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TEMAS HOMÉRICOS EN LA CERÁMICA GRIEGA Antonio Blanco Freijeiro

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TEMAS HOMÉRICOS

EN LA CERÁMICA GRIEGA

A n t o n i o Blanco Freijeiro

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/ ^ U A N D O don Antonio Pastor tuvo la amabilidad de invi-^ tarme a dar esta conferencia y me señaló el tema especí­

fico a desarrollar en ella, le contesté con el debido agradecimien­to que aceptaba el encargo; pero que el título constituía un challenge, un desafío, para mí y quizá para cualquier persona de conciencia que se sintiese con ánimos para encararse en poco tiempo con materia tan extensa.

Homero quiere decir sin duda Ilíada y Odisea, esos livianos volúmenes familiares desde nuestros años de estudiantes, pero que por ventura siempre tienen algo nuevo que decimos, patente unas veces, recóndito otras, que al entrar en contacto con nues^ tros intereses del momento, nos conmueve o nos recrea.

La primavera última algunos de los aquí presentes, entre ellos el fundador de esta casa, pasamos un día delicioso en las ruinas y paisajes de la ciudad de Efeso; la ciudad que tenía a gala el haber sido fundada por las Amazonas; la que poseyó en su Artemision el templo pagano más renombrado de Asia; la ele­gida por los Apóstoles como sede de la primera de las Siete Igle­sias; la que guarda entre mármoles deslumbrantes las venera­bles cenizas de San Juan Evangelista. Efeso radica en el seno de una bahía que es una concha gigantesca en la desembocadura

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1 Hom. 11. 2 , 459 ss.

del Caístrio. Este río fluye perezosamente por un valle encajo­nado entre altas serranías y forma en su desagüe extensas ma­rismas que aconsejaron retirar un poco de la ribera la ciudad helenístico-romana; esas marismas, tan incómodas para los hom­bres, constituyen en cambio un paraíso frecuentado por grandes bandadas de aves. Y, como siempre, había de ser Homero quien diese la nota oportuna, esa breve referencia que viene a la me­moria en los parajes frecuentados por él y que más tarde se busca con afán en sus poemas para engarzarla en nuestra propia expe­riencia. Pues bien, he aquí lo que Homero tiene que decir sobre el risueño valle del Caístrio: "Como muchos pueblos de aves voladoras —gansos, grullas o cisnes de largo cuello—, se remon­tan sobre la pradera asiática en las riberas del Caístrio, satisfe­chos del poder de sus alas; se posan con intenso griterío y toda la pradera se llena de su estrépito, así los muchos pueblos (de los aqueos) surgían de las naves y de las tiendas y se desparramaban por la llanura del Escamandro"

Estas referencias que nosotros entresacamos y paladeamos con tanto deleite, forman parte de una obra que si por milagro de su arte resulta asequible para el hombre de todos los tiempos, ha sido pensada y dirigida a los griegos de la época del poeta; al grumete que surcaba por primera vez el vinoso ponto y tenía suficiente fantasía para interpretar la cresta espumosa de las olas como sonrisa de blancas e innumerables dentaduras; para el lobo de mar que se sabía de memoria todos los recovecos de la costa y los nombres de los centenares de islas que pueblan los mares de Grecia; para el pastor que contemplaba los dilatados pano­ramas que le ofrecían las cumbres; para el artesano y el labrador, el mercader y el terrateniente que era un poco de todo, pero que de nada estaba tan orgulloso como de los caballos que criaba en sus cuadras. Todo apunta hacia el siglo viii como época la más adecuada para encuadrar los ideales, las formas, el lenguaje y el clima de los poemas homéricos.

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La cerámica griega es mucho más limitada dentro de su ya inabarcable inmensidad. Suele decir a sus discípulos el profesor García y Bellido que la ingente cantidad de cerámica que el hombre ha producido, salvo aquella pequeñísima parte que un niño haya pulverizado jugando a machacar un tiesto con una piedra, se conserva en el seno de la tierra, en el fondo del mar o en las vitrinas y almacenes de las colecciones. Es posible que en estos depósitos formados por el hombre exista actualmente una cifra cercana a cien mil vasos, enteros o en fragmentos, pro-ducidos por los alfares griegos de la Antigüedad. La aspiración a considerarlos todos escapa hoy a las fuerzas de un solo hom-bre; pero para el tema que nos interesa cabe trazar unas líneas generales que dejen margen para completar o corregir lo que de su estudio se desprende.

Ni la griega ni ninguna otra cerámica se ha propuesto jamás servir de ilustración a una obra literaria. Sin embargo, en el caso particular de aquélla se da la circunstancia de que en su mundo reinaban, dominando y encauzando la actividad imaginativa, unos temas legendarios que Homero y los homéridas habían mol­deado al gusto de sus contemporáneos, e, involuntariamente, también de sus descendientes. Dado el carácter de los griegos, ignorantes de los dogmas y de ese concepto de la propiedad in­telectual que hoy llamaríamos derechos de autor, cuando un ar­tista desarrolla en las paredes de un vaso cerámico el mismo tema que un poeta épico, no está obligado a seguir a éste con el rigor con que un alfarero de nuestros días puede hacer una serie de vasos o de azulejos con escenas del Quijote.

Un examen de las varias actitudes que adopta frente a H o ­mero el arte griego en el curso de su historia, puede reflejar el criterio y la sensibilidad de cada una de sus épocas. Hay una cosa que ninguno de los antiguos críticos de arte, deslumhrados por el esplendor de lo clásico, nos dice ni podía decimos, y que a los modernos ha costado tanto trabajo como reflexión averi­guar: las más auténticas e intensas resonancias homéricas han de buscarse en la propia época de Homero, que compartía y

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2 Platón, Eut. 6, b-c.

