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TESIS DOCTORAL EL ESPACIO URBANO EN LA ESCRITURA AUTOBIOGRÁFICA: EL EJEMPLO DE ÁVILA FERNANDO ROMERA GALÁN Licenciado en Filología Hispánica UNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA Facultad de Filología

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TESIS DOCTORAL

EL ESPACIO URBANO

EN LA ESCRITURA AUTOBIOGRÁFICA:

EL EJEMPLO DE ÁVILA

FERNANDO ROMERA GALÁN

Licenciado en Filología Hispánica

UNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA

Facultad de Filología

Departamento de Literatura Española y Teoría de la Literatura

2008-2009

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DEPARTAMENTO DE LITERATURA ESPAÑOLA Y TEORÍA DE LA LITERATURA

FACULTAD DE LITERATURA

UNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA

EL ESPACIO URBANO

EN LA ESCRITURA AUTOBIOGRÁFICA:

EL EJEMPLO DE ÁVILA

FERNANDO ROMERA GALÁNLicenciado en Filología Hispánica

DirectorDr. D. JOSÉ ROMERA CASTILLO

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AGRADECIMIENTOS

Mi agradecimiento expreso al Dr. José Romera Castillo, Catedrático de Literatura

Española del Departamento de Literatura y Teoría de la Literatura de la Facultad de

Filología de la UNED, como director de esta tesis por su ayuda y dedicación, por sus

consejos, observaciones, orientaciones, sugerencias, por su paciencia y por haber sido

uno de los investigadores que más ha despejado el camino en los estudios en los

ámbitos de la literatura autobiográfica, sin los cuales este trabajo habría sido imposible.

También quiero agradecer el apoyo de toda mi familia, de mis padres en particular

y, en especial de mi mujer, Elena, de cuya paciencia es deudor este trabajo.

Y, finalmente, a cuantos amigos, en los ámbitos de la Universidad y privado, me

han ayudado con su saber y orientaciones.

A todos ellos, gracias.

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ÍNDICE

ÍNDICE..................................................................................................................................7

INTRODUCCIÓN...............................................................................................................10

1.- Hipótesis de trabajo.......................................................................................................10

2.- Estructura......................................................................................................................23

3.- Algunos aspectos acerca de la bibliografía consultada................................................25

PRIMERA PARTE:

ESPACIO Y AUTOBIOGRAFÍA

1.- BREVES APUNTES SOBRE EL ESPACIO AUTOBIOGRÁFICO................................33

1.1.- Tipología de los géneros literarios y problemas de adscripción

genérica de la autobiografía............................................................................................37

1.2.- Lejeune y el pacto autobiográfico...........................................................................42

1.3.- La irrupción del sujeto en la literatura: otras teorías sobre el género.....................45

1.4.- Origen y sentido de la autobiografía.......................................................................57

1.4.1.- La autobiografía...................................................................................................57

1.4.2.- Brevísima aproximación a las diferentes modalidades

autobiográficas................................................................................................................63

1.4.2.1.- Memorias..........................................................................................................63

1.4.2.2.- Epistolarios.......................................................................................................65

1.4.2.3- Diario íntimo......................................................................................................67

1.4.2.4- Crónica...............................................................................................................73

1.4.3- La autoficción o el terreno de nadie......................................................................76

1.4.4.- Otras modalidades................................................................................................85

1.4.4.1.- Autobiografía y biografía..................................................................................85

1.4.4.2.- Autobiografía y novela.....................................................................................87

2.- ESTUDIOS SOBRE EL SIGNO ESPACIAL

EN LA NARRACIÓN AUTOBIOGRÁFICA........................................................................93

2.1.- Espacio y tiempo en la ficción y la autobiografía...................................................93

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2.1.1.-Brevísimo estudio sobre el espacio en la narración

y algunas aportaciones teóricas.....................................................................................113

2.1.2.- El cronotopo en la narración autobiográfica......................................................125

2.1.2.1.- El cronotopo y las narraciones de ficción.......................................................125

2.1.2.2.-El cronotopo y la autobiografía........................................................................135

2.2.-Otras aproximaciones al estudio del signo espacial...............................................137

2.3.-Algunas clasificaciones del signo espacial en la narración

y sus relaciones con otros signos narrativos..................................................................149

2.3.1.- Tipología del espacio en la trama.....................................................................162

2.3.2- La percepción del espacio..................................................................................164

2.4.- El signo del espacio urbano en la literatura española.

Configuración y estructura de su cronotopo.

El signo espacial en la escritura autobiográfica............................................................167

2.4.1.- Determinaciones espacio-temporales en la escritura autobiográfica.................172

2.4.1.1.- Espacio e identidad.........................................................................................179

2.4.2.- La novela en clave.............................................................................................191

2.4.3.- Reflejos del espacio en los textos autobiográficos............................................195

2.4.3.1.- El espacio idealizado de la infancia................................................................195

2.4.3.2.- El espacio de la adolescencia..........................................................................198

2.4.3.3.- La “condición vegetal” del hombre:

el espacio urbano como tendencia.................................................................................199

2.4.3.4.- El espacio metonímico....................................................................................206

2.4.3.5.- La ciudad recién nacida: el campo y la ciudad..............................................208

2.4.3.6.- Las sensaciones en el espacio y el lirismo......................................................213

2.4.3.7.- La contraseña de los solitarios: imágenes de la ciudad íntima......................215

2.4.3.8.- La autobiografía es una écfrasis y el espacio

ha vencido a la palabra..................................................................................................218

2.4.3.9.- La ciudad retórica: topografías del vacío........................................................225

2.4.3.10.- La mirada del flâneur....................................................................................228

2.4.3.11.- El espacio, la vanidad y la muerte................................................................236

2.5.- La ciudad en la escritura autobiográfica en español.............................................238

2.5.1.- Primeras apariciones de la ciudad en los escritos

autobiográficos: la ciudad como configuradora del género..........................................238

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2.5.2.-Espacio urbano y momento histórico..................................................................243

2.5.3.- El espacio urbano en otras modalidades autobiográficas:

la poesía.........................................................................................................................247

2.5.3.1.- El espacio en la poesía....................................................................................247

2.5.3.2.- Espacio urbano y epistolarios.........................................................................262

2.5.3.3.- Las Crónicas: De la mirada de Mesonero Romanos

a la Causserie de Gutiérrez Nájera................................................................................265

2.5.3.4.- Visitantes que escriben el espacio.

Espacio que escribe en el viajero..................................................................................275

SEGUNDA PARTE: UN EJEMPLO DE SIGNO ESPACIAL

EN LA ESCRITURA AUTOBIOGRÁFICA

1.- EL ESPACIO URBANO DE LA CIUDAD DE ÁVILA.

UNA APROXIMACIÓN A SU CONFIGURACIÓN SEMIÓTICA

EN LA ESCRITURA AUTOBIOGRÁFICA.......................................................................291

1.1.-Procesos de simbolización del espacio..................................................................291

1.1.1.- Las denominadas “ciudades muertas”...............................................................294

1.1.1.1.-La novela de Larreta como recreación de una “ciudad muerta”:

de los textos autobiográficos a la construcción espacial...............................................297

1.1.1.2.-Crítica y descomposición del signo espacial a través de las

Memorias de Alberto Insúa...........................................................................................304

1.1.2.-Cultura y memoria en la representación del espacio

en autobiografía. La ciudad castillo, la ciudad celda y el palacio de cristal.................317

1.1.3.- Tópicos de la ciudad pequeña: espacio y tiempo

a través de algunos textos autobiográficos....................................................................339

2.- IMÁGENES DEL ESPACIO URBANO

DE ÁVILA EN TEXTOS AUTOBIOGRÁFICOS...............................................................347

2.1.- Construcción histórica de la ciudad literaria.

Historiadores y pensadores en sus textos autobiográficos............................................347

2.1.1.- Claudio Sánchez Albornoz en la literatura del exilio.

La ciudad perdida como identidad................................................................................349

2.1.2.- La experiencia simbolista del espacio en Miguel de Unamuno.

El espacio como comunión..........................................................................................361

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2.1.2.1.- La paradoja espacial: la ciudad es el campo y el campo una ciudad..............361

2.1.2.2.- Ávila la casa: sólo es ciudad lo que no es una ciudad....................................374

2.1.3.- Jorge Santayana.................................................................................................375

2.1.3.1- Contra la imagen religiosa de la ciudad.

La experiencia religiosa de Santayana y su vinculación abulense................................377

2.1.3.2.- Imagen de la ciudad en la obra autobiográfica de Santayana:

el locus standi................................................................................................................386

2.1.4.- Breves reflexiones sobre espacio y narración autobiográfica............................394

2.2.- Los textos poéticos. Como el urbanismo, así la ciudad en la poesía....................395

2.2.1.- Textos poéticos: la visión lírica del espacio urbano..........................................395

2.2.2.- Consolidación del tópico en la lírica. Fórmulas epigonales

para el espacio espiritual...............................................................................................399

2.2.2.1.- Poemas de la primera mitad del siglo XX......................................................399

2.2.2.2.- Poemas de la segunda mitad del XX...............................................................409

2.2.3.- Guillermo Carnero y Ávila: la ciudad como cuerpo..........................................417

2.2.3.1.- Culturalismo, identidad y emotividad:

la visión culturalista del espacio urbano.......................................................................417

2.2.3.2.- Cuatro poemas abulenses................................................................................427

2.2.4.- Breves reflexiones sobre el espacio en textos poéticos.....................................432

2.3.- Narraciones autobiográficas..................................................................................434

2.3.1.- Narraciones femeninas: la construcción de la identidad

autobiográfica a través del espacio................................................................................434

2.3.1.1.- La celda carmelitana y su expresión escrita

como expresión de un “microcosmos urbano”..............................................................434

2.3.1.2.- La recomposición de los principios autobiográficos

femeninos del XVI: Castilla y Ávila para Gabriela Mistral..........................................459

2.3..2.- Ávila en textos autobiográficos en torno a 1900:

Los inicios de la concepción retórica de la ciudad de Castilla

en la lírica simbolista. La percepción sincrónica frente

a la percepción diacrónica.............................................................................................463

2.3.3.- Cómo se confecciona un tópico. Visitantes europeos por Ávila:

la imagen parcial del espacio urbano............................................................................492

2.3.4.-Visitantes ocasionales: una carta de Lorca. Del irrealismo

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espacial y literario de Gaziel a la visión literaria de Pere Corominas,

pasando por una obra de Cela, otra de Ridruejo

y La España Negra de Gutiérrez Solana........................................................................510

2.3.5.- José Jiménez Lozano: El ojo de Plotino............................................................538

2.3.5.1.- La identidad diluida en el espacio y en la historia..........................................538

2.3.5.2.- Relatos de intimidad e identidad. El espacio autobiográfico

o los “homelands”.........................................................................................................551

2.3.6.- Breves reflexiones acerca del espacio en estas narraciones...............................571

CONCLUSIONES..............................................................................................................573

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS..............................................................................587

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Y ya dijo Machado que “a las

palabras de amor / les sienta bien su

poquito / de exageración”. Lo que vale

para la Ávila de Montherlant y Larreta

como para la de Gaziel, quedándose

más en lo justo la de los Santayana y

Sánchez Albornoz, que la quieren y no

la inventan.

Dionisio Ridruejo

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INTRODUCCIÓN

1.- Hipótesis de trabajo

La proliferación de los estudios sobre ciudad y literatura es síntoma de la

importancia que tiene el espacio urbano en la cultura contemporánea. No podría ser de

otra manera; la ciudad en su forma, estructura, realidades y contradicciones ha

posibilitado, en gran manera, nuestra vida contemporánea. Desde las primeras

manifestaciones de una imagen urbana, allá por el siglo XVIII, cuando la ciudad se

mostraba como la portadora de los valores ilustrados de cultura y progreso, hasta las

teorías posmodernas, en las que se nos muestra el discurso urbano como definitorio de

la nueva identidad del hombre de nuestro tiempo, las ciudades representan la evolución

de nuestra sociedad y nuestro devenir intelectual. La literatura no dejará de mostrarnos

esta evolución. Es más; será la fedataria de este proceso histórico.

Hemos de considerar que este trascendental devenir tendrá su momento cumbre

hacia mediados y finales del siglo XIX, a partir del desarrollo industrial. Son las grandes

urbes que se superpondrán a las viejas y medievales ciudades europeas, borrando su

estructura diacrónica, en la que aparecía escrita su historia de vejez. Sobre ellas, las

nuevas y modernas avenidas reflejarán el esplendor de la novedad, registrarán los

intereses cotidianos del hombre “moderno” en sus dorados cafés, invocarán lejanamente

a la naturaleza romántica en los grandes jardines que someterán la naturaleza a la

estructura geométrica de sus calles. Para lograrlo, pasarán por encima de edificios y de

calles pobladas por las antiguas estructuras sociales como la metáfora de los nuevos

tiempos: el hombre nuevo que pasa sobre el viejo. Si Baudelaire lo contempla y lo

explicita en su obra sobre París, serán otros muchos los que hagan lo propio, llegado el

momento, sobre las ciudades españolas. Sus obras serán la expresión de esa pretendida

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identidad moderna que señalará a sus personajes en medio de la anonimia y la masa

informe que paseará por las avenidas. Es la nueva cultura.

Luis García Montero, en su interesante libro Los dueños del vacío (2006: 101), lo

explica de manera tal que nos evita ahondar en más detalles, por el momento: “La

ciudad es el territorio de la cultura contemporánea […] porque aparece como el lugar

donde se generan y se observan las contradicciones de los tiempos modernos”. Los

trabajos han venido desde los ámbitos de la sociología, de la arquitectura y, por

supuesto, del arte. La literatura urbana que llega, obviamente, con las nuevas ciudades,

deja dos formas de melancolía: la de los que viven en la fugacidad de las cosas en la

gran ciudad y la de quien añora otras ciudades que tampoco existen y que son aquellas

pequeñas en trance de desaparecer en la imitación de las grandes urbes.

Todo ello, necesariamente, habrá de modificar las estructuras literarias que, en sus

rígidos moldes, impondrán sus dificultades para inscribir y escribir al nuevo hombre de

la modernidad. El escritor necesitará de la literatura para definirse entre el resto de los

que lo acompañan en la ciudad y que buscan, así mismo, su propia identidad

diferenciada en la multitud. La obsesión por el “yo” será una de las pautas de esa nueva

cultura. Y, con ella, la autobiografía cobrará especiales bríos. Pero la explicitación de la

propia identidad en el texto, la “creación del yo” requerirá de formulaciones diferentes

de las ya arcaicas: la novela, el ensayo… serán vehículos para la expresión de ese nuevo

“yo”, junto con la escritura autobiográfica ya conocida: los diarios, los epistolarios, las

memorias… se convertirán en fórmulas definitivas para la composición de textos de

ficción. Y viceversa.

Luego la ciudad es más que un signo literario de la propia escritura y no podemos

tratarlo únicamente desde la inmanencia del propio texto. Porque la autobiografía

intentará conciliar ese “yo” ficticio, puramente literario con un “yo” real, también en

proceso de construcción.

Pero ¿qué ocurre con las viejas ciudades que permanecen en cada país como

reliquias de un pasado que se mira de reojo y con cierta sospecha de enfrentamiento a

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los nuevos tiempos? La literatura reaccionará también en un proceso lógico, a esa

novedad histórica y esas pequeñas urbes se convertirán en la expresión de la nueva

mentalidad, precisamente por negarla. Serán muchos los autores que vuelvan sus ojos a

ellas como ejemplo de un pasado que la modernidad niega: serán las denominadas

“ciudades muertas” de las que Gustav Rodenbach será una suerte de notario histórico.

Entre ellas, las ciudades viejas de Castilla: ejemplos de lo que la moderna formulación

cultural intenta superar: los moldes medievales aún persistentes en las viejas estructuras.

La religiosidad, la caballería, las viejas y torcidas calles, las imágenes grises del

pasado… todo ello ilustrará las novelas y los textos autobiográficos de no pocos autores

a partir de la segunda mitad del XIX. Pero será sólo eso: literatura, un espacio

imaginario. Porque de la vieja ciudad reflejada en los primeros textos autobiográficos

del siglo XVI, como los de Teresa de Jesús, a los nuevos, habrá todo un recorrido en los

que la presencia de esas ciudades se irá convirtiendo en un auténtico signo literario.

Suele decirse de Ávila, incluso lo hacen sus propios habitantes, que es una ciudad

medieval. Algo de verdad hay en la afirmación: conserva su vieja estructura romana y

gótica en su trazado, así como algunos monumentos más que destacables. Pero esto no

es del todo cierto. Primero porque su desarrollo urbano, la aparición de sus casas

solariegas, la renovación de gran parte de sus iglesias… son consecuciones del siglo

XVI, siglo en el que la ciudad alcanza un cierto desarrollo y esplendor, del que su

exponente mayor será la figura de Santa Teresa. Hasta aquí, la historiografía local ya ha

dicho más que mucho de esta época y aún tendrá por decir. Lo que se suele obviar,

salvo en estudios muy tangenciales, es que Ávila es, en realidad, una ciudad muy del

XIX. Por diferentes motivos sociales, culturales y económicos, como la llegada del

ferrocarril, la ciudad verá modificado su aspecto urbano, derribando las casas

medievales – apenas quedarán, pero, las que quedan, nunca en el centro de la ciudad –

dibujando nuevas calles, abriendo cafeterías, planificando jardines… De ello casi nadie

habla, salvo algunos autores que ven este desarrollo como expresión de la negatividad

del progreso. Lo cierto es que, frente a otras ciudades, Ávila no derribará sus murallas –

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por falta de presupuesto de la administración local – y esa imagen se perpetuará en la

mirada de quienes viven, viajan y escriben sobre la ciudad. Pero los textos que

conocemos sobre Ávila dan todos una imagen tópica de lugar de la mística, de la

religión, y de la milicia.

Quienes vivimos en Ávila solemos pasar por algunas señales de este tópico sin

prestar más atención. Sin embargo, hace no mucho tiempo deparé en los murales que,

en los años cincuenta del siglo XX fueron pintados para decorar la estación de

ferrocarril. Un caballero medieval, un fraile y un campesino forman el grupo que venía

a dar la bienvenida a los viajeros a la ciudad. La pregunta es obvia ¿cómo es posible que

aún en la segunda mitad del siglo XX se mantenga ese tópico nacido en la literatura del

siglo anterior, de la mano de los Unamuno, Azorín…? Porque serán pocos los autores

que nieguen esa imagen, como Jiménez Lozano, y ya en las postrimerías del siglo XX.

Lógicamente, este asunto nos llevó a considerar algo importante. Si la literatura había

creado un símbolo espacial de tan hondo calado como éste, hasta el punto de implicar la

vida artística posterior y convertirla en algo aceptado por el común de la sociedad, es

decir, había llevado a la realidad un signo literario de ficción, ¿la escritura

autobiográfica obviaría este tópico o, por el contrario, lo asumiría de pleno? Y, ¿hasta

qué punto contribuyó a crearlo? En estos últimos extremos, nos hallaríamos ante un

signo que propondría consecuencias genéricas de interés porque estaríamos ante una

invasión de la ficción sobre la escritura autobiográfica. Es más; en algunos casos, la

tradición literaria ha tomado prestado el interés de la sociología o la psicología por

disciplinas como la geografía. Así, los geógrafos deterministas, fundamentalmente

franceses, influyeron de manera importante en los autores de fin de siglo, de manera que

es fácil apreciar cómo suelen terminar por identificarse paisaje y personalidad social.

Estos autores, que resolvían fácilmente las características emocionales y de carácter de

un pueblo por el lugar o espacio que habitaban, estarán dando una muestra de ingerencia

simbólica del espacio en la literatura autobiográfica, por cuanto los autores se sentirán

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herederos, no sólo de una cultura anclada en la sociedad, sino también hijos de un

paisaje determinado.

Estas pequeñas dudas fueron las que nos llevaron a proponer este estudio acerca

del signo espacial en la escritura autobiográfica, es decir, a tratar de discernir cómo se

proyecta la ciudad en las narraciones del yo y en otros textos o modalidades

autobiográficas. Porque, aunque pueda parecer un detalle intrascendente y de obligada

aparición en textos de este tipo, el espacio y su importancia en la escritura cumple

ciertas funciones narrativas y descriptivas que llegan a tener valor simbólico; y el que

mayor valor ha ganado desde el siglo XIX es el de la ciudad. De hecho podemos

diferenciar entre textos autobiográficos eminentemente urbanos y otros rurales,

campesinos, rústicos… llamémoslos como creamos oportuno. En los primeros vamos a

apreciar, sobre todo desde el siglo XIX, un ensimismamiento individual que tendrá

mucho que decir acerca de la intimidad y la identidad personales, algo que difícilmente

hallaremos en eso que llamamos “las provincias”. Indagaremos en el porqué.

Pero, sobre todo, nos encontraremos ante la cuestión de cómo aparece un nuevo

individuo asociado a las nuevas grandes urbes que sentirá su diferencia entre la

muchedumbre, que responderá al tipo baudeleriano del “flâneur”. Y este individuo

necesitará de nuevas formas de expresión personal en la escritura del momento e irá

inaugurando una incorporación progresiva del “yo” a la ficción y viceversa, por la pura

necesidad de afrontar esa nueva condición de la identidad en la urbe. Formas que

podremos apreciar ya en autores como Unamuno o en Azorín, cuyos textos demuestran

esa nueva mentalidad vertida en la autobiografía. Es decir; creemos que la progresiva

incorporación de la ficción a la autobiografía o de elementos autobiográficos a la ficción

están íntimamente relacionados con la consecuente formulación del individuo urbano

que necesita de nuevas maneras de autoconocimiento. Frente a ello, algunos autores

fijarán su atención y su búsqueda en las viejas ciudades europeas, sin que, por ello,

pierdan esa nueva mentalidad urbana.

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La ciudad como signo en la narrativa ha sido estudiado en los últimos años por la

crítica en un buen número de trabajos en los que se ha destacado su importancia en la

novelística del siglo pasado. Desde que Bajtín aportase la idea del cronotopo como

signo esencial en la configuración narrativa y genérica, han sido muchos los que han

dedicado su esfuerzo a demostrar cómo el espacio urbano se ha convertido en el

protagonista de la vida y de la literatura actual.

Claro está que hemos echado en falta la primera parte de la afirmación que

acabamos de hacer, es decir, cómo la ciudad ha sido protagonista de la vida de los

escritores y cómo esta vida urbana - o antiurbana - ha calado en su obra. Nos interesa,

por tanto, mostrar la importancia que el espacio ha tenido para la configuración de la

teoría literaria en general, y para la escritura autobiográfica en particular. Porque

tenemos, por un lado, la certidumbre de que la escritura autobiográfica no sería la

misma si el escritor de esos textos no hubiese vivido o padecido la influencia de la

ciudad y sus cambios radicales a lo largo de la historia reciente; y, por otro, la idea de

que ese signo literario que procede de textos literarios de ficción presenta una cierta

tendencia a ficcionalizar los propios textos autobiográficos. Es más; la trascendencia

que supone la aparición de las grandes ciudades en el siglo XIX supone un retorno a lo

doméstico y a lo individual ante lo que podría ser una falsa socialización, y este formato

de la individualidad que se rodea de multitud avanza con los años, con el desarrollo de

las comunicaciones, con la abundancia de información. Esto ya lo había apuntado

Habermas, pero cada día se hace más evidente. Por todo ello, la importancia del espacio

urbano se vinculará fuertemente a la autobiografía y a géneros que abundarán en el

“yo”. Y aún más, el “yo artista”, el escritor, que intenta entender esa nueva estructura

urbana y social y que, poco a poco, intervendrá en ella como una forma de hacerla

habitable: “la creación artística (como también la literaria y la cinematografía) puede

poner sus mejores energías en hacer habitable lo inhabitable, orientarlo hacia una

manera de vivir marcada por el respeto”, explica Juan Ramón Barbancho (2007: 63).

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Ya en los primeros textos que podemos reconocer como autobiográficos en el

siglo XVI, como las obras de Teresa de Jesús, el espacio que estructura las estancias

carmelitanas, los conventos que funda, recoge elementos que proceden de su propia

experiencia del espacio. Los extensos lugares que ella conocía desde pequeña – la

llanura de Castilla, el gran monasterio de La Encarnación – inciden en su percepción de

esos espacios hasta incorporarlos a su “imaginario” – usemos este término neutro para

referirnos a sus visiones -, de manera que sus imágenes del infierno reflejan espacios

urbanos insalubres y ruinosos. A partir de dichas imágenes, los conventos serán

pequeñas casas compradas o alquiladas que serán reformadas. La particular forma de ir

añadiendo espacio a sus “casas”, también será una manera de incorporar el convento a

la ciudad. La primacía del bienestar de sus monjas en esos espacios será también un

ejemplo de asimilación de las ideas renacentistas por parte de la monja de Ávila. A ello

hay que añadir la particular vivencia que de una ciudad importante de la Castilla del

XVI tiene una mujer de la sociedad burguesa del momento. Tesis psicoanalíticas al

margen, como veremos, la relación de los textos autobiográficos de la Santa con esos

espacios va a ser fundamental, hasta el punto de que el Libro de las Fundaciones les

dedicará una atención especial.

Los primeros textos autobiográficos del siglo XVIII ya mantienen la idea de

ciudad como destino ideal de la vida y el pensamiento moderno. La cultura, la

instrucción pública, la consideración de que todo desarrollo humano posible lo sería en

la ciudad y sólo en la ciudad, es la muestra de cómo el espacio enmarca ya, desde estos

años, la importancia que va a tener, en el futuro, para la escritura de la propia vida y

para la literatura en general.

Pero va a ser durante el siglo XIX cuando la ciudad cambie la vida de sus

habitantes. Hemos consultado un buen número de estudios acerca de la modificación

urbana de las grandes ciudades europeas a fines del siglo XIX y, fundamentalmente, a

principios del XX, en la época coincidente con lo que llamamos en España “literatura

finisecular”. La gran trasformación de París, y, tras ella, de las grandes ciudades

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europeas, como Berlín, Londres o Barcelona conllevarán cambios sociológicos de un

grandísimo calado. La sociedad burguesa se infiltra en los viejos barrios casi medievales

de las ciudades, destruyéndolos bajo el peso de las grandes avenidas y los nuevos y

limpios bulevares. Esta mezcolanza modificará la concepción de las estructuras sociales,

antes diferenciadas en un plano vertical que elevaba a las clases altas a la parte alta de la

ciudad, dejando la baja para las clases más humildes. Los grandes y modernos barrios se

llenarán de cafeterías lujosas y de tiendas brillantes que dejarán a cada lado del

escaparate a unos y a otros y que tendrán su repercusión desde en los nuevos cuentos

infantiles de Andersen hasta en las novelas de Dickens.

La autobiografía no sería la misma si no se hubiese transformado en una

autobiografía urbana, si el protagonista de una vida no hubiese sufrido las mismas

transformaciones. Y, de alguna manera, debemos a la ciudad el origen de ciertas

autobiografías o de cierta forma de escribirlas, pues el mismo hecho de narrar la vida

propia surge, en muchos casos, de la experiencia de una ciudad concreta, la experiencia

de una ciudad que cambia y de la que una vida puede ser cronista.

De esta novedad urbana surgirá un nuevo ideal de artista que encontrará en la

ciudad su forma de ser y su esencia literaria. Es la figura del flâneur, a la que darán

forma Baudelaire y Benjamin y que será el cronista de esta nueva mentalidad que surge

con el desarrollo urbano. Este nuevo conocedor de la vida urbana tendrá varios

contrapuntos. El primero de ellos, una figura burguesa que, contrariamente a lo que se

pudiera pensar de su incorporación a la nueva vida de la ciudad, sentirá una profunda

nostalgia de la vida rural. En una suerte de romanticismo renovado, criticará la vida de

la gran ciudad y reivindicará la vida en la ciudad pequeña. Este nuevo escritor de la vida

del XIX tendrá en Gustav Rodenbach y en su novela Brujas la muerta (1896), el

modelo a seguir. Surgirá un tópico nuevo, el de la ciudad pequeña que no ha padecido ni

los efectos de la industrialización ni los de la nueva urbanización. Será la ciudad

espiritual, arcaica, sometida a las viejas tradiciones religiosas, poblada de ecos

medievales y lugar ideal para reposar el espíritu.

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La otra experiencia contraria al desarrollismo urbano será la del bohemio. Es

también un ser urbano por naturaleza, pero privado de los lujos de la burguesía que ha

ocupado sus calles. Su vida se desarrollará en los viejos barrios, en la noche de los

viejos bares y cafés, recluidos en los viejos centros urbanos abandonados por la

burguesía.

Unos y otros van a contribuir a un desarrollo paralelo de la literatura

autobiográfica. Van a dejar por escrito la importancia que va a tener la ciudad en su

obra. Cartas, diarios, memorias y poemas que marcarán la importancia del espacio

urbano en los textos y en la vida.

Pero también cobrarán en estos años una vital importancia los diarios de viajes.

No podemos olvidar que la literatura de viajes tiene una historia importante desde el

siglo XVI, que los viajeros ya escribieron sus diarios en los viajes a la recién conocida

América. Sin embargo, serán los viajeros románticos y los que, a partir de ellos recorran

Europa, los que dotarán a la literatura autobiográfica de un nuevo enfoque. Ahora bien;

no todos los libros de viajes muestran una consideración personal por la ciudad como

referencia digna de ser convertida en signo. La mayor parte de ellas sólo pasarán por sus

monumentos y datos de interés. Sólo aquellos que acceden a la ciudad con un íntimo

propósito cultural, o descubren una emoción diferenciadora terminarán produciendo una

imagen de ella. Es decir, debemos hablar más de visitantes, de la misma manera que

hablamos de un paseante o de un flanêur, para aquellos viajeros que terminan por

aportar una idea íntima que los asocie a ese espacio que conocen.

Nos proponemos, pues, indagar en cómo se produce el signo de las ciudades en la

escritura autobiográfica a través del ejemplo de Ávila. Esta ciudad ha venido a mantener

una significación particular basada en los tópicos de la religión, el pasado medieval y

caballeresco y su anacronismo pertinaz. Trataremos de descubrir cómo se ha

configurado a partir de la narrativa de ficción y ha traspasado sus límites hasta la

escritura autobiográfica, lo cual nos aporta dos ideas clave en nuestro estudio: cómo un

signo como el del espacio urbano es una muestra de la difícil delimitación entre ficción

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y autobiografía, y cómo se ha creado una idea de ciudad a partir de esos textos

autobiográficos.

Igualmente, hemos considerado que el estudio de una pequeña ciudad en este tipo

de textos nos aportaba una visión particularmente interesante. Si la gran ciudad es la que

construye al hombre nuevo de los últimos siglos, al moderno hombre urbanita, la

pequeña ciudad como imagen melancólica lo sitúa en su verdadero lugar, le hace

contemplar su nueva condición y advertir la identidad perdida.

Para todo ello, hemos querido hacer un primer ejercicio de investigación teórica

que dibujase, quizá a manera de esbozo, la crítica acerca de los dos puntos esenciales

que hemos de tratar. Hemos abordado, en primer lugar algunos estudios acerca de la

autobiografía, sabiendo que es absolutamente imposible hacer un recorrido de gran

calado por ellos. Son muchos ya los tratados que, sobre la autobiografía se han venido

publicando y sobre muy diferentes ámbitos. Los congresos sobre autobiografía, las

publicaciones que han ido abordando sus diferentes formas son tantas y tan amplias que

sólo alguno de ellos requeriría un estudio profundo en exclusiva. Por lo que respecta al

estudio del espacio y de sus repercusiones en la literatura es amplísimo el número de

referencias bibliográficas que podrían ser citadas en este trabajo. Sin embargo nos

hemos ceñido a aquellas que tratan sobre el signo espacial en torno al espacio urbano y,

más concretamente, a los que tratan de interpretar el paso de las sociedades urbanas de

ciudades aún medievales a las sociedades burguesas de las grandes capitales

decimonónicas. La razón es simple. Creemos que es en este momento en el que se va

configurando un proceso cultural y literario que tenderá a diferenciar la vida en la

capital moderna de la “vida en provincias”, con todo lo que ello conlleva. La provincia

y las capitales de provincia se convertirán en lugares arcaizantes, de fuerte influencia

eclesiástica, en espacios de costumbres tradicionales e incluso reaccionarias, en la

pequeña vida opuesta al progreso. Frente a ellas, la gran ciudad se mostrará como el

poder de la civilización, de las costumbres modernas y del avance cultural, social y

científico, lo que también tendrá su influencia en la literatura; terminarán por ser la

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esencia configuradora del hombre moderno, de su identidad y, también, de su

desintegración en la propia muchedumbre. La literatura del siglo XX estará ya marcada

por esta diferencia y los “escritores de provincia” ocuparán siempre un segundo plano

del edificio institucional de la cultura. Pero ¿qué ocurre con aquellos autores que

reclamarán la vida en esas ciudades tanto como opción vital como por elección cultural?

No se puede decir que Unamuno o Azorín sean escritores de provincia; decirlo de Jorge

Santayana sería una aberración biográfica. Y sin embargo, todos ellos aún sienten las

ciudades pequeñas de Castilla, concretamente a Ávila como una constante en su

trayectoria vital. El cosmopolitismo de estos autores parte, precisamente de la

universalización del pequeño espacio de la provincia frente a la gravedad inflada de la

gran urbe en la que, paradójicamente, viven habitualmente.

Podríamos pensar que esto es sólo un puro artificio literario, e, incluso, una mera

pose frente a la novedad de la literatura modernista. Y, por ello, hemos querido ir

directamente a los textos autobiográficos como expresión de esa posible ambivalencia.

En ellos hemos intentado encontrar algunas visiones de cómo se ha ido configurando el

tópico de la ciudad pequeña, del espacio que se ha dado en denominar “ciudad muerta”

porque los autores de los diarios, memorias, crónicas, epistolarios… han ido reflejando

su formulación personal de las ciudades.

En alguna ocasión habremos de apoyarnos en textos de ficción. La novela,

algunas veces autobiográfica o con tintes autobiográficos, ha ido forjando algunos

signos narrativos. Estos signos han pasado de la ficción a la tópica común manejada en

otro tipo de textos, e incluso en el imaginario popular. Habríamos de preguntarnos de

dónde proviene cierta imagen de España en el resto de Europa si no es de los relatos –

parciales y, en muchos casos, falsos – de los viajeros del siglo XIX. Eso mismo,

creemos, ha ido ocurriendo con la imagen de algunas ciudades. La lógica y habitual

forma que los hombres tenemos de clasificar nuestras cotidianeidades conlleva una

cierta y siempre parcial catalogación. La impresión que aportan las ciudades de Castilla

se han ido convirtiendo, desde el siglo XIX en una suerte de bastión del tradicionalismo

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y la religiosidad de España. A ello han contribuido varios factores fundamentales. El

primero, la evolución propia del espacio urbano en los últimos años de ese siglo XIX.

En segundo, la aceptación literaria de ese espacio nuevo y su conversión en símbolo. En

tercero, la consolidación del símbolo en la historia contemporánea española,

fundamentalmente debido a causas sociales y políticas. Y, en último lugar, la

consolidación epigonal de este símbolo en muchos textos literarios de carácter menor en

la historia de la literatura. Ese aspecto social que citamos fue determinante en la

consolidación histórica de la visión de las ciudades castellanas y de Ávila en concreto.

El intervencionismo franquista y ultra católico en la vida cultural de la dictadura forjó

una serie de poetas asociados a determinadas revistas, como Escorial, que encontraron

en estos tópicos simbolistas un recurso esencial para construir la nueva poesía española.

A pesar de que en sus poemas haya una evidente sinceridad literaria y hasta

autobiográfica, y de que dentro de la concepción simbólica se vayan produciendo ciertas

evoluciones significativas, la imagen de la ciudad sigue siendo, básicamente la misma.

Y, aunque tímidamente apreciaremos levísimos cambios en la imagen, tendrán

que llegar autores como Guillermo Carnero para que encontremos una visión intimista

de la ciudad que no pase necesariamente por la visión espiritualista e historicista.

Y si decíamos anteriormente que los viajeros habían contribuido a la imagen de

España a través de los tópicos románticos, los visitantes que llegan a Ávila desde fuera

de España, pero también desde nuestras propias fronteras, también contribuirán a

fomentar esta imagen. Proponemos en este estudio dos intuiciones fundamentales: que

los autores vienen ya predispuestos a una visión literaria, forjada a partir de ciertas

obras literarias, de la ciudad que suele tener, con posterioridad, una repercusión literaria

en sus escritos autobiográficos. Es la vista contemplativa que Jiménez Lozano denomina

como “el ojo de Plotino”, que ve aquello que ya está predispuesto a ver.

Y veremos que esos escritos van formando, a su vez, la imagen mítica de la

ciudad. Hemos aportado aquí los escritos de esos visitantes ocasionales en sus textos

autobiográficos desde el siglo XIX hasta nuestros días. Muchos de ellos nos permitirán

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componer una visión de conjunto de la evolución cultural del tópico, que no es, en

absoluto, coincidente con la evolución social de la ciudad. Por más que en el siglo XIX

y a principios del XX el centro histórico de la ciudad de Ávila se modifica

sustancialmente, borrando un porcentaje altísimo de edificaciones de los siglos XVI al

XVIII, por más que comiencen a abrirse cafeterías, a proyectarse avenidas, a sembrarse

jardines… y, por más que el ferrocarril atraiga a un buen número de viajeros, quienes

escriben sobre Ávila apreciarán sólo la ciudad medieval y campesina. Y esto será así

hasta los años 50 del siglo XX. Ya hemos dicho que en la estación de ferrocarril de

Ávila aún hay dos murales, pintados en esos años 50, en los que se representa Ávila tras

de un campesino, un guerrero y un fraile. Sería impensable que autores como Gaziel o

Pere Corominas lleguen a la ciudad con una imagen nueva de ella y todo texto que

relata su viaje va a estar permanentemente ligado a esta tradición literaria.

2.- Estructura

Los textos autobiográficos que hemos traído a este estudio son, sin embargo, de

muy diferente procedencia. Hemos querido diferenciarlos a partir de consideraciones no

estrictamente genéricas porque no siempre se identifican claramente con una u otra

modalidad. Por ellos unimos algunos epígrafes en torno a algunas implicaciones de su

origen. Por ejemplo, hemos agrupado los textos de historiadores y pensadores como

Sánchez Albornoz o Santayana por cuanto hay algunas coincidencias temporales y

vitales en ellos, como su vida alejada del espacio del que tratan en su obra o, como

hemos apuntado en el lema que abre este estudio, que tratan de dar una imagen “real” de

la ciudad. O la de los “visitantes” ocasionales a la ciudad por esa interpretación parcial y

condicionada de la ciudad en sus textos. O la de los poetas por la consolidación lírica

del tópico durante toda la primera mitad del siglo XX y la ruptura con él de los poetas a

partir de los años 60.

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Por lo que respecta a otros géneros que habrían de haberse incorporado a este

estudio, hemos evitado el estudio de textos teatrales a pesar de que hay un buen número

de ellos que tratan de Ávila o se desarrollan en esta ciudad. Sin embargo hemos

considerado dos aspectos fundamentales para no traerlo al estudio. El primero y más

importante es que ya el doctor Bernaldo de Quirós lo ha estudiado con profundidad en

su tesis doctoral, dirigida por el Dr. Romera Castillo, y en otros textos como Teatro y

actividades afines en la ciudad de Ávila (1997), el libro Ávila y el teatro (2003),

publicados ambos por la Institución Gran Duque de Alba, así como en un buen número

de artículos, en diferentes revistas de investigación semiótica como la revista SIGNA. Si

bien no se entra de lleno a valorar los aspectos del signo espacial en estos estudios, sí se

hace un recorrido por todas las obras conocidas que tienen como referente a la ciudad,

por lo que terminaríamos redundando en su obra y en algunos aspectos semióticos que

allí se tratan.

Y, lógicamente, no hemos abordado todos los textos en los que aparece citada la

ciudad de Ávila. Hemos pasado de puntillas sobre algunas novelas, como las de Alberto

Insúa, insistiendo sólo en aquellos aspectos que el propio autor trata desde su

experiencia personal y que pueden acercarse a una “novela autobiográfica”. También

sobre la inmensidad editorial de poetas locales que la han tratado, pues, ni aportan

ninguna información de utilidad para nuestros estudios, ni, en la mayor parte de los

casos, pasan de ser réplicas de los tópicos más manidos.

Por lo que respecta a la estructura de esta tesis, la hemos dividido en dos partes.

La primera de ella se fundamenta en estudios teóricos sobre autobiografía y signo

espacial, como ya hemos dicho anteriormente, sabiendo que ha de ser una exposición

parcial y sucinta, limitada a la información precisa para introducir los estudios teóricos

al respecto y para acercarnos a lo que nos interesa sobre la escritura del espacio. Por ello

hemos terminado esta primera parte estudiando los aspectos teóricos que unen

autobiografía y signo espacial, intentando, además, hacer una pequeña clasificación de

las diferentes formas de tratar este signo en la escritura autobiográfica.

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La segunda parte remite al estudio concreto de la ciudad de Ávila como símbolo

literario. Para ello hemos dividido esta segunda parte en torno a dos ejes: la narración

autobiográfica y la poesía, dando por sentado que en la narración autobiográfica hemos

de incorporar textos provenientes de novelas más o menos autobiográficas que van

desde la autoficción a la propia autobiografía, pasando por las modalidades que hemos

visto en la primera parte teórica.

En resumen, nuestra pretensión es comprobar, por un lado, cómo se ha ido

creando y modificando el signo espacial en la escritura autobiográfica hasta determinar

la visión personal que los autores tienen de una ciudad concreta, visión literaturizada y

condicionada por una tradición simbólica; y, por otro, cómo existe una visión

contemporánea de la ciudad pequeña como un espacio literario opuesto a la gran ciudad,

y cómo esta percepción, sobre todo a partir del siglo XIX, se ha volcado en la escritura

autobiográfica. Para ello, hemos elegido la ciudad de Ávila por varias razones. En

primer lugar porque representa, en literatura, a aquellas ciudades castellanas que, desde

la literatura finisecular, han marcado esa diferencia de la que hablábamos. En segundo

lugar porque incluye las características de las denominadas “ciudades muertas” mejor

que ninguna otra, hasta el punto de haber llegado hasta nuestros días conservándolas. En

tercer lugar porque los principales autores que escriben en el tránsito del siglo XIX al

XX lo hacen sobre Ávila.

Y, entre otras razones, porque uno de los primeros textos autobiográficos de

interés literario que se producen en nuestra literatura en castellano tiene la virtud de

incidir en alguno de los puntos de interés de este trabajo. Nos referimos, lógicamente, a

la obra de Teresa de Jesús y que nos permite trazar una línea histórica que planea desde

el siglo XVI hasta nuestros días; es decir, que nos da la oportunidad de contemplar ese

mismo espacio urbano o, al menos, el interés por narrarlo en una buena parte de la

historia literaria en lengua castellana.

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3.- Algunos aspectos acerca de la bibliografía consultada

Por lo que respecta a la bibliografía que hemos utilizado, hemos intentado

acercarnos a todas las fuentes originales. Sin embargo, gran parte de ellas son de muy

difícil acceso y, en muchos casos, ya imposible, como ocurre en algunos diarios de la

tropa francesa que vivió en Ávila durante la ocupación napoleónica. En estos casos

hemos recurrido a obras antológicas o a estudios generales sobre estas obras que, sin

tener vinculación alguna con el tema del espacio, han sido muy útiles para la aplicación

de dichos textos así como para la búsqueda posterior de otras referencias bibliográficas.

Estas obras han sido las de Hernández Alegre (1984) y la de Chavarría, J. A., García

Martín, P. y González Muñoz, J.M. (2006). El primero de ellos es una simple

recopilación de textos en los que aparece Ávila, en algunos casos como una simple

referencia textual sin mayor importancia. Esta obra carece de una bibliografía de interés

y, en muchos casos ni siquiera aparece referenciada la obra de origen, cuando no lo hace

de forma errónea o desde textos no originales; es más, cuando lo hace, muchas veces es

a partir de obras antológicas en las que el texto sólo se halla trascrito de forma parcial,

por lo que hemos buscado siempre las obras originales y, en ningún caso hemos podido

citar a partir de este libro.

Hemos de volver a expresar aquí que no hemos tratado todos los textos que hacen

referencia a la ciudad de Ávila. Como es lógico, a partir de la llegada del ferrocarril a

finales del siglo XIX, quien más quien menos, todos los autores de la época pasan por

ella y, muchas veces, lo dejan por escrito y publicado. Pero también es cierto que la

mayoría de las veces no es más que un simple comentario sin trascendencia literaria, por

lo que son de poco interés para nuestro estudio. Entre ellas habría que citar a Simone de

Beauvoir, a alguna obra de Gabriela Mistral, además de la aquí estudiada, a Juan Ramón

Jiménez, a Rubén Darío, a Caballero Bonald… y a otros muchos. Tomando en

consideración su obra autobiográfica, no hemos considerado siquiera hacer referencia a

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sus obras en la bibliografía y, si aparecen, es por alguna mención explícita en la parte

teórica de este trabajo.

Han sido especialmente interesantes las aportaciones de algunas revistas

especializadas en estudios semióticos, en particular la revista SIGNA, en la que hemos

encontrado un buen número de referencias sobre el significado del espacio urbano y

sobre las diferentes modalidades autobiográficas. Y, teniendo en cuenta que la escritura

autobiográfica es relativamente reciente en la historia española, y que, como ya ha

explicado el profesor Romera Castillo, ha despegado, al menos cuantitativamente, ya en

el siglo XX, los ejemplos recientes son muy importantes. Como destacable es la labor

del SELITEN@T en el estudio de la escritura autobiográfica en España. La obra de

Andrés Trapiello, además de voluminosa, es lo suficientemente interesante como para

aportar una visión de los diarios y la escritura diarística y autobiográfica en general en

los últimos años. En fin, hemos encontrado gran parte de nuestro camino allanado por

los estudios bibliográficos del profesor Romera Castillo y sus trabajos sobre el campo

de la escritura autobiográfica, que pueden conocerse en el artículo “Investigaciones

sobre escritura autobiográfica en el SELITEN@T de la Universidad Nacional de

Educación a Distancia” (2003). Hemos de destacar la importancia que han adquirido

estos campos en el estudio de la semiótica en España. Por ello, es obvio que han

quedado fuera importantes trabajos que podían haber aportado algún detalle a nuestro

trabajo. Sin embargo, consideramos que, en esencia, hemos incorporado aquellos que,

metodológicamente, podían aportar luz sobre el tema que nos ocupa.

Explicar, finalmente, que este trabajo se inserta dentro del Centro de Investigación

de Semiótica Literaria, Teatral y Nuevas Tecnologías.

En el Centro de Investigación de Semiótica Literaria, Teatral y Nuevas

Tecnologías (SELITEN@T), de la UNED, bajo la dirección del profesor José Romera

Castillo, se realizan una serie de actividades, como puede verse en la página electrónica:

http://www.uned.es/centro-investigacion-SELITEN@T .

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Una de ellas se detiene en el estudio de la escritura autobiográfica, sobre la que se

han realizado diferentes actividades como varios Congresos Internacionales.

De los XV Congresos que han sido realizados, el segundo, con sede en la UNED

de Madrid fue de dedicado a la autobiografía y se recogió en Romera Castillo, José et

alii (eds.), Escritura autobiográfica (Madrid: Visor Libros, 1993, 505 págs.).

En 1997 se dedicó a lo biográfico y sus actas aparecieron publicadas en Romera

Castillo, J. y Gutiérrez Carbajo, F., Biografías literarias (1975-1997) (Madrid: Visor

Libros, 1998, 647 págs.).

El noveno, ya en 1999, fue también recopilado por el profesor Romera Castillo et

alii (eds.), Poesía histórica y(auto)biográfica (1975-1999) (Madrid: Visor Libros, 2000,

591 págs.).

Y el duodécimo, celebrado en Madrid en junio de 2002, también editado por el

profesor Romera Castillo bajo el título Teatro y memoria en la segunda mitad del siglo

XX (Madrid: Visor Libros, 2003, 582 págs.).

Por otro lado, hay que destacar que el SELITEN@T publica, anualmente, bajo la

dirección del Dr. José Romera Castillo, la revista Signa (de la que han aparecido 17

números) en dos formatos, el impreso (Madrid: UNED) y el formato electrónico:

http://cervantesvirtual.com/hemeroteca/signa/.

La revista ha publicado en los números editados hasta el momento diversos

trabajos sobre lo autobiográfico.

Hemos de mencionar también que dentro del Centro las Tesis de Doctorado y las

Memorias de Investigación que han sido dirigidas por el Prof. José Romera Castillo. Las

primeras han sido las siguientes:

María Luisa Maillard García, María Zambrano. La literatura como conocimiento

y participación (Lleida: Edicions de la Universitat, Ensayos / Scriptura n.º 6, 1997).

Alicia Molero de la Iglesia, La autoficción en España. Jorge Semprún, Carlos

Barral, Luis Goytisolo, Enriqueta Antolín y Antonio Muñoz Molina (Berna: Peter Lang,

2000, 421 págs.; con prólogo de José Romera Castillo).

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Francisco Ernesto Puertas Moya, La escritura autobiográfica en el fin del siglo

XIX: el ciclo novelístico de Pío Cid considerado como la autoficción de Ángel Ganivet

(<http://www.cervantesvirtual.com/FichaAutor.html?Refe=6037>) (defendida en febrero

de 2003, como Doctorado Europeo). Publicada en versión impresa en varias entregas:

Los estudios biográficos ganivetianos y la identificación autoficticia de Ángel Ganivet y

Los orígenes de la escritura autobiográfica. Género y modernidad (Logroño: Seminario

de Estudios de Relatos de Vida y Autobiografías de la Universidad de La Rioja, 2004,

respectivamente); De soslayo en el espejo. Ganivet y el héroe autobiográfico en la

modernidad (Madrid: Devenir, 2005) -V Premio de Ensayo Miguel de Unamuno 2004-;

así como Aproximación semiótica a los rasgos de la escritura autobiográfica (Logroño:

Universidad de La Rioja, 2004, Biblioteca de Investigación n.º 37; con prólogo de José

Romera Castillo) y Como la vida misma. Repertorio de modalidades para la escritura

autobiográfica (Salamanca: CELYA, 2004).

Eusebio Cedena Gallardo, El diario y sus aplicaciones en los escritores del exilio

español de posguerra (defendida en 2004). Publicada con igual título en Madrid:

Fundación Universitaria Española, 2004, 559 págs.; con prólogo de José Romera

Castillo.

Se han realizado las siguientes Memorias de Investigación y trabajos del DEA,

además de las cuatro que culminaron en tesis de doctorado: Las imágenes de la luz en el

'Libro de la Vida' de Santa Teresa de Jesús, de Montserrat Izquierdo Sorlí (1983);

Propuesta para una lectura de las Cartas de Pedro de Valdivia, de Jimena Sepúlveda

Brito (1992); Parcelas autobiográficas en la obra de Gabriel Miró, de Francisco Reus

Boyd-Swan (1983); Lo autobiográfico en 'La realidad y el deseo', de Luis Cernuda, de

María del Mar Pastor Navarro (1985); La voz del otro y la otra voz: Zenobia Camprubí,

María Martínez Sierra, Dolores Medio y Alejandra Pizarnik, de Carmen Palomo García

(2007); La prosa autobiográfica de Carlos Barral, de Cecilio Díaz González (1991);

Autobiografía y novela en algunas escritoras de la generación del 68, de Salustiano

Martín González (1992); La escritura autobiográfica de Ramón Carnicer, de Helena

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Fidalgo Robleda (1994); La escritura autobiográfica de Terenci Moix en "El cine de los

sábados” y “El beso de Peter Pan", de Thomas Fone (2001); Escritura autobiográfica

de dramaturgos españoles actuales (Arrabal, Fernán-Gómez, Marsillach y Boadella),

de Juan Carlos Romero Molina (2005); Estudio de la literatura autobiográfica de

Miguel Delibes (1989-1992), de Luis Abad Merino (2006) y Los elementos

autobiográficos en la narrativa de Fernando del Paso, de Alfredo Cerda Muños (1995).

Y, por supuesto, hemos de mencionar todos aquellos trabajos del profesor Romera

Castillo dedicados a la autobiografía.

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PRIMERA PARTE:

ESPACIO Y AUTOBIOGRAFÍA

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1.- BREVES APUNTES SOBRE EL ESPACIO AUTOBIOGRÁFICO

Decíamos en la introducción a este trabajo que la bibliografía sobre la

autobiografía es abundantísima. Hemos podido consultar un buen número de tesis

doctorales dedicadas únicamente al estudio genérico de la autobiografía en sus

diferentes modalidades, tanto en la escritura en español como en otras lenguas. Desde

un punto de vista puramente teórico puede comprobarse que ha sido una preocupación

constante desde hace años y ha generado una constante dialéctica alrededor de su

adscripción genérica. Incluso en España, donde la producción de textos autobiográficos

viene a considerarse reciente, no faltan los trabajos dedicados a estudiar este tipo

particular de narraciones. Por todo ello, hemos reducido, en la medida de lo posible,

nuestro estudio en este epígrafe a aquellos aspectos que consideramos fundamentales en

un estudio dedicado a asuntos concretos de estas modalidades de escritura

autobiográfica, y resumido, a costa de dejar trabajos muy interesantes fuera de estas

páginas, todos aquellos que creemos indispensables, remitiendo, eso sí, a la bibliografía

oportuna en cada caso.

Teniendo en cuenta lo anteriormente tratado, hemos de exponer que los estudios

actuales sobre autobiografía y sobre el espacio autobiográfico han adquirido una

importancia tal que ocuparnos de todos ellos constituiría la redacción de toda una tesis

doctoral. A continuación vamos a considerar, de la manera más escueta posible,

aquellos trabajos que más han incidido en la actual consideración de los escritos

autobiográficos. Como decimos, la preocupación por los estudios acerca de la

autobiografía viene a ser constante desde hace algunas décadas, no ya por las

ineludibles repercusiones sobre los géneros y su catalogación tradicional, algo ya

habitual desde la reivindicación del yo romántico en el siglo XIX, sino, y al hilo de esto

último, por las consideraciones posteriores sobre ese mismo yo romántico, puesto en

tela de juicio por lo que se ha venido a denominar “postmodernidad”.

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En 1987, E. M. Cioran, quizá uno de los más audaces pensadores que ha dado el

siglo XX, dice en su libro Aveux et anathèmes (1987: 15):

Sólo está inclinado a producir quien se equivoca sobre sí mismo, quien

ignora los motivos secretos de sus actos. El creador que ha llegado a ser

transparente para sí mismo, deja de crear. El conocimiento de sí indispone al

demonio. Es ahí donde ha que buscar la razón de que Sócrates no escribiera

nada.

La traducción de la obra otorgó el título en castellano de Ese maldito yo (1995),

algo, sin duda acertado, puesto que el libro en cuestión de Cioran, y quizá toda su obra,

trata de descoyuntar esa concepción del “yo” que parece esconderse detrás del “autos”

del género que nos ocupa.

De hecho la autobiografía puede considerarse dentro de lo que Foucault denomina

“tecnologías del yo” que permiten ciertas operaciones sobre el propio cuerpo o alma. El

sujeto cuida de sí, se inscribe bajo la mirada de otro. Es el lugar donde el sujeto hace y

se hace y esta concepción debería prestar atención a otras disciplinas, como la religión,

la política... Bien es cierto que la concepción Foucaultiana de estas tecnologías referían

un campo de estudio mucho más amplio que el que nos ocupa y venían a referirse más a

los procesos vitales que se oponían a las tecnologías del poder; es decir, venía a referirse

más a los procesos que operan sobre procesos interiores, de eso que podríamos llamar el

alma o los pensamientos, y que el propio Foucault define en estos términos (1994: 785):

permiten a los individuos efectuar, solos o con ayuda de otros , cierto

número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, sus pensamientos, sus

conductas, su manera de ser; es decir, transformarse con el fin de alcanzar cierto

estado de felicidad, de pureza, de sabiduría, de perfección o de inmortalidad.

Por lo tanto, hemos de considerar en primer lugar que los estudios sobre la

autobiografía cobran especial interés porque parecen reflejar una importante fuente de

conocimiento acerca del yo, más allá de la importancia del personaje.

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Debemos tener en cuenta, así mismo, que la definición de autobiografía, en los

estrechos moldes de una tipología de géneros, no responde a lo que, en realidad, se

produce en una autobiografía. Es de destacar aquí la opinión al respecto del poeta

Antonio Colinas (1989: 24):

Me pregunto si, en puridad, puede existir alguna novela que no sea en su

raíz –más o menos enmascarada o ensoñada- autobiográfica. El novelista, como

a la larga todo creador consciente, no hace otra cosa que arrancar, del profundo

y sombrío pozo de sus vivencias y con la ayuda de su sensibilidad, más o menos

afilada, hallazgos literarios útiles.

Las palabras de Colinas -que defiende, bien es cierto, no teorizar en ellas- no son

más que una confirmación de que “los géneros han perdido sus límites”, que existe una

cierta relación entre género e individualidad artística, la misma que lleva a pensar, por

ejemplo, en Cervantes como un narrador. Así pues, la autobiografía parece volverse

hacia la novela autobiográfica o la poesía, e incluso, parece perder, ella misma su

identidad genérica. Porque en este momento, surge la duda de la referencialidad de la

autobiografía, es decir, de si hay un referente “real” en la historia del sujeto que es a un

tiempo sujeto del enunciado y de la enunciación. Al hilo de esta última cuestión surgen

otras dudas, como la de si hemos considerar la autobiografía a la par de la novela; el de

si está más o menos cerca de un realismo literario, o las propias consideraciones de

género. Son de destacar los artículos de Darío Villanueva, las ideas de Bajtín o, por

descontado, las tesis deconstructivistas de, entre otros, Paul de Man.

Ficcionalidad o no ficcionalidad. En este debate se mueve gran parte de la teoría

al respecto de la autobiografía. En España también. Los deconstructivistas, decíamos,

parecen haber ganado la batalla contra el estatuto genérico de veracidad. Pozuelo

Yvancos ha seguido más en la línea de defender su estatuto referencial, ya que la

verbalidad del yo “no empece que la autobiografía sea propuesta y pueda ser leída (…)

como un discurso con atributos de verdad” (2005: 43). Esta es la tesis de Pozuelo, en la

línea de quienes han aceptado el tácito pacto entre lector y autor que propuso Lejeune.

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Se viene citando como definición de obligada referencia, la que Philippe Lejeune

hace de autobiografía y que repetiremos más adelante (1996: 14):

Récit rétrospectif en prose qu’une personne réelle fait de sa propre

existence, lorsqu’elle met l’accente sur sa vie individuelle, en particulier sur

l’histoire de sa personalité”. Abundando en la necesidad de que “pour qu’ il y

ait autobiographie, il faut qu’il y ait identité de l’auteur, du narrateur et du

perssonage .

A esas características se ha dedicado gran cantidad de páginas y sobre ellas se han

construido no pocas teorías. La definición de Lejeune permite adscribir a un género

todas las obras que cumplan tales requisitos, pero no parece tan sencillo delimitar, como

ya hemos dicho, todas ellas.

Históricamente se ha venido a decir que la autobiografía nace en el siglo XVIII,

fundamentalmente a partir de la obra de Rousseau. Sin embargo no podemos olvidar

obras de corte autobiográfico muy anteriores, como las Confesiones de San Agustín.

Incluso en España existe un corpus no pequeño de obras autobiográficas, sobre todo

entre los siglos XVI y XVIII. Estas obras responden, sobre todo, a dos núcleos

temáticos: la literatura religiosa, con el Libro de la Vida de Teresa de Ávila como

primer referente, y las obras de soldados y militares, a las que debemos incorporar las

memorias de los aventureros en las Américas.

Lógicamente hay dos aportaciones nuevas a la historia del género autobiográfico

en la literatura española: la difusión de ideas europeas a partir del siglo XVIII, que

posibilita la incorporación de las nuevas formas autobiográficas y la publicación de no

pocos libros de memorias, autobiografías y otros textos en los que el autor trata de auto

justificar su vida, entre las que destacan las de Blanco White, Jovellanos, Espoz y

Mina… no siempre escritos para ser dados a la imprenta. La aparición de la literatura

del “yo” y , en general, toda la literatura del XIX, le dará al género un mayor valor

literario. Estos autores comenzarán por dar a su vida literaria una importancia mayor,

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con lo cual, la autobiografía propia tendrá también el valor de una vida literaria. Así

aparecerán no pocos libros con los títulos de Vida literaria, Memoria de sus obras y

escritos, Opiniones eclesiásticas y políticas… Es decir, el autor escribe desde su

posición de intelectual1.

1.1.- Tipología de los géneros literarios y problemas de adscripción genérica

de la autobiografía

Gérard Genet (1998) defiende que la discusión sobre el género de un texto es

baladí, si bien considera las decisiones trascendentales en la génesis creativa que esa

tipología conlleva. De igual manera opinaba, años antes, Benedetto Croce. En cualquier

caso, la polémica es antigua, pues el texto se ancla en su género bajo el precedente de

otros a los que se acerca.

Si prestamos atención al lado del receptor nos encontramos con que las editoriales

se organizan con criterios genéricos, de igual forma lo hacen los suplementos literarios

de los periódicos o las propias librerías; de esta manera llegamos a una teoría de los

géneros más cercana a la invención o a una tendencia a un género ideal que a la

normatividad. No es una postura tampoco nueva. Horacio, que no conoció la Poética de

Aristóteles concibe los géneros como garantes de la tradición y él mismo no era

partidario de géneros “cerrados sobre sí”. Define los géneros como una estructura

resultante al mismo tiempo de la naturaleza de las cosas y de una tradición. Esa

tradición histórica la encontramos también en Quintiliano, quien, contemplando la

formación del autor en base a las lecturas que hace, trata de establecer la adscripción a

un género según tales lecturas: Homero, Hesíodo... son poetas épicos, Píndaro lo es

lírico, Esquilo o Eurípides son Trágicos y Menandro sería cómico. Didácticos serían los

historiadores Heródoto o Jenofonte, Demóstenes, el orador o Platón, filósofo.

1 Lógicamente utilizamos un término que no era conocido en este valor por los autores de los que hablamos y que, en un primer momento tuvo un matiz despectivo. Nos referimos a aquellos autores que hacen valer su preponderancia burguesa e intelectual en el momento político y cultural del momento.

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Las doctrinas sobre géneros han diferenciado siempre la tipología de modalidades

expresivas y referenciales. El romanticismo viene a modificar la tendencia clásica de

modalidad referencial. La perspectiva clásica establecía tres géneros atendiendo al

punto de vista expresivo, esto es la voz propia, el personaje. La perspectiva romántica,

sin embargo, atendía a la realidad íntima del ser humano frente a la realidad exterior de

los objetos. Por poner algunos ejemplos de retóricas clásicas, Horacio, en su Epístola

Ad Pisones, establecía la asociación de temas a metros. Así la gesta lo hacía con

hexámetros, el furor dramático al yambo y ditirambo; al religioso, el epinicio; el

epitalamio al amoroso y la lira a la anacreóntica.

Diómedes, por otro lado, habla de tres géneros, el activo el narrativo y el común.

Esta tendencia tripartita se prolongará en la práctica escolar en la Edad Media, y así la

presencia del autor constata la diversificación en obras “originales” y de ahí el olvido de

la solidaridad teórica de los géneros.

Planteada ya la doctrina de los tres géneros, Minturno hablará de tres modos, a)

narrando, b) imitando y c) un compuesto de ambos. El primero de ellos mantendría la

propia persona y no la transfiguraría; el segundo, la depondría. Así, el primero de los

modos viene a ser la lírica, el segundo la tragedia y comedia, y el tercero la épica.

Cascales añade a los tres modos de Minturno el género lírico, al que siempre

considerará exegemático.

La Edad Media trae consigo cierto conflicto entre los géneros y la práctica

literaria. San Isidoro remite a la Biblia, que primaría sobre el resto de los antiguos, con

lo cual la tradición clásica de los géneros queda rota. En la práctica eso es el libro del

Arcipreste, mezcla de géneros varios. O los romances que desplazan en el interés a los

géneros clásicos. Aquí es donde podemos ver que el género se convierte en pasto de la

retórica y no de la poética, y de aquí la clasificación (también tripartita) en géneros.2

2 Así el género según el discurso: demostrativum, deliberativum , iudicialis, el estilo: humilis, médium o sublime o la forma de representación: dramaticum, narrativum, mixtum.

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Así podríamos seguir con Pinciano, Luis de Carrillo y otros tratadistas que

adoptan la tripartición, es decir, aquella modalidad basada en la dicotomía voz propia /

voz del personaje.

Durante los siglos XVI y XVII se recuperan las consideraciones de Aristóteles y

Horacio y las divisiones tripartitas al ejemplo de Minturno. Algo que durante el XVIII

se convierte en un sistema cerrado que se atiene estrictamente al normativismo, si bien

el pensamiento ilustrado prerromántico rompe con la universalidad del género. Y

debemos destacar aquí la aparición de la corriente que explica los cambios genéricos

desde una perspectiva biológica. Ya Aristóteles utilizaba metáforas biológicas en toda

su obra. El paso a considerar la biología como base de una catalogación era sólo uno.

De hecho, en la base de la propia noción de “género” se encuentra ya el genus o especie.

Y son muchos los términos biológicos que se han venido utilizando en los estudios

sobre discursos verbales: la matriz de mundo posible, de Eco, la “memoria” en Bajtín, la

“invaginación” de Derrida…

Ligados ya al romanticismo, Schegel y Schelling así como algo más tarde Hegel,

en sus Lecciones sobre Estética (1989), buscando ante todo los elementos permanentes

del género, partirán en este caso de lo referencial a lo simbólico. En palabras de Hegel

(1989: 87): “el arte es la representación sensible de la idea y una de las vías, por tanto

de aproximarse al despliegue de lo absoluto”.

De esta forma, la división de los géneros se establecerá en torno a una nueva

dialéctica, diferente a la que se establecía entre las dos voces. Establecida la relación

entre la realidad íntima del ser humano y la realidad exterior, habrá de volver al

concepto clásico de mímesis, ahora bien, entendida como “la imaginación artística que

convierte en poético un contenido”. No es que los géneros se dividan entre lo simbólico

y lo no simbólico. Queda, en cualquier caso muy clara la diferencia entre la subjetividad

del autor (poeta) y el sujeto ficcional. No sería esto. Los géneros vendrían a ser formas

alternativas de focalización, una dialéctica entre la subjetividad lírica y la objetividad

épica. Estas dos se sintetizarían en la dramática. Consideramos aquí, pues, la diferencia

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que existe entre un texto épico, en el que el personaje se concreta, para traducir el

espíritu colectivo, y el lírico, en el cual lo subjetivo, el mundo interno aparece como

objeto.

Haciendo un rápido repaso por las teorías más importantes de la época, habría que

hablar de Schiller, que liga los géneros a actitudes filosóficas: teatro sujeto a la

causalidad, épica a la sustancialidad y la poesía como una síntesis épico –trágica que se

transplanta a otras artes y que culminaría en el drama musical total de, claro está,

Wagner.

Benedetto Croce (1997), ya en el XX, defiende la desviación medieval de la

poética normativa, las leyes que rompieron las novelas de caballería o la Comedia dell’

Arte, o la heterodoxia frente a los géneros que caracteriza a los tratadistas españoles

desde el siglo XVII. De hecho, Croce liquida la división formal de géneros, según

defendía Adorno, bien entendidos como una unidad orgánica. El formalismo ruso

defiende que los rasgos de género varían según el sistema en el que se inscriben. El New

Criticism pretende agrupar las obras literarias basándose teóricamente en la forma

exterior (metro o estructura específicas) y la interior (actitud, tono o tema). La escuela

estructuralista busca la primacía del concepto “discurso” sobre el de género. Sería una

relación particular con el mundo que sirve para guiar al lector en su encuentro con el

texto. Todorov (1991: 23) habla de géneros históricos, resultado de la observación de

un periodo y género teórico deducible a partir de la teoría de discurso literario. La

primacía de los rasgos discursivos haría posible la inclusión en varios géneros. Así

vendrían a convertirse en “actos de habla”. Cabrían pues, tres posibilidades:

- Que el género codifique propiedades discursivas como otro acto de habla, caso

este del soneto

- Que coincida con un acto de habla no literario: la oración

- Que derive de un acto de habla por amplificación: la novela.

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Parece interesante fijarse un momento en la llamada estética de la Recepción para

quienes los géneros serían horizontes de expectativa para el lector. Más adelante

volveremos sobre esto.

De las múltiples tipologías de géneros literarios que en la actualidad es interesante

la que hace Huerta Calvo (1992) digno de destacar por cuanto el capítulo dedicado a lo

que él encuadra como Géneros didáctico-ensayísticos muestra una definición de

autobiografía que parece lejana a los actuales estudios sobre el tema: la idea de que la

autobiografía es la biografía que el autor hace de sí mismo. Iremos viendo más adelante

cómo esa perspectiva de integrarla como una modalidad particular de la biografía no

parece del todo acertada. Aún así, parece necesario traer a colación esa división de los

géneros didáctico – ensayísticos que se nos presenta

Una simple ojeada al cuadro que propone Huerta Calvo nos indica que la biografía

es señalada como un “género de expresión subjetiva”, a la par que la confesión, el diario

o las memorias, lo que nos hace pensar de principio en un referente implícito que sería,

lógicamente la vida del autor. También más adelante veremos opiniones que convierten

esta tesis en algo controvertido. Nos encontramos pues, ante otro de los problemas de

una definición de autobiografía; si realmente el género responde a una “realidad”

demostrable, y, por ende el problema de la verdad o la ficción en el género.

Atendiendo a lo expuesto, parece que la concepción de la autobiografía como

subgénero de la biografía, (quizá la definición más difundida) nos lleva también a la

propia definición de subgénero. Claudio Guillén (1985: 141-151), además de los

géneros propiamente dichos, establece las modalidades del género, o formas de carácter

adjetivo o parcial, las formas o procedimientos de interrelación u ordenación y los

subgéneros o resultado de cruzar cauces o modalidades con un núcleo genérico, por

ejemplo el poema alegórico, mezcla de género y modalidad particular.

Finalmente se consideran los géneros Didáctico-Ensayísticos, aquellos que

tradicionalmente quedaban fuera de las poéticas. Según su clasificación, naturalmente

tripartita, entre géneros objetivos, subjetivos y objetivo / subjetivos, la autobiografía se

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situaría entre los subjetivos y lo coloca en cierta relación con otros géneros líricos, en

tanto que toda esa materia se expone en función de un yo cuya interioridad se quiere

desentrañar de modo profundo, en actitud similar al poeta.

Parece pues curiosa la definición que hace Huerta Calvo de autobiografía, antes

citada, como la biografía que un autor hace de sí mismo, es decir, más como un

subgénero del género biográfico que como un género independiente, poniendo en

relación un género de tipo subjetivo en relación directa con otro objetivo, algo que

parece responder a ese problema que presenta el discernir entre las personas que narran,

el sujeto del enunciado y el de la enunciación.

1.2.- Lejeune y el pacto autobiográfico

Los estudios sobre el género autobiográfico dieron un salto cualitativo con la

publicación de las obras del francés Philippe Lejeune al respecto. Estos trabajos vienen

marcados por la importancia de un detalle de filiación genérica: es autobiográfico el

texto que es reconocido como tal en el momento de su publicación y de su lectura. De

esta manera, la autobiografía puede ser reconocida como un género exento, no

dependiente ni vinculado de manera necesaria con otros géneros, pero también permite

reconocer la autobiografía en cualquier texto de otros géneros que se manifieste

abiertamente autobiográfico. Por ello vamos a hacer un breve repaso por sus teorías y

aportaciones más importantes al estudio de la autobiografía.

Siguiendo al propio Lejeune, esta definición pone en juego algunos elementos

pertenecientes a cuatro categorías diferentes: la forma del lenguaje, el sujeto tratado,

bien sea la vida individual o la historia de una personalidad, la situación del autor y la

situación del narrador y del personaje principal.

De todo lo cual se deduce que es una autobiografía toda obra que cumple a la vez

todas y cada una de las condiciones indicadas en cada categoría. De esta manera,

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géneros cercanos a la autobiografía incumplirían alguna, lo cual vendría a probar la

validez de la definición.

Nos encontramos pues ante la necesidad de hablar de la persona del sujeto del

enunciado. Cita Lejeune a Gérard Genette y a su clasificación de “voces” que

configuran los géneros, es decir, la diferencia entre la voz homodiegética y la

heterodiegética (1998: 83).

Para Lejeune sería preciso distinguir dos criterios: el de la persona gramatical y el

de la identidad de los individuos a los que remiten los aspectos de la persona gramatical,

puesto que puede haber identidad entre el narrador y el personaje principal “en tercera

persona”, identidad establecida indirectamente, pero sin ninguna ambigüedad. “C’est

une biographie, écrite par l’interessé, mais écrite comme une simple biographie”, si bien

explicita que son casos raros dentro de la autobiografía pero hacen confundir los

problemas de la persona gramatical con los de la identidad. Lejeune (1996: 18) propone

una categorización según la cual la interrelación de persona gramatical e identidad dan

como resultado diferentes tipos de discurso.

En el caso de la autobiografía, se daría el caso de un texto escrito en primera

persona, con un “yo” narrador y personaje principal. Eso sí, dejando lugar a esos tipos

extremos de autobiografía en segunda y tercera persona y diferenciándolo de la

biografía, bien de narrador homodiegético o heterodiegético. Luego para Lejeune el

problema de la autobiografía termina siendo un problema de identidad; lo que distingue

una autobiografía en primera persona de una biografía en esas mismas circunstancias es

la identificación narrador y personaje principal, es decir, un narración autodiegética. La

disociación entre el problema de la persona y el de la identidad permitiría darse cuenta

de esa complejidad de modelos que existen dentro del género. Más adelante hablaremos

de la creación de la identidad y de las dificultades teóricas que ello conlleva. Baste, por

ahora, preguntarnos si se ha de creer en la identidad del sujeto de la enunciación.

Lejeune cree que en la primera persona actúan dos niveles, el referencial, donde no

existe referente hasta el hecho de la enunciación y la identidad se percibiría y aceptaría

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por el destinatario; y el nivel de enunciado, por el que se marca la identidad del sujeto

de la enunciación que puede ser o no creída.

Todo ello provocaría dos situaciones problemáticas como la citación dentro del

discurso o la comunicación oral a distancia: el teléfono por poner un ejemplo; Sin

embargo, en el caso de la autobiografía, damos con la existencia del autor en la portada

de un libro que, convencionalmente ligamos a la existencia de una persona real. Sólo

hay autor en un segundo libro, es decir, cuando no es reductible a uno solo de sus textos.

Si el primer libro es una autobiografía, el autor es, a pesar de ello, desconocido, le falta,

a ojos del lector la seña de realidad: es el espacio autobiográfico.

Para Lejeune, el caso de la novela autobiográfica sería el de textos de ficción en

los que el lector puede tener razones para suponer, a partir de resemblanzas que pueden

hacer adivinar que hay identidad entre autor y personaje, mientras que el autor ha

elegido negar esa identidad , o al menos no afirmarla. Una narración autobiográfica

puede parecer exacta, mientras que una autobiografía puede parecer inexacta. Pero esto

no cambiaría en derecho la cuestión. Si la identidad no se afirma, el lector intentará

establecer parecidos a pesar del autor. Si se afirma, tenderá a buscar diferencias. Pero

como el propio Lejeune afirma, la autobiografía no es una jugada de adivinación, sino

más bien al contrario.

Podría haber también un pacto “novelesco”, es decir, se reconoce por parte del

lector que hay una no-identidad, una atestiguación de ficcionalidad que, al igual que en

la autobiografía con el nombre del autor, se daría con el subtítulo de “novela” en la

portada. Aunque la novela haya “copiado” muchas veces la forma de la autobiografía.

En resumen: para el pacto autobiográfico se dispone de un criterio textual general:

la identidad del nombre (autor-narrador-personaje). El pacto es la afirmación en el texto

de esta identidad, reenviando en última instancia al nombre del autor de la portada. Si la

identidad se afirma, el lector buscará inexactitudes, si se niega, parecidos, pero no afecta

al derecho del pacto.

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También existe la teoría de que la novela es más verdadera que la autobiografía.

Dice Gide (1954: 547) que las “memorias son semi-sinceras, […] todo es más complejo

que lo que se dice. Incluso es posible que se aproxime más a la verdad una novela”3. Es

una teoría más que generalizada y, en España recordamos, por ejemplo, a Caballero

Bonald (1995 y 2001) señalando esta misma idea.

Toda esta teoría ha sido la base de gran número de los estudios que se han venido

haciendo en los últimos años, si bien las teorías que se le oponen lo hacen desde

planteamientos totalmente contrarios. Para Paul de Man (1991), la autobiografía no

puede definirse por rasgos intrínsecos, sino que sería más una ilusión creada por una

forma de lectura: cada época entenderá por autobiografía una cosa distinta.

G. May (1982) señala que la autobiografía no es verídica precisamente porque es

autobiografía, es decir, literatura. O M. Bonati, quien reseña que el pacto novelístico es

aceptar antes que nada un hablar ficticio.

Para Lejeune, pues, el género parece ser, según este pacto autobiográfico,

fundamentalmente un género en prosa. Sin embargo, en sus siguientes obras, esta teoría

aparece ya rectificada. En Ficción y dicción (1993), Genette recoge ya la idea de que

textos en verso pueden ser, perfectamente, autobiográficos.

1.3.- La irrupción del sujeto en la literatura: otras teorías sobre el género

La irrupción del sujeto en la literatura es el verdadero esfuerzo por indagar cómo

nace la autobiografía. En principio, la lírica parecía el primer género en el que la

literatura del yo habría de aparecer, al recoger, mejor que ningún otro, la experiencia de

la intimidad y la subjetividad. Algo más. Si consideramos que la autobiografía se va

generando como una nueva y profunda expresión del yo en textos en los que ya aparecía

de una manera más objetiva, también habremos de considerar que la autobiografía no es

tanto un género sino una manera particular de comportarse esos géneros. Una

3 La traducción es mía.

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explicación desde la historia de la literatura puede aportar esa perspectiva que, aun

siendo incompleta, sí nos informará del nacimiento del yo en la literatura.

Desde una perspectiva contemporánea tenderemos a considerar que la narración

crea la historia y, en el terreno de la autobiografía, hemos llegado a la conclusión de que

la perspectiva histórica de una vida es siempre ficticia, recreada. De hecho, los

primeros intentos de aportar esa subjetividad aparecen sobre la base de estructuras

miméticas, copiando, literalmente, modos en los que el yo no respondía al propio autor,

sino a un yo genérico que interpretaba sentimientos y experiencias generalizadas

Los ejemplos más cercanos nos vienen de la literatura francesa, en la que el yo

autobiográfico procede de los primeros textos líricos que rozan el Renacimiento desde

la Edad Media, en un tiempo en el que se produce un proceso de privatización de los

espacios y, por lo tanto, una generalización de lo íntimo frente a lo público y que tendría

que ver también con la aparición del autor en la literatura, de la firma en la obra.

Los primeros esfuerzos son tímidos y simplemente podemos considerarlos como

breves asomos del autor en fórmulas manidas. Por supuesto, François Villon va

aportando marcas de confesión a poemas de corte medieval que aún mantiene formas

convencionales. Incluso aquellos poemas en los que los sentimientos individuales

parecerían ser la materia misma del texto, la forma es una repetición de convenciones

antiguas. Así, los poemas a la muerte, las imprecaciones, se repiten sin dejar una huella

definida de la propia vida. En algunos poemas de corte amoroso, como los de Villon o

Rutebeuf, el yo no parece responder a experiencias vividas, sino a falsas confidencias, a

una dramatización del yo. Sin embargo, sí podemos apreciar en ello un proceso de

definición personal del poeta. La poesía del siglo XIII introduce la identificación del yo

con algunos espacios como la cárcel, la celda, la ciudadela… Thibaut de Champagne

describía su amor como una cárcel de deseo cuyas puertas y cadenas eran las miradas y

las esperanzas. Carlos de Orleáns hablaba de la “ciudadela del yo” o las “ermitas del

pensamiento”. La intimidad nace como una convección del yo con la metáfora espacial.

Lo íntimo comienza a aparecer también bajo la forma epistolar entre los enamorados.

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Entre 1305 y 1309, Jean de Joinville escribe sus memorias, en las que quiere escribir

“un libro sobre las santas palabras y los buenos hechos de nuestro santo rey Luis”,

ocupando él mismo la escena de la narración, si bien es cierto que no todos los

argumentos pudieron ser contemplados directamente por él. Y comienzan también a

aparecer las crónicas en las que el autor busca encontrarse en un momento preciso del

tiempo, a través de una fórmula también fija. Como explican Ariès, Philippe Ariès y

George Duby (1997: 377, Vol. 2):

“Yo, Juan de Froissars, tesorero y canónigo de Chimay” o “Yo, Christine

de Pisan, mujer sumida en las tinieblas de la ignorancia si se la compara con las

claras inteligencias…”

Durante los siglos XIII y XIV también en Francia, se produce, pues, un grave

intento por forjar literariamente la personalidad y la identidad a través de otras

modalidades como el retrato o la presencia simbólica de objetos que reflejan al yo,

como el espejo o las reflexiones sobre el sueño.

Danielle Régnier-Bohler (1993: 313-392) en la obra de Ariès y Duby antes citada,

indaga en la mentalidad medieval y del prerrenacimiento a través de sus textos literarios

franceses e ingleses y se expresa de la siguiente manera (1993: 314):

La poesía deja sitio a la expresión de una conciencia solitaria, a un

lirismo más individualizado que parece desmarcarse de los topoi cultivados a

sus anchas por los trovadores y los poetas. Por lo que se refiere a la literatura de

testimonio, Memorias y Chroniques, revela el vivo deseo de poner al autor en

escena mediante marcas de enunciación que pretenden descartar la neutralidad

del discurso.

Y recoge la importancia que tienen los espacios íntimos, los lugares como las

casas, las alcobas, el lecho y otros simbólicos como la cárcel o la celda en la aparición

de esta conciencia del yo literario, e incluso la importancia de la dicotomía femenina-

masculina, en torno a la que se organiza socialmente el mundo vivido: la mujer vive

dentro y su dominio de intimidad es ese, mientras que el hombre vive fuera y su mirada

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abarca un mundo mayor. Por ello, la mirada sobre el espacio marca también el dominio

de la vida que le ha tocado a cada uno en suerte. Y esos espacios también se

simbolizarán y traspasarán los límites estrictos de la literatura de la época para pasar a la

historia de la literatura: castillos, torres, jardines… Mientras que el espacio interior, en

los textos que explican la vida popular, como los fabliaux, se reduce a lo íntimo, como

la casa o la alcoba, en los textos que reflejan la sociedad aristocrática, se reflejan salas,

alcobas, lugares de reunión… La alcoba será el lugar de la intimidad en ambos casos.

Todo ello llegará, claro está, a la literatura española. Emerge lo individual en esos

mismos textos en castellano. Cuando Jorge Manrique recoge la tradición de los plantos

y las imprecaciones a la muerte, ya integra elementos propios de su vida, aunque sean

sólo las referencias a su padre. Y, aunque lo veremos más adelante, cuando hablemos de

la escritura autobiográfica de Teresa de Jesús, ya en el siglo XVI, esa misma alcoba se

verá reflejada en la celda monástica de Santa Teresa y de todas aquellas monjas que

escriben sus vidas por prescripción de sus confesores, de manera que esa intimidad se

tornará en un proyecto de simbolización espacial del propio cuerpo y, por lo tanto, como

una espacialización de la intimidad que se traslada de la relación con Dios al secreto de

confesión y, de éste, al lector del texto, como si ese secreto que salvaguarda en el

confesionario, se viese comunicado a la propia escritura de la vida.

Pero el cambio que consigue integrar las modalidades autobiográficas en el marco

de la literatura y, consecuentemente, en la integración de estos escritos dentro de las

posibilidades genéricas es la consideración de su autor, no como un historiador, ni como

un relator de una historia vital a un confesor, sino como un auténtico creador.

El sociólogo George Gusdorf contrapone estas dos tareas del autor y afirma que

(1991: 9):

el privilegio de la autobiografía consiste, por lo tanto, a fin de cuentas, en

que nos muestra no las etapas de un desarrollo, cuyo inventario es tarea del

historiador, sino el esfuerzo de un creador para dotar de sentido su propia

leyenda

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La idea de Gusdorf resultaba estimulante porque ahondaba en lo que se iba a

convertir en uno de los más intensos debates sobre la escritura autobiográfica: la

dificultad de la memoria para recuperar hechos reales o reconvertirlos a una verdad

nueva. El propio Lejeune, años después de la publicación de su principal obra que

acabamos de analizar ahora, terminaba diciendo en la última revisión de su obra (1997:

140-141):

¡Qué ilusión la de creer que podemos decir la verdad, la de creer que

tenemos una existencia individual y autónoma! ¡Cómo podemos pensar que en

la autobiografía es lo vivido lo que produce el texto, cuando es el texto el que

produce la vida!

James Olney se movía en esta línea al restar a los escritos autobiográficos una de

sus características primordiales: la objetividad. Esta objetividad se pierde, según Olney,

cuando el autor pasa de ser un testigo fidedigno a un personaje en busca de sentido para

una vida o, a la postre, una identidad perdida e irrecuperable (1991: 35-36):

Si el tiempo nos va alejando de los primeros estados del ser, la memoria

recupera esos estados pero lo hace sólo como una función de la conciencia

presente de tal forma que podemos recuperar lo que éramos sólo desde la

perspectiva compleja de lo que somos ahora, lo que significa que puede que

estemos recordando algo que no fuimos en absoluto. En el acto de recordar el

pasado en el presente, el autobiógrafo imagina la existencia de otra persona, de

otro mundo, que seguramente no es el mismo que el mundo pasado el cual, bajo

ninguna circunstancia ni por más que lo deseemos, existe en el presente.

Ha habido acercamientos al problema desde otras perspectivas no exclusivamente

literarias o lingüísticas. La psiquiatría o la psicología también han intentado buscar una

explicación a este pantanoso terreno de la unión de vida y autobiografía. Carlos Castilla

del Pino (1989: 147) señala cómo el autor pasa de ser el sujeto de la narración para

convertirse en objeto, de lo cual se deduce que “el objeto que se exhibe es la identidad

que previamente se ha construido en la escritura”. En resumidas cuentas, Castilla del

Pino considera que el propio autor se autoengaña y, lo que es más, “los lectores reciben

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en la autobiografía un texto que deben creer sólo a medias es, sencilla y llanamente,

mentira, o, todo lo más, una media verdad”. Esta es, en esencia, la opinión de George

May cuando establece que “la autobiografía no es verídica porque es, justamente, una

autobiografía” (1982: 102).

Dejando a un lado la espinosa cuestión de verdad y mentira, hemos de volver

sobre la construcción y edificación de la autobiografía en sus diferentes modalidades.

Siguiendo a Loureiro (1993), quien a su vez cita a J. Olney, se darían tres etapas

en la construcción de la autobiografía: la época del AUTOS, en la que el autor perdería

su autoridad y el lector se convertiría en un mero comprobador, la del BIOS y la del

GRAPHÉ. Antes de esta última etapa se sitúan autores como Lejeune o Friedman.

Insisten en el poder cognoscitivo y suelen recurrir a alguna disciplina auxiliar. Ya en la

etapa del GRAPHÉ, Sprinker, entre otros, reconoce en la autobiografía la pura

textualidad autoreferencial. Aquí también se encontrarían los deconstructivistas, con

Derrida y Paul de Man al frente.

Paul de Man (1991: 113-118) indaga en la interferencia de dos conceptos de la

retórica que luchan ya desde la antigüedad griega:

La retórica como un sistema de tropos permanece en conflicto con la

retórica de la persuasión. De todo ello resulta que cuando funciona como tropo,

al servicio de las intenciones del autor, se ve deconstruido por la actuación del

texto que pretende demostrar esa retórica figural. La deconstrucción de la

dimensión figural es un proceso que tiene lugar independientemente de todo

deseo; como tal, no es inconsciente sino mecánico.[...] Esto amenaza al sujeto

autobiográfico no como la pérdida de algo que estuvo presente y que el sujeto

poseyó, sino como el extrañamiento radical entre el significado y la actuación

de todo texto.

Destaca de Man la figura de la prosopopeya como figura que busca dar rostro a

los muertos. Pero que al ponerse en actuación, genera una retórica preformativa que

hace ver que “la autobiografía vela una desfiguración de la mente por ella misma

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causada” (1991), o lo que es lo mismo, no es la vida la que produce autobiografía, sino

que es la idea de mimesis la que engendra la ilusión referencial. “¿No será que la ilusión

referencial proviene de la estructura de la figura, [...] que no hay clara y simplemente un

referente en absoluto, sino algo similar a una ficción?”

Para de Man (1991), las discusiones genéricas resultan estériles. El hecho de ser

considerada como un género, la pone en comparación nada menos que con la tragedia o

la lírica y esta situación parece “deshonrosa”. Lo que es más ¿puede hablarse de

autobiografía antes del siglo XVIII?

Otro problema al que se enfrenta de Man es el de distinguir autobiografía y

ficción, es decir, si la autobiografía depende de un referente. Podría ser que el proceso

autobiográfico determinase la vida y que lo que hace el autor estuviese gobernado por

los requisitos del autorretrato. También podríamos encontrarnos ante una ilusión

referencial que provendría de la estructura de la misma figura. O sea, algo que parece

una ficción.

Quizá uno de los principales problemas sea que la autobiografía, a través de su

insistencia temática en el sujeto declara su constitución doble, por un lado cognitiva y

por otro tropológica. Los autores y críticos quieren escapar de esa cognición y buscar la

resolución. Lejeune, por ejemplo, busca una identidad contractual, el pacto, mediante un

sujeto que no es cognitivo, sino legal. Pero, siempre según de Man, Lejeune usa

“nombre propio” y “firma” de forma intercambiable.

La definición que viene a dar P. De Man se basa en que no es un género o un

modo, sino una figura de lectura y de entendimiento que se da en todo texto. El

momento autobiográfico tiene lugar como una alineación entre los dos sujetos

implicados en el proceso de lectura, en el cual se determinan mutuamente. La estructura

implica tanto diferenciación como similitud, porque ambos dependen del intercambio

que constituye el sujeto. Esta estructura esta interiorizada en todo texto en el que el

autor se declara sujeto de su propio entendimiento, pero esto nuevamente hace explícita

la reivindicación de autoridad que tiene lugar siempre que un texto es de alguien. “Lo

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que equivale a decir que todo libro con una página titular es, hasta cierto punto,

autobiográfico.” (1991). En resumen, la mímesis sería la responsable de esa ilusión de

realidad. La estructura ha de ser tropológica, pues la estructura de la autobiografía es

especular y el autor – personaje se determinan.

Por otro lado, otro teórico de la deconstrucción, Derrida (1982), ve en la

autobiografía un texto firmado, no por un autor que se compromete con una identidad.

La estructura hace que quien firma sea, en realidad el destinatario. La firma no ocurre

cuando se produce la escritura del texto autobiográfico, sino en el momento en el que

otro escucha, se produce en “L’oreille de l’autre”, otro que firma por mí. El yo pasa por

el otro y eso es paradójico. Es decir, lo autobiográfico es, en realidad “autográfico”, o

mejor aún heterobiográfico, puesto que ha de haber un paso necesario por la oreja del

otro. Para Derrida, en esencia, cualquier texto es autobiográfico.

El problema del autor parece pues un invento, como dice Foucault (1969),

relativamente reciente. Pone el ejemplo del discurso científico. En tal discurso no existe

en ningún momento un sujeto de autoridad, más bien al contrario, se trata de suprimir

tal sujeto, en tanto la referencialidad busca una realidad más allá de tal argumento. Para

Foucault esto también se da en otro tipo de textos, como los literarios. Es bien cierto que

circulan gran número de textos sin referencia alguna a su autor (fotocopias, internet...)

Y la única existencia que tiene en un libro es textual, un nombre en la portada.

Nietzsche se preguntaba ¿quién habla? En la Voluntad de poder no es Nietzsche,

sino algo impersonal. Para él la autoridad del sujeto sería un engaño. Si la autobiografía

es la indagación del yo en su historia, puede darse un peligro; que se haga una

interpretación falsa de sí. El propio Nietzsche asegura que el yo está constituido por un

discurso que nunca llega a ser dominado. De igual manera le ocurre a Freud. Michael

Sprinker (1991) estudia este fenómeno a través de los fenómenos de repetición y

diferencia. El concepto de repetición produciría la diferencia. La escritura de un texto

autobiográfico es un acto similar al de producir una diferencia por medio de la

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repetición: así como la interpretación de los sueños vuelve sobre el punto central del

sueño, la autobiografía debe volver al centro del yo que se encierra en el inconsciente.

Todos estos teóricos se enfrentarían a una doble dificultad: en primer lugar, cómo

definir al sujeto y, en segundo, buscar si tiene relación con el texto que enuncia.

Las respuestas a estos problemas han sido muy diversas.

La lingüística estructural suele diferenciar entre enunciación y enunciado. A cada

uno de ellos le correspondería un sujeto, el sujeto de la enunciación que puede

asimilarse al autor y el del enunciado que puede ser el narrador.

Paul Smith (1988) habla de un tercer yo, deseado por la operación moral que trata

de mantener la identidad de un sujeto ideológico. Este tercer yo es totalmente inasible y

múltiple. Este tercer yo parece ser postulado implícitamente también por el propio

Lejeune.

En esta línea de la multiplicidad se ha movido el psicoanálisis sobre el que se han

basado tantas otras teorías, entre otras las teorías feministas que vamos a recoger

brevemente.

La tesis de Sidonie Smith (1993) comienza buscando en el origen histórico, al

nacer la autobiografía con el Renacimiento y su concepto de hombre (que se concibe

como sujeto masculino). A la mujer se la reduciría en ese contexto al orden fálico

predominante.

Llegaría a esencializarse así la diferencia Masculino-Femenino, la identidad

patriarcal se asegura la autoridad. Por ello, la mujer que se propone escribir su

autobiografía se encuentra doblemente extrañada. Por un lado, porque la autobiografía,

históricamente está construyendo una “idea de hombre”, al ser su escritura

fundamentalmente masculina, y por el otro, porque a la mujer se la ve con las ideas que

la propia historia viene transmitiendo.

Por ello, la autobiografía femenina simplemente se comprometía a justificar su

contexto “patrilineal”, o cómo llegó a ser lo que en el momento de la escritura es. Pero

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aparece siempre silenciada la figura de la madre4. En el siglo XX la situación cambiará

de manera espectacular cuando aparezcan un número extraordinario de autobiografías

femeninas. Baste leer el artículo de José Romera Castillo sobre la escritura

autobiográfica femenina en el último cuarto de este siglo (2006: 126-141), lo que

supone una independencia radical de la escritura femenina que tiende a obviar esa tutela

masculina.

Los estudios feministas y éste entre ellos aceptan algunas de las teorías clásicas

sobre autobiografía; que la autobiografía ha de entenderse como acto del presente, que

existe un pacto autobiográfico, que revela más sobre el presente del autor que sobre el

pasado sobre el que escribe, y, finalmente, la idea de que el lector siempre espera una

verdad sobre esa vida en la autobiografía que lee.

Shari Benstock, en su obra, Authorizing the Autobiographical (1988) explica que,

en relación con sus opiniones sobre el sujeto, destacar su opinión de que éste se conoce

por el lenguaje. El lenguaje no es, sin embargo, una herramienta utilizada para la

escritura del espacio simbólico de la autora. Es el propio espacio simbólico.

Lógicamente hay que entender aquí que en ese espacio simbólico está el inconsciente.

Siguiendo las tesis psicoanalíticas, entre otras las de Lacan, S. Benstock se fija en las

posiciones marginales. Las mujeres que vienen ocupando dichas posiciones, posiciones

de otredad, y en esta situación mostrarían una mayor conciencia de las divisiones

internas del yo, que estaría descentrado o ausente. Básicamente, sus teorías vienen a

coincidir en lo esencial con las de S. Smith.

Las dificultades para captar el funcionamiento de la memoria, que está

íntimamente relacionada con el inconsciente, estaría en la base de la literatura

autobiográfica femenina. De hecho, el descubrimiento del inconsciente y de sus efectos

4 Habría que estudiar en este caso las biografías que se corresponden con papeles preponderantes de la mujer en el Renacimiento, caso de la literatura mística, en que la mujer no aparece constreñida a tales marcas psicológicas; en el caso de la Vida de Teresa de Ávila, en que aparece una finalidad explícita por la que se redacta la autobiografía, la autora tiene como modelos los escritos autobiográficos anteriores, sobre todo de tono religioso, como las obras de San Agustín; pero se muestra con una autoridad tutelar sobre las monjas más propia de escritos autobiográficos masculinos, lo que confiere una particular excepcionalidad entre los escritos autobiográficos femeninos.

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habría sido sentido con mayor fuerza por las mujeres, con lo cual, la autobiografía

femenina habría mostrado más esa conciencia de división interna, para lo que cita los

Diarios de Virginia Wolf como modelo más claro de autobiografía que sigue los

mandatos del inconsciente.

Más adelante veremos hasta qué punto podemos hablar de una auténtica literatura

autobiográfica femenina en España. Es cierto que, a partir de los años 40, escritoras

españolas en el exilio produjeron obras muy interesantes de corte autobiográfico, caso

de María Zambrano, Rosa Chacel o María Teresa León, obras ligadas esencialmente a la

vivencia propia de la guerra y el exilio y otros muchos ejemplos que ha reunido en una

extensa bibliografía José Romera Castillo en el ya citado artículo “Escritura

autobiográfica de mujeres en España. 1975-1991” (2006: 126-141).

A este respecto es interesante la tesis doctoral de María del Mar Inestrillas,

defendida en la Universidad de Ohio en el año 2002, bajo el título Exilio, memoria y

auto representación: la escritura autobiográfica de María Zambrano, Maria Teresa

León y Rosa Chacel. En esta obra se basa en las argumentaciones de la propia Shari

Benstock y de Sidonie Smith. Para esta última la aparición de la autobiografía femenina

rompe el orden fálico de la herencia cultural como trasgresión de normas y expectativas

culturales (1992: 95):

El mismo hecho de que las mujeres empezaran a escribir autobiografías

[...] es sorprendente, desconcertante e infinitamente interesante. [...] [Todas las

autobiografías de mujeres] dan testimonio de la realidad de que, a pesar de la

represión textual de la mujer en que se apoya el orden fálico, aquella ha

decidido escribir la historia de su vida, obligando así a que surja significado, y

con él autoridad autobiográfica, a partir del silencio cultural. [...] Su misma

opción de interpretar su vida y revelar su experiencia en público es señal de que

ha transgredido las expectativas culturales.

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Vistos los modelos de estudio de la autobiografía, S. Friedman constata que los

individualistas no valen para la mujer porque, siguiendo a S. Benstock, a los colectivos

marginales se les impone siempre una mentalidad colectiva.

De esta forma, S. Friedman (1954: 151-186) pretende explorar el énfasis

ideológico y psicoanalítico de la autobiografía.

Las representaciones culturales que se le imponen a la mujer reflejan, como ya

dijimos antes, la identidad de grupo.

Cuando proyecta su yo en las autobiografías, no es un yo individualista, pero

tampoco lo es colectivo. Es una mezcla de ambos, resultado de su alienación.

El niño se define por la superación del que fue complejo de Edipo. La superación

del enamoramiento de la madre supone también una quiebra con el mundo femenino,

quiebra que no se da en la mujer. Entre las mujeres, madre e hija se sienten como

extensiones una de la otra. El niño y la niña siguen un desarrollo psicológico diferente

por cuanto la madre mantiene la relación con la hija durante más tiempo y la hija se

reconoce en la voz, femenina, de la madre. O lo que es lo mismo, en la autobiografía

femenina la mujer habla con una voz que, como ocurre con la de su madre, será

atemporal, fluida, bisexual y descentrada.

Las teorías feministas parecen tener varias coincidencias. En primer lugar la

recurrencia al psicoanálisis como disciplina que ayuda a buscar una especificidad de la

autobiografía femenina frente a la masculina.

Entre otras obras autobiográficas femeninas del momento podemos citar las

siguientes, a partir de los estudios de la doctora Inestrillas: Espejo de sombras (1977),

de Felicidad Blanc; Mi atardecer entre dos mundos: recuerdos y cavilaciones (1983) y

Mi niñez y su mundo (1956), de María Campo de Alange; Diario (1990), de Zenobia

Camprubí; Primer exilio (1978), de Ernestina de Champourcín; las tres Alcancías

(1982/1998) y Desde el amanecer: autobiografía de mis primeros diez años (1972), de

Rosa Chacel; Cárcel de mujeres: 1939-1975 (1985), de Tomasa Cuevas; Desde la

noche y la niebla: (mujeres en las cárceles franquistas) (1978), de Juana Doña; Visto y

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vivido: 1931-1974 (1982) y Escucho el silencio (1984), de Mercedes Fórmica; Historia

de una disidencia (1981), de Pilar Jaráiz Franco; Una mujer por caminos de España:

recuerdos de propagandista (1952), de María Lejárraga; Memoria de la melancolía

(1970), de María Teresa León; Doble esplendor: autobiografía de una mujer española

(1944), de Constancia de la Mora; Las cárceles de Soledad Real: una vida (1983), de

Consuelo García; Delirio y destino: los veinte años de una española (1989), de María

Zambrano 5.

Podemos, pues, hablar de un auténtico surgimiento en la literatura española de los

escritos autobiográficos femeninos. Y no podemos hacer únicamente un análisis

psicológico de este asunto, sino más bien un estudio histórico que nos llevaría a pensar

en cómo los acontecimientos históricos de especial calado personal llevan también a la

consideración de la importancia de la vida propia en el momento histórico vivido.

Hemos hablado hasta aquí, fundamentalmente del sujeto. Parece necesario

explicar ahora algo sobre la otra parte de la autobiografía, a saber, el Bios. James Olney

(1991) trata de buscar un significado a esa parte que determina la autobiografía. Una

interpretación que parece válida es la de “transcurso de la vida”, o al menos

etimológicamente puede ser demostrable. Sobre tal definición trata de definir la

autobiografía sobre un concepto de vida que busca más el proceso que el pasado. Esto

también daría explicación a un buen número de problemas relacionados, como el de la

verdad y la ficción en la autobiografía.

1.4.- Origen y sentido de la autobiografía

1.4.1.- La autobiografía

Parece clara la actualidad e importancia que la autobiografía tiene en nuestros

días. Los estudios han avanzado en torno a dos líneas que han definido la forma de esta

modalidad de escritura. En primer lugar, la que se refiere a la identidad existente entre

5 Para una completa relación de estas obras, remitimos a Romera Castillo (2006)

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autor narrador y personaje; y, por otra, el pacto de lectura que ha de vincular al lector y

al autor. Hay algunas obras de especial repercusión en los estudios sobre autobiografía,

entre los cuales figuran algunos de George May, en particular, el titulado La

autobiografía (1982). En él se trata de escrutar qué marcas lingüísticas y literarias

caracterizan al género. Por ello vamos a utilizar la estructura que propone en torno a las

formas –modalidades- de la escritura autobiográfica para apuntar las diversas opiniones

que hay en torno a ellas y las similitudes y diferencias que las caracterizan.

Comienza May preguntándose si son clasificables las autobiografías. En su

análisis, encuentra una mayor variedad de la que decía esperar dentro de los textos

autobiográficos. De igual manera se pregunta si es posible una clasificación

suficientemente aceptable o si pueden realmente ser clasificadas.

La explicación histórica aportada sería que es un fenómeno europeo y sobre todo

occidental, si bien lleno de excepciones, lógicamente. Más difícil es ponerse de acuerdo

sobre la fecha. La palabra autobiografía parece nacer en su forma alemana poco antes de

1800, en 1789 en la obra de Schlegel. Desde entonces parece que se difundió por

Europa, por lo que el nombre podría ser el signo del reconocimiento de la primera gran

ola de autobiografías que siguió a la publicación de las Confesiones de Rousseau. Todo

el mundo está  de acuerdo en atribuir a las Confesiones de San Agustín la paternidad del

género, catorce siglos antes de la invención de la palabra, si bien jugarían un papel

preponderante las obras póstumas de Jean Jacques Rousseau.

Una tradición literaria sólo puede asumirse desde finales del siglo XVIII, tras el

éxito de las obras de Rousseau. Benjamin Franklin comienza a escribir la suya en 1771,

Casanova en 1789, etc. lo que viene a reafirmar que la autobiografía comienza a

desarrollarse a partir de esta época. Las que preceden a Rousseau en el género son raras

y escasas. Luego serían las Confesiones de Rousseau las que han consagrado la

autobiografía y la han hecho situarse en el panteón de los géneros literarios. Precedentes

como Santa Teresa no tuvieron conciencia de escribir un género establecido como lo

hicieron los posteriores a Rousseau.

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Por otro lado, la hipótesis cristiana, y sobre todo del examen de conciencia,

fundamentalmente preconizada por el ascetismo cristiano, así como la fraternidad

humana y la igualdad en la dignidad de las almas, parecen hacer comprender cómo

fueron compuestas ciertas autobiografías religiosas en el XVII y XVIII y también el

público que las leía. No puede argumentarse lo mismo para las posteriores a Rousseau.

La doctrina cristiana parece hostil a la autobiografía laica, pues lo que hay detrás no es

el conocimiento de Dios, como parece perseguir, sino el propio conocimiento.

Se pregunta May cómo se produce el paso de los escritos autobiográficos basados

en la piedad (los que siguiendo a San Agustín se dedican a describir la acción de Dios

sobre la vida de un hombre) a los escritos centrados en el hombre.

La respuesta estaría en las actitudes modernas promovidas por el secularismo e

individualismo, fundamentalmente este último durante el movimiento romántico,

diferente del que género las obras de Montaigne o Cellini. Explica también May que el

término Confesión remite a sentidos distintos en San Agustín y en Rousseau, puesto que

en latín también significaba virtud. También es de destacar que las primeras

autobiografías, Rousseau, Gibbon, Goethe, vienen de escritores de cultura protestante.

May trata de estudiar otros aspectos como el origen de la autobiografía sobre la

base de dos tendencias, aquella del XVII poco inclinada al yo (como ejemplo sirva la

frase de Pascal que habla de que "El yo es detestable"), y esa otra de principios del XIX,

en la que el yo es la base de toda explicación autobiográfica. El objetivo de estos textos

sería recuperar el movimiento de una vida. Luego se deduce que ésta debe haber

transcurrido en gran parte. Como ejemplos Rousseau escribe rondando la cincuentena,

como Sand, Gide, Sartre... Renan tiene 60 años cuando aparecen los Recuerdos de

infancia y juventud, Goethe 62 cuando da a conocer el primer tomo de Vida y Verdad.

Pero Moore da a conocer el primer volumen en 1888 cuando tiene 36 años, Madame

Roland escribe sus Memorias particulares cuando tiene 39 años.

Sobre el porqué de la autobiografía, May explica la posibilidad de que existan

motivaciones como la apología, el testimonio o motivaciones de tipo afectivo.

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Nos encontraríamos en las motivaciones testimoniales con la crónica pura, o

reportaje relativamente objetivo, escrito en forma de memorias, en el que el autor está

más o menos ausente: puede ocurrir, por ejemplo, en las Memorias de ultratumba,

donde los cuadros de historia aparecen separados de la narración de recuerdos por la

forma y por el tono. En otro lado estarían Las autobiografías religiosas o místicas, con

modelo en San Agustín.

Según May, la autobiografía se habría convertido en forma literaria autónoma y

tras tomar prestado el orden de la novela, de la biografía y de la narración en primera

persona, tomando el privilegio de narrar en primera persona, aun habiendo excepciones

importantes como los Diálogos de Rousseau.

Y aquí habría que citar lo que se ha venido a denominar autoficción o

autobiografías ficticias, es decir, aquellos textos de ficción que incorporan elementos

distinguibles por el lector como autobiográficos. Pero este punto lo trataremos más

adelante. Acerca de este asunto de las personas gramaticales de la escritura

autobiográfica, Romera Castillo (2006: 34-35) señala que el uso de la primera persona

tiene la virtud de aportar verosimilitud al texto, pero que es igualmente cierto que

algunos textos utilizan el “tú” o la tercera persona. Cita el ejemplo de Memorias de un

bufón (2002), de Albert Boadella como obra en la que alternan la primera y la tercera

personas “como un juego de máscaras (tan acorde como el teatro). De esta manera se

lograría una sensación de objetividad y distanciamiento con el uso de la tercera persona

y mezclaría la intención de hacer una biografía y una autobiografía.

Queremos señalar un término intermedio que ha usado y reivindicado Andrés

Trapiello en sus diarios que han ido apareciendo bajo el subtítulo de Salón de pasos

perdidos. El uso del indefinido “uno”, marca que tiende a objetivar el texto apartándolo

de la primera persona. Todos somos capaces de identificar ese uno con el autor, pero la

persona gramatical del texto no será la primera.

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Parece claro que, a pesar de este uso de pronombres “evasivos” de la identidad en

primera persona, este asunto de la verdad y la mentira en la autobiografía aparece

vinculado a lo que May llama “utopía de la verdad y la sinceridad”.

La existencia de una verdad paralela a la común, que es la que sostiene al arte (lo

que explica Goethe en Poesía y Verdad) da razón a esta forma de actuar. Toda

autobiografía, por el hecho de ser literaria, es sospechosa de faltar a la verdad, algo que

todo biógrafo termina por reconocer (algo que no ocurre en los místicos). Luego el

problema de la verdad en la autobiografía quizá no lo sea desde el momento en que es

autobiografía y, por lo tanto, literatura.

Otro problema de falsedad quizá sea el de la sinceridad en estos textos. Tal vez los

autobiógrafos más sinceros son los que reconocen su insinceridad. Si antes May

reconocía que la vanidad actúa en todas las autobiografías, hay que reconocer que la

sinceridad se ve tocada. Existe la posibilidad de pensar que la intención de ser sincero

es una de las más vulnerables a la vanidad, ya que siempre se pretende ser más sincero

que los demás.

Uno de los puntos más importantes que se han tratado al respecto de los estudios

sobre la autobiografía es el del punto de vista del lector. May dedica un capítulo al

respecto y comienza preguntándose qué lleva a leer autobiografías.

La curiosidad se esconde en motivos a veces inconfesables, léase las Memorias de

Casanova, quien reconoce que sus memorias son una confesión de sus vicios (1973: 21):

Así, pues, queridos lectores, espero que, lejos de encontrar en mi historia

la impronta de una jactancia desvergonzada, no encontréis sino la que conviene

a una confesión general, sin que en el estilo de mis narraciones halléis ni los

rasgos de un penitente ni el embarazo de aquel que se sonroja al confesar sus

desvíos. Son locuras de juventud; observaréis que me río de ellas, y, si sois

indulgentes, reiréis conmigo.

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Puede ser, como insinúa May, la sexualidad naciente. Esta tradición de la

confesión mortificante se “laicificó”. Aunque todo ello no quiera decir que por

mortificante sea sincera.

El lector suele encontrar, por su parte, consuelo en la lectura de las autobiografías.

Las bajezas, debilidades o indecencias de otros son fuente de consuelo al ver que no

somos tan anormales ni depravados y nos tranquilizamos sobre el sentido de nuestra

vida. Así pasa con San Agustín, en lo que parece una forma laica de la Providencia, una

manera de trabajar por la salvación del alma observando a quienes triunfaron. Las

autobiografías religiosas del siglo XVI española están en esta línea, si bien con ciertas

connotaciones. Santa Teresa reconoce el valor de sus textos autobiográficos en el Libro

de la Vida, no como una fuente de consuelo en el estricto sentido de la palabra, sino

como una necesaria obligación de su vida católica religiosa y bajo mandato del

confesor, lo que hace del texto un ejercicio de ascetismo en un amplio sentido. El lector

influye aquí de una manera destacada por cuanto se convierte en objeto de una

“confesión” religiosa stricto sensu.

Pero nos interesa, sobre todo, la función histórica que, según May, tiene la

autobiografía. La posibilidad de estudiar el ambiente que circunda a un autobiógrafo

parece de interés para un lector. Todo ello nos va a ser de especial interés a la hora de

investigar acerca del espacio urbano que rodea a la escritura autobiográfica. Aunque a

un autor no le interese hacerlo, parece que la obra debe estar impregnada de ello. R.

Barthes (1994), defensor de la ficcionalidad de la autobiografía y autor de la suya

propia, se preguntaba por qué se da la curiosidad de ver la vida cotidiana de una época,

las costumbres, los horarios... Son abundantes los estudios a este respecto. Citamos, por

ejemplo, los artículos de Fidalgo Robleda, “Reconstrucción histórica y ficción en la

novela Las jaulas, de Ramón Carnicer” (1996: 223-228), Maillard García, sobre la

novela Extramuros, o el de Ojea Fernández “El espacio en “Elisabeth, emperatriz de

Austro-Hungría”, de Ángeles Caso (1996: 329-336), del que nos ocuparemos más

adelante.

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La irrupción de la autobiografía se corresponde con los momentos de crisis

políticas o militares. La más fecunda es la de la segunda mitad del XX: la segunda

guerra mundial y sus preliminares abarcando la Guerra Civil y sus secuelas. Un autor

puede perfectamente escribir sin que hubieran ocurrido estos acontecimientos y, sin

embargo, faltaría el testimonio de unos años que suelen darle un gran valor.

Pero hemos de incidir en un punto esencial; si la autobiografía no puede

considerarse como una escritura de la realidad, el hecho de que la evocación o

rememoración sea o no relevante, no depende de la importancia que tuvo en la vida,

sino de la trascendencia narrativa en el texto.

La razón fundamental del interés que despiertan las autobiografías de los otros

está en poder reflejar, de alguna extraña manera, la del propio lector. Decía Simone de

Beauvoir, en su obra autobiográfica La plenitud de la vida (1962: 21), que:

Samuel Pepys o Jean-Jacques Rousseau, mediocre o excepcional, si un

individuo se expone con sinceridad, todo el mundo está más o menos en juego.

Imposible encender la luz sobre su vida sin iluminar más o menos la de los

demás.

Es decir, que en el texto, lector y autor vengan a coincidir en las vivencias que

aparecen reflejadas en el texto.

1.4.2.- Brevísima aproximación a las diferentes modalidades autobiográficas

1.4.2.1.- Memorias

La confusión histórica entre estos dos géneros no es nueva y parece venir desde

antiguo. Ya Paul Verlaine establecía que el dominio de las memorias engloba al de la

autobiografía (1999: 5):

-En un mot, cette partie du livre n’a pas le caractère de mémoires, tel

qu’on entend d’ordinaire ce mot.

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-Autobiographiquement parlant, non ; mais j’ai le droit très net de me

servir d’un mot commode, large, traditionnellement élastique, pour désigner

une série d’impressions, de réflexions, etc.

Claro está que estas delimitaciones han venido especificadas ya por el autor, pero

la característica general que abarca a todos estos textos podría ser mucho más amplia.

En el caso que ocupa a la autobiografía y las memorias, opina Romera Castillo (2006:

43) que en el caso de las memorias hay explícita una mayor atención, no ya a la primera

persona, al yo que narra y es narrado, sino al contexto en el que se desarrolla su vida,

aunque existan dificultades añadidas como los saltos que se pueden ir dando en el

interés o el punto de vista del texto, del yo al entorno, o el hecho de que los títulos de las

obras dificulten aún más la labor de discernir ante qué tipo de obra nos hallamos:

confesiones, recuerdos, confidencias…

May, en este punto, indaga en las definiciones de los diccionarios y descubre

como, poco a poco, el término autobiografía va tomando carta de naturaleza frente a las

memorias, ocupando el terreno de este, nombrando, en general a todos los textos. Por

ello se haría necesario buscar una distinción de carácter teórico. Es decir, su punto de

vista, más que ahondar en la materia de los propios textos, parecería delimitarlos en

función de su historia genérica. La explicación o distinción teórica entre ambos la da el

propio May indagando en esas características que dividen el punto de atención en una u

otra.

Muchas autobiografías aparecieron en el XIX y el XX con nombres engañosos

como los de memorias. En principio se distinguió entre obras centradas en la persona o

en la personalidad y obras centradas en los acontecimientos narrados por éste. Esto

permite hacer distinciones hasta cierto punto, pero tiene el inconveniente de distinguir

entre las de un simple observador y las de hombres de acción.

Habría pues que añadir una categoría que diferenciase entre haber participado en

esos acontecimientos exteriores o al menos en parte. Así la definición podría ser

“narración de lo que se ha visto y conocido, de lo que se ha hecho y dicho, de lo que se

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ha sido. A los dos primeros tiende la costumbre de darles el nombre de memorias y al

último la de autobiografía.

Las interferencias entre ambos géneros no son accidentales. Pertenecen a la

misma naturaleza de las cosas. May considera que parte considerable de ambas obras

cae en el dominio de ambos géneros.

Es cierto que hay una ausencia de frontera clara entre ambos géneros y que lo

anteriormente expuesto tampoco arroja excesiva luz acerca de las diferencias entre

autobiografías y memorias.

Es raro que la personalidad del memorialista no entre para hacer de él un

autobiógrafo; es raro que los acontecimientos sociales no lo hagan en una autobiografía.

Es decir, la intención del escritor, aun siendo lo más sincera posible, no sirve para

determinar la naturaleza de una obra. A veces lo que ocurre es que el proyecto del

escritor comienza siendo una cosa y termina siendo otra. May afirma, por otro lado, que

la autobiografía ha adquirido una cierta y precaria autonomía frente a las memorias. En

principio, es cierto que algunos críticos han reconocido una “voz” o la personalidad de

una voz en algunas memorias, pero es un criterio demasiado débil.

1.4.2.2.- Epistolarios

Como explica Romera Castillo (1981a: 53), los epistolarios conectan

directamente escritor y lector, emisor y receptor y responden a una gran posibilidad de

intereses y asuntos que van desde lo personal hasta lo críptico. Las cartas:

Son esporádicas en el tiempo – algunas tienen continuidad – y por sí

mismas fragmentarias. Lo personal, lo contextual, lo conceptual, lo estético,

etcétera, pueden ser objeto de exposición y tratamiento.

El epistolario refiere al “yo” de manera directa y la retórica epistolar implica –

prácticamente siempre– una exposición del yo ante un interlocutor individual o

colectivo. Beatriz Didier (1981) ha señalado que es un género eminentemente femenino

por cuanto la mayor parte de los diarios publicados han sido escritos por mujeres, y por-

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que en ellos se ha ido volcando la sensibilidad literaria de unas mujeres que no podían

abordar la literatura de otra manera, si bien es dudoso que la cantidad y el hecho simple

de la publicación condicionen el género (sexual o literario). Quizá el momento de mayor

esplendor de los epistolarios se corresponde con el Renacimiento como escritura

eminentemente humanística y también vinculada al ámbito religioso, caso de las

innumerables cartas que escribió Santa Teresa; y, por supuesto, en los siglos XIX y XX,

en los que las cartas terminan por constituirse en un auténtico género. Hay que señalar,

sin embargo, que no todos ellos tienen intención literaria. De hecho, muchos se

convierten en libros de interés muy posteriormente a la muerte de su autor, quien ni

siquiera se preocupó de su selección y orden, excepción hecha de casos muy concretos,

como el de Juan Ramón Jiménez. En los casos en los que el autor es, además, escritor,

nos podemos encontrar con la intencionalidad literaria en sus textos. Lo habitual no es

esto, aunque pueda parecer lo contrario, y la temática de un epistolario completo suele ir

de lo prosaico a lo literario, pasando por comentarios urgentes o intimidades más o

menos publicables. Lo anteriormente expuesto imprime a estos textos el sello de lo

auténticamente autobiográfico, contando, precisamente, con que sus autores no los

escriben con la intención de que vean la luz y se hagan públicos, por lo que no

encuentran cortapisas narrativas. Por eso, Bajtín no los considera como géneros

literarios, sino como géneros de discurso (1993). Y de la misma manera que se mueven

entre lo público y lo privado, nos encontramos también con características que acercan

su lenguaje, más que al de la literatura, al de la oralidad. Todo ello lleva a Deleuze a

considerarlos como un género literario menor (1978: 47) en el que, sin embargo, se dan

vínculos con otros géneros autobiográficos como los diarios, por cierta estructura

“rizomatica” que lleva a uniones y conexiones temáticas en una suerte de red que une

los argumentos de cada carta.

Sirvan estas líneas como breve resumen para una modalidad literaria en la que no

nos vamos a adentrar en exceso.

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1.4.2.3- Diario íntimo

Sobre los diarios y, en concreto sobre el denominado “diario íntimo” se han

publicado un buen número de estudios. Vamos a reseñar aquí sólo algunos elementos

indispensables en su estudio. Remitimos, entre otros que iremos citando a Romera

Castillo (2004). A pesar del abundante material teórico que puede ser manejado,

creemos interesante hacer una breve aportación sobre estos dos términos que engloban

la intimidad y el género diarístico.

Andrés Trapiello (1998) ha señalado la paradoja que encierra la unión de estos dos

términos. Efectivamente, si hay algún texto que niegue la intimidad, es el de cualquier

diario, puesto que sería imposible mostrar la intimidad sin que existiese esta modalidad

literaria. Tras un intento de definir qué es “la intimidad”, Trapiello termina por definir

de esta manera un diario íntimo (1998: 47):

Quedémonos en cualquier caso con que lo íntimo hace referencia siempre

a aquello cuya publicidad modificaría o imposibilitaría nuestras relaciones con

los demás. Por eso, como bien veía Mairena, es un sinsentido que podamos

llamar a nada diario íntimo, ya que como diario buscará siempre la relación con

el otro, y como íntimo está llamado justamente a lo contrario, preservar nuestra

mirada del otro, de los otros.

Esta imposibilidad de reunir una y otra cosa se resuelve únicamente considerando

la figura del lector como protagonista en la configuración de esta modalidad

autobiográfica. Desde el momento en que, en nuestros días, se hace exposición pública

de lo íntimo en televisión o en la prensa, parece que estos diarios íntimos tratan de

devolver la intimidad, aunque pueda parecer paradójico, al ámbito de lo privado que es

la lectura. Para Trapiello existiría un pacto entre autor y lector que se aprecia como una

ilusión, una reducción de la lectura a una suerte de “confidencia” (1998: 47):

Por otro lado tiene uno la sensación de que la intimidad es un pacto entre

el Yo y su sombra. La sombra del yo naturalmente es su conciencia, y nada de

lo que se habla entre ellos debería salir a la luz. Es entonces cuando el escritor

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de diarios baja la voz, aunque a veces, precisamente ante las confesiones

íntimas, el diarista la levanta para que la oigan bien. El caso es que se produce

una ilusión: la de que se ha creado un pacto entre el autor del diario y su lector,

convertido en un confidente.

Y los diarios habrían mantenido esos márgenes de intimidad hasta el preciso

momento en que se convierten en literatura. En ese instante, los conflictos se vienen a

resolver en trasuntos que implican a criterios como la verdad o la ficción, lo cual

termina por hacernos dudar de su consideración autobiográfica.

Es interesante el trabajo, al respecto de los diarios, de Eusebio Cedena Gallardo

(2004). La imposibilidad de la intimidad en un diario es ejemplificada a partir de la

clásica frase machadiana de Juan de Mairena “nada menos íntimo que un diario íntimo”

y de no pocos textos de Andrés Trapiello. Se pregunta Cedena Gallardo (2004: 72):

¿se puede expresar realmente la intimidad, sin limitaciones, por ejemplo,

lingüísticas? ¿se escribe con la misma actitud un diario íntimo que no tiene de

partida otro destinatario que el propio diarista que un diario concebido para su

publicación o del que se intuye o se sospecha que puede publicarse?

Obviamente, y seguimos aún a Cedena Gallardo, nos encontramos ante un tipo de

escritura en el que el “yo” se presenta como tema principal del relato que, sin embargo,

aparece desvirtuado por su publicación. Esta es la opinión de Romera Castillo quien

expresa sus dudas de que pueda ser considerado como tal el texto destinado a su

publicación frente al que se escribe para uno mismo, es decir, el paso de la

consideración privada e íntima del diario a su concepción pública (1994b: 5):

Es una escritura autobiográfica que suele escribirse para guardar – la

mayoría de las veces –, porque si se escriben con la intención de ser publicados

posteriormente no constituyen ya un testimonio espontáneo y honesto de lo que

pasó, teniendo el receptor que leer entre líneas.

Todo ello lleva a la consideración de que existen, al menos, dos tipos de diarios: el

íntimo y el público. Del primero, Cedena Gallardo explica que el receptor es el propio

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escritor, mientras que del segundo tendría un destinatario amplio, y estaría dedicado a la

prensa, como, por ejemplo, el Calendario sin fechas de Pla.

En un plano teórico, hemos de deslindar, pues, la autobiografía de sus

modalidades diarísticas. Philipe Lejeune (1997: 147) explica acerca de los diarios su

diferencia de criterio con respecto a la autobiografía. Aunque les afectan las mismas

características en algunos casos, como la falta de sinceridad, la distancia temporal entre

lo escrito y lo ocurrido...

Comenzando por explicar que los diarios son duramente tratados por los críticos,

Lejeune (1996: 32) expone alguna característica especial del género, si bien es cierto

que muchos de esos críticos dudan de que lo sea realmente:

Il est vrai que souvent les diaristes ont un projet d’introspection. J’ecris

mon journal pour me peindre et mieux me connaître… A quoi il est facile

d’opposer del objections de principe (impossibilite de la sincerité), et

d’inventorier de ipso les censures, les complaisances, le grossissement de

choses minuscules, la predilection pour le douloureux, etc.[...] Le lecteur

extérieur doit apporter toutes sortes de correctifs et de complements pour

reconstruire une image plausible. Rien à voir avec une autobiographie.

Lejeune achaca a la ignorancia y la generalización que se hace sobre todos los

diarios, independientemente de su origen y autor, esas duras críticas que se le imponen.

Tout le monde a une opinión sur le journal. Personne ne se sent

incompetent. Chacun érige en norme son petit bout d’experience. (…) Autre

facteur qui opuse á la généralisation: l’existence de journaux-phares qui ont pris

figure de modéles du genre.

Hay ciertas semejanzas entre autobiografía y diario, más allá de la evidente

utilización de la primera persona. Romera Castillo (2006: 44) los define como

“escrituras fragmentarias en las que se plasman, día a día, las anotaciones del quehacer

cotidiano” y, por supuesto, como “la quintaesencia de la literatura íntima” (1981a: 46).

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Más allá de los préstamos tomados por el género, parece que la autobiografía es

el género primogénito sobre el del diario íntimo. En principio, la diferencia parece clara

entre uno y otro, pues el diario se escribe día a día y la autobiografía se escriben

después. Esto lleva a pensar, con Romera Castillo, que lo esencial de la escritura

diarística está en la fragmentariedad, en la temporalidad que va marcando la estructura

de los textos diarísticos.

Es decir, una de las diferencias que podemos encontrar entre ambos radicaría en la

extensión variable de los periodos de tiempo en que se escriben y que dotan a los diarios

de su particular estructura narrativa.

Los diarios no se suelen escribir día tras día, e incluso, suelen ser abandonados y

retomados. Tampoco la palabra vida o “bio”, debe tomarse en serio, pues pueden

abarcar sólo una parte de la vida y, a menudo, son diarios de un periodo concreto o un

acontecimiento vital único. Por lo demás, el trabajo diario no es trabajar sobre el

presente, pues, en el mismo momento de ser escrito se vuelve pasado con sólo ser

escrito por la noche y, aunque la diferencia temporal sea mínima, el material sobre el

que se trabaja suele ser ya un material fijado en la memoria.

Es decir, lo que viene a cambiar aquí es la perspectiva temporal que se utiliza en

la creación de uno y otro, la dirección temporal que supone mirar del presente al pasado.

En ambos casos el que escribe lo hace en la misma dirección temporal, no del

pasado al presente sino del presente al pasado, del momento en que escribe al que vivió.

La cuestión es aún más compleja si añadimos a esta descripción del subgénero la

que podemos hacer aún, entre diarios íntimos privados y diarios íntimos públicos. Los

primeros no se hacer para ser publicados; es más, a menudo aparecen cifrados o mucho

tiempo después de la muerte del autor, por ejemplo el diario de Samuel Pepys, que hubo

de ser publicado muchos años después de descubierto, debido a la dificultad que

entrañaba su interpretación. Los diarios íntimos públicos, sin embargo, sí habrían nacido

con la intención de ver la luz, lo que les convierte en un caso particular del género en

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cuyo estudio habría que tener en cuenta criterios narrativos que el autor habría tenido en

cuenta a la hora de escribirlos.

En otro sector del género se encuentran los llamados dietarios, que, según Romera

Castillo, se diferencian de los diarios, pues recogen fragmentos diversos que pueden

proceder de notas, sentencias, retazos de artículos periodísticos… Cabrían aquí los que

en los últimos años han venido haciendo, entre otros, José Jiménez Lozano y Andrés

Trapiello.

Podemos encontrar un caso algo particular, el de aquellos autores que pretenden

dejar una marca temporal en sus escritos diarísticos, reflejando más su interés por

reseñar su vida más que los sucesos circundantes. Estos autores señalan cuidadosamente

las partes de su texto con la fecha en la que fueron escritas, lo que viene a ser una

injerencia del diario íntimo en la autobiografía.

Lo mismo ocurre en sentido inverso y a veces el diario íntimo se desliza hacia la

autobiografía, de manera que se hace harto complicado diferenciar uno y otra.

La posible diferenciación entre uno y otro subgénero diarístico podemos

encontrarla en algunos detalles concretos de orden narrativo que responden al orden

cronológico de los hechos y de la propia narración.

Uno de estos sería, como antes decíamos, la separación temporal entre el

acontecimiento y su anotación en el diario. La distancia entre el tiempo de la

experiencia y la de su anotación es mayor en la autobiografía. Las consecuencias

suponen que en lugar de ser apuntado con la frescura y confusión del primer momento

van siendo modificadas en el tiempo y la importancia jerárquica de los hechos se

modifica.

Pero lo que quizá hace radicalmente distinta a la autobiografía es que, en el

presente, la experiencia, por su inmediatez y abundancia se aparece a la conciencia bajo

el signo del desorden y el capricho. No es una sucesión más o menos ordenada –más en

aquellos diarios en los que se anota la fecha del fragmento.

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May explica, para esta diferencia en concreto, que la autobiografía aparece bajo el

signo del desorden y de la gratuidad. Esto pondría a todos los acontecimientos,

independientemente de la importancia que se les otorgó en su momento, en un primer

plano de importancia.

Pero, claro está, esto sucede sólo de manera retrospectiva y una vez que ha

intervenido el paso del tiempo cuando lo que parecía contingente puede ser dominado

por la reflexión. Es entonces cuando la experiencia puede ser jerarquizada. Citando a

Beatrice Didier (1976: 160):

es la distancia entre el tiempo de la narración y el del acontecimiento lo

que permite al escritor dar más tarde unidad a su aventura. El día a día no puede

tener estructura.

De tal manera, la autobiografía se ordenaría según procesos temporales asimilados

por el transcurso del tiempo. Parece, entonces, que la ordenación temporal es lo

específico de la autobiografía. Lo que la distinguiría del diario íntimo es esa necesidad

de construir un edificio ordenado, armonioso y tranquilizador.

Todo ello parece tener su importancia estilística. Romera Castillo apunta que

(2006: 45):

Frente a esta cualidad memorialística, la falta de reposo y visión de

conjunto de la experiencia (sobre todo futura) se evidencia fácilmente. Así

como el estilo de los apuntes cotidianos es, en general más puntillista y menos

cuidado, desde el punto de vista artístico.

Abundando en todo lo expuesto, diremos brevemente que podemos sugerir

distintas clasificaciones muy variadas que van desde las que ha preparado Amelia Cano

Calderón (1987) y que atienden a muy diferentes criterios, como el carácter o la

profesión de su escritor, a su valor científico, o a su carácter autobiográfico frente a, lo

que más nos interesa, el reflejo de su entorno, en el que se muestra el espacio o la época

histórica. Mención aparte merecerían los dietarios, los cuadernos o, en los últimos años

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alguna forma de diario personal que ha dado en denominarse “blog” o, en su traducción

más habitual, “bitácora personal”. Junto a ellos, los diarios históricos o los de

documentación, los personales o los políticos, vendrían a completar un catálogo muy

amplio que da buena muestra de la diferencia y la heterogeneidad de las diferentes

modalidades de este género.

1.4.2.4- Crónica

Dentro del género autobiográfico, vendríamos a diferenciar varias modalidades

que vienen a ser una suerte de “continentes” de la materia autobiográfica.

Romera Castillo (2006) cita una modalidad que denomina “heterogénea”, en la

que caben otros muchos subgéneros que tienen claros tintes de pertenecer a la escritura

autobiográfica. Entre ellos se encontrarían las novelas autobiográficas, los relatos de

viajes, los ensayos y poemarios autobiográficos y algunas formas de autobiografías

dialogadas que suelen presentarse en periódicos y publicaciones varias y, entre las

cuales, podríamos citar las entrevistas y diálogos, los retratos, los encuentros y

conversaciones con el autor…

May (1982) sitúa a la mayor parte de estos textos autobiográficos dentro del

género común de la crónica. La crónica vendría a designar a un conjunto desprovisto de

unidad que englobaría géneros de muy distinto tipo y entre los que podríamos contar,

por ejemplo, tanto a los antiguos géneros de viajes, como al moderno periodismo..

Cita en primer lugar lo que denomina como “digresión genealógica”, que, sin ser

exactamente un subgénero o modalidad, mantiene ciertas características particulares. En

ella, es habitual que un escritor comience su autobiografía por explicaciones

genealógicas. Se suelen prolongar por motivaciones estrictamente personales,

generalmente de tipo histórico, como puede ser el orgullo del nacimiento, el gusto por

investigaciones de archivo o por una creencia en la herencia personal.

Otro tipo de digresión habitual en los textos autobiográficos son las “Digresiones

folklóricas o etnológicas”, siempre en palabras de May.

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Estas digresiones suelen situarse al comienzo de la obra y tienen por objetivo

recordar de manera dramática y simbólica los orígenes regionales del autor y sirven para

señalar un punto importante del autobiógrafo y que suele ser uno de los componentes

habituales de un textos autobiográfico: su anclaje histórico y cultural.

Mención aparte supone un género que suele tener un amplio terreno de discusión.

Nos referimos al género epistolar al que se suele individualizar a menudo como género

independiente y que, sin embargo, responde a características autobiográficas como,

seguramente, ningún otro.

May incluye en esta modalidad al diálogo y las cartas.

Ahora bien, aunque ya lo hemos tratado, comentamos ahora las opiniones de May,

una cosa es el género epistolar y otra muy diferente la inclusión de cartas personales en

otro tipo de textos autobiográficos como memorias o diarios (quizá deberíamos hablar

mejor de dietarios). May hace mención a este segundo tipo de cartas que se incluyen en

textos de otras modalidades. Según él, sería una técnica habitual en la autobiografía, lo

que revelaría su aspiración, al menos a la reconstrucción histórica escrupulosa más que

a la evocación pintoresca.

Cuando un autor decide insertar cartas fechadas quiere garantizar la autenticidad

del texto, al contrario que el diálogo que tiene un valor no documental. O lo que es lo

mismo, si el diálogo tiende a lo vivo, la carta tiende a la vivencia y la autobiografía se

nutre de ambos. Para May, las cartas no serían un género o modalidad, sino un simple

auxiliar del género autobiográfico.

Podemos, pues, encontrarnos con cartas cruzadas entre dos personas que, además

del evidente valor testimonial, poseen otro abiertamente literario, reconocido, incluso,

por el propio autor que intenta en las misivas un ejercicio literario igual, al menos que

en otros textos. Es más; a menudo las cartas han de ser consideradas como auténticos

textos autobiográficos. De hecho, en palabras de Félix de Azúa 6:

6 Cito desde Romera Castillo (2006: 46)

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Son la mejor biografía de un escritor, la más traicionera, la que nunca

permitiría ese escritor que se editase si aún estuviera con vida. Ni el más

minucioso investigador logrará nunca escribir una radiografía tan cruel y

despiadada como la que los propios escritores dan de sí mismos en sus cartas.

Partiendo, lógicamente, de esta consideración, también habría, pues, que

considerar los epistolarios, muchos de ellos publicados, como textos autobiográficos.

Romera Castillo los reconoce como subgéneros autobiográficos (1981a: 13-56), y

habría numerosísimos ejemplos de grupos de cartas que tienen, en sí, incluso valor e

intencionalidad literaria. Esto desprendería también de los estudios que realiza del

Epistolario completo de García Lorca (2006: 389-412), en primer lugar porque los

textos que se recogen son los de un escritor que escribe con vocación de crear literatura;

es decir, nos encontraríamos ante una cuestión de oficio que sería ampliable a cualquier

otro escritor. En segundo lugar, las propias fórmulas retóricas que usa sirven para

autodefinirse como escritor o poeta, despidiéndose como tal: “devotísimo poeta”, “lleno

de poesía hasta los bordes”. Aún más, por la inclusión de poemas en las cartas o,

incluso, tropos y figuras literarias, fórmulas humorísticas, metáforas… en los mismos

textos.

Pero parece evidente que la literaturización de los textos que hemos dado en

denominar crónicas proceden de una vivencia especial de tiempo y espacio y sólo se

producen cuando aparece un verdadero interés por estos dos signos narrativos.

Posiblemente los orígenes estén en la literatura francesa de los siglos XIV y XV, cuando

los autores parecen encontrar como temática personal la imagen del tiempo que pasa:

Oliver de La Marche, Georges Chastellain, Jean Molinet que tratan sus obras desde la

primera persona y su nombre propio; “Yo, Jean Molinet”… Preocupación que se

extenderá a la novela, tanto a la de tema amoroso como a la novela de caballería, donde

encontraremos el monólogo interior de Chrètien de Troyes en una suerte de autoanálisis

como el que se produce entre Soredamor y Alejandro en Cligès.

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De igual forma, otra de las modalidades autobiográficas, como es del caso del

cuadro histórico, quiere hacer sensible al lector del pasado, lleva a dar pinceladas

históricas o culturales que se convierten en cuadros sólo ligadas ligeramente al autor.

Este tipo de recuerdos se suelen adaptar muy bien a los deseos del lector y a su

curiosidad histórica. La autobiografía se limita a tomar prestado de otros estilos

históricos un procedimiento tradicional que asimila; toda vida humana es

necesariamente afectada por las condiciones históricas en las que se desarrolla, si bien

no deben ser sentidas como algo exterior a la obra.

El autobiógrafo se interesa por la fauna humana que puebla su entorno y adorna su

obra con el relato de los grandes hombres que conoció. El interés que le mueve entonces

es la vanidad.

Y también en esta línea se encontrarían las denominadas narraciones de viajes.

Aunque vayamos a ocuparnos de esta modalidad de más adelante, hemos de destacar

ahora lo que hace referencia a la catalogación genérica. Tiene de particular que interesa

tanto al que lo narra como al quien lo realizó en persona. Es una experiencia no sólo

transferible a otros por la narración sino que armoniza con la necesidad humana de

novedad o de insólito. Hasta el romanticismo esta literatura solía escribirse en tercera

persona. Con la liberación del yo aparece una ola de obras de este género, que se

transforma en una forma de expresión autobiográfica, y provoca que la autobiografía

preste sus procedimientos literarios a la narración de viajes o que fragmentos de

narraciones de viajes aparezcan inscritos en autobiografías. Esta narración, al inscribirse

en la autobiografía, debe ser reconstruida por la memoria. Es decir, cuando esto ocurre

es porque verdaderamente importó y, por lo tanto, está integrado en el sentido de la

autobiografía.

1.4.3- La autoficción o el terreno de nadie

Serge Doubrovsky, el escritor francés, publicaba en la solapa de su libro Fils

(1977) las siguientes palabras:

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Autobiographie? Non, c’est un privilège réservé aux importants de ce

monde, au soir de leur vie, et dans un beau style. Fiction, d’événements et de

faits strictement réels; si l’on veut, autofiction, d’avoir confié le langage

d’une aventure à l’aventure du langage, hors sagesse et hors syntaxe du roman,

traditionnel ou nouveau. Rencontres, fils des mots, allitérations, assonances,

dissonances, écriture d’avant ou d’après littérature, concrète, comme on dit

musique. Ou encore, autofriction, patiemment onaniste, qui espère faire

maintenant partager son plaisir.

