero con la imparable ampliación del pueblo ya había quedado dentro de él, convirtiéndose en un símbolo emblemático por sus características. Y es que era conocido como “edificio satélite” por su original forma vertical que se asemejaba a la Luna en su cuarta fase. Estaba rodeado por amplios ventanales que parecían vigilar al pueblo, reflejándolo constantemente. En la parte más alta estaban situadas las iniciales de la empresa, con unas letras de tamaño gigantesco que siempre permanecían brillantes, rodeadas de varios focos de luz para su iluminación nocturna. Una noche al año, coincidiendo con el gran día de las fiestas patronales, se encendían todas las luces del interior, dando un gran espectáculo al ser visto desde la lejanía, por recordar a la Luna.

En las ventanas del último piso, justo antes de las letras de la empresa, estaba situado el despacho del director.

El reloj digital de la pared marcaba las trece y cincuenta y ocho, y el humo de un puro envolvía el despacho, dándole un aspecto misterioso. Había dos personas hablando de negocios. Una de ellas era el director de ETCI, un hombre que acababa de cumplir cincuenta y cuatro años hacía dos días, con el pelo algo largo en el que ya relucía alguna cana, con barba muy cuidada, y con algunas arrugas en el contorno de los ojos. Sus dientes blancos hacían que su sonrisa fuera reluciente y picarona, y sus ojos claros, de mirada fija, delataban gran confianza en sí mismo. Su excesiva preocupación por la apariencia física le obligaba a hacer deporte a diario, teniendo así un cuerpo robusto.

Desde joven le había obsesionado el sexo y el poder, por lo que muchas veces pecaba de avaricioso y posesivo. Siempre le importó demasiado lo que pudieran pensar los demás de él, pero desde que le nombraron director de ETCI y sabiendo que el futuro de la sede en España estaba en sus manos, se había obsesionado de manera preocupante con dar buena apariencia ante sus empleados; lo que le hacía estar alerta para no cometer fallos y no quedar en inferioridad ante nadie, haciéndose el fuerte incluso en las situaciones más comprometidas para ganarse el respeto y

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admiración de todos. En un principio solo le obsesionaba en el trabajo, pero poco a poco, la obsesión, se fue trasladando a todos los aspectos sociales y personales.

Óscar, que así se llamaba, estaba sentado en su silla de cuero negro, detrás de una mesa rectangular de madera artificial –como cualquier construcción de madera desde la segunda década del siglo; cuando se obligó por ley a conservar las zonas arboladas–, de color marrón oscuro. La luz del Sol entraba tímidamente por la ventana panorámica situada a su izquierda, gracias al cristal con el que estaba construida. Un cristal que se oscurecía mediante un líquido interno, el cual se manejaba con un mando regulador.

Enfrente de él tenía sentado al subdirector, algo más joven que él, que estaba fumándose un puro, ya que tenía el consentimiento de Óscar de poder fumar en su despacho, sabiendo que su mujer no le dejaba fumar en casa, y ya era el único lugar, junto con la calle, donde no estaba prohibido.

Óscar escribía algo en el teclado táctil de su ordenador; estaba tan concentrado en lo que ponía que apenas prestaba atención a lo que decía su compañero. De repente, levantó la mirada y le interrumpió para decirle que tenía que tomarse la tarde libre porque tenía una convención en las afueras con unos ejecutivos y se tendría que encargar él de la empresa. El subdirector ya estaba acostumbrado a hacer el trabajo de Óscar mientras éste acudía a esas reuniones que solo parecían ser para los más altos cargos.

–Ya sé que tendrás que quedarte un par horas más cuando acaben todos de trabajar para revisar las cuentas, y ver los informes de los problemas interiores que hayan sucedido, además de hacer tu trabajo, claro. Pero míralo por el lado positivo, más trabajo más dinero –le dijo Óscar con una sonrisa–. Además es viernes, así cuando salgas te puedes ir directo a algún bar –concluyó con una sonrisa más pronunciada.

En ese momento el reloj digital de la pared marcó las dos en punto de la tarde e hizo ese ruidillo característico que solo él hacía; un ruido metálico y rítmico que duraba un par de segundos. Óscar mandó al ordenador grabar lo que estaba escribiendo en el “libro virtual” y lo guardó en su funda. Casi todas las máquinas funcionaban mediante la voz, y al no haber cables, el traspaso de datos de un

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equipo a otro era mucho más fácil y rápido. Normalmente Óscar dictaba al ordenador lo que quería que pusiera y él lo escribía a la perfección, pero cuando había gente delante usaba el método antiguo.