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comprendía como ninguna otra los ideales del poeta, esto es : los últimos decenios del arte geométrico, el siglo del orientali-zante y cuanto de estos persiste hasta las Guerras Médicas. El último pintor imbuido de los ideales homéricos es Polignoto; el último escultor, Policleto, que hace de su Aquiles el "canon" del hombre heroico. La crisis ideológica latente en la sociedad griega y que el movimiento sofístico saca a relucir; la crisis ma­terial que afecta a la vida de muchas comunidades helénicas al terminarse por agotamiento la Guerra del Peloponeso, presiden el término de una época que se nutría de la tradición religiosa y heroica de Homero y Hesiodo. En el Eutifrón de Platón presen­ciamos el encuentro de lo viejo y de lo nuevo. Eutifrón procura que la ley castigue a su padre por haber causado la muerte de un jornalero que le había matado un esclavo, y justifica su ac­ción acusadora alegando que también Zeus había castigado las maldades de su padre Cronos. Sócrates, asombrado, le pregunta;

—¿Pero crees acaso que eso ha ocurrido realmente? Eutifrón mantiene su postura y Sócrates hace más amplia su

pregunta : — ¿ D e modo que tú crees que de veras hubo una guerra

entre los dioses, con terribles enemistades, batallas y cosas por el estilo, tal como los poetas las cuentan, como grandes artistas las han representado en nuestros santuarios, como aparecen borda­das en el peplo que se lleva a la Acrópolis en las Grandes Pana' tencas y que está cubierto de estas escenas? ¿Vamos a decir que estas cosas son ciertas, Eutifrón? .̂

El cambio augurado por las palabras de Sócrates se producía ya en la Atenas de Pericles. Entre lo poco que sabemos de la persona de Fidias ha llegado la anécdota de que, según manifes­tación del artista, la expresión del Zeus de Olimpia se inspiraba en el fruncimiento de cejas y el asentimiento de cabeza con que el padre de los dioses y de los hombres accede a los ruegos de Tetis en el canto I de la Ilíada. La inspiración homérica no

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era entonces, por tanto, cosa natural y consabida. Y si fuera menester más amplia confirmación, bastaría observar la escasez de temas épicos en la escultura del último cuarto de siglo y en la pintura del mismo período, donde apenas están registrados el Filoctetes de Parrasio y la Penèlope de Zeuxis, más intere­santes por su drama humano que por su perfil heroico, para comprobar que a la época le interesaban más esos resortes perso­nales e íntimos que pesan sobre el ánimo de los hombres y que Eurípides saca a relucir en los héroes y heroínas de sus tragedias. Por la misma razón, los mejores ceramistas de entonces, el Pin­tor de Eretría y el de Meidías, despliegan las intimidades del gineceo en la temática de sus vasos.

Ese período de divergencias entre los estados griegos y de exacerbado individualismo dentro de sus sociedades era el me­nos indicado para el auge de un poeta que cantaba y propug­naba la armonía de los helenos en la religión y en la tradición heroica común a todos ellos. Por eso mismo Olimpia y Delfos, que hasta entonces hacían sentir su pulso enérgico como centros de cohesión de la helenidad, se adormecen a la espera de que venga a sacarlos de su marasmo la acción dinámica de los reyes macedónicos.

Anunciase ésta, con acentos nostálgicos, en el ideario de Isó-crates y en manifestaciones esporádicas del arte de su tiempo. Frente al Olimpo reducido a escala humana de Praxiteles resur­gen los dioses homéricos. El Apolo de Leocares, llamado común­mente Apolo del Belvedere, deja de ser el niño que juega con un lagarto o el indolente mancebo que se recuesta en un trípode, para recobrar la postura del arquero que dispara las invisibles saetas de la peste contra el ejército de los aqueos; el hekébolos, el que hiere a larga distancia, como Homero lo define. De forma análoga, Artemis es la gentil cazadora, Artemis iochéaira, que de cuando en cuando asoma entre las huestes troyanas o entre las frondas de los paisajes de la Odisea.

Pero como en tantas restauraciones, lo viejo es impotente de cara a lo nuevo, y queda dentro de él como reliquia de un glo-

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3 G. Murray, The Rise of the Greek Epic, 4.« cd., Londres, 1934, 130 ss.

rioso pasado. Lo homérico es ahora erudición, ilustración e in­cluso a veces motivo de ironía. La pintura mural pompeyana ofrece cuadros de Aquiles echando mano a la espada para agre­dir a Agamenón; la despedida de Briseida, etc. La escultura no se conforma con héroes solitarios, y se empeña en grupos como el de Pasquino, en que Menelao levanta el desnudo cuerpo de Patroclo, grupo sin parangón en el arte anterior y que ha hecho las delicias de los artistas académicos porque tiene el espíritu de ellos, correcto, frío, sabio y pedagógico. Pero esto nos con­mueve hoy mucho menos que la espontánea y natural resonan­cia que tiene Homero en el arte de su propia época.

Sabido es que el poeta recoge una tradición, viva entre todos los helenos, en la que se espejaban los recuerdos de figuras an­tiguas, pero de dimensiones tales, que su mágico poder seguía actuando desde las ruinas de sus mansiones y desde sus tumbas ciclópeas sobre los nuevos pueblos asentados en las cenizas de aquel mundo. El mismo hechizo poseían los caracteres ejempla­res que los que distaban mucho de serlo; el mismo asombro experimentaban los visitantes de las tumbas de Clitemnestra y Egisto, el mismo temor religioso, que los que se acercaban al palacio de Minos y podían contemplar en una galería, que Evans encontró casi intacta, la embestida del toro rojo a quien Teseo había dado muerte.

Mas para desarrollar por extenso toda la temática de aquella tradición, Homero tenía necesariamente que inventar muchas cosas —quizá la mayor parte de ellas— y seleccionar, entre los caracteres de la remota edad micènica, los más aptos (paliando por ejemplo, la frecuencia y el horror de los sacrificios humanos, como subrayaba Gilbert Murray ^)y los más interesantes para él y para sus coetáneos. Y esto mismo harán, aun disponiendo de todo acervo épico ya estructurado, los maestros de la plástica y de la pintura, que unas veces como paradigma de lo heroico y otras