Ésta es, que sepamos, la primera alusión al término de autoficción como término

para referirnos a este tipo concreto de novelas. Que le quepa el honor a él de ser el

iniciador de un nuevo género es algo que podemos poner en duda. Hay quien prefiere,

incluso, el nombre de autonovela para referirse a este tipo de narraciones y su

producción en la lengua española, como explica Manuel Alberca (2007) y más adelante

veremos.

Es obvio, como ya lo ha explicado José María Castellet (2001b), que el autor está

despareciendo progresivamente de sus obras, se ha ido “autoeliminando”. Castellet basa

su opinión en la desaparición de una literatura burguesa y la sustitución por “un nuevo

orden de cosas”. Explica (2001b: 19) que:

En efecto, desde hace muchos años predominan en la novela los relatos

en primera persona, el monólogo interior y las narraciones objetivas,

limitándose estas últimas a reproducir, con la misma imparcialidad con que lo

haría una cámara cinematográfica, las situaciones, hechos y escenas que

constituyen el argumento de las novelas. El cambio es, pues, sorprendente. El

autor ha ido autoeliminándose, progresivamente de sus narraciones.

La autoficción, además de estas otras modalidades, es un tipo de narración que ha

tenido una importancia muy destacada durante los últimos años. A ello se debe la

aparición de buen número de trabajos sobre ésta que han dado diferentes

interpretaciones, no sólo al género, sino a los motivos de su aparición y desarrollo.

Francisco Puertas Moya (2005) nos aporta razones suficientemente convincentes que

van desde aspectos sociológicos a otros puramente literarios. En primer lugar, si

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consideramos la aparición del “yo” como una consecuencia de la conciencia burguesa,

radicalmente rebelde en su consideración social, hemos de ver en la autobiografía la

expresión de un “yo proteico” que se ha ido asimilando a lo largo del tiempo. La

autoficción vendría a ejemplificar la disolución de ese “yo” de carácter romántico que

se va perdiendo en el siglo XXI. Pero también está claro, y así lo hace saber Puertas

Moya, que la autoficción no es un género nuevo en la literatura española: el Arcipreste

de Hita, Teresa de Cepeda o Torres Villarroel quienes, utilizando la primera persona y

el nombre propio en sus obras, ficcionalizan en mayor o menor medida sus obras, son

muy buenos ejemplos. El punto de inflexión radical es la consideración de la

autobiografía como un género “literario” (2005: 307):

A su vez, como vienen demostrando muchas prácticas literarias desde

Lazarillo de Tormes, Teresa de Cepeda o Diego Torres de Villarroel a nuestros

días, la frontera que separa la vida de la ficción ha sido desplazada a

consecuencia de la constitución de la literatura autobiográfica en género.

Jugando con esa calculada ambigüedad, ciertos autores han contaminado de

ficción su vida (para mitografiarse) y han colmado de hechos reales sus textos

literarios, a fin de confundir a sus lectores y, posteriormente, a sus críticos y

estudiosos, que se hallan divididos al atender a su vida o a las novelas para

proceder a una interpretación de su pensamiento.

Dado lo cual, la mixtificación genérica, como en cualquier otro caso de literatura

reciente, se puede dar de forma constante y dar lugar a modalidades híbridas, caso este

de la autoficción. Y la dificultad de distinguir entre distintas modalidades se hace

especialmente ardua porque no existen rasgos pertinentes que supongan diferencias

sustanciales o, como explica Puertas Moya, esos rasgos son únicamente extratextuales:

“que tienen más que ver con la credibilidad que el lector concede al escrito, que a la

utilización de lugares, personajes y hechos históricos de los cuales pueden darnos fe un

atlas, un diccionario enciclopédico, un callejero o un manual de historia universal”

(2005: 309). La única posibilidad de la autoficción es un pacto con el lector – que se ve

afectado sólo parcialmente en la autobiografía – en el que el texto es un mero fedatario.

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Marie Darrieusecq considera el tipo de narración como una variante subversiva de

la primera persona, rompiendo el principio de todo realismo: el nombre propio. Al

respecto de este asunto narrativo, se expresaba de esta manera en el diario Le Monde

(1997:19):

Il y a bien là une sorte de fraude; mais, réellement, subversive. Pourquoi

ne pas, effectivement, prendre l’autofiction au pied de la lettre et la rapprocher,

comme elle le réclame, du ‘roman à la première personne plutôt que de

l’autobiographie? Rien n’interdit d’imaginer, et d’écrire, un roman à la première

personne où le nom du narrateur soit le même que le nom en couverture. Rien

n’interdit -quelle loi littéraire?- de s’inventer de toutes pièces une vie en

l’étayant de codes autobiographiques. C’est là que l’autofiction devient

vertigineuse: l’identité, dernier rempart du réel, ultime ‘critère légal’ du pacte

autobiographique, l’identité devient fiction.

En España, Manuel Alberca ha trabajado sobre el tema de la autoficción en

lengua castellana a partir de dos interpretaciones posibles para el género. La primera de

las posibles narraciones de autoficción sería aquella en la que el autor se borra del texto

o se convierte en otro. La segunda, cuando conserva su verdadero nombre y su

identidad, pero inventa otra personalidad u otra existencia. En este caso, el autor se

hallaría adherido a un personaje ficticio que tendría su nombre. Haciendo propia un

definición del investigador francés Lacarme, propone una definición de género basado

en el pacto y en la identidad (1994: 227):

L’ autofiction est d’ abord un dispositif très simple: soit un récit dont

auteur, narrateur et protagoniste partagent la même identité nominale et dont l’

intitulé générique indique qu’ il s’ agit d’ un roman.

Su interesante libro El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la

autoficción (2007) propone algunas vías de estudio para averiguar la trascendencia que

está teniendo esta modalidad en la literatura actual. En un primer momento demuestra la

aparente contrariedad que subyace en la aparición de la novela de autoficción, por

cuanto surge en el momento de mayor auge de las teorías posmodernas de

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deconstrucción de la identidad, momento en el que se reclama, sin embargo, una mayor

necesidad de autor y de éste en su forma textual. Si Foucault había declarado la

extinción del sujeto, la teoría autobiográfica era imposible. Y, sin embargo, de esas

cenizas surge la autoficción. Para Alberca (2007: 31): “las autoficciones tienen como

fundamento la identidad visible o reconocible del autor, narrador y personaje del

relato”, donde identidad viene a ser sólo un hecho aprehensible del enunciado, una

relación entre autor y protagonista. Este tipo de textos supondrían una suplantación del

autor heredada de la lógica sociedad actual en la que existe un sobredimensionamiento

del yo, que, desprestigiado, por otro lado, obliga a ir inventando “yoes” a medida. Esta

identidad supone, en el caso de la autoficción, una aceptación personal que no se daría,

curiosamente, en otras modalidades de la autobiografía. Así lo explica Cedena Gallardo

(2004: 101):

El autor de la novela autobiográfica se acepta a sí mismo, mientras que el

intimista no llega a hacerlo, siempre a la espera de un cambio que no llega. Uno

fija la persona de un tejido novelesco y la produce en el exterior; el otro la deja

sumisa a la realidad de los días que se suceden y oculta a los otros.

La mayor parte de las definiciones hacen referencia a aquellos textos narrativos de

ficción en los que aparecen elementos autobiográficos demostrables. Todo ello sería

aparentemente normal si no nos encontrásemos ante ese momento histórico en que

hemos dado en considerar la autobiografía como un imposible. Se pregunta, entonces,

Alberca cómo explicar que los autores reclamen para sus obras de ficción valores

autobiográficos.

Y, por otra parte, nos encontramos con otros muchos autores que, ante las

insistentes y permanentes preguntas de sus encuestadores sobre si sus novelas son

autobiográficas responden, casi de continuo, con un no relativizado. Para Alberca

(2007: 50) “buscan, quizá una posición segura en la ficción desde donde defender o

justificar su falta de convicción, valor o fuerza para hacer frente al reto que siempre

supone contar la vida de uno mismo sin distanciamientos novelescos”.

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Lógicamente es difícilmente deslindable lo autobiográfico de lo ficcional y buscar

al hombre en el relato no es ni justificable, ni oportuno, ni, seguramente, aporte gran

información sobre la adscripción a una modalidad u otra. Lo que sí parece claro es que

el conocimiento de la vida del autor permite comprobar ese grado de autobiografismo

que el lector deberá deslindar de lo que sean signos literario ficcionales, aunque el lector

termine por integrar ambos en la lectura “sin perder totalmente su referencialidad o

factualidad externas” (2007: 62).

Hemos estado comprobando la dificultad de deslindar los territorios propios de la

autobiografía de los de la novela. Incluso hemos comprobado cómo existen diferentes

grados de implicación del autor y su vida en la obra publicada que van desde la novela

de costumbres hasta la autobiografía propiamente dicha según la definición de “pacto”

de Philippe Lejeune.

La cuestión teórica a menudo se vuelve hacia dónde se coloca la autobiografía

dentro de los estudios genéricos. Claro está que la escritura autobiográfica puede

adoptar formas muy diferentes, pero alguna de ellas, que ha cobrado interés mayor en

los últimos tiempos, requiere más atención, por cuanto son percibidos como

esencialmente literarios, situados más cercanos al género novelesco que a la escritura

propiamente autobiográfica. ¿Dónde podemos encontrar, pues, la literariedad de este

tipo de escritura?

Genette (1993) había establecido dos tipos básicos de literariedad, por un lado, el

llamado “relato ficcional”, basado en un criterio temático que reside en que su

contenido es puramente imaginativo. Por otro lado, aquellos textos, que se recogerían en

los denominados “relatos factuales o de dicción”. En estos últimos, la literariedad

quedaría impresa por criterios puramente subjetivos siempre revocables.

Ahora bien. Hay un tipo de textos en el que uno y otro tipo se entremezclan y

parecen mostrarse en uno y otro modo. Si atendemos a la idea de pacto autobiográfico,

es reconocible en este tipo de textos, sólo a veces.

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Romera Castillo (2006: 319) ha tratado el tema a través del análisis de Tiempo de

Silencio, la novela de Martín Santos. Citando a Tomachevski explica que lo

autobiográfico sería una clase dentro de la parcelación literaria, clase constituida, a su

vez por un conjunto de tipos como los diarios o las memorias u “otras modalidades de

escritura que no son específicamente puras: biografías, libros de viajes, crónicas…”

En Tiempo de silencio, existirían elementos situacionales como “ejercicio de la

medicina, la investigación, la vida en las pensiones, burdeles, conferencias, tertulias

literarias, cárcel”… (329) que remiten a elementos de la vida del autor e incluso algún

personaje que refiere personas reales conocidas por el autor, acaso de Matías, a quien se

ha relacionado con Juan Benet.

En esta línea podríamos encontrar un buen número de novelas que responden a

este criterio de ser, esencialmente, novelas, aunque en su trama aparezcan fragmentos,

elementos y señales narrativas que remitan de forma más o menos descifrable, a la vida

conocida del autor. Podríamos señalar el caso de El árbol de la ciencia, de Pío Baroja,

en el que algunos episodios tienen su correlato en las memorias del propio Baroja, por

lo que podemos identificar de manera textual la pertenencia de esos episodios con la

vida del autor. Pérez Bowie (1996), por ejemplificar algo más, ha estudiado algunos de

estos aspectos en la obra de Vázquez Montalbán, como es el caso de la aparición del

General Franco como personaje en alguna de sus obras. Podemos decir, por lo tanto,

que estas novelas pertenecen a esa compleja modalidad de la autoficción. Bien es cierto

que son muchas las novelas en las que podemos entender dichos episodios de vida

propia. No consiste el estudio de la autoficción en indagar en ciertos momentos de

referencialidad de la ficción hacia la vida; la materia de la que se extrae la literatura es

muy amplia y la ficcionalización de la realidad es algo que se mueve a menudo entre el

terreno de la verosimilitud y el de la verdad. La novela del XIX es un buen ejemplo de

cómo la realidad penetra en la ficción sin contaminarla. Sin embargo, estamos hablando

de procesos textuales en los que somos capaces de leer exactamente los mismos hechos

en textos autobiográficos y en textos de ficción. Nos referimos, no sólo a autobiografías

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o diarios, sino también a entrevistas, declaraciones públicas, biografías de otros autores

e incluso las referencias bio-bibliográficas que del autor aparecen publicadas.

Esta mezcolanza de ficción y autobiografía se puede producir de dos formas

distintas. Romera Castillo (2006: 29-33) cita ambas bajo los títulos de “autobiografiar lo

ficcional” y “ficcionalizar lo autobiográfico”. En el primero de los casos encontraríamos

novelas de tono intimista en las que el yo mantiene durante toda la narración un fuerte

nivel significativo. Algunas obras de este tipo serían El jinete polaco y Ardor Guerrero,

de Antonio Muñoz Molina, Autobiografía de Federico Sánchez (1977), de Jorge

Semprún , Penúltimos Castigos, de Carlos Barral, y algunas obras de Goytisolo (Luis) o

Enriqueta Antolín. A estas novelas de corte autobiográfico son las que se han venido a

clasificar bajo el título común de “autoficción”. Pero también podemos encontrarnos

con el caso complementario de aquellos textos que, bajo el paraguas del pacto

autobiográfico atienden a su proximidad con la literatura de ficción, con la novela. Este

sería el caso manifiesto de las memorias de José Manuel Caballero Bonald en sus dos

tomos, Tiempo de guerras perdidas y La costumbre de vivir, publicados bajo el

subtítulo de La novela de la memoria I y II, respectivamente. Además del subtítulo, el

propio autor reconoce que la aportación de materiales por parte de la memoria,

falseadora la mayor parte de las veces, no se diferencia mucho de la aportación que nos

dicta la imaginación (1995: 245):

A fin de cuentas, el hecho de redactar unas memorias, también equivale

a montar una novela a partir de la memoria. El suministro de mentiras no es en

este caso sino una norma subsidiaria, casi un factor inexcusable dentro de la

propia dinámica imaginativa de la ficción. ¿Qué crédito se le puede otorgar a

estas difíciles evocaciones? No soy capaz de calcularlo, aunque la verdad es que

tampoco sería ya recomendable cambiar de tácticas deductivas

Podemos encontrar, pues, no pocas formas de realizarse la autobiografía en la

actualidad que van desde las realizaciones más clásicas de los diarios y memorias hasta

las novelas de contenido más o menos autobiográfico. Alicia Molero de La Iglesia

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(2000a: 533-534) ha señalado estas diferencias enmarcando éstas en tres categorías. En

un primer grupo, aquellas que “pretenden narrar hechos de la vida de quien escribe y

cuyo interés radica exclusivamente en el contenido de esa existencia”. Una segunda

estaría formada por los textos que, además de contar una vida pretenden “hacer una

narración artística de lo vivido”. Y, finalmente, aquellas novelas cuyo personaje

representa al escritor. En este último caso, como venimos diciendo, se encuentra la que

se ha venido a denominar literatura de “autoficción”, texto que no se lee ni como una

novela ni como una autobiografía propiamente dicha y que comparte rasgos que

provienen de uno y otro género. Muchas de ellas han aparecido bajo el marchamo

editorial de “novelas”. Estos textos utilizan elementos autobiográficos y el sujeto

protagonista se refiere a la persona del autor, pero también está claro que la naturaleza

del enunciado es eminentemente ficticia y así es declarado por ellos mismos.

Queremos citar, a continuación, la excepcional acogida que ha tenido el término

de autoficción en la crítica actual. Si bien no es nuestra intención, en esta breve

aproximación a los estudios sobre autobiografía, dar cuenta de toda la producción

teórica al respecto, no queremos dejar pasar la ocasión de atender a algunos aspectos

bibliográficos que hemos consultado sobre la autoficción. Los primeros son,

lógicamente, los de Manuel Alberca. Aparte de la reciente publicación de su libro El

pacto ambiguo. De la novela a la autoficción, (2007) que recoge algunos artículos

anteriores, podemos citar “¿Existe la autoficción hispanoamericana?” (2005-2006), en

el que hace un recorrido por los posibles textos que componen la autoficción en la

literatura americana en español. También José Romera Castillo ha tratado de la

autoficción en su artículo “Actualidad y formas lingüísticas de la escritura

autobiográfica en España” (2002)7. Alicia Molero también se ha ocupado de la

autoficción. Su artículo “Autoficción y enunciación autobiográfica” coincide con

Manuel Alberca en buscar una solución socio histórica a la abundancia de escritos

autobiográficos en España, llegando a la conclusión de que todos ellos están al margen

7 Puede encontrarse el artículo completo en: http://www.uned.es/centro-investigacion-SELITEN@T/pdf/autobio/I1.pdf

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de las leyes del discurso histórico (2000b). Es también interesante su artículo sobre la

autonovela, “Figuras y significado de la autonovelación”, en el que se revela la

diferencia entre las novelas subjetivas en primera persona de nuestros últimos años,

frente a las novelas en tercera persona de principio de siglo, en las que la autobiografía

se utilizaba en términos de historicismo, para reflejar cierta situación social. La

autoficción resultaría lógica en un momento de vuelta al intimismo literario. Todos

estos artículos que hemos ido citando y otros de interés están recogidos en la dirección

digital www.autoficcion.es, página dedicada exclusivamente al estudio de esta

modalidad de la autobiografía y que recomendamos como un apoyo importante para

quien quiera ahondar en esta cuestión, sobre todo para quienes busquen profundizar en

los terrenos de la teoría de la autoficción, fundamentalmente en la literatura francesa,

quizá la que, por el momento, más trabajos ha aportado a este aspecto concreto de los

estudios autobiográficos.

1.4.4.- Otras modalidades

1.4.4.1.- Autobiografía y biografía

Aparentemente, el nombre de la autobiografía proviene del de la biografía. Sin

embargo esto no quiere decir en absoluto que la forma y estructura de la autobiografía

también tengan que ser herederos de aquella. La relación entre ambas afecta a muchos

aspectos coincidentes, de entre los cuales cabe entresacar los siguientes.

El término biografía tiene sólo doscientos años; no se sabe que fuera usado antes

del XVIII. Se venía utilizando el término “vida” desde Plutarco. Pero como “biografía”

significa escribir una vida, el proyecto descansa en un doble postulado: por una parte

que una vida humana puede ser contada o traducida en palabras y por otra, que en la

medida que las palabras permanecen escritas, una vida humana puede ser preservada de

la muerte, es decir que el idioma puede perpetuar la vida. Lo único discutible aquí es la

posible sustitución de una vida por el idioma.

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La laudatio latina como forma de elogio fúnebre adopta la estructura de hablar de

la familia y los antepasados, su carrera pública después y finalmente las virtudes por las

que merecía perpetuarse. Esto es, de alguna manera, intentar perpetuar la vida por el

idioma.

Otro camino fue la enseñanza de la Iglesia. Los evangelios de Lucas y Mateo

contienen las consideraciones lógicas sobre los antecedentes familiares y genealógicos

de Jesús. Todo ello influyó en la lógica aparición de las hagiografías o vidas de santos.

Cuando se comienzan a escribir “vidas”, no se sigue necesariamente la estructura

de las laudatio. La vida de los héroes se narra cronológicamente, pero no es la

estructura el fin de estas vidas, sino la exposición de algunos temas o digresiones más

relacionadas con ciertos aspectos de carácter psicológico o personal.

Los antecedentes literarios habría que buscarlos más por el lado de las memorias o

de la novela que por la estructura de la biografía.

Los críticos que atribuyen a la biografía algunas influencias como el orden

cronológico se equivocarían pues los modelos de autobiografías suelen ser

autobiografías anteriores a aquellas y, lo que es más, es imposible en una autobiografía

seguir absolutamente el orden cronológico. Lo que realmente tienen en común es el

hacer de la vida de un hombre el tema de un libro.

Sin embargo, entre las diferencias podemos hallar que ninguna autobiografía

finaliza con la muerte del personaje, no así la biografía. Si el autobiógrafo pretende

triunfar sobre la muerte, el biógrafo demuestra que la memoria del personaje se

perpetuó más allá de su muerte.

Al no saber el autobiógrafo triunfará realmente sobre la muerte se le añade

también el que hecho de que el autor busque un sentido a su vida. Aunque no sepa, tras

su muerte, si ésta le desmintió.

Otras cuestiones importantes en la distinción de ambas son el papel que la verdad

juega en ellas o el orden de presentación de acontecimientos. Goethe llamó a sus

memorias Poesía y Verdad, demostrando que el autobiógrafo trabaja con materiales de

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carácter subjetivo, mientras que el biógrafo lo hace con elementos extraños a él. Por

otro lado, para la autobiografía y para la biografía el orden suele ser el mismo, el

cronológico. Pero el biógrafo puede escribir sobre la infancia de su personaje

omitiéndolo que sepa de episodios posteriores, algo que no puede hacer el autobiógrafo.

Por decirlo de otra forma; mientras que para el biógrafo el personaje va

envejeciendo y dispone la obra del nacimiento a la muerte, para el autobiógrafo, la vejez

no es un principio de construcción, sino la parte de la vida –y de la narración- que le

conduce a la muerte. El biógrafo se interesa más por el término de la vida que narra, en

el otro caso, suele importar más la infancia.

1.4.4.2.- Autobiografía y novela

La literatura española tiene mucho que decir en cuestión de identificación entre

novela y autobiografía. Quizá los primeros pasos de la vinculación entre la ficción

narrativa y la escritura autobiográfica. La vida del Lazarillo de Tormes es una de las

primeras apariciones de la narración con forma autobiográfica hasta el punto de fijar

una de las características genéricas del género picaresco que pasa por la Vida del

Buscón, de Francisco de Quevedo, Vida y hechos de Estebanillo González, o la Vida y

hechos del pícaro Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán. De igual manera, En El

ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, nos encontramos con el episodio de

Ginés de Pasamonte, en el que el libro que deja empeñado en la cárcel responde a su

propia autobiografía, como testimonio de verdad:

-Y cómo se intitula el libro?- preguntó Don Quijote.

-La vida de Ginés de Pasamonte- respondió el mismo.

-Y está acabado?- preguntó Don Quijote.

-¿Cómo puede estar acabado- respondió él- si aún no está acabada mi vida?....

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Aspectos autobiográficos que apunta Romera Castillo y que vienen a responder a

una identificación entre autor y personaje (1981b).

Y, resumiendo todo lo posible, cómo obviar la difícil delimitación entre ficción y

vida que se produce en el XIX, con mención expresa a Torres Villarroel y su Vida.

Venimos, pues, a decir, que el género de la novela nace muy cercano a la

introspección autobiográfica o la literatura del yo, más como una modalidad narrativa

de ficción que como un origen autobiográfico propiamente dicho. Por ello hemos de

tratar la cercanía y diferencias que existen entre ambos.

Entre las semejanzas que podemos encontrar, descubrimos que la narración

autobiográfica es heredera de la tradición novelesca, algo que en principio parece

normal, puesto que la novela lo precedió y ciertos procedimientos narrativos pueden

haber sido tomados de aquella. De hecho, explica May, la narratología o la búsqueda de

una poética para la novela lleva a resultados que en el caso de la autobiografía serían

más que discutibles.

Pero también parece evidente que la narración en primera persona ha sido usada

en primer lugar por los memorialistas. Este uso parte de la novela romántica, llega a la

autobiografía y de esta y las memorias a la novela en primera persona. También es

cierto que la novela lo encuentra antes en las memorias. Tal es así que, cuando la

autobiografía lo encuentra en la novela, esta narración en primera persona ya venía

perfeccionada.

Lo común es que ambos géneros se proponen contar la vida de un personaje.

Invirtiendo los papeles que en el punto anterior exponía, también es posible que la

autobiografía preceda a la novela, por el hecho de que el lector ha leído tantas novelas y

biografías que ya sea imposible de distinguir características de una u otra. Lógicamente,

esto no implica que una autobiografía no pueda ser leída como novela, cuando el lector

sabe de este hecho, es decir; independientemente de que sepamos que estamos leyendo

una autobiografía, seguimos leyendo una historia que puede ser leída como tal,

independientemente de que la vida de su protagonista coincida con la vida del autor.

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May habla del aspecto vívido de la autobiografía en el sentido de que depende del

lector que debe consentir en confiar en la identidad de autor y personaje. Es decir, el

lector cree en la existencia de quien escribe y en la fidelidad de la narración.

Podría haber una contradicción en la necesidad que tiene el lector de buscar la

verdad en la autobiografía y la imposibilidad de esta para contarla con total exactitud.

De esta manera, podemos establecer ciertas diferencias de fondo entre uno y otro

género.

Lo que distingue a una de otra, pues, es que una se ofrece como verídica y otra

como imaginaria, lo que Lejeune llamó pacto autobiográfico, un modo de lectura más

que de escritura

La otra diferencia estriba en la sustancial diferencia entre el héroe novelesco y el

autobiográfico. Creemos en la existencia del personaje pues nos es atestiguada por la

existencia del autor. Aun cuando el autobiógrafo viole su promesa de sinceridad, la

identidad existe.

Puede ocurrir que la novela sea, como dijo Lejeune, una forma de expresión

autobiográfica; no son pocos los novelistas que así lo han atestiguado en sus obras y en

sus declaraciones públicas. Así, no es sólo cuando se tiene pretensión de escribir la

propia vida cuando se expresa la personalidad. Y esto valdría para compararla con

cualquier género literario. Más adelante lo comprobaremos cuando analicemos los

textos denominados de autoficción, fundamentalmente novelas, en los que la ficción

aparece salpicada de referencias autobiográficas. Esto nos llevaría a comprobar las

uniones que enlazan novela y autobiografía y que, según May, conducen a una cierta

imposibilidad de distinción auténtica.

Podríamos considerar que toda novela tiende, entonces, a ser autobiográfica.

Cuando el autor es a la vez novelista y autobiógrafo, siempre se recurre a esta última, la

autobiografía, cuando se quiere explicar la primera. Desde que estamos dispuestos a

reconocer que el novelista extrae siempre los materiales de su obra de un mismo fondo

que es el de su experiencia personal y también que la novela conserva alguna huella de

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ese origen, se vuelve imposible distinguir las novelas autobiográficas de las que no lo

son. Entre otras cosas porque la imaginación se mezcla con la memoria. Hay que obviar

a esta idea cuándo debemos considerar a un novelista como un autobiógrafo. Son

muchas las modalidades de autobiografía que encontramos en un autor y que van desde

la entrevista a otro tipo de artículos más o menos autobiográficos. Es decir, desde el

momento en que reconocemos el más mínimo atisbo de autobiografía en una novela,

tenderemos a considerar dicha novela como autobiográfica, lo que supone un enorme

caudal de explicaciones del autor para negar esto último. Más adelante comprobaremos

hasta qué punto muchos autores reniegan de la condición de autobiografía en sus

novelas a pesar de que gran parte de ellas tenga como elementos referenciales episodios

autobiográficos ya escritos y publicados por el propio autor.

Todo esto lleva a May a clasificar los textos en función de la implicación de la

vida del autor en la trama de la novela.

Habría una primera banda en la que la personalidad del autor es menos invasora,

como la novela histórica o las de costumbres. En este primer caso, la vida propia se

difumina, entre otras cosas porque la novela suele hacer más referencia a

acontecimientos sociales que a aspectos personales.

En la segunda banda, las personales o biográficas centradas en un personaje pero

bastante alejado del autor como para que no halle identificación. Así ocurre, por

ejemplo Eugenia Grandet. La tercera abarcaría a novelas autobiográficas en tercera

persona como Madame Bovary; la cuarta, la novela autobiográfica en primera persona;

habría una quinta, la de la autobiografía novelada, presentada como autobiografía aun

cuando resulta evidente la fabulación. La sexta banda, la autobiografía con seudónimo.

Se diferenciaría de la novela autobiográfica en la actitud del autor que afirma que su

libro es una autobiografía en un sitio, y en otro una novela. Y finalmente, una séptima,

la autobiografía, que se caracteriza por la autenticidad de los nombres.

En resumen: la autobiografía mantiene relaciones con muchas otras formas

literarias, pero los que mantiene con la novela son privilegiadas. Con las memorias y la

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biografía tiene lazos genéticos, con el diario íntimo el lazo sería de esfuerzo común por

evitar el tiempo.

José Romera Castillo (2006) hace un interesante recorrido por estos subgéneros de

la escritura autobiográfica y determina las siguientes diferenciaciones. En primer lugar,

la autobiografía y las memorias, por cuanto la primera se distinguiría de la segunda en

que se centra, fundamentalmente en la vida, mientras las memorias lo harían en los

contextos en las que estas se desarrollan. Los diarios tendrían carácter fragmentario y en

ellos el receptor y el emisor serían la misma persona en ese proceso circular que sólo se

rompería al ser publicados, pasando a convertirse en receptor el lector. Estarían

condicionados por la inmediatez de los sucesos y la brevedad, pues, de los aspectos

tratados. Distingue Romera Castillo entre diarios íntimos, que no tienen intención

alguna de ser publicados; los diarios íntimos publicados, cuyo autor tendría esa

intención al final de su vida de forma póstuma (caso de André Gide); o los “dietarios”,

que suelen ser textos sin unidad alguna salvo la que les aporta la vida del autor. Suelen

ser a menudo apuntes dispersos con intenciones y temas diversos como los que han

venido publicando Andrés Trapiello o José Jiménez Lozano. Por otro lado debe

prestarse especial atención como texto autobiográfico, a los epistolarios, para algunos

autores la mejor autobiografía de un autor, hecha con la intención de quedar oculta e

íntima y, por ello, sin la presencia amenazadora de un lector que incida sobre la

creación. Los autorretratos o autodescripciones –pintarse con palabras, al fin y a la

postre- se encuentran también entre los que ocupan esta escritura autobiográfica; y

finalmente señala las novelas autobiográficas, de las que nos ocuparemos en el siguiente

epígrafe, y los poemarios y ensayos autobiográficos. Mención aparte requerirían

también las biografías dialogadas, las conversaciones con los autores, los recuerdos o

testimonios personales, las crónicas, las autobiografías noveladas, y los libros de viajes,

de los que también vamos a ocuparnos más adelante.

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2.- ESTUDIOS SOBRE EL SIGNO ESPACIAL EN LA NARRACIÓN AUTOBIOGRÁFICA

Vamos a referirnos, a continuación a aquellos estudios que hacen referencia al

signo espacial. Lógicamente no podemos deslindar los que se han propuesto estudiar el

signo en la narrativa de ficción y los que se han centrado solamente en la autobiografía.

El problema es doble. Por una parte, y como hemos venido viendo en la primera parte

de este estudio, no es tan sencillo deslindar escritura autobiográfica y escritura ficcional.

Por otro lado, los últimos años han venido destacando por una proliferación de géneros

o modalidades híbridas que van desde la novela autobiográfica hasta la autoficción y

que nos llevan a poner en duda una división clara. Si, como hemos apuntado ya,

Foucault proclamaba la muerte de la identidad y, en último término, la imposibilidad

teórica de deslindar autobiografía de ficción; y si, por otro lado, las novelas que se

vienen publicando desde hace unos treinta años hasta hoy, son profundamente

autobiográficas, nuestro estudio se mueve en un terreno pantanoso. El ejemplo de Ávila

que veremos en la segunda parte de este trabajo, apunta a una ficcionalización espacial

que está permanentemente presente en la escritura autobiográfica, lo cual nos impide

hacer un distinción radical entre géneros.

Así que tendremos que entrar, siquiera sea algo de puntillas, por este proceloso

territorio sin apartar de nuestro camino el estudio de la narrativa de ficción, por cuanto

nos va a ser necesario en adelante.

2.1.- Espacio y tiempo en la ficción y la autobiografía

El espacio, los lugares que transitamos y sentimos son un fundamento narrativo de

primer orden. Lo han sido desde siempre y nos parece incuestionable que una novela

señale los espacios presentes en la trama con la normalidad con la que nosotros mismos

vivimos nuestros sitios cotidianos: la casa, el bar, las calles… No ponemos en cuestión

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la aparente elementalidad de la aserción cervantina “En un lugar de la Mancha de cuyo

nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía…” , que enmarca el

posterior desarrollo de la novela moderna, en la que ese espacio y ese tiempo, a veces

referencial, a veces mítico, configurará la nueva manera de entenderla.

No obstante, el espacio y el tiempo han aparecido siempre vinculados a otros

temas de preocupación humana, a otras obsesiones que se han reformulado en torno a

signos de carácter temporal o espacial. En el caso del tiempo, es inevitable las

referencias a la historia o al tema de la muerte. En el del espacio, la simbología viene a

asociarlo a lugares obsesivos y recurrentes, en muchas ocasiones cercanos a sus

referentes inmediatos, en otras, a lugares míticos o cargados de significado psicológico.

Incluso a espacios imaginados que no se corresponden con referente alguno. Bien es

cierto que el problema del espacio y el del tiempo, como decimos, han estado asociados

a otros temas de preocupación humana. Pero no podemos olvidar que el espacio en la

narración siempre nos propone espacios irreales, aunque los referentes sean explícitos y

reconocidos. Propongamos algunos ejemplos significativos.

Cuando Cicerón, Horacio, Quevedo o cualquier autor barroco se preocupan del

tiempo, en realidad lo están haciendo por la muerte; o cuando Oscar Wilde paraliza el

tiempo de Dorien Grey, lo hace pensando en el peso de la desesperación y el orgullo.

No es tanto el tiempo narrativo su preocupación; el tiempo en su transcurso se convierte

en un protagonista de la novela. Así, el retrato se convierte en una instantánea de un

momento preciso, un parón temporal. Este argumento del retrato ha sido el responsable

de otras producciones literarias. Algo similar nos explica, por ejemplo, Giovanni Papini

(1972: 110) cuando nos sitúa ante un personaje obsesionado por la idea de plasmar su

retrato por cuantos pintores se cruzan en su camino. El retrato es también aquí una

fijación temporal, una instantánea que detiene el tiempo del personaje quien, por ello,

pretende detener el tiempo de la narración que, muchas veces, se convierte en un bucle

que une dos momentos diferentes de la trama. Tras comprar uno en el que no se

reconoce, lo guarda durante años:

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Durante aquel espacio de tiempo, muchas cosas dolorosas había absorbido mi

vida y no había pensado ni en Hartling ni en su retrato. Me sentía envejecido y

completamente cambiado, y sonreí al recordar la rabia que me hizo ir corriendo a

Venecia para rescatar aquella deformidad calumniosa. Abrí la caja y puse el retrato en

el suelo, apoyado contra el muro, bajo un gran espejo. Cuál no sería mi estupor cuando

me di cuenta de que el retrato “¡Ahora se me parecía!”.

El tiempo en narración no puede aparecer sin mostrarse en los lugares y, por tanto,

nos hace también referir los espacios literarios a los que aparece vinculado. Cuando

Carlos Fuentes (1992: 6-8) relata en su narración histórica el momento preciso del

nacimiento de la América hispana, unifica en la historia del Continente los momentos y

los espacios históricos que desembocarán en el nacimiento de la hija de Hernán Cortés y

de su mujer: la primera mestiza que habla español simboliza la unión, no sólo de una

historia común, sino de dos lugares que vienen siendo narrados a través de su historia,

en un único momento y en un solo espacio. La narración parte, como cualquier

cosmogonía, de un espacio vacío que va llenándose de lugares y cosas hasta conformar

un mundo (1997: 4):

AMÉRICA fue una vez un continente vacío. Todos los pueblos que han

pisado nuestras playas o cruzado nuestras fronteras, físicas o imaginarias, han venido

de otra parte.

Y, como ocurre también en los relatos bíblicos, la creación de un espacio y de un

tiempo implica, de manera necesaria, el final de ese tiempo. O lo que es lo mismo: la

consideración de la creación como una narración, implica un comienzo y un desenlace.

Por ello, concluye todo con la aparición de una suerte de mesías generador, vinculado

con la antigüedad y en el que surge un nuevo espacio y un nuevo tiempo. Por ello, ese

tiempo se explica mediante la aparición de oposiciones como vida / muerte (1997: 5):

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Y La Malinche parió hablando esta nueva lengua que aprendió de Cortés, la

lengua española, lengua de la rebelión y la esperanza, de la vida y la muerte, que

habría de convertirse en la liga más fuerte entre los descendientes de indios, europeos

y negros en el hemisferio americano.

Tiempo y espacio vienen, pues, a unirse en una corriente literaria que se ha ido

conformando de manera simbólica a través de los textos que han ocupado la historia

literaria en todas las lenguas.

La apreciación del espacio como un símbolo es tan antiguo como los primeros

textos literarios o filosóficos que conocemos. El mito de la caverna platoniano es la

representación simbólica de un espacio que no representa sólo el lugar del relato, sino el

significado mismo del relato. Es el lugar, pero es también la razón de ser del hombre en

el pensamiento de Platón, hasta el punto de que serían impensables obras como La vida

es sueño, de Calderón de la barca o un buen número de narraciones de lo que hoy

denominamos narraciones de ciencia-ficción.

Pero, más allá de las historias de ciencia-ficción, la dificultad que entraña narrar

es también la dificultad de crear un tiempo y un espacio propios a la narración. Es

decir; un texto puede incorporar al tiempo y al espacio como temas propios de la

narración, vinculados a la historia de forma que se nos aparezcan como protagonistas de

la trama. Pero, además, la historia necesita de un tiempo y un espacio propios para

desarrollarse. Podremos considerar al tiempo un tema de la narración de Carlos Fuentes

o de Óscar Wilde, pero la propia narración estará contenida en sus propias fronteras

espacio-temporales.

Si, por tanto, el espacio y el tiempo en una narración se comportan como signos

pueden, igualmente, convertirse en símbolos. La historia de la literatura está llena de

ellos. Lugares que son más que sitios y que condicionan a los personajes y las acciones

de la historia.

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Vamos a poner algunos ejemplos de simbolización espacial que han ido

registrándose a lo largo de la historia y en los que el espacio se ha simbolizado hasta el

punto de convertirse en un tópico desarrollado y enriquecido a través de los años.

Esto, el proceso de simbolización ha venido ocurriendo, desde antiguo, como

venimos comprobando, en los viejos textos de carácter religioso de prácticamente

cualquier lugar. Cuando los antiguos relatos bíblicos, o aquellos textos de la tradición

religiosa más oriental, nos refieren los apartamientos místicos a los desiertos, tampoco

se nos escapa que nos hallamos ante un lugar cargado de un simbolismo que ha

contagiado otros tantos textos de muy diferente tipo. Así, lo que denominamos relatos

populares y también las novelas de caballerías, han ido dotando a ese lugar desierto de

ciertas características significativas singulares, de las que podemos destacar la

evocación religiosa y asexuada donde anacoretas y caballeros se enfrentaban a idénticas

pruebas y pulsiones. Este espacio vacío o “anti-espacio”, tiene su contrapunto en otros

lugares simbólicos.

Por ejemplo, en los viejos cuentos tradicionales, el bosque ha sido poblado por

quienes se encontraban fuera de los condicionamientos sociales del momento, dando

lugar a mitos como los hombres lobo, las brujas, o los fantasmas, quienes, por oposición

a los eremitas y caballeros terminaban por representar fuerzas del mal, seres alejados de

los preceptos morales y sociales que se han ido convirtiendo, igualmente, en símbolos

narrativos. Los espacios o lugares que se incorporaban a estas narraciones cobraban

también valor simbólico. Así, los palacios que podemos hallar en los bosques suelen

aparecer como lugares encantados, imaginarios y dotados de características maravillosas

o milagrosas. Frente a estos, las características de los castillos y fortalezas de las

ciudades. Todo ello afectaba, igualmente a las relaciones temporales del símbolo. En

aquellos, el tiempo se detenía y no respondía a las elementales normas de la cronología

humana. Y cuando el lugar se convierte en refugio, el halo de misterio permanece,

salvando incluso de la muerte y rompiendo y recomponiendo las normas elementales del

sentido común y de la coherencia social, como ocurre en Blancanieves o en la historia

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tradicionalmente conocida de Robin Hood. En el primero, el espacio mítico del refugio

en el bosque está poblado de seres protectores. En el segundo caso, el refugio del

bosque funciona a manera de madre naturaleza protectora.

Algo similar ocurre con el símbolo de los jardines, que han sido elementos

narrativos fundamentales desde la antigüedad más lejana. Los poemas bíblicos como el

Cantar de los Cantares o la propia descripción del Génesis, y, en general, todas las

cosmogonías conocidas, relatan la esencia del bien y la belleza como un jardín en el que

la muerte es negada, y, con ella, el propio tiempo. Este símbolo no es privativo de la

tradición judeo-cristiana. Es más, otros relatos de la cosmología clásica recurren

también al símbolo de los jardines. Recordemos que la tradición griega ya reconocía el

Jardín de las Hespérides como el lugar de las nupcias de Zeus y Hera, simbolizando el

ciclo de la eterna fertilidad.

Los mundos subterráneos también parecen recoger el valor simbólico de los

jardines y aparecen por doquier en los relatos de corte tradicional: cuevas llenas de

riqueza o de extraños seres pueblan las historias antiguas, desde La Iliada o la Odisea

hasta la contemporánea Viaje al centro de la tierra. También los relatos orientales,

como las recopilaciones de Las mil y una noches. También la historia de la literatura

española presenta el espacio de las cavernas como lugar de lo maravilloso. Lugar que

comprendió a la perfección Cervantes cuando hace descender a don Quijote al fondo de

la cueva donde se representará la mágica aparición de Merlín.

Si hay también un tipo de narración en el que se unen los signos de espacio y

tiempo, esas son las narraciones de viajes. Toda narración de viajes supone una

integración de ambos signos y también responde a las viejas narraciones tradicionales.

La Odisea es la narración de un viaje, como lo son muchas historias de Verne, para

quien espacio y tiempo son signos de evidente importancia narrativa: en La vuelta al

mundo en 80 días, la trama se desarrolla en torno a los espacios exóticos y la premura

temporal.

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De tal manera, el desplazamiento humano por los espacios es la perfecta unión del

espacio y el tiempo. Por un lado ocurre que el tiempo y el espacio se combinan a la

perfección en la trama: cada momento se enlaza perfectamente con un lugar. Por otro

lado, la narración de viajes suele corresponderse de forma más explícita con el tiempo

que emana de la narración misma.

El tema del viaje dota, pues, a la narración de una particular forma de entender el

espacio y el tiempo. Michel Butor (1964: 50) ha explicado cómo toda novela que cuenta

un viaje es siempre más clara que aquella que no logra acercarse metafóricamente al

lugar del referente:

tout roman qui nous raconte un voyage est donc plus clair, plus explicite que

celui qui n’est pas capable d’exprimer mètaphoriquement cette distance entre le lieu

de la lecture et celui où nous emmène le recit.

Por descontado, hemos de dedicar algunas líneas al proceso de simbolización del

espacio urbano. Son también los antiguos textos bíblicos los que han ido dotando a

ciertas narraciones posteriores de un lugar que define el significado del texto. Así,

Sodoma y Gomorra, como lugares de pecado que han venido a adquirir casi ese

significado denotativo; la también evangélica ciudad de Jerusalén cuyo significado

religioso ha adquirido incluso tintes políticos precisamente por su significado simbólico.

Los antiguos mitos orientales que han inflamado la memoria colectiva de occidente

desde los tiempos del romanticismo, han afirmado su memoria literaria desde ciudades

como Bagdad. Los ecos de las ciudades antiguas clásicas, desde Alejandría a Roma, han

configurado, no ya nuestra historia, sino principios de organización social puramente

urbanos, como el derecho de ciudadanía o la ley emanada del propio Derecho Romano.

Es decir, el espacio urbano tiene un carácter histórico y literario –por no hablar

directamente de una forma real y otra ficticia- que trasciende incluso a los textos y llega

a penetrar en la memoria colectiva de la sociedad occidental.

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Por todo ello, y, como veremos más adelante, la simbolización del espacio urbano

es trascendental en la configuración de muchos textos literarios, vinculado a otros

signos espaciales y, por supuesto, al signo temporal.

Todo esto para recorrer mínimamente y a manera de ejemplo, algunos de los

espacios simbólicos más presentes en la historia de la literatura escrita y de tradición

oral. Son símbolos espaciales que han mantenido un gran rendimiento narrativo y que se

han consolidado como símbolos de carácter histórico que, incluso, han abonado la

imaginación popular y folclórica hasta convertirse en lugares mágicos y religiosos. Pero

esto sería tema para un estudio aparte.

Ahora bien, todos estos lugares y temporalidades han podido abordarse desde

perspectivas teóricas muy diferentes. En primer lugar, hemos de trazar una línea en la

que acertamos a reducir el espacio, por muy simbólico que este se nos aparezca, a un

referente claro, un lugar suficientemente reconocible por los lectores, frente a aquellos

lugares de carácter genérico (cuevas, mares, desiertos…).

Por no hablar de la aparición en nuestro tiempo de una nueva significación

espacial, una nueva definición de “sitio” que, de forma denotativa, refiere un lugar

virtual, inexistente en la realidad física, pero fácilmente reconocible y nombrable, como

son los “sitios” de la red.

Nuestra cultura postmoderna ha descubierto cómo la virtualidad de los espacios

contemporáneos, los “sitios” de la red, han destrozado las perspectivas tradicionales de

tiempo y espacio, ya de por sí relativizados por las teorías físico-cuánticas que desde el

siglo XIX han puesto en tela de juicio la natural esencia del tiempo y espacio. En la red

todo funciona de una manera aparentemente paralela a la espacialidad habitual. Sin

embargo, podemos encontrar textos que creemos recién “colgados” de autores que, sin

embargo, están ya fallecidos: la automatización del sitio puede mantener la fecha

continuamente actualizada. O hacer una aproximación espacial a cualquier lugar de la

tierra, desde los satélites que envían imágenes desde el espacio. O visitar, en tiempo

real, lo que está ocurriendo en cualquier lugar del mundo mediante la colocación de una

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simple cámara web. O lo que ha supuesto una auténtica revolución narrativa, como

crear un mundo absolutamente falso y de carácter paralelo al referencial, como “Second

Life” en el que situar nuestra propia alteridad, con su heterónimo. En este mundo

podemos realizar transacciones económicas que tienen su repercusión inmediata en

nuestro espacio real. Podemos comprar territorios, conocer lo que se denominan

“avatares” o formas físicas de otros visitantes virtuales. E incluso, asistir a conferencias

y conciertos. ¿Qué hubieran pensado de todo ello Machado o Pessoa, quienes ya habían

hablado de esta heterogeneidad? ¿Qué importancia final tiene esto en nuestra

concepción habitual y en nuestra idea teórica sobre la espacialidad y la temporalidad?

¿Tiene alguna trascendencia narrativa?

Todo esto de lo que venimos hablando, nos ha dado una perspectiva nueva del

espacio y el tiempo. La perspectiva tradicional de cómo interpretar el signo del espacio

plantea problemas nuevos. Incluso cómo nos acercamos a novelas de hace años

considerando esos lugares que reconstruimos en nuestras lecturas, como si, de pronto,

fuésemos conscientes de que el espacio y el tiempo narrados se han convertido en los

protagonistas verdaderos de las historias. En definitiva, poco o nada nos puede

sorprender a los lectores actuales, la manipulación de tiempo y espacio narrativo de

cualquier tipo o forma, cuando estamos acostumbrados a manipulaciones espacio-

temporales del calado de las que se dan en los espacios virtuales de Internet o de los

nuevos juegos narrativos de los videojuegos. A un adolescente que ha crecido frente a la

pantalla y ha desentrañado los entresijos narrativos del signo espacio-temporal de la

serie cinematográfica Matrix, poco le puede sorprender cualquier distorsión narrativa en

la que espacio y tiempo aparezcan deformados por los recursos ficcionales utilizados en

la trama.

Está en la historia narrativa del siglo XX y XXI, como si espacio y tiempo se

hubieran convertido en elementos referenciales de primer orden en nuestro mundo. A

esta simbolización se le puede seguir el proceso histórico desde las teorías de Einstein

hasta nuestros días. Aquellas pueden considerarse como el origen de una nueva

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concepción simbólica de tiempo y espacio. Y ya en las cercanías de estos momentos

podemos rastrear su importancia literaria.

Descubrimos la preocupación por espacio y tiempo en el siglo XIX en no pocas

obras. Por ejemplo, Juan Ramón Jiménez titula Espacio y Tiempo a alguno de sus

libros. El siglo veinte parece comenzar condenado a contar en sus formas literarias con

estos dos signos, como elementos fundamentales. Podemos seguir a Proust, a Joyce o ,

en castellano, al propio Azorín quebrando la temporalidad narrativa tras leer a un

Nietzsche que señala la vigencia de un tiempo circular frente a la linealidad del tiempo

cristiano, abocado a un final apocalíptico, tras un comienzo creacionista. Esta sería, en

primer término, la primera ocasión en que nos encontramos con una revolución en la

concepción significativa de tiempo y espacio, devolviéndonos a la visión clasicista de

éstos –perdida, incluso, en el siglo XVI español y en todo el renacimiento europeo- y

que supone una quiebra de esa tradición judeo-cristiana.

Si a esta visión nietzscheana que salpica la creación literaria del siglo XIX

europeo añadimos, no ya la aparición de las teorías de la relatividad, sino su

generalización y divulgación hasta popularizarla en nuevas concepciones literarias,

podemos plantearnos cómo el espacio y el tiempo han conformado una nueva manera de

crear que ha llegado, incluso, hasta nuestros días. No es extraño que se tuviese en

mucha consideración esta teoría científica, desde el momento que incluso la madrileña

Residencia de Estudiantes programó, a principios del siglo XX, la presencia de Einstein

en su sala de conferencias, junto, por ejemplo, a T. S. Elliot8.

Esta interpretación temporal más o menos científica en la literatura ha tenido

cierto éxito, incluso hasta en la producción literaria más reciente, española o no. Citaré,

por ejemplificar, la reciente novela del norteamericano Alan Ligthman (1992: 13),

Sueños de Einstein, en la que un oficinista que se queda dormido sueña, sucesivamente,

historias sobre la diversa naturaleza del tiempo y el espacio:

8 Con la intervención directa de Machado, Juan Ramón, Ortega, etc., por entonces consejeros de la ILE.

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En la Marktgasse ocurre lo mismo. ¿Cómo podría saber el tendero que

cada jersey tejido a mano, cada pañuelo bordado, cada bombón de chocolate,

cada complicado reloj y cada brújula volverán al escaparate? Al atardecer, los

tenderos vuelven a su hogar con sus familias o beben cerveza en las tabernas,

llaman alegremente a sus amigos en los callejones abovedados, acarician cada

instante como una esmeralda consignada temporalmente. ¿Cómo podrían saber

que nada es temporal, que todo volverá a suceder? Una hormiga que recorre el

borde de un candelabro de cristal tampoco sabe que volverá al punto de partida.

Ligthman ha recogido en su novela la experiencia narrativa precedente en la que

espacio y tiempo forman una unidad significativa. La condena a la repetición de tiempo

y espacio de una idéntica manera recoge, además, la imaginería pre-cristiana vinculada

a la temporalidad clásica y a su recuperación nietzscheana: “vivir es ver volver”, en

palabras de Azorín.

Volviendo al valor literario de los signos de espacio y tiempo, hemos de reconocer

que, de alguna manera, la prevalencia del tiempo sobre el espacio nos resulta obvia, por

cuanto este es subsidiario de aquel. Y, sin embargo, nos parece que el espacio mantiene

cierta capacidad literaria de fijar el tiempo en una narración, en una trama. Así que, no

del todo el tiempo prevalece sobre el espacio. En ocasiones son los lugares de la

narración los que provocan la secuencia temporal. De alguna manera, el espacio es

reversible, parece poder contener al tiempo e, incluso, inmortalizarlo. La novela parece,

en ocasiones, ser testigo de esta posibilidad. Una teoría curiosa la propuso Aldous

Huxley (2000: 87). El autor anglo-americano consideraba el espacio narrativo como una

espacialización del tiempo:

Ahora bien, el espacio es un símbolo de la eternidad, ya que en el espacio

existe la libertad, la reversibilidad del movimiento, y nada hay en la naturaleza

del espacio, como sí lo hay en la del tiempo, que condene a los que en él están

implicados a la muerte inevitable, a la disolución. Aún es más, cuando el

espacio contiene los cuerpos materiales, la posibilidad del orden, el equilibrio,

la simetría y un patrón determinado surgen de inmediato: se trata de la

posibilidad, dicho en una palabra, de esa Belleza que junto con la Bondad y la

Verdad tiene lugar en la trinidad de la divina manifiesta. En este contexto hay

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que hacer mención de un asunto altamente significativo. En todas las artes cuya

materia prima es de naturaleza estrictamente temporal, el objetivo primordial

del artista estriba en espacializar el tiempo.

Teoría esta que parece contravenir la primacía temporal y que puede explicar,

como veremos más adelante, cómo la literatura de algunos novelistas españoles de XIX

terminan haciendo del espacio eterno y lento de los paisajes –Castilla en general y las

ciudades muertas en particular- la última batalla ganada a la temporalidad.

Para Huxley, pues, la esencia última de la creación artística sería la fijación del

tiempo en el espacio como remedio último a la condena inexculsable de la disolución

(2000: 88):

El poeta, el dramaturgo, el novelista, el músico, toman un fragmento de

un perpetuo parecer, en el cual estamos condenados a emprender nuestro viaje

de sentido único hacia la muerte, e intentan dotarlo de lagunas de las cualidades

del espacio, es decir, la simetría, el equilibrio, el orden (las características

generadoras de Belleza que son propias de un espacio que contiene cuerpos),

junto con la multidimensional y la calidad de permitir el movimiento en todas

las direcciones. Esta especialización del tiempo se logra en la poesía y en la

música mediante el empleo de rimas y ritmos, cadencias recurrentes, mediante

la constricción del material dentro de formas convencionales, como son las del

soneto o la sonata, y mediante la imposición, sobre el fragmento elegido, de un

comienzo, un medio y un final. Lo que se denomina construcción en el

drama y en la narración está al servicio de ese mismo propósito espacializador

El hecho de que todas las artes que se ocupan de las secuencias

temporales hayan intentado siempre espacializar el tiempo indica muy a las

claras la naturaleza de la reacción natural y espontánea del hombre frente al

tiempo, y arroja la luz sobre el significado del espacio en tanto símbolo de ese

estado intemporal, hacia el cual, por medio de todos los impedimentos de la

ignorancia, aspira consciente o inconscientemente el espíritu del hombre.

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Nos sirven estas palabras de Huxley para enlazar con los siguientes

razonamientos. Ciertamente, es difícil comprender la novela contemporánea –

muchísimo menos entender las diferencias genéricas, aunque esto lo veremos más

adelante- sin los conceptos de tiempo y espacio, al menos sin acercarnos a su

significación simbólica. El hecho de que el espacio simbolice la intemporalidad nos

lleva a considerar que hay signos espaciales que son más válidos que otros para

demostrarlo. En estos, el espacio se convertiría en una suerte de símbolo de lo

intemporal. La espacialización del tiempo nos vincularía con lo intemporal, ya que no

con lo eterno. Las ciudades viejas de Castilla, o la propia Brujas de G. Rodenbach,

como veremos, son espacios de lo eterno, contribuyen a fijar el tiempo, a mostrar

simbólicamente la eternidad.

La literatura de fines del XIX y de comienzos del XX nos dispone ante esta

tesitura creativa con una idéntica pretensión: convertir el espacio en el configurador de

una posible atemporalidad, de un tiempo cíclico y monótono. Esta densificación

temporal ha dado no pocas obras narrativas en la época.

No debemos extrañarnos de esta posibilidad. Es algo suficientemente obvio desde

que las novelas románticas de carácter gótico o los primeros relatos que podríamos

denominar de ciencia ficción consiguiesen invocar la importancia del espacio, no sólo

para fijar el tiempo en los aspectos significativos de la trama, sino como eje

fundamental para la construcción de la propia narración, de manera que, en todos

aquellos en los que el tiempo es el protagonista, el espacio lo es, necesariamente,

también.

Podemos encontrarlo yéndonos, quizá, algo lejos, donde nos encontramos con la

obrita de H. G. Wells (1995: 6) El nuevo acelerador, en la que un medicamento acelera

el tiempo personal de los protagonistas, dos investigadores que experimentan con un

nuevo medicamento que actúa sobre la conciencia temporal. Este juego incide, no ya en

la percepción temporal, sino en la espacial, y es el espacio el que sirve para tomar

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conciencia de esa aceleración temporal, con lo que se consigue contemplar un tiempo

alrededor casi detenido, un espacio, por lo tanto, inmóvil:

Seguí la dirección de su mirada y vi el extremo de la cortina, como si se

hubiera quedado petrificada con una punta en el aire en el momento de ser

agitada vivamente por el viento.

- No - dije yo -; es extraño.

-¿Y esto?- dijo Gibberne, abriendo la mano que tenía el vaso. Como es

natural, yo me sobrecogí, esperando que el vaso se rompería contra el suelo.

Pero. lejos de romperse, ni siquiera pareció moverse; se mantenía inmóvil en el

aire.

No vamos ahora a entrar en la preocupación de Wells por el tiempo y el espacio.

Pero nos sirve como ejemplificación para comprobar hasta qué punto interesaba esta

cuestión espacio-temporal en los finales del siglo XIX9, aunque en ese límite aún difícil

de desligar en esta época entre literatura de ficción y de ciencia-ficción.

Como es lógico, serán las marcas léxicas espaciales las que nos servirán para fijar

la temporalidad de la obra.

Esta preocupación temporal y simbólica por el tiempo y el espacio no es, por lo

tanto, sólo una preocupación temática, sino narrativa. En el mismo relato se nos explica

(1995: 10):

Puedo mencionar, por ejemplo, que esta historia ha sido escrita bajo su

influencia, de un tirón y sin otra interrupción que la necesaria para tomar un poco de

chocolate. La empecé a las seis y veinticinco, y en este momento mi reloj marca la

media y un minuto.

9 La publicación de este relato es de diciembre de 1901 en la revista Strand Magazine. La edición española de Doce historias y un sueño, es la traducción de la edición inglesa Twelve Stories and a Dream, publicada en 1903 en London: McMillan and Co.

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Luego la preocupación por el espacio y el tiempo no se producen tras la aparición

de las teorías relativistas sino que son ya objeto literario y filosófico. Esta corriente de

interés estaría tras los estudios científicos, igualmente.

Así, Proust, no sólo en su novela À la récherche du temps perdu, sino también en

sus relatos breves, a base de las teorías de Bergson revoluciona en el XIX la narración

del signo espacial, sin que aún hayan calado en las teorías literarias las otras científicas

sobre espacio y tiempo. Bien es verdad que en esta novela aún no se configura un único

signo que vincula automáticamente tiempo-espacio, aunque sí supone mayor unicidad,

mayor complementariedad referencial. Al menos es de esta manera como lo supone

Carlos M. Terán (1961: 344):

Si Proust, Joyce y Kafka han hecho ya la modificación del tiempo y han dado

al espacio, sobre todo el primero, una mayor movilidad, algo de simultaneidad,

todavía no han llegado a asociarlo con el tiempo, a dar una validez plena al espacio-

tiempo, la gran novedad de la teoría científica de la relatividad.

Y es en este momento en el que debemos citar a Henri Bergson como uno de los

autores que más contribuyeron a difundir las teorías sobre espacio y tiempo y a fijarlas

en las teorías narrativas del siglo XIX.

La obra bergsoniana en su conjunto había tenido una gran repercusión en toda

Europa. Caso conocido este de Proust, pero es evidente también en Joyce o en

Machado. Manuel Alvar (1996: 117) ha llegado a hablar de un “bergsonismo literario”.

Este bergsonismo tendría importancia narrativa por cuanto es la conciencia la que crea

un espacio y tiempo propios. Lo podemos rastrear en toda la narrativa y la poética de fin

de siglo, pero también en obras posteriores, de ya bien entrado el siglo XX, caso, por

ejemplo de los textos de Juan Ramón Jiménez, quien considera que el espacio no existe

como tal, como lugar puramente referencial en el tiempo, sino como conciencia de un

hombre en un lugar.

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Por lo que respecta a autores algo anteriores a Juan Ramón Jiménez, hemos de

citar a Gullón (1986: 145-146) quien lo aprecia también en Machado y nos explica que

el espacio vendría a ser:

[…] un elemento activo, operante dinámicamente y no sólo un escenario;

no algo en que meramente se está sino también sustancia, ambiente, atmósfera

cambiantes

Esta sustancia espacial aparece no pocas veces en la obra de Machado. Su

consideración temporal relaciona el tiempo con la conciencia y elimina la lógica de lo

real. Así lo expresa en Juan de Mairena (1984: 35-36), obra en la que podemos seguir

su pensamiento en torno al signo temporal, sobre todo, y que nos da pie a pensar cómo

era la opinión de los autores de comienzos del XX y finales del XIX en torno a ambos

signos narrativos:

Porque ¿cantaría el poeta sin la angustia del tiempo, sin esa fatalidad de

que las cosas no sean para nosotros....? En cuanto nuestra vida coincide con

nuestra conciencia, es el tiempo la realidad última, rebelde al conjuro de la

lógica, irreductible, inevitable, fatal. Vivir es devorar tiempo: esperar; y por

muy trascendente que sea nuestra espera, siempre será espera de seguir

esperando.

Machado, en España, consideraba posible una espacialización del tiempo y una

temporalidad del espacio. Pero esta temporalidad y espacialidad bergsoniana se repite

en otros autores europeos que suelen coincidir en sus ideas sobre los signos espacio-

temporales. Por ejemplo es James Joyce quien, en una especie de formulación cubista

literaria, invoca una nueva manera de mostrarnos el espacio, los lugares en una

narración, por ejemplo, cuando nos muestra varias perspectivas diferentes de un mismo

objeto en su Ulises. Es más. Para Joyce, los verdaderos protagonistas de su relato

Finnegans Wake no eran los protagonistas, sino que eran el tiempo y el espacio del río y

las montañas.

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Como venimos viendo, esta concepción temporal y espacial se hallaba inserta en

el ideario literario del momento y no se puede hilvanar una teoría sobre el espacio a

partir de un único autor que establezca una corriente de pensamiento. O, al menos, no

podemos dar preponderancia a uno sobre los otros. Es cierto que Bergson influye en

Machado, o que Proust precede en algunas de sus ideas sobre el tiempo al poeta

español, pero el propio Machado se encargará también de replicar cómo algunas ideas

del francés ya las había explicitado él en Elegía de un Madrigal, en 1907, como explica

en Los Complementarios (1996: 165).

Es decir, los propios autores de la época se sienten conscientes de mantener ese

hilván con el tema del espacio y el tiempo y pretenden mantenerlo también con otros

autores fundamentales europeos. No es ya Bergson o Proust o Joyce, o incluso T. S.

Elliot en alguno de sus Cuatro Cuartetos10 sino que podemos referirnos a una temática

esencial de la época, de todo el fin del siglo XIX en toda Europa, una corriente en la que

han influido pensadores como Nietzsche o científicos como Einstein y que llegará al

siglo XX de la mano de otro pensador al que no podemos dejar de referirnos.

No podemos, pues, olvidar a M. Heidegger con su obra Sein un zeit, ser y tiempo,

y que nos lleva a otro pensador que espacializa su discurso y su pensamiento. Nos

referimos a Wittgenstein, quien pondrá también un coto espacial al lenguaje mismo y al

concepto de mundo: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi conocimiento”.

Pero, centrando toda esta corriente de pensamiento en el tema que nos ocupa,

podemos observar cómo la vinculación de estos temas con las ciudades castellanas o lo

que vamos a llamar “ciudades muertas” no es más que la españolización de un tópico

literario preexistente o co-existente en el panorama literario europeo y que llega a

nuestra literatura muy pronto, de la mano de las traducciones de Bergson, o incluso de

su propia presencia en España11. Podríamos citar multitud de ejemplos, pero

10 Caso del titulado Burnt Norton (1971:117), en el que el tema del tiempo se desarrolla en estos versos: Time present and time past / Are both perhaps present in time future, / And time future contained in time past. / If all time is eternally present / All time is unredeemable.11 Y no podemos olvidar tampoco la presencia de H. Bergson en la Residencia de Estudiantes de Madrid, donde pronunció alguna conferencia.

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consideraremos a Antonio Machado, cuya obra ya venimos citando desde atrás. Así, el

propio Machado en su Poema de un día (1983: 206)

En estos pueblos, ¿se escucha

el latir del tiempo? No.

en estos pueblos se lucha

sin tregua con el reló [sic],

con esta monotonía

que mide un tiempo vacío.

Podríamos seguir citando obras de Antonio Machado durante no pocas páginas

comentando su idea de los signos espaciales de tiempo y espacio. Sólo Juan de Mairena

aporta una idea completísima de su concepción del tiempo en la literatura (no sólo en la

poesía) y contribuye de manera fundamental a la creación y difusión del símbolo

espacio-temporal en la literatura de finales del XIX y principios del XX.

Y podríamos llegar también algo más lejos en el siglo XX, cuando Juan Ramón

Jiménez, como ya decíamos, intenta unir espacio y tiempo en algunos poemas que

desembocarán en la creación de su obra, titulada, precisamente, Espacio y Tiempo. Es,

quizá, la última manifestación en la literatura española anterior a la Guerra Civil de la

preocupación por los signos literarios del espacio y el tiempo. Preocupación que está

detrás de la creación del símbolo de las ciudades muertas y de otros símbolos de

extraordinaria riqueza semántica como el símbolo de Castilla en la producción literaria

de la época. Significación simbólica que Como explica Marisol Morales (2004: 6):

No dista esta concepción atemporal de la de Juan Ramón, quien, en su

largo poema Espacio, percibe las dos unidades de tiempo y espacio dentro de sí

“¡Espacio y tiempo y luz en todo yo, en todos y yo y todos!”. El espacio no

existe como tal, sino como conciencia del ser en un lugar. Y el tiempo se

manifiesta como un presente infinito, permanente y englobador del pasado y el

futuro: “No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin”.

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En resumen, el siglo XIX supone el triunfo del espacio simbólico. No nos

encontramos ante un signo condicionado por el lenguaje narrativo, sino ante una

realidad temática que llega también desde la poesía. Podemos, pues, dar cuenta, de

cómo, en España, lo que hemos dado en denominar la “Edad de Plata” de la literatura

española está profundamente ligada a uno de los temas de mayor preocupación cultural

europea, como son los significados del espacio y el tiempo. Lo que en la literatura

contemporánea a esta “Edad de Plata” es una de las fuentes de mayor interés filosófico

y literario, es, también en España, un tema clave en la creación de aquello que se dio en

denominar la Generación del 98 y que es clave en la creación del símbolo que vamos a

estudiar, como es el símbolo de las “ciudades muertas”. Este signo –es decir, esta

preocupación cultural- llega a nuestra literatura, entre otras, desde las recopilaciones

románticas de los cuentos tradicionales, desde la novela realista, desde las nuevas

teorías filosóficas y científicas y de la propia literatura, no sólo como documento más o

menos notarial de un tiempo y un pensamiento, sino como auténtico configurador de la

simbología al descubrir la existencia de un tiempo narrativo y un espacio subjetivo que

existe no sólo como lugar ficcional en la trama, sino como tema, símbolo y fuente

narrativa de primer orden.

Por otro lado, no podemos olvidar cómo la tradición literaria española sufre de

ciertos condicionantes que no se han dado en Europa en esta misma época. Mientras que

París se está convirtiendo en el referente literario del continente, el centro cultural de la

vida literaria del momento, en España, no podemos hablar de una verdadera vida

urbanita hasta ya pasado el umbral que separa el siglo XIX del XX.

Los primeros años del nuevo siglo marcan una nueva línea en el conocimiento de

los espacios urbanos y rurales por parte de los escritores del momento. No es ya una

necesidad de verosimilitud o de conocimiento de los lugares que serán descritos o

utilizados en la novela. Galdós no precisaba conocer físicamente esos lugares citados en

sus obras y recurría a la torpe maquinaria de la administración local para recabar planos

e información de primera mano. Y Enrique Larreta, como veremos más adelante,

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actuará de una manera similar. Sin embargo, los autores de fin de siglo, los Baroja,

Azorín y Unamuno, comienzan a reivindicar el viaje no ya como manera de acopiar

materiales narrativos, sino como un rasgo de identidad literaria de su época, algo que se

manifestará en sus obras, aunque no como materia prima para las narraciones..

Así, Baroja (1997: 650) reconoce que:

Comienza a haber un deseo relativo de conocer la tierra donde se vive y

cierto afán por viajar; no hay ese prestigio único de París, y se siente afición al

campo, a las excursiones, a los viajes pequeños y a las ciudades de provincia.

Esta nueva costumbre viajera, muy diferente de la tradición viajera británica o

francesa, de mayor tradición y de esplendores románticos, es la que llevó a la

publicación de obras muy variadas, como Por tierras de España y Portugal, de

Unamuno, o Camino de Perfección de Baroja. La importancia de estos desplazamientos

breves por las ciudades y capitales de provincia de España, así como por zonas rurales

enfrenta al escritor con la ciudad y contribuye a crear un cierto pensamiento urbano que

no existía previamente. A este pensamiento urbano contribuyen otros factores sociales,

como una nueva literatura vinculada al modernismo literario, cultivada por autores de lo

que se ha venido a denominar la bohemia madrileña. Ricardo Gullón (1990: 470) lo

reconoce así:

Desde principios de siglo, recorrer y conocer los pueblos de España se

había convertido en un deber moral y en un rito de pasaje de lo libresco a lo

vivo, de lo que se aprende a través de las meditaciones culturales, tan

importante como pueden ser, pero en definitiva nos hablan desde una

perspectiva ajena, a una toma de contacto con la realidad. Si el primer impulso

procedía de Giner

Y mientras que Unamuno y Azorín reivindican la pequeña ciudad y el campo

castellano, los autores modernistas de la vida marginal madrileña comienzan a vivir la

tertulia de los cafés, la novedad de los teatros nocturnos de variedades y la afición por

los paseos por la noche de Madrid. Así lo relatan Cansinos-Assens o Alejandro Sawa

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quienes vivieron el nacimiento de la ciudad como espacio literario de la modernidad y

contribuyeron a ello.

En esta línea se expresa José María Vicente Herrero (2004: 12), para quien, sin

embargo, el asunto de las ciudades muertas tiene escasa repercusión en nuestro país:

Pero teniendo en cuenta que en el último tercio del siglo XIX la ciudad

estaba en construcción, parecía lógico que los escritores retrataran los procesos

de ese nuevo montaje antes que predecir los resultados del mismo. Por ejemplo,

la ciudad decadente que Rodenbach articuló en Brujas la muerta tuvo escaso

reflejo en España. Obras como Camino de perfección de Baroja, o Diario de un

enfermo de Azorín, podrían considerarse dentro de aquella órbita (sin

olvidarnos de los ensayos unamunianos y de la influencia modernista vertebrada

en torno a la revista Helios). Pero básicamente, la ciudad muerta tuvo su lógica

entre la pequeña burguesía intelectual, quien se sentía plenamente urbana y, por

ello, rechazaba la ciudad incapaz de asumir la belleza natural y la tradición

positiva (aquella que Unamuno buscaría en la intrahistoria). Donde no tenía

sentido era en un ámbito artístico marginal, simplemente porque no había en el

decadente conciencia del significado "ser urbanita", ni, mucho menos, el de una

nostalgia anterior identificada con la provincia.

Claro está que, aunque estos autores de fin de siglo apenas dedicaron tiempo y

literatura a la recreación de la ciudad de la época, a la par se estaban escribiendo aún

obras importantes de autores anteriores como Galdós o Ramón Pérez de Ayala.

2.1.1.-Brevísimo estudio sobre el espacio en la narración y algunas aportaciones teóricas.

Hemos ido desgranando, hasta el momento, cómo la preocupación por el tiempo y

el espacio llevan a considerar las bases filosóficas y literarias del signo espacial y del

tiempo. Pero, por otro lado, los estudios sobre estos signos se han ido multiplicando

hasta nuestros días, dando lugar a un buen número de ensayos sobre el tema y de

aplicaciones teóricas a diferentes novelas y narraciones. Es decir, el espacio y el tiempo

se consideran claves en la narrativa contemporánea.

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Y sin embargo, no siempre ha sido así.

El espacio, los lugares que conciernen a una narración y que, aparentemente

forman un decorado para el desarrollo de la trama, se nos muestran, al menos en su

forma más externa, más elemental, como recreadores de ambientes, como decorados

para el desarrollo de un trama, como marcos genéricos para un tipo de narración

determinada (caso de la novela negra), e incluso, en algunos casos, como muestrario de

sensaciones –colores, olores…- que rodea a los personajes. O, en otros casos, como

marco o puesta en escena para una historia. Cada ciudad o paisaje o espacio cotidiano,

por no hablar de los espacios imaginarios, aquellos cuyo referente no puede ser

encontrado entre nuestros espacios reconocibles, o los lugares cercanos o protagonistas

de nuestra vida cotidiana, parecen acudir a nuestra propia memoria personal y

acercarnos a esos lugares que iremos recreando en la lectura.

Sin embargo, el signo espacial también tiene su historia literaria que ha

evolucionado desde el decorado simbólico del locus amoenus hasta las teorías de los

formalistas rusos, quienes lo integraron, junto con el signo temporal, en lo que se llamó

el cronotopo. Fue Bajtín en su artículo “Las formas del tiempo y del cronotopo en la

novela. Ensayos de poética histórica” quien explicaba que las tradiciones culturales no

viven en ninguna memoria individual subjetiva ni en un inconsciente colectivo, sino en

las formas mismas de la cultura, a caballo entre una y otro. De ahí, es de donde

traspasan los límites de la obra artística para incorporarse a las narraciones. Es por ello

que el espacio en la novela presenta un papel de especial importancia en el estudio de la

narrativa, por cuanto, como veremos, define épocas y géneros literarios. Son las “formas

mismas de la cultura” que moldean la tradición literaria desde la antigüedad clásica.

El asunto del espacio-tiempo suscita no poco interés filosófico en los últimos

años, como ya lo había hecho desde antiguo. Los teóricos de la postmodernidad se

habían planteado ya el problema del espacio y el tiempo en el mundo de hoy. Lyotard

(1988: 129) dudaba de la concepción del espacio en el mundo postmoderno:

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La cuestión que se nos plantea por las nuevas tecnologías en cuanto a su

relación con el arte es la del “aquí” y “ahora”. ¿Qué designa “aquí” cuando se

está al teléfono, en la televisión, al receptor del telescopio electrónico? ¿Y el

“ahora”? ¿Es que el componente “tele-” no enreda necesariamente la presencia,

el “aquí-ahora” de las formas y su “recepción carnal”? ¿Qué es un lugar, un

momento que no estén anclados en el “padecer” inmediato de lo que llega? ¿Es

que un computador es, de alguna manera, aquí y ahora?

O lo que es lo mismo, el espacio virtual ha traído una nueva forma de contemplar

el espacio tiempo en la vida contemporánea y postmoderna. Lógicamente Lyotard nos

explica las implicaciones artísticas para los creadores actuales. Pero estos problemas de

concepción del espacio y el tiempo no son privativos de un mundo virtual. De hecho, la

virtualidad del espacio y el tiempo han dotado de una significación novedosa, pero en

cierta manera referencial a una nueva forma espacial. Y nos encontramos, además, con

una modificación espacial de los últimos tiempos que ha modificado la perspectiva del

espacio cotidiano y de la que se ha ocupado con profundidad Baudrillard (1998: 12-13):

Cada uno de nosotros se ve prometido a los mandos de una máquina

hipotética, aislado en situación de perfecta soberanía, a infinita distancia de su

universo original, es decir, en la exacta posición del cosmonauta en su burbuja,

en un estado de ingravidez que le obliga a un vuelo orbital perpetuo y a

mantener una velocidad suficiente en el vacío so pena de terminar estrellándose

contra su planeta originario (…) Esta realización del satélite orbital en el

universo cotidiano corresponde a la elevación del universo doméstico a la

metáfora espacial, con la puesta en órbita de habitaciones-ducha en el último

módulo lunar, y, por lo tanto, la satelización de lo real. La cotidianidad del

hábitat terrestre hipostasiada en el espacio, es el final de la metafísica y el

comienzo de la época de la hiperrealidad.

Podemos sacar como conclusión elemental de las teorías postmodernas que la

concepción del espacio ha modificado su perspectiva en virtud de la virtualización de la

vida cotidiana y de la ampliación del propio espacio vital humano. Hemos adquirido

territorios nuevos a los que hemos llevado los símbolos cotidianos, por lo que toda

metáfora espacial ha de ser revisada en el arte contemporáneo.

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Para las tesis postmodernas tiempo y espacio representan un problema nuevo que

afecta a campos tan diferentes como el arte o la economía. Así, la percepción temporal

en nuestros días es la de un tiempo efímero y volátil, un tiempo que puede aprehenderse

únicamente en su parcialidad, y en períodos de una brevedad comprensible. Todo ello

conduce, evidentemente, a una visión fragmentada de la realidad y su espacio,

mediatizados por imágenes efímeras, neobarrocas y parcializadas. Esta temporalidad se

reproduce, como es normal, en la novela. David Harvey explica, citando a Italo Calvino,

cómo la forma de trabajar la narración en la literatura contemporánea huye de las

temporalidades narrativas excesivamente largas, de los grandes novelones

decimonónicos y de las tramas en las que la duración de los acontecimientos se extiende

en exceso (1998: 91):

Las novelas largas hoy en día son, quizás, una contradicción: la

dimensión del tiempo ha sido destrozada: no podemos vivir ni pensar excepto

en fragmentos de tiempo que acompañan su trayectoria e inmediatamente

desaparecen. Podemos redescubrir la continuidad del tiempo sólo en las novelas

de ese periodo, cuando el tiempo parecía que no se había detenido y todavía

parecía que no había explotado, un periodo que no va más allá de los cien años.

Todo ello por lo que se refiere a la teoría aplicable a la creación narrativa actual.

Sin embargo, podemos considerar hasta qué punto el problema del espacio y el tiempo

ha venido siendo un problema teórico para los estudios sobre la literatura, por cuanto

implica la propia visión contemporánea de estos dos signos en cada autor y cada

momento de creación. El problema es antiguo. Ya San Agustín se mostraba obsesionado

con el problema del tiempo y la eternidad de Dios, lo que venía a inaugurar una suerte

de subjetivismo en el tratamiento de los signos espacio-temporales.

En los últimos años se han sucedido los trabajos sobre la importancia del espacio

en la novela, tanto desde los estudios específicos sobre el género como en ejemplos

concretos de la tradición literaria actual. Estos estudios han tratado de formular las

diferentes intenciones con las que el signo del espacio se presenta en el texto narrativo,

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así como la manera en que éste se constituye junto con otros signos como los

personajes o el tiempo.

Aristóteles ponía también en tela de juicio la existencia del tiempo por cuanto

estaba compuesto de no-seres. Como avanzábamos hace algunas líneas, San Agustín, en

sus Confesiones (1997: 327) razonaba que si el pasado ya no existe, el futuro está por

llegar y la esencia del presente es convertirse en pasado, parece lógico suponer que el

tiempo tiende a no-ser.

El asunto aparece esbozado, pues, desde antiguo como un problema ontológico y

ya podemos hablar de acercamientos al signo espacio-temporal desde que Leibniz

considerase que “el espacio es un orden de coexistencia de datos” o Kant argumentase

que espacio y tiempo son “formas a priori de la sensibilidad”. El tiempo y el espacio

cobran un especial interés en la obra de Henri Bergson quien consideraba errónea la

concepción temporal fruto de la espacialización, es decir, la abstracción de instantes y

sucesos estáticos. El tiempo en la ciencia se conforma a partir de una descomposición

temporal. El tiempo de los físicos aparece diseccionado y deformado y se convierte,

definitivamente en una variable algebraica. Frente a esta concepción del tiempo nos

encontraríamos con el tiempo poético, de carácter metafórico y que rompe con la

sucesión pasado-presente. O lo que Bachelard (1973: 19) denominó “tiempo vertical”12:

Un tiempo que no sigue la medida, de un tiempo que llamaremos vertical

para distinguirlo del tiempo común que huye horizontalmente con el agua del

río, con el viento que pasa.

Y siguiendo con esta metaforización del problema del tiempo, hemos de

reconocer que no pocos estudios han tratado de abarcar el asunto del espacio-tiempo en

la novela como se podría haber reconocido en otras artes. Así lo hizo Michel Butor

(1964), intentando aproximar los problemas teóricos del asunto emparentándolos con

los mismos trasuntos musicales.

12 La primera edición es de 1932.

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Pone de relieve, en primer lugar que a partir de cierto nivel de reflexión, estamos

obligados a darnos cuenta de que gran parte de los problemas temporales de la novela

tienen su correspondencia con los problemas de la música. De igual manera que se

organiza la duración de un discurso en una novela, se organiza en una composición

musical: retornos, superposiciones… Y esto ocurre por la suspensión del tiempo

habitual en la lectura o en la escucha. De igual manera en las relaciones espaciales que

relacionan a los personajes o las aventuras.

Para Butor (1964: 50), toda ficción:

s’inscrit donc en notre espace comme voyage, et l’on peut dire à cet ègard

que c’est là le teme fondamental de toute littèrature romanesque; tout roman

qui nous raconte un voyage est donc plus clair, plus explicite que celui qui

n’est pas capable d’exprimer mètaphoriquement cette distance entre le lieu de la

lecture et celui où nous emmène le recit.

Pero estas digresiones de acercamiento se hallan muy lejos de dar una verdadera

respuesta al problema teórico que supone enfrentarse al signo del espacio en la

narración. Lo habitual ha sido tener en cuenta los aspectos más evidentes y obvios, o lo

que es lo mismo, el espacio y tiempo considerado en sus aspectos mensurables y

aproximativos, la relación entre el tiempo medible y el tiempo narrado.

A aquel tiempo científico, Bergson opuso también su concepto de “duración real”,

o tiempo de la conciencia, muy diferente del de las ciencias físicas. Es decir; espacio y

tiempo son conceptos que sólo existirían en nuestra conciencia que organiza como una

sucesión lo que no es más que una simultaneidad de fenómenos físicos fuera de ella.

Norbert Elías (1989) establece una sociología del tiempo muy interesante según la

cual el tiempo no es la categoría kantiana, es decir, un dato subjetivo, o física o

newtoniana, sino que es una categoría social. Intenta definir el tiempo como un

instrumento simbólico que no puede ser interpretado sin conocer el acervo cultural que

se ha transmitido con él una generación tras otra. Para comprender el fenómeno

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temporal, sería necesaria, pues, una teoría general que incorporase la larguísima tarea

del aprendizaje humano, es decir, los fenómenos sociales y culturales.

Todo esto es lo que ha estudiado también y con gran detenimiento Paul Ricoeur

(1979) a través de las culturas cristiana, hindú o griega.

A partir de Kant y hasta nuestros días se ha ido poniendo de relieve cómo el

lenguaje ha ganado en “espacialización”, es decir, ha ido ganando capacidad de expresar

el espacio y, de alguna manera, de invocarlo, algo que ha ocurrido también en las obras

artísticas. Así, Gastón Bachelard (1957), Gérard Genette (1972) o I. Lotman (1966) han

destacado esa espacialización de la imaginación artística. Como bien explica Antonio

Garrido (1993), “el hombre –y muy en especial, el artista- proyectan sus conceptos, dan

forma a sus preocupaciones básicas (cuando no obsesiones) y expresan sus sentimientos

a través de las dimensiones u objetos del espacio”.

Esta concepción kantiana del espacio como condición subjetiva de la percepción

externa y, por lo tanto, fuente de conocimiento ha ido tiñendo todos los estudios

posteriores acerca del tiempo y el espacio. Desde Goethe hasta la teoría de la

relatividad, parece indudable la indisolubilidad de tiempo y espacio y, por lo tanto, su

implicación simbólica. Y a partir de esta conjunción es de la que Bajtín (1989: 237)

definirá su concepto de cronotopo:

Vamos a llamar cronotopo (lo que en traducción literal significa “tiempo-

espacio”) a la conexión esencial de relaciones temporales y espaciales

asimiladas artísticamente en la literatura. Este término se utiliza en las ciencias

matemáticas y ha sido introducido y fundamentado a través de la teoría de la

relatividad (Einstein). A nosotros no nos interesa el sentido espacial que tiene el

término en la teoría de la relatividad; lo vamos a trasladar aquí, a la teoría de la

literatura, casi como una metáfora (casi, pero no del todo).

Bajtín encuentra espacialmente importantes los cronotopos por diferentes

motivos. Por cuanto trasvasa los puros límites de la ficción y por cuanto ayuda a fijar

los límites genéricos de la novela.

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El espacio, pues, se convierte en uno de los puntos de apoyo de la narración, y

más concretamente de la narración en la novela contemporánea; es más: puede

determinar la estructura narrativa, caso, por ejemplo de novelas como La Montaña

Mágica de Mann o gran parte de la narrativa de Joyce, como el Ulises o Dublineses,

novelas en las que sólo el signo espacial sirve para dictaminar cuál va a ser el proceso

narrativo. Es trascendental, pues, desde el momento en que el espacio es un factor de

coherencia y cohesión textuales.

Pozuelo Yvancos (1992: 164) presenta las características significativas del espacio

en la novela mediante la metáfora del espejo. El espacio surge a partir del momento

creador, el fiat que produce un mundo imaginado. Se convierte, por lo tanto no en una

realidad, sino en una cifra de la realidad:

El “fiat” (Hágase), en el sentido bíblico-genético, del acto de la escritura

dirime un mundo posible, el de Macondo, que es el de la novela que lo alberga

y con cuyos límites coincide. Ese mundo es unitario en el sentido de la propia

escritura-espejo (espejismo) donde toda realidad se cifra. Del mismo modo que

no podemos palpar el rostro que vemos en el espejo y sólo podemos palpar su

cristal, la cifra de la realidad, la categorización misma de “lo real” es

subsidiaria a la superficie donde se cifra y solamente en tal superficie se

reconoce.

Manuel Ángel Vázquez Medel (2000: 3-18) traza un interesante recorrido por la

evolución del pensamiento topológico de nuestro tiempo, desde la novela con la

instancia más espacial: “en un lugar de la Mancha…” pasando por el pensamiento más

topológico, el de Wittgenstein: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”

y acercándose al relato sobre la base de la cosmología actual: el big-bang. Esboza una

teoría del emplazamiento, según la cual cada ser humano pertenece a un emplazamiento,

a unos lugares concretos. Todo lo que nos es posible es cambiar de emplazamiento, pero

nunca sería posible estar “des-emplazado”:

Estar emplazados es, pues, ocupar un hueco espacio-temporal, un plexo.

Un plexo que hacia el interior deberíamos vivir en radical simplicidad, hacia el

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exterior en inevitable complicación (recordemos que simplex y complexus

derivan, precisamente de plexus). Defendemos nuestro plexo luchando y

adaptándonos a nuestro entorno, desplazándonos hacia otros emplazamientos

cuando nuestro plexo es acosado. Tal es la fórmula mínima de la lucha por la

existencia.

Según esto, el lugar en el que nos movemos, no es sólo esto, sino un espacio al

que estamos indisolublemente unidos13, no es algo externo a nosotros, sino que nos

disolvemos en él. Todo esto implica cierta idea simbólica y metonímica del espacio, en

tanto que, desde un punto de vista narrativo, espacio y personajes se implicarían

mutuamente:

Hemos de advertir, en primer lugar, que nuestra noción de

emplazamiento quiere construirse más allá de la dicotomía dentro / fuera: lo-

que-nos-emplaza no es algo que esté (solo) fuera de nosotros -aunque en algún

momento, operativamente, nos refiramos fundamentalmente a ello-, puesto que

también implica, co-implica todo lo que somos y pensamos, sentimos, podemos,

queremos, etc. Es el entramado en el que nos resolvemos (y hasta cierto punto

en el que nos disolvemos): una verdadera retícula de emplazamientos.

Y, en este sentido, el espacio unido a la sucesión temporal sería la única forma de

comprender narrativamente. Sólo aquello que es mutable es susceptible de ser

aprehendido, y esa sería la base de todo proceso narrativo. Como dice Vázquez Medel

(2000: 5) “la foto fija es una ilusión”:

No podemos "agarrar", prender (comprender o aprender) nada que se

sustraiga al espacio y al tiempo. Vale decir: no podemos comprender aquello

que se sustrae al cambio, a la mutación. Incluso aquello que permanece idéntico

13 Poulet (1988) pone de relieve la particularidad de los personajes de la nobleza proustiana, algo que podemos apreciar también en la novela española. Los apellidos de los personajes nobles remiten con frecuencia al lugar de procedencia, de manera que personaje y espacio se mantienen ya unidos de forma indisoluble, no sólo en un tiempo concreto, sino de generación en generación, borrando toda referencialidad temporal. La importancia, pues, de la nobleza en la novela del siglo XIX tiene sus implicaciones significativas en la dialéctica espacio-tiempo, en beneficio, generalmente, del primero. Por otro lado, Habermas (1986:24), citando a Goethe demuestra la esencial singularidad de la nobleza en relación con el espacio público/privado: “el hombre noble es la autoridad en la medida en la que él la representa. El la significa, la encarna a través de su personalidad”. Podríamos, por lo tanto, considerar la nobleza en la novela del XIX y, sobre todo en Proust, como una auténtica forma de cronotopo que reúne los elementos básicos de este.

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a sí, en un entorno cambiante (imprescindible para definir su mutabilidad),

cambia. Sólo una 'congelación' espacio-temporal podría definir una supuesta

inmutabilidad.

La unión de tiempo y espacio se produce también, y de manera curiosa, en los

objetos destinados a medirlo. Un interesante libro de García Bacca, Nueve grandes

filósofos contemporáneos y sus temas, presagia los cambios en la concepción del tiempo

en la filosofía, precisamente por su relación con los objetos. Así, en los relojes de sol, es

el sol quien lleva las riendas (1947: 19):

En el reloj de sol, quien manda es el sol. Vamos a ver que la evolución no

sólo técnica sino del concepto mismo de tiempo consistirá, cada vez, en que el

hombre construya aparatos artificiales, con fuerzas naturales en estado artificial

también, de modo que pueda mandar él, el hombre, en el tiempo.

Un cambio fundamental en la concepción del tiempo sería el paso del espacio

común del reloj de sol que se mostraba en lugares públicos y abiertos, a la concreción

personal del reloj como artilugio mecánico de pertenencia individual, lo que supondría

ya un sometimiento del tiempo y una particularización y una pertenencia. Los diferentes

objetos para medir la sucesión temporal (relojes de arena, de agua, mecánicos…)

habrían supuesto el cambio de una idea temporal objetiva a otra subjetiva, esbozada ya

por San Agustín quien concebía al tiempo como una suerte de distensión del alma.

Podríamos intuir, pues, que el tiempo ha ido configurando una relación particular

con el espacio según se ha ido midiendo de una u otra manera y, parece cierto que la

simbolización espacial de algunas manifestaciones artísticas como las pinturas barrocas

de las vanitas o, pongamos por ejemplo, la aparición de un reloj en una representación

teatral inciden en nuestra percepción temporal de manera simbólica. Por lo que no es

descabellado, en la línea de Bacca, suponer cómo pudo influir la representación

temporal en su concepción filosófica.

Pero esa indisolubilidad de tiempo y espacio conlleva ciertas diferenciaciones en

cuanto a sus formas y presentaciones en los textos narrativos que nos obligan a

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ocuparnos de ambos signos, por cuanto se implican y afectan mutuamente en un texto.

A este respecto, no podemos obviar la importancia que tuvo en el estudio general de

esta cuestión la obra de E. R. Curtius, quien ya analizara la descripción del lugar en la

literatura medieval, estableciendo la pregunta ubi como argumentum a loco. Es a través

de este argumentum como se hallan “pruebas en la configuración del lugar de los

hechos: si es montañoso o llano; si está en la costa o tierra adentro…”. Estos

argumenta, para Curtius pudieron haberse desarrollado a partir de la inventio de las

poéticas medievales. Pero también establece la importante relación, ya desde la

antigüedad, de los argumenta a loco y los argumenta a tempore, es decir, en último

término, de los signos de espacio y tiempo.

Todo esto por lo que respecta a los estudios de la literatura medieval. Para la

literatura posterior, el estudio de la profesora María del Carmen Bobes Naves (1985:

170) recogía ya un capítulo en el que se consideraba al tiempo y al espacio como

categorías de la acción. En relación con el signo temporal, explica Bobes que no hay

“nada formal que podamos considerar como referencia de los términos lingüísticos que

indican tiempo” aunque sí encuentra aspectos como la simultaneidad o sucesividad que

pueden considerarse a la manera de unidades temporales. El tiempo sería, pues, más una

categoría sintáctica capaz de estructurar la historia del discurso. Por otro lado, habría

también que considerar el espacio en lo que tiene de relación con el otro gran elemento

narrativo, el tiempo, por cuanto el espacio se nos muestra en un continuo proceso de

cambio y está sometido, no sólo a la temporalidad interna de la narración sino también

al propio proceso temporal de lectura, lo que nos llevaría a considerar la existencia de

dos temporalidades paralelas: la de la trama y la de la lectura. Pero volveremos más

adelante sobre ello.

Pero no es este el único problema que podemos encontrar al respecto de el tema

del tiempo en la narración. También nos encontramos, como reconoce Romera Castillo,

en varias de sus obras, con otros problemas que debemos considerar en nuestra

aproximación al tratamiento del signo temporal en la narración. El orden del tiempo que

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cuenta, o tiempo del discurso, en primer lugar, no puede ser paralelo al tiempo contado.

La temporalidad del discurso es unidimensional, mientras que la de la ficción es

pluridireccional, lo cual conduce a anacronías que pueden ser de carácter retrospectivo o

prospectivo. Por otro lado, la duración o relación entre el tiempo de la acción y el

tiempo del discurso puede ser muy variado y moverse desde una suspensión o pausa a

una elipsis o a una coincidencia perfecta

En cuanto a la frecuencia o propiedad de la relación entre el tiempo del discurso y

el tiempo de la ficción podemos encontrarnos ante relatos como El Jarama, de Ferlosio,

que sería un relato singulativo: un discurso único evoca un único acontecimiento; o ante

un relato repetitivo que evocaría un solo acontecimiento (por ejemplo, cuando un

personaje retoma obsesivamente una historia), o, incluso, un relato iterativo en el que un

único discurso evoca múltiples acontecimientos. Por ejemplo, las obras de Proust.

Esto por lo que respecta a las complicaciones teóricas que plantea el signo

temporal en la novela, lo que implica, como acabamos de ver en la obra de Romera

Castillo, diferentes tipologías de temporalidades narrativas.

El espacio presenta, igualmente, ciertas tipologías, dependiendo de las

dimensiones y cometidos del éste en la novela. Según Antonio Garrido (1993: 157-

218.), pueden distinguirse varios tipos de espacio que atienden, normalmente a

dualidades o dicotomías en torno a las cuales puede explicarse el espacio textual. Estas

serían, haciendo un breve resumen: espacios único y plural; presentado vagamente o

detalladamente; espacio referencial o imaginario; espacio simbólico…

Destaca también Garrido la especial forma de presentarse el espacio como

metonimia de los personajes. Sería, por ejemplo el caso de las narraciones del

Romanticismo, incluidas las narraciones góticas, pero también de novelas realistas.

Entre ellas estaría aquellas que podríamos considerar como las primeras narraciones de

ciencia-ficción, como las de H.G. Wells que veremos con más detenimiento algo más

tarde.

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2.1.2.- El cronotopo en la narración autobiográfica

2.1.2.1.- El cronotopo y las narraciones de ficción

El concepto, como venimos diciendo, que más revolucionó, por lo menos hasta

hace algunos años, los estudios sobre este asunto ha sido el que Bajtín definió como

“cronotopo”. Un interesante estudio es el que se publicó sobre la relación entre las

teorías del ruso y la literatura, y que publicó José Romera Castillo (1995).

El cronotopo es “la unión de elementos espaciales en un todo inteligible y

concreto”. Según Bajtín “aquí se condensa el tiempo y se hace inteligible a la vez que el

espacio se intensifica y penetra en el movimiento del tiempo”. Parece obvio que en la

novela, como ya apuntábamos anteriormente, existen dos temporalidades, la de lo

representado y la del discurso que representa, o lo que es lo mismo, la de la narración y

la de la lectura. Esta dualidad no entró en la crítica hasta que los formalistas rusos la

usaron como uno de los principales indicios que permitían oponer la fábula (orden de

acontecimientos) al tema (orden de discurso). Como explica José Valles Calatrava

(1999: 57):

El cronotopo, uno de los conceptos bajtinianos de mayor éxito y

aplicación a la teoría actual, se perfila esencialmente como un concepto que se

refiere a la configuración tempoespacial de la historia en el sentido

narratológico y que se establece, como él mismo plantea, como un elemento

básico de determinación de los géneros y distintas modalidades narrativas.

Sin embargo, la clasificación bajtiniana sistematiza algún grupo de signos que dan

cierto orden a la nueva teoría, de manera que podamos encontrar una cierta apariencia

sistemática en su estudio –estudio, dicho sea de paso, que carecería de unidad y

aparecería definido de forma dispersa en sus dos obras fundamentales.

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Esta es la opinión, por ejemplo, de Henri Mitterrand (1990: 117-134), para quien

el concepto de cronotopo fue formulado, si no de manera errónea o escasamente

formulada, sí de forma dispersa:

Bajtín no se preocupó de sistematizar su teoría, que quedó así repartida

de forma heterogénea, fragmentada en múltiples definiciones y ejemplos,

expresada con una terminología variable y aludiendo a una clasificación de los

géneros y a una teoría del dialogismo que aún falta matizar. Ahora bien, todo

esto no disminuye en absoluto su importancia: lo que queda por hacer es

intentar reconstruir la visión coherente que subyace en estos textos profundos y

densos.

Siguiendo al propio Mitterrand, Bajtín habría construido este concepto siguiendo

las recientemente inauguradas teorías einsteinianas, si bien encuentra su verdadero

inicio, no en las tesis relativistas de Einstein, sino en la Estética Trascendental de Kant.

En esta línea, el espacio se subordinaría al tiempo, lo cual haría del cronotopo una

teoría, más del tiempo-espacio, que del espacio-tiempo.

Pero volvamos a la obra del ruso. Si bien no es Bajtín el primero en considerar

tiempo y espacio dentro de la tradición crítica -ya hemos avanzado anteriormente ciertos

esfuerzos por investigar, que no sistematizar, ambos signos-, sí es el primero en percibir

la “imbricación medular de ambas coordenadas de lo humano, tiempo y espacio”, así

como en darle una especial importancia al convertirlo en un elemento esencial en la

configuración de los relatos. Para Bajtín, “es cualidad del cronotopo literario trasvasar

artísticamente la realidad a la ficción, es facultad suya la de reinterpretar esquemas

básicos a la luz de nuevas ideologías”.

Es más. Le confiere al cronotopo unas grandes posibilidades como fijador de los

diferentes géneros novelescos: “los elementos del tiempo se revelan en el espacio y el

espacio es medido a través del tiempo. La intersección de uniones de esos elementos

constituye la característica propia del cronotopo artístico”.

Miguel Ángel Garrido (1995: 55) le ha dedicado a este asunto de los géneros y el

cronotopo un interesante artículo en el que, citando la obra de Bajtín explica que:

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Esta reorganización afecta fundamentalmente a las dimensiones del

espacio y tiempo (cronotopo): “El campo de representación se modifica según

los géneros y las épocas de la evolución literaria. Se organiza de modo

diferente y se delimita de modo diferente como espacio y como tiempo (…) En

literatura, el cronotopo tiene una significación genérica esencial. Se puede decir

categóricamente que el género y las especies genéricas se determinan

precisamente por el cronotopo.

La significación “genérica” delimitada por el signo espacio temporal proviene no

sólo de cómo se organizan los diferentes géneros en razón al cronotopo propio. Gérard

Genette (1993: 11-34) ha propuesto un nuevo sistema genérico que quedaría reducido

exclusivamente a dos géneros básicos que conformarían una especie de duopolio de la

literariedad, frente al monopolio de la ficción que había dado lugar a una tríada formada

por los géneros dramáticos-épicos-líricos. La consideración de la ficción como elemento

básico de la configuración que nos propone daría lugar a tan sólo dos. El primero de

ellos sería la ficción, bien sea épica o dramática; y el segundo sería la lírica. El género

ficcional o mimético y el lírico tendrían como característica romper con el régimen

ordinario de la lengua, que consiste en los llamados “enunciados de realidad” o actos de

habla que realiza un yo determinado (autor, narrador, personaje ficticio…) Y es

precisamente la situación espacio-temporal de este yo el que rige toda la enunciación

del relato.

Luego, también para Genette, la situación espacio-temporal determina de alguna

manera la situación genérica desde la perspectiva del narrador o el personaje que realiza

los actos de habla. Estos actos de habla son, en realidad, “aserciones fingidas”. En estos

actos de habla, el narrador ejerce un poder otorgado sobre la realidad y, cuando enuncia,

está provocando la consideración del lector a este respecto, quien renuncia, además, a

todo derecho de impugnación. Es, pues, un efecto de índole estética: producir una obra

de ficción.

Una clasificación de los cronotopos llevada a cabo por el propio Bajtín nos viene

a explicar cómo a lo largo de la historia de la literatura los espacios y las diferentes

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concepciones temporales han ido conformando, a la par, diferentes cronotopos. Así,

desde la novela griega, algunos de esos cronotopos se irán repitiendo bajo las formas

básicas que habían quedado definidas. En la propia novela griega nos encontramos ante

cronotopos de muy distinta índole: idílico-pastoriles, bucólicos, épicos o trágicos. Siglos

más tarde, la novela de caballerías desarrollará formas espacio-temporales en las que

podemos hallar el cronotopo que refleja el mundo milagroso producido durante la

aventura. En estas aventuras el marco temporal se mueve precisamente de forma

maravillosa, de manera tal que el tiempo puede alargarse o comprimirse y otorga al

espacio en el que tienen lugar dichas aventuras un valor simbólico muy importante,

valor que provocará también la existencia de espacios maravillosos también, vinculados

con lo sagrado y con lo impenetrable, de manera que podemos decir que el cronotopo de

estas novelas puede denominarse de tal forma.

Nos es particularmente importante este cronotopo de la novela de caballerías

porque, como defiende el propio Bajtín, esta peculiar manera de reflejar el espacio-

tiempo va a desaparecer pronto de la novela del XVI. Sin embargo, aunque no de

manera idéntica, algunos aspectos, como los juegos temporales o la forma subjetiva de

mostrar el espacio, van a repetirse a lo largo de la historia en un buen número de formas

narrativas que irán desde la novela romántica a la narrativa simbolista. No será ya tanto

que ese universo milagroso transforme el tiempo y el espacio, sino que esa modificación

espacial se producirá de todas maneras, vinculada, además, a otras formas de cronotopo,

como el cronotopo idílico.

Muy en la línea Bajtiniana de estudiar el tiempo y el espacio desde los aspectos

históricos y materialistas, el cronotopo idílico trata de reflejar cómo reaparece en la

literatura el viejo tiempo folclórico. En esta recuperación aparecerán cronotopos

idílicos, que mostrarían algunos tipos de idilio que provendrían de la más remota

antigüedad. En su forma más pura, encontraríamos el idilio amoroso propio de la novela

pastoril; el idilio del trabajo agrícola, el del trabajo artesanal, y el idilio familiar. Estos

serían los tipos cronotópicos puros. Pero, de la interrelación de ellos, surgirán otros

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tipos idílicos, como, por ejemplo, algunas formas de idealización de tiempo y espacio en

la ciudad.

Para Bajtín, lo esencial en estos cronotopos idílicos es la especial forma de

relacionarse los signos del espacio y del tiempo, cómo los acontecimientos vitales se

fijan de una forma orgánica a un determinado lugar que puede ser una región, una casa

o ríos o bosques. El tiempo está esencialmente ligado al signo espacial por cuanto los

acontecimientos que se desarrollan en la narración están vinculados esencialmente a

estos lugares. Este idilio tiene una verdadera sustancia histórica. Los acontecimientos no

suelen tener una función individual, sino que afectan a una sucesividad temporal que va

de generación en generación. Son espacios en los que han vivido padres y abuelos, que

han ido dejando una vinculación histórica y han ido creando un microcosmos alejado de

todo lo demás, que parece estar totalmente alejado del resto del mundo.

La vida se muestra entonces particularmente ligada al espacio de generación en

generación. La “unidad de vida” se encuentra ligada, pues, a la “unidad de espacio”. Y

en la medida en que consideremos que esa unidad de vida es de carácter temporal,

habremos de considerar también la unión significativa de ambos en un especial

cronotopo.

Es importante, entonces, destacar cómo esta unidad de espacio va forzando las

fronteras temporales hasta borrarlas en la práctica, fronteras que separaban no sólo

acontecimientos, sino también personas y generaciones. Este cronotopo idílico refuerza

una visión cíclica del tiempo, visión cíclica que será especialmente importante en la

literatura de fin de siglo en la literatura europea, cuando las novelas que denominamos

“líricas” refuercen esta temporalidad cíclica y densa. No en vano estos autores volverán

la mirada a la idea del eterno retorno de Nietzsche en la frase azoriniana de “vivir es

ver volver”, que resume toda la tradición clásica. Una temporalidad que se opone a la

concepción judeo-cristiana de tiempo como una sucesión histórica que permanece

cerrada, con un principio y un final, a una vida que se halla ligada a un espacio negativo

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condenado a la extinción y al juicio y, por lo tanto, alejada en toda forma, del cronotopo

idílico del que estamos tratando ahora.

La oposición de una visión historicista del tiempo, frente a la otra cíclica o incluso

lírica, podemos encontrarla detrás de algún cronotopo batjiniano, e incluso oculto en

algunas novelas realistas que muestran períodos largos de la historia, bien sea de un

lugar o de una familia. En la sucesión temporal de las generaciones, los pueblos, los

grupos o clases sociales frente a la sucesión temporal de la naturaleza, con su

temporalidad sucesiva, que podemos ver en la transformación de las estaciones, en el

crecimiento de los árboles o de los animales, encontramos esa visión historicista. Como

es lógico y atendiendo a sus orígenes intelectuales, a Bajtín el cronotopo que le interesa

es aquél que está relacionado fundamentalmente con el tiempo histórico, sin prestarle

apenas atención a esa segunda manera de interpretarlo, es decir, al tiempo cíclico. Todo

lo cual viene a relacionar a Bajtín con el materialismo histórico y, en última instancia,

con el marxismo. Según Mitterrand, quien ha intentado ahondar en las dificultades y

errores teóricos del ruso, (1990: 119), este parentesco obligaría a pasar a Bajtín por la

necesidad de revelar ciertas contradicciones:

Necesidad histórica de tintes marxistas que ser revela “conduciendo

inevitablemente a la destrucción de las antiguas jerarquías y convenciones “para

abrir necesariamente una ventana al futuro”, que materializa la “posibilidad del

porvenir, del crecimiento y la transformación” y que otorga a la civilización, al

presente, sus nuevos cronotopos.

Volviendo de nuevo a Bajtín y al cronotopo idílico del que veníamos hablando,

en su obra se aprecia cómo se obvian en el espacio aquellos aspectos más concretos,

reforzando los acontecimientos menos cotidianos, pero verdaderas realidades

fundamentales de la vida: amor, muertes, trabajo…Claro está que estos elementos

tienen que aparecer necesariamente sublimados y no de forma realista, dando así una

mayor trascendencia a lo idílico frente a lo cotidiano.

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Decíamos que estos cronotopos idílicos suelen aparecer, no de forma pura, sino

hilvanados entre sí, modificados mutuamente y creando cronotopos nuevos. Así, por

ejemplo, el cronotopo familiar suele asociarse al de la vida rural o combinado con aquel

otro que refleja la vida en la naturaleza, de manera que las tradiciones se nos muestran

en las narraciones con un aparente mayor interés. Todo ello redundaría en una nueva

forma de cronotopo en el que se mostraría la vida con mayor realismo y dejando más de

lado aquella forma más sublimada, por ejemplo en aquellas novelas en las que la vida

campesina hace que los acontecimientos del día a día -también relacionados muy

íntimamente con el cronotopo idílico- cobren una especial significación, convirtiéndose

en hechos trascendentales de la vida que tienen un carácter social que apenas incide el

lo privado.

Este cronotopo idílico, para Bajtín, tuvo una especial relevancia en la novela

alemana del siglo XVIII, cuando aparecen narraciones en las que el tono elegíaco en

torno al espacio de cementerios cobra acta de fundación. Estas novelas reivindican el

valor idílico frente al tiempo vano de la ciudad industrial, algo que va a irse

transmitiendo hasta llegar a la novela simbolista.

Lógicamente, este cronotopo idílico ha tenido su importancia genérica en la

aparición de diferentes tipos novelísticos que van desde la “novela regional” a la

“novela familiar”, novelas, fundamentalmente la regional, en las que se vincula el

tiempo humano al tiempo de la naturaleza, en una especie de acompasamiento que

relaciona personajes y ambiente. Como más adelante veremos, estas novelas tienen

especial interés en la creación del espacio-tiempo en las novelas de finales del XIX, por

ejemplo en las novelas azorinianas y, en general, en la obsesión temporal de los autores

de fin del siglo XIX. La “novela regional” mantendría esa falta de delimitación espacial

y temporal de la novela idílica y los héroes o protagonistas serán maestros, campesinos

o artesanos, si bien no encontramos apenas un valor simbólico en ellas.

Analiza también Bajtín otro tipo de novela, como es la denominada “novela

sentimental”. En ella, los elementos idílicos se simbolizan como fuerzas poderosas de

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gran influencia en los personajes. Cobran trascendencia psicológica y filosófica de tal

manera que se transforman en una suerte de fuerzas interiores que inciden sobre los

personajes y operan sobre ellos acciones determinantes en la trama, como sanarlos o

purificarlos. Estos elementos idílicos de tanta importancia narrativa se vinculan a otra

poderosas fuerza, como es “la conciencia”, que, sin ser exactamente un elemento idílico,

debe unirse a ellos por su importancia narrativa.

Cita Bajtín la importancia de estos elementos que producen en los personajes

actitudes determinantes, como las transformaciones vitales que acabamos de citar;

también renuncias renovadoras –cita concretamente la renuncia a la cultura- siempre en

busca de una integración con una comunidad o una tradición. Veremos también, más

adelante, hasta qué punto este cronotopo idílico es el que subyace en la novela de

Alberto Insúa, si bien no en su forma más pura, sino con una intención narrativa más

paródica.

En la novela familiar, como ejemplo importante de este cronotopo idílico, estos

elementos perviven, si bien abandonan su ubicación en la naturaleza y suelen trasladarse

de ésta los espacios inmobiliarios de carácter burgués, fundamentalmente a la casa.

En algunas ocasiones, el cronotopo idílico no aparece, sino que el protagonista o

héroe pasa por una serie de vicisitudes en busca de ese lugar idílico que es el hogar

familiar o la propia familia, incluso en aquellos casos en los que ni el propio

protagonista es consciente de ese espacio idílico. Este sería el caso de un buen número

de novelas de Dickens, y en no pocos ejemplos de novela victoriana, en las que el

cronotopo idílico pesa sobre ella de manera que está siempre presente aunque el

protagonista no lo viva activamente, caso, por ejemplo de Grandes Esperanzas, Oliver

Twist o Tiempos difíciles.

Y nos es especialmente interesante la novela posterior al siglo XVIII, aquella en la

que el cronotopo idílico parece sometido a la demolición. Es aquella novela en la que el

espacio-tiempo idílico no está sublimado, sino que responde al idealismo provinciano y

mediocre, en el que el dinero se convierte en el motivador de las relaciones

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interpersonales y el trabajo supone la degeneración de las formas laborales

tradicionales.

La ciudad, en este caso, es todo lo contrario a un espacio idílico. Se convierte en

un lugar desidealizado, carente de moral y, a menudo, generador de conflictos y

corrupción. Estamos, pues, ante el momento literario de creación del espacio urbano, un

signo narrativo que se irá conformando a lo largo de los años, pero que en España y la

literatura española fue de difusión y creación algo tardía. Aparecerá, como veremos

después, vinculado a la aparición finisecular de los autores de la bohemia madrileña y

sus novelas.

La vida rutinaria en las ciudades pequeño-burguesas de fines del siglo XIX

admitiría dos variantes documentadas: la novela en la que el espacio se tiñe de

negatividad, caso de Madame Bovary. Y aquellas otras que recogen el cronotopo idílico

y en las que el tiempo suele ser cíclico y en la que la vida sucede sin especial relevancia,

sin que aparezcan acontecimientos excepcionales que rompan la vida tradicional y

monótona de la ciudad. En la literatura española tendrán un interesante eco y de altísima

calidad literaria, como en el caso de Clarín y La Regenta. Estas ciudades tendrían

especial vinculación con la novela regionalista, cuyo cronotopo hemos revisado antes.

Este cronotopo de la ciudad pequeño burguesa es el que reaparecerá en el tópico de las

ciudades muertas, incorporando ese especial significado de la vida ceñida a un espacio

carente de graves problemas, en la que el conflicto se reduce a la singularidad de una

trama en la que los personajes son los que guían su vida integrados plenamente en su

espacio, si bien irá adquiriendo otro tipo de matices y significaciones añadidas que

estudiaremos más adelante.

Volviendo a la estructuración espacial de las teorías de Bajtín, Zoran (1994) se

hace eco de las teorías bajtinianas, pero distingue tres niveles diferenciados de

estructuración del espacio que darían lugar a tres unidades diferentes: una zona de

acción que equivaldría al plano cronotópico; una segunda, a la que denominamos

“lugares”, que tendría su equivalencia en el nivel topográfico, y una tercera unidad que

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Zoran define como el campo de visión y que se daría en el nivel textual del signo. El

espacio, en la novela, desempeña, además, un doble papel puesto que es un lugar en el

tiempo más que un ámbito de actuación. El hecho de que esté tan vinculado al signo

temporal provoca que el espacio se organice en torno a oposiciones: campo / ciudad;

lejos / cerca… que se hallan impresos de una cierta temporalidad narrativa, al presentar

también planos temporales diferentes.

Más allá aún de este doble papel, el espacio funciona como creador de una

atmósfera, por cuanto existe una relación metonímica entre el espacio y los actores que

captan ese espacio sensorialmente. Las narraciones suelen recurrir a la adjetivación

sensorial e incluso sensual, para remarcar aquel signo que es difícilmente apreciable o

transmisible mediante el lenguaje. Por ello, los personajes de la trama suelen recoger

impresiones sobre aspectos referidos a los sentidos que apoyan la creación del signo

espacial. De esta manera, el espacio se carga también de significación simbólica, por

cuanto la aparición de referencias a los sentidos reportan a los personajes evocaciones

singulares y subjetivas. Esta última idea es la que defiende Ricardo Gullón (1980). En

su análisis del espacio y la novela, que le lleva a analizar obras clásicas españolas como

El Lazarillo o El Jarama, encontramos cómo el espacio aparece simbolizado, es decir,

cómo ciertos lugares de la novela se convierten en símbolos dentro de ella. La creación

de una atmósfera en la novela suele darse, siempre según Gullón, a partir de sensaciones

de diferente tipo. La mayoría de ellas son, fundamentalmente, de carácter visual; pero

no faltan tampoco aquellas de carácter auditivo o incluso olfativo que se intensifican en

las obras de finales del siglo XIX y la literatura de carácter más o menos simbolista,

como es el caso de la novela de Proust Á la recherche du temps perdu.

María del Carmen Bobes Naves (1985) aprecia también en su estudio sobre La

Regenta cómo el espacio subjetivo son las propias sensaciones. Así, el espacio sería una

suerte de continuo que se regionalizaría en dichas sensaciones: los objetos no se

presentan en una novela de forma ingenua, sino que tienen todos una cierta carga

significativa. O lo que es lo mismo, es imposible narrar de una forma totalmente

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aséptica, desvinculada de una subjetividad presente, bien en el narrador, bien en los

personajes. Quizá también esto tenga que ver con el cambio espacial que se da en la

literatura a finales del siglo XIX, en la que los espacios íntimos toman el relevo a los

lugares sociales. La aparición de los momentos cotidianos como tomar el té o el café,

como la descripción de unas flores en una casa, de momentos en los que lo central es lo

privado, redundan en la aparición de sensaciones de diferente tipo.

Explica Bobes Naves (1993: 72) cómo la novela realista se volvió urbana en sus

“macroespacios” al centrarse en sus interiores (salones, recibidores…) espacios donde

confluyen el tiempo y el espacio de sus héroes. Así, el espacio gana peso, “conforma y

define a los principales personajes hasta hacerlos compartir sus rasgos más destacados:

el peso insoportable de la tradición (reflejado en forma de un caserón incómodo y frío),

un afán desmedido de dominio (vinculado en muchas ocasiones a la torre de la

Catedral), frivolidad e inconsciencia (como el Casino con la aparición de sus juegos,

fiestas…)”.

2.1.2.2.-El cronotopo y la autobiografía

El propio Bajtín se detiene en alguna ocasión a estudiar el cronotopo en relación

con los escritos autobiográficos. Para Bajtín, biografías y autobiografías no son

fundamentalmente escritos de carácter literario, o al menos no intrínsecamente literario.

Es más; su propia forma vendría determinada por los momentos históricos que

determinan los textos: dígase la guerra, la persecución, el exilio, o los cambios políticos

de cualquier signo. Por todo ello, el cronotopo interno de los textos autobiográficos no

es tan importante como lo que podíamos denominar “cronotopo externo” o histórico, es

decir, el cronotopo de la vida real.

Ahora bien. Es cierto que para Bajtín la literaturización de los textos

autobiográficos se da en un nivel muy superficial y que la frontera entre textos

autobiográficos y textos literarios es una brecha profundísima. Sin embargo, esto no es

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del todo cierto, como iremos viendo. Si, en muchas ocasiones, la diferencia entre una

novela y una autobiografía es muy sutil, la consideración del cronotopo de ambas

debería tenerse en cuenta de una manera también muy similar. ¿Qué ocurre, pues, en las

novelas en clave o en lo que denominamos textos de autoficción? ¿Dónde están los

límites entre ese cronotopo interno al texto y el cronotopo histórico?

Creemos que esta lectura de Bajtín es algo superficial y no responde a una

profundización en el estudio de la autobiografía. Mientras que su consideración de la

novela como el género donde el cronotopo adquiere mayor relieve, deja de lado ciertas

formas de literatura autobiográfica, borrando de un plumazo todo tipo de diferencias

entre estos textos y tomando todos ellos como una unidad que no es del todo cierto.

En palabras de Bajtín (1998: 65):

These classical forms of autobiography and biography were not works of

a literary or bookish nature, kept aloof from the concrete social and political act

of noisily making themselves public. On the contrary, such forms were

completely determined by events: either verbal praise of civic and political acts,

or real human beings giving a public account of themselves. Therefore, the

important here is not only, and not so much, their internal chronotope (that is,

the time-space of their represented life) as it is rather , and preeminently, that

exterior real-life chronotope in which the representation of one's own or

someone else's life is realized either as verbal praise or a civic-political act or as

an account of the self. It is precisely under the conditions of this real-life

chronotope, in which one's own or another's life is laid bare (that is, made

public), that the limits of a human image and the life it leads are illuminated in

all their specificity.

Sin embargo hay que tener en cuenta otra concepto que maneja Bajtín acerca de

esta relación entre el cronotopo de la novela y el cronotopo de la realidad o el momento

histórico. A esta relación Bajtín la denomina “diálogo”. Procedería este diálogo de la

necesidad de que el cronotopo narrativo tenga algo que ver con el espacio y tiempo

reales, lo que hace que ese espacio y tiempo tengan en la narrativa un cierto sentido. Es

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decir, hay condiciones bajo las cuales es posible considerar de forma cronotópica el

espacio y el tiempo en una autobiografía.

2.2.-Otras aproximaciones al estudio del signo espacial

Es cierto que el estudio del cronotopo espacial, no sólo por Bajtín, sino por otros

muchos investigadores que han seguido la línea abierta por él, se ha referido,

fundamentalmente al estudio de la ficción narrativa. Sin embargo es difícil no tener en

cuenta estas ideas para el posterior estudio y aplicación en los escritos de corte

autobiográfico, en primer lugar por la dificultad de eludir la ficción en muchos de ellos,

es decir, discernir dónde empieza y dónde acaba la verdad. En segundo lugar, porque

hay un buen número de obras –las que denominamos de autoficción- en las que el signo

espacial aparece vinculado a fórmulas autobiográficas y novelísticas. Aún más, no

podemos dejar fuera de este estudio a aquellos textos de carácter lírico en los que

autobiografía o, en último extremo, literatura del yo, es fundamental en su origen. En

todos estos casos, el espacio se mueve entre la concepción de signo con entidad literaria

a la manera del estudiado por Bajtín, y la denotación pura del lugar o enclave de la vida

narrada. Por ello creemos imprescindible hacer un repaso a la materia teórica que se ha

venido manejando sobre el signo espacial.

El acercamiento a este asunto en los estudios más recientes sobre la novela

española ha dado resultados muy interesantes. La mayor parte de ellos han tratado,

fundamentalmente, la novela contemporánea, indagando en los espacios y los

cronotopos que en él se reflejan. Pero no faltan algunos estudios sobre textos anteriores,

como el de Rebeca San Martín (2003) sobre el espacio en El Corbacho.

En relación con todo ello, nos han resultado especialmente interesantes los

estudios de la doctora Álvarez Méndez, quien ha realizado una interesante catalogación

de los espacios narrativos que analizaremos con mayor detalle.

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Alguna que otra aproximación al tema ha venido de no pocas tesis doctorales

como la del doctor Luis Javier de Juan Ginés (2006), quien se ha centrado en la novela

española contemporánea. Su tesis doctoral defiende las relaciones que el elemento

espacial tiene con otros elementos narrativos, como el narrador o el personaje, para

llegar a un interesante análisis del cronotopo desde el punto de vista batjiniano.

Otra interesante tesis doctoral al respecto es la que presentó Maria Azucena

Macho Vargas (2001) sobre el espacio en la obra de Albert Cohen en la que se analizan,

fundamentalmente, algunos aspectos de la relación entre espacio y tiempo. Es

interesante su aproximación al concepto de cronotopo y la catalogación del espacio

simbólico. En su investigación sigue también las líneas de Genette y se aproxima,

igualmente, a la obra de Albert Cohen a través de los conceptos de espacio y tiempo.

Son numerosos los estudios al respecto y los trabajos que han aplicado el

concepto de cronotopo a la obra de otros tantos escritores, lo que representa también la

importancia que tiene en la novela contemporánea el elemento espacial. No es una idea

nueva ni los estudios sobre el espacio en la novela son estrictamente contemporáneos:

Bajtín había estudiado el concepto de cronotopo ya en los años 3014.

La importancia del espacio y el tiempo en los estudios filológicos contemporáneos

se debe a diferentes motivos. El primero de ellos es el valor cultural que ha tenido en los

últimos años; nos referimos a la importancia que el espacio ha cobrado en la novela

actual, en géneros muy diversos, que van desde la novela gótica hasta la novela negra,

pasando por géneros aparentemente menores como la ciencia-ficción o la novela de

aventuras. El segundo, porque el espacio recoge las tradiciones y los elementos que

rigen las relaciones humanas y éstas son, en esencia, pilares importantísimos en la

novela de los últimos años: bares, calles, oficinas, iglesias…

14 Aunque el desarrollo teórico es posterior, Bajtín había publicado en 1938 su artículo “Las formas del tiempo y el cronotopo en la novela” (contenido en Teoría y estética de la novela. 1989, 237-411). La influencia de este concepto en los estudios sobre el espacio y el tiempo en la novela fueron fundamentales a partir de estos estudios, de manera que la teorización sobre espacio y tiempo en la novela durante todo el siglo XX es difícilmente comprensible sin ellos.

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Es decir, la topografía presente en la novela, fundamentalmente a partir de la

novela del siglo XIX, se convierte en uno de los ejes de la construcción narrativa. De

hecho, para Antonio Garrido (1993) el espacio es el verdadero soporte de la acción. El

espacio tendría además un valor estructural en la organización interna del relato y una

funcionalidad simbólica15.

Carmen Bobes (1993: 165-182) considera que el cronotopo no tiene, en sí,

contenidos narrativos, “al constituir las coordenadas donde ocurren y se insertan las

acciones y sus sujetos”, aunque puede utilizarse como elemento organizador del relato:

si el énfasis se pone en el tiempo; por ejemplo: si la novela sigue la biografía de un

personaje o la historia política de un pueblo

Esto es lo que constata Natalia Álvarez (2002), para quien la topografía, como

análisis de la descripción espacial constituye un elemento destacado de la organización

narrativa y estaría asociada a nociones históricas y culturales, que van desde el locus

amoenus de la Edad Media, hasta las obras de Marcel Proust. Es decir, la concepción

del espacio y su plasmación narrativa variará con el ideario estético de cada momento

histórico.

Traemos, pues, aquí, lo que Antonio Garrido (1993: 207-218) explica cuando

habla del “discurso del espacio”. La topografía sería esa manera particular en que un

relato se dota de una geografía, de un lugar. Y esas nociones culturales serían las

responsables de ciertos prejuicios retóricos que duraron desde el siglo XVII al XIX, con

el New Roman y el poema en prosa. Ahora bien; no podemos desligar la descripción de

la narración, de la que es un aspecto no poco importante, dado el importante efecto de

realidad que provoca en ella, incidiendo en funciones de carácter conativo.

Desde esa doble importancia del tema del espacio, la obra citada de Natalia

Álvarez Méndez aborda el espacio narrativo atendiendo, en un primer momento, a su

perspectiva histórica y etimológica. Así, la diferenciación espacio / lugar se define por

15 Propone como ejemplo El dúo de la tos, de Clarín, obra en la que el hospital y las habitaciones conforman estructuralmente la narración. A este respecto, es muy interesante el artículo de Romera Castillo (1985) sobre el espacio y el tiempo en esta narración.

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cuanto “un lugar se convierte en espacio cuando es contemplado desde un punto de

percepción concreto”.

Desde una perspectiva histórica, se analizan rasgos espaciales como la relación

hombre – espacio. Esta relación afecta a los vínculos especiales que se producen entre

un lugar y un individuo o una colectividad. Se producen, pues, uniones de tipo

simbólico que convierten al espacio en territorios de un significado especial para la

persona que se acerca a él. Este vínculo es el que ha dado lugar a formas de

sacralización como la casa o el templo, es decir, el espacio se ha sometido a las leyes de

la abstracción y ha sido dotado de un especial simbolismo.

De aquí, como es obvio, se derivarían las diferencias y similitudes entre el espacio

físico y el literario; es decir, el espacio narrativo como elemento ficticio y realidad

textual. A nadie se le escapa que la relación entre el hombre y el espacio marcado

significativamente por éste puede sufrir un proceso semiótico que lo individualice entre

otros muchos. La particular forma de dotar de cierta carga simbólica al espacio es

también la que se da en la narración literaria. Este proceso es al que se ha denominado

proceso de mimesis, o lo que es lo mismo, la realidad ficcional que se traduce en un

mundo que es creado ahora por la imaginación literaria. Esa imaginación literaria o

poiesis es, entonces, la que trasladaría al lector a esos nuevos lugares creados, existan o

no en el mundo real como posibles referentes inmediatos. Incluso la referencia a lugares

existentes o reales también los convierte en lugares ficticios, puesto que al ser evocados

a través de la imaginación van a ir “creando unas coordenadas propias”. Como explica

Lotman (1966: 78), “el espacio se semiotiza y convierte en exponente de relaciones de

corte ideológica o psicológica”. Este sería el caso, citado antes, de los espacios sagrados

o sacralizados por su especial relación con los personajes, pero también el de los

espacios narrativos que se relacionan con determinadas perspectivas, opiniones o

pulsiones de los personajes, y, en general, de cualquier espacio dotado de cierta carga

simbólica.

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Esta sería, también, la línea de trabajo de Pozuelo Yvancos que citábamos

anteriormente. El espacio narrativo se nos presenta como un cristal que cifra la realidad

que se refleja en él y la realidad sería puramente subsidiaria, es decir, “lo real” se

reconoce sólo en su superficie, no como un referente real, sino como el reflejo de ese

referente. Sin embargo, el propio Pozuelo Yvancos (1992: 165) explica:

Precisamente hay en las interpretaciones de esta novela muchos esfuerzos

de reconocimiento y hay realidades históricas de Colombia, lugares físicos

cercanos a Aracataca, etc., que se han convocado como referentes externos

desde los que hacer una lectura posible y realizada de los cien años como los de

una Crónica de la América Latina y de las guerras civiles de la novela como las

vividas por Colombia, y de este personaje con este otro modelo del mundo

extraliterario. No creo ociosas estas interpretaciones y por supuestos las

entiendo justificadas y legítimas. Pero ocurre que estas proyecciones mutuas de

lo novelesco a lo histórico y empírico y viceversa, tienen idéntica legitimidad

conformadora de realidad que las muchas comunicaciones entre vivos y

muertos que en la novela se dan.

O dicho de otra forma, la realidad del espacio en la novela o su relación con los

referentes posibles, no tiene un valor medible. Podemos encontrarnos con un posible

referente real de un espacio novelístico que reconoceríamos inmediatamente. Sin

embargo, incluyendo la posibilidad de que esa relación exista, no tiene valor alguno en

la configuración espacial de la narración.

Tomando la idea por el otro lado, la narración que incorpora lugares imaginarios

no pierde un ápice de conformación espacial sobre aquellas narraciones que integran la

trama en posibles espacios “reales” o referenciales. A todos los efectos, da exactamente

lo mismo que el espacio referido exista o no, pues cobra una existencia en la narración

que la equipara a los espacios existentes y reconocibles.

La definición que hace la profesora Bobes Naves (1985: 165-182) va en la

dirección que apuntábamos de Lotman. Considera que el espacio es una categoría que se

alcanza por medio de las percepciones, fundamentalmente la percepción visual, pero

también otras, como la olfativa o la táctil. Pero también hemos de reconocer que el

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espacio sería una noción histórica: según la época, prevalecen sensaciones diferentes, se

da mayor importancia a una forma de percepción sobre otra. Así, citando el ejemplo de

la novela pastoril, el espacio está definido por la naturaleza, fundamentalmente por los

ríos y sus riberas. Y, así, durante toda la Edad Media, hasta el Renacimiento, se

mantendría la tesis aristotélica de que el espacio es el “lugar”. Es ya en el Romanticismo

cuando los personajes se precisarían por su relación con los lugares y se definirían por

su relación con ellos. Aparecerá en el arte lo que se dio en reconocer como el

denominado “paisaje interior”, una visión de la naturaleza que no la define como tal. No

es el espacio el que se nos muestra, sino los personajes a través de él. Las sensaciones

que el protagonista de la narración padece tienen su respuesta consecuente en el espacio

natural que le rodea y redundará en esta percepción mutua por parte del lector

Visto todo lo cual, parece necesario considerar en esta introducción al actual

momento de los estudios acerca del espacio en la novela, cómo se ha abordado la

perspectiva del tema en la teoría literaria actual, fundamentalmente atendiendo a su

clasificación y configuración semiótica.

G. Zoran (1984: 309-335) nos remite a la idea ya conocida de que el espacio, al

contrario que el tiempo, nunca remite a un lugar correlativo en el mundo objetivo. La

mera descripción de un objeto impide dar una visión completa de él en todas sus

dimensiones y obligará a una selección espacial que concrete el espacio en la narración.

De tal manera, distingue Zoran entre tres formas o niveles de presentación del espacio

que serían los niveles topográfico, cronotópico y textual.

El primero, muestra el espacio como una unidad estática, desvinculada del tiempo

y habría que distinguir entre el nivel topográfico horizontal, que señala los espacios

horizontales del mundo, como ciudades o paisajes, y el nivel topográfico vertical que

remite a espacios imaginarios y simbólicos, como por ejemplo la división renacentista

de cielo y tierra. Si aparecen ambos, el primero se ocupa del lugar de la aventura y el

segundo del nivel moral.

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El nivel cronotópico, siguiendo las pautas bajtinianas16, valora el espacio en su

proceso continuo de cambio.

Finalmente, el nivel textual marca esa imposibilidad de la lengua para agotar la

información sobre un lugar concreto, así como la adecuación del tiempo lingüístico al

tiempo de la narración.

A este respecto, es interesante el estudio de Chatman (1990), quien considera

cómo el espacio narrativo se convierte en un espacio abstracto precisamente por esa

incapacidad lingüística de agotar su descripción.

Conviene considerar también cómo la Natalia Álvarez (2003) explica la

importancia del espacio precisamente por su carácter de signo, por lo que podemos

hablar, precisamente de esas formas de presentación espacial de las que hablaba Zoran.

Abunda en la doble constitución de realidad textual y de ficción literaria, pero son sus

diferentes dimensiones su característica fundamental. Tendría, pues, una importancia

sintáctica, por cuanto organiza los emplazamientos y “vincula las formas a los

sentidos”.

Su función semántica vendría dada por cuanto el espacio tiene muchas

capacidades significativas, como, por ejemplo, ocurre con los objetos que otorgan valor

semántico a un escenario concreto. En palabras de Bobes (1985: 168), el espacio se

configura como “una condición de la dimensión de los objetos en su aspecto objetivo y

como conjunto de sensaciones situadas en su aspecto subjetivo”.

La vinculación del espacio con otros elementos de la trama parecen

fundamentales. Destaca sobre todo, como veremos más adelante, la relación con los

personajes, el tiempo o los objetos.

Vázquez Medel (2000: 129) ha señalado tres conclusiones al respecto de la

vinculación espacio temporal con la narratología actual:

16 Es decir, se atiene a la unidad espacio-tiempo indisoluble y de carácter formal expresivo. En el momento en el que aparece ese cronotopo en la narración, espacio y tiempo se interceptan y vuelven visibles. La articulación de estos en la narración puede producir diferentes efectos estéticos.

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a) El espacio es un constituyente de la existencia de todo lo material, y no

puede ser separado del tiempo;

b) La experiencia humana de comprensión del mundo es esencialmente

topológica, espacial; posiblemente nuestras nociones descansen sobre una

axiologización del espacio;

c) Las diferentes formas de programas narrativos establecen estrategias

específicas muchas de las cuales han sido explicadas por la narratología

actual, pero de forma bastante desvinculada de los principios anteriores.

Por todo ello, los estudios pragmáticos han tenido una especial importancia en los

últimos años tanto en el estudio del espacio como signo, como en la teoría literaria en

general.

El proceso de lectura denota que hay elementos fundamentales sugeridos que no

están necesariamente explicitados en un texto. O lo que es lo mismo: el lector-receptor

reelabora el espacio en el proceso de lectura sobre los datos que es capaz de recoger en

el proceso de decodificación que supone la lectura.

Quizá la revisión definitoria del cronotopo y la categorización consecuente del

signo espacio-temporal la ha dado Henri Mitterrand (1990).

Para Mitterrand, puede ser fácil someterse a la clasificación de cronotopo que

propuso Bajtín. Sin embargo, huyendo de los cronotopos rabelesianos o de la novela

griega, reducir la cronotopía de una narración17 a la relación que tiene con la historia, es

decir, la realidad y su representación, no sería más que mutilarla, reducirla. Al evocarse

mutuamente, tiempo y espacio forman un cronotopo determinado, pero no puede

abordarse por sí solo, sino interrelacionados con otros elementos de la narración que

forman un sistema: el sistema de los personajes y la acción. Para Mitterrand, la teoría de

17 Henri Mitterrand propone esta idea atendiendo al análisis que hace de la novela Germinal de Zola, por lo cual, los ejemplos que cita se basan, concretamente en la riqueza espacio-temporal de la novela del francés. De esta manera, la aparición de un tiempo idílico-cíclico y otro biográfico-histórico, no se oponen, sino que se conjuntan hasta mostrarnos un nuevo cronotopo que participa de ambos, con lo cual parece querer demostrar cómo cualquier definición de cronotopo sometida a definiciones unívocas corre el riesgo de ser “insuficiente o inexacta”.

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Bajtín carece de un elemento importante en relación con la definición misma de

cronotopo y es su semiotización. El tiempo y el espacio no son signos que existan per se

y no son recibidos por un lector hasta que no se produce un proceso de verbalización.

Este proceso requiere cierta carga semántica que es aportada, también, por la relación

con otros signos de la narración. Mitterrand explica que el cronotopo necesita ser

semiotizado en mayor medida si se quiere abordar un estudio retórico y estilístico de

una novela, pues espacio y tiempo aparecerán necesariamente verbalizados para su

percepción por el lector (1990: 134):

Pero también parece claro que el cronotopo bajtiniano carece de la doble

dimensión del contenido simbólico y de la forma semiótica. La relación

instituida por Bajtín entre la obra y la historia mediante el cronotopo es

demasiado unilateral. Sin duda, en la actualidad habría que matizarla más,

considerando no sólo el tiempo-espacio “en” la obra, sino también el tiempo-

espacio “de” la obra.

Todo este corpus teórico viene a demostrar hasta qué punto el espacio y el tiempo

son signos que se ven afectados y afectan a diferentes planos lingüísticos, de tipo

sintáctico, semántico y pragmático y es capaz de incidir en todos los diferentes

elementos de una narración, incluidos los personajes. Y, lógicamente, no se puede

interpretar como una imagen paralela al tiempo y espacios reales, sino que se convierten

en auténticos lugares y temporalidades autorreferenciales.

En resumen, como explica Natalia Álvarez (2003: 553):

El espacio es un elemento de la trama que proporciona concreción y

verosimilitud a la historia, pero que, además, se convierte en un signo que crea

sentidos sintácticos, semánticos y pragmáticos. Posee una riqueza textual que le

dota de una significación que en ocasiones, puede llegar a potenciarse más

incluso que los propios, personajes que lo habitan.

En otro orden de cosas y, por lo que respecta a la relación del yo con los

personajes de la narración hemos de considerar brevemente cómo esa creación narrativa

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del yo, en nuestros días, se ha visto profundamente influida por las tesis posmodernas.

La moderna narratología ha estudiado un proceso que ha terminado por abordar parcelas

no exclusivamente literarias y que van desde ámbitos como la economía a la política,

pasando por el derecho, la teología y, por supuesto, el marketing. A nadie se le escapa

que la literatura se ha convertido hoy en un gran espacio de mercado que vende obras y

autores. En esta línea, el autor ha terminado por convertirse en una marca que requiere,

también, su publicidad. Los grandes premios de novela tienen su correlato mercantil en

las campañas publicitarias televisivas, pero también en las presentaciones públicas a lo

largo del mercado posible; los autores se desenvuelven hoy en día en los circuitos

literarios como estrellas, firman sus obras en colas de lectores que convierten el objeto

en un fetiche, independientemente de que exista siquiera lectura; la preferencia por

publicar autores conocidos o con un cierto reconocimiento social previo –periodistas,

gente del espectáculo, políticos…- lleva también a suponer que se vende, no ya una obra

literaria, sino un logo a modo de autor. Y a la moderna tecnología del marketing le ha

llegado también la moderna tendencia a la narración de una marca, a llegar al

comprador a través más de la cercanía emotiva que de las calidades del producto. Pero

¿por qué la narración produce esos efectos en los compradores?

El enaltecimiento del relato por parte de los autores posmodernos viene a

demostrar la importancia que el relato tiene en los seres humanos, hasta el punto de

haber convertido en literatura algunos textos que, hace no muchos años, serían

impensables en tal consideración. Una obra que nos parece especialmente interesante

ante este asunto es la de Jérôme Bruner, el psicólogo norteamericano, que trata de

explicar cómo los humanos interpretamos el mundo de modo narrativo y que pensamos

nuestra propia historia y vida de forma narrativa, como una historia cambiante en forma

de capítulos y guiada por un personaje (2003: 91):

¿Será que dentro de nosotros hay un cierto yo esencial que sentimos la

necesidad de poner en palabras? Si así fuera, ¿por qué habríamos de sentirnos

impulsados alguna vez a hablar de nosotros o a nosotros mismos o por qué

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habrían de existir admoniciones como “conócete a ti mismo” o “sé fiel a ti

mismo”? Si nuestros Yoes resultaran transparentes, por cierto no tendríamos

necesidad de hablar de ellos a nosotros mismos. Y sin embargo, no hacemos

otra cosa durante gran parte del tiempo, solos o por interpósita persona, en el

consultorio del psiquiatra o en confesión, si somos creyentes. Entonces, ¿qué

función cumple este hablar de uno?

