Tema 7. hacia la unión europea
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TEMA 7. HACIA LA UNIÓN EUROPEA
1. EL ACTA ÚNICA
La superación de la «crisis del cheque británico», en junio de 1984, cerró uno de los
períodos más conflictivos en la historia de las Comunidades y colocó a los estados
miembros en disposición de aplicar los principios de integración institucional y de
ampliación de la cooperación política, a fin de avanzar hacia la Unión Europea. Para
tomar decisiones en este sentido el Consejo Europeo disponía de una serie de propuestas
que ofrecían modelos distintos, desde el informe Tindemans hasta la Iniciativa
Genscher-Colombo y el Proyecto Spinelli. Persistían diferencias considerables en las
visiones de las administraciones estatales sobre el ritmo y el alcance de la reforma. Pero,
a mediados de 1984 existía entre ellas un consenso generalizado en torno a la idea de
actualizar e integrar los diversos tratados comunitarios mediante un Acta Única.
1.1. La preparación del Acta
El Consejo Europeo celebrado en Fontainebleau, del 24 al 26 de junio de 1984, supuso
un auténtico relanzamiento de la política comunitaria al fijar los procedimientos
presupuestarios. François Mitterrand, que lo presidía por turno, y el canciller alemán,
el democristiano Helmut Kohl, mantuvieron la larga tradición de colaboración de sus
países en las instituciones europeas para sacar adelante un paquete de medidas que ya se
habían planteado, sin éxito, en el Consejo de Stuttgart. Se tomó la decisión de que la
devolución al Reino Unido de parte de su contribución (el cheque británico) no
aumentara la de la RFA, que ya realizaba la mayor aportación al Presupuesto
comunitario. Este se incrementó con una mayor aportación del IVA, que pasó del 1 al
1,4 por ciento de lo recaudado en cada país por este concepto. Y se redujeron las
partidas de la PAC, a fin de que no tuviera tanto peso en el gasto. Pero, sobre todo, en
Fontainebleau se dio un paso fundamental en la creación de la Unión Europea al acordar
la formación de dos comités específicos para estudiar propuestas concretas.
a). El Comité de la Europa de los Pueblos, presidido por el italiano Pietro Adonino,
se ocuparía de las medidas para familiarizar con la «identidad europea» y la
idea de la UE a una ciudadanía que percibía la política comunitaria como algo
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lejano, cosa de políticos y de «eurócratas», pero a la que las decisiones tomadas por
estos en Bruselas y Estrasburgo afectarían cada vez más.
Adonnino presentó las conclusiones de su Comité ante el Consejo Europeo de
Milán, el 29 y 30 de julio de 1985. Fechado el 29 de marzo, el informe sobre La
Europa de los Ciudadanos, o Informe Adonnino, aunque no abordaba el espinoso
tema de la «ciudadanía europea» proponía medidas de muy diversa índole para
estimular la identidad comunitaria. Tales eran el establecimiento de objetivos
comunes para los sistemas educativos —anticipando lo que sería el «modelo
Bolonia» de enseñanza superior— el pasaporte europeo, la directiva de la
«televisión sin fronteras», o la creación de selecciones deportivas europeas que
participasen en representación de los estados miembros en los Juegos Olímpicos, o
en los diversos Campenatos Mundiales, siguiendo el ejemplo de la Ryder Cup de
golf, que a partir de 1979 enfrenta a una selección europea con otra norteamericana.
Fue iniciativa del Comité Adonnino la adopción de la bandera azul con doce
estrellas amarillas, diseñada en 1955 para el Consejo de Europa y que por decisión
del Parlamento Europeo se convirtió en la enseña comunitaria en 1985. Esta seña
identitaria se unía a la Oda a la Alegría, de la Novena Sinfonía de Beethoven, cuya
música fue adoptada en 1972 por el Consejo de Ministros como himno de la CE.
b). El Comité de Reforma Institucional, integrado por representantes
gubernamentales y comisarios europeos, se dedicó a estudiar la reforma de las
instituciones comunitarias y su engarce con la Cooperación Política. Al
considerar que su labor suponía una reanudación de las tareas constituyentes del
Comité surgido de la Conferencia de Mesina, recibió la denominación de Comité
Spaak II, aunque se le conoció más por el nombre de su presidente, el irlandés
James Dooge. El Comité Dooge trabajó, inspirándose básicamente en la
Declaración Solemne de Stuttgart, sobre un proyecto de bases para la Unión
Europea y presentó su informe ante el Consejo Europeo de Milán, en julio de 1985.
El informe Dooge proponía cuatro grandes paquetes de medidas:
1. La reforma de las instituciones comunitarias, admitiendo en su seno al Consejo
Europeo, pero reduciendo los poderes de este con un incremento del control del
Parlamento.
2. La culminación de la unión económica y del SME, y la cooperación tecnológica.
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3. La armonización jurídica, la creación del Espacio Social Europeo y una política
medioambiental común.
4. La formalización de la Cooperación Política con la creación de un Secretariado
y la ampliación de su ámbito mediante la inclusión de las políticas de seguridad
continental, cuyo eje debería ser la Unión Europea Occidental, una alianza
militar entonces prácticamente inoperante.
El Consejo de Milán aprobó tres asuntos de gran relieve. Por una parte, el Libro Blanco
sobre la culminación del mercado único, elaborado por la Comisión Europea bajo la
supervisión de su presidente, el socialista francés Jacques Delors, y que proponía 282
medidas. Por otro, los ya citados informes Adonnino y Dooge sobre la Europa de los
Ciudadanos y la Unión Europea. Pero en este último asunto surgieron disensiones en
torno a la reforma de las instituciones y a la asunción de las políticas de seguridad y
defensa, temas en los que Dinamarca, Grecia, Irlanda y el Reino Unido ponían serios
obstáculos. Finalmente, el Consejo decidió, conforme al artículo 236 del Tratado de la
CEE, encomendar la redacción del Acta Única a una Conferencia Intergubernamental
(CIG).
La CIG se reunió en Luxemburgo el 9 de septiembre de 1985. La integraban los
ministros de Asuntos Exteriores y varios representantes de las Comunidades, teniendo
un papel fundamental Jacques Delors. La Conferencia estudió por separado, mediante
sendas comisiones, los dos procesos que se buscaba unificar. La Comisión de Reforma
Institucional de las Comunidades estaba integrada por los miembros del COREPER.
La de Desarrollo de la Cooperación Política, en su vertiente exterior y de seguridad,
la formaban los directores de asuntos políticos de los ministerios de Exteriores.
El resultado de los trabajos de ambos organismos, eficazmente asesorados por los
expertos de la Comisión Europea, fue el proyecto de Acta Única Europea que se
presentó en el Consejo de Luxemburgo, el 2 y 3 de diciembre de 1985, el primero de la
Europa de los Doce, ya que participaron los gobiernos de España y Portugal, que habían
firmado su adhesión en junio.