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por necesidad ornamental, recrean los asuntos de aquel legado. ¿Cuál fue, pues, la época de Homero? Hoy en día apenas

hay discrepancias en tomo a la cuestión de que su siglo es el VIII a. C. y más bien su segunda mitad, gravitando hacia el año 700, que la primera. Pocas viñetas de un oscuro siglo de la Antigüedad se han logrado de manera tan cumplida como la trazada sobre éste por Wolfgang Schadewaldt ''. Es menester considerar, en primer término, que Homero y sus contemporá­neos contemplaban "un mundo sin preocupaciones de orden ex­terior. Egipto, allá en el Sur, estaba en baja forma. En el Este habían declinado desde hacía tiempo los viejos imperios de los hititas y de los babilonios. Asiría realizaba los primeros movi­mientos de expansión dentro de su marco geográfico. Ya se te­nían noticias de que los cimerios habían franqueado la barrera del Caucaso, pero en Jonia nadie se figuraba que medio siglo más tarde habían de dirigir también sus ataques contra la costa. Los lidios aún dejaban vivir en paz a los griegos, y como las relaciones con los tracios eran amistosas, éstos no parecían aún los bárbaros salvajes y belicosos que Arquíloco detesta, sino que la gente de entonces saboreaba sus excelentes vinos; se hacía len­guas de sus magníficas copas y de sus espadas y admiraba su espíritu caballeresco. Apenas se sabía cosa alguna de los países de allende el Bosforo. Los escitas, bebedores de leche, eran co­nocidos y había un cierto comercio con ellos; pero aún no se pensaba en fundar colonias en las costas de su territorio. La vida era activa y abierta ; y cosa corriente en ella, los viajes por mar. N o pesaban sobre el mundo grandes inquietudes. El labrador cultivaba paciente sus tierras. La nobleza, que en muchos esta­dos había despojado de su autoridad a los reyes, criaba esmera­damente sus caballos y concurría a la ciudad para los festines públicos. Era una vida cómoda, pero también ilusionada. Los eolios y los jonios daban ya muestras de una inquietud que les iba a llevar muy pronto a hacerse los amos de la Tróade. . . " .

•* W . Schadewaldt, "Homer und scin Jahrhundert", en Das nene Bild der Antíke, I, Leipzig, 1942, 51 ss.

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La estampa ofrecida por la Grecia metropolitana presenta al-gunos rasgos distintos dentro del modo de vida general. El or­den social y el político son más estables. Atenas, por ejemplo, conserva todavía la institución monárquica. Si bien había ini­ciado el movimiento de expansión que haría de ella la dueña del Ática y producía el arte más fino de su tiempo, que es la cerámica del Dípylon, impresionaba a los forasteros mucho me­nos que sus vecinas Megara y Corinto, que ya eran entonces ri­cos emporios comerciales; menos también que Beocia, llena de prestigio ante los griegos asiáticos por su clara y brillante tra­dición heroica —las leyendas del ciclo tebano—; menos, en fin, que la isla de Eubea, con sus dos dinámicos centros urbanos, Calcis y Eretría.

Se ha subestimado la importancia de Eubea en el siglo Vlll

aun reconociendo que de ella partió el primer impulso coloniza­dor que había de hacer del sur de Italia y de Sicilia una Grecia más grande que la de los Balkanes. Su posterior decaimiento, parejo del de Beocia, que llegó a ser paradigma de lo rústico y provinciano, ha proyectado una sombra pertinaz sobre el esplen­dor que alcanzó en el siglo de Homero. Y es en ella, en la gran isla jónica, donde Schadewaldt pone su mirada para desentrañar la energía y el espíritu de esta centuria.

La "isla grande y sagrada" de Heródoto; la que, según Isó' crates, "parece creada para el señorío marítimo", poseía en ver-dad una riqueza natural de todo orden: metales, mármol, vino, trigo, hortalizas, fruta, ganado. Favorecía su vocación marítima una situación privilegiada al flanco de la Grecia central, de la que está separada por un estrecho que en el Euripo llega a te­ner la anchura de un río fácil de cruzar. En el punto de máxima angostura se encuentra Calcis, quien para mayor seguridad po­seía un fuerte en la orilla continental no muy distante de Auli-de, donde se embarcaron los emigrantes eolios y donde antaño se habían concentrado las fuerzas de los aqueos para su expedi­ción contra Troya. La opulenta región agraria de Beocia se en­cuentra, por tanto, al alcance de la mano de esta ciudad de la

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5 Schadewaldt, op. cit., 70 s. ' Aristócratas y oligarcas de Calcis, que dominaron la ciudad hasta

su caída en manos de Atenas en 506 a. C. Cf. R-E VIII 2, 1722.

Eubea central y se comprende que en una época que combinaba una economía agrícola básica con una incipiente navegación, las localidades allí situadas, encontrasen grandes facilidades para su desenvolvimiento

Y así fue Calcis, en efecto, el más antiguo emporio naval y comercial de la Hélade, seguido de cerca por su vecina Eretría. De ellas partió una iniciativa que daría la tónica a seguir a to­dos los griegos de las dos centurias inmediatas. Mucho antes de que los jonios pusiesen sus miras en Tracia, ya Calcis y Ere-tría habían hecho suya la península que había de llamarse Cal-cídica y, por lo que se refiere al Occidente, la misma Calcis fun­da alrededor del año 750 su colonia de Cumas en las costas de Campania, trasmite a los itálicos, como trasmitió a Atenas, su versión del alfabeto, y poco más tarde —hacia 730— funda en Sicilia las ciudades de Naxos, Catania, Zancle e Himera. Por su parte, Eretría inicia la colonización de Corcira, clave para el trá­fico con Italia que había de pasar poco después a manos de Corinto.

En relación con el espíritu de los poemas homéricos, el as­pecto más interesante de esta actividad naval es que sus pro­motores y ejecutores no eran hombres de negocios, como más tarde lo serían los jonios, sino grandes señores a quienes movía la curiosidad y un afán de aventura y de acción que no son raros en las épocas de descubrimientos científicos y geográficos. La más distinguida casta de estos descubridores era los que a sí mismos se llamaban Hippobótai ^ quienes acompañados de sus huestes, a pie, a caballo y en carro, formaban vistosos cortejos procesionales en las fiestas tradicionales de los dioses. Es curioso advertir que cuando el rey Anfidamas sucumbe en el campo de batalla durante la Guerra Lelántica, sus hijos organizan magní­ficos juegos fúnebres con certámenes gimnásticos y musicales a

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' T. J. Dunbabin, The Western Greeks, Oxford, 1948, 6 ss., donde se insiste en que el móvil de estos establecimientos era el comercio de metales y el entablar relación con Etruria.

los que Hesiodo concurre. Pues bien, estos aristócratas calcidicos y sus amigos de Eretría fueron los que inauguraron la coloni' zación sistemática de las tierras del Oeste, organizando segura­mente expediciones comunes, ya que las fuentes afirman que cuando los primeros griegos se establecieron en Ischia, frente al solar de lo que pronto sería Cumas, iban juntos los calcidicos y los eretrienses

Hay varios testimonios que permiten conocer los caracteres dominantes del espíritu y del afán de estas gentes del siglo Vlii.