Independientemente de las explicaciones sobre por qué el yo tiene que ser narrado

–a uno mismo o a otros- la solución del siglo XX fue la clásica respuesta psicoanalítica:

porque una parte de nosotros nos es totalmente desconocida. Sin embargo, Bruner

considera que la narración sobre nosotros se transforma continuamente, cambia de

género, se desenvuelve y desarrolla con nosotros mismos según las necesidades y los

cambios a los que nos vemos sometidos continuamente (2003: 92):

No es que yo ya no pueda contarte (o contarme) “la verdadera historia, la

original" de mi desolación durante el triste verano que siguió a la muerte de mi

padre. Más bien, te contaré (o me contaré) una historia nueva acerca de un

muchacho de doce años que "había una vez". Y podría contarla de muchas

maneras, cada una modelada por mi vida en lo sucesivo no menos que por las

circunstancias de ese verano de hace tanto tiempo.

Defiende que la creación del yo es un arte narrativo con las consecuencias lógicas,

es decir, aunque tiende a crearse a partir de la memoria, sufre las mismas condiciones

que un texto de ficción y es muy difícil que se mantenga sólo en el lado del yo. Es decir,

existe una anomalía en la creación del yo que hacemos por nosotros mismos: que esa

construcción proviene del interior y del exterior, de la memoria y del mundo, y que esas

propias creencias, opiniones, subjetividad, han ido siendo, igualmente, modificadas por

el exterior; o lo que es lo mismo: los actos narrativos que conducen a construir el yo

están dirigidos por modelos culturales y sociales.

Por lo que respecta a la retórica de esa narratología especial, el arte retórico

romano, dirigido a convencer al otro, terminó dirigiéndose al interior, a la narración del

yo. Y esto crearía al resuelto y seguro de sí hombre romano. Hoy en día hay multitud de

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obras de autoayuda que determinan la construcción del yo sobre parámetros narrativos.

De todo lo expuesto surge la pregunta de ¿por qué la narración? Y, entre otras muchas

consideraciones, responde con estas breves sentencias: “porque recurre a la memoria

selectiva para adaptar el pasado a las exigencias del presente y las expectativas futuras”;

“es posesivo y extensible, en cuanto adopta creencias, valores, devociones, y hasta

objetos como aspectos de su propia identidad”; “parece capaz de despojarse de estos

valores y adquisiciones, según las circunstancias, sin perder su continuidad”; y, en

definitiva, porque el yo busca la coherencia en la vida y evita la disonancia y la

contradicción.

Transpuesto a criterios narrativos, el yo se construiría según estos preceptos

(2003: 103)

1. Un relato requiere una trama.

2. A las tramas les sirven los obstáculos en la consecución de un fin;

3. Los obstáculos hacen reflexionar a las personas.4. Expón sólo el pasado que tiene relevancia para el

relato.5. Haz que tus personajes estén provistos de aliados y

relaciones.6. Haz que tus personajes se desarrollen.7. Pero deja intacta su identidad.8. Y mantén su continuidad, también evidente.9. Dispón a tus personajes en el mundo de la gente.10. Haz que tus personajes se expliquen en la medida

necesaria.11. Haz que tus personajes tengan cambios de humor.12. Los personajes deben preocuparse cuando parecen

ser absurdos

Estas teorías inciden en varias de las teorías más interesantes y polémicas de la

escritura autobiográfica como es el caso de la veracidad de la narración, de la cercanía

hacia otros géneros…

La predisposición humana para asumir las historias proviene, pues, de nuestra

propia necesidad de construirnos; son o pueden ser muchas veces puros ejemplos

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narrativos para nuestra propia biografía narrada, lo cual explicaría el interés por el

género autobiográfico.

2.3.-Algunas clasificaciones del signo espacial en la narración y sus

relaciones con otros signos narrativos

Decíamos que en los últimos años han proliferado los estudios y artículos en los

que se analiza el concepto del espacio y su importancia en algunas novelas y autores

concretos. Estos estudios han propuesto diferentes clasificaciones del signo espacial que

hacen hincapié en su vinculación a otros signos de la narración y en sus diferentes

niveles y formas de presentación. Parece, pues, importante considerar algunas

clasificaciones que se han venido haciendo en los últimos años y que vienen a resumir

las teorías al respecto que se han ido aportando a este respecto.

Las tesis de Luis Javier de Juan o de Antonio Almaraz han reivindicado la

importancia del espacio fundamentalmente en algunas novelas contemporáneas. En el

caso del primero, encontramos un estudio teórico en el que se analiza el signo con otros

íntimamente relacionados como el tiempo o como los personajes de la trama. Este

estudio abunda en la importancia que ha tenido el espacio en la novelística

contemporánea española, por lo que nos parece especialmente relevante.

Por otro lado, la tesis doctoral de Antonio Almaraz, incide en el espacio a partir

del análisis realizado en la obra novelística de dos autores concretos y contemporáneos,

como fueron Benito Pérez Galdós y Narcis Oller.

De igual manera, hemos destacado las obras de la Profesora Natalia Álvarez por

cuanto sus aproximaciones al signo espacial en la novela de los siglos XIX y XX

suponen también un interesante desarrollo teórico del tema en la narrativa española.

La Tesis doctoral presentada por Luis Javier de Juan Ginés y publicada

posteriormente por la Universidad Complutense de Madrid (2006), hace un importante

acercamiento al tema del espacio en la literatura contemporánea. Podemos destacar

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cómo su estudio repasa el tema del espacio según criterios de definición y de evolución.

En este último caso nos parece interesante el principio que desarrolla y según el cual

“toda novela es siempre experimental y tradicional a un tiempo”. De igual manera es

destacable su idea de cómo la renovación que podemos considerar en el género siempre

se centra en algunos signos determinados. Sería este el caso del espacio y el tiempo en

la tradición novelística moderna. Parece una descripción del problema muy interesante

la que el autor define como domesticación del espacio en, por ejemplo, la novela

realista.

Señala, por otro lado, como funciones fundamentales del signo, la capacidad que

tiene el espacio de dotar de coherencia al texto mediante su relación con los demás

componentes sintácticos. La definición bajtiniana de cronotopo le sirve también para

acercarse a otra interrelación, que analizaremos también más adelante, además de la del

espacio – tiempo, e igualmente trascendental en el estudio, como es la relación entre el

espacio y el personaje.

G. Zoran (1994: 51) explica cómo se produce la mencionada relación desde un

punto de vista meramente especulativo, cómo los personajes se muestran como agentes

creadores del signo espacial, cuando suele producirse de forma contraria:

Independientemente de cualquier acercamiento funcional, uno tiende a

considerar el espacio como subordinado a los personajes en vez de los

personajes al espacio, y lo mismo ocurre en la relación del espacio con otros

aspectos del texto: siempre se le ha considerado como un medio para ciertos

fines.

Y pone de relieve la diferencia esencial entre tiempo y espacio: mientras que el

tiempo configura su representación correlativamente a su existencia objetiva, el espacio

sólo puede objetivarse mediante “un proceso de analogía”, no de correlación.

Destaca también la importancia que se le da al espacio por su valor cultural, que

podemos considerar fundamental por cuanto las características culturales y los valores

de una determinada sociedad intervienen en el proceso semiótico del signo. Ocurre así

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porque el espacio incluye elementos que rigen las tradiciones culturales de un lugar

concreto, como las iglesias, los bares, las casas… y puede manifestarse de muy

diferentes formas, como la continuidad o como la trasgresión; todo lo cual, desde un

punto de vista semiótico, obliga a una interpretación de esa tradición cultural en la que

el signo espacial se halla inserto. Es decir, una adherencia a las convenciones o las

violaciones de diferentes manifestaciones culturales representarían igualmente

diferentes posibilidades artísticas, por lo que el lector podría llegar a sentirse cercano o

distante del espacio de la narración.

Por lo que se refiere a cómo se estructura el espacio, el autor sigue también a G.

Zoran y nos remite a la idea ya conocida de que el espacio, al contrario que ocurre con

el signo del tiempo, nunca remite a un lugar correlativo en el mundo objetivo. La mera

descripción de un objeto impide dar una visión completa de él en todas sus dimensiones

y obligará a una selección18. Recordemos que Zoran había distinguido entre nivel

topográfico, cronotópico y textual

El primero muestra el espacio como una unidad estática, desvinculada del tiempo

y habría que distinguir entre el nivel topográfico horizontal, que señala los espacios

horizontales del mundo, como ciudades o paisajes, y el nivel topográfico vertical que

remite a espacios imaginarios y simbólicos, como por ejemplo la división renacentista

de cielo y tierra. Si aparecen ambos, el primero se ocupa del lugar de la aventura y el

segundo del nivel moral.

El nivel cronotópico valora el espacio en su proceso continuo de cambio. Y,

finalmente, el nivel textual, que es el que marca esa imposibilidad de la lengua para

agotar la información sobre un lugar concreto, así como la adecuación del tiempo

lingüístico al tiempo de la narración.

18 Proponemos como ejemplo de qué manera el espacio de los escritos místicos muestran manifiestamente la imposibilidad lingüística para reflejar el espacio y el tiempo. En este caso, la apreciación simbólica del espacio místico –léase, por ejemplo, las Moradas de Santa Teresa– constituye una presentación incompleta del espacio sólo explicable desde un proceso de abstracción simbólica. Entraríamos, pues, dentro de ese nivel topográfico vertical, en el que el espacio simbólico remite a significaciones morales.

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A este respecto, es interesante el estudio de Chatman (1990) quien considera

cómo el espacio narrativo se convierte en un espacio abstracto precisamente por esa

incapacidad lingüística de agotar su descripción.

En otro orden de cosas, apreciamos en los autores que venimos estudiando,

también la importancia de los sentidos como elementos configuradores de una especial

relación entre la trama y el espacio narrativo. Cada autor se acerca a él desde un sentido

concreto, no siempre el sentido de la vista, que es, con todo, el más habitual. Valle-

Inclán, por ejemplo, presta especial atención a las condiciones acústicas o Miró a las

visuales y la selección léxica dependerá de este acercamiento.

La focalización, y entramos en otro punto de atención fundamental en relación

con el espacio, es la perspectiva desde la que el autor se acerca al lugar que quiere

mostrar. El ejemplo del narrador actual es interesante, pues suele elegir la primera

persona en un buen número de obras. El narrador omnisciente presupone un observador

privilegiado con total conocimiento del espacio y del tiempo. Lo cual no quiere decir

que en estos casos el narrador no pueda ceder la descripción de un espacio a uno de sus

personajes que puede comentarla o vivirla.

De las relaciones entre el signo espacial y todos estos elementos que están

presentes en una narración podemos deducir, por tanto, que el espacio puede

constituirse como un sistema. Esta es la idea de Zoran quien considera tres esferas

conceptuales: el espacio total, el complejo espacial y las unidades espaciales. Destaca

especialmente el espacio total, concepto que define los lugares, las unidades bi o

tridimensionales, como casas o países, con fronteras nítidas y delimitadas y también las

zonas de acción, que no se definen por sus fronteras tanto como por las proporciones de

lo que sucede en ellas. Se llega al espacio total por la forma en que pensamos el espacio

por cuanto que tendemos a pensar en él como un todo, aunque consideremos sólo las

unidades que lo componen. Estas unidades limitadas, siempre las consideramos parte de

un todo.

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M. C. Bobes (1985: 165-182) reconoce unidades de acción en un texto, es decir

un código actancial que se corresponde con las unidades de significado como sujeto,

objeto… y propone, a partir de esta idea, establecer una relación entre los personajes y

las unidades de espacio mediante el significado que tiene para ellos.

De todo lo cual, se deduce que podemos encontrarnos con varios modos de

presentar el espacio. Estas maneras se podrían resumir en las siguientes:

- La presentación explícita o implícita: Es explícita cuando los lugares aparecen

nombrados en el texto, independientemente de la información que se aporte. Y es

implícita cuando el lugar debe inferirse a partir del propio texto, lo cual no supone,

exactamente, que no haya referencias a este lugar. Estos espacios pueden pertenecer a

situaciones de paréntesis en una historia.

- Objetiva o subjetiva: Los espacios se muestran a sí mismos, por ejemplo, en la

novela policíaca. En la subjetiva, hay una implicación valorativa del narrador. Esta

implicación puede ser sicológica, estética…

- Deficiente: cuando el focalizador se desvincula del espacio que presenta. Puede

ser por ignorancia o para destacar su importancia en el momento en que aparezca.

Con todo ello, la toponimia, el que aparezcan o no los nombres de los lugares en

la narración de forma más o menos referencial, tiene escasa relevancia semántica, pues

los lugares no dejan de ser, por ello, espacios ficticios deformados por la propia trama y

por las propias características del signo espacio-temporal.

Sin embargo, todo esto no significa que el propio sistema que interrelacionaría

todos estos signos narrativos no requiera una atención particular. Un estudio detallado

del signo del espacio implica, igualmente, sus relaciones con los demás signos de la

narración. Así, Natalia Álvarez (2002) desgrana estas relaciones atendiendo a los

personajes, la trama…

Por lo que respecta al personaje, explica Chatman (1990: 59) que “sólo a través

del personaje puede mostrarse el espacio al ser el medio en el que se desenvuelven”.

Los personajes tienen sus espacios propios, en los que se mueven y desarrollan,

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espacios que ellos mismos han contribuido a definir. El espacio, para el personaje que

nos lo muestra, puede ser de refugio o de rechazo, algo, esto último, que ha marcado la

novela actual y supone una imagen muy contemporánea de presentar el espacio, por

cuanto los personajes suelen marcar la negatividad del lugar que ha ocupado en una

etapa de su vida.

A los espacios ajenos un personaje accede para tomar posesión de una u otra

manera, para hacerlos propios; por ejemplo el personaje de un emigrante en el país de

acogida o aquellos textos en los que existe una vinculación especial entre personajes de

diferente clase social.

Es de especial interés el espacio cuando se presenta como una metonimia. Se

produce en aquellas narraciones en las que el espacio funciona metonímicamente para

mostrarnos al personaje19. Suele ocurrir en textos en los que entre ambos, lugar y

personaje, existe una contigüidad motivada. El espacio metonímico por excelencia

suele ser la casa, pero podemos encontrarnos con cualquier otro, como un paisaje o una

ciudad. Según M. T. Zubiaurre (2000: 24), es normal que se produzca una vinculación

del personaje con el espacio que habita. La consecuencia es que todo el entorno urbano

que habita, y no solamente una de sus manifestaciones, se convierta en una metonimia

de él.

Podemos comprobar este valor, por ejemplo, en las novelas de Marcel Proust. En

la novela Á la recherche du temps perdu, la aparición de una avenida determinada con

su nombre concreto activa el valor metonímico de una clase social y económica y

denota la fuerte vinculación que existe entre ambos. Cuando la joven Oriana de

Guermantes hace, al principio de la novela, una breve aparición por la casa de la señora

de Saint-Euverte, se nos describe un saloncito en un conjunto de construcciones situado

en un nuevo barrio, construido al olor de las nuevas fortunas parisinas, alejado, por

tanto, de la aristócrata y antigua zona de Saint-Germaine. La aparición del espacio

19 Todo ello tendrá especial relevancia en la novela que vamos a estudiar y que traemos ahora como ejemplo: la ciudad muerta de Brujas para su protagonista es la misma que se produce entre Ramiro y la ciudad de Ávila.

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aristocrático se opone al nuevo barrio burgués, construyendo una diferenciación social

sobre la base de una separación espacial.

El personaje puede también evolucionar en función del espacio en el que se

mueve mediante el aprendizaje, la evolución social o la adaptación a un entorno hostil,

dígase una guerra. Estas relaciones psicológicas pueden producirse de diferentes

maneras, como el desbordamiento. Las novelas de Zola, por ejemplo, nos muestran un

espacio de angustia y neurosis.

En esta línea, también Bobes (1985) destaca el doble valor metonímico y

simbólico del signo espacial. El espacio se configura en La Regenta de ambas formas: el

Casino es un signo icónico de la actitud de Don Álvaro, al tiempo que la Catedral es el

espacio simbólico en el que se relacionan las ideas y las conductas.

El estudio de Catherine Bidou (1997: 203-206) refleja cómo, en el caso de esta

novela, se logra la desaparición del espacio simbólico de la ciudad merced a ese

encerramiento social de las clases altas en su espacio particular aislado subjetivamente

del resto, hasta el punto de que el espacio público se “privatiza” en la novela. Así ocurre

cuando se evoca la presencia de la aristocracia en lugares concurridos de carácter más o

menos público como, por ejemplo, en los palcos de un teatro. La posibilidad de observar

sin ser vistos, la falta de iluminación del palco representativo de la aristocracia, frente al

vulgar patio de butacas divide en dos subespacios el lugar, de manera que la dicotomía

alto-bajo evoca la diferencia social y económica de ambos (1997: 204):

Aquí también “los otros”, “la gente vulgar” del patio de butacas eran

simbólicamente negados. Los aristócratas se permitían llegar tarde, después del

inicio. Ellos reproducían en el espacio del teatro su propia sociabilidad. Ellos se

invitaban y se recibían, pero sólo entre ellos, en los pequeños salones privados

que formaban sus palcos de platea.

Por otro lado, esta apreciación del espacio como metonimia de un personaje puede

incurrir en el predominio de un signo sobre otro, del espacio sobre el tiempo, como

sucede en A la recherche. La autora reconoce en este artículo cómo el espacio recoge

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una serie de escenas mundanas “cuya organización temporal es, a veces, difícil de

captar”, y cómo “el autor reconstruye los estados sucesivos de los campos aristocráticos

y burgueses”.

La dificultad de interpretar los datos narrativos de los signos de espacio y tiempo

y, sobre todo, el peso del primero sobre el segundo parecería responder a lo que parece

ser una compensación significativa (1997: 2):

La sobreinvestidura espacial, tanto pública como privada, cuya prueba

son las nuevas capas burguesas de la novela también puede ser interpretada

como una dimensión compensatoria sobreinvestida en la razón misma del

déficit de tiempo lo que ha marcado a las clases sociales recientemente

emergidas en la escena social con una identidad social aún mal establecida.

A pesar de que estamos tratando cómo se presenta el signo espacio-temporal en la

novela, vamos a hacer una breve cala en la poesía de finales del siglo XIX en España

por la cercanía que tiene con el tema de este estudio. Este sería el caso que se produce

en la obra poética de Antonio Machado. Vamos a indagar en cómo el signo temporal en

su obra implica algunas novedades sobre este signo en la literatura precedente y hasta

qué punto nos encontramos también ante un problema semejante al del signo espacial.

La temporalidad en la obra machadiana es singularmente importante. El tiempo

machadiano es cualitativo, a la manera de la durée bergsoniana, inteligible sólo a partir

de la intuición. La sustancia temporal, su esencia que tiende a la inexistencia es la base

de la creación de su poesía, hasta el punto de que no pocos autores reflejaron sus

retratos de Machado como un hombre que “vivía en el pasado”.

Así lo retrató Rubén Darío (1907: 812), cuando en su Oración por Antonio

Machado utiliza fundamentalmente los tiempos pasados. Barbara Pihler (2003: 93-108),

explica cómo los símbolos de algunos de sus poemas remiten a significaciones

temporales:

El agua es la conocida imagen de la vida pero en este poema es inmóvil,

parada en el tiempo, simboliza la fugaz imagen de nuestra humana

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transitoriedad y su final, la muerte. Lafuente machadiana es un símbolo del

eterno fluir y del pasar irreversible.

El espacio se convierte en símbolo cuando su significado representa una idea

abstracta respecto de un personaje. Normalmente existe una simbología común en una

cultura. Pero las posibilidades simbólicas del espacio pueden ser muchas. Así, según las

definiciones de oposición vertical – horizontal de Lotman (1966), la oposición cielo-

tierra se relacionaría con el simbolismo espiritual, el plano horizontal (la casa, la

ciudad) con la vida social y el eje lateral, con la familiaridad y la cercanía. El propio

Lotman explica que (1966: 25):

Los modelos históricos y lingüísticos nacionales se convierten en la base

organizadora para la construcción de una “imagen del mundo”, un modelo

ideológico global propio de un tipo de cultura dado. Sobre el fondo de estas

construcciones adquieren significado los modelos espaciales particulares

creados por un texto o un grupo de textos dados.

Volveremos más adelante sobre ello.

En cuanto al narrador, las relaciones entre el espacio y éste se producen,

aparentemente a través de otros signos de la narración. Sin embargo, el narrador tiene

una doble función: como contador de una historia y como productor de un espacio en el

texto. En esta segunda debe cumplir la tarea de delimitar el espacio para convertirlo en

discurso, siempre según Chatman. Sus elecciones, decisiones, implicación y selección

del espacio de la narración van a condicionar el texto. Todo esto ocurre porque el

discurso ficcional no es aprioristico, no existe antes del propio discurso, y, por lo tanto,

se va construyendo según la focalización que se le imprime.

Se puede hablar, por tanto, de varios tipos de narradores en función de su relación

con el espacio:

1.- El narrador objetivista: Según M. C. Bobes (1993: 170) , es el que no

caracteriza ni positiva ni negativamente el espacio. Aparecería por la necesidad de

señalar algún tipo de soporte físico para la ficción.

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2.- El narrador homodiegético: La primera persona implica siempre una

focalización interna pues sólo puede tener conocimiento de lo vivido o lo que es lo

mismo, una función testimonial, según la clasificación de G. Genette (1972: 120).

3.- Narrador en tercera persona: El estatus narrativo de omnisciencia (y, aunque la

omnipresencia, según Chatman, no sea exactamente la misma situación narrativa,

también la omnipresencia) contribuirá también a la organización espacial. Por ejemplo,

los narradores decimonónicos muestran un especial interés en mostrar los interiores

como metonimia de los personajes. En estos casos, el narrador omnisciente posee

capacidad para acceder a cualquier espacio, lo que puede conducir, por ejemplo a

fenómenos de simultaneidad temporal, es decir a la aparición de dos espacios a un

tiempo. En casos, sin embargo, como la novela de tesis o intelectual, el espacio queda

reducido a una cita, a una configuración mínima que está en consonancia con la escasa

aparición de personajes. Lo realmente importante es saber que el narrador se sitúa en un

punto y un espacio determinados en un momento.

A pesar de todo, existirían, apunta Natalia Álvarez, ciertas deficiencias espaciales

del narrador.

En primer lugar podemos encontrarnos con un narrador en primera persona que

tenga un conocimiento parcial del espacio, o porque le es poco conocido o porque ha

sido presentado por otro personaje.

S. Chatman también encuentra deficiencias en el espacio marcado por el narrador.

Una primera que denomina función selectiva y que es aquella en la cual el narrador

elige algunos datos específicos entre todos los que se le presentan, lo cual supone un

proceso de elisión que pone de relieve la información ausente, o lo que R. Gullón

(1980) denomina “los espacios del silencio” . Esos espacios semánticos son los que

deben ser restituidos por el lector. La función panorámica se referiría al narrador

omnipresente y es un resumen de la presentación espacial que obvia escenas

particulares. Tiene especial interés en aquellas novelas en las que la acción se presenta a

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la vez que el espacio y suele tener un especial resultado en aquellas novelas que tratan

de crear suspense.

Existe, además, una distancia espacial restrictiva cuando hay una separación física

o valorativa del narrador. Según explica Gullón a lo largo de su obra (1980), el

personaje puede verse determinado en su actitud psicológica por su alejamiento con

respecto al espacio y la distancia del narrador influye, lógicamente, en el proceso de

recepción, al acercarse o alejarse más del espacio.

Según Zubiaurre, la representación de la novela urbana en la novela (realista)

reúne tres factores: la topografía, la sociedad y los personajes que viven en ella. Y

propone el ejemplo de un callejón oscuro como lugar propicio para un crimen o un hotel

de lujo para mostrar vidas de personas adineradas. Para P. Hamon, la relación del

narrador con los lugares denota la ideología de la novela.

La obra de Natalia Álvarez Méndez aborda el espacio narrativo atendiendo, en un

primer momento, a su perspectiva histórica y etimológica. Así, la diferenciación espacio

/ lugar se define por cuanto “un lugar se convierte en espacio cuando es contemplado

desde un punto de percepción concreto”.

Desde una perspectiva histórica, se analizan rasgos espaciales como la relación

hombre – espacio, que ha dado lugar a formas de sacralización como la casa o el

templo, es decir, el espacio se ha sometido a las leyes de la abstracción.

De aquí se derivarían las diferencias y similitudes entre el espacio físico y el

literario, es decir, el espacio narrativo como elemento ficticio y realidad textual. Este

proceso es al que se ha denominado proceso de mímesis, o lo que es lo mismo, la

realidad ficcional que se traduce en un mundo creado por la imaginación literaria. Esa

imaginación literaria o poiesis es la que trasladaría al lector a esos nuevos lugares

creados. Incluso la referencia a lugares existentes o reales también los convierte en

lugares ficticios, al ser evocados a través de la imaginación “creando unas coordenadas

propias”.

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Entre las funciones que desempeña el espacio en el discurso ficcional, señala

Natalia Álvarez dos planos, el referencial y el simbólico. El primero facilitaría al lector

la labor de interpretación y percepción de los sucesos narrativos, mientras que el

segundo permitiría el ensamblaje de otros elementos de la narración, dando lugar al

espacio psicológico, “es decir, a un ámbito que adquiere un determinado sentido en el

conjunto de la trama tras ser reconstruido por las impresiones psíquicas del personaje”.

El pensamiento puede, pues, utilizar el espacio como “instrumento metafórico” para

convertirlo en símbolos que pueden reflejar, incluso, el estado de ánimo de un

personaje.

La topografía, como análisis de la descripción espacial constituye un elemento

muy importante de la organización narrativa y está asociada a nociones históricas y

culturales, que van desde el locus amoenus de la Edad Media, hasta la obra de Proust.

Es decir; la concepción del espacio variará con el ideario estético de cada momento

histórico.

Por otro lado, la dimensión espacial viene denominada por la perspectiva,

organizada en torno a los sentidos de la vista, el oído y el olfato, es decir: nos

adueñamos del espacio de forma sinestésica, acudiendo al apoyo imprescindible de los

sentidos y no únicamente el sentido de la vista. Influye, llegados a este término, el

concepto de distancia, tanto la que se da entre el narrador y lo narrado, como entre éste

y los personajes y objetos representados.

La focalización se lleva a cabo desde una determinada posición perceptora que

facilita la información más precisa. Citando a Mieke Bal (1985: 126) podemos

diferenciar entre determinados tipos. Así, la focalización interna, cuando el focalizador

actúa en la fábula, y la externa, cuando es un agente que no participa en ella. En la

primera suele usarse el procedimiento del monólogo interior o el estilo indirecto libre y

en la segunda mediante la utilización de verbos de percepción. Una tercera es la

focalización cero, derivada de la omnisciencia del narrador.

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Para construir narrativamente la experiencia espacial en la ficción hay que tener

en cuenta tres niveles de representación: el espacio del texto, del discurso o del

significante, que es el conjunto de signos acumulados en el texto; el espacio del objeto o

del referente, o lugar físico que termina siendo el objeto que el escritor percibe y

traslada al discurso; y el espacio del significado, que contiene la historia de la narración.

Todo ello evitaría caer en dos errores, confundir el espacio de la historia con el del

discurso y obviar que, al entrar a formar parte del universo narrativo, el espacio se

convierte en un signo más de la estructura ficcional.

El espacio del referente consta de una descripción que, llegado el momento de su

inserción en el discurso, goza de vida propia, es decir, por muy referencial que pueda

parecer, su función es siempre ficcional20.

Distingue también Natalia Álvarez el espacio hipertextual o del significante como

“fenómeno de vinculación entre el espacio y el lenguaje”. Los datos espaciales que

aparecen en una novela se insertan en un nivel pragmático dotan de coherencia y

cohesión al texto. Entraríamos también en el espacio verbal; es decir, “mediante la

palabra se crea el espacio donde suceden los acontecimientos y donde el personaje y los

demás objetos se encuentran. De tal modo, el autor conseguirá que el lenguaje muestre

tanto el lugar donde el sujeto se halla como aquellos espacios lejanos que recuerda o

imagina. Por lo que será fundamental la importancia de las descripciones, con sus

correspondientes denominaciones, expansiones y perspectivas”.

La conexión de este espacio verbal se configuraría mediante figuras estilísticas,

conectores y deícticos, o, lo que es lo mismo, elementos de cohesión. El diálogo, el

ritmo, el monólogo y otros elementos configurarían ese espacio literario.

20 A pesar de que podamos encontrar variaciones significativas en cuanto a su consideración a lo largo de la historia, pues está estrechamente vinculado a la focalización y la visión del autor implícito, por no hablar de los valores propios de cada época. Antonio Garrido (1993) señalaba ya cómo Berceo y la novela del siglo XV y XVI aún recurrían al tópico del Locus Amoenus, mientras que, ya en los siglos XIX y XX se recurría a narraciones de corte manierista y minucioso o incluso lírico, como sucede desde los textos de Bécquer a los de Azorín.

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2.3.1.- Tipología del espacio en la trama

El espacio de la historia o del significado haría referencia a la mimesis

aristotélica. El autor partiría de un referente dado al que transforma en una realidad

nueva. Por ello nos encontramos con que se crea un espacio físico en la trama, pero

también un espacio social, psicológico y antropomórfico. Todo ello se englobaría bajo

el término de espacialización. En los textos novelescos, Natalia Álvarez (2003: 110-

115) distingue entre diferentes formas de presentarse el espacio en la trama que, salvo

alguna excepción son los mismos que podemos aplicar a la trama de muchos textos

autobiográficos, por no hablar de modalidades más o menos autobiográficas como la

novela autobiográfica o la autoficción:

a.-Estereotipados: el espacio mantiene vínculos estrechos con la acción. El

espacio es un marco de acción y se ha convertido en un estereotipo.

b.-Espacio único / plural: o lugar que a su vez se desglosa en otros muchos, caso

este de una ciudad en la cual aparecen espacios como bares, casas…

c.-Espacio detallado / vago: según nos encontremos ante un esbozo del lugar o

aparezca detalladamente descrita.

d.-Espacios semiotizados: Citando la clasificación de Weisberger detalla una

amplia lista en la que los espacios se diferencian según el focalizador, las medidas, la

forma, el movimiento…Esta semiotización espacial se da porque los términos

espaciales adquieren cierto significado por sus relaciones en el discurso narrativo. Así

habla de espacio fijo y dinámico, de espacio social de carácter público frente al espacio

particular, en que se pone de relieve la oposición de una estructura social frente al

espacio del yo y la individualidad; el espacio natural frente al edificado; el espacio

fantástico frente al real21; de espacio contemplado o recordado; lejano o cercano del

21 Cabe destacar en este aspecto concreto la diferenciación estructural de muchos de ellos, por cuanto hay algunos de carácter verosímil y otros que pueden seguir o no las leyes naturales. No se trataría, pues de un problema de ficcionalidad, puesto que todos estos textos son ficcionales, sino de que el espacio se aleje más o menos de la realidad. Así, los textos místicos, (dígase, por ejemplo, Las Moradas de Teresa de Ávila) en las que el espacio busca, ante todo, reflejar un espacio totalmente alejado de las convenciones literarias del momento.

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focalizador; del espacio que irrumpe en el presente por los recuerdos de un personaje;

del espacio onírico; del espacio opresor frente al espacio feliz…En este caso, por

ejemplo, la ciudad puede convertirse en un espacio de confinamiento opresivo que

representa la mezquindad o el atraso, o los prejuicios sociales. Es de destacar la

oposición del espacio del día al de la noche; de la ciudad frente al campo; del espacio

grande frente al pequeño; del interior frente al exterior; del terrestre y el celeste.

e.-Espacios simbólicos: Analiza la autora los diferentes ámbitos simbólicos en los

que se desarrolla este espacio. Así puede distinguir entre lugares simbolizados como el

espacio de los sueños, geometrías de carácter circular, como forma mágica; islas como

espacios circulares y aislados; lugares laberínticos como espacios enigmáticos sin

sentido; jardines que son partes de una naturaleza manipulada por el hombre; el paraíso,

espacio de carácter mítico; el agua o lugares como el mar; espacios ideológicos, en los

que se debe incluir aquel espacio que refleja el lugar en el que se encuadra cada

personaje, dígase, por ejemplo, su clase social; espacios fronterizos, el cuerpo, el

camino o el útero materno serían otros espacios destacados. Pero merecen especial

atención las páginas que dedica a la ciudad o la casa. La casa por cuanto viene a ser el

espacio donde se desarrolla la vida del hombre moderno, y, de ahí su importancia en la

novela contemporánea. Es un microcosmos en el que se desplazan los personajes y se

insertan varios planos, como el social o el político que conforman su cultura. La casa

sería, según Gaston Bachelard, a quien cita Natalia Álvarez, el análisis de su alma. Estos

espacios simbólicos han mostrado una gran importancia narrativa desde la novela del

siglo XIX. Las clases sociales emergentes en esta época necesitaban también de una

simbolización espacial, de manera que quedase fijada una situación social ya de por sí

poco estable y muy voluble. El espacio se volvía, pues, la manera más apropiada de

vincular simbólicamente a un grupo social a una clase. Y viceversa; la volatilidad de la

propia significación simbólica parecía quedar evocada de manera firme a través de lo

inmobiliario, de los fauburg o de las avenidas. Dicho con un ejemplo: el juego de salón,

que se producía en la novela de Proust de manera reiterada a lo largo de la trama,

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contribuiría a dar firmeza al símbolo y a reafirmar socialmente a una clase emergente.

La consagración de la ciudad y sus diferentes espacios se produce también en este

mismo juego. Como expone Bidou (1999: 193):

Pero si la estrategia territorial de la burguesía se ha jugado mucho en los

salones, tal como se testimonia a lo largo de toda la novela, esta estrategia es

indisociable de una investidura socio-territorial, la de un espacio público urbano

específico que no existía anteriormente como tal y que consagrará su

visibilidad.

2.3.2- La percepción del espacio

Los recientes estudios pragmáticos han puesto de relieve una tercera dimensión

referida al sentido del espacio en la literatura, la que hace referencia a la lectura; es

decir, el espacio que el lector descubre al enfrentarse, por un lado a la fábula y, por otro,

al autor.

Fija especial atención Natalia Álvarez a los nexos de unión entre espacio y tiempo

en la narración por la especial relación que hay entre ambos o lo que es lo mismo: cómo

el espacio aparece condicionado por su percepción. Aparece la definición de cronotopo

como esa percepción única – y no subordinada- del espacio y el tiempo, puesto que no

podemos hablar de una existencia del espacio en estado puro. Serían importantes a este

respecto las tesis de Käte Hamburger quien trata la preponderancia del tiempo y su

fijación u objetivación en el espacio haciendo del espacio un protagonista fundamental

de la novela del siglo XX. Para Natalia Álvarez esta primacía no lo es tanto por cuanto

ambos elementos se nos aparecen como esenciales para la construcción de una trama y

por ello el concepto de cronotopo haría referencia a esas concomitancias funcionales

que tienen en común.

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En este sentido, Paul Ricoeur (1979) nos acerca a una teoría del tiempo en el que

se nos muestra como un elemento narrado más porque manifiesta en la narración la

existencia del hombre. Para Todorov existirían, a este respecto, dos planos en todo

texto: la historia y el discurso; en la primera están las acciones y los personajes y en la

segunda importa el tiempo y los modos de narración. Antonio Garrido Domínguez

(1993: 67) aprecia algo ya apuntado para el espacio: que, aunque haga referencia a la

realidad, en una narración se convierte en un elemento ficticio más que él denomina

tiempo figurado. Del cual se deduce una forma nueva de signo temporal que sería el

tiempo psicológico, por cuanto el tiempo se percibe de una manera personal. También el

tiempo lingüístico, que no actúa de forma cronológica con el psicológico, puesto que

podemos considerarlo específicamente sucesivo y por lo cual se producen anomalías

como el hecho de que un tiempo presente que es el único posible en el discurso, no

coincide, necesariamente con el de la referencia temporal de la narración. En resumen,

la lógica del tiempo pertenece a la lógica del texto y no a la cronología real.

En esta línea, Carmen Bobes (1985: 98-99) ya había estudiado el uso del tiempo

desde su perspectiva sintáctica y encuentra tres posibilidades fundamentales: el tiempo

como sucesividad que parte del pasado hacia el futuro; como orden manipulable22; y el

tiempo como duración psicológica que se vive de maneras diferentes.

Paul Ricoeur también considera esa diferenciación entre la cronología de la

historia y su configuración no cronológica. Por ello, el estudio del tiempo de ficción

será esencial junto al estudio del espacio. Es muy interesante su obra Tiempo y

narración, en la que se aporta una visión muy completa del signo temporal en la obra

22 Bobes Naves no reconoce, sin embargo, que las manipulaciones del tiempo remitan directamente al autor, según criterio de los formalistas rusos. Destaca que toda manipulación en una novela, bien sea del espacio o del tiempo o de los personajes, procede del autor y tienen un mismo valor pragmático. Es decir, el orden temporal no prima sobre otros órdenes narrativos en un texto, pues todo procede del autor y en todo interviene directamente.

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narrativa23. Para Ricoeur (1984: 533) “los juegos del tiempo” dependen también de la

enunciación y del enunciado, de manera que:

El análisis de esta estructura temporal de carácter reflexivo ha puesto de

manifiesto la necesidad de dar como finalidad a estos juegos con el tiempo la

tarea de articular una experiencia con el tiempo que sería el reto de estos juegos.

Así abrimos el campo a un análisis que hace confinar los problemas de

configuración narrativa con los de refiguración del tiempo por la narración.

Esta es la base para confiar la teoría de que se podría diferenciar entre ucronía o

ausencia de tiempo, ruptura de la linealidad, en la que se quiebra el orden cronológico

de los acontecimientos, y reducción temporal en el que una acción concisa incrementa

su tiempo narrativo.

Es especialmente interesante el trabajo de Antonio Almaraz (1998) por cuanto

hace del espacio urbano su objeto principal. Su estudio parte del comparatismo y

establece la importancia de dos lugares que son habituales referentes de la novela

contemporánea, la ciudad y la casa.

Recorre el autor lo anteriormente expuesto, a saber, cómo la ciudad es en primer

lugar, un espacio físico, en segundo, un espacio textual y en tercero un espacio

simbólico. Los antecedentes literarios de la ciudad como referente espacial en la novela

se remontarían al siglo XVIII con los comienzos del costumbrismo madrileño y gracias

a Ramón de la Cruz, fundamentalmente. Pero adquiriría su mayor desarrollo en el XIX

con Mesonero Romanos y la estética realista.

En su aproximación al tema del espacio explica cómo existe un concepto

polisémico del espacio debido a esa tradicional relación entre el espacio y el tema. En su

recorrido por la ciudad en la obra de Galdós, nos encontramos con un análisis en el que

la ciudad se nos muestra en su metamorfosis histórica, como ejemplo de la visión

23 Al respecto de los estudios sobre Ricoeur, nos parece interesante señalar la obra Paul Ricoeur, los caminos de la interpretación. Symposium Internacional sobre el pensamiento filosófico de Paul Ricoeur , actas del congreso celebrado en Granada sobre el autor en el año 87, en la que se abordan estos problemas de la semiotización del tiempo en la narración. Es en especial importante el capítulo de Tomás Calvo (1992: 117-137): “Del símbolo al texto”, en el que se abordan los problemas que citamos arriba.

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pesimista de su autor, como espacio tópico o como espacio social. De igual manera se

analiza el espacio urbano desde la perspectiva de los propios personajes

El espacio referencial su pone la reconstrucción del espacio físico real, que, en el

caso de Galdós es extremadamente fiel.

El espacio textual se aparece en el texto mediante la situación de los personajes, a

través de la mención simple o la descripción detallada. A menudo se produce una

dialéctica entre lugares como la calle y los interiores que explicita paralelamente,

expresiones diferentes en sus personajes. La sucesión de los espacios supone, también

de forma paralela, la organización del relato en torno a ellos.

Por lo que respecta al espacio simbólico la representación de la ciudad en torno a

símbolos preexistentes, como la maternidad o el refugio cuando la ciudad se estructura

como un conjunto de círculos concéntricos.

2.4.- El signo del espacio urbano en la literatura española. Configuración y

estructura de su cronotopo. El signo espacial en la escritura autobiográfica

El signo espacial de la ciudad, que cobra especial importancia durante el realismo,

gana relieve durante el último cuarto del siglo XIX, merced a la incorporación de una

nueva significación simbólica. Esta nueva forma de entender la ciudad afecta al

complejo conjunto de signos que configura el espacio urbano en la novela de finales del

XIX y principios del XX. Así, la ciudad que había sido para Galdós, para Pereda o para

Clarín un lugar configurador de una particular manifestación de sus habitantes y que,

incluso, había mantenido un valor significativo parecido al de ellos, confería a la novela

la capacidad de mostrar el ambiente en que se desenvolvía la sociedad del momento,

además de incorporar a la trama un marco en el que situar las marcas temporales que

insinuaban el desarrollo de esta.

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Lotman (1994: 5) reconoce la importancia del espacio urbano en la historia

cultural como sistema de símbolos en los que se entremezclan ideas relacionadas o

contrapuestas a los lugares externos a ellas:

La ciudad ocupa un lugar especial en el sistema de símbolos elaborado

por la historia de la cultura. Además, hay que separar las dos esferas principales

de la semiótica urbana: la ciudad como espacio y la ciudad como nombre.

      La ciudad como espacio cerrado puede hallarse en doble relación con

la tierra que la rodea. Puede ser no solamente isomorfa con el Estado, sino

también personificarlo, en cierto sentido ideal (así Roma-ciudad y Roma-orbe);

pero de igual modo puede ser su antítesis. Urbs y orbis terrarum se pueden

entender como dos esencias contrarias. En este último caso estaremos

recordando el capítulo 4, versículo 17 del libro del Génesis, donde Caín es

considerado el primer constructor de una ciudad: «Púsose aquél a construir una

ciudad, a la que dio nombre...» De este modo, Caín no es solamente el fundador

de la primera ciudad, sino también aquél que le dio su primer nombre.

Ahora bien, con la llegada de los movimientos de corte simbolista a la literatura

española llega, igualmente, una nueva conformación del espacio en la novela. La

simbolización afecta también a aquellos signos que venían utilizándose en la novelística

realista y que quedarán ya permanentemente incorporados a la literatura de las

siguientes décadas.

La ciudad como espacio significativo seguirá teniendo una particular relevancia

en las novelas de fin de siglo, pero quedarán marcadas por una nueva posibilidad

narrativa: la de involucrar en ella otros muchos valores morales, psicológicos, históricos

o estéticos que en la narrativa realista habían quedado esbozados en la mayor parte de

los casos.

Son muchas las variantes simbólicas de la ciudad a lo largo de los tiempos.

Algunas tienen origen muy antiguo y pueden atestiguarse en los textos bíblicos.

Vladimir Toporov (2006: 2)24 estudió, por ejemplo, la especial relevancia que tenían los 24 Puede encontrarse todo el artículo completo en la siguiente dirección de la revista electrónica Entretextos Revista Semestral de Estudios Semióticos sobre la Cultura:http://www.ugr.es/~mcaceres/entretextos/entre8/toporov.html

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símbolos de la ciudad-doncella o la ciudad-ramera, indagando en cómo el símbolo de la

ciudad había ganado una característica fundamentalmente femenina, de manera que

recoge significados antiguos como el de la madre-tierra. De ahí que adquiera también

significaciones como la del altar:

La ciudad defiende, salva, guarda a los que se encuentran en ella: a la

tribu, a la familia, al pueblo, a la doncella que será la madre de la tribu. Pero, de

la misma manera, la doncella-madre defiende, salva, guarda a la ciudad

(compárese el personaje femenino en función de protector, defensor, asegurador

de la integridad y la seguridad de la ciudad, con los emblemas y símbolos

femeninos de las ciudades). (…) Dicho de otra manera, la interrelación de las

imágenes de la ciudad y de la doncella (madre) es tan abundante y de tanto

alcance que a menudo resulta difícil decidir si se trata de la espacialización del

personaje femenino o de la feminización (‘virginización’) del espacio. La

imagen de la ciudad-doncella es metafórica en dos sentidos: la ciudad es

metáfora de la virgen, y la virgen, de la ciudad.

Un particular ejemplo de esta simbolización espacial es la de aquellas novelas que

contienen un referente espacial que se ha venido a denominar el de las “ciudades

muertas”. Este espacio afectaría a un buen número de obras que se dan en toda Europa y

que llegarían pronto a España de la mano de las traducciones publicadas en nuestro país,

y de la incorporación del símbolo a la novelística del momento de la mano de aquellos

que se vinieron, en su momento, a denominar como “generación” o “grupo del 98”,

fundamentalmente a través de la novela de Azorín, y toda la “novela lírica”. El concepto

de tiempo en la obra del alicantino incide en la sensación de lentitud casi tediosa, como

explica Leon Livingstone (1983: 50):

En busca de un tiempo más propenso al goce estético, Azorín huirá de los

grandes centros urbanos para buscar la deseada lentitud en la tranquilidad de los

pueblos y las pequeñas ciudades de Castilla y de Levante.

Pero también a través de algún autor extranjero que implicó ciudades e historia

española en su obra, caso de Enrique Larreta y su obra La gloria de don Ramiro, novela,

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hoy, prácticamente olvidada y que tuvo cierta repercusión crítica en su momento e

importancia en la transmisión del tópico de las ciudades muertas a la literatura española.

La incorporación, sin embargo, de este símbolo, vino de la mano de una obra

traducida al español a finales del siglo XIX del autor belga Gustav Rodenbach, Bruges-

la-morte, muy leída por los autores que antes comentábamos y que dejó su impronta en

sus obras. Son numerosas las referencias que encontramos en Unamuno, Azorín o

Cansinos-Assens, quien, sobre la tesis ya bien conocida del “castellanismo” de la época,

vinculó a las ciudades de Castilla con el tópico europeo.

De todo este caudal, podemos extraer una importante consecuencia: que el

símbolo de las ciudades muertas viene a modificar en la novela española uno de los

signos narrativos que más destacaron en toda la producción del siglo XIX, como es la

ciudad; por todo lo cual, la modificación simbólica del espacio urbano en estas novelas

da lugar a un cambio muy importante en la concepción del género y que podemos

vincular con el también importante signo del tiempo.

Por otro lado, mantenemos la opinión de que uno de los cambios que sustentan los

escritores de los primeros años del XX y la generación inmediatamente posterior es

precisamente el cambio significativo en cuanto al signo espacio-temporal. Hemos traído

a estas páginas el ejemplo de dos novelas que nos muestran la diferente manera de

enfrentarse a este signo, La gloria de Don Ramiro25, de Enrique Larreta y En tierra de

Santos26 de Alberto Insúa. En primer lugar porque ambas novelas tuvieron un

importante número de lectores en su momento, lo que las convierte en un buen ejemplo

de las preferencias lectoras de ambas generaciones; en segundo lugar por la importancia

que tuvo en los primeros el signo espacial. Y en tercero, porque ambas parecen hacer

referencia al mismo tópico de las ciudades muertas, el primero como integrador del

espacio en la novelística del momento y el segundo como elemento descomponedor de

tal signo. Alberto Insúa, que terminó siendo el primer traductor de la novela de

25 Si bien la primera edición de La gloria de Don Ramiro se publica en París, la primera edición española -y para toda Hispanoamérica- fue en Madrid: Librería de Victoriano Suárez, 1908. 26 La primera edición fue en la de Madrid: Cosmópolis, 1907. Hemos utilizado, sin embargo, la más distribuida en su momento, la de Madrid: Renacimiento, 1920.

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Rodenbach, conocía el tópico y busca la crítica de las instituciones morales y

psicológicas de la época anterior a partir de la ruptura con el símbolo del espacio

espiritual de la ciudad muerta.

Más adelante analizaremos cómo llega a la novela española el espacio simbólico

que queremos estudiar, cuáles son los autores que idealizan el espacio de la ciudad

castellana y le dan valor literario para más tarde hacer un análisis detallado del signo

espacio-temporal de las ciudades muertas.

Como es lógico, hemos seleccionado Ávila por cuanto es la ciudad elegida como

protagonista espacial de ambas novelas, la ciudad que, para Unamuno representa el

esplendor español del XVI y, para Insúa o Gutiérrez Solana, la esencia de una España

que debía perderse definitivamente. Pero no debemos olvidar que el espacio en las

ciudades muertas es muy similar en todas las novelas que pudiéramos analizar. Así lo es

Soria (o Segovia) para Machado, o Salamanca, también para Unamuno. Es importante

destacar que en las ciudades muertas no nos hallamos ante espacios inventados, sino

ante referentes reales transformados por su valor histórico y simbólico, pero de los que

podemos seguir, continuando la manera realista de representación espacial, los lugares

concretos y sus nombres ciertos. Por lo tanto, hemos de tratar precisamente sus

referencias históricas y sociales para identificar qué elementos del símbolo convierten a

las ciudades de Castilla en un especial signo narrativo.

En el caso de Ávila, habremos de destacar valores históricos como su exagerada

vinculación histórica a la mística de Santa Teresa, especialmente valorada por los

autores de fin de siglo, y su importancia social y militar en el siglo XVI, lo que le valió

la referencialidad en la obra de Larreta.

Estas dos ideas le convierten en ese referente perfecto para su conversión en la

ciudad-celda y la ciudad-castillo que tanta producción literaria generó en estos autores.

Sin embargo hay que destacar que ya habían señalado en el símbolo su

vinculación europea basándose en un sentimentalismo cultural común; pero también

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sometido a esa corriente literaria que les une a aquellas novelas simbolistas. Así, Azorín

(1922: 8) explica:

Hay hojas amarillentas sobre el agua del estanque y del ancho tazón de la

fuente. ¡Oh los cipreses centenarios y negros que noblemente se perfilan en el

azul del cielo! Y las campanadas de la lejana catedral llegan de tarde en tarde a

romper el silencio y hacerlo más sensible… “Lugar codiciadero para hombre

cansado”, decía el poeta. En esta soledad, en este silencio, en este ambiente de

ecuanimidad y de sedancia, un lazo sutil que nos una a Europa.

2.4.1.- Determinaciones espacio-temporales en la escritura autobiográfica

Comenzamos por una preocupación que no es nueva. Los escritores del finales del

XIX ya opinaban sobre si el espacio circundante, el lugar donde se nace o se vive influía

en la vida, si era o no un condicionante de la personalidad de sus habitantes. A todo ello

se le vino a denominar “determinismo geográfico” y no fueron pocos los geógrafos que

creyeron en ello. Hasta España llegaron los ecos de sus teorías, de manera que los

franceses Taine o Reclus fueron nombrados –leídos- por escritores como Unamuno o

Azorín. Llevado esto a la literatura del momento, podemos aventurarnos por los

escabrosos escritos de los propios autores para comprobar cómo la ubicación geográfica

de un personaje o del propio autor aparece íntimamente involucrada a la zona

geográfica o la ciudad que habita. Lo mesetario no es sólo una metonimia española; es

que se considera al habitante mesetario como el portador de la sobriedad, la frialdad y la

enjutez del terreno que pisan.

Es una idea generalizada en su momento y, por lo tanto no es muy difícil

rastrearla en Unamuno, Azorín o el propio Baroja que dedica no pocas páginas a su

tierra natal de Guipúzcoa en sus memorias como toma de posición ante su carácter

personal.

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Y la idea ha seguido durante mucho tiempo, de manera que podemos leer esto

mismo en fechas muy recientes en algunos escritos del también castellano Miguel

Delibes quien, citando además a Ortega y Gasset cae en este mismo teorema

determinista (1996: 150):

Y ante esta identificación cabe preguntarse una vez más ¿es el hombre su

medio? Ortega ya nos dejó dicho: dime el paisaje en que vives y te diré quién

eres. Pero si esto es así ¿es que la mina del interior, los cuarteles serranos donde

[Francisco] Rabal nació, tienen algo que ver con esta dulce cadencia del

litoral?27

Esta es, básicamente, la idea que nos ocupa y que ha sido más que productiva en

la escritura española, fundamentalmente del siglo XIX y del siglo XX: cómo el espacio

influye en sus habitantes y, por ende, en la representación literaria de las personas, en

los personajes de las historias y, por supuesto en la narración de la vida propia, en la

autobiografía.

Si consideramos al signo espacial en una narración, ya hemos explicado que tiene

la virtud de conformar una realidad nueva e independiente que se da en el texto y al que

le es indiferente si ese espacio o lugar tiene su correspondiente referencia real. La

aparición de un espacio real en una novela siempre termina por ser un signo que crea,

no recrea. Ahora bien. En el caso de los textos autobiográficos, el asunto mantiene

ciertas diferencias. Si el espacio se convierte siempre en un signo ficcional, en los textos

de carácter autobiográfico puede darse el caso contrario y es que ese espacio sirva para

crear un marco referencial de realidad histórica y geográfica, por lo que parecería no

mostrarse como un espacio ficticio. Pero aún más; puesto que los textos autobiográficos

no son unitarios sino que mantienen cierta gradación en la referencialidad del yo, el

tema del espacio narrado se complica igualmente, de manera que, en un diario personal,

el espacio narrado no va a tener, o al menos no necesariamente, la misma trascendencia

que en un relato de viajes o una crónica.

27 El texto se refiere al nacimiento y temperamento del actor Francisco Rabal, quien participó en el rodaje de la versión cinematográfica de la novela homónima de Delibes Los santos inocentes.

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Por lo tanto, el asunto del espacio y el tiempo en los textos autobiográficos no es

menor, muy al contrario. Creemos que, en muchas ocasiones, el texto autobiográfico lo

es, en gran manera, por el trato que se le da al signo espacial.

Es difícil considerar históricamente esta afirmación desde el momento que

consideramos dos aspectos importantes. El primero, el momento en el que podemos

hablar con cierta claridad de textos autobiográficos, si ello es posible antes del siglo

XVIII, o si debemos incluir textos de corte religioso como el Libro de la Vida de Santa

Teresa. El segundo, hasta qué punto las retóricas clásicas y medievales consideran la

descripción del signo espacial más como un argumentum a loco, como señaló en su

momento E. R. Curtius (1988), más procedente de los ámbitos de la retórica que de la

exploración personal o psicológica. Es decir; podemos encontrar evidentes aspectos

históricos en algunos episodios del Cantar de Mío Cid, como el destierro y salida de la

ciudad, o la descripción de la afrenta del pinar de Corpes. Ahora bien, este espacio

natural, existente, se nos describe como un locus amoenus, no como un auténtico

espacio referencial.

O dicho de otra manera. En un texto antiguo, como las Confesiones de San

Agustín, la aparición de espacios como Cartago o Babilonia inciden en valores

espirituales o humanos según la necesidad de aportar detalles concretos sobre la vida

personal que afectan a su evolución espiritual. Así, cuando el autor refiere su vida más

volcada en lo sensual aparece reflejada en la ciudad de Babilonia (1968: 45):

He aquí con qué compañeros iba yo paseando las calles y plazas de

Babilonia: me revolcaba en su cieno como si fuese en ungüentos olorosos, y

para que me enlodase más y estuviese más tenazmente pegado a su inmundicia,

el enemigo invisible me hollaba con sus pies en medio de ella, y me detenía allí

engañado, porque era yo muy fácil de engañar en esto.

No podemos, pues, obviar hasta qué punto el espacio en este texto no es una

creación narrativa de carácter más o menos ficticio, sino una redundancia en aspectos

personales del personaje protagonista que es, a su vez, autor y narrador.

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Gérard Genette (1989: 273) especifica hasta qué punto son importantes las

determinaciones temporales en los textos autobiográficos:

Puedo perfectamente contar una historia sin precisar el lugar desde donde

la cuento, mientras me resulta casi imposible no situarla en el tiempo en

relación con mi acto narrativo, ya que debo necesariamente contarla en un

tiempo del presente, del pasado o del futuro.

Por lo que respecta a las determinaciones espaciales, nos encontramos con una

doble marcación textual. Primero, la especificación del lugar donde se desarrollan los

hechos que el autor escribe; por otro, la de dónde se encuentra escribiendo en el

momento exacto, algo que tiene una mayor trascendencia en ciertos tipos de texto, como

los diarios o la crónica. La precisión del espacio en la historia narrada, que es el caso

que nos interesa, es, esencialmente, la misma que la del espacio novelado. Con la única

excepción de que en el texto autobiográfico, la aparición de los lugares es siempre de

lugares existentes y reconocibles.

Aurora Mateos Montero explica la importancia de estas determinaciones espacio-

temporales en los textos autobiográficos del siglo XIX. En su estudio precisa, en mayor

medida, las determinaciones temporales que las espaciales, por cuanto no precisaría de

mayor interés, a este respecto, el estudio del marco espacial, entendemos que por su

expresión de la realidad y por su cercanía a otro tipo de textos no autobiográficos (1992:

141):

Es un rasgo no pertinente. En cambio, en las memorias, los lugares donde

se desarrollan los acontecimientos son siempre lugares que existen, o han

existido, en la realidad. No creemos necesario dar ejemplos de una característica

tan evidente.

Por lo que respecta a las marcas temporales, parece que los autores sí pretenden

dejar constancia de estas reseñas. Así, se suele recurrir a la presentación del momento

en el que se está inserto a la hora de escribir, bien sea la explicitación de la edad del

autor en el momento de la escritura. Ocurre, igualmente, que los autores que cuentan

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únicamente un periodo antiguo de su vida, suelen acotarlo mediante introducciones que

son reiteradas a lo largo del relato, e, incluso, suele remarcarse al final del texto. Eso

cuando no se prefiere la finalización en la que el autor de las memorias deja abierta la

posibilidad de un nuevo volumen en el que seguir narrando, aunque lo habitual sea el

final del periodo narrado coincidente con el final de la historia que se quiere narrar.

Sí es importante para el autor la precisión temporal. Aurora Mateos explica las

razones basándose en la necesidad de aportar un alto grado de veracidad a los escritos

autobiográficos (1995: 147):

La preocupación de los autores por datar en todo momento el tiempo de

la historia es un elemento esencial cuya explicación hay que buscarla en el

intento de ser fiel a la verdad. Es una estrategia de los autores para producir

credibilidad en los lectores.

Por otro lado, nos encontramos ante los textos autoficticios y otros textos de corte

autobiográfico que buscan privilegiar la representación del entorno, mucho más que la

representación del yo. Esta es la opinión de Alicia Molero, quien cree que la desviación

del tópico narrativo hacia el entorno o la radiografía social convierte al sujeto en un ser

mediatizado “a partir del cual se va construyendo la imagen cultural”. Para Alicia

Molero (2000: 539):

En la posición del sujeto frente al mundo y los problemas de la

personalidad encajan los motivos de la doblez y la multiplicidad del ser que tan

bien muestran todas estas novelas, abordados desde el tema del doble (Barral),

de la impostura (Semprún), del sujeto cultural (Muñoz Molina) o transcultural

(Goytisolo).

La necesidad de dar salida a todas las dimensiones del yo está detrás de esta

necesidad de referencializar el entorno por cuanto son atributos de ese yo. De esta

manera nos vamos a encontrar ante una situación curiosa en los textos autoreferenciales,

y es que, frente a los textos autobiográficos, donde damos por sentada la historicidad y

veracidad, en estos textos todo ello está permanentemente puesto en tela de juicio, por

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lo que el autor tiende, precisamente, a buscar un efecto de referencialidad mayor, caso

de la aparición de marcas históricas y toponímicas, como los lugares existentes y

conocidos o momentos y acontecimientos históricos. Propone Alicia Molero (2000:

542) las novelas autoreferenciales de Enriqueta Antolín en las que es posible relacionar

al personaje protagonista con el de la autora, precisamente porque podemos atender a

las características espacio-temporales del texto “que remiten a Toledo o a la procedencia

de la familia, con los datos de la ficha biográfica”. La identificación de los personajes

con escenarios rurales o regionalistas y su expresión lingüística con frases de corte

dialectal terminará por estructurar el discurso textual.

Claro está que la propia naturaleza de los textos autoreferenciales conlleva

también que la ocultación ficcional, el espacio y los hechos puedan deformarse. Es lo

que ocurre, por ejemplo, en la desnaturalización del viaje a la Toscana en Cuando las

horas veloces.

De este tipo de textos se ha ocupado también el profesor Romera Castillo (2006:

29-34), diferenciando entre la posibilidad de ficcionalizar lo autobiográfico y

autobiografiar lo ficcional.

En el primero de los dos posibles modos, el de incorporar ficción a la

autobiografía, nos encontraríamos, por ejemplo con los textos de Caballero Bonald

Tiempo de guerras perdidas y La costumbre de vivir, que han visto la luz con un

subtítulo: la novela de la memoria. También en esta línea se encontrarían los diarios de

Andrés Trapiello, cuyo largo recorrido desde hace más de diez años también lleva el

subtítulo de Una novela en marcha. Del otro lado estarían los textos de corte ficcional,

pero con un fuerte ingrediente autobiográfico, lo que ha denominado Alicia Molero y

venimos comentando como textos autoficticios.

Sin embargo, en textos autobiográficos, puede ocurrir que el autor quiera

contraponer diferentes espacios recorridos en su vida a los que dotar de valor histórico

como referencia de algunos aspectos vitales de especial interés. San Agustín contrapone

en no pocos momentos Roma a Cartago aludiendo a diferentes aspectos de su vida

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vinculados a estos lugares. Para ello aporta detalles históricos que tienen el valor de

concretar detalles personales (1968: 101):

Pero mi principal razón y casi la única era que me afirmaban que en

Roma los jóvenes estudiantes poseían mejores modales, gracias a la coacción de

una disciplina más ordenada (…) En Cartago, por el contrario, la licencia de los

estudiantes es odiosa y desenfrenada. Fuerzan cínicamente la entrada de las

aulas y, como si estuviesen rabiosos, se burlan del orden establecido.

La vocación de muchos autores en textos autobiográficos es, pues, la de

vincularse al espacio para aportar datos históricos y topográficos. Son muchos los

ejemplos que encontraremos de este tipo y no necesariamente en textos literarios. Es

más que seguro que todo autor de memorias o diarios siente la necesidad de narrarse en

un lugar por la seguridad de que ese lugar ha conformado su vida y vivencias. Al

contrario que en la narración ficticia, donde el espacio tiene, entre otras, la función de

enmarcar los personajes y la trama, al tiempo que se va creando como signo

independiente, en la narración autobiográfica, el espacio señala, a menudo, capítulos de

la vida, es decir, determina la estructura de la narración porque está determinando la

estructura de la propia vida. Cuando Santiago Ramón y Cajal escribe sobre su infancia

nos muestra un despliegue topográfico de los lugares de su infancia que parece estar

detallando un plano de situación (1961: 2):

Aun cuando trunque y altere el buen orden de la narración, diré ahora

algo de mi aldea natal, que, conforme dejo apuntado, abandoné a los dos años

de edad. De mi pueblo, por tanto, no guardo recuerdo alguno. Además, mis

relaciones ulteriores con el nativo lugar no han sido parte a subsanar esta

ignorancia, puesto que se han reducido solamente a solicitar , recibir y pagar

serie inacabable de fes de bautismo. Carezco, pues, de patria chica bien

precisada.

Esta obligatoriedad de vinculación no es una necesidad, pues, narrativa, sino vital.

Son muchos los ejemplos que podemos encontrar de autores que relatan su vuelta a los

lugares de la infancia, aunque no tuviesen un gran apego por ellos, sólo por la necesidad

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de reencontrarse con los momentos perdidos de su vida. De esta manera, el viaje inunda

la autobiografía y suele llenarse de detalles de los lugares vividos en forma de recuerdo:

Así y todo, y después de confesar que mi amor por la patria grande

supera, con mucho al que profeso a la patria chica, he sentido más de una vez

vehementes deseos de conocer la aldehuela humilde donde nací. Deploro no

haber visto la luz en una gran ciudad, adornada de monumentos grandiosos e

ilustrada por genios; pero yo no puede escoger y debí contentarme con mi

villorrio triste y humilde.

Todo ello termina por influir de manera determinante en la construcción del yo,

por la búsqueda de una identidad que se encuentra en la oposición al espacio y la

historia. Pues toda vinculación a un lugar es una manera de autodefinición, todo lo cual

nos lleva a indagar, siquiera sea brevemente, en algunos aspectos de esta construcción

identitaria a través del espacio.

2.4.1.1.- Espacio e identidad

El problema de la identidad es, en el fondo, uno de los dilemas de todo texto

autobiográfico, pues todos requieren de un modelo de identidad que se fundamenta en la

relación del hombre con el entorno, identidad que, por lo tanto, depende de modelos de

conocimiento fundamentados en relaciones de comparación o identificación. De Man,

en este sentido, cree que la identidad se funda en su capacidad metafórica de sustituir

“la sensación de las cosas por el conocimiento de los entes” (1979: 146). La principal

dificultad que se encuentra un autor para identificarse, hacerse una identidad narrativa,

es que existen estos dos planos diferentes, el de la identidad escrita y el de la identidad

que se muestra en las situaciones reales. Esto ocurre porque la autobiografía juega con

dos perspectivas por cuanto pertenece a dos sistemas distintos: el referencial real y el

literario, y es desde esa literariedad desde donde juega a crear esa “ilusión” de

referencialidad; es decir, la identidad resultaría de una lectura particular de un texto.

Esta sería, en resumen, la idea de Lejeune, quien hubo de revisar su inicial idea de pacto

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autobiográfico sin renunciar, eso sí, a la idea de contrato entre lector y autor: el pacto no

sería sólo una condición de lectura, sino que se explicitaría en la parte inicial del texto.

Para Lejeune la autobiografía en estricto sentido tendería a asimilar técnicas

procedentes del dominio de la ficción, algo obvio puesto que la referencialidad no niega

el sentido literario y esto crea cierta tensión entre la necesidad de referencialidad y la

obligatoriedad de un sentido estético. Después de todo lo cual, ha de admitir, como

dijimos anteriormente, que lo que, en realidad, diferencia al género autobiográfico no

son presupuestos estéticos, ni valores formales, sino algo externo al propio texto y que

tiene mucho que ver con esa construcción identitaria.

Esta enrevesada teoría que salta de lo referencial a lo literario es lo que lleva a

Nora Catelli a definir la obra de Lejeune como una especie de pastiche, donde los

problemas teóricos se van resolviendo a base de explicaciones psicoanalíticas,

hermenéuticas, históricas… “y así intenta regular también los aspectos estéticos y

axiológicos desde el punto de vista de una lógica psicoanalítica, afirmando que la

elección de los textos se explica también por el deseo onírico del intérprete. Y el deseo

onírico se acopla, en Lejeune, al deseo de control de significado” (1991: 57).

Y esto ocurre, según Catelli, porque el tipo de identidad elegido por Lejeune crea

tensiones teóricas (1991: 59-60):

En principio, podemos afirmar que cualquier relato en prosa en el cual

sean idénticos el narrador y el personaje –y ambos coincidan con el nombre del

autor-, cuyo asunto principal sea una visión del desarrollo de esa vida y esa

persona desde el pasado, forma parte de “géneros” íntimos o menores: la

biografía, la novela personal, el poema autobiográfico, el diario íntimo, el

autorretrato o el ensayo. Y, sin embargo Lejeune, separa aquel relato, primero

de todos ellos y lo erige en género, aun reconociendo que ciertos rasgos –tanto

lingüísticos como temáticos o narratológicos- pasan de unos a otros, nos dice,

con naturalidad.

La identidad del autor no se puede reconocer, entonces, a partir de cuestiones

genéricas que nos indiquen su presencia a través de rasgos literarios. Porque la rigidez

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del esquema lejeuniano, siempre según Catelli, se fundamenta en un principio legal

poco exigente: la existencia de una persona legal en un Código Civil, el autor que

escribe y publica, con lo cual, todos los principios hermenéuticos, estéticos, poéticos,

etc. quedan fuera de lugar.

Más aún. Si ese autor es una inscripción en un Código Civil, si consideramos al

nombre propio como una figura basada en los conceptos de nombre y firma, la

condición autobiográfica del “yo” en el texto está en una clara disposición de perderse

en el propio relato. Esta idea posmoderna es la que ha llevado a algunos pensadores a

delimitar la figura del autor y su identidad en la narración.

Paul de Man, entre ellos, alude a la prosopopeya como figura que desdibuja o

elimina el “yo” previo al relato y, por lo tanto, elimina la importancia de la firma,

puesto que no se puede crear una identidad entre los elementos que señalaba Lejeune

por la sencilla razón de que no se puede distinguir entre autor y lector, “una de las falsas

distinciones que la lectura pone en evidencia”. Para De Man (1979:180-181) esta

recurrencia a tratar aspectos contractuales responde, pues, a la imposibilidad de hallar

marcas genéricas en el relato o las estructuras de este tipo de textos. Una firma crea a un

sujeto que avala esa firma y, por lo tanto, levanta una identidad autónoma al sujeto. Por

lo tanto, la firma no es una identidad, sino un signo que refiere una diferencia.

Por estas razones, y en esta misma línea de pensamiento, George May (1979: 180-

196) explica que la identidad entre autor y personaje es indisoluble, no así el concepto

de veracidad. Por ello no termina de aceptar las diferencias que expone Lejeune entre

novela autobiográfica y autobiografía. De hecho, según May, para explicar una novela

hay que recurrir en muchas ocasiones a la autobiografía por cuanto toda novela se nutre

de la vida el autor y el autor se mueve continuamente entre la memoria y la imaginación

como fuerzas creadoras. En resumen, para May es imposible diferenciar entre estos dos

géneros.

Y si Paul de Man hablaba de la prosopopeya para explicar su negación de las tesis

de Lejeune, Nora Catelli (1991: 11) recurrirá a la analogía como método transportador

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de material semántico que se hallaría implícito en toda creación autobiográfica. Todo

autor de textos autobiográficos pretende trasladar de la vida a la escritura las

sensaciones, vivencias, ideas… que se han ido forjando. Toda la literatura del siglo XX

habría sido un intento de escapar de esa creación por analogía, por huir de la forma vista

como un remedo de la realidad deformado por ese mismo proceso. Si para Paul de Man

la prosopopeya imponía una máscara y no una identidad, para Catelli toda realidad

aparecería también transformada en la autobiografía. La prosopopeya crearía una voz y

un rostro pero siempre con la mediación del lenguaje. Toda obra literaria necesita de ese

“yo” y el error de Lejeune es no caer en la cuenta de que no es el “yo” el que crea la

obra, sino la obra la que crea esa idea de “yo”. Es decir, el pacto da una cierta

argumentación de autobiografismo al libro, pero nunca podrá constituir una

autobiografía desde un punto de vista epistemológico.

Centrándonos en los procedimientos de construcción identitaria, hemos de

considerar necesariamente, la relación del autor con el entorno, ya que toda identidad se

crea a partir de una relación del “yo” con los condicionantes exteriores. Habermas ya

había enmarcado la creación del “yo” por el enfrentamiento que sufre contra el entorno.

En el tema que ocupa este trabajo cobra especial sentido esta forma de interpretar la

creación de la identidad por cuanto supone la integración del espacio en la formación

del yo autobiográfico. Para Habermas, la interiorización de la naturaleza, del lenguaje y

de la sociedad da lugar al yo (1994: 167):

El yo se construye en un sistema de deslindes, en el que la subjetividad

de la naturaleza externa se deslinda frente a la objetividad de una naturaleza

externa perceptible, frente a la normatividad de la sociedad y frente a la

íntersubjetividad del lenguaje.

El “yo” no se encuentra, pues, en la identidad previa que luego se refleja en la

escritura, sino que está disperso en el entorno social y natural del autor. Paul de Man

(1991) expresa que el yo resultaría de un proceso de construcción histórica. La escritura

iría recuperando esa identidad perdida en el entorno para fijarlo en un texto. La

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identidad, pues, es “un efecto del lenguaje”, como había propuesto, anteriormente

Roland Barthes en su obra Roland Barthes por Roland Barthes (1994).

En este planteamiento teórico deconstructivista en torno a las figuras que

apuntalan el discurso autobiográfico, nos encontramos con la esencia misma de las

teorías postmodernas. El lenguaje es el resultado del desacuerdo existente entre los

referentes y sus figuras, por lo que todo aparece sustituido, figurado, por lo que la

prosopopeya se convierte en la denuncia de que el pensamiento está, en todo caso,

enmascarado, oculto por máscaras. Catelli recuerda que el yo de la autobiografía no es

más que la forma de dar a una máscara una pátina de realidad, pues tras de ella sólo

están los “yoes” anteriores a la escritura (1991: 52).

Darío Villanueva cree que es la paradoja que se encuentra tras los dos términos

aparentemente irreconciliables: realidad y ficción. El yo necesita narrarse para descubrir

una identidad perdida en hechos que, en el momento de suceder pudieron tener muchas

o diferentes significaciones de las actualizadas en el texto. Es decir, el discurso

autobiográfico no se diferenciaría del ficticio. La relación del autor con el entorno

parece siempre producirse de manera realista, actualizada por el lector que produce lo

que Villanueva denomina un “realismo en acto”, porque nada hay más realista que leer

la propia vida en la vida narrada por otro. Pero ese realismo, esa capacidad de recrear el

entorno de la vida propia, es, igualmente, otro artificio literario: cuando el lector se

acerca a la narración lee de forma realista, e interpreta como reales esos espacios, con lo

cual nos hallaríamos ante un “realismo intencional”. Villanueva explica esa vinculación

paradójica entre ficción y realidad en las siguientes palabras (1993: 28):

La autobiografía es ficción cuando la consideramos desde una

perspectiva genética, pues con ella el autor no pretende reproducir, sino crear su

yo. Pero la autobiografía es verdad para el lector, que hace de ella con mayor

facilidad que cualquier otro texto narrativo una lectura intencionalmente

realista.

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Y, como es lógico, el discurso sobre el yo y la realidad termina dando con el

problema de la representación de la realidad, del historicismo. En cuestiones

autobiográficas, nos encontramos que el lector se halla ante un texto que parece ser la

historia de la vida de un autor. La historia concebida como un discurso de la realidad

frente a un discurso de lo imaginario. Para Barthes (1984: 175), la realidad en toda

historia no conoce más allá de su referente y de su significante, el discurso histórico no

“es” la realidad, sólo la significa, pues todo texto histórico es una interpretación, es

decir, una manera de mediar entre la ficción y la realidad. Y existen problemas de fondo

que iremos viendo más adelante en textos autobiográficos anteriores al siglo XVIII en

los que es muy complicado atender a ciertos razonamientos históricos. Nos referimos,

por ejemplo, a los textos de los autores religiosos cuya vida se relata como una

búsqueda permanente de Dios, herencia del dominio del teocentrismo procedente de la

Edad Media y fijado tras el Concilio de Trento en la vida religiosa del momento. La

propia concepción del tiempo y del espacio pierde ese historicismo y lo podemos

comprobar en textos religiosos anteriores como los de San Agustín.

Algunas modalidades autobiográficas mantienen cierto tono historicista que en

otros tiende a perderse; en la crónica suele hacer una mayor incidencia la

intencionalidad historicista, al igual que las memorias que tienden a vislumbrar un

proceso histórico inserto en un trayecto espacio-temporal.

Un estudio interesante a este respecto de la construcción de la identidad es la obra

de Virgilio Tortosa titulada Conflictos y tensiones: individualismo y literatura en el fin

de siglo (2002). En este texto se hace un importante recorrido por la construcción

literaria del “yo”, desde un punto de vista teórico, aportando una gran cantidad de

información sobre cómo se ha ido forjando el concepto de identidad en la literatura

contemporánea. Uno de los epígrafes de su tesis doctoral y que nos interesa

especialmente es el titulado “Tratamiento temporal y espacial de la individuación”. En

él se explica la renovación que han sufrido los espacios de poder en la sociedad

capitalista moderna, de manera que han ido modificándose los espacios de poder (de la

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cárcel a la fábrica; de las iglesias a los espacios de ocio…) y se parte de la premisa que

ya hemos apuntado a lo largo de estas páginas, de que todo texto, aun manteniendo un

grado importante de individualidad, remite a un espacio, a una sociedad. Partiendo de la

base de la concepción histórica por la cual la cultura occidental sólo ha considerado el

tiempo como signo apropiado para disquisiciones hermenéuticas, mientras que el

espacio se vinculaba a lo fijo y seguro, a lo inmutable, pasa a tratar el espacio como un

signo capaz de generar cierta voluntad dialéctica e ideológica (1998: 212):

Partiremos, a la hora de abordar el aspecto espacial en la nueva literatura,

de las premisas de que el “individuo” en tanto autor poseedor de conciencia que

manipula ideas, siempre remite a la sociedad, puesto que es la resultante de una

configuración “socio ideológica”. […] En este sentido, el individualismo no es

fruto de la personalidad, como hemos visto en todo lo anterior, sino de una

interpretación ideológica del reconocimiento social del yo.

Para ilustrar su estudio hace un estudio de la poesía española de los años 70,

fundamentalmente del grupo denominado de los “novísimos” y de un buen número de

autores actuales que va desde Andrés Trapiello a Muñoz Molina.

De su estudio se puede extraer la idea de que la poesía española, en tanto

modalidad autobiográfica que va modulando la identidad del autor, se somete a la

influencia de determinados ambientes de corte urbanita como “terrazas, mar, autobuses,

hoteles, pensiones, restaurantes, paseos marítimos, piscinas, etc. extensamente

representados” (1998: 206).

En estos poemas analizados se comprueba cómo la literatura contemporánea ha

ido creando una imagen del “yo” a partir de su integración espacial a través de la

cotidianeidad reflejada en los lugares y en la banalidad de la vida en ellos. Los

ambientes recreados, por ejemplo, por Luis Antonio de Villena, centrados en el Madrid

de la vida nocturna y decadente de los años 80 y 90, los espacios mistificados de Jon

Juaristi por las ciudades europeas o su transformación de Bilbao en “Vinogrado” o los

lugares tópicos de esta misma época rememorados por Carlos Marzal. Mención aparte

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merece su opinión sobre el sujeto poemático de Andrés Trapiello, del que dice ser “un

permanente maquinador de espacios contextualizados en una pasividad absoluta”,

admitiendo, más adelante, que “en ciertos escritores, el espacio no es más que metáfora

de la pasividad con que se afronta la vida. […] Esta concepción espacio-temporal

estanca y parmenideana trata de encajar ambas unidades con el propósito de

desestructurar el estado de la cuestión en el presente y en la vida del poeta” (1998: 209).

Creemos, por nuestra parte, que este tratamiento espacial no es tanto una imagen

de la pasividad del autor como una permanente manera de crear la propia identidad a

través de la contemplación del entorno. No es tanto una forma de concebir el presente

escenario de la vida en la narración como un “espacio estanco”, sino como un espacio

visto desde una perspectiva suprema, una mirada baudeleriana o benjaminiana a la

manera de un flâneur que, viendo el mundo en torno como un espectador pasivo se

siente, sin embargo, plenamente integrado en esa expresión urbana de la vida. La

conjunción de literatura y vida, en estos autores, es, en extremo, integrada por la mirada

en torno, lo cual no quiere decir que exista una desestructuración temporal o espacial,

sino, muy al contrario, una integración positiva que se traduce en una consideración

literaria y autobiográfica.

De igual manera, se explicita algo más adelante que (1998: 210):

El recuerdo de la infancia a través de las fotografías en álbumes

familiares en La propiedad del paraíso no produce otra cosa sino

autocomplacencia y nostalgia. […] Esta nostalgia es la que hace evocar

personajes conocidos de la infancia del protagonista, sin otra pretensión que el

ejercicio melancólico: “ellos están allí, en sus caballos, en las romerías, en las

casetas de feria, o a bordo de veleros, riéndose, hablando de broma, con esa

atmósfera de lejanía y desvaimiento que flota en las fotos viejas.

Creemos, igualmente, que, lo que Virgilio Tortosa interpreta como “un ejercicio

de melancolía” no es más que un ejercicio de écfrasis, o desfiguración de la realidad

mediante la interposición de un elemento físico redundante. Este proceso aleja la

realidad del autor mediante un reflejo o un retrato, es decir, el espacio no se describe del

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natural, sino por una realidad interpuesta, dígase una fotografía, un cuadro, o un espejo.

Esta figura se convierte, pues, en un modo de pervertir la realidad en la autobiografía

como un medio de alejamiento y pertenencia a un tiempo. La objetivación del espacio

en la autobiografía se produce, en numerosas ocasiones, de esta manera, de forma tal

que somos capaces de admitir la verosimilitud de lo expresado, no a través de la

veracidad que se le da al signo espacial, sino a la verdad que aporta el objeto de una

fotografía que retrata esa realidad. Pero este asunto lo trataremos, más adelante en un

epígrafe nuevo. Diremos solamente que, nuestra opinión al respecto de estos procesos

de referencia espacial suelen mostrar muy a las claras fenómenos de ficcionalización

espacial a través de la memoria que tratan de crear una identidad autorial a través de

procedimientos más estéticos que autobiográficos. Suelen ser procesos de

rememoración de un pasado a partir de los lugares vividos que se recuerdan de manera

vaga e imprecisa, lo que obliga a crear un “yo” a través de retazos de recuerdos.

Estos procesos de “autorecreación” son muy habituales en los textos

memorialísticos y, en el caso aportado del libro de Benítez Reyes (1995), debemos

hablar más de una novela autobiográfica, más que de una autobiografía plena, por lo que

hay que poner en cuarentena el ambiente de nostalgia o melancolía que se trata.

De Trapiello podemos seguir un proceso parecido. La creación de la identidad a

través de los espacios se produce en el leonés a través de una aparente duplicidad entre

el campo y la gran ciudad: la dehesa de Trujillo y la ciudad de Madrid. Para Virgilio

Tortosa la obra poética –y autobiográfica- se inserta en una tradición “bucólica y

pastoril”, cercana al siglo XVI en su concepción de la naturaleza. Sin embargo no

podemos estar de acuerdo en este punto. Trapiello se comporta con respecto al espacio

urbano como el flâneur del que hablábamos anteriormente. No es tanto una percepción

del mal de la ciudad frente a la tranquilidad y la huida al campo, más propia de la

tradición clásica desde los tópicos horacianos. Creemos, sin embargo, que la obra de

Trapiello reproduce la búsqueda de la identidad a través de dos tendencias de corte

lírico: la de los autores de finales del siglo XIX – de los que el propio Trapiello ha

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hecho interesantes estudios como Las armas y las letras (1994) – y su vinculación a la

literatura urbana como creadores de una literatura del espacio urbano; y, por otro lado,

de una tradición eminentemente autobiográfica asentada en los pilares de la tradición

memorialística que han abordado algunos autores franceses –sobre todo- como

Montaigne, y que han seguido otros españoles como Jiménez Lozano.

Nuestra consideración al respecto es que la construcción de la identidad literaria

de Trapiello en sus obras coincidentes con modalidades autobiográficas como la poesía

o los diarios es, ante todo, una identidad forjada en su situación en el espacio que se

convierte, a través del lenguaje, en un espacio puramente literario. Madrid en los

diarios, no es el “Madrid” que parece recorrer, sino el Madrid modificado por una

mirada literaria propia y previa, la mirada de quien sale a flanear por las calles del

centro y la de quienes salieron previamente por esas mismas calles y forjaron la

identidad literaria de ese espacio. Y Trujillo no es tanto el espacio rural, sino la

expresión de la vida de ese flâneur que huye al campo pero aprecia en él la ciudad

distante. Nos encontramos ante la creación de un “yo” a través de una dualidad literaria

en la que no puede excluir un espacio al otro, sino que ambos se complementan como

referentes literarios en la construcción identitaria.

Otro ejemplo expuesto es el de Habitaciones separadas, de Luis García Montero

(1994), en el que se trata la imaginería espacial de lo que se dio en denominar en la

época de creación del libro “vida yuppie”, o de alto ejecutivo que viaja y vive en hoteles

y espacios temporales de lujo en grandes ciudades, por lo que encontramos espacios

tipificados como aeropuertos, playas, hoteles, etc. que crean la identidad aparente de un

hombre muy alejado de la voz del autor, un modelo que aleja la posibilidad de

autobiografía porque rompe con la identificación entre la voz poética y el personaje. En

este caso no se trata de ficcionalizar o dar apariencia ficticia al autor “Luis García

Montero”, sino utilizar la voz de un personaje creado para transmitir la nueva identidad

que, en algún momento coincidirá con él y en otras, no. El uso de la tercera persona

junto con la primera en otros poemas excluye, además nuestro acercamiento a la

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formulación de la identidad propia, a pesar de que el género lírico esté vinculando estos

textos a una modalidad autobiográfica. No ocurre lo mismo en su última obra, Vista

cansada (2008) en la que el autor evoca los lugares propios, sus ciudades, su infancia,

consideraciones políticas y personales e, incluso, relaciones familiares, desde la

perspectiva del tiempo y una mirada personal que está marcada por esa vista cansada

que supone la distancia temporal y la memoria.

Además de las referencias a estos autores, comprobamos en el estudio de otros

muchos, como Roger Wolfe, Javier Marías, Benjamín Prado, José Luis García Martín o

Abelardo Linares, que, en la literatura más reciente en España hay (1998: 236):

[…] un gusto proclive a la descripción enumerativa de esos lugares bajo

un paisaje posmoderno de la sociedad mercantilista actual, imitando los paisajes

de fondo del cine de aventuras, policíaco o de género negro norteamericano que

podemos ver en los años 90 en las pantallas de todos los cines de nuestras

ciudades.

La aparición de espacios íntimos refuerza la identidad urbana de los autores que

pretenden mostrar su invocación al realismo a través de esos lugares: interiores de

coches, habitaciones de hoteles, que “despersonalizan” al personaje. Sin embargo es esa

despersonalización la que más identifica al propio autor (1998: 237):

Generalmente todo ese tipo de espacios, tanto público como privado,

tanto ordinario como mítico, están teñidos de un elevado índice de soledad, de

tristeza por lo perdido al rememorar ese espacio mítico del pasado: en Trapiello

el espacio privado es idílico; en Marzal el espacio público es desolador y triste;

los personajes se aíslan conscientemente o se automarginan para no participar

en la transformación del mundo, negando el futuro cuando vuelven

continuamente la mirada hacia el pasado (es una característica común a cierta

línea literaria).

Sospechamos que quiere referirse el autor a la denominada línea de la “poesía de

la experiencia”, de marcado tinte realista y de la cuya nómina todos o la mayoría de los

autores integrantes han ido alejándose con el tiempo, tendiendo hacia posturas más

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intimistas y, por lo tanto, más cercanas a las modalidades autobiográficas. Esto nos hace

pensar en que esa identidad del autor se ha ido dibujando a lo largo de toda una

trayectoria poética en la que los anteriores textos citados por Virgilio Tortosa sólo

serían la prefiguración de una tendencia que va construyéndose a lo largo de los años y

de la que el realismo espacial sólo sería una aportación más. La explicación vendría de

la propia experiencia social del individuo que escribe: la reclusión cada vez más

acentuada del hombre en su espacio íntimo, la perversión de los espacios públicos de

ocio que tienden al aislamiento de las personas –servicios de chat, foros, blogs…-

provocarían esa separación de la sociedad (1998: 238):

No deja de ser curioso que estas manifestaciones constatadas, en consonancia con

ciertas corrientes filosóficas y de pensamiento impuestas, junto con cierta teoría literaria

hegemónica, marchan en paralelo con la evolución de la sociedad donde ese

individualismo se articula a modo de reversión hacia el propio individuo que lo formula,

sin olvidar que en la sociedad capitalista hoy es más monádico que nunca el individuo,

vive más aislado y reducido en su privacidad, pues atomizado, segregado, aislado

totalmente del cuerpo social, se encuentra desarmado, sin capacidad de organizarse

socialmente.

2.4.2.- La novela en clave

Hay un extremo que tiene un indudable valor en este tipo de textos

autobiográficos que son aquellas novelas y textos autoficticios en los que el espacio

tiene un relieve aún mayor, si cabe. Nos referimos a un determinado tipo de obras en las

que el lugar, la ciudad en la que se desarrollan, con todos los elementos y signos que

incluye –personajes, lugares, ambiente…- permiten leer la narración bajo una clave más

o menos explicitada que convierte a la novela en un lugar reconocible en la vida privada

del autor. Nos referimos a las denominadas “novelas en clave”.

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No son pocas las novelas que dejan entrever aspectos autobiográficos del autor

con la metodología narrativa de esconderlos, no ya tras la propia trama o pacto de

ficción con el lector, sino mediante un juego de modificaciones que lleva a permanecer

oculta a una lectura no autobiográfica del texto, de manera que, sólo quien posea el

conocimiento suficiente de la vida contada podrá descifrar ese contenido autobiográfico.

Es una suerte de segundo pacto autobiográfico que reduce el número de lectores y los

divide en dos tipos, los que son capaces de leer esa clave autobiográfica y los que no.

En esta línea se encuentra, por ejemplo, la novela La Quimera (1991) de Emilia

Pardo Bazán 28 en la que se dejan entrever algunos aspectos de la relación sentimental

que la autora mantuvo con el pintor gallego Joaquín Vaamonde.

O textos más recientes como el de Óscar Esquivias El suelo bendito (2000), que

hace un recorrido por su ciudad natal reflejando algunos momentos de la vida del autor

en la ciudad de Burgos, incluso algunos personajes que sólo algunos burgaleses serían

capaces de reconocer.

La novela en clave supone, pues, ese pacto segundo entre el autor y el lector que,

en numerosos casos conlleva errores implícitos de lectura y de interpretación. Julio

Llamazares lo reconocía en una entrevista al respecto contestando a una pregunta sobre

su novela El cielo de Madrid 29:

-Es fácil leer esta novela en clave autobiográfica.

-Bueno, todos los temas que trato (el éxito, el paso del tiempo) son

intereses personales y toda novela es autobiográfica, porque refleja el alma del

autor. Pero no me identifico con ningún personaje en concreto. Creo que mis

personajes son cruces de mucha gente que he conocido. Los escritores somos

como los jugadores de cartas, que cogen las mismas cartas, las barajan y crean

juegos nuevos.

28 Cito desde la edición de Cátedra. La primera, de 1905 fue editada en Madrid por el Establecimiento Tipográfico De Idamor Moreno.29 El texto aparece recogido en entrevista realizada a Julio Llamazares en el Diario Córdoba, el día 8 de agosto de 2005 por Eva Cervera.

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En este sentido, novelas como El movimiento V.P. de Cansinos Assens, Ardor

Guerrero, de Muñoz Molina o Andamios, de Mario Benedetti pueden ser leídas como

novelas en clave, y un sinfín de otras entre las que podríamos incluir, por qué no,

algunos pasajes del mismísimo Quijote.

Sobre este tipo de novelas, los autores suelen responder de una manera más o

menos parecida: toda novela es, de alguna manera autobiográfica.

Pongamos otro ejemplo tomado de otra entrevista, la que le proponen a Javier

Cercas a partir de la publicación de su novela La velocidad de la luz30.

–En su ficción hay mucho de autobiografía. La anécdota de la clase de

literatura catalana a la que asistían sólo tres alumnos y usted por compromiso ya

la había contado antes.

–No solamente esto sino que toda la novela ya la había contado antes en

otro artículo. El periodismo me sirve como campo de maniobras. Trabajo cosas

allí que luego aparecen en otro sitio de manera distinta. La literatura no surge de

la nada. En el fondo, toda novela es autobiográfica.

El enmascaramiento de la vida en la novela tendería a producirse en cualquier

caso, según las palabras de Cercas. Pero el trasunto de la novela en clave es que el lector

tenga los mecanismos suficientes para reconocer esos materiales autobiográficos; es

decir, que el autor deje la puerta abierta a que eso suceda. Cercas explica que el

enmascaramiento es un proceso técnico para evitar que ese reconocimiento se pueda

dar. En la novela en clave, el proceso técnico sería otro distinto; el que da lugar al

ocultamiento y al desciframiento, por lo que la obra en cuestión en ningún caso podría

ser recibida como una novela en clave:

Que sea autobiográfica no significa que esté contando mi vida. Lo que

hace un escritor es enmascarar su propia experiencia con la técnica. Ese

material originario puede quedar más o menos oculto. En este caso hay una

30 El texto está tomado de la entrevista realizada a Javier Cercas tras la publicación de su novela La velocidad de la luz (Barcelona: Tusquets, 2005), publicada en el suplemento El Cultural del Diario El Mundo, el día 10 de marzo del 2005.

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serie de juegos que invitan a leer la novela en clave autobiográfica, pero La

velocidad... está muchísimo más fabulada que Salamina.

La frase “que sea autobiográfica no significa que esté contando mi vida” es

suficientemente ilustrativa del proceso novelador de Javier Cercas. Los materiales son la

propia vida, pero el acercamiento al lector se produce únicamente desde el discurso de

la ficción. Pero parece ser general a todos los autores intentar que su novela no se lea

como tal, algo que parece consustancial a toda creación novelesca, aun en el caso de la

novela en clave. Podemos poner infinidad de ejemplos, como este, entresacado de una

entrevista a Quim Monzo, publicada en el País31:

La novela, Ante el rey de Suecia, es la deliciosa historia de un poeta

amargado (su nombre es Amargós) obsesionado en ganar el Premio Nobel de

Literatura, que sería el primero que recibiría un autor en catalán. “Este

personaje no está basado en nadie por una razón; creo que nada le iría peor al

texto que ser leído como una novela en clave”.

La novela de Javier Marías Todas las almas (1989) fue también leída como un

texto en clave, hasta el punto de que sus compañeros de la Universidad de Oxford se

dieron por aludidos en la lectura de algunos personajes, cuando todos ellos, según

Marías eran absolutamente imaginarios. No pocos personajes de la vida literaria

española también se identificaron con los ficticios y añadieron calor al trasunto

autoficticio32.

En algunos casos, la novela en clave configura no sólo la memoria de una vida y

un espacio, sino también el futuro de la vida de un autor. Llegado a este extremo

autobiográfico se encuentra la novela en clave de José Asunción Silva De Sobremesa

(2006), en la que el propio Asunción Silva prefiguraba la puesta en escena de su muerte,

suicidado el 24 de mayo de 1896, como su personaje José Fernández Andrade. A pesar 31 Publicada en el Diario El País el 2 de febrero de 2007 al respecto de la aparición de la novela El mejor de los mundos (Barcelona: Anagrama, 2007).32 Sobre la narrativa de Javier Marías podrían analizarse algunos aspectos íntimamente relacionados con la autoficción, concretamente aquellos que el propio autor se encarga de destacar, como la del artificio narrativo que consiste en persuadir al lector de cómo el autor se integra en la trama a través de los personajes. Es recomendable el artículo de Juan Villoro La memoria maestra, publicado en el Diario La Jornada de México, D.F. el 31 de mayo de 1998.

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de que puedan existir dudas de tal lectura, muchos biógrafos de Asunción Silva

reconocen elementos de su vida en la novela. Novela autobiográfica de corte simbolista

en la que el autor continúa una línea preexistente y proveniente de la literatura

simbolista europea 33.

Otra novela en clave autobiográfica de especial interés sería la de Pérez de Ayala

Troteras y danzaderas 34, que fue en su momento cultural de principios del siglo XX,

de obligada lectura para el mundo cultural contemporáneo. Lo que es más; podemos

encontrar novelas que pretenden ser autobiografías de tipo generacional, y este podría

ser el caso de otra novela de Pérez de Ayala, como el caso de Tinieblas en las cumbres,

retrato de un español de la burguesía decimonónica. Por las páginas de la novela pasan

personajes de la vida pública del momento y se caricaturizan acontecimientos como la

Semana Trágica.

2.4.3.- Reflejos del espacio en los textos autobiográficos

2.4.3.1.- El espacio idealizado de la infancia

Este espacio de la infancia y la juventud suele mantener significaciones muy

diferentes que vamos a procurar catalogar en base a algunos elementos comunes a

varios textos.

En primer lugar, el espacio puede representar la memoria de la niñez, es decir el

lugar de los primeros recuerdos. Suele ocurrir que este espacio mantiene unas

connotaciones positivas y se asocia a los paraísos perdidos o a los espacios idílicos. La

infancia relatada como un reino definitivamente alejado, en el que el autor fue feliz,

tiene, lógicamente sus excepciones. Y es en estos textos donde podemos contemplar la

33 Conocemos un interesante artículo al respecto de Sarmiento, Edward (1970: 807-810): Estructuración y simbolismo en De Sobremesa, de José Asunción Silva. En Actas del III Congreso Internacional de Hispanistas. México: El Colegio de México. En él se explica que (811): “Por ello es De sobremesa una novela autobiográfica, psicológica, típica del siglo diecinueve, como las de Huysmans, cuya influencia sobre Silva ya se ha anotado.”34 Es muy interesante la obra de Andrés Amorós al respecto de esta novela en clave Vida y literatura en Troteras y danzaderas, (Madrid: Castalia, 1973), en la que se analizan las claves autobiográficas de esta novela, atendiendo a los aspectos históricos, sociales y personales del autor.

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construcción de la actual identidad del autor, de dónde pueden proceder sus temores,

influencias, en definitiva, su actual personalidad. En la obra de Luis Antonio de Villena

podemos comprobarlo, fundamentalmente sobre dos obras autobiográficas como son

Patria y sexo (2004) y Mi colegio (2006). En ellas se muestran algunas experiencias

negativas que fueron moldeando su propia personalidad (2006: 10):

Nada de eso. Que ellos con su feo Dios al frente se reconstruyan,

entrados en la edad, yermos íntimamente la mayoría, el paraíso aquel que nunca

existió, ni para ellos, me temo, pero prefieren no saberlo. […] El psicoanálisis

me hizo ver – llevado por el dolor, por el abismo que me habitaba – la cara

oculta de mi daño. Del daño que me habían causado.

En Patria y sexo, obra en la que se pretende invocar esos hechos y conjurar una

infancia difícil con su sola narración, este proceso de escritura aparenta convertirse en

un proceso vital que transforma la propia historia y la reconvierte (2004: 252):

No sé si alguna vez morirá esa Hidra. No soy optimista. Pero he

pretendido pintar aquí, un tanto al desgaire, una de sus tenebrosas cabezas y he

soñado (soñado sólo) con que la aplastaba, narrando los hechos.

Pero esto, habitualmente, no es así. Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, describe,

en los textos autobiográficos que nos han llegado, su infancia en este sentido. Entes y

sombras de mi infancia, libro inédito en vida de su autor, recoge algunos textos líricos

en prosa sobre acontecimientos y lugares íntimos de su infancia. Por lo general, se

refieren a personas y momentos de su niñez en Moguer y suelen hallarse salpicados de

recuerdos de lugares. Así, cuando recuerda la casa de don Domingo Pérez (1997: 135):

¡Cómo me gustaba a mi la casa de don Domingo! Es decir, el sitio de la

casa de don Domingo, porque la casa por dentro no la vi yo nunca bien. (…)

¡Que bello me parecía a mí ir, como don Domingo, Calle de la Ribera abajo,

Calle del Sol arriba, Calle del Caño, Calle del Vicario Viejo, Plaza de las

Monjas, a ver a sus enfermos, a sentarse un ratito en casa de los pobres!

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La infancia y los lugares ocupados suelen aparecer, pues, idealizados, asociados a

momentos de luminosidad y alegría. No faltan, sin embargo, los casos contrarios.

A menudo, la ciudad se vincula a los procesos de aprendizaje vital, de manera que

cada momento de la vida suele corresponderse con lugares que se idealizan o se odian.

Esto ocurre en las memorias de Azaña con una especial intensidad. Madrid se soslaya

en el proceso vital frente a la Sierra de Madrid y El Escorial (1966, IV: 53-55):

¡Cuántos recuerdos!, treinta y tres años han pasado. ¡Qué de cosas adquirí

y perdí aquí! Alcalá y El Escorial: he aquí las raíces primeras de mi

sensibilidad, como París fue más tarde la escuela donde se afinó. Es extraordinario lo poco que le debo a Madrid, como no sea mi reacción, es decir, el ejercicio de mi espíritu de oposición. Jamás he asentido en Madrid, ni por las letras ni por la política.

El retorno a los lugares de la infancia suelen ser, pues, habituales en los textos

autobiográficos y, a menudo, son descritos como lugares esenciales en el proceso vital

del autor (1966, IV: 325):

Inmediatamente después de comer, salgo con Lola. Vamos

al Escorial. Paseo por los Pinos y la Herrería. También hemos estado en el

jardín. Las cuatro y cuarto repican las campanas, con el timbre acordado que

tienen estos toques en el monasterio. Si tirase de este hilo saldrían las

emociones de cuatro antiguos años.

En este sentido de necesidad vinculativa a un espacio, y fundamentalmente a un

espacio de infancia, se expresa Vicenta Hernández (1993). Es preciso que existan una

serie de condiciones para fundamentar una psicología de la memoria. Hernández lo

encuentra ya en Aristóteles quien señalaba estas condiciones: las imágenes que

producen la rememoración voluntaria y, por supuesto, los lugares que se recorren en esa

rememoración. Así (1993: 243):

La memoria necesita un espacio; el hombre que rememora realiza

siempre un recorrido, se convierte en un hombre-casa, en un hombre-ciudad, en

un paseante. Desplazarse en el tiempo supone el paseo en el espacio. […] Los

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lugares: la casa, el jardín, el itinerario; sobre todo la casa de la infancia, por ser

estructuras ya ausentes, lugares lejanos o desaparecidos, se convierten en

guardianes privilegiados de la memoria. Este sentido adquiere la casa de la

infancia en Le Grand Meaulnes; el mismo que la casa y el camino tantas veces

recorrido que va a la huerta en El Camino de San Giovanni, narración

autobiográfica de Italo Calvino.

Podemos encontrar, pues, que el espacio de la infancia se nos revela en los textos

autobiográficos como una estructura capaz de definir toda una vida y algunos elementos

integradores de toda la obra autobiográfica. Un supuesto intermedio es el de aquellos

autores que consideran que, a pesar de narrar su infancia de manera extensa, los hechos

vividos no parecen haber dejado huella alguna. Pongamos por caso el de Dionisio

Ridruejo, al que volveremos algo más tarde, quien relata esos momentos como el hecho

que le ha sucedido a otro que no es él, como si nada hubiese importado en su vida

posterior, salvo el continuum de su historia (2007: 50):

No creo que la muerte de mi hermano me afectase muy profundamente.

Recuerdo bien dónde y cómo me dieron la noticia. Lloré abundantemente, pero

la huella fue ligera. En rigor, mientras conservo de la infancia con mis hermanas

– de la primera infancia – innumerables recuerdos que componen argumento,

recuerdos que llevan una fuerte carga sentimental, de mi hermano sólo conservo

imágenes aisladas.

Los espacios, decíamos, pueden aparecer idealizados: la casa paterna, los viejos

lugares recorridos que han desaparecido… que muchas veces se enfrentan y oponen a la

gran ciudad que ha terminado por ser el espacio de su vida adulta (2007: 87):

Había campánulas y jazmín. A veces se oía cantar a la culebra y para

ahuyentarla se quemaban astas de res. En el riachuelo que quedaba fuera y que

recogía el agua de la acequia que atravesaba nuestro huerto, tomándola del caz,

flotaban holgadamente macizos de berros que recogían algunas gentes pobres.

Yo no supe que eran un manjar delicioso hasta que fui habitante de una gran

ciudad.

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2.4.3.2.- El espacio de la adolescencia

Es habitual que el autor describa su adolescencia en forma de cambio físico y

psicológico asociado a un cambio espacial. El cambio de ciudad suele enmarcar

cambios personales que quedan reflejados en la descripción urbana o rural y que están

llenos de matices semánticos que adquieren valores metonímicos.

Son muchos los textos que podemos encontrar y que hacen referencia a esto que

acabamos de decir. Por poner un ejemplo, Tolstoi relata su llegada a Moscú como

momento y lugar al que se circunscribe dicho cambio (1962: 154):

Cuando llegamos a Moscú, se acentuó el cambio que se había producido

en mi modo de ver las cosas y las personas, y en la actitud que adoptaba ante

ellas. (…) Desde que llegamos a Moscú, mi padre casi no se preocupaba de

nosotros. Sólo le veíamos a la hora del almuerzo.(…) Yo me di perfecta cuenta

de que no estábamos ya en la aldea y de que las cosas habían cambiado mucho,

el primer domingo que pasamos en Moscú, a la hora del almuerzo.

No es difícil encontrar que el autor vincula los cambios de la adolescencia a los

viajes. El mismo Tolstoi abre el capítulo dedicado a su adolescencia con un texto

titulado El viaje. La vuelta a la aldea, ya en su juventud y tras haber superado sus

estudios marca otra de las escasas referencias espaciales, tras hacer una extensa

descripción de la casa familiar, apoyada, lógicamente, en el recuerdo familiar de la

infancia. Esta vuelta al hogar infantil aparece tras la personificación espacial del hogar

que se sitúa ante Tolstoi como el mismo lugar idílico (1962: 362):

Este cambio no impidió que recibiese la impresión de que la casa me

acogía amorosamente entre sus brazos, y que cada una de sus ventanas, cada

peldaño de la escalera, cada línea del entarimado y cada crujido que se oyera,

despertaran en mí multitud de emociones y recuerdos de un pasado feliz que ya

no podía volver.

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2.4.3.3.- La “condición vegetal” del hombre: el espacio urbano como tendencia

En muchas ocasiones, la narración autobiográfica recoge las necesidades, las

esperanzas o los deseos en forma de búsqueda de un espacio. Así, los viajes a lugares

idealizados son habituales en este tipo de textos. Es habitual que coincida con memorias

de juventud y que respondan a la necesidad de exploración personal, asociados a

lecturas o a viajes literarios. Por ejemplo, cuando Ramón y Cajal termina sus estudios

de Medicina y decide embarcarse hacia Cuba (1961: 203):

También yo estoy asqueado de la monotonía y acompasamiento de la

vida vulgar. Me devora la sed insaciable de libertad y de emociones novísimas.

Mi ideal es América, y singularmente la América tropical, ¡esa tierra de

maravillas, tan celebrada por novelistas y poetas!… Sólo allí alcanza la vida su

plena expansión y florecimiento.

Como decíamos anteriormente, estos cambios espaciales suelen coincidir con

etapas de la vida cambiantes. A menudo es el lugar el que parece transformar al

personaje que tiende a buscar una explicación en el lugar al que accede. Así, las

descripciones suelen abundar en mayor medida, de manera que el lugar y el viaje a ese

lugar tienen, a menudo, algo de ascético y de integrador en la vida adulta.

Este sería, por ejemplo, el caso de Pío Baroja y su llegada a Madrid.

Nos encontraríamos aquí con la inclusión de los viajes y el género literario de la

literatura de viajes en el género común de la autobiografía, estudio que desbordaría el

interés de este trabajo y del que daremos sólo unas breves pinceladas. En principio, la

aparición del espacio urbano dentro de los denominados libros de viajes, o crónicas de

viajes, implica una visión subalterna del espacio urbano, puesto que se plantea, no ya

como un lugar propio, sino como una entidad comparativa. El viaje pone en contraste

los espacios. Fernando Durán establece una premisa que nos parece interesante; a saber:

cómo una autobiografía toma la forma de un libro de viajes y hasta qué punto esos

mismos viajes no son sino un aspecto de la formación personal, de la configuración del

yo que se nos va presentando en el texto (1991: 75-88):

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Lo que me interesa destacar en estas páginas no es el tipo de libro de

viajes que efectúa este autobiógrafo, sino el proceso mediante el cual un libro

de viajes se convierte en un elemento definidor de una identidad individual: es

decir, qué concepción del yo se deriva de una autobiografía que deviene libro de

viajes.

Son muchas las autobiografías que presentan forma de crónica de viajes. En

principio, porque gran parte de los escritores de memorias han sido grandes viajeros, en

parte porque la propia crónica de viajes encierra la necesidad de hablar de uno mismo y

de las vivencias propias. Sería muy difícil prescindir de la identificación personal en

todos los viajeros del XIX por España. Una buena parte de sus crónicas se dedica a

tratar impresiones personales y vivencias en los lugares recorridos. En el caso de libros

de memorias o de diarios, se produce el mismo fenómeno a la inversa; es habitual la

descripción de viajes o el relato de estos.

En el caso de la literatura española, podemos encontrar casos importantes. Las

memorias de Dionisio Ridruejo se desarrollan en buena parte, como la crónica de su

desplazamiento por España durante y tras la Guerra Civil, de manera que, incluso los

capítulos del libro en este apartado llevan esos títulos: De Salamanca a Valladolid, De

Madrid a Segovia…

Por otro lado, el viajero lo hace por múltiples motivos. En la literatura del XVIII

por olvidar la monotonía y pobreza provinciana española. Así lo expone Fernando

Durán (1991: 84):

También se ha hecho notar la facilidad con que tanto la autobiografía

como el diario derivan en este periodo hacia el género viajero. Y no se trata de

una literatura de viajes centrada en lo pintoresco de las costumbres, en el color

local o el paisaje: existe una marcadísima hegemonía del espacio urbano y

además del espacio urbano desarrollado y civilizado, el que presenta una mayor

riqueza intelectual y de trato social, porque estos hombres, al contrario que los

románticos, no viajan para obtener emociones fuertes o tomar contacto con

pasiones primitivas, sino para formarse y aprender.

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La vinculación de los textos autobiográficos a los espacios urbanos es, pues,

antigua y relevante. Y no únicamente por que los autores viajaran, obviamente, sino

porque el espacio urbano se había venido a convertir en una señal distintiva de cultura:

son los comienzos del cosmopolitismo.

Este cosmopolitismo tendrá, a partir de ahora, un interés destacado, por cuanto no

sólo hay que ser cosmopolita, sino demostrar públicamente ese rasgo personal. Y una de

las características es la demostración autobiográfica de los viajes. Entre las muchas

razones que los autores dan para escribir una autobiografía está la de mostrarse

públicamente, y esa exhibición pública de uno mismo requiere también la propia

adjetivación, el propio lucimiento. Las ciudades visitadas, los viajes realizados son,

además, una marca personal, por lo que el autor va a seleccionar cuidadosamente qué

lugares pretende enseñar en los textos. No es un problema de veracidad, en este caso,

sino de autoseñalamiento, de cómo es capaz de mostrarse en público. Porque,

evidentemente, en un texto de memorias se selecciona aquello que se cree más relevante

y son muchos los lugares visitados que van a obviarse.

Ya en 1553, Erasmo de Rótterdam, en carta a Juan de Vergara explicaba que el

viaje (1986: 492) “es como un injerto en los espíritus, que los ablanda y les hace soltar

lo que puede haber de salvaje en su naturaleza”.35 Luego la idea del viaje como modo de

formación e inculturación personal es antigua y no debe de desvincularse de los géneros

que hablan del yo.

Venimos hablando de la importancia que tiene el viaje y la educación personal en

la literatura del siglo XVIII. Pero no sólo es importante este aspecto en la literatura

neoclásica, sino que llega hasta bien entrado el siglo XX. Muchas autobiografías,

literarias o no, redundan en el aspecto de la evolución cultural y educativa personal. Así,

autores que han hecho de la cultura el vehículo o hilo conductor de una vida, redundan

en este aspecto y, significativamente, también hacen hincapié en todos los viajes y

desplazamientos que se han dado en su vida. Ponemos el ejemplo de Ramón y Cajal,

35 Carta citada por Marcel Bataillon (1986), Erasmo y España. México: FCE. La traducción es de Fernando Durán.

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quien, en la práctica totalidad de los capítulos que ocupan su autobiografía, refleja, junto

con otros aspectos de su vida, el viaje en el que se encierra esa etapa o momento de su

vida. (1961: 26-153). Así: Mi estancia en Valpalmas; Mi traslación a Jaca; Dispone mi

padre llevarme a Huesca para continuar mis estudios; el Ebro y sus alamedas; Me

embarco en Cádiz con rumbo a la Habana.

Estos viajes de erudición o de formación son comunes. Galdós también señala en

sus memorias su orgullo por ser el único español que parece haber visitado la tumba de

Shakespeare. Esta suerte de narcisismo viajero es más habitual de lo que parece y, en

cuanto al género autobiográfico, mantiene la necesidad del autor por elevarse

literariamente (1975: 153):

En los voluminosos libros donde firman los visitantes he visto que la

mayor parte de los nombres son ingleses y norteamericanos; contadísimos los

de franceses e italianos, y españoles no vi ninguno. Creo que soy de los pocos,

si no el únicos español, que ha visitado aquella Jerusalén literaria y no ocultaré

que me siento orgulloso de haber rendido este homenaje al altísimo poeta cuyas

creaciones pertenecen al mundo entero y al patrimonio artístico de la

humanidad.

Por lo tanto, podemos evidenciar que el autor de autobiografías tiende, en muchas

ocasiones a uno u otro espacio vital. Bien sea la ciudad, bien el campo, los pueblos

pequeños, las grandes urbes… el lugar se presenta, muchas veces en los textos

autobiográficos como una tendencia personal que refleja las necesidades y los gustos

personales del autor. Es decir, existe una identificación íntima entre espacio y

protagonista, lo que nos lleva a pensar en una vinculación metonímica entre espacio y

personaje.

Los viajes a las grandes ciudades suelen provocar, además, modificaciones en los

gustos y aficiones literarias. Es decir, el conocimiento de la ciudad nueva, generalmente

una gran ciudad cultural, parece ser percibido como un cambio profundo en el

conocimiento de la literatura que parece verse influenciada por el aire del

cosmopolitismo. A Galdós le ocurre en su infancia (1975: 197):

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Con las personas que me llevaron a París volví a Madrid sin incidente

notable, y en el intervalo entre este primer viaje y el segundo (1868) saqué del

cajón donde yacían mis comedias y dramas y los encontré hechos polvo; quiero

decir, que me parecieron ridículos y dignos de perecer en el fuego.

La visión del espacio personal suele apreciarse como una tendencia necesaria

desde el discurso autobiográfico de la vejez. La imagen personal de una vida cumplida

tiende a contemplar el espacio como una tendencia necesaria. Proponemos el ejemplo

de Miguel Delibes, quien ve intensificada su relación con su ciudad natal con Valladolid

cuando llega al final de su carrera literaria (1996: 199):

He aquí un hecho cierto: cuando yo tomé la decisión de escribir, la

literatura y el sentimiento de mi tierra se imbricaron. Valladolid y Castilla

serían el fondo y el motivo de mis libros en el futuro. Pero semejante decisión

no implica que Valladolid y Castilla me deban algo, sino, al contrario soy yo el

que me siento deudor, porque de ellos he tomado no sólo los personajes,

escenarios y argumentos de mis novelas, sino también las palabras con que han

sido escritas.

Podemos extraer varias consecuencias de estos textos de Delibes. En primer lugar

que el espacio sufre un proceso de personalización (no de personificación, o al menos,

no únicamente). La ciudad es el espacio y las gentes con todo lo que ello conlleva:

lugares, personas, lengua, usos de habla… Los recuerdos se convierten en la imaginería

de la escritura, pero también la vinculación a través del habla particular de esa ciudad.

Delibes recuerda pero también hace presente el espacio a través de la forma del

castellano de Valladolid. Las imágenes son de escenarios, descripciones espaciales, pero

el germen de la literatura también es el recuerdo de cómo se hablaba sobre esos lugares

(1996: 199):

En Valladolid aprendí a hablar, en aquel Valladolid del tren burra y los

amarillos tranvías con jardinera, de los pregones en las viejas rúas y los

charlatanes en la Plaza Mayor, de la hermana Remedios en las Carmelitas del

Campo Grande, y el hermano Enrique en el colegio de Lourdes… Aquellas

voces que arrullaron mi infancia fueron el germen de mi expresión futura.

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Es lo que Delibes reconoce con el título de “condición vegetal” y que hemos

reproducido como título de este epígrafe. Condición que viene dada por una especie de

sentimiento de arraigo contraída por el nacimiento y el paso de los años y que se

convierte en un vínculo de vida. Lingüísticamente da lugar a algunos rasgos de escritura

que particularizan la expresión, literaria o no. No es sólo la posibilidad de una expresión

dialectal o una modalidad de habla. Es que el propio espacio se convierte en esa

colección de imágenes que va a ser precisa para abordar la creación literaria; es decir,

tarde o temprano esa espacialización va a ir apareciendo en los textos que el autor

produzca. Lo explica de la siguiente manera (1996: 200):

A mí me nacieron aquí, en la vallisoletana Acera de Recoletos, y aquí

arraigué en poco tiempo tan profundamente que ya de niño, trasladarme a otro

lugar hubiera comportado un desgarramiento, el dolor y los riesgos que lleva

consigo todo trasplante. Sencillamente estoy aquí, sigo aquí, porque no me

hubiera acertado a estar en otra parte, porque sin este cepellón de tierra bajo mis

pies, me hubieran faltado nutrientes y tal vez mi imaginación se hubiera

esterilizado.

El pensamiento de Delibes sobre estas condiciones espaciales de la vida son

profundamente orteguianas y vienen a explicar cómo una de las circunstancias que más

le han influido ha sido precisamente la vivencia del espacio urbano (1996: 201): “la

circunstancia de que habló Ortega era para mí Valladolid”.

Y, como venimos explicando, esta relación personal con la ciudad se produce a

través de los otros: la familia, los amigos, las instituciones… Esa individuación espacial

es la que da lugar a la expresión “mi ciudad” que encierra no sólo una connotación

puramente posesiva o de relación causal, sino una relación afectiva. En el caso de las

referencias a la ciudad propia el adjetivo posesivo suele tener, a menudo, ese matiz

semántico afectivo (1996: 201):

Ahora se dice de estos sentimientos que son viscerales. Yo ceñiría un

poco más este adjetivo: diría que son cordiales. Porque a esas alturas de la vida

a las raíces iniciales que me ataban a mi ciudad, había que ir añadiendo otras

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nuevas de las que nunca podría ya desasirme: mis queridos muertos, mi familia,

mis amigos, mi Norte de Castilla, mi Escuela de comercio, mis calles de todos

los días, mis campesinos, mi tierra…Podrían existir otros amigos, acaso otros

periódicos, otras Universidades, otros campesinos, otras tierras sin duda, pero

nunca serían lo mismo.

Algunas de estas obras citadas en este epígrafe, según Romera Castillo, quien ha

estudiado algunos aspectos de la escritura autobiográfica del autor vallisoletano, pueden

ser consideradas como abiertamente autobiográficas, caso de Mi vida al aire libre

(1989) y Pegar la hebra (1990). Romera Castillo (2006: 280) indica que:

Hay otras obras que no se insertan en el mundo novelístico, sino que han

surgido de experiencias directas con la realidad y que constituyen una especie

de “crónicas de viajes”.

Explica en este mismo artículo la dificultad que entraña deslindar entre el terreno

de las memorias (como el propio Delibes considera a su obra) o el de la la autobiografía.

Las primeras, las memorias, estarían ceñidas al yo, si bien el contexto primaría sobre él.

Estas obras, siempre según Romera Castillo (2006: 282): “el foco narrativo se centra en

la evocación de ciertos pasajes de su vida a través de los diferentes deportes que el

escritor ha practicado”. A pesar de todo ello, creemos, en la obra de Delibes siempre se

puede apreciar esa relación especial con el entorno vital que produce la esencial

“condición vegetal” del hombre. Independientemente del grado de autobiografismo que

encontremos en una obra, siempre vamos a hallar una sustancial identificación espacial

con el “yo” y, consecuentemente, con el hecho narrativo.

Podemos esbozar, por lo tanto, que ese sentimiento de arraigo es una de las bases

para la aparición de ciertas formas de expresión escrita autobiográfica. Los casos que

hemos visto aportan una visión de cómo el lugar de nacimiento o de desarrollo se

incorporan a la propia vida de manera que la formulación de este espacio en la escritura

se hace imprescindible y se connota de manera notable.

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2.4.3.4.- El espacio metonímico

Por otro lado, ciudad y protagonista, a menudo, se sienten identificados. Una de

las apariciones habituales de la ciudad en los textos autobiográficos es la del espacio

personificado. La ciudad representa, no a sí misma, sino a sus habitantes o sus gentes. A

menudo, incluso el autor puede referirse a ella de manera personal, reflejada en una

especie de personaje que pulula por las páginas del texto. Esto es lo que hace Galdós en

sus memorias (1975: 35):

¿Qué tendrá Madrid, que está tan cabizbajo y cariacontecido? Parece que

una gran desgracia le amarga, o que una nube siniestra, preñada de tempestades,

amenaza con descargar sobre su cabeza todo un arsenal de rayos, centellas y

demás proyectiles atmosféricos?

Esta manera de reflejar la identidad de la ciudad se da en mayor medida cuanto

mayor es la relación personal y de conocimiento que el autor posee. El caso de Galdós

es significativo porque su vida en Madrid fue, también, generadora de espacios

novelísticos. Esta relación personal con la ciudad es tan profunda que no duda en

referirse a ella de la siguiente manera (1975: 36): “Todas las funciones orgánicas de ese

señor grave y juicioso que se llama Madrid están alteradas”.

Este extremo de identificación metonímica es común entre la autobiografía y la

novela. Sin embargo suele darse, a menudo, un proceso de conocimiento e

identificación. Por ello, suele ocurrir el proceso contrario, el de cosificación. Dionisio

Ridruejo, en sus memorias recientemente publicadas, explica esto mismo refiriéndose a

Madrid (2007: 111):

Bueno; aquello era un Madrid escenario, o más bien un Madrid cosa y no

propiamente un Madrid pueblo, si se salvan las tres o cuatro referencias sociales

a las que acabo de aludir.

Sin embargo, la cuestión de la relación entre el personaje y el espacio urbano no

es baladí. Normalmente, los diferentes géneros implican diferencias de expresión

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narrativa. En el caso de las memorias, la ciudad tiende a aparecer desdibujada en

muchas ocasiones y perfectamente descrita en otras. La cuestión de la memoria hace

que no exista mucha diferencia entre el signo en la novela y estas memorias. La

expresión de esta duda es, a menudo, literal. Volviendo a Ridruejo (2007: 99), la

recreación de algunos espacios urbanos se ve teñida de una ficción involuntaria:

Nos alojamos en un hotelito de categoría media que estaba y seguramente

sigue, en la plaza Mayor: El hotel Victoria. Recuerdo un comedor abovedado,

con pinturas. El balcón de nuestro cuarto daba a la calle enfrente de la iglesia de

San Miguel. ¿Es verdad que vi el incendio que se comió la cubierta de esa

iglesia y consumió buena parte de su tesoro interior? (…) Si no es real este

recuerdo, será que se han superpuesto las imágenes.

Pero, lo que es más. Incluso en los casos en que esto es fácilmente verificable, el

propio autor reniega de esta posibilidad para dejar la ficción fluir en el texto: (2007: 99-

100):

Para ponerlo en claro me bastaría leer la crónica local. No merece la

pena. En mi memoria están los tizones volantes, el toque de las campanas a

rebato y el crecimiento de las llamas.

Luego, la relación memorística de los hechos narrados no supone su certeza; es

más, incluso esta certeza es, a menudo, rechazada por motivos más o menos

sentimentales. Por todo ello, el espacio urbano, y el espacio en general, guarda, también,

un valor de signo muy similar al de la novela y otros géneros de ficción.

2.4.3.5.- La ciudad recién nacida: el campo y la ciudad

Es habitual, y depende de innumerables factores que van desde la perspectiva

personal a las modas estéticas literarias, la aparición de la dicotomía o dialéctica entre la

preferencia entre el campo y la ciudad. Diríamos que es casi generalizado. Si seguimos

con Ridruejo, la permanente referencia a Madrid y la capitulación de las memorias en

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puros viajes de ciudad en ciudad, se rompe, sin embargo, con su declaración acerca de

Ronda (2007: 407): “La tierra es inagotable y nada alimenta tanto la imaginación como

verla cambiar con las estaciones. (Por eso en las ciudades me seco)”.

Esto es lo que dice Ridruejo, pero los casos son innumerables. Baroja no entiende,

por poner el caso contrario, la obsesión literaria por el campo. En la tradición

autobiográfica, podemos encontrar la dualidad campo-ciudad en muchas ocasiones. Los

diarios de Andrés Trapiello son también un buen ejemplo de cómo se trata de oponer el

campo representado por sus estancias en Extremadura, pintado como una suerte de

paraíso rural, frente a la ciudad de Madrid que no está, sin embargo, teñida de matices o

connotaciones negativas. Veremos más adelante cómo la figura del flâneur u observador

íntimo de los espacios urbanos tiene mucho que ver con esta dualidad en la que no

hemos de considerar al habitante del espacio urbano sólo como un habitante que vive la

ciudad plenamente, sino como un escrutador de costumbres y vidas que se mantiene a

una prudente distancia de ella. Esta ha sido la reacción de Baroja, como explicábamos

anteriormente. Sus salidas son también las de un espectador que trata de contemplar la

vida más como un investigador que como un habitante integrado en el entorno. En La

dama errante, novela en la que se incluyen episodios autobiográficos narrados también

en Desde la última vuelta del camino, se describe una salida por Gredos que

analizaremos en la segunda parte de este estudio. Adelantaremos, sin embargo, cómo

Baroja rebasa los puros límites de la descripción para adentrarse en las costumbres

rurales como un crítico de las costumbres rurales que tacha de bárbara y salvaje. Pero

también reconoce cómo en los primeros años del siglo XX español aparece un deseo de

viajar que nace de una cierta novedad de costumbres en la sociedad de las grandes

ciudades del momento, como Madrid.

Así, Baroja (1997: 650) reconoce que:

Comienza a haber un deseo relativo de conocer la tierra donde se vive y cierto

afán por viajar; no hay ese prestigio único de París, y se siente afición al campo, a las

excursiones, a los viajes pequeños y a las ciudades de provincia.

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El interés por el campo se podrá reconocer más ampliamente en otros autores de

los primeros años del XX, sobre todo en Unamuno o, más aún, Azorín o Machado.

Parece obvio sospechar que esa contraposición comienza en el momento en el que

la ciudad empieza a ganar protagonismo en la vida intelectual y afectiva de sus

habitantes. Y esto comienza a suceder en el siglo XIX, fundamentalmente, aunque ya

apunta esta tendencia en los ilustrados del XVIII. Cuando Julián del Casal escribe la

siguiente carta no está dando una opinión personal sobre la vida en el campo, sino una

presuposición estética derivada de la influencia que la gran ciudad ha ejercido sobre él y

su vida libresca (1982: 82):

Hace unos días que llegué del campo y no había querido escribirle porque

traje de allí muy malas impresiones. Se necesita ser muy feliz, tener el espíritu

muy lleno de satisfacciones para no sentir el hastío más insoportable a la vista

de un cielo siempre azul, encima de un campo siempre verde. La unión eterna

de estos dos colores produce la impresión más antiestética que se pueda sentir.

Es a partir de los movimientos y las actitudes finiseculares (el propio Julián del

Casal, los poetas malditos, la bohemia de las grandes ciudades…) cuando la ciudad

comienza a tener espíritu, o, en palabras de Borges, “autobiografía”. Y comienza a

definirse por oposición al campo, por oposición a las pretendidas esencias estéticas y

espirituales que la vida rural venía trayendo desde la tópica y la retórica clásica que se

perpetúa en el Beatus Ille horaciano y todo el Siglo de Oro español (1963: 131-132):

Yo afirmo que solamente los países nuevos tienen pasado, es decir,

recuerdo autobiográfico de él; es decir tienen historia viva. Yo no he sentido el

liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas

que las higueras y sí en Pampa y Triunvirato, insípido lugar de tejas anglizantes

ahora, de hornos humanos de ladrillo hace tres años.

Podemos pensar, pues, que fue el siglo XIX el que modifica este sentimiento y lo

convierte en oposición. No es ya posible considerar una compatibilidad entre campo y

ciudad, si no es como una concepción histórica, como un recuerdo de la pasada belleza,

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como una imagen de la muerte. Y ha de ser por esta razón por la que los autores

simbolistas verán integrarse ambas en las pequeñas ciudades frente a las grandes

capitales, los que entenderán que el viejo concepto de ciudad está muerto, que los

conceptos sociales burgueses que habían dado lugar al viejo espacio urbano ya,

simplemente, no existían. Si la ciudad se había comportado como una suma de intereses

sociales establecidos en clases, donde cada uno tenía su lugar establecido

históricamente, la nueva ciudad emerge como una oportunidad estética, como un

verdadero “espacio” que puede ser modificado y recreado sobre unos conceptos éticos

nuevos. Las “ciudades muertas” se opondrán, definitivamente, a las “ciudades”.

A este respecto es muy interesante la obra de Álvaro Salvador, quien ha recogido

el verso de Julián del Casal para dar título al libro: El impuro amor de las ciudades.

En él se hace un recorrido por la aparición del nuevo concepto de ciudad que nace

con el modernismo, fundamentalmente con el modernismo hispanoamericano. Según

Salvador (2007: 19):

El espacio urbano es uno de los ingredientes más novedosos y decisivos

que la modernidad introduce en la lógica interna de la literatura y el arte

finiseculares.

La disolución de la ciudad antigua tendría como modelo la nueva fisonomía de la

ciudad de París, que, al fin y al cabo, termina por ser el referente urbano de todos estos

autores modernistas. La ruptura con la vieja ciudad será experimentada en el nuevo

urbanismo y abrirá la puerta a un nuevo modo de ver y vivir el espacio en torno: la

mirada del denominado flâneur, cuya primera experiencia vendrá de la mano –del ojo-

de Baudelaire. Pero esto lo estudiaremos algo después. Sobre este punto, Álvaro

Salvador opina lo siguiente (2007: 29):

La revolución experimentada por las ciudades europeas e

hispanoamericanas a finales de siglo, según el modelo que proporcionó

Haussmann y sus reformas en el centro de París, demoliendo la ciudad medieval

y abriendo grandes redes viarias en forma de bulevares, supondrá una nueva

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geografía para la mirada atenta del artista y un nuevo lugar de relaciones –

asimismo nuevas- para su capacidad de percepción e interpretación del mundo

exterior.

Y si esta repercusión será grande para la poesía o la novela, igualmente

importante, si no más, lo será para la escritura autobiográfica por cuanto estas

modalidades reflejarán con especial énfasis la importancia que tiene el nuevo espacio

recién nacido para el autor y su obra.

Quien se ha ocupado también de estos aspectos, desde un punto de vista

sociológico ha sido Georg Simmel. En diferentes artículo y libros como El individuo y

la libertad (1986a) o Las grandes ciudades y la vida intelectual (1986b) Simmel explica

el cambio de mentalidad que se produce en la sociedad del siglo XIX en torno a las

transformaciones urbanas y la oposición a la ciudad. Ve en las grandes ciudades

europeas (fundamentalmente en Berlín) la nueva forma de organización que marcaría

los procesos sociales durante y tras el fenómeno de la industrialización. Destaca las

distinciones entre campo y ciudad como los elementos en torno a los que se habían

venido estableciendo las descripciones de los dos modelos de sociedad que se

corresponderían con formas contrapuestas de organización. Las grandes ciudades se

opondrían a las ciudades más pequeñas, de las que nos ocuparemos después, que,

durante el siglo XIX –y en el siglo XX aún en España- mantendrían aún formas de

organización “comunales”. Conceptos como anonimato, individualización, libertad,

secreto, superficialidad… se le irán añadiendo a las connotaciones urbanas frente a los

contrarios de las formas de organización rurales. Y, por lo que interesa a nuestro estudio

sobre autobiografía y espacio urbano, es interesante destacar cómo ese concepto de

anonimato y secretismo irá organizando el pensamiento de los autores del XIX, de

manera que la gran ciudad será percibida, paradójicamente, como el modelo de espacio

íntimo. Porque las repercusiones que tiene el anonimato en la gran ciudad son

absolutamente diferentes que las relaciones que se producen en la ciudad pequeña

(1986: 253):

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La actitud de los urbanitas entre sí puede caracterizarse desde una

perspectiva formal como de reserva. Si al contacto constantemente externo

con innumerables personas debieran responder tantas reacciones internas como

en la pequeña ciudad, en las que se conoce a todo el mundo con el que se

tropieza y se tiene una relación positiva con cada uno, entonces uno se

atomizaría internamente por completo y caería en una constitución anímica

completamente inimaginable. En parte esta circunstancia psicológica, en parte

el derecho a la desconfianza que tenemos frente a los elementos de la

vida de la gran ciudad que nos rozan ligeramente en efímero contacto, nos

obligan a esta reserva, a consecuencia de la cual a menudo ni siquiera

conocemos de vista a vecinos de años y que tan a menudo nos hace parecer a

los ojos de los habitantes de las ciudades pequeñas como fríos y sin

sentimientos.

Por lo tanto, puede parecer paradójico que la gran ciudad haya generado interés

autobiográfico como espacio de lo autónomo y lo personal, cuando, en realidad, es el

verdadero lugar de reflexión interior y de espacio de intimidad.

¿Sería pensable una narración auténticamente autobiográfica en el marco de las

relaciones sociales de una ciudad pequeña? De hecho y, con respecto a este último

extremo, podemos acercarnos a un buen número de casos en los que ha dado lugar a

novelas en clave o narraciones más o menos crípticas en las que se puede distinguir

material autobiográfico tras el disfraz de los pseudónimos o la modificación de los

lugares. Este es el caso, por ejemplo, de la novela de Óscar Esquivias El suelo bendito

(2000), en el que se plasma la ciudad de Burgos y algunos de sus personajes bajo

apariencias que permiten intuir la vida y pecados de la ciudad y sus ciudadanos, pero

impide percibirla como una auténtica narración autobiográfica. Si el autor se siente

comprometido en la historia de manera que esa implicación pueda romper el equilibrio

social de una sociedad tradicional, la autobiografía se camufla bajo otras apariencias. La

gran ciudad, ocultando al autor en la multitud, favorece la materia autobiográfica.

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2.4.3.6.- Las sensaciones en el espacio y el lirismo

Luego está aquel espacio descrito, no ya por los lugares, sino por las sensaciones

que se despiertan en él. El recuerdo de las impresiones producidas por un lugar

determina la participación del espacio en la narración. La descripción a posteriori de un

lugar supone una evocación, por lo que la recuperación de ese espacio estará siempre

condicionada por connotaciones producidas por el momento, el propio momento vital o

las sensaciones que éste produce.

Es un caso singularmente importante en autores de finales del XIX, principios del

XX. Josep Pla lo hace habitualmente en su Cuadern gris. En esta obra, los espacios se

reflejan, habitualmente por las sensaciones que han dejado en el autor (2001: 57):

En aquella época [Palamos] era una población de marineros y

navegantes. Se parecía a cualquier población de la costa de Génova. Olía a

hierbabuena si os volvíais al lado de la tierra y a marisco si os encarabais con el

del mar.

Las descripciones sensitivas se repiten a lo largo de las memorias del Pla. Y

generalmente, los lugares aparecen siempre bajo el prisma de la impresión, una

impresión que podemos considerar como un momento más lírico que narrativo (2001:

73):

El mismo color que tienen las conchas: es el aire del mar del golfo de

Rosas; en primer término, el Petit Empordà es como una miniatura dibujada,

precisa.

Estas exaltaciones líricas provocadas por la contemplación del paisaje suelen tener

una intención autobiográfica. El señalamiento más o menos poético del espacio es, no

ya la descripción del lugar, sino la identificación del yo que contempla y aporta al

lector, no sólo una impresión sobre el lugar, sino también sobre el autor, a la vez que

literaturiza el texto autobiográfico. En el caso de Pla, estos momentos son generalizados

y el propio autor lo explicita en algún momento (2001: 524):

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Al llegar a la estación, dejo el equipaje en la consigna y por la calle del

Progrés llego al Pont de Pedra. Al llegar a este puente, enciendo un cigarrillo y

tengo la sensación de adquirir un aire de embobado definitivo. Siempre me pasa

lo mismo. Me invade una ola de recuerdos, de imágenes, de confusas

reminiscencias y quedo con el espíritu parado y dubitativo.

Algunas obras memorialísticas o autobiográficas pueden llegar a ser,

esencialmente líricas. Son obras escasas, pero tienen su hueco en la historia literaria. El

caso de Juan Ramón Jiménez es interesante en este extremo por cuanto sus escritos

autobiográficos son todos de este tono. Aunque pueda parecer paradójico, es en los

momentos de exaltación lírica en los que juega un mayor papel la ficción. En los textos

autobiográficos hemos de conceder un menor interés realista a las descripciones de

carácter lírico que a las de tono narrativo. No es de extrañar, puesto que el espacio

pierde entonces su valor informativo y gana en valor enfático y subjetivo. Pongamos el

caso de algún texto autobiográfico de Juan Ramón Jiménez, pues, en los que los lugares

tienen, en ciertos momentos, ese valor ficcional. (1997: 139):

Entonces Madrid se aparece en mi sueño, como un Moguer mayor con

muchas torres, lejano, inasequible, misterioso, vacío, digo, con toreros y

anarquistas, y en una fonda de una calle muy grande.

El espacio cobra en las memorias mayor interés cuando éstas reflejan la formación

del escritor.

E incluso podemos encontrar cierto tipo de poesía descriptiva como la que

practicó Baroja en su obra Canciones del suburbio36. El espacio urbano de Madrid

aparece retratado en detalle a partir de poemas que recuerdan las canciones tradicionales

que se cantaban en la época en sus calles (1999: 1301):

El alto de las Vistillas

Tiene sus días de lujo,

En que se colocan puestos

36 Baroja lo explica en sus memorias. (1997: 649): “En el libro mío Canciones del Suburbio hay un romance descriptivo sobre las Vistillas, que comienza así”. Cito textualmente desde Baroja (1997).

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Con sus opulentos frutos

De sandías y melones

Avellanas e higos chumbos

2.4.3.7.- La contraseña de los solitarios: imágenes de la ciudad íntima

Que la literatura íntima forma un código implícito lo ha explicado ya Romera

Castillo en varias ocasiones. Este hecho de considerarla como un “código implícito” que

permite crear y recibir un texto nos lleva a considerar que toda autobiografía es un tipo

que se incluye dentro del caudal de la escritura autobiográfica. No toda escritura

autobiográfica es, necesariamente, literaria o literatura, de la misma manera que no

podemos considerar que sólo la literatura autobiográfica compone el género entero de la

Autobiografía.

La autobiografía es, venimos diciendo, un tipo dentro de la escritura

autobiográfica con gran contenido referencial, en la que el escritor deja huellas

indelebles de sus vivencias (2006: 263):

Mientras que en los que denomino relatos (o textos) autobiográficos de

ficción (San Manuel Bueno mártir, de Unamuno, Consagración de la

Primavera, de Alejo Carpentier, en novela; parte del Libro del Buen Amor, del

Arcipreste de Hita, en poesía; Así que pasen cinco años, de Federico García

Lorca, en teatro) el autor mezcla fragmentos de su vida con lo imaginario.

Por todo lo anteriormente expuesto, debemos incorporar a los textos

autobiográficos a aquellos textos poéticos que pueden considerarse como tales,

independientemente de que todo texto lírico abunda en la literatura del yo, de manera

más o menos referencial37.

En estos casos, también podemos tratar la visión del espacio como un lugar

metonímico, al igual que hemos visto en textos anteriores. Bien es verdad que en los

textos líricos es susceptible de ser considerado como un integrante más de la visión 37 Propone José Romera Castillo (2006: 264) la obra de Cernuda La Realidad y el Deseo como libro autobiográfico en forma de poesía lírica, de todo lo cual dejó constancia el propio Cernuda en su obra Historial de un libro, incluido en la edición de su Prosa Completa (Barcelona: Barral, 1975)

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personal que el propio autor ejerce sobre sí mismo. No es, pues, un marco, ni un simple

ejercicio metonímico que refleja la identidad. Puede ir desde el tratamiento simbólico de

algunos rasgos personales hasta el carácter metafórico (también simbólico) de miedos,

angustias… En el caso de la obra de Cernuda, el espacio ocupa no poco interés. El

propio poema que da título a la obra Donde habite el olvido, insiste de forma anafórica

en el concepto de espacio a través del adverbio “donde” y otras marcas gramaticales.

Hay numerosos textos líricos de corte autobiográfico en los que la ciudad recoge,

de manera simbólica, el ideario personal y sentimental de sus autores. Cuaderno de

Nueva York (1998), de José Hierro sería una de estas obras. Un buen número de poemas

de Machado, fundamentalmente aquellos que tratan de Soria tras la muerte de Leonor.