El libro virtual estaba compuesto por una pantalla de plasma preparada especialmente para no perjudicar a la vista, con un tamaño de medio folio y un centímetro de grosor. Tenía una memoria interna para almacenar solamente documentos de texto que eran traspasados mediante un disco duro, o insertados con una tarjeta de memoria o un mini disc de datos. Era un invento de principios de siglo de unos ecologistas de Greenpeace para tener todos los documentos a mano sin tener que llevar mucho volumen y así ayudar a salvar las zonas arboladas del planeta. Fue el sustituto de muchos documentos escritos en hojas de papel, incluso de los libros para algunas personas que preferían leerlos ahí por ser más manejable, disponer de varios libros en uno, y tener luz propia. Varios años después, viendo el desastre que se podría alcanzar en el planeta si se seguía deforestando, se obligó a todas las editoriales y a las empresas dedicadas al papel a elaborar todos sus trabajos con fibra reciclada o, si lo preferían, usando el típico papel reciclado. Aun pudiéndose usar el papel sabiendo que ya no se hacía daño al planeta, el libro virtual se siguió usando como herramienta de oficina para almacenar documentos.

El subdirector apagó el puro en un cenicero y ambos salieron, introduciendo Óscar su tarjeta de acceso en la cerradura electrónica e informatizada para que la puerta quedara bloqueada. Se tomaban contundentes medidas de seguridad en todo el edificio, pero especialmente en esa planta al encontrarse allí la sala blindada, con planos y futuros proyectos en construcción que podían sacar de pobre a cualquiera que se hiciera con ellos.

Óscar se dirigió a su coche, un moderno BMW de color negro, y pulsó el código que hacía que le llevara a casa automáticamente. Antes de arrancarse, por los distintos altavoces del coche y a un volumen considerado, se empezó a escuchar música clásica, a la que Óscar era adicto.

Camino de casa se paró en un semáforo. A su izquierda se detuvo un Volvo plateado con un conductor joven que le miraba fijamente mientras hacía rugir el motor eléctrico de su coche, acelerándolo al son de la música dance que

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escuchaba. Le estaba retando a una carrera. Óscar era débil en ese sentido, no le gustaba perder nunca, siempre tenía que ser más fuerte que los demás, dependiera de quien dependiera, o cayera quien cayera. Quitó el piloto automático del coche e hizo sonar el motor del BMW; los dos se miraron inmutablemente. El pequeño rugir de los motores eléctricos acaparaba la atención de los demás conductores que estaban detrás de ellos.

La carretera estaba formada por una recta de dos carriles para su sentido que se perdían a unos seiscientos metros en el horizonte, en un cambio de rasante. Tanto a derecha como a izquierda estaba rodeada de chalets pareados.

Los dos conductores dejaron de mirarse para mirar al semáforo mientras continuaban con el rugir de sus respec-tivos motores. El semáforo cambió a verde. Salieron dispa-rados en línea recta cogiendo cada vez más aceleración. El conductor del Volvo había reaccionado antes por lo que iba algo por delante. Al poco, los motores eléctricos dejaron de funcionar para dar paso a los motores de gasoil. Se man-tuvieron casi en paralelo hasta llegar al cambio de rasante, donde los dos coches se despegaron del asfalto durante unas décimas de segundo; lo justo para que, al volver al as-falto, Óscar se asustara y perdiera el control momentáneo del volante, teniendo que frenar un poco para recuperarlo, hecho que dio un poco más de ventaja al conductor del Vol-vo, que le miraba por el retrovisor riéndose pícaramente.

El contraste de la música que escuchaban respectiva–mente en el interior de sus vehículos era abismal.

Llegaron a una curva de noventa grados hacia la derecha en la que el Volvo invadió el otro carril, pudiendo provocar un aparatoso accidente, haciendo que Óscar se metiera en la acera para poder tomar la curva, esquivando una señal de tráfico por escasos milímetros y haciendo que saltara la alarma que le avisaba de que no estaba bien posicionado en la calzada. Sabía que esa alarma había sido diseñada para detener el vehículo en un par de segundos sino se corregía la trayectoria, por lo que lo hizo bruscamente.

Tenían ante sí otra recta de poco más de un kilómetro con otro final en rasante. Los dos apretaron sus aceleradores. Óscar se pasó al carril izquierdo y apretó el pedal a fondo, consiguiendo ponerse casi a la misma altura que el Volvo.

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A mitad de la recta, ambos dieron el intermitente derecho. A la altura de una entrada y salida de vehículos que daba a un garaje de uno de los chalets, Óscar dejó de acelerar colocándose justo detrás del Volvo. Ambos giraron hacia su derecha. El Volvo por la pequeña rampa de acceso y el BMW atravesando el césped del jardín, dejando las marcas de las ruedas impresas en la hierba.

Aparcaron en un amplio garaje y ambos salieron más o menos a la vez de los vehículos.

–¡Te has metido por el césped para llegar antes! Cuan-do hablamos lo de la carrera no dijimos nada de que va-liera por el jardín –decía el conductor joven, moreno, con algo menos de media melena y peinado a raya, con aspec-to de buena persona.