En el Catálogo de las Naves (II. II, 536 ss.) dice Homero de los Abantes —míticos antecesores de los euboicos— que tienen el pelo muy largo por detrás ( o m B e v KO^IÓCOVTEQ) y que son unos lanceros siempre ávidos de acometer al enemigo con sus lanzas de fresno hasta partirle la coraza que le rodea el pecho ( a í x n T j x a l (j.E[iacùVTEq ó p e K T f i o i v [ ieXÍTiai/GíápriKaq ^ r i ^ e i v

8r|tcov à[i<pl o r r i G e o o i ) . Arqufloco, que debía conocerlos bien porque su isla nativa. Paros, había intervenido en la Guerra Le­lántica, afirma : "en Eubea no se combate mucho con arco y hon­da ; los señores de Eubea, famosos lanceros, solventan de ordi­nario sus diferencias c o n la espada en la mano". Y quizá el testimonio más sorprendente de aquel espíritu caballeresco sea el compromiso entre Calcis y Eretría de llevar la guerra sin hacer uso alguno de armas arrojadizas.

Imbuido de este espíritu el auditorio de Homero, se com­prende la atención y el entusiasmo q u e habían de despertar en él los recitales de las hazañas de los héroes de la Edad d e l

Bronce ; las minuciosas descripciones de armas y de armaduras ; las proezas de un guerrero singular en el curso de una larga batalla; los funerales y los juegos fúnebres q u e culminaban en esas carreras de carros c o n q u e la cerámica contemporánea forma interminables cortejos en derredor de sus recipientes. Asimismo

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tenían que escucharse con avidez las descripciones de la vida a bordo de los barcos, las aventuras de los marinos en tierras exóticas, las peripecias y los riesgos que corrían en sus travesías por lejanos mares. La emulación y el esfuerzo eran valores tan cotizados en esta centuria, que en ella surge, como expresión paladina del espíritu agonal, esa institución característica del mundo griego que son las Olimpiadas y que ya en la Odisea se hace resaltar en las competiciones atléticas de la sociedad ideal de los feacios; afán de emulación tan eficaz para dar nervio a los esfuerzos físicos como a las manifestaciones de potencia i n t e l e C '

tual que eran la poesía, la música y el arte. Olimpia, teatro de las Olimpiadas, está literalmente derra­

mando en las excavaciones actuales un caudal abrumador de bronces arcaicos en el que sobresalen infinidad de armaduras, es­cudos y cascos de guerreros, dedicados en el santuario de Zeus por sus dueños o por quienes con ayuda de los dioses los habían obtenido como despojos del enemigo. Esta ingente cantidad de ofrendas bélicas, que ya por falta de espacio hubieron de en­terrar los eleos en los fosos donde ahora los han encontrado intactos los excavadores; estas ofrendas bélicas, digo, iluminan la religiosidad griega con una luz más relevante que las cifras que a veces consignan los historiadores y de las que tenemos por costumbre desconfiar; y la iluminan en un tono muy acorde con el de los poemas homéricos, donde los dioses frecuentan las batallas, siguen con afecto a los guerreros que han sabido ganarse sus favores con dádivas y holocaustos, y habían de com­placerse, como es lógico, en la contemplación de estos agál' mata. Nada parecido insinúa la civilización minoico-micénica, carente de tales manifestaciones, y que por el contrario, nos ofrece armas y armaduras de metales preciosos en las tumbas de sus magnates, quienes como hombres de su época, se parecen más a los faraones egipcios que a los héroes homéricos.

Este preámbulo nos permitirá situar a Homero y al arte que l o rodea en el escenario histórico que les corresponde y en don­d e veremos cómo a menudo surge la duda d e si una escena

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figurada se corresponde con un pasaje homérico o si únicamente refleja un acontecimiento de la vida contemporánea, aunque parezca inspirada en aquél. Como es bien sabido, los primeros ensayos figurativos del arte griego son de un laconismo extre­mado y pocas veces la personalidad de un individuo se distingue, en una escena, de los demás componentes del acto en que con otros interviene.

Hablando del primitivo arte griego no es posible evadirse de la más grandiosa de sus creaciones: el ánfora del Museo Na­cional de Atenas, fabricada alrededor del año 800 a. C. y que si en su reconstrucción mide nada más que 1,55 m., antigua­mente, con su verdadera base, alcanzaba la altura de un hombre de regular talla. Consiste su decoración en una serie de bandas de dibujos geométricos, entre los cuales predominan los mean­dros, y que se aligeran y animan por la oportuna incorporación de tres franjas de figuras, una de ciervos pastando, otra de cabras con la cabeza vuelta y otra, más ancha e importante que las primeras, aunque discontinua, que despliega una composición tan estereotipada, que su dramatismo apenas se insinúa al espec­tador desprevenido; trátase de un cadáver tendido en su lecho y del planto que en torno al mismo hacen sus familiares, sus amigos (dos de ellos indican quizá con sus espadas que ya están dispuestos para el desfile de hombres armados) y probablemente una pareja de plañideras profesionales, arrodilladas a los pies del lecho. En la vida griega este acto se ha rodeado siempre, a lo que parece, de una teatralidad conmovedora. De fines del si­glo X I X tenemos el relato de un testigo que para dar a sus lec­tores una idea aproximada de los espeluznantes alaridos de un planto griego, nos dice que superan el poder terrorífico de cual­quier otro sonido, y que sus notas agudas cortan y estremecen más que el contacto con el filo de una espada. Ocurre el hecho en una casa de campo, cercana a un bosque; es noche cerrada. Atraído por los gritos, el viajero se aproxima al rectángulo de luz que se proyecta desde la puerta de la casa. "Era un aposento lúgubre, nos dice, cuyo fondo se perdía en insondable oscuri-

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8 C. Christomanos, Tagebuchbläter, Viena, 1899, 190 ss., citado por C. Hampe, Die gleichnisse Homers und die Bildkunst seiner Zeit, Tübingen, 1952, 43 s.