Algunos poemas de Gerardo Diego sobre Santander… Sería innumerable el caudal que

hallaríamos de poetas de provincias que han dedicado páginas sin cuento a sus ciudades

o lugares.

Estos espacios íntimos suelen tener correlación con ciudades muy próximas

biográficamente, pero pueden tener una relación meramente psicológica o tangencial, si

bien el vínculo entre una y otro suele responder a criterios de proximidad que el libro se

encarga de resolver.

Incluso podemos encontrar que la ciudad se convierte en una mera expresión de

sentimientos íntimos que se ocultan en ella. Así le ocurrió a Larra cuando, nombrado

diputado por Ávila utiliza literariamente la ciudad como mera excusa para tratar de sus

amores con una mujer casada allí, Dolores Armijo. Cuando se relata su viaje a la ciudad

en el Boletín Oficial de la Provincia de Ávila del día 19 de febrero de 1936, se hace en

estos términos:

Acaba de regresar a Madrid don Mariano José de Larra, redactor del

Español, que ha permanecido en esta ciudad algunos días. El objeto de su viaje

ha sido puramente artístico: el gran número de conventos que había en Ávila y

de los cuales se han cerrado la mayor parte por las últimas disposiciones del

Gobierno, así como las varias antigüedades que conserva esta capital, han

podido llamar la atención de este joven literato.

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Pero, como bien explica Ruiz Lagos (1967: 52), “pensamos que el interés

puramente sentimental que guió a Larra a la ciudad fue cediendo, ostensiblemente, ante

la posibilidad de ver logrado su ansiado sueño político”. En estos casos, las referencias

íntimas a la ciudad suelen esconder recordatorios o referencias que no tienen a la ciudad

como punto de interés.

2.4.3.8.- La autobiografía es una écfrasis y el espacio ha vencido a la palabra

Ut pictura poiesis, según Horacio. La frontera entre pintura y poesía es muy sutil

para muchos signos y se han relacionado mutuamente, de manera que podemos

encontrar infinidad de poemas que tienen como referente o como inspiración algún

cuadro. En un sentido amplio podemos definir la écfrasis como una representación

verbal de una representación visual. El espacio va a aparecer definido por su exclusión,

por la intrusión de un segundo lugar que media entre autor y ese mismo espacio.

En la autobiografía pasa algo parecido y son muchas las modalidades

autobiográficas en las que el ejercicio ecfrásico recupera las imágenes para convertirlas

en un juego verbalizado en el que las sensaciones, las impresiones nos vienen de

segunda mano, de segunda mirada. Hay algún ejemplo de ello. La autobiografía de

Nabokov es uno. Nabokov en Speak, Memory, que podemos considerar como una

novela autobiográfica o, al menos, de corte autobiográfico, imagina entrar en un

cuadro. Estas rupturas semióticas son habituales en otras artes como el cine y podemos

recordar La rosa púrpura del Cairo, de Woody Allen en las que el protagonista salta la

pantalla. No son rupturas narrativas, sino rupturas semióticas y ontológicas. El recuerdo

de una fotografía antigua no proporciona un elemento de recuperación de la memoria,

sino una reconstrucción de un espacio a través de ella, una ruptura del marco semiótico

de la narración autobiográfica mediante el cual se rompe el proceso de representación

de la realidad: la fotografía es real, pertenece a nuestro mundo, pero la descripción

autobiográfica a partir de ella convierte lo narrado en ficcional por la ruptura de ese

marco semiótico y ontológico.

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En estricto sentido, algunas autobiografías recurren a estas rupturas ecfrásicas

para reflejar cómo era el autor en la época pasada. Un buen ejemplo es el de González

Ruano (1979: 89):

Tengo un retrato de entonces, de cuando podría yo tener eso: diecisiete o

dieciocho años. Por detrás, el retrato está apasionadamente, ingenuamente

dedicado a una mujer. Esa mujer me lo debió de devolver con mis cartas. Mi

madre guardaba el retrato y me lo ha dejado. ¿Ese barbilindo soy yo?

En este texto, bajo el expresivo título “Epílogo del primer tiempo ante un retrato

de entonces”, modifica incluso el marco narrativo al devolverle al retratado la tercera

persona y convertir al yo en otro, de manera que el autor se distancia de sí mismo a

partir del écfrasis (1979: 91):

Sin embargo, este muchacho, aunque desordenadamente, leía. Leía todo

cuanto caía en sus manos, comprado, prestado o afanado (…). Y este

muchacho, por sendas no muy profundas, sino estrictamente literarias, leyó las

Memorias del Marqués de Bradomín.

Pero no sólo podemos referirnos a la obra pictórica. Porque las referencias

cinematográficas son muchas, como en el caso de los poetas que se denominaron

“novísimos”. Queremos decir, con todo esto, que la mirada hacia uno mismo puede

realizarse a través de procedimientos de écfrasis, de relato verbal de la imagen. Porque

la forma de mirar que ha caracterizado a una determinada época ha explicado los

valores tradicionales de ese momento. La écfrasis se ha vinculado a un modo barroco de

entender la realidad y los poemas ecfrásicos como una de las características de la poesía

del siglo XVII. Pero fue también abundante durante la poesía del siglo XX, en poemas

de, por ejemplo, Guillermo Carnero o Luis Antonio de Villena.

Las modalidades autobiográficas suelen recurrir a intermediarios visuales y cabría

preguntarse, en último extremo, si no sucede el fenómeno de que toda autobiografía sea

una concepción verbal de una serie de imágenes reflejadas en la memoria. Al fin y al

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cabo, la literatura tiende hoy a ser profundamente visual, a mostrar la narración en

fundamentos visuales, casi cinematográficos, hasta el punto de que muchos textos

narrativos de ficción nacen con la pretensión de ser llevados a la gran pantalla.

La hiper-visualidad del mundo cultural que nos rodea hoy está, también,

involucrando a las diferentes formas culturales. Hay quienes han anunciado el fin de la

poesía en la forma en que la conocemos: en un lenguaje de palabra débil, de

significantes vacíos que no remiten a nada que pueda ser concretado

convencionalmente, la poesía se ha cerrado en fórmulas caducas que se repiten hasta la

saciedad. Poetas locales que no contemplan el final de la palabra en su formulación

lírica se empeñan en repetir tópicos de belleza que a nadie le explican un mundo

conocido. El discurso metafísico, la formulación de lo espiritual, de la definición

ontológica de la belleza como “reflejo de lo perfecto” nos dejan hoy fríos. La identidad

del autor ha quedado expuesta a esta debilidad lírica que no es capaz ya de hacernos ver

la intimidad y la reflexión sobre el mundo. Los poetas se afanan por incorporarse a la

vieja guardia de vates que, a la manera romántica, buscan la gloria y la inmortalidad

cuando la primera se ha convertido en un mundo efímero vinculado a la velocidad de

los cambios comunicativos, y la segunda ha desaparecido, directamente, de la

epistemología contemporánea. Estas opiniones son mantenidas por Fernando Rodríguez

de la Flor en su interesante ensayo Biblioclasmo. Por una práctica crítica de la lecto-

escritura (1997). La poesía haría cobrar un especial sentido al mundo, sentido que se

habría perdido en la actualidad (1997: 218):

La poesía, por su parte, ha sido, en realidad, una estructura que, bajo el

auxilio medial del lenguaje y del dispositivo retórico, hace cobrar (un) sentido a

la realidad ya transcurrida o bien imposible, soñada. Pero por lo que sabemos de

esta operación, al tiempo mismo que en ella algo queda revelado para la

conciencia, queda también destituido como excluido de la corriente del tiempo

y del espacio, de la vida en sí.

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La poesía tendría, pues, cierta gradualidad de evanescencia de la realidad y, por lo

tanto, una capacidad de trabajo en la memoria, por lo que tenderíamos a involucrarla en

los terrenos del subjetivismo y de la apertura a la interpretación.

Pero si, dicho todo lo cual, entendemos que esa modalidad subjetiva está en trance

de desaparición, si la consideración de la lírica es imposible con un lenguaje feble o

debilitado, si el espacio ha sido, igualmente, desvinculado de la poesía, como la propia

vida, ¿podemos explicar, a raíz de ello, la generalización de la materia memorialística

como fórmula que consigne ese mundo que la poesía ya no es capaz de nombrar?

¿Cómo se explica, entonces, la reafirmación de los géneros autobiográficos como los

diarios o las memorias? La vinculación de la poesía y el mundo, según Rodríguez de la

Flor, se daba a través de los procedimientos retóricos que permitían hacerle cobrar

sentido, o, al menos, un nuevo sentido no conocido. Por decirlo de alguna manera,

aunque seamos capaces de mirar al mundo, somos incapaces de nombrarlo y

Wittgenstein tenía razón al decir que nuestro mundo está limitado por nuestro lenguaje.

Quizá haya que explicar que uno de los cambios que se ha operado en nuestra

concepción del mundo es el de la mirada en torno. Históricamente, se ha comprobado

que el cambio fundamental que se da en el paso de la Edad Media al Renacimiento es,

precisamente la aparición de la perspectiva en el arte pictórico. Lo que había sido

representación multidireccional, en la que muchas formas de contemplar y puntos de

contemplación se superponían, se convierte en la dirección obligada a un punto físico,

dirigido por el autor que impedía la personalización, la subjetividad pública. El pintor

queda reducido a un ojo único que también diluye al espectador en la obra. Esto llegará,

claro está, casi hasta nuestra edad contemporánea, intensificado por la visión

monocéntrica cartesiana que enfoca el mundo todo en la visión y explicación interior.

Quizá sólo sea la estética barroca la que rompe esta tendencia a base del exceso,

mediante la acumulación y la búsqueda de una mirada “frágil”. Como señala Martín-

Estudillo, (2007: 145):

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Estamos ante la vindicación de una mirada frágil (…), descentrada,

barroca, en definitiva, que supone una alternativa a la mirada fuerte,

presuntamente natural y acorpórea del perspectivismo cartesiano.

La contemplación de la perspectiva se filtrará a otras concepciones y

convenciones sociales. La ciencia, la literatura… no resistirán la llegada del nuevo

método. La mirada del espacio circundante se convertirá en la nueva manera de explicar

el mundo.

Mieke Bal explica la visualidad en torno a dos expresiones que nos definen sendas

maneras de mirar el mundo. Una primera forma sería aquella en la que se da un

ocultamiento de quien mira y supone una naturalización en la forma de presentar la

mímesis. A esta forma la denomina Bal “gaze”. La otra opción es la de aquel que sí

interviene y actúa de mediador entre el mundo y aquel a quien se le relata, que recibe el

nombre de “glance”. Los procedimientos ecfrásicos no están, necesariamente,

circunscritos a uno de los dos medios de explicación visual, aunque tendemos más a

distinguir fórmulas de “gaze” en ellos, por lo que supone de intercepción de un medio

entre el contemplador-transmisor y el mundo. Pero no siempre es así, porque ningún

tipo de mirada es totalmente aséptica, ni siquiera la que pretende no intervenir en el

mundo y se quiere limitar sólo a transmitir objetivamente desde su puesto de

observador, una presentación natural de la mímesis.

En una narración de cualquier tipo, incluida la autobiográfica, la percepción

espacial viene dada por cualquiera de las dos perspectivas. La narración ficcional

parecería mostrar el mundo desde una mirada átona, no involucrada. Pero no es cierto.

Ni siquiera que la poesía tuviese esa concepción más subjetiva y menos atenuada de la

presencia autorial, pues incluso en ella podemos apreciar procedimientos ecfrásicos que

diluyen al autor, por no hablar del ya mencionado desenfoque barroco de la perspectiva

tradicional. Incluso, yendo mucho más allá en nuestras apreciaciones, podemos

considerar que la poesía contemporánea ha abandonado las perspectivas tradicionales

para ni siquiera saber interpretar lo que ve. Fernando Rodríguez de la Flor, apocalíptico

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en su percepción, pero afinado en su análisis, expresa esta primacía de la contemplación

frente a la creación poética, de manera que los dominios de la poesía han quedado libres

para otros géneros, o simplemente olvidados para el mundo de la creación artística

(1997: 146):

Reintegrado al dominio de lo real, de lo espectacular y aun masificado, el

poeta, con su trabajo, (re)produce, pero ya no crea. Llevado de la mala

conciencia de venir a ser el agente de una pérdida, el lugar donde se señala un

déficit, el artista verbal agita hoy todavía un girón de su bandera metafísica

(…). Todo en vano, su voz es absorbida, reconducida hacia una suerte de

espacio espectacular, de escena de representación donde desempeña, junto con

otros lenguajes técnicos de rara proveniencia –espiritismos, legiferaciones,

desechos de lenguajes ritualizados, latines papales…-, un papel predeterminado

en la economía discursiva.

Perdida la autoridad del poeta para dar al lector un asidero ontológico y

metafísico, y, cuando la novela está derivando a una suerte de mercantilismo donde la

escritura pseudo-historicista aporta escasa relevancia literaria al discurso, la

autobiografía está adquiriendo un valor sólido merced a ese pacto lejeuniano que nos

lleva a identificar al autor con el narrador y con el personaje y a todos ellos con el

mundo narrado. El espacio en la autobiografía se presenta con una autoridad que no es

capaz de dar la lírica que ha dejado de fundar simbólicamente “otros mundos”.

Por otro lado, hay una diferencia textual que afecta a la autobiografía y no a otros

procesos narrativos, como la novela o el cuento. Podemos asegurar con cierta claridad

que la materia sobre la que trabajan los textos (aparentemente) de ficción sería la

imaginación, mientras que los materiales con los que se construye una autobiografía o

un texto de carácter autobiográfico es la memoria. En un texto de ficción no se explicita

en ningún momento ese material, sino que la narración fluye como si el texto fuera

dictado directamente por la historia narrada. Sin embargo, en un texto autobiográfico

suele explicitarse siempre la referencia a la memoria como generadora del texto, de la

palabra escrita. Y esta memoria suele aparecerse en forma de imágenes, de manera que

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el texto opera sobre una serie de imágenes ya fijadas, a la manera de textos icónicos que

están por desentrañar y que se presentan como imágenes brumosas. Son muchos los

textos memorialísticos que podemos aportar como ejemplo. Luis Antonio de Villena

(2004: 15) recuerda sus años de infancia como imágenes a través de la niebla:

Me parece recordar –la angustia también es brumosa o crea bruma- que

para que los padres tuvieran una primera idea de lo que era un campamento de

la OJE (o llanamente porque se hacía así) nos mandaron formar en la explanada

de la estación.

Y casi como cierre del libro se reúnen visión e imaginación en una única

expresión de certeza autobiográfica (2004: 252):

Vida extraña que te vemos ser y existir en nosotros, pero que te escapas

sin hacerte. ¿Si te sentimos real, pues te vemos e imaginamos, quién o quiénes

hacen que no te atrapemos nunca?

Quizá una de las expresiones más brillantes a este respecto aparece en los diarios

del húngaro Imre Kertész (2002: 101) quien define esas imágenes de la memoria como

una metáfora:

Los recuerdos son como perros abandonados, vagabundos, nos rodean,

nos miran, jadean, aúllan alzando la vista a la luna; querrías ahuyentarlos, pero

no se marchan, te lamen ávidamente la mano , y cuando les das la espalda, te

muerden…

Las imágenes del verano pasado parecen apuntes escritos en las hojas que

caen de los árboles y revolotean ante mi ventana impulsadas por el viento.

Las diferentes modalidades autobiográficas están recomponiendo un éxito

insospechado porque todos somos capaces de comprender, en nuestro propio imaginario

vital, que todo recuerdo es, en sustancia, un álbum de imágenes, “un montón de

imágenes rotas en las que da el sol”, como decía T. S. Elliot. Y entra dentro de nuestro

modo contemporáneo y posmoderno de acercarnos a la comprensión de nuestro mundo,

icónico y visual, frente a la pura palabra, y acceden a nosotros a la manera de

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representaciones ya trabajadas por la particular retórica de la memoria y el olvido, es

decir, de la ficción. Por ello, toda autobiografía es una construcción ecfrásica.

Pongamos el ejemplo de Caballero Bonald, que abre Tiempo de guerras perdidas

buscando el imaginario de la infancia a través de una estampa visual (1995: 7):

Las fronteras de la infancia suelen coincidir con las del verano. Yo, al

menos, nunca he logrado situarlas de otra manera en el territorio general de la

memoria, como si lo más notable que me hubiese ocurrido cuando era niño

permaneciera enmarcado en un campo estival o en una playa radiante de la

Andalucía atlántica o en los tórridos atajos callejeros de Jerez. Las otras

imágenes infantiles, por muy copiosas que sean, perseveran en la evocación

dentro de un relieve mucho más desviado y una tonalidad muchos menos

acusada.

Las diferentes modalidades autobiográficas son capaces de fundamentar el mundo

que el lector busca en la narración porque es capaz de aportar un trasfondo de aparente

verdad. Pero también porque el autor habla desde la experiencia de lo vivido, y el

lenguaje parece haber instituido una fortaleza de la que carecen otras expresiones

verbales. La experiencia del mundo se narra con autoridad física y evita la expresión

autónoma, desvinculada de asideros de verosimilitud. Incluso aquellos textos de tono o

carácter autobiográfico que pretenden adentrarse en los terrenos de una experiencia

metafísica o religiosa más o menos profunda vienen precedidos de la autoridad de una

vida marcada por el éxito literario, académico o, simplemente, personal. El caso más

evidente es el Diario Personal de Miguel de Unamuno.

2.4.3.9.- La ciudad retórica: topografías del vacío

Fenómeno barroco de consecuencias posmodernas. La definición del tiempo y sus

consecuencias espaciales son, en gran parte, la herencia de una tradición barroca que ha

llegado a nuestros días. La percepción del porvenir ha definido los períodos históricos y

la mentalidad intelectual de sus escritores. Es a partir del siglo XVII y la consideración

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del vacío como entidad física a tener en cuenta cuando el hombre barroco acepta la

posibilidad de un futuro muerto o inconsistente. El horror vacui, la vanitas, el memento

mori… no son sólo recuperaciones de tópicos clásicos, sino reflejo de la percepción

negativa que el tiempo y el futuro engendran en el pensamiento de la época.

Y hay síntomas en la escritura autobiográfica de esa idea barroca de la vaciedad

de la vida, una sensación contemporánea de que toda construcción (humana o divina) es

sólo la expresión de esa necesidad de llenar los espacios. Imre Kertész, en sus diarios

Yo, otro, lo explica así (2002: 7):

Si el vacío (mi vacío interior) provoca un sentimiento de culpa, tal vez

me permita sacar conclusiones respecto a lo que es el origen. La angustia

precedió a la creación: el horror vacui es un hecho ético.

Y para Kertész, la esencia de esa descomposición urbana que no es sino su visión

barroca de la ciudad, son las ciudades de Alemania, Munich, Berlín, que, tras la tragedia

del nazismo han resurgido a la manera de un espacio recargado y fútil (2002: 41):

Paseo por Munich. Busco el célebre barrio de Schwabing. No existe;

mejor dicho, lo que existe no es eso (…). Alemania ha quedado devastada tras

la sentencia divina. Estas ciudades, estas calles, todos estos edificios nuevos o

reconstruidos parecen la piel cicatrizada de una enorme herida. Nadie lo sabe, y

lo consideran bonito.

Un breve análisis histórico sobre cómo se va apreciando esta transformación de la

identidad urbana nos aclare algo la formación del signo. Quizá sean las teorías de

Torricelli, quien trata de demostrar la existencia del vacío frente a las comúnmente

aceptadas ideas aristotélicas, las que influyan poderosamente en la mentalidad del

momento y se fundan con esos tópicos. El definitivo influjo de las tesis de Newton, ya

entre el siglo XVII y el XVIII logra que la aceptación de una idea de vacío figure en la

epistemología barroca tras la demostración de que ese vacío forma parte de los modelos

de atracción gravitacional.

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El profundo desasosiego que produce la idea del vacío quedó reflejado en la fuerte

creencia en una idea de la nada que va a impregnar la literatura del momento y que

tratará de ser sofocada, al menos en sus presupuestos estéticos mediante la acumulación

y el exceso. El horror vacui se convertirá en el hipogeo de ese terror a la nada. De esta

manera, nos encontramos con una hiperestesia barroca que apunta al tema de la muerte

y la desintegración del yo en el vacío, y, por otro, la ya mencionada esencialidad

barroca del horror vacui, auténtico modo de ser y pensar del seiscientos.

El pensamiento barroco se halla, pues, dividido entre una idea de lo personal, del

yo, fuertemente arraigada que se conduce hacia la muerte en un permanente flujo y una

disolución del yo poemático en las figuras y los aditamentos estéticos del momento.

Negar ese yo en los textos barrocos sería tan falto de consistencia como pretender ver

autobiografismo en toda la literatura de la época.

Luis Martín-Estudillo encuentra además la vinculación de estos temas con la

poesía española contemporánea, sobre todo en las obras de algunos autores como

Guillermo Carnero o Luis Antonio de Villena. Para Martín-Estudillo, la posmodernidad

recoge esa tradición del horror al vacío por cuanto define un mundo de significantes que

no están hilvanados con un referente (2007: 106):

Existe la percepción de que la posmodernidad es un contexto saturado por

significantes que han perdido su conexión con sus referentes (esa separación entre “las

palabras y las cosas” que Foucault percibía en el barroco), unos referentes que se

tornan espectáculo omnipresente, haciendo de nuevo pertinente una reflexión sobre

cierto horror al vacío.

Esa topografía barroca da lugar a la poesía de ruinas, que hemos de vincular con

la tradición del temor a la muerte y en la que la propia ciudad que ha decaído y refleja el

esplendor pasado no es más que la forma metafórica de la propia identidad, más o

menos mostrada en el poema. Pero trataremos de esto algo más tarde, cuando

estudiemos con algo más de detenimiento el espacio y la poesía.

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Podemos considerar, después de lo expuesto, que el barroco es, con todo, el

momento en el que la identificación del yo con el espacio es más intensa, desde el

momento en que el entorno que es habitado remite necesariamente a las preocupaciones

existenciales que el autor trata de exponer. La mirada que escruta el espacio es,

finalmente, una mirada hacia el interior que devuelve la miseria del paso del tiempo y la

vanidad del mundo. En palabras de Quevedo: “Y no hallé cosa en que poner los ojos /

que no fuera recuerdo de la muerte”. Topografía, bien es cierto que está influida por el

no espacio, por la idea de un lugar que no es lugar, que se muestra carente de sentido

por cuanto es caduco e insustancial. Los cuadros de vanitas, bodegones, los still life son,

pues, reseñas de un espacio que, en último extremo, es la rememoración de la vida

propia.

2.4.3.10.- La mirada del flâneur

Cuando Walter Benjamin escribe acerca de Baudelaire en el capítulo II de su obra

El París del segundo imperio en Baudelaire, está definiendo una figura urbanita, la del

contemplador íntimo de la ciudad, el escrutador de sus detalles que se sitúa dentro y a

distancia de ella. El flâneur es el paseante distraído que deambula mirando todo a su

alrededor. El ejemplo que nos propone Benjamin es, evidentemente, Baudelaire. El

flâneur experimenta, en muchos casos, la sensación de tedio o de spleen –como les

ocurrió al propio Benjamin o a Baudelaire- y tienen la sensación de recoger del entorno

urbano una serie de imágenes que no le pertenece, que van llenando su memoria de un

espacio que no les es propio y que les producen una sensación de abandono, una

frontera entre el yo y lo otro. “Tengo aún más recuerdos que en mil años de vida”, llega

a decir Baudelaire en Las flores del mal. El escritor se halla, pues, como una figura que

vincula el pasado y el presente. Así lo define (2000: 1379):

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La muchedumbre es su dominio, como el aire el del pájaro, como el agua

el del pez. Su pasión y su profesión es la de desposarse con las multitudes. Para

el perfecto vagabundo, para el observador apasionado hay un inmenso goce que

consiste en elegir dominio en el número, en lo ondulante, en el movimiento, en

lo fugitivo y en lo infinito. Estar fuera de casa y, no obstante, sentirse en casa en

cualquier parte (…). Observador, paseante, filósofo, llamadle como queráis. A

veces es poeta; más a menudo se aproxima al novelista o al moralista; es el

pintor de circunstancias y de todo cuanto las circunstancias sugieren de eterno.

El dominio del espacio se produce porque el mundo en torno se contempla como

si él mismo fuera un espejo, de manera que lo descrito termina siendo la imagen que en

él se refleja (2000: 1379-1380):

Cabe también compararlo con un espejo, cuyo tamaño es tan inmenso

como el de la multitud misma; con un caleidoscopio dotado de conciencia, el

cual representa, en cada movimiento, la vida múltiple y la gracia motriz de

todos los elementos de la vida. Es un yo insaciable del no-yo, que, a cada

instante, lo devuelve y expresa con imágenes más vivas que la propia vida,

siempre inestable y fugitiva.

Toda narración termina por ser, esencialmente, memoria, pues el lenguaje es una

cadena de signos que representa la cultura heredada por generaciones y generaciones de

hablantes. En la autobiografía, siempre según Benjamin, la memoria recoge una serie

de datos inconexos que el genio artístico reúne y ordena. La autobiografía sería “la

infancia ordenada a voluntad”.

Luego la escritura del espacio propio no es la pura descripción del lugar, sino la

transformación de éste por la propia voluntad y la mirada distante y ordenadora del

autor. Y hay un motivo evidente para explicar que el arte siempre transforma la realidad

y no la refleja de manera aséptica. Todo reflejo artístico de la realidad es

memorialístico, “mnemónico”, en palabras de Baudelaire. Porque, incluso en la pintura

del natural, existe una mínima sucesión temporal que fija el objeto en la memoria para

imprimirlo después. Y hay que considerar que el espacio no es un modelo, sino un

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signo; que el pintor o el escritor o el autobiógrafo no reflejan el espacio urbano –o

natural- como un mero decorado, sino como un actor más en la historia narrada.

Al igual que Baudelaire, Benjamin gusta de los lugares urbanos concretos,

fundamentalmente los bazares, los mercadillos… como lugar donde los objetos tienen

un valor único e individualizado, donde puede estar a solas rodeado de muchedumbre.

Lugares barrocos, donde no hay lugar para el vacío, donde el horror vacui, la sensación

de absurdo se llena por los objetos que son contemplados de manera indolente.

En la autobiografía española podemos encontrar casos significativos. Quizá los

dos más cercanos a lo que queremos exponer sean los de Gómez de la Serna y Andrés

Trapiello. En el caso de este último, podemos encontrar que las primeras palabras que

abren el prólogo de El gato encerrado son precisamente las dedicadas al Rastro

madrileño, al que ha dedicado un sinfín de páginas en su voluminosa e interesantísima

obra diarística (1998: 9):

Esta mañana tenía el rastro esa grandeza de los días de invierno. Apenas

había amanecido y ya estaban desplegándose los primeros puestos. Todas las

cosas que iban extendiendo sobre la acera parecían oxidadas, chatarra, latón

viejo; hasta los libros tenían algo de escombros.

El autor se involucra en la masa de gente, en los objetos, camina entre ellos y los

escruta como un investigador privado que lo es, incluso, a su pesar. El flâneur no es un

misántropo, no rehuye la vida de los demás -¿podríamos decir esto de Benjamin?- sino

que la vida aparece como una de sus más reiteradas obsesiones (1998: 10):

Yo no soy un misántropo. Me gusta la gente, tengo curiosidad por sus

vidas, me enternecen a veces, me intrigan otras. A un misántropo la humanidad

le importa poco. A mí no. Creo en la vida.

Los ejemplos de la historia literaria del XIX y del XX son muchísimos. Uno de

los más claros es la narración breve de Edgar Allan Poe El hombre de la multitud

(1840). En ella, el narrador se sitúa, cómo no, en una cafetería de Londres en la que

contempla la ida y venida de las masas que se mueven uniformemente, agrupadas en

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sus diferentes clases sociales, que van desde los mercaderes judíos hasta los jóvenes

empleados. Hasta que le asalta la mirada de un anciano y siente la irresistible necesidad

de seguirlo hasta que, cansado, se da cuenta de que es “el hombre de la multitud”, del

que no se puede saber nada y que necesita siempre estar viviendo entre gente de manera

anónima. El tipo baudeleriano le sirve a Poe, sin embargo, para convertir a este hombre

en la “esencia del criminal”, el “tipo y el genio del crimen profundo”. Lo que interesa de

esta narración es descubrir cómo el flâneur tiende a producir un tipo de prosa con

propensiones formales autobiográficas y requiere un “yo” muy poderoso que evita la

omnisciencia y sólo aporta su opinión acerca de lo que contempla, una aportación a la

narración ficcional y autobiográfica de gran calado.

Siguiendo en esta idea primordial de la preponderancia de la visión de la vida

urbana, Ernesto Baltar hace un recorrido por la obra de Walter Benjamin a partir de la

relación de ésta con Baudelaire y llega a la conclusión de que el flâneur es, en realidad,

la reivindicación de la mirada y de la perspectiva autónoma del autor sobre el mundo

(2006: 12):

Frente a los objetos de consumo propios de la producción en serie,

Benjamin como buen coleccionista subraya el valor único casi místico,

irrepetible, sentimental, aurático de los objetos de bazar. Esto nos recuerda a las

cosas que abarrotan el Rastro: “cosas carnales, entrañables, desgarradoras,

clementes, lejanas, cercanas, distintas, cosas reveladoras en su insignificancia,

en su llaneza, en su mundanidad, ¡maravillosas asociadoras de ideas!” que decía

Ramón Gómez de la Serna. El flâneur ama la soledad, pero la quiere y la busca

en la multitud: de cosas, de imágenes, pero sobre todo de gente.

La figura del flâneur en nuestra autobiografía contemporánea también ha dado sus

frutos en estos autores. Está vinculada a la concepción burguesa y a la bohemia de los

autores de la primera mitad del siglo XX. Lo observamos en no pocas obras como las

memorias de Baroja, las de Cansinos-Assens, las de el propio Gómez de la Serna, pero

ha llegado a nuestros días también gracias a los diarios de Trapiello.

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Álvaro Salvador amplia la nómina de autores que encajarían en esta manera

particular de vivir el espacio y que aportan su literatura durante la denominada época

finisecular.

Así, “Constantin Guys por ejemplo, el héroe de Huysmans, Des Esseintes, el

Dorien Gray de Wilde”… son símbolos de esta actitud. Los “poetas malditos” y los

denominados bohemios también entran en esta definición y han de ser considerados

como seres urbanos. La actitud vital de estos autores consiste en hacerse notar

públicamente en un espacio de audiencia máxima, a través y gracias a su extravagancia

como modo de hacerse un hueco privado. Ello es impensable sin el concepto nuevo de

ciudad. Explica Álvaro Salvador (2006: 22):

¿No es ésta una definición de la actitud vital (y moral si añadimos el

componente estético a las consideraciones de Simmel38) de los artistas

finiseculares? Si es así, no sería muy arriesgado aventurar que en la

construcción del espacio artístico de fin de siglo –y, por tanto, también del

Modernismo- la gran ciudad y sus efectos ocupan un lugar central, incluso

imprescindible. Imprescindible incluso para los que la rechazan o para aquellos

que no la viven más que como modelo ideal.

El flâneur padece esa dicotomía que se produce entre el espacio interior y el

espacio exterior. Propone Salvador como ejemplo la obra del cronista mejicano Manuel

Gutiérrez Nájera, en la cual podemos encontrar esa mirada que, a fuerza de dirigirse

hacia un exterior que le consiente su anonimia, vuelve hacia el interior su interés, de

manera que puede “reconstruir el espacio urbano”. Gutiérrez Nájera, siempre según

Álvaro Salvador (2007), vive la desarticulación que existe entre el mundo exterior que

es el que le proporciona el sustento necesario para vivir como periodista, y el interior,

que es el espacio de la creación y del conocimiento, el refugio del arte. Por lo tanto, a

menudo se produce el fenómeno de que el autor sea un flâneur a su pesar. Citamos las

palabras de Nájera desde el texto de Salvador (2007: 127):

38 Se refiere a Simmel (1986b: 247-263).

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He salido a flanear un rato por las calles, y en todas partes, el olor fresco

a lama, el bullicio y el ruido de las plazas y la eterna alharaca de los pitos han

atado mis pensamientos a la Noche Buena. Es imposible que hablemos de otra

cosa.

El escritor mejicano es tan sólo un ejemplo de cómo la sociedad burguesa y

urbana ha encargado a los escritores que sean los cronistas de ese desvanecimiento del

régimen antiguo de la ciudad vinculada al campo y del nacimiento del nuevo espacio

urbano, de manera que la propia vida del escritor sea, en sí misma, el reflejo de ese

nuevo espíritu del espacio. Belem Clark trata de explicar esta delegación de la crónica

urbana en los escritores del momento (1998: 36):

Las necesidades del público determinaron en buena medida la orientación

de las publicaciones, en una ciudad cuya población iba en considerable

crecimiento, que comenzaba a despertar al desarrollo económico y a verse

transformada por vías de comunicación, es decir, “que cambiaba

constantemente”, que necesitaba descubrirse, reconocerse, describirse e

informarse, y que, por lo mismo, otorgó esa función a los escritores.

Todo ello nos conduce al problema genérico que también nos viene ocupando. Si

podemos, en rigor concluir que estos textos son autobiográficos o no. Evidentemente, en

el caso de las obras de Nájera sí podemos hablar de un cierto grado de autobiografismo.

Una de las obras más interesantes sobre la creación de la ciudad literaria, o mejor

dicho, sobre la mirada artística sobre la ciudad es la de Marshall Berman, de inteligente

y literario título, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la

modernidad 39. La obra es un análisis de la aparición, no de la modernidad, sino de la

consideración personal y cultural sobre esa modernidad. Gran parte del libro se dedica,

precisamente a la exposición de cómo esa experiencia se produce a través de la visión

interpretativa del ambiente urbano, fundamentalmente a través de tres ciudades: París,

Nueva York y San Petersburgo. Y, como no podía ser de otra manera, uno de los

protagonistas del libro es Baudelaire. Berman explica cómo fue el propio Baudelaire el 39 Berman, M. (1982). All that is solid melts into air. New York: Simon & Schuster. Manejaremos en este estudio,no la edición inglesa, sino la de Siglo XXI de España Editores: 1988.

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que abrió los ojos a buena parte de los habitantes de París a la contemplación de la

modernidad, fundamentalmente a través de su ensayo El pintor de la vida moderna.

Concepto de modernidad que se opondría a la imagen clásica francesa de la cultura de

anticuario. Lo moderno encierra, empero, una dualidad aparentemente paradójica:

también los viejos maestros tienen su propia modernidad, con lo cual lo moderno no es

sólo lo contemporáneo. Por un lado, lo moderno será lo burgués, los bulevares, los

desfiles de moda; pero por otro, es el artista, el que se considera su propio dios y su

propio dueño, el artista que no participa del ambiente burgués. Esta dualidad es la que

produce la mirada ajena a la ciudad, que contempla, precisamente, esos bulevares

burgueses que comienzan a surgir en París. A esta dualidad la denomina Berman

modernismo “pastoral” y “contrapastoral”. Este modernismo contrapastoral aparece en

muchos textos de Baudelaire, fundamentalmente en aquellos en los que se critica la

modernidad del progreso asociada al arte, por ejemplo en aquellas primeras

manifestaciones artísticas de la fotografía. En el artículo citado por Berman Los ojos de

los pobres, parece señalarse esa dualidad esencial que surge en los primeros momentos

de la contemplación moderna de la ciudad. Básicamente, el artículo señala la oposición

de dos mundos a través de la mirada de una familia pobre que se asoma a una nueva

cafetería en un recién estrenado bulevar de París. El breve artículo señala la paradoja de

la ciudad que emerge en la belleza y el esplendor y, paralelamente, es señalada en su

lujo por la mirada de otra ciudad que le es ajena 40:

No sólo me había enternecido ante aquella familia de ojos, sino que

además sentía cierta vergüenza por nuestros vasos y garrafas, mayores que

nuestra sed. Volví la mirada hacia la vuestra, mi querido amor, para leer en ella

mi pensamiento.

Esta contraposición será la que se va a extender a todas las grandes ciudades

europeas y americanas a partir de aquel momento. Grandes bulevares y avenidas donde

se levantaban viejos edificios de mayor o menor valor histórico, llevando la modernidad

40 No citamos desde la obra de Berman, sino desde Baudelaire, Ch. (2000: 600).

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donde antes había campo o extensiones de viejos barrios. La impresión que causan estas

nuevas estructuras urbanas será enorme porque supondrá un cambio estético y social.

Según Berman (1988: 153):

Los bulevares, al abrir grandes huecos a través de los vecindarios más

pobres, permitieron a los pobres pasar por esos huecos y salir de sus barrios

asolados, descubrir por primera vez la apariencia del resto de su ciudad y del

resto de la vida. Y, al mismo tiempo que ven, son vistos: la visión, la epifanía,

es en ambos sentidos.

Es decir, la imagen de la ciudad se populariza, no se democratiza. Y la influencia

que esto va a producir en el arte cambiará para siempre la imagen previa. Ya nada podrá

mirarse con ojos inocentes, ni por uno ni por otro lado.

Está claro que la visión de Berman es profundamente materialista y que, tras la

pertinente visión baudeleriana esconde también la imagen de la contraposición de clases

que comienza a abrirse paso por esos mismo bulevares (1988: 153):

La presencia de los pobres arroja una sombra inexorable sobre la

luminosidad de la ciudad. El marco, que mágicamente inspiraba al romance,

ahora obra una magia contraria, sacando a los enamorados de su aislamiento

romántico para llevarlos a redes más amplias y menos idílicas. Bajo esta nueva

luz, su felicidad personal aparece como un privilegio de clase. El bulevar nos

obliga a reaccionar políticamente.

Y, por cuanto la mirada se politiza y atiende a descubrir la belleza de lo burgués,

también se obliga a lo burgués a volver la vista a la pobreza, lo cual dará lugar a una

nueva mirada, una mirada triste y culpable. Y, a la vez, un esfuerzo de adaptación al

medio que supondrá nuevas cotas de libertad adquirida. Para algunos, porque la

aparición de los escritores modernistas que transitan estas novedades urbanas también

implica la existencia de escritores “antimodernistas” que buscarán los restos no

modernos de las ciudades (afirmando, indirectamente, esa modernidad).

Lo que nos interesa ahora es, por el momento, dejar sentado cómo esta

modernidad de urgencia se propaga por todos los lugares de Europa antes o después.

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Los deseos de que cada ciudad se “modernice” llega, incluso, a cualquier ciudad de

España, bien es cierto, algunos años después. El primer intento se da en Barcelona, la

ciudad modernista por excelencia. La linealidad se apodera de los barrios y las ciudades,

por pequeñas que sean, comienzan a delinear sus zonas de expansión. Incluso los

centros urbanos de las viejas ciudades de Castilla –Ávila, Zamora…- se remozan para

recibir a los nuevos edificios modernistas por acá y por allá. Toda ciudad pequeña

quiere también “modernizarse”. La imaginación de los arquitectos municipales que

llegan a provincias traen las nuevas mejoras urbanas: avenidas, parques, palacetes

ajardinados… En ciudades medievales se instalan edificios profusamente decorados.

Pero ¿en estas ciudades aparecen estas confusiones modernistas o sólo se muestran

como enormes decorados?

Sólo existe el flâneur en las grandes ciudades, pero la modernidad es ya un

concepto propagado que afecta, como un virus, a las sociedades de media Europa. Esta

imagen de la sociedad que aportan los autores de la época mostrará la dualidad que la

ciudad imprime a sus habitantes, entre los que están, distanciados de ella, los escritores

del momento.

De esos nuevos espacios de libertad, anonimia y privacidad, opuestos a la

novedad urbana permítasenos hablar más adelante, exponiendo el ejemplo de la ciudad

de Ávila en los autores decimonónicos.

2.4.3.11.- El espacio, la vanidad y la muerte

Hemos explicado cómo suelen asociarse determinados espacios simbólicos con el

tema recurrente de la vanidad. Determinadas ciudades que, lejos y opuestas a la

novedad de los espacios urbanos, se convierten en recovecos de pasado que señalan la

vanidad del mundo. La vanidad que evoca Unamuno, sobre todo, pero también

Machado, y que están respondiendo a la vacuidad del lujo y la expresión de la ciudad

burguesa decimonónica. Y este argumento de la vanidad está íntimamente relacionado

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con el tema de la muerte. Celia Fernández Prieto (2005: 49) señala el “carácter

testamentario” de algunas autobiografías, idea que compartimos, si no es que, en todas

ellas late un permanente sentido de transitoriedad que no es otra cosa que la pulsión de

la que trata su artículo. Y, efectivamente, muchas autobiografías, sobre todo las escritas

en el último trayecto de la vida, tienen títulos que así lo atestiguan: Desde la última

vuelta del camino, Automoribundia, Último peldaño de la escalera …que pretenden ser

no pocas veces un auténtico testamento literario o, incluso, un testamento generacional.

El “vivir en muerte” barroco o el vivir sub specie mortis, lleva a una pulsión

memorística que implica el recuerdo de detalles nimios, la mayoría de ellos de tipo

topográfico: nombres de calles, lugares descritos con absoluto detalle, descripciones

fotográficas de la casa, la habitación… como un deseo de plasmar con exactitud

absoluta la vida (2005: 51):

El narrador, precavido ante las asechanzas de la ficción, somete el

discurso a una estricta disciplina, intentando eliminar todo cuanto pudiera

enturbiar la ilusión de la transparencia. Lograr el grado cero de la escritura. El

máximo de legibilidad. Sin literatura. Prosa quirúrgica, anatómica,

denominativa, topográfica, llena de instrucciones referenciales.

La necesidad de arraigo es casi siempre de arraigo a un lugar, a una ciudad, a una

casa y la memoria de esos sucesivos “yoes” que dejan su marca desde la infancia,

terminan por ser una sucesión de lugares que parecen evitar la muerte por cuanto

pueden sobrevivir al autor, tanto físicamente como en su propia escritura, en su

expresión lingüística. Y, finalmente, el título, como antes explicábamos, suele tener,

precisamente, esa dimensión topológica que habla del camino, de la escalera, de la

casa… Esta visión de la muerte como una autotanatografía implica contemplar la vida

como un suceso de la muerte misma, una descripción del proceso de la muerte, más que

el de la vida. Ese sería el caso de la obra de Gómez de la Serna, Automoribundia, quien

llega a considerar que la propia escritura es una petulancia contra la muerte. Gómez de

la Serna no encuentra lo real absoluto en el espacio porque el espacio es sólo una señal

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de lo real, no lo real mismo: el alero donde cantan los pájaros, el espacio vacío de la

plataforma del tren, son señales de realidad, pero no de “lo real”. La muerte está detrás

de ello, como está para Unamuno como expresión de la vanidad. Así escribe: (1972:

54):

Está en el aire todo,

No hay cimiento ninguno

Y todo vanidad de vanidades.

O Machado (2003: 34):

¿Dónde está la utilidad

de nuestras utilidades?

Volvamos a la verdad:

Vanidad de vanidades.

Esto es lo que le lleva a Unamuno a decir de Ávila en la obra de Larreta (2004a:

234):

Una vez más la vanidad de la gloria, esa vanidad que estamos

proclamando de continuo los que en lucha tras de la gloria vivimos. Y si la

gloria es vanidad, ¿qué otra cosa no lo es también? ¿No es vanidad acaso la

molestia y oscuridad de la vida? ¿No es la humildad tan vana como la soberbia?

¡Vanidad de vanidades y todo vanidad!, que dijo el predicador.

El espacio de la ciudad pequeña, de las viejas ciudades de Castilla no es sino la

oposición a las nuevas ciudades levantadas sobre sus cimientos y la superación de ese

espacio nuevo bajo el efecto nostálgico del pasado. No podemos obviar que el trasunto

de la muerte en la literatura es, desde el Eclesiastés bíblico, la expresión de la condición

fútil de lo real frente a ella.

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2.5.- La ciudad en la escritura autobiográfica en español

2.5.1.- Primeras apariciones de la ciudad en los escritos autobiográficos: la ciudad como configuradora del género

Es evidente que en los textos narrativos el espacio es una creación independiente

de la realidad referencial del lugar. Es decir, la existencia o no real de la ciudad es

indiferente para el texto, por cuanto la aparición en la narración crea una realidad nueva.

Pero venimos explicando que en los textos autobiográficos, el espacio tiene un

valor diferente. En primer lugar porque el autor necesita de la realidad de esos espacios

para conformar ese “pacto” con el lector, por el cual se reconozca al autor en el

personaje de la narración. En segundo lugar, porque el espacio que ocupa el personaje

suele hablar también acerca del autor por cuanto los lugares que ha vivido o visitado

suelen haber sido parte integral de sus vivencias humanas, o lo que es lo mismo, espacio

y autor hay veces que se implican mutuamente, a menudo, incluso, de forma

metonímica.

Pero aún podemos citar alguna diferencia más entre los textos narrativos y

autobiográficos. La descripción de los lugares en la autobiografía aparece siempre que

aportan datos necesarios para la consideración y descripción del personaje. Aunque no

sea materia de interés, hemos de reconocer que toda vida transcurre en un lugar y que

ese lugar puede cobrar especial interés para la historia personal y su desarrollo, hasta

marcarla profundamente. El espacio nos informará, pues, sobre la identidad del autor.

Los primeros textos autobiográficos del siglo XVIII recogieron la importancia de

la ciudad. Esta insistencia en el espacio urbano no es nuevo en estos textos, pero sí es

verdad que el reflejo de lo urbano es mayor ahora, debido también a la importancia

social que habían cobrado las ciudades burguesas en el XVIII. Son muchos los autores

que sienten la ciudad como algo propio, e incluso como un espacio ideal que representa

los valores burgueses de cultura e ilustración, frente a la vida campesina y rural.

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Fernando Durán López ha estudiado la importancia del espacio urbano en la

autobiografía de algunos autores del siglo XVIII (1991: 81):

El espacio en el que el intelectual ilustrado vive y por el que se define es

el espacio urbano; y no simplemente la ciudad como núcleo de poder o como

aglomeración humana, sino muy en particular la ciudad concebida como centro

cultural, como depositaria de los tesoros del saber y como lugar de reunión y de

trabajo de los hombres sabios, sus iguales.

Para los ilustrados, pues, la ciudad tendrá en sus memorias u otros textos

autobiográficos, un valor fundamental de definición personal, como representación de

un momento histórico que les vincula a los aspectos definitorios de cultura y razón. Cita

Durán a Arias de Saavedra, pero sobre todo a José Mor de Fuentes a quien estudia con

mayor profundidad. En su caso, su autobiografía está salpicada siempre por sus viajes a

diferentes ciudades europeas en las que encuentra la vida populosa, mundana y refinada

que echa en falta.

Estos intelectuales sólo pueden encontrar su ideal de cultura en las ciudades y por

ello procurarán hablar continuamente del espacio urbano conocido. Las ciudades se

definirán siempre por sus lugares: museos, monumentos, palacios… que denotan el

esplendor de la vida burguesa. Frente a ello, la descripción de los espacios rurales o los

pueblos pequeños tendrá la característica personal del aburrimiento, el tedio y la

incultura popular.

El caso anteriormente citado de la literatura del siglo XVIII es particularmente

interesante por cuanto aún no se ha configurado una auténtica imagen de la ciudad como

destino de la cultura moderna, una auténtica sociedad urbana capaz de modelar la

ideología española. El proceso es muy posterior y comenzará a darse a finales del siglo

XIX, cuando los intelectuales de fin de siglo comiencen a apostar por la vida urbanita

frente a las virtudes pretendidas del campo. Serán los Cansinos, Baroja, Valle Inclán,

Insúa, etc., los que irán dando forma a esta forma nueva de ver la ciudad como centro de

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vida y quienes buscarán en ella, claro está, el espacio vital para el desarrollo de su

literatura.

A pesar de todo, es curioso ver como Francisco Arias de Saavedra, ya en 1773,

explica su estancia en Barcelona, desde la perspectiva elitista de quien contempla la

ciudad desde cierta altura intelectual: “Vi una cosa que pocos ven de que tenía noticia,

anticipada por Mayáns y es el Archivo General de Aragón”41.

Lógicamente, en el caso de los ilustrados españoles, la vivencia de la ciudad es la

que provocará la reacción contra lo rural y lo campesino: “La orfandad, en parte, nos

alcanzó a todos, pues Hellín volvió a la secatura característica de todo pueblo

subalterno”.

Todo este sentimiento de pertenencia a una cultura urbana tuvo sus lógicas

consecuencias intelectuales, sobre todo a partir del desarrollo urbano del siglo XIX.

Porque si ya era fundamental en la literatura del momento y en los orígenes del

romanticismo más aún, la identidad, el “yo” literario que es el poderoso ego del

escritor, el nombre propio que representa a esta identidad va a marcar el desarrollo de

una nueva forma de “estar” y “ser” en la ciudad. La atracción a la ciudad de grandes

masas de gente que comienza a surgir con el desarrollo industrial conlleva también la

dificultad de “identificar” a cada persona en el marco habitual del conocimiento mutuo.

Lo que en los pueblos había sido algo esencial de la convivencia pública, como es el

fácil reconocimiento personal e incluso familiar de un sujeto, en la ciudad se convierte

en una dificultad e, incluso, en un problema de orden público. El nombre, la firma y, en

último extremo, los registros civiles terminan por ser la última y más relevante forma de

identificación. El nombre propio como seña identitaria es, ahora, un exponente máximo

del “yo”. Y el nombre llega a tener una importancia tal de distinción que comienza a

extenderse la moda urbana de nominar cada vez de manera más diferenciadora. Frente a

la costumbre heredada de la Iglesia Católica de dotar a cada persona con el nombre del

santoral para el día de su nacimiento, la duplicación nominal, la novedad de los

41 Cito desde Durán López (1991)

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extranjerismos… terminan por ser determinantes. Manuel Alberca (2007: 229) lo

explica en los siguientes términos:

Según el historiador Alain Corbain, de forma simultánea a la acentuación

y difusión del concepto de individualidad, se desarrolló en el siglo XIX un

proceso de dispersión y de diversificación de los nombres propios, contra el

criterio de la Iglesia católica que aconsejaba imponer a los recién nacidos

solamente los de santos ejemplares. […] La moda de diversificar los nombres

de persona obedecía también a las necesidades surgidas de la concentración de

población en los grandes núcleos urbanos, dotados por lo general de

instituciones como la escuela o el cuartel, que exigían una mayor variedad de

nombres, que facilitase la identificación y, por qué no decirlo, también el

control.

La identidad termina por ser, como explica Alberca, una necesidad urbana, una

marca de distinción sobre la narración de la vida pública. Nombre e identidad terminan

por fusionarse de tal manera que la expresión del propio “yo” se va a convertir en una

inflación de la nominación: la importancia del nombre propio por la cual se conocerá al

sujeto y se le clasificará socialmente. Todo esto tendrá su especial relevancia en la

creación de textos autobiográficos por lo que implica de construcción de ese nombre.

“Tener un nombre” se convertirá en una carrera vital, en un cursus honorum en el que la

construcción de la identidad tendrá mucho que ver con la creación de una narración

propia. Si durante los siglos XVI y XVII, las “vidas” de religiosos, por ejemplo, tratan

de mostrar una identidad cristiana, en la que la identidad es el sometimiento a unos

valores sociales marcados de antemano y la adscripción personal a un “modelo” de

vida42 que termina siendo, más que una autobiografía en pleno sentido, un tratado moral.

A partir de este momento la creación de la propia identidad estará basada en criterios

narrativos, no exclusivos de las sociedades del siglo XX o de modelos

deconstruccionistas. Ya en el siglo XIX podremos apreciar cómo vida y narración

terminarán por confundirse hasta crear lo que se denominó una “vida literaria” . 42 Por exceder los límites de este trabajo, no queremos entrar aquí a tratar sobre este extremo de las autobiografías del siglo XVI. Sin embargo queremos remitir a dos obras que nos parecen interesantes como son la de HERPOEL, (1999) y la de GÓMEZ MORIANA, (1982).

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En resumen, a partir del siglo XVIII se va a ir configurando una nueva experiencia

del “yo” que surgirá de su carácter eminentemente urbano por dos razones: la primera

de ellas, la necesidad de construir una cultura urbana, frente a la rural que hiciera

fructificar los ideales ilustrados. La segunda, consecuente con la primera, la propia

ciudad impone un nuevo criterio narrativo de la vida. El nombre propio como expresión

del “yo” y frente a la anonimia pública, va a ir convirtiendo la vida en una narración de

vida.

2.5.2.-Espacio urbano y momento histórico

Pero no son sólo los ilustrados en España. El género autobiográfico tuvo también

un gran desarrollo durante el siglo XIX. En la aparición y el éxito de estos textos tuvo

una importancia el momento sociohistórico, convulso y problemático de los últimos

años del siglo XVIII y los primeros del XIX. Y en el desarrollo, obviamente, porque

esos momentos no vieron apenas el final hasta el siglo XX. Esto explica el considerable

número de textos autobiográficos de carácter político que podemos apreciar,

fundamentalmente a partir del siglo XX, pero también en el XIX, por ejemplo las

Memorias de Julio Nombela, ya citadas anteriormente.

En el siglo XIX son muchos los personajes históricos, fundamentalmente políticos

y otros personajes públicos, que escriben memorias y otros textos autobiográficos:

Godoy, Espoz y Mina, Alcalá Galiano, Nicolás Estévanez…Todo ello ha llevado a

observar, por encima de cualquier otra consideración, su aspecto histórico, su valor

documental, lo que equivale, en la práctica a sobrevalorar su aspecto de veracidad

histórica sobre su preponderancia literaria.

Esta opinión es la de Alberto González Troyano (1999: 247), quien afirma esta

desnaturalización del género:

Neutralizada ya la actitud despótica que antes se le consignaba al

referente histórico, la autobiografía puede leerse ya como un discurso cuya

verdad debe serle inmanente, es decir, en el que la veracidad, convertida y

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disfrazada de verosimilitud debe percibirse a partir de las normas propias del

discurso. Queda desplazada así la producción autobiográfica al terreno de lo

específicamente literario, para ser degustado como una obra narrativa más que

puede desplegarse y deconstruirse con los mismos recursos de una obra de

ficción.

Las memorias del siglo XX suelen admirar el espacio urbano por lo que tiene de

anonimato a la par del bullicio, de la acumulación. Quienes escriben memorias urbanas

suelen hacer mención a este respecto. Lo hace Pla en estos términos (2001: 316):

La Rambla es una maravilla. Es una de las pocas calles de Barcelona en

la cual me siento plenamente bien. Hay siempre bastante gente para encontrarse

a algún conocido, pero hay siempre la suficiente para pasar desapercibido, si

conviene.

Frente a ello, el pueblo, lo rural, aún indica la excesiva cercanía y el exceso de

conocimiento mutuo (2001: 320):

En Palafrugell todo el mundo se conoce y esto hace que, en la superficie

de la vida lugareña, alrededor de los negocios del pueblo, sean siempre visibles

algunas pasiones (…). En Barcelona no veo nada. Completa oscuridad.

Probablemente es porque no tengo aún la vista habituada a otras medidas.

En esta línea podemos considerar todos aquellos textos en los que se describe el

ambiente bélico. La guerra es generadora de multitud de narraciones autobiográficas

que responden al reflejo de presentarse en un momento histórico excepcional, de

explicar el sufrimiento, el cambio, incluso de liberar angustia y dolor. La segunda

guerra mundial, la persecución nazi contra judíos o gitanos provocó un buen número de

diarios al respecto, pero también memorias que han respondido a este período. Es

famoso el Diario de Ana Frank. Pero también algunas obras de Jorge Semprún… En el

otro lado, los diarios de Goebbels, el terrible diario, no literario, del miembro de las SS.

Johann Kremer, médico en Auswitzch, las Memorias de la Segunda Guerra Mundial de

Winston S. Churchill, páginas encontradas y buscadas como las veintidós páginas del de

Eva Braun, los diarios de Ernst Jünger, las memorias de Erwin Rommel… Por no hablar

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de las memorias y autobiografías que hacen mención especial, si no tienen por tema

fundamental la Guerra Civil española.

Esta misma es la opinión que se encuentra en el estudio de la doctora Inestrillas

que citábamos anteriormente y que constata cómo el espacio y el tiempo juegan un

papel trascendental en la producción autobiográfica de las mujeres intelectuales en la

época del exilio y la guerra civil española. A partir de la teoría bajtiniana, se explica la

raíz fundamental del cronotopo del exilio en la expresión autobiográfica de los escritos

de María Zambrano, Rosa Chacel y María Teresa León.

Para otros autores, el espacio cobra interés porque su vida ha estado ligada,

esencialmente, a esos espacios. El dialectólogo Manuel Alvar recorre su vida en El

envés de la hoja como un recorrido viajero a través de los lugares que fueron dejando la

huella del momento en su vida. Así “Salamanca la blanca” (21-29), “Islas

afortunadas”(71-87), “En los llanos orientales” (107-116), etc. Era, pues, la vida de un

viajero destinado a investigar el lenguaje y los lugares fueron sus ámbitos de estudio.

Esto lo estudió bien Romera Castillo quien explica (2006: 233):

Alguien que, enamorado de las palabras, emprende y realiza una azarosa

peregrinación para conocer, entender y dar a conocer con un acertado tino, los

mecanismos que rigen el vehículo principal de la comunicación humana.

El viaje y los lugares se evidencian en mayor medida cuando el autor ha vivido su

experiencia de manera más intensa, bien sea una guerra o una labor profesional.

Es habitual que el elemento humano se describa profundamente vinculado al lugar

como un elemento más de la descripción. Esto ocurre en autores que pretenden darle un

mayor énfasis al lugar y al espacio vivido por las razones que fueren. Las memorias de

Josep Pla, tituladas El cuaderno gris están teñidas de este regusto por vincular personas

y lugares (2001: 78):

Todos sus hermanos y hermanas estaban casados cerca del mar. Ella

estaba bien en Sa Bardissa de Calonge. Sus faldas, cuando llegaba a casa, olían

a romero, a retama, a brezo florido.

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En la obra de Pla, personaje y espacio están consustancialmente unidos y no

puede entenderse el primero sin el segundo. No es ya el espacio del autor, sino el

espacio de todos los demás personajes de los que se habla en el texto. Podemos apreciar

y consentir en que el espacio del que habla el autor cuando se refiere a su propia vida, es

el espacio vivido y, por lo tanto, es inevitable referirse a él. Pero no ocurre de igual

manera cuando el espacio define a los demás, a los otros.

En este caso, el tratamiento del espacio suele modificarse y prescindir de la carga

subjetiva y metonímica para cobrar, a menudo, valor narrativo ficcional y la apariencia

toma el lugar de la seguridad. Las sensaciones dejan de ser de tono personal para

convertirse en consideraciones de corte puramente descriptivo. Siguiendo la obra de Pla

(2001: 299):

Palamós es, ahora, una escala muy concurrida y cosmopolita, llegan

muchos barcos y los establecimientos de bebidas y de vicio están ocupados por

una numerosa y abigarrada marinería extranjera. En los barcos de vela que van

a Francia, he oído tocar adorables, nostálgicos acordeones. Los tramps, los

barcos de gran tonelaje, no parecen acarrear ninguna forma de sentimentalismo

marinero tradicional.

Así, no son pocas las veces en que un personaje se define por su lugar de origen

(2001:401): “El papá es un señor de Tarragona, gordo y rubio”; “Ferrando es un

valenciano sorprendente” (401); “la farmacia de Casabò la ha comprado el farmacéutico

Almeda, de Girona” (122), etc.

Y hay un buen número de textos en la literatura española que recuerdan un

momento personal que es –ha sido- en la historia reciente del país el tiempo clave en la

transformación personal de los autores y, en general, de todos los jóvenes hasta los años

90: el lugar del Servicio Militar. No hace mucho que, por ejemplo, Luis Antonio de

Villena ha publicado su libro Patria y sexo. En las dos partes que lo ocupan se relatan

sus vivencias en un campamento de la OJE, durante su infancia, y su paso por la “mili”

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en la ciudad de Valladolid. En este caso, la ciudad incorpora los matices y

características negativas que se asocian al propio servicio militar (2004: 153):

Y en cuanto pudimos salir a Valladolid –ciudad que detestábamos, por

estar militarmente en ella- también inseparables en las cenas que convivimos,

diarias, antes de regresar al cuartel en taxi.

Esto tiende a incidir en la forma narrativa del texto, de manera que las

descripciones espaciales suelen ser mínimas y no hacen, por lo tanto, ninguna referencia

a los espacios urbanos, que suelen, directamente omitirse, caso este el de la obra de

Villena que venimos citando. Y cuando se cita, suele asociarse a experiencias y

sensaciones negativas (2005: 27): “Diez años después, en un cuartel aéreo de

Valladolid, comprobé qué inalterable y pobre seguía siendo aquel olor”.

Suele suceder, por otro lado, que determinadas épocas tiendan a connotar los

espacios urbanos como catalizadores de los sentimientos políticos, sociales,

económicos… del momento, de manera que determinadas ciudades aparecen en los

escritos autobiográficos como metáforas de la impresión sociológica en la que se halla

implicado el autor. Este es el caso de, por ejemplo, los escritos autobiográficos de

Manuel Azaña. Un pequeño cuaderno que aparece en sus Obras Completas refleja la

impresión que tiene sobre la España del momento a través de la descripción de la ciudad

de Burgos (1966: 873):

Relacionarlo con el ambiente moral burgalés, que es, en efecto, lo más

puro y típico de la Castilla cantada por los patriotas. Se profesa aquí la

religión nacional oficial, y no otra. Esto es lo que da de sí la vieja tradición.

Los sepulcros (Burgos). Ninguna vida. La comprobación es que Burgos se

compone de capitanía, audiencia, gobierno, etcétera, jesuitas, carmelitas,

etcétera, y ruinas. Historia transformada en doctrina moral y en disciplina

docente.

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2.5.3.- El espacio urbano en otras modalidades autobiográficas: la poesía

2.5.3.1.- El espacio en la poesía

Entre las muchas modalidades en las que se vierte la escritura autobiográfica

cobra un especial interés el género lírico. Son muchos los poemas que tienen como

título términos más o menos ligados a la autobiografía: “diarios, memorias,

autobiografía”…

Hemos de convenir – no descubrimos nada nuevo - en que no toda poesía es

lírica. Pero ello no quiere decir que no exista un yo poético que identificar y en el que

los sentimientos y pasiones íntimas no se reflejen a partir de él. Son muchos los casos

en los que el yo protagonista del texto se unifica con la primera persona. No podemos

decir, en puridad, que sean estos textos que respondan a modalidad autobiográfica

alguna. Sin embargo sí podemos considerar que han ido creando una forma particular de

identificar al yo poético y al espacio en el que este se mueve, como base literaria para

un posterior desarrollo del espacio urbano en los textos autobiográficos.

Son muchos los que dan por sentado que el verdadero inicio de la aparición del yo

como “autor de carne y hueso” tras el yo lírico se produce en El Cancionero de

Petrarca, primer poeta moderno que habría tomado conciencia de sí mismo en sus

poemas. Y esa obra habría condicionado el resto de la poesía de la época y siglos

posteriores.

No podemos olvidar, sin embargo, cómo el nacimiento del yo literario y poético

nace con el proceso de individuación que se va produciendo paulatinamente en el

tránsito de la Edad Media al Renacimiento. En este sentido, no podemos considerar

como autobiográfico al yo de los poemas trovadorescos que remiten a un yo universal

en el sentimiento amoroso. Pero es a partir de este yo del que va tomando forma una

mayor intimidad, un más intenso valor de lo personal el texto poético. Este sería, por

ejemplo, el caso de François Villon cuya poesía hace referencia a sentimientos

universales que no son los propios “pero bien podrían serlo”. Y la formulación poética

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de ese yo va a dar paso a estructuras que señalarán al autor de forma directa: “Yo soy

aquel”, caso de Carlos de Orleáns: “Yo soy aquel del corazón vestido de negro”.

Es interesante hacer un recorrido histórico por la creación de ese yo poético. Una

obra algo olvidada en los estudios sobre autobiografía, creo que por su talante

meramente histórico es la Historia de la vida privada, en sus voluminosos tomos, de

Ariès y Duby, que ya hemos citado. Su explicación acerca del nacimiento de la

autobiografía es puramente historicista, pero también es cierto que debemos considerar

este aspecto como especialmente interesante porque vincula la poesía autobiográfica al

progresivo desarrollo del espacio íntimo, o lo que es lo mismo: la literatura se va

convirtiendo en autobiográfica a medida que los espacios de intimidad van creciendo.

Un ejemplo de este hecho es el caso del Romancero español. Una buena parte de

los romances fronterizos está salpicada de referencias a ciudades que, en su momento,

tenían una destacable importancia social o estratégica. Muchos de ellos incorporan

descripciones líricas de estos espacios urbanos, de manera que el sentimiento de pérdida

o de conquista tiene su cotejo emotivo en la belleza de estos lugares. El Romance de

Abenámar, El Romance del moro que perdió Alhama… en todos ellos la ciudad se

personifica y son muchos los ejemplos de diálogo entre un yo protagonista y un tú que

es la ciudad: “Si tú quisieses, Granada / contigo me casaría” “Oh Valencia, oh Valencia

/ de mal fuego seas quemada”. En otros muchos, la relación de los personajes con la

ciudad trasciende lo puramente retórico del diálogo para convertirse en una identidad de

destino. Este es el caso del Romance del Rey de Aragón, en el que la referencia a las

ciudades toma la figura de un espacio que marca la vida del personaje:

¡Oh, ciudad, cuánto me cuestas

Por la gran desdicha mía!:

Cuéstasme duques y condes

Hombres de muy gran valía (…)

Cuéstasme veintidós años

Los mejores de mi vida.

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En los romances amorosos, las ciudades aportan, la mayoría de las veces cierta

verosimilitud al texto; pero, fundamentalmente, remiten a la propia esencia del romance

que, en los casos que nos ocupan, tienen carácter histórico, por lo que el espacio va a

tener la consideración de localización histórica, a la par que identificación lírica del

espacio.

En el siglo XVI, Garcilaso de la Vega también introduce elementos de modalidad

autobiográfica en algunos de sus poemas, si bien debemos extraer estas referencias de

menciones al espacio en el que se redacta o parece redactarse la Égloga. Así, de la

Elegía II, dirigida a Boscán, sabemos que fue escrita en Trápani, Sicilia. La obra

incorpora rasgos epistolares y menciones al propio autor. El comienzo hace mención al

lugar de escritura y a la experiencia de Garcilaso que se oculta bajo un nosotros que lo

diluye en el conjunto de la tropa española (1987: 133):

Aquí, Boscán, donde el buen troyano

Anchises con eterno nombre y vida

Conserva la ceniza del Mantuano

Debajo de la seña esclarecida

De César Africano nos hallamos

La vencedora gente recogida.

Este tono epistolar que aporta sentido autobiográfico al texto también lo

encontramos en alguna de las elegías. En la primera, dirigida a Fernando Álvarez de

Toledo, Duque de Alba, se trata del tono consolador elegíaco por un acontecimiento

vivido por ambos, como era la muerte de Bernardino de Toledo, primo del Duque. De

nuevo las referencias espaciales a Trápani nos hacen vincular el texto con la vida de

Garcilaso de la Vega: “Por la ribera / de Trápana con llanto y con gemido”.

Quizá donde encontremos uno de los casos más interesantes de la producción

poética de corte autobiográfico es el de la literatura mística.

Puede explicarse esta generalización de la escritura de la propia vida por un doble

motivo: la introspección propia de la literatura del Siglo de Oro que proviene de la

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introspección renacentista, y por la importancia que cobrará el sacramento católico de la

confesión y sus consecuencias espirituales en la vida religiosa del momento. La

centralización de la vida eterna en una muerte bien preparada por la confesión íntima

con el sacerdote posibilitaba esa materialización de la vida vivida y de su revisión

moral. La muerte de Calixto, de don Juan… responden a esta idea de una muerte

impensada e imprevista que provocaría el temor a las condenas de la Iglesia Católica.

Por ello, y por el también católico “examen de conciencia”, son muchos los textos

religiosos que tratan de explicar la vida como una compensación entre los pecados y las

virtudes. De hecho, la escritura de la Vida de Santa Teresa surge de una petición de un

confesor.

Para Santa Teresa y San Juan de la Cruz, la vida y su expresión son sólo el relato

de una aspiración de vida eterna (1964: 929):

Vivo sin vivir en mí

Y de tal manera espero

Que muero porque no muero.

En mí yo no vivo ya,

Y sin Dios vivir no puedo;

Pues sin él y sin mí quedo,

¿este vivir qué será?

La poesía –y la escritura, en general- mística marca, sin embargo, una ruptura de

ese gesto de contrición que supone la confesión privada, porque la escritura de la propia

vida se hace desde géneros que permiten la literaturización de esa vida y, por lo tanto, la

simbolización y la connotación. Por decirlo de alguna manera heterodoxa, la confesión

se hace pública e íntima a un tiempo; pública por la escritura e íntima porque esta

confesión privada termina siendo una conversación entre el yo que escribe y un tú que

es, directamente, Dios.

Lejeune (1996: 49) explica que “la confesión no es un presente que habla del

pasado, sino un pasado que habla en el presente”. Sin embargo, la poesía de los místicos

del Siglo de Oro español no incide en esta temporalidad de la vida en torno a la

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dicotomía pasado – presente, sino que toma ese caudal como un todo que sólo es

explicable como un proceso de purificación con la finalidad de la unión definitiva con

Dios.

¿Es, por lo tanto, autobiográfico un poema como Noche oscura del alma de San

Juan de la Cruz? En principio, está escrito en una primera persona que se oculta bajo

una voz femenina que es el alma. Y si es el alma quien habla ¿habremos de identificarla

con el propio autor? (1964: 539):

En una noche escura

Con ansias en amores inflamada

¡Oh, dichosa ventura!

Salí sin ser notada,

Estando ya la casa sosegada.

Si nos atenemos a una interpretación simbólica, el alma es el autor que busca a

Dios, por lo tanto, nos encontramos con una identificación del yo lírico con el autor. Si

hacemos una interpretación parabólica el caso no es el mismo y la voz femenina del

poema es un yo genérico que hace referencia a la necesidad de buscar a Dios43.

Por lo tanto, la poesía mística recoge esa implicación religiosa que supone la

confesión, pero altera su función autotestimonial secreta para convertirla en una

exposición pública de la vida en la que el tú deja de ser el confesor para saltar

directamente a la justificación ante Dios y ante los hombres. Y esta será la función que

va a encontrar también años después, cuando llegue la expresión de lo autobiográfico a

los pensadores ilustrados.

Cuando Rousseau explica su propia vida lo hace desde esta perspectiva del juicio

final a una vida (1989: 27):

Cuando suene la trompeta del Juicio Final, me presentaré, con este libro

en la diestra, ante el Juez Supremo, y diré resueltamente : “He aquí lo que hice, 43 Dicho sea de paso, esta fue la discusión eclesiástica en el siglo XVI sobre la interpretación del Cantar de los Cantares como texto simbólico para muchos místicos o como texto parabólico para la ortodoxia eclesiástica. El primer caso posibilitaba la interpretación abierta del texto, algo, por otro lado, impensable.

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lo que pensé, lo que fui. Bien y mal fueron descubiertos con la misma

franqueza....

En la literatura mística se va conformando una particular manera de convección

entre el yo autor y el yo lector sin intermediarios, sin utilizar un “vuestra merced”, algo

de lo que no logra desprenderse del todo Teresa de Ávila citando a su confesor.

La exaltación de la ciudad es también importante en la poesía barroca. Ejemplos

hay muchos, como el de Góngora a su ciudad natal, Córdoba, con el título de “Canto a

Córdoba” (1992: 54):

Si entre aquellas ruïnas y despojos

que enriquece Genil y Dauro baña

tu memoria no fue alimento mío,

nunca merezcan mis ausentes ojos

ver tu muro, tus torres y tu río,

tu llano y sierra, oh patria, oh flor de España!

Era muy común en el barroco la exaltación poética de la ciudad bajo múltiples

formas. La de Góngora era el soneto, pero lo habitual era el uso de la silva. Aurora

Egido (1989: 28) ha reparado en este asunto citando a un buen número de poetas del

XVII. Defiende la existencia de todo un conjunto de poemas laudatorios de ciudades

inaugurado por Rodrigo Caro:

El anticuario Rodrigo Caro cultivó el elogio ciudadano en su "Silva a

Sevilla antigua y moderna", al frente de su libro Antigüedades y Principado de la Ilustríssima ciudad de Sevilla (Sevilla, 1634). El

interés de esta pieza, cuyo género alcanzó tanta boga en el siglo, radica, a mi

juicio, en constituir además de un ejercicio laudatorio, en la línea de las

prolusiones de Poliziano, un auténtico prólogo en el que se sintetizan las tres

partes del libro : origen y fundación de Sevilla, estimación de la ciudad a través

de los tiempos y corografía y estudio histórico. La poesía como antesala de la

prosa histórica, pero también como su síntesis.

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Pero también Rodrigo Caro tiene poemas como la “Silva a la villa de Carmona”.

También lo cultivará Soto de Rojas o Francisco Flores de Vergara: Córdova castigada

con piedades en el Contagio que padeció los años de 49 y 50, Málaga, 1651.

Y, aunque no podemos en absoluto considerar este tipo de creaciones como

modalidades autobiográficas, hemos de considerar que, al menos, la expresión de la

ciudad suele corresponderse con lugares íntimamente relacionados con el autor,

generalmente lugares de nacimiento o residencia. Es evidente en algunos poemas la

cercanía del espacio a la emotividad y la sentimentalidad del autor. La “Canción a las

ruinas de Itálica” del mismo Rodrigo Caro es ejemplo de que la ciudad es parte de la

vida del autor.

Esta extensión de la poesía “de ruinas” de la que participan Juan de Arguijo o

Francisco de Medrano con poemas también a las de Itálica tiene directa relación con la

tópica barroca de la muerte y la descomposición que nos remite indudablemente a la

presencia del autor en el poema. El ejemplo más conocido sería el de Quevedo y su

célebre soneto:

Miré los muros de la patria mía,

si un tiempo fuertes ya desmoronados,

de la carrera de la edad cansados,

por quien caduca ya su valentía.

La ciudad es, en última instancia, el propio poeta que ve llegar su propia muerte

en cuanto ve en torno. La patria, la casa, se vuelven “señales” y “avisos” de la muerte

propia, lo que convierte la vida y la muerte del poeta en referente último del poema: “y

no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuera recuerdo de la muerte”.

La ciudad de Roma cumple la misma función en el soneto “A Roma, sepultada en

sus ruinas”, heredera del anterior de Joachim du Belai44 y que es la preocupación

personal del autor por el paso del tiempo.

44 Y este a su vez de un primitivo epigrama latino de Janus Vitalis: “Haec sunt Roma: viden velut ipsa cadavera tantae / urbis adhuc mundum, nixa est se vincere: vicit, / a se non victumne quid in orbe foret”.

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Todo lo dicho parece contrastar, en apariencia, con la tópica del alejamiento hacia

el campo que también se cultiva desde el Renacimiento y que hemos de considerar,

igualmente, una mera construcción retórica.

En esta línea hay que considerar que, al tiempo que Descartes sitúa al yo que

piensa como auténtica materia y agente de conocimiento, Góngora “deconstruye e

inventa la tradición petrarquista, proponiendo otra manera de entender la voz poemática

mediante un yo extremadamente elusivo”. Esta es la opinión de Martín-Estudillo (2007:

40), con la que coincidimos, quien explica la verdadera poesía deshumanizada que

practicarían los poetas del 27. En ese sentido, el espacio aparece también como un lugar

despersonalizado, es decir, no importa el lugar como tal, sino el espacio neutro donde

situar a un yo igualmente vacío (1986: 83):

Sale un mancebito, la principal figura que Vm. introduce, y no le da

nombre. Éste fue al mar y vino de el mar, sin que sepáis ni cómo ni para qué; él

no sirve sino de mirón, y no dice cosa buena ni mala, ni despega su boca…

Tampoco dice Vm. jamás en qué país o Provincia pasaba el caso: todo lo cual es

contra razón.45.

El espacio en Góngora resulta impreciso y no obedece a los criterios de

verosimilitud que, en resumidas cuentas, no le pertenecen a la lírica. Pero es verdad,

también, que la denominada poesía culterana o culteranista no hace del yo real, de la

voz autobiográfica materia estricta de poesía; muy al contrario, deshace el yo en el

poema, lo que resta al espacio y el momento vivido la “razonable” importancia que le

daban otros poetas del momento.

Decir que la poesía del siglo XIX es antiburguesa y, por ende anti-urbana sería

excesivo. No podemos olvidar que, si bien el romanticismo reclama para sí la creación

del paisaje como experiencia íntima y que este paisaje es, fundamentalmente la

representación de la naturaleza, también podemos apreciar esa misma construcción del

espacio urbano en no pocas ocasiones. Bien sea como una marca de negatividad social,

45 Citado en Smith, (1986).

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la vida romántica es, a todas luces, urbanita y no es explicable la poesía romántica sin la

ciudad y la vida urbana. El decadentismo de finales de siglo, evidenciado en la vida de

los poetas malditos como Verlaine o Baudelaire, es el de los “paraísos artificiales”, de

origen marginal y urbano. Los intentos baudelairianos de reflejar espacios íntimos de

París en Spleen de París se hacen a través de la vida en la ciudad: el puerto, las ventanas

de la casa: poemas como “la chambre double” o “chacun sa chimère” en las que se

reflejan las miserias y los habitantes anónimos de las ciudades.

En la poesía de la segunda mitad del XIX español la referencia a la ciudad vendrá

teñida también de una contraposición a la vida en el campo. Bécquer suele hacerlo a

menudo (2000: 185):

Cuando se deja una ciudad por otra, particularmente hoy que todos los

grandes centros de población se parecen, apenas se percibe el aislamiento en

que nos encontramos, antojándosenos al ver la identidad de los edificios, los

trajes y las costumbres, que al volver la primera esquina vamos a hallar la casa a

que concurríamos, las personas que estimábamos, las gentes a quienes teníamos

costumbres de ver y hablar de continuo. En el fondo de este valle, cuya

melancólica belleza impresiona profundamente, cuyo eterno silencio agrada y

sobrecoge a la vez, diríase, por el contrario, que los montes que lo cierran como

un valladar inaccesible nos separan por completo del mundo.

Va a ser a finales del siglo XIX y principios del XX cuando aparecerá la ciudad

como protagonista literaria en la literatura a partir de aquellas incursiones bohemias en

los textos; textos en los que el poeta acaba por reflejar directa o indirectamente su vida

en los lugares que ellos mismos escogieron como refugio de sus escapadas románticas y

bohemias. Pero recoge, además, las premisas de la literatura simbolista que encuentra en

la ciudad el reflejo de la intimidad del hombre contemporáneo. Ya hemos hablado antes

de ello y no lo repetiremos; nos referimos a las denominadas ciudades muertas que

inventa el suizo Rodenbach.

Pero si hay un siglo o época en la que la literatura y, concretamente, la poesía

recogen el espacio urbano como signo fundamental, es el siglo XX.

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Es habitual encontrar en la poesía del siglo XX la incorporación del espacio

urbano a la temática social que se impone aproximadamente en los años 50. La ciudad

encarna la representación de los conflictos sociales y políticos que vive el poeta y, a la

vez, se encadena a la producción literaria de los comienzos del Régimen de Franco,

estrechamente ligados a la consideración simbólica de las ciudades que habían

incorporado a la literatura española los Unamuno, Azorín o Baroja. La obra de José

Hierro está plagada de referencias urbanas que llegan hasta las postrimerías de su vida,

con la publicación del significativo Cuaderno de Nueva York. En él no sólo podemos

encontrar referencias a la ciudad, sino al tiempo y el momento concreto en el que estuvo

allí el propio Hierro (1998: 51):

Recorro los pasillos fantasmales de un hotel

Que ya no existe, o que no existe todavía

Porque están erigiéndolo delante de mis ojos,

Piso a piso, día a día,

A lo largo del mes de abril de 1991.

E incluso personajes cercanos y conocidos (1998: 77):

Qué será de vosotras, Marta,

Azucena, Laura…

O en poemas como “Hablo con Gloria Fuertes frente al Washington Bridge”.

Algunos poemas de Agenda incorporan esa vinculación de la voz poética del autor a los

paisajes urbanos y las personas conocidas de la niñez. Así, en “Desafío en Valencia”, se

recorren los nombres conocidos de los lugares de la infancia desde el recuerdo y la

seguridad casi de un memorialista (1991: 15):

A mí vais a decirme

Que no es la luz que emana de los cuerpos

El origen del mediodía.

Y aquellos nombres –Carolina,

Azucena, Jacinta-,

A mí vais a decirme

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Si fueron nombres de mujeres, barcas

Flores (…).

De igual manera, su coetáneo José García Nieto publica el libro Sonetos y

revelaciones de Madrid (1976) cuando, anteriormente, había publicado Geografía es

amor (1955), dos libros en los que encontramos poemas con ciudades españolas como

referente literario y personal.

Algo semejante ocurre en la obra de Rafael Morales quien sitúa algunos de los

poemas en espacios concretos de la geografía madrileña que sabemos cercanos a su

domicilio y que tienden a identificar la experiencia poética con la vida del propio autor.

Así el poema “Gato negro en el Paseo de las Delicias”, de su libro Prado de Serpientes

en el que la anécdota de contemplar un gato parece formar parte de un anecdotario vital

o sentimental.

Es común este sentido a los poetas de la época. Eugenio de Nora cita así a la

ciudad de Sevilla en Amor Prometido (1946: 36):

Brasa sedienta aspiro, aire del sur;

Las losas de Sevilla están ardiendo.

Yo sentiría una frescura suave

Desceñido de tu recuerdo.

Más allá de la experiencia poética del tema de España, estos poetas, vinculados a

la editorial Adonais como nexo común, también especifican sus vivencias personales en

torno a los espacios que habitan. Podemos decir, pues, que en un buen número de

poemas es el espacio el que nos informa de la cualidad autobiográfica de un texto y no

únicamente desde la explicación de la primera persona, naturalmente equívoca en el

texto lírico que puede informar de lo íntimo desde otras personas gramaticales.

Manuel Machado escribe un “Auto-retrato” en dos tiempos de su vida diferentes.

En el caso de Manuel Machado el texto autobiográfico no tiene los tintes que

encontramos en su hermano Antonio, si bien podemos descubrirlo en algunos textos

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como el poema “Ecos”, glosa de otro de su hermano y compuesto para un homenaje

que se le hizo: “¿Qué tiene este verso, madre / que de ternura me llena?”46.

Poemas autobiográficos encontramos también en la generación del 27. Jorge

Guillén, en su poema “cumpleaños”47 introduce elementos de su vida como su fecha de

nacimiento y vincula ésta al espacio que habita, concretamente la meseta de Castilla:

“hombre convertido en nombre, / Castellano de Castilla”.

Dámaso Alonso publica en 1921 Poemas puros, poemillas de la ciudad. Esta obra

suele referirse habitualmente al espacio urbano y recalar en la vida del propio Dámaso

Alonso, de manera que podemos entender o leer como autobiográficos algunos de sus

poemas. Así, “Calle del Arrabal” recoge elementos de su infancia tratados desde el

recuerdo, a la manera de material memorialístico. Podemos, además, observarlo en el

paralelismo que guarda con el poema “recuerdo infantil” de Antonio Machado. Este

interés de Alonso por la ciudad en su poesía se manifiesta en otros libros, como Hijos de

la ira, en el que leemos el conocidísimo poema Insomnio, con referencias concretas a la

ciudad de Madrid.

Aleixandre, en Sombra del Paraíso, incluye el poema “Ciudad del Paraíso”, con

claras referencias biográficas hacia la ciudad de Málaga, ciudad en la que pasó su

infancia, entre los dos y los diez años. Tiene el poema el subtítulo de “A la ciudad de

Málaga”. También aquí apreciamos la idealización de la infancia a través de los lugares

vividos. A la ciudad se dirige en un diálogo yo-tú en el que la ciudad se personifica e

idealiza 48:

Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos

Colgada del imponente monte, apenas detenida

En tu vertical caída a las ondas azules.

En Cernuda también podemos encontrar esta unión de la autobiografía que surge

de la experiencia del espacio. Es especialmente interesante, si bien sería demasiado

46 Publicado en ABC, 21 de enero de 1945.47 Guillén, Jorge (1960). Clamor, …que van a dar a la mar. Buenos Aires: Ed. Sudamericana.48 Poema publicado por vez primera en Málaga: Dardo, 1960.

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extenso tratarlo ahora, hasta qué punto ocurre esto en la escritura que procede de la

experiencia del exilio o del destierro, desde las Tristia de Ovidio hasta nuestros días. El

poema de Cernuda “Un español habla de su tierra” es un ejemplo de esto. El recuerdo

de los lugares perdidos es el ejercicio de memoria que produce elementos de

autobiografismo. En este poema se identifica, de nuevo, la segunda persona con el

espacio 49:

Contigo solo estaba

En ti sola creyendo;

Pensar tu nombre ahora

Envenena mis sueños.

En relación con esta cercanía genérica habría que decir una obviedad: que no toda

la poesía, a pesar de su evidente capacidad de expresión íntima, puede calificarse como

escritura autobiográfica. Es más, incluso gran parte de ella puede considerarse de

ficción.

En este sentido, la aparición de marcas autobiográficas en los textos poéticos es

habitual. No debemos olvidar que la autobiografía es sólo un tipo dentro de la escritura

autobiográfica.

José Romera Castillo (2006: 261-290) propone el estudio de las marcas

indicadoras de autobiografía en el poemario de Luis Cernuda La realidad y el deseo. En

este caso nos encontraríamos ante un libro de poemas en el que el yo (plasmado, a

menudo, bajo formas gramaticales como la segunda persona del singular y la primera

del plural) cobra esencial protagonismo. En principio, nos hallaríamos ante una obra de

poesía lírica, lo que viene a significar cierto grado de subjetivismo personal que invita a

leer los poemas como un reflejo de las vivencias, experiencias y motivaciones

personales. El propio Cernuda lo explicó así, tal como lo cita Romera Castillo (2006:

269)50:

49 Citamos desde la edición crítica de Luis Antonio de Villena: Cernuda, Luis (1984): Las nubes. Desolación de la Quimera. Madrid: Cátedra.50 Cito desde la obra de Romera Castillo, si bien el texto pertenece a “Palabras para una lectura”, en Prosa Completa (Barcelona: Barral, 1975, 872-872).

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[el poeta] tiene fatalmente que referir a su propia persona las experiencias

poéticas que con sus medios limitados percibe; y, al fin y al cabo, acaso las

experiencias del poeta, por singulares que parezcan, no lo sean tanto que no

puedan encontrar eco, en sus límites generales, a través de diferentes

existencias.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, casi al inicio de la década de los 70,

los llamados poetas venecianos o venecianistas, en los 80 lo que se dio en llamar

“posnovísimos” y ya a fines de los 80 y en los 90 los poetas que se reunieron en torno a

la denominada “poesía de la experiencia”, todos ellos implican de modo más o menos

intenso, la ciudad en sus poemas.

Pero esto no debe llamarnos a engaño. Porque ha sido ya estudiada la dificultad

que entraña situar al “yo lírico” de la poesía española del siglo XX que termina por

quedar difuminado a partir de ciertas construcciones o estrategias líricas. Esta es, al

menos, la opinión de Luis Martín-Estudillo (2007: 37-63), quien aprecia la disolución

del yo en la poesía reciente en su obra La mirada elíptica: el trasfondo barroco en la

poesía española contemporánea. Según Martín-Estudillo, la generación del 68, los

llamados novísimos, abogan por alejar el protagonismo del yo, que había sido muy

intenso en la poesía del siglo XX a partir del ya conocido proceso de rehumanización, y

borran la identificación de dicho sujeto, de manera que se hace bastante complicado

reconocer al autor en el proceso de enunciación. No sería este alejamiento sólo una

ruptura con el intimismo neorromántico. El yo que se expone en estos poemas no

responde a una identidad única, sino a un “sujeto dividido, escindido, descentrado, en

muchas ocasiones consciente de que su identidad es quebradiza y sólo se entiende como

un proceso en el que participan diversas fuerzas constitutivas, que a veces resultan

antitéticas” (2007: 38).

En todo ello se podría apreciar un trasfondo neobarroco que se convierte en una

de las características de la poesía de la época.

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2.5.3.2.- Espacio urbano y epistolarios

Los epistolarios pueden ser considerados como la más auténtica expresión de

escritura autobiográfica. Llegado el caso, muchos de ellos se han publicado, algunos de

ellos en colecciones literarias y con el mismo interés literario que hayan podido tener

poemas o narraciones del propio autor.

En el caso que nos ocupa, el del signo de la ciudad en la escritura autobiográfica,

debemos detenernos un tiempo por cuanto aporta una visión más que interesante de la

experiencia personal de su autor.

En otro orden de cosas, el epistolario suele entremezclarse con otras modalidades

de autobiografía como la crónica, la narración de viajes, los diarios. Son muchos los

diarios que incluyen cartas personales y muchas las cartas que terminan por ser, en

última instancia, auténticos relatos de viajes o crónicas de acontecimientos históricos

relevantes.

Otra consideración acerca de los epistolarios es su débil barrera entre lo privado y

lo público, con sus consecuencias en reconocimiento literario o no. Pero algún atisbo de

consideración literaria tendrán cuando han dado lugar a un género híbrido denominado

la novela epistolar que, en España, aunque no muy prolífico, ha dado lugar a obras del

interés de las Cartas Marruecas de Cadalso o La estafeta y La Incógnita, de Galdós

quien también comienza su novela La familia de León Roch con una misiva.. Luego

están algunos otros epistolarios como los de Quevedo, Galdós o Moratín que han sido

considerados como epistolarios fronterizos entre lo literario y lo personal. Así lo

suscriben García Berrio y J. Huerta (1992), quienes, salvando el problema del género, lo

asimilan al ámbito diarístico. Es evidente que la carta ha aparecido en novelas con

intención de perfilar la psicología de los personajes, como en Pepita Jiménez de Valera

–a la manera de la Cárcel de Amor de Diego de San Pedro. Esto mismo reconoce

Bécquer en sus Cartas sentimentales, cuando habla de su capacidad para explicar lo

emotivo 51. 51 A este respecto, es interesante el artículo de Rodríguez Fierro, (1997).

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Viene a ser cierto que la mayoría de los epistolarios que se publican suelen ser una

correspondencia personal y no dispuesta para ser publicada. Pero ni siquiera podemos

establecer claramente que un epistolario no sea literario por ser personal ni que sea

estrictamente cierto en toda ocasión. Porque son muchos los casos de autores que han

producido cartas de una intensa calidad literaria –pongamos en caso la correspondencia

entre dos escritores, o entre un autor consagrado y algunos poetas jóvenes. Y porque en

una carta podemos encontrar cierto ejercicio retórico que siempre es perceptible por

mínimo que sea, como la simple elección de la fórmula de despedida.

Las cartas de Lorca, estudiadas por Romera Castillo (2006) revelan fórmulas

estéticas y retóricas muy preparadas, lo que podríamos denominar casi un “estilo”.

En prácticamente todos los epistolarios publicados se busca siempre una

aclaración o indagación de aspectos sobre la vida de los autores. De manera que el

género o la modalidad autobiográfica epistolar parece convertirse en una suerte de

auxiliar de la filología, o un pozo al que acudir para rellenar huecos de una posible

biografía.

La pregunta es si se puede considerar un epistolario en la misma manera que una

autobiografía; es decir, si un conjunto de cartas escritas en diferentes momentos, con

diferentes intenciones, en distintos procesos vitales que pueden entrañar acercamiento o

distanciamiento con el receptor, seleccionada con arreglo a unos criterios antológicos

determinados, etc., constituye un verdadero ejercicio autobiográfico o existen matices

ficcionales.

Luego están aquellos autores que consideran sus epistolarios como parte de su

obra literaria, caso de Juan Ramón Jiménez, quien dejó escrita en una nota el siguiente

texto (1992: 17):

Pocas veces me he puesto en mi mesa a contestar una carta. Mis

respuestas me han venido como poemas, a su gusto y en un instante. Así, casi

siempre las he escrito con un lápiz, en lo que he tenido a mano en el momento y

en el lugar de la sorpresa: el tren, el campo, la calle, una antesala, un sobre, un

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proyecto, un trozo de periódico… Siempre, claro está, con el firme propósito de

copiar la carta al llegar a casa y mandarla a su destino.

En este caso la literariedad del epistolario es evidente. En el prólogo de Francisco

Garfias para el epistolario de Juan Ramón, se reconoce que el propio Juan Ramón tenía

ya el proyecto de publicar sus cartas, e incluso tenía pensado un título para ello. Entre

ellos aparece un título curioso: Cartas de primer impulso (que no llegué a mandar a su

destino). O lo que es lo mismo un epistolario no escrito para su finalidad estricta, sino

con un fin literario, pues, desde el momento en que se conservan unas cartas no

enviadas pasan a formar parte del caudal de escritos considerados literarios por el

propio Juan Ramón, tan estricto con el cuidado y corrección de sus obras. El espacio, en

estos epistolarios tiene gran importancia porque recorre todos aquellos aspectos que son

considerables en otras modalidades autobiográficas: el espacio añorado en el exilio, la

ciudad de la infancia…Los lugares son parte de la vida del autor y como tal se tratan.

Dice Juan Ramón, en carta a Enrique Díez Canedo fechada en Washington el 6 de

agosto de 1943 (1992: 242):

Cuando salimos de España en 1936, yo dejé en Madrid el trabajo escrito

de toda mi vida (…). Desde estas Américas empecé a verme y ver lo demás y a

los demás en los días de España; desde fuera y lejos en el mismo tiempo y el

mismo espacio.

Lógicamente, es Juan Ramón. A la voz personal del autor se le superpone una voz

lírica, o viceversa. Pero podemos comprobar en este breve texto que, no por real o

referencial, el espacio tiene la misma consideración significativa que puede tener en

cualquier texto narrativo. Tiene la característica de la inmediatez temporal con que es

recibido y expresado, pero también la brevedad con que se explicita.

La carta ha dado lugar a no pocas estructuras genéricas. El Lazarillo es una

extensa carta. Pero la historia de la literatura está llena de ejemplos. Desde las epístolas

barrocas y renacentistas: la Epístola Moral a Fabio, de Garcilaso o la Epístola censoria

al Conde-, Duque de Quevedo, las cartas de Santa Teresa, las Cartas Familiares de

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Fray Antonio de Guevara…; hasta llegar al siglo XVIII, en el que se crea la verdadera

carta literaria en el sentido en que hoy la conocemos, con obras como las Epístolas de

Meléndez Valdés, el género ha ocupado formas variadísimas.

2.5.3.3.- Las Crónicas: De la mirada de Mesonero Romanos a la Causserie de Gutiérrez Nájera

Es difícil considerar la crónica como una modalidad autobiográfica cuando el

espacio cobra un especial protagonismo. Eso ocurre en la primera mitad del siglo XIX,

sobre todo en aquellas obras que coinciden con la exposición narrativa de lo que hemos

dado en denominar “costumbrismo”. El caso de Mesonero Romanos es relevante porque

sus dos obras fundamentales Memorias de un setentón y Escenas Matritenses, aun

atribuyéndose a géneros muy distintos, tienen unas concomitancias tales que hacen

difícil diferenciar genéricamente una de la otra, fundamentalmente por la implicación

tan grande que la ciudad de Madrid tiene en ambas.

Todo ello a pesar de que quizá la modalidad de autobiografía en la que la ciudad

se ha mostrado con más eficacia significativa y en la que el espacio se halla más

vinculado con el yo autobiográfico sea la de la crónica.

En principio hay que explicar que no toda crónica es autobiográfica; es más, los

orígenes del género lo consideraban más como un género histórico que como un género

del yo. Las primitivas crónicas en latín como la Chronica Regum Francorum, el

Chronicorum de gestis normannorum in Francia, o crónicas sobre monasterios con

intención histórica y propagandística como el Chronicon Morigniacensis monasterii son

muestras de que el género, en sus inicios no era sino un escrito histórico con orden

cronológico. Las crónicas en español que datan del siglo XVI, mención aparte de las del

Rey Alfonso X, pasan por las diferentes Crónicas de España, como las de Miguel

Carbonell o Esteban de Garibay, de 1546 y 1534, respectivamente o la más conocida

Crónica del Rey don Pedro, ya sobre personajes históricos con repercusiones

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nacionales, al igual que la Crónica de Fernán González o la Crónica de Álvaro de Luna.

Estas últimas se extenderán por los siglos XVI, XVII y XVIII, enlazando personajes que

pasan por grupos sociales destacados como la Iglesia o la alta política, como la Historia

de la vida y hechos del emperador Carlos V, de Pedro de Sandoval, la Historia del

Ministerio del Conde Duque de Olivares, con reflexiones políticas y curiosas, de El

Conde de la Roca, o la Historia del duque de Riperda, primer ministro de España en el

reinado de Felipe V, ilustrada y añadida con largas notas y muchos documentos por

don Salvador Jose Mañer, publicada en Madrid, ya en 1796.

Pero el paso de la crónica histórica a la crónica urbana se produce en el siglo XIX,

sobre todo a raíz de los escritos periodísticos y de la literatura costumbrista, que van a

dotar al género de un matiz subjetivo del que venían careciendo por ese valor histórico y

que no pasaba de ser la mera opinión del autor sobre el hecho descrito y, en rara

ocasión, narrado.

La incorporación de la crónica a las modalidades autobiográficas se puede

apreciar en buen número de escritos españoles que, en muy pocos casos aparecen ya con

el título de “crónica”, aun considerándose como tales. La narración de los hechos de

forma cronológica comienza a desaparecer, no tanto porque no interese ese orden como

porque comienza a narrarse un único hecho concreto en un momento y espacios muy

definidos. Por lo tanto hemos pasado de la descripción de los hechos a la consideración

de los hechos como “escenas”. Estas escenas solían encerrar evaluaciones de los hechos

sociales desde una perspectiva individual y acentúan esa subjetividad del autor que es,

ahora, un escritor, más que un historiador. El escritor se convierte, no ya en el fedatario

de un hecho, sino en el intérprete de esos hechos históricos, de los lugares y de las

gentes. La perspectiva ha cambiado porque la propia visión histórica ha cambiado. No

es ya el personaje político, el militar o el clérigo, sino el mundo de la burguesía, los

seres anónimos que deambulan por las calles y sus vidas discretas y anónimas los que

son objeto de la mirada histórica. El pueblo entero se siente protagonista de los cambios

que se producen y hacen gala de ello.

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Por supuesto que el escenario de estas crónicas tienen que ser necesariamente las

grandes ciudades. Y no es posible interpretar la crónica moderna sin la imbricación

mutua, no es posible el nacimiento de la crónica sin la ciudad. Más adelante veremos

también la literatura de viajes como crónica del espacio.

La aparición del yo en la crónica era una opción necesaria desde la perspectiva

literaria romántica, desde el momento en el que el paisaje pasa a interiorizarse en el

espíritu creador y nace el denominado “paisaje interior”. El siglo XIX nos muestra la

aparición costumbrista de las incipientes grandes ciudades, aún sin el matiz que le dará

la literatura finisecular y que venimos viendo desde atrás. Así, las Escenas Matritenses

de Mesonero Romanos puede ser considerada una crónica del Madrid del XIX. Escritas

en primera persona, Mesonero da sus impresiones sobre los cambios que se producen en

la ciudad, no como una mera descripción, sino como el conjunto de sensaciones y de

impresiones que le producen al autor (1917: 22):

Diez y seis años eran pasados cuando volví a Madrid el último. No

encontré ya mis amigos, mis costumbres, mis placeres, pero en cambio encontré

más elegancia, más ciencia, más buena fe, más alegría, más dinero y

más moral pública. No pude dejar de convenir en que estamos en el siglo de

las luces. Pero como yo casi no veo ya, sigo aquella regla de que al ciego el

candil le sobra; y así, que abandonando los refinados establecimientos, los

grandes almacenes, los famosos paseos, busqué en los rincones ocultos los

restos de nuestra antigüedad y por fortuna acerté a encontrar alguna botillería en

que beber a la luz de un candilón; algunos calesines en que ir a los toros;

algunas buenas tiendas en la calle de Postas.

En el texto de Mesonero Romanos podemos advertir ya algunos de los elementos

que, posteriormente, vamos a apreciar en la literatura de fin de siglo. A saber: la imagen

de una ciudad que cambia y que incorpora a su vida cotidiana el consumo, el dinero; la

descripción de los nuevos lugares como esencia de la gran ciudad, es decir, tiendas,

grandes almacenes…, y la costumbre decimonónica de pasear como forma habitual de

mezclarse entre la gente y de mostrarse. Sin embargo, el autor aún se encuentra como

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un hombre de otro tiempo que busca “en los rincones ocultos los restos de nuestra

antigüedad”. Todo lo que puede buscar son los restos de un Madrid que representa una

España despreocupada por la cultura y la “moral pública”, y lo encuentra en (1917: 22):

Sillas desvencijadas, tinajas sin suelo, linternas sin cristal, santos sin

cabeza, libros sin portada; aquella perfecta igualdad en que yacen por los suelos

las obras de Loke, Bertoldo, Fenelon, Valladares, Metastasio, Cervantes y

Belarmino; aquella inteligencia admirable con que una pintura del de Orbaneja

cubre un cuadro de Ribera o Murillo; aquel surtido general, metódico y

completo de todo lo útil y necesario, no pudo menos de reproducir en mí las

agradables ideas de mi juventud.

Leemos en las Escenas Matritenses la pretensión de mostrar más el casticismo

que la novedad, más la nota tópica y antigua que el gesto de modernidad que comienza

a asomarse a la nueva ciudad de Madrid. Sin embargo comprobamos que el yo que

emerge en las narraciones es el propio autor que escruta el entorno y, aunque elige lo

castizo, comienza a reflejar el cambio de espíritu.

Quien ha estudiado estos aspectos de la obra de Mesonero Romanos es Anna

Caballé quien, comparando las Escenas Matritenses con la autobiografía de Mesonero

Romanos, argumenta lo siguiente (1991: 147):

(…) la obra no tiene continuidad ni coherencia interna: no es más que una

colección de estampas que fácilmente recuerdan al castizo autor de las

Escenas matritenses [...]. En este sentido, es frecuente el detalle

arqueológico o la noticia curiosa, aunque esta abundancia de referencias no se

acompañe de una indagación acerca de su sentido (que es lo que cuenta, al fin y

al cabo).

La identificación de ambos estilos también estriba en la facilidad con que

podemos identificar al propio autor tras la crónica de las Escenas. La identificación del

espacio con el “yo” parece imposible de desligar en Mesonero Romanos y el material

autobiográfico parece ser el mismo en una y otra obra. Esta es también la opinión de

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Fernando Durán, quien señala que la identidad del autor, en este caso de Mesonero

Romanos, se define también por el espacio y el tiempo (2001: 48):

La fórmula ajustada por Mesonero descansa principalmente sobre una

peculiar relación entre el yo y la Historia que se diferencia de los modos de

concebir y representar la identidad individual que se habían practicado en otros

escritos autobiográficos. En la autobiografía entran siempre en juego en

diferentes grados dos elementos esenciales: el yo y la Historia, entendiendo ésta

en sentido amplio, el entorno en que se desenvuelve la vida del autor.

Esa particular relación entre el yo y la historia es también la que se produce en las

crónicas de Escenas Matritenses. Sin embargo, tendemos a leer las Memorias de un

setentón como un texto autobiográfico y las Escenas como una crónica, siendo, en

esencia, un mismo texto. La diferencia es la focalización de la narración que, en las

primeras se dirige al espacio, mientras que en el segundo, se dirige al yo. Este yo tiene

cierta particularidad en los textos del autor que también Durán pone de relieve a renglón

seguido (2001: 48):

Algunos autobiógrafos tal vez han fabulado un yo solipsista,

autosuficiente, que se puede separar de su marco espacio-temporal sin perder su

propia identidad y coherencia, pero eso es sólo una fantasía hija del

egocentrismo y de una inútil protesta contra la realidad. La identidad de un

individuo es producto de un momento y de un lugar, un clamoroso hic et nunc del que resulta imposible prescindir: no se puede aislar en ella lo que es

influencia del medio, de la educación, de la coyuntura histórica y del devenir de

la colectividad, para quedarte solamente con una hipotética esencia, porque

después de quitar todo eso no queda nada. El yo, por tanto, es un ser histórico,

cuyos valores puramente individuales están arraigados inextricablemente en

valores colectivos como el espíritu de clase, la identidad de género, de nación,

de raza, las creencias religiosas, políticas, sexuales...

Es característica esencial en la crónica este acaparamiento del yo por el espacio en

el que termina por diluirse. La disolución del yo es necesaria por cuanto la explicación

individual parte de la ciudad o el espacio que lo circunda. Aún en Mesonero Romanos

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nos encontramos con un yo histórico, que, explicando el proceso temporal en el que se

halla inmerso, se está explicando a sí mismo. No podemos interpretar las Escenas

Matritenses sin el yo de Mesonero, ni viceversa: espacio, personaje y autor están

implicados mutuamente en sus explicaciones y la imbricación es tal que la ciudad de

Madrid se identifica con los lugares en los que el autor pone la vista. La propia

selección textual es la mirada de Mesonero y la esencia de Madrid. Durán lo explica

perfectamente en las siguientes líneas (2001: 47):

El memorialismo de Ramón de Mesonero Romanos lleva a su extremo la

preocupación por observar el entorno en que se desarrolló la propia vida. Dicho

de otra manera, en la propuesta de Mesonero la conciencia del yo es acaparada

casi por entero, por no decir que reemplazada, por la conciencia histórica.

Caballé trata de explicar esta particular expresión de integración de espacio y

autobiografía por la tendencia general del siglo XIX al historicismo y la explicación

geográfica. Ya hemos hablado antes del determinismo geográfico que late tras la

expresión de las “ciudades muertas” y que insufló también al símbolo de Castilla en la

literatura de finales del XX española, sobre todo de la que se ha denominado durante

tiempo “Generación del 98”. Esta tendencia, que no es sólo española, sino que se

extiende por toda Europa y América, caracterizaría al hombre del siglo XIX. Para Durán

“el historicismo y la necesidad del testimonio político justifican en el XIX el enorme

auge en Europa de una literatura autobiográfica volcada a esas materias” (2001: 49).

La crónica es uno de esos espacios en los que se vuelca la autobiografía y

consideramos que también Escenas Matritenses participa de la tendencia general a

autobiografiar la historia.

En toda crónica, el narrador se convierte en un espectador, lo que hace de la

mirada y la selección espacio-temporal la verdadera organización narrativa. Toda obra

memorialística lo es; lo que caracteriza a una crónica como materia autobiográfica es

que dicha selección no se da únicamente por el interés narrativo, sino por el interés

personal. Mesonero habla en muchas ocasiones del yo, del “satánico yo” que debe

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aparecer en sus memorias. Pero ocurre también que al género costumbrista español le es

imprescindible ese mismo yo y es muy complicado encontrar textos costumbristas en

los que ese yo no aparezca de una u otra manera. Y por esa prevalencia de la historia y

el lugar, parece como si el autor quisiera diluirse en ella cuando, en realidad, está

mostrándose abiertamente. Cuando se produce el salto a la autobiografía, el yo tiende a

aparecer de idéntica manera, ocultándose también en el “tipo” o el personaje castizo, lo

que lleva a la dificultad de distinción entre ambos géneros.

Por lo tanto el asunto es espinoso; ¿podemos hablar de auténticas autobiografías

en el caso de estos autores decimonónicos y considerar toda su producción textual como

una gran crónica? ¿O, por el contrario hemos de considerar toda ésta como un gran

fondo autobiográfico en el que se traza una línea paralela entre el autor y el espacio que

habita y quiere narrar?

Francisco Sánchez Blanco opta por lo primero para el caso de Mesonero

Romanos. De tal manera (1983: 41):

(…) el autor es testigo, pero al servicio de la fama de otros,

desapareciendo casi en la narración de los acontecimientos, a excepción de

algunas anotaciones sobre los sentimientos particulares que motivaron sus

propias acciones, marginales respecto a la acción principal, por lo que apenas se

puede hablar de auténticas autobiografías.

No podemos estar del todo de acuerdo con Sánchez Blanco, por cuanto estamos

privando al autor de uno de los principales recursos de la autobiografía; a saber, la

narración de su tiempo y su espacio, en el que se mueve y que lo define. En el caso de

Mesonero Romanos, más aún, por cuanto está comenzando a incorporar a su obra el

sentir particular de los autores decimonónicos ven cambiar las ciudades y empiezan a

vivirlas como algo más que un espacio en el que integrarse. Sánchez Blanco, en esa

misma obra, trata de algún que otro autor contemporáneo de Mesonero y trata de

explicar que existe ese modelo de autobiografía se repite en gran parte de las

autobiografías de la época, de manera que “podría cuadrar a la de cualquier miembro de

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la primera generación de liberales” (1987:638). Pero la autobiografía de Mesonero

respira algo más que pura incorporación de espacios acumulativa. El espacio es la razón

de ser de la autobiografía, de manera que la ciudad de Madrid está vinculada y asumida

por el yo del autor, quien trata, no sólo el lugar, sino sus modificaciones, su vida y la

transición que se está operando en ella. De esta manera, se colectiviza la idea del yo sin

perder un ápice de individualidad, gracias a esa incorporación subjetiva de la ciudad a la

autobiografía. Ya hemos visto anteriormente que todo el siglo XIX es, en definitiva, el

de la ciudad como perspectiva para hablar del yo, de punto de fuga de la propia

autobiografía. Para Fernando Durán, además, existe en esta primera mitad del siglo

XIX, antes de la llegada de las ideas modernistas y, posteriormente, la literatura

finisecular en general, una tendencia nacionalista –de origen evidentemente romántico-

que hace ver la ciudad como una suerte de espacio, a un tiempo propio y colectivo que

une a sus habitantes en una especie de espíritu común y una conciencia colectiva que es

inevitable mostrar en una autobiografía. Conciencia colectiva que (2001: 57-58):

(…) interioriza un espacio concreto, un territorio, incluso unas calles y

edificios: es una conciencia local tanto como temporal, según la cual la

pertenencia a un ámbito geográfico define la propia personalidad en la misma

medida que los acontecimientos vividos. Por ello no resulta extraño el

protagonismo adquirido por Madrid en las Memorias de un setentón, ya

que los acontecimientos históricos se describen y analizan con óptica

centralista.

Estamos, pues, de acuerdo con Fernando Durán en su acertada aseveración de que

el espacio urbano, Madrid en este caso, no puede ser tratado como una contradicción a

la caracterización memorialística del texto, sino muy al contrario, debe ser situado como

uno de los signos narrativos más significativos que sirve de marca para esa modalidad.

Como opina, de igual manera, Ana Caballé (1991: 143):

Madrid es el epicentro de casi todos los relatos autobiográficos, la

mayoría de ellos a medio camino entre la literatura de costumbres inspirada en

la realidad ambiental y un sentimiento indudable de autosatisfacción, que

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conduce, por ejemplo, a enfatizar los hechos de la Independencia o el espíritu

liberal gaditano.

Para Durán, los precursores habrían sido Mor de Fuentes, de quien ya hemos

hablado aquí, no sólo como uno de los precursores de la autobiografía moderna en

España, sino como uno de los primeros autores que incorpora el espacio urbano a las

modalidades autobiográficas como un auténtico signo de autobiografía en su obra El

bosquejillo. También Alcalá Galiano a través de distintas narraciones autobiográficas

como Apuntes para servir a la historia del alzamiento de 1820 (1821) o sus Recuerdos

de un anciano (1886). Son también memorias de tinte costumbrista en las que se relatan

sus vivencias en Cádiz y, por supuesto, Madrid. Pero también fue importante en la

creación de las memorias de Mesonero la obra de Patricio de la Escosura Recuerdos

literarios. Reminiscencias biográficas del presente siglo. Importante por cuanto tienen

de crónica de la sociedad literaria del tiempo.

Fueron muchas las memorias escritas en España a raíz de la publicación de la obra

de Mesonero Romanos. No vamos a hablar ahora de ellas y, para su estudio remitimos

al artículo de Fernando Durán (2001).

Nos interesa sólo destacar cómo la crónica y, fundamentalmente la crónica

costumbrista está también muy cerca de la autobiografía y cómo podemos hablar de una

auténtica autobiografía costumbrista, en la que el espacio como signo de la narración

memorialística tiene la importancia de integrarse en la descripción del propio yo.

También cómo no debe ser descartado como autobiográfico el texto en el que el espacio

aparezca como protagonista, puesto que termina por ser un remedo del autor. Todo ello

será la base para determinadas formas de interpretación del yo, como hemos visto

anteriormente en la formación del espíritu decimonónico del flâneur.

Sí queremos terminar este epígrafe mostrando ciertas formas compartidas por las

memorias y los artículos de costumbres que terminan por mostrarnos la delicada y

finísima línea que los separa a veces. Expresiones como (1917: 125): “el primero en

llegar a la cita fue, si mal no recuerdo, el señor Juan de Manzanares”.

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“Afortunadamente somos poco diestros en el achaque de traducciones”(176); fórmulas

que remiten al propio autor que nos inducen a comparar, siquiera sea muy someramente

en estas concomitancias que unen ambos géneros.

Al respecto de este tipo de crónicas, la segunda mitad del siglo XIX aporta

también un buen número de ellas que, sin embargo, mantienen una relación con el

espacio distinta de las costumbristas. Gutiérrez Nájera, el escritor chileno, produjo un

buen número de ellas. Es interesante el análisis que ha hecho Álvaro Salvador (2007).

Nájera sería ese cronista de la gran ciudad que ha dado el paso del costumbrismo

espacial, de la mera descripción que identifica autor con ciudad, al escritor que “flanea”

por ella.

Lo que ha venido a cambiar en la actitud finisecular de este autor y de todos los

que viven la ciudad moderna es la forma de mirar. Como advertíamos anteriormente, el

flâneur se ha convertido en el verdadero cronista de la ciudad y sus gentes. Gutiérrez

Nájera vive esa ciudad desde una perspectiva doble: la de quien ha de vivir en ella y la

del escritor que la convierte en materia de creación. Salvador lo explica de la siguiente

manera (2007: 132):

Es cierto que la “crónica” supone para Gutiérrez Nájera el lugar en el que

pueden convivir sus dos tendencias escriturales, la que le pide sosiego y

reflexión para lograr el proceso de creación estética y la que le llama al exterior

de la realidad, a las calles de la ciudad en donde encontrar la noticia que le

permita rellenar las cuartillas necesarias para el sueldo del día siguiente.

Esta necesidad modifica la condición particular de la crónica, de manera que se

hace difícil interpretar su condición genérica. La crónica puede variar, pues, de un

género a otro sin parar en el molde (2007: 133):

Estos productos pueden ser detectados, como hemos dicho,

fundamentalmente en los escritos en prosa de Gutiérrez Nájera, en las llamadas

“crónicas”, pero también en esos híbridos que no sabemos – y tampoco sabía le

propio autor- si pertenecen a la crónica, al cuento o al poema en prosa, los

llamados cuentos “frágiles”, “de humo”, etc.

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La explicación del cambio también vendría dada por una transformación social

que se basa en la aparición de la vieja costumbre de la “causerie” como narración

intrascendente, imaginativa, sobre sucesos que se producen en el entorno real del autor.

Esta “causerie” es el equivalente al cotilleo banal, de calle, en el que se inventa sobre

personajes desconocidos que se cruzan por la mirada del espectador y que provendría de

la chronique parisina que inventara Hippolyte de Villemesant52 tras la fundación del

diario homónimo La Chronique de Paris en la que se trataba la crónica siempre con una

cierta connotación íntima más que con una relevancia puramente histórica.

Por lo tanto comprobamos cómo se produce una transición desde la crónica

histórica a la crónica íntima pasando por dos pasos nada circunstanciales y que dejaron

una huella profunda en el género que es el voyeurismo del escritor decimonónico y su

tendencia a la causserie, al cotilleo ficcional. La aparición del flaneo literario terminará

por imprimir al género la intimidad autobiográfica con la que el espacio y el tiempo

históricos plasmarán al autor en la escritura autobiográfica, de manera que podremos

llegar al siglo XX leyendo textos autobiográficos que serán auténticas crónicas urbanas,

caso, por ejemplo del anteriormente citado de los diarios de Carlos Barral que él mismo

reconoce como un caso de crónica de la ciudad de Barcelona.

2.5.3.4.- Visitantes que escriben el espacio. Espacio que escribe en el viajero

No vamos a abundar en la escritura de viajes. En primer lugar porque no entra en

los planes de este trabajo hablar estrictamente sobre narraciones de viajes. No es el viaje

y sus textos lo que nos importa, sino la visión que tienen los viajeros sobre los espacios

que conocen. Hemos de tratar sobre aquellos que visitan el espacio urbano, sobre los

que están de paso y dejan por escrito una experiencia concreta en un espacio y tiempo

limitados. Es decir, que un visitante de la ciudad puede exponer, simplemente una

52 Se refiere Álvaro Salvador a La chronique de Paris, de Hippolyte de Villemessant, fundador de Le Figaro y memorialista reconocido que, en el tercer cuarto del siglo XIX publicó numerosos textos de carácter autobiográfico, como las Memoires d’un journaliste (1884).

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consideración superficial del espacio urbano, o bien puede aportar una experiencia vital

de éste. Luego no vamos a aplicarnos en tratar la literatura de viajes, sino sólo aquellos

aspectos que repercuten en una escritura autobiográfica del espacio, que puede ir desde

la exposición de un recorrido circunstancial por una ciudad hasta una exposición

epistolar de este viaje. Aún y con todo, creo necesario hacer un brevísimo repaso teórico

por las teorías acerca de la narración de viajes, por lo que nos pueda aportar de

informativo acerca del espacio en este tipo de textos y lo que de autobiográfico tiene

esta expresión espacial.

Entre otras razones porque consideramos que la escritura de viajes no es en sí

misma un género, o al menos no podemos admitir que un único género reúna, por sí

solo, toda escritura de viajes. Artículos, ensayos, diarios, novelas… todos ellos parecen

ser modalidades de la puesta por escrito de las experiencias e impresiones de un viajero.

Según Todorov, toda escritura de viajes tiene alguna característica general que lo

individualiza genéricamente, como si existiera una cierta superioridad narrativa del

autor sobre el espacio y el tiempo que, sin embargo, son igualmente protagonistas de

dicha narración (1995: 60-70). Lógicamente, el estudio de Todorov parte de estructuras

esquemáticas que tratan de explicar las características genéricas de la literatura de viajes

y que se corresponden con fórmulas reiteradas en estos textos, como la necesidad de

unas secuencias temporales y espaciales como el punto de partida, las estancias en

espacios fijos de intercambio de ruta…

Los acercamientos al género más importantes han venido, como puede parecer

lógico, de la crítica literaria anglosajona, quizá debido a la antigüedad que la literatura

de viajes ha tenido en estos países. Por ello vamos a hacer un breve recorrido por

algunos de los estudios que nos han parecido interesantes y que evidencian la

importancia que ha tenido este género en la historia de la literatura, dando por

descontado que esas mismas características las apreciaremos en la literatura española y,

lo que va a ser más importante para nuestro trabajo, por cuanto los primeros textos que

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recogeremos en la segunda parte serán, precisamente, textos de viajeros anglosajones

por España.

Ya en 1957, Northrup Frye analizaba aquellos elementos que podemos considerar

indispensables para que una narración pueda considerarse como literatura de viajes.

Estas características se reducirían a dos: un viajero y un camino. Ello se conformaría en

el texto como un movimiento en el tiempo y otro en el espacio. Para Frye serían

imprescindibles, pues, un punto de partida y uno de llegada.

Janet Pérez, quien también ha abordado el género en sus características

fundamentales, explica cómo el viaje debe haber sido decidido libremente, a diferencia

del exilio o la emigración, que darían pie a una modalidad de escritura diferente.

Establece Janet Pérez una diferencia esencial entre literatura de viaje y libro de viajes.

Este último sería siempre testimonial y procedería de la experiencia de un itinerario,

mientras que la literatura de viajes puede abarcar tanto a viajes imaginarios como a

viajes novelados, es decir, implicaría tanto a la literatura de ficción como a ciertas

modalidades autobiográficas.

Un estudio interesante al respecto es el de Fernando Cristovao quien estudia la

evolución de la literatura de viajes. Según Cristovao, la espacialización se produce

cuando a las primeras narraciones se van superponiendo algunos elementos de carácter

geográfico y social que dependen de la mirada particular del autor, además de las

propias características del espacio visitado (2000: 237)

Quant à la littérature de voyage, elle se présente en temps que sous-genre

littéraire avec des références chronologiques de temps et d’espace, selon des

conceptions propres, en vigueur entre le XVe siècle et la fin du XIXe”.

Es decir; la literatura de viajes, hasta el siglo XIX depende de la concepción

propia de tiempo y espacio que los propios viajeros mantenían en su tiempo. O lo que es

lo mismo, la descripción del espacio dependería de los intereses propios del viajero, de

lo que el viajero va buscando en cada momento, que no es tanto la descripción espacial

como la explicación de las curiosidades propias del lugar. Esto ocurrirá, por ejemplo en

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las crónicas de los primeros viajeros por América, más interesados en tratar la

pretendida distancia moral que existía entre el hombre europeo, con su cultura y su

religión al servicio de la política y de la evangelización, que la riqueza paisajística o del

interés sociológico, obviamente nulo en aquel tiempo. O la descripción de las

variedades hortícolas o botánicas recién descubiertas. Todo ello empezará a cambiar a

lo largo de los siglos XVIII y XIX (2000: 241):

Selon les auteurs, dans la littérature de voyage, de plus en plus, le récit

n’envisagera pas seulement les étapes du déplacement et des évènements

survenus pendant le parcours, mais aussi la narration et la description de tout ce

qui était en rapport avec le voyage: géographie, histoire, religion, culture des

peuples”.

Para el autor de esta obra, la literatura de viajes se encuentra entre la historia, la

antropología y la literatura, de manera que debe obviarse la calidad literaria del texto

para observar otros valores implícitos a la obra. Por supuesto, la variedad de escritos

dependería de las motivaciones propias del género que podrían tener como opciones

fundamentales los viajes de negocios, los de peregrinaje e, incluso, los viajes

imaginarios.

Habría que distinguir algo que no podemos apreciar en el artículo de Cristovao y

que son aquellos textos que refieren más los viajes que se describen con intención

costumbrista y que en la literatura española tuvieron gran aceptación en la segunda

mitad del XIX, como los escritos de Bécquer en sus viajes a Toledo o Ávila, que

veremos en la segunda parte de este trabajo, o los de Pérez Galdós. No conocemos, sin

embargo, ninguna clasificación de la literatura de viajes por España, ni de los viajeros

españoles del siglo XIX. Hemos podido consultar la tesis doctoral de Chantal Roussell

Zuazu53 (2005) La literatura de viaje española del siglo XIX, una tipología. En ella se

hace un acopio de obras de viajeros españoles por España y por el extranjero. Sin

embargo, nos parece limitada únicamente a aquellos viajeros que escriben con intención

53 Tesis defendida en el Departamento de Literatura Española de la Universidad de Texas.

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literaria, dejando de lado, en primer lugar, los viajeros extranjeros por España, así como

esos otros autores más costumbristas, como los anteriormente citados Galdós o Bécquer.

Y atiende a estos viajes desde un punto de vista puramente intencional, clasificando las

obras por la intención del viajero, más que por los criterios literarios que pueden

interesar a una clasificación genérica.

Para un viajero de hoy es sencillo hacer una catalogación de los viajes. De hecho,

muchas agencias de viaje los clasifican por intereses; a saber: viaje de aventuras, viajes

culturales, viajes para la tercera edad, viajes y deporte… Es decir, la forma de viajar

siempre incluye al tipo de viajero, por lo que, de alguna manera, la narración de un tipo

de viaje está informando ya sobre el tipo de personalidad del autor. Este quizá sea el

acierto de la catalogación de Chantal Roussell y que nos puede resultar de interés. En

cualquier caso, el tipo de elección no suele tener relación con el modelo narrativo o

descriptivo elegido y, en el caso de la literatura de viajes decimonónica, tanto en España

como en el resto de Europa, los viajeros suelen pertenecer a clases burguesas o

claramente cultas, lo que hace de la literatura de viajes un ejercicio de escritura que

tiene mucho en común.

Por otro lado se tiende a pensar que las narraciones extranjeras sobre la materia

patria son extremadamente más fieles a la verdad y más objetivas que las escritas en la

lengua propia. Nada más lejano a la verdad. El tópico español de toros, flamencos y

gitanos tuvo su origen precisamente en la literatura de viajes, fundamentalmente

francesa y con recorrido andaluz, mientras que los viajeros ingleses que recorren

Castilla, por ejemplo, apenas dejan huella en la imaginería tópica del país.

Sí es verdad que suele haber una intención viajera que produce una cierta

insistencia en la modalidad autobiográfica que es la de aquellos textos que se

corresponden con viajes de interés cultural y estético. Además, la expresión del espacio

en ellos es especialmente significativa y suele remarcar las opiniones, valores y

emotividad del autor. La descripción del paisaje, por ejemplo, suele acercar al escritor-

viajero a movimientos de espíritu o religiosos, como el caso de Unamuno al contemplar

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las cumbres de Gredos, en Ávila. La presencia del autor en estos textos suele imponer

un material autobiográfico muy poderoso y suele desligarse de aspectos concretos de la

escritura de viajes, como la descripción del trayecto, del medio, de las paradas, de lo

pintoresco o de lo folclórico, como le ocurre, venimos diciendo, a Unamuno en Por

tierras de España y Portugal (1911).

Obras interesantes para el estudio de estos viajeros son las de Lili Litvak: Visita al

Paraíso: ciencia y mito en las crónicas de viajeros españoles a América en el siglo XIX,

y Geografías mágicas: viajeros españoles del siglo XIX por países exóticos (1800-

1913). En estas obras se señala cómo las obras de viajes son recibidas por los lectores

como una esperanza del propio viaje y un condicionamiento de su propia opinión sobre

el espacio, si bien se centran más en los viajeros españoles que en los viajes por España.

Por lo que nos interesa para nuestro estudio, hemos de reparar en otro aspecto

importante que es el de las modalidades que admiten los escritos de viajes y que se han

vinculado siempre con géneros autobiográficos, como son los epistolarios, las memorias

o los diarios.

Los libros de viajes suelen mantener, a menudo, un tono confesional e íntimo que

aporta, por él mismo, una información valiosísima para comprender el pensamiento y la

intimidad del autor. Sería impensable una biografía de Unamuno sin la visión propia

que se aporta en obras de viajes como el ya citado Por tierras de España y Portugal, o

De Fuerteventura a París, obra esta última, en la que la combinación de verso y prosa

inciden en esa idea de reflejar lo emotivo y lo descriptivo. El comienzo de la obra ya

implica esta mezcolanza. Así que, en esta obra de Unamuno, podemos comprobar cómo

el conocimiento del lugar al que se ha desplazado implica también una experiencia

autobiográfica digna de ser contada. ¿Se puede considerar como una obra de viajes?

Evidentemente sí, aunque debamos considerar que el motivo del viaje es un destierro.

No podemos decir que la motivación influya en el resultado narrativo del texto, de

manera que, independientemente de la causa que lo motive, el resultado es la expresión

del espacio al que considera lugar de destino y que, de manera temporal, se vive y se

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describe. La interiorización de este paisaje en Unamuno es de una fortaleza vivencial

que la propia obra comienza con estas palabras (1999: 755):

¡Ay, mi querido amigo, cuanto viva mi alma, y en la forma que viviere,

vivirá en ella, hecha hueso espiritual o roca espiritual de sus huesos o sus rocas

espirituales, esa bendita isla rocosa de Fuerteventura donde he vivido con

ustedes, los nobles majoreros y con el Dios de nuestra España, los días más

entrañables y más fecundos de mi vida de luchador por la verdad!

Y es el propio Unamuno quien nos informa del carácter autobiográfico y diarístico

que tienen estos textos escritos, sin embargo, en sonetos, es decir, no en forma de

narración explícita, sino incorporando la intimidad de la experiencia espacial a una

expresión lírica (1999: 756):

Así resulta este, mi nuevo rosario de sonetos un diario íntimo de la vida

íntima de mi destierro. En ellos se refleja toda la agonía –agonía quiere decir

lucha- de mi alma de español y de cristiano. Como todos los feché al hacerlos y

conservo el diario de sucesos y de exterioridades que ahí llevaba puedo fijar el

momento de historia en que me brotó cada uno de ellos.

Porque para Unamuno, todo viaje es una experiencia cultural. No como

podríamos considerarlo en la actualidad, es decir, como una forma de conocer nuevas

culturas, sino como un adentramiento en la propia. En el viaje se manifiesta el yo más

íntimo; incluso las sensaciones que afloran en esos viajes y las motivaciones que los

provocan pueden tener su origen en las motivaciones culturales y las lecturas propias.

En este caso, Unamuno rehuye la experiencia turística, el “parvenu” americano que

viaja, no podía ser de otro modo, por vanidad o por moda (2004d: 404). Los viajes

pueden ser, siempre, de carácter espiritual, como eran los viajes flaubertianos, marcados

por la sensación de tristeza:

Pero ¿para qué viajan la mayoría de los que viajan? ¿Hay algo más

azarante, más molesto, más prosaico que el turista? El enemigo de quien viaja

por pasión, por alegría o por tristeza, para recordar o para olvidar es el que viaja

por vanidad o por moda, es ese horrible e insoportable turista […]. Y hay

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también, sí, la tristeza de los viajes. Como escribía desde Atenas a Luisa Colet

aquella estupenda naturaleza de artista y soñador que fue Gustavo Flaubert.

Unamuno recurre a Flaubert para explicar su concepción del viaje porque

encuentra en él la intimidad autobiográfica del mismo; no se viaja sólo por conocer,

sino por auto conocerse, porque se parte de un sentimiento íntimo y porque en los

diferentes lugares reconocemos los propios, por identidad o por exclusión. Los lugares

normalmente remiten a la infancia, a los espacios felices de la niñez. Así que, por un

lado, el viaje remite a criterios estéticos, por los que el viajero necesita escribir sobre

ellos, pero también a motivaciones éticas. Esto le ocurre a Unamuno cuando ve en el

campo, generalmente en los campos de Castilla, un evangelio (2004d: 405): “Pero no es

lo mismo para aquel que encuentra en el campo un Evangelio y absorbe en la montaña,

tanto más que efluvios estéticos, efluvios éticos. Porque el campo libre es una lección de

moral, de piedad, de serenidad”.

Resumiendo, no nos interesa tanto a nuestro objetivo las modalidades que puedan

adquirir los relatos de viajes, ni las intencionalidades con que se producen. La

vinculación del autor con el espacio recorrido puede ser idéntica, independientemente

de qué produzca la experiencia. De esta manera, el lugar incide en el autor por la

intimidad con que es acogido, provenga el viaje de una experiencia dolorosa como un

destierro, provenga de un simple viaje de investigación estética o sociológica, como

aquellos desplazamientos de los viajeros europeos por la España del XIX. El viaje es

una explicación para la producción autobiográfica, pero también la vida es una

explicación para el viaje. Por lo que la literatura de viajes implica una unión íntima

entre el viajero y el espacio; pero cuando el viajero se convierte en autor, en escritor del

espacio, éste deviene otra cosa, se culturaliza, se simboliza o se transmuta en un espacio

narrado, distinto del referencial. Por ello no podemos olvidar que, cuando el viajero y el

narrador es un escritor, las motivaciones y las expresiones autobiográficas siempre se

modifican por una traslación semántica: el espacio se convierte en un espacio narrado,

literario. Cuando Unamuno contempla los paisajes de los valles de Gredos o los del

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norte de Italia, en realidad está viendo los campos de su infancia (2004d: 403): “Al subir

el Reno, yendo de Pistoya a Bolonia, me invadió el recuerdo de la subida de Orduña

según se pasa de los valles del País Vasco a la llanura castellana”. Y esto ocurre,

recordemos, por similitud, pero también por lo contrario: “Y hasta las oposiciones

suscitaban el recuerdo de mi tierra, ya que hay una asociación de ideas por

desemejanza”.

Proponemos un último ejemplo, más local, que es el de los viajeros catalanes, en

el siglo XX, por tierras de la Castilla Vieja. El periodista Gaziel, Agustí Calvet, y el

anteriormente citado Pere Corominas, mención aparte de los textos de Pla o de Espriu.

Estos viajeros se asoman a la realidad de una Castilla empobrecida y con la

mentalidad de quienes se presentan ante el espacio yermo y vacío de Castilla con la

lección literaria previamente aprendida. Su intención viajera es cultural. En el caso de

Gaziel, que escribe Castilla adentro, describe su viaje por Ávila invitado por la criada

que trabajaba en su domicilio barcelonés. Su visión de los roquedales de las sierras de

Ávila manifiestan una intención sociológica y política de carácter descriptivo y una

comparación espiritual entre Castilla y Cataluña. En el caso de Coromines (1998), su

comparación entre Cataluña y Castilla es de carácter histórico. Independientemente de

las motivaciones de sus respectivos viajes y de la modalidad o género elegido, en ambos

casos el viaje informa de las vivencias autobiográficas del autor y del cambio

experimentado en su vida a partir del viaje.

Por lo tanto, bien hablemos de motivaciones de uno u otro tipo, de formas

genéricas literarias diferentes, parece obvio que la escritura de viajes pone de manifiesto

la conjunción del espacio y de la vida, el espacio que se contempla como una influencia

vital que necesita ser escrita. O lo que es lo mismo, cómo el espacio incide en la

producción de textos autobiográficos.

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SEGUNDA PARTE:

UN EJEMPLO DE SIGNO ESPACIAL EN LA ESCRITURA

AUTOBIOGRÁFICA

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Obviamente, el tratamiento del espacio en cualquier texto o modalidad

autobiográfica nos aporta una información necesaria para la explicación psicológica del

autor, y para su integración física en el entorno que trata de explicarnos. Por decirlo de

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otra manera, el espacio habitado es parte integrante de la etopeya del autor-narrador-

personaje, pero también es parte de otra descripción que podemos denominar el no-yo.

Ya hemos visto en el apartado anterior cómo los textos autobiográficos del siglo

XVIII, a partir de los cuales podemos hablar de una autobiografía moderna, tienen como

primer aspecto reseñable la aparición del espacio urbano como integrador de los

aspectos sociales, culturales, personales y políticos de la época y el momento. De esta

manera se plantean durante el siglo XVIII y XIX otras modalidades autobiográficas en

las que el espacio cobra protagonismo en la narración y que se ha dado en denominar

“narraciones de viajes”, que, en resumidas cuentas no son más que una materia

referencial, más que un aspecto genérico, y que afectan a todo aquel texto narrativo en

el que se nos aporta información personal sobre el espacio que se visita,

independientemente de que nos encontremos ante un epistolario, una ficción narrativa,

un diario personal de un periplo viajero o, incluso, uno o más textos periodísticos que

podemos hallar, con gran profusión en los suplementos dominicales de los diarios.

Por otro lado, los textos autobiográficos anteriores al siglo XVIII han de ser

tratados como auténticas modalidades de escritura del yo, bien se trate de verdaderas

autobiografías o de textos en los que el autor, el narrador y el personaje son fácilmente

identificables por marcas textuales o referencias explícitas en el propio texto.

Además, ya hemos explicado que los textos autobiográficos no pueden

diferenciarse por completo de los textos de ficción, sino que cualquier narración

autobiográfica puede incorporarse en el molde, más o menos estrecho, de géneros muy

diversos, por lo que determinados signos narrativos se verán determinados por el género

concreto en el que aparezca, independientemente del grado de autobiografismo o de

presencia del yo que podamos distinguir.

El signo espacial se muestra especialmente sensible al análisis narrativo, ya que

son muchas las modalidades en los que éste puede servir de vínculo que muestre las

relaciones autor-personaje, de manera que encontremos esa posible intervención del yo

en la narración, caso de las novelas en clave o de los llamados “textos de autoficción”.

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Por ello no debemos excluir aquellos acercamientos teóricos que sean compartidos por

los textos de ficción y los autobiográficos que ayuden a comprender cómo el espacio

urbano en la autobiografía está ocultando la transformación personal y cultural de una

época, reflejada, fundamentalmente, por los autores de los que tratamos. No podemos

olvidar que los textos que vamos a analizar son textos escritos por personajes de

relevancia cultural en su época, por lo que la interpretación de los signos narrativos

utilizados son también el reflejo de la transformación cultural del momento.

Un signo tan importante para textos de ficción o de no ficción como es el espacio-

tiempo va a ser, pues, un indicador constante de las transformaciones sociales y

literarias. Por ello hemos elegido un espacio urbano concreto que pueda argumentar

esas transformaciones desde las apariciones literarias más antiguas y que haya podido

ser referido en textos de muy diferentes épocas, de manera que pueda ser apreciado, no

sólo como signo textual y narrativo, sino también como signo de la transformación de

las mentalidades a lo largo de la historia literaria o de la escritura de corte

autobiográfico.

Hemos recogido los textos autobiográficos en los que la ciudad de Ávila aparece

desde el siglo XV, por cuanto va a intervenir en diferentes modalidades como la

autobiografía narrativa de los escritores místicos, pasando por poemas barrocos, escritos

de autores del XVIII y XIX, como textos líricos, escritos de viajes, textos narrativos…

y, porque ya en el siglo XX ha dado lugar a un buen número de escritos autobiográficos

que van desde las memorias hasta los epistolarios, sin dejar de lado otros muchos

géneros en los que la ciudad se ha comportado como signo narrativo que aporta, por un

lado, información autobiográfica del autor, y por otro, formulaciones propias del

comportamiento del signo narrativo espacial en estos textos.

En otro orden de cosas, hemos de considerar también cómo algunos aspectos

ficcionales del signo de la ciudad han terminado por influir en la concepción histórica

que ha calado en el pensamiento común e histórico de cuantos han escrito en el siglo

XX y han mantenido a la ciudad de Ávila como referente directo o indirecto. La

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consideración de la ciudad como un ejemplo de espacio místico e histórico ha sido

incorporada al común de la literatura autobiográfica y de viajes, de manera que gran

parte de los textos que estudiemos habremos de vincularlos a esa tradición procedente

de la literatura de fines del XIX y de escritores como Unamuno o Azorín y al tema o

tópico de las ciudades muertas que hemos estudiado anteriormente.

Como parece evidente, podríamos haber elegido cualquier otro referente espacial.

Pero consideramos también que una ciudad pequeña como Ávila cumplía determinadas

características que no podemos dejar de lado, como son la vinculación estrecha entre la

vida rural y la urbana; la cercanía con una gran ciudad como Madrid que facilitaba la

incorporación a las rutas de viajeros de manera muy temprana –más tarde estudiaremos

el porqué-; la aparición en textos autobiográficos de forma muy temprana, ya en el siglo

XVI; la vinculación que existe entre géneros de ficción y modalidades autobiográficas,

fundamentalmente a partir del finales del siglo XIX; y también algunos aspectos

ideológicos que han contribuido a formar una imagen fosilizada de su historia y su

aspecto monumental, de manera que podemos acercarnos a algunos textos sobre la base

de un signo ya prefigurado literariamente y que puede funcionar también en narraciones

autobiográficas.

Por ello, no vamos a reducir nuestro trabajo a textos puramente literarios, sino que

trataremos de acercarnos a cualquier escritura de corte autobiográfico que aporte

información sobre cómo se configura el signo espacial en esta modalidad de escritos. De

esta forma, vamos a incorporar documentos procedentes de autores como Santa Teresa

de Ávila, San Juan de la Cruz y algún que otro texto de corte religioso, como algunos

documentos del siglo XVI español; algunos textos de viajeros por Ávila, no sólo de los

románticos ingleses y franceses que dejaron por escrito su particular visión de la ciudad;

la información de aquellos historiadores o intelectuales de finales del XIX y principios

del XX, pensadores como George Santayana o historiadores como Claudio Sánchez

Albornoz, cuyas memorias o autobiografías son de indudable interés aunque no puedan

considerarse, estrictamente, como textos literarios.