El Acta fue rubricada en la capital del gran ducado el 17 de febrero, pero sólo por nueve
países. Habían surgido problemas en la ratificación de Dinamarca, Italia y Grecia. El
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Parlamento danés rechazó el Tratado y exigió que se volviera a reunir la Conferencia
Intergubernamental para que estudiase algunas modificaciones en el Acta. Ante la
negativa de los socios comunitarios, el Gobierno de Copenhague convocó un
referéndum consultivo. Entonces, Roma y Atenas se negaron a rubricar el Acta hasta
que se celebrase la consulta popular en Dinamarca, por si resultaba negativa. El
referéndum se celebró el 27 de febrero, diez días después de la ceremonia de
Luxemburgo, y fue favorable al Acta Única (56,2%). Despejada la duda sobre la actitud
de la ciudadanía danesa, al día siguiente los tres gobiernos estamparon su firma en el
Acta en un acto solemne celebrado en La Haya.
Pero no acabaron ahí los problemas. Los «euroescépticos» se movían en todo el ámbito
comunitario contra el avance de la supranacionalidad. En la República de Irlanda,
lideraba las campañas el economista Raymond Crotty, quien denunció ante el Tribunal
Constitucional de su país que el Acta Única era contraria a la Constitución irlandesa en
la cuestión de la Cooperación Política. Durante meses, el proceso Crotty contra An
Taoiseach mantuvo en suspenso a toda la CEE, ya que los jueces estaban divididos y la
retirada de la firma irlandesa en el Acta habría sido un rudo golpe al proceso de
construcción de la Unión Europea. Finalmente, el Gobierno de Dublín convocó un
referéndum para introducir una enmienda a la Constitución irlandesa que le permitiera
firmar el Acta. Celebrada el 27 de mayo de 1987, la consulta arrojó un resultado
favorable a la enmienda del 69,9%. Quedó así despejado el camino para el Acta Única,
que entró en vigor el 1 de julio.
1.2. Contenido del Acta
El Acta Única refundía en un mismo texto los Tratados de las Comunidades e
incorporaba y modificaba los mecanismos de la Cooperación Política. No creaba
aún la UE, sino que abría una etapa transicional en la que las Comunidades Europeas y
la Cooperación Política tienen por objetivo contribuir conjuntamente y hacer progresar a
la Unión Europea», con la vista puesta en «mejorar la situación económica y social
mediante la profundización de las políticas comunes y la prosecución de nuevos
objetivos» y «asegurar un mejor funcionamiento de las Comunidades ».
Las novedades del Acta son la obligación de realizar simultáneamente el gran mercado
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sin fronteras, más la cohesión económica y social, una política europea de investigación
y tecnología, el reforzamiento del Sistema Monetario Europeo, el comienzo de un
espacio social europeo y de acciones significativas en materia de medio ambiente.
Unas vías de acción que, en el articulado, se desglosaban así:
a). Modificaciones institucionales. El Acta incluía, por primera vez en un documento
con rango de Tratado, al Consejo Europeo que, decía el artículo 2, «reúne a los jefes
de Estado y de Gobierno de los estados miembros, así como al presidente de la
Comisión Europea. Son asistidos por los ministros de Asuntos Exteriores y por un
miembro de la Comisión». El Consejo celebraría sus sesiones semestralmente, pero
el Acta no fijaba sus competencias, ni definía la forma imponer sus decisiones a las
restantes instituciones comunitarias. El Acta fortalecía los mecanismos de voto
por mayoría cualificada en el Consejo de Ministros, con un número de votos en
función de la población, a fin de limitar el ejercicio del veto por los miembros y
garantizar un mayor poder decisorio a los grandes estados. Preveía la creación de un
Tribunal de Primera Instancia, que fue operativo desde 1989, competente en los
procesos incoados a petición de ciudadanos y empresas, a fin de aliviar la carga del
Tribunal de Justicia comunitario, que en adelante asumiría básicamente los procesos
entre estados. La Comisión Europea incrementaba la capacidad ejecutiva de sus
Actos, en detrimento de los del Consejo de Ministros, y tomaría parte en los
procesos de la Cooperación Política, para lo que se crearon Comités de
Representantes de los estados miembros que colaboraban con los comisarios. Y el
Parlamento veía reforzados sus poderes, bien que tímidamente, mediante el estable-
cimiento del procedimiento de cooperación, o concertación institucional, al ser
preceptivo su «dictamen conforme» a las iniciativas del Consejo de Ministros, o
poder rechazarlas por mayoría absoluta de sus miembros en segunda lectura, aunque
sin carácter resolutivo. También sería preceptivo su dictamen favorable en los
acuerdos de asociación de terceros países y en los de adhesión de nuevos miembros.
b). El mercado único. Conforme a las medidas del Libro Blanco de la Comisión
Delors, se trataba de cerrar el proceso hacia un mercado único de 320 millones de
consumidores en la Europa de los Doce, suprimiendo las aduanas interiores antes
del 1 de enero de 1993, y de hacer realidad «un espacio sin fronteras interiores»,
donde estuviera garantizada la libertad de circulación de personas, mercancías,
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capitales y servicios. La constitución del mercado único y la de la Europa de los
Ciudadanos, que incidía en las políticas igualitarias y en la ampliación de derechos,
requerían de acciones como la simplificación, o la supresión total, de las
formalidades aduaneras en el interior del territorio comunitario; la armonización de
las legislaciones en lo relativo al ingreso de ciudadanos de terceros países, al
derecho de asilo y a la extradición por vía judicial; la estandarización de los
controles de calidad mediante las etiquetas de procedencia con la marca CEE; los
procedimientos de publicidad de los productos comerciales; la liberalización de los
servicios; la convalidación de las titulaciones educativas de cada país; la
armonización fiscal y la equiparación de las tasas nacionales del IVA; la libertad de
establecimiento de los profesionales liberales, etc.
c). La Cooperación Política Europea. Seguía las propuestas del Informe Dooge al
formalizar las consultas entre gobiernos antes de adoptar cualquier decisión en
política exterior comunitaria, cuyo desarrollo incluiría la acción de mecanismos
permanentes como la Presidencia del Consejo Europeo —o la troika comunitaria
— el Secretariado, el Comité Político, o los Grupos de Trabajo, en estrecha
colaboración con la Comisión Europea. Se incorporaba a la CPE, bajo un principio
subsidiario, la coordinación de las políticas de seguridad y de defensa de los estados
miembros.
d). El Espacio Social Europeo. Defendido con especial empeño por el Grupo
Socialista del Parlamento y por el presidente Mitterrand, su inclusión en el Acta
Única poseía un tono un tanto retórico, dada la reticencia de algunos estados
miembros a la unificación de las políticas sociales y de su gasto. Así, se animaba a
las Administraciones nacionales a promover la protección de «la salud y seguridad
de los trabajadores», a regular la negociación colectiva laboral o a reducir las
diferencias de riqueza entre las regiones. Con el propósito de reforzar la cohesión, se
encomendó a la Comisión Europea y al Banco Europeo de Inversiones la
reorganización y potenciación de los tres fondos estructurales: el Fondo Social
Europeo, el Fondo Europeo de Garantía y Orientación Agrícola y, desde marzo
de 1985, el Fondo Europeo de Desarrollo Regional. Y se estableció un
procedimiento para implantar el Espacio Social, ya que se dotó de capacidad al
Consejo de Ministros para elaborar directivas por mayoría cualificada, a propuesta
de la Comisión y previa consulta al Comité Económico y Social, directivas que
obligarían a los estados miembros conforme al principio de subsidiaridad.