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dad. En primer término, un grupo de mujeres arrodilladas for­maban corro sobre el piso de tierra endurecida. Más allá, había algo blanco extendido en un lecho. Una vieja, de pelo gris des­ordenado, gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, desga-ñitándose, rozando la tierra con la cara, arañándose las mejillas con las uñas. En medio de sus gritos brotaban palabras entre­cortadas que hacían el efecto de guijarros echados a rodar por una pendiente... Cuando su voz alcanzaba el paroxismo, dete­níase de pronto... como si el motivo de sus gritos hubiera deja­do de existir..." "Aquella pausa era como la interrupción del aliento del mar embravecido por la tempestad." " Y o volví al lado de la Emperatriz: Señora, alguien ha muerto; lo que oímos es el llanto fúnebre de los griegos"

La escena del vaso geométrico y la estampa a lo vivo reco­gida por el viajero moderno muestran la persistencia de usos que en los poemas homéricos se encuentran bien acreditados. "Can­ta, oh diosa, la cólera de Aquiles el hijo de Peleo", dice la litada en su primer verso anunciando el asunto de sus cantos. Mas he aquí lo que dice al final: "Así celebraron éstos (los troyanos) los funerales de Héctor, domador de caballos". Muertes, fune­rales y juegos fúnebres son apenas las pausas que Homero se permite en el constante rodar de las batallas; y en esos dramá­ticos trances, en esas luctuosas suspensiones, el dolor de los vivos se expresa con los mismos acentos desgarradores con que el án­fora del Dípylon exalta el dolor de los presentes mediante la machacona insistencia en el gesto de arrancarse los cabellos y de arañarse la cara. Al saber la muerte de Patroclo "una negra nube de dolor se apoderó de Aquiles; con ambas manos cogió éste oscuro polvo; lo esparció sobre su cabeza; mancilló su her­moso rostro; negras cenizas mancharon su túnica fragante. Ten­dido en el suelo cuan largo era, se destrozaba la cabellera. Las

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9 lí. XVIII 2 2 ss. Véase también XVIII 351 ss. y XIX 4 ss.

esclavas que Aquiles y Patroclo habían recogido como botín de sus campañas, manifestaban con alaridos la angustia de sus corazones y andaban alrededor del prudente Aquiles golpeán­dose el pecho con las manos hasta que sus rodillas flaquearon (o 'hasta que cayeron de rodillas* como las plañideras de esta án­fora). De pronto Aquiles dio un grito terrible que fue oído por su madre en el fondo del mar" N o caben mayores concomi­tancias; poesía y cerámica reflejan intereses de un mismo mun­do, en reiteradas y prolijas descripciones, si bien Homero desta­ca una figura individual dentro del conjunto, haciendo de ella un actor rodeado de un coro.

Schadewaldt y Hampe suponen que el realce del individuo dentro de la masa que se observa en los últimos vasos del pe­ríodo geométrico, obedece a la influencia de Homero sobre los artistas contemporáneos. Una famosa crátera, o sopera, de fecha algo más reciente que el ánfora del Dípylon y de fábrica beocia, es quizá el primer documento que apoya esa conjetura (fig. i ) . El cuadro ofrece una visión sinóptica tan perfecta, que para des­cribirlo hay que empezar poniéndole una cartela: "El rapto de Helena." Los elementos principales son tres : un hombre, una mujer y un barco grande, para navegación de altura. El hombre y la mujer tienen dimensiones heroicas al lado de los componentes de la tripulación. Al ver el porte de estas figuras y la situación en que se hallan, ningún griego podía ignorar que él era Paris, dispuesto a embarcar, como indican su mano afe­rrada a la popa del navio y la pierna que se levanta hacia la misma. La otra mano del troyano tiene bien asida a Helena por la muñeca. Helena finge seguir de mala gana a su raptor; como protesta tardía e inútil extiende los brazos, pero frivola hasta el fin, muestra una diadema en el que le queda libre, como indi­cando que no se va de casa con las manos vacías. Los treinta y nueve tripulantes están a punto para zarpar, cada uno en su puesto, con la inclinación del cuerpo propia de remeros exper-

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1" L. Whibley, A Companion to Greek Studies, New York and London, 1963, 573.

11 Hampe, op. cit. 28 ss.

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tos y al mismo tiempo sabedores de la que les espera si sus bur­lados huéspedes les dan alcance. El pintor ha tenido que reducir el número de remeros para no alargar el barco en demasía, pero es claro que se trata de un pentekóntoros. En la realidad los remeros iban sentados por parejas en un mismo banco, pero el pintor no encontró mejor y más clara solución que superponer­los, como si el buque tuviese doble cubierta. La proa va provista de dos espolones y de un mascarón en forma de serpiente; en popa vemos el banco del timonel, en el que alguien ha dejado un escudo beocio con sus típicos entrantes laterales, al lado de las palas con que la nave se gobierna El pintor evidentemen­te refiere con sus propios medios un episodio que era objeto de un canto de la Cipria y al que Homero alude varias veces como determinante de la Guerra de Troya.

Por la claridad y sencillez de los medios de expresión de esta pintura puede aceptarse como primera escena de la Odisea en la cerámica geométrica la de un jarro de Munich que Hampe ha descrito e interpretado con claridad La cartela de la escena del cuello que vamos a ver desarrollada en plano, debe tener como primera palabra la de "naufragio...". El barco ha zozo­brado. N o es una embarcación de viajeros ni de mercancías, sino de guerra, distinta de la utilizada por Paris para el rapto de Helena. Proa y popa son como enhiestos cuernos de toro, de los que permiten a Homero referirse a este tipo de naves con el adjetivo orthókrairos; sus tripulantes, guerreros caracterizados por sus cascos con cimera, se debaten en el mar rico en peces y se agarran al barco por donde mejor les viene, o al compañero que tienen más a mano. Sabido es cómo esta situación de pá­nico en que los náufragos se arraciman, presagia indefectible­mente una tragedia. Hay sin embargo uno, el del centro, que parece conservar la presencia de ánimo y está montado en la

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12 Od. I 5 ss. 13 Od. 4. 498.