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1.- EL ESPACIO URBANO DE LA CIUDAD DE ÁVILA. UNA APROXIMACIÓN A SU CONFIGURACIÓN SEMIÓTICA EN LA ESCRITURA AUTOBIOGRÁFICA

1.1.-Procesos de simbolización del espacio

El signo espacial de la ciudad, que cobra especial importancia durante el realismo,

gana relieve durante el último cuarto del siglo XIX, merced a la incorporación de una

nueva significación simbólica. Esta nueva forma de entender la ciudad afecta al

complejo conjunto de signos que configura el espacio urbano en la novela de finales del

XIX y principios del XX. Así, la ciudad que había sido para Galdós, para Pereda o para

Clarín un lugar configurador de una particular manifestación de sus habitantes y que,

incluso, había mantenido un valor significativo parecido al de sus personajes, confería a

la novela la capacidad de mostrar el ambiente en que se desenvolvía la sociedad del

momento, además de incorporar a la trama un marco en el que situar las marcas

temporales que insinuaban el desarrollo de ésta. Sin embargo, no podemos asociar esta

formulación del espacio urbano únicamente a la literatura de ficción, especialmente a la

novela, sino que la particular manera de concebir esa ciudad va a tener repercusión en

otros tipos de escritura, en especial en textos autobiográficos, por dos motivos; el

primero porque se vinculará la ideología del denominado noventa y ocho a la tópica

general literaria del siglo XX; y en segundo, porque pasará a formar parte de la historia

de las mentalidades y la historia cultural de la propia clase intelectual del momento.

Lotman (1994: 5) reconoce la importancia del espacio urbano en la historia

cultural como sistema de símbolos en los que se entremezclan ideas relacionadas o

contrapuestas a los lugares externos a ellas:

La ciudad ocupa un lugar especial en el sistema de símbolos elaborado

por la historia de la cultura. Además, hay que separar las dos esferas principales

de la semiótica urbana: la ciudad como espacio y la ciudad como nombre.

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      La ciudad como espacio cerrado puede hallarse en doble relación con

la tierra que la rodea. Puede ser no solamente isomorfa con el Estado, sino

también personificarlo, en cierto sentido ideal (así Roma-ciudad y Roma-orbe);

pero de igual modo puede ser su antítesis. Urbs y orbis terrarum se pueden

entender como dos esencias contrarias. En este último caso estaremos

recordando el capítulo 4, versículo 17 del libro del Génesis, donde Caín es

considerado el primer constructor de una ciudad: «Púsose aquél a construir una

ciudad, a la que dio nombre...» De este modo, Caín no es solamente el fundador

de la primera ciudad, sino también aquél que le dio su primer nombre.

Son ideas que aparecen constantemente en la historia de la literatura. El hecho de

que la ciudad aparezca continuamente vinculada a los nombres de los fundadores es

también el nexo del espacio a la historia de la humanidad. La ciudad y el hombre van a

aparecer siempre juntos y van a evolucionar juntos, de manera que, no sólo la fisonomía

de la ciudad, sino también su concepción subjetiva. Lotman establece las dos formas de

concebirla: el espacio y su nombre. Al nombrarla, también se personifica. En muchos

casos, esos nombres aparecen adjetivados, con lo cual se le incorporan matices

semánticos de carácter histórico, pero también subjetivos. Ávila, el caso que nos ocupa,

es también Ávila de los leales, de los Caballeros, del Rey… y el unamuniano Ávila la

casa, que hoy se aplica, incluso, para nombrar una cadena de hoteles rurales. Y con la

adjetivación y la antonomasia aparece también la mitología y la leyenda como formas

narrativas. Es decir, la ciudad se vuelve materia narrativa que integra a sus habitantes

como personajes de su particular esencia.

Esas ciudades se desarrollan a lo largo de la historia y sus narraciones provocan su

hermenéutica propia. Troya y sus guerras; Alejandría y su biblioteca; Jerusalem,

Roma… La historia de esas ciudades se vuelve digna de ser interpretada y la ciudad

comienza a tener un significado que proviene de su significante.

Durante toda la historia de la literatura, la ciudad ha sido personificada,

interpretada y metaforizada en base a esas adjetivaciones: ciudad de dios, ciudad

muerta, ciudad fantasma…

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Ahora bien. Nos interesa sobre todo cómo la ciudad ha llegado a simbolizarse

hasta llegar al caso de influir en la propia concepción que sus ciudadanos tienen de ella;

o lo que es lo mismo, cómo esa imagen de la ciudad ha llegado a ser, no un signo en los

textos literarios de ficción, sino a filtrarse con idéntico significado a los textos

autobiográficos.

Con la llegada de los movimientos de corte simbolista a la literatura española

llega, igualmente, una nueva conformación del espacio en la novela. La simbolización

afecta también a aquellos signos que venían utilizándose en la novelística realista y que

quedarán ya permanentemente incorporados a la literatura de las siguientes décadas.

La ciudad como espacio significativo seguirá teniendo una particular relevancia

en las novelas de fin de siglo, pero quedarán marcadas por una nueva posibilidad

narrativa: la de involucrar en ella otros muchos valores morales, psicológicos, históricos

o estéticos que en la narrativa realista habían quedado esbozados en la mayor parte de

los casos.

El ejemplo que nos ocupa, la ciudad de Ávila es un buen ejemplo de cómo la

imaginación literaria y la simbolización ha calado, incluso, en la manera de concebir el

espacio por parte de quienes la han vivido más de cerca. Si hoy entramos en la ciudad a

través del ferrocarril, encontraremos un mural en el vestíbulo en el que se puede

apreciar la figura de un campesino, escoltado por un guerrero y un fraile. O lo que es lo

mismo: la ciudad campesina, mística y guerrera. Nada tendría de particular si no

supiésemos que esa representación procede de mediados de los años 50 del siglo XX,

cuando la imagen simbólica que le dio forma en la literatura había caducado hacía más

de cuarenta años. Y podremos rastrear este mismo efecto en la literatura del momento y

los textos autobiográficos incluso posteriores.

Son muchas las variantes simbólicas de la ciudad a lo largo de los tiempos.

Algunas tienen origen muy antiguo y pueden atestiguarse en los textos bíblicos.

Vladimir Toporov (2006: 2)54 estudió, por ejemplo, la especial relevancia que tenían los

54 Puede encontrarse el artículo en la dirección de la revista electrónica Entretextos, Revista Semestral de Estudios Semióticos sobre la Cultura, en la dirección:

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símbolos de la ciudad-doncella o la ciudad-ramera, indagando en cómo el símbolo de la

ciudad había ganado una característica fundamentalmente femenina, de manera que

recoge significados antiguos como el de la madre-tierra. De ahí que adquiera también

significaciones como la del altar, como ya comentamos anteriormente:

La ciudad defiende, salva, guarda a los que se encuentran en ella: a la

tribu, a la familia, al pueblo, a la doncella que será la madre de la tribu. Pero, de

la misma manera, la doncella-madre defiende, salva, guarda a la ciudad

(compárese el personaje femenino en función de protector, defensor, asegurador

de la integridad y la seguridad de la ciudad, con los emblemas y símbolos

femeninos de las ciudades). (…) Dicho de otra manera, la interrelación de las

imágenes de la ciudad y de la doncella (madre) es tan abundante y de tanto

alcance que a menudo resulta difícil decidir si se trata de la espacialización del

personaje femenino o de la feminización (‘virginización’) del espacio. La

imagen de la ciudad-doncella es metafórica en dos sentidos: la ciudad es

metáfora de la virgen, y la virgen, de la ciudad.

1.1.1.- Las denominadas “ciudades muertas”

Un particular ejemplo de esta simbolización espacial es la de aquellas novelas que

contienen un referente espacial que se ha venido a denominar el de las “ciudades

muertas”. Este espacio afectaría a un buen número de obras que se dan en toda Europa y

que llegarían pronto a España de la mano de las traducciones publicadas en nuestro país,

y de la incorporación del símbolo a la novelística del momento de la mano de aquellos

que se vinieron, en su momento, a denominar como “generación” o “grupo del 98”,

fundamentalmente a través de la novela de Azorín, la que se ha venido a denominar

“novela lírica”. El concepto de tiempo en la obra del alicantino incide en la sensación de

lentitud casi tediosa, como explica Leon Livingstone (1983: 50):

http://www.ugr.es/~mcaceres/entretextos/entre8/toporov.html

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En busca de un tiempo más propenso al goce estético, Azorín huirá de los

grandes centros urbanos para buscar la deseada lentitud en la tranquilidad de los

pueblos y las pequeñas ciudades de Castilla y de Levante.

Pero también a través de algún autor extranjero que implicó ciudades e historia

española en su obra, caso de Enrique Larreta y su obra La gloria de don Ramiro, novela,

hoy, prácticamente olvidada y que tuvo cierta repercusión crítica en su momento e

importancia en la transmisión del tópico de las ciudades muertas a la literatura española.

La incorporación, sin embargo, de este símbolo, vino de la mano de una obra

traducida al español a finales del siglo XIX del autor belga Georges Rodenbach (1885-

1898), Bruges-la-morte, muy leída por los autores que antes comentábamos y que dejó

su impronta en sus obras. Son numerosas las referencias que encontramos en Unamuno,

Azorín o Cansinos-Assens, quien, sobre la tesis ya bien conocida del “castellanismo” de

la época, vinculó a las ciudades de Castilla con el tópico europeo.

De todo este caudal, podemos extraer una importante consecuencia: que el

símbolo de las ciudades muertas viene a modificar en la novela española uno de los

signos narrativos que más destacaron en toda la producción del siglo XIX, como es la

ciudad; por todo lo cual, la modificación simbólica del espacio urbano en estas novelas

da lugar a un cambio muy importante en la concepción del género y que podemos

vincular con el también importante signo del tiempo.

Por otro lado, mantenemos la opinión de que uno de los cambios que sustentan los

escritores de los primeros años del XX y la generación inmediatamente posterior es

precisamente el cambio significativo en cuanto al signo espacio-temporal. Hemos traído

a estas páginas el ejemplo de dos novelas que nos muestran la diferente manera de

enfrentarse a este signo, La gloria de Don Ramiro55, de Enrique Larreta y En tierra de

Santos56 de Alberto Insúa. En primer lugar porque ambas novelas tuvieron un

importante número de lectores en su momento, lo que las convierte en un buen ejemplo

55 Si bien la primera edición de La gloria de Don Ramiro se publicó en París, la primera edición española -y para toda Hispanoamérica- fue en Madrid: Librería de Victoriano Suárez, 1908. 56 La primera edición se publicó en Madrid: Cosmópolis, 1907. Hemos utilizado, sin embargo, la más distribuida en su momento, la de Madrid: Renacimiento, 1920.

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de las preferencias lectoras de ambas generaciones; y en segundo lugar por la

importancia que tuvo en los primeros el signo espacial. Y en tercero, porque ambas

parecen hacer referencia al mismo tópico de las ciudades muertas, el primero como

integrador del espacio en la novelística del momento y el segundo como elemento

descomponedor de tal signo. Alberto Insúa, que terminó siendo el primer traductor de la

novela de Rodenbach, conocía el tópico y busca la crítica de las instituciones morales y

psicológicas de la época anterior a partir de la ruptura con el símbolo del espacio

espiritual de la ciudad muerta.

En un primer momento vamos a analizar cómo llega a la novela española el

espacio simbólico que queremos estudiar, cuáles son los autores que idealizan el espacio

de la ciudad castellana y le dan valor literario para más tarde hacer un análisis detallado

del signo espacio-temporal de las ciudades muertas.

Como es lógico, hemos seleccionado Ávila por cuanto es la ciudad elegida como

protagonista espacial de ambas novelas, la ciudad que, para Unamuno representa el

esplendor español del XVI y, para Insúa o Gutiérrez Solana, la esencia de una España

que debía perderse definitivamente. Pero no debemos olvidar que el espacio en las

ciudades muertas es muy similar en todas las novelas que pudiéramos analizar. Así lo es

Soria (o Segovia) para Machado, o Salamanca, también para Unamuno. Es importante

destacar que ante las ciudades muertas no nos hallamos ante espacios inventados, sino

ante referentes reales transformados por su valor histórico y simbólico, pero de los que

podemos seguir, continuando la manera realista de representación espacial, los lugares

concretos y sus nombres ciertos. Por lo tanto, hemos de tratar precisamente sus

referencias históricas y sociales para identificar qué elementos del símbolo convierten a

las ciudades de Castilla en un especial signo narrativo.

En el caso de Ávila, habremos de destacar valores históricos como su exagerada

vinculación histórica a la mística de Santa Teresa, especialmente valorada por los

autores de fin de siglo, y su importancia social y militar en el siglo XVI, lo que le valió

la referencialidad en la obra de Larreta.

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Estas dos ideas le convierten en ese referente perfecto para su conversión en la

ciudad-celda y la ciudad-castillo que tanta producción literaria generó en estos autores.

Sin embargo hay que destacar cómo estos autores ya habían señalado en el

símbolo su vinculación europea basándose en un sentimentalismo cultural común; pero

también vinculado a esa corriente literaria que les une a aquellas novelas simbolistas.

Así, Azorín (1922: 8) explica:

Hay hojas amarillentas sobre el agua del estanque y del ancho tazón de la

fuente. ¡Oh los cipreses centenarios y negros que noblemente se perfilan en el

azul del cielo! Y las campanadas de la lejana catedral llegan de tarde en tarde a

romper el silencio y hacerlo más sensible… “Lugar codiciadero para hombre

cansado”, decía el poeta. En esta soledad, en este silencio, en este ambiente de

ecuanimidad y de sedancia, un lazo sutil que nos una a Europa.

1.1.1.1.-La novela de Larreta como recreación de una “ciudad muerta”: de los textos autobiográficos a la construcción espacial

Cuando Enrique Larreta escribe La gloria de don Ramiro, ya había leído y

conocía la novela de Rodenbach. Para situar la suya y recrear un espacio simbólico a la

manera del belga encuentra en las ciudades de Castilla una ciudad que puede encajar en

los tópicos que ya conocía. Es decir, un espacio que represente el pasado glorioso, la

espiritualidad, que esté llena de conventos e iglesias, como en Musée de Beguines y que,

a un tiempo incorpore reminiscencias militares y soldadescas, una ciudad llena de viejas

caminando por las calles yendo a misa; “Cosa curiosa: jamás vimos tantas viejas como

en las ciudades viejas” escribía Rodenbach.. Cuando llega el momento de escribir la

novela, el espacio ya estaba creado por los escritores españoles precedentes.

Unamuno y Azorín, sobre todo, pero también Machado conocían previamente

Brujas la muerta. Como hemos comprobado, el concepto de castellanismo y la

importancia que habían cobrado las ciudades castellanas en la obra de aquellos había

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ido configurando el espacio de la ciudad castellana como remedo de la Brujas de

Rodenbach.

Las citas que hacen, tanto Unamuno como Azorín de las obras del belga,

fundamentalmente de Brujas la muerta son muchas. Cansinos (1917: 110) refleja cómo

las ciudades de Castilla se convierten en este lugar común, mostrando hasta qué punto

tuvo importancia esta novela en la configuración del signo espacial de las pequeñas

urbes:

Con el castellanismo volvemos a entrar en el hipogeo de las cariátides

extáticas, tornamos a sumergirnos en las tinieblas medioevas. Nada de la

moderna alegría. Ciudades muertas, viejas catedrales, viejas calles desiertas,

viejos mendigos.

Para un poco más adelante explicar:

Es una labor inspirada en la atracción que las ciudades muertas ejercen

sobre nosotros, los habitantes de estas ciudades demasiado vivas -¿no ha

cantado Rodenbach a Brujas la muerta?

Esto nos vale para la ciudad de Ávila; pero podemos encontrarlo, lógicamente,

para cualquier otra ciudad de Castilla, como, por ejemplo, la Segovia de Doña Inés

(1925) de Azorín.

Pero es en la revista Helios, en 1903, en la que encontramos la primera cita de la

novela de Rodenbach, en el poema “Campanas del domingo”, poema del libro Le Regne

du Silence)57.

Gregorio Martínez Sierra elabora su obra La casa de la primavera sobre este

tópico espacial y en él publica un poema dedicado a Brujas y otros tantos a Ávila,

Toledo o Salamanca, en los que se recogen todas las características espaciales del belga.

57 En traducción de Ramón Pérez de Ayala, quien citó, en el número X (1904) de la Revista al poeta de Brujas, con la traducción de otro de sus poemas: Almas paralíticas.

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Ya hemos comprobado, algo más arriba, cómo incluso algunos periódicos

buscaban en sus títulos hacer referencia a las ciudades muertas, como ocurría en el

artículo “Reims, la ciudad muerta”, de la revista La Esfera (1915).

Es decir, Larreta encuentra el espacio simbólico de la ciudad muerta de Castilla ya

construido y puede edificar la trama sobre la base de este símbolo. Pero lo que es más:

no puede existir esta trama sin la previa presencia del símbolo de la ciudad muerta.

Porque la narración está basada de manera fundamental en las características simbólicas

del espacio.

El cronotopo de Ávila en La gloria de Don Ramiro tiene ese carácter simbólico,

de igual manera que, como explica Ricardo Gullón, ocurre con los espacios del

Lazarillo. Como veremos más adelante, las referencias sensoriales contribuyen a crear

una atmósfera que pasa del ascetismo a la sexualidad enmarcando el desarrollo de la

novela. Es decir, lo que Bobes Naves denomina “espacio subjetivo”.

Rubén Darío había publicado también una crítica tras la aparición de la traducción

francesa de La gloria de don Ramiro. Darío no duda al incluir la novela del uruguayo en

una tradición francesa y, concretamente en la tradición literaria de los autores

decimonónicos, si bien advierte que el lector francés sólo puede hacerse una idea

aproximada (1950: 989):

de lo que puede ser fundamentalmente la novela en su idioma original. Pero

las calidades de esta escritura flaubertiana, de que tanto se ha hablado, tan solamente

las podemos apreciar los artistas y conocedores de nuestra lengua.

Larreta no se comporta en su novela como un simple evocador de la novela de

Rodenbach. En su libro autobiográfico La naranja nos demuestra hasta qué punto era

conocedor de la literatura en francés y de la española. Es más. Su conocimiento de la

literatura mística española –en español y en árabe- es profundo (1948: 170):

Yo siempre he reconocido que para formar mi expresión literaria me

atiborré de místicos, de místicos españoles, se entiende. Me atraía su inspirado y

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sutil conocimiento de las pasiones, debido en parte, posiblemente a la práctica

del confesionario, en país de gente honorosa y verdadera; y me atraía también

en ellos ese lenguaje espiritado al extremo y asimismo jugoso y realista;

continuo contraste de ideal y de prosa, de sol y de sombra, de alucinación y de

cordura, según la manera esencial de toda cosa ibérica y cuyo mejor emblema

será siempre el éxtasis de Santa Teresa en la cocina de su convento sin dejar

caer la sartén.

Por otro lado, hemos de destacar que el libro que acabamos de citar lleva un

prólogo de Gregorio Marañón. En este prólogo, Marañón define a Larreta como

“hombre capaz de desierto”, refiriéndose, lógicamente a su ascetismo (1948: VII):

“tenía Larreta desde su juventud, una veta de ascetismo”.

En esta forma ascética de literatura modernista se encuentra alguna que otra

declaración de su obra. En 1943 publica su libro de poemas La calle de la vida y la

muerte. El título del libro está tomado de una calle de Ávila. Y gran parte de los poemas

podemos considerarlos como modalidades líricas autobiográficas, por cuanto el propio

autor, en sus textos memorialísticos reconoce que algunos de sus poemas fueron fruto

de experiencias vividas en los lugares que se mencionan.

Pero lo que realmente nos interesa ahora es cómo el espacio concreto de la calle y

su nombre nos lleva a la imagen de una ciudad mística y guerrera como formulación del

signo espacial de la ciudad. Los poemas de este libro, en su mayor parte, se abren con

unas palabras explicativas. En este texto da algunas pistas de cómo se interpreta el

espacio de la ciudad en la obra de Larreta (1943: 36):

Ávila es una ciudad inverosímil. Sólo la pasión heroica y la pasión divina

en paralela vehemencia han podido levantar ciudad semejante. Cíñela una

muralla. Sus ochenta y ocho torreones almenados abruman con su pesadumbre

el peñón berroqueño; pero así que se la mira con el espíritu, Ávila es una ciudad

alada

Esta imagen de la ciudad en la que se relaciona el espíritu con la heroicidad es la

misma que la evocación de las ciudades muertas. El espacio urbano cumple con la unión

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de lo histórico soldadesco y lo religioso. Este espacio evoca, igualmente, la historia

española, el pasado que la literatura de los últimos años del XIX pensaba glorioso

(1948: 45):

Más que una ciudad, Ávila es un ancho castillo henchido de iglesias,

emblema completo de España, de la España de la historia, de la España creadora

y profunda.

No es, pues, de extrañar que la elección para situar su novela La gloria de don

Ramiro fuese esta ciudad. El propio poema Ávila lo explica en sus primeros versos

(1943: 37): “Un alma con el claustro desposada / que aún oye al despertar clarín de

almenas”.

Es en otro poema de la misma obra, titulado precisamente con el nombre del

protagonista de la novela que nos ocupa, donde se explicita la íntima relación existente

entre protagonista y espacio. Esta relación es casi metonímica y debemos pensar que las

características espaciales son aplicables a la descripción moral, a la etopeya de Ramiro.

Dice el poema (1943: 39):

(…) Sigo andando

y no sé si soy yo quien va soñando

o es Ávila quien sueña. La fortuna

rondaba. Tú me diste, ciudad fuerte,

ciudad santa, la llave alternativa.

Tu calle de la vida y de la Muerte

finge, al paso, en mi sombra agigantada,

penitente sayal o capa altiva.

Y en capa o en sayal, rabo de espada.

La parte del soneto citada, si bien no demuestra una excesiva calidad, sí nos

aporta una buena información acerca de cómo personaje y espacio se integran

íntimamente. Así, el hecho de que esté escrito en primera persona y el autor se la preste

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a don Ramiro de manera que podemos unir la visión de ambos sobre el espacio físico de

la ciudad.

Esto ocurre porque conocemos la impresión que Enrique Larreta relata de su

primera visita a Ávila. Es en Tiempos Iluminados, apuntes autobiográficos que publica

Larreta en 1941 donde se nos explica esta primera visión de la ciudad, condicionada por

la lectura de los místicos que tanto había estudiado (1941: 120):

Quiso la buena suerte que mi primera visión de Ávila fuera una visión de

otoño. Ávila es muchos más Ávila en ese momento del año, cuando barbechos y

labrantíos toman en torno suyo el aspecto de un remendado sayal, del mismo

color de sus murallas. No creo que ciudad alguna ofrezca al viajero entrada más

emocionante. Puerta de San Vicente. Dos inmensos torreones. En lo alto

curvado pasadizo, verdadera ceja de piedra, infunde a toda aquella mole

guerrera una soñadora expresión de plegaria.

De igual manera, la invocación al signo temporal también se encuentra en esta

línea. La imagen de la ciudad viene unida a la paralización temporal, al estrechamiento

de la sensación de paso del tiempo (1941: 121): “Los altivos palacios, que yo atisbaba al

pasar, se sumergían en una penumbra, en una sombra sin tiempo”.

Un aspecto importante de la recreación de Ávila como una ciudad muerta es

narrada en esta misma obra a través de su conversación con Maurice Barrès58. En esta

conversación, el francés le declara su extrañeza por situar la temática mora en una

ciudad como Ávila (1941: 120):

Recuerdo que una noche, al referirle de sobremesa el programa de la

novela que pensaba escribir y al hablarle del doble origen árabe y castellano de

mi protagonista, él me dijo:” por qué lo hace usted nacer tan arriba, en Ávila?

¿Por qué no lo hace nacer aquí, en Toledo?”. Barrès ignoraba que Ávila, con

58 El escritor y político francés. Larreta y Barrès se conocen en Ávila y su encuentro fructificó en una larga amistad. Sería interesante reconocer hasta qué punto la afinidad ideológica de ambos nos aporta también algunos rasgos del pensamiento de Larreta. Barrès (1862-1923) fue personaje destacado en la política francesa, si bien no militó en partido político alguno. Su vinculación a los principales políticos de la derecha francesa y sus opiniones sobre el asunto Dreyfus contra el que mantuvo una militante y declarada aversión , que le llevaron a decir: “que Dreyfus est capable de trahir, je le conclus de sa race”. Barrès conocía bien España, e incluso escribió alguna obra con temática de nuestro país.

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hallarse situada tan arriba, había tenido, hacia la parte del sur, una populosa

morería.

De todo lo anteriormente expuesto podemos concluir que Larreta reconoce en el

espacio de la ciudad castellana cómo se dan las características conformadoras de un

tópico muy presente en la literatura de su época. Es establecimiento de estas premisas

llevará a Larreta a conformar en su narración un espacio y un tiempo en el que los

personajes protagonistas se acercan al prototipo marcado por la religiosidad, el

abandono de la vida mundana y la disposición a la vida retirada y religiosa.

La mutua implicación de personaje y espacio hace que las características de uno y

de otro se transfieran mutuamente, de manera que la ciudad se plantea como una celda

conventual o como un castillo, según las necesidades de la trama.

Sin embargo, es de destacar cómo el espacio urbano está también imbricado al

espacio rural, pero únicamente como un vínculo evocador. De esta manera, Larreta se

está acercando a la literatura de otros autores españoles que trataron el tema de Castilla

de una forma muy parecida. El campo castellano intensifica esa sensación temporal que

encontramos en las ciudades, de manera que es difícil separar uno del otro. Para Larreta,

Castilla es fundamentalmente rural, al igual que España. De hecho, las características

del paisaje castellano terminan por ser las mismas que las de los espacios urbanos. Así,

En Tiempos Iluminados, Larreta declara (1941: 128):

El único paisaje inconfundible en Europa, acaso, el de Castilla. Los

demás, aun el de Italia, aun el de Inglaterra, suelen ser semejantes a los de otros

países, al punto que resultaría, a veces, difícil situarlos si uno los viera de

súbito. Castilla es Castilla. Hablando de uno de sus valles, lo comparé, en cierta

ocasión, al alma de un monje. Huraño y apacible, dije, como el alma de un

monje.

La opinión de Larreta sobre Castilla no dista mucho de la de otros autores

contemporáneos, como Unamuno o Azorín. Y esta opinión le acerca también a los

significados propios que el signo espacial toma en ellos.

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Esta metonimia, también noventayochista, de Castilla como imagen representativa

de España involucra el significado espacial de las ciudades. Castilla es

fundamentalmente rural y la ciudad se nos aparece casi como una protuberancia del

propio campo, algo nacido naturalmente de él. No es el espacio de la ciudad castellana

una oposición al espacio rural, como parece plantearse en la narrativa de todo el siglo

XIX y de gran parte del siglo XX. La aparición de el signo espacial de la ciudad urbana

como oposición al espacio rural tardó en surgir en la literatura española. Esta aparición,

como veremos después, vino de la mano de los autores posteriores –como Insúa. Por

ello, la idea que tiene Larreta de Ávila no diferencia entre el entorno rural y el espacio

de la ciudad. Y todo ello es extensible a toda España. Así, Larreta termina diciendo en

su poema “Las criadas y el niño” (1943: 19): “España de las tierras y no de las

ciudades / También las castellanas de grave catadura”.

En definitiva, el espacio sobre el que trabaja Larreta, es, en esencia, el mismo que

insinúan en sus obras los autores de la época en España. De esta manera, el espacio

urbano y el rural aparecen identificados. El primero se resume en la aparición de

significaciones simbólicas vinculadas a lo espiritual y lo militar, de manera que los

personajes terminan por conformarse como auténticos representadores de un pretendido

espíritu español.

El tema de la ciudad muerta es, pues, casi de obligada aparición en torno a las

ciudades de Castilla, puesto que representan el mismo ideal de vida retirada, de

contemplación y de historicismo que planteaba Rodenbach en Brujas la muerta.

1.1.1.2.-Crítica y descomposición del signo espacial a través de las Memorias de Alberto Insúa

Tenemos dos ejemplos impagables para el estudio del signo espacial de la ciudad

en la novela y la autobiografía y sus mutuas implicaciones. Alberto Insúa publicó la

novela En tierra de Santos59, su primera novela sobre la base argumental de dos 59 La primera edición es de 1907. Hemos manejado, sin embargo, la edición corregida de 1920.

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personajes que sostienen la trama que tiene lugar en Ávila. Esos dos protagonistas

también lo serán de su segunda novela, desarrollada en Madrid. Sus memorias explican

el proceso de creación de estas novelas y algunos detalles interesantes sobre su

configuración significativa. Así, sabemos que su segunda novela, titulada finalmente La

hora trágica, tenía como título original La vida en Madrid. Y también que esta novela

pretendía ser una crónica del Madrid nocturno de principio de siglo con sus personajes

más o menos identificables, pero que responden al tipo de noctámbulo que integró ese

movimiento social que vino a denominarse “bohemia madrileña”.

Por otro lado, sabemos que Insúa está abiertamente implicado en cierta

desmitificación de los tópicos de la generación del 98, fundamentalmente de los tópicos

referidos a las ciudades. Insúa había prologado un libro del francés Maurice Barrès

titulado El Greco o el secreto de Toledo (1914). A este prólogo se refiere Luis García

Montero para aclararnos cómo esos aires de la mitología castellana noventayochista

habían llegado a Francia y cómo desde allí llegaron ciertos aires renovadores que

contemplaron en sus ciudades, no ya el lugar contemplativo, sino el espacio de la

sensualidad. En esta introducción a la obra de Barrès, se pide la lectura de los lectores

contemplativos, pero también de los sensuales. Citando desde la obra de García

Montero (2006: 35):

Por Burgos, gótica y glacial; por Valladolid, donde yacen todas las

muñecas de sacristía; por santa Ávila, la débil canción iba amplificándose de

hora en hora y llenándose de sentidos. En Toledo encontré su plenitud, en un

aire que llegaba del Mediodía. Y como en otros, en las profundidades de la

tierra se estremecen si han aspirado la brisa salobre del océano, yo en Toledo

respiré el Oriente.

Que Insúa tenga en mente toda esta oposición de la sensualidad a la religiosidad

proveniente de la literatura extranjera debió de estar muy presente en su confección de

la novela En tierra de Santos (1920). Y todo a ello pese a que, como trata de explicar

Larreta, Barrès no conocía que Ávila poseyó un barrio morisco (1941: 120):

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Recuerdo que una noche, al referirle de sobremesa el programa de la

novela que pensaba escribir y al hablarle del doble origen árabe y castellano de

mi protagonista, él me dijo:” por qué lo hace usted nacer tan arriba, en Ávila?

¿Por qué no lo hace nacer aquí, en Toledo?”. Barrès ignoraba que Ávila, con

hallarse situada tan arriba, había tenido, hacia la parte del sur, una populosa

morería.

Si bien no podemos considerar que, en esta novela, los personajes respondan a

personas reales, es decir, no podemos hablar claramente de una novela en clave, sí que

sabemos por las propias memorias de Insúa, que responde a los tipos que había dado esa

época y esa manera de vivir. Es más, encontraremos que, en algunos aspectos, los

personajes protagonistas evocan las ideas y algunos aspectos de la personalidad juvenil

de aquel primer Insúa (2003: 190):

Desfilaban, pues, por las páginas de mi novela, todos, o casi todos los

tipos del Madrid trasnochador de entonces, semejante al de ahora, en lo

principal, diferente en lo accesorio, pues érase un Madrid, en los caballeros,

todavía de capa, o de gabán de pieles, o de hongo y chistera.

Buscaba, pues, la adscripción de cada tipo a personajes conocidos de Madrid, de

manera que, además de una crónica simple de la vida diaria (o, mejor, nocturna), fuera

leída como una crónica de ciertos personajes reales y bien conocidos de la historia del

Madrid contemporáneo de Insúa (2003: 191):

Era, además, un Madrid en el que se conocía todo el mundo. Y no

resultaba difícil colocar sobre cada tipo el nombre, el apodo y la reputación más

o menos buena que merecía.

Esta segunda novela nos aporta algo de información sobre la concepción espacial

que desarrollará Insúa en sus novelas. El trabajo sobre el espacio real y sobre las

imágenes literarias y sociales que se tienen de ese espacio; los estereotipos literarios.

Para la construcción de En tierra de Santos, Insúa maneja tres posibles escenarios.

En sus Memorias explica lo siguiente mientras habla de su personaje protagonista

(2003: 188):

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Un día de verano tuvo aquel la ocurrencia de retirarse a cualquier ciudad

española “donde no conociera a nadie” y pudiera abismarse en su soledad. El

secretario propuso Toledo, Salamanca, Ávila. “Salamanca no –dijo el caballero-

Ahí está Unamuno. Habría que servir de recipiente a los monólogos de

Unamuno. Toledo “se lo sabía de memoria”. Eligió Ávila. Sentía admiración

por Santa Teresa: una admiración “sui generis”. De heterodoxo.

Insúa está planificando la aparición del espacio urbano sobre el que se sustentará

la novela sobre bases puramente literarias. La elección de la ciudad es meramente

literaria: Salamanca está íntimamente ligada a la figura de Unamuno y Ávila a la de

Santa Teresa, lo cual quiere decir que, literariamente, Ávila ofrece una presentación

histórica y religiosa del siglo XVI, una “ciudad muerta”, mientras que Salamanca está

vinculada, física y literariamente, a la historia literaria reciente, a la literatura

finisecular.

Para la escritura de la novela, Insúa pasará dos meses de verano en la ciudad de

Ávila. Esa vida abulense dará lugar a las descripciones físicas de la ciudad que el autor

considera la mejor parte de la novela, no así las partes “filosóficas” o subjetivas. Esta

imagen de Ávila parece ser la comúnmente conocida y admitida por los autores de la

época porque, enviado el libro al Galdós, éste responde, acerca de la imagen dada de la

ciudad, que “eso es Ávila” (2003: 341).

Si el espacio de las ciudades muertas había contribuido a codificar un signo

espacial concreto, en el que religión, milicia y campesinado confiaban al lugar unas

características tópicas, la descomposición de tal significación simbólica iba a venir,

precisamente, de los intentos de modificar ese tópico. Son varias las obras que

podríamos seleccionar. José Gutiérrez Solana (1998), ya trataba este lugar común bajo

el prisma de una caricatura, a menudo esperpéntica, otras veces sarcástica, de la vida

cotidiana en las ciudades de Castilla.

Por otro lado, nos ha parecido conveniente vincular este estudio específicamente a

la novela, como género en el que apareció y se desarrolló el espacio urbano de la ciudad

muerta. Por ello, hemos elegido la de Alberto Insúa, En tierra de Santos. Insúa fue

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también prologuista en la primera edición de la novela de G. Rodenbach en castellano y

no nos cabe duda de que tuvo en cuenta esta novela para recrearla y criticarla en la suya.

Por otro lado, Insúa conocía de primera mano la novela de Rodenbach y el ambiente en

el que se había desarrollado. Como explica Santiago Portuño en el prólogo a las

Memorias de Alberto Insúa (2003: XXVI), entre 1911 y 1913, Insúa “se traslada a

Bélgica donde se empapa de arte, cultura e historia en Gante y Brujas”.

La primera parte de la novela, es una auténtica identificación del personaje

protagonista con la que hemos venido viendo: alejamiento de la vanidad del mundo,

encuentro del espíritu en una ciudad pequeña, llena de historia y de pasado…

Pero la historia da un vuelco en la segunda parte de la narración cuando el

protagonista enferma de amor y debe ser rescatado por una mujer venida de Madrid. Un

rápido resumen nos lo explicará mejor.

Sangil, un caballero de Madrid, que pasó su juventud en París y que ha conocido

la voluptuosidad y los placeres mundanos, decide un día marcharse a vivir a Ávila.

Junto con su secretario, Bermúdez, se establece en la ciudad. Bermúdez es anticlerical y

revolucionario. Sangil solo pretende retirarse de las complicaciones de este mundo,

sobre todo la sensualidad y los placeres. En Ávila conocen a Batalla, un abulense que

tiene una hija llamada Asunción. Sangil, a pesar de prometerse no pensar en amoríos, se

enamora de ella. Pero un día 15 de octubre, ingresa de novicia en Las Madres. Días

antes le había enviado a Asunción una carta en la que le declaraba su amor. Pero el cura

que hace las veces de asesor espiritual intercepta la carta y se la devuelve a Sangil quien

decide suicidarse, no sin antes leer en voz alta un discurso pseudo-filosófico sobre el

amor carnal. Bermúdez le manda entonces un telegrama a Luisa Amor una sevillana

cuya belleza se han disputado “soberanos de Europa” y con la que Sangil vivió un idilio,

una mujer “con gracia y con juventud suficientes para seducir a un Schopenhauer de

última hora”. Avisan también al diputado Ruiz Prieto.

Finalmente, las artes amorosas de Luisa logran sacarlo de su desánimo y, con la

ayuda de Bermúdez, huyen de Ávila.

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La salida irónica de Insúa es la de crear un ambiente simbólico y un personaje a la

manera de Larreta para hacer notar su amor enfermizo, crear un “Schopenhauer de

última hora” para curarlo con la belleza de una mujer de mundo.

Y con ello, nos parece, Insúa está utilizando toda la literatura castellanista

precedente, de símbolos de ciudades y rompiendo, “depurando” la historia literaria que

había contribuido a crear el 98, mediante una novelita sin intenciones que no cae en lo

“sicalíptico” de la época, precisamente por favorecer el interés paródico de la novela.

Hemos de considerar que las novelas de Larreta y de Insúa aparecen de forma casi

pareja y responden, entonces, a dos sensibilidades distintas. Mientras que Larreta afirma

(1943: 23) estar vinculado en sus lecturas a los místicos, Insúa (2003: 27) admite

encontrarse en esos momentos de creación literaria, cercano a los pensadores

materialistas, aunque en una época de fuerte “sensualidad juvenil”. Es decir, el proceso

de creación novelístico depende de dos aspectos fundamentales. Larreta escribe en su

periodo de madurez creadora, aun siendo una de sus primeras novelas La gloria de don

Ramiro, mientras que Insúa escribe En tierra de Santos, como una primera novela,

lejana ya de los preceptos modernistas.

Es posible que En tierra de Santos no sea una de las mejores obras de Insúa, (él

mismo lo reconoce así, pero también creo que, contemplada desde este punto de vista,

que seguramente fue el del autor, gana en profundidad y en interés lo que, sin duda

alguna pierde en ingenio de prosa.

Una primera parte, de la que hemos extraído los siguientes fragmentos, sería

aquella correspondiente a la llegada de Sangil y Bermúdez a la ciudad, sus paseos por

ella, la descripción de su ambiente y el enamoramiento de Sangil. Seleccionando estos

fragmentos he pretendido mostrar cómo Insúa recupera y copia el tópico de la ciudad

muerta y del hombre que quiere retirarse de una vida de vanidad y vacío en una tierra

como la de Ávila.

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En un primer momento, Insúa recrea el espacio de la ciudad mediante la

descripción espacial. Los lugares son, fundamentalmente, iglesias con señales religiosas

(1920: 57):

El día del Carmen, por la tarde, Sangil y Bermúdez iban dando un paseo

por Ávila. Se habían detenido frente a la Basílica de San Vicente, un

monumento nacional de estilos combinados, entre los que predominan el

románico y el bizantino. Sangil contemplaba todos los motivos ornamentales e

iba de un apóstol hierático a otro encogido que mostraba el perfil judaico en un

violento escorzo a lo Joan de Joanes.

La descripción del espacio simbólico de la ciudad incluye los elementos

religiosos de los que se habían hecho eco los autores de fin de siglo, así como los

elementos militares. El espacio se convierte, pues, en un referente en el que las marcas

que se señalan son, fundamentalmente, las que remiten a la novela de “ciudad muerta”.

La ciudad de Castilla recoge con exactitud los mismos elementos de los que había

hablado Unamuno en su momento y que son fundamentalmente tres: la iglesia, la

milicia y el campesinado (1920: 50):

Habían pasado la muralla por entre los torreones de la gran puerta militar

y por el portillo que se abre en el muro del fondo. Iban por callejuelas

empinadas y angostas, con piso de guijarros y tortuosas aceras de granito. Allí

abundaban las casas de planta baja y de aspecto campesino.

La relación de los personajes con el espacio los trasforma en figuras que se

mueven por él como tipos vinculados a una forma particular de entenderlo. Así, si la

ciudad se convierte en un espacio cerrado, una celda, los personajes son habitantes de

un convento y parecen tener las características monásticas (1920: 58):

Sangil miraba entretanto una casa de severidad conventual. Las jambas y

el dintel de la puerta eran de piedra berroqueña con inscripciones góticas. En el

zaguán, en una hornacina enrejada había una imagen entre dos lámparas de

aceite. Una portezuela le dejó entrever un patio de columnas por donde pasaron,

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primero, un anciano de nobles barbas blancas, y después, una joven alta y

pálida, vestida de negro.

O más adelante (1920: 59):

Los balcones estaban engalanados con viejas colchas de púrpura y con

blancas cortinas de cenefa azul. En los balcones había jóvenes sonrientes y

personas mayores de mirada apacible. Predominaba la ropa de luto y los

vestidos claros de algunas muchachas eran una mancha de alegría.

Sangil y Bermúdez ya están en Ávila y asisten a los primeros festejos de la

ciudad, en los que, sin embargo, todo tiene un aspecto de duelo y luto y apenas hay

algún atisbo de alegría. El fervor religioso, acompañado de otros tópicos del simbolismo

de Rodenbach, como campanas, procesiones –recordemos la importancia de las

procesiones en Brujas la muerta-, ciriales… Insúa ha colocado en la narración a un

personaje que contrasta con el ambiente de Ávila y que contribuye a unificar el

desarrollo de la acción y que será, llegado el momento, el que finalmente resuelva el

nudo de la enfermedad de Sangil (1920: 66):

En la luz difusa del crepúsculo todo el aspecto religioso desaparecía:

quedaban los matacanes y el torreón almenados con su espíritu dominante y

guerrero. Sangil pensó en los tiempos bélicos de la Iglesia; pensó con

admiración en los papas conquistadores; en los obispos y en los abades que

tanto subían al púlpito como a los adarves de las fortalezas. Aquellos tiempos

de lucha le parecían de más franqueza, más generosos que los de ahora. (…)

La identificación del personaje de Sangil con el paisaje es tal que uno y otro se

indican mutuamente. Salta del rigor y el luto que le incitan al ascetismo a la alegría y el

optimismo del paisaje. Es, pues, el espacio el que señala los estados de ánimo y marcan

su situación en la novela (1920: 70):

Sangil tuvo que rectificar su impresión sobre el paisaje de Ávila. El que

podía ver desde su terraza era triste, yermo; pero el valle Amblés, rico de color

y de líneas enérgicas y esbeltas le daba una impresión de optimismo (…).

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Creemos que Insúa vierte en esta novela gran parte de su visión intelectual. Pese a

ser una primera novela, o, precisamente por ello, apreciamos en En tierra de santos un

reflejo de su pensamiento muy profundo a través, no de uno de los personajes, sino de

ambos. No somos capaces, hoy por hoy, de identificar aspectos autobiográficos en estos

personajes, por lo que no podemos hablar de autobiografía. Pero hemos de considerar

esta novela por lo que aporta del propio pensamiento y “filosofía” de Insúa y en lo que

tiene de trasposición de éste a la recreación de la imagen de Ávila y su posterior crítica.

La contraposición de espiritualidad y vanidad tiene además un componente muy

propio del momento en el que escribe Insúa su novela. La voluptuosidad o el erotismo,

que ya había empezado a aparecer en la novela de principio de siglo, traída, entre otros

motivos, por la sensualidad modernista, y que dio frutos en obras de Felipe Trigo o de

Álvaro Retana, es tema de debate en la novela que nos ocupa. Una vez que conocemos

el desenlace, es fácil comprobar cómo Insúa está utilizando el personaje de Sangil para

demostrar la veracidad de las palabras de Bermúdez frente a la religiosidad pretendida

de Sangil. La aparición de Santa Teresa viene también al hilo de esa destrucción del

espacio que habían utilizado los autores de fin de siglo: es exactamente la misma visión

de Unamuno o Azorín, quienes reivindican la espiritualidad de la Santa como símbolo

de la esencia o la energía españolas. La identificación del espacio de la ciudad con una

forma determinada de espiritualidad (1920: 73-74):

-Ese no existe- interrumpió Bermúdez.

-¿Y por qué no? En la religiosidad, en el fanatismo, si usted quiere, hay

una gran fuerza de contención. Un pensamiento sobre las hogueras infernales

aplaca el deseo pecaminoso como una ducha de agua helada. Una oración es un

salvoconducto… Un disciplinazo, una sustitución de voluptuosidad erótica, tal

vez una voluptuosidad mayor:

Bermúdez se quedó reflexivo.

-Sí, hombre- continuó Sangil-; y queda aún la lujuria, el erotismo del

cerebro para sobreponerse al sexual. Precisamente aquí, en Ávila hay un

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ejemplo; el de Santa Teresa. Santa Teresa fue una mujer fuere, alta, hermosa, si

no con hermosura distinguida, con esa gracia de las caras redondas, de los ojos

intensos, de las mejillas rojas y los labios gruesos. Era una mujer constituida

para el amor y la maternidad; pero tenía demasiado talento. Nacida en la Edad

Media habría realizado heroísmos, y en la corte de un rey casquivano y

poderoso habría sido la reina. Aquella mujer tenía que sobresalir por su ansia de

aventuras y por su ansia de saber. Santa Teresa, amigo Bermúdez, es el don

Quijote hembra. En lugar de una lanza, un báculo; en el sitio de la adarga, una

cruz. De niña escribió un libro de caballerías, y luego, inflamada por las

historias de santos y martirios, huyó de su casa hacia una tierra lejana, donde

habrían de martirizarla.

Y no deja de ser interesante cómo se trae el tema del simbolismo de la mano del

arte:

Cada retorcimiento era una sutileza doctoral: cada curva atrevida, la

insinuación de un cisma. ¡Aquel extravagante don Juan de Churriguera había

sido un gran simbolista! Sangil, mirando los retablos, recordó versos raros

aprendidos de memoria en París, en plena adolescencia de lirismo y de vicio, y

tuvo un recuerdo de español para don Luis de Góngora y Argote.

En Sangil se mezclan Churriguera, los versos de los simbolistas parisinos y la

poesía de Góngora60.

Es decir, Insúa nos presenta a un protagonista en franca huída de los placeres

mundanos, y a un lector de literatura simbolista. E inmediatamente aparece en el texto la

idea de la demolición del símbolo por esencia de la ciudad de Ávila, las murallas (1920:

101):

-¿Usted sabe lo que yo hacía con esas murallas?

-¿Qué? Vamos a ver.

-Pues derribarlas.

-¡Que locura! Si son un monumento nacional

60 Recordemos, además, que Góngora había sido ya reivindicado, antes que por el 27, por los simbolistas franceses, en especial por Paul Verlaine, el autor de Les Fêtes Galantes.

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-Y ¿a mi qué? ¡Si yo derribaría a la nación tal cual está hoy! Sí, que me voy a detener en monumentos… Las derribaba, ¡vaya! Y hacía casas y fábricas con ellas. ¡Y las iglesias!…

-¿cómo?- exclamó asombrado el señor Batalla- ¿las derribaría usted

también?

-Según. Las que no tuviesen mérito, y aquí abundan, caerían también bajo

la piqueta bermudesca. Las que valiesen algo, las conservaría poniendo en el

atrio una taquilla…Ver el templo, un real. Ver una función: una peseta, dos

pesetas, etc.

Insúa se mueve entre los dos personajes buscando demoler las tesis que habían

dado lugar a la tópica simbolista española, teñida del dolor de España y contrapuestas

luego a todo regeneracionismo. La demolición de las murallas está en la línea de

demoler, no el objeto, sino el símbolo y tiene su intensificación en la frase: “si yo

derribaría a la nación tal cual está hoy”.

Y es en estas palabras del debate entre Bermúdez y Batalla donde aparece más

claramente el esfuerzo de Insúa por oponerse a las tesis de los autores del 98. Les está

acusando de no conocer la historia, de vender al país… No dejan de ser otros tópicos,

pero responden claramente al debate que se estaba desarrollando en el momento. Por

otro lado, la percepción de la ciudad se hace siempre desde la perspectiva de la literatura

mística y de los místicos de Ávila: la unión de Santa Teresa y la ciudad la colma, no

sólo de una perspectiva histórica, sino también de una percepción moral que tiñe a sus

gentes. Es decir, nos encontramos ante un espacio simbolizado que confiere, sólo por el

hecho de moverse en él, una etopeya particular, un retrato moral de todo personaje que

en el se nos presenta.

Los siguientes fragmentos redundan en la idea (1920: 96):

-Bueno, bueno- interrumpió el aludido-; con usted no se puede discutir.

Usted toma a broma lo más serio. No podemos entendernos. A mí con mi fe me

basta. Creo ¿oye usted? creo y tengo a orgullo haber nacido en una tierra de

Santos…

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-De santos que no se acuerdan de ustedes…

La segunda parte de la novela, en la que Sangil ha entrado en un enfermizo estado

de falso misticismo, Bermúdez se convierte en el protagonista último de la novela y

decide llevarse a Sangil. La trama ha dado un giro completo y viene a demostrarnos la

imposibilidad de una vida mística y alejada de toda vanidad para un personaje como el

de Sangil. El último fragmento opone ambos mundos en una despedida en un tren que

cierra la obra. La ciudad es criticada abiertamente a partir de las consideraciones

mundanas de quien ha representado, durante todo el argumento, la posición (1920: 109):

-Entonces -repuso Bermúdez- en vista de que Ávila es un pueblo ridículo,

donde no se conoce el foie-gras, donde no hay cocinera que pueda satisfacer

nuestros paladares y donde faltan las demás condiciones que la vida exige,

decidimos marcharnos hoy mismo, ahora mismo, sin pérdida de tiempo, para

Madrid o para el Senegal. El caso es huir.

(…) Y las tres mujeres, correspondiendo torpemente al saludo gentil de

Luisita, vieron cómo huían aquella pecadora elegante y alegre, aquel caballero

noble, bondadoso y enfermo y aquel señor Bermúdez, tan burlón, tan hereje.

Huían. Huían de Ávila la austera, la recogida, la triste… Iban a otros pueblos

donde el viejo reinado de los santos y de los dogmas no impedía la risa el

movimiento, la vida.

No encontramos en la obra autobiográfica de Insúa crítica alguna hacia el

ambiente religioso y monástico de la ciudad de Ávila. Aunque, cuando Insúa publica el

prólogo de Brujas la muerta en 1918, ya ha publicado diez novelas, además de En tierra

de santos, es evidente que el conocimiento del tópico sobre las ciudades místicas y

guerreras está presente en la novela y que, como se explicita en las Memorias, la

elección del lugar en el que se desarrollará es, básicamente una elección de carácter

literario, porque en los materiales autobiográficos que hemos manejado –los tres títulos

que publicó Insúa- no hay referencias a la ciudad que no sean las de su estancia para la

elaboración de la novela.

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Sí hemos de llegar a la conclusión de que el tratamiento espacial que Insúa aporta

en sus escritos autobiográficos es un tratamiento de carácter explicativo, más que

vivencial. De manera que, incluso la apreciación de otras ciudades a las que se siente

vinculado, también se hace a partir de material literario o libresco, como cuando

describe París a través de las librerías que recorre.

No creemos, decíamos, que En tierra de Santos sea una novela autobiográfica, por

más que existan algunos tintes autobiográficos en ella. Sin embargo, sí hemos de

reconocer que Insúa se sitúa en sus personajes y en el pensamiento que reproducen en

las páginas de la novela. Es más; el propio autor lo reconoce en sus memorias, lo que

nos lleva a considerar que, al menos en algunos elementos significativos, mantiene

ciertos tintes autobiográficos (2003: 156):

[…] las reflexiones de mis héroes, que reflejaban, en cierto modo, una

situación de mi ánimo que hoy considero lamentable. Sufría yo entonces del

influjo de los pensadores materialistas, un exceso de sensualidad juvenil y una

crisis de descreimiento que fue, por fortuna, efímera.

Hemos visto que Insúa hubo de pasar alguna temporada en la ciudad de Ávila y

que gran parte de la descripción espacial que se halla en la novela es una descripción

literal de la Ávila que contempló Insúa. Hemos querido traerla ahora como un ejemplo

de lo que serán las fórmulas textuales de la ciudad celda o la ciudad castillo que tanto

provecho hicieron en la escritura posterior, más que nada porque creemos que ésta y

otras novelas que, obviamente, no vamos a traer a este estudio, hicieron mucho por

configurar el tópico. En tierra de santos responde a un modelo de escritura de ficción

con tintes autobiográficos que, aunque no podemos considerar como una auténtica

novela autobiográfica, sí nos permite, mediante la comparación con las declaraciones de

Insúa en sus Memorias, entender ciertos aspectos autobiográficos que hay en ella y que

nos llevan a una mejor comprensión del signo espacial de la ciudad de Ávila en estos

dos textos.

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1.1.2.-Cultura y memoria en la representación del espacio en autobiografía. La ciudad castillo, la ciudad celda y el palacio de cristal

El concepto de ciudad muerta como tópico de la literatura simbolista, poco

estudiado hasta el momento, es seguramente uno de los que más éxito tuvo en la

literatura finisecular española. No deja de ser extraño que, habiendo ejemplos evidentes

de esta simbología, se continúe considerando el caso de las ciudades de Castilla casi

únicamente como reflejo del interés de unos escritores dolidos del mal de España que

buscan en el pasado el momento de esplendor de un país en ruina. Y no podemos

olvidar que algo de esto hay. Todo símbolo es, semánticamente pluridireccional y no

podemos negar significados que apunten en esa dirección. Ahora bien, no podemos

dejar de lado otros no menos importantes, máxime cuando los podemos documentar y

testimoniar.

El espacio de la ciudad había cobrado un interés muy relevante en la novela del

siglo XIX, fundamentalmente a partir de la novela realista y podemos hablar de una

verdadera novela urbana en la que dicho espacio se convierte en un protagonista más,

un signo que condiciona la aparición de los personajes, el desarrollo de la trama y el

tiempo de la historia. En España, esa tradición la podemos recoger de las obras de

Galdós o de Clarín61, por poner algún ejemplo relevante.

El símbolo de la ciudad muerta procede de una larga tradición que surge en el

romanticismo, con la reivindicación del paisaje y la subjetividad de la mirada en torno.

Las ciudades se llenan de conventos, palacios y personajes y ambientes medievales, en

busca de un pasado que, a todas luces resultaba más acogedor que el presente del siglo

XIX. En ese ambiente que podemos rastrear en no pocas obras románticas, pongamos

por caso Don Juan Tenorio de Zorrilla, lo religioso, lo medieval, el pasado... se unían

para representar un mundo que, ya muerto, pervivía en la vida espiritual de los pueblos.

Luego, venía a añadirse una tendencia literaria a lo sensual y lo exótico que tiene su

61 Por ejemplo, Madrid en los Episodios Nacionales o Vetusta en La Regenta.

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mayor repercusión en la tradición simbolista, impresionista, modernista... o como

queramos denominar a las tendencias artísticas de finales del XIX.

Fue el escritor belga George Rodenbach el que termina de dar consistencia a este

tópico con una obra que tuvo un gran éxito en toda Europa y que, en España, tuvo cierto

eco en algunos de nuestros autores de más renombre. Brujas la muerta, que tradujo al

castellano Alberto Insúa (1918) fue citada no pocas veces por Unamuno, por Cansinos-

Assens y por otros autores en los que tuvo alguna trascendencia el tema de las ciudades

antiguas, o mejor y en terminología de esos mismos autores, “viejas”.

El propio Rodenbach (1923: 24) habla en alguno de sus textos en prosa lírica de

las características de estas ciudades:

Les villes sont un peu comme les femmes : elles ont leur temps de

jeunesse et d'épanouissement; puis vient le déclin, et les lézardes chaque jour

accrues au long des murs augmentent péniblement les rides de leur vieillesse.

Combien qui furent naguère les cités riches et belles, ont une fin de vie

abandonnée; pauvres aïeules qui se raidissent avec des airs déchus, conservant

tout au plus quelques monuments : blasons de pierre, armoiries familiales qui

seuls attestent leur ancienne et authentique noblesse. La plupart ont tourné au

mysticisme, villes devenues religieuses, qui égrènent, dans le soir, le chapelet

de fer des carillons !62

O en algún poema de Le Règne du silence (1891: 15):

La ville est morte, morte, irréparablement !

D'une lente anémie et d'un secret tourment,

Est morte jour à jour de l'ennui d'être seule...

Petite ville éteinte et de l'autre temps qui

Conserve on ne sait quoi de vierge et d'alangui

Et semble encor dormir tandis qu'on l'enlinceule;

62 Publicados por vez primera en el diario Figaro, en 1894, eran una serie de textos dedicados a las ciudades de Brujas, Gante o Saint-Malo. Se publicaron posteriormente en París, en 1923: Premiers et Derniers vers, fleurs de neige, joies grises, le sang des crépuscules, derniers vers.

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En la edición que de Bruges-la-morte realizó Christian Berg (1986) se explica

cómo fueron otros (luego y al tiempo) los que dieron forma al tópico: d’Annunzio,

Mauclair, Régnier, Fogazzaro, Mann, Hellens, Verhaeren, Rilke, Zweig, Moretti… y

añadiríamos nosotros a Unamuno y Larreta en España.

En la novela de Rodenbach se identifica la ciudad con la melancolía por la muerte

de la esposa. Melancolía y ciudad irán, de ahora en adelante, íntimamente unidas en este

topos simbolista. Y, lo que es más, la ciudad suele aparecer evocada desde el tiempo y

el espacio, no retratada en tiempo presente; Brujas lo está desde París en la obra del

belga, y representa la huída de la vida mundana, de los placeres, a la manera

Shopenhaueriana de la renuncia a la vida. ¿Cómo no iba a suponer este tópico un lugar

común de interés para la huida de los simbolistas españoles, y cómo no se iba a

relacionar con el dolor de España? El espacio simbólico de la ciudad encontraba fáciles

referentes en las ciudades de Castilla para su uso en la novela de fin de siglo.

Fueron muchos los que tuvieron en mente el símbolo, ya para utilizarlo, ya para

negarlo. El mismo Machado (1929: 36) lo recoge en algún poema:

Tumulto de pequeños colegiales

que, al salir en desorden de la escuela,

llenan el aire de la plaza en sombra

con la algazara de sus voces nuevas.

¡Alegría infantil en los rincones

de las ciudades muertas!...

¡Y algo de nuestro ayer, que todavía

vemos vagar por estas calles viejas.

Vamos, pues, a intentar seguir el rastro de cómo ese tópico que surge a finales de

siglo se sistematiza en torno a la simbolización espacial, y toma como referentes a

algunas ciudades castellanas que encajan en la definición simbolista de ciudad muerta.

Segovia, Toledo, Ávila, Sigüenza... convirtiéndolas en auténticos signos espaciales que

involucran, no sólo a las propias novelas, sino a toda una manera de considerar el

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espacio y el tiempo de las ciudades que afecta a un concepto extendido en su tiempo y

que vino a denominarse “castellanismo”.

Campanarios, iglesias, procesiones, palacios y caballeros son algunas de las claves

para entender el signo espacial de las ciudades muertas que se reúnen para confrontarse

a una sensación de sensualidad y vanidad humana

Por ello, podemos hablar de ellas como esas ciudades muertas, como un símbolo

más de una época y de una región en la que el simbolismo tiene unos tintes muy

especiales, por las circunstancias socio-históricas del momento, que identificamos todos

con la crisis de fin de siglo.

Así, intentamos clarificar teóricamente el tópico de las ciudades muertas, y definir

la ciudad decimonónica como símbolo, su creación a partir del tópico literario que parte

del simbolismo europeo. Pero también cómo se produce su descomposición y crítica

sobre la base de los textos de los autores de la generación inmediatamente posterior

(pero que está publicando al mismo tiempo), hasta la llegada de las vanguardias a

España. Es decir, cómo evoluciona el signo espacial de la ciudad muerta desde sus

inicios simbolistas hasta su descomposición entrado el siglo XX y como ese signo lo es

también de un cambio de sensibilidad literaria y de una modificación del concepto

mismo de espacio y tiempo en la novela de este siglo.

Partimos de la base de que una vez superada, de una vez por todas, la vieja y falsa

dicotomía de modernismo frente a 98, fue posible abordar el carácter simbolista de los

autores de la España de la época, sin temor de caer en viejos lugares comunes de la

historia de la literatura. De alguna manera, el tema de las ciudades de Castilla se ha

visto teñido también por esa pretendida esencia de los autores del 98 según la cual eran

los portadores de un dolor de España privativo de ellos, ajenos a florituras lingüísticas y

a preciosismos literarios. Puede que así sea en algún caso; pero tendencias literarias

contemporáneas que habían sido, en muchos casos, lecturas que siguieron con gran

interés, están permanentemente configurando la manera de leer y de escribir de las

generaciones de final de siglo, caso de los escritores simbolistas, fundamentalmente

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franceses; y, sin negar evidentes rasgos propios de los autores “castellanistas”, el

recurso al símbolo como figura de creación más ilustrativa, los convierte también en

escritores simbolistas.

El caso de Ávila es especialmente interesante por dos motivos. El primero de ellos

es que fue una referencia clave en la obra de varios de esos autores, como expresión

literaria de su visión de Castilla; el segundo es que Ávila, la ciudad de Ávila se

convierte en un auténtico tópico de carácter simbolista, aún no estudiado, en línea con

otros libros que venían publicándose en Europa y que, por este tiempo comienzan a

tener eco en nuestro país. La explicación de cómo el signo espacial de la ciudad

ejemplifica el espacio de la “ciudad muerta” me parece fundamental para ubicar la

significación de Ávila dentro de la tópica simbolista del momento y alejarla en la

medida de lo posible de una visión puramente castellanista que, en muchos casos no se

atiene a la intención creadora de sus autores. O lo que es lo mismo: nos encontramos

ante una expresión estética que trasciende al interés puramente historicista y enmarca

una forma especial de novela en la que el espacio simbólico se torna en protagonista de

la trama. No queremos decir con ello que toda interpretación de lo castellano y lo

abulense como referente del espíritu español sea incorrecta; tan sólo que esa

interpretación pudiera ser parcial, atendiendo a la esencia propia del símbolo, mucho

más amplia desde un punto de vista significativo.

Los autores que vamos a citar aquí responden precisamente a esa idea. De

Unamuno podríamos haber elegido algún otro texto, poético, sobre todo. De ello ha

dado cuenta la obra de Jacinto Herrero (1998: 61-80) quien hace un interesante repaso

de algunos textos fundamentales de su obra y que iremos estudiando en adelante.

Hay, sin embargo, otros textos menores, por lo general artículos publicados en

periódicos, reseñas literarias, etc, en las que el carácter unamuniano aflora con especial

sensibilidad, su dolor de España y su representación en Castilla. Y en esa Castilla,

Ávila, Segovia, Soria...

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Existe un sentimiento arraigado en ese grupo de autores de fin de siglo y que

parece impregnar a todo el grupo. Cosa lógica, por otro lado para unos escritores cuyas

lecturas se movían entre Nietzsche, Shopenhauer, Kirkegaard, Pascal o Montaigne, pero

entre los que había calado una obra fundamental como era la del francés Bergson, a la

que nos referiremos con mayor detenimiento. Se puede atisbar la valoración que el

tópico podía tener en cuanto a valor representativo de la época; el sentimiento de vacío,

íntimamente relacionado con otros tópicos simbolistas, que iba haciéndose explícito en

sus obras desde el primer momento. De hecho, en el primer librito o folleto incendiario

de Azorín, Charivari, opúsculo diarístico prácticamente inencontrable, refleja lo

siguiente (1897: 3):

Cada vez voy sintiendo más hastío, repugnancia más profunda, hacia este

ambiente de rencores, envidia, falsedad. Me canso de esta lucha estéril… Y

aunque venciera, ¿qué? ¡Vanidad de vanidades!

Es difícil explicar el por qué de estas palabras. Podemos considerarlas como un

ejemplo de lo anteriormente expuesto, aunque bien podría significar un simple

cansancio de la vida cultural madrileña en el tiempo en que Azorín trataba de hacerse un

hueco en el mundillo literario madrileño, de publicar en los periódicos de la capital y,

aunque ya conocido y respetado, se da de bruces con la realidad de una ciudad que

apenas si le reporta nada. Pero esta reacción puede no ser otra cosa que un puro recurso,

un tópico más que también es utilizado por Unamuno (1972: 54):

Está en el aire todo,

No hay cimiento ninguno

Y todo vanidad de vanidades.

O Machado (2003: 34):

¿Dónde está la utilidad

de nuestras utilidades?

Volvamos a la verdad:

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Vanidad de vanidades.

La mirada hacia el libro bíblico del Eclesiastés es general. La vaciedad o el hueco

es la contraposición a la apariencialidad, y encuentra un lógico lugar en la desnudez de

los paisajes, de los paisajes castellanos, claro está. Podríamos enumerar un buen número

de ejemplos en los que encontrar esta vaciedad.

Esta sensación de vacío será una de las características más elementales del signo

de las ciudades muertas, ciudades en donde la esencialidad aparece bajo la forma de lo

escueto y lo simple, la sencillez y la vaciedad frente a una pretendida banalidad urbana.

Y el cronotopo de las ciudades muertas incorporará esta idea de vacío, de manera que

los espacios se vincularán a referencias morales y psicológicas propias de este tópico

del Siglo de Oro español.

La gloria de Don Ramiro, a la que nos vamos a referir con más detenimiento

como muestra clara del simbolismo en la obra de Unamuno y como reflejo de Ávila en

tanto que ciudad muerta, quiere ser precisamente eso, la vanidad final de la gloria

pretendida, y eso es quizá lo que más pueda admirar don Miguel de la obra de Larreta

(2004: 234):

Una vez más la vanidad de la gloria, esa vanidad que estamos

proclamando de continuo los que en lucha tras de la gloria vivimos. Y si la

gloria es vanidad, ¿qué otra cosa no lo es también? ¿No es vanidad acaso la

molestia y oscuridad de la vida? ¿No es la humildad tan vana como la soberbia?

¡Vanidad de vanidades y todo vanidad!, que dijo el predicador.

¿Y en qué punto de esta disquisición podemos atisbar la importancia de la

provincia y de la ciudad de Ávila? Ávila es casa, “Ávila la casa”, como la denomina

Unamuno. Pero también es celda. Y en tanto que celda, recoge toda la iconografía

conventual y se acerca a los tópicos de las ciudades muertas del simbolismo europeo.

Recordamos ahora los viejos cuadros barrocos, los San Jerónimos, con sus pesadas

calaveras, sus relojes, sus libros… Y también la ciudad de Brujas en las obras de

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Rodenbach. Esta es la impresión de Miguel de Unamuno quien compara la ciudad con

un convento, evidenciando la unión simbólica de espacio urbano y espiritual (1929:

573):

Abarcábamos toda Ávila de una sola mirada y comprendimos lo que se

puede querer a una ciudad así y cómo puede ser patria. Atenas fue patria y no lo

fue Babilonia. Y Ávila es, además, un convento. Y aun casi la celda de un

convento.

Unamuno comprueba una corriente espiritual que, perdida en cualquier otro lugar,

permanece en Castilla y puede rastrearse. Ese espíritu del XVI estaría presente en la

Castilla del siglo XIX. Bien puede ser esa mezcla de la intrahistoria unamuniana y de

intuición bergsoniana; el caso es que tras el espíritu que perdura en Castilla existe un

hilo que nos conduce muy lejos, a Prisciliano. También Azorín descubre en Santa

Teresa una energía espiritual que es el ejemplo más claro de la energía española63. El

mejor ejemplo puede ser este texto del propio Unamuno (1922: 10):

Ninguna ciudad estaba mejor hecha que Ávila para oír la predicación de

Prisciliano. Edificada entre cielo y tierra, sobre la más alta terraza de Castilla la

Vieja, en un desierto de piedras ardientes o arrecido, Ávila estaba como

prometida al ascetismo y al misticismo, debía de dar a la España Católica Juan

de Ávila y Santa Teresa. Prisciliano predicó a la Iglesia abulense entera la

austera moral que había enseñada antes a conventíbulos de religiosos. Así dice,

al empezar el capitulo IV de su obra, ya fundamental sobre Prisciliano y el

priscilianismo, Mr. E. Ch. Babut. (...)

Y en estos días en que se celebran fiestas a Santa Teresa en vez de

estudiar los orígenes de su espíritu y sobre todo , la españolidad o iberidad de

su cristianismo místico-ascético y en que se le encasqueta un gorro - ¡y

metálico! - de doctora, apenas hay quien se acuerde del obispo que tuvo Ávila a

fines del siglo IV y estudie si por una corriente subhistórica, acaso telúrica,

soterraña, no se transmitió algo de Prisciliano a Teresa de Jesús. Por íntima

sacudida perenne de las rocas de Ávila, acaso.

63 En realidad, el tema de la energía espiritual no es un lugar común de Unamuno o de Azorín. Había sido Enrique Bergson el que había publicado su obra La Energía Espiritual, en la que se explica, a través de algunos artículos, la psicología de algunos problemas metafísicos.

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Y, ¿no hay ninguna corriente anímica, algo como una sacudida nerviosa

de la tierra ibérica, de sus entrañas de roca, que vaya a Santiago de Compostela

a Alba de Tormes, haciendo palpitar el corazón soterraño de Ávila?

Por ello, por haber descubierto quizá el espíritu de la ciudad, se extraña tanto don

Miguel de los aciertos de Larreta y se pregunta “cómo un argentino cómo es Larreta

haya podido penetrar en el alma de nuestra España más castiza”.

Sin embargo, Larreta ya había dado con esa imagen de la ciudad como una celda

de la que venimos hablando y muy posiblemente estaba al tanto del libro Bruges-la-

morte64. En ese caso, la descripción de la ciudad y su intención simbólica no sería más

que ese artificio que ya era sobradamente conocido, por lo que los argumentos de

Unamuno no tendrían especial sentido. No es en La gloria de don Ramiro el único texto

en el que se habla de la ciudad como una celda. En el poema Ávila, en el que se toma la

imagen en torno a San Juan de la Cruz, la celda del despertar es ese espacio de piedra

elevado espiritualmente (1943: 37):

Pone fray Juan plantas en el suelo.                                               

A pie descalzo y lumbre de candela

se levantan, en fuga paralela,

santas paredes, torres poderosas.

Y es la ciudad en él piedra que vuela.

La gloria de don Ramiro es otro claro ejemplo de cómo se percibe la ciudad desde

la perspectiva del novecientos. Larreta contempla Ávila como ese mismo espacio

monástico (2002: 31)

En cambio, la existencia muda y monástica de Ávila de los Santos, donde

pasaba horas eternas sin escuchar otra nota de vida que el tañido de alguna

campana o el canto de un gallo, le exasperaba el humor como un duro

cautiverio.

64 El epíteto unamuniano de Ávila-la-casa es, muy probablemente, sugerido por el nombre de la novela Bruges-la-morte.

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Larreta debió conocer una amplia bibliografía sobre Ávila. Él mismo declara que

su manera de recopilar datos era casi realista. Entre ellas estaría también la obra de

Rodenbach, Brujas la muerta, de lo que hay evidentes muestras en La gloria de don

Ramiro. Pero la explicación que da Unamuno (1941: 292) del acierto de Larreta, se

escapa de lo estrictamente literario y entra de lleno en el pensamiento propio y en el de

Bergson, olvidando a propósito la fuente estrictamente literaria de la que ambos habían

bebido:

Y no dudo de la inteligencia de Larreta -dice Unamuno- ; es más, creo

que la tiene privilegiada; no dudo tampoco de que haya estudiado detenida y

concienzudamente a nuestra España y a nuestro siglo XVI, y en especial a

Ávila, a esa maravillosa ciudad-castillo en que la acción de La gloria de don

Ramiro se desarrolla; pero creo que si ha acertado como ha acertado; que si nos

ha dado una tan viviente obra de evocación, es por instinto, y no por instinto de

artista precisamente. Estoy leyendo en estos mismos días la última obra

filosófica del intensísimo pensador francés Henri Bergson, (...) y en esta obra

admirable se traza una distinción luminosísima entre el instinto y la inteligencia.

Y en ella se nos enseña que el instinto es simpatía (...) Lo que hay es una

simpatía en el sentido etimológico de la palabra, una comunidad de sentimiento

entre el paralizador y el paralizado. (...) Y es este instinto desinteresado el que,

aunque sirviéndose de la inteligencia, le ha permitido a Larreta llegar al interior

de la vida espiritual española del siglo XVI, tanto acaso como esta nuestra

España de acá, y tal vez con la ventaja de no haber recibido ciertas escamas,

excrecencias y escurrajas externas, que es lo que por aquí pasa por lo castizo y

genuino de nuestro espíritu.

Ese espíritu monástico y caballeresco, tan propio de la tópica simbolista y que

tanto interesa a Unamuno es al que también se referirá Azorín (1972: 78) en algún

artículo al respecto. En él se referirá a la Santa como ejemplo máximo del espíritu

español. O mejor aún, con el término Bergsoniano de energía espiritual:

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Mas donde hay que estudiar la energía española, donde hay que observar

todo el estupendo temple del alma nuestra, es en los escritores místicos. ¡Qué

portentoso libro el de las Fundaciones, de Teresa de Jesús! Acaso no haya

producido nunca España tan enérgico e indomable espíritu como el de la Santa

de Ávila. Pasma la obra por ella realizada. Pobre, desvalida, enferma y sin más

que una o dos compañeras recorrió España entera. (...) Hubo, por el contrario,

que vencer formidables obstáculos y desvanecer pertinaces persecuciones como

la de las monjas de la Encarnación, en Ávila.

Así pues, podríamos ver en Ávila un ejemplo de cómo Castilla supone la

concreción de ese espíritu español y de cómo se plasma en concreto en la ciudad como

ciudad-celda, garante de la espiritualidad, a la vez que imagen puramente literaria. Pero

no podemos olvidar que, en resumidas cuentas, y como decía Baroja, Castilla y su

visión, no pasaba de ser un puro artificio literario. Y que existe ese otro artificio del que

venimos hablando que utiliza el paisaje y la ciudad como un símbolo y nos permite

incluir estas afirmaciones dentro de la tendencia literaria general. Y sin que esto reste

especial significación a los textos, debemos considerar el tópico como un lugar común.

Fue Rafael Cansinos-Assens, en su obra La nueva literatura quien estableció una

diferenciación entre los escritores de la época, atendiendo precisamente a su

castellanismo. Para Cansinos (1917: 89):

Con el castellanismo volvemos a entrar en el hipogeo de las cariátides

extáticas, tornamos a sumergirnos en las tinieblas medioevas. Nada de la

moderna alegría. Ciudades muertas, viejas catedrales, viejas calles desiertas,

viejos mendigos, sepulcros y ruinas. La palabra viejo se repite hasta la

saciedad” “Es una labor inspirada en la atracción que las ciudades muertas

ejercen sobre nosotros, los habitantes de estas ciudades demasiado vivas -¿no ha

cantado Rodenbach a Brujas la muerta?

Esta es la imagen que le viene a la cabeza a Unamuno65 (2004: 284) mientras

pasea por Santiago:65 Citamos la edición de las Obras completas, editada por Ricardo Senabre. Las páginas citadas pertenecen a tal obra, si bien la edición de Andanzas y Visiones españolas es de 1922.

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Y no sé por qué me acordaba de Brujas la muerta y de tantas otras

muertas ciudades, y pensaba en amores furtivos, en tragedias ocultas, en dramas

de misterio entre amantes de negro bajo la negrura lluviosa de la ciudad, en

citas que alguien creería sacrílegas, en las oscuras naves románicas de la

catedral.

Así que hemos de pensar, de ahora en adelante, en Ávila como una referencia

inmediata al tópico simbolista de una ciudad muerta. Así lo entiende Unamuno, pero

también así debió de interpretarlo Larreta. Por ello, creo, aparece continuamente esta

idea de ciudad celda, a mi manera de ver, más trascendental que la de ciudad-casa.

Retomando la idea que nos ocupaba, Ávila como una celda monacal es, quizá, una

de las imágenes preferidas de algunos autores del 98. Preferida porque resume de alguna

manera las ideas que hemos expuesto: pobreza, misticismo, sobriedad... para unos

autores que recogen algunos tópicos de nuestra tradición del Siglo de Oro como forma

de explicar nuestra España del XIX.

Traigo a colación, pues, otro texto de Unamuno en el que se nos aparece esta

imagen de la ciudad. En él, el autor refiere ya la importancia de Rodenbach en su

contemplación de la ciudad. “Recordad aquella Brujas la Muerta, de Rodenbach”, dice

Unamuno, quien ha comprendido que Larreta se encuentra muy cercano a los autores

simbolistas europeos. Las referencias a los jardines en la obra de Larreta conecta con

una tradición larga que los simbolistas conocen. Los jardines modernistas son herederos

directos de los románticos y estos a su vez del hortus conclusus, del jardín cerrado de la

tópica literaria medieval. Así, de los jardines a las celdas hay poco camino y podemos

hablar de los jardines y de las ciudades convento (2004: 292):

Tal es, en efecto, el interior moral de estas ciudades conventos, donde la

soledad y el hogar son tan dulces y fecundos.

La contemplación de esos jardines “misteriosos y enjaulados, sumergidos en

tenebroso y perfumado silencio”, según Unamuno, remiten al jardín cerrado, a su vez

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jardín interior y auténtica celda conventual, otro de los significados que venimos

hallando en el símbolo que nos ocupa (2004: 293):

En esta Ávila, de jardines tenebrosos y perfumados y de cielo

suntuosamente misterioso; en esta Ávila, entre casas señoriales y conventos

sintió Ramiro los aguijonazos del deseo y la pasión.

De todo lo anteriormente dicho se desprende la importancia que tuvo para la

literatura de finales del XIX y principios del XX el concepto de “ciudad muerta”. Lo

podemos comprobar en muchos ejemplos. En muchos casos, la aplicación resulta algo

ambigua y no responde a las características originales del concepto espacial. Hemos

encontrado, incluso, algunos ejemplos de hasta qué punto tuvo importancia éste en la

literatura de principios del siglo XX. La revista La Esfera, publicaba en 1915, un

artículo anónimo en el que se afirmaba lo siguiente66:

Reims, la ciudad santa, la ciudad mártir, la ciudad muerta… ¡Reims!…

Breve nombre que abarca, como un gran símbolo, la gloria toda de Francia: sus

días de alborada; sus horas de tragedia, sus temporadas de gloria…En remota

evocación, la vieja ciudad nos habla de los Galos y de los Romanos, de los

Remí que le dieron su nombre; y también nos dice cómo allá, en las lejanías del

año 352, San Sixto y San Ciríaco trajeron hasta sus muros la divina palabra del

Sembrador.

Todo lo cual nos muestra hasta qué punto tuvo relevancia el concepto en lo que se

ha dado en denominar la “Edad de plata” de la literatura española, al menos en su

primera mitad. El concepto se había extendido hasta plasmar y definir un concepto de

ciudad en el que se resumían las definiciones de las viejas ciudades europeas. En

España, son Unamuno y Azorín, como hemos visto, quienes terminan de dar forma al

símbolo, aunque se nos mostrase en un buen número de textos literarios y también

periodísticos.

66 El artículo hace referencia al bombardeo de la ciudad de Reims. Hace referencia a los bombardeos de la Catedral y los edificios cercanos, por lo que el título del artículo puede inducir a equívoco. Sin embargo creemos que algunas insinuaciones como la religiosidad o la memoria del pasado nos sitúan en la misma línea significativa de nuestro estudio.

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Los textos autobiográficos redundan en esta misma imagen del castillo o la celda.

Recogen ideas normalizadas que han ido generalizándose en textos narrativos de ficción

como los que acabamos de estudiar y que han creado un símbolo que funciona en ambas

modalidades genéricas. El espacio descrito por estos autores no es, pues, un espacio

aséptico, una descripción de un lugar desde una perspectiva puramente objetiva, sino

una ciudad “culturalizada”, pasada por el tamiz de la imagen preconcebida y que

responde, en casi todas las ocasiones, a la materia simbólica creada previamente.

El propio Larreta escribió varios textos que podemos calificar como

autobiográficos. El primero de ellos se tituló Tiempos Iluminados (1941) y fue el

resultado de publicar una serie de artículos y conferencias del autor. El segundo llevó

por título La naranja (1948), y responde a una estructura de corte diarístico en la que se

van vertiendo pensamientos, intuiciones, juicios literarios y otras ideas sin más orden

que el que Larreta le da en torno a una numeración que no se corresponde con una

fórmula temporal precisa.

En estas dos obras aparece un buen número de referencias a las obras narrativas

de ficción que hemos visto, fundamentalmente a La gloria de don Ramiro.

Lógicamente, también nos vamos a encontrar con las apreciaciones personales de

Larreta acerca de la ciudad y su opinión subjetiva acerca de ella. Lo que es más; para la

construcción de la novela, su principal fuente de información fueron autobiografías que

fue leyendo previamente:

Al ponerme a escribir La gloria de don Ramiro, contaba yo con un gran

acopio de autobiografías, algunas de las cuales eran entonces casi ignoradas, de

crónicas locales, de cartas particulares, publicadas o inéditas, de ejecutorias, de

probanzas de limpieza de sangre y hasta de papelotes notariales.

Es un buen ejemplo de cómo un texto autobiográfico aporta información para una

narración y cómo autobiografía y ficción se influyen mutuamente en un trasvase que

suele darse, generalmente, dentro de la producción del propio autor, pero también en un

flujo que aporta influencias en cuanto a signos de uno y otro ámbito. La imagen espacial

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también es uno de estos signos de mutua influencia, más aún cuando Larreta utiliza

también crónicas y otros textos de carácter histórico.

Estas explicaciones acerca de la novela que hay en los textos autobiográficos

remiten a modalidades en las que Larreta vierte su vida y emociones, de manera que

podemos autentificar como autobiográficos textos como el poema del que dice:

Hace poco, buscando recoger el sentido de aquel instante de mi vida

compuse estos versos:

(…) sigo andando

y no sé si soy yo quien va soñando

o es o es Ávila quien sueña. La fortuna

rondaba. Tú me diste, ciudad fuerte,

ciudad santa, la llave alternativa.

La imagen de la ciudad es, obviamente, la que el autor ha recompuesto a través

del material previo utilizado para la composición de La gloria de don Ramiro. Además

de lo anteriormente enunciado, Larreta habla de la influencia de los escritores místicos

abulenses, San Juan de la Cruz y Santa Teresa, pero también y sobre todo, los textos que

conocía de Unamuno, quien, dicho sea en este momento, fue un admirador de la obra de

Larreta.

De estas imágenes previas recibidas, Larreta encuentra la imagen de la ciudad

como castillo. En la introducción al poema “Ávila” que figura en su obra La calle de la

vida y de la muerte explicita esta imagen (1943: 37):

Más que una ciudad, Ávila es un ancho castillo henchido de iglesias.

Emblema completo de España, de la España de la historia, de la España

creadora y profunda. Son de Fray Juan de la Cruz que estuvo allí tantas veces,

las expresiones “el aire de la almena” “lámparas de fuego”.

Yo imagino a Fray Juan en su celda, a la hora del alba, entonando alguno

de sus cantares, a manera de oración matinal.

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Venimos a decir que esa imagen de la ciudad interpretada como castillo y como

celda es, en el caso de Ávila, muy fácil de emparentar semánticamente. Pero no mucho

más que otras ciudades de la Castilla de principios del siglo XX. Lo que ha venido a

producir esta unión semántica es una cuestión profundamente literaria, más que

histórica o física. El hecho de que los textos autobiográficos consultados remitan

siempre a esta imagen procede de la vinculación literaria de Ávila con el tópico literario

de las “ciudades muertas”, a la que el propio Larreta contribuyó decisivamente.

Esta imagen no es, sin embargo, privativa del siglo XIX y de la literatura

finisecular. De hecho la exposición narrativa de la ciudad castillo aparece ya en textos

bíblicos y recorre la historia literaria, pasando por San Agustín, hasta llegar al siglo

XVI, cuando Santa Teresa la recoge en su libro Las Moradas. San Agustín ya

identificaba trasuntos espirituales con la imagen del espacio urbano (2002: 21): “Al

Autor y Fundador de esta Ciudad Santa quieren anteponer sus dioses los ciudadanos de

la Ciudad terrena”. La fundación del espacio urbano aparece, ya en San Agustín,

vinculada al mal, es decir, que, frente a la ciudad divina, la fundación del espacio

urbano es siempre humana, y por lo tanto, negativa, o, lo que es lo mismo, el mundo, el

siglo, se corresponden con la mundanidad y, pon ende, con el pecado. Así, dice San

Agustín (2002: 34):

Así que dice la Sagrada Escritura: de Caín que fundó una ciudad; pero

Abel, como peregrino, no la fundó, porque la ciudad de los santos es soberana y

celestial,

Luego nos encontramos con la duplicación del espacio en torno a dos imágenes

contrapuestas y complementarias, dos caras del símbolo que lleva a considerar la ciudad

como un lugar que invoca dos referentes distintos. De ahí a considerar una ciudad como

explicación simbólica de la otra sólo había de darse el paso de la literatura simbolista.

Larreta, en sus memorias Tiempos Iluminados nos ofrece, precisamente esta

visión tan particular de la ciudad: (1941: 120)

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No creo que ciudad alguna ofrezca al viajero entrada más emocionante.

Puerta de San Vicente. Dos inmensos torreones. En lo alto, curvado pasadizo,

verdadera ceja de piedra, infunde a toda aquella mole guerrera una soñadora

expresión de plegaria.

No es baladí considerar que ante la visión de un espacio determinado nos

presentamos con un bagaje cultural que nos prepara las primeras impresiones. No

podemos olvidar que es un acto que a todos nos afecta en nuestros viajes. La impresión

de un paisaje urbano está previamente preparado por nuestras experiencias culturales

previas. Así, un viajero en Nueva York reconocerá las imágenes que le han ido llegando

a través de películas o fotografías o, simplemente, a partir de las imágenes de la prensa

o la televisión en sus informativos. ¿Podemos, pues, enfrentarnos a la visión de una

ciudad sin una idea preconcebida de ese lugar?

Evidentemente no. Cuando un viajero catalán, Pere Corominas viaja hasta Ávila y

la contempla por primera vez, reconoce esa primera idea preconcebida. El texto

autobiográfico rememora un viaje por Castilla y las etapas por diversas ciudades. Lo

que realmente nos interesa es cómo, para Corominas la apreciación del espacio no es del

todo aséptica y, necesariamente está precedida por la preparación cultural y la idea

preconcebida de ese espacio (1998: 35):

Seguramente debía estar mi alma preparada para recibir una perspectiva

sentimental de Ávila cuando pasé por ella hace muchos años. Ni el horrible

monumento a Santa Teresa, ni el banal Paseo de San Antonio pudieron

quebrantar el esfuerzo de mi espíritu, empeñado en ver con ojos medievales la

vieja ciudad ceñida por su corazón de murallas y torreones, de las que apenas

desborda en una pequeña parte de su circuito.

Este texto procede de la obra de un intelectual. Corominas conoce Ávila tras su

estancia en Madrid para dictar una serie de conferencias en la Residencia de Estudiantes

por encargo del propio Jiménez Fraud. Es decir, las impresiones que del entorno –

urbano o no- de un autor están, como es evidente, condicionados por el caudal cultural

de que dispone. Ahora bien, ¿podemos considerar que ese caudal pertenece, de alguna

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manera, a la memoria? Si ello es así, no hay una diferencia excesiva entre la percepción

del espacio que hay en un autor culto o un narrador que pretende, únicamente, hacer una

descripción sin intención alguna del espacio conocido tiempo atrás.

La recuperación de los datos de la memoria es siempre un proceso idéntico que

responde a una selección de imágenes recordadas de manera más o menos vívida. Sin

embargo, el almacenamiento de esos datos o la “reconversión” o “ficcionalización” de

esos datos dependerá de ese bagaje cultural. Luego estamos hablando de una

refundición espacial que depende de esa cultura previa del autor en la integración de los

recuerdos.

Volviendo al asunto que nos ocupa, la percepción de la ciudad como un espacio

cerrado, bajo forma de celda o de castillo, va a estar ligada, generalmente a

condicionamientos culturales concretos. En el caso de Corominas, porque la concepción

de la Castilla de la que hablaba en el primer cuarto del siglo XX es la que habían

aportado los autores de la denominada entonces “Generación del 98” y porque es la de

un escritor catalán, que escribe en catalán y trata a la ciudad como la imagen de un

territorio que se contrapone al suyo y que es heredero de esos viejos conceptos de

espiritualidad y pasado de los que hemos venido hablando.

Por lo tanto, la imagen de “ciudad celda” o espacio cerrado y místico es el

resultado de una asimilación cultural previa y tiene los mismos tintes de ficción que

puede tener el espacio en un texto novelístico; es decir, el espacio se ha convertido en

signo narrativo, independientemente de que el espacio sea real y aparezca en un texto

autobiográfico. Podemos apreciarlo en estas otras palabras (1998: 38):

Pues si has de dormir, [Castilla] duérmete en Ávila, al arrullo de los

recuerdos de tu Santa, al rumor de sus muros ennegrecidos, en lo alto de tu

meseta, donde la sobria vida de los páramos y el enjuto espíritu religioso

curarán tus blanduras de toda liquefacción soez. Recoge alimentos, almacena

energías, sueña.

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Pero también es cierto que bajo a esta imagen de la ciudad pequeña palpita una

contradicción. Decíamos en la primera parte que la imagen de la ciudad moderna que

crece sobre las ruinas de sus barrios medievales se distribuye por toda Europa durante

los últimos años del siglo XIX y los primeros años del XX. Y que llegaba a las

pequeñas ciudades de Castilla, como Ávila, la Salamanca de Unamuno o la más alejada

de Zamora. La pequeña burguesía de estas localidades quiere imitar los nuevos

adelantos urbanos de Madrid y, sobre todo, Barcelona y encarga a los arquitectos recién

llegados a sus Ayuntamientos la construcción de sus modernistas residencias. La llegada

del ferrocarril a Ávila impone la construcción urgente de hoteles para los ingenieros,

casas para los veraneantes madrileños… La imagen de la modernidad arraiga en la

estética de la pequeña burguesía campesina. Frente a la ciudad castillo, la ciudad celda,

se quiere erguir el pequeño palacio de cristal como imagen de los nuevos tiempos.

Marshall Berman también se ocupa de este emergente símbolo que aparece en

muchas ciudades europeas, Madrid incluida. El espacio del palacio que no se opone a la

naturaleza, sino que la integra en su propia belleza urbana se convierte en el símbolo de

los nuevos tiempos. Es, al tiempo, hermoso y transitorio y, a la manera de un

invernadero es capaz de incorporar dentro a toda la naturaleza, integrarse en ella

dejando ver el exterior. Está hecho para desvanecerse en el aire, para ser “la antítesis de

la ciudad” (1988:253). El primero de ellos se construyó en Londres en 1851 como parte

de la Exposición Internacional que allí se celebraba. Se concibió como una muestra de

ingeniería condenada a desaparecer tras la Exposición. El de Madrid se levanta en 1887

con motivo de otra exposición, la de las Islas Filipinas como un auténtico invernadero a

imitación del londinense y la idea era también desmontarlo y enviarlo a Filipinas tras la

Exposición. Literariamente, la literatura modernista recurrirá habitualmente al símbolo.

Rubén Darío lo hará en sus poemas. Son la contraposición modernista a la unión de la

naturaleza y lo urbano, el símbolo opuesto a las ciudades castellanas. En la misma línea

que los grandes bulevares en los que, de la noche a la mañana emergen los árboles

frondosos a un lado y otro de la calzada, junto a las grandes y lujosas cafeterías, los

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palacios de cristal señalan la naturaleza en los jardines, en los landscape, pero, en

realidad, representan la gran obra de ingeniería, la aplicación urbana de la ciencia.

Frente a este símbolo, la ciudad celda evita el juego de la modernidad, lo soslaya

incidiendo sólo en los valores espirituales e históricos. Si recordamos lo que decía

Berman sobre los autores antimodernistas, transportado a la literatura española, los

escritores que huyen la ciudad moderna encuentran en la ciudad pequeña esa misma

expresión cultural del palacio de cristal privada de su concepto de “espacio moderno”

en el que se incluye la naturaleza.

Berman explica que “todas las formas del arte y el pensamiento modernistas

tienen un carácter dual: son a la vez expresiones del proceso de modernización y

protestas contra él” (1998: 244). El problema es cómo transportar esas mismas ideas a

los lugares donde la modernidad real aún no ha llegado. (1998: 245):

Pero en los países relativamente atrasados, donde el proceso de

modernización todavía no se ha impuesto, el modernismo, allí donde se

desarrolla, adquiere un carácter fantástico, porque está obligado a nutrirse, no

de la realidad social, sino de las fantasías, espejismos, sueños.

Y así ocurre, en efecto, en esta imagen castellana del modernismo. Ese

modernismo urbano de la Castilla pobre y rural ha de adquirir, necesariamente, unos

tintes que, como recuerda Berman, tienen que ver más con el espejismo. Una realidad,

nos atreveríamos a decir, más cercana al don Quijote (unamuniano) que a Baudelaire.

Los espacios del XIX en Castilla son transfiguraciones de la ciudad porque no

pueden ser palacios cristalinos y transparentes. La modernidad de las ciudades muertas

de Castilla son, por necesidad literaria, palacios de granito, pero con la misma

trascendencia narrativa. La vieja ciudad se elevará hacia el cielo espiritualmente porque

no podrá dejar ver el cielo a través del cristal del ingeniero. El cielo será ese cristal y el

aire serán las paredes.

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Esta dualidad entre la ciudad espiritual y las grandes ciudades tuvo su repercusión

en algunos autores españoles como Unamuno y Azorín, por citar algún ejemplo. Las

ciudades clasificadas por el primero atienden a estos valores (2004: 292):

Hay unas cuantas ciudades que se han ido llevando en España la atención

de los visitantes y curiosos, más por hermosuras de apariencialidad y vistosas

que por recogido encanto, y otras por la facilidad de su acceso. Granada,

Sevilla, Burgos, Toledo… Otras sólo figuran en segundo término, y algunas las

más interesantes, apenas si merecen mención. Y, en cambio, hay muchos a

quienes encanta San Sebastián, esas trivialísima San Sebastián, muy limpia,

muy linda, muy bien adobada, muy alegre, muy hospitalaria y muy

insignificante. Pero, en fin, ha de haber para todos los gustos, y no es cosa de

quitar a los tenderos enriquecidos los encantos del Gran Casino easonense.

Ya ha sido más que estudiado esa responsabilidad castellana en la literatura de

finales de siglo y no será ahora cuando volvamos a ello. Sin embargo nos resulta

importante en nuestro estudio comprobar cómo la ciudad en estos autores responde a un

criterio no muy distinto del de los modernistas. La ciudad modernista decimonónica se

correspondería más con San Sebastián, cuyos valores no niega Unamuno. Y, de hecho,

la contraposición entre una y otra no es más que la búsqueda de “valores profundos” e

históricos. Estos valores no son los del flâneur, los del burgués parisino, sino los del

historiador y el creador. No son, por tanto, dos visiones opuestas, sino dos concepciones

diferentes de lo que es una ciudad: la celda o el siglo. Unamuno lo expone de la

siguiente manera (2004: 294):

En el aspecto íntimo del arte, para el que busca sensaciones profundas,

para el que tiene el espíritu preparado a recibir la más honda revelación de la

historia eterna, os digo que lo mejor de España es Castilla, y en Castilla pocas

ciudades, si es que hay alguna, superior a Ávila. Váyase a Sevilla, váyase a

Valencia el que quiera divertirse o distraer el ánimo, el que quiera matar unos

días viviendo con la sobrehaz del alma; pero el que quiera columbrar lo que

pudo antaño haber sido vivir con el fondo del alma, ése que vaya a Ávila; que

venga también a Salamanca.

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El contrapunto entre la vanidad y la espiritualidad es el concepto de

“antimodernismo” del que hablábamos en la primera parte de este trabajo. Ávila va a

representar, precisamente ese concepto de antimodernidad que será resaltado a través de

los años, el concepto de la permanencia frente al del desarrollo, el del progreso frente al

de la historia.

La simbolización de estos espacios a partir de la metáfora del castillo o la celda

pretende dotar a la literatura de las ciudades de un contrapunto lógico a las ideas

baudelerianas que ya se daban en España “Y, sin embargo, de ser una ciudad como

Ávila –o como Salamanca- un verdadero hogar para el alma, una ciudad que recibe y

conserva el dejo del espíritu, llegó Ramiro a sentir asco por ella. […] Ciudad cárcel,

según él” (2004: 295).

La oposición sólo puede producir la terrible dualización del espacio. Porque la

negación de la nueva ciudad emergente sólo se puede hacer mediante la constricción, no

sólo urbana, sino funcional. La negación del desarrollo urbano lleva aparejada la

negación del desarrollo y la constricción de la vida en la ciudad. Si en el París de

Baudelaire emerge el enfrentamiento entre dos clases sociales opuestas; si los bulevares

suponen la incursión de la burguesía en el centro de los barrios medievales, en las

ciudades unamunianas se niega siquiera la opción de conocimiento: lo campesino, lo

burgués, lo religioso ha de unirse en un mismo espacio: la celda conventual.

Que Unamuno elija este símbolo no es del todo inocente. La mejor negación de un

sistema de oposición de clases no es el triunfo de una sobre las otras, sino la unión de

todas bajo un único espíritu formal, una uniformización, que en el caso de Castilla se da

bajo la metáfora de un convento. Caballero, campesino y religioso como esencia de un

mismo personaje: una pretendida “alma” de ciudadano que opondría el nuevo concepto

de ciudad al viejo. Unamuno huye la modernidad urbana (2004: 296):

Londres, en cambio, o Nueva York, no puede ser una ciudad nunca. El

que en Londres tenga alma de ciudadano tiene que albergarla en un barrio.

Londres no puede ser nunca una casa.

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La construcción simbólica de la ciudad pequeña se va a dar, por supuesto, sobre la

base de la intimidad: cárcel o casa.

1.1.3.- Tópicos de la ciudad pequeña: espacio y tiempo a través de algunos textos autobiográficos

La segunda parte del análisis que pretendemos hacer en torno al espacio de la

ciudad muerta es precisamente la de cómo la literatura de finales del XIX y la literatura

finisecular añade a este ambiente de espiritualidad e historia, el ingrediente de la

sensualidad y el exotismo propios de la tendencia modernista.

Los jardines modernistas, llenos de evocaciones a los sentidos (colores, olores,

sonidos...) son los lugares en los que puede despertar la pasión amorosa en los

protagonistas. Como en Brujas la muerta, y como ocurre con otras novelas posteriores,

sensualidad y espiritualidad terminan por unirse en estas ciudades, no como un contraste

exagerado, sino como una necesidad derivada de la esencia de la ciudad muerta. Para

los autores de la época, la sensualidad extrema conduce a la vanidad y esta a la

reclusión espiritual. Dirá Unamuno (2004: 296):

¿Es que este sentimiento no surge, ante todo y sobre todo, de los

desengaños de la pasión amorosa o de los hartazgos del deseo carnal?

Así, vemos unidos los temas fundamentales que establecen la ciudad de Ávila

como un espacio simbólico.

Rodenbach había publicado Bruges la Morte en 1892. Ya conocemos que la había

traducido por primera vez al castellano Alberto Insúa con el título, ya avanzado, de

Brujas, la muerta. Con esta novela, en la que se recrean ambientes y sensaciones de la

ciudad de Brujas, se inaugura una larga serie de obras en las que la ciudad se convierte

en protagonista de la obra. Es importante destacar que el espacio urbano recupera, no ya

su valor metonímico sobre el personaje, sino que son ya personajes de pleno derecho a

los que se les atribuyen características humanas, independientes de los personajes y que

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interrelacionan con ellos, influyéndolos y rechazándolos según las necesidades

narrativas. El propio Rodenbach explica así cómo son esas ciudades (1896: 31) :

Les villes surtout ont ainsi une personalité, un esprit autonome, un

caractère presque extériorisé qui correspond à la joie, à l’amour nouveau, au

renoncement, au veuvage. Toute cité est un état d’âme et (…) cet état d’âme se

communique, se propage á nous en un fluide qui s’inocule et qu’on incorpore

avec la nuance de l’air.67

El hecho de que “toda ciudad sea un estado del alma y que este estado se

propague, parece fundamentalmente unamuniano y también, cómo no, algo romántico.

Pero aún hay más, y es que, sin entrar en detalles, Rodenbach había sido el introductor

en Francia de las ideas de Shopenhauer, el filósofo alemán que tanto predicamento tuvo

en la obra de Unamuno.

Podemos considerar así que la ciudad muerta es el lugar al que escapar de las

incitaciones de la vida. Como resume Lozano Marco (2000: 19):

…es lección de silencio y calma, ejemplo de resignación, consejo de

piedad y austeridad; un espacio donde se resume la aspiración

schopenhaueriana a la renuncia a la vida, la mutilación de los deseos,

beneficiándose de la influencia pálida y tranquilizadora de Brujas en la serena

espera de una buena muerte.

Hemos de considerar también que estas ciudades muertas son, de alguna manera

“avisos de la muerte”, como lo son las vanitas barrocas y como lo expresaron, ya vimos

atrás, Unamuno y Azorín. Lejos, pues, de las grandes ciudades, la verdadera ciudad

muerta se encuentra en las ciudades pequeñas, en los espacios reducidos de antiguas

ciudades que conservan su pasado. Brujas lo era para Rodenbach y Ávila lo es para

Unamuno.

67 "Las ciudades así tienen sobre todo una personalidad, un espíritu autónomo un carácter apenas exteriorizado que corresponde a la alegría, al amor nuevo, a la renuncia, a la viudedad. Toda ciudad es un estado de ánimo y (…) este estado de ánimo se comunica, se propaga a nosotros en un fluido que se inocula y que se incorpora con el matiz del aire”. La traducción es mía.

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El símbolo de la ciudad muerta encierra pues, imágenes de campanas, iglesias,

sepulcros… son historia y como historia apenas amenaza. Forma parte de la huida de

los hombres de fin de siglo frente al empuje de la sociedad industrial y de las ciudades

grandes. Frente a ellas, la ciudad muerta se contrapone al progreso y la modernidad

(1922: 54):

El ferrocarril, en 1863, es cosa reciente, pero todavía corren las

diligencias. <<Sale coche para Madrid los días impares a las ocho de la mañana

–dice la guía- y entra en ésta los pares a las cinco de la tarde>>. Hay en Ávila

cuatro o seis posadas; la de la Estrella, la de la Fruta, la de Vulpes, la del

Puente. En el Círculo de Recreo, en la Unión Avilesa y en la Aurora Artístico-

Abulense, esparcen el ánimo los moradores de la ciudad. En Ávila existen

muchas plazuelas. Las plazuelas son el encanto de las viejas ciudades españolas.

La piedra de los edificios es cenicienta en Ávila. El silencio, hoy, en las

plazuelas es profundo.

Azorín en este texto que acabamos de citar y este, en el que las referencias a lo

anteriormente expuesto se hacen evidentes: huesos, ciudad vertebrada, espinazo,

rosario, como un cráneo... conforma un recuerdo de la muerte con el que enmarcar un

trasunto histórico (1922: 55):

Ciudad, como el alma castellana, dermatoesquelética, crustácea, con la

osamenta -coraza- por fuera, y dentro la carne, ó sea también a las veces. Es el

castillo interior de las moradas de Teresa donde no cabe crecer sino hacia el

cielo. Y el cielo se abre sobre ello como la palma de la mano del Señor.

Los textos de Azorín muestran a las claras esta idea. El pasado de Ávila contrasta

con la actualidad, y en ella se da un espacio ideal para la melancolía, el “spleen”,

verdadero tópico de gran parte de la creación de fin de siglo.

No podemos, ni sería justo hacerlo, identificar plenamente la idea que del tópico

tienen ambos autores. Azorín tampoco se siente especialmente cercano a algunas

novelas y a ciertas formas que adquiere el pensamiento de don Miguel. Alguna crítica a

la novela de Unamuno Paz en la guerra, declara (1895: 34):

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No soy partidario de las nebulosidades de Unamuno ni de las nieblas de

la literatura decadente. Admiro a Maeterlinck, por L’intruse; admiro algunas de

las novelas de Eekhout y de Cyriel –desconocidas entre nosotros-; pero

meridional criado entre montañas, bajo cielo sin nubes, amo más que todo la

claridad, la sencillez, la precisión en los contornos; y pido como Zola, en su

catilinaria de Le Figaro, trasparencia en la concepción y en el estilo. <<Luz>>.

Sin embargo los autores que cita, lejos de estar en esa línea de claridad o de luz,

son autores poco sencillos y, a menudo no poco oscuros, al menos lo que conocemos de

alguno de ellos. Y sobre todo Maeterlinck, de quien el propio Azorín había traducido La

intrusa, una obra en la que un ciego siente los pasos de la muerte, que va entrando

lentamente en su hogar. Esta obra, de 1890 se difundió muy rápidamente en España e

influyó poderosamente en los simbolistas catalanes y también en Azorín, sobre todo en

su trilogía teatral Lo invisible. Pero por lo que vamos a ver, no anda tampoco muy

alejado de las tesis de Unamuno.

Es bien cierto que a Azorín no le interesan especialmente las ciudades. Pero sí

tienen sus obras una especial interpretación del signo temporal unido a los lugares

pequeños, los pueblos o las aldeas. Su crítica a la vida en la ciudad aparece en algunas

obras: En Diario de un enfermo, se pone en tela de juicio la pretendida ventaja de los

adelantos en comunicaciones y ciencia. En Bohemia, historia de un escritor que trata de

hacerse un hueco en el mundillo literario de la ciudad, finalmente el protagonista se ve

arrastrado por los peligros de la ciudad… Pero Azorín reivindica también la vida en la

aldea y en las ciudades pequeñas. Detrás de la idea están, de un lado las críticas que

acabamos de citar brevemente, pero también la de que el tiempo en las pequeñas

ciudades es sinónimo de lentitud, de retención del tiempo y de monotonía: vivir es ver

volver, la idea nietzscheana que se repite en algunos textos de sus obras más destacadas,

no es más que esto.

Por otro lado, el tiempo tratado así no es más que lo que venimos viendo en

Unamuno y en los simbolistas que crean el tópico que estudiamos. El eterno retorno de

los valores tradicionales que Azorín encuentra en la aldea y el campo y Unamuno en la

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ciudad muerta. El sueño imperial en el que cae una ciudad del XVI tras Villalar, no es

más que su consolidación como espacio muerto, como pasado eternamente anclado en

el espacio urbano. Es decir, la ciudad muerta (1922: 24):

Aparecióseme una vez más la ciudad de Ávila, Ávila de los Caballeros,

Ávila de Teresa de Jesús, ciudad vertebrada. En aquel campo rocoso, entre los

berruecos, que son como huesos de esta tierra de Castilla, toda ella roca, donde

la gea domina a la flora y a la fauna, rocambre que es de fuego cristalizado.

Cincha a la ciudad el redondo espinazo de sus murallas, rosario de cubos

almenados, y como un cráneo, una calavera viva –la gloria mayor del rosario- ,

en lo alto, la fábrica de la catedral, cuyo ábside cobija recovecos de misterio

interior, allí entre las bermejas columnas.

Unas breves notas para hacer señalar cómo a Azorín le interesa resaltar el valor

simbólico del gesto de la ciudad: desnudar la estatua del rey don Enrique. El texto está

lleno de referencias al sueño como revelador de una realidad nueva: “Dentro del cincho

de piedra de las murallas de su ciudad nativa soñó la Santa”; “y es su vida sueño, pero

grave sueño de piedad”; “y cayó sobre ésta un grave sueño imperial”...

La ciudad que sueña o que duerme nos revela inmediatamente ese otro significado

del pasado que puede sobre el presente y puja hasta imponerse a él. Es decir, cómo los

símbolos de las ciudades muertas pesan hasta configurar la esencia de sus habitantes. El

sueño en Azorín forma parte del concepto de tiempo, de detención temporal y eterna

vuelta a lo ya existido. Es el mismo caso que el silencio, otro de los tópicos simbolistas

que ya el propio Maeterlinck contribuyó a dar forma. Y Azorín (1946) encuentra

silencio, sueño, detención del tiempo, precisamente la base de esta forma de ascetismo

que reclama la ciudad celda (1946: 61):

Todo es severo y noble en la ciudad. En el ámbito cerrado de Ávila se ha

ido condensando un ambiente de enardecimiento y de pasión. Los caballeros

dominan la ciudad. Tienen todos gusto intenso por la política. La multitud está

avezada a la vida ciudadana. No existe casi la muchedumbre en el sentido

plebeyo. Todos, más o menos, son señores.

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El texto pertenece a la novela Un pueblecito, Riofrío de Ávila. El espíritu español,

el que se encierra en estas ciudades, según Unamuno, y que Azorín encuentra en los

pueblos de tiempo detenido, donde aún se siente a Santa Teresa y al pueblo que desnuda

a Enrique IV, es el mismo que impregna la obra de Nietzsche. Al fin y al cabo, como el

propio Azorín reconoce Nietzsche es español.

Pero sí hay una diferencia fundamental entre Azorín y Unamuno. Azorín busca en

los pueblos, no en las ciudades el sentimiento de compenetración con el ambiente y la

necesidad de retirarse de la vanidad del mundo. Es igualmente cercano ese sentimiento,

que se sitúa en las lindes de la tristeza, no en la tristeza misma. Esa inexplicable

sensación de melancolía, tan de fin de siglo, por otro lado, la misma que tiñe las novelas

de los simbolistas, los poemas de los modernistas, y la que Azorín encuentra en Riofrío,

en Ávila y en Castilla.

Martínez Ruiz se une al paisaje a través de esta sensación de spleen que nos

describe así (1972: 55):

¿Dónde está España? ¿Dónde está Castilla? ¿No está allá arriba, allá

arriba, pasadas unas duras montañas, lejos de los paisajes suaves, románticos y

de los mares azules? Sólo en el otoño, después de este vagabundeo espiritual,

después de esta fiesta infantil de nuestro espíritu; sólo en el otoño, vueltos a la

altiplanicie castellana, unas páginas de La Celestina o del Lazarillo nos hacen

compenetrarnos hondamente, dolorosamente, con el paisaje, el ambiente y el

arte de Castilla. En nuestros ojos traemos aún la visión de Europa. Quisiéramos,

cuando vamos leyendo, releyendo estas páginas de nuestro siglo XVI, sentirnos

uno mismo con las ciudades y el viejo paisaje. Quisiéramos, ya casi en el ocaso

de la vida, ya fatigados por el trabajo, un descanso en uno de estos viejos

pueblos. Pueblos de Toledo, de Segovia, De Ávila, de Salamanca. Un vasto y

cómodo caserón en una calle quieta, silenciosa y lejana. Detrás un amplio y

sombrío huerto, donde sólo discretamente entran las tijeras del jardinero en los

arriates de mirtos y evónimos.

Azorín continúa en su búsqueda por los mismos caminos que nos ofrecía el

símbolo. Ávila, Toledo o Segovia, las ciudades y las provincias tocadas por la historia,

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y en su texto, las descripciones se nos van a los colores prerrafaelitas: azules, amarillos,

como los pintaba Juan Ramón, y el jardín se llena de mirtos y evónimos. Podrá decirse

que este amarillo, por otro lado tan unamuniano, es otra cosa, no es el mismo que el de

los modernistas, o que quizá sea sólo el tono del trigo de Castilla.

En cualquier caso, la lectura de Un pueblecito, Riofrío de Ávila es una lectura

sobre el tiempo, no sobre otras representaciones. Bejarano, el Montaigne de Riofrío es

la transposición del hombre que se aparta del mundo para dedicarse a cultivar su

interior. Y este hombre que se aparta de la vida mundana es el que encontraremos más

adelante, como ya veremos después, en la novela de Insúa.

En esta obra descubrimos que el interés de Azorín por los pueblos pequeños tiene

que ver con esa sensación de huida temporal de tempus fugit. Montaigne se había

retirado también en su propia casa a los treinta y ocho años, en la heredad familiar, entre

sus libros, huyendo del mundo. Pues bien, como Montaigne, Bejarano, se retira a sus

libros en un espacio donde el tiempo y los libros son una cárcel, como la celda de los

místicos. Y, aunque el espacio que prefiere Azorín sea este, vamos a quedarnos con la

idea del personaje que se retira a la celda, huyendo de la vanidad, pues, aunque el

símbolo cambia, aunque las preferencias del referente sean distintas, responden a la

misma realidad, al mismo estado de espíritu que en Unamuno. Dejaremos en suspenso

esta idea hasta que veamos el resultado de enclaustrarse demasiado pronto en una

novela de Insúa. Concluyendo con el análisis de los dos autores, el símbolo de la ciudad

muerta encierra una visión del lugar como una imagen de pasado en la que las imágenes

conventuales e historicistas conforman la ciudad. Todo ello responde a termina por

encerrar el concepto de vacío o de vanitas y desemboca en una idea de tiempo

propiamente nietzscheana y azoriniana.

Baroja traduce también estas sensaciones en sus memorias Desde la última vuelta

del camino. En Baroja se produce, además, la conjunción de estas experiencias en

narraciones noveladas y en sus obras memorialísticas. En La dama errante podemos

comprobar cómo fue su viaje por la provincia de Ávila

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2.- IMÁGENES DEL ESPACIO URBANO DE ÁVILA EN TEXTOS AUTOBIOGRÁFICOS

2.1.- Construcción histórica de la ciudad literaria. Historiadores y pensadores en

sus textos autobiográficos

Cuando Claudio Sánchez Albornoz (1893-1984) recibe en Asturias el título de

Hijo Adoptivo pronuncia las siguientes palabras (1979: 14):

Durante muchos años yo soñaba en volver a España. Era como aquel

viaje de ciego de Azorín. Yo soñaba con volver a Ávila. Pero Franco vivió

muchos años. […] Cuando me lleven a enterrar a Ávila al lado de mis padres,

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de mi hermano, de la madre de mis hijos, os pido que renovéis una vieja

costumbre: Cuando yo era pequeño se anunciaba a los muertos desde la torre de

la Iglesia. Un niño tocaba una campana y gritaba: por el alma de Lorenzo, el

carpintero; o por el alma de Juan, el panadero. Hoy, ya no se hace eso, pero yo

os pido a los asturianos que, cuando llegue mi hora, desde lo alto de la torre de

San Pedro, vecina a la casa de mis padres que ya no existe, un monaguillo toque

la campana y grite luego: por el alma de Claudio Sánchez Albornoz, que murió

en Argentina, adorando a España.

Albornoz, aunque nacido en Madrid, vivió toda su vida en Ávila, ciudad natal de

sus padres y en la que, efectivamente está enterrado y en la que se cumplió esa voluntad

ritual que expresaba en las palabras antes mencionadas. Su labor como historiador dio

lugar a un buen número de obras de investigación en las que la ciudad de Ávila cobraba

especial protagonismo. Así, en sus memorias suele tener recurrencia el recuerdo de su

país y de su ciudad. No podía ser de otra manera en un autor que, por profesión y

vocación era historiador y pasó gran parte de su vida en un exilio político que le había

privado de su familia y su patria.

Un caso parecido pero no semejante es el de George Santayana (1863-1952), el

pensador español que se afincó en Estados Unidos, donde desarrolló la mayor parte de

sus trabajos y pasó, también, su vida intelectual y personal.

Tres son las obras de carácter autobiográfico que nos ha dejado Santayana:

Personas y lugares (1944), En mitad del camino (1946) y Mi anfitrión el mundo (1955).

Acerca de la bibliografía que, sobre Santayana, nos parece interesante consultar,

mencionamos aquí El sustrato abulense de Jorge Santayana (1989), de Pedro García

Martín, en el que se abordan algunos conceptos que nos van a resultar interesantes,

como el del “abulensismo”. Y, sobre todo, por la abundancia de aporte bibliográfico,

por la publicación de material epistolar que no hemos podido hallar en ninguna otra

obra del autor.

Estos dos autores son, quizá, los más destacados autores abulenses que, por

razones obvias, van a sernos más interesantes por cuanto sus propias autobiografías

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responden a la vinculación personal a la pequeña ciudad que se mueve entre el campo y

la ciudad, entre lo rural y lo urbano. Ambos tuvieron sus raíces en la ciudad, pero

también pasaron gran parte de su vida en grandes ciudades: Buenos Aires, en el caso del

primero, y Boston, en el caso de Santayana.

Pero hay otros autores que, sin tener una especial relación vital con Ávila,

abordaron en sus memorias o escritos autobiográficos el espacio de la ciudad con una u

otra intención. Entre ellos está, por supuesto, Miguel de Unamuno, al que le unía más

una relación sentimental y lírica que una personal o, mejor dicho, vital. Gregorio

Marañón o José María Salaverría también realizaron pequeñas alusiones a la ciudad, a

menudo de manera tangencial.

Sobre esta visión histórica y también social de Ávila, nos ha resultado muy

interesante el libro Castilla en la literatura catalana (2002), recopilado por Carles

Bastons i Vivanco y editado por la Generalitat de Catalunya, de gran interés en lo que

respecta a la visión que los escritores catalanes han reseñado del espacio urbano de

Castilla, en general, y, en los casos particulares, de sus ciudades. En este aspecto

concreto de la obra hemos podido descubrir algunas obras y autores que hoy están

olvidados, como Gaziel o Corominas, recordar algunos textos de Josep Pla o conocer lo

de Lluís Busquets i Grabulosa. En todos ellos podemos apreciar imágenes de la ciudad

que responden a la comparación socio-histórica de Castilla y Cataluña, por lo que nos

ha parecido aportarlos en este epígrafe, sin que esto obvie que algunos de estos textos

pertenecen a narraciones de diarios o a diarios de viaje por Ávila o Castilla.

En relación con el tratamiento que la ciudad ha tenido desde escritos

autobiográficos de carácter político, hemos manejado el libro de Manuel Ruiz Lagos

Liberales en Ávila, por la referencia que hace a los textos de Larra, fundamentalmente,

y de José de Somoza. Ambos mantuvieron una estrecha relación con la ciudad; el

primero por haber sido Diputado a Cortes por esta circunscripción y por la relación

amorosa que mantuvo con la abulense Dolores Armijo. El segundo por ser abulense de

nacimiento.

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Volviendo a las palabras que citábamos de Albornoz, la relación personal de los

autores que vamos a tratar es muy diferente y responde a muy diferentes implicaciones

entre el autor y el espacio. El interés de esta parte de nuestro trabajo es comprobar qué

tiene de particular la visión del espacio urbano por escritores que habitualmente se

mueven en el terreno del ensayo, la filosofía o la historia, y si ese tratamiento particular

deja alguna huella en los escritos autobiográficos. Parece obvio que, en el caso de

Albornoz, así fue, porque, incluso en algunos textos históricos llega a emerger el

material autobiográfico y, lo que es más obvio, en textos autobiográficos el historicismo

personal se mezcla con los estudios históricos sobre el propio espacio urbano.

2.1.1.- Claudio Sánchez Albornoz en la literatura del exilio. La ciudad perdida como identidad

Nació en Madrid en 1893, hijo de padres abulenses. Su vinculación con la ciudad

fue muy grande: en Ávila se casó, y por Ávila fue Diputado liberal en tres legislaturas.

Desde sus primeros trabajos como investigador, sus primeros textos harían referencia a

la ciudad de Ávila, publicados en los diarios locales que, a principio del siglo XX se

editaban. Sus textos de carácter autobiográfico se publicaron en diferentes medios de

comunicación, fundamentalmente argentinos, durante su vida en el exilio.

Poco tiempo antes de su regreso a España y apenas unos meses antes de la muerte

de Franco, aparece en Madrid la obra Con un pie en el estribo, publicada por la Revista

de Occidente. Se recogen en ellos algunos artículos que tienen como motivo principal la

añoranza de España y, en concreto de las que consideró sus dos patrias, Madrid y Ávila.

El libro aparece dividido en dos partes: “recuerdos” y “pensando en el mañana”. La

primera son referencias todas a su vida en España anterior al régimen franquista.

Algunas de ellas son memorias de infancia y juventud y, otras de personajes y

recorridos por España. Pero su testimonio abulense está registrado en innumerables

entrevistas y documentos escritos que, sobre todo en los últimos años de su vida se

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publican dentro y fuera de España. En todos ellos, su deseo de volver a morir a Ávila.

Así lo expresa en el diario La Vanguardia, en entrevista de Manuel Leguineche (1983:

16): “Están intentando forzarme a volver a España, pero por la difícil situación de la

Argentina, que me ha dado asilo y medios de vida durante más de cuarenta años, no

puedo ahora cruzar el Atlántico. Sería una deslealtad. […] He ahorrado un dinero para

que me lleven a Ávila, con mis abuelos, mis padres, mi primera mujer”.

Decíamos que la imagen de Ávila mantiene siempre un tono nostálgico y las

referencias a ambas ciudades no suelen distinguir entre las características de la ciudad

grande y la pequeña, puesto que la rememoración se produce desde una perspectiva

puramente emocional.

Y decíamos, igualmente, en la primera parte de este trabajo que los textos

autobiográficos vienen determinados por los momentos históricos. Evidentemente es así

por cuanto los sucesos históricos marcan habitualmente cambios radicales en la vida de

los autores. En el caso de Sánchez Albornoz se trata, no sólo de la guerra, sino de la

experiencia del exilio. Los casos de escritos españoles autobiográficos relacionados

directa o indirectamente con el exilio y la guerra son numerosísimos. Podemos

considerar, y así lo hemos hecho en la primera parte de este estudio, que el hecho

histórico es un elemento relevante en la construcción de un texto autobiográfico, pero

también que la experiencia de una guerra puede ser motivo, por si sola la necesidad de

construir un discurso autobiográfico. Esta implicación de ida y vuelta puede ser

rastreada en numerosos textos. Parece evidente que el caso de Albornoz no es un caso

exclusivo y, por lo que respecta a la escritura autobiográfica de los pensadores exiliados

españoles, señala Cedena Gallardo cómo se produjo un movimiento filosófico con

epicentro, primero en México y, más tarde en Venezuela y Argentina, que dio una

nueva perspectiva de lo que representaba España y que, consecuentemente, les llevó a

“meditar sobre España, sobre su destino histórico y su significado” (2004: 195).

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Vamos a detenernos ahora brevemente en cómo los estudios sobre la guerra y el

exilio suelen construirse habitualmente sobre textos de carácter autobiográfico. La

guerra civil española no es una excepción.

A este respecto, queremos citar el trabajo de José Romera Castillo “Tres tipos de

discurso sobre la guerra (in)civil española: Portela, Valladares, Azaña e Indalecio

Prieto” (2006: 81-98). Son también interesantes los testimonios recogidos en las Actas

del Primer Congreso Internacional sobre el Exilio Literario Español (1996: 625-633).

Uno de los artículos allí publicados y que nos resulta de especial interés es la aportación

de Rosa Chacel sobre su trabajo literario fuera de España. La producción literaria tiende

a la personalización, a la prosopopeya en la que los espacios y los personajes remiten

esencialmente a la autora. Algunas novelas de Chacel son de marcado carácter

autobiográfico y de rememoración del espacio perdido (1996: 627):

En medio de esa racha dejé escapar una novela no muy breve, pero no de

gran formato, Memorias de Leticia Valle. En ese libro tiene precisamente

mucha importancia el nombre. Así como la mayor parte de mis cosas habían

brotado de alguna sugestión visual, ese nombre franciscano, perfecta Leticia, se

lo adjudiqué a una criatura tal vez existente en un lugar donde había oído contar

una historia dramática. Con ese nombre, como signo de excelencia, compuse

una fisonomía que, a la vista está, es mi retrato. Al fondo, el Castillo de

Simancas, con el clima de una insensata pasión.

Otras obras de la autora, de carácter autobiográfico, producidas en el exilio son,

por ejemplo La sinrazón, Saturnal o La confesión, los dos últimos, de género

ensayístico. Curiosamente, confiesa que, siendo un texto autobiográfico, no responde al

tipo de textos en el que el nombre del autor se corresponde con el del protagonista. A

pesar de todo, se confiesa que todo lo expuesto en él está extraído de la propia vida

(1996: 629):

Durante diez años escribí ese libro [La sinrazón], de un valor

autobiográfico integral y parece imposible, aunque no refleje ni justifique

ninguna de mis andanzas, pero relata, c por b, la historia de mi mente.

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La confesión es un texto ensayístico que trata de responder a la cuestión

orteguiana de por qué hay tan pocos textos memorialísticos en España. En este texto y

en otros de la autora, aparece una creación aparentemente lejana al dolor del exilio, a la

ausencia de la patria. De hecho, ella misma califica su exilio de “afortunado exilio”:

“Tuve una suerte enorme, tuve una suerte enorme. Yo lloré con el exilio, no al salir de

España, al salir de Francia, cuando ya me di cuenta de que era la salida de Europa, y eso

si, eso me acongojó mucho” (1996: 633). Su exilio fue afortunado por poder marchar a

un lugar en el que se hablaba su misma lengua (Argentina), por los amigos conseguidos:

“De modo que, vuelvo a decirles que mi exilio fue realmente, pues vamos, estoy por

decirles que fue un premio. Sí, a mí me fue tan... En otros sitios no habría hecho una

vida tan libre, tan cómoda”.

Luego, claro está,. la experiencia del exilio no es siempre idéntica y la evocación

de los lugares perdidos no siempre será la misma. En el caso de Rosa Chacel, por

situarnos ante un ejemplo coetáneo, la experiencia de las ciudades aparecerá siempre

como una sensación novedosa de conocimiento y de autoconocimiento (1996: 628):

La belleza de Nueva York me absorbía y me enorgullecía ser capaz de

percibirla cuando los comentadores del asfalto no la notan. […] Todavía, treinta

años después, sigo recibiendo formularios en los que me consideran como

«fellow», título que con orgullo me hizo continuar mi trabajo hasta tener el

volumen suficiente para ir a la imprenta.

Sobre la literatura en el exilio se han escrito muchas páginas. Hay quienes

defienden una verdadera “historia de la literatura española en el exilio” y quienes tienen

serias dudas de ello o, al menos, de que haya elementos diferenciadores y

configuradores de esa literatura. Esta es la opinión de Francisco Ayala quien llega a

decir: “Es un poco irritante que se lloriquee por la patria ausente y esas bobadas cuando

los que verdaderamente podían quejarse eran los que estaban allí” (1981: 62). Se

quejaba Ayala de que la nómina de autores en el exilio evitaba la inclusión de otros

autores, como él mismo, que no padecieron exilio alguno. Nómina, en todo caso, de

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carácter político y no estrictamente literario que tendía a promocionar a unos autores

frente a otros.

Sin embargo, nuestro propósito sí implica, si no una verdadera escritura o

literatura del exilio, un rastreo de elementos comunes a estos autores, a sus textos. En

cuanto a los textos autobiográficos parece lógico suponer que sí existe una diferencia

sustancial entre ambos. Y con respecto a los padecimientos lógicos de la estancia en

España bajo el régimen de Franco, parece obvio que también tuvo su consecuente

influencia temática y estética en las obras de estos últimos. Las palabras de Ayala

revelan, precisamente por su insistencia en negarlas, la existencia de dos líneas literarias

contrapuestas que sí van a tener su repercusión, fundamentalmente en textos

autobiográficos. Para Ayala (1981: 63), los cambios que se producen en los autores

exiliados responden a:

[…] la mudanza de los tiempos, al influjo de los acontecimientos

históricos sobre la vida de los hombres y, por lo tanto, sobre los productos de su

imaginación creadora, igual si salieron exiliados, como si permanecieron en una

España diferente de lo que había sido antes de la guerra.

Pero también está claro que hay un problema añadido a la creación de un grupo

aparte y que se corresponde con la imposibilidad de acceder a estos textos durante

muchos años. Es normal que, a partir de los años 70 apareciesen gran número de obras

en España que ya habían sido publicadas fuera y que habían tenido gran importancia en

esos autores exiliados. Por lo tanto, no se puede pretender, como proclama Ayala, que

se pudiesen asimilar los autores exiliados con aquellos que vivieron un “exilio interior”.

Y, por otra parte, los autores del exilio mantuvieron relaciones privilegiadas con

otras literaturas extranjeras aunque se sientan y vivan una relación de especial cercanía

a España. Así, Pedro Garfias 68 escribe este texto en el Sinaia, el barco que les llevó a

México:

Qué hilo tan fino, qué delgado junco

68 Garfias, P. (1989).

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-de acero fiel- nos une y nos separa

con España presente en el recuerdo,

con México presente en la esperanza.

[…] España que perdimos, no nos pierdas

guárdanos en tu frente derrumbada,

conserva en tu costado el hueco vivo

de nuestra ausencia amarga.

Una obra interesante a este respecto es la de Adolfo Sánchez Vázquez que viene a

señalar la idea que antes avanzábamos de Rosa Chacel por la que el exilio no se vuelve

un tiempo de memoria únicamente, sino también un tiempo de renovación, en el cual

aparece una vida nueva y unos lugares nuevos a los que el autor tiene la necesidad de

arraigarse (1997 :46):

Pero el tiempo que mata también cura. Surgen nuevas raíces, raíces

pequeñas y limitadas primero que se van extendiendo después a lo largo de los

hijos nacidos aquí, los nuevos amigos y compañeros, los nuevos amores, las

penas y las alegrías recién estrenadas, los sueños más recientes y las nuevas

esperanzas. Y, de este modo, el presente comienza a cobrar vida, en tanto que el

pasado se aleja y el futuro pierde un tanto su rostro imperioso. Pero esto, lejos

de suavizar la contradicción que desgarra al exiliado, la acrece más y más.

Antes sólo contaba lo perdido allá; ahora hay que contar con lo que se tiene

aquí.

La experiencia del exilio en Sánchez Albornoz tiene unos tintes algo particulares,

porque, cuando sale de España, no es ya un joven que puede comenzar una nueva vida

en un lugar distinto. Se exilia, además, desde la trascendencia de los cargos públicos

que había ocupado: Ministro de Estado en los gabinetes de Lerroux y Martínez Barrios,

Vicepresidente de las Cortes y Rector de la Universidad Central en 1932. Para Sánchez

Albornoz el exilio supone la ausencia del país por el que ha trabajado y en cuya política

y vida cultural ha estado involucrado buena parte de su vida. No podemos comparar el

cambio que experimentan los autores de las nuevas generaciones, como Cernuda o

como Alberti, quienes intentan crear aún su propia obra en torno a los nuevos tiempos y

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las nuevas circunstancias con la de aquellos que, como Francisco Ayala o el propio

Albornoz ven en el paso del tiempo la imposibilidad de retomar la propia vida que ha

quedado en un espacio igualmente abandonado. En 1943, cuando contaba ya cincuenta

años, escribe (2002: 234):

Poco a poco se adentra muy hondo muy hondo en la entraña de mi vida

esta tierra argentina. Voy dejándome conquistar por sus bellezas y por sus

problemas, y no pocas veces me sorprendo al sentirme vibrar al unísono de los

hijos de esta deliciosa Buenos Aires. Pero la herida de mi destierro está todavía

muy abierta. El desgarrón ha sido demasiado brutal y me unen tales lazos al

solar hispano de allende el Atlántico, que aún me sacude con violencia hasta la

angustia el recuerdo de mi patria. Con frecuencia busco en la soledad la huida

plena hacia mis amadas ciudades de Madrid y Ávila.

La expresión de la nostalgia viene siempre de mano de los espacios vividos.

Cuando se habla desde la lejanía, se hace siempre de las ciudades y los lugares

abandonados porque son la representación de una vida. En el caso que nos ocupa, la

contraposición de Buenos Aires y Ávila o Madrid es un ejemplo de cómo la ciudad se

convierte en una metonimia por la cual se expresan otras muchas situaciones: la ciudad

representa la autobiografía. Ávila y Madrid son para Sánchez Albornoz su propia

identidad abandonada en España. No sólo es el recuerdo de los lugares –también. Es

además la vinculación a una identidad que ha quedado rota, dividida en dos. En el caso

de otros muchos autores, la segunda parte de esa vida supone una identidad nueva o

renovada. En un autor joven, la posibilidad de comenzar una nueva vida supone la

búsqueda de esa nueva identidad. Pero para un hombre maduro, la búsqueda es

imposible y sólo es posible la recuperación de la vida perdida.

Esa imposibilidad de conseguir reencontrarse supone la dificultad de percibir el

tiempo y el espacio de una manera aséptica o, al menos, incontaminada, de manera que

las referencias a las nuevas ciudades se hace sobre la base de los lugares perdidos.

Albornoz siente la dificultad de comenzar una nueva vida. En 1941 escribe (1974: 148):

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Extraño mal. Vivo fuera de mí. En salto regresivo hacia el ayer y en salto

audaz hacia el mañana. No puedo gozar de las delicias del presente. El presente

huye, raudo, de mí. Es inútil que el mundo en torno me dispare, a granel,

sensaciones múltiples, variadas, infinitas, hirientes. Todos atraviesan, como

afiladas flechas, los reductos de mi sensibilidad, pasan por cima del castillo

interior, en que se engendra el hoy en nuestras almas, y, al rebotar en las pétreas

murallas del pretérito, vuelan de retorno hacia el futuro. Antes las cosas o los

seres circundantes provocaban en mí reacciones normales. […] Y, en un punto,

la triste imagen de mi casa de Ávila y de la triste plática de mi madre y de mi

esposa, se muda por encanto en una estampa diferente.

La ciudad perdida aparece interiorizada y metaforizada en el texto.

Rememoraciones al Castillo Interior teresiano, a las murallas… No es posible la

asimilación del espacio nuevo porque es imposible aceptar la novedad. Incluso los

nuevos espacios sólo se aceptan por la cercanía a los perdidos (1941: 141):

Has habitado siempre cerca de alguna plaza o jardín urbano –me gritaba

la memoria-, y por imperio del Destino –añadió-, no por reflexiva y consciente

elección de tu albedrío. Viniste al mundo detrás de los jardines del Ministerio

de la Guerra madrileño, antes palacio de Godoy. Después has pasado tu

infancia y disfrutado de tu juventud en la cercanía de las dos plazas umbilicales

de Ávila y de Madrid: el Mercado Grande y la Puerta del Sol.

Para, más adelante vincularlas a la nueva ciudad que le ofrece un espacio parecido

y, por lo tanto, fácilmente asimilable a la historia personal dejada en España (1941:

146): “Otras sombras brotan a mi alrededor en la Plaza de mayo, al recordar las otras

plazas vinculadas a mi vida”.

Para el autor, la única expresión posible de autoafirmación es la del retorno.

Frente a quienes se identifican con lo nuevo, para Albornoz sólo la estancia en

Argentina es sólo una permanente rememoración del pasado.

Es conocido que Albornoz había pedido que, en su entierro, sonaran las campanas

de una iglesia céntrica de la ciudad, próxima a su casa, mientras un muchacho cantaba

su nombre. Este deseo se llevó a cabo y así fue, efectivamente, el funeral y el traslado

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de sus restos, a hombros de, entre otros, su paisano Adolfo Suárez. En este deseo

palpitaban dos pulsiones diferentes: la del historiador y la del exiliado. Albornoz se

siente heredero de una tradición castellana que conoce suficientemente y la ciudad de

Ávila representa esa tradición perdida. Por otro lado, la ausencia de esa ciudad

intensifica la necesidad de compartir esa historia. Es un fenómeno que aparece

constantemente en la escritura de los exiliados, sobre todo de los más mayores: la

búsqueda de elementos de conexión histórica con una tierra que se ha roto y, por ello, ha

roto su historia. En Albornoz es constante la rememoración de la ciudad de Ávila por

cuanto representa, no sólo su ciudad, sino un pasado que es nexo de unión entre dos

“Españas” divorciadas.

Albornoz se compara, entonces, con el personaje ciego de la Castilla de Azorín.

El exiliado es un ciego. La distancia se ha convertido en una frontera infranqueable. “Si

él no podía ver su ciudad ni su morada, porque la luz no atravesaba sus pupilas,

tampoco puedo yo contemplar el camino que lleva a mi pequeña patria urbana” (1941:

162).

Es la pérdida de la identidad la que lleva a escribir estos textos. La memoria

escrita no es simplemente una acumulación de recuerdos hilvanados por el personaje

protagonista, sino la búsqueda de un “yo” que no puede existir sin el espacio perdido. El

deseo de la vuelta es también el deseo de reencontrarse con ese “yo”, un personaje que

se ha quedado en la ciudad y que impide que el autor se sienta completo. Las

expresiones suelen ser muy variadas y metaforizadas: perdido, encerrado, ciego,

enclaustrado… En definitiva, todas ellas remiten a la crisis identitaria que padece

Albornoz y que se resume en esta frase: “Lejos de mi país y de los míos, me siento,

también, yo, en el no ser, detenido y encerrado” (1941: 165).

Es cierto que Albornoz pudo regresar a España y a Ávila. Lo hizo pocos meses

después de la muerte de Franco por unos meses. Era 1976 y hasta 1983 no se estableció

definitivamente en Ávila. Unos años antes habían ido a visitarlo un grupo de abulenses

a los cuales dedicó unas palabras sobre la ciudad. En ellas se recoge el “pecado” de

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orgullo que le había impedido volver. Esa imposibilidad auto impuesta a lo largo de los

años le había llevado a pensar la imposibilidad de la vuelta. El texto en el que figuran

estas palabras lo hemos podido encontrar, únicamente, escondido en una antología de

textos sobre Ávila que recopiló Hernández Alegre (1984: 116):

Corrían los años y las décadas. Iba temiendo noticias de la muerte de mis

padres, de familiares y amigos muy queridos, de mis hermanos. Iba perdiendo

fuerzas y desesperando de poder gozar de nuevo de Ávila. De poder gozarla sin

quebrar mi dignidad. Me parecería que traicionaría la memoria de mis padres,

de mis antepasados y de la misma patria abulense si claudicaba, me humillaba y

regresaba antes de que pudiera hacerlo con la frente alta y conservando mi

inmaculada soberbia hispana.

Encontramos en estos textos cómo la ciudad y la personalidad se muestran en una

vinculación indisoluble. El orgullo que impide volver tiene, también, origen en la propia

ciudad y patria. Esta paradoja, más de carácter lírico y emocional, nos muestra, sin

embargo, hasta qué punto la identidad personal se halla unida a los lugares con los que

se siente una especial relación vital. En el caso de Albornoz y Ávila es innegable y se

mostró en casi todos los escritos autobiográficos. Y en estos textos es crucial el

sentimiento de incapacidad, la sensación de que la vuelta es imposible, lo que, en lugar

de procurar una adaptación al espacio nuevo, provoca la ruptura emocional. Esta es la

idea que hemos creído transmitir en este epígrafe.

En resumen, la experiencia de la ciudad que Sánchez Albornoz tiene de Ávila es

la del espacio de la vida íntima. Es la representación de la herencia familiar, más que del

propio espacio. La ciudad representa los lugares históricos, personales y culturales que

han ido formando su vida, de manera que, cuando pide ser enterrado en la ciudad de su

infancia y juventud, la referencia se hace siempre desde lugares y recuerdos como las

campanas de las iglesia o los antiguos cantos de los monaguillos. Es decir, está

hablando de una ciudad que ya no existe y que es una reconstrucción desde su

concepción histórica y vital. Es una ciudad que pertenece al pasado: los muertos

familiares, la historia de los lugares y de su propia infancia…De alguna manera,

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Albornoz está recreando Ávila, de la misma manera que recrea Madrid a partir de

experiencias muy lejanas, como las lecturas que realiza (1974: 142): “… y, tras esa

cabalgata biográfica, me hizo volver, a mi pesar, hacia las dos plazas urbanas más

unidas a los largos años de mi infancia, de mi juventud y aun de mi madurez, y me

traslado, mal de mi grado, al Mercado Grande y a la Puerta del Sol”.