–Pues por eso mismo, como no dijimos nada y el cés-ped también cuenta porque también es nuestro, yo consi-dero que hemos empatado; además, mira quién habla de hacer algo que no dijimos, el que se ha metido en mi carril y casi me mato por su culpa –dijo Óscar.

–No sabes perder, papá, siempre tienes que buscar una u otra excusa para ganar. ¡Eres increíble! –replicó Pa-blo con más calma. Su padre estaba entrando en la casa, ignorándolo. Pablo sabía que era imposible discutir con él porque siempre tenía que llevar la razón.

Llevaba un año trabajando en la misma empresa que su padre, pero, al contrario de lo que pensaban los em-pleados, Óscar no tuvo nada que ver con su incorporación a la plantilla, sino el increíble currículum vitae de su hijo.

Al principio, cuando comenzó su carrera de psicología, que era su vocación, estudió informática obligado por su padre, viajando más adelante a Estados Unidos y a Ale-mania para estudiarla en todos sus niveles. Aprovechó esos años fuera para también estudiar lo que seguramen-te su padre nunca le hubiera dejado, criminología. Cuan-do finalmente decidió que iba a volcar su vida laboral por la rama de la informática, ya era un pequeño experto en el área de investigación criminal.

Consiguió dominar a la perfección el hardware y el software, manejándose como nadie en los campos de la programación, incluso se había atrevido a realizar un par de programas con un grupo mínimo de colaboradores.

Genéticamente había salido a su padre. Resultaba muy llamativo para el sector femenino y homosexual por su

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cuerpo atlético, definido gracias a su afición a las artes marciales. Pero la cosa más valiosa que tenía Pablo era su inteligencia. En todos los colegios privados que estudió, destacó por sacar excelentes notas sin apenas estudiar y entender cosas de adultos que, incluso para algún adulto, eran complicadas. Cuántas veces le había dicho su padre que si se tomara su trabajo en serio podría inventar algún programa con el que batir récords de ventas y hacerse millonario. Pero Pablo no pensaba en el dinero, solo quería hacer su trabajo lo mejor posible para ayudar a la gente con problemas. Él sabía bien lo mal que se pasaba con esas enfermedades al tener varios amigos afectados que no podían tener una vida normal.

Una de las cosas que no soportaba y le sacaba de quicio cada vez que se daba cuenta, era la hipocresía de la gente. Siempre fue un gran observador de todo lo que le rodeaba, pero desde que hizo un curso para saber interpretar el lenguaje corporal y cómo los movimientos y las posturas que adopta el cuerpo inconscientemente podían decir más de esa persona que ella misma, se había obsesionado en analizar a las personas más allegadas a él para comprobar que no le engañaban en lo que le decían. Estudiaba las posiciones corporales que adoptaban al hablar con él, el movimiento de las pupilas, incluso si el pecho se movía más rápido a causa de una respiración acelerada, signo de haber mentido y tener miedo a ser descubierto. A veces, incluso, había descubierto cosas de esa persona que ella misma desconocía o nunca se había parado a pensar de sí misma.

Óscar y Pablo vieron que en la entrada, cerca de la puerta, estaba el contenedor de reciclaje de vidrio lleno de botellas vacías de alcohol. Eso era debido a la típica reunión que hacía Óscar todos los años cuando llegaba el día de su cumpleaños. Invitaba a toda la familia y a algunos amigos y compañeros de trabajo, con sus respectivas esposas, a cenar y a beber unas copas a su casa. Casi nadie faltaba a esa reunión; bien por amistad o bien por ser quien era, el director de la sede en España de una de las empresas más importantes del mundo.

La sirvienta se iba en ese momento. Una puerto riqueña ya entrada en los sesenta, de aspecto rechoncho pero juvenil, con el pelo teñido de rubio. Lucía, que así se llamaba, llevaba más de la mitad de su vida en España.

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–¡Hola, Lucía! –la saludó Pablo inspirando profunda–mente–, ¡qué bien huele! –dijo a la vez que le daba un beso en la mejilla.

–¡Gracias, mi niño!, espero que os guste –le devolvió el beso.

Había mucha complicidad y confianza entre ella y los hi-jos de Óscar. Después de siete años trabajando en la casa, más de una vez le había tocado hacer de madre con ellos y sabía muchos de sus secretos y problemas personales. Al igual que ellos de ella, como su lesión de rodilla, de la cual no había dicho nada porque tenía miedo a que la despidie-ran, y de momento podía aguantar el dolor con bastante facilidad aunque cada vez perdía más fuerza.

–Buenas tardes, Lucía –la saludó Óscar mientras Pablo se introducía en la casa–, sí que es verdad que huele muy bien; aún más que otros días.

–Gracias. Es usted muy amable, don Óscar –añadió Lu-cía, respetando la única condición que le puso Óscar cuan-do la contrató, y es que siempre le llamara “don” o “señor”.