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Consecuencia de ello fue que el 9 de diciembre de 1989, a propuesta del
Parlamento, el Consejo Europeo de Estrasburgo adaptó la Carta Social Europea,
elaborada por el Consejo de Europa en 1961, a una Carta Comunitaria de los
Derechos Sociales Fundamentales de los Trabajadores, que suscribía princiios
como la libertad de circulación y de ejercicio profesional, la «protección social
adecuada» a cargo del Estado, el derecho a «una remuneración equitativa, es decir,
que sea suficiente para proporcionarles un nivel de vida digno» y a una jubilación en
similares condiciones, la igualdad laboral entre varones y mujeres, la libertad de
sindicación y de negociación colectiva, la prohibición del trabajo infantil, o el
derecho de todo trabajador al descanso semanal y a las vacaciones anuales pagadas.
Aunque el Consejo Europeo le otorgó el mínimo rango de «Declaración», la Carta
Social de la CEE, que exigía la aproximación de las legislaciones nacionales en
estos aspectos, poseía alguna fuerza vinculante para los gobiernos a través de las
directivas comunitarias y la vigilancia de la Comisión Europea, y por ello suscitó el
rechazo de los sectores neoliberales y el Gobierno británico se negó a suscribirla.
e). El Sistema Monetario. El Acta Única reforzaba la voluntad de alcanzar la Unión
Económica y Monetaria estimulando el equilibrio de las balanzas de pagos y
dotando al SME de una mayor apoyatura institucional, pero sin modificarlo ni fijar
aún el objetivo de la moneda única.
f). Investigación y desarrollo científico y tecnológico. El Acta Única recogía la
preocupación por impedir que Europa perdiese su puesto de vanguardia en las
innovaciones científicas y tecnológicas. Por lo tanto, se estimularía la aplicación
de las competencias comunitarias mediante directivas, conforme al principio de
subsidiariedad. Especialmente en la protección del medio ambiente, un tema al que
era cada vez más sensible la opinión pública europea —desde 1989 hubo un «grupo
verde» ecologista en el Parlamento comunitario— y en que los estados apenas
podían jugar un papel por separado. Se encomendaba a la Comunidad, por lo tanto,
«la conservación, la protección y la mejora de la calidad del medio ambiente, la
protección de la salud de las personas y la utilización prudente y racional de los
recursos naturales».
Aunque muchos criticaron la timidez de los avances del Acta Única, lo cierto es que
constituyó una eficaz actualización de los tratados concluidos casi treinta años
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atrás, cuya falta de reforma había impedido la adecuación de las Comunidades a sus
propios ritmos de crecimiento y al proceso histórico general. Se trataba, básicamente, de
una colección de principios y de procedimientos funcionales y estaba lejos de ser la
Constitución federal de la Unión Europea a que apuntaba el Proyecto Spinelli del
Parlamento Europeo. Pero el desarrollo de su articulado permitió reestructurar el
funcionamiento de las instituciones, democratizándolas con el aumento del control
parlamentario y el impulso a las votaciones por mayoría y potenciando la capacidad de
gestión y de decisión política de la Comisión. La incorporación de la Cooperación
Política al ámbito operativo de las Comunidades, más allá del mero consenso puntual
entre los responsables estatales, les dotó de un esbozo de política exterior común. Y la
implementación del Acta facilitó el desarrollo de vías de cohesión como la Europa
de los Ciudadanos, el Espacio Social, el mercado único o las iniciativas
comunitarias en materia de seguridad y defensa, que permitieron alcanzar en tan sólo
ocho años la Convención de Maastricht para fundar la Unión Europea.
2. EL PARLAMENTO EUROPEO, 1979-1994
Uno de los principales motivos de descontento de los integracionistas con respecto al
Acta Única fue el escaso avance en el fortalecimiento de la capacidad legislativa de
la Asamblea parlamentaria, que hacía patente la continuidad del fuerte «déficit
democrático» de las instituciones comunitarias. La Asamblea de las comunidades,
denominada desde 1962 Parlamento Europeo, fue creada con todo tipo de cautelas por
parte de los gobiernos, para que poseyera un carácter meramente consultivo. Fuera de
la emisión de informes y resoluciones no vinculantes, y de la posibilidad de una moción
de censura a la Comisión Europea, hasta 1987 sólo había logrado un cierto control sobre
el Presupuesto comunitario mediante los acuerdos de Luxemburgo, en abril de 1970 y
de Bruselas, de julio de 1975. Aunque con el Acta Única el procedimiento de
cooperación amplió su capacidad de intervención en las actuaciones de la Comisión y
del Consejo de Ministros, su carencia de poder legislativo lo mantuvo como una
institución con poco peso real en la dinámica comunitaria.
El integracionismo federalista había presionado desde el comienzo para que los
parlamentarios de Estrasburgo fueran elegidos directamente por la ciudadanía
europea, y así lo había votado el propio Parlamento varias veces a partir de 1960. Pero
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el Consejo de Ministros había logrado paralizar la iniciativa, que podía alterar
profundamente el equilibrio entre la composición de los ejecutivos nacionales y la
representación parlamentaria que enviarían a Estrasburgo sus ciudadanos. Fue en
el Consejo Europeo de París, en diciembre de 1974, donde los líderes continentales
dieron el visto bueno a una medida que ya se antojaba imprescindible para hacer
creíble el avance del proceso de integración. Prevalido de este mandato, el Consejo de
Ministros estableció el procedimiento en septiembre de 1976 y luego los parlamentos de
los estados miembros aprobaron la medida. Los gobiernos se encargaron de adaptar la
reglamentación electoral comunitaria a los sistemas electorales nacionales.
Hasta 1979, el Parlamento de Estrasburgo recogía en su proporcionalidad la suma de las
composiciones de los parlamentos de los países miembros. Pero la introducción del
sistema de voto ciudadano directo, mediante el Acta de Bruselas de 1976, aunque no
comportó la creación de un cuerpo electoral «europeo», ya que los comicios siguieron
siendo estatales, trajo modificaciones sustanciales. En principio, la orientación de voto
en las elecciones parlamentaria de cada Estado, que se celebraban normalmente con un
año o dos de distancia con las europeas, podía adelantar las líneas generales de la
composición del Parlamento de Estrasburgo que, de este modo, recogería los cambios
en la sensibilidad política del electorado continental.
Había varios factores que relativizaban esta similitud. En primer lugar, las elecciones
europeas contaban con una participación menor que las nacionales, dado el
desinterés de buena parte de la ciudadanía por unos asuntos comunitarios en los que
apreciaba escasa proximidad. Ello solía beneficiar, en términos relativos y respecto a
las elecciones estatales, a las opciones radicales de izquierda y derecha, que podían
movilizar un voto militante que en las grandes formaciones del espectro moderado
suponía un porcentaje mucho menor de sus sufragios. Por el contrario, que las
candidaturas fuesen de distrito único para todo el territorio nacional perjudicaba
las opciones de los nacionalismos separatistas, que concentraban su voto en ámbitos
regionales y se veían obligados a pactar coaliciones electorales entre sí y a integrar un
grupo heterogéneo en el Parlamento. Por otra parte, pese a las sucesivas propuestas del
Parlamento entre 1960 y 1991 no se aplicó el Procedimiento Electoral Uniforme
(PEU), que hubiera creado un cuerpo electoral único, sino que los estados se reservaron
individualmente gran parte de los procedimientos de celebración de los comicios
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europeos.