Por todo ello, la ciudad se convierte en un lugar para la muerte, porque da la vida

por resuelta. Y esta consideración ficcionaliza aún más el espacio, de manera que se

recupera esa imagen religiosa y arcaica de las viejas lecturas. Las campanas evocan las

antiguas imágenes líricas de la ciudad que Albornoz conocía (1974: 150):

San Juan. Las campanas de la catedral repican a dos pasos y su claro

sonido me transporta, en seguida, hasta la ciudad de Ávila. Y en el acto oigo: el

cimbanillo matinal, llamando a coro a los canónigos; las campanitas de Santa

ana o de Gracia, agitadas, quizás, por las manos finas de dos monjas bonitas; las

broncas campanadas de San Pedro precediendo al anuncio – medieval y de hoy

– que un juguetón monago hace, tras cada golpe de badajo, de la muerte de un

conciudadano o de un amigo; la antigua campana concejil, doblando,

indiferente a su pasado histórico, al acercarse la imagen de Teresa de Cepeda,

llevada en procesión por sus paisanos; y por último, el concierto integral de

todas las torres, torrecillas y espadañas de la vieja ciudad.

En 1956, publica Albornoz su obra España, un enigma histórico. En esta obra se

trata de desentrañar el carácter español y es una respuesta historiográfica a la obra de un

filólogo como Américo Castro, quien considera la religiosidad católica, la arabización

de las costumbres y la duración de la Reconquista como algunos de los forjadores del

espíritu castellano y español. Para Albornoz, Castro prescinde de elementos

importantísimos, como su pasado medieval gótico y judío. Pero sobre todo, viene a

decir Albornoz, evoca como español lo que le es imprescindible para sostener sus

teorías: son españoles Séneca y San Isidoro, pero no lo son los godos. Para Castro, la

religiosidad española deriva de la islámica, por su tolerancia entre las tres religiones, o

por la concepción de cruzada al respecto de la Reconquista. La visión de Albornoz es,

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no podía ser de otra forma, católica. Y como tal, cree que la religiosidad española

procede de la unión entre Iglesia y Estado.

Un interesante artículo de Teresa Rodríguez de Lecca (2001) nos explica las ideas

de Sánchez Albornoz sobre el carácter español y que hemos de vincular,

necesariamente, a su postura ideológica con respecto al tópico. En primer lugar,

reconoce Rodríguez de Lecca (2001: 172):

Pero España se agostó en los siglos siguientes, y la recuperación ilustrada

se hundió en la guerra contra Napoleón. No hay por qué recurrir al complejo de

Inferioridad de López Ibor, nos dice. El medio geográfico limitó el esfuerzo

científico; la Inquisición cortó posibilidades sin duda, pero, sobre todo, la

exaltación religiosa -tan diversa de la luterana-, una fe sin vacilaciones, junto a

las continuas guerras, adormecieron su facultad de razonar... El español fue

poco apto para la industria, la ciencia y la política, mientras triunfaba en las

artes. Se produjo un hecho diferencial con Europa, que la historia ha

consolidado: su «irrenunciable realidad», ese centrarse en lo propio, hacia hoy y

el mañana, hacia sí mismo que es Castilla...

Esa realidad de “volcarse en lo propio” hace que la religiosidad y la guerra se

conviertan en signos identitarios de la esencia castellana. Estas polémicas nos bastan

para tomar en consideración hasta qué punto Albornoz y otros autores del momento se

preocupaban por asuntos propios de una sociedad preindustrial y cómo estas diatribas

fueron alimentando la posición de la ciudad de Ávila como lugar ejemplificador de ese

pretendido carácter hispánico. El apoyo de los estudios históricos sirvió para remarcar el

tópico, aunque, como explica Rodríguez de Lecca (2001: 173), estos trabajos

historiográficos:

Significaban dos prejuicios sobre una España diferente, que justificaban

una sociedad preindustrial, arcaica, desaparecida hace unas décadas... La vieja

historiografía servía para apoyar unas situaciones, que existían sin duda, pero

que tenían otras causas y motivos, no una identidad del pueblo español.

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2.1.2.- La experiencia simbolista del espacio en Miguel de Unamuno. El espacio como comunión

2.1.2.1.- La paradoja espacial: la ciudad es el campo y el campo una ciudad

“!Gredos, Gredos!” se dice que repetía Unamuno durante el destierro al que le

condenó el general Primo de Rivera y que “repetía en voz baja como una letanía”69, allá

por 1924. El autor había visitado Ávila y, en especial la sierra de Gredos en multitud de

ocasiones, sobre todo la región más próxima a la provincia de Salamanca, como la

Sierra de Francia –casualidad y paradoja nominal de su destierro en el país vecino- y el

entorno de la de Béjar, allá por las poblaciones de Barco de Ávila y Bohoyo. Destierro y

memoria van unidas en los textos autobiográficos al configurar la imagen de los lugares

como imágenes perdidas. En el caso de Unamuno, esa ausencia tiene tintes casi

espirituales por la especial relevancia que tienen ciertos lugares en su impresión

simbólica. Gredos es uno de esos lugares.

Pero la vinculación de Unamuno con Ávila fue también literaria; entiéndase, la

imagen de la ciudad de Ávila trasciende a su puro conocimiento físico, como ocurre en

–casi- todos los escritos del autor. Digamos que fue, esencialmente, simbólica. Fue él

quien denominó a la ciudad con el nombre de “Ávila la casa”, iniciando una metáfora

que ha ido cundiendo en la propia mentalidad de sus habitantes quienes lo han adoptado

para cuestiones turísticas. Fue también Unamuno quien renunció a la imagen medieval y

la presentó como una ciudad del XVI, fijándose en los antecedentes de los místicos,

como apariencia intelectual y espiritual del espacio urbano, y en el propio aspecto físico

que aportaban los palacios y la propia imagen monumental.

Lógicamente no podemos olvidar que Ávila era una más de las ciudades de

Castilla que atrajeron la atención de los autores de finales del siglo XIX y de la que ya

hemos hablado anteriormente cuando apuntábamos el tópico de las ciudades muertas y

69 Citado por Marichal, Juan (2003: 108).

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la repercusión que tuvieron en la literatura de esta época que coincide con la llamada

“edad de plata” de la literatura española.

Por lo que respecta a los escritos autobiográficos de Miguel de Unamuno nos

encontramos con la dificultad de descubrir qué textos lo son y qué textos no.

Hemos visto anteriormente cómo Unamuno es, esencialmente, el autor que más se

opone al nuevo concepto de ciudad que está naciendo en Europa. Y lo hace bajo la

engañosa forma de una figura literaria, la metaforización del espacio urbano de la

ciudad.

Ávila es una casa o una celda. O, lo que es lo mismo, la oposición a la ciudad

moderna que se extiende hacia los barrios de las afueras, hacia el campo, ocupando

espacios verdes y transformándolos en nuevos bulevares, expresión urbana de la

modernidad. Para Unamuno, la verdadera ciudad es la que se repliega, la que se dobla

hacia su propio interior (2004: 296):

El que esto os dice se sentiría solo y solitario, aislado, en una urbe como

la de Londres y aun mucho menor. Hasta en Madrid experimenta la tristeza de

la urbe extensa. Es como si me mandase escribir sobre una mesa puesta en

medio de la Galería de Máquinas de París o de la Iglesia de San Pedro en Roma.

Mejor en medio del campo. En medio del campo, al aire libre, sí, pero no en un

tan vasto recinto cubierto. En una choza, sí, sintiendo cerca el recinto, bien

ceñido.

Los textos de Unamuno sobre la ciudad suelen respirar siempre ese aire que, a

menudo, se nos antoja casi claustrofóbico y que no lo es porque juega a la dualidad de

insertar el espacio urbano como parte de lo rural, de lo campesino, a modo de “palacio

de cristal” o ciudad transparente como metaforización de lo espiritual. Frente a ello, la

imagen de lo urbano como algo sólido y cerrado, un armazón vital (1922: 24):

Aparecióseme una vez más la ciudad de Ávila, Ávila de los Caballeros,

Ávila de Teresa de Jesús, ciudad vertebrada. En aquel campo rocoso, entre los

berruecos, que son como huesos de esta tierra de Castilla, toda ella roca, donde

la gea domina a la flora y a la fauna, rocambre que es de fuego cristalizado.

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Cincha a la ciudad el redondo espinazo de sus murallas, rosario de cubos

almenados y como un cráneo, una calavera viva –la gloria mayor del rosario-,

en lo alto, la fábrica de la catedral […].

Hemos de considerar, por lo tanto, a Unamuno como un autor opuesto a aquella

imagen del modernista. Unamuno no es un contemplador, es, o quiere ser, un

contemplativo. Abomina del crecimiento de las ciudades a costa de los entonos

naturales y los viejos barrios. La ciudad no se contempla como una oposición al campo,

sino como una inserción espiritual de aquella en éste. A menudo, esta identificación es

también metafórica, de manera que la ciudad replica al campo en sus esencias70:

Y pienso, al contemplar las sosegadas encinas, flor de la roca, de los

campos que ciñen a esta gloriosa ciudad de Salamanca, encina plateresca y

arenisca también, pienso que en generaciones venideras puedan los nietos de

nuestros nietos, al pie de esas encina, no taladas por la ciega codicia de los

roturadores gustar sosiego pensando en nuestras obras de reforma.

Unamuno es la figura simbolista más opuesta al flâneur de la gran ciudad porque

huye de ésta, porque trata de evitar la sensación de vaciedad –horror vacui- que le

producen los espacios impersonales. La opción es, precisamente, la ciudad pequeña,

donde planea el espíritu del verdadero escritor, su alma. Esto no excluye que el escritor

permanezca aislado de esa relación con la ciudad, de manera que se autoexcluya del

mundo. Muy al contrario, Unamuno se muestra como un acérrimo defensor del

cosmopolitismo, de la vida urbana y el conocimiento de la gran ciudad, eso sí, de la

“vida” en la ciudad pequeña (1974: 189):

Siempre he creído que cuanto más cosmopolita parezca un escritor, más

universal y humano, tanto más hondamente es de su raza y de su edad. El más

profundamente castellano de los escritores de Castilla es Cervantes, por ser el

más universal y humano de todos.

70 La práctica totalidad de las citas que venimos haciendo de Miguel de Unamuno están recogidas de sus Obras Completas editadas por la Fundación José Antonio de Castro. Sin embargo, al no estar aún completa la publicación de todos los volúmenes de los que constarán estas Obras Completas, me veo obligado a citar desde otras ediciones anteriores o sobre volúmenes independientes. Así, esta cita proviene de Unamuno (1958: 181).

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Son las paradojas y contradicciones unamunianas. Lo cosmopolita fuera de la

ciudad parece un concepto imposible; sin embargo no es del todo cierto y en la

paradoja, como no podría ser de otra manera, se encuentra cierta verdad razonable.

Unamuno se deja llevar por el amor a la provincia, a lo provinciano por las

razones que ya venimos exponiendo; la ciudad de provincias se opone a la gran urbe por

lo que tiene de despersonalizador esta última; pero para vivir en ellas hay que tener en

mente esa contradicción del hombre cosmopolita (1974: 240):

Yo vivo una vida provinciana también, voy a la capital de España lo

menos que puedo, y aunque conozco las pequeñeces, miseriucas y envidiejas de

provincia declaro preferir la vida en ésta a la vida en una gran capital, en la que

la personalidad acaba por borrarse y en que flota en la atmósfera moral un cierto

éter de mediocridad uniforme.

No hay, en el fondo, una distinción muy profunda entre el “pintor de la vida

moderna” que es Baudelaire y el “pintor” Unamuno. La diferencia se halla en la

respuesta íntima a los estímulos nuevos de la ciudad. Baudelaire se integra en ella para

describir las consecuencias –estéticas y sociales- que ha traído la modernidad. Unamuno

también toma en consideración esas novedades, pero no las soslaya; simplemente las

opone a su propia consideración espacial. El escritor ha de ser cosmopolita, pero,

espiritualmente, o anímicamente, el autor no puede sentirse integrado en un “éter de

mediocridad”, entendida ésta, claro está, como igualitarismo. Tampoco Baudelaire ni

ningún observador atento de la ciudad se encuentra en este estado de mediocridad, sino

muy por encima, diseccionando la vida, al igual que Unamuno.

Sólo cambia la opción vital, la autobiografía. Unamuno elige la capital de

provincias, los espacios abiertos, la vida cercana al campo. Pero la mirada es la misma y

la vocación similar. Unamuno encuentra el bullicio, pero en otro lugar, como la Plaza

Mayor de Salamanca. Así lo expresa en Andanzas y visiones españolas (2004f: 482):

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Si queréis bullicio, aunque bullicio moderado y tranquilo, y casi diré

doméstico bullicio como aquel con que los niños llenan un hogar, acudid en esta

ciudad de Salamanca a su hermosa Plaza Mayor.

Unamuno odia la gran ciudad, pero la conoce bien y, cuando habla de ella, habla,

precisamente, de todos aquellos lugares que a los autores modernistas les atraen de los

ambientes urbanos. Para hacer tal definición es necesario conocer bien éstas ciudades, o

haber leído mucho sobre estas ciudades. Y no podemos olvidar que la visión urbana de

Unamuno es siempre literaria, simbólica. La gran ciudad es la opuesta a la pequeña

porque es lo artificial frente a lo natural y no hay posible experiencia de lo uno en lo

otro (2004d: 402):

Pero hay otra ciudad que ni llevo ni quiero llevar al campo, hay otra

ciudad que gozosamente dejo aquí cuando voy a retemplar entre valles y

montañas mi fibra, cuando voy a remontarme al hombre primitivo. Y es la

ciudad odiable y odiosa del trajín social, de los cafés, de los casinos y los clubs,

de los teatros, de los parlamentos, la odiosa ciudad de las vanidades y las

envidias. Huyo de esta ciudad en cuanto puedo. El campo es una liberación.

Todo ello ocurre porque existe una identificación entre el espacio urbano y el

espacio rural (2004d: 402):

Así llevo la ciudad al campo y traigo el campo a la ciudad. Pero la ciudad

que es a su vez también campo, la ciudad hecha naturaleza serena, impasible y

noble. Una catedral también es un bosque, y hay paisajes, verdaderos paisajes

ciudadanos, sobre todo en las viejas ciudades, en aquellas sobre cuyos

monumentos y viviendas han pasado los siglos que sobre un bosque pasan.

Cuando una casa ha abrigado generaciones de hombres acaba por hacerse algo

campestre.

No podemos considerar, entonces, la dicotomía campo-ciudad en Unamuno

porque ambas cosas son la misma cosa. La simbolización urbana nos da la clave para la

interpretación urbana: “una catedral también es un bosque”. Esto puede encontrarse en

cualquier ciudad, pero sobre todo en la ciudad pequeña.

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Lozano Marco ha estudiado también la obra autobiográfica de Miguel de

Unamuno. En su artículo Recuerdos de niñez y mocedad. Unamuno y “el alma de la

niñez” recorre algunos textos autobiográficos del escritor vasco (dejémoslo en esto) y

trata de analizar algunos aspectos concretos de su obra, como el caso de la importancia

que tiene el espacio vivido desde su niñez, vertidos a texto publicado en ese volumen

titulado Recuerdos de niñez y mocedad (2005). Como material autobiográfico es de

valor innegable. Lozano Marco piensa que, en este caso, no es un proceso de

reconstrucción memorística de las épocas de niñez y juventud, sino un pasado

actualizado en la prosa (2001: 157):

Sus recuerdos no son reconstrucciones de sucesos, circunstancias y

personajes de un tiempo pretérito, sino expresiones de un sentimiento

perdurable, engendrado por lo que encuentra vivo en su memoria. De este

modo, nos hallamos, no ante una literatura referencial, sino expresiva, lírica,

poética; esto es: creativa. Leyendo las páginas de este libro, Unamuno es

fundamentalmente ese pasado que vive en su presente, y en ese presente

siempre actual de su prosa, de sus párrafos: en la materia de su escritura.

Pero lo que realmente nos interesa, además de la validez autobiográfica de los

textos unamunianos que estamos tratando, es la intensidad espacial con la que Unamuno

se asoma a esos lugares a través de sus textos. Atina a ver que este es un libro

abiertamente espacial, en el que todo se relaciona con los paisajes. Unamuno entrevé en

los lugares las primeras emociones que le habían causado, por un lado, las lecturas de

infancia, por otro, los grabados de un libro titulado España pintoresca. Para Unamuno

supone el descubrimiento del espacio estético. A partir de entonces, la visión del autor

sobre uno u otro lugar aparecerá, en muchas ocasiones, prefigurada. Cuando visita la

Armuña se encuentra con la decepción de que nada tiene que ver con la imagen que

esperaba, previamente aprendida en los libros.

Lozano Marco nos hace ver cómo la experiencia de Unamuno viene desde los

primeros años de su vida. La identificación con la expresión de lo transitorio, de la

fugacidad y la transformación en el tiempo habría influido en su obra a partir de tres

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aspectos fundamentales. En principio, la contemplación de la naturaleza sería una de las

bases sobre las que se asienta la literaturización espiritual del espacio en la obra

autobiográfica de Unamuno. La naturaleza aparece interiorizada por experiencias vitales

de gran trascendencia que tendrían que ver con momentos de su vida que el propio autor

consideró importantes (2001: 158):

Podemos apreciar distintas modulaciones de este magno tema; y la

primera sería la del mero disfrute, la experiencia gozosa del contacto inmediato

con la naturaleza más cercana. En sus años de bachillerato, por ciertos achaques

de salud, el médico le prescribió dar largos paseos a diario. Esos paseos fueron

un disfrute para su espíritu, que se esparcía por el campo, se refrescaba a la vista

de los follajes y se identificaba con lo fugitivo, para llegar a condensar todo

aquello en una primera experiencia estética y metafísica: el muchacho «sueña lo

que ve»

Una segunda impresión paisajística aparece modificada por su experiencia lectora

que se implica en la visión del entorno. La segunda de las modulaciones de la escritura

del espacio se produciría por la apreciación estética del paisaje, la literatura de los

lugares, es decir, la forma en que Unamuno aprecia el entorno a través de la escritura de

los demás (2001: 158):

En segundo lugar, encontramos el espacio como ámbito relacionado con

la emoción de la lectura. Hay un momento en sus recuerdos de mocedad en el

que se refiere a sus estudios de retórica. La disciplina le era agradable por los

ejemplos, que leía con entusiasmo.

La visión del espacio se convierte, pues, en una lectura espiritual del entorno. Pero

ocurre también al contrario; el recuerdo de las lecturas primeras evoca también una

experiencia espacial; es decir, el espacio quedaría transformado por el recuerdo literario,

o, lo que es lo mismo, el espacio se encuentra simbolizado a través de la experiencia de

la historia literaria. El recuerdo de los lugares es un recuerdo literario que se produce,

no por la experiencia del espacio, sino por la experiencia literaria (2001: 159):

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El ambiente era parte del espíritu de quien leía ensimismado, y así queda

para siempre. Al recordar la poesía, recuerda la escena, porque aquel espacio

concertaba con la belleza del poema, unidos en la experiencia integradora que

se mantiene viva en la memoria.

Lozano Marco establece que tienen una gran relevancia en la obra de Unamuno

aquellos lugares que han aparecido con vigor en alguna obra literaria. Ello se debería a

la importancia que adquieren los lugares tras haber sido “leídos”, una vez que han

ganado consistencia estética a través de la literatura, que pasa a convertir a esos

espacios en lugares consagrados (2001: 157-158):

La literatura confiere un nuevo valor sentimental, una personalidad

estética, a los lugares que han sido cantados. A este asunto dedica Unamuno el

primer ensayo de su libro Paisajes (1902), dedicado al «deleitoso paraje de La

Flecha», que cantara Fray Luis de León, y se lamenta de que tales sitios no sean

lugares de peregrinación.

En un cuarto momento de la exploración espacial en la obra autobiográfica de

Unamuno se podría también encontrar el absoluto de la percepción que de su entorno

presenta su escritura. Lo que el propio autor denomina el “espíritu” es capaz de asumir

en su obra todo lo que ocurre alrededor. Podríamos decir que todo lo que pasa por sus

sentidos en el momento de escribir o de recordar el lugar es susceptible de entrar en

juego en el texto. Los detalles no son un valor estético, sino un principio creativo.

Unamuno es parco en descripciones, por lo que el detalle de la descripción espacial es

siempre vano, fatuo. Pero en Unamuno la importancia del detalle espacial no se da tanto

en lo descriptivo sino en la consideración de necesariedad de lo aparentemente

circunstancial.

Por otro lado podemos apreciar también un traspaso de materia semántica de lo

natural a lo cultural, de manera que todos los lugares “son una sucesión de espacios que,

en progresiva reducción, diseñan el camino hacia un ámbito interior; un itinerario de la

naturaleza a la cultura” (2001: 158):

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Si hemos de estar de acuerdo con Lozano Marco, todos estos recuerdos espaciales

de la niñez habrían teñido toda la existencia de Unamuno, de manera que, esa tan

personal percepción espacial de los textos unamunianos podría bien proceder de estas

experiencias estéticas de los primeros momentos de su vida personal y literaria que

podríamos denominar de intuición y expresión contemplativas.

Unamuno es, esencialmente simbolista, como apreciara Juan Ramón Jiménez71. Y

en su trayectoria literaria es trascendental la exploración de sus textos desde esta

perspectiva. No podemos comprender su expresión literaria del espacio sin tener en

cuenta estas puntualizaciones de Lozano Marco, que podemos resumir en la idea de que

el espacio expresa simbólicamente la percepción material del entorno a partir de

experiencias personales de carácter estético. O, lo que es lo mismo; la experiencia del

espacio en los textos de Unamuno es inseparable de su experiencia artístico-estética y

que recoge Lozano, citando a Unamuno en la frase “el artista ve recuerdos”. Y, por otro

lado, y en lo que respecta a nuestro estudio, es interesante apreciar hasta qué punto es

autobiográfica su prosa. Romera Castillo (1981a: 31-32) señala:

Las obras de Unamuno no son stricto sensu obras autobiográficas –

formalmente no están narradas, en general, en primera persona –, sin embargo,

sirven para iluminar la personalidad del yo – de su yo – alumbrador, desde la

ficción, de la problemática existencial y humana que sublate en todos sus

escritos. Don Miguel está montando constantemente versiones posibles o

imposibles, ortodoxas o heterodoxas sobre la identidad de la individualidad de

su ego. […] Toda su obra constituye unas variaciones sobre el mismo tema: son

plenamente relatos autobiográficos.

Todo ello porque Unamuno esconde su “yo” en la escritura y en ella se manifiesta

permanentemente “no sólo alrededor de un solo eje – el de sí mismo –, sino que podrían

señalar varios ejes distintos, varios Unamunos” (1981: 31). Y esto ocurre en todas sus

obras, como ocurre, incluso en su obra dramaticas. Ricardo de la Fuente Ballesteros así

71 Jiménez, J. R.(1999).

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lo reconoce en su introducción a El otro (1993: 29): “Aquí la enemistad es la de los dos

hermanos gemelos, Cosme y Damián, unidos por un mismo sentido y obsesionados por

conocer cuál es su identidad, quién es quién”.

Y, al principio de este epígrafe hablábamos de Gredos, lugar esencial en la

biografía unamuniana. Decíamos que Unamuno huye de la consideración modernista de

la novedad espacial. Abomina lo banal de los lugares turísticos, de la novedad urbana. Y

busca en el campo la espiritualidad perdida en la ciudad. En esa huida del tópico

modernista –presente también en Machado y otros autores finiseculares de los llamados

por Cansinos-Assens “castellanistas”- encuentra en Gredos un espacio familiar e íntimo

por dos razones. La primera es la relación que esta sierra mantiene con los paisajes de

su infancia (2004b: 278):

Cuántas veces he ido desde esta Salamanca a Madrid, por Extremadura,

he pasado horas en tren embebiendo mis ojos en la visión de esta severa e

imponente mole. En sus faldas y hasta el río Tiétar, que corre paralelo a la

sierra, se extiende la llamada Vera de Plasencia, región tan abandonada como

hermosa que me recordaba hace pocos días a mi tierra vascongada por el

carácter de su paisaje.

Ya hemos advertido la importancia que tienen las imágenes de la infancia en su

obra. Castilla es importante como oposición paisajística, son los páramos frente a la

frondosidad. Pero Gredos es todo a un tiempo. Si en sus valles es un remedo de los

prados de su infancia vasca, es también el esqueleto rocoso. De los tres textos que, sobre

el Monasterio de Yuste aparecen en Andanzas y visiones españolas, dos de ellos

explican esta imagen de la sierra de Gredos (2004g: 557):

Recordaba muy bien mi primera visita a la fragosa soledad de Yuste, en

las estribaciones de Gredos, espinazo de Iberia, y el sentimiento de eternidad,

hecha de roca y de cielo desnudos, que me invadió cuando estuve sentado en la

misma terraza donde recibió el gran César hispano-germánico la última

llamada.

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Estas imágenes rocosas de Gredos quedarán expresadas en un poema escrito “en

agosto de 1911, al bajar de Gredos” (2004c: 602). Son los lugares pelados, los yermos

los que, sin embargo, le hacen simbolizar la esencia de España. No es el lugar de la

infancia, sino su opuesto el que refiere la imagen de España. Los lugares del recuerdo

no parecen ser buenos referentes para la simbolización espacial. Seguramente ocurre

porque los recuerdos de los lugares de la infancia son referencias puramente personales

y, por ello, imágenes que refieren al “yo”, por lo que impiden la historización general de

un país, precisamente porque evocan la propia.

Así, el poema citado incide en esta idea, simbolizando en la sierra pétrea de

Gredos la esencia de España (2004c: 601):

Es la mía, la mía, sí, la de granito

que alza al cielo infinito

ceñido en virgen nieve de los cielos

su fuerte corazón,

un corazón de roca viva

que arrancaron de tierra los anhelos

de la eterna visión.

Expresiones como corazón de firme roca, peña gigante, pétrea escala, corazón

desnudo de viva roca, patria ermitaña, vasta soledad serrana… explicitan la descripción

de la sierra. ¿Dijimos que Unamuno apenas describía? Evidentemente. Porque las

descripciones siempre están tamizadas por la experiencia cultural del paisaje, no son

neutras, realistas o naturalistas. Son simplemente la expresión espacial de un

sentimiento. En este caso, el espacio de las montañas de Gredos es la representación

simbólica de una experiencia de corte religioso-místico. No es solamente la referencia a

San Juan de la Cruz en el poema, sino la “experiencia personal de Dios” que se traduce

en una experiencia literaria.

La emulación de los poetas místicos en este poema autobiográfico viene a través

de una experiencia física de la religión. El poeta explica que bebe del agua que

desciende de las gargantas de Gredos. La simbolización de la montaña convierte

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también al agua en fuente simbólica, a la manera de los místicos: “que bien sé yo la

fuente que mana y corre”.

Por todo ello, nos encontramos ante una simbolización que recoge la tradición

literaria del significado de la fuente 72.

El poema representa, pues, una experiencia personal que podemos calificar de

evocación mística. Seamos prudentes y no hablemos de “experiencia mística”, pues,

como venimos diciendo, toda experiencia espacial está trasmutada por la literaria, por

una suerte de pulsión cultural. Luego el misticismo espacial que aquí se refiere es más la

identificación espacial de un texto místico de los místicos del XVI españoles (2004c:

604):

Aquí me trago a Dios, soy Dios, mi roca;

Sorbo aquí de su boca con mi boca

La sangre de este sol, su corazón,

¡de rodillas aquí, sobre la cima,

mientras mi frente con su nombre anima

al cielo abierto en santa comunión.

Para Unamuno, la “comunión” con el espacio es “unión”. La asunción del entorno

viene dada por una aprehensión que hace de él algo propio. En El sentimiento trágico de

la vida, explica cómo esa unión es un proceso de conocimiento: “conocer algo es

hacerme aquello que conozco; pero para servirme de ello, para dominarlo ha de

permanecer distinto a mí” (1982: 113). Esta aseveración implica que todo conocimiento

del espacio se convierte, a un tiempo, en material de la propia vida por cuanto autor y

lugar se convierten en una sola cosa, pero también referente externo al que hacer

mención, con lo cual su expresión implica que puede existir una simbolización personal

de ese lugar del que se habla. Unamuno considerará que n sólo es digna de ser tenida en

cuenta la experiencia de quien conoce los lugares por motivos íntimos de carácter ético

72 No vamos a explicarlo aquí por no ser el momento, pero baste referir la importancia que tenía en los poemas místicos, tanto el símbolo del agua como, específicamente, el símbolo evangélico de la fuente como evocación del “agua viva”.

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o estético. Unamuno odia al turista, o, mejor aún, la mirada del turista, “la vanidad del

parvenu norteamericano, de especiero neoyorquino o de salchichero chicaguense”

(2004d: 404). La vanidad que citábamos unos epígrafes atrás. Sólo concibe el lugar

quien lo asimila y lo asume. A la manera flaubertiana, aquella que implica en el paisaje

urbano la tristeza o melancolía propia, el viaje del que escapa de los lugares para llegar

a otros lugares que se viven como en un “entumecimiento perfumado” en palabras del

propio Flaubert. Por ello el conocimiento de las ciudades tiene, para Unamuno, un

profundo sentido autobiográfico, porque los lugares son, en esencia, él mismo en ellos.

Presuponemos el autobiografismo del texto por los detalles que explica Unamuno

del viaje que hace a la Sierra donde la escribe: los detalles de la fecha, agosto de 1911;

los amigos que le acompañaban, Marcelino Cagigal, quien por entonces era profesor de

la Escuela Superior de Industrias de Béjar y Eudoxio de Castro, del que no hemos

podido encontrar referencia alguna. Lógicamente, el poema se refiere, no a la simple

actividad de la excursión, sino a un proceso de interiorización del paisaje.

2.1.2.2.- Ávila la casa: sólo es ciudad lo que no es una ciudad

Retomamos aquí una de las frases que citábamos unas líneas arriba sobre la

formulación de la ciudad en la literatura de Unamuno: “Cuando una casa ha abrigado

generaciones de hombres acaba por hacerse algo campestre”. Si hubiera que explicar

qué es una ciudad para el autor vasco habría que referirse a estos ingredientes: una

ciudad es un campo y una casa. Para explicar lo primero ya hemos ocupado el primer

epígrafe. La ciudad pequeña representa simbólicamente al campo, lo recuerda y lo

incluye. Pero además, debe ser una casa por cuanto una casa y su historia tiene también

“algo campestre”. Terminamos por considerar, nueva paradoja unamuniana, que la

ciudad que realmente es digna de ser tomada en consideración es aquella que no es una

ciudad.

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Ávila es una casa. Lo recuerda la impresión lejana que se descubre desde los

Cuatro Postes, el humilladero que abre primero la visión de la ciudad antigua llegando

desde la también unamuniana Salamanca. Lo primero que aprecia Unamuno son los

roquedales de la muralla que cierra lo que entonces eran las casi únicas viviendas de

Ávila. A finales del siglo XIX, a pesar de la reciente llegada del ferrocarril, la ciudad

apenas había crecido. Los primeros cambios urbanos que se producen van a ser la

pretensión de una Avenida que conectase la nueva estación de trenes con el casco

antiguo, una larga calle que emulase el urbanismo de la Ciudad Lineal madrileña. La

pequeña ciudad también quería sus avenidas y sus cafés. Y estos comienzan a surgir. El

centro de la ciudad se transforma y derriba las viejas casas medievales de la Plaza de

Santa Teresa para edificar edificios decimonónicos. Todo el centro de la ciudad lo hace

sobre las ruinosas casas que databan de los siglos XVII y XVIII. Se levantan los

primeros hoteles y cafés. Pastelerías que ocupan los bajos de los primeros edificios

modernistas que proyecta el arquitecto municipal, curtido en los estudios de las nuevas

tendencias modernistas. Pero esta no es la ciudad que ve Unamuno quien sigue

contemplando la vieja estampa medieval que quiere desaparecer.

La definición de Ávila como una casa incluye esa doble intencionalidad

simbólica: por ser casa es campo, y por ello se aleja de la contemplación urbana de un

modernista. Ávila es un símbolo, como lo es Salamanca, de la perdida ciudad del siglo

XVI, del espíritu español del Siglo de Oro, pero también de lo que explicábamos antes:

la no-ciudad, es decir, la ciudad no burguesa, no decimonónica, la negación de las

nuevas ciudades emergentes. Es la condición de todo símbolo, ser pluridireccional y

apuntar en direcciones que, aparentemente, son paradójicas.

Ávila representa, por igual, al campesino, al soldado y al religioso. En ese

emblema se resume la idea que Unamuno tiene de una “ciudad”. A la manera de las

ciudades muertas, Ávila conjuga las esencias que pretende el espíritu del autor.

La ciudad recoge las características de lo que hemos denominado anteriormente el

cronotopo de las ciudades celda. Ciudades que por sus especiales manifestaciones

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espaciales evocan la ausencia de adorno, carecen de intención estética precisa que no

sea la que le aportan sus monumentos históricos, su propia historia. En el caso que nos

ocupa, las murallas impregnan a la ciudad de ese paisaje pétreo que parece encerrar la

vida en unas paredes. Son ciudades históricas cuya historia aparece unido a aconteceres

religiosos de cierta trascendencia que, además, tiene cierto calado en su vida pública y

social: “sus murallas parecen clausurarla cerrándola del mundo”.

2.1.3.- Jorge Santayana

Jorge Santayana nació en Madrid en 1863. Su familia llegó a Ávila, según sus

propias palabras, porque era una ciudad tranquila y barata, es decir, no hubo ningún

motivo de corte sentimental en su establecimiento en la ciudad castellana. Uno de sus

tíos se estableció en ella en un puesto funcionarial. Su madre, años antes de decidir su

vuelta a América coincidió con su padre en elegirla como lugar de residencia, entre

otras cosas por estar bien comunicada con Madrid. La madre de Santayana había

aportado al matrimonio otros tres hijos de un anterior matrimonio, con un

norteamericano de la ciudad de Boston. Susana, la mayor de ellos fue fundamental en la

vida y el pensamiento de Jorge Santayana, como veremos en adelante, y su nexo de

unión con la vida y el pretendido espíritu de la ciudad de Ávila. Años después, la madre

decide volver a Boston, quedando su padre en Ávila, donde vivió hasta su muerte en

Roma en el año de 1952. Sin embargo, Agustín Ruiz de Santayana decidió enviar a su

hijo a Boston, según sus propias palabras en una carta dirigida a su mujer (2002: 43):

“me vi obligado a llevarle en persona y dejarle a tu cargo y al de su hermano y

hermanas. ¡Infortunada obligación! Sin embargo, era mucho mejor para él estar contigo

que conmigo, y prefiero su bien a mi gusto”.

Para Santayana Ávila fue, a pesar de la distancia, un lugar de referencia obligada

en su vida y en su obra y así sucedió hasta su muerte, a los ochenta y nueve años. De

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hecho, Santayana reconoce que hasta su vejez no dejó de ser el centro de sus vínculos

afectivos.

Su trascendencia en el pensamiento del siglo XX, fundamentalmente en el

norteamericano fue muy grande, llegando a popularizarse su nombre y su obra en

círculos nada intelectuales73.

Su obra autobiográfica está recogida en el libro de memorias Persons and places,

de gran trascendencia entre las autobiografías publicadas en los Estados Unidos.

Traducido al español como Personas y lugares, son muchas las referencias a la ciudad

que aparecen en esta obra y que nos llevan a contemplar cómo se configura una idea de

espacio universalizado a partir de su propia vida y familia.

La idea que Santayana muestra de Ávila procede de dos aspectos fundamentales.

El primero de ellos la posible imagen religiosa de la ciudad de la que no es

excesivamente partidario. Esta imagen proviene de su vinculación con su hermana

Susana, de un expresivo y ultra ortodoxo catolicismo. Y, por otro lado, una forma de

contemplar la ciudad, heredada de la que tenía su padre, desapegada de los tópicos

religiosos y centrada en la tradición más literaria de las ciudades pequeñas de Castilla,

su monumentalidad y su historia.

Una obra del traductor de Personas y lugares al castellano, Pedro García Martín

(1989), explica el posible cronotopo de la ciudad de Ávila según Santayana como la de

una “ciudad balcón”. Este nuevo epíteto, que examinaremos algo más adelante, nos

parece muy interesante para intentar recomponer la concepción que Santayana tiene de

la ciudad.

2.1.3.1- Contra la imagen religiosa de la ciudad. La experiencia religiosa de Santayana y su vinculación abulense

73 Incluso en algunas canciones pop de los años 80 lo citan, como, por ejemplo, Billy Joel.

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Los escritos autobiográficos de Jorge Santayana han permanecido mucho tiempo

en el olvido español, quizá por la trascendencia que su obra ha tenido en el pensamiento

del mundo anglosajón, sobre todo el norteamericano. Sus escritos, la mayoría de ellos

producidos en inglés, han tenido, recientemente una importante acogida en el mundo

literario y filosófico español que ya mantenía, y con justicia, en Estados Unidos. La

publicación de Personas y lugares, recopilación de gran parte de sus textos

autobiográficos en la editorial Trotta en traducción de Pedro García Martín fue la

consecuencia lógica a su tesis doctoral. El sustrato abulense de Jorge Santayana (1989)

pretende demostrar la importancia que para el pensador madrileño-abulense había

tenido su experiencia vital en la ciudad de Ávila. Este libro tiene, además, el mérito de

haber recuperado un buen número de cartas cruzadas entre Santayana y personas de la

ciudad y familiares que se relacionan con estos textos que analiza. Para García Martín,

Santayana (1989: 14) “personifica todas las características típicas del tópico abulensista

y enriquece a su vez el concepto con la aportación personalizada que hace de ellas”. Nos

parece, sin embargo, que el acercamiento que hace García Martín parte también de los

tópicos mismos que pretende identificar. Así, los textos autobiográficos quedan ceñidos

a ese análisis, de manera que toda explicación del “abulensismo” de Santayana se

vincula directamente con una única y tópica manera de entender el espacio urbano

vivido y aprehendido en sus años de estancia en la ciudad. Los pilares de esa ciudad que

conoce Santayana son dos, en primer lugar la imagen que han transmitido los autores de

finales del XIX, es decir, lo que hemos considerado el cronotopo de la ciudad muerta, y

en segundo, la imagen rural y campesina de la ciudad, si no es que este tópico se

encuentra ya en el primero. García Martín considera que Santayana “muy por delante de

la ciudad a la que amaba y a la que pertenecía, supo muy bien librarse del cerco [de la

muralla]” (16).

Nos parece que, como premisa, es equivocada la idea de que ese tópico que

estamos analizando, estaba anclado en el pensamiento de Santayana y que la liberación

de éste es una parte esencial de su obra y su “sustrato” abulense. Pensamos así porque

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ya hemos venido viendo que ese tópico no era sino una imagen literaria que, en la época

de Santayana ya estaba siendo superado y respondía solamente a una expresión literaria

de corte simbolista que no tenía eco real en la vida abulense de principios del siglo XX.

Es decir; no podemos partir de la idea de que Santayana considera ese tópico como

propio de su obra autobiográfica y lo trasciende, como parece interpretar García Martín,

sino que, de hecho, esa idea ya no existía, en la ciudad, sino en la literatura. Y un texto

autobiográfico recoge elementos que en nada responden a la idea de una ciudad muerta.

El propio García Martín recoge algunas cartas en las que Santayana explica la vida

cómoda y burguesa que espera de Ávila (1989: 27):

Susana y yo en aquel entonces, alrededor de 1890, podíamos haber unido

fuerzas y haber vivido felizmente juntos, preferentemente en Ávila. Hay allí

casas antiguas muy agradables y podíamos haber restaurado una de ellas y

haberla convertido en residencia digna y tranquila: en casa propia y con algunas

comodidades modernas, tanto el verano como el invierno resultan allí

placenteros y saludables74.

Es más, cuando Santayana se refiere a la sociedad abulense que él mismo vivió

durante el año 1880, lo hace en términos muy contrarios a los esperados para alguien

que se doblega al tópico decimonónico (2002: 114-115):

Las tertulias reunían a los personajes y a los funcionarios de la localidad,

y la ciudad contaba con media docena de jóvenes presentables. Había un casino,

con un café en la planta baja y en la superior una sala de billares y un salón de

baile, con un pequeño escenario. Allí representaba a veces teatro de aficionados

un grupito interno llamado el Chenique. Parece que estas obras teatrales y los

bailes de vez en cuando eran las principales diversiones de los jóvenes.

Las breves explicaciones sobre el misticismo y religiosidad de la familia se

resuelven con la explicación de los variados abandonos de la vida religiosa que se

producen a su alrededor. Por una parte, el equivocado arrebato místico de su hermana,

74 Tomamos el texto de García Martín, P. (1989)

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que tiene su correlato en la hija de la familia Homer, amigos americanos de Santayana.

Esta joven (2002: 117-118):

En la época de su primera comunión desarrolló una intensa devoción

mística tan absorbente, que la apartó, hondamente de todo lo demás, y de modo

tan duradero que hizo creer que tenía una inconfundible vocación de vida

religiosa. Ella también se lo creyó y no sólo entró de novicia, sino que profesó

de monja en el mismo convento de las carmelitas de Baltimore en el que Susana

había realizado un fracasado intento de encontrar su golpe de gracia moral. Lo

que siguió es un secreto que o no conocía Susana o se empeñaba en no

revelar; pero un psicólogo quizá pueda adivinarlo. […] Y alrededor de los

treinta años abandonó el convento y se fue por ahí a viajar sola.

De hecho, el sentimiento de misticismo religioso está permanentemente unido a la

vida de su hermana Susana, hermana de madre y criada en Estados Unidos. Para García

Martín, los accesos místicos de Susana provenían de su conocimiento de la sociedad

abulense y de la vida y obra de Santa Teresa. Pero parece obvio que su vida transcurría

en las fiestas y los bailes del casino provinciano del que era, en palabras del propio

Santayana su principal “animadora”. Luego, bien es cierto, terminó teniendo una gran

cantidad de literatura “beata” en casa, y volcándose en una vida de devoción.

¿Qué impronta dejaba, pues, la vida religiosa de su hermana en la obra y vida de

Santayana? A nuestro modo de ver, ninguna. Es más, la reacción de este autor es, a

menudo, contraria, de manera que en su visión de la religiosidad, los textos apuntan a

una revisión de ese tópico de lo abulense, de lo beato y de lo místico. García Martín cita

una carta a Frederick Winslow en la que Santayana dice (1989: 58): “imaginas que mi

forma comprensiva de tolerar el absurdo y la ficción en la religión va a extenderse a la

perversidad y la ficción en política; pero nada de eso. Si en la religión no nos rigieran la

emoción y la imaginación, no tendríamos religión en absoluto”. O lo que es lo mismo,

la actitud de Santayana hacia esta forma de religiosidad es la mera tolerancia. García

Martín nos dice que “en Ávila, sin embargo, el sentimiento general era el de Susana y

no el de Jorge, de modo que aquí ella siempre tuvo buena acogida y sobre todo después

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de casarse con un hombre relativamente influyente en la capital y la provincia abulense”

(1989:59).

García Martín encuentra un gran número de concomitancias entre la relación

Jorge-Susana en la obra El último puritano, hasta el punto de considerarla como una

auténtica novela autobiográfica. No todos los que han estudiado esta obra lo consideran

así. José Beltrán Llavador lo hace a medias tintas. Para Beltrán (2002: 155):

Esta memoria en forma de novela ofrece un microcosmos inapreciable

del universo santayanista y en ese sentido es claramente una síntesis, en tanto

que encrucijada o espacio textual de intereses, registros repeticiones y avances

de su trayectoria. Por otra parte, y aun siendo una novela de tesis, una novela

marcadamente filosófica, esta obra pertenece, con todo, al género literario, e

ilustra, así, esa otra síntesis, esa zona franca o de libre confluencia entre dos

culturas o cultivos diferentes.

El hecho de que nos encontremos ante un texto de autoficción nos lleva a tomar

las impresiones personales con cierta prevención, por cuanto no podemos distinguir sino

aquellos aspectos vitales que tienen su correlato en textos plenamente autobiográficos.

Es más, para Beltrán Llavador, el texto tiene un importante contenido simbólico, muy

en línea con la época literaria en que está inmerso, por lo que la precaución ha de ser

aún mayor (2002: 161): “Se puede considerar la novela de Santayana como símbolo y

reflejo de un universo filosófico en general y de su universo puritano en particular.

Símbolo porque la relación de la representación con lo representado no es isomórfica o

literal, sino polimórfica o literaria”.

Si consideramos la novela como una exposición simbólica de los aspectos más o

menos biográficos o de la estructura de su propio pensamiento, o, tal y como podemos

desprender de las palabras de Beltrán Llavador, de ambas cosas a un tiempo, extrapolar

los aspectos autobiográficos de este texto se haría en exceso complejo y poco

esclarecedor. Aún así, la consideración de los paralelismos entre Edith y Susana parece

evidentes: religiosidad ostentosa, liderazgo social y simulación mística.

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Podríamos decir que su hermana Susana representaba, de alguna manera un

vínculo de Santayana con ese tópico de la religiosidad abulense. Nada más lejano a la

realidad, por cuanto Susana vivía prácticamente aislada de la sociedad de Ávila en estas

épocas de religiosidad exacerbada, como afirma el propio autor, quien, además critica

las costumbres provincianas de su cuñado (2002: 126): “Susana decidió casarse con su

antiguo admirador, Celedonio Sastre, a pesar de sus irritables y anticuadas costumbres

provincianas y de sus seis hijos”. Y, lo que es más. Su extraña personalidad chocaba,

incluso, con la de sus amistades, a las que intentaba, ella misma, convertir y salvar. Tan

extravagantemente católica era su comportamiento que al propio Santayana le resultaba

obsesivo y enfermizo (2002: 127):

La desgracia de Susana estaba en que su instintiva y ardiente simpatía por

los convencionalismos católicos y españoles se vio contrariada por la

controversia y forzada especulativamente, cuando ella no tenía capacidad para

la especulación; […] se volvió fanática contra su natural sentido común y se

preocupaba de la salvación de sus amistades y sus parientes, como si eso no

estuviera en manos de Dios, y como si la salvación de las almas fuera un

acontecimiento físico.

Coincidimos con García Martín en su apreciación de que la hermana de Santayana

jugó un “lugar central en su pensamiento, sobre todo en lo que al tema religioso se

refiere” (1989: 65). Pero como reacción intelectual a la figura de un pretendido

misticismo y una exageración religiosa. Los propios escritos de Santayana se encargan

de oponer, indirectamente, la actitud de su hermana a la de la ciudad, de manera que

parezca quedar como una efusión propia de su personalidad y su equivocado

espiritualismo, más que como una influencia ambiental. La posible interpretación que

podamos extraer de su obra El último puritano, no nos da una imagen clara del ambiente

religioso en el que se movió, no ya su hermana Susana, sino el propio personaje de

Esther. De hecho, el testimonio que en Personas y lugares hace de esta reacción

religiosa de su hermana es calificado como un episodio de carácter puramente erótico,

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de manera que toda expresión de religiosidad queda diluido en una exacerbación de la

propia personalidad, fuera de circunstancias ambientales (2002: 118):

Para Susana ésta fue una dolorosa historia, porque parecía una caricatura

o revelación diabólica de su propia trayectoria. […] En la caricatura la fuerza

motriz era erótica y el descubrimiento de que era erótica y sólo erótica de

principio a fin lo explica todo: la devoción juvenil, los votos, el escándalo en el

convento y la dispensa obtenida de Roma; pero en el caso de Susana, el instinto

social, la inclinación general a la solidaridad, a la sana alegría y al buen humor

contrapesaba con creces lo erótico.

Los conflictos católicos de Santayana quedan al margen siempre de su obra. De

hecho, no parecen, en sus propias palabras, existir en modo alguno. Toda duda o parecer

al respecto vienen siempre de su hermana quien siempre estuvo en ese límite difícil de

deslindar entre el misticismo más o menos puro de quien se siente auténticamente

cercano a la experiencia religiosa y el conflicto social de quien pretende convertir su

entorno. Queremos ver en las palabras de Santayana que Susana, en realidad, padecía de

este último. Por un lado consideraba la obra de Santa Teresa como algo propio, de

manera que sus esfuerzos de purificación e integridad – integrismo – católico la

llevaban a la imitación de su vida. Pero por otro mantenía un permanente esfuerzo de

“catolización” de su entorno que, para Santayana era más un intento de Susana por

reconvertir su familia a su propia forma de ser. Sin decirlo claramente, Santayana

parece creer que el talante expresivo y su obsesión por ser el centro de toda atención,

llevaba a Susana a intentar que su entorno fuera, exactamente, como ella. Algo que se

contraponía con la esencia misma de la propia obra de Teresa de Ávila. Así, Santayana

termina por considerar que la propia fe de su hermana era absolutamente falsa (2002:

121):

Pero creo que la ceguera por parte de mi madre fue completa al suponer

que Susana podría lograr de mí la adhesión profunda y permanente a la fe

católica: sencillamente porque la propia Susana tampoco la sentía.

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Realmente, Santayana está considerando el catolicismo de su hermana como una

auténtica obsesión rayana en lo enfermizo. O, al menos, como una suerte de alucinación

religiosa que nada tenía que ver con la fe cristiana.

Podemos desprender de todo ello dos consideraciones. La primera, que Santayana

une su expresión religiosa y su sentimiento acerca del catolicismo con su familia y, en

particular, con la concepción católica de su hermana Susana. En consecuencia, su

sentimiento religioso se mueve entre los afectos que proceden del amor fraternal y la

negación de esa religiosidad excesiva y enfermiza. Y en segundo, que el autor evita toda

conexión de la religiosidad familiar con el entorno religioso de la ciudad que en nada

influiría sobre los excesos católicos de Susana; más bien al contrario, ella es quien

busca adaptar la realidad a su especial manera de entender, más que a la inversa (2002:

121):

Para ella la religión era una realidad, como la geografía de las islas Fiji y

las costumbres de sus nativos; y puesto que se describía a esas costumbres con

tal magnificencia y encantamiento, ella estaba deseosa de convencerse de que lo

que se contaba era verdad y de que al final podría ir a vivir en aquellas islas.

Yo, en cambio, sabía, al principio de manera instintiva, y pronto con toda

claridad sobre fundamentos históricos y psicológicos, que la religión y toda la

filosofía de esa índole eran inventadas.

Santayana repite hasta la saciedad que la vocación de Susana era falsa, imaginaria.

Nos atrevemos a interpretar, incluso, que esa vocación era de origen literario,

quijotesco, que, a fuerza de leer las obras de Santa Teresa, terminó creyéndose, ella

también , una nueva reformadora. Así lo explica el propio Santayana que nos cuenta

cómo a los treinta y cinco años “leía y releía las obras de Santa Teresa; concebía planes

para ofrecer su vida en sacrificio para la salvación (que parecía improbable) del resto de

la familia; y se preguntaba si no tendría vocación para seguir los pasos de Santa Teresa”

(2002: 123). Santayana define con claridad la religiosidad de Susana como una pura

obsesión y, su vocación, como una falsedad: “¿Acaso no se daba cuenta [el padre

Fulton] de que la imaginaria vocación de Susana era falsa?”. Si su hermana se comporta

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como una suerte de nueva Teresa de Ávila es porque “la desgracia de Susana estaba en

que su instintiva y ardiente simpatía por los convencionalismos católicos y españoles se

vio contrariada por la controversia y forzada especulativamente, cuando ella no tenía

capacidad para la especulación” (2002: 127).

De lo cual podemos deducir, por un lado, que la religiosidad de Susana era, para

Santayana, de una consistencia muy feble, y, por otro, que los cimientos de esa

religiosidad no eran una fe popular profunda y arraigada en la sociedad española – y,

concretamente, abulense – sino puramente convencional.

García Martín explica que la influencia de su hermana llega a los primeros sonetos

que publicó Santayana, de manera que Ávila se encuentra teñida en ellos por la relación

personal que guardó con Susana.

Y sin embargo, no podemos obviar que alguno de sus amigos consideraba a la

ciudad de Ávila como una poderosa influencia vital en Santayana. “Exiled in America /

from thine own Castilia, / son of holy Avila”, en palabras de su amigo y poeta Lyonel

Johnson75.

García Martín ve la influencia de la religiosidad de su hermana en los sonetos

dedicados a Ávila (1989: 61):

Susana es la gran inspiradora del tema religioso central de los veinte

primeros sonetos, porque a ella la reconoció siempre como madre espiritual y

con ella vivió de manera más íntima e inmediata estas primeras experiencias

religiosas juveniles; y, en mi opinión, sigue siendo básicamente la inspiradora

de los otros treinta sonetos de cariz petrarquista, porque ninguna otra “Laura”

hubo en su vida.

Nos parece excesiva esta idea porque intenta convertir toda la obra poética en

sonetos de Santayana a una suerte de diario autobiográfico de su concepción religiosa,

cuando parecen ser más una definición filosófica de su pensamiento y su fe. Sin

embargo, los sonetos de Santayana, como ha estudiado, entre otros Cayetano Estébanez

75 Johnson, L. (1915). London: Poetical Works, 101.

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Estébanez76, se pueden agrupar en diferentes grupos, de diferente intencionalidad y, lo

que es más importante, procedentes de épocas creativas y personales muy diferentes. El

primero de estos grupos ocuparía (1993: 103-104):

Los sonetos III, IV, V, VI y VII que tratan el extrañamiento que se

produce en el poeta al abandonar su fe. El segundo, del VIII al XIII, que es una

pausa meditativa entre el drama interior del poeta y la resignada aceptación de

la materia como única realidad, debió de ser escrito en un corto periodo de

tiempo, pues refleja una misma inspiración. El tercer grupo, los sonetos XIV,

XVI, XVII, XVIII y XIX (el XV es posterior), fue publicado en el número de

enero de 1892 de Harvard Monthly. Los sonetos I, II y XX los escribió

Santayana para dar marco y fin a la serie.

De todos estos poemas, los únicos con tema e inspiración abulense son los que

componen el tercer grupo y vienen a expresar el reconocimiento de la materia en el

espíritu, de manera que la ciudad parece comportarse como una expresión de esa

religiosidad perdida, si bien parecen ser más una reflexión sobre la religiosidad inocente

que dejó en la infancia. Este grupo sí podía ser considerado como abiertamente

autobiográfico y memorístico y en él aparecen referencias muy concretas a la ciudad y

sus entornos, como el santuario de Nuestra Señora de Sonsoles, al que solía ir,

habitualmente en su infancia.

2.1.3.2.- Imagen de la ciudad en la obra autobiográfica de Santayana: el locus standi

Hemos de descartar que Santayana participe de la idea generalizada de la ciudad

de Ávila como un lugar eminentemente religioso, un Tíbet español. Ya hemos visto que

la vinculación de Santayana con la imagen de la religiosidad abulense se figura a través

de la falsa religiosidad de su hermana, no extrapolable a la ciudad en la que vive. Los

lugares referidos por el pensador abulense no siempre se refieren a la tradición mística

de Ávila y, aunque es cierto que denota cierta relación con la percepción simbolista de 76 Estébanez Estébanez, C. (1993).

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las ciudades en la literatura finisecular, lo cierto es que no participa del tópico de las

ciudades místicas o las ciudades muertas.

Cabe reseñar que la familia Santayana llegó a Ávila desde Madrid por motivos

casuales: era un lugar barato y tranquilo. Posteriormente, Jorge sintió una vinculación

muy próxima a Ávila y terminó por ser lo que Jiménez Lozano denomina, y veremos

después, un “homeland” o una patria. En palabras de Santayana, ese homeland se

bautiza como locus standi o espacio que se adopta como lugar de origen, “lugar de

estar”. En palabras de Jorge Santayana (2002: 132):

Porque la mente más independiente debe tener un lugar de origen, un

locus standi desde donde contemplar el mundo y una pasión innata a través de

la que juzgarlo. El espíritu debe siempre pertenecer a un cuerpo. Ahora bien, la

casualidad que me convirtió en un español exiliado y me vinculó en particular a

Ávila (en vez de, digamos, a Reus) fue singularmente afortunada. La austera

inspiración de estas montañas, estas almenadas murallas de la ciudad y estas

oscuras iglesias no podían haber sido más caballerescas ni más grandiosas; sin

embargo, el lugar era demasiado antiguo, reducido, árido y abandonado para

imponer sus limitaciones a una mente viajera; era una cumbre montañosa y no

una prisión. Allí el espíritu se situaba, se estimulaba, se instruía; no quedaba

refrenado.

La idea del locus standi viene a significar un espacio como perspectiva, como

“medida de las cosas”. La ciudad puede terminar por convertirse en una referencia a

partir de la cual considerar el resto de las ciudades que conocemos. Esta idea de patria

que permite poner en perspectiva el mundo nada tiene que ver con la idea de sus

compañeros de generación. Por supuesto que hemos de tener en consideración que

Santayana no pertenece, por presencia y por influencia, a la nómina de autores

coetáneos españoles, a pesar de que los conozca con cierta intensidad. Para Santayana,

Ávila es un punto de reconocimiento del mundo. Su conocimiento profundo de la

ciudad es el que le hace trascenderla, de manera que no podamos ver en sus

descripciones la ciudad-celda y, por extensión, la ciudad muerta de la literatura de los

últimos años del XIX y principios del XX. De hecho, reconoce que el espíritu trasciende

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la ciudad por la estrechez del espacio en que se vive. Estrechez, en el sentido físico,

pero también moral y espiritual: “La dignidad de Ávila era demasiado obsoleta,

demasiado inoportuna, para hacer otra cosa que estimular una imaginación despierta ya,

y prestar realidad a la historia” (2002: 132).

Por otro lado, la percepción que Santayana tiene de Ávila es más la de la ciudad

campesina, más que la de un lugar de resonancias medievales caballerescas. A esta

imagen la denomina como un oppidum in agris, es decir una fortaleza en medio del

campo. La tradición modernista que consideraba a la gran ciudad como un espacio

apartado ya del campo, donde sus habitantes se tenían ya por cosmopolitas o ciudadanos

de un espacio que trascendía al propio lugar de residencia, tenía que llevar el campo a la

ciudad, más como una manera de vinculación humana a la tradición agrícola, que tenía

innegables filiaciones literarias. El siglo XVIII y el incipiente modernismo ya afirmaban

esta unión entre el hombre y su tierra; pero la ciudad llevó el campo a su interior a

través de los grandes parques románticos y de los pequeños reductos modernistas, de

manera que un habitante de la ciudad pudiera disfrutar del campo sin tener que salir a él.

Es lo que Santayana denomina el rus in urbe. La tradición anglosajona que él conoce a

fondo disfrutaría, sin embargo del Urbs ruri, o espacio urbano insertado artificialmente

en el campo, como las grandes casonas de verano inglesas, en las que inmensas praderas

dan lugar a un bosque, y en las cuales se puede disfrutar de todas las comodidades

urbanas, aun estando en mitad del campo.

La definición que Santayana hace de Ávila es, pues, la de una fortaleza rural,

construida para defender a unos campesinos que, en algún momento de su historia,

dieron en ser caballeros y consolidaron esa ciudad a partir de su nuevo estatus. Quizá lo

más interesante de este razonamiento sea el pensar cómo la ciudad, por esa esencial

forma de haberse transformado de fortaleza rural en ciudad, ha dado en ser una

“pequeña república” (2002: 133):

Ávila, por el contrario, es un ejemplo de oppidum in agris; no una

residencia privada donde los grandes se retiran buscando el recreo y la

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tranquilidad, sino una eminencia defendible, quizá con un antiguo lugar de

peregrinación incluido, donde los campesinos han acumulado sus graneros y los

han cercado con un muro, dejando espacio para sus reuniones y ferias. Con el

tiempo, los señores de los alrededores se construirán aquí sus mansiones

urbanas y quizá se vendrán a vivir por costumbre, pero sin renunciar a sus

predios rústicos ni desatender sus intereses agrícolas. Constituirán la clase

gobernante, los pater conscripti de la pequeña república, de la típica ciudad

antigua, con su religión local y su elocuencia política en gradual desarrollo.

Lo fundamental para la visión que Santayana tiene de la ciudad es que continúa

siendo, básicamente un lugar clerical, es decir, una ciudad donde la iglesia mantiene los

poderes que tradicionalmente ha tenido. Sin embargo, también explica cómo la esencia

de la interpretación de esta ciudad de Ávila no es fundamentalmente su carácter

religioso, sino su carácter rural, de manera que, no siendo necesariamente

contrapuestos, no ha de considerarse como un centro religioso de una espiritualidad

marcadamente distinta, sino un necesario espacio campesino que vive de y para el

campo. Así, “Ávila era una ciudad inconfundiblemente clerical, con Santa Teresa como

patrona local y su mayor gloria” y “las realidades fundamentales continúan siendo

manifiestas. Las murallas de la ciudad, con toda su solidez, ocultan el campo a la vista”.

Sin embargo, “Si la gente de la capital está demasiado ocupada y miope para acordarse

del campo, el campo invade la ciudad todos los viernes por la mañana y llena el

mercado de campesinos y mercancías rurales” (2002: 134).

Para Santayana es el campo el que ha creado la configuración contemporánea de

la ciudad de Ávila, no la religión ni la abundancia de caballeros, ni la historia guerrera y

cristiana. Tanto es así que pretende ver, no sin razón, un buen número de tradiciones

ancestrales pre-cristianas detrás de los acontecimientos que los propios habitantes

consideran “costumbres religiosas”. Estas costumbres que los habitantes sienten tan

arraigadas y que terminan por ser la base del comportamiento de los ciudadanos,

parecen centrarse siempre en los acontecimientos religiosos: procesiones, rezos, fiestas

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tradicionales… Pero, de manera indirecta, Santayana responsabiliza a los viejos ritos

católicos del solapamiento de estas tradiciones.

Perdida la vieja tradición pagana, de carácter rural y campesino, se ha perdido y

habría dado lugar a fórmulas resignadas de costumbres. Esta idea de las costumbres es

especialmente importante en el dibujo de la ciudad que hace Santayana. La costumbre

viene a ser una manera de resignación cristiana ante los problemas cotidianos y las

realidades terribles y dramáticas de la vida, como la enfermedad o la muerte (2002:

143):

Casi todas las mujeres parecían estar de luto, y también los hombres más

viejos. En esto no había nada impuesto ni afectado. La gente simplemente se

resignaba ante las realidades de la madre naturaleza; y dentro de su sencillez, su

existencia era profundamente civilizada, no por comodidades modernas, sino

por tradición moral. “Es la costumbre”, solían aclarar al forastero, medio

excusándose, medio enorgulleciéndose, cuando se mencionaba cualquier

pequeña ceremonia o cortesía típica del lugar.

Y, en relación con la idea de la religiosidad de la ciudad que durante todo el final

del siglo XIX se vincula a la ciudad de Ávila, Santayana, directamente, duda de su

existencia. Toda esta formulación de lo religioso en Ávila formaría parte de esa

costumbre que ha ido modificando los hábitos hasta reconvertirlos en una mera

repetición socializada, una suerte de convención repetido a lo largo de siglos. Sin

embargo (2002: 143):

¿Cuánto respeto sentía esta grave, desilusionada y limitada gente de

Ávila por sus convencionalismos y en particular por su religión? Creo que, en el

fondo, no mucho; pero prácticamente no había nada más a su alcance; y si algo

más les hubiera sido posible, ¿habría sido mejor? Los más inteligentes hubieran

dudado y se habrían resignado a su rutina diaria. Lo que tenían y creían era, al

menos “la costumbre”.

Siendo de esta manera la ciudad, podemos, sin embargo, asegurar que Santayana

nunca aprecia en la ciudad los más mínimos asomos de misticismo, religiosidad, vida

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rural… Para él, la ciudad es simplemente un lugar al que volver, un homeland o locus

standi que marca una trayectoria vital. ¿Cuál es, por lo tanto la idea de espacio urbano

que Santayana aporta acerca de la ciudad de Ávila?

Para García Martín, el sustrato del “abulensismo” de Santayana está conformado

por múltiples componentes. En primer lugar, un sustrato biográfico, compuesto por los

años que vive en la ciudad y las gentes que conoce. Básicamente hemos de reconocer en

este sustrato biográfico los aspectos más importantes de los escritos autobiográficos de

Santayana. Un segundo sustrato es el que denomina psicológico y que, entendemos, está

basado en la conformación de la personalidad del autor a partir de su estancia en la

ciudad. Y un tercer sustrato que García Martín denomina “metamórfico” y que

determinaría a la ciudad de Ávila como una “gran metáfora que [Santayana] quiso

caracterizar basándose en los siguientes aspectos” (1989: 114). Estos aspectos que

encontraremos o que García Martín cree encontrar en la obra de Santayana responden a

algunos tópicos generalizados que nosotros, en muy pocos casos hallamos en sus textos

autobiográficos. Vamos a citarlos, sin embargo, porque sí encontramos entre ellos

alguna referencia que nos es de especial interés (1989: 115):

-Ciudad balcón: punto de mira hacia la apertura.

-Posición fija, sólida y elevada desde la que observar la realidad sin alteraciones (símbolo , por tanto, de toda su filosofía).

-Ciudad antigua, de verdadero sabor arquitectónico

-Ciudad real, en la que él palpa lo material, frente a la idealidad y a la abstracción que vive en las demás partes del mundo

-Ciudad religiosa, donde todavía se viven las tradiciones con su fervor original

-Ciudad familiar (verdadera excepción a su norma de desasimiento afectivo)

-Lugar de referencia siempre

-Lugar de reposo final.

Sobre alguno de los estos epígrafes ya hemos visto la verdadera opinión de

Santayana. Básicamente hemos de entender que la ciudad religiosa no es más que una

traslación de la religiosidad familiar que, sin embargo, no encuentra un asidero lógico

en la vida de Ávila, por cuanto la religiosidad que se entiende basada en el pilar de su

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hermana Susana podemos definirla de corte “quijotesco”, la de la ciudad no es más que

una religiosidad de “costumbre”, muchas veces de implicaciones paganas.

Sí nos interesa la idea que puede tener interés cronotópico de la “ciudad balcón”.

Para Santayana, y siguiendo las opiniones de García Martín, la imagen de la ciudad

como un balcón es una metaforización de las características personales que el autor

vierte en el espacio urbano que vive. El balcón como lugar de contemplación pasiva,

opuesto, evidentemente al proceso móvil y la perspectiva múltiple del flâneur, es el de

un punto de vista inmóvil, unido a cierta visión quietista, que analiza los sucesos desde

la altura y sin compromiso, una suerte de atalaya burguesa que permite observar, opinar

e imaginar sin participar en la vida común de ese lugar.

Es decir, la imagen del balcón implica motivaciones burguesas y social y

culturalmente excluyentes para el autor que, en último extremo consideran al espacio

urbano de Ávila como un lugar individualizado y separado del espacio en torno a partir

del beneficio de la altura, de la altitud. Esta idea de altitud señala, por un lado una

concepción filosófica de necesario apartamiento de la realidad. El que contempla desde

la altura es, obviamente, alguien que se siente situado por encima del resto de sus

congéneres. La ciudad balcón es, por lógica, un espacio separado y eminente

diferenciado por la perspectiva. Y esta perspectiva filosófica implica, igualmente, la

clave de la concepción urbana: la ciudad de Ávila se entiende por su separación del

resto de las ciudades; físicamente por cuanto se halla excluida por esa especie de

esqueleto rocoso, casi desértico que son los valles que la circundan; pero también por su

especial manera de entender su historia.

Cronotópicamente, el espacio y el tiempo en la visión de la ciudad de Ávila están

determinados por esta concepción de altura y contemplación, de manera que la ciudad

se mueve a intervalos vitales del propio Santayana, para que podemos comprender que

toda esa descripción del espíritu urbano de Ávila se ve siempre a través de la vida de los

otros, como es el caso de su hermana Susana. Creemos que todos las demás tópicos que

señala García Martín están detrás de éste; tanto la ciudad religiosa, como la ciudad real,

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como el hecho de que sea un espacio referencial para la vida de Santayana depende de

este punto de vista.

Todo lo expuesto tiene unas indudables consecuencias políticas y sociales que

también han de ser tenidas en consideración al respecto del estudio del espacio urbano

en Santayana.

Porque las dos referencias abulenses de Santayana fueron su padre y su hermana.

El primero representaba el liberalismo y la tradición más progresista de la ciudad,

mientras que Susana era el remedo de la tópica conservadora y religiosa. El primero

estaría en conexión con esa idea del “mundo real”, mientras que la actitud quijotesca de

Susana prendería con el historicismo caduco y exacerbado del catolicismo y

españolismo más rancio.

Según explica García Martín (1989: 116):

Ávila tiene una tradición gloriosa, pero también tiene una realidad

frustrante de connotaciones peyorativas que se oponen al componente

progresista. Aquí, como en todo, tenemos la cara y la cruz. Una cara y una cruz

que venían muy bien simbolizadas por las dos personas que Santayana tuvo y

quiso en Ávila: su padre y su hermana. La gran lección de Santayana es que, sin

dejar de querer y respetar a su hermana y a la tradición que simbolizaba, su

vida y su pensamiento se encaminaron en la línea marcada y representada por su

padre.

De este hecho da testimonio alguna de las cartas que Santayana recibió de su

padre desde Ávila. El epistolario cruzado entre ambos y que ha sido traducido por

García Martín y publicado en la obra que venimos citando (1989: 187-328) tiene el

interés de mostrarnos la evolución que tiene la ciudad de Ávila y la presencia de la

mutua influencia del pensamiento paterno y filial. El padre de Santayana va explicando

los cambios que se operan en la ciudad, desde sus nuevos lugares de paseo hasta las

transformaciones de los parques públicos. Sobre su vida en ella, priman los aspectos

más lúdicos y festivos, frente a los temas más religiosos tocados por Susana. Si hemos

de recoger algún ejemplo de esto último, hemos de seleccionar la carta que, con fecha

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de 17 de diciembre de 1884 envía desde Ávila (1989: 223). En ella, el padre contesta a

otra en la que Santayana le explica que sus amigos son Católicos, protestantes y judíos:

De modo que teniendo tu tres amigos, uno Judío, otro “medio” católico, y

otro puritano, puedes decir que presencias cuarenta siglos. Te faltaba una amigo

“Agnóstico” que representara en tu imaginación la edad futura. Pero en su

defecto acuérdate de mi, que en mi corto entendimiento estoy firmemente

convencido de que no está lejos el tiempo en que se reconozca universalmente

que el hombre no puede comprender nada sobrenatural y que todas las

religiones son inventos o creaciones humanas, como los poemas. Entonces no

habrá cultos ni sacerdotes. No habrá mas que un sentimiento de admiración por

lo que está fuera de nuestros alcances.

2.1.4.- Breves reflexiones sobre espacio y narración autobiográfica

En definitiva, los textos que hemos estudiado de estos autores se corresponden

con una narración de la ciudad más cercana a consideraciones “realistas”, es decir,

huyen de las expresiones simbólicas y pretenden recoger una idea cercana a la verdad de

sus vidas. En el caso de Santayana o Sánchez Albornoz, como decía Dionisio Ridruejo y

hemos citado como lema de este trabajo, nos encontramos con una visión verdadera de

Ávila. Visión que, por otro lado, está incidiendo en las imágenes tópicas de las ciudades

de Castilla, pero a partir siempre de personajes o de espacios concretos. Hemos de

apreciar, por ello, una clara diferencia entre la obra unamuniana y la de Santayana y

Sánchez Albornoz. Unamuno se convierte en el configurador de una imagen simbólica,

mientras que los otros dos autores tratan la ciudad como el espacio de su vida en ella; es

decir, la autobiografía como expresión narrativa de una vida tiende a ficcionalizar el

espacio, pero conservando un margen de veracidad histórica o personal. Santayana

observa la posición de Ávila como un oppidum in agris, es decir, huye del puro

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historicismo simbólico de Unamuno y traslada al espacio urbano las características de

un enclave rural. Por otro lado, atribuye las condiciones religiosas de la ciudad a las

vivencias, algo excesivas, de su hermana, mientras que tanto él como la figura paterna

quedan al margen de estos excesos devotos, feminizando esta imagen mística y

reservándola para una suerte de “beatería” social que queda en una única parte de la

sociedad del momento, deshaciendo, por lo tanto, el tópico. Los textos más puramente

autobiográficos y los epistolarios, desmienten esa imagen literaria de Ávila, no así los

textos poéticos. O lo que es lo mismo; a mayor exposición de la vida, menor insistencia

en los símbolos. Pero la escritura que podemos considerar más literaria, aun siendo

claramente autobiográfica, tiende a conservar esa posición proclive a la simbolización

del espacio.

En el caso de Unamuno, encontramos, como venimos diciendo, la expresión más

clara de la simbolización espacial. Ávila es el remedo hispánico de la Brujas de

Rodenbach y trata de convertirla en la Brujas española a partir de los tres tópicos más

manidos: religión, historia y caballería. En Unamuno no apreciaremos diferencia de

calado autobiográfico entre sus textos que, de alguna manera, responden a un mismo

criterio. Por ello, las impresiones que extraemos de su visión de Ávila suelen ser

idénticas: en Ávila pervive, mejor que en ninguna otra ciudad, el viejo espíritu del

dieciséis español, casi como una reliquia histórica. Pero esta visión será siempre

simbólica y, por lo tanto, literaria. Y la dificultad intrínseca que existe en la concepción

genérica de la autobiografía y que impide, por su propia consideración de género

literario, deslindar lo literario de lo real, llevará a construir un símbolo que terminará

por calar profundamente en los contemporáneos de Unamuno.

Para Albornoz la ciudad de Ávila es la expresión de su propia identidad perdida

en un largo exilio. Por lo tanto, la imagen espacial está teñida por sentimientos de

nostalgia que también rozan lo literario. Pero, precisamente por referir esa identidad

perdida, la ciudad se escribe como un remedo del propio autor, un espacio metonímicos

que expresa la infancia y los recuerdos de un pasado irrecuperable, no sólo en el

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espacio, sino también en el tiempo. Y, aunque también tiene presente esas ideas de

espiritualidad, los espacios serán siempre imágenes de lo íntimo perdido y no

simbolizaciones de corte espiritual.

2.2.- Los textos poéticos. Como el urbanismo, así la ciudad en la poesía

2.2.1.- Textos poéticos: la visión lírica del espacio urbano

Hemos ido viendo ya algunos textos poéticos que hacían referencia particular a la

ciudad de Ávila. Lógicamente vamos a dejar a un lado el inmenso caudal de poesía local

– discúlpenme quienes deseen integrarse en este marchamo que para nada pretende ser

despectivo ni indigno de estudios serios en los casos que éstos lo merezcan – y aquella

que no pretende integrar una expresión íntima de la vivencia poética en los poemas, o lo

que es lo mismo, aquellos en los que el “yo” ha ganado el testimonio que el poema

trasmite. Por decirlo de otra manera, vamos a tratar sólo aquellos poemas que tienen una

eminente intención autobiográfica en la que la ciudad se muestre como una formulación

de la vida del autor, sea por eso que Jiménez Lozano denominaba un “homeland” o por

ser una evocación íntima de su pensamiento. La ciudad de Ávila ha sido objeto de

muchos e interesantes poemas y de no pocos poemarios igualmente de interés en los

que podemos apreciar cómo el espacio ha incidido en la vida de su autor. Obviamente

quedarán fuera infinidad de textos que tendrán por título “Ávila”. Por decirlo de alguna

manera gráfica, sería como si en un catálogo pictórico sobre la ciudad pretendiésemos

reproducir cada uno de los cuadros en que se han pintado sus murallas. Además

queremos buscar un reflejo de la expresión del espacio a partir del siglo XIX, por cuanto

nuestro estudio desemboca en la consideración del espacio urbano de Ávila como signo

literario, no como evocación descriptiva y eso, a pesar de que las citas de la ciudad se

sucedan desde los viejos romances, se den a partir de la consideración del “paisaje

urbano”, algo que sucede a partir de los primeros esbozos del romanticismo y, sobre

todo, de la contraposición de la ciudad pequeña a la gran ciudad decimonónica. Ya

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Berceo hablaba de Ávila en la Vida de Santo Domingo (1992: 325): “todos iazién en

Avila non vos miento un grano”; algunos otros quieren ver Ávila en los conocidísimos

versos del Cancionero Musical de Palacio: “En Ávila mis ojos”, si bien nos asaltan

serias dudas de que se refieran a la ciudad castellana; o la cite Lope de Vega77, a la

sazón aún habitante y capellán en esta ciudad… De Unamuno ya hemos hablado y

hemos explicado hasta qué punto Ávila es un símbolo de la importancia que tienen las

ciudades castellanas y su particular esencia en oposición a las limpísimas y

modernísimas estructuras urbanas decimonónicas. También hemos citado los textos

poéticos que Jorge Santayana dedicó a la ciudad que sintió como lugar de referencia

vital, literaria y filosófica, como lo fue también para el muy uruguayo y parisino

Larreta, quizá el que más contribuyó a forjar la imagen lírica de Ávila a través de su don

Ramiro.

Sin embargo, no queremos dejar pasar ahora algunos textos que, ya en los siglos

XIX y XX han hablado de la ciudad de Ávila, bien sea como ejemplo de la nueva idea

que se va forjando de las ciudades pequeñas en la nueva imaginería urbana, como

ejemplo de la España que no termina de encontrarse con ese catálogo de ciudades

modernas y europeas, bien sea para remedar, hasta el infinito, la idea de ciudad

espiritual que, desde el XIX parece enquistarse en el continuo de poemas sobre las

ciudades de Castilla. En esta línea se encuentran escritores como Díez Canedo, Enrique

de Mesa, José María Pemán, Luis Felipe Vivanco, Leopoldo Panero, quien, quizá,

aventuró alguna novedad desde el símbolo ya conocido de la ciudad muerta, algún

poema de Salinas, Germán Bleiberg, García Nieto, Jacinto Herrero, Blas de Otero, y

José Agustín Goytisolo. Hemos dedicado una especialísima atención a los poemas

abulenses de Guillermo Carnero. El motivo es obvio. El propio Carnero ha querido

extrapolar estos poemas como una obra independiente dentro de su producción general

y dotarla de un fuerte contenido autobiográfico a través de alguna de sus publicaciones.

77 Citamos aquí el libro de Delgado Mesonero, F (1970). En él se hace una aportación local al estudio de Lope, más centrado en las citas que hace de la ciudad y su breve estancia. No hay reflexión alguna sobre los puntos que interesan a este estudio, pero muestra la influencia que tuvo la ciudad en su obra, por lo que remitimos a esta obra para una profundización en los textos que de Ávila hacen mención.

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A su vez es un ejemplo de la renovada visión del espacio de toda una generación –

perdóneseme esta expresión – que expone su visión íntima de la poesía a través de las

ciudades.

En todos ellos, la presencia de Ávila es casi testimonial, salvo, quizá, el caso de

Panero quien hace un reflejo absolutamente personal y estrictamente autobiográfico del

espacio simbólico de la ciudad. Hemos dejado, no por pecado de omisión sino por

estricta virtud crítica, algunos poemas de algún que otro poeta como Luis López

Anglada o Pedro Miguel Lamet por considerar que nada aportan a un estudio más o

menos profundo de la lírica en torno a la ciudad. De ellos y de algún otro hemos dado

en pensar que sus poemas remiten a una visión epigonal de los tópicos ya tratados y

reiterados hasta la saciedad, por lo que, por pura autoafirmación crítica, los hemos

rechazado aquí. Dejamos a quien considere lo contrario la sana labor de involucrarse en

este estudio.

Dicho lo cual, queremos explicar que algunos poemas ya los hemos citado

anteriormente por su implicación en otros aspectos de nuestro estudio, cuando el

tratamiento de algún autor concreto lo ha requerido, caso de don Miguel de Unamuno.

Por ello los dejamos al margen de esta parte concreta y remitimos a ellos en el lugar

oportuno.

Nos lleva a considerar la función urbana en algunos poemas de corte

autobiográfico la idea de que es incomprensible la poesía actual sin la poderosa

influencia que el espacio urbano ha ejercido sobre la temática y la producción de los

autores de los últimos dos siglos. Como explica García Montero (2006: 101):

La ciudad es el territorio de la cultura contemporánea, […] porque

aparece como el lugar donde se generan y se observan las contradicciones de los

tiempos modernos. Es, por ejemplo, un territorio muy indicado para observar

las tensiones que de un modo inevitable se producen entre identidad y

homologación, entre singularidad y anonimato, entre las soledades y las

multitudes.

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Y la ciudad interviene más allá de la presencia de una poesía urbana, llegando a la

explicación del individuo contemporáneo y su oposición al mundo. A partir de la

aparición de las grandes ciudades la poesía cambia de manera fundamental porque la

expresión de las contradicciones y la conciencia humana va a tratar de explicar esa

nueva posición del hombre ante la realidad. Y la realidad será urbana. A partir de ese

momento, los viejos símbolos de la naturaleza dejarán de tener sentido y el hombre no

se verá reflejado en ella, sino en una ciudad que le llevará a una profunda dualidad, la

de encontrarse desdibujado en la multiplicidad de los hombres que se mueven en masas

en los centros urbanos y, por otro lado, intentar buscar su propia identidad en la libertad

individual que había preconizado el romanticismo. Los productos poéticos – y espero

condescendencia en el uso de este término – nos indican que la naturaleza ha perdido la

batalla.

2.2.2.- Consolidación del tópico en la lírica. Fórmulas epigonales para el espacio espiritual

2.2.2.1.- Poemas de la primera mitad del siglo XX

El último tercio del siglo XIX vive de la consideración finisecular de Ávila.

Digamos que los poemas de estos autores que aún en la primera mitad del siglo XX, al

menos hasta la Guerra Civil, escriben sobre las ciudades de Castilla, son rentas

unamunianas y circunstanciales. Esto dura mucho; muchísimo. Y proponemos un

gráfico ejemplo. Cuando un viajero llega a la estación de ferrocarril de Ávila, aquella

que atrajo a los visitantes europeos a finales del XIX, se encontrará con unos murales

ocres y pardos – no podía ser de otra manera – que representan a un campesino

escoltado por un fraile – carmelita – y un guerrero – medieval. Los murales se pintaron

bien entrados los años cincuenta del siglo XX. Para ello, claro está, hay una explicación

sociológica que apenas necesita tratamiento en estas páginas. El régimen franquista se

apropió, difundió y consolidó por interés patrio, este y otros tópicos finiseculares. El

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pensamiento nacional-católico encuentra en las ciudades de Castilla la expresión

máxima de su esencia y no encuentra ningún otro ni mejor símbolo para su quehacer

poético – y el alzamiento y la cruzada así se entendieron, y así lo proclamó, años antes,

el propio José Antonio Primo de Rivera – que la repetición hasta la extenuación de las

virtudes espirituales de Ávila. Parece como si hablar de ello fuese una salvaguardia para

el autor y las censuras que llegasen para la publicación de la obra. Como hemos dicho

unas líneas arriba, sería imposible tratar de todos y cada uno de los poemas que se le

dedican a Ávila, Segovia, Soria… en el transcurso de estos años, la mayoría de ellos sin

valor poético alguno. Queremos citar los que, entendemos, se acercan más al tópico y

aportan algo de valor al maremagnum de publicaciones exaltadas y pseudo místicas del

momento. El primero que hemos traído es el poema de Enrique Díez Canedo. Se

publicó en 1906 78 y lo exponemos por completo. El soneto, estrofa que se usará después

casi hasta su combustión lírica, es el siguiente:

Música de plegarias y de aceros

-¡Oh, fervor y arrogancia de Castilla!-

tiene tu nombre resonante, villa

madre de santos y de caballeros.

¡Oh, silenciosas plazas! ¡Oh, severos

templos en que la vanidad se humilla

y, única luz, la penitencia brilla!

¡Oh, campanas de dobles plañideros,

cinturón almenado de murallas!

¿tiene tu pueblo en ti cota de mallas

para reñir quiméricas batallas?

78 El poema es citado por Hernández Alegre (1984) como perteneciente a una edición de 1947, lo que le hace aparentar un decadentismo que lo convertiría en un epígono más que tardío de Unamuno, algo que es totalmente falso. La primera edición de este poema en este libro mantienen una unidad temática con otros poemas del libro y se mantiene en esa línea simbolista de la que ya hemos hablado. Otros poemas, suficientemente significativos de este libro son: “paseo provinciano”, “En el huerto monacal”, “Eremita”…que nos dan una idea bastante aproximada de cómo el poema “Ávila” forma parte de un poemario de cierta unidad.

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¿O, más bien, eres áspero cilicio

de la ciudad monástica y suplicio

de un secular, cruento sacrificio?

No hemos traído el poema por sus virtudes líricas, sino por su trascendencia como

epígono de lo que venimos exponiendo desde atrás. El poema mantiene hasta las tildes

del tópico, a saber: la composición religiosa y guerrera; la expresión del silencio y el

abandono, la descripción de los sonidos de las ciudades muertas: campanas, templos,

silencio, severidad…; la referencia explícita al tema unamuniano de la vanidad como

referente del tiempo que toca vivir; la vinculación a la Castilla finisecular; la imagen

metaforizada del pueblo aún guerrero y místico…

Otro simbolista que ha ido pasando en la historia de la literatura por ser uno de

aquellos “castellanistas” de los que hablaba Cansinos-Assens fue Enrique de Mesa.

Alguna de sus obras, como Tierra y alma (1906) o Canciones Castellanas (1911)

reproducen esa misma visión de Castilla. Uno de los poemas que trata de Ávila

introduce, sin embargo, la novedad de hablar de un pasado y, por lo tanto, una Castilla

ya muerta. Biográficamente hemos de entender que Enrique de Mesa (1878-1929) se

encuentra muy lejano a otros autores de la época, de manera que su propia ideología

castellanista no es exactamente la de otros autores coetáneos. Su conocimiento de la

ciudad de Ávila impone una visión poco elevada, levemente simbólica que traduce el

espacio diacrónico de la ciudad a una oposición con el presente en la que da por

muerta, definitivamente, la tradición espiritualista. Enrique de Mesa era un modernista,

muy cercano ya a autores como Insúa, quien lo consideraba un buen amigo y uno de los

mejores poetas de su tiempo, y más deudor de la tendencias urbanitas de las grandes

ciudades que de las pequeñas y muertas ciudades castellanas. Es, pues, lógico que no

pueda acercarse a la visión de la ciudad que proponían, entre otros, Díez Canedo. Fue

considerado un noventayochista, algo tan superficial como el propio grupo literario,

precisamente por su visión de Castilla. Pero Mesa tenía una vinculación política, social

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y literaria tan distinta a muchos de sus coetáneos que resulta difícil adscribirlo a un

patrón semejante al de Unamuno; formó parte de la llamada “Liga de educación

política”, que había fundado Ortega bajo los auspicios de Azaña. En su obra hay sutiles

referencias socialistas; había traducido a Theophile Gautier… Todo ello le sitúa

bastante lejos de esa expresión espiritualista del castellanismo canónico. Su poema se

titula “Ávila de los Caballeros” y, si bien aprecia la tradición simbólica de la ciudad,

también se sitúa muy lejos de la imagen contemporánea de los autores “castellanistas”.

Hemos seleccionado algunas estrofas del poema que hacen referencia a la dualidad

temporal que ha reconvertido a la ciudad. Es bien cierto que existe el mismo

sentimiento de añoranza temporal que en los autores que hemos clasificado

anteriormente bajo el título, algo exagerado de “flâneur diacrónico”. Mesa también

abomina de la ciudad. En su libro La posada y el camino (1928), dedica un grupo de

poemas a algunas ciudades cercanas a Madrid. Entre ellas se encuentra este texto

dedicado a Ávila (1941: 50):

Ávila de los caballeros

Recios, austeros, pardos muros

Y torreones de un ayer,

Testigos de los tiempos duros

De un pueblo que anhelaba ser;

Rosados con el alba, oscuros

Y fríos al anochecer;

Hoy cinturón de los impuros

Logros de siervo y mercader.

Cubil de estériles afanes

Y de sórdidos intereses

De usureros y ganapanes,

De curas y de feligreses.

Antaño, nido de alcotanes,

Se esforzaban los capitanes

Y se alentaban los burgueses.

Vieja ciudad de tosca piedra,

Claro blasón de gestas rudas

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Sin el asomo de una yedra

Por tus almenas siempre mudas.

[…] Tempera el sol, que claro brilla,

Berbecheras y rastrojales;

Tierra pelada y amarilla

Que rascan grises peñascales;

Viejo terrón de la castilla

Sin el oro de los trigales.

Por el blancor de aquel camino

Que los eriales atraviesa

De la tierra sin pan ni vino,

Platicaba Santa Teresa.

[…] ¿Dónde el empuje de tu gente?

Muerta Castilla, ¿dónde estás?

¿Duerme en tu entraña la simiente?

¿Ya nunca más?…

El poema está escrito en versos eneasílabos y, mediante una estructura de

contraposiciones, va aportándonos la imagen pasada, vinculada al símbolo de las

ciudades muertas, frente al presente mercadeo de la época, lo cual le lleva a exponer la

ciudad como: “Recios, austeros, pardos muros / y torreones de un ayer” frente a un

“cubil de estériles afanes / y de sórdidos intereses / de usureros y ganapanes, / de curas y

feligreses”.

Algún matiz de corte social late en estos versos, sobre todo en la visión de la

pobreza castellana o la preocupación por la pasividad castellana ante esta pobreza. Aún

y con todo, el poema no deja de mantener la perspectiva de los tópicos, si bien los

aspectos más políticos apuntan ya a una modificación sustancial del castellanismo,

mucho más reflexiva y menos simbólica.

Algo más tarde, José María Pemán sigue en la línea marcada sin desviarse ni un

ápice. Estamos hablando ya de los años veinte, cuando, en su poema “El huerto de los

Cepeda”, escribe los fragmentos que extraemos a continuación:

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Es un atardecer de pleno estío

sobre los campos de Castilla. Fuego

parece que despiden los pedruscos

de las viejas murallas y del suelo,

y en el ambiente nudo y solitario

hay como un respirar calenturiento,

como un latir de fiebre,

como un morir de sueño…

Ávila está dormida;

el valle está en silencio…

Sólo se escucha el toque de oraciones

en la torre lejana de un convento;

el murmurar del agua en las acequias

que, medio exhaustas, van regando el huerto,

y el rebullir del bando de zorzales

con un rumor de trinos y aleteos. […]79.

El poema trata de la escena conocida de la huida de Teresa y su hermano a morir

en tierra de moros, comentada por la propia Santa de Ávila.

La percepción que tenemos del espacio es, en apariencia, una mera ornamentación

a la escena, casi teatralizada, que es este poema. Pemán traduce a verso un momento de

la vida de Santa Teresa y lo sitúa en el verano de Castilla, bajo la presencia del sol que

produce ese campo seco y caluroso que tanto juego literario dio en estos años. La

personificación de la ciudad nos acerca a la imagen del sueño en que se produce la

escena, algo inverosímil: dos niños jugando en un patio en el verano de Castilla,

mientras a lo lejos se oyen las campanas conventuales. Nada más oportuno al efectismo

teatral que esta ambientación casi simbólica que acerca a la escena un ambiente onírico.

Los efectos sonoros y la presencia inevitable de las murallas no hacen sino aportar una

introducción a la puesta en escena. Por supuesto, los niños juegan a crear conventos y la

niña le propone ir a morir a tierra de moros. El efectismo lírico se produce cuando hay

79 El poema citado aparece recogido sólo en Pemán (1937: 38). En posteriores ediciones, este poema desaparece.

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un cambio de escena. En el momento de salir los muchachos del huerto, Pemán

introduce un nuevo llamamiento espacial (1937: 39):

El sol de los ponientes de Castilla,

el rojo sol del fuego,

el que dora los trigos apretados

y ennegrece y calcina los barbechos,

el que enciende las locas aventuras,

el que ilumina los osados sueños,

el sol de la leyenda castellana,

como luz de ilusión, inunda el huerto…

Todo el valle de Amblés, pardo y brumoso,

se muestra ante los niños. […]

Mirando aquellos campos,

sin límites ni términos,

mirando aquellas brumas,

mirando aquellos cielos,

han sentido los niños en sus almas

la divina poesía de lo eterno…

No hay aquí sino una reproducción del ambiente como implicación ambiental de

la escena. Pemán teatraliza el espacio de manera simbólica, pero no a la manera

unamuniana, sino desde un punto de vista meramente escénico. Si el decorado – río,

cielos, brumas, el río, las piedras – tiene implicaciones en el espacio, es por la poderosa

imbricación que existe entre las imágenes que se muestran y la trama relatada como

“divina poesía de lo eterno”. Ésta es también la manera de solucionar líricamente el

poema, de forma que la ciudad es réplica del sentimiento religioso de los hermanos

(1937: 39):

La pesada neblina de la tarde,

Como el manto de un hada, va cayendo.

El huerto se ha quedado silencioso,

Silenciosa la torre del convento,

Y en los dormidos, solitarios campos

Y en el vetusto murallado pueblo,

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Reina un vago misterio religioso

Todo solemnidad, todo silencio…

Claro que la dimensión espacial de la ciudad que tiene aquí tintes puramente

descriptivos y simbólicos sigue, decíamos, punto por punto las cualidades del tópico ya

conocido y así va a seguir siéndolo durante no poco tiempo.

Luis Felipe Vivanco (1907-1975) es un caso especial por cuanto su relación lírica

con la ciudad viene dada por algunos poemas sobre Ávila que tienen su correlación con

las declaraciones que se explican en sus diarios. Vivanco había nacido en El Escorial y

su relación con la ciudad viene, claro está, de la cercanía geográfica. Su interés por las

pequeñas ciudades castellanas le llevó a escribir otros libros, como el que se publicó

como Los cuadernos de Segovia (estancias y vagancias) (1991). Pero también procede

esta relación de cierta identificación intelectual o espiritual. De hecho, reflexiona sobre

la creación de sus dos poemas sobre Ávila en sus diarios (1983: 24):

Estoy planeando unos poemas sobre Ávila. El primero sería una

Salutación a Ávila; desde el tomillo y su calor nocturno en el viento, desde los

cerros pelados, desde los cardos que crecen entre la hierba del soto.

La cita está escrita en 1947 y, seguramente se corresponde con el poema que se

titulará más tarde “Que bien sé lo que quiero”, publicado más tarde en su libro El

descampado, ya en 1957. En este poema, Vivanco sí nos aporta un interesante material

autobiográfico, por cuanto la ciudad que explica y señala es, precisamente eso, una

señal de ciudad en la que no va a entrar. Como una suerte de Moisés al que no le es

permitido el ingreso en la tierra prometida, las postrimerías de Ávila se le antojan una

preparación, una penitencia o acto de contrición. La ciudad es, pues, sólo una imagen,

una promesa y una imagen espiritual de la que se tiene un concepto claro, de manera

que sólo interesa esa pura imagen. Es más; la entrada en la ciudad le parece que se

produce “por las calles prosaicas de las afueras”. El lugar exacto del que habla Vivanco

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no es, a pesar de todo esto, un espacio imaginado, sino un lugar concreto que se sitúa al

este de Ávila y del que da concretas referencias geográficas (1957: 49):

Que bien sé lo que quiero: sólo un trozo – con rocas,

Junto al río Voltoya – de la provincia de Ávila.

Sólo un trozo de monte con grandes encinas distanciadas

En sus faldas rocosas, amplias, largas y diáfanas,

Muchos días seguidos, antes de entrar en Ávila

(por las calles prosaicas de las afueras, entre

madrugada y conventos de clarisas, bernardas,

carmelitas descalzas), con el alma descalza.

Y ese espacio previo que tiene mucho de peregrinación y de diáspora le confieren

al espacio urbano de la ciudad el ambiente religioso, casi místico, de un lugar sagrado:

“Sí, ese trozo (con rocas y encinas) me prepara / para la entrada en Ávila […]”.

Por ello, en un segundo poema, la referencia a la ciudad viene también de la mano

de la oración, de manera que todo él está dirigido al tú de la divinidad. En 1957, como

expresa en su diario, Vivanco se fija en Ávila como espacio vital frente al desánimo

(1983: 107):

Me levanta el ánimo el paisaje de Ávila. […] ¡Honduras castellanas! De

estrellas y constelaciones de Gredos; hondura de Ávila con murallas y hondura

de convento y de Dios. Hondura de Misa temprano y de callejas con tapias, de

campanas y de laderas rocosas. Hondura de silencio en las cumbres nevadas.

[…] La noche, la noche alta, altísima… ¡cuánto cielo nocturno y cuánta noche

real, presente, caminante! (¡Cuánta realidad de noche sobre Ávila!).

Porque para Vivanco, la ciudad es, ante todo, campo, el oppidum in agris del que

hablaba Santayana. Y ese relato de la ciudad como lugar para reconfortar el espíritu lo

vamos a encontrar después en autores muy posteriores y de muy diferente emoción

estética, como es el caso de Guillermo Carnero, al que dedicaremos una mención aparte

en este estudio.

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El poema “Soneto frente a Ávila” evoca ese mismo lugar que el poema anterior y

que son las inmediaciones de la ciudad. El situarla siempre en la distancia cercana

permite considerarla siempre en el terreno de la evocación, sin que haya necesidad de

acercarse a esas “calles prosaicas de las afueras”; es decir, Vivanco está evocando,

simple y llanamente, la ciudad literaria, no la ciudad real y el único interés que le mueve

a estos poemas es el puro nombre de Ávila como referente simbólico, no como referente

espacial. El “Soneto frente a Ávila”, la coloca, a la manera de los poemas de San Juan

de la Cruz, como una presa por cazar, en la distancia; o como un tren que se acerca…

Así, la descripción de Ávila no llega a producirse y es sólo una expresión de su entorno,

como si el autor no quisiera permitirse borrar una imagen sólo espiritual.

Este también es el caso de Leopoldo Panero. Panero escribió dos poemas que

tituló “Lontananzas de Ávila”. En estos dos sonetos está presente también la idea de una

ciudad lejana, contemplada desde el tren o desde los alrededores campesinos. Esa idea

de una Ávila añorada y literaria se aprecia ya en el primer cuarteto (1973: 483):

Detrás de tus murallas, ¡oh cautiva!,

te ciñe lentamente de añoranza,

violeta de estupor, la lontananza

que exalta la llanura en piedra viva.

Te he visto muchas veces fugitiva,

mientras el tren en soledad avanza

al pie de tu quietud, de tu pujanza

maciza de hermosura, a Dios altiva.

La imagen evoca el símbolo. La percepción lejana de la ciudad es la que reclama

para sí el valor simbólico que se ha ido creando y que ha dado a la ciudad ese valor de

“santidad literaria”.

Tanto Vivanco como Panero hablan desde la exaltación religiosa y pretenden

construir sobre la base significativa del espacio urbano de Ávila el espacio divino, la

ciudad religiosa a partir de la cual edificar su particular formulación de la espiritualidad.

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Decíamos antes que Unamuno y Azorín fueron los pilares en los que se sustentó esta

idea y que, desde ellos, la aplicación literaria sólo fue implementándose con pequeñas

incorporaciones simbólicas. Estos dos poetas alejan el espacio físico y real porque sólo

incorporan a su materia lírica el espacio idílico, el valor cronotópico de la ciudad santa

que se encuentra evocada por Santa Teresa y por la idea de ciudad-celda monástica.

Los dos tercetos del segundo poema que compone estas “Lontananzas de Ávila”

presenta esa ciudad de peregrinaje a la que no se llega nunca (1973: 483):

Y voy andando hacia tu amor y siento

Pobre mi corazón, como un mendigo,

Y camino hacia ti desnudamente;

Hacia ti levantada sobre el viento,

Sobre la roca viva, sobre el trigo,

Que brota sin crecer, míseramente.

Los textos de Panero son elementalmente religiosos por cuanto son la trasposición

de su sentimiento de la fe que encuentra en la ciudad un asidero metafórico, por lo que

la ciudad es sólo una idea, como lo pueda ser la ciudad de San Agustín o la de Las

Moradas de la Santa. No hay concreción alguna ni necesidad de que exista porque se

convierte en un espacio intemporal y onírico. Esta ciudad es la que refleja Panero en el

soneto “Quietud amurallada”, en el que Ávila, en la altura, es más una ciudad mítica que

existe sólo en el aire. Este lugar tiene evocadoras referencias a Las Moradas de Santa

Teresa, construida como un espacio de cristal que nos remite al símbolo del “palacio de

cristal” del que hablábamos en la primera parte de este estudio, transparente e irreal,

como se explicita en el segundo cuarteto del poema (1973: 164):

Contra el agua sonámbula del río,

Las torres transparentan su desvelo,

Y el corazón inmoviliza el vuelo

De las cosas lejanas, sueño mío.

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Torres que son sólo lugares soñados o imaginados que representan

simbólicamente la espiritualidad desgarrada de Panero quien las dibuja como expresión

de su religiosidad triste y existencialista (1973: 164):

Mi sueño son y mi total tristeza;

Y mi límite son frente a la nada;

Y es mi consuelo amar, Ávila pura…

2.2.2.2.- Poemas de la segunda mitad del XX

La posguerra dio lugar a un buen número de poemas que tenían como

protagonista más o menos importante a la ciudad de Ávila. Ridruejo y el grupo de

Escorial tuvieron mucho que ver con ello al reconvenir la idea de Castilla a la nueva

ideología nacional-católica del Régimen franquista, a quien, por otro lado, le venía bien

la tradición místico-nacional-lírica que la ciudad aportaba. La tradición siguió en no

pocos autores en los años cincuenta y sesenta, muchos de ellos vinculados a la editorial

Adonais, que sirvió de nexo y de aglutinación para la nueva poesía del momento. La

consolidación de su premio de poesía llevó a la popularidad poética a muchos autores

que luego evolucionaron en muy distintas direcciones, caso de Rafael Morales o, más

tarde, Valente o de Antonio Colinas. Junto a ellos, otros poetas siguieron una línea

menos conocida y más alejada de las corrientes. Uno de estos fue Salvador Pérez

Valiente. De su poesía Víctor García de la Concha (1992: 690) lo sitúa como un nexo

entre la poesía tremendista y la escuela postista. Explica que “la veta de humor negro

que permea el tremendismo – y que, en definitiva, traduce una degradación de valores –

linda también, por el lado del procedimiento técnico, aunque no ya en Pérez Valiente,

con algún costado del postismo”. Pérez Valiente publicó en 1980 un libro en el que

Ávila se presenta como un emblema de sí mismo. Según expresa en la solapa José

Hierro: “Ávila le sirve, en esta ocasión, en este maduro libro, de emblema, de cifra de su

actitud serena y reflexiva. Es un pretexto – como antaño el perro – para revelar su

ternura soterrada, para ponerle al amor la otra mejilla”. El libro lleva el expresivo título

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de Tiempo en Ávila y yo. Aunque de algún verso pueda deducirse una visión semejante a

la de autores precedentes, la ciudad pertenece a una esfera intemporal que nada tiene

que ver con su aparente imagen religiosa. A pesar de que algún poema, como “Avila en

los rostros” (1980: 37) recupera esa idea, la ciudad se presenta como una imagen

cotidiana de su propia experiencia. Así, el poema antes citado finaliza con estos tres

versos: “Ávila, convento, / Ávila, castillo” aparentemente semeja esa noción

unamuniana. Sin embargo, podemos encontrar que uno de los sonetos nos confirma la

coloquialidad y la personalización de los espacios:

El cielo nada más, la curva pura;

Ávila para dos, si me decido.

[…] Último sol dormido en la muralla

y un carmesí violento que se calla

y que mira pasar gente extranjera.

Para Pérez Valiente la ciudad se convierte en una medida de su propio tiempo que

marca la oposición entre su pasado y su presente. Esta medida consigue que el hombre

aparezca individualizado (1980: 21):

Horas de Ávila y yo. ¿Vuelve el que era?

Miro enfrente de mi la carretera

y ya soy uno más entre cien miles.

La ciudad responde a esa tradición literaria que convoca a la inmortalidad desde la

historia. Podría parecer que el autor sigue la línea unamuniana y que recoge la expresión

de la religiosidad barroca, según se desprende de estos versos (1980: 15):

Oh luz, oh toda luz, Ávila eterna,

donde mi ayer y ya mañana, siempre, ¡siempre!

surge de la ceniza,

va muriendo de pie con el pasado,

pero no acaba nunca.

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Sin embargo, el breve sentido irónico de este libro condena definitivamente las

imágenes pasadas en el poema siguiente:

Tanto oropel, don Enrique Larreta,

sólo es cartón. Se te ve la careta.

Pero quizá el poeta que mejor ha conjugado la doble visión de la Ávila medieval y

mística con el nuevo espacio emergente en el siglo XX sea Jacinto Herrero. Tras varios

años de permanencia en Nicaragua, junto a Ernesto Cardenal y junto a Thomas Merton

en Estados Unidos, sus poemas sobre Ávila implican la doble imagen de la ciudad

simbólica a la vez que transformada. Algunos de sus poemas recogen el nuevo lugar que

emerge sobre el antiguo (1982: 70):

Snack Bar,

Terminal Bus,

Liberty-2000,

ciudad tan castellana, made in USA!

Pero aun huele a la roña del Medievo

el casco antiguo de casucas viejas

con arcos ojivales todavía.[…]

¿No era Azorín quien recordaba

las calles de Cozuelo,

Telares, Tres Tazas y Tallistas? […]

Los poemas de Herrero, lejos de la tópica simbolista, recuerdan, precisamente, a

Azorín y, en él, a esa ciudad perdida en el tiempo. Es la ciudad que se incorpora al

futuro que, sin embargo, guarda la ciudad aldeana y la esencia espiritual. Para explicar

todo ello, Herrero recurre al poema de Quevedo “¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?”

para recuperar del poema barroco la intensidad del sentimiento temporal y la sensación

de vacío que produce el paso del tiempo. Ávila queda perdida y la novedad que trae la

historia, el presente, la ha borrado. Para Herrero, la ciudad no es la de Panero o la de

Vivanco, la ciudad que ha de quedar lejana para seguir significando (1982: 67):

¡Eh, Ávila, despierta! Te reclama el presente.

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sacúdete los siglos y entrega tu secreto

a tu llana, apacible, serena y noble gente

que tanto ha tolerado la altivez de tu reto.

De hecho, los poemas de Ávila la casa (1969), siguiendo el rastro que Unamuno

depositó en este título de referencias cronotópicas, son una réplica a los de Panero, con

quien mantuvo cierta relación personal. Los poemas, escritos durante su estancia en

Managua se cierran siempre con un verso de Panero y rectifica la imagen lejana de la

ciudad. Para Herrero, la visión siempre inmanente del símbolo de Ávila tiene obtiene un

efecto aberrante que puede explicarse con el mito de Narciso. En definitiva, Herrero

está oponiéndose a la tópica recurrente de la ciudad que aún sigue presente en los

poemas producidos en los años cincuenta e, incluso, sesenta. No reniega de las

remisiones simbólicas que hay en ella, pero sí de la producción poética que se formula

casi en forma epigonal de la de Unamuno o Azorín. Así se expresa en un poema de

Ávila la casa (1982: 31):

Aprender de este tiempo lo preciso

Para no envejecer. Hay un desvío

En aceptar tu imagen del Medievo:

Inmóvil y hecho flor quedó Narciso

Contra el agua sonámbula del río.80

Porque la ciudad no es nada sin el hombre. Esa definición puramente humana

excluye al espacio, lo convierte en una imagen de su expresión trascendente, más allá de

ejemplificaciones físicas de conventos, campanas o monjas por las calles. La referencia

explícita es el propio Panero (1982: 40):

Y si yo muero -¡moriré mañana!-

¿qué voy a hacer de ti, Ávila viva?

¿Cómo voy a dejarte a la deriva

de una prisa que engendra gloria vana?

80 Respetamos la cursiva original de estos dos textos que se corresponden con otros de Leopoldo María Panero.

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¿Sin ti qué haré dormido en la lejana

ladera de los muertos? ¿A quién iba

a encargar de tu cuido? Vuelve arriba

frente al sol que te dora. Ten la gana

de vivir que yo tengo. Nunca mueras.

Hazte hueco en el alma de algún hombre

Que su angustia serene en tu ventura.

Cuando extinga este mundo sus hogueras

En las estrellas grabará su nombre

Y tu absoluta paz la noche oscura!

Estos poemas están publicados ya en 1969 y, aunque no podemos considerar a

Herrero como un integrante de la promoción de los cincuenta, a la que pertenecería por

edad, se aprecia ya una diferencia esencial en el pensamiento espacial de la ciudad. No

encuentra ya – Ávila es otra – la ciudad pobre y mísera de los años de posguerra, ni la

vida conventual de fin de siglo. Se ha llenado de cafés, sus avenidas han desarrollado

edificios a uno y otro lado, se ha ajardinado… El proceso que comienza a principio de

siglo tiene su explosión mayor en estos años de desarrollismo que van derribando,

sesenta años más tarde que en otras ciudades de España, los viejos caserones de las

afueras, como la casa, por ejemplo, de los Santayana.

En esta línea de lo que se ha llamado la “generación del 36”, Germán Bleiberg

(1915-1990) también hace referencia a Ávila en algún poema. Pero es también una

referencia cruzada con otra representación espacial. Es, igualmente, una contraposición

entre una gran ciudad norteamericana y la pequeña tradicional ciudad española, de igual

manera que Santayana entre Boston y Ávila. El poema está escrito en Estados Unidos,

concretamente en Búfalo y es una carta de cumpleaños para su madre, que está, por

entonces, en Ávila. Si bien comienza a hablar de Ávila, su referencia espacial va a ser,

inmediatamente, Búfalo. Esta contraposición histórica se produce por las continuas

explicaciones acerca de la ciudad donde está viviendo, una gran ciudad en la que se ha

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ido haciendo y se ha hecho la historia de Estados Unidos, frente al breve interés

espiritual de la pequeña ciudad de Castilla (1975: 84-85):

Y ahora se me ocurre escribirte

a esa utopía abulense no hay noticias de Avila

desde la punta oriental de un lago

por cierto se llama Erie.

El poema es una extensa descripción lírica de Búfalo que está contraponiendo la

vieja ciudad europea – de la que nada se sabe en el poema– a la historia y la estructura

urbana de la gran ciudad americana (1975: 85):

Hay vastos parques antes bosques de nogales y abedules

Cuando los conoció el explorador Lasalle

Y sin astilleros construyó su Griffon

Y en su nao navegó por los Grandes Lagos

[…] Esto es historia y no tus ochenta años rientes

como también lo es la urbanización de los hermanos Ellicot .

Al igual que Bleiberg y otros autores de la primera mitad del XX, se encuentra ya

lejos de estas ideas preconcebidas de las ciudades muertas y espirituales, en concreto de

la Ávila mística, autores de las generaciones posteriores terminarán también por

abandonar este espiritualismo espacial, caso de José Agustín Goytisolo o Guillermo

Carnero.

Dos son los poemas de José Agustín Goytisolo (1928-1999) sobre Ávila.

“Nocturno de Ávila” (1977: 44), pertenece a su libro Del tiempo y del olvido. El

segundo se encuadra en su obra Los pasos del cazador y relata un viaje desde

Extremadura a Ávila (1980: 104). El primero de ellos debió de tener cierta importancia

personal y familiar. Carmen Martín Gaite (2000: 90) explica que durante el verano del

56, en la estancia familiar en Reus “bordaron una colcha, muy grande, de lino, en la que

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Paco Todó, pintor de Barcelona, había dibujado las murallas de Ávila en recuerdo del

poema de José Agustín, “Nocturno de Ávila” de Del tiempo y del olvido.

Goytisolo había estudiado en Madrid y había recorrido Castilla habitualmente,

precisamente en excursiones cinegéticas en las cuales había ido recogiendo el espíritu y

carácter de los castellanos e indagando en el folclore de los lugares que visitaba. En la

idea que se proyecta de la ciudad, Goytisolo obvia la tradicional que se ha abordado

durante años, al igual que lo podía hacer Carnero – como veremos más adelante – para

colocar una nota de contra-historia en el espacio cerrado de sus murallas. Para ello, la

imagen tópica del frío y la muralla se rompe con las voces de las muchachas que han

cambiado esa convención femenina de la mujer abnegada y cerrada en el hogar. Por

ello, el autor oye cantar a las muchachas que “han olvidado su mudez de siglos”, de

manera que la historia parece romperse en el discurso de la mujer. Y, de hecho, para

referir la perspectiva de Ávila, Goytisolo se inclina, no por citar a Teresa de Jesús, sino

a San Juan de la Cruz para cerrar el poema que, por su brevedad, exponemos aquí

íntegro (1977: 44):

Nocturno de Ávila

Si te sueño te veo

Ávila fría,

con gallardetes en lo alto

de los muros

y oigo cantar adentro

a las muchachas

que han olvidado

su mudez de siglos.

Así te sueño

así te quiero así

serás

Ávila mía

Aunque

también ahora

es de noche.

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El cierre del poema con un verso de San Juan está redundando en esa idea de

contraposición histórica que, lejos de converger en el siglo XX, como habrían

contemplado los poetas de los años 40 y 50, rompe con la concepción de la ciudad

mística – y la ciudad muerta – que desaparece a pesar del enclave atemporal que le

aporta la concepción lírica, a través de un matiz concesivo aportado por la conjunción

“aunque”. De ahí el verso que anuncia esa historia literaria y mística que, aun no

habiendo terminado, parece descansar en el deseo del autor que desea esa otra ciudad

“aunque / también ahora / es de noche”.

Y otra de las maneras de acabar con esa arcaica formulación urbana, es recurrir a

las formas folclóricas que están soslayando el lenguaje y el pensamiento

pretendidamente culto de las generaciones previas y que, sin embargo, no habían

aportado nada nuevo a la imaginería espacial de las ciudades castellanas; muy al

contrario sólo habían abundado en su vieja y decimonónica concepción.

En Los pasos del cazador se nos muestran unas formas folclóricas renovadas y

adaptadas a las nuevas maneras de recorrer Castilla, muy lejanas a los viejos cantos

ganaderos de la sierra de Gredos. Las estrofas, las cancioncillas tradicionales se

vinculan ahora a los camioneros y a los viajeros esporádicos que, como el propio

Goytisolo, se dirigen a las ciudades viejas de Castilla (1980: 104):

A pesar de la nieve iré

y te encontraré.

Por el puerto de Tornavacas

cruzaré hasta Ávila.

Pronto en la puerta del bar

Mi camión escucharás.

Sí hablo sí señorita

y terminaré enseguida.

Digo que por Tornavacas iré

y te encontraré.

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En resumen, Goytisolo toma de cierta expresión formal de su poesía, la manera

para instaurar una nueva manera de ver la ciudad de Ávila, con la segura necesidad de

romper con los viejos tópicos de la literatura del Régimen. Para ello, la recomposición

folclórica de esos espacios, los devuelve a su origen popular, lejano a las concepciones

simbólicas. Igualmente, encontraremos en otros autores esta y otras fórmulas de renovar

la tradición literaria con respecto a la imagen de estas pequeñas ciudades. Caso este de

Guillermo Carnero, quien, sin embargo, no lo hará a partir de las formas de tradición

oral y popular, sino, al contrario, de una poesía de intención intimista y culturalista.

2.2.3.- Guillermo Carnero y Ávila: la ciudad como cuerpo

2.2.3.1.- Culturalismo, identidad y emotividad: la visión culturalista del espacio urbano

El culturalismo urbano es, cómo no, un fenómeno de finales del siglo XIX.

Brevemente diremos ahora que, ligada a la aparición de la ciudad moderna, surge una

polémica en la que se ven enzarzados dos modelos de posicionarse frente a ella: la

visión culturalista frente a la visión progresista, que venían a entender dos maneras de

focalizar los problemas de la sociedad post-industrial. La primera, la culturalista,

plantearía soluciones y valores de tipo espiritual, frente a la segunda, de corte

eminentemente materialista. El hombre entendido como persona situada en un entorno

de tradiciones culturales e históricas, frente al hombre como ente cuantificable. La

imagen de la ciudad sería doble: el espacio urbano como espacio cultural, histórico y

bello, frente a la funcionalidad espacial de la ciudad moderna. O, resumiendo: la

comprensión de que la ciudad era fundamentalmente, un hecho cultural. Recomendamos

aquí la obra del arquitecto Carlos García Vázquez, Visiones urbanas del siglo XXI

(2004), en el que se trata esta configuración de la ciudad como hecho cultural, así como

las consecuencias que esta dialéctica entre la ciudad materialista y la culturalista tuvo

para los hechos culturales contemporáneos, a partir del siglo XX. Establece García

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Vázquez, lo que nos parece esencialmente interesante de su obra, cómo resurgen las

visiones culturalistas de la ciudad bajo determinadas circunstancias sociales y, aunque

pueda parecer paradójico, también económicas. Así, la década de los 70 del siglo XX,

alrededor de la crisis del petróleo que se produce por entonces, provoca una vuelta a los

valores culturales de la ciudad, sobre todo en la ciudad europea, coincidiendo, pues, con

una crisis de los valores progresistas y materialistas. Y es en esos años en los que se

producirán acontecimientos literarios como la publicación de la antología de José María

Castellet, Nueve novísimos poetas españoles (1970). No podemos, ni nos parece

oportuno, acercar ambos hechos de manera tajante. Pero parece evidente que la ruptura

con los modelos literarios de los años 60, socialmente optimistas, incluso en España, se

contraponen a la intimidad culturalista de los 70 al mismo tiempo que surge una visión

urbana tradicionalista. Pero de una tradición que incluirá aquellos aspectos más

controvertidos de la ciudad del XIX y de la literatura que se les había incorporado a sus

significaciones anteriores. Es decir; que la defensa de la ciudad, según García Vázquez

sigue siendo la principal idea de los culturalistas. Esta “ciudad hojaldre” estaría

compuesta por doce capas diferentes que habrían ido consolidando la actual visión de

ciudad. Son doce miradas al espacio urbano que van desde la “ciudad dual”, donde se

refleja la diferencia de clases, pasando por la denominada “ciudad global”, o lugares

donde confluyen los nudos económicos y de comunicaciones, como Londres, Nueva

York o Tokio.

Podemos apreciar que este nuevo culturalismo se encuentra con la nueva realidad

de las macrociudades, ya altamente tecnológicas en esos días, que preludian nuestra

ciudad del XXI, y se enfrenta a ellas analizándolas en su tradición y su forma, asistiendo

a ellas como a la lectura de un libro, puesto que la ciudad informa sobre la cultura, la

sociedad y la organización social de sus ciudadanos. El ejemplo que utiliza García

Vázquez para esa primera parte de su libro, bajo el epígrafe de “la ciudad culturalista”,

es Berlín, ciudad “post-histórica” que se ha reedificado sobre las ruinas de su propio

pasado, cuyos restos no pasan por ser sino fórmulas del parque temático de su historia.

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Junto a ella, la memoria de sus ciudadanos, impresa, a veces, en pequeñas placas de

bronce que recuerdan las víctimas del holocausto nazi. Este ejemplo sacado de la

segunda mitad del XX es ilustrativo de los procesos que pueden darse en las ciudades

históricas, es decir, de cómo la tradición suele imponerse a la novedad como una forma

de nostalgia que queda bajo la apariencia de las nuevas formas que se le imprimen a las

zonas de expansión o a la reconstrucción de antiguos lugares históricos. Viene a decir,

en resumen, García Vázquez, que es la historia la que marca una visión culturalista de la

ciudad. Es decir, progresismo y culturalismo se convierten en dos ejes diferentes, que

viven en constante equilibrio. Los años 60 y 70 del siglo XX son los que ven nacer el

conservacionismo de los centros históricos y la defensa de estos como hecho cultural

único. Claro está que esta conservación conllevará la consecuente conversión de la

ciudad en un lugar museístico que poco tendrá que ver con la vida cotidiana de sus

habitantes.

Todo esto, como es lógico, tiene sus repercusiones literarias. Puesto que la

literatura del último tercio del siglo XX va a mostrar esas tendencias culturalistas y

también va a verse influenciada por algunas ciudades históricas que se alejan de la gran

ciudad post-industrial. Esa es, quizá, la razón de la aparición del llamado

“venecianismo” que no es sino la reivindicación de un espacio culturalista de calado

íntimo, de percepción del “yo” frente a la anonimia de la ciudad. Este concepto de

“venecianismo” ha venido a convertirse en una expresión peyorativa del grupo, fruto, tal

vez, de una interpretación en exceso negativa y parcial del nombre. Creemos que la

consideración urbana de su propia poesía es, de hecho, una radical expresión de

intimidad y de historia, más allá de la aparente frialdad que se ha querido ver en la

forma de estos poemas, el culturalismo, entendido de la manera en que hemos venido

explicando a partir de las propias ideas urbanas, es, en sí, un auténtico humanismo, una

aproximación al hombre desde sus espacios. Y no deja de ser interesante analizar cómo

este desarrollo de la visión historicista de las ciudades se desarrolla en España con la

llegada de la democracia y a partir del desarrollismo de los años 60 y durante la crisis

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económica de los años 70. Y los nuevos planes de desarrollo urbano contemplarán, en la

mayoría de los casos, esas tendencias historicistas y conservacionistas de herencia

europea. La cuestión no es baladí. Porque si comparamos los textos de estos años con

los de la literatura finisecular, comprobaremos que la atracción que sentían aquellos

autores por las ciudades de Castilla provenía de su conservación por la pobreza de sus

gentes, por la consolidación de un estado de cosas que impedía su desarrollo. Por poner

un ejemplo, Ávila no pudo derruir sus murallas porque no tenía presupuesto para ello.

Es decir, se contempla la ciudad como una reliquia, no sólo de la arquitectura del siglo

XVI, sino como refugio de una vida que condenada a extinguirse en el siglo XX. El

culturalismo de los años 70 y 80 del siglo XX, que se extiende hasta nuestros días es,

creemos, un reflejo de una tendencia general que tiene que ver con la visión del espacio

urbano y que permite la recuperación de la conservación histórica. Por decirlo de otra

manera: la urbanización de las ciudades del siglo XIX había impuesto una nueva forma

de escribir la ciudad, una mirada distante que mezclaba clases sociales, que rompía el

antiguo estatus de la ciudad alta frente a la ciudad baja y pobre. Los centros urbanos se

habían deteriorado y, en muchos casos, perdido definitivamente. Lo que había sido una

literatura urbanita, alejada de los viejos moldes espaciales, cambia esencialmente. Y las

viejas ciudades históricas vuelven a atraer la atención de la literatura, no ya como

modelos de sociedades arcaicas y espirituales, sino como viejos museos conservados

entre algodones.

La literatura dará buena muestra de ello y España no será una excepción. La

poesía culturalista volverá los ojos a estos espacios porque serán reflejo de esa imagen

personal que encuentra en los espacios culturales un reflejo de su propia emoción lírica.

No podemos, pues, obviar que la expresión de esta emoción íntima tiene mucho que ver

con la autobiografía.

Es decir, la recuperación de un tono autobiográfico vertido en un molde urbano y

cultural que no sólo no niega esa percepción y escritura del yo, sino que lo afirma de

manera rotunda.

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Que no todos los textos poéticos mantienen un mismo tono autobiográfico ya lo

hemos comentado anteriormente. Es más; ni siquiera podemos mantener que todos los

poemas respondan a criterios de autobiografismo. Hay casos, sin embargo, en los que el

propio autor nos da las claves suficientes que nos permiten considerar los poemas como

escritos que textualizan la vida del poeta.

Este es el caso de algunos poemas de Guillermo Carnero en los que se toma como

marco de referencia la ciudad de Ávila y la experiencia de su autor en esta ciudad. Los

poemas fueron escritos con diferente intencionalidad y en diferentes épocas, pero

mantienen un mismo tono lírico que hemos de considerar relacionados con el espacio

que se describe.

Dice Guillermo Carnero en la inevitable antología Nueve novísimos poetas

españoles (2001a: 200)81:

De la poesía podría decirse que su gran defecto, aunque sea muchas cosas

y muchas cosas respetables (o no), es no ser poesía. La poesía debe alimentar la

imaginación, interesar a las pasiones y los movimientos del corazón, y dejar

siempre en el aire una sugerencia (la frivolidad se nos dará por añadidura).

Así que vamos a dedicar unas líneas a analizar brevemente la poética de Carnero

en lo que pueda tener con la interpretación autobiográfica de sus poemas, ya que hemos

de borrar toda “frivolidad” culturalista de nuestro estudio.

Carnero publica en 2005 un pequeño libro titulado Ávila en mi poesía en el que

analiza brevemente el motivo personal por el que cuatro pomas fueron creados, sus

circunstancias vitales y la proyección de su experiencia en ellos. Esto quiere decir que,

de alguna manera, queda explicitada la raíz autobiográfica de estos textos y su

vinculación a un determinado concepto de ciudad.

En la explicación que se le da a este libro, resultado de una conferencia en la

ciudad, Carnero hace pública su vinculación con Ávila (2005: 7):

81 Utilizaremos la última edición de esta obra.

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[…] de entre los cientos de lecturas que habré dado a lo largo de los años,

ésta de hoy tiene un significado que no ha tenido para mí ninguna otra, pues en

ningún lugar del mundo he sido tan feliz y tan desgraciado como en Ávila, y no

hay ninguno que haya sido para mí, a lo largo de más de cuarenta años, un norte

al que acudir cuando necesitaba enfrentarme con mi propia identidad, ya sea

para recordar la inocencia y la alegría de la juventud, ya para mirarle a los ojos

a la desesperanza y al desencanto.

Con respecto a la identificación autobiográfica del yo en la poesía de Carnero

hemos de hacer algunas precisiones.

La primera de ellas es que, en lo que se ha denominado como poesía culturalista o

veneciana, la apreciación de la presencia del yo se hace algo compleja, por cuanto otras

referencias teóricas como la creación metapoética, algunos otros aspectos que podemos

considerar de inspiración posmoderna, como la falta de confianza en el lenguaje para

expresar el mundo en el tiempo, o un intimismo más o menos oculto en personajes

históricos, impiden muchas veces indagar en el yo poético del autor.

Sin embargo, como bien explica Guillermo Carnero, el yo de los autores

coetáneos – evitaremos hablar de grupo o generación – suele expresarse a través de

otros personajes exhibidos explícitamente en el poema (2005: 8):

El llamado culturalismo descansa en la convicción de que, a efectos de

creación poética, son equivalentes la experiencia directa y la cultural. Es decir,

que el yo se puede manifestar sin nombrarse a través de personajes históricos,

legendarios o representados en obras de arte, con los que el poeta se siente

identificado; y el discurso del yo puede igualmente expresarse a través de una

obra de arte ajena y previa, cuando el poeta siente que su significado

corresponde a lo que desea expresar de sí mismo. Esta analogía, intuida

siempre, cuando es auténtica, en términos vitales y emocionales, impide que la

máscara cultural sea meramente decorativa o arbitraria.

Guillermo Carnero ha explicado en varias ocasiones esta forma de culturalismo

que no huye de lo íntimo ni de lo emotivo. La aparición del culturalismo como una

forma de reacción ante la tendencia socialrealista de los años anteriores no supone la

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pérdida de la emoción, sino la superación de un “intimismo confesional”, entendido este

como una reflexión ética sobre la condición humana, pero expresado en un lenguaje

similar al lenguaje no literario. La superación de esa forma lírica daría lugar a ese nuevo

“intimismo culturalista” que no niega lo individual, muy al contrario, considera

imprescindible y consustancial a la forma poética (2000: 42):

Existen dos grandes ámbitos de experiencia. El primero lo forman los

acontecimientos de la vida cotidiana; son materia poética si afectan a la

sensibilidad. Lo son también, en el mismo caso, los que pertenecen a la

experiencia de segundo grado o cultural, la que procede de la Literatura, la

Historia o las Artes. Esas dos experiencias -la cotidiana y la cultural- aparecen

natural y espontáneamente entrelazadas en el funcionamiento real del

pensamiento y en la generación, exploración y formulación de la emoción -de

una persona culta, por supuesto.

Y dentro de esa experiencia primera, de la vida cotidiana, se encuentran los

elementos autobiográficos del sujeto lírico, de quien conforma la realidad a través de su

perspectiva cultural. Es decir, no existe una poesía culturalista sin la experiencia cultural

del autor que, estando sujeta a unos patrones sociales y culturales, siempre es íntima y

personal.

De este modo, contrariamente a lo que se puede pensar, no es menos personal la

poesía culturalista que la neorromántica volcada en la experiencia del yo. No es tanto la

demostración impúdica del yo romántico en un poema, sino la exposición pública de eso

yo la que hace al romántico un ser aparentemente y plenamente autobiográfico. En el

caso de lo emotivo culturalista, la exposición del yo aparece supeditada, que no

suplantada, a una persona gramatical distinta, que puede coincidir con un personaje

histórico o con una metaforización del yo, sin que éste pierda un ápice de emotividad ni

de intimidad.

Por ello, Carnero distingue entre varios tipos de culturalismo, el “culturalismo

duro”, fundado (2000: 47):

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en la sustitución analógica, en virtud de la cual el yo se expresa

representado en un él (personaje histórico, literario o artístico), o el discurso del

yo es trasladado y asignado a un ello (obra literaria o artística), con la misma

función representativa. Si el yo apareciera, su voz estaría dirigida no a la

realidad evocada mediante esa sustitución, sino a sus referentes analógicos

mencionados, o se trataría de un yo puesto imaginariamente en boca del

personaje analógico.

Un segundo tipo de culturalismo que Carnero denomina “de baja intensidad”, más

centrado en aspectos puramente expresivos, más que retóricos. En éste se integrarían las

modalidades criptoculturalistas en las que determinadas marcas intertextuales se

integran en el texto sin diferenciación aparente del resto. Este tipo de culturalismo de

baja intensidad sería (200: 47):

el que añade a un discurso básico en el que el yo se expresa en el ámbito

del intimismo directo, un número determinado de referencias culturales en las

que el primero enriquece su significado.

Y, finalmente, estaría el culturalismo ficticio, en el que esa voz que suplanta al

autor deja, incluso, de ser un referente histórico cierto y se convierte en una voz

ficcional, inventada por el autor.

Al primer tipo pertenecerían poemas como “El embarco para Cyterea”, basado en

un cuadro de Watteau, que ocupa la voz del autor en el poema. Al segundo, por

ejemplo, “Escuchando a Tom Waits”. Y al tercero “El estudio del artista”, referido a un

cuadro que el propio Carnero inventa.

Por lo tanto, la perspectiva del “yo” no es ajena a la poesía culturalista, sino, muy

al contrario forma parte indisoluble de ella. No sería comprensible la poesía de Carnero

sin esta expresividad del yo a través de las diferentes expresiones que puede mantener y

que se reinventan en otras voces. La definición del “yo” mantiene, incluso, una

estructura modificada a lo largo de los años y que, no podía ser de otra manera, se

asienta en viejas fórmulas barrocas, como la poesía de Quevedo que dibujaba la vida

como “sucesiones de difuntos” (2003: 45):

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Pero el poema que citas no se refiere primordialmente a las distintas

manifestaciones del yo que han quedado registradas en los libros sucesivos, sino

a algo anterior a la escritura: la sensación de que el paso del tiempo nos va

despojando de quien fuimos, y nos va arrojando al pudridero de la memoria,

donde nos vemos a nosotros mismos como una sucesión de muertos cuyos

restos son los recuerdos, escritos o no. Así la escritura viene a ser una especie

de resurrección frustrada, o mejor dicho, la animación de un cadáver

galvanizado que, al moverse, adquiere una apariencia de vida, aunque bien

distinta a la de un ser efectivamente vivo.

La poesía de los otros esta siempre presente en la poesía de Carnero. La

metapoesía no implica, sin embargo, la ausencia del “yo” al presentarse como referente

otros poemas. La metapoesía logra que el autor se defina por los otros, de manera que

plantea la duda, seria, de hasta qué punto el poeta puede dar razón de sí mismo y de sus

emociones. La respuesta está en la propia raíz creadora del poema como método pleno

de autoconocimiento. Para Carnero (2003: 49):

Si la poesía es autoconocimiento y la produce la necesidad de expresión

de una emoción o un conflicto personal, y ese autoconocimiento sólo se da en el

poema, entonces la metapoesía afronta un problema existencial y personal, y no

es una cuestión exclusivamente intelectual o una manifestación de teoría

literaria aplicada, como antes he dicho.

Ahora bien. El problema que plantea el propio Carnero acerca de todas estas

teorías culturalistas es que han de expresarse en el propio material del que el autor

desconfía y que es el propio lenguaje. La duda sobre el mundo contemporáneo que

avanza hacia cotas impensables de incultura y analfabetismo le hace considerar ese gran

escenario en el que el lenguaje apenas será capaz de transmitir, no ya la información

sobre el yo, sino, en última instancia, las emociones propias. Algún poema de Carnero

apunta a esta terrible evolución de la cultura occidental. El poema “Catedral de Ávila”,

de Divisivilidad indefinida, explica, en definitiva, esta experiencia de caos y

degeneración lingüística. El poema, que analizaremos más tarde, representa el deseo del

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autor de transmitir todo su bagaje personal y cultural bajo el signo de la duda acerca de

que ese mensaje lanzado al futuro en forma icónica sea malinterpretado.

Todos estos breves trazos apuntan a una formulación autobiográfica de algunos

textos de Guillermo Carnero que, bajo la apariencia de culturalismo y metapoesía

parecen impedir la transcripción de las emociones íntimas del autor. El mismo autor ha

declarado en numerosas ocasiones el error que esto supone, de manera que hemos de

llevar a nuestro trabajo la idea de que los espacios que recorre en la ciudad están

trasladando, no ya la emoción del espacio, como podría ocurrir en la poesía de una o dos

décadas atrás, sino su propio imaginario emotivo, de manera que se convierten en

traspositores del yo en primera escritura.

Por todo ello, vamos a intentar analizar la perspectiva de la ciudad que plantean

los cuatro poemas abulenses.

Carnero ha dejado planteado todo este trasunto abulense en su libro Ávila en mi

poesía, en el que relaciona cuatro poemas de temática abulense con cuatro periodos

importantes de su vida, dejando claro cierto cariz autobiográfico en ellos.

2.2.3.2.- Cuatro poemas abulenses

Y nos encontramos con la ciudad de Ávila en la poesía de Carnero. Y, aunque en

el epígrafe anterior tratábamos de la relación del urbanismo de estos años con la

tendencia culturalista del momento, hemos de explicar que aún no han llegado a la

ciudad, o al menos no de manera totalizadora, estas ideas. Pero sí podemos apreciar

cierto interés conservacionista y regenerador de sus monumentos y entornos históricos.

Las plazas, aun llenas de vehículos, comienzan a ser restaurados edificios y a

planificarse reconstrucciones de algunos monumentos, a ajardinar sus entornos y a

contemplar una ciudad más humana.

Son cuatro los poemas que Guillermo Carnero considera de temática o, al menos,

de inspiración abulense y que, como tales, han sido publicados. Y, sobre el tópico o la

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suma de tópicos que esta afirmación de abulensismo puedan darse, hemos de diferenciar

lo anteriormente expuesto sobre la imagen histórica de Ávila de la que Carnero va a

aportar en su obra. Es decir, no cabe en su poética un reduccionismo espacial o centrado

en espacio urbano alguno que sirva como marchamo o etiqueta para el conjunto de su

obra. Es más; la mirada de Carnero sobre la ciudad se fija en los monumentos

emblemáticos, en los iconos que la representan: la catedral, Santo Tomás y, en éste

monasterio, el sepulcro del príncipe don Juan. Es decir, los espacios que expresan su

historia y, a través de ellos, el pensamiento individual y la emoción personal del poeta.

En un primer momento, a Carnero se le reconoció como poeta veneciano o

venecianista,, pero, como él mismo reconoce (2005: 7):

La crítica se ha empeñado en llamarme veneciano, cuando he dedicado

tantos poemas a la ciudad de Venecia como a la de Ávila. Soy por lo tanto poeta

tan veneciano como abulense, y reducirme a lo primero es uno de los tópicos

que deberá afrontar quien quiera algún día estudiar mi obra responsablemente.

Y, sin embargo, la ciudad que Carnero reconoce como más unida a su inspiración,

es Ávila. Es un mediterráneo en Castilla, lo cual no es original ni extravagante, ni

muestra un sentimiento de vinculación espacial que no haya sido expuesto

anteriormente. Es lo que encontramos, por ejemplo, en Azorín.

La importancia que va a tener Ávila, sin embargo, para la obra de Guillermo

Carnero, repite, en esencia, la vinculación afectiva, más que la casualidad del viajero. Es

la unión emotiva entre espacio y hombre la que identifica al autor con Ávila, es decir,

una vinculación que podemos calificar de autobiográfica y emotiva, por un lado, y de

literaria y expresiva por otro.

Carnero ha escrito poemas en los que algunas ciudades han tenido especial

relevancia, como Parma, como Berlín, Atenas, Corinto, Coimbra, Lisboa, Páestum,

París, Roma… o, en España, Burgos, Aranjuez y Ávila. Parece evidente que las

preferencias del poeta por las ciudades europeas mantiene esa querencia íntima por las

que se mantienen en una profunda tópica de carácter culturalista, aquellas que han sido

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unidas a la tradición artística occidental a través de la creación literaria y han pasado a

convertirse en lugares transformados o transmutados en mundos emotivos.

Carnero conoció Ávila como un viajero más en la oleada de viajeros que llegan a

la ciudad en la época del desarrollismo franquista, cuando Ávila comienza a extenderse

en el espacio, a borrar gran parte de su tradición cultural – en esta época se abandona,

por ejemplo, su pequeño teatro decimonónico – y a convertirse en lo que Unamuno

llamaba una ciudad “limpia”.

Sin embargo, la experiencia que Carnero termina teniendo de Ávila es, por decirlo

de alguna manera, una experiencia stendaliana. Aunque quizá este término sea algo

exagerado, sí es cierto que el poeta se encuentra en un espacio en el que la sensación de

belleza incide en su capacidad perceptiva y convierte la contemplación en un proceso

capaz de proyección estética.

El poema “Ávila” es especialmente significativo porque abre su primer libro,

Dibujo de la Muerte, y, por ello, toda su obra poética. Es un libro de carácter intimista

que refleja la intensidad perceptiva de un joven autor que, a pesar de pretender reflejar

un tema como la muerte, lo trasciende hasta apreciar en él una forma de belleza

superior.

Este poema tiene como referente el sepulcro del Príncipe don Juan, hijo de los

Reyes Católicos y enterrado en el Monasterio de Santo Tomás. En él aparecen alguno

de los temas más recurrentes de la obra de Carnero, como son la representación de la

muerte y la belleza que transmite, la inefabilidad del lenguaje para expresar la belleza y

el autoexilio que supone su búsqueda.

El espacio que se refleja en este poema se circunscribe al monumento funerario en

un primer momento. En ésta primera parte se proyecta la muerte a través del sepulcro

de mármol que la transforma en una belleza capaz de ser experimentada por una mirada

capaz de recoger, no ya esa belleza, sino la intención artística de su autor a través de los

tiempos. La cita de Fancelli, escultor de la época, surge como una firma de toda la

descripción que el poema va a ir desarrollando, de manera que, esas formas de la muerte

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en mármol, son obra del “buril de pluma” de su autor, de la misma manera que la

expresión lírica de ese sepulcro es obra de Carnero.

La superación de la muerte se produce, por lo tanto, a través de la obra artística.

Todo el espacio descrito se convierte, por gracia del arte, en un lugar trascendido, de

manera que el mármol puede cobrar sentido, de la misma manera que el lenguaje

utilizado (2005: 13):

En Ávila la piedra tiene cincelados pequeños corazones de nácar

Y pájaros de ojos vacíos; como si hubiera sido el hierro martilleado por[Fancelli

Buril de pluma, y no corre por sus heridas ni ha corrido nunca la sangre,

Lo mismo que de los cuellos tronchados sólo brota el mismo mármol que

[se entrelaza al borde de los dedos.

El espacio trasciende también la propia temporalidad al trasladar el tiempo y la

muerte al propio terreno de la belleza, de manera que se puede negar toda vida fuera de

ella. Esta temporalidad es la que se quiebra cuando el poeta sale de ese espacio sepulcral

para adentrarse en la ciudad, utilizando, no un adverbio de lugar, sino de tiempo (2005:

14):

Luego, por la ciudad, tiene la noche

un lejano horizonte de olivos y acaso alguna ermita

entre las llamas color de cardo que suben hasta las figurillas de bronce de[las fuentes

los jirones de almenas lamiendo entre la noche

el torturado brazo de las norias,

los jirones de almenas ardiendo como un turbio

arroyo, entre el helado crepitar de las fuentes,

entre el resbaladizo gotear, en el aire

de la estepa, del sordo sonido de los siglos.