14 Od. 4, 559.

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quilla del barco con las piernas muy estiradas, como los jmetes de la época. Homero dice que después del festín a costa de los bueyes de Helios, un viento huracanado y el rayo de Zeus arrui­naron la nave de Odiseo y sólo éste logró salvarse montado en la quilla sujeta al mástil mediante correas de buey; pero segu­ramente el pintor prefirió no desarticular el barco para que todos supiesen que la tabla de salvación de Odiseo era precisamente la quilla (fig. 2).

Este revés señala un momento crucial en el "nostos" del hé­roe, porque a partir de él veremos a Odiseo, privado de los com­pañeros a quienes un dios impidió el retomo al hogar, hacer frente por sí solo a los elementos y a la adversa fortuna, hasta que los feacios, compadecidos de su miseria, lo devuelvan sano y salvo a su patria.

Si se repara en todas las alusiones que, aparte la descripción del naufragio, hace la Odisea a esta calamidad, se percata uno de que este modesto cuadro ha penetrado tal vez más a fondo en la esencia del poema que otros derivados también de él, pero que se fijan más en el ingenio del protagonista, en lo fantástico o en lo novelesco de sus aventuras. Ya al principio de la obra descubre el poeta que el propósito de su "hombre de inagotables recursos" consistía en salvar su vida y asegurar el retomo de sus compañeros sorteando todos los peligros que los amenazaban; pero también nos adelanta que este propósito va a quedar trun' cado por la mitad, pues estos insensatos van a saciarse de la carne de los bueyes de Helios Hiperión y el dios los privará del día del retomo Más adelante. Proteo le dice a Menelao que "aún queda uno con vida, si bien se encuentra retenido por el ancho ponto" pues "no tiene barcos de remos ni compañeros que lo traigan sobre la ancha espalda del mar" En la Nekyia, Tiresias le anuncia al héroe que si hacen el menor daño a los

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15 Od. XI I I I s. 1« Od. XII 403 ss.

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bueyes de Helios, sobrevendrá la ruina del barco y de sus com­pañeros Y al fin Odiseo mismo cuenta cómo al hacerse a la mar después del sacrilegio, se levanta una tempestad con vien­tos del oeste, el mástil cae sobre la popa y rompe la cabeza del timonel, y un rayo precipita a sus demás compañeros en el mar; "Como cuervos marinos flotaban éstos en las olas alrededor del barco, y el dios les privó del retomo". Cuando ya la nave está despedazada, Odiseo logra atar la quilla al mástil y de esta ma­nera es arrastrado "por los terribles vientos"

Así pues, el nostos termina en un rotundo fracaso; ya Tire-sias le había advertido que si no procedía con cautela, llegaría a su casa en el estado más triste para un marino: sin los hom­bres de su tripulación y en el barco de otro. Siendo así, la recu­peración de sus amenazados bienes, la matanza de los preten­dientes y el restablecimiento del orden en su patria eran el com­plemento obligado para que el retomo de Odiseo se revistiese al fin de un poco de gloria.

Todas estas escenas, inspiradas seguramente en el recuerdo de un pasaje homérico, tienen sin embargo una vigencia univer­sal; incidentes como el rapto de una mujer o el hundimiento de un buque, se producen lo mismo en las leyendas heroicas que fuera de ellas. En la Ilíada predominan las situaciones en que cualquier contemporáneo de Homero podía verse mezclado; la Odisea en cambio se desenvuelve en un mundo lleno de mará' villas y por lo mismo, más alejado de las aventuras previsibles a un mortal. Cierto que precisamente lo fantástico se encuentra en su parte central, en el periplo de Odiseo, y es posible que mucha gente de entonces pensase que en el mar cabía el encuen­tro con lo más inesperado y peregrino. De no ser así, tampoco tendría sentido que siglos más tarde los cartagineses pusiesen en circulación por los puertos del Mediterráneo la fábula de los

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terrores del Océano. Pero para nuestro objeto interesa única-mente saber que un episodio de la Odisea tri más fácil de iden­tificar en una obra de arte que uno de la lUada, salvo en casos que, como el presente, entrasen en el dominio de la experiencia de muchos.

El arte geométrico no apura sus temas más allá de donde los ojos alcanzan. Tan pronto como comienzan a aparecer los centauros ya franquea los límites que se había impuesto y su fin está próximo. Desde entonces le es dado al artista mante­nerse dentro de aquella tradición o amalgamarla con la segunda, refiriéndose a hechos que sucedieron una sola vez en esa histo­ria de vaga cronología que era la tradición heroica. Veamos al­gunos ejemplos de esas dos corrientes cuyos cauces fueron abier­tos por el propio Homero.

En este pormenor de un ánfora ática conservada en Oxford (fig. 3), una hilera de carros desfila ante nosotros, y por debajo de ella, un zorro trata de huir de la jauría que lo cerca. El vivo movimiento de estas figuras se encuentra realzado por el acom­pañamiento de los zigzags del fondo; aunque éstos no sean nada, en una copia del cuadro desprovista de ellos los echaríamos de menos. Hampe compara estos adornos con las partículas in­traducibies que Homero intercala en el hexámetro y que sólo sirven al ritmo del verso, no a su sentido. Lo que antes hemos descrito como desfile de carros parece más bien una carrera, con los aurigas vestidos como el de Delfos y las contracciones de su cuerpo y de las patas de los caballos sugiriendo apenas el movi­miento. Por ahora los caballos no corren (nunca lo harán en el arte geométrico); si la escena alude a los funerales de Patroclo, el pintor no ha querido precisarlo. Esto se hará más adelante en un dinos de Sófilo (hacia 580, fig. 5), del que se conserva en Atenas un fragmento en el cual se ve una cuadriga, el graderío de los espectadores, y unas cuantas palabras llenas de faltas de ortografía: el nombre de Aquiles (escrito Achiles), la firma del pintor (Sophilos megrapsen), y "los juegos en honor de Patro­c lo" (Patroclus atla). La pequenez del fragmento impide com-

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" Beazley, DABF, 34 s. 18 Beazley, DABF, 40.