–Por cierto –empezó a sacar la cartera–, te tengo que pagar por trabajar en la fiesta de mi cumpleaños –sacó su tarjeta de identificación, que servía tanto para identificarse como para registrarse en la lista de un hospital para visitar a un médico o pagar cualquier cosa, al no usarse el dinero en metálico, y le pidió que pasara un momento dentro de la casa.

A través del ordenador portátil, que tenía una pequeña ranura para esas modernas tarjetas, le traspasó cien euros a su tarjeta de identificación.

–Muchas gracias, señor –le dijo mientras salía la tarjeta del ordenador–. Que os aproveche la comida.

–Gracias, Lucía, no te olvides de tirar la bolsa al conte-nedor de reciclado –comentó mientras salía del programa de traspaso de fondos.

Cuando se fue Lucía, Óscar se dirigió a la mesa del co-medor donde se encontraba su mujer, Pilar, y le dio un beso muy cariñoso.

Pilar era la madre de Pablo y la mujer con la que se casó Óscar hacía ya veintiséis años. Era de su misma quinta, un poco más baja que él, pero con un físico precioso que se ha-bía trabajado en el gimnasio que poseían en el sótano de la casa, después de dar a luz a Patricia, su segunda y última hija. Parecía mucho más joven de lo que en realidad era.

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Su pelo era de color castaño con una tonalidad clara. La encantaba llevarlo largo y suelto, solo se lo recogía en oca-siones especiales. Sus ojos, grandes y marrones, poseían una mirada dulce y sincera. Se dedicaba a la enseñanza de idiomas; hablaba cuatro a la perfección, por lo que a veces la llamaban para traducir simultáneamente a los extranje-ros en alguna convención importante.

En la mesa del comedor también estaba sentada Patri-cia, la hermana de Pablo. Con sus casi diecinueve años, Patry, que así la llamaban sus amigos, era una belleza de persona; aunque cometía el error de preocuparse demasia-do por su aspecto físico. Su cutis perfecto y su pelo rubio, largo y ondulado, reflejaban su exquisito cuidado. Poseía un gran sentido del humor que le hacía tener una sonrisa en la boca que no desaparecía nunca. A veces tenía un tic que le hacía pestañear varias veces seguidas en poco tiem-po, pero no le importaba en absoluto porque le daba un pequeño toque de elegancia y sensualidad; cosa que ella había aprovechado para terminar el pestañeo con una gran sonrisa y potenciar la mirada.

Llevaba saliendo con un chico algo más de un año. Emi-lio era dos años mayor que ella. Vivía en un pueblo cerca-no, pero se había alquilado un piso en la ciudad para no tener que estar viajando a diario. Era un piso pequeño de una sola habitación, que antiguamente se usaba como es-tudio. Una viga metálica atravesaba una de las salas, cosa que le hizo decidirse por alquilar ese apartamento y no otro. Desde el primer momento que la vio supo la utilidad que le iba a dar. La usaba para colgarse y hacer dominadas en ella cuando hacía deporte en casa, que era bastante a menudo.

Era una persona que destacaba por su altura y su cuer-po musculado, pero sobre todo por su gran simpatía; sien-do considerado como alguien con gustos poco comunes. Uno de los cuales era el cine basado en el antiguo Oeste. Le daba lástima que ya no se hicieran ese tipo de películas; incluso su corte de pelo se podría decir que era típico de los vaqueros del viejo “Western americano”. Patry le conoció nada más entrar en la universidad de periodismo y ense-guida quedaron prendados el uno del otro.

La familia de Óscar era una familia feliz en la que la mayor de las preocupaciones eran las cosas del trabajo y cómo matar el tiempo libre.

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Todos estaban sentados en la mesa del comedor menos Pablo, que grababa, con su cámara minidisc de último modelo, la mesa grande del salón a la que siempre adornaba una estatua de mármol oscurecido de un niño montado en los lomos de un cisne con cuatro alas, un regalo de Óscar a su mujer cuando volvió de un viaje a Japón.

–¡Ya estás otra vez! –le reprochó su madre desde el comedor–. ¡Llevas una temporada muy pesadito con la cámara!

Pabló se miró en el alto y ancho espejo con ribetes dorados que había colgado en la pared, al final de la mesa, donde se encontraba la silla que la presidía, y se dirigió al comedor sin dejar de grabar. Óscar, astutamente, había hecho colocar en ese rincón un espejo de semejantes dimensiones para que cuando hacía alguna reunión y los invitados se dirigieran a él, inconscientemente, perdieran algo de concentración al verse reflejados y le dieran superioridad sin darse cuenta.

–Ya te dije que es para probar un dispositivo programador nuevo que la he puesto –decía Pablo mientras continuaba grabando–. Cuando os enseñe el resultado vais a alucinar, no os vais a creer ni lo que estáis viendo...