El poema cambia de registro y la ciudad aparece como un espacio de sensualidad

y simbolismo. Son los sonidos del agua, las fuentes mismas rodeadas por el frío

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estepario, el arroyo y las norias los elementos que aportan el simbolismo del agua frente

a la frialdad del mármol. Es la contraposición de la ciudad al escenario de la muerte y la

belleza. Desde donde sólo había una realidad tangible, firmada por el autor, hemos

pasado a una ciudad que se transforma, por la noche en un escenario capaz de recorrer

la historia, de devolver el tiempo al espacio.

De hecho, la ciudad devuelve el espacio renacentista a la vida del autor quien, sin

embargo, ahora sí, se muestra incapaz de trasladar esa sensación de vida. La belleza del

sepulcro es la única salvación para esa comunicación en el tiempo, algo de lo que el

autor duda y que el autor teme (2005: 15):

Por eso, entre el inmenso latido de la noche,

elevado entre un rumor de vides húmedas, es triste

no tener ni siquiera un puñado de palabras, un débil

recuerdo tibio para aquí, en la noche,

imaginar que algún día podremos

inventarnos, que al fin hemos vivido.

La ciudad es la misma expresión histórica que evoca el pasado y que resucita la

temporalidad en la que la muerte ha borrado todo recuerdo. En la línea del poema de

Cernuda “Donde habite el olvido”, no queda memoria capaz de reconstruir la muerte

(2005: 14):

A pesar de la noche, es imposible

reconstruir su muerte.

Ir ensamblando antiguos inciensos y sudarios,

medallones, y viene hasta mí el golpeteo

de un caballo en los lisos espejos de la noche,

es imposible, nadie sabrá, ni esas raíces

ni esas pequeñas uvas de humedad y salitre

ni ese tenue azabache como el salto de un pájaro

que al trasluz se desliza, en los atardeceres,

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al fondo de la carne de los ángeles muertos en mármol.

Para Carnero, la ciudad había sido en su juventud un lugar de reencuentro, de

diálogo personal con sí mismo y con la historia. El propio autor lo reconoce con estas

palabras (2005: 7):

Soy también uno de esos mediterráneos tristes que han preferido siempre

la serenidad sobria y solitaria de Castilla, en la que el yo se ve obligado a

dialogar con su propia conciencia, y en cuyo cielo gris y helado no hay

compasión ni perdón.

El poema “Convento de Santo Tomás”, de su libro Divisibilidad indefinida,

también responde a esa necesidad vital de retomar ese diálogo personal consigo mismo

que se había producido en la juventud. El diálogo de la muerte y la vida se encierra en el

molde y la esencialidad del soneto, escrito, según el autor, en torno a los años 80,

cuando Carnero visita Ávila “para intentar reencontrarme con el joven que había sido

veinte años antes, y estando en un momento de gran abatimiento” (2005: 17) y se

pregunta:

[…] si no es mejor tener una vida breve y entusiasta y morir de amor, que

prolongar una existencia en la que poco a poco se va produciendo el desgaste de

las ilusiones y las esperanzas, al comprobar que el cuerpo esculpido del príncipe

mantenía a lo largo de los años su belleza adolescente intacta, mientras yo, al

estar vivo, había ido perdiendo dos juventudes: la física y la espiritual.

Es por ello que Carnero asevera, ante la escultura mortuoria del príncipe “Después

de tantos años tu figura / no ha perdido una tilde de belleza” (2005: 19). Volvemos a

encontrar, pues, la identificación de la vida del poeta con los lugares, con los espacios.

Ávila no será ya la imagen desértica del alma, la evocación mística de la aridez

espiritual. Muy al contrario, el poeta volcará su sequedad espiritual en los moldes de la

belleza que la ciudad ha conservado como expresión de su historia. Por decirlo de otra

manera, la poesía de Carnero ha roto, definitivamente, la imagen decimonónica de la

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ciudad a partir de una nueva manera de contemplarla. Ya no es Unamuno quien habla

tras los poemas sobre Ávila, sino Carnero, y en él, la nueva expresión de la ciudad como

una metaforización de uno mismo. Estos poemas inauguran la expresión de una nueva

mentalidad que se ejerce sobre la ciudad pequeña y que revoca su consideración

eminentemente rural y espiritual. Ha caído la historia como reflejo de unas ciudades que

quieren romper sus moldes medievales a favor de una historia que aparece como

experiencia cultural.

2.2.4.- Breves reflexiones sobre el espacio en textos poéticos

Existe en los textos poéticos una tendencia a simbolizar la ciudad coincidente con las

fórmulas tópicas que inauguran Unamuno o Azorín. En un primer momento, apreciamos

cómo los poetas siguen la estela marcada por estos dos autores y tratan a la ciudad como

el lugar místico y sagrado que Unamuno dibuja. Esto se va a extender durante toda la

primera mitad del siglo XX, de manera que podemos considerar a todos estos autores

como auténticos epígonos unamunianos. Hay excepciones que podemos integrar más en

visiones personalistas, caso este de Germán Bleiberg, cuyas referencias son

excesivamente tangenciales como para considerarlas entre los escritos que ahondan en

el espacio urbano de Ávila. Sin embargo, autores como Mesa, Panero, o Vivanco

establecen vínculos simbólicos con los tópicos de principios de siglo, de manera que la

ciudad sigue siendo considerada la vieja expresión de las ciudades muertas.

Tendrá que ser con la publicación de algunos textos a partir de los años cincuenta

cuando esto cambie. Fundamentalmente apreciamos este cambio en autores como José

Agustín Goytisolo y, sobre todo, en Guillermo Carnero.

Goytisolo huirá de esas ideas arcaicas a través de la reivindicación de los viejos

poemas de tradición oral, de manera que el folclore renovado a través de sus poemas se

convierte en una reivindicación de lo popular y lo pagano frente a lo religioso y lo

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histórico. Por decirlo de otra manera, Goytisolo prefiere referir la imagen castellana de

las gentes, frente a la de los pensadores, de manera que esa ciudad pensada, casi

ensayística de los escritores simbolistas, se disuelve en la perspectiva popular, donde los

temas pasan a ser cotidianos.

Y quien más va a dibujar esta nueva consideración del espacio urbano de Ávila

será Guillermo Carnero quien tratará la ciudad desde una perspectiva en la que el

intimismo se convierte en una búsqueda de la identidad a través de la expresión cultural.

La ciudad dejará de prestar su identidad histórica para adquirir la emoción del autor que

se vincula con algunos aspectos concretos de sus espacios. Así, el sepulcro del Príncipe

don Juan da pie a la expresión de sus ideas al respecto de la muerte. De igual manera se

dibuja la Catedral o la propia ciudad de noche, espacios en los que el autor se va

delineando a partir de la propia historia de la ciudad. De esta manera, el simbolismo

espiritual que había adquirido y que explicitaba un carácter histórico concreto, se

resuelve ahora en una simbolización del “yo” del autor a partir de los espacios

recorridos. La historia pasa de ser el centro semántico del símbolo para convertirse en

una expresión metonímica del “yo”, una suerte de espejo cultural donde el autor se mira

y se comprende.

De esta manera, podemos comprobar cómo va diluyéndose esa imagen

unamuniana de “simbolización de la vida” y de la historia, para dar paso a una

expresión “vivida” de los espacios simbólicos. También lo hemos comprobado en los

poemas de Jacinto Herrero, coetáneo de los autores llamados de la “Generación” o

“Grupo” de los 50, y a algunos autores de los años 60 vinculados a la colección

Adonais, quien huye de los tópicos y traza en sus poemas la transformación que sufre en

estos años, sobreponiéndose a los textos de los Panero y, sobre todo, a los textos de

Vivanco.

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2.3.- Narraciones autobiográficas

2.3.1.- Narraciones femeninas: la construcción de la identidad autobiográfica a través del espacio

2.3.1.1.- La celda carmelitana y su expresión escrita como expresión de un “microcosmos urbano”

El siglo XVI es la premisa del yo, al menos en la forma en que hoy lo tomamos en

consideración. Hasta aquí, todos, con los matices que queramos dar a los conceptos de

identidad y autobiografía, podemos estar más o menos de acuerdo. Sin embargo, aún

hasta el siglo XVIII habremos de esperar a una auténtica aparición del “yo” como

identidad diferenciada de la masa social de campesinos, guerreros y religiosos, más o

menos santos… que es la imagen medieval que aún en el final del antiguo régimen

venía observándose. Será Tocqueville en L’ancient régime et la Révolution, quien ya

aprecie síntomas claros de aparición de individualismo diferenciador frente a aquella

masa medieval e informe en la que toda persona podía “ser igual a condición de no ser

diferente”. Todo ello contando con que existía una cierta idea de literatura del “yo” que

afectaba a un buen número textos ya desde bien antiguo y en el que las modalidades

autobiográficas, desde una perspectiva contemporánea, respondían a criterios

“modernos” de escritura del yo. Así, El libro del buen amor, es escrito en una primera

persona pretendidamente autobiográfica que, sin embargo, no remite al autor. Es decir,

nombre propio e identidad no aparecen fijados con absoluta referencialidad, de manera

que podemos considerar esta obra como una suerte de autoficción medieval. Esta

identidad tampoco va a ser muy evidente en otro tipo de textos que llegarán, sobre todo,

en el siglo XVI, de la mano del Renacimiento y del Concilio de Trento, dos

acontecimientos culturales de primer orden que, aparentemente, podrían parecer casi

contradictorios y que, sin embargo, encuentran en algunos escritos unos márgenes

coincidentes relativamente amplios, como vamos a ver algo más adelante. Estos textos

serán narraciones en primera persona de vidas religiosas, en las que, por norma general,

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hay una obligación escritural que proviene de un confesor o de un asesor espiritual.

Estas “vidas” tendrán unos condicionamientos muy particulares. El primero de ellos es

la permanente sombra de la Inquisición sobre cada texto que se publicase en la época y

que pudiera tener una mínima mención de asuntos teológicos. Otro, que la propia

condición – cierta o no – de considerarse textos de encargo, hace aparecer un matiz de

cansancio, de tedio ante la narración que se está escribiendo y que niega toda

posibilidad de intencionalidad artística o creadora, al menos en apariencia. Y, por

último, que esa vida está narrada como reflejo de una experiencia de Dios en la que se

produce una sucesiva pérdida de la identidad personal, diluida en la del espíritu divino.

Esto conllevará que la mayor parte de los acontecimientos que aparezcan en ese texto

como sucedidos a una primera persona que es el autor y narrador, se presenten como

obra de una voluntad ajena, como dirigidos por Dios y en los que el propio autor-

protagonista parece ser una voz que no habla por sí misma, sino que se convierte en un

mero intermediario de esa obra divina.

Este sería el caso evidente de las obras de Teresa de Jesús, consideradas como

obras autobiográficas la mayor parte de ellas, pero fundamentalmente su Libro de la

Vida, si bien otros muchos textos pueden tener más valor autobiográfico, tal como hoy

lo entendemos, que este citado. Además de lo anteriormente expuesto, hemos de tener

en cuenta cómo los textos autobiográficos de los religiosos renacentistas y barrocos

tendrán muy en consideración otras obras de esa misma modalidad como referente

literario, bien sea para observarlo como molde, bien sea con intención de superación.

María M. Carrión (1994) encuentra cómo el discurso autobiográfico de Teresa de

Jesús es también la réplica del discurso de San Agustín quien estaría hablando por boca

de Teresa. Esta réplica lo es a un discurso que no le resulta satisfactorio y que revela

una sombra paternalista de corte masculino. Ya hemos visto en la primera parte de este

trabajo cómo Shari Benstock, Susan Friedman o Sidonie Smith aplican teorías de corte

feminista y psicoanalítico para demostrar cómo el discurso autobiográfico se ejerce

desde la convicción de escribirse como oposición e, incluso, como rebelión contra otro

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autoritario de carácter fálico; es decir, toda autobiografía femenina se convierte en una

subversión del orden cultural establecido. Recordemos que María del Mar Inestrillas

(2002: 3) defiende que el comienzo de la autobiografía femenina, como oposición clara

al discurso cultural de carácter eminentemente masculino, se presenta como una

auténtica revolución literaria y, por ello se presenta como algo “sorprendente,

desconcertante e infinitamente interesante”.

Durante los siglos XVI y XVII el “yo” se conoce renunciando a su individualidad.

Teresa de Ávila es un ejemplo innegable. Su vida es contada frente al mundo, que

impide su reconocimiento como ser individual. Involucrarse en exceso en él suponía la

perdición del pecado que es, en definitiva, la mejor forma de no conocerse.

Lógicamente, la presencia de una individualidad llamémosla “fuerte” llevaba

necesariamente a un alejamiento de la influencia divina. Toda vida era, por lo tanto, un

relato de los designios divinos sobre ella. Es por ello que, por un lado, el Libro de la

vida está planteado como una obligación confesional; por otro, como una narración de

una vida dirigida por un “yo” exterior, que es Dios; y finalmente, como la expresión de

un modelo moral que esa vida representa. El “yo” abnegado, resignado frente a los

designios divinos refleja a una persona carente de identidad fuera de esos designios, lo

cual no implica, en absoluto, una ausencia de voluntad. Sencillamente refleja una

identidad que se hace frente a ese propio “yo”. El “vivo sin vivir en mi” que escriben

tanto Teresa de Ávila como San Juan de la Cruz está implicando, sin ningún género de

dudas, esa duplicación de la identidad que impide toda narración de una vida como una

auténtica autobiografía porque el “vivo sin vivir en mí” o el “vivo ya fuera de mí” están

designando una voz añadida que es la voz de Dios, lo que excluiría una autobiografía tal

y como hoy la entendemos. Hay que entender, además, que la búsqueda de la propia

identidad, en la autobiografía actual, parte del concepto romántico de identidad y que

las autobiografías anteriores al siglo XIX no contienen, en sí mismas, los conceptos

dolorosos y la subjetividad profunda que hoy reconocemos en ellas, por lo que no

podemos sino intentar comprender que la búsqueda será siempre de una identidad que

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nada tiene que ver con la de un hombre contemporáneo, situado en los márgenes de la

conciencia trágica. Ya lo explica así García Montero (2006: 73):

En el ajuste de cuentas entre el yo y la realidad, hemos visto que la

búsqueda de consuelo dentro de la subjetividad había concluido en la

iluminación dolorosa de la nada, en un callejón sin salida que acaba una y otra

vez en el vértigo de una conciencia trágica.

Por ello, la idea de la nueva identidad de Teresa de Jesús es comprensible en un

cambio nominal, en una actitud femenina, en un posicionamiento social y en un

enfrentamiento religioso que hoy no serían entendibles y explica la transformación de

Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, la hija de una buena familia burguesa de la

ciudad, en Teresa de Jesús, la identidad nueva que toda su obra de tono autobiográfico

trata de explicar. El capítulo XXIII del Libro de la Vida lo expresa de esta manera

(1871: 222):

Quiero ahora tornar a donde dejé de mi vida, que me he detenido, creo

más de lo que me había de detener, porque se entienda mejor lo que está por

venir. Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva; la de hasta

aquí era mía, la que he vivido, desde que comencé a declarar estas cosas de

oración, es que vivía Dios en mí, a lo que me parecía; porque entiendo yo era

imposible salir en tan poco tiempo de tan malas costumbres, y obras. Sea el

Señor alabado, que me libró de mí.

Todo, a partir de este momento, estará dirigido desde fuera de ese “yo”, por lo que

eso que se denomina la “intercesión” de Dios, o la “voluntad” de Dios, anula, en

apariencia, toda pretensión de autobiografía. Las referencias al convento se verán

afectadas por todo esta dejación de identidad, de manera que la casa o convento, dejaría

de ser propia para ser “casa de Dios”. La interpretación de los lugares sagrados como

“casas de Dios” implica también ese abandono del “yo” por cuanto se vive en una casa

que no es propia. (1871: 400), lo cual debería tener indudables repercusiones para toda

interpretación feminista de esta obra:

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Algunas veces parecía que todo faltaba, en especial un día antes que

viniese el provincial, que me mandó la priora no tratase en nada, y era dejarse

todo. Yo me fui a Dios y díjele: «Señor, esta casa no es mía, por vos se ha

hecho, ahora que no hay nadie que negocie, hágalo vuestra Majestad».

Esta apropiación del espacio no es baladí y refleja la identidad de quienes lo

habitan. Esa identidad no será, claro está un “yo” fuerte, sino una “Regla”. La Regla de

la orden impone una identidad común y una difuminación de la identidad propia, por lo

que el convento termina por ser una expresión casi corporal, una imagen de un “yo”

comunitario. En una expresión a modo de resumen, diremos que la identidad es la Regla

y el convento es el cuerpo. El espacio conventual es, por lo tanto, una metonimia de la

orden y se irá construyendo de igual manera en cada uno de los conventos que se irán

levantando por España a lo largo de los siglos XVI y XVII. Es más; la propia ciudad se

vuelve contra el convento, en las ocasiones en que se comprende como una amenaza

social o económica. No podemos olvidar que la reforma carmelitana es un elemento más

de los que se producen en la época y que terminan en la construcción y fundación de

monasterios y conventos. Sin embargo el caso de las “casas” o conventos teresianos no

encaja, en apariencia, con la idea renacentista que se aplica en otras construcciones

arquitectónicas religiosas del siglo XVI

James Casey explica la experiencia autobiográfica de Teresa de Ávila como una

gran paradoja del renacimiento español (2005: 115):

Hacia la conclusión del Libro de su Vida, uno de los más grandes

biógrafos de la Edad Moderna, Teresa de Jesús (1515 – 1582) presentó su

visión de los peligros que amenazaban el mundo en el cual vivía. […] Para una

épica y una cultura, la del Renacimiento, que comenzaba a tomar al hombre y

al mundo material como la medida de todas las cosas, esta opinión podía

parecer anacrónica.

Al final de este epígrafe abundaremos en esta idea de Casey acerca de la

consideración humana y el espacio carmelitano. Sin embargo hemos de destacar ahora,

a manera de inciso, que el Libro de la Vida, efectivamente, no aporta una información

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autobiográfica tal como la podemos entender hoy. Esta obra nos parece más una

biografía moral en la que el “yo” no es tal, sino una experiencia personal de otro “yo”

que es Dios, por lo que no cabría hablar de narración autobiográfica, sino como una

auténtica narración biográfica, donde Teresa de Ávila está ocultando otro yo que es el

que va escribiendo su vida e incluso su obra. Podríamos pensar, llevando las cosas al

extremo, que nos encontramos ante la primera “autoficción” de nuestra época, en la que

el “yo” sirve de excusa o de molde para explicar una narración que no se ocupa en

absoluto de la propia identidad.

Sí nos parece más autobiográfico otro libro menos considerado como tal, por

cuanto el título no reproduce el término “Vida”. Nos referimos al Libro de las

Fundaciones. En esta obra sí aparece Teresa de Ávila como actor protagonista de los

hechos. Porque, aunque el propio libro es también fruto de una obligación devota, los

datos se referencian incluso con fecha; se aplica un destino final a la obra en la que la

autora se declara como tal y, aun intentando borrar su mérito, aparece como verdadera

autora y se hace referencia a que es una obra de memorialística personal, en la que

Teresa de Jesús explica, incluso, su falta de memoria para llevarla a cabo; al contrario

que en el Libro de la Vida, no es Dios el que escribe por su mano y, además, recurre a la

Virgen como “ayuda” en su labor, lo que excluye un “yo” diferente de ella misma

(1871: 574):

Irá señalada cada fundación, y procuraré abreviar, si supiere; porque mi

estilo es tan pesado, que, aunque quiera, temo que no dejaré de cansar y

cansarme. Mas con el amor que mis hijas me tienen, a quien ha de quedar esto

después de mis días, se podrá tolerar. […]Por tener yo poca memoria, creo que

se dejarán de decir muchas cosas muy importantes, y otras, que se pudieran

excusar se dirán. […] Comienzo en el nombre del Señor, tomando por ayuda a

su gloriosa Madre, cuyo hábito tengo, aunque indigna de él.

Apreciamos, pues, ciertas diferencias entre ambas obras que ofrecen al lector

diferentes intensidades autobiográficas. James Casey incluye tanto al Libro de la Vida

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como a éste Libro de las Fundaciones dentro del género autobiográfico, si bien como

ejemplos de “itinerarios espirituales” (2005: 123):

En primer lugar escribió el Libro de su Vida, autobiografía redactada a

intervalos a raíz de su fundación de las Carmelitas descalzas en 1562, cuando

tenía unos 47 años, pero no publicada hasta 1587, unos cinco años después de

su muerte. Menos directamente autobiográficos, pero preciosos testimonios de

su concepto del yo son sus dos obras de consejos espirituales, el Camino de la

perfección (1565), y – título muy significativo - Las moradas del castillo

interior (1577). Se puede añadir a la lista el Libro de las fundaciones. (1573 –

1582), en el cual Teresa describe lo que podríamos llamar la parte pública de su

vida, sus viajes por Castilla y sus tratos para fundar una red de casas de la

reforma carmelita. Sin duda, un público moderno puede sentirse más afín con

este tipo de “autobiografía”, el relato de unos hechos en el contexto donde el

contacto con los poderosos de este mundo, donde los tratos y la estrategia

humana desempeñan un papel primordial.

Estos itinerarios espirituales, como podemos apreciar en las palabras de Casey,

son, efectivamente testimonios del concepto del “yo” que tiene Teresa de Jesús. El

problema es que ese concepto identitario cambia desde el momento en que Teresa

Sánchez de Cepeda, se convierte en Teresa de Jesús, porque se establece una relación de

pertenencia que se resume en los versos “ Yo toda me entregué y di / y de tal suerte he

trocado / que es mi amado para mí / y yo soy para mi amado”. Esa pertenencia obliga a

lecturas diferentes, de manera que podemos establecer un proceso de identidad cuando

se produce un diálogo entre el “yo” que responde al nombre de Teresa y un “tú” que es

Dios. Pero cuando la primera persona es la que ejerce la narración, la autoría y asume al

personaje, hemos de apreciar cómo se pretende vincular esa segunda voz al “yo” a partir

de su influencia permanente en la vida y los hechos que le ocurren. Digamos que se

produce una partición de la voz, de manera que podemos reconocer a una Teresa de

Jesús autora de los textos y una duplicación en el narrador y el personaje por cuanto ella

reconoce que es Dios quien escribe y habla en ella, y que los hechos suceden por la

evidente voluntad divina.

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Y toda esa relación se produce siempre en una casa y en una ciudad. Así, por lo

que respecta al espacio en su obra, hemos de destacar que lo único que le interesa

mencionar, salvo detalles que quedan fuera de nuestro estudio, es uno el lugar que le

interesa sobre otros sobre otros: el convento entendido como casa.

El mundo, el espacio monástico y, más concretamente la estancia carmelitana, ha

parecido ser siempre, un “no mundo”, una estancia ajena a él, como lo es la propia

clausura, o como lo eran los viejos conventos benedictinos que funcionaban como

auténticas ciudades frente al mundo, y la vida en él se convertía en la expresión de una

precaución frente a los peligros del éste. Santa Teresa, sin embargo, suele referirse a sus

conventos, en primer lugar como “casas”, lo que en realidad eran, pero también

mediante algunas metáforas, como “palomarcicos”. Cuando usa ésta última, no está

haciendo una simple metáfora lírica que evoca espacios más o menos idílicos. Hasta

hace no muchos años, estos palomares castellanos que Santa Teresa refiere eran

pequeñas edificaciones algo alejadas de los pueblos, pero integrados en ellos, divididos

en celdillas a la manera de colmenas en las que muchas palomas pasaban sus vidas a la

espera de la muerte, y a las que se les quitaban las plumas guía para evitar su huida. El

diminutivo que aplica la Santa no es simplemente un diminutivo afectuoso, sino una

forma de restar esa connotación al término. Lo que sí parece cierto es que ésta y otras

figuras están demostrándonos su tendencia al espacio pequeño, a la morada minúscula.

Teresa de Jesús sabe que, como los palomares que se extienden por la llanura de

Castilla, los conventos son una morada transitoria. Jiménez Lozano explica cómo esos

espacios transitorios son expresados como auténticas ficciones, como un ens fictum

(1988b: 102):

Es decir, Teresa mira la casa y al mundo entero como “ens fictum” que al fin

caerá, mostrando su inanidad; y ese es su canon estético construido en la alquimia

interior de todas esas motivaciones: la imitación de la pobreza de Cristo, la vanidad de

lo levantado por la mano de hombre, la sensibilidad hacia el encanto de lo minúsculo,

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la necesidad de apartamiento y silencio, la sensación de provisionalidad – la estancia

no es una casa, sino una celda, como quien está de pensión.

Y así era, en efecto, la vida de la propia Teresa, que pasó de un convento a otro

hasta su muerte. Para Jiménez Lozano, tenía en su mente, para organizar su monasterio

(1988b: 104):

el icono de las ermitillas de los antiguos eremitas primitivos de la orden a

la que pertenece y cuya tradición ella trataría de renovar; y, desde luego, se

ofrecen también a su imaginación muchas otras clases de moradas, que conoce,

como espejos o “exempla”: la morada hidalga de la casa familiar, sin ir más

lejos, y la de los otros palacios en los que, en Ávila mismo, ha entrado de

mozuela y después. Pero, sobre todo, la morada femenina de cientos de

generaciones que han encerrado a las mujeres en cubículos: la cocina, el

gineceo, el cuarto de bordar, los patinillos en los adentros de las casas y hasta

las estancias de los harenes con los umbrales de las puertas elevadas sobre el

piso para evitar las huidas precipitadas o los mismos cuartos de los prostíbulos,

casi asfixiantes como los de Pompeya o de las mancebías del siglo XVI y el

XVII españoles […].

Y ve también en la estancia carmelitana los colores y la miniatura de lo árabe

perviviendo en la tradición cristiana española: los colores ocres y los tonos blancos; los

pequeños jardines, los materiales pobres como la cal, el barro, la madera, el esparto…

que son, a un tiempo, expresión de ese gusto oriental y de ese mundo que se refleja en

las vanitas.

Por lo que respecta a las casas, la estructura monástica de los conventos

carmelitanos es un tanto peculiar. Ese espacio que crean las comunidades carmelitanas

no se desarrollaba mediante la construcción de grandes monasterios, sino mediante la

adición de pequeñas casas colindantes que se iban construyendo o comprando y

asumiendo en el viejo convento, como una suerte de expansión urbana que va haciendo

de él, no una ciudad al estilo benedictino, sino un apropiamiento de ese mundo externo

que se va añadiendo al suyo propio. Una de las razones de que sean precisamente

“casas” y que Teresa de Jesús las denomine así es porque nunca evitó la presencia

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urbana; muy al contrario, son precisamente casas porque la congregación necesitaba de

la ciudad para poder sostenerse.

Teresa de Jesús se esfuerza, además, por mostrar la pobreza extrema de esos

lugares. La fundación en Medina del Campo pasa por ser un ejemplo de transformación

de lo sobrio, incluso lo derruido, en obra de Dios. La estancia carmelita parte de estas

premisas siempre, de manera que estas casas son, en algunos casos, meros alquileres

(1871: 593): “Esta tenía unas blanquillas, harto poco, que no eran para comprar casa,

sino para alquilarla; y así procuramos una de alquiler, y para ayuda al camino”. La

descripción de la casa transmite esa sensación de ruina destinada a la transformación

(1871: 598): “Yo estaba hasta esto muy contenta: porque para mí es grandísimo

consuelo ver una iglesia más, donde haya Santísimo Sacramento; mas poco me duró,

porque como se acabó la misa, llegué por un poquito de una ventana a mirar al patio, y

vi todas las paredes por algunas partes del suelo, que para remediarlo eran menester

muchos días”.

Todas las fundaciones giran entorno a esa concepción carmelita de las casas como

una integración en el espacio general de la ciudad. Las donaciones de dichas casas son

la norma habitual. Alguien en la localidad alquila, vende o presta una casa,

generalmente en malas condiciones de habitabilidad, a las monjas. Teresa de Jesús suele

apreciar siempre esto. Así, las descripciones suelen ser habituales. El caso de la casa

que ofrece un caballero de Ávila llamado Rafael para la creación de un convento

masculino cerca de Ávila es un buen ejemplo de cómo la casa se convierte en convento

sin ningún tipo de transformación (1871: 680):

[…] como entramos en la casa, estaba de tal suerte, que no nos atrevimos

a quedar allí aquella noche, por causa de la demasiada poca limpieza que tenia,

y mucha gente del Agosto. Tenía un portal razonable, y una cámara doblada con

su desván, y una cocinilla: este edificio todo tenia nuestro monasterio. Yo

consideré que el portal se podía hacer iglesia, y el desván coro, que venia bien,

y dormir en la cámara.

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La importancia de la fundación depende, claro está, de la posibilidad de mantener

económicamente la casa. Sevilla se muestra como la negación de la norma, de manera

que (1871: 793): “Nadie pudiera juzgar, que en una ciudad tan caudalosa como Sevilla,

y de gente tan rica, habia de haber menos aparejo en fundar, que en todas las partes que

había estado”. A pesar de ello, logran una casa (1871: 794) “y era tan vieja y malo lo

que tenia, que se compraba solo el sitio en poco menos que la que ahora tienen”.

Las casas se compran o alquilan, lo que lleva a una participación activa en la vida

de la ciudad. La vida dependiente de limosnas de la ciudad no hace de la clausura un

aislamiento total. Los alquileres, las compras, las escrituras, las negociaciones… todo

ello compone un continuo tráfico entre las monjas y los estamentos de la ciudad. En el

Libro de las Fundaciones ocupa no poco espacio el dedicado a estas negociaciones

(1871: 860): “Como los dueños de las casas vieron que las habíamos gana, comienzan a

estimarlas mas, y con razon: yo las quise ir a ver, y pareciéronme tan mal, que en

ninguna manera las quisiera, y a los que iban con nosotras”. Todas estas referencias

suelen tener una explicación por parte de Teresa de Jesús que termina por encontrarlas

impertinentes (1871: 860): “Parecerá cosa impertinente, haberme detenido tanto en el

comprar de la casa, hasta que se vea el fin que debia de llevar el demonio”. Sin

embargo, estas impertinencias a las que se refiere constituyen el auténtico trabajo

fundacional de la Santa quien trata con un interés particular el contacto administrativo y

las transacciones económicas como si constituyesen una labor tan importante como la

espiritual.

La casa cumple una doble función en las narraciones de Teresa de Jesús. Por un

lado, los espacios carmelitanos son siempre casas pobres, alquiladas las más de las

veces, otras muchas en ruinas. No es ya que la celda represente la pobreza y la

sobriedad, sino que son necesariamente espacios pobres porque la propia casa lo es. Por

otro, la casa se muestra como el lugar de relación y de separación con la ciudad. Cuando

la autora utiliza narrativamente este signo no lo hace simplemente porque la norma

carmelitana implique esa forma de conseguir la fundación de un convento; quizá

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tampoco porque el Libro de las Fundaciones sea una narración histórico-memorística de

cómo fueron surgiendo esos conventos. En realidad los detalles más concretos son

siempre referidos a estos espacios. La razón que nos parece más evidente es que hay una

intención narrativa de mostrar cómo Dios influye en la consecución de esas casas; cómo

la pobreza de los espacios se ve transformada por la intervención de Dios; y, finalmente,

cómo esos lugares habitados por la nueva orden terminan por convertirse en espacios

sagrados. A nadie puede escapársele que Santa Teresa está ejerciendo, igualmente, una

función “publicitaria” en sus textos. El hecho de que sea una narración que podríamos

incluir en cierta forma de modalidad autobiográfica implica que se le está dando un tinte

de verosimilitud e historicidad a los hechos, como ella misma declara en el texto que

sitúa a modo de prólogo. Los destinatarios de sus textos son dos: por un lado, y como

declara la narración, las propias monjas de la orden. Pero también aquellos posibles

lectores que, en último extremo, pueden ser miembros de la jerarquía eclesiástica o

importantes personajes de la vida local en aquellas ciudades donde va a fundar o ya ha

fundado un convento. Esto tiene unas implicaciones muy importantes en cuanto a la

consideración de la obra de la Santa. Porque la escritura en el Renacimiento es la del

descubrimiento del individuo frente al hombre colectivo, al hombre indistinto. Ya lo

había dicho Tocqueville cuando afirmaba que el verdadero cambio del antiguo al nuevo

régimen traía consigo el despertar de la individualidad. ¿Quiere esto decir que Teresa de

Jesús se halla fuera de esta tendencia? Y, lo que es más, ¿cómo puede explicarse la

cantidad de maneras en las que se ha tratado de retratar a esta mujer a lo largo de los

siglos, lo cual viene a significar la dificultad de encasillar la identidad de Teresa de

Cepeda como tal? María Carrión lo explicita en un breve relato de estas imágenes que

tratan de describirla (1994: 45): “Escribiendo, flotando en una nube de mármol, con un

libro o un convento en las manos, orando, en plena prédica, recibiendo la luz divina o

entregando la regla primitiva al padre Mariano”. Esa dificultad de definir claramente la

identidad de Teresa de Cepeda nos parece hoy algo absolutamente contemporáneo.

Roland Barthes y su círculo han hablado de la muerte del autor a manos de su ejecución

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lingüística. Esta disolución del autor vendría a sustituir, según Barthes, a la que ocupaba

Dios en los discursos teológicos. Al fin y a la postre, ¿quién es la Teresa que escribe El

Libro de las Fundaciones? ¿Teresa de Jesús es la misma que Teresa Sánchez o Teresa

de Ávila? ¿Y es la misma que la escritora de Las Constituciones? Este último “yo” se

configuraría en lo que se denomina una "voz autoritaria" proveniente de las

Fundaciones. Para María Carrión (1994: 51):

La figura de la autora del texto teresiano se puede entender, pues, como

un signo múltiple, en extremo complicado y por ello relativo que se refiere con

el nombre de Teresa Sánchez de Cepeda al personaje histórico, el cual,

paradójicamente es lo mismo y es diferente del personaje de la escritora que se

firma Teresa de Jesús; a su vez, dentro del nombre de Teresa de Jesús están

contenidas la devota monja profesa y activa reformadora, la escritora que el

patriarcado entiende como una figura sin autoridad y la complicada persona

autorial que el lector de hoy día conoce.

Esta cuestión nominal no es poco importante. María M. Carrión se ha ocupado

también de esta cuestión, de cómo el nombre que Teresa Sánchez de Cepeda eligió para

sus escritos y su vida monástica ha ido perdiendo espacio frente a otros como el de

Santa Teresa o Teresa de Ávila: (1997: 148):

En lo que respecta a este nombre propio, unidad clave para entender lo

que es un autor y para poder identificar sus textos, Teresa de Jesús es el que

Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada selecciona para firmar sus autógrafos, y

es también el que ella misma escoge al hacer su entrada a la vida monástica. Es

éste un nombre que marca, pues, su identidad propia en el ámbito histórico de

una manera más específica y efectiva que el de “Santa Teresa” o “Teresa de

Ávila”, para nombrar sólo los dos más comunes; el primero corresponde a la

figura emblemática de la Iglesia Católica que ha sido y sigue siendo

instrumento de ese discurso institucional que limita y, en numerosas ocasiones,

condena e invalida nuevas lecturas de la Teresa mujer, escritora y fundadora de

conventos, mientras que el segundo se yergue como estandarte de proyectos

más nacionalistas que literarios en sí.

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Y, ante todo esto, nos encontramos con una mujer que escribe en el siglo XVI. La

aventura de escribir va más allá de lo estrictamente encomendado por sus confesores. La

Santa se refiere a estas tendencias literarias como “ruines costumbres” que provocan

movimientos de cansancio y de compulsión que, para María Carrión son (1994: 56):

[…] uno de los trazos más representativos de la llamada écriture

femenine que, de hecho, abunda en toda la obra teresiana: el de la

representación de momentos de encerramiento y escape que reflejan fielmente

el modo en que las escritoras reaccionan ante las asfixiantes “alternativas”

educativas y sociales que les ofrece el sistema patriarcal. Para la mujer que

aspiraba a ser escritora en la España del siglo XVI siempre cabía la conveniente

posibilidad como para otras muchas mujeres en otras épocas y lugares, de

regresar al hogar que abandonó y desistir de la idea de convertirse en una figura

de la historia literaria.

Y, como explica Carrión, la vida de Teresa de Jesús es una continua historia de

abandonos y regresos que empiezan por la casa natal y siguen por los monasterios de

Gracia y La Encarnación. A partir de ahí, sus residencias se llamarán siempre “casas”,

pero nunca serán residencias estables.

Esta relación entre la identidad y la espacialidad va a ser de especial interés en la

obra de Santa Teresa. Siempre se perseguirán topos literarios de carácter espacial como

la “ciudad de Dios”, o la cárcel-castillo de amor. Pero sobre todo la obsesión literaria de

crear una “casa” a la medida de la persona en la que imagina las estancias y los lugares

que se irán acomodando a las monjas. La acción de Teresa como mujer reformadora-

escritora-viajera que va construyendo su obra en torno a sus libros, y la fundación de las

“casas”, de manera que su propia identidad se va reflejando en ellas.

Tenemos la certeza de que, en este sentido, es una mujer absolutamente de su

tiempo. Y lo que hace a su transformación carmelitana un movimiento de corte

individualista es que es completamente heterodoxo. Quien piense, aún hoy, que el

dogmatismo de Teresa de Jesús es eso, se equivoca de punta a punta. Lo que supone la

reforma del Carmelo emprendido por esta monja es la formulación de una identidad

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personal a lo largo de su obra que no es únicamente literaria o que, al menos involucra

esa obra literaria con otras de diferente cariz humano.

Y ese peculiar dogmatismo de Santa Teresa se refleja también en la

metaforización o simbolización corporal sobre la base de imágenes arquitectónicas. La

aparición de imágenes como el Castillo, la celda, la casa, el jardín, el huerto, el

palomar… estarían refiriendo al propio cuerpo y a la propia memoria espacial de la

autora. Históricamente, los monasterios femeninos españoles durante todo el XVI se

habían convertido en lugares esenciales para la nobleza española, sobre todo como

espacios de retiro para los últimos años de la vida o para hijas menores con dote. La

referencia más importante, con todo, de estos monasterios, sería el del Escorial, con

toda su magnitud espacial. Los conventos del XVI, incluido el de la Encarnación de

Ávila, muestran cierta nobleza de estructura que es un relato de la tradición de esa

nobleza cristiana y católica. A esta sensación de espacialidad y de anchura, Santa Teresa

opondrá su visión del infierno como un lugar estrecho y sucio (1871: 336):

Parecíame la entrada a manera de un callejon muy largo y estrecho, a

manera de horno muy bajo y oscuro y angosto. El suelo me parecia de una agua

como lodo muy sucio y de pestilencial olor, y muchas sabandijas malas en él.

Al cabo estaba una concavidad metida en una pared, a manera de una alacena,

adonde me vi meter en mucho estrecho. Todo esto era deleitoso a la vista en

comparación de lo que alli sentí: esto que he dicho va mal encarecido.

La imagen del infierno, es el relato de un espacio urbano en el que se describen

los detalles de una ciudad insalubre que recuerda vivamente a las descripciones del

Infierno de Dante. La casa que va a ser el convento carmelitano reformado parece una

oposición absoluta a esta descripción: espacios mínimos, familiares y limpios, sin

excesos y que conservan la idea de una casa como un “hogar” familiar. María Carrión

sigue los presupuestos psicoanalíticos que antes citábamos y encuentra en estas

descripciones infernales imágenes de carácter sexual, en las que el cuerpo se figura

como “medio ambiente” (1997: 163).

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El callejón, analogizado por la autora con un horno es un espacio bajo y

oscuro con un lodazal hediondo por suelo y lleno de sabandijas, un espacio

habitable, pero con graves fallas. Horno que, a su vez, lleva, por analogía

implícita, al útero, que desde la literatura y el pensamiento griegos se

caracteriza por un principio fundamental que asume la pasividad como su trazo

más esencial por ser receptáculo de la semilla masculina. […] El hueco en dicha

pared, esa alacena que alberga al “yo”, trae a un primer plano literario ese

espacio interior, esencial para la sexualidad femenina recetada, donde el

personaje se “vio meter en mucho estrecho” por el determinismo, por conductas

sexistas de la sociedad patriarcal: pared análoga al conducto vaginal, cuya única

salida, dentro de la anatomía femenina es el útero.

Ese muro es susceptible de ser interpretado, por un lado como limitación física al

desarrollo femenino, pero también como también como capacidad de estructurar un

discurso propio, literario, de referencias lectoras interpretables, lo que le permite asumir

un nuevo papel en la tradición cultural del XVI. Lógicamente, si seguimos las tesis de

Carrión, debemos de entender que la primera parte de esta aseveración ha de producirse

de manera inconsciente y que esa interpretación psicoanalítica, razonable y verosímil,

ha de entenderse en esa segunda parte que es la lectura simbólico-literaria, en la que

Santa Teresa reivindica la intertextualidad y el uso del discurso masculino en su propia

obra.

Por lo tanto, la simbología espacial en la obra de Teresa de Jesús tiene los

mimbres de la tradición literaria masculina, desde las obras memorialísticas de San

Agustín, hasta otras ficcionales como las de Dante. La casa, como hogar familiar, ha de

ser interpretado fuera del ámbito doméstico en el que la mujer contempla el espacio

como una prolongación del espacio personal, de su propio cuerpo. Los muros,

entendidos tradicionalmente como cuerpo y prisión para el alma, extienden la

significación femenina a la apreciación de su propio cuerpo. En el caso de Santa Teresa

podría referir su propia falta de salud que mostraba el suyo como un cuerpo deforme y

enfermo. La construcción de monasterios sobre la base de viejas casas que son

compradas, alquiladas y reconstruidas, podría representar la propia reconstrucción de su

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cuerpo sobre las ruinas de los anteriores muros. La propia estructura de los conventos

carmelitanos, basados en la asimilación de las casas del entorno y su incorporación a la

estructura conventual previa, supondría ese deseo de redención corporal y física.

Aquella visión del infierno debió de interesar, obviamente, en la construcción y

fundación de San José, primer convento de la Orden reformada. Porque se hará primar

la vida de las religiosas sobre el espacio ornamental, y porque la oposición al espacio de

pecado que se refleja en el lugar del infierno impone una visión simbólica de cómo ha

de ser el nuevo convento carmelitano, de manera que ese espacio-cuerpo se convierte

en un lugar de bienestar físico que puede llevar al espiritual, algo revolucionario en el

escenario renacentista y que, sin embargo, está aplicando principios de sencillez

arquitectónica y que están convirtiendo a la mujer en centro y medida del espacio, más

allá de la relación y la proporción estética. Recordemos que Casey (2000: 115) ya nos

hablaba y así lo citábamos al comienzo de este epígrafe, de que el Renacimiento

otorgaba ese papel de medida de todas las cosas al hombre. El situar la vida de las

monjas como centro de la vida monástica, su bienestar y salud como eje de la

construcción, está otorgándoles un lugar prominente en la vida conventual, algo que no

tenían más que aquellas mujeres nobles que se retiraban a ellos.

Explicado todo lo cual, hemos de tener en consideración ciertos

condicionamientos históricos que influyen poderosamente en la función espacial de los

conventos carmelitas y en cómo Teresa de Jesús se esfuerza por explicar en sus textos

dicha función dentro de la propia ciudad de Ávila.

Resumiendo, comprobamos la importancia que tiene la consideración del espacio

en la renovación carmelitana puede provenir de una representación psicológica del

propio cuerpo enfermo de Teresa Sánchez de Cepeda. La propia imagen del infierno

llevaría impresa esa sensación de insalubridad que se reflejaría, por oposición, en la

construcción de las casas-convento. Estas casas también estarían enmarcadas por una

representatividad simbólica que recogería la tradición femenina de la casa como espacio

eminentemente femenino. Por otro lado, la propia forma conventual carmelitana, en la

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que los conventos se construyen por la adición de pequeñas casas al conjunto, evoca el

espacio urbano en el que se integra, a la vez que simboliza la renovación espacial como

renovación del propio cuerpo. Todo ello situaría a Teresa de Jesús al frente de un

proceso renovador eminentemente renacentista de intención femenina, que sitúa a la

mujer como centro y medida de su espacio a partir de la relación de cercanía espiritual

con Dios.

Que puede haber tras ello una explicación psicoanalítica parece evidente; pero nos

parece más interesante la consideración de que, tras estas decisiones estructurales y

arquitectónicas con respecto a la consolidación espacial de los conventos carmelitas,

está una intención auténticamente renacentista que es la de primar la consideración de la

vida por encima de la expresión artística de lo sagrado que se reduce a los espacios de

oración íntima y a las pequeñas capillas, que ocuparán estancias elementales de las

casas, como los antiguos zaguanes o salones. Lo que viene a convertir esas casas en

verdaderos hogares como expresión de la corporeidad femenina, pero también como

reflejo de una humanidad que no reniega de lo divino. La descripción infernal está

presentando un infierno insalubre que nos induce a pensar, sin dudar en exceso de las

tesis psicoanalíticas, en una incorporación de la historia literaria que sí ha de tener ese

valor de reivindicación personal de la incorporación femenina al universo cultural

masculino. Pero también es una oposición espacial a la propia estancia carmelitana en la

que los muros son la expresión de un cuerpo sano y armónico.

Las tesis psicoanalíticas nos llevarían, sin embargo, a una cierta negación de las

repercusiones indudables que tuvo la cultura renacentista en la Santa. Porque creemos

que en la elementariedad de la celda carmelitana se encuentra ese deseo de armonía

renacentista que sitúa al hombre por encima de otras consideraciones simbólicas.

Porque, sin renegar de las tesis feministas, la aplicación de esta armonía es llevada al

simbolismo de la casa como prolongación del propio cuerpo, es decir, incluso a riesgo

de utilizar una terminología algo excesiva, una interpretación renacentista de la casa

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como lugar plenamente femenino. En lo que las tesis de Carrión plantean esta idea,

estamos plenamente de acuerdo (1997: 168):

No cabe duda de que este ejercicio, con base literaria y de gran

repercusión en toda la labor reformadora teresiana, plantea una aguda crítica de

los fundamentos ideológicos del ejercicio arquitectónico y cultural en la España

renacentista. La lección que se desprende de dicho mensaje es que un sistema

de arquitectura fuerte en sus aspectos morales, con sólidos principios de

proporción y ornamentación como centro, puede ser opresivo y poco efectivo

cuando se ignora la vida de sus habitantes.

Las tesis feministas pueden sostenerse desde un punto de vista histórico. Porque

es sabido que las primeras ediciones de los textos de Teresa de Jesús tuvieron una gran

difusión entre las mujeres de las familias importantes de la época. “Hijas de condes y

marqueses rivalizan con sencillas criadas en la admiración incondicional que profesan a

la Santa. Más de una cambia drásticamente su forma de vida, resuelta a seguir con la

mayor puntualidad unos consejos que habrían de aportarle la salvación eterna”. Al

menos esto es lo que opina Sonja Herpoel (1999: 37) quien, además, explica la rebeldía

femenina que suscita frente a la autoridad familiar: “Desde luego su conducta se

conforma a sus convicciones, incluso cuando eso no parece evidente. Dejándose llevar

por su entusiasmo, la mujer hace caso omiso de cualquier objeción de los familiares,

que no aprecian necesariamente la espectacular metamorfosis, sobre todo cuando

contraría sus propios proyectos e intereses”. La razón vindicativa procedería de ese

resto de heterodoxia social que late en sus obras. La Santa sólo necesita de la autoridad

masculina para dar a conocer su propia obra y vida y para autenticar esa obra como

propia. Tal es el caso que a partir de este momento se va a producir una enorme

cantidad de autobiografías “por mandato” de monjas a lo largo de finales del siglo XVI

y buena parte del siglo XVII. Sonjia Herpoel recoge, para el periodo de 1606 a 1689

veinte autobiografías religiosas. Recoge además esta autora que los escritos

autobiográficos escritos por hombres pertenecen a personalidades de muy distinta

condición social. Sin embargo, los que proceden de mujeres son todos de religiosas.

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Todas ellas atestiguan, además, que lo hacen presionadas por sus superiores (1999: 15).

Es destacable que, eso que Bajtín denomina “el tercero” – the third –, el que no participa

en el diálogo pero que deja su presencia en él como una es, en el caso de las monjas,

una voz doble que parece reflejar al confesor, a la Inquisición, e incluso a la propia idea

de Dios.

Por lo que respecta a su gusto estético, aparentemente inexistente, podríamos

decir, con Jiménez Lozano, que hay una estética de la desnudez y de la sencillez que

recoge esa imagen de lo pequeño y lo pobre de origen oriental “islámico”.

Todo lo cual nos viene a demostrar hasta qué punto fue destacable el Libro de la

Vida de Teresa de Jesús, pero también la extraña opción de la jerarquía eclesiástica de

apoyar esa ingente producción posterior, tanto en su solicitud para pedir esas obras de

confesión, como para publicarlas. Ahora bien, ¿tuvo alguna repercusión la obsesión

teresiana por las estancias y las casas como formulación personal de lo conventual?

Parece evidente que la configuración de las estancias carmelitanas, como expresión del

ámbito femenino o del gineceo independiente de la autoridad masculina – en la que

debemos integrar también la función autoritaria de la nobleza castellana – implica la

asunción espacial por parte de la mujer, el dominio de la estancia simbólica. Y ese

simbolismo femenino del espacio en el que no participan arquitectos que impongan

visiones estéticas masculinas, es llevado a la desnudez extrema. La mujer toma posesión

de los lugares y eso lleva a asumir simbólicamente su cuerpo frente a lo masculino en la

decisión de vida independiente y en la escritura de la vida propia a partir de referentes

literarios previos. Y frente a la propia sociedad elaborando su propio ambiente urbano

sin renegar de la propia ciudad, es más, asumiéndola en su modalidad constructiva

propia.

Claro está que, en el siglo XVI, la ciudad en que vive la Santa sí tiene unos

condicionamientos sociales que están implicando a la nobleza y la religión en un mismo

proyecto; esto no supondrá que el misticismo y la nobleza corran parejos, sino muy al

contrario. La ciudad que conoce Santa Teresa será de especial relevancia para la

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configuración de sus dos grandes proyectos vitales: sus fundaciones y su escritura. Un

interesante y tristemente poco conocido libro de Jodi Bilinkoff ha ahondado en la

importancia que tuvo la ciudad de Ávila en los procesos fundacionales de Teresa de

Jesús y, consecuentemente, en su propia obra literaria. Esta obra, que desmonta ciertos

elementos de los tópicos al respecto de la religiosidad y la nobleza del siglo XVI en

Ávila y en Castilla en general, ha pasado desapercibida, seguramente por esa visión de

la vida y la sociedad abulense en tiempos de Teresa de Ávila. En primer lugar, hace un

recorrido por los patronazgos laicos de los monasterios de Ávila, es decir, el

sometimiento económico de estos a las grandes familias de la ciudad. En segundo lugar,

estudia los beaterios o casas de beatas en las que, sin renunciar a sus particulares

privilegios, algunas mujeres de Ávila se encerraban para llevar una vida de cierta

similitud a la religiosa. En estos términos, la política de la Reina Isabel propugnan la

renovación de los conventos de Castilla, reuniendo en uno varios de ellos, consolidando

otros y cerrando, directamente, aquellos en los que no se puede mantener con dignidad

la vida de las monjas. Esto conlleva un cambio profundo de la arquitectura religiosa y

civil de la ciudad. Los beaterios son casas privadas de las mujeres de Ávila

reconvertidas en conventíbulos, es decir, que muchos de los conventos de la ciudad son,

arquitectónicamente, casas de retiro sin modificaciones aparentes. Por otro lado, la

Reforma había llamado a reconstruir y mantener casas religiosas y los nobles

castellanos, impelidos por la Reina, se aprestan a hacerlo. Pero, como aprecia Jodi

Bilinkoff, son las mujeres las que se apresurarán al trabajo, a través de esos conventos

de beatas: (1993: 51):

La enérgica campaña de Núñez Dávila transformó en gran manera la

arquitectura física y espiritual de su ciudad natal; pero fue un grupo de mujeres,

las viudas e hijas de los caballeros y terratenientes, quienes fundaron la mayor

parte de nuevos conventos de Ávila. Los esfuerzos fundadores de Catalina

Guiera, María Dávila, Elvira González de Medina, Mencía López y María de

Herrera reflejan el penetrante interés por la familia y el linaje y sugieren que el

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patronazgo religioso servía a las mujeres como medio de expresar su

independencia espiritual y económica.

Catalina Guiera, en concreto, muere sin descendencia y dona todas sus posesiones

para futuras fundaciones. Su ejemplo fue ampliamente seguido por las clases más

poderosas de la ciudad. De hecho, el convento de la Encarnación, residencia de Teresa

de Jesús, fue fundado por una familia de la nobleza abulense, doña Elvira González de

Medina. Esta mujer mantuvo relaciones con un canónigo y archidiácono de la Catedral

que legó a su concubina prácticamente toda su riqueza para aliviar su situación

económica en su “viudedad”82. En una de las casas legadas, quizá como compensación a

sus pecados, fundó el beaterio que finalmente sería el monasterio de La Encarnación,

del cual sería “madre, patrona y administradora” hasta su muerte.

Teresa de Ávila conoce, pues, una ciudad que está en pleno cambio social y

arquitectónico. El crecimiento demográfico hace crecer su propia clase social, la de los

comerciantes que desafían el control de los nobles. Todo ello lleva a una inflación en la

construcción y la edificación. La ciudad se desarrolla rápidamente. Como explica

Bilinkoff (1993: 65):

Con el crecimiento de la población, Ávila se aventuró en lo que un

historiador local ha descrito como un periodo de “febril actividad urbana”. Las

autoridades municipales se esforzaron especialmente en reparar las calles de la

ciudad, que eran estrechas y estaban llenas de barro y baches. Fue necesario

pavimentar las calles con piedras […]. Los puentes nuevos ayudaron también a

unir la ciudad con las provincias circundantes, manteniendo el comercio con las

ciudades vecinas […]. La construcción privada prosperó asimismo. La era de

construcciones de palacios nobles coincidió con la expansión de las barriadas

artesanales, como la de San Nicolás. […] La construcción de edificios religiosos

en este periodo fue rápida. Los monasterios figuraban con preferencia entre los

que necesitaban madera y otros materiales de construcción en la ciudad.

82 Fueron habituales estos concubinatos durante todo el siglo XVI en toda Europa y creaban no pocos conflictos hereditario, pues muchas concubinas, incluida la propia Elvira González de Medina, daban hijos a aquellos clérigos.

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Pero el crecimiento urbano trajo sus consecuentes problemas de escasez de terreno

urbano, de agua y de hacinamiento. Y, sobre todo, los nuevos conventos venían a cubrir

las necesidades espirituales y de piedad económica de las viejas clases nobles y las

nuevas clases pujantes a las que pertenecían, de hecho, la mayor parte de los religiosos

de la ciudad. Las nuevas ideas religiosas de estas monjas carmelitas venían a chocar con

esta estructura social.

En relación con la identificación que se da entre los conventos y la sociedad de la

ciudad, hemos de destacar que, en resumidas cuentas, el convento de la Encarnación es

un auténtico “microcosmos” que replica las estructuras de Ávila. Bilinkoff define el

monasterio como un “mundo semimonástico, semihidalgo” (1993: 119), en el que se

perpetuaban los valores de clase, de casta y de honor, manteniendo, incluso, los

tratamientos de “doña” que mantenía la propia Teresa Sánchez de Cepeda. En las

celdas, que mantenían la estructura aproximada de un apartamento actual, llegaban a

vivir miembros de sus familias en épocas de escasez. De esta manera, la conversión de

la monja termina por ser también una reacción a las estructuras sociales de la ciudad que

se replicaban en La Encarnación, lo que ella llamaba “las cosas del mundo”. La

“reforma” tiene, pues, lazos sociales muy importantes. Y ello le lleva a insistir en la

necesidad de mantener la propiedad sobre la base de bienes comunales, lo que chocaba

abiertamente con las estructuras sociales de la ciudad. La lectura del espacio monástico

está, por lo tanto, relacionado de manera íntima con procesos urbanos de índole social y

urbana: gran parte de los problemas de La Encarnación contra los que reacciona y que

motivan la nueva estructura conventual por oposición se producen, como explica

Bilinkoff porque “había visto cómo el crecimiento descontrolado de La Encarnación

había hecho posible la administración del convento” (1993: 135), crecimiento motivado

por el crecimiento paralelo de la ciudad. Y las controversias suscitadas por ese

“microcosmos” urbano venían también de los problemas urbanos consecuentes, como el

temor al uso de un pozo particular en la huerta en época de dificultad de captación para

las nuevas zonas urbanas, así como “el de que las monjas podrían fallar en los pagos de

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los censos debidos a la ciudad” (1993: 141). A ello hay que añadir que los poderosos de

la ciudad preferían mantener el status quo del sistema socio-religioso. Si se le suma a

todo ello la obsesión inquisitorial por toda heterodoxia y, fundamentalmente, la

derivada de la heterodoxia femenina, la fundación de estos conventos venía a ser muy

dificultosa. Dificultades fundamentalmente urbanas incidieron en ello, dificultades que

Teresa debía de conocer con toda seguridad cuando funda en el lugar que lo hace,

puesto que (1993: 147):

El convento de San José estaba situado en “el corazón del distrito

comercial de Avila, un desierto en la ciudad. El contraste dramatico entre el

bullicio de las calles y el mercado y el aislamiento de las pobres monjitas era un

ejemplo para el resto de la población.

La pregunta obvia es por qué razón Teresa de Jesús fundará siempre en ciudades y

en zonas de importancia comercial grande, en plazas de poder económico castellano

como Ávila, Medina del Campo, Toledo, Segovia o Sevilla; es decir, por qué el

movimiento reformista es fundamentalmente “urbano” y, en el estricto sentido de la

palabra, “burgués”. Y las limosnas no pueden ser consideradas como el motivo

fundamental puesto que son precisamente los burgueses de estos lugares los que

quisieron cerrar su primera fundación, de la que se salva por la influencia de algunas

familias cercanas a la Santa.

Luego, la propia construcción, el lugar de ubicación del convento, la oposición de

este a ese “microcosmos” que eran los beaterios y conventos tradicionales de la ciudad,

le llevan a crear su propia casa que es, de alguna manera, un “microcosmos” opuesto a

la propia estructura social de la ciudad de Ávila como una manera de reacción social y

personal, no sólo de carácter religioso. Por ello, la conversión de Teresa Sánchez de

Cepeda y Ahumada en Teresa de Jesús tiene también tintes de revuelta social que no se

nos pueden escapar y de los que la estructura del convento es una suerte de metáfora.

A este respecto, es importante destacar cómo el espacio es capaz de construir la

concepción de identidad. Teresa de Jesús se opone a Teresa Sánchez de Cepeda desde el

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momento en que determina su existencia en Dios. Para ella habrá una lucha entre su

mundo interior y el exterior, lucha que será la constructora de su identidad frente a los

demás, expresión de su profunda concepción renacentista y moderna del “yo”. Isidoro

Arén ( 2006: 24) expone que:

Su lucha entre un mundo exterior, que le ha servido para formar su

mundo interior, presenta un aspecto de su personalidad que demuestra que ésta

era consciente de su individualidad que la diferencia del resto de la sociedad.

Sus construcciones son conformadas por un mundo exterior hostil y que la

silencia, forzándola a negar su individualidad.

Esta individualidad que nace con el enfrentamiento al mundo exterior provoca una

situación de poder, desde el momento que surge una conciencia diferenciada y

diferenciadora. Desde el momento que surge la obligación de escribir una vida, esa

escritura, a pesar de estar dirigida, mantendrá un valor individualista muy fuerte,

afirmado, precisamente en la negación de lo individual en el texto. Y la publicación de

esta vida será, también según Arriaga un arma de doble filo, porque, por un lado, servirá

para educación ortodoxa de las monjas y las mujeres de la época en la doctrina católica

postridentina. Pero, por otro, será de utilidad para quebrantar la sociedad patriarcal de

manera subversiva.

Luego hemos de determinar que el proceso de construcción monacal – que es el

proceso de creación de una identidad que transforma a Teresa Sánchez de Cepeda en

Teresa de Jesús – es también un movimiento de intervención personal femenina en un

proceso de transformación social en el que la escritura autobiográfica es fundamental.

El libro de las Fundaciones es, por lo tanto, un reconocimiento expreso de cómo se va

afrontando esa participación de las mujeres en la transformación social y urbana de la

ciudad. Las nuevas casas vienen a modificar la estructura monástica y a intervenir en la

sociedad de las ciudades más importantes de la Castilla del XVI. Por otro lado, cuando

las construcciones, edificaciones, los problemas administrativos que conlleva el nuevo

trazado de las formas urbanas del siglo XVI se filtran a algunas obras de carácter

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autobiográfico, como el Libro de la Vida o el de las Fundaciones, de Teresa de Jesús,

comienzan a convertirse en signos literarios de maneras muy distintas que llevan incluso

a su conversión en personajes de indudable trascendencia, caso de cada uno de los

conventos narrados en las Fundaciones, libro en el que el lugar tiene una historia que se

plantea en términos temporales y descriptivos.

2.3.1.2.- La recomposición de los principios autobiográficos femeninos del XVI: Castilla y Ávila para Gabriela Mistral

Un texto interesante para comprobar cómo la literatura teresiana fue recibida, no

ya en su época, sino en pleno siglo XX, es el de Gabriela Mistral (1889-1957).

Interesante por el paralelismo espacial que repercute en ambas tradiciones literarias y

que, hemos de suponer, influido una por el de la otra. Gabriela Mistral parte de una idea

femenina que está condicionada por la raza y por el espacio. La raza por cuanto la mujer

mistraliana es la mujer que proviene de todas las razas: blancos, negros, mestizos…; y

el espacio porque toda su obra está apegada a la tierra como ejemplo matriz de la

creación, es decir, involucrada en un concepto matriarcal opuesto al sistema cultural de

raíz paternalista. Ahí se encuentran obsesiones propias de la chilena, como la figura de

la madre o del papel femenino. Cercano a posturas feministas, el papel de la mujer, en

su rol de mujer heroica, como madre y trabajadora, como elemento “pobre y torpe”, la

sitúan en la esfera teresiana de la disculpa por el discurso femenino. Sin embargo, la

superación de las estructuras masculinas mediante el discurso poético cumplen la misma

función que en Santa Teresa: por un lado se invoca la torpeza de la mujer, pero, por

otro, se impone el discurso literario femenino. Por lo que respecta a la impresión

espacial del entorno que vive Gabriela Mistral, es imprescindible considerar la relación

materno-filial que se establece entre los elementos de la naturaleza y su propia vida. Las

montañas se traducen en una figura maternal que vigila permanentemente, la tierra, su

esencia nutricia, se desvela en su prosa en una suerte de panteísmo femenino que rompe

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con la clásica inspiración masculina de la divinidad. En este sentido, su acercamiento a

Castilla revela esa misma impresión, pero en sus aspectos negativizados. Para la autora

Chilena, Castilla no puede considerarse como una tierra, es decir, está abocada a perder

sus connotaciones maternalistas y a relacionarse con la vieja idea masculina de poder.

Creemos que, tras de estas evocaciones está la idea orteguiana y machadiana de

considerar la tierra de “Castilla ancha y plana como el pecho de un varón” (1947: 249),

que viene a coincidir con discursos masculinizantes de la tierra referentes al poder y a la

guerra como los de Antonio Machado: “Castilla miserable, ayer dominadora” (1995:

103), o el de Unamuno, directamente vinculado con su mundo interior y con ideas de

gravedad y severidad. Ella conocía bien a Unamuno, incluso mantuvieron cierta

relación de amistad durante algunos años, hasta el punto de que el vasco visitaba

habitualmente a la chilena durante su estancia en Madrid, amistad que se quebró cuando

Unamuno criticó su postura indigenista. Ya hemos comprobado cómo la idea

castellanista de Unamuno es una formulación simbólica de las tierras – tanto la tierra

llana como las extensiones montañosas que la circundan – y cómo esta identificación

simbólica tenía mucho de la geografía determinista francesa que equiparaba la

impresión paisajística al carácter de sus habitantes. Pues las impresiones de la Mistral

denotan esa misma identidad de paisaje. En un texto titulado Castilla y que relata un

viaje por diferentes ciudades hace, incluso, referencia a Unamuno en los siguientes

términos (1989: 70): “Recuerdo las palabras de un francés: Esa Castilla que yo he visto,

pero que debe ser tremenda tierra, ha enloquecido de abstracciones a vuestro Unamuno.

Como antes al Greco, contesté; y está bien entre tantas mentes jugosas y abundantes esa

seca y febril de Salamanca”. La idea de estas tierras está también vinculada a la

literatura de Azorín, quien también aparece citado brevemente en el texto. Todo ello

está condicionando la imagen espacial de la autora. Pero no tanto como la verdadera

traslación de esta idea al siglo XVI. Porque el texto, fundamentalmente autobiográfico,

introduce un elemento narrativo ficcional de primer orden al introducir un interlocutor

ficticio como es Santa Teresa, quien se involucra en la narración bajo la forma de una

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aparición. Esta aparición parece responder a dos funciones precisas: la primera,

modificar la sensación de masculinidad que se produce al tratar a Castilla de una “no-

tierra”, porque en estos términos se refiere a ella (1989: 76):

Castilla casi no es una tierra, es una norma: no se la olfatea como el

platanar del trópico ni se la palpa con los ojos como a la pradera

norteamericana: se la piensa; nacen conceptos de ella, en vez de olores; en lugar

de la fertilidad del humus, los huesos de sus muertos hacen su fertilidad de

fiebre.

Y la segunda, aportar connotaciones de carácter femenino y feminista al texto, de

manera que la observación del espacio que se producirá aparecerá modificado por esa

instigación literaria hacia el mundo paternalista de Castilla. Esa aparición teresiana se

presentará, sin embargo, como un remedo de la autora, como una voz con la que

conversar y exponer su visión opuesta de lo castellano a su impresión forastera. La

elección de Teresa de Jesús hay que entenderla, por sus abundantes lecturas de la

abulense y por su inquietud femenina de mostrar la lucha contra el mundo. Teresa será

la expresión del trabajo femenino (1989:77): “Mira: que yo levantaba aquí un convento,

es decir, que ponía un montoncito de mujeres a trabajar” […] Resulta que yo sabía al

principio poco del manejo de mujeres que es dura faena”.

Gabriela Mistral se quejará, como Santa Teresa, de que la ciudad supone la

perdición del pecado (1989: 77) “No quedes mucho allá [en Madrid], las capitales echan

a perder a todos”. Y, al igual que la Santa, pasa por la ciudad sin hacer apenas mención

de ella (1989 77):

Entramos en Ávila, blanca de escarcha que suena bajo mis pies con el

ruido seco de las sandalias de ella… Pasa la Plaza de la Santa, miro una estatua

suya, que no me dice nada, ni su arrobamiento ni sus fundaciones; pasa

callejuelas pobres, cruzan vendedores y mujeres que yo saludo con una cándida

simpatía queriendo saludar la carne suya. Ya hemos recorrido Ávila, y el tiempo

despeja; ahora en el cielo azul la muralla se recorta límpida; salimos hacia el

campo para gozarle el contorno crestado y enorme. Este era el paisaje de la

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Santa, esta desnudez de cuello de buitre, entraba por sus ojos grandes. La

inmensidad del horizonte le daba elevación cotidiana.

La autora intenta relacionar paisaje con personalidad, al igual que hicieran los

autores del 98. Encontramos otra vez cómo el entorno parece influir en la evolución

psicológica del personaje, de manera que Gabriela Mistral encuentra las concomitancias

y diferencias entre ella misma y Santa Teresa evocadas en el paisaje y el entorno. La

ciudad, que es la asimilación cultural de la sociedad apenas importa, porque es sólo un

lugar en el que “se está” para procurar evitarlo. El espacio urbano sólo interesa por lo

que tiene de necesario para la fundación o para el discurso literario. Sin embargo, no se

nombra apenas, no se describe. En el caso de Gabriela Mistral, el campo, el campo de

Castilla, que es la representación de lo masculino, es un gesto de poder y de dominación

que, sin embargo, hay que soslayar:

En la luz de Castilla, luz de espejo enjuto, cuesta creer eso de los arrobos,

y es muy justo dudar, y hasta es bueno. Era yo, es cierto, monja un poco

dominante. Como quien trae, hija, encargos grandes que cumplir aquí abajo, y

acicateando a las gentes para que los cumpla, se vuelve “Majadera del Señor”.

Cuando me echaron de un convento, hija, salí con irritación. Mas, lo miré desde

lejos y no era mío, era de la loma y de la atmósfera.

Parece evidente que existe en este texto una evidente redacción de esa función

femenina de la torpeza que se constituye en una autoafirmación. La expresión de “mujer

dominante” viene, sin embargo, a oponerse a esa idea, aunque viene, de nuevo, a

negarla en la aceptación de sumisión a la naturaleza que se apropia del convento.

Naturaleza que, ahora sí, es femenina y maternal. Gabriela Mistral está utilizando los

elementos básicos de la escritura autobiográfica femenina del siglo XVI para

recomponerlos de manera que se sometan a criterios femeninos vinculados a espacios

femeninos.

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2.3..2.- Ávila en textos autobiográficos en torno a 1900: Los inicios de la concepción retórica de la ciudad de Castilla en la lírica simbolista. La percepción sincrónica frente a la percepción diacrónica

Antes de adentrarnos en los textos autobiográficos de aquellos autores simbolistas

o que han entrado en la nómina de lo que llamamos “fin de siglo”, no podemos olvidar

que, ya en la segunda mitad del XIX se venían produciendo cambios en la ciudad que

habían dejado una huella importantísima en la literatura del momento, como ese

romanticismo tardío del que Gustavo Adolfo Bécquer ha terminado por ser la voz

poética más certera. En sus textos en prosa, Bécquer ya había dado una imagen de

Madrid, la ciudad que vivió más de cerca, bastante cercana al ideal burgués y europeo

en torno a la transformación urbana, de manera que podemos encontrar artículos suyos

acerca de la vida cotidiana en los jardines del Retiro, en los conciertos del Teatro Real,

sobre las nuevas cafeterías que se van abriendo en las avenidas o escenas del “Madrid

moderno” . Junto a ellas, abunda también el artículo de costumbres en el que el tipismo

y la tradición de las aldeas y el campo español ponen el contrapunto hispánico a todo

este despliegue de europeismo importado.

Bécquer describe un nuevo café abierto en Madrid con el entusiasmo que la

modernidad lleva por donde abre sus avenidas. El artículo, “Madrid Moderno” (2000),

es, no sólo la pintura física del espacio abierto donde se reúne la nueva burguesía, sino

la indagación en la vieja tradición española de reunión social. Para Bécquer, el café

moderno no es sólo una novedad importada, sino la consecución lógica y moderna de

las viejas botillerías madrileñas (2000: 947):

El café desciende en línea recta de la botillería. ¿Quién no recuerda el

carácter y la fisonomía de estos establecimientos tradicionales, en que sólo se

hacía café para algún que otro raro aficionado, y se servían sorbetes en

determinadas estaciones? La botillería era un lugar de paso; alguna manola,

invitada por un majo de los que reprodujo Goya, solía entrar a refrescar,

después de la corrida de toros en que había admirado a Pepe-Hillo; algún

politicón rancio, o tal cual poeta confeccionador de ovillejos, entraban a leer el

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Mercurio o a departir acerca del mérito de las novedades teatrales antes de ir al

corral de las comedias.

Para Bécquer el cambio social es el que repercute en los cambios ambientales, de

manera que la sociabilización de las costumbres, la novedad de la decoración, la

sensación de lujo son elementos que la gran ciudad recoge con ánimo. Esa ciudad es

(2000: 948) “la multitud que sigue con interés esas evoluciones; hoy admira un café

nuevo, mañana celebra otro; pero de día en día son mayores sus exigencias. En este

caso, lo que comenzó por necesidad vulgar de comodidades y ostentación, se convierte

en exigencia de un gusto más delicado”. De estas palabras se puede desprender que

Bécquer es ya un ciudadano de la gran urbe; que, como hará Baudelaire, intenta reflejar

ya esa modernidad que ha democratizado los ambientes burgueses, que busca un mayor

refinamiento estético, que, en suma, va a irse oponiendo, cada vez en mayor medida, a

los ambientes rurales que, incluso todavía, ocupan el suelo español. Sus descripciones

del Retiro madrileño no son sino la apreciación de la vida urbana, pura vida de la ciudad

en la que los árboles y el paisaje no importan en absoluto, sino las faldas de las

modistillas o los trajes de los nobles. De nuevo, como en los cafés, es la multitud la que

se enreda en el jardín con la misma inercia con la que se movería en los bulevares

parisinos (2000: 827): “La multitud que en ciertos días clásicos va y viene, cruza y torna

a cruzar y se enreda y se enmaraña pasando y repasando en mil direcciones distintas,

podrá presentarnos confundidas las diferentes capas de la sociedad”. Podemos

comprobar cómo Bécquer se está haciendo eco de esa transformación urbana de la gran

ciudad y, consecuentemente, de la sociedad que en ella vive.

Ahora bien; frente a esa urbe burguesa y de masas más o menos ordenadas y en

movimiento, la naturaleza romántica, el paisaje de las ciudades pequeñas que emergen

en el campo tendrá un matiz opuesto y, en cierta manera unido al desarrollo de la

modernidad. Porque Bécquer, ya en la segunda mitad del XIX está contemplando las

ciudades, no como un romántico más, sino como un hombre de finales de siglo, atento a

los movimientos modernos que están modificando ciudades y costumbres. Las pequeñas

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ciudades, más allá de los convencionalismos románticos de la historia nacional y los

paisajes rurales, se aparecen como pequeñas islas por incorporarse a la corriente de

renovación. Este es el caso de Ávila. Por un lado conocemos el texto “Caso del

ablativo”, un breve reportaje que Bécquer publicó con motivo de la inauguración de la

línea férrea del norte que tenía estación y parada en la ciudad. El artículo se divide en

varias partes que se refieren a cada ciudad de cierta importancia por la que circula el

tren. En el caso de Ávila, son apenas unas líneas, pero de gran interés, por lo que se

refiere a las ideas de Bécquer acerca de las ciudades pequeñas, de la modernidad y del

desarrollo. Contrariamente a lo que pudiera parecer, el poeta sevillano se muestra más

predispuesto al cambio hacia el progreso que a la pervivencia histórica. La primera parte

del texto hace una descripción lírica de la aproximación a la ciudad desde el tren a

vapor. Ávila se aparece como (2000: 804) :

A un lado del camino se descubre, casi perdida entre la niebla del

crepúsculo y encerrada dentro de sus dentellados murallones, la antigua ciudad

patria de Santa Teresa. La de las calles oscuras, estrechas y torcidas, la de los

balcones con guardapolvo, las esquinas con retablos y los aleros salientes. Allí

está la población, hoy como en el siglo XVI, silenciosa y estancada.83

Sin embargo, no será Bécquer quien busque la consolidación del espíritu del

renacimiento español en estas localidades castellanas. Muy al contrario, se muestra

abierto al desarrollo de éstas, incluso a expensas de la ruptura de su cinturón de

murallas. No hallamos, por ningún lado, otra cosa que no sea la esperanza de un cambio

profundo en la vieja estructura urbana y social de la ciudad. Es un deseo de cambio

urbano y, consecuentemente, de cambio social.

Pero ya se acerca la hora. Unas tras otras, las ciudades, al despertar de su

profundo letargo, comienzan por romper, al desperezarse, el cinturón de

vetustas murallas que la oprimen. Ávila, como todas, romperá el estrecho cerco

83 Tomamos el texto de Bécquer, G. A. (2000). Hemos de explicar, como la propia edición reconoce, que este texto fue publicado en El Contemporáneo (21-VIII-1864) de forma anónima, si bien Gamallo Fierros se lo atribuye a Bécquer ya en 1948 en Páginas abandonadas. “Del olvido en el ángulo oscuro…”. Madrid: Valera.

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que la limita y se extendería por la llanura como un río que sale de madre. Si

hoy volviese santa Teresa al mundo, aún podría buscar su casa por entre las

revueltas calles de su ciudad natal sin dudar ni extraviarse. Esperemos que, de

hacerlo dentro de algunos años, le será preciso valerse de su cicerone.

Porque Bécquer había conocido ya Ávila, como su hermano Valeriano que había

pintado los tipos del país. En esa misma línea, Gustavo Adolfo describe los personajes

característicos de la zona en otro breve artículo titulado “Labradoras del Valle de

Amblés. Tipos de Ávila”. Es el lógico contrapunto a todo lo anteriormente expuesto,

porque la descripción de esas labradoras es la de una mujer alejada de los conceptos de

belleza de la época, por supuesto, más urbanos, refinados y sofisticados ya en su

momento. O , lo que es lo mismo, la oposición entre una belleza urbana y civilizada

frente a otra de aldea. Así, (2000: 920):

El tipo de las labradoras avilesas no es seguramente un dechado de

perfecciones clásicas, ni nada hay más distante que su expresión y sus contornos

de las formas aéreas de la mujer sílfide, producto de la civilización: su nariz

ligeramente remangada, sus ojos vivos, negros y pequeños, sus labios que

parecen guindas, su tez dorada como el trigo, su talle apretado y sus caderas

redondas, realizan el ideal de la muchacha bonita de aldea, limpia, hacendosa y

alegre, que huele a tomillo y mejorana.

Años después, esta tendencia se seguirá viviendo de manera poderosa, si bien

empezaremos a encontrar vivos ataques a esta necesidad de progreso que los

posrománticos ya no terminaban de considerar tan negativo.

Al respecto de esta narración concreta, queremos destacar aquí la opinión de

García Montero (2006: 106), quien, en un análisis acertadísimo de la trasposición que

supone la obra de Bécquer de la obra de Baudelaire, se da cuenta de cómo la

descripción del paisaje y de las ciudades que deja a su paso sólo puede darse desde la

urgencia que ha aprendido de la ciudad, lo que excluye, terminantemente, la crónica

realista:

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Esta nueva mirada sugiere un nuevo estilo, como demuestra el artículo

“Caso ablativo”, publicado en agosto de 1864. Recoge la crónica de la

inauguración de la línea de ferrocarril del norte de España. Bécquer sube al tren

y no puede escribir una crónica realista, porque la paciencia descriptiva no capta

los sentimientos de vértigo que se reciben al ver desfilar los paisajes y las

ciudades por la ventanilla. Sólo acierta a escribir unas “cuantas notas…

descosidas, incorrectas, casi sin ilación, como tomadas al escape para fijar las

impresiones del momento”.

La transformación vital que se produce en las ciudades españolas en torno a 1900

tiene unas evidentes causas sociales, culturales y económicas. Ya hemos estudiado hasta

qué punto el concepto de ciudad se modifica en las postrimerías del XIX y en lo que

hemos venido a denominar “literatura finisecular”, a través de dos claves de

interpretación, la que hace referencia a las grandes ciudades que empiezan a emerger en

España y en la consideración intelectual de las ciudades pequeñas, los lugares que

encajan en el tópico de las “ciudades muertas” y en las pequeñas ciudades y pueblos de

Castilla.

Estas dos situaciones espaciales tienen, por supuesto sus propias explicaciones

sociológicas. En el primer caso, la transformación de la gran ciudad en España se

produce con cierto retraso, caso aparte de Barcelona, cuya renovada apariencia urbana,

con su trazado racionalista y la importancia de la arquitectura modernista la sitúa en

línea con las grandes ciudades europeas. A pesar de todo, en Madrid y Barcelona

comienza a darse el mismo fenómeno cultural y social de todas estas ciudades y los

movimientos intelectuales comienzan a aparecer modificados también por estos nuevos

barrios y avenidas. Por un lado, el escritor parece incorporarse a esa corriente de

novedad que abre espacios de ocio nuevos en las nuevas calles, pero por otro parece

recluirse en la vieja ciudad nocturna que esencializa valores antiguos. Por un lado, el

escritor se convierte en flâneur, por otro, en bohemio.

El concepto de bohemia se ha venido a asociar al nacimiento de la nueva ciudad

industrial y se postula entre los nuevos escritores del finales del XIX y principios del

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XX como una nueva experiencia de adentrarse en la novedosa vida urbana. Estos

escritores viven en los espacios como auténticos exploradores románticos en busca de la

novedad que vivir. Por un lado, pretenden experimentar las aportaciones culturales que

ofrece la complicación de una vida llena de novedades diarias, de cambios rápidos y

urgentes que modifican a cada día los lugares. A este respecto, José María Vicente

Herrero (2004: 1) ha tratado el tema de los bohemios y la ciudad burguesa de la época

finisecular y une estas experiencias de la nueva intelectualidad urbana a la expresión

novedosa de sus ciudades:

Si los escritores pequeño-burgueses necesitaban adentrarse en la

sabiduría de las gentes y costumbres de otras provincias, los artistas afincados

en la metrópoli (y por ende los bohemios), requerían las nuevas pautas que la

ciudad industrial estaba formalizando para una convivencia jamás vista hasta

entonces. De este modo, recorrer las calles, pararse ante los escaparates,

deambular o entrar en garitos miserables, se constataron como experiencias que

formarían el nuevo bagaje de la sociología urbana posterior.

Estas nuevas experiencias se vienen a unir a la ya vieja idea romántica de que era

necesario conocer la propia tierra y la íntima necesidad de viajar y conocer nuevos

lugares como aportación intelectual y espiritual. Y el destino principal es París. Es

extraño encontrar algún autor de esta época que no haya visitado París en algún

momento. Y hay que añadir además el ejemplo viajero que habían aportado los

europeos que iban llegando, cada vez más a España. Aparte de estos viajes

internacionales, la moda del viaje regional también se impone. En línea con la idea del

mejor conocimiento propio, los escritores suelen presentarse en los pequeños pueblos,

hablar con sus gentes y dejar por escrito sus impresiones al respecto. Esto lo expresa,

quizá mejor que nadie, Pío Baroja (1997: 650):

Comienza a haber un deseo relativo de conocer la tierra donde se vive y

cierto afán por viajar; no hay ese prestigio único de París, y se siente afición al

campo, a las excursiones, a los viajes pequeños y a las ciudades de provincia.

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Ya venimos viendo cómo son muchos los autores que recorren España y dejan por

escrito sus impresiones. Así Andanzas y visiones españolas, en el caso de Unamuno,

Castilla, de Azorín… integran un buen número de obras en las que el interés se centra

en el desplazamiento por el espacio y tiempo que recrear a partir de la propia visión e

interpretación.

Vicente Herrero plantea una interesante visión de esta doble manera de viajar que

se da en el contexto del fin de siglo. Por un lado están esos autores de los que venimos

hablando, acomodados y con ciertas ventajas burguesas, que pueden viajar por el simple

hecho del conocimiento y el disfrute; y por otro están quienes tienen que malvivir en las

ciudades industriales – sobrevivir es la palabra utilizada por Herrero – y que ni siquiera

tienen la posibilidad de salir de ella, con lo que este espacio se convierte en el único que

puede ser viajado y conocido íntimamente. Ahora bien; si esa ciudad estaba aún en

construcción y en proceso de consolidación, no sólo física, sino también intelectual,

también la interpretación se encuentra en pañales literarios.

Y aún no se explica muy bien ese deseo de incorporar al caudal narrativo – y

poético – del momento esas otras ciudades pequeñas de las que Rodenbach se hace el

principal intérprete. Las ciudades muertas se encuentran aún en esa doblez oculta sobre

la que el escritor se mueve y que no encuentra un sentido claro para la historia de ese

otro tipo de espacio urbano que está muriendo que no sea la propia ficción. La historia

de las ciudades que han tenido un significado claro en la vida humana y que ahora no

encuentra un sentido entre los nuevos urbanitas, cuyo pensamiento positivo excluye esta

imagen espiritual e historicista. Sólo desde una perspectiva medianamente nostálgica o

puramente narrativa podrán incorporarse a esta literatura. Vicente Herrero explica

(2004: 3):

Pero básicamente, la ciudad muerta tuvo su lógica entre la pequeña

burguesía intelectual, quien se sentía plenamente urbana y, por ello, rechazaba

la ciudad incapaz de asumir la belleza natural y la tradición positiva (aquella

que Unamuno buscaría en la intrahistoria). Donde no tenía sentido era en un

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ámbito artístico marginal, simplemente porque no había en el decadente

conciencia del significado "ser urbanita", ni, mucho menos, el de una nostalgia

anterior identificada con la provincia.

La lógica expresión de la ciudad pequeña en la escritura de fin de siglo tendría una

única explicación nostálgica para quienes han vivido un cierto cosmopolitismo

abrumador. Frente a ellos, los bohemios no pueden siquiera vivir en esa nostalgia

urbana, lo cual tendrá importantes consecuencias en la escritura autobiográfica que

pudieran practicar. Lógicamente, no encontraremos apenas diarios de viajes, ni los

textos autobiográficos tendrán mayor desarrollo. De hecho, la esencia de la obra de

estos autores será la de hacer de su vida literatura, construirse una vida literaria, de

manera que la propia vida se convierta en obra de arte. Por ello será difícil, por un lado,

escribir esa propia autobiografía trasladándola al papel impreso, y por otro deslindar el

concepto de verdad y de vida en aquellos textos que pueden tener cierta forma

autobiográfica. No son pocos los autores que mentirán o recrearán una vida inexistente,

caso de Valle Inclán con respecto a sus orígenes, o las leyendas urbanas que se

construyen de otros bohemios como Pedro Luis de Gálvez. Por ello, vamos algo más

allá de las opiniones de Vicente Herrero, por cuanto la dificultad de trasladar la vida a

los textos no depende sólo de su antiburguesismo, o de un hipotético distanciamiento

con respecto al viejo espacio urbano. Creemos que es la propia idea de vida urbana del

bohemio de la gran ciudad el que impide su traslación autobiográfica, porque su propia

vida se convierte en ficción. Para Herrero (2004: 3):

En la base de este distanciamiento estaba la pose decadente del bohemio,

que impidió, en buena medida, la traslación de su vida a los textos (aunque no

fuera la única causa en un artista enfrentado constantemente al filisteísmo

burgués). Aunque las manifestaciones no literarias tampoco obviaron su postura

epatante. Por ello, el bohemio genuino que elegía la forma de vida de un arte

aristocrático se imbricó, dándole un sentido particular, en el prosaico ir y venir

de gentes, carruajes, ensanchamiento de calles, nuevas y constantes

construcciones que le iban dando a la ciudad un aspecto de eterna muda y que,

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dicho sea de paso, también le permitió, aun sin desearlo, entrar en la estadística

de los logros del progreso.

Por ello, la ciudad es, para el bohemio de fin de siglo, la expresión de un “paraíso

artificial”. La artificiosidad urbana permite el abandono y la anonimia; y en ella, las

drogas, el alcohol, la desacralización del arte son expresiones literarias en sí para estos

autores, por lo mismo que lo es la vida en los cafés y en los bulevares recién estrenados.

El poeta o el escritor hace ostentación de esa nueva aristocracia urbana que se convierte

también en aristocracia creativa.

El ejemplo de la literatura francesa va a pesar sustancialmente sobre los españoles,

fundamentalmente las obras de Poe, Hugo o Balzac, de manera que comenzará a

sustituirse la idea de naturaleza romántica por la de ciudad populosa opuesta a lo

natural. Lo que va a diferenciar, sin embargo, al flâneur baudeleriano de la bohemia

urbana es que, mientras que le flâneur manifiesta un deseo de trasladar a la literatura la

contemplación y asimilación del espacio, el segundo tiene el don de postrarse ante los

lugares infrahumanos y degradados, por lo que raras veces veremos esa traslación de la

ciudad a la literatura.

Pero más allá de la bohemia y el flanear por las ciudades nuevas, las viejas, las

antiguas ciudades muertas también ocultan una vida oscura que se manifiesta en no

pocas ocasiones. Esta es la opinión de Gómez Carrillo, citada por Vicente Herrero

(2004: 9):

No son sólo París, Barcelona, Milán, Buenos Aires y las demás

Metrópolis noctámbulas las que merecen ser observadas a la claridad de las

lámparas. En pueblos muy tranquilos, en villas viejas y casi muertas de países

lejanos, cuando la sombra invade la calle es cuando los interiores revelan algo

de su misterio. Deteneos entonces ante las ventanas, deteneos ante las puertas

de las tiendas, y veréis las escenas familiares desarrollando sus lánguidas cintas

cinematográficas al resplandor de las antiguas lámparas patriarcales 84.

84 La cita procede de Gómez Carrillo, E. (1919). El primer libro de las crónicas. En Obras Completas, VI. Madrid: Mundo latino, pg. 117.

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Y hay un evidente deseo evocador en quienes escriben sobre estas ciudades que

tiene un aspecto paradójico. Las grandes avenidas, los diseños racionalistas de estas

ciudades nuevas habían surgido por la necesidad de evitar ciertos conflictos sociales de

delincuencia en el siglo XIX. Este nuevo diseño facilitaba el movimiento de grandes

masas de población en la ciudad, algo que suponía una necesidad social en esta época.

A nadie se le escapa el Londres que describe Dickens en sus obras, una ciudad que

había crecido exponencialmente con la llegada de masas trabajadoras y que las

hacinaban en barrios antiguos o diseñados según las viejas normas de expresión urbana.

Las frecuentes revueltas populares se producían también en el París de los años

posteriores a la Revolución, de tal manera que Napoleón III pretendió liberar espacio

para controlar más fácilmente esas masas de población. Parece evidente que, tras estos

procesos de transformación, existía un evidente interés social, pero también político.

Luego la nueva ciudad surge del interés burgués de adaptar sus nuevos barrios

que, además, mantendrán cierta estructura social en cuanto a la nueva edificación.

Barcelona es otra buena muestra y, en su nueva zona de expansión, las casas burguesas

cumplen su misión de identificar a la nueva riqueza de sus habitantes.

Y, a pesar de todo ello, serán precisamente estos escritores acomodados los que

echarán en falta las viejas ciudades caídas bajo el peso de la novedad.

José Ramón González García (2001: 1) en un interesante recorrido por los

presupuestos sociológicos y políticos implicados en el desarrollo de la literatura

modernista explica lo siguiente:

Es bien sabido, por ejemplo, que la destrucción del viejo París con su

entramado de intrincadas callejuelas y su sustitución por grandes bulevares

rectilíneos tuvo mucho que ver con el interés de Napoleón III por garantizar el

"orden público", dificultando las hasta entonces frecuentes revueltas populares;

se libera espacio para facilitar el movimiento individual y el desarrollo

económico, sí, pero al mismo tiempo para hacer más fácil el control de los

grandes desplazamientos de masas.

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Esta es, básicamente la teoría de Marshall Berman (1988) que hemos venido

citando en la primera parte de nuestro estudio. Para Berman, la acumulación de locales

cantados profusamente por los escritores modernistas habría sido propiciada y

estimulada por las propias autoridades en las nuevas zonas urbanas y los pulmones

verdes también habrían aparecido por voluntad (y, entendemos, criterio estético) de

estas mismas. Los mercados centrales que se copiarán en las pequeñas ciudades, los

bulevares, los teatros de Ópera… formarán parte de esta nueva ideología urbana que

será copiada, en pequeña escala, en las pequeñas ciudades a finales del siglo XIX, como

explica el propio Marshall Berman (1988: 150):

Los bulevares eran sólo una parte de un amplio sistema de planificación

urbana, que incluía mercados, centrales, puentes, alcantarillado, abastecimiento

de agua, la Opera y otros palacios destinados a la cultura, una gran red de

parques.

Incluso en las pequeñas ciudades como Ávila comienzan a surgir estos cafés, los

parques se construyen a imagen de las grandes ciudades como zonas de expansión y

modestos jardines botánicos. En Ávila se modifica el parque de San Antonio con esta

intención a finales del siglo XIX y se construye un gran jardín verde en lo que todos los

escritores definían como un “esqueleto crustáceo”. Se construye un pequeño teatro a la

manera de los teatros decimonónicos, se inauguran los nuevos proyectos urbanos

vinculados a la llegada del ferrocarril y que suponen una gran avenida a la manera de la

Ciudad Lineal de Madrid… Y, sin embargo, todo ello es obviado por los viajeros que

llegan a la ciudad.

Todo ello es, en el fondo, paradójico. Si no fuera porque debemos interpretar en

la obra de estos autores una oposición de raíz a la nueva ciudad que surge. Cuando estos

autores llegan a la ciudad, critican, por un lado la destrucción de su vieja estructura.

Pero también experimentan una cierta contraposición anímica a las viejas estructuras

sociales de las pequeñas ciudades. Si Unamuno admira la vieja ciudad del siglo XVI,

más o menos de la misma manera que Azorín cuando la denomina como “Atenas

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Gótica”, Baroja pasa por ella sin mucho interés y, por ejemplo, Rubén Darío que alguna

vez a ella para visitar a su mujer, Francisca Sánchez, abulense de nacimiento, ni siquiera

la cita.

Así, por ejemplo, merece un lugar destacado en la historia de nuestras

ciudades el proyecto de renovación que Ildefonso Cerdá diseña para Barcelona

a mediados de la centuria (1860) y que, en su concepción de barrios

cuadriculados según el modelo americano, será imitado con posterioridad por

otros urbanistas y arquitectos españoles. O la propuesta de Castro, con su plan

para Madrid en 1860, (Peyronet, por su parte, y en una actuación parcial pero

muy significativa, libera el espacio de la Puerta del Sol). En otras ciudades

españolas se redactaron también proyectos similares: plan Cortázar, en San

Sebastián (1866) o planes para La Coruña (1883) y Vigo (1900), entre otros

muchos

Proyectos, algunos de los que citábamos, que, en su mayoría no se llegaron a

materializar, y los que lo hicieron, lo hicieron muy tarde. Ahora bien; ya casi en la

década de los 70, tanto Madrid como Barcelona comienzan esos procesos de

modernización y, por la facilidad relativa de los viajes con las primeras líneas de

ferrocarril, a finales del XIX y a principios del XX, las pequeñas ciudades comienzan a

derribar sus murallas. No es sólo la llegada del ferrocarril. También es la proliferación

del tráfico que, en algunos años será de automóviles. El historiador Raimon Carr, citado

por González García, lo explica de la siguiente manera (1979: 398):

En el siglo XIX las ciudades empezaron a reflejar el flujo rural en forma

de nuevos suburbios y calles más amplias. Así, aunque Madrid y Barcelona

habían planeado su desarrollo con anterioridad a 1868, solamente en la última

década del siglo XIX dejaron de parecer desiertos urbanos las nuevas calles

proyectadas de los ensanches, que se llenaron de bloques de casas en islas

cuadradas uniformes, divididos por calles iguales de anchura doble y adornadas

con impresionantes bancos y edificios públicos. En las grandes ciudades, el

casco congestionado de la ciudad antigua tuvo que romperse con travesías

anchas - la Gran Vía de Madrid, la Vía Layetana de Barcelona (1910); la

primera dio al centro de Madrid la apariencia de una capital moderna.

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Posteriormente esta oleada de "urbanismo" llegó a ciudades de provincias,

algunas de las cuales habían permanecido aprisionadas dentro de sus murallas

sin calles apropiadas para el tráfico motorizado.

Quizá el caso de Ávila sea especialmente significativo porque las murallas no

llegan a derribarse por carecer su Ayuntamiento de presupuesto a tal fin. Y eso debió de

suponer un especial interés por parte de quienes visitaban la ciudad, al encontrar una de

aquellas ciudades que no empezaba su proceso de modernización exactamente en el

momento en que la mayoría de las capitales de provincia estaban comenzando a hacerlo.

Es decir; el conflicto debía de ser, no tanto de contraste histórico como de extrañeza

temporal. La ciudad debió de parecer, en su momento, una rareza en el registro de

novedades urbanas del momento.

Ávila llegará a conservar durante muchos años una división social basada en una

división urbana arcaica. Como bien aprecia González García, la vieja división urbana

marcaba las clases en torno a una idea de verticalidad. La parte alta de la ciudad estaba

ocupada por las clases dirigentes, mientras que los barrios, en la parte baja, estaba

poblada por las clases bajas. Así lo podemos apreciar en La gloria de don Ramiro, en

cuyo cronotopo hemos apreciado esa diferenciación de la ciudad alta y la ciudad baja,

en la que, además, se insertan apreciaciones de corte moral. Por otro lado, la ciudad

vieja hacía convivir clases sociales diferentes en espacios muy limitados, a menudo

edificios. Por ejemplo, los locales aparecían reservados para medianos o pequeños

comerciantes que vivían en la parte trasera de la tienda o en el piso inmediatamente

superior, en casas de clases mucho más acomodadas. Para González García (2001: 6):

Si en las ciudades antiguas predominaba una estructuración vertical del

espacio correspondiente a cada grupo social, en la ciudad moderna se produce

una compartimentación según un eje horizontal, lo que implica, en el fondo, una

mayor separación, una más radical distancia (y no sólo física). En otras

palabras, la coexistencia tradicional de las distintas clases o estamentos sociales

dentro de un mismo edificio o una misma zona de la ciudad - con la innegable

presencia de cuantas refinadas barreras simbólicas queramos imaginar -, se verá

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sustituida, en el siglo XIX, por el desarrollo de nuevos espacios de uso

específico o por la especialización de los ya existentes, surgiendo, de este modo,

una marcada separación entre barrios proletarios y barrios residenciales, o entre

distritos comerciales/productivos y distritos de uso predominantemente

habitacional.

Estas distribuciones urbanas permitirán la presencia de millones de personas en un

mismo lugar, pero no su interrelación humana, lo que contribuirá a la aparición de

grupos humanos desplazados de ese mismo entorno, o, como se ha venido denominando

a esa descontextualización humana en su ambiente una “deshumanización”.

El flâneur se sentirá voluntariamente excluido de esa nueva forma de organización

impuesta por el entorno y asistirá a ella como un contemplador exento. La ciudad que

organiza no sería más que una formulación física del paternalismo del poder, con lo cual

el escritor que se excluye de ella estará conscientemente oponiéndose a esa suerte de

dictadura urbana a través de una actitud deliberadamente marginal. La biografía de

Baudelaire o de Verlaine son ejemplos de esta actitud de rebeldía y desasimiento del

entorno, lo que podíamos denominar un sentimiento de “desarraigo”.

En esa misma línea se encuentran los escritores de fin de siglo español,

curiosamente influidos por esa corriente de desarraigo urbano cuando en España apenas

se había iniciado el proceso. Unamuno, Azorín, Maeztu, Baroja… replican a las

ciudades con la recreación de la vieja ciudad de provincias que, en España, representan

las ciudades castellanas. Un buen número de ejemplos se dan en la novela de fin de

siglo, la que se ha denominado “novela lírica”, pero la gran parte de los escritos que

reflejarán esta actitud aún romántica de vinculación histórica y espacial se dará en los

textos autobiográficos, sobre todo en la literatura de viajes y en textos poéticos, algo

obvio cuando se trata de la reunión de espacio y autor en una única perspectiva

narrativa.

Surge de esta nueva unión del hombre con su ambiente una nueva perspectiva que

todos conocemos, aún hoy, como “vida en la ciudad”, frente a otros conceptos como la

“vida en el campo” o “en provincias”. El urbanita se convierte en un habitante que se

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siente diferente al resto de sus congéneres porque su forma de aprehender el espacio

también le aporta unos materiales nuevos de expresión y una riqueza cultural también

nueva. Como Berman señala, la ciudad aporta (1988: 151): “una experiencia

singularmente seductora, un festín visual y sensual”.

George Simmel, quien se ha ocupado en varios artículos de estos asuntos del

espacio urbano desde aspectos sociológicos, define la diferencia cualitativa que se da

entre la aportación cultural de la ciudad grande y la de las pequeñas (1989:69):

(…) podemos ser conscientes del profundo contraste que ofrece la gran

ciudad si la comparamos con la pequeña ciudad o con el campo, localidades

éstas en las que la vida sensible e intelectual discurre más regularmente,

siguiendo un ritmo más lento y rigiéndose por hábitos adquiridos.

Esta diferencia que cita Simmel responde a la ideología al respecto de autores

como Unamuno y Azorín, quizá los que más cerca se hallan de trasladar a los textos esta

idea de transcurso temporal de la cultura encuentran en la ciudad pequeña ese concepto

de conexión cultural perdida en la ciudad. Sobre estas ideas de Simmel, González

García se plantea qué hace diferente al hombre de la gran ciudad frente al de las

ciudades pre-industriales. Y, sobre todo, cómo esta diferencia se traduce en nuevas

formas de creación artística, si ello se da realmente. La razón de este cambio afecta a

dos signos fundamentales de la expresión literaria, como son los del espacio y el tiempo.

Es este mismo autor, quien explica esta nueva forma de creación e interpretación

cultural (2001: 22): “soluciones de continuidad que han llevado a Josep Picó85 a

caracterizar, siguiendo a Simmel, la experiencia moderna del tiempo como transitorio;

la del espacio, como fugaz y la de la causalidad como fortuita o arbitraria”.

Lo importante para nosotros es cómo se traslada esto a la literatura. Porque, a

diferencia de otras literaturas europeas, la expresión de la ciudad (de la ciudad moderna,

claro está) en la española es muy tardía y coincide, básicamente con la época de fin de

siglo.

85 Se refiere a Picó, J. (1988).

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El camino hacia las vanguardias estaría marcado por esta transitoriedad y esta

fugacidad temporal, de modo que su aparición llegará tan rápido como rápida es la

modernización de las costumbres y el tránsito de una costumbre a otra en la ciudad. Nos

sirve la cita con la que González García cierra su artículo y que resume, de alguna

manera esta idea que tratamos de transmitir (2001: 25):

Es el camino que lleva desde el fin de siglo a las vanguardias (el segundo

rostro de la modernidad). El movimiento de los habitantes de la urbe, cada vez

más acelerado a medida que se cumplen los programas de modernización de la

ciudad, - la entronización de las prisas como imperativo - hace imposible que se

pueda alcanzar una visión demorada de la realidad urbana, cierto, pero eso no

significa que su influencia disminuya. Al contrario, siendo parte constitutiva de

la experiencia moderna, la ciudad con su inacabable incitación de los sentidos

seguirá actuando como sustrato nutricio de las realidades culturales y artísticas

del momento. Seguirá alimentando los productos que de ella emergen. Desde

ella se pintará, se pensará y se escribirá. Y si para hacerlo hubo que

instrumentar un nuevo lenguaje, el lenguaje de lo moderno, ese mismo será el

que años más tarde, y en una segunda oleada, potenciarán las nuevas

avanzadillas artísticas empujándolo hasta sus límites y su desintegración.

"Placidez", "quietud", "calma", "persistencia de las cosas en su ser", habrán

dejado su lugar en este tránsito a "fugacidad", "cambio", "alteración",

"inquietud" . . .. Y en este relevo, lentamente consolidado, la ciudad moderna ha

ido ocupando calladamente el escenario hasta acabar convirtiéndose en

protagonista indiscutible de las transformaciones operadas.

Sobre este aspecto, hemos de traer a estas líneas las ideas de José Muñoz Millanes

quien trata una nueva concepción de flâneur que se adapta en gran manera a los autores

decimonónicos y que englobaría a aquellos autores que contemplan la ciudad desde un

punto de vista diacrónico, es decir, la ciudad es un valor también histórico que ha de ser

observado en esa doble perspectiva. Esa es la idea de Millanes que coincide con la de

Walter Benjamin (2000: 3):

The city presents itself then, to the diachronic flâneur, as an immense

archeological deposit in whose vertical cuts scenes come to light where, in a

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certain way, lives and events already extinguished still survive. That is why

Benjamin states that for the flâneur "each street is a vertiginous experience. The

street conducts the flâneur into a vanished time" and the entire city constitutes

for him "an epic book through and through, a process of memorizing while

strolling around".

Hemos de pensar que, ahora sí, nos encontramos ante algunos autores en España

que participan de esta idea que considera a las ciudades, no como una estructura tejida

horizontalmente en torno a calles y avenidas, sino como un depositario de la historia

que puede ser rastreable en sus edificios, como un “landscape” geológico, en palabras

de Millanes.

Unamuno es capaz de añadirle a la ciudad horizontal la posibilidad de historia. La

ciudad es considerada por el vasco como un auténtico texto que puede ser leído a través

del paseo o la estancia meramente viajera. Son, eso sí, aquellos que pueden acercarse a

ellas y vivirlas de manera más o menos burguesa. De esta imagen no participan los que

hemos denominado “bohemios” porque la ciudad histórica pertenece a su experiencia

más cercana y más vívida. La creación de la ciudad nueva, desplazó a las clases más

desfavorecidas a los edificios más antiguos que se encuentran, lógicamente, en los

centros urbanos, siempre más antiguos. Estos otros autores no “viven la ciudad”, como

antes explicábamos, sino que “viven en la ciudad”, con todos los comprometidos

problemas que conlleva: pobreza, falta de comodidades que sí existen en las nuevas

zonas…

Ya hemos venido hablando de estos autores en el epígrafe anterior y también en la

primera parte de este estudio. Hemos visto cómo existe una doble perspectiva sobre la

ciudad que puede ser denominada de muchas maneras: el flâneur, tanto en su vertiente

sincrónica como diacrónica, el bohemio, el modernista… En cualquier caso, existe una

paradójica predisposición de los autores burgueses hacia las ciudades pequeñas que,

junto a cierta nostalgia urbana, implica una contemplación histórica. Digamos que es

más una nostalgia ideológica de corte histórico que una verdadera predisposición contra

la nueva ciudad emergente en toda Europa.

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Unamuno sería uno de estos autores. Su percepción de la ciudad de Ávila viene

dada por un interés histórico y arqueológico. En ella encuentra varias formas de

interpretación que coinciden en un aspecto importante de su pensamiento: la percepción

histórica del pensamiento espiritual. Ávila es, pues, la plasmación de la vieja tradición

espiritual española en un entorno urbano intacto, sin modificar, frente a las nuevas

expresiones ciudadanas que comienzan a darse en España.

Ávila, a finales del siglo XIX comienza a evolucionar lentamente. Sin embargo en

nada se modifica su aspecto original. Mientras en las ciudades del entorno se derriban

sus murallas y se traza, de nuevo, la estructura de la zona histórica, la imagen de Ávila

desde cualquier lugar cercano es la de una vieja ciudad medieval de carácter defensivo

encerrada en unos poderosos muros. En estos años, esto no dejaría de ser asombroso

cuando cualquier ciudad con deseos de mejorar económicamente intenta modificar esta

imagen. Es entonces cuando Ávila se convierte, para Unamuno y otros, en el remedo

español de Brujas la muerta; la oposición a la novedad despersonalizadora y a la

disolución del hombre en el espacio. Digamos que los autores de fin de siglo se

encuentran con el símbolo hecho y que será muy sencillo oponer, pues, a la ciudad de

Ávila a las nuevas como, por ejemplo, San Sebastián o Madrid. Y que ese símbolo, que

recoge ciertos aspectos tópicos que hemos visto en los románticos, como en los poemas

de García de Tassara, se recompondrá bajo los elementos de la literatura simbolista para

devolvernos la imagen de un espacio urbano puramente literario, convertido en el otro

tipo de ciudad que reúne los aspectos contrarios a la nueva ciudad. Frente a la

luminosidad y amplitud de las avenidas encontraremos el entusiasmo por las calles

estrechas y el gris oscuro del granito de sus piedras. Frente a la riqueza ornamental de

los cafés, las nuevas casas modernistas, las tiendas… se citará con profusión la pobreza

ornamental y la sobriedad de los establecimientos y costumbres. Frente a la

impersonalidad espiritual de las nuevas ciudades volcadas en la novedad y la

transformación, el escritor contemplará el gusto por lo tradicional, por el

conservadurismo social y estético.

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Son dos tipos de modelo que Unamuno tratará continuamente. Por un lado la

ciudad que se relaciona con el tópico de las ciudades muertas, evocado de antemano por

la obra de Larreta La gloria de don Ramiro. Esta ciudad se opone a las ciudades

reformadas de aspecto neo-burgués. (2004e: 292)

Hay unas cuantas ciudades que se han ido llevando en España la atención

de los visitantes y curiosos, más por hermosuras de apariencialidad y vistosas

que por recogido encanto, y otras por la facilidad de su acceso. Granada,

Sevilla, Burgos, Toledo… Otras sólo figuran en segundo término, y algunas las

más interesantes apenas si merecen mención. Y, en cambio, hay muchos a

quienes les encanta San Sebastián, esa trivialísima San Sebastián, muy limpia,

muy linda, muy bien adobada, muy alegre, muy hospitalaria y muy

insignificante. Pero, en fin, ha de haber para todos los gustos, y no es cosa de

quitar a los tenderos enriquecidos los encantos del Gran Casino easonense.

En definitiva, Unamuno ha hecho una selección brevísima y bien condensada de

los criterios que han llevado a determinadas ciudades a ser el objeto de atención de los

visitantes. En el fondo, tiene en la mente a aquellos turistas nuevos que han venido

desde fuera de España desde algunos años atrás; pero también a los nuevos viajeros

españoles que comienzan a desplazarse a los nuevos centros de ocio. No podemos

olvidar hasta qué punto es importante la nueva moda de seguir a las familias de la

nobleza y la burguesía española que se marchan los veranos al norte al olor de la

impuesta por la familia real tras elegir Santander para sus habituales “baños de ola” y la

modificación que supone este hecho para la ciudad y todo el norte de España. La

“trivialísima” San Sebastián no es más que el ejemplo de la nueva ciudad surgida por

las nuevas modas de reconstrucción urbana, como lo son otras muchas. Unamuno

explica, además, esa otra cara del desarrollo que son los nuevos entretenimientos de la

sociedad burguesa, como los casinos o los comercios de “tenderos enriquecidos”.

Ávila es, pues, un contrapunto. No es que no haya en la ciudad un deseo de

transformación, sino que Unamuno - y otros autores - necesita un símbolo urbano que

oponer al desarrollo de estas ciudades, un espacio para la nostalgia y la observación

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histórica, de manera que podemos contraponer al visitante de San Sebastián con el

flâneur diacrónico que es el escritor vasco. Porque lo que busca es, precisamente, la

arqueología urbana que se aprecia en los espacios viejos, en las callejuelas y la falta de

desarrollo. (2004e: 292):

En el aspecto íntimo del arte, para el que busca sensaciones profundas,

para el que tiene el espíritu preparado para recibir la más honda revelación de la

historia eterna, os digo que lo mejor de España es Castilla, y en Castilla pocas

ciudades, si es que hay alguna, superior a Ávila.

La revelación de la historia se muestra en su percepción de la ciudad como un don

espiritual, más que como una pura alegría temporal. Esta “intimidad” de la obra artística

es, en el fondo, la misma expresión artística que la del escritor que flanea por París en

busca de los pequeños mercados o las contraposiciones entre los barrios ricos y los

pobres que se asoman a los escaparates. Por decirlo de otra manera, el escritor que se

asoma a la novedad ve, conscientemente la realidad que se le opone, bien sea en la

invasión social que supone la construcción de avenidas en las viejas zonas pobres, bien

sea la pervivencia de ciudades históricas junto a las desarrolladas y remozadas. Estamos

ante un mismo estado anímico que es el de Baudelaire cuando habla de los pobres de

París, los que se asomaban a las cristaleras de un nuevo y luminoso café, y el de

Unamuno cuando aprecia el valor “espiritual” de las viejas ciudades de Castilla. (2004e:

292)

Váyase a Sevilla, váyase a Valencia el que quiera divertirse o distraer el

ánimo, el que quiera matar unos días viviendo con la sobrehaz del alma; pero el

que quiera columbrar lo que pudo antaño haber sido vivir con el fondo del alma,

ése que vaya a Ávila; que venga también a Salamanca.

Subyace en el pensamiento unamuniano, la idea de que la nueva expresión del

hombre urbanita es la de la superficialidad y la inmediatez, la “sobrehaz” del alma. La

oposición de los términos ánimo y alma que se utilizan en este texto son la expresión de

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esa novedad que aportan las ciudades: el ánimo se solaza mediante la diversión,

mientras que el alma se vive.

Para Unamuno estas oposiciones se producen, precisamente por esa dualidad de

estados o maneras de “estar” en los entornos. A la diversión se opone la historia, que es

lo mismo que decir que al disfrute fugaz se opone la permanencia histórica: “Nunca

olvidaré la tarde – fue en noviembre pasado – en que desde uno de los torreones de las

murallas de Ávila contemplaba la catedral y la basílica de San Vicente, y cómo sentía

entonces henchida mi alma de aliento de eternidad, de jugo permanente de la Historia”.

De ahí que los adjetivos que se usen para definir Ávila sean aquellos que han ido

configurando un tópico a partir de procesos de contraposición: silenciosa, recogida,

histórica, espiritual, oscura, fría…: “Esa ciudad de Ávila, tan callada, tan silenciosa, tan

recogida, parece una ciudad musical y sonora. En ella canta nuestra historia, pero

nuestra historia eterna, en ella canta nuestra nunca satisfecha hambre de eternidad”.

Esos estados de inmanencia, tan profundamente unamunianos tenían que asentarse

en una ciudad porque una ciudad había sido, precisamente, la expresión física de las

nuevas formas de vida de finales del siglo XIX. La idea de Unamuno es la de dotar a su

propio pensamiento de un asidero urbano capaz de oponerse a París o San Sebastián y

que fuese la formulación de la espiritualidad, como Brujas lo fue para Rodenbach. Esa

es, pues, la razón de que Larreta y su obra se le aparezcan a Unamuno como la

consolidación de una tendencia opuesta al modernismo burgués y urbanita.

Y que encuentran también su fórmula lírica en García de Tassara, el romántico

sevillano que encontró en Ávila la cuna espiritual de España por lo que de “caballeresca

y monacal” tenía, dando pie a Unamuno a preguntarse si “¿no empezó Santa Teresa

prendándose de los libros de caballerías? ¿No se llamó acaso a la santidad a la española

<<caballería a lo divino>>?” (2004e: 294).

Ya hemos hablado en la primera parte de este estudio de hasta qué punto existe en

los autores de fin de siglo una verdadera expresión de la vanidad como tema literario.

Vanidad por un lado como forma de manifestar esa novedad de la vida moderna. El

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burgués se vanagloria públicamente de su nivel de vida en forma de fachadas decoradas

con profusión en las mejores zonas de la nueva ciudad. Eso son la casa Batlló o la

Pereda de Barcelona. Eso son las nuevas casas levantadas en las ciudades viejas. La

nueva ciudad es, en sí, una forma de vanidad humana que se muestra sin tapujos, sin

sentimiento de culpabilidad, un sentimiento anti-barroco y profano, un sentimiento que

está detrás de todo el ambiente desacralizador del modernismo decimonónico. El

renacer de la orfebrería como arte y de la decoración y el diseño como nueva

disposición artística no hacen más que mostrar públicamente el envanecimiento de las

clases sociales que ocupan los nuevos espacios abiertos en las ciudades. La vanidad es

una forma más de destacar el bienestar que se ha adquirido, como lo es el lujo. Las

nuevas costumbres de los paseos por las nuevas avenidas, las grandes fiestas o los

conciertos en los nuevos teatros de la ópera son ejemplos de vanidad.

Pero hay algunos autores que se sitúan frente a ello, Unamuno entre ellos (2004e:

296):

[…] en esta Ávila, entre casas señoriales y conventos sintió Ramiro los

aguijonazos del deseo y de la pasión. Y allí sintió también, como fruto y

rechazo de sus deseos y de su pasión, el sentimiento de la vanidad del mundo.

Ávila, como fundamento de toda huida de la vanidad mundana se convierte en una

ciudad-celda, que tiene su íntimo despojamiento en el remedo de la celda carmelitana.

Esa desnudez espacial de la celda en la que se huye de lo superfluo, de la decoración y

en la que la esencialidad es la única expresión del espacio y surge como contrapeso a la

vanidad del mundo.

Vamos a continuar, brevemente, con la obra de Unamuno por cuando ya hemos

comprobado en epígrafes anteriores su concepción de Ávila en cuanto a los cronotopos

de ciudad-celda o ciudad casa.

Unamuno aprecia esa misma corriente histórica que se transmite a través de los

siglos, más allá de la reformulación urbana del momento. Las ciudades viejas transmiten

mejor esa corriente histórica y Ávila parece rememorar esa condición diacrónica del

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ambiente espiritual, de manera que la ciudad no sólo es el un espacio que rememora el

pasado, el siglo XVI en concreto, sino el resultado de esa sucesión histórica.

De hecho, encuentra en la historia mística de la ciudad un hilván temporal que

uniría a Santa Teresa con el obispo Prisciliano (1922: 10):

Ninguna ciudad estaba mejor hecha que Ávila para oír la predicación de

Prisciliano. Edificada entre cielo y tierra, sobre la más alta terraza de Castilla la

Vieja, en un desierto de piedras ardientes o arrecido, Ávila estaba como

prometida al ascetismo y al misticismo, debía de dar a la España Católica Juan

de Ávila y Santa Teresa. Prisciliano predicó a la Iglesia abulense entera la

austera moral que había enseñada antes a conventíbulos de religiosos.

Hemos de interpretar, claro está, este nexo casi como un arrebato lírico de

Unamuno quien deja en el aire esta demostración espiritual; sin embargo, da una razón

de peso de la concepción historicista que tenía de los espacios urbanos de las ciudades

castellanas (1922: 10):

[…] apenas hay quien se acuerde del obispo que tuvo Ávila a fines del

siglo IV y estudie si por una corriente subhistórica, acaso telúrica, soterraña,

no se transmitió algo de Prisciliano a Teresa de Jesús. Por íntima sacudida

perenne de las rocas de Ávila, acaso.

Y, quizá, donde podamos mejor apreciar esta intimidad y cercanía que le produce

la historia que “nutre” la vida de la ciudad, sea en alguno de sus poemas. El poema

Ávila metaforiza esa herencia espiritual en la imagen de la leche materna de forma que

reúne en un mismo lugar la esencia celta de Prisciliano con la de Santa Teresa; es decir,

para Unamuno la formulación espiritual es puramente lírica, no histórica. El siguiente

poema pertenece a su libro Cancionero, publicado en 1953. El siguiente fragmento del

poema Ávila reflexiona sobre esto que explicamos (2002: 314):

Mira a tu pastor Prisciliano,

peregrino celta, sus manes

en Compostela reconquistan

la España que en sed de Dios arde.

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Ávila de los caballeros,

hueso de la patria más grande

le diste, nodriza tu tuétano

fuerte leche a la monja andante.

En resumen, Unamuno destaca que la ciudad de Ávila se define, precisamente, por

su oposición a las condiciones estéticas y modernas de las ciudades decimonónicas.

También por una condición esencial de algunos autores de fin de siglo como es la de

contemplar algo que nos puede parecer obvio, como es la consideración histórica de los

lugares. Sin embargo, esta historia no siempre es tratada como un hecho constatable y

documentable, sino como un proceso puramente lírico que refuerza el proceso

nostálgico que produce la huida de la gran ciudad. Y así va a ser en gran parte de finales

del XIX, aunque no en todos los autores de igual manera. Azorín participa de este

lirismo urbano. Pero Baroja llega a afirmar que la belleza de Castilla es un puro artificio

retórico, algo que hoy nos parece plenamente justificable. Baroja sabe de lo que trata

porque también era un gran viajero y porque había conocido esas viejas ciudades

muertas de Castilla.

Pero, contrariamente a lo que pueda parecer por época y por interés literario,

Baroja apenas visita la ciudad, aunque la provincia de Ávila aparezca en algún que otro

texto. Por lo que respecta a su interés autobiográfico, conocemos alguna carta que se

corresponde con una visita de juventud en la que sí apreciamos cierto interés, más

arquitectónico que emotivo. Lo cual no sorprende en absoluto, pues, al igual que

podemos comprobar en un buen número de textos, como los que hemos venido citando,

que los autores contraponen la sencillez casi esquelética de las rocas de Ávila al

esplendor de la ciudad, Baroja opone, directamente el espíritu arquitectónico de su

tiempo86 (1984: 224):

¿En qué consistirá que un bárbaro mesón de la Edad Media pueda

producir con sencillos elementos arquitectónicos una emoción estética tan 86 Tomamos el texto de Hernández Alegre, B.(1984). Pertenece a un artículo publicado en la revista Electra en su número del 6 de abril de 1901 bajo el pseudónimo de Juan Gualberto Nessi.

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grande y los sabios arquitectos actuales no construyan más que cuarteles y

caserones dignos del fuego?

Para intensificar esa dualidad que se enfrenta en el espacio de la ciudad, describe

un cartel que encuentra en la estación de ferrocarril y que responde a la estética

modernistas o prerrafaelistas de los anuncios de la época. En el ambiente general que

describe de frío, nieve y oscuridad, la belleza de la estética decimonónica aparece fuera

de lugar y evidencia ese gusto dual y paradójico de Baroja que mantuvo toda su vida:

Miro las tarifas de ferrocarriles rasgadas, los anuncios pegados en la

pared. En uno de ellos hay una figura de mujer prerrafaélica: algún aburrido

viajero o un mozo de andén le ha pintado, con lápiz, a la escuálida damisela

unos magníficos bigotes y una perilla mefistofélica.

Contraposiciones que, muy sucintamente también evoca Azorín. Conocemos dos

textos de Martínez Ruiz sobre la ciudad y su vida. Para Azorín, Ávila es una ciudad del

XVI, “al modo y carácter de Felipe II” y ese carácter es el que le interesa. A la Ávila

histórica le proporciona apenas dos pinceladas de modernidad (1924: 37):

No quisiéramos pasar, en la representación de Ávila, de las viejas

estampas en que, en toda la espaciosidad de una plaza, sólo se ve un caballero

con sombrero de copa y una dama con miriñaque y una sombrilla.

Para Azorín, la ciudad refleja, como un palimpsesto, su pasado en su propia

imagen, de manera que los nombres de las calles, de sus plazuelas y de las propias

familias que tienen administradores en la ciudad son evocaciones de esa misma historia

que la recorre, al igual que opinaba Unamuno, desde tiempo atrás (1924: 38):

Tienen administradores en Ávila, en 1863, S. M. la emperatriz de los

franceses, los duques de Abrantes, Alba, Medinaceli, Roca, Tamames; los

marqueses de Cerralbo, Fuente el Sol, Obieco, San Miguel de Gros; los condes

de Compomanes, Parsent, Polentino, Superunda, Torrearias, la condesa de

Montijo.

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El interés que pudiera tener para una visita a la ciudad la presencia o no de esta

nobleza decimonónica es, ya en los albores del siglo XX, prácticamente nula. Pero el

interés narrativo es enorme, puesto que supone un hilván de pasado para la ciudad, de

manera que su ambiente queda teñido por ese ambiente de su historia que viene a ser un

espíritu escurialense, el espíritu de Felipe II. (1924: 35):

Toda la ciudad vive intensa vida cívica. El ambiente es aristocrático. Y

un monumento hay en la vida de Ávila en que esta modalidad culmina en una

fórmula viva y espléndida – Teresa de Jesús – ; una fórmula en que la acción se

alía, no a un fin terreno y limitado, sino a un anhelo espiritual, universal, y en

que el sentido aristocrático llega a su más alta y refinada expresión: a la

elegancia desafeitada.

Y olvida Azorín, de manera consciente, que ese monumento es, precisamente, un

monumento decimonónico dedicado a las “grandezas de Ávila”, en el que los nombres

de los personajes destacados abulenses decoran una peana en la que también figuran

otros muchos que nada tienen que ver con esa imagen lírica y espiritual. ¿Olvido?

Seguramente no. Todo lo cual nos lleva a considerar que Azorín quiere participar de esa

tradición tópica simbolista que denomina “elegancia desafeitada”87 que nada tiene que

ver con el espacio urbano que está narrando, ya en el siglo XX en plena transformación.

La elección de la cita de Fray Luis no es tampoco baladí, porque pertenece a una carta

que remite a las monjas carmelitas de las Descalzas de Madrid, con lo cual está

imprimiendo una imagen de desnudez carmelitana al texto y, por ende, a la imagen del

espacio que está describiendo.

En otro texto publicado en el libro Capricho, las contraposiciones entre la vida de

las nuevas ciudades y la vida de Ávila se agranda aún más. El texto, bajo el título de

“Despedida en Ávila”, está escrito en una tercera persona que podemos entender

autobiográfica y que haría referencia al propio Azorín, muy en la línea de su obra y su

heterónimo. La contraposición se hace entre dos espacios totalmente diferenciados. De

87 El término está tomado de Fray Luis de León. (1944). “Carta-Dedicatoria a las Madres Prioras: Ana de Jesús y Religiosas Carmelitas Descalzas del Monasterio de Madrid”. En  Obras completas Castellanas de Fray Luis de León. Madrid: BAC, 1944, 1349-1358.

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una parte, el Levante donde ha nacido y vivido; y, de otra, la novedad urbana de París a

través de su monumento, todavía reciente, de la Torre Eiffel.

Esta contraposición está remarcando esas características de la ciudad, totalmente

diferenciada de la alegría mediterránea y la novedad decimonónica europea (1946a: 65):

De los vergeles de Levante ha subido el crítico literario hasta las

parameras de Ávila. Las dos regiones tienen belleza: una blandura y otra

severidad. Para llegar desde allá abajo a la ciudad murada ha tenido que

ascender el crítico literario mil ciento cuarenta y cuatro metros. Preciso era que

él viniera a Ávila. No podía en otra ciudad de España efectuar el acto que

necesita de toda necesidad efectuar. En un vocablo, no gustado nunca por él,

condensa ahora, al llegar a Ávila, sus sentimientos: desamigarse. Ávila será

acaso la más alta ciudad de Europa; piensa el crítico que al estar en Ávila se

halla a ochocientos cuarenta y cuatro metros sobre la torre Eiffel, con sus

trescientos metros.

El filósofo del que habla Azorín viene a la ciudad, precisamente, a “desamorarse”

de esa mujer que parece ser Teresa de Jesús, de la que termina repudiando el ascetismo

y la rigurosidad. El filósofo es el personaje de su poema y se forma una especie de

tríada que va del crítico al filósofo y viceversa, a través de la figura de Santa Teresa.

Ávila viene a ser el espacio necesario para explicar esa relación entre los tres y el

lugar para romper con una tendencia personal al ascetismo (1946a: 66):

La santa busca, al dejar el convento de la Encarnación, un más riguroso

ascetismo, y el filósofo repudia el ascetismo. Con tal repudiación – en páginas

que se le antojan sofísticas – no puede transigir el crítico literario. No transige,

porque a un estado de ascetismo, de dureza consigo mismo, ha llegado tras

experiencias penosas, el propio crítico. […] Su vivir solitario, desasido del

mundo, vagando por Europa, de cuartito en cuartito de hoteles modestos.

La contraposición entre el pensador y el escritor que se hallan en Azorín y que se

muestran en lucha ante un modo de vida que podemos entender como eminentemente

“abulense”, se disciernen en Ávila (1946a: 66):

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No podrá renunciar nunca a la agudeza en la sensibilidad que todo lo

capta y lo asocia y lo disocia: cualidades excepcionales del filósofo, de quien

ahora, en las alturas de Ávila, a mil ciento cuarenta y cuatro metros sobre el

mar, discrepa sin rencor y sin saña, antes bien con profundo pesar.

Y si en los primeros años cuarenta Azorín continúa aportando material personal a

la traducción simbólica del espacio urbano abulense, no es de extrañar que pocos años

después continúe la tradición. Gregorio Marañón publica un artículo en el bonaerense

diario La Nación, en el que trata de la ciudad de Ávila con el ya consabido título de

“Caballería y misticismo”. Marañón, en este texto, escrito, en realidad, para informar de

una exposición fotográfica del Marqués de Aledo.

Marañón se expresa claramente al hablar de que Ávila es la ciudad de los

caballeros (1947: 12): “pero de unos caballeros como debe ser, no los cortesanos, sino

los de las aventuras, los de lances de caballerías, ya fuera por combatir por grandes

ideales […] ya por alcanzar las cimas extrahumanas de la santidad”.

Marañón recoge la idea barojiana de que la belleza de Castilla es, en realidad un

artificio retórico. Baroja nunca fue muy amigo de esa Castilla unamuniana y eso se

refleja en la escasez de textos autobiográficos sobre estos lares. De hecho, en alguna

novela como La dama errante, la descripción de las costumbres del Valle del Tiétar, en

Ávila, aparecen más relacionados con la historia más tribal y bárbara de la España del

XVI, que con la espiritualidad caballeresca. Ahora bien; Marañón, que recibe el artificio

retórico de la ciudad mística, con la idea que nos viene ocupando todo este texto y que

es, en definitiva, la idea de que, a mediados del siglo XX se está intentando acabar con

el edificio literario simbólico de las ciudades muertas y la espiritualidad castellana. Lo

hacen los escritores catalanes que llegan a Ávila, lo hace Gutiérrez Solana, lo hace,

igualmente, Alberto Insúa en su novela En tierra de santos… Marañón, aún en cierto

arrebato lírico, pero en consonancia con un espíritu más científico razona sobre ello

(1947: 12):

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Nuestro gran Baroja, cuyo aparente humor arbitrario nos hace a todos

andar derechos, cree, por ejemplo, que no tiene razón los que consideran la

belleza de Castilla una realidad, porque es un artificio retórico. Y lo cierto es,

que es un artificio retórico; pero los artificios retóricos son tan reales como las

cordilleras. […] Es posible que a fuerza de retórica hayamos acabado de

encontrar agradable la luminosa desnudez castellana. Mas no es seguro que nos

haya sucedido lo mismo con el paisaje verde. […] Siempre que pienso en esto

me viene al recuerdo Carlos V, que había nacido en el norte umbrío, que se

sintió extraño durante largo tiempo en nuestra meseta pelada, y, que , sin

embargo, cuando quiso anclar para siempre su vida trashumante. Él que podía

escoger su retiro en cualquier latitud de los continentes, prefirió aquel oasis del

desierto extremeño. […] Entonces todavía no habían nacido los escritores que

hace cincuenta años inventaron, en libros memorables, la belleza de Castilla.

Uno de los cuales, por cierto, era Baroja.

Si hemos de resumir lo anteriormente expuesto, debemos hacerlo en torno a una

base interpretativa: la de que existe una lectura espiritual y lírica de la ciudad de Ávila.

Lectura aparentemente histórica porque aparece bañada de un recurrente interés por la

historia de la ciudad desde la perspectiva más interesada, la de que existe una corriente

espiritual que nace en la vieja experiencia celta transplantada a los primitivos rituales

cristianos y cuyo primer responsable histórico sería el obispo Prisciliano. Esta pequeña

heterodoxia cristiano-abulense renacerá en el Siglo XVI con Santa Teresa. Esta idea tan

unamuniana y, por ello, tan de marcado carácter poético, se ve intensificada por la

corriente simbolista europea que crea el tópico de la ciudad muerta. Y, si bien hay

autores como Baroja que no terminaron nunca de admitir lecturas retóricas de ningún

lugar, mucho menos lo hará de la ciudad de Ávila, en la que ve un contraste grande

entre la novedad estética del momento y el arcaísmo medieval de sus piedras.

Azorín también es consciente de esta contraposición, y así lo muestra mostrando

su visión mística a partir de la vida de su Santa y los espacios urbanos dedicados a ella.

Esta también es una visión parcial y lírica, y también está basada en interpretaciones

parciales del desarrollo de la ciudad.

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Y hemos querido cerrar el epígrafe con un texto de Gregorio Marañón, quien

tampoco se desliga del tópico y, a pesar de considerar el artificio retórico que constituye

la visión del espacio urbano de esta ciudad, lo reconvierte a la manera de su perspectiva

lírica.

2.3.3.- Cómo se confecciona un tópico. Visitantes europeos por Ávila: la imagen parcial del espacio urbano

García Tassara fue uno de tantos poetas románticos españoles de segunda

generación, nacidos en torno a 1815 (Tassara y Zorrilla nacen en 1817) que han ido

pasando por el inevitable filtro del tiempo y de la gloria literaria, dejándoles en un

segundo plano de la historia de la poesía española. Algunos años mayor, nació en 1809,

era Mariano José de Larra; pero todos ellos bastante mayores que Bécquer, nacido en el

36. Los textos autobiográficos que nos ocuparán hacen referencia a la ciudad de Ávila

de forma muy diferente. Larra estuvo vinculado a la ciudad por una relación amorosa y

política a través de Dolores Armijo y su acta de Diputado a Cortes por esta

circunscripción. Bécquer fue un visitante ocasional de la ciudad, al igual que García

Tasssara, que pasó algunos días en la ciudad, dejando, sin embargo, dos poemas a la

ciudad que conforman parte de su mejor producción poética.

La obra del sevillano ha permanecido durante años en un segundo plano de los

estudios sobre el romanticismo español. Es cierto que su producción es desigual y

podemos encontrar poemas de una excelente factura junto a pasajes más o menos

farragosos en la prosa y estrofas escasamente poéticas en otros.

La imagen que nos aporta Tassara de la ciudad de Ávila está en línea con el

historicismo del XIX. Esta idea de la ciudad que encierra los trasuntos básicos que han

creado una patria y que son aplicables a otras tantas ciudades españolas reflejan una

identificación de la topografía con la idealización romántica. El poema, muy

descriptivo, evoca los lugares de Ávila vinculados siempre a los aconteceres históricos

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que en ellos se han producido. Así, los epítetos que vamos a encontrar son siempre

tópicos del lugar: “fortaleza mayor de ambas Castillas”, “Ávila insigne”.

Por otro lado, la producción literaria de los viajeros no españoles por tierras de

Castilla fue importantísima, menor, por supuesto, que la que ofreció la Andalucía más

arquetípica. La percepción de las ciudades castellanas fue, bien es cierto, muy diferente

según la procedencia del viajero. Ingleses, franceses y alemanes se acercaron a la ciudad

de Ávila por un par de motivos fundamentales. El primero de ellos, la cercanía a

Madrid. Segovia, Ávila, el Escorial… son paradas imprescindibles. Pero, además, el

nombre de Ávila aparecía unido al de Santa Teresa, por lo que, quien más, quien menos,

los viajeros ya tenían una percepción muy literaria de lo que iban a encontrar en la

ciudad castellana.

No podemos dar una visión unitaria de la ciudad, porque, como parece evidente,

Ávila no aportará una imagen romántica, a pesar de lo que pudiera parecer. Es cierto

que nos encontramos ante una ciudad de origen medieval, de pasado histórico

importante, de corte gótico –la estructura urbana es prototípicamente visigoda-; pero en

ningún momento Ávila –y nos atrevemos a decir que Castilla tampoco- representará el

espíritu romántico que mantendrá Andalucía. Castilla es, para los viajeros románticos, el

pasado, pero no el ejemplo de escenario romántico. Cuando Tassara escribe su poema

sobre Ávila hace recaer sobre la ciudad el mérito de ser cuna de una nación. El

exacerbamiento de la nación romántica surge, entonces, y la ciudad se convierte en

espacio simbólico.

Bécquer encuentra en el popularismo de las campesinas del Valle Amblés –Valle

que abre la perspectiva sur de la ciudad- una estampa costumbrista y colorista de la

población. Pero pasa de largo por la imagen urbana, de la vida de Ávila que, salvo estas

pinturas que también interesaron a su hermano Valeriano, apenas despiertan su interés.

Larra vive en Ávila algunas temporadas. Se enamora de Dolores Armijo. Es

Diputado por la provincia. Pero apenas muestra un interés literario en ella. Por alguna

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razón que ahora estudiaremos, Ávila será una ciudad romántica para los románticos más

tardíos, los simbolistas de fin de siglo.

La razón de que Ávila sea un destino menor en la literatura de viajes del siglo

XIX tiene su razón de ser en la decadencia social, económica e histórica en la que se

halla en la primera mitad del siglo. Unas ciudades que viven inmersas en una tradición

que les constriñe de manera tal que les hace incapaces de reconocer su ruina, inmersos

en una visión histórica que sólo les concede el beneficio de haber sido un ejemplo de

imperio. Cuando George Borrow habla de estas ciudades explica que (2001: 28):

A un español le podéis sacar hasta el último cuarto, siempre que le

concedáis el título de caballero y de hombre rico, porque la antigua levadura

continúa actuando con la misma fuerza que bajo el primer Felipe; pero jamás

debéis insinuarle que es pobre, o que su sangre es inferior a la vuestra.

Son muchos los viajeros que en la primera mitad del siglo XIX vienen a España, y

hacen su particular recorrido por Castilla, generalmente accediendo desde la capital en

dirección al norte, generalmente a Burgos. Los que se desvían a Ávila son pocos,

generalmente llamados por las características que otros muchos rehuyen, como el frío o

la espiritualidad.

El interés de los viajeros decimonónicos es tan literario como enorme su

decepción al llegar al lugar. Porque la literatura española que llama al viaje parte de

obras como el Lazarillo, la Celestina o el Quijote, y la Castilla que encuentran poco o

nada tiene que ver con esa imagen.

David Ferrer (2006: 56) propone que esa falta de interés por determinadas

ciudades, en concreto Ávila, se debe a la fama mayor de ciudades cercanas como

Segovia, Toledo o El Escorial. Pero sobre todo, porque los visitantes de la ciudad tienen

un interés más arqueológico que personal. Así, Theophile Gautier esquiva Ávila, como

Hans Christian Andersen o Joséphine Brinckmann.

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Quienes llegan a la ciudad lo hacen buscando el detalle ignoto, lo esencialmente

desconocido que hace el viaje personal más diferente, si cabe, de los viajes de los

contemporáneos. Dice David Ferrer (2006: 59):

El viaje decadente, atípico en el que se busca, no un esplendor artístico

consolidado, sino más bien ahondar en detalles ignotos, esa España inexplorada,

como rezaba el título del libro de esos dos ricos ingleses. Aunque no podemos

hablar de turismo en el sentido actual y masivo del término, es evidente que a lo

largo del siglo XIX, ciudades como Toledo, Segovia o Madrid, por citar sólo

algunas cercanas, ya habían entrado en los circuitos habituales de visitantes

extranjeros. Ávila, sin embargo, queda como una pequeña joya perdida,

agotada en su plenitud, lo que permitirá la llegada de personajes que van por

igual en busca de lo feo como de lo desconocido.

Este destino menor lo es durante todo el siglo XIX. Ni siquiera la llegada del

ferrocarril logra romper la tendencia. La imagen religiosa, cerrada, de claustro

carmelitano no favoreció esencialmente estas visitas literarias, lo que impidió,

igualmente, la literatura sobre la ciudad en este siglo, al contrario que las ciudades que

cita Ferrer. Por todo ello, hemos de tomar ciertas precauciones acerca de cómo aparece

figurado el espacio de la ciudad en la escritura de viajes y los textos autobiográficos en

general, del siglo XIX; porque si la visión nacionalista de García Tassara parece

auténticamente romántica, los cuadros costumbristas de Bécquer, la indiferencia de uno

de los autores románticos más olvidados de la literatura española, Eulogio Florentino

Sanz, hacia su tierra de nacimiento, Arévalo; la misma indiferencia de Zorrilla hacia los

lugares donde sitúa su drama Traidor, inconfeso y mártir, Madrigal de las Altas Torres,

o del propio Larra, nos hacen ver que, tanto la ciudad como la provincia de Ávila apenas

sí tienen interés, no ya para la literatura romántica, sino para la misma presencia de

estos escritores.

No son de la misma opinión Chavarría, García Martín y González Muñoz (2006)

quienes piensan que la llegada del ferrocarril a la ciudad inició una nueva vida y una

transformación de la ciudad que, sin embargo, no parece haber sido reflejada por esos

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viajeros que, desde su propia mirada, la dibujan igual de fría, pobre y triste. Pero mucho

menor era el interés que despertaba antes de la llegada del tren, cuando los viajeros sólo

podían llegar, los que lo hacían, en coche de caballos. Y, como no podía ser de otra

manera, la ciudad es descrita desde los dos extremos: los que aprecian en ella las

virtudes de una ciudad mística y caballeresca y los que nada encuentran digno de atraer

al viajero, si no fuera la patria natal de Teresa de Ávila. Para estos autores, ese es,

precisamente el carácter de los personajes que visitan la ciudad de Ávila en el siglo

XIX. Porque la primera duda que asalta a cualquier estudioso de la materia de viajes es

el hecho de qué impulsa a alguien a viajar a un lugar. Lo que impulsa a los viajeros por

España ya es suficientemente conocido: el país católico a machamartillo, alejado del

desarrollo industrial, falto de educación y adelantos técnicos, anclado en un pasado

exótico que oscilaba entre lo católico, lo musulmán y lo judío, el país de las viejas

costumbres entre lo salvaje y lo anticuado.