2.1. Las elecciones de 1979
Las primeras elecciones directas al Parlamento Europeo se celebraron el 7 de junio en el
Reino Unido, Holanda, Dinamarca e Irlanda, y el día 10 en los otros cinco países. El
sistema de votación lo establecía cada Estado miembro, pero se realizaba con un
distrito único en cada uno de ellos, mediante listas en las que concurrían partidos o
coaliciones de partidos con existencia legal en ese país. La excepción era el Reino
Unido, donde se estableció un complejo sistema de transferencia de la
representación proporcional, que conservaba los pequeños distritos uninominales,
para elegir 78 diputados en Gran Bretaña y tres en Irlanda del Norte.
Una de las incógnitas fundamentales de las elecciones de 1979 era si la ciudadanía se
implicaría en la votación, percibiendo las potencialidades del Parlamento de
Estrasburgo, o se abstendría masivamente al no concederle importancia. La campaña
electoral, en medio de un masivo desconocimiento ciudadano de lo que estaba en juego,
se circunscribió prácticamente a los problemas de cada país y no hubo realmente
actuación de partidos «europeos», aunque sí abundante propaganda europeísta —y,
también, antieuropeísta. La participación media fue relativamente baja, del 63 por
ciento, aunque se vio favorecida por la obligatoriedad del voto, en jornada dominical, en
Bélgica (91,4% de participación), Luxemburgo (88,9) e Italia (85,6). En el otro
extremo, sólo el 32,4 de los británicos acudió a votar en día laborable.
La legislatura de 1979-1984, constituida el 17 de julio, reflejaba por primera vez una
pluralidad estrictamente europea, y no la proporcionalidad de los parlamentos
nacionales que, hasta entonces, habían enviado a sus propios diputados. Lo
parlamentarios se integraron en grupos «europeos», pactando coaliciones al margen de
las existentes en los parlamentos de sus estados. La orientación global de la Eurocámara
de 1979, muy atomizada, era mayoritariamente de derecha y de centro y ello se
reflejó en la elección de la Presidencia, que recayó en la liberal francesa Simone Veil,
miembro de la Unión para la Democracia Francesa, el partido de Giscard d'Estaing.
Pero el sector más votado, sobre todo en la RFA y Francia, fue la socialdemocracia,
con 113 escaños sobre un total de 410. Le seguían de cerca los democristianos del
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Partido Popular Europeo, con 107 y sus principales fuentes de votos en la RFA e
Italia, y a mayor distancia, con 64, los Demócratas Europeos, de tendencia
conservadora y fuertes en el Reino Unido. La izquierda comunista, votada sobre todo
en Francia (Coalición de Izquierdas) e Italia (Izquierda Unitaria Europea), logró 44
escaños; el Grupo Liberal y Democrático eran 40 diputados, muy atomizados, aunque
destacaba el apoyo del electorado francés a la UDF; los gaullistas y otros partidos del
Grupo de los Demócratas Progresistas Europeos, obtuvieron 22 sitios; un grupo
mixto en el que destacaban los radicales italianos se denominaba Grupo de
Independientes, con 11 escaños y los diputados sin adscripción eran nueve.
Con la entrada de Grecia, las instituciones comunitarias tuvieron que reajustarse para
hacer hueco a los funcionarios y políticos helenos, incluido un comisario europeo. Y fue
preciso realizar elecciones parciales al Parlamento Europeo para incorporar a los 24
diputados que le correspondían. Fueron elegidos 16 diputados de izquierda, diez de ellos
del Partido Socialista, frente a ocho de la derechista Nueva Democracia. Ello tuvo
cierta importancia cuando, en 1982, la liberal Simone Veil abandonó la Presidencia del
Parlamento, conforme a la norma de cambio de presidente a mitad de la legislatura.
Dividida la mayoría de centro-derecha por el enfrentamiento de los democristianos con
los conservadores británicos, estos últimos apoyaron al socialista holandés Piet
Dankert, que aún así tuvo que someterse a cuatro votaciones antes de ser elegido.
2.2. Las elecciones de 1984
Con un 61 por ciento de participación electoral, dos puntos menos que los anteriores
comicios, y 24 escaños más, las elecciones celebradas el 23 y el 26 de julio de 1984
fueron de transición, a la espera de los efectos del Acta Única, que aumentarían la
actividad del Parlamento, y del ingreso efectivo de España y Portugal. Aunque la
Eurocámara aumentó su atomización, el socialismo se consolidó como la primera
opción parlamentaria de la Comunidad, gracias sobre todo a los socialdemócratas
alemanes y a los laboristas británicos, mientras que las opciones de centro-derecha,
incluidos los democristianos, perdían ligeramente representación. Y la derecha
conservadora, ahora denominada Alianza Democrática, beneficiada por el triunfo de
Thatcher en el Reino Unido, remontaba ligeramente. Los comunistas, casi todos
italianos y franceses, experimentaron un ligero retroceso respecto a 1979. Por otra parte,
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en estas elecciones apareció, por primera vez, una representación del neofascismo, el
Grupo de Derechas Europeas, integrado fundamentalmente por diputados del Frente
Nacional francés y del Movimiento Social Italiano, con 16 escaños. Con todo, la
principal novedad de los comicios fue el ingreso en el Parlamento Europeo de los
movimientos ecologistas, los verdes, prueba de la creciente sensibilización de la
ciudadanía ante los temas medioambientales. En esta legislatura, el ecologismo formó
coalición en la Cámara con algunos partidos nacionalistas de izquierda y con los
euroescépticos daneses, por lo que su mezcolanza, difícil de digerir, fue bautizada como
Grupo Arcoíris. Para presidir el Parlamento fue elegido el liberal francés Pierre
Pflimlin, al que sustituyó en 1987 el conservador británico Charles Plumb.
En 1987 se incorporaron al Parlamento 60 diputados españoles y los 24 portugueses,
designados por sus órganos parlamentarios a la espera de las elecciones directas. Estas
tuvieron lugar el 10 de junio de 1987 en España. Con una participación del 68,5 por
ciento, fueron elegidos 27 socialistas, 17 conservadores y democristianos de Alianza
Popular, 7 liberales del Centro Democrático y Social, tres comunistas, y cinco
nacionalistas catalanes y vascos. En Portugal, donde votó el 72,4 del censo, los
comicios fueron el 19 de julio y otorgaron la victoria al centrista Partido
Socialdemócrata, con 10 escaños, seguido del Partido Socialista, con seis y el Centro
Democrático y Social, coalición de democristianos y conservadores, con cuatro
diputados. Tras estas dos consultas, el Grupo Socialista consolidó su posición en la
Eurocámara, al pasar de 130 a 166 escaños y el Partido Popular Europeo —al que
pertenecían la Alianza Popular española y el Centro Democrático y Social portugués—
pudo recuperar su ventaja sobre liberales, conservadores nacionalistas, comunistas,
verdes y neofascistas, que vieron disminuir su representación proporcional con respecto
al inicio de la legislatura.