–¿Y nos tienes que grabar constantemente a nosotros? –le interrumpió su padre–. ¿No puedes grabar a los pájaros en los árboles o a los vecinos?

–¡Venga!, qué más os da. Además, los vecinos se enfadarían conmigo, y vosotros me tenéis más cariño –dijo haciendo un gesto gracioso con la cara–. Pero vale, si os molesta lo dejo –susurró con resignación, apagando la cámara y dejándola encima de un mueble.

Pilar empezó a servir por su hija, mientras Óscar preguntaba a Pablo.

–Por cierto, se puede saber dónde te metes a la hora del descanso, llevo semanas sin verte por la cafetería.

–Sí –contestó Pablo muy sorprendido y pensando la respuesta mientras se sentaba–. No te lo quería decir hasta que estuviera hecho, pero estoy trabajando en un programa nuevo y me quedo en la oficina aprovechando ese tiempo.

–¡Vaya!, espero que sea mejor que los otros –comentó su padre mirando a Pilar y riéndose–. ¿Y de qué trata esta vez tu programa, hijo? –le preguntó con una sonrisa vacilona.

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–Pues la verdad, me gustaría guardar la sorpresa hasta que estuviera terminado, pero te prometo que serás el pri-mero en saberlo; y esta vez estarás orgulloso de mí. Si algún día sale al mercado será record en ventas, como tú dices –explicó Pablo con toda seguridad, vacilándole también.

–¡Bueno! –exclamó su padre con mucho retintín–, estoy impaciente por verlo. ¿Y cuánto tiempo voy a tener que es-perar para ver esa obra maestra de la informática?

–Ya casi lo he terminado, me falta darle los últimos re-toques y ponerlo en práctica a ver si funciona. Así que lo veréis muy pronto si todo funciona como lo tengo planeado y no hay fallos de última hora, claro. De hecho quiero ense-ñároslo a vosotros antes de decírselo a la compañía.

–¡Qué menos!... –murmuró Óscar con cara de estar can-sado de escuchar las bobadas de su hijo.

El teléfono comenzó a sonar. –¡Teléfono! –dijo Pilar en voz alta.Los teléfonos se descolgaban al decir cierta palabra pro-

gramada con anterioridad por el dueño. Era Emilio, el novio de su hija.

–Hola, ¿está Patricia? –la voz de Emilio se escuchó per-fectamente por el comedor.

–Dime, cariño –contestó Patry desde la mesa.–Puedes coger el teléfono, por favor, te tengo que decir

algo privado.Patry se levantó extrañada y lo descolgó, yéndose a la

cocina a hablar.–Hola, amor –la saludó Emilio–. Escucha, Elena no ha

ido a clase esta mañana, ¿no?Elena era la mejor amiga de Patry. Se conocieron en el

último curso del instituto y la casualidad hizo que coinci-dieran en la misma universidad privada. Eran de la misma quinta y sus gustos eran muy parecidos, por lo que casi siempre hacían todo juntas.

–No, no ha ido, ¿por qué?–Y, ¿sabes por qué? No te ha comentado, últimamente,

algún problema que tuviera.Le notó una voz muy nerviosa y rara, como si estuviera

aguantándose algún dolor.–¿Te pasa algo, tesoro?, te noto la voz algo extraña.–No, no me pasa nada. Contesta.–Pues no sé por qué no ha ido. Ayer no me dijo nada de que

no fuera a ir a clase hoy, le habrá surgido algo, supongo.

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Patry se empezó a poner nerviosa.–¿Por qué me lo preguntas?, ¿qué pasa?Emilio no contestó. Lo único que escuchó Patry fue

una respiración profunda, seguida de un suspiro largo y entrecortado.

–¡Emilio! –le dijo muy nerviosa, casi gritando, y haciendo que en la mesa del comedor su familia se mirara entre sí–, ¿qué ha pasado?, ¿por qué no ha ido a clase?

Pilar se dio la vuelta, preocupada por el tono de voz de su hija y escuchó con más atención la conversación.

–¡Dímelo, Emilio!, ¡sea lo que sea!, por favor –dijo sin mucho convencimiento de querer saberlo al intuir algo malo.

Emilio no pudo contenerse más y rompió a llorar. Patry hizo lo mismo, aun sin saber nada.

–¡Elena está muerta!... –exclamó entre sollozos.–¡¿Qué?! Eso es imposible... –se pausó para coger aire

y llorar–, estuve con ella ayer por la noche y estaba bien.–Créeme, es verdad –volvió a respirar profundamente–.

La mató Fran anoche, debió de ser después de separaros –continuó diciendo entre sollozos.

Fran, de veintitrés años, era el novio de Elena. Tenía una personalidad un poco fuerte y era bastante orgulloso, pero buena persona al fin y al cabo. Llevaban casi dos años de relación.