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probar en qué medida se ajustaba el artista a la descripción ho­mérica. En fecha algo más reciente tenemos mucho más com­pleta la misma escena en el Vaso François. Debajo de cada una de las cuadrigas, como relleno, se ven los premios: un trípode de bronce, un dinos; pero los corredores no son los mismos ni siguen el mismo orden que en la Ilíada. Diomedes, verdadero ganador de la carrera, ha de conformarse aquí con el tercer puesto; el que va en cabeza es Odiseo, que en la Ilíada no participa en el certamen; otro corredor es Automedonte y los dos restantes Damasipo e Hipotoon, que como dice Beazley, tie­nen unos bonitos nombres épicos, pero en la Ilíada no figuran ni en la carrera ni fuera de ella. Aquiles espera en la meta la inminente llegada de los corredores; es indudable por tanto que se trata de los juegos de Patroclo; pero de las dos cosas que en vista de ello cabe pensar: que en aquel momento el pintor Kli-tias no tenía a mano a su asesor técnico " o bien que le impor­taba menos la carrera como ilustración literaria que como espec­táculo, preferimos la segunda, que encaja muy bien en el tono general que los cuadros épicos poseían como sublimación de acontecimientos de la vida griega.

El fragmento de un kántharos del ceramista Nearco (575-

550 a. C.) representa la cuadriga de Aquiles en el momento del enganche. Aquiles sujeta y tranquiliza al más próximo de los caballos uncidos mientras un mozo trae al cuarto agarrado por el copete. Los dos nombres escritos son distintos de Xanthos y Ba-líos, los famosos caballos de la higa de Aquiles; aquí se llaman Chaitis y Euthoias, e ignoramos el nombre de los otros dos, que en esta época había que sumar a la higa antigua porque los bue­nos carros de entonces eran de mayor potencia. En otro frag­mento del mismo vaso se ve que detrás de Aquiles había una mujer que le traía las armas; el nombre de ésta comienza por chi, tal vez la nereida Choró " ; con la espada y las lanzas sos-

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1' Beazley, DABF, 58.

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tiene un escudo beocio que en vez de los frisos figurados del descrito por Homero ostenta una de las divisas predilectas de los oligarcas áticos, el gorgoneion, que le disputaba entonces a la Atenea de Pisístrato el sitio de honor en las monedas del estado. Ello no es motivo suficiente para pensar en un cuadro lisonjero; pero sí para comprobar con cuánta libertad se referían a la epopeya los ceramistas actualizando las armas, las divisas, los carros y todo lo demás.

Otra escena típica, frecuentísima y de valor universal, la for­man los guerreros que combaten alrededor de un caído. La fu­riosa lucha en torno al cadáver de Aquiles era el asunto del frontón occidental de Egina, dato muy significativo por tratarse del último gran empeño de la escultura arcaica. En un plato rodio de finales del VII, las inscripciones intercaladas entre la fronda ornamental refieren la escena a la llíada: Héctor y Me­nelao combaten sobre el cadáver de Euforbo, uno de los que hirieron a Patroclo antes del encuentro de éste con Héctor (fig. 4).

Para acabar con los cuadros de vida militar sublimados por héroes de la llíada, recordemos las escenas de revestirse de ar­madura, en donde, como cualquier soldado que marcha a la guerra, los familiares o los amigos asisten al héroe en sus prepa­rativos y le dan prudentes consejos. El agudo pintor Amasis con­creta por medio de inscripciones una de estas escenas domésti­cas, y gracias a ellas el espectador se traslada a Pthía en su ima­ginación y contempla a un Aquiles joven vistiendo sus armas entre Tetis y Fénix; estas armas —el escudo presenta como divisa un león abatiendo a un ciervo— han de ser las que vistió Patroclo y pasaron a manos de Héctor Muchos años más tarde Eutímides compone de modo parecido la escena en que Héctor realiza el mismo menester entre Priamo y Hécuba (fig. 6).

Parte de la educación del buen soldado era lo que hoy llamaríamos cura de urgencia: extraer un dardo o una flecha;

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cortar una hemorragia; lavar una herida y vendarla. El cen­tauro Quirón se preocupaba mucho de enseñarle esto a sus pu­pilos, Jasón y Aquiles entre otros, al lado del manejo de las armas, la caza, la música y las reglas de la urbanidad y del ho­nor. Con este tema el Pintor de Sosias decoró el interior de una copa admirable por el perfecto ajuste de las figuras al círculo; por su dibujo primoroso, detallista, y delicioso al tacto en sus líneas de relieve; por la solución airosa de la difícil postura de Patroclo mientras Aquiles, que ya le ha extraído la flecha que se ve en primer término, y le ha lavado la herida del brazo, se la venda ahora con esmero. La boca abierta de Patroclo muestra sus dientes apretados, para no gemir; su pierna izquierda, esti­rada por detrás de Aquiles, hace fuerza contra el marco, otro detalle observado del natural en los heridos que contraen una parte de su cuerpo para resistir mejor sus dolores en la otra.

Acaso el pintor se cuida tanto de poner en claro la resisten­cia de Patroclo para que nadie pudiese decir que estaba gritan­do, pues entre los griegos no era raro percibir en los cuadros efectos que nosotros llamaríamos sonoros. Cuando Homero hace de guía para explicar a su auditorio el escudo de Aquiles —una obra de arte— dice que en la escena de las bodas "se oían muy fuertes los himeneos" y que las flautas y las liras "sonaban con­tinuamente"; el público asistente a un debate judicial se divi­día en dos bandos, cada uno de los cuales "aclamaba a su favo­rito" ; en una estampa de vendimia, un muchacho toca la lira y después canta "dulcemente una canción de Lino con su delicada voz" , etc. A veces se insinúa un efecto sonoro ya en vasos geo­métricos; pero donde no puede dudarse de ello es en los que llevan palabras o frases escritas como los dibujos de las revistas infantiles. Entre los más famosos de estos tenemos la escena de un ánfora de Exequias en donde Ayax y Aquiles están absortos en un juego que había inventado Palamedes para matar el tiem­po de la espera en Aúlide. Consistía en una combinación de da­dos y damas, donde los puntos obtenidos al arrojar dos dados

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20 P. Courbin, en BHC, 79 (1955), i ss. 21 Arias-Hirmer, A History of Vase Painting, Londres, 1962, 80.