2.3. Las elecciones de 1989
Estos comicios, celebrados los días 15 y 18 de junio, fueron los primeros de la Europa
de los Doce. Tuvieron lugar en un panorama marcado por la continuidad en la
composición de las mayorías políticas en los principales estados —democristianos
de Kohl en Alemania, conservadores de Thatcher en el Reino Unido, socialistas de
Mitterrand en Francia, coalición acaudillada por la democracia cristiana en Italia—
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aunque la entrada de España, con el Partido Socialista gobernando en mayoría absoluta,
y la de Portugal, donde gobernaba el centro-derecha, introducían una cierta
incertidumbre sobre la decantación del electorado europeo. Como trasfondo, el proceso
abierto por la perestroika soviética y por el inicio de la caída de los sistemas comunistas
en la Europa del Este que, sin embargo, sólo se haría patente a finales de año.
El porcentaje de participación popular siguió su preocupante tendencia a la baja. Si en
1979 había sido del 63 por ciento y del 61 en 1984, esta vez fue de un 58,5 por ciento,
aunque con las habituales grandes diferencias según el voto fuera obligatorio o no. Si en
Bélgica votó el 90 por ciento del censo y en Italia el 81,5, en Alemania fue el 60 y en el
Reino Unido, cuna del euroescepticismo, el 36,2. Aún más significativas fueron las
bajas cifras de participación en España y Portugal, países recién ingresados y cuya
población esperaba grandes beneficios de su adhesión: votaron el 54,6 por ciento de los
españoles y el 51,2 de los portugueses. Eran, en conjunto, unos datos negativos, que
revelaban el poco interés que despertaba en la opinión pública un órgano parlamentario
sin capacidad legislativa. Se trataba de un aldabonazo que no dejó de pesar en las
decisiones que los socios comunitarios adoptaron sobre la potenciación del Parlamento
en el Tratado de Maastricht.
Los comicios de 1989 apenas modificaron la composición de la Cámara, en la que
predominaban los grupos situados en la derecha, con un 42,8 de los escaños en su
conjunto, pero donde los socialistas constituían el grupo más numeroso, ya que
contaban con la tercera parte de los diputados. El Partido Popular continuaba su ligero
retroceso, al igual que los conservadores agrupados en Demócratas Europeos, mientras
que los liberales remontaban hasta su nivel de 1979. Los partidos comunistas vieron
avivadas sus diferencias, derivadas de la polémica sobre el eurocomunismo, con la crisis
terminal del bloque soviético, lo que condujo a su escisión, con la creación del grupo
eurocomunista de Izquierda Unida Europea, con españoles e italianos como
principales referentes, y del prosoviético Coalición de Izquierdas, que agrupaba a los
comunistas franceses, griegos y portugueses. Y el grupo Arcoíris perdía a la mayoría de
los diputados ecologistas, que pasaron a constituir el Grupo de los Verdes. Durante la
legislatura 1989-94, el Parlamento europeo tuvo dos presidentes, el socialista español
Enrique Barón y el democristiano alemán Egon Klepsch.
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3. EL GRUPO TREVI Y EL ACUERDO DE SCHENGEN
Una de las asignaturas pendientes de la Comunidad Económica Europea durante casi
tres décadas fue la supresión de las barreras aduaneras interiores al tráfico de
vehículos, mercancías y personas. Casi todo el mundo admitía que ello, al igual que la
creación del pasaporte comunitario, era una de las condiciones precisas para lograr la
ciudadanía universal en la futura Unión Europea. Pero existía un lógico miedo al
descontrol de los movimientos de los inmigrantes clandestinos, de las redes de
delincuentes o de un terrorismo incipiente, con ramificaciones internacionales, que tuvo
dos casos muy sonados en el sangriento ataque de la organización palestina Septiembre
Negro a la sede de la delegación israelí durante las Olimpiadas de Múnich, en 1973, y
en el secuestro y asesinato del dirigente democristiano italiano Aldo Moro, por las
Brigadas Rojas, en 1978.
A partir del Acta Única, los países comunitarios comenzaron a adoptar, en el marco de
la Cooperación Política Europea (CPE), medidas de coordinación de los sistemas
judiciales y los aparatos gubernativos para desarrollar políticas conjuntas de
inmigración, asilo y lucha contra la delincuencia común, los grupos antisistema y el
terrorismo. Y ello debía conjugarse con la libre circulación de personas en el interior
del territorio comunitario, como exigían el mercado único y el desarrollo de la Europa
de los Ciudadanos. Tales políticas serán desarrolladas, subsidiariamente, por la
Comunidad Europea a partir del Tratado de Maastricht, de 1992. Antes, existieron sin
embargo dos grandes iniciativas intergubernamentales en el marco de la CPE.
Desde comienzos de los años setenta, pero sobre todo a partir del atentado de la Ciudad
Olímpica de Múnich, los gobiernos comunitarios buscaron la coordinación de sus
organizaciones policiales en un círculo más próximo que la Interpol, el organismo de
alcance mundial. Esta cuestión llegó a la agenda del Consejo de Ministros de la CE y en
su reunión en Roma, en diciembre de 1975, el secretario del Foreing Office, James
Callaghan propuso la constitución formal de un grupo de trabajo integrado por los
ministros del Interior. La propuesta fue aceptada y en junio de 1976 los nueve
ministros, reunidos en Luxemburgo, constituyeron el Grupo Trevi. Sobre su nombre,
hay dos versiones. Para algunos, se adoptó ya en la reunión de Roma en alusión a la
famosa fontana, próxima al lugar del encuentro. Para otros, en cambio, sin negar la
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influencia del escenario romano en la propuesta de denominación, se aplica a un
acrónimo creado a partir de asuntos de los que tendría que ocuparse el Grupo:
Terrorismo, Radicalismo, Extremismo y Violencia Internacional.
Trevi se estructuró como un organismo intergubernamental, integrado por los
ministros del Interior, con una Presidencia rotatoria que actuaba en forma de
troika —el presidente actual, el anterior y el siguiente— con la misma proporcionalidad
nacional que el Consejo de Ministros de la Comunidad. Por su parte, un comité de
subsecretarios de los ministerios celebraba periódicas reuniones para preparar las
agendas de las cumbres ministeriales. Y se fueron creando grupos permanentes de
trabajo, que incorporaban a científicos y responsables policiales:
Trevi 1, para los asuntos del terrorismo.
Trevi 2, de policía científica, aunque luego se le agregó el estudio de la violencia de
los hooligans del fútbol europeo.
Trevi 3 se ocupaba de la seguridad del transporte aéreo.
Trevi 4, de las instalaciones y el transporte en la industria nuclear.
Trevi 5, estudiaba medidas para grandes emergencias y catástrofes naturales.
La experiencia acumulada en Trevi permitiría, a raíz del Tratado de Maastricht de 1992,
la creación de una organización supranacional, la Europol, integrada en el llamado pilar
de Justicia y Asuntos de Interior de la Unión Europea.