–¿Qué dices?, Fran no puede haber hecho eso, la quiere muchísimo... ¡tiene que haber un error! –dijo mientras controlaba sus ganas de ponerse a gritar y a patalear como un niño pequeño cuando le quitan su juguete favorito.

Pablo se empezó a interesar por la conversación, también conocía a Elena y a Fran, pero últimamente se llevaba mucho mejor con él, incluso quedaban por ahí los dos solos para salir de fiesta o tomar algo.

–A mí también me cuesta creerlo... pero al parecer le detuvieron en el lugar del crimen y hasta ha debido confesar.

Emilio le comentó a Patry que era lo único que sabía y que tampoco se lo llegaba a creer del todo, y menos cono-ciendo a Fran como le conocía, pero lo que era seguro es que Elena estaba muerta.

Al final quedaron para ir al tanatorio a dar el pésame correspondiente.

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A Patry la tuvo que apoyar su madre y acompañarla a su habitación porque se quedó hundida, ni siquiera pudo comer nada. El único que quedó en la mesa comiendo fue Óscar, porque Pablo, bastante sorprendido por la noticia, se fue también a su habitación.

Patry se puso una ropa más acorde con la triste oca-sión y, cuando se disponía a irse, vio a su hermano, que también se había vestido apropiadamente y se ofrecía a llevarla.

Los dos salieron de casa con caras tristes e incrédulas, solo se diferenciaban en que la de ella era un río de lágri-mas y la de Pablo era de enorme asombro. Antes de salir desconectaron el monitor de seguridad de la puerta, que estaba encendido –un pequeño monitor de plasma coloca-do al lado de la puerta y conectado a una cámara oculta que servía para ver quién estaba llamando.

Cuando llegaron al tanatorio se encontraron con que estaba lleno de familiares y amigos de Elena. La mayoría de los asistentes eran jóvenes destrozados por el dolor. Todos tenían los ojos lagrimados; algunas lloraban des-esperadamente y otros, dominados por la rabia, echaban dioses en contra de Fran. La hermana de Elena, que tenía un año menos que ella, se desmayó un par de veces y deci-dieron sacarla de allí y llevarla a la calle para que le diera el aire y se relajara.

Les resultó bastante difícil conseguir llegar a donde estaban los padres de Elena entre tanta multitud, pero después de cruzarse con unos cuantos conocidos, quienes ya les advirtieron de lo destrozados que se encontraban, consiguieron llegar. Con mucha delicadeza y uno por uno fueron dando el pésame, primero a la madre y luego al padre. La madre se fundió en un abrazo con la que era la mejor amiga de su hija y lloraron tendidamente durante un rato. Patry intentó no mirar a la cristalera desde donde se veía el ataúd y se quedó mirando fijamente los ojos de la madre. Apenas tenían expresividad, casi se podía ver re-flejado en ellos el dolor de su alma y el cachito de corazón que nunca recuperaría porque su hija jamás regresaría a esta vida.

De repente, alguien empujó muy levemente a Patry por la espalda, haciendo que ésta se girara. Era un chaval jo-

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ven que le pidió disculpas al instante. Al volverse, buscó con la mirada a la madre de Elena, que se había acercado a acariciar el cristal; y entonces la vio.

Allí estaba, en esa caja de madera, hueca y larga, tan brillante que parecía que la acababan de barnizar, y con ese crucifijo en medio de ella. Solamente se le veía la cabe-za, la cual parecía un objeto, pálida e inmóvil. Se notaba que estaba maquillada, lo que hizo pensar a Patry cómo tendría la cara realmente si ni siquiera el maquillaje le po-día disimular la palidez. Sus padres habían hecho que la peinaran con un hermoso recogido, adornándolo con una pequeña peineta plateada en la parte frontal. Un montón de preciosos ramos de flores y coronas funerarias la rodea-ban, cada uno con su respectiva banda dedicatoria. Patry, al verla, no pudo evitar recordar algunos de los momentos que pasaron juntas; sobre todo recordó cómo se conocie-ron, algunas fiestas importantes en la que siempre se reían de todo, y lo bien que se lo pasaban cuando iban de com-pras. En ese momento se dio cuenta de que ése iba a ser su último recuerdo de ella y empezó a llorar con tanta fuerza que comenzó a respirar cada vez peor, por lo que Pablo y Emilio se despidieron momentáneamente de los padres y la sacaron al pasillo.

Unos chavales que estaban sentados en un banco, al ver cómo estaba Patry de afectada, se levantaron para ce-derle el asiento. Se sentó en medio de sus dos acompañan-tes y apoyó los codos en sus rodillas temblorosas, se tapó la cara y siguió llorando más fuerte que antes mientras que su novio la abrazaba y su hermano le acariciaba una rodi-lla para darle ánimo.