Sin embargo decíamos que el siglo XIX había traído a la ciudad cierta modernidad

y no poca comodidad a los viajeros, desde la apertura de hoteles de cierto confort para

la época, como el Hotel del Inglés, frente a la catedral, por el que pasaron casi todos los

viajeros europeos, pero también otros muchos autores como Jean Paul Sartre y (con)

Simone de Beauvoir, quien hará una bella descripción de la ciudad desde las ventanas

de este hotel. Había comenzado una tímida industrialización y se habían abierto

pastelerías, cafés y bares al más puro estilo decimonónico. ¿Por qué estos autores lo

pasan, salvo raras excepciones, por alto? ¿Es un puro artificio literario que no podemos

considerar, pues, como una crónica de viajes, sino como un mero diseño retórico que

pretende mostrar una idealización literaria de un espacio ficticio? Se explica de la

siguiente manera (2006: 36):

Los raros signos de modernidad urbana, como cafés, paseos públicos o la

incipiente industria local, tampoco despiertan su interés […]. No abundan, pues,

entre nuestros textos (otros son evidentemente los valores y otras las

conclusiones que pueden extraerse de estas fuentes) aquellos que abordan con

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rigor informativo y objetividad la situación real de la nueva Ávila que surgía en

el siglo XIX.

Puede apreciarse un claro interés histórico en esta situación narrativa. Los autores

que vienen a Ávila proceden, fundamentalmente de los países europeos más contrarios a

la cerrada religiosidad española, anti-racional y profundamente supersticiosa. Las

costumbres y tradiciones españolas, tan apegadas a esta rancia religiosidad suponen un

ensalzamiento del tópico nacional que tanta difusión tuvo durante el XIX en Europa.

Añadamos, además, que muchos de los viajeros por España están escribiendo, en

realidad, no crónicas de viajes, mucho menos diarios personales, sino auténticas guías

turísticas para los pioneros del turismo español. Los autores de la obra que venimos

citando añaden una razón más a esta visión peculiar de los viajeros anglosajones, la

propia situación religiosa del momento en su propio país (2006: 37):

Pero hay que tener en cuenta, y es fundamental, que muchos de los

sarcasmos anticatólicos que pueblan sus páginas no se deben al escepticismo de

base racionalista del autor, sino más bien al más rancio puritanismo anglicano

que sufría la Inglaterra de su época.

Sin embargo, no fueron sólo los ingleses los escritores de textos sobre la ciudad.

La imagen que el XIX ha dejado proviene también de los militares franceses que la

ocuparon, el primero de ellos el general J. L. S Hugo, padre de Víctor Hugo y, a la

sazón, gobernador de la provincia de Ávila en la ocupación francesa. Los diarios

militares son, en general, ejemplos de escritura de circunstancias en la que se

entremezcla la relación de los viajes propios de las incursiones junto con alguna

reflexión personal, no siempre de carácter militar. En el caso de Hugo, rozan, a menudo,

lo costumbrista, como descripción de los tipos del lugar, sin más intención que la pura

información de los tipos y los lugares. Estas descripciones suelen intercalarse en los

más lógicos textos en los que se hace una pura expresión descriptiva de la topografía

militar (2006: 44).

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La vestimenta de los campesinos tiene algo de particular, pero que se

encuentra, sin embargo en todos los pueblos de esta montaña; es una coraza de

piel curtida que se sujeta por un largo cinturón de búfalo por encima de los

riñones.

La redacción de diarios fue habitual entre las tropas francesas en la ocupación

napoleónica. Y también la redacción de memorias sobre la guerra en España. Otro

ejemplo es el de M. Limouzin que desciende al terreno más personal obviando las

descripciones militares propias de un estratega como el general Hugo. Este personaje

era un soldado que relata su convivencia con el pueblo y los recuerdos de esa guerra. El

soldado que cayó enfermo y fue ayudado por los españoles no rehuye los adjetivos

elogiosos hacia estos. Lógicamente, el texto de este soldado es el de más íntimo y más

personal; las impresiones soldadescas hacen breves referencias a la situación que

padecen en los alrededores de la ciudad. Es un soldado letrado, bien es cierto, cita algún

pasaje de Rousseau, incluso. Las memorias, que aparecieron en París en 1829, no

muchos años después de los hechos, no invocan una visión de la ciudad, ni siquiera una

descripción. Ávila es una “plaza” militar y los recuerdos no reparan en descripciones.

Sin embargo repara en algunos pequeños detalles que se acercan a la descripción de una

guía de viajes (2006: 84):

La ciudad de Ávila, agradable en verano, es muy triste en invierno. Altas

murallas, aún bien conservadas, la rodean y están unidas entre sí por un número

considerable de torres. […]Abundantes nieves la cubrían entonces, y durante la

noche escuchábamos el aullido de los lobos que venían a merodear alrededor de

la ciudad.[…] Ávila está mal pavimentada, pero bien horadada por sus muchas

puertas.

Los detalles de la descripción recaen, sobre todo, en lo pintoresco, como toda

expresión de los autores del siglo XIX; el atraso, la peculiaridad española, la mirada a lo

arcaico y lo tópico, asoman entre líneas ocultas, a menudo, bajo el epígrafe de lo

denominado curioso: “quizá lo más curioso que puede visitarse en esta pequeña ciudad

es un quemadero de herejes” (2006: 85).

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La obra de Chavarría, García y González hace un brevísimo esbozo del perfil del

“viajero romántico y posromántico en Ávila”. Peca de un extremo de contextualización

de la visión de los viajeros en un proceso de modernización que, para ellos, ya era

antiguo y escaso. Explican que “no abundan, pues, entre nuestros textos […] aquellos

que abordan con rigor informativo y objetividad la situación real de la nueva Ávila que

surgía en el siglo XIX” (36).

Lógicamente, para un viajero francés, conocedor de la nueva ciudad de París, los

pequeños desarrollos de una pequeña capital de provincia española son, simplemente,

inexistentes. Lo que sí es cierto es cómo los autores decimonónicos tienen un especial

interés por las figuras clericales y la ciudad de Ávila es el perfecto lugar para la

aparición de la opinión anticatólica y la expresión del poder religioso en España. Todo

lo cual conlleva la imagen romántica de la ciudad del XVI que alabó Unamuno. Y, al

igual que en él, se muestra también la importancia que tienen las teorías de la geografía

determinista en los textos de quienes interpretan la ciudad. Así, E. De Bouranbourg

compara a Santa Teresa y San Francisco a través de sus ciudades (2006: 94):

Al contemplar esta tierra desnuda y montañosa pensaba en Perugia y Asís

en el Alto Tíber; Santa Teresa me recordaba a San Francisco. ¡Y, sin embargo

cuán diferente es el aspecto de estos lugares! ¡Allí en Italia, qué suavidad

melancólica, qué emocionante dulzura! ¡Qué armonía en la línea de los

edificios y en el paisaje en esas perspectivas variadas y fugaces que crea la

cadena montañosa de los Apeninos! ¡Aquí qué rudeza! ¡Qué severidad! ¡Qué

austeridad seca y limitada en los relieves de los monumentos y en los accidentes

del terreno! ¿La diferente inspiración de San Francisco de Asís y de Santa

Teresa tendrá acaso que ver con las diferencias entre estos lugares?

No es inusual esta comparación geográfica con algunos lugares de Italia

relacionados, a su vez, con la vida religiosa. René Bazin, autor de un libro de viajes

titulado Terre d’Espagne88 opina algo parecido en relación con la semejanza entre Ávila

88 Bazin, R. (1895). Terre d’Espagne, Paris: Calmann-Levy.

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y Asís, por supuesto, a partir de la relación existente entre San Francisco y Santa Teresa.

Sin embargo, lo que para Bouranbourg era rudeza, para Bazin es identidad (2006: 282):

Permanezco igualmente impresionado por la belleza del lugar, y por otra

cosa todavía más singular, la estrecha similitud entre el Ávila de España y el

Asís de Italia. […] Pero el recuerdo de la Umbría puede más que todo. El perfil

de las dos llanuras es absolutamente el mismo. La ciudad de Santa Teresa, como

la de San Francisco, guerrera, ruinosa, elevada sobre un pedestal de rocas

agrestes, mira a un gran valle sosegado, rodeado de montañas azules.

La obra de Bouranbourg, escrita en forma epistolar, hacía un recorrido por las

ciudades que acababa de unir el Ferrocarril del Norte89. Ferrocarril que trae a la ciudad a

un buen número de turistas deseosos de conocer esa otra España que se presenta en

Castilla y que responde a la otra tópica de lo español: la pobreza y la suciedad. En este

extremo se sitúa para muchos la ciudad de Ávila, caso de H. Segoïllot, quien descubre

esa misma esencia de sequedad y desolación. La sensación que produce la ciudad es la

de los lugares de la novela gótica, la misma sensación de terror y atracción al tiempo

que se escondía en tópicos románticos como las tormentas o la oscuridad de los espacios

naturales. Esta tardía imaginería romántica es la que trae consigo en 1964 cuando viaja

por Ávila. Su obra es una recopilación de cartas que publica bajo el título de Lettres sur

l’Espagne y que, en la línea de los viajeros del momento, aporta una visión muy

negativa del espacio urbano de las ciudades españolas (2006: 133):

Ávila se erige en estos lugares de desolación sobre la grupa de una

elevada colina y domina tres valles. Sus grandes muros, sus torres redondas o

cuadradas, con sus almenas carcomidas, sus casas, sus vías, sus iglesias, sus

altas puertas; todo es negro, abrupto, todo es desnudo, duro, grande, cuadrado,

de aspecto repelente, atractivo por el terror.

La excepción, la originalidad son los elementos más habituales en la

configuración del tópico urbano de Ávila. Tchihatchef, autor ruso avezado en viajes

89 Bouranbourg, E. (1864). Inauguration du chemin de fer du nord de l’Espagne. Dix jours en Castille. Coulommiers: Impr. de A. Moussin et C. Unsinge.

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también recae en esta originalidad del lugar frente a los lugares y ciudades europeas.

Esta particularidad de Ávila residiría, no tanto en esa concepción romántica de lo

“gótico”, sino en una visión puramente artística (2006: 202):

Al entrar en Ávila, uno se cree en un principio en una de estas ciudades

orientales, encaramada sobre un roquedal árido, y donde las pedregosas calles,

suben y bajan sin parar, no pudiendo ser cómodamente recorridas más que a

caballo o a pie; pero las reminiscencias de Oriente se disipan tan pronto como

uno se encuentra en presencia de los monumentos cristianos, que transportan la

imaginación a la misma Edad Media.

Esta desviación del romanticismo que produce en muchos viajeros la presencia en

Ávila se debe, en muchos casos, y, de forma paradójica, a ese aspecto sobrio de la

ciudad, al exceso de esa desolación de la que hablábamos anteriormente. Así lo explica

A. Robida, el viajero francés que publicó en 1880 el libro de clarificador título Les

vieilles villes d’Espagne –notes et souvenirs. En esta obra donde se explicita la idea de

vejez de las ciudades se nos explica ese anti-romanticismo de Ávila (2006: 205):”En

Ávila todo es distinto. Tantas torres y almenas se recortan sobre el cielo, que el

romanticismo más desgreñado se convierte en simple naturalismo”.

Es interesante esta obra porque el autor se nos presenta como un auténtico

intérprete de los espacios urbanos de las ciudades castellanas en el siglo XIX. Robida

intenta mostrar el aparente contraste que se produce entre la modernidad emergente de

estos lugares y ese espíritu “viejo” que se traduce en la idea de “ciudades históricas”.

En esta obra se puede apreciar ya ese espíritu emergente de las “ciudades

muertas” que luego conformará, de forma definitiva, Gustav Rodenbach (2006: 208):

Este hecho en una ciudad como Ávila, gótica, desierta, fantasmal,

separada del resto del mundo por cuatro o cinco siglos de entierro en el olvido,

podría pasar por una terrible evocación de los claustros de otros tiempos. Es

más fuerte como impresión desoladora de una Cartuja desierta.

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No es de extrañar, pues, que quien leyera las guías de viajes sobre España, que en

muchas ocasiones eran auténticos diarios, llegase a la ciudad con esa imagen. Más aún

cuando muchas otras guías copiaban, sin pudor alguno, las obras precedentes. Esa

imagen es la que traen a la ciudad y la que se va perpetuando hasta dar lugar a la

tradición histórica que emergerá en la obra de los autores finiseculares españoles. Eso es

lo que parece ocurrirle a G. L. Lecomte, autor francés que publicó sus experiencias

viajeras por España bajo el título genérico de Espagne, ofrece la característica imagen

de la ciudad conventual, mística y guerrera. Su texto es, fundamentalmente, la

descripción de los tópicos simbólicos que vamos a ir encontrando en el futuro. Así, la

ciudad se ofrece al viajero como “otra ciudad de silencio, pero ésta con un marcado

carácter de paz monacal” (2006: 285). Esta paz monacal que acerca la visión de Ávila a

la de la celda de un monasterio (ya hemos visto anteriormente cómo se configuraba esta

idea de celda en el cronotopo de la ciudad muerta) procede de la tradición histórica del

siglo XVI y de la vida abulense de Santa Teresa. Así, “la atmósfera de recogimiento,

que su tierno fervor creó, se ha perpetuado. Las callejuelas serpentean entre las

estrechas fachadas de los conventos y sus largos muros que obstruyen la vida”. Incluso

las imágenes sensoriales que se dejan caer en la descripción son puramente simbolistas,

y recuerdan, tan evidentemente a las de sus contemporáneos franceses y españoles que

es muy difícil no percibir la construcción simbólica del tópico que venimos estudiando.

Lo podemos comprobar en estas líneas que podían haber sido firmadas por Rodenbach o

el propio Larreta (2006: 286):

De vez en cuando, el agudo sonido de una campana a la que responde en

la lejanía el ensordecedor sonido de otra. Estos tañidos que se unen en el

espacio son el único testigo de todas las existencias enclaustradas, de los

fervores donde ellas se prodigan. Parece que la exaltación de cada convento

debe nutrirse del ardor religioso que estos repiques despiertan en los

monasterios de alrededor. Un pequeño paseo por Ávila es suficiente para

convencerse de que uno ha sido embaucado por el aspecto exterior de paz y

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muerte, y que, por el contrario, uno merodea en plena pasión, en plena

efervescencia de vida moral.

La importancia eclesiástica y de la vida religiosa de la ciudad – y esto se hace

extensible en todos estos textos a la religiosidad española – impide el desarrollo urbano

de la ciudad y su consecuente acercamiento a la vida pública de la gran ciudad (2006:

287-288):

Es fácil imaginar que una ciudad así, tan adormecida en su fe, anclada en

el pasado, haya conservado sus tradiciones, sus costumbres y que toda la región

circundante no recibiese de ella ningún elemento de progreso. […] La Ávila

actual, donde la vida antigua se ha perpetuado, nos lo muestra claramente:

conventos sacerdotes, hordas de mendigos que acechan en las puertas y nos

asaltan, campesinos que vienen a alimentar con sus frutos de la tierra a toda una

población improductiva de funcionarios, de curas, de monjes en éxtasis en las

capillas, restituyendo rápidamente en forma de cuestaciones, de impuestos y de

precio de oraciones, el dinero que su trabajo les ha conquistado.

Claro está que no es ésta la imagen que tienen todos los viajeros. En muchos casos

se constata todo lo contrario, hasta el punto de expresar en sus escritos esa oposición

entre la idea preconcebida, generalmente conocida a partir de los relatos de viajes y las

guías escritas previamente, y el lugar conocido. Este es el caso de Ludwig Holtzl, quien

hace una visita a Ávila que nada tiene que ver con un interés antropológico, sino por sus

motivaciones naturalistas y ornitológicas. El alemán explica, al respecto de la

pretendida religiosidad española –y abulense, en concreto (2006: 216):

La antigua tradición, los estatutos de la iglesia y el estado se mantienen,

pero la actitud piadosa del alma se ha borrado, el fervor se ha perdido.

Fue la única procesión que he visto en España; en general, he visto pocos

sacerdotes y tampoco he llegado a ver la humildad excesiva que a menudo

tributa el pueblo al sacerdote en los países católicos; antes tenía a los españoles

por católicos santurrones, mas según las experiencias que he acumulado en

España, parece que he tenido una opinión equivocada.

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De hecho, en esta procesión abulense, Holtz aprecia que la encuentra “seguida de

pocos participantes, aunque a ambos lados hay multitud de habitantes de la ciudad y

campesinos de pie mirando y dejando pasar ante sí la procesión sin unirse a ella”.

No deja de sorprender que sea, precisamente, el diario de un naturalista alemán el

que aprecie esta modificación de las costumbres religiosas en la ciudad de Ávila. Parece

evidente que hay que prescindir del conocimiento literario previo para observarla sin

complejos simbólicos. Como dice Jiménez Lozano al respecto de La gloria de don

Ramiro: “eso no es Ávila”.

Sin embargo, lo habitual es que la predisposición anímica de los viajeros muestre

la pobre situación económica y cultural española, por lo que los espacios urbanos que se

analizan tiendan a explicar las causas antropológicas de ese atraso. Ávila – y Castilla en

general – muestran metonímicamente esa realidad, de manera que la religiosidad

desorbitada que tiende a verse por todas partes, encuentra en la ciudad su máxima

expresión. Lógicamente existe una razón de corte moral y religioso para esta

identificación. La mayor parte de los escritores que perciben esta equiparación entre

religiosidad católica y atraso cultural son de origen inglés y provienen del desarrollo

cultural británico que hemos dado en denominar época Victoriana y que le otorga,

precisamente al carácter británico y anglicano esa virtud moral que va a oponerse a los

valores españoles. Más allá de esto, puede percibirse sin género de dudas, las virtudes

estéticas de Ávila, pero todo ello siempre en el contrapeso de la pretendida ignorancia

de sus ciudadanos y la imposibilidad de desarrollo bajo las premisas que establecen. Es

decir, bajo el concepto de las ciudades castellanas, atrasadas y pobres, existe una

imagen previa, construida desde los presupuestos éticos del viajero y que tienden a

mostrar la falta de desarrollo, sin explicar, muy bien, a qué tipo de desarrollo se

refieren, si es moral, industrial… Todo apunta a ese cambio urbano que viene

produciéndose en toda Europa y que aquí no apunta apenas.

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John Lomas es, quizá, quien mejor expresó esta visión tan negativa de las

ciudades españolas. En su obra Sketches in Spain from nature, art and life90 se expresa

de la siguiente manera:

Es bien conocido lo sumamente difícil, lo casi imposible que es para un

habitante del concurridísimo mundo, rodeado de toda la luminosidad y cierto

conocimiento que lo protegen del dominio del prejuicio, de la pasión y, ¡ay!, de

la fe, llegar a sentir simpatía real alguna con el pasado. […] Si uno desea llegar

a semejante experiencia, una maravillosa ayuda es pasar una temporada en

algún lugar donde las ruedas del progreso se muevan con tanta lentitud que el

ayer esté sólo retirándose en el crepúsculo y tanto sus luces como sus sombras

puedan aún determinarse con claridad.

Tales lugares no son difíciles de encontrar en España y quizá ninguno

sirva para el caso mejor que Ávila.

Estas palabras vienen a mostrar cómo se interpreta la relación inmediata entre la

fe y el progreso del mundo. Está refiriéndose, claro está, a la nueva concepción urbanita

del hombre del XIX: la concurrencia de gente, la luminosidad, el lujo de las grandes

ciudades que se laicifican y eliminan de sus proyectos esa vinculación con el pasado. Si

París o Nueva York borran esos barrios medievales bajo el pavimento de los nuevos

bulevares, las ciudades de Castilla y Ávila en concreto, son la demostración de lo

contrario, de las pequeñas calles sucias y sin apenas novedades como cafés u hoteles.

La ciudad está constituida “de una mezcla tal de espesa ignorancia del mundo y

del saber universal, de brutalidad y mansedumbre, de descuido de vida y de supremo

egoísmo, como la que en tiempos antiguos tenía tendencia a personificar ideas y a

idealizar personas hasta un extremo difícil de entender hoy en día” (2006: 237).

La oposición a la ciudad decimonónica que se construye en torno a los nuevos

conceptos de lujo y belleza conlleva una impresión estética totalmente diferente. Los

posibles elementos que el autor considera hermosos o agradables no vienen de la propia

90 Lomas, J. (1884).

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ciudad, de los elementos urbanos, sino de obras de arte concretas, como el sepulcro del

Príncipe don Juan o la Iglesia de San Vicente.

Por todo ello, la imagen de la ciudad que va a perpetuarse es la de la “vida ardua y

austera, miedo armado, separación de todo lo que conlleve belleza, afabilidad y lujo –

éstos parecen ser los componentes ambientales de esta extraña región”.

Y quizá la expresión máxima de esta extrañeza histórica que produce sea la

cercanía a Madrid; cercanía que nada aporta al desarrollo urbano de la ciudad (245):

“Ávila, en cuanto a distancia real, está a unas veinte leguas de Madrid; en cuanto a

tiempo, a cinco horas; en la vida, a un siglo.

Y son muchos los ejemplos de autores que nos muestran esa imagen directamente

relacionada con el cronotopo de la ciudad muerta, de la ciudad-celda. Es imagen

monástica la encontramos, por ejemplo, en Paul Émile Henry, quien escribe (1884: 10):

El interior de Ávila no se correspondió con las esperanzas que me había

inspirado inicialmente su aspecto exterior. Sentí una cierta decepción al recorrer

los diferentes barrios, cuyas construcciones no ofrecen, en general, ningún

aspecto interesante.

El portugués Anselmo de Andrade también encuentra otros los motivos estéticos

que oponen a Ávila con otra ciudad “moderna”. Así: “aunque Ávila no atrae a

peregrinos, ni es la Circe engalanada que seduzca a los viajeros, tiene encantos y

hechizos de otro orden para todos los que no son simplemente romeros del placer”.

(1903: 82). Motivos religiosos más que estéticos, pues, que repiten, entre otros, J. T. de

Belloc, quien dice de Ávila (1890: 37-38):

Al entrar, encontramos en todas partes el aspecto de una ciudad feudal y

guerrera. La ciudad, toda granito, es sombría, oscura; las casa más bien parecen

fortalezas. En las puertas, en sus esquinas, tienen los escudos de armas de sus

señores esculpidos en la piedra. Las ventanas aparecen siempre enrejadas. La

catedral, austera y desnuda, mitad templo, mitad fortaleza, está coronada de

almenas.

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Al respecto de estos viajeros, la obra de Chavarría (2006: 36) trata de hacer un

perfil de la escritura de los viajeros en la ciudad y una visión de conjunto de las

opiniones que vierten. Para los autores, los viajeros que buscan en España las esencias

de un país evocado desde los textos literarios más conocidos – dígase el Quijote y la

literatura mística – encuentran en la ciudad de Ávila esa reunión de tópicos. Habría que

explicar, entonces, qué visión es aquella que está condicionada por un patrón literario y,

en escasísimos casos, histórico. Parece obvio pensar que, a pesar de que nos

encontramos ante textos de viajes, generalmente diarios o memorias, la mayor parte de

estos autores están escribiendo textos de marcado tinte autobiográfico. Aún y con todo,

la aparición de esas imágenes de la España literaria está convirtiendo también esos

textos en un espejo literario o, al menos un reflejo, no de experiencias puramente

autobiográficas, sino simbólicas. Salvo algún autor que reconoce su error de

consideración al respecto, la mayoría encuentran en la ciudad lo que previamente van

buscando, sin interesarse en lo que pueda desviarse de esa imagen. Si una buena parte

de los textos terminaron siendo manuales de viajeros o puras guías, parece evidente que

la intencionalidad no puede ser otra que la búsqueda de lo diferente y lo pintoresco, lo

que evita una expresión aséptica o, en cierto sentido, verdadera. El viaje, su traslación a

un texto es, sí, autobiográfica, por cuanto el viaje ha existido y, en gran medida91, los

monumentos, tipos, paisajes, costumbres, etc. escritas lo han sido sobre experiencias

personales. Pero de ahí a considerar toda descripción como una escritura testimonial o

del pensamiento del autor hay un abismo.

Podemos decir, pues, que en estos libros de viajes hay dos planos distintos de

autobiografía, el de aquella parte del texto que se refiere al simple hecho del viaje, de la

intención de las visitas, de las experiencias individuales y las sensaciones que produce

91 Decimos que “en gran medida” porque no son pocos los autores que hablan de algunos lugares y experiencias copiando casi literalmente obras de otros viajeros que han dejado sus impresiones en libros de gran difusión e importancia en su momento. La obra de Burton fue profusamente copiada y repetida en otras muchas obras sin que pueda demostrarse que el autor que lo hace estuviera, verdaderamente, en ese lugar, lo cual nos hace pensar en que no todo lo escrito en un libro de viajes es autobiográfico cuando la obra tiene un interés diferente de la pura escritura de diarios o memorias. Una guía para viajeros no siempre va a ser una obra autobiográfica.

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el viaje. Paralelamente, en otros textos, podemos intuir un segundo plano que se refiere

a aquellos hechos escritos que muestran la finalidad de influir en otros futuros viajeros,

de mostrar el tipismo y lo extraordinario del lugar, basado todo ello, en los prejuicios

con los que el autor se enfrenta al espacio urbano. En este caso es muy habitual que el

autor, de forma más o menos velada, utilice materiales no autobiográficos.

Así explica Chavarría (2006: 36):

Los raros signos de modernidad urbana, como cafés, paseos públicos o la

incipiente industria local, tampoco despiertan su interés. […] No abundan, pues,

entre nuestros textos (otros son evidentemente los valores y otras son las

conclusiones que pueden extraerse de estas fuentes) aquellos que abordan con

rigor informativo y objetividad la situación real de la nueva Ávila que surgía en

el siglo XIX. La provincia, por el contrario, al menos los ejes recorridos por el

ferrocarril, recibe mayor atención informativa.

Todo lo cual nos lleva a considerar que esa desinformación no es más que una

mera construcción de tono literario conducente a crear una imagen artística más que una

“guía” informativa. Y a pensar, con todo ello, hasta qué punto no fue la imaginación

literaria de estos autores la que fue configurando, igualmente, la imagen literaria de

Ávila, de la misma manera que se fue creando la imagen romántica de España, con sus

gitanos, su flamenco, sus corridas de toros, su baile y su pobreza. Y, de igual manera

que en la propia sociedad española fue calando esa imagen romántica importada de la

literatura europea, pudo, igualmente, calar la idea de las ciudades pequeñas castellanas,

Ávila en concreto, como la otra parte esencial del carácter hispano. Si en Andalucía se

encuentra la tópica de lo árabe y lo gitano, en Castilla y en Ávila, la de lo barroco, lo

medieval, la religiosidad caduca y el espiritualismo postridentino. La formulación es,

básicamente, la misma. Crear, a partir de la literatura – y decimos bien, literatura – de

viajes, la pretendida idea de que esa es la realidad española, a lo que ayuda

profundamente la fórmula autobiográfica que poseen estos textos. La autobiografía, con

su impresión de verdad y verosimilitud va configurando una imagen naturalista que, sin

ser del todo falsa, sí es parcial y literaria, romántica, en suma.

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A Richard Ford se le copia sin escrúpulo alguno cuando se habla de Santa Teresa

como la “esposa del Salvador”, o cuando se hacen descripciones de la Catedral – la

descripción de Ford es muy acertada y exquisitamente literaria – y de otros

monumentos. Sobre todo porque el texto del inglés es una auténtico manual, como su

propio título indica Manual para viajeros por Castilla y lectores en casa. En él lo

autobiográfico es escaso y se reduce a algunas apreciaciones personales, más de carácter

anecdótico sobre la hechicería de Teresa de Ávila o sobre el carácter de los españoles.

Pero la participación del “yo” en el texto es mínima. Estas apreciaciones, no carentes de

verdad, son absolutamente negativas e hirientes en muchos casos (1981: 17): “Tan

interesantes como nuestros Cromlechs, [los toros de piedra] son utilizados por los

bárbaros para remendar carreteras y reparar pocilgas”. O referencias como (1981: 23-

24):

Estas santas Teresa y Catalina de Siena, etc., no fueron más que las

pitonisas y sibilas de los tiempos antiguos, sólo que presentadas con nombres

nuevos. Las Circes y las sirenas transformaban a los hombres en bestias, de la

misma manera que estas santas hicieron tontos de ellos.

[…] Así respetan también lo moros a sus idiotas, llamándolos Santons y

pensando que, porque son tontos en la tierra, sus santificadas mentes deambulan

por el cielo.

2.3.4.-Visitantes ocasionales: una carta de Lorca. Del irrealismo espacial y literario de Gaziel a la visión literaria de Pere Corominas, pasando por una obra de Cela, otra de Ridruejo y La España Negra de Gutiérrez Solana

En relación con la obra de un autor que llega a la ciudad como uno de esos

visitantes ocasionales, nos encontramos ante unos apuntes de la obra de Federico García

Lorca. Es tan sólo un “apunte del natural”, en el que nos hallamos frente a una ciudad

que se cuenta, se describe de una manera superficial, como ocurre con la

correspondencia ordinaria en el caso de epistolarios urgentes. Lo primero que

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conocemos es una breve carta que Lorca envía a sus padres en 1916. Había viajado a

Ávila en lo que podemos denominar como una “ruta” por Castilla en compañía de su

profesor y algunos compañeros. En cada una de las paradas, Lorca escribe a su familia

y, en Ávila, hace lo propio.

Tiempo después redacta un texto sobre aquella visita. Este texto nos aporta el

interés de que, sin perder en ningún momento el autobiografismo inmediato de una

misiva familiar, la narración procede de los hechos de la memoria, tamizados ya por la

experiencia narrativa que, en este caso es fundamentalmente descriptiva. El profesor

Vicente Granados (2000: 162) no duda , y, creemos que con razón, en denominar al

texto como “costumbrista”: “Por muchas vueltas que le demos, en la carta no

encontraremos más. Lorca es un costumbrista en Ávila donde atina con dos expresiones

cotidianas: es una joya del arte”.

Y, en efecto, nos hallamos ante una descripción puramente costumbrista del lugar

y el ambiente de Ávila. Lorca se preocupa por los espacios y por los tipos del lugar. No

le importa ni su vida ni su historia. Podríamos hallarnos ante una pura descripción

turística en la que sólo se hace saber lo que de interés tiene su apariencia formal. Así

(1995: 231):

Los campesinos visten como antiguamente, las mujeres con faldas

enormes de anchas y de muchos colorines, con grandes pañuelos de flores y

preciosos aretes; los hombres, pantalón corto, chaquetilla corta y sombrero

calañés.

Y, no podía ser de otra manera, Lorca relata su estancia en la clausura del

Monasterio de la Encarnación. La narración de los hechos es también esclarecedora

porque comprobamos la percepción lorquiana de este espacio. Como contraposición a la

sensación de espiritualidad, comprobamos un marcado interés por la imagen, por el

recuerdo casi fotográfico. El espacio transmite, es cierto, impresiones estéticas, pero en

ningún caso espirituales o religiosas. De las monjas, interesa la costumbre pura, los

hechos anecdóticos. Incluso la primera impresión que produce el lugar teresiano a través

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de sus objetos personales, se reduce a una sencilla despedida casi de circunstancias que,

en realidad, involucra en esa religiosidad a la familia. (1995: 232):

Después vimos el comulgatorio de la santa y mil cosas, todas ellas de un

gran valor artístico y religioso. Mamá, me acordé mucho de todos vosotros

porque os hubieran gustado mucho estas cosas que hacen volver la vista a otra

parte más alta que la tierra.

Ese deseo de compartir el espacio, muy habitual en los textos epistolares, favorece

la aparición de expresiones coloquiales que, unidos al “tú” o al “vosotros” del

destinatario implican una selección espacial que atiende a esencialidades que pueden ser

interpretadas por el receptor. Es decir: la ciudad importa en lo que tiene de estampa, casi

de reproducción fotográfica o de souvenir. Y en gran manera es lo que ocurre en el texto

de Lorca. Cuando ese espacio se vierte en un molde nuevo, no ya la carta, sino una

descripción lírica, lo autobiográfico que se desprende de la primera persona con que se

abre el texto: “llegué”. Lorca evita, posteriormente la primera persona, y la pura

descripción se produce desde una perspectiva mágica o maravillosa. A pesar de que el

texto está teñido de ese tono costumbrista del que habla Granados Palomares, las

referencias continuas a la luz, a las imágenes de relatos infantiles, las impresiones

lumínicas… son el perfecto contrapeso a una religiosidad diluida en lo estético. La

reflexión sobre la fe, la religiosidad de la ciudad es nula y la fe se sustituye por el

pensamiento ensimismado (1995: 63):

Esta Catedral hace pensar aunque el alma que pasee sus galerías esté

desposeída de la luz de la fe..... Esta Catedral es un pensamiento de más allá en

medio de una interrogación al pasado... El incienso y la cera forman un aire

marmóreo y místico que da consuelo a los sentidos...

Sí encuentra la imagen de la ciudad vieja – no tanto de la ciudad muerta – cuando

contempla “una sombra de muerta grandeza por todas partes” (1995: 64).

Es decir, Lorca rehuye la imagen tópica de la ciudad porque la contempla, no

desde la ficción narrativa de las ciudades muertas, sino desde un costumbrismo que se

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apoya en ciertas sensaciones estéticas. Lo simbólico comienza a metaforizarse, de

manera que la ciudad se presenta bajo imágenes como: “calles llenas de quietud y oro

de crepúsculo”; “una iglesia dorada que la tarde hace un inmenso topacio”; “pronto el

oro será plata con la luna”. No podríamos esperar que Lorca participase de la sensación

espacial propia de generaciones precedentes y, de hecho, hallamos en estos dos textos

un significativo desapego por las tradicionales imágenes urbanas sobre la ciudad de

Castilla. De hecho, en otros textos en los que el granadino se preocupa por el espacio

urbano, podemos comprobar cómo su interés por la verdad estética, por la concepción

real de la ciudad no traspasa el ámbito de lo simbólico, quedándose en lo más real y lo

menos apariencial. De esta manera, cuando trata sobre su ciudad natal, explica lo

siguiente (1997: 331-332):

En la construcción urbana granadina va ahora predominando un estilo

andaluzoide que no sabemos de dónde habrán sacado nuestros arquitectos y

maestros de obras. El mejor día, dando un paseo , nos encontramos un trozo de

calle, una esquinita, convertida al más pintoresco “estilo español renacimiento

antiguo”.

Ya parece que pasó definitivamente la ola catalanista que dejó a su paso

por la ciuda nada menos que la Gran Vía, pero no hay que regocijarse

demasiado; ha venido a ser sustituida por esa arquitectura inficionada de artes

industriales, cracteriaada por el azulejo y los temas ornamentales que le presta

la industria del mueble de época.

[…] Este afán arabizante contrasta con el hecho de que las auténticas

casas árabes del Albaicín se desmoronan y hunden con total indiferencia.

O acerca de la ciudad de León, bajo el título de “León, estropeado” (1997: 223):

El año dieciocho estuve aquí con mi profesor y entonces vi el León viejo,

el León que más me gustó. Hoy le encuentro algo estropeado dentro de su

progreso. Sus reformas no las ha presidido un criterio estrictamente artístico.

No podemos considerar que Lorca habite ya en la sensibilidad de quienes

contemplan el espacio urbano como una forma de ficcionalización de sus textos

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autobiográficos. En la carta que hemos analizado sobre Ávila, la ciudad vuelve a ser

descrita, y los elementos religiosos que le han sido mostrado, es decir, los que

consideran sus habitantes como señas de identidad, pasan por ser simples elementos

anecdóticos que en nada inciden sobre su espíritu. Cuando ese texto se poetiza, tampoco

se muestra en los tópicos clásicos, sino que devuelve a la emoción estética ese espacio

contemplado, más allá de pretensiones simbólicas.

En los años cuarenta y cincuenta del siglo XX los viajes se hacen más frecuentes,

de manera que las narraciones de estas experiencias tienden a reflejar conflictos y a

mostrar la sociedad de una región de España que aún muestra la pobreza heredada de

los siglos y de las penurias de la posguerra.

Así las cosas, la contraposición entre la España que despega en sus ciudades y la

que aparece hundida en un ruralismo pertinaz y pobre. No olvidemos que quien, aún en

la primera mitad del siglo XX viaja a Castilla va a encontrarse con una realidad teñida

por la visión finisecular de este espacio y, por lo tanto, va a reaccionar contra estos

tópicos de dos posibles maneras; la de la constatación de esos mismos tópicos o la de

una negación de esa imagen. Normalmente se corresponde dicha imagen con la de una

España poco cercana a expresiones de corte regionalista o poco centralista, de manera

que la propia historia que ha aparecido tras los tópicos se convierte en una historia

revisable.

Esta experiencia autobiográfica forma parte de lo que se ha dado en denominar la

relación entre Castilla y Cataluña, que ha dado frutos bibliográficos de interés. Por lo

que respecta a los viajeros que, desde Cataluña llegan a Castilla, son dos los textos que

vamos a analizar con mayor profundidad, teniendo en cuenta que son muchos los

autores que, como ellos, dejaron por escrito su pensamiento al respecto, generalmente

en narraciones de viajes o en fragmentos de su autobiografía. Estos dos textos forman

parte de los viajes que, por tierras de Castilla, mantuvieron Pere Corominas y Agustí

Calvet, más conocido este último con el pseudónimo de Gaziel.

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Tanto uno como el otro consideraron en sus textos la imagen simbólica que había

venido transmitiendo la historia literaria reciente, de manera que la ciudad de Ávila está

teñida, ya previamente a la experiencia viajera y a la propia escritura, de los mismos

tópicos que habían manejado y modificado Unamuno, Azorín y otros autores que

venimos estudiando.

Lógicamente, tanto Corominas como Gaziel llegan a Ávila desde la modernista y

ya completamente remozada ciudad de Barcelona. Gaziel, además, había vivido algún

tiempo en Madrid, por lo que podemos pensar que la imagen de las ciudades y los

pueblos de Castilla que conocen es la de quien ha vivido la ciudad moderna. Además,

Gaziel escribe su visita a los pueblos de la Sierra de Ávila, la misma región que había ya

descrito Azorín en Riofrío, un pueblo de Ávila. Los textos sobre esta ciudad se

encuentran dentro de una obra más amplia titulada Castilla adentro, un libro en el que

recorre Castilla desde las tierras de Ávila, concretamente esos pueblos que citábamos

antes y que conforman la comarca en la que vive la criada de la familia en Barcelona.

Agustín Calvet (1887-1964), que utilizó durante prácticamente toda su vida el

pseudónimo de Gaziel fue uno de los intelectuales más brillantes del conservadurismo

liberal catalán del siglo XX. Durante sus primeros años de labor literaria trabajó en el

diario La Vanguardia, publicando, sobre todo, en catalán. Colaboró también con diarios

madrileños, como El Sol. Pasó algunos años de estudiante en Madrid, donde conoció a

Unamuno, Valle-Inclán, Ramón y Cajal, Galdós… Durante la guerra civil se exilió y a

su vuelta se encontró con la hostilidad de los medios periodísticos franquistas que le

sometieron a un proceso civil del que salió absuelto.

La obra de la que nos vamos a ocupar se publicó en catalán como un libro de

viajes por España y Portugal en varios volúmenes bajo el título genérico de Trilogía

Ibérica, compuesto por Portugal en lontananza, La península inacabada y, el que nos

ocupa, Castilla adentro. El último de ellos narraba su estancia en Castilla y, más

concretamente en Ávila, ciudad y provincia que visitó invitado por la familia de la

“criada” que trabajaba en su domicilio. Castilla adentro aporta la visión de un catalán

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más federalista que nacionalista que no llegaba a entender la unidad de una península

sobre la base de un espíritu en franca descomposición, ilustrado, precisamente en el

espacio urbano y rural de una Castilla en declive económico, moral y político.

Lógicamente, tras la experiencia autobiográfica del espacio urbano, Gaziel entiende

cierto acontecer histórico y político que revela su pensamiento catalanista y que,

entendiendo las virtudes y presupuestos estéticos de las ciudades castellanas, traduce su

concepción de la historia española a una percepción de dichos espacios que denomina

“irrealismo”.

Estamos ante un viaje que mantiene tres puntos de atención. El primero es la

experiencia autobiográfica de Agustí Calvet en la tierra de una muchacha con la que

existe una cierta relación familiar, por lo que los personajes que van apareciendo son

personajes cercanos y no tipos del lugar, como pudiera ocurrir en otros textos de viajes

más o menos costumbristas. En segundo lugar, la necesidad de aportar su visión

histórica y literaria del espacio que se visita, de manera que se produzca la necesaria

contraposición entre el ambiente urbano y cosmopolita de Barcelona y, por ende, el

tópico de la modernidad y éxito económico catalán frente al escaso desarrollo

urbanístico de Ávila y la pobreza castellana. Y por último, una narración de corte

periodístico, urgente, a la manera de un artículo de costumbres o de viajes en los que se

da un puro deseo informativo del entorno visitado.

De tal manera, hemos de considerar que Gaziel tiene la imagen literaria de la

ciudad de Ávila que ha leído en otros textos previos. Cuando se considere, pues, la

imagen que la escritura de Gaziel aporta de la ciudad, tenemos que tener en cuenta hasta

qué punto ésta ha sido apropiada y apresada desde un tópico que no es, necesariamente

el de las ciudades castellanas de Unamuno. No podemos olvidar que ambos autores

recogen también una vasta tradición modernista que ha tratado sobre la ciudad nueva,

sobre la novedad urbanística y que contemplan como un lugar más o menos hermoseado

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o embellecido que era la transposición de su jardín cerrado o de su torre de marfil. Así

se expresaba Gerau de Liost92:

Bella Ciutat d’Ivori, feta de marbre i or:

Tes cúples s’irisen en la blavor que mor

A ello hay que añadirle la vieja idea de las ciudades muertas que aparece en algún

momento en la descripción de Ávila. Así, Gaziel, quien conoce bien la obra de Gustav

Rodenbach y ha vivido en Brujas, puede afirmar (1963: 48):

Poco a poco, llevándonos los maletines, porque no ha salido a recibirnos

ni un perro vagabundo, entramos en la ciudad. Hay un rótulo muy rudimentario

que dice: ÁVILA DE LOS CABALLEROS”. Dentro de sus muros, la población

parece muerta, infinitamente más que Brujas, la mística ciudad de Flandes, en

donde he pasado grandes temporadas.

Para los autores del siglo XX catalán la expresión de las ciudades muertas es más

un ejemplo de la tradición cultural europea que una formulación exacta de una ciudad

concreta. Queremos decir que, para Corominas o para Gaziel, la novela de Rodenbach

es el inicio de una tradición que nada tiene que ver con las ciudades de Castilla, como

veremos más adelante, porque estas ciudades dejan traslucir un problema bien distinto,

que es el de la España centralizada y pobre, frente a la rica periferia. ¿Cómo considerar

que ese país central es quien organiza un país al tiempo que sus pueblos y sus ciudades

se están cayendo? (1963: 151):

Este descubrimiento tan inesperado, mientras el autobús avanzaba

monótonamente, me ha dejado perplejo largo rato. Madrigal de las Altas Torres

–iba yo diciéndome-, qué nombre tan maravilloso para una cosa tan

destartalada!

92 Pseudonimo de Jaume Bofia i Mates (1878-1933), uno de los poetas catalanes, figura importante del Noucentisme que tuvo más que ver con movimientos de vanguardia.

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Gaziel inventa un término con el cual referirse a esta cualidad espacial

esencialmente castellana y que trasluce la forma de ser, la modalidad esencialmente

española. El término “irrealismo” hace referencia a una especie de fuerza configuradora

de realidades palpables que tiene su base en algo irreal. Podríamos terminar por decir

que la propia literatura cumple, en ocasiones, esta función, de manera que la tradición

literaria puede influir en la vida cotidiana de los espacios. Gaziel explica así esta tesis de

partida (1963: 151):

He aquí, resumida, una de las virtudes más extraordinarias de Castilla, tal

vez su característica suprema, porque lo mismo le ha servido para las más altas

ascensiones como para las más hondas caídas. Virtud esencialmente quijotesca,

que Cervantes intuyó y supo plasmar en prototipos humanos fantásticos. Virtud

que consiste en la transfiguración de la más baja, sombría y pobre realidad,

mediante un irrealismo que la eleva hasta las estrellas. Digo irrealismo, no

ilusionismo. Si no fuera más que esto, no habría nunca pasado de la categoría de

puro sueño, de quimera en el aire, sin conseguir la grandiosa eficacia que tuvo

en sus mejores épocas.

El irrealismo es, por lo tanto, una forma de intervención en el transcurso de la

historia de funciones sociales o culturales. Para Gaziel, esto se expresa, por ejemplo, en

los nombres que se le dan a ciertos pueblos o ciudades. Cuando viaja por la comarca de

la Moraña abulense, tierra llana de Castilla situada al norte de la provincia, repara en la

villa de Madrigal de las Altas Torres. “¡Qué nombre tan maravilloso para una cosa tan

destartalada!”, explica. Según Gaziel esa sería una virtud también literaria, de manera

que incluso el mismo Quijote participaría de ella.

La conversión de la pobreza, de la humildad y de la derrota en virtud y esplendor

afectaría, de manera especial a esos espacios en los que se desarrolla la vida, tanto la

que se nos aparece como real, como en aquella que se muestra en los textos de ficción.

Así, hemos de entender que nos hallamos ante una suerte de visión mística, de la misma

raíz que de experiencia surreal (o irreal). Así, las ciudades muertas podrían catalogarse

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dentro de esta experiencia irreal que, mediante una formulación literaria, transmutaría

su esencia fundamentalmente pobre y arcaica en un lugar espiritual e histórico.

Y esto es lo que dice de Ávila, modificando esa imaginería del fin de siglo hasta

convertirla en una pura metáfora (1963: 51):

Esto es enorme, pero definitivamente muerto. Es impresionante, como lo

son los restos de los templos de Nínive, los palacios de Creta o las pirámides de

Egipto. Es un mundo que jamás volverá, no solamente porque ha perdido el

cuerpo (en realidad siempre tuvo poquísimo), sino, además, porque se le ha

esfumado el alma, que era extraordinaria. Esto perdura, pero no sobrevive.

La ciudad muerta es, en este caso sí, un espacio muerto, un museo, es decir un

lugar para la recogida del pasado a la manera de datos exentos, sin raíz alguna. Nada

más opuesto a las teorías unamunianas, por más que el autor, en algún momento hable

de los castellanos como “una raza esencialmente mística y heroica” (1963: 149). La

explicación es obvia desde los ojos de un urbanita hecho a ver las nuevas ciudades que

se alzan sobre la altura de sus edificios de hormigón, edificada sobre materiales nobles y

decorada a la manera modernista. Frente a ella, las ciudades de piedra, los castillos o los

pueblos de adobe no son más que restos arqueológicos presentados bajo nombres

maravillosos, de la misma manera que don Quijote transformaba la realidad de Aldonza

llamándola Dulcinea del Toboso. Sirva la belleza de la cita para justificar su extensión

(1963: 153):

Es, exactamente, transponiéndolo del orden individual al colectivo, el

fenómeno de estos lugarejos de Castilla en donde los quijotes de todos los

tiempos, ayudados siempre por sus inseparables Sanchos, fueron levantando

unos castillos, unas catedrales y unos conventos enormes, de pleno y común

acuerdo, fundidos hasta la médula en el mismo irrealismo. Así sacaron la

fabulosa lotería de América; así se encaramaron en el carro imperial de Carlos

V, y así inventaron, para designar unos puñados de barro seco, nombres

maravillosos, como Madrigal de las Altas Torres, con la misma inventiva

prodigiosa con que desde lo alto del monte donde se atalayaban los dos rebaños

de corderos, Don Quijote iba viendo y bautizando a los grandes capitanes de los

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dos supuestos ejércitos. De idéntica manera prodigiosa esta gente irrealista se

fue en busca de aventuras, haciendo disparates heroicos por los dos hemisferios.

¡Y vengan nombres sonoros y caballerescos! Toda América está aún llena de

ellos, iguales que los de Don quijote: Alifanfarón de Trapobana, Pentapolín del

Arrmangado Brazo, Laurcalco de la Puente de Plata, Micocolembo de Quirocia,

Brandebarán de Boliche, Timonel de Carcajona, Alfeñiquén de Algarbe,

Espantafilardo del Bosque...Total: ¡unos corderos flacos, unos pastores

hambrientos, una tierra seca, y una polvareda de mil demonios.

Cabría, en esta definición de irrealismo, casi cualquier experiencia histórica que

podamos atribuir a Castilla. Lógicamente lo consideramos como un trasunto puramente

literario, más que como una teoría histórica plenamente conformada. El viaje de Gaziel

se produce por zonas de la Castilla dominadas por una pobreza extrema y saturadas por

la depresión que produjo la posguerra. El error histórico es evidente, pero es un error del

mismo calado que el error contrario, el de considerar Ávila como una ciudad mística,

guerrera y campesina.

Gaziel reconvierte la historia castellana a un proceso nominativo y casi

especulativo, de modo que considera que el nombre cambia la condición del espacio

porque sus habitantes son capaces de ver en él una suerte de ciudad o pueblo

trascendido. No está tan claro si hemos de creer que, detrás de esta opinión, se

encuentran las teorías simbolistas de Unamuno o Azorín y que ese proceso de

trascendencia que critica Gaziel es, en el fondo, el criterio simbolista de convertir al

espacio urbano de la ciudad en una representación anímica de su pasado glorioso.

Porque de lo que está hablando el catalán es de la realidad pura y dura de un pueblo

entero denominando a sus pueblos y, por lo tanto, creyendo que sus espacios vitales son,

aún, los mismos espacios que fueron cuatrocientos años atrás.

El ejemplo más significativo es el que propone Gaziel de Madrigal de las Altas

Torres (1963: 150):

Es una visión siniestra, única, y como no la esperaba, ni remotamente, me

deja estupefacto. Es algo trágico y enigmático a un tiempo, como uno de esos

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lugares irreales que figuran en las novelas alegóricas de Kafka, pero construido

con un decorado viejo y apolillado, que hubiera ya servido para representar La

venganza de don Mendo u otra patochada de parodia caballeresca: todo,

expuesto en medio del campo, un día de junio, con un sol radiante y un cielo sin

nubes. Pregunto qué es este conjunto de castillos de barro en descomposición y

cuando oigo el nombre –Madrigal de las Altas Torres- aún me asusto más

porque recuerdo que es el lugar en donde nació Isabel la Católica. […] Sería

inútil empeñarse en conservar esta monumentalidad en fango, en donde nada

más hay, mezclados como almendras en turrón de pobre, cuatro ladrillos mal

cocidos...

Y, como podemos comprobar, la lectura del espacio se produce también mediante

metáforas literarias, a través de comparaciones con espacios cargados de significación

estética, como las obras de Kafka, La Venganza de don Mendo o las novelas de

caballería. De alguna manera, resulta imposible escapar de esta necesidad de

comparación con el bagaje literario adquirido previamente.

La irrealidad castellana es, por lo tanto, un idéntico trasunto literario, una

construcción realizada también sobre previos presupuestos literarios, al igual que otros

símbolos anteriores. Y, si bien es cierto que, para los autores decimonónicos, esta

esencia en ruina de Castilla es eso, la construcción de una patria romántica a partir de

sus deshechos, para los autores del siglo XX, es la destrucción de esa idea de patria

construida a partir de tópicos simbólicos la intención más clara. Que sea Cervantes la

base para interpretar este irrealismo tampoco es superficial. Cervantes construye su

novela más lograda a partir de un espacio brevísimo de territorio conocido que ocupa

unos cuantos kilómetros de la Castilla manchega. La transmutación de ese espacio no lo

convierte en uno diferente, sino que le dota de significación literaria a partir de los

símbolos de la novela de caballería y de la propia consideración que Cervantes le

aporta.

Así ocurre con Ávila o con Madrigal de las Altas Torres. Simplemente ocurre que

el espacio ha de ser considerado irreal por la condición esencialmente literaria de sus

habitantes que ejercen de improvisados Quijotes. Y esa es la condición que, de alguna

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manera también les había otorgado la literatura de Unamuno o Azorín, con lo cual

damos con una paradójica semejanza entre las teorías de Gaziel y de los simbolistas, sin

duda alguna, evitada por el primero.

Gaziel ve literatura en los nombres de un buen número de poblaciones castellanas.

Es curiosa su apreciación sobre la condición lírica de estos (1963: 153):

¡Y qué nombres de lugares! De los que se paladean. Entre ellos, esos

eneasílabos toponímicos –de que es en Castilla dechado Madrigal de las Altas

Torres-, y que allí suenan: Arenillas de Nuño Pérez, Rabanal de los Caballeros,

Cervera del Río Pisuerga…93

Es la consideración quijotesca de los castellanos la base de esa interpretación

lírica de los espacios. Son sus habitantes y no su historia los que han dado a las ciudades

y los pueblos su visión, su imagen lírica como auténticos poetas de los espacios, como

interpretadores de ese lugar, más que como constructores (1963: 153):

Es, exactamente, transponiéndolo del orden individual al colectivo, el

fenómeno de estos lugarejos de Castilla en donde los quijotes de todos los

tiempos, ayudados siempre por sus inseparables Sanchos, fueron levantando

unos castillos, unas catedrales y unos conventos enormes, de pleno y común

acuerdo, fundidos hasta la médula en el mismo irrealismo.

En resumen, Gaziel hace una interpretación del espacio castellano intentando

modificar la tópica generalizada hasta el momento intentando dar una visión “real”, que

no realista del espacio. Para él, los pueblos y las ciudades de Castilla son, simplemente,

ruinas. Hasta aquí todo parece absolutamente ceñido a apreciaciones de verdad y

verosimilitud. Sin embargo, la contemplación de los lugares choca con la idea que de

estos mismos ha venido produciéndose a través de criterios puramente lingüísticos, 93 Es curioso que este interés por los nombres de Castilla se propague por la primera mitad del siglo XX. José Antonio Primo de Rivera también dio con esta idea en alguno de sus discursos identificando estas viejas poblaciones con el pasado glorioso de España. Todo ello podría dejar traslucir cierta intención política en los escritos de Gaziel que hilvanaría su discurso con los de los políticos anteriores a la guerra civil. Este que traemos aquí lo pronunció Primo de Rivera en el Teatro Calderón de Valladolid el día 4 de marzo de 1934 y puede leerse en Primo de Rivera, J. A. (1939: 340): "Castilla, esta tierra esmaltada de nombres maravillosos -Tordesillas, Medina del Campo, Madrigal de las Altas Torres-, esta tierra de Chancillería, de ferias y castillos; es decir, de Justicia, Milicia y Comercio, nos hace entender cómo fue aquella España que no tenemos ya, y nos aprieta el corazón con el dolor de su ausencia.”

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como son los textos literarios que han configurado dicha imagen, y, fundamentalmente,

la creatividad lírica del propio pueblo castellano que, al igual que don Quijote, es capaz

de recrear esa realidad a partir de su imaginación, de manera que el espacio se transmuta

en otro de carácter irreal, como demuestran los nombres de esos lugares.

Este carácter irreal de los lugares se produce, decíamos, por la intervención de una

cultura libresca que incide en la propia visión del espacio urbano. En la ciudad de Ávila,

Gaziel se ve inmerso en esta sensación de irrealidad cuando penetra en el convento de

Mosén Rubí y encuentra a las monjas cantando desde la clausura. La evocación literaria

es la de los conventos de las obras de Zorrilla, fundamentalmente su romántico Don

Juan Tenorio. Para Gaziel, la presencia en ese lugar y la evocación literaria produce esa

sensación de irrealidad, de la misma manera que la profusión de nombres cervantinos

produce la impresión de trasmutación topográfica. Así (1963: 58):

Si en medio de esta calma conventual y sagrada, y de estos cánticos que

parecen celestiales, alguna de ellas se vuelve y me mira, temo que lance un grito

de terror, como si descubriera al demonio escondido en la clausura. […] Las

voces son purísimas y hacen soñar en unas novicias tiernas y bellas como

ángeles – un poco cursilitas, pero tentadoras – como doña Inés del Tenorio de

Zorrilla. Poco a poco me siento fuera del mundo: los cantos van llenando

insensiblemente la capilla de una atmósfera insidiosa, tan diabólicamente

femenina, que las inflexiones de las voces virginales, finas y dulces como las

bocas de donde brotan tienen unos desmayos que la imaginación, sin querer,

hace voluptuosos. […]. Si ahora se produjera, de pronto, un gran revuelo de

palomas detrás de la triste reja de este palomar, y entrara en la capilla un joven

arrebatado al lado de la monja que lo lleva negro (y que debe ser la madre

abadesa), no me sorprendería en lo más mínimo. Y la cosa no me parece

absurda, hasta que salgo otra vez a la capilla a la calle, y se deshace el embrujo.

Esta expresión de irrealidad no sólo aporta información personal a través del

testimonio autobiográfico de Gaziel. Tiene también una intencionalidad puramente

literaria que permite la trasposición de textos ficticios a un texto de viajes. Esta

conversión de ciertos fragmentos puede o no tener carácter autobiográfico, pero es,

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esencialmente, una transcripción de emociones literarias que se convierten en una suerte

de relación hipertextual que va remitiendo a otros textos en los que el autor se siente

involucrado íntimamente.

Habría que hablar, por otro lado, de la visión real de las ciudades de Castilla que

presenta Gaziel cuando se priva de expresar estas elucubraciones más o menos

literarias. Porque, si por un lado se encuentra con estos arrebatos estéticos, por otro no

puede por menos que comprobar la evolución lógica de estos espacios en correlación

con su vida en la gran ciudad. Esta expresión de novedad y de evolución de las clases

medias se refleja en la modificación de las costumbres. De esta manera, Gaziel se

sorprende por la desaparición de ciertos “tipos” que han sido la formulación

personificada de la nobleza y el clericalismo abundante en las ciudades castellanas

(1963: 223):

En seguida nos damos cuenta de dos singularidades notables, que a

nosotros, acostumbrados a Madrid, nos sorprenden. Entre el gentío, no sabemos

distinguir, ni por asomo, gente fina o sensiblemente refinada, por sus maneras o

su modo de vestir. La muchedumbre que transita es municipal y espesa, como

decía Rubén Darío; todo el mundo parece neutral o proletario.

La desaparición de esa marcada diferenciación clasista en las pequeñas ciudades

es interpretada como una marca de modernidad que sorprende al viajero capitalino

(1963: 224):

Esto es lo que ha desaparecido del todo: aquella demostración,

precisamente tan castellana, tan racial, tan hidalga, que para poder fingirla

producía unos tipos genuinos, como los “cursis” y los “quiero y no puedo”, que

no tienen traducción posible94. Y donde más ha sido barrida esa fauna de fines

del XIX y comienzos del XX, es justamente en estas ciudades antiguas y

pequeñas.

Hasta tal punto se han modificado, ya en los años cuarenta y cincuenta las

costumbres castellanas que se puede hablar de una similitud entre estas y las grandes

94 Habla aquí de posible traducción porque la primera edición de esta obra está publicada en catalán.

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ciudades en cuanto a las características de la ciudad moderna se refiere. La gente asiste

a los teatros, va al cine, a los cafés y suele pasear por sus calles, muchas de ellas, ya,

peatonales.

Es decir, nos encontramos ante la evolución lógica de las ciudades castellanas en

base a las novedades que se habían producido, años atrás, en algunos lugares de España.

La contraposición de estas dos características tan opuestas de modernidad y

tradicionalismo en la misma obra de Gaziel se debe a la influencia literaria adquirida en

las lecturas más tópicas. Cuando se habla de los nuevos espacios de recreo en los

espacios urbanos, de la misma manera que cuando se habla de la pobreza de muchas

ciudades, se está haciendo desde una percepción real, no idealizada ni simbolizada. Es

la influencia literaria la que crea ese precepto de irrealidad que el autor catalán

encuentra en la visión de los espacios urbanos.

Para Corominas el viaje viene a ser similar, el contraste es el mismo. Llamado por

las lecturas de la Santa (y de paso por las del 98, aunque no lo comente en el texto),

viene buscando esa España que palpita en las obras de Teresa de Ávila. Y, como Gaziel,

se encuentra con un panorama totalmente distinto. No viene en busca de un paisaje, sino

un espíritu; y eso es precisamente lo que no encuentra. Si Unamuno hallaba un vínculo

entre el pasado remoto de Prisciliano y los místicos del XVI, aparentemente podría

resultar lógico encontrar esa misma espiritualidad en el siglo XX, hallar a esos hombres

castellanos que debían ser la salvaguarda de ese espíritu místico y heroico, que decía

Gaziel... Pero la opción de recomponer el símbolo ha desaparecido. Y ya nadie quiere

ver en la muralla los muros y las puertas de una casa. La desaparición del símbolo nos

devuelve la realidad, la interpretación deja paso a la indagación histórica.

Y así esos símbolos que empiezan a desmoronarse son también punto de interés

para la identidad nacional catalana. Tanto Gaziel como Corominas indagan en su propio

pasado nacional desde sus visitas a Castilla.

Pere Corominas (1870-1939) había nacido en Barcelona y es hoy más conocido

por ser padre del filólogo Joan Corominas que por su obra y su trayectoria política.

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Afiliado al Partido Unión Republicana, de Nicolás Salmerón, fundó el grupo L’Avenç,

vinculado a movimientos anarquistas y modernistas, influencias que mantuvo en Foc

Nou, asociación cultural en la que compartió intereses con Jaume Brossa. A raíz de los

atentados anarquistas del 96, fue detenido y condenado a muerte en el Proceso de

Montjuic, sentencia que fue conmutada por Sagasta cuatro años después. Terminó

instalándose en Madrid. Unos años después volvió a Barcelona y se interesó en la

reforma de la ciudad cuando participó en 1907 en la redacción de la Memoria y

proyecto de contrato con el Banco Hispano Colonial para la reforma interior de

Barcelona, al tiempo que fundaba el Institut d’Estudis Catalans. Llegó a ser Diputado a

Cortes por Esquerra Republicana de Cataluña. Tras la guerra civil se exilió en Buenos

Aires, donde murió el mismo año 39.

En 1930 vio la luz su obra Por Castilla adentro. Ensayos literarios 95. Podemos

considerarlo como un libro autobiográfico de viajes que se encuadra también dentro de

la tradición ensayística por cuanto intenta adentrarse en el problema de la identidad

catalana a través de la interpretación histórica y literaria de Castilla, algo parecido a lo

que había intentado Gaziel. Podemos hablar de un cierto tono de ensayo histórico si no

fuera porque Corominas está narrándonos la historia de un viaje personal e íntimo por

Ávila.

En esta obra aparecen con profusión aquellos aspectos que vinculan la historia

catalana a la historia general española, por ejemplo las reflexiones históricas sobre el

príncipe don Juan, enterrado en el Monasterio de Santo Tomás de Ávila (1998: 37):

Todo un mundo de nuevas perspectivas históricas fueron enterradas allí

con el cadáver de aquel príncipe Juan. Sin el desvío nórdico del imperio, la

política mediterránea habría impuesto la cristianización del Norte de África con

una enorme vigorización del genio latino. Seguramente Castilla no habría

sucumbido en Villalar y quizá el poder personal de los reyes no se habría

asentado sobre la concepción extranjera que impuso la muerte de las libertades

nacionales

95 Corominas, P. (1930). Por Castilla adentro. Ensayos literarios. Madrid: Mundo Latino. Es una edición rara y prácticamente inencontrable. En adelante, utilizaremos la edición de la editorial Ámbito de 1998.

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Corominas se dirige a Ávila en un viaje personal atraído, según dice, por lo que

tantos viajeros llegaron a la ciudad de las murallas: por la lectura de las obras de Teresa

de Ávila (1998: 33):

No vayas a reírte de mi escasa preparación, pues aún te diré más: que si

fui a Ávila, lo debí principalmente a la lectura de la Santa Madre Teresa de

Jesús, aunque en ninguna de ellas se encuentra relación alguna con el ambiente

social, como no sea el trato individual con esa parienta de tan livianos tratos,

que la puso en trance de perdición.

Y, lógicamente, la ciudad que encuentra se halla condicionada por esas lecturas,

de manera que pasa por alto aquellas modificaciones urbanas que se producen a finales

del siglo XIX y se escuda en la contemplación única de la ciudad antigua en la que

puede entender los frutos literarios que ha ido a buscar. Hasta el punto de que atisbar

esa ciudad que viene preparado para ver supone un efectivo esfuerzo del espíritu,

contrario a la imagen novedosa de Ávila, en lo poco que ésta pudiera aportar (1998: 35):

Seguramente debía estar mi alma preparada para recibir una perspectiva

sentimental de Ávila cuando pasé por ella hace muchos años. Ni el horrible

monumento a Santa Teresa, ni el banal Paseo de San Antonio pudieron

quebrantar el esfuerzo de mi espíritu, empeñado en ver con ojos medievales la

vieja ciudad ceñida por su corazón de murallas y torreones, de las que apenas

desborda en una pequeña parte de su circuito.

Por otro lado, se le da una importancia grande a la visión mediatizada por la

cultura. Y por los tópicos; porque Corominas cae en ellos en cuanto tiene que repasar la

tradición espiritual castellana y sus viejos ideales místicos o religiosos. Parece como si

estos autores sólo pudiesen contemplar un futuro castellano basado en sus viejos

esplendores renacentistas. Y quizá sea así porque están fuertemente influidos por el

sentir literario de fin de siglo (1998: 36):

¿Duermes, Castilla? En tus ciudades se pavonea una multitud que ha

venido un poco de todas partes y que manda en tu nombre, sin haber nacido de

ti. La espada de Fernán González sirve más ahora para cortar el queso que para

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vencer al enemigo. Pues si has de dormir, duérmete en Ávila, al arrullo de los

recuerdos de tu Santa, al rumor de sus muros ennegrecidos, en lo alto de tu

meseta, donde la sobria vida de los páramos y el enjuto espíritu religioso

curarán tus blanduras de toda liquefacción soez. Recoge alientos, almacena

energías, sueña. Sólo cuando un nuevo enjambre de poetas inicie el Romancero

de las proezas futuras te levantarás de tu letargo, porque Dios habrá otorgado

cuanto le pida tu corazón.

Por estas mismas fechas en que ambos viajeros pasean por la ciudad de Ávila

contemplando los espacios teresianos, místicos, los roquedales que guardan memorias

guerreras o, al menos, de tiempos guerreros que despiertan la imaginación a un

medievalismo romántico, Camilo José Cela publica una pequeña guía que, entendemos,

se basa en sus viajes a la ciudad. Y Dionisio Ridruejo hace lo propio con su visión de la

ciudad dentro de su obra Guía de Castilla la Vieja (1968).

Es de destacar también en este momento a otro autor de la época íntimamente

relacionado con Castilla, tanto en su vida como en su obra. Nos referimos al soriano de

nacimiento y segoviano de vida Dionisio Ridruejo. La reciente reedición de la obra de

Casi unas memorias (2007), nos ha venido a mostrar la visión que el autor tuvo de unos

años especialmente sensibles para la historia española, como fueron los de la guerra y

posguerra civil. Especialmente interesantes nos parecen las páginas que se dedican a la

experiencia de las ciudades castellanas que el propio Ridruejo conoció profundamente.

Conocimientos que aplicó posteriormente a la elaboración de unas guías literarias sobre

Castilla en la que Ávila tuvo cierto protagonismo. En estas obras, publicadas ya

tardíamente y lejanas las ideas castellanistas de la primera mitad del siglo, podemos

apreciar una cierta distancia crítica en la que se diferencia claramente la intencionalidad

literaria de Unamuno o Azorín, frente a la auténtica expresión del espacio vital de

Sánchez Albornoz o de George Santayana. Para Ridruejo, la ciudad (2007: 143): “no es,

como Toledo, una impresionante pirámide con laberinto, ni, como Ávila, un pedregal de

buena talla de cantero metido en un castillo”. Lo cierto es que Ridruejo pertenece a eso

que se ha venido siempre a identificar con Castilla y que es la enorme llanura que se

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extiende desde la falda norte del Sistema Central hasta las montañas del norte. A ese

“mar de tierra” (2007: 168) se refiere también cuando explica que: “Es a esa Castilla a

la que corresponden los tópicos acuñados por algunos prosistas y poetas del 98 –

Unamuno, el grande – y por sus continuadores, desde Ortega o Pérez de Ayala, hasta

Senador o don Federico Mendizábal. Es un espacio enorme, con algunas curvaturas de

Nava y algunos relieves de serrijón […]”.

Tiene Ridruejo la intención de escribir sobre Castilla, de la misma manera que

otros lo han hecho sobre su tierra (2007: 303):

Y quien vio Castilla como una expresión fisonómica, como una metáfora

del monoteísmo, fue Unamuno, que venía de Bilbao. Páginas equivalentes a las

que – cada uno a su modo – han dedicado Pla al Ampurdán, Juan Ramón a

Huelva, Baroja al País Vasco, y el mismo Blasco a la huerta valenciana o

Pereda a la Montaña, no se han dado aquí más que muy raramente. Pero no

quiero divagar. En mi caso, Castilla ha sido muy emocionante como escuela

para comprender la expresión de la tierra y me parece que lo que vi en ella

durante 20 años ha estado siempre detrás (como piedra de toque o pieza de

contraste) de lo que he visto después.

De esta falta de escritores que hayan escrito sobre su propia tierra, surge una guía

de carácter lírico e histórico que se tituló, precisamente Guía de Castilla la Vieja

(1968). No deja de ser precisamente eso, una guía en el viejo y tradicional sentido que

tenían las lecturas de viajeros, es decir, un texto en el que se mezcla el estudio histórico

y geográfico, con la experiencia y el sentimiento personal del autor que expone su

conocimiento profundo de los lugares. Este tipo de textos bandean de lo descriptivo a lo

ensayístico, sin dejarse caer en lo autobiográfico, por lo que quedan al margen de

nuestro estudio, salvo en aquellos momentos en los que el escritor deja ver su “yo” al

lector, momentos que suelen tener su cotejo en textos verdaderamente autobiográficos,

como sus propias memorias o diarios.

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No nos vamos a detener en esta obra, pero sí queremos explicitar ahora cómo

entiende Ridruejo esa relación simbólica de Ávila con algunos escritores que

contribuyeron a su imagen (1981: 25):

Y ya dijo Machado que “a las palabras de amor – les sienta bien su

poquito – de exageración”. Lo que vale para la Ávila de Montherlant y Larreta

como para la de Gaziel, quedándose más en lo justo la de los Santayana y

Sánchez Albornoz, que la quieren y no la inventan. Pero sigamos nuestro viaje.

Montherlant y Larreta, evidentemente, la inventan. Montherlant en El Maestro de

Santiago (1947), obra de teatro ambientada en la Ávila del XVI, exactamente igual que

La gloria de Don Ramiro, de Larreta. ¿Pero Gaziel? ¿Realmente hemos de creer que el

catalán inventa su imagen de la ciudad en un texto que podemos entender como

claramente autobiográfico? Quizá, perfilando nuestra opinión de que el espacio urbano

en la autobiografía puede introducir en sus narraciones elementos puramente

ficcionales, hemos de explicar que, por mucho que intentemos buscar eso que llamamos

“realidad” en el espacio narrado, las ciudades sufren un proceso de desnaturalización a

partir de elementos culturales y sociales aprendidos; que la imagen de determinadas

ciudades tamizadas por supuestos simbolistas, caso de Ávila, predisponen a los autores

a contemplaciones ficcionalizadas. Y eso es lo que explica Gaziel en lo que denominará

“irrealismo”.

Y, en esta dicotomía, Ridruejo termina situándose del lado más unamuniano y

simbolista, el que considera a Ávila en su sustrato místico y guerrero, si bien duda, con

Gaziel mismo, en considerar todo ello un simple espejismo (1981: 53):

¿Es la sombra o la luz de Santa Teresa – de la que Ávila se llena

absorbiendo todas las otras – lo que hizo a Unamuno, que tan aficionado fue a

sus soliloquios ver a Ávila entera como un convento? Un convento en un

castillo. Un castillo interior y místico y también exterior y belicoso. El de los

fugitivos del mundo y el de los dominadores; desvividos unos y otros como, con

razón, los ha visto en sus extremaduras vitales Américo Castro. Y también el de

la Inquisición, cerrado, sospechoso, autovigilado y quieto hasta la alucinación.

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Aunque quizá sea espejismo, se ve físicamente aquí esa dualidad monástico-

guerrera que el tópico atribuye a Castilla quedándose en su esqueleto o en su

caparazón y despreciando su carne más perecedera y jugosa.

De Camilo José Cela, sabemos que había visitado la ciudad no pocas veces y que

había participado en algunas publicaciones locales como la revista El Cobaya96 con

algún que otro texto y alguna asistencia a las tertulias del lugar en las cafeterías del

centro. De estos viajes surgió una guía turística con intención literaria que se publica en

1955. Si bien no podemos considerar este texto como abiertamente autobiográfico, pues

se convierte en una publicación para viajeros, sí aporta la información que por estos

años se mantiene manifiestamente cercana a las ideas que venimos manifestando en este

epígrafe sobre cuantos se acercan a Ávila.

No hay más que abrir por la primera página del libro para encontrarse con esta

idea permanente (1955: 3):

Entornando el mirar, al viajero de Ávila no le cuesta un trabajo excesivo

sentirse en plena Edad Media, palpar el frío de la Edad Media, sus anhelos, sus

preocupaciones y sus múltiples afanes místicos, artesanos y militares.

No es sino un acercamiento narrativo a la historia de la ciudad que ya es

sobradamente conocida, dejando a un lado las consideraciones históricas que aporta

Cela y que, muy probablemente no son más que transcripciones de textos de

historiadores locales. Pero su apreciación de los abulenses (o de sus costumbres) la

traemos a continuación como una manera de apuntalar estas ideas previas de otros

viajeros por Ávila. En concreto porque Cela conoce más o menos de primera mano, la

vida de los abulenses en su día a día, más allá de las expresiones literarias fosilizadas en

la historia literaria. Así, las primeras nociones que nos expone van a ser de los cafés

96 Revista que se publica en Ávila en los años 50, concretamente entre el año 1952 y el año 1960, en su primera época y en la que colaboraron, entre otros, el propio Cela, José Hierro o Victoriano Crémer. Aunque algunos de sus autores pertenecían a ciertas tendencias de tipo “social”, la revista nunca tuvo una línea editorial clara, en sintonía con otras revistas literarias locales del momento. Paralelamente se desarrolló una tertulia local que reunía a los autores que editaban la revista y que no pueden considerarse tampoco, miembros de grupo o línea poética que no sea cierto clasicismo heredero de Escorial o revistas oficiales del Régimen.

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nuevos abiertos en las plazas principales o la vida más ociosa de los abulenses (1955:

5):

El viajero, al llegar a cualquier ciudad, suele precisar de dos cosas: un

café donde tomarse un refresco y una oficina de Telégrafos o de Correos para

comunicar con los suyos. Empecemos nuestros itinerarios avileses desde la

Plaza de Santa Teresa de Jesús. Lléguese a Ávila por el medio que se llegue, la

Plaza de Santa Teresa es siempre el centro de la ciudad y el más fácil punto de

cita. En ella, además, están los cafés, las tiendas donde se pueden adquirir

medallas de recuerdo o tarjetas con vistas de la ciudad y las centrales postal y

telegráfica.

Hablamos, pues, de tiendas, cafés…, de la vida de una ciudad que nada tiene que

ver con la tradición mística de Castilla. ¿Dónde está, pues, la Ávila de Gaziel o de

Corominas? Quizá la respuesta la encontramos en que Cela distingue, en clara alusión a

los textos literarios que conoce, entre “conocer” y “estudiar” la ciudad, es decir, entre

acercarse de manera más o menos turística o con intenciones literarias (1955: 6):

¿Cuánto tiempo tardaremos en cada itinerario? La pregunta debe quedar

sin respuesta. Si nuestra intención es llevar una impresión de conjunto de la

ciudad, cada itinerario puede durar un día e incluso menos. Si nuestro propósito

es calar hondo en el misterio de Ávila, adentrarnos en su cauteloso encanto,

ahondar en su historia y en su arquitectura, quizás no tuviéramos bastante con

un año de diaria labor. Pensamos que el lector de estas líneas está en el caso del

hombre que quiere “conocer” pero no “estudiar” Ávila.

Dejamos de lado otras apreciaciones de Cela al respecto de los tipos de Ávila que

hoy en día nos parecen formulaciones políticamente incorrectas, pero que, en su

momento, nos hacían descubrir el estricto sentido de la normalidad social de los años

más cerrados del Régimen franquista97. Sí es verdad que el propio Cela cae en el tópico

cuando ha de recurrir a la explicación del carácter abulense (1955: 23):

97 Traigamos aquí la curiosa apreciación de Cela quien explica que “Ávila es la única ciudad de España donde jamás se verá pòr la calle una mujer medianamente exagerada en su vestir o provocativa en su ademán. La mujer avilesa sabe que su papel es otro, y lo mantiene con un constante y siempre renovado ardor” (1955:23).

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El hombre de Ávila es de carácter sobrio, seco en sus manifestaciones

pero entrañable en sus afectos, serio, poco amigo de ostentaciones, de firme

palabra y de ademán contenidamente rendido. […]Acabaríamos antes si

dijéramos, en pocas palabras, que le carácter de la gente de Ávila es,

precisamente, aquel que espera encontrarse el viajero que conozca, aunque no

sea más que a medias o muy por encima, el sentido de su historia.

Pero quizá la obra de viajes más peculiar y más asombrosa que se publica en esta

época y que hace referencia a la ciudad de Ávila sea la de Gutiérrez Solana titulada con

el solanesco título de La España negra.

Y, siendo una descripción de los viajes de Gutiérrez Solana por España, hemos de

poner en cuarentena nuestras intenciones de adscripción de esta obra al género

autobiográfico. Claro está que es igualmente difícil cualquier adscripción genérica al

respecto de esta obra; pero lo que parece evidente es que el resultado narrativo procede

de su conocimiento íntimo de estos lugares sobre los que construye los textos que los

describen.

Con respecto a la ciudad de Ávila, los textos de La España Negra son

especialmente reveladores. Porque la ciudad que conoce Solana nada tiene que ver ya

con la que habían estado cantando, lírica y simbólicamente todos los autores de finales

del XIX y hasta los de bien entrado el XX, de manera que, cuando ya hacía años que

Solana había publicado su primera edición de La España Negra, en 1920, aún en 1947

Marañón y otros siguen con la imagen del tópico.

Y lo hace desde la negación de las figuras abulense por excelencia, como es Santa

Teresa, y también a partir de un lenguaje que trata de depurar toda reminiscencia

simbolista. Algo así es este libro que, por ser precisamente un libro con pretensiones

que rozan lo surrealista sin serlo y lo realista sin llegar a serlo tampoco. Esto lo entiende

bien Andrés Trapiello quien dice que (1998:13) “todo lo que cuenta Solana es la España

real, la que cualquier viajante de comercio se tropezaba sin esfuerzo”.

La mejor prueba de ello es la novedosa y radical manera de ver la influencia

clerical en la ciudad. Un capítulo titulado “Las monjas” describe la inflación de clero en

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Ávila y rompe, así, con esa imagen espiritualista que se mantenía hasta el momento. La

adjetivación utilizada ya es suficiente para comprobar hasta qué punto la ciudad vive, no

en un espíritu religioso sino, como antes decíamos, clerical. Adjetivos como holgazanas,

hospicianas, viejas, gordas, murmuradoras, ruines, desagradables… Algunos fragmentos

del texto son sumamente reveladores (1998: 152):

Estas monjas se parecen a los frailes en lo holgazanas y gastan mucho en

el lavado y planchado; van siempre por la calle acompañadas de alguna chica

hospiciana, que aunque ya pasa de los treinta años, va vestida de corto con la

trenza colgando, y un flequillo separado con una goma por detrás de las orejas

que cruza su cráneo.

Solana retrata directamente al clero de manera despectiva, con metáforas

terriblemente duras que no vamos a traer en su totalidad a estas líneas, pero que reflejan

la imagen de una ciudad salpicada de una fealdad reflejo de la pintura – y la narrativa –

solanesca (1998: 152):

Las vemos pasar por las calles con la cara siempre rabiosa, fruncido el

entrecejo, narigudas y con algo de bigote; algunas se han afeitado con la tijera

de tantos pelos que las salen; casi todas son tripudas y ajamonadas, con la cara

muy blanca y pocas pestañas, y no tienen cejas; pero muy culonas; tienen poca

correa para el trabajo y siempre están en el convento comiendo y durmiendo.

Ávila no es, pues, la ciudad mística, ni mucho menos. Lo primero que descubre

Solana de la ciudad es su aspecto más campesino y, por supuesto, de un campesinado

que en nada refleja la virtud religiosa y caballeresca. Solana está rompiendo con el

tópico a partir de sus descripciones radicalmente reales, de manera que, pasando desde

la ironía hasta la crítica abierta a aquellos escritores que han hecho de la mística de la

ciudad una expresión de su propia lírica (1998: 145):

Como la comida ha sido fuerte, no estamos para ver visiones, y aunque

llegamos ya a las puertas de Ávila, a ninguno de los que viajamos en este

destartalado vagón se ha presentado el espíritu de Santa Teresa de Jesús, esa

docta mujer histérica y farsante que hablaba con Dios como yo hablo con

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cualquiera de estos patanes que dicen tan buenas cosas y que discurren mejor

que los académicos de la lengua, que nunca discurren nada; esos eruditos que

ven flotar el alma de la Santa por la noble y silenciosa ciudad de Ávila, que

tiene los mejores y más sanos aires del mundo y que no necesita de ningún

espíritu puro para ser regalo de los ojos de todo el que sepa sentir y ver.

Desmiente, pues, el espíritu místico de la ciudad a partir, también, de la crítica a

los escritores “místicos”. Es difícil no ver aquí retratado a Unamuno o a Azorín. Pero

además, a los palacios graníticos que se le aparecen por la ciudad, opone la miseria de

las otras muchas casas que se extienden por las viejas calles. Incluso la descripción de

los palacios repara más en su ruina y pobreza que en la nobleza de blasones y escudos,

de manera que toda la ciudad muestra más su aspecto decadente y moribundo que el

espiritual y caballeresco (1998: 146):

Entre estas míseras casas se ven las mansiones fortificadas de los nobles

castellanos con escudos y pilastras, puertas y medios puntos góticos llenos de

estatuas de piedra, descabezadas por las pedreas de los chicos del pueblo; […]

Estas antiguas casa-fuertes abundan mucho, llenas de ventanas, que están

cegados y tapiados con pedruscos, en cuyas junturas ha crecido la hierba y

corren lagartijas, denotan que no conservan más que las fachadas, y por dentro

todo es ruina.

Todo ello contribuye a aportar una imagen literaria totalmente distinta de la que,

hasta ese momento se venía leyendo.

Y esta sería la imagen rupturista de Ávila que, en el fondo, no es más que una

imagen de ruptura con la literatura anterior.

Claro está que los pintores de su generación reflejaban una España que parecía

sacada de unos pinceles trescientos años anteriores. Así ocurre con Zuloaga y Darío de

Regoyos, más cercanos a la pintura de Castilla y la España atlántica frente a Sorolla que

es el pintor de la luminosidad mediterránea. Es decir, que Solana está también haciendo

un recorrido por los espacios vertebradores del castellanismo más tópico y utilizando,

tanto en su pintura como en su escritura, la revisión de esa idea noventayochista al hilo

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de los desastres españoles de la época – el desastre americano es uno, pero también el

atraso cultural español, de marcados tintes ultracatólicos y clericales – que llevan al

dibujo negro, a lo oscuro de los espacios públicos, a la pintura de los prostíbulos o los

ambientes marginales. La España Negra es el resultado de la percepción negativa de la

historia del momento y, aunque parezca una oposición al espiritualismo que Unamuno

encuentra en Ávila o en las ciudades de Castilla, no es sino la reacción de aquellos que,

política y sociológicamente, recogen ese mismo pesimismo ante la España de principios

del XX y la someten a la expresión estética. Quien ve en esa España negativa y triste la

expresión del siglo XVI terminarán por recuperar la idea espiritual y mística. Quienes

contemplan la decadencia y el contraste con la nueva Europa recuperan esa misma

época también, con una recuperación de la tristeza y estilización espiritual de la obra del

Greco, pero sometiéndolo al realismo de la vieja España, pobre y negra de los pueblos,

de la fiestas sangrientas de los toros y de los barrios marginales de las grandes ciudades.

Ese gusto por el negro no deja de ser también una manera de trascender la realidad

de esas ciudades muertas, a manera de luto riguroso, de la misma manera que en las

pinturas negras de Goya o de los grabados sobre los desastres de la guerra el negro

intensifica la idea de la muerte y de la descomposición humana.

La pintura que hace de Ávila está también mostrando la vida de la ciudad a través

de lo más sucio y mórbido, como son las solitarias de la botica. Como es la diferente

impresión que suscitan en él las murallas. No son ya la imagen de la ciudad celda, sino

de la ciudad sepulcro, de la ciudad que no es ya una ciudad muerta, sino enterrada en

vida. Los personajes que la habitan parecen carentes de toda voluntad y se mueven a

impulsos de una tradición vieja de la que nada parece sacarlos (1998: 159):

Todo el camino está lleno de piedras parecidas a las de granito de El

Escorial; las hileras de árboles desnudos pueblan algo aquel camino; a lo lejos,

las murallas, como pegadas al cielo, dan un aspecto de aparición a esta ciudad;

sus grandes cubos, la piedra cenicienta donde resaltan las gruesas piedras

negruzcas por el tiempo y la lluvia; sentado en una de estas piedras veo la

ciudad cerrada y tapiada como apartada del mundo, como una inmensa

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sepultura; las nubes parecen pegadas a sus casas; el cielo se va encapotando,

parece que se está fraguando una terrible tormenta.

Esta imagen oscura y luctuosa de la ciudad tiene su remedo en las gentes, en la

vida cotidiana, de manera que todo forma parte de una construcción de la ciudad a partir

de esa condición “solanesca” del espacio. Los hombres y las mujeres en la catedral:

“van repitiendo ese rezo monótono que nunca parece acabar” (1998:160).

Recalcando esa idea de muerte, Solana retrata el museo de reliquias de Santa

Teresa desde esa idea de podredumbre que rezuma la ciudad, de manera que la vieja

gloria tan exaltada por otros queda reducida en este texto a una suma de restos

orgánicos de aspecto repugnante (1998: 156):

Son estos relicarios de plata, en los que pude ver un dedo repugnante,

rodeado de cabellos de la Santa, unas disciplinas ya muy apolilladas por el

tiempo, y una cosa que me dijeron que era el corazón y que pude ver a través de

un cristal y un pie negro y amojamado que parecía de momia.

E incluso, por terminar de romper la imagen tópica de la ciudad, es capaz de

mostrar a las prostitutas que viven en el sur de la ciudad, en la misma zona donde

Larreta había situado el barrio morisco al que Ramiro bajaba en busca de la lujuria que

la zona cristiana había confinado allí. Solana simplemente contempla la vida cotidiana,

deformada por su visión pesimista (1998: 159):

En unas casas que dan al campo están las prostitutas; un viejo cojo entra

en una de estas casas. Tras las cortinillas rojas se ven, medio desnudas, a estas

mujeres. Una, que está sentada a la puerta, tiene la cara llena de cortes y

rasguños hechos por la navaja de algún chulo.

A todo este respecto, es de destacar la opinión de Jiménez Lozano sobre La

España negra. Para el autor abulense, la esencia de lo solanesco es su fundamentación

fundamentalmente barroca, lo que convierte su visión de los espacios en una

contemplación que roza el desprecio y el desapego mundano del XVII 98:

98 Tomado de “La España Negra”, de José Jiménez Lozano, puede encontrarse en la dirección electrónica: http://cvc.cervantes.es/el_rinconete/anteriores/abril_99/19041999_02.htm

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Mira los paisajes, las estancias, las cosas y, desde luego, a los seres

humanos con un despego y un desprecio fundamentales: los del antiguo

sentimiento barroco, fascinado por lo grotesco y lo mortuorio. Una irrisoria

calavera asoma siempre al fondo de sus historias, en las que las gentes, siempre

de obtusa inteligencia y sentimientos atravesados, ariscos como el esparto y el

cardo, muestran la oquedad o suciedad de su alma, si es que la tienen, arrastrada

por mundos enteros de desechos.

Esta imagen solanesca, barroca y excesiva, se opondría a una imagen horaciana,

de reposo rural, en la que el campo y la aldea fuesen el contrapunto lógico a esa

sensación de lugares ariscos y aviesos. Pero Jiménez Lozano también destaca la escasa

afición de los escritores españoles – entre ellos el propio Gutiérrez Solana – por los

cantos de sirena de lo rústico 99:

Guevara ha corrido las siete partidas, ha estado en la Corte del emperador

Maximiliano, del Papa, del rey de Inglaterra, y en los señoríos de Génova,

Venecia y Florencia, y a lo mejor no le ha ido muy bien, a lo mejor ha quedado

harto, y la paz aldeana le ha parecido una cura, a su regreso. A Maquiavelo

también se lo parecía pero no la aguantaba; quería volver a servir a los Médici,

aunque fuera para dar vueltas a una piedra; y lo mismo le pasaba a Don Juan

Valera: una semana en su casa del pueblo, y se largaba a Madrid. Estos

horacianos son así.

Quizás pensaban en un retiro fastuoso, en una villa, que al fin y al cabo es

una Corte. O en un descansadero de fin de semana. Después de leer

Menosprecio de Corte y alabanza de aldea Antonio de Guevara nos

parece el patrón de los modernos chalés y hasta de las urbanizaciones. Ningún

menosprecio, ninguna alabanza, Corte y cortijo.

Estas opiniones sobre la importancia de la dicotomía entre ciudad y aldea parece

que fuera más la visión del propio Jiménez Lozano, alejado de la “corte” él mismo, sea

de la corte urbana, sea de la de los milagros literarios. Por eso vamos a ver ahora con

más detenimiento los conceptos al respecto del autor de Langa.

99 Tomado del artículo “Aldea y Corte”, que puede encontrarse, al igual que el anterior, en la dirección http://cvc.cervantes.es/el_rinconete/anteriores/agosto_99/04081999_01.htm

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2.3.5.- José Jiménez Lozano: El ojo de Plotino

2.3.5.1.- La identidad diluida en el espacio y en la historia

En la actualidad, algunos trabajos plantean cómo el estudio sobre la identidad se

ha desplazado desde perspectivas ontológicas y antropológicas hacia terrenos más

sociológicos. Esto ocurriría porque la identidad tiende ha construirse, hoy en día, sobre

disciplinas multi-referenciales, como cuestiones de sexo, género, o lo que viene a ser el

contexto habitual de los estudios actuales, hacia fórmulas discursivas de interpretación

del sujeto quien, desde su origen biográfico se plantea en los relatos sociales en los que

se inscribe y delimita. El entorno pasa a ser, no sólo el escenario donde se desarrolla una

vida, sino el conjunto de narraciones que la determina. Cada vez más, se han ido

sustituyendo los discursos normativos y argumentativos tradicionales por discursos

puramente narrativos que establecen roles o papeles como la edad, el sexo, la

profesión… En este sentido, se suele hablar de fórmulas definitorias en las que los

sujetos sociales son capaces de modificar su situación o su posición social; así se

prefiere hablar de estatus frente a clase, género frente a sexo o multiculturalismo y

mestizaje frente a etnia de pertenencia. Una narración biográfica consistiría en

desligarse de ese grupo contable al que se pertenece en una estrategia social que

convierte al sujeto en un ser contable dentro de su categoría. Un artículo de José Miguel

Marinas (1995) explica muy claramente todo lo que estamos tratando en estas líneas.

Marinas añade que estos fenómenos que articulan la identidad de un sujeto, al ser

dinámicos y opuestos a la vieja tradición topológica de pertenencia a un lugar, terminan

por ser fenómenos narrativos de tipo “tropológico”, por cuanto tiene de significación

literaria o narrativa como por lo que hay en este término de movimiento. Los límites de

recursos narrativos (ficcionales o no) son los que funcionan como límites identitarios.

Toda narración estaría basada en la ruptura de ciertos moldes sociales de corte

convencional, si bien las viejas narraciones vuelven continuamente y la función de las

nuevas fórmulas consiste en romper con ellas. Estas serían las narraciones históricas con

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las que las nuevas formas narrativas han de medirse y han de romperse. El trasfondo

moral de toda esta explicación es obvio, pero también el político y económico. La

estrategia del poder consiste en nombrar y en relatar, y los relatos de poder terminan por

ser una definición de identidades históricas o históricamente establecidas. En este

sentido encontramos lo que Jiménez Lozano ha denominado “grandes relatos”,

discursos cotidianos de amor, odio, historias de la vida con valor homogeneizador y

“lugares de aprendizaje moral”, en palabras de Marinas (1995: 182) que mantienen en la

experiencia y su aprendizaje los viejos moldes sociales sobre los que se construye la

identidad. Sobre estos relatos cabe imponer figuras nuevas como la ironía o la

metaforización que renuevan estas narraciones. Por ejemplo, la consideración de la

comunidad como una familia, o, por otro lado, como organismo productivo y, a partir

de ellos, algunos relatos biográficos como algunos de rol sexual como la mujer ama de

casa o el padre de familia, provocan que la fijación de una identidad se sitúe a favor o

en contra de ellos. La vida, la identidad entendida como narración, es, por lo tanto,

situarse ante un relato y edificar otro que ha de ser también narrado.

Esos “grandes relatos” de Jiménez Lozano no son susceptibles de subversión

salvo en pequeñas narraciones. Por eso, la identidad personal frente a las grandes

situaciones vitales o las grandes tragedias sociales se narran de forma fragmentaria y

discreta, en cuentos cortos o relatos breves que hablan de lo cotidiano (2003a: 60-61):

Nunca ha habido grandes relatos, porque siempre que los hombres se han

expresado acerca de su condición, o frente a la extrañeza y maravilla del mundo

o la hostilidad de la naturaleza, o nos han narrado la alegría o el sufrimiento del

vivir, y la injusticia o el dolor que se les ha inflingido, o la esperanza de librarse

de ellos, siempre lo han hecho a través de pequeños y fragmentarios relatos de

la cotidianeidad: sueños y alegrías o testimonios atroces, pero también simples

enunciaciones cómicas de la memoria cotidiana.

Parece obvio, pues, pensar que la identidad no es un elemento esencial al que

rendir culto. De hecho, es un carácter cambiante con la historia y no necesariamente

individual. La identidad, en tanto narración, es un concepto tan personal como colectivo

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y afecta a emociones que van desde nuestra relación con nuestro entorno hasta nuestros

sentimientos de pertenencia a colectividades más o menos amplias como las naciones o

las patrias. Hasta tal punto es así que existen procesos de simbolización nacional – más

allá de banderas e himnos – que inciden directamente en los procesos de identidad.

Parece ser, por ejemplo, que el pueblo palestino no quiere que se planten árboles en los

campos de refugiados porque ello significaría reconocer la condición permanente de su

establecimiento territorial. Sin contar con que la propia estructura de una ciudad ya

incide en nuestra condición de pertenencia a un grupo social o cultural. Esto habría

ocurrido, por ejemplo, en los barrios franceses, los banlieus, que fueron concebidos

como lugares concentración para una población que llegó masivamente a la ciudad,

contradiciendo la esencia urbanística de la ciudad del XIX que era París y dando lugar a

los catastróficos resultados de las revueltas de 2005. Todo ello es fruto de una nueva

crisis del sistema identitario que tiene mucho que ver con los llamados modelos de

“globalización” que han llevado a las ciudades a aglomerar, muchas veces sin ningún

criterio especial, a diferentes grupos culturales sin especial sentido, convirtiendo una

ciudad en una amalgama no siempre integrada.

Francisco Javier Higuero (1997) ya ha estudiado, en un breve artículo sobre la

obra de Jiménez Lozano Un fulgor tan breve, cómo existe un serio problema al

enfrentarse a los textos del autor abulense, problema que, sin embargo, nos parece

esencial en la radical personalidad de su escritura. En primer lugar, porque nos

enfrentamos a la dificultad de establecer qué textos tienen valor autobiográfico en su

obra narrativa y poética. Es obvio que Los Tres cuadernos rojos, o el Segundo

Abecedario son abiertamente autobiográficos. Pero hay otros muchos que pueden

considerarse como autoficciones, novelas autobiográficas… y que requerirían una

atención que no entra dentro de nuestro estudio. En esta línea de pensamiento se

encuentra Jacinto Herrero (2007: 199), quien reconoce el valor autobiográfico de

algunos textos en prosa, negándoselo, en cierta medida, a sus escritos poéticos: “El yo

de los poemas no tiene por qué ser el mismo yo del poeta, lo sabemos desde siempre y

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sobre todo después de Pessoa”. Y, sin embargo, en obras como El mudejarillo (1992),

encuentra elementos de su infancia que le son comunes, pues tanto Jiménez Lozano

como el poeta Jacinto Herrero fueron amigos de infancia en el pueblo natal de ambos:

Langa, en Ávila. Herrero encuentra en algunos pasajes de esta obra recuerdos de

infancia y paisajes de la niñez (2007: 17):

En El Mudejarillo, insisto, hay un capítulo con el título escueto de Paisaje

que Jiménez Lozano ha vivido como yo. Quien lo recuerda es un niño, Juan de

Yepes, cuando los muchachos de Arévalo le preguntan cómo era su pueblo.

(¡Cuánta memoria de las cosas detrás de las palabras!). […] De modo que en

este mundo, pequeño y grande a la vez, hemos crecido y hemos abierto los ojos

a la belleza de lo verdadero, tanto él como yo.

A pesar de todo, nos parece interesante tratar brevemente del conflicto que supone

acercarse a la escritura de Jiménez Lozano sin tener en cuenta la posibilidad de que

exista una verdadera deconstrucción literaria de ésta, lo que supondría un proceso

contrario, suponer que incluso los textos autobiográficos tienen pocas garantías de

presentársenos como autobiografías, tal como las entendemos.

Según Francisco Javier Higuero, en la obra Un fulgor tan breve se reflejaría un

proceso de deconstrucción que afectaría a diferentes planos del libro. Matices

deconstructores que terminan por eliminar la validez semántica de algunos elementos,

personajes o temáticas. Según el propio Higuero (1997: 340):

[…] podría afirmarse que, en los poemas de Un fulgor tan breve, el sujeto

lírico, al criticar subversivamente cualquier contexto de poder, se involucra en

un proceso deconstructor de toda identidad, incluida la suya propia. Los rasgos

inestables que quedan de este sujeto se diseminan a lo largo del texto escrito de

dicha obra literaria. Entre tales rasgos, hay que mencionar una inseguridad

constante y radical, lo mismo que un estado preocupante de indigencia, inserto

en una problemática de sufrimiento inevitable.

Estos procesos, en este libro, se producirían mediante aspectos diseminadores del

lenguaje, relaciones intertextuales de poemas de la misma obra, focalizaciones temáticas

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sobre temas como la fugacidad temporal… Pero, sobre todo, los procesos de

deconstrucción de la identidad proceden de elementos de inseguridad en la realidad.

Toda realidad se muestra débil, difusa, y el sujeto se caracteriza “como repleto de

indigencia y anamnético” (1997: 331). La opción de Jiménez Lozano por los personajes

que habitan los territorios de los vencidos obliga a la expresión de un mundo que limita

la felicidad, que impide centrar el significado de las cosas que terminan por ser

significadas ambiguamente, es decir, terminan por perder su identidad. Propone Higuero

ejemplos como los de las campanas que a un tiempo llaman a la muerte o a la alegría de

un nacimiento; los árboles que remiten a la permanente imagen de la naturaleza en su

obra, pero que se presentan en el poema vencidos por el viento y arrojando hojas a un

césped helado.

La expresión de la desolación aparente, las referencias a los despojos y a las

ruinas suele también producirse sobre cuestiones acuciantes que atañen al sujeto

poético, como expresión de una imposibilidad absoluta de aprehender la realidad o de la

negación de cualquier modo de saciar la duda. Según Higuero (1975: 335) “las

preguntas de dicho sujeto poético tienen como finalidad un cuestionamiento radical del

ser personal”. Tras de esta aserción se encuentra la idea de que la identidad depende

también de la imagen que los otros se han forjado de uno mismo. Así, en la narración

con tintes autobiográficos Relación topográfica (1993) “ la superposición continua de

planos deconstruye todo orden jerarquizante que tenga como consecuencia la

implantación de la identidad irrevocable” (1997: 335).

Es decir, la propia obra de Jiménez Lozano se encargaría de restar peso a la

identidad propia en sus obras. Y en todo ello tiene especial interés el espacio que rodea

al autor. Porque hemos de determinar que la casa, la ciudad, las estancias, son, de

alguna manera, el cuerpo. El interés de Lozano por la estancia denota un interés radical

por la historia y las personas, por la identidad, en una palabra. La estancia carmelitana

no es sólo la intervención de una persona o una colectividad en el espacio, sino el

propio espacio que está interviniendo continuamente en ese colectivo y en toda una

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historia común. La iconicidad sustancial que nuestro tiempo ha puesto en algunos

elementos del entorno está consolidando la significación de nuestro tiempo. Como

veremos en el siguiente epígrafe, la relación de Jiménez Lozano con los espacios no

depende, necesariamente de una vinculación personal, sino de otra afectiva, es decir, no

es la vida, sino la cultura vertida en la vida la que condiciona la perspectiva de ese

espacio. No es el lugar de nacimiento ni de residencia, sino el lugar de vinculación

emocional el que aporta significación personal al lugar. El interés de Jiménez Lozano

por determinadas estancias desnudas, como las carmelitanas implica también el interés

por personalidades que están plenamente identificadas – y señalamos aquí el radical

carácter identitario de esta afirmación – con esos espacios. Cuando habla de las monjas

de Port-Royal afirma esa íntima conciencia de sí mismas. Es una conciencia que surge

de la oposición al poder que está afirmando una modernidad anticipada. Ese interés casi

senequista por las actitudes profundamente humanas ante el poder son también actitudes

espaciales que se demuestran en las estancias, convertidas en iconos. El senequista

verso – y soneto - de Quevedo “miré los muros de la patria mía” en el que la simbiosis

entre el espacio y la identidad es profundísima, es un botón de muestra de cómo la

estancia es el cuerpo, y es icono que representa e indica una vida y una forma de

exposición pública (1998: 28):

Lo que hicieron [las monjas de Port-Royal] fue apresar su humanidad y

hasta su pasión por la belleza y su propia ternura bajo una coraza implacable: el

dominio absoluto de sí mismas, que a veces las hizo hasta desmayarse

físicamente de dolor como a mère Angélique Arnauld cuando se enfrentó con su

familia.

Monjas que, perteneciendo a la alta burguesía francesa, no dudaban en renunciar a

todo el esplendor parisino y, paradójicamente, no inclinar nunca la cabeza ante el poder

omnímodo del emperador. Las celdas, los espacios desnudos son, pues, una afirmación

de identidad, a la vez que una negación de pertenencia. Si las monjas de Port-Royal

están vinculadas a Versalles, no “son” de Versalles. De esta manera, los espacios se

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eligen, no se imponen y forman una especie de “homeland”, del que hablaremos más

adelante. Esa libertad espiritual y emocional es la que conforma la identidad, no el “yo”.

La identidad no es la nominación propia: “un escritor tiene un enorme riesgo de

perdición total: el que llene los cielos y la tierra con su “yo” – o su nombre, que viene a

ser lo mismo – hasta hacer que ese yo y ese nombre sean más grandes que su obra”.

Pensar, sin embargo, que Jiménez Lozano es exactamente una transposición de la

vida de Port-Royal a la literatura sería como la aberración literaria de confundir

personajes con autores, algo que sí se ha llegado a leer en algún caso. Porque en la

literatura de Lozano también encontramos la importancia de los lugares creados por las

sociedades decimonónicas como espacios de relación y de diálogo, los cafés públicos de

las ciudades europeas. Las estancias son, pues, importantes por su significación humana

y no son, en ningún caso inocentes. Un ejemplo claro es el que aporta sobre esos cafés,

lugares no sólo para la reunión de las clases altas de las ciudades, sino para el diálogo,

incluso en los momentos históricos más complejos de Europa. Traemos ahora sus

palabras sobre los cafés por ser una descripción hermosísima de lo que significan como

espacios de la cultura europea contemporánea, y por la trascendencia que tienen en la

significación de su pensamiento como iconos de esa libertad personal que Jiménez

Lozano ha reclamado siempre en su obra y que es también una reclamación identitaria

(1998: 45):

[…] pero el café-estancia, el café con mayúsculas, es un locus de

civilidad y libertad. No tiene usted más que pensar sino que, cuando los nazis se

apoderaron de Viena y los comunistas de Praga, lo primero que hicieron fue

acabar con los cafés tradicionales. Un café encarna el espíritu de lo mejor de

Europa: la conversación, la lectura de periódicos y libros, la escritura de una

carta o de un poema o de una novela, la crítica política, la discusión, el no hacer

nada porque a uno no le da la real gana, los rostros y las manos de las gentes,

los aromas maravillosos mismos del propio café y a veces del chocolate, la

vainilla, las pastas y pasteles, el tabaco, y luego el ruido de la cafetera, los

platos y las tazas, las cucharillas y los vidrios. No hay lugares parecidos ni por

asomo. Cuando se sale al fin de ellos se tiene la sensación de como si se hubiera

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arreglado un poco el mundo y como si se hubiera encontrado cómplices para

hacerlo.

Los espacios como iconos de la cultura contemporánea son importantísimos en la

obra de Jiménez Lozano y lo hemos de apreciar en sus textos autobiográficos, como en

este de Una estancia holandesa, entrevista en la que apreciamos la radicalidad de un

pensamiento que busca en la libertad individual su formulación identitaria. No

compartimos, pues, del todo, las ideas de Higuero salvo para el proceso de

deconstrucción narrativa del “yo” o del nombre. Consideramos que sí hay en Jiménez

Lozano un interés por borrar toda huella de “yo” o del nombre propio que no ha de ser

considerado como un deseo de deconstruir la identidad propia. Los recursos narrativos

utilizados y que cita Higuero sirven para derrocar una idea del yo confundible con la

identidad. Su transposición a mundos oníricos, a interrogaciones retóricas no buscan la

deconstrucción de la identidad, sino su formulación íntima y su expresión libre. De

igual manera que Port-Royal niega la contemporaneidad de la sociedad del momento y,

con ello, afirma una identidad fuerte y radicalmente moderna, Jiménez Lozano niega los

términos actuales de construcción identitaria, es decir, niega que la sobreabundancia del

nombre propio constituya la identidad histórica del hombre. Con ello sí se produce un

proceso de deconstrucción narrativa, pero como búsqueda permanente de una identidad

histórica.

A este respecto, Manuel Alberca sitúa en su justo punto la importancia del nombre

propio en la consideración identitaria de una narración. José Jiménez Lozano identifica

al “yo” excesivo y al nombre en el mismo plano (1998:36): “un escritor tiene un enorme

riesgo de perdición total: el que llene los cielos y la tierra con su yo – que viene a ser lo

mismo – hasta hacer que ese yo y ese nombre sean más grandes que su obra”. Pero la

identidad narrativa ha adquirido tal complejidad en la narración de los últimos cincuenta

años que nada parece tan simple. E incluso aparece, desde sus orígenes ligada a la

pertenencia al espacio urbano, porque, como explica Alberca (2007: 229):

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La apropiación y el falseamiento de una identidad ajena fue también

mucho más frecuente y fácil en las ciudades, donde , desaparecida la tradición

que ligaba a un hombre a un lugar y a una familia, la gente no se conocía, y la

identificación quedaba ligada sobre todo al registro administrativo.

Podemos diagnosticar que, en la obra general de Jiménez Lozano existe una

disolución del yo en sus narraciones, de manera que se hace difícil distinguir cuándo ese

yo que aparece esbozado como un aparente “yo” autobiográfico es, en realidad el autor.

De hecho, sus diarios consisten más en una abierta renuncia al nombre propio en virtud

de ese peligro escritural de perder la obra en el propio éxito nominal. Por lo tanto, la

inclusión en las narraciones de hechos vividos o de referencias personales nos llevarían

a una mera explicación especulativa que ni siquiera nos pondría ante distinciones

genéricas. Porque, a pesar de todo lo anteriormente expuesto, el nombre no es la

identidad, a pesar de que esté estrechamente ligado uno a la otra. El nombre supone un

reconocimiento social que no suele cambiar con el tiempo pero que, en literatura, no

pasa por ser sino una marca capaz de ser ficcionalizada, como cualquier otra. Y no deja

de ser esclarecedor que autores como Vila Matas, que han hecho de sus obras auténticos

monumentos a la autoficción, que han ficcionalizado sus identidades permanentemente,

lleguen a decir que “toda la literatura es una cuestión de nombre y nada más”, si hemos

de creer que Vila Matas habla en boca de su narrador.

Luego podemos llegar a la conclusión de que la disolución de la identidad en la

obra de Jiménez Lozano sí está en la línea contemporánea de tratar al “yo” como un

signo capaz de sustraerse a interpretaciones prefijadas. Sin embargo no estamos

totalmente de acuerdo en que surjan procesos de disolución de la identidad en la

narración de su obra, sino más bien al contrario. Jiménez Lozano trata de obviar, sin

más, el yo, lo hechos biográficos que constituyen la historia de una vida y que

conforman ese discurso narrativo sobre el que se crea tal identidad. Creemos que, frente

al discurso de autores como Vila Matas, que sí deconstruyen la identidad mediante

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formulaciones topológicas, Jiménez Lozano, simplemente trata de obviar en la manera

de lo posible al autor en la obra.

Y, en esa personal manera de “dar esquinazo” al autor que se nos presenta en sus

narraciones – incluidas las más autobiográficas – tiene especial interés el espacio en el

que se mueve, como expresión de todos aquellos discursos que están situándolo en su

momento histórico. Porque, como explica Loureiro (2001: 140)

Toda autobiografía está escrita en el contexto de prácticas e instituciones

que posibilitan que los (las) autobiógrafos (as) hablen de sí y que conforman las

estrategias autobiográficas. De este modo, toda autobiografía recurre

necesariamente a la mediación de discursos científicos, filosóficos,

psicológicos, históricos, políticos, morales, religiosos, sexuales y literarios

(entre otros muchos) que prevalecen en una época determinada. Está claro que

ningún discurso determinado debe prevalecer en el desvelamiento de esa

multiplicidad que constituye el sujeto.

Loureiro, interpretando la autobiografía a la luz de los escritos de E. Lévinas, cree

que la identidad, más allá de la evidente autoconstrucción a partir de los discursos

mencionados, se produce “como un gesto que repite esa dimensión ética postulada por

Lévinas según la cual el sujeto se origina como respuesta y responsabilidad hacia el

otro” (2001: 141). Y, para responder a las voces de la alteridad que recogen los escritos

autobiográficos, es imprescindible volver a retomar la figura de la prosopopeya que ya

había utilizado para su explicación sobre la autobiografía Paul de Man. Entendida, eso

sí, en el sentido que la usaba Quintiliano, como fictio personae, que intenta dar voz a la

dimensión relacional del yo: “Esta capacidad de representar la configuración adversarial

de la conciencia (ese esencial dirigirse al otro) es lo que hace de la prosopopeya una

figura tan apta para la autobiografía, siempre y cuando entendamos ese tipo de escritura

como una empresa discursiva y dirigida al otro, y no como una imposible restauración

epistemológica que como tal será inevitablemente «desfiguradora»” (2001: 143). Buscar

al otro supone incluir un nuevo elemento autobiográfico que puede aparecer como la

persona a la que se le dedica, que puede ser un “otro-yo”, caso de la autobiografía de

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Rousseau; a Dios, caso de San Agustín y otras autobiografías religiosas; sea a un

personaje familiar…

Todo esto expuesto por Loureiro y que hemos resumido, quizás en exceso,

devuelve la autobiografía a tres terrenos: el discursivo, el ético y el retórico; y esa

importancia de la vertiente ética (Lévinas al fondo) explica que el sujeto sólo pueda

manifestarse en cuanto los otros por cuanto sólo es explicable por ellos, y por cuanto

está dirigido a ellos. El acto autobiográfico, según Loureiro es siempre dialógico y

como tal ha de ser entendido, más que como “una restauración del pasado” en el que el

autor de su autobiografía se reconoce o se indaga. La identidad sólo es explicable, por

ello, a través de un proceso ético, ya que es más que dudoso un simple proceso

cognoscitivo. El sujeto no se conocería, pues, sino a través de un discurso exterior y

comunitario (2001: 148):

El sujeto autobiográfico, por lo tanto, sólo se puede manifestar por medio

de discursos comunitarios que son históricos, y así datados y fungibles, pero

también imposiciones inevitables, y por esa razón el sujeto cree necesariamente

que esos discursos ofrecen una representación fiel del pasado.

El caso de Jiménez Lozano es especialmente significativo en este extremo, porque

en sus textos autobiográficos el “yo” como manifestación textual de la identidad se halla

permanentemente diluida en la consideración personal de la historia o del pensamiento.

De esta forma, la historia cobra cierto interés autobiográfico y la autobiografía diluye la

historia personal en la historia de los otros mediante los discursos que han ido creando.

Si la historia de Port-Royal se encuentra cercana a la experiencia discursiva de los

demás, eso quiere decir que puede construir el discurso propio y crear la identidad en el

texto. De hecho, y como explica Alicia Yllera (1981: 176) algunas memorias vinculadas

a Port-Royal están escritas con la única finalidad de tener “utilidad” en el ámbito

jansenista: “Port-Royal empujó a Pontis a dictar sus Memoires (1776), pero únicamente

por la enseñanza religiosa que los lectores podían obtener de ellas. Poco podían

sospechar los austeros jansenistas que este relato del viejo militar retirado y convertido

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al jansenismo sería el punto de partida de gran número de memorias auténticas o

ficticias […]”. Esta obra, pues, desembocó en un tradición memorialística mucho mayor

a lo largo del siglo XVIII que venía a llenar el hueco de una novela inexistente o de nulo

interés.

Luego ficción y realidad autobiográfica no se hallan tan distantes en ciertas

novelas o relatos históricos relativamente cercanos en el tiempo y que el autor de Tres

cuadernos rojos ha vivido más o menos directamente.

En esta línea, hemos de destacar el trabajo de Francisco Javier Higuero al respecto

de la obra de Jiménez Lozano y, en concreto, la parte de su estudio que se refiere a la

presencia autobiográfica de Jiménez Lozano en sus propios textos.

Por lo que respecta a su narrativa de ficción, llama la atención la particular manera

que tiene de tratar a los personajes y al signo espacial en su obra que se ha considerado

“novela histórica”. Francisco Javier Higuero (1991: 16) cree que la ficcionalización de

los personajes y de los signos espacio-temporales parten de hechos históricos concretos

pero:

[…] los sitúa dentro de un contexto existencial y social en donde cobran

el contenido conceptual que quiere comunicar. […] De la misma manera, las

circunstancias ambientales de carácter espacio-temporal son percibidas por

narradores ficcionales, no por el historiador objetivo. La realidad que presentan

estas novelas no es una sucesión de acontecimientos fijados estáticamente en el

tiempo, sino una viven.

Sin embargo, Higuero también insiste en la necesidad de deslindar lo histórico de

lo autobiográfico. La clásica disposición que establece una distancia mínima de

cincuenta años para que un suceso se convierta en histórico dejaría fuera de esta

consideración a aquellos textos sobre la guerra civil, que pasarían a considerarse como

relatos de vivencias de tono más o menos cercano a la autobiografía porque (1991: 19)

“los relatos inspirados en lo autobiográfico no son narraciones históricas, sino

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testimoniales, como las de Unamuno, Baroja, Valle-Inclán y las del último Galdós que

crean mundos aún alcanzados por la propia memoria de los autores”.

Por otro lado hemos de advertir que Jiménez Lozano es un crítico de los excesos

racionalistas de la modernidad, un jansenista, como él mismo se ha declarado. Y no

hemos de olvidarnos de lo que de Agustín de Hipona y su obra autobiográfica tiene el

jansenismo.

2.3.5.2.- Relatos de intimidad e identidad. El espacio autobiográfico o los “homelands”

Todo este asunto de la identidad en la obra de Jiménez Lozano entronca con otros

asuntos de interés, caso de la verdad o la ficción en su escritura, con la excesiva

presencia del yo en la literatura… Los recuerdos personales, algunos momentos de la

infancia, aparecen relacionados con lugares, ciudades, pueblos que se muestran en

relación con su tradición literaria. Sin embargo, esto no se produce a la manera

simbolista, en la que esas ciudades se teñían de evocaciones no necesariamente

históricas o, mejor dicho, no históricamente reales.

En La estancia holandesa, Jiménez Lozano recupera esta idea que citamos a

modo de lema para este capítulo. La relación entre narración y verdad es fundamental

en su obra y por lo que se refiere a la escritura autobiográfica, resulta de gran interés

(1998: 23):

Hace unos años comentó: “cuando escribo me esfuerzo en no mentir”.

¿Qué tienen que ver la escritura y la verdad? Eso lo dice Seifer, y yo escribí este

comentario: “sobre todo cuando se fabula., o “cuando escribo narración”, y lo

dije porque eso está en la naturaleza misma de la narración como de todo arte;

su relación con lo real, con la verdad. De ahí nacerá la belleza.

Además del asunto de la verdad o la mentira en la narración, Jiménez Lozano ha

manifestado también su precaución al respecto del uso del “yo” , de la utilización del

propio nombre. Acerca de ciertos textos de autoficción, Jiménez Lozano expone cómo

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sus personajes se basan en lo real, si bien se hallan transformados por la literatura

(1999: 39):

Un escritor tiene un enorme riesgo de perdición total: el que llene los

cielos y la tierra con su “yo” o su nombre – que viene a ser lo mismo – hasta

hacer que ese yo y ese nombre sean más grandes que su obra.

Y, efectivamente, pocas veces asoma el yo en las obras de Jiménez Lozano y,

cuando lo hace, ocurre de manera sorprendente, inesperada, en mitad de un texto en el

que apenas sí descubrimos al autor. Y, sin embargo, es bien conocido el escritor

abulense como diarista y también como poeta, si nos es permitido incluir tal género

entre las modalidades del “yo”, al menos en algunos casos. En algunos de estos casos, lo

recuerdos aparecen vinculados a sus lugares de infancia.

Hay un libro que nos interesa especialmente por lo que tiene de autobiográfico, o

al menos, en parte, memorialístico en la reconstrucción de algunas de sus partes, y por

lo que cuanto se refiere al espacio urbano e histórico de Ávila. El libro se titula así,

Ávila (1988) y, aunque en algunos casos haya querido ser considerado como un

recorrido más o menos turístico por la ciudad, es, en realidad, un recorrido personal por

el Ávila que ha vivido Jiménez Lozano de manera más íntima.

Así, en muchas ocasiones, el autor se asoma a sus propias páginas recordando

momentos de su vida o evocando los lugares que marcaron sus visitas a la ciudad. Bien

es cierto que existen dos tipos de abulenses, siempre según Jiménez Lozano; los de la

montaña, entre los que están los habitantes de la capital, y los de la tierra llana del norte,

entre los que está el propio autor, nacido en el pueblo morañego de Langa (1930) y cuya

manera de expresar la ciudad estará inevitablemente modificada por esa condición de

habitante de la llanura, frente a los que viven en los fríos y ásperos inviernos

montañeses.

Al respecto de Ávila y, por centrarnos en el espacio urbano que nos ocupa,

Jiménez Lozano considera, en principio, que la ciudad está marcada intelectualmente

por cuatro grandes tópicos: las murallas, Santa Teresa, el frío y la imagen de una ciudad

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de iglesia y rezo, tópicos que, como hemos visto, se han ido consolidando gracias a la

literatura previa. Sobre este último, explica cómo resulta extraño y falso. Recogiendo

las palabras con las que Santayana la denomina, oppidum in agris, señala cómo la

imagen de una ciudad de iglesia y armadura la dotan de una connotación de

aburrimiento y tedio (1988a: 15):

El [tópico] de Ávila como ciudad tan de iglesia y rezo, o de tanta

armadura, caballería y nobleza, que es mortalmente aburrida y está totalmente

muerta, o al menos atacada de una tan profunda acedía provinciana que nada ha

podido remediar. Las jóvenes generaciones de abulenses no logran trascender

fácilmente la radical contradicción de una ciudad como Ávila: como es una

ciudad, se esperaría que ocurrieran eventos ciudadanos; pero no pueden ocurrir

porque es una pequeña ciudad, y de otro modo no sería Ávila.

Pero no es ésta la idea de ciudad que tiene Lozano. Contra la idea decimonónica

de la ciudad mística y guerrera, aparece la del propio autor, que encuentra en ella los

detalles personales – autobiográficos – que desafían este tópico.

Así, frente a esa ciudad mística, medieval, en la que sólo parecen elevarse las

figuras de los sacerdotes y las monjas y el tañer de las campanas, el autor opone la

experiencia tan poco católica, de su primer conocimiento de Erasmo (1988a: 17):

Yo mismo compré en Ávila, siendo adolescente y en años muy bravos y

oscuros, unas obritas de Erasmo, que relucían como un candil en un escaparate

e hicieron de mí, que era un azoriniano, un erasmista. Y aquí, en la ciudad, los

hubo en su tiempo, naturalmente.

Podemos extraer de este texto la idea de la transformación, el paso de Azorín a

Erasmo como una suerte de conversión intelectual. Y también una transformación en la

consideración de la ciudad desde los presupuestos de finales del siglo XIX, es decir, de

un simbolismo más o menos europeo, en el que la ciudad aparece como el espacio

simbólico que representa al hombre moderno y sus circunstancias vitales, a un

pensamiento que destaca los espacios íntimos, las estancias que acogen la vida privada y

el lugar personal frente a aquella gran urbe de los modernistas o la ciudad histórica de

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Azorín o Unamuno. Por ello, la ciudad de Ávila no se atiene a los tópicos de santidad o

misticismo o caballería, porque no se ve a través de la historia ni de los ojos de un

visitante, influidos por su preparación intelectual. Es conocida a través de la mirada

íntima de quien la ha vivido también intelectualmente. La escritura autobiográfica que

está detrás de este texto dota al espacio que estudiamos de una perspectiva diferente a la

que hemos venido estudiando. La “ciudad muerta” es sustituida por la vida cotidiana y

todo ello deshace los tópicos (1988a: 17):

El velo con que una ciudad se cubre o el sambenito con que es cargada

deben ser alzados y los tópicos en los que se nos muestra construida y fijada

deben ser como hitos para entenderla. La mirada tiene que ser adaptada como el

tubo de un catalejo. O mucho mejor, tratar de que sea inocente, como cuando

éramos niños.

Venimos apuntando cómo el conocimiento de una ciudad depende de las

connotaciones intelectuales aprendidas y que son discursos y narraciones exteriores al

autor. El acercamiento a la ciudad es siempre condicionado. Por ello, los textos

autobiográficos suelen atestiguar cómo se ha creado en el autor esa idea preconcebida y

cuáles son los antecedentes culturales que la determinan. Frente a esas narraciones, el

espacio de la ciudad se alza como una marca de verdad física. En el caso de Jiménez

Lozano, Ávila es la trasposición de las lecturas infantiles y de adolescencia, al mismo

tiempo que un hito de veracidad (1988a: 18):

Lo que me importaba a mí, de niño o de adolescente, de Ávila, era que la

muralla era verdad; y la muralla resumía todo un mundo aprendido en los

libros, un mundo antiguo y fascinante que se podía volver a ver. Era como

poseer un túnel del tiempo, y quizás, al fin y al cabo, lo que quieren decir todos

los tópicos de Ávila es eso: que allí puede viajarse, en su recinto, como

envueltos en una singular escafandra, a otros lugares de otro tiempo que sólo

allí se nos ofrecen con todo su encanto y resplandor.

Y en la España que vive Jiménez Lozano, la vida cultural estaba marcada por una

intromisión política hasta en los aspectos más nimios de la intelectualidad y de la

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expresión popular. De manera que, como bien dice el autor, en esos años se podía vivir

perfectamente una religiosidad barroca o el siglo de las luces en los periódicos

clandestinos; lo que viene a decir que la vida de los pueblos de Castilla era, a la vez, ese

siglo XVII, pobre, supersticioso y beato y los reinicios de un “maquinismo” que volvió

a traer, por un lado artilugios elementales como la radio de galena – la pobreza que hace

reinventar lo ya inventado – y artilugios nuevos, como los tractores. En ese ambiente de

pobreza material, “leíamos a Azorín y podíamos asomarnos a las estancias de los

hidalgos rurales, como la del Caballero del Verde Gabán” (1988a: 21).

Es el espacio cultural en el que se envuelve el conocimiento de la ciudad, por lo

cual, los aspectos vitales del autor van a influir de forma importante en la visión e

interpretación de la misma. Como dice el propio Lozano (1988a: 22):

Tengo que contar todo esto, porque fue en este aura de irrealismo muy

realista en que, en cada viaje en el bus de gasógeno, descubría a Ávila. El hecho

de subir a él era como el instalarse en el Transiberiano.

Todo lo cual viene a significar cómo el viaje a la ciudad supone una previa

información que nos predispone a ciertas tendencias anímicas o espirituales. Por ello, la

experiencia del viajero que se vierte en los textos autobiográficos aparece, a menudo,

simbolizada a partir de experiencias literarias, de narraciones externas. En el caso de

Jiménez Lozano, la imagen de Constantinopla, la ciudad de las iglesias, del respeto

religioso, de los preceptos cristianos, la de las grandes murallas que repelieron a los

hunos, germanos, búlgaros… La imagen que se asocia es, pues, una imagen histórica y

cultural, de manera que, igual que para Azorín Ávila es la Atenas gótica, o para

Unamuno es “Ávila la casa”, para Jiménez Lozano es Constantinopla. Es una

trasposición que parte de un detalle vivido a través de la lectura, es decir, un hecho

susceptible de autobiografía, un suceso vital que genera una imagen nueva de un

espacio conocido. La literatura de viajes termina cediendo a este impulso creador o

recreador del viajero cuando escribe; es la inevitable comparación de los lugares. Si una

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ciudad siempre se explica por su oposición a otras visitadas, también se puede comparar

a otras imaginadas o leídas. Constantinopla es una de ellas y la metáfora inicial se

produce por una simple identificación física: las murallas, las iglesias… Pero termina

siendo una referencia a los lugares que han marcado una vida, bien sea por haber sido

conocidos o haber formado parte del imaginario lector, con lo cual la expresión textual

autobiográfica suele ser siempre una evocación de los lugares leídos por cuanto se

convierten en auténticas “patrias” o referencias inevitables de una vida. A estos lugares

Jiménez Lozano los denomina “homelands” y son lugares que, aun no teniendo una

relevancia biográfica, como el lugar de nacimiento o de residencia, desempeñan un rol

similar o más importante que el de aquellos. Pero esto lo trataremos más profundamente

algo más adelante.

Constantinopla no llega a ser ese “homeland”, pero en la expresión infantil de

Jiménez Lozano representa el lugar de la imaginación creadora, una suerte de territorio

mítico que se traspone al lugar conocido (1988a: 23):

Pero el caso es que, cuando Ávila aparecía por su lado Norte y Este, con

sus murallas y su caserío descendiendo hasta el río Adaja, a mí me parecía

Constantinopla. Y creo que eso, poco más o menos, es lo que experimentaban

casi todos los que allí viajaban y, al poner los pies en el suelo de adoquines,

sentían que todo su deseo o necesidad ya habían comenzado su cumplimiento.

La sensación de fortaleza inexpugnable que ofrece la ciudad se nos comunicaba

a todos.

La obra Ávila, de Jiménez Lozano es un extraordinario ejemplo de cómo se

construye la imagen de una ciudad. a partir de un imaginario literario. De cómo la

aproximación a un espacio urbano siempre está condicionado. Como ejemplo podemos

tomar un buen número de fragmentos. Cuando el autor recorre el mercado semanal de

fruta y verdura, en realidad está contemplando la realización de las relaciones de poder,

como la imagen de un teatro infantil conocido previamente (1988a: 26):

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Esos personajes provincianos aparecían como una misteriosa fuente de

poder, cuyos efluvios iban irradiándose a escalones inferiores en los que unos

funcionarios de sin duda mucho menor rango pero también poderosos se

movían como los personajes de un teatro de figuras de cartón, pero de manera

benévola para las gentes. O así era, al menos, como aparecía el poder a mis ojos

de adolescente, cuando acompañaba a mi padre o a mi abuelo a lo que se

llamaba a “hacer gestiones”.

O un viernes de mercado (1988a: 27)

Y, si era viernes, el día de mercado en la ciudad, la representación del

Oriente era aún más perfecta. Mientras el autobús subía a la ciudad pegado al

lienzo Este y Norte de la muralla, aparecían filas enteras o grupos de

campesinos de aldeas cercanas a Ávila, […] como había ocurrido durante

siglos.

La idealización literaturizada no es, sin embargo, inconsciente ni interiorizada

siquiera. A menudo aparece como un simple artificio literario en medio de las

impresiones personales. Para Jiménez Lozano, la imagen de Ávila de la adolescencia era

absolutamente real y la comparación partía de esa correspondencia cultural entre

Constantinopla y Ávila. Pero esa relación aparece como superada, también por motivos

personales y biográficos (1988a: 28):

Todo incitaba a creer que los pobres […] tenían en Ávila un palacio.

Pero, naturalmente, estaba equivocado y lo supe pronto.

“A cualquier visión – decía el viejo Plotino – hay que aplicar un ojo

adaptado a lo que debe verse”, aunque la verdad es que, aparte de esta

distorsión o engaño, el ojo de mi infancia y adolescencia me ha parecido luego

el más ajustado a la contemplación y entendimiento de Ávila, y yo creo que el

viajero que, ahora mismo, llegue a la ciudad hará bien, para comenzar en buscar

un “tempo lento” como el del autobús de mi adolescencia.

Es ese “ojo adaptado” de Plotino el que deshace el hechizo, el que rompe la

frontera entre la realidad observada y la imaginada. Aunque habría que preguntarse si

ello es posible. Y si la contemplación de un lugar no es, de alguna manera la

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contemplación interior del arsenal cultural acumulado durante años. Cuando Stendhal

visita la Basílica de Santa Cruz, en Florencia describió lo que se ha venido a denominar

el “síndrome de Stendhal”, enfermedad psico-somática que el propio autor explicó

detalladamente en su obra autobiográfica De Nápoles a Florencia un viaje de Milán a

Regio100. Considerada como un ejemplo del exceso romántico y la expresión de la unión

de belleza y “yo” románticos, es, además, un buen ejemplo de integración de la cultura

y el espacio hasta extremos de morbosidad.

Y esa idea general de quien se expone a un lugar con un especial estado de ánimo

predispuesto a recibir un espacio histórico es habitual. Lozano lo describe así (1988a:

28):

La muralla parece haber puesto en trance a casi todo el mundo,

otorgándole, además, una facundia sobre intimidades guerreras y

delicuescencias místicas, como si toda la vida la hubiera pasado dándose

mandobles con señores de celada y cota de malla o la mística fuera un género

literario o verso para una flor natural en certámenes más o menos poéticos.

Estas frases nos dan, empero, la otra forma que Jiménez Lozano tiene de recibir

ese espacio urbano, ajeno a esas explosiones del ego. Porque su visión de la ciudad es

más íntima y real, implicada en otras explicaciones literarias, y más en la línea del ojo

de Plotino.

Resumimos las ideas que queremos tratar a continuación con una frase del

Segundo Abecedario (1992: 206): “Si se quiere escribir libros, hay que quedarse en

casa. Más o menos, siempre ha sido así”. Frente a la experimentación de la vida en la

gran ciudad, caben varias opciones; la de Unamuno es una de ellas. Y, a pesar de todo,

algo unamuniana también es la opción de Jiménez Lozano, quien se opone a la vida

moderna y a la ciudad como fuente de expresión cultural contemporánea. Es la

oposición del creador como transmisor de sabiduría al pensamiento débil de la

posmodernidad. Lozano es un escritor que no participa de la opción ortodoxa de la

100 Beyle, H. M. (1817). Roma, Napoli e Firenze: Viaggio in Italia da Milano a Reggio Calabria. Conocemos y citamos desde la edición de 1974 en Bari: Laterza.

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literatura de nuestros días, por cuanto se ha alejado de forma voluntaria del centro

urbano del poder cultural y de la ortodoxia creadora.

La ciudad en Jiménez Lozano es la representación de un progreso sobre el que se

ha asentado la victoria del poder y el consecuente aplastamiento del débil, del esclavo.

Es la imagen de Baudelaire contemplando a los pobres parisinos mirando el lujo de la

cafetería donde él está sentado. La ciudad moderna se ha hecho sobre la ruina de los

oprimidos y los pobres. Madrid, la capital de esa España “desesperante” de la que habla

Lozano, es la expresión de esa vida de los débiles en mitad de las construcciones de las

nuevas formas de explotación y también de divertimento, de ocultación de lo real. Así,

las calles de Madrid reflejan esa pobreza a la que se oponen las nuevas formas de

cultura que siguen, hoy por hoy, prescindiendo de ella (1992: 44):

Las calles de Madrid están llenas de pordioseros y desempleados o vagos

–en el sentido de que vagan de un sitio para otro porque son el desecho de esta

sociedad que no tiene una ocupación para ellos- y también de niños

desarrapados que ya están sellados para ser el desecho de mañana. El

espectáculo está entre el Madrid galdosiano y el Madrid que yo conocí en los

cincuenta. Pero la alcaldía ha organizado un Congreso de Erotismo con gran

asistencia de listos oficiales, de los primeros de la clase.

Detrás del pensamiento de Jiménez Lozano está, se ha dicho en numerosas

ocasiones, el pensamiento de la escuela de Frankfurt, sobre todo de Adorno y de

Lévinas, pero sobre todo de Simone Weil. Cada avance en la civilización se ha hecho

sobre la base de la opresión la victimización de una parte de la sociedad. La denuncia de

esta forma de modernidad es la base de la obra de Jiménez Lozano. Y también la razón

de la fundamentación de su pensamiento, por cuanto el autor considera el libro, la

cultura, como la vieja forma de transmisión de la sabiduría y el conocimiento. Frente a

esta idea, se encuentra la actual cultura libresca del entretenimiento y la intrascendencia,

del consumo y la banalidad. Los lugares que cita, la ciudad de Ávila, aparece como un

lugar de historia, pero de historia de “los otros”, de los perdedores y de quienes

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conviven en un entorno cercano, lo que hace de estos lugares espacios de especial

cercanía emocional y vivencial.

Por otro lado, habría de tomarse en consideración cómo ha influido en este

pensamiento la idea de una “historia” basada en los conceptos ilustrados de que los

acontecimientos marcan los conceptos morales de bien y mal, conceptos y hechos

históricos que han de ser dados por válidos y ciertos en toda circunstancia, renegando de

todo pasado de sufrimiento.

¿Podemos hablar de escritura autobiográfica en el caso de un autor que considera

que su biografía personal externa no tiene la menor importancia? Sin embargo, Jiménez

Lozano lleva y publica unos diarios que hemos de considerar como autobiográficos.

Lo que sí debemos deslindar aquí es la escritura autobiográfica del concepto de

“vida” que puede tener el autor. Conceptos como “intimidad” tienen mucho que decir en

los escritos de Jiménez Lozano. La vida no es sólo la intimidad y la escritura

autobiográfica no lo es sólo “de la intimidad”. Andrés Trapiello declara al respecto

(2003b: 243):

Apenas hay en él intimidad, no hay, desde luego el escándalo vital de eso

que entendemos a veces por vivir, el chisporroteo o freiduría de la existencia.

Aunque, claro, de esto puede decirse mucho, pues ¿no es intimidad acaso una

iluminación, un pensamiento, la lectura de un libro? ¿No es intimidad poder

recordar, a solas, una conversación? ¿No es íntima una certidumbre o una duda

cuando está sentidas desde la misma vida?

Hagamos un breve inciso en estas cuestiones para, brevemente, indagar en cómo

ese autobiografismo se encuentra muy cercano a los lugares que inciden en su obra y

cómo algunas experiencias vitales tienen su correlato espacial o cómo esa “mirada de

Plotino” es, esencialmente autobiográfica.

El autobiografismo en la obra de Jiménez Lozano viene de la mano del

periodismo, género que ha cultivado y cultiva con profusión. Lea Bonnín (2003: 104-

108) trata de explicar cómo se va recreando la “autobiografía anímica” de Jiménez

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Lozano a través de la escritura periodística. Para Bonnín, existe un cierto paralelismo

entre la obra de Montaigne y la de Jiménez Lozano en torno a dos cuestiones: la

relación con la filosofía y la negativa a formular su pensamiento en torno a un método o

sistema filosófico. Por ello, los artículos de Lozano suponen una proyección del

pensamiento personal, de manera que fundamentan una fuente de análisis del mundo y

de la literatura.

Para Montaigne la literatura era, sobre todo autobiografía y, de alguna manera

también para Lozano, el periodismo es una forma de autobiografía. Una autobiografía

un tanto particular, como veíamos más arriba en palabras de Andrés Trapiello, por

cuanto las lecturas, los libros y los autores que Jiménez Lozano cita forman parte

también de su trayectoria personal y artística. Las citas suponen un apropiamiento de la

obra de los demás con el fin de mostrar el pensamiento propio, algo que también

apreciamos en Montaigne.

Es decir, la mirada personal se nutre de la mirada ajena, en una suerte de

intersubjetividad que, en la obra literaria se convierte en intertextualidad. Bonnín lo

expresa de la siguiente manera (2003: 106):

Al igual que ocurre en los diarios (Los tres cuadernos rojos, Segundo

Abecedario, La luz de una candela y Los cuadernos de letra pequeña-, en los

artículos de Ni venta ni alquilaje es donde mejor se percibe la huella de los otros

(a través de homenajes, reconocimientos y agradecimientos, aquello que los

técnicos llaman intertextualidad) y por tanto, la intimidad del escritor. No

porque haya un alarde egocéntrico ni sentimental, ¡qué horror!, sino porque

Jiménez Lozano hace pasar la experiencia cotidiana (aquello que oye, ve, pero

también lo que piensa y observa) por el tamiz de una reflexión nutrida por la

lectura de quienes le vienen acompañando desde que se iniciara como escritor.

Luego la construcción del “yo” en la obra de Jiménez Lozano se produce a través

de la experiencia de los otros, a través de sus palabras y su pensamiento y que, por ello,

no permanece nunca idéntico. Un “yo” que tiene como referente, siempre según Bonnín,

al honnête homme que, habiendo sido el ideal de su padre, Pascal identificó con el

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cristiano. El ideal del hombre que se enfrenta al modelo renacentista del cortesano; que

enarbola como virtud suprema la integridad, la riqueza espiritual y la humildad y que,

sin despreciar al héroe de la tragedia griega se acerca y se identifica con el Job bíblico

capaz de cuestionarle a Dios un castigo inmerecido.” (2003: 106).

Por ello, Jiménez Lozano se siente heredero de una tradición apegada a la tierra en

que vive y que difumina las fronteras religiosas y estéticas impuestas por la historia y

que hacen olvidar o pretenden hacerlo, a los pueblos oprimidos, a las existencias

marginales que se han ido perdiendo en la memoria de los pueblos de Castilla. Así

sucede con los viejos ritos y nombres moriscos o judíos que se fueron quedando en los

pueblos y las palabras castellanas y que fueron perpetuándose en la vieja tradición

católica a través de las palabras y la vida de la descendiente de conversos Teresa de

Ávila, o de las costumbres judías como comer huevos duros y aceitunas, o los nombres

castellanizados y cristianizados del antiguo Saladino.

Esta expresión de lo marginal le lleva también a considerarse un “yo” marginal, a

huir de la ortodoxia literaria del momento que ha sacralizado ese espacio cultural de lo

efímero posmoderno y que ha eliminado al libro como método de transmisión de

sabiduría. El autor se autoexcluye, voluntariamente, de la feria de las vanidades

literarias y se queda en la casa de Alcazarén, donde escribir libros. La llanura castellana

será, pues, el lugar de reivindicación de ese yo que es el de las voces perdidas en los

resquicios de la cultura y la lengua. De este modo, ensayos, artículos y diarios serán

maneras variadas de mostrar ese “yo” que se ha creado y que se vuelca en los géneros

necesarios para la expresión de