En la primavera de 1984, una protesta del transporte pesado colapsó la mayor parte
de los puestos aduaneros interiores de la Comunidad y causó problemas de
abastecimiento. El incidente, que obedecía a la debilidad estructural del sistema de
distribución de mercancías en el Mercado Común, movió a Bonn y París a buscar una
solución, animados por el hecho de que el Consejo Europeo de Fontainebleau, reunido a
finales de junio, recomendaba reducir las trabas de aduana en las fronteras interiores. El
13 de julio, franceses y alemanes firmaron el Acuerdo de Saarbrücken, estableciendo
la paulatina supresión de los controles fronterizos en el paso de personas entre los dos
países. En la misma línea, Holanda ofreció a la RFA negociar un acuerdo para suprimir
los controles al tráfico bilateral de mercancías. A finales de año, los tres miembros del
Benelux, que llevaban décadas permitiendo la libre circulación de personas y
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mercancías en el seno de su unión económica, solicitaron sumarse al acuerdo franco-
alemán para suprimir las aduanas interiores. El 14 de junio de 1985, los cinco estados
firmaron, en la localidad luxemburguesa de Schengen, el Acuerdo que abría paso a la
supresión de las aduanas. El Acuerdo de Schengen se convertía, así, en el primer
avance de la «Europa de distintas velocidades» que propusiera diez años atrás el
Informe Tindemans: cinco países que integraban el núcleo central de la CEE inauguraba
el espacio sin fronteras, a la espera de que los restantes reuniesen las condiciones, y la
voluntad, para unírseles.
Tanto el Informe Adonnino como el Acta Única europea recogían la necesidad del
espacio sin fronteras en la Europa de los Ciudadanos a que apuntaba el Acuerdo de los
cinco países. El 19 de junio de 1990 volvieron a reunirse en Schengen para ratificarlo
mediante una Convención de Ejecución que, tras no pocas negociaciones, entró en
vigor en marzo de 1995. El documento especificaba las medidas a aplicar:
A corto plazo: eliminación de los visados y pasaportes para circular por el interior
del espacio sin fronteras de Schengen, pero reforzando los controles policiales y
judiciales de las fronteras externas, terrestres, aéreas y marítimas, sobre todo en los
referente a la vigilancia de los flujos migratorios extracomunitarios.
A medio plazo, se suprimirían los puestos aduaneros para el tráfico interior, se
reforzaría la cooperación policial con la creación de un archivo informático común
de datos, el Sistema de Información Schengen (SIS) y se armonizarían las
legislaciones nacionales, mediante directivas comunitarias, en lo relativo a visados
extracomunitarios, inmigración clandestina, derecho de asilo y tráfico de drogas,
armamento y explosivos. Naturalmente si, en una tercera fase, la Unión Europea
alcanzaba el objetivo último de un Estado federal europeo, Schengen habría
posibilitado ya la creación de un sistema federal de seguridad.
El «espacio sin fronteras» se iría ampliando conforme lo hiciera la Comunidad
Europea. A los cinco países firmantes del Acuerdo se sumaron Italia (1990), y España,
Grecia y Portugal (1992). En cambio, Reino Unido y la República de Irlanda se negaron
a suscribir el acuerdo, manteniendo los requisitos administrativos y los controles
aduaneros habituales para el ingreso de ciudadanos comunitarios. En 1995 se unió
Austria y al año siguiente, Dinamarca, Finlandia, Suecia, y dos países
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extracomunitarios, Noruega e Islandia. A finales de la década, al entrar el vigor el
Tratado de Ámsterdam, el espacio Schengen dejó de ser un acuerdo entre los
gobiernos para entrar a formar parte del llamado «acervo comunitario» de la UE,
aunque el Reino Unido e Irlanda, miembros de la Unión, siguieron al margen,
colaborando sólo a través del SIS y Dinamarca logró un protocolo de excepción en la
política de visados. El proceso de adhesión de los países de la Europa del Este llevó a
Schengen a convertirse en un área casi continental, en paralelo con las ampliaciones
de la Unión Europea. En 2004 firmaron la Convención, Chequia, Estonia, Hungría,
Letonia, Lituania, Malta, Polonia, Eslovaquia, Eslovenia y Suiza, con lo que el espacio
Schengen pasó a estar constituido por un total de 25 estados, de los que 22 pertenecían a
la UE. A finales de la década gestionaban su ingreso Rumania, Bulgaria y Liechtenstein.
4. EL PLAN DELORS Y LA UNIÓN ECONÓMICA Y MONETARIA
La entrada en vigor del Acta Única comunitaria, el 1 de julio de 1987, activó las
medidas propuestas por la Comisión Europea en su Libro Blanco de 1985 sobre el
mercado único. Bajo el impulso de su presidente, Jacques Delors, los comisarios se
aplicaron en los meses siguientes a elaborar una serie de directivas que orientasen a las
administraciones nacionales. Así la directiva de 17 de noviembre de ese año estableció
la liberalización completa de todos los movimientos de capital en el ámbito
comunitario. Y la de 24 de junio hizo lo mismo con el resto de las operaciones
financieras. Se trataba de dos pasos fundamentales hacia el mercado único.
Sin embargo, no era la Comisión Europea, un organismo técnico, el lugar para las
grandes decisiones políticas sobre la Unión Económica y Monetaria (UEM). En el
seno del Consejo de Ministros funcionaban diversos consejos especializados integrados
por los ministros del ramo y uno de ellos, el Consejo Económico y Financiero
(Ecofin), en esta época asumió un gran protagonismo, en detrimento de la Comisión, en
lo referente a los temas monetarios. Los gobiernos y los bancos centrales de los países
miembros retomaron, pues, el impulso unificador a través de varias iniciativas. Así, en
enero de 1988 el ministro de Finanzas francés, Edouard Balladour, propuso al Ecofin
la creación del Banco Central Europeo (BCE) y el italiano Amato y el alemán
Genscher planteaban abiertamente la conveniencia de ir hacia la moneda única
europea como paso inevitable para alcanzar la UEM.
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Esta convicción unitaria se veía fortalecida por las crecientes dificultades en la
aplicación del Mecanismo del Tipo de Cambio (MTC), un acuerdo entre gobiernos
que había revelado muy pronto su debilidad. Aunque el MTC garantizaba el consenso
en la fijación de los tipos de cambio en el área del ecu, no impedía a los estados
miembros devaluar libremente sus monedas, a fin de ajustar precios y salarios, o para
evitar la especulación agresiva de los mercados financieros tenedores de deuda. Pero
estos no tardaron en aprender a jugar con las expectativas de devaluación, e incluso a
favorecerlas con ataques especulativos, lo que obligaba a los bancos centrales a elevar el
tipo de interés, con enormes costes para las arcas públicas de los estados que se
empeñaban en mantener, en estas condiciones, un tipo de cambio fijo.
El Consejo Europeo de Hannover, en junio de 1988, se tomó la decisión de acometer
sin demora la Unión Económica y Monetaria. Para ello se encomendó el estudio de un
proyecto a un comité de expertos, integrados por los gobernadores de los bancos
centrales y tres técnicos independientes y presidido por Jacques Delors. El comité
presentó el Plan Delors el 13 de abril de 1989 y se debatió en la cumbre comunitaria de
Madrid, el 26 y 27 de junio.
a. Respecto a la Unión Monetaria, en línea con la visión que predominaba en la
socialdemocracia europea, el Plan proponía una evolución gradual, con tres
etapas.
En la primera, desde el 1 de julio de 1990 hasta el 31 de diciembre de 1993, se
pondría el acento en la coordinación de las políticas monetarias y los ajustes
presupuestarios, con un Fondo Europeo de Reserva nutrido por los bancos
centrales de los países miembros que facilitase a los estados un colchón que
aminorase el efecto de cambio tan radical sobre sus economías. Se proponía
también la creación de un Fondo Monetario —se creó como Instituto
Monetario Europeo— para estabilizar las monedas reforzando el Mecanismo
de Tipos de Cambio, que contaría con las reservas aportadas al Fondo por los
bancos centrales de los Doce.