Cuando estuvo más relajada se acercó a unas amigas y familiares de Elena, no queriendo que la acompañasen ni su hermano ni su novio, quedándose ambos en el banco.

–Pablo –aprovechó a decir Emilio–, Patry me dijo hace tiempo que hiciste un curso de psicología sobre el signifi-cado de los movimientos y las posturas corporales incons-cientes, o los gestos, o algo así, y que te gustaba analizar a la gente; ¿es verdad?

Pablo le miró pensativo.–Sí, es verdad –dijo al rato–. Aunque se llama lenguaje

corporal, y ayuda a conocer la personalidad a través del inconsciente de cada persona. Como tú ahora mismo, va-quero –a veces le vacilaba llamándole así por su afición a

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las películas Western–, que quieres que te diga si analicé a Fran, ¿no? –sonrió.

–Sí, era eso –sonrió Emilio, asombrado por la habilidad mental de su “cuñado”.

–Pues te diré que sí –se pausó para pensar–. La verdad es que le analicé varias veces porque había algo en él que no me gustaba; y ahora, por desgracia, ya sé lo que era.

–Algo que no te gustaba, ¿cómo el qué? –preguntó Emilio.

Pablo le miró de nuevo, sonriendo.–Pues eran posturas, sobre todo posturas que quieren

decir cierta cosa, y al rato le veía con otra que quería de-cir totalmente lo contrario, por lo que significaría que su mente no tiene una claridad concisa, no sigue una misma línea... como que puede desvariar, ¿sabes lo que te quiero decir?

Fran hizo una leve mueca que Pablo interpretó como que no lo entendía muy bien.

–Ese gesto que acabas de hacer –le dijo imitándole– es de desconcierto, así que te lo voy a explicar con ejemplos –Emilio se quedó alucinado. Sabía que había gesticulado, pero lo había hecho sin darse cuenta–. Verás, ahora que me acuerdo... –pensó–. La distancia entre dos personas que hablan una enfrente de otra tiene un concepto de territorio, como los leones en la selva, que cada macho tiene su terreno; pues nosotros no somos tan distintos aunque no lo creas. Fran, normalmente, se situaba a una distancia demasiado prudente –escenificaba lo que conta-ba con su propio cuerpo y su mano derecha–, y cuando te juntabas un poco más, él se sentía invadido y enseguida se separaba. Pero había días que se juntaba tanto para hablarte y en las mismas condiciones que las anteriores veces, que tenías que ser tú el que se separara. ¿Ves a dónde quiero llegar?

–Creo que sí. Más o menos quieres decir que no tenía una personalidad definida –conjeturó Emilio.

–Eso es.Una amiga de Emilio interrumpió la conversación y se

sentó con ellos. Pablo se presentó y después de hablar unos minutos con ellos, se disculpó y se fue a dar una vuelta por el tanatorio. Le resultaba muy interesante en-contrarse solo en un lugar rodeado de gente porque así podría analizar a algunas personas. Empezó con una

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chica que estaba apoyada en una columna, hablando con unos amigos. Sus posturas y movimientos delataban total sinceridad por lo que buscó con la mirada otra persona que fuera un poco más compleja. A Pablo le gustaban los retos, por lo que siempre que podía elegía las cosas más difíciles. Sus ojos se detuvieron en un chico de traje gris oscuro que estaba al lado de una ventana, hablando en un grupo de cinco personas más. Se estaba riendo.

“Si está feliz porque haya muerto una persona, por lo menos podía disimular un poco hasta salir de aquí”, pensó Pablo. Al instante comenzó a analizarle. El chico daba muy buena apariencia vestido con ese traje, pero sus movimientos delataban que no estaba acostumbrado a llevarlo. Estaba incómodo, inquieto, se podía decir que hasta nervioso, como necesitando quitárselo. Una de las veces que el chico se pasó su mano derecha por el pelo, Pablo pudo observar que sus dedos índice y corazón esta-ban más amarillentos que los demás, por lo que sospechó que lo que realmente le pasaba es que necesitaba una dosis del tabaco que prohibieron en la segunda década del siglo; y que ya solo se podía conseguir si conocías a ciertas personas metidas en el mundo de las drogas.

Quiso analizar a otro chico, pero a lo lejos vio a Emilio que le hacía un gesto para que se juntara con él. Acababan de llegar los abuelos de Elena y les iban a dar el pésame juntos. A Pablo se le escapó un gesto de desesperación, lo pasaba fatal dando el pésame.

Después de una hora de reflexión, de conversación con algunos familiares, y de lágrimas, salieron a la calle don-de la gente seguía hablando de lo mismo. Pablo escuchó cómo un grupo de chicos hablaban de la sangre fría que tuvo que tener Fran para matarla. No tardó en hacerle una señal a Emilio para decirle que se esperaran un mo-mento y se acercó a ellos.

–Eh..., perdonad. Os he escuchado hablar y me pre-guntaba, si sabéis por qué lo ha hecho o cómo ha ocurri-do.

–Hemos oído rumores –contestó uno de ellos– de que la mató porque le había sido infiel desde el principio, pero no sabemos si es verdad.

–Sí, incluso yo he oído decir que le había sido infiel con el novio de su mejor amiga –agregó otro señalando a Patry.

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El rostro de Pablo quedó perplejo y alucinado por la sorpresa. Dio las gracias a los chavales y se fue con su hermana y Emilio, sin decirles nada de lo que le habían comentado.

Más tarde, cada uno se fue a su casa y quedaron al día siguiente para ir al funeral; donde Pablo intentó enterarse de nuevo de los motivos de Fran para matarla, pero nadie realmente los sabía.

El funeral fue aun más triste que el momento del pésame. Patry se dejó caer de rodillas un par de veces angustiada por el intenso dolor que sentía y ahogándose en sus propias lágrimas. Emilio también lo pasó muy mal, más que por la muerte de Elena, por ver a su novia sufrir de ese modo.

Días después, Pabló seguía preguntando a todas las personas que pudieran conocer a Fran para enterarse de la razón por la que la mató. Incluso fue a la universidad donde él estudió hacía pocos años, y donde ahora estudiaba Fran, para preguntar a algunos de sus amigos, quienes le comentaron lo mismo que los chavales del tanatorio. Otros le hablaron de que Fran estaba en tratamiento psiquiátrico desde hacía años, y a otros directamente no les hizo caso por las chorradas que decían. Pudo observar cómo la mayoría de las chicas no le quitaban la mirada de encima y, las más atrevidas, se le acercaban para conocerle, pero él había ido con un objetivo y no cambiaría a otro hasta que supiera algo. Hablando con un antiguo profesor suyo averiguó que la mató cortándole el cuello con un cuchillo de cocina. También se enteró de que ya se le podía ir a visitar a la cárcel, así que al salir de allí llamó al abogado familiar y le pidió el favor de que hiciera lo posible para concertar una visita para tres personas lo antes posible. Quería llevar a su hermana y a Emilio para ver su reacción cuando estuvieran delante de Fran y les contara lo que decía la gente, si es que era verdad; y si no lo era, qué mejor manera de enterarse que preguntándoselo a él mismo y analizarlo.

El domingo por la mañana, Pablo se encargó de conducir hasta la antigua penitenciaría donde se encontraba Fran. Fue un trayecto bastante silencioso, se les notaba en la cara que no habían pasado una buena noche. Patry era a la que

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más se le notaba. Se había pasado toda la noche pensando en qué preguntas le iba a hacer y cómo reaccionaría al verle. Tenía los ojos hinchados de llorar, ojeras de no dormir, y encima no había podido comer nada últimamente por los nervios de tener cara a cara al asesino de su mejor amiga, y, a la vez, uno de sus mejores amigos.

Después de pasar los obligatorios accesos de seguridad, hablaron con el funcionario encargado de las visitas, quien les mandó esperar unos minutos hasta que llegara. La espera se les hizo eterna. Los nervios les fueron aumentando lentamente hasta que apareció Fran por detrás de una de las puertas. Tenía un aspecto agotado, barba de varios días, y había adelgazado un par de kilos desde la última vez que lo vieron. Su mirada delataba clemencia.

–Hola, chicos –dijo tristemente mientras dirigía la mirada a Patry–. Patry... que mala cara tienes… siento que sea por mi culpa.

–Dime que no fuiste tú, Fran –le dijo muy nerviosa y mirándole fijamente a los ojos.

–No puedo decirte eso porque te mentiría –contestó bajando la mirada al suelo.

Patry comenzó a llorar bajo las caricias de su novio.–¿Por qué lo hiciste? –intervino Pablo. –No lo sé –respondió Fran mientras empezaba a llorar

también–, yo la quería... la quería con toda mi alma... pero cuando empezó a decirme que nunca me había querido y que me había sido infiel muchas veces, desde el principio de la...

–¿Qué? –le cortó Patry con voz temblorosa y con lágrimas en los ojos.

Aunque odiara a Fran por lo que había hecho, el verle en esa situación la producía una sensación de amor–odio que hacía que su dolor fuera aun más insoportable.

–Espera, déjale que acabe –dijo Pablo, poniéndole su mano derecha en el hombro.

–Cuando me dijo eso –continuó Fran– sentí tanta rabia dentro de mí... yo le había dado todo... le había entregado mi vida y ella me había engañado desde el principio... perdí los nervios y... –los tres le miraban sabiendo que realmente se arrepentía de haberlo hecho–. Cómo os sentiríais vosotros si la persona que más queréis en este mundo os traicionara todo este tiempo... –miró a Emilio–, hasta con alguno de tus amigos. Cómo pudiste hacerlo, tío, te creía