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daban derecho a un número igual de movimientos sobre el ta­blero. Lo difícil era aprovechar bien los movimientos autoriza­dos. En este caso Aquiles ha sacado un tres y un uno, o un par de doses, total, téssam, cuatro; Ayax ha puntuado más bajo con un dos y un uno que hacen tría.

El grupo de temas específicamente mitológico se relaciona en buena parte con las aventuras de Odiseo y aparece ya en el siglo VII, en plena época orientalizante. A mediados de este siglo el castigo de Polifemo era ya célebre en todas partes, pues cada uno a su modo, lo representan el pintor protoático de un ánfora de Eleusis, muy dado a las figuras largas del canon geométri­co ; un pintor argivo, y un cierto Aristónothos que trabajaba probablemente en la ciudad etrusca de Caere y compuso la es­cena con la simplicidad y el orden de un equipo perfectamente adiestrado (fig. 7). La batalla naval del lado opuesto es una escena de la vida del mar, el ataque de un barco de guerra griego contra un mercante etrusco, según indican las divisas de los escudos; en el etrusco se ve además al vigía subido al más­til. La boga del tema se mantiene en la centuria siguiente y así volvemos a encontrarlo en una hidria ceretana (hacia 520), obra de un jonio —fócense quizá— que siempre muestra de algún modo su sentido del humor, en el presente caso contrastando a los atildados griegos con el salvaje Polifemo, en cuyas greñas jamás entraron ni la tijera ni el peine. Por primera vez el pintor es fiel a la Odisea en la fisonomía del cíclope, que no tiene más ojo que el que está a punto de perder 2'.

El acto siguiente de esta aventura, que la cerámica señala como la más popular de toda la Odisea, es la salida de la gruta al amparo de los cameros del cíclope. El artista protoático que recibe nombre de su Jarro de los Cameros señala la pauta a se­guir por todos sus compañeros de oficio, que reducirán siempre a uno la pareja de animales atados por Odiseo para cubrir a

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22 Pfuhl, Malerei und Zeichnung der Griechen, läm. 194, p. 514. 23 Ibidem, läm. 219, fig. 559.

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cada uno de sus compañeros. Simplificada así la escena, la en­contramos en un vaso de figuras negras, mediocre y tardío, pero que tiene el mérito de reflejar una composición en que estaba representada la gruta del cíclope en un loable esfuerzo por in­corporar el paisaje a la pintura griega. En este sentido tuvieron siempre un interés particular las escenas de la Odisea, donde era difícil aislar a las figuras del ambiente y desentenderse por tanto de los elementos paisísticos. Así el pintor que a mediados del V

ilustra en un vaso la aventura de las sirenas, introduce en el cuadro unas peñas en que los monstruos hallen acomodo. Cierta­mente bastaba representar el barco con Odiseo atado al mástü, pero el pintor no quiso ocultar el motivo de aquella situación.

En la obra de Polignoto, el más calificado artista de la pri­mera mitad del siglo V, la Odisea había inspirado un mural de la Lesque de Delfos con el tema de la Nekyia, un cuadro de "Odiseo y Nausicaa", del que hay algún reflejo en cerámica^ y otro titulado "Odiseo después de dar muerte a los preten­dientes", del que probablemente deriva un skyphos de mediados de siglo con una composición de seis figuras, a un lado Odiseo ante dos esclavas; al otro, separados por las palmetas de la zona de las asas y dando así una acertada impresión de distancia, tres pretendientes, uno de ellos herido como la Nióbide del Museo de las Termas, y los otros dos buscando inútil protección tras ropas y muebles frente a la muerte que se avecina Desgra­ciadamente hemos de conformamos con reflejos tan mezquinos de los originales del primero de los pintores griegos, cuya pérdi­da nos impide medir hasta qué altura llegó el arte verdadera­mente inspirado en Homero. Y lo mismo acontece con el Zeus de Fidias, aunque de éste pudo decirse lo que acaso no se haya vuelto a repetir ante la obra de otro artista, a saber: "añadió al­go a la religión".

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24 Ibidem, lám. 358. 25 Sobre este tema y el de Odiseo y las sirenas ci. E. Sellers, en

Journal of HeUenic Studies, 13 {1892-3), i ss.

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N o acaban con esto los vasos de asunto homérico, mas como antes decíamos, les falta el espíritu de la epopeya que sacrifican a una intención humorística e incluso caricaturesca, que hace de ellos ilustraciones de la farsa. El más célebre y gracioso de estos vasos es el de fábrica lucana donde Diómedes y Odiseo, con aspecto de rufianes, sorprenden a Dolón entre unos árboles de escenario teatral Tampoco carece de encanto como versión rústica del mito, la aventura de Circe en una taza de figuras negras del Kabirion beocio. Circe ofrece a un Odiseo canijo y chalanesco la copa de su brevaje, mientras un compañero del héroe, menos precavido que él, se convierte ya en jabalí al lado del telar de la maga, o más bien en este caso, hacendosa y vieja campesina (fig. 8).

Esta somera consideración de los temas homéricos en la ce­rámica griega nos permite observar cómo la litada fue siempre más atractiva para quienes buscaban en época arcaica y clásica el dechado de los ideales heroicos —los menos entre los cera­mistas después del período geométrico— en tanto que la Odisea lo era para los interesados en aventuras y maravillas. La Guerra de Troya ofrecía muchos episodios y anécdotas que la llíada no recoge; esto lo hacían, en cambio, la Cipria, la llíada Menor y la Iliupersis. Los aficionados a los temas graciosos, fantásticos y truculentos encontraban en estos poemas motivos más divertidos para su clientela, y que por tanto abundan mucho más en la ce­rámica que los de la llíada propiamente dicha. Por otra parte, el elevado concepto de los dioses que domina en los años de la Pentecontecia, así como la penetrante visión de la muerte y de los asuntos funerarios en esta misma época, hacen que las obras maestras de la cerámica griega de figuras rojas guarden muy poca o ninguna relación con los asuntos de la epopeya.