En 1994 se comenzarían a aplicar unos criterios de convergencia pactados
entre los países miembros, a fin de reducir y aproximar su tasa de inflación y
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los tipos de interés a largo plazo, controlar el déficit y la deuda pública y
fijar las paridades entre las monedas de los países concurrentes. Quien no
cumpliera los criterios de convergencia, no podría entrar en la moneda única.
Finalmente, en 1999, se crearía una moneda europea con valor real, que
sustituiría al ecu como unidad de cuenta comunitaria y a las monedas nacionales
en circulación en aquellos países acogidos a la UEM.
El Fondo Monetario sería sustituido por una institución supranacional, el Banco
Central Europeo, que asumiría el control de las fluctuaciones de la divisa común
en la zona de la Unión Monetaria.
b) Respecto a la Unión Económica, el Plan Delors señalaba cuatro líneas
fundamentales de actuación: la culminación del mercado interior en 1993, con la
desaparición de los controles a la libre circulación de capitales, bienes y servicios; el
fomento de la libre competencia para reforzar los mecanismos de mercado; la
coordinación de las políticas de ajustes estructurales y desarrollo regional; y la
coordinación de las políticas macroeconómicas de los estados.
A partir del Consejo de Madrid, el Plan Delors se convirtió en el guión de trabajo de un
Comité presidido por la francesa Elisabeth Guigou, que a finales de octubre de 1989
presentó su informe, en el que recomendaba la reunión de una Conferencia
Intergubernamental (CIG) que modificase parcialmente el Tratado de Roma a fin de
abordar las etapas finales de la UEM en la línea que señalaba el Plan. Se iniciaba así el
camino hacia Maastricht.
5. LA EUROPA DEL ESTE Y LA REUNIFICACIÓN DE ALEMANIA
La etapa de la guerra fría consagró la división de Europa en dos campos geopolíticos
incompatibles y enfrentados, el Este y el Oeste, el campo comunista y el capitalista,
liderado uno por la Unión Soviética y el otro por los Estados Unidos. En ambos
bloques continentales se dieron procesos de armonización entre los estados adscritos,
que incidían en las políticas de cooperación económica y de defensa. Hubo grandes
diferencias en este sentido, que explican en buena medida el éxito triunfo de uno de los
conjuntos de estados —la OTAN y la Comunidad Económica Europea— sobre el otro
19
—el Pacto de Varsovia y el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME)— que se
autodestruyó entre 1989 y 1991 y luego, tras una reconversión brutal de sus miembros,
fue parcialmente fagocitado por su rival.
5.1. Las transiciones en el Este
Las causas de la «caída del comunismo» en Europa fueron variadas. Quizás la más
evidente fue el virtual colapso de las economías del CAME, ahogadas por unos
problemas estructurales que las condujeron a un alto grado de ineficiencia y de
endeudamiento, y por la carísima carrera de tecnología armamentista desatada a lo
largo de los años ochenta por los Estados Unidos —la llamada guerra de las galaxias
— que los soviéticos se empeñaron en seguir sin capacidad económica para ello.
También, la esclerosis de las dictaduras de los partidos comunistas, con unas
direcciones políticas muy envejecidas y un fuerte nivel de corrupción en sus
Administraciones. Y, sobre todo, el creciente descontento de la población por la
falta de libertades personales y por las políticas sumamente represivas del aparato
dictatorial, y que veía un modelo a seguir en las ricas sociedades de consumo y en la
democracia parlamentaria de la Europa de los Doce. A partir de 1985, con la llegada de
Mihail Gorbachov al liderazgo de la URSS, se desarrolló en los países del bloque del
Este un proceso de reformas liberalizadoras, la perestroika, que no regeneró los
sistemas comunistas, sino que acentuó su decadencia al abrir espacios a la crítica y a las
actividades opositoras de las fuerzas democráticas en toda la Europa del Este.
Aunque, como sucede con los procesos históricos de gran alcance, el derrumbamiento
del modelo estatal comunista en Europa se debió a esta concatenación de causas de
medio y corto plazo, fue la crisis interna de la República Democrática Alemana lo
que posibilitó el verdadero take-off del proceso, que popularmente se conoció como «la
caída del Muro». El 9 de noviembre de 1989, los habitantes de Berlín oriental, en la
RDA, pudieron franquear las barreras que desde hacía un cuarto de siglo les separaban
del Berlín occidental, en la República Federal Alemana. En las semanas siguientes, los
gobiernos comunistas fueron abriendo paso a procesos de pluralismo político que
condujeron a rápidas transiciones pacíficas —las excepciones fueron el sangriento
golpe de Estado en Rumania y la traumática ruptura de la Federación Yugoslava—. El
establecimiento de la democracia parlamentaria venía a culminar, en casos como el
20
húngaro o el polaco, meses o años de reformas económicas liberalizadoras y de
contactos del aparato dirigente comunista con la oposición, las llamadas
«conversaciones de la mesa redonda».
Las transiciones poscomunistas en la Europa del Este se orientaron, durante los años 90,
en torno a tres principios con gran poder de generar ilusión en la población: la
democracia política; la reconversión económica hacia la propiedad privada y la
sociedad de consumo; y la integración en los organismos internacionales
occidentales, básicamente la Unión Europea y la OTAN.
Desde una perspectiva de democratización global para la región, no había otra salida
que la integración en el bloque occidental. Tanto en Washington como en las capitales
de la CEE hubo, a partir de 1990, un consenso generalizado en que los países del
extinto bloque soviético podían realizar rápidas transiciones hacia la democracia
parlamentaria, que debían ser fortalecidas con la promesa de una integración más o
menos rápida en la Unión Europea. También desde un punto de vista económico
era precisa una rápida transformación estructural: entre 1989 y 1991, el comercio
de la URSS con sus antiguos socios del CAME se redujo en más de un 60%, y ello
afectó al PIB de cada uno de ellos, que cayó un 8% en Hungría, un 9 en Polonia, el 14
en Checoslovaquia y Rumania, y el 20% en Bulgaria. Para estos países era urgente la
búsqueda de nuevos mercados, lo que a corto plazo implicaba la apertura a Occidente y
a su modelo liberal-capitalista.
Por su parte, los responsables económicos de la CEE, y especialmente los lobbies
empresariales con más influencia en la Comisión y en el Parlamento europeos,
apreciaron enseguida las posibilidades de enriquecimiento que les abría la reconversión
de economías arruinadas, con enormes mercados potenciales y una masiva mano de
obra, barata y acostumbrada a obedecer, enfrentada a la amenaza del paro y dispuesta a
asumir grandes sacrificios personales. Con extraordinaria rapidez, las empresas de la
CEE, y en especial las alemanas, comenzaron a realizar masivas inversiones en la
privatización de las economías comunistas y a trasladar parte de su producción a
la Europa del Este. A más largo plazo, la entrada de los antiguos países socialistas en
la Unión Europea, hacía presuponer una gran corriente de emigración hacia la
Europa occidental, lo que no dejaría de traer cambios radicales en los sistemas de
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relaciones laborales de los países de acogida y en la concepción misma del Estado de
bienestar de sus opulentas sociedades.
La conversión en pocos meses de una economía planificada a otra de libre mercado
conllevaba numerosos riesgos para amplios sectores de la población de esos países. En
general, se aplicó una «terapia de choque» acorde con los preceptos neoliberales de la
Escuela de Chicago, que desarrollaba el Fondo Monetario Internacional y predicaban,
desde la óptica de la «revolución conservadora», el reaganismo en Estados Unidos y el
thatcherismo en la Europa comunitaria. Lo impondría en la región una joven generación
de economistas y políticos, excomunistas en su mayoría y ahora tecnócratas asesorados
por técnicos y empresarios occidentales. Esta terapia implicaba medidas muy
radicales, con enormes costos sociales: privatización masiva del sector público,
desmantelamiento parcial de la cobertura de protección social de la población,
contracción de la política monetaria, política fiscal restrictiva y crecimiento orientado
hacia las exportaciones.
La privatización de las empresas estatales se hacía, en principio, según los cánones
neoliberales del «capitalismo popular», entonces en boga en Occidente. Pequeños
paquetes de acciones eran repartidos entre la población, con el propósito de incentivar
su adhesión a los nuevos mecanismos del mercado y motivar a los trabajadores con
participaciones en su propia empresa. Al tiempo, la liberalización de los precios
provocaba una inflación más o menos fuerte, bajaban los salarios de los funcionarios,
las empresas reajustaban plantillas o caían víctimas de la competencia, lo que disparaba
el paro, y el Estado renunciaba paulatinamente a aquellas políticas de protección social
que suponían mayor gasto. Jubilados, parados, trabajadores no cualificados... se veían
enfrentados así a un sistema que no admitía la «socialización de la pobreza» propia de
los últimos años de la era comunista. En el otro extremo del espectro social surgía una
clase reducida, pero políticamente muy poderosa, los nuevos ricos, integrada por
empresarios, altos cargos de la Administración y banqueros, salidos en gran parte de la
antigua nomenklatura —los sectores privilegiados de la sociedad comunista— que
compraban acciones de las empresas privatizadas hasta controlarlas o trabajaban para
las grandes multinacionales, que se establecían en la región en busca de mano de obra
barata y acostumbrada a una férrea disciplina laboral.
22
La primera mitad de los años noventa fue la era del capitalismo salvaje en Rusia y la
Europa del Este, de la aparición de la oligarquía político-económica de los
magnates, de las privatizaciones aceleradas y escasamente controladas. Las
reformas estructurales fueron un éxito en la medida en que cumplieron los objetivos de
potenciar el sector privado de la economía, estimular el comercio y atraer
inversiones extranjeras. Y fueron un fracaso porque no lograron mantener la
generosa cobertura social de la época comunista, dieron origen a una casta de
poderosos aún más cerrada y egoísta que la anterior nomenclatura, dispararon los
precios y el déficit exterior y lanzaron al paro, o a una pobreza angustiosa, a gran
parte de la población. Entre esta comenzó a cundir pronto el desencanto hacia las
políticas neoliberales y la nostalgia de algunos aspectos de la era socialista. Por lo tanto,
en el bienio 1993-94 los gobiernos derechistas y sus impopulares equipos de
economistas neoliberales perdieron el poder en casi todas partes, en beneficio de una
socialdemocracia que, procediera o no de los antiguos partidos comunistas, se
mostraba mejor dispuesta a luchar por la consecución del Estado del bienestar. Pero ello
no comportó cambios en la orientación exterior de las nuevas democracias, volcadas en
la apertura al Oeste, con el objetivo de un rápido ingreso en la Unión Europea.
5.2. La reunificación alemana
En paralelo con el proceso de integración continental en el seno de la UE, se había dado
otro no menos relevante, que supuso la desaparición de un Estado europeo, la República
Democrática Alemana, cuyo territorio fue incorporado a la vecina República Federal.
Tras los sucesos berlineses del 9 de noviembre de 1989, que pusieron simbólico fin a la
existencia del «telón de acero», los comunistas alemanes abrieron una mesa redonda
para negociar el pluralismo político con los representantes de la ilegal oposición
democrática. El resultado fueron las elecciones parlamentarias de marzo de 1990, que
dieron la victoria a la demócrata-cristiana Alianza por Alemania, firme partidaria de la
reunificación nacional. A partir de entonces, y con la activa colaboración del Gobierno
germano-occidental de Helmut Khol, se puso en marcha un rápido proceso de inmersión
de las instituciones germano-orientales en las de la RFA que implicó la formalización,
en mayo, de la Unión Monetaria, Económica y Social, y en agosto, el Tratado de
Reunificación, que supuso la desaparición formal de la RDA el 3 de octubre de 1990 y
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el establecimiento en Berlín de la nueva capital de la Alemania Federal.
La reunificación germana tuvo una repercusión inmediata para la CEE. Sin tratados
internacionales ni acuerdo del Consejo Europeo ni del Consejo de Ministros, el 3 de
octubre se produjo, de hecho, la incorporación a la Comunidad del antiguo territorio de
la RDA, ahora parte de la RFA pero con un modelo socioeconómico muy distinto al
predominante en los países comunitarios. De modo que la reconversión interior alemana
para adaptar los nuevos länder obligó a la Comisión Europea, tras la aprobación del
Parlamento de Estrasburgo, a aplicar un régimen transitorio para ellos, con la
suspensión de la aplicación de numerosos reglamentos comunitarios sobre agricultura,
pesca, siderurgia, protección del medio ambiente, etc.
A más largo plazo, la reunificación alemana tuvo importantes consecuencias
políticas para el proceso de integración europea. Se produjo en unos momentos de
fuerte exaltación nacionalista en la RFA y de reforzamiento de su conciencia de
liderazgo en Europa, conciencia que respondía cada vez más a la realidad. Ello llevó al
Gobierno Kolh a postergar el hasta entonces prioritario eje franco-alemán y a adoptar
decisiones que vulneraban las prácticas de la Cooperación Política comunitaria, como el
reconocimiento unilateral de las independencias de Eslovenia y Croacia, violando
abiertamente el Acta Final de Helsinki y contra del respaldo del Consejo Europeo a los
Acuerdos de Brioni, de julio de 1991. Por otra parte, la reconversión de la estructura
económica de la RDA para incorporarla al modelo de libre mercado de la
Alemania Federal y el extraordinario coste social de esa reconversión obligaron a
un incremento considerable del gasto público en la RFA que tuvo una repercusión
negativa en el avance hacia la Unión Económica y Monetaria europea.
Y cuando, en un plazo realmente breve, la Alemania federal digirió el proceso de
reconversión estructural, en su propio sistema estatal, de la desaparecida RDA, retomó
su camino dentro de la UE. Pero ahora como un Estado más extenso, más poblado —el
23 por ciento de la población de los Doce— económicamente más fuerte —el 30 por
ciento del PIB comunitario— y en el que vivía una sociedad orgullosa de sus logros,
libre ya de los complejos por su pasado y de los miedos de la guerra fría, y dispuesta a
exigir el liderazgo y la capacidad de arbitraje en el proceso de integración europea que
le otorgaban su condición de «locomotora» de la economía continental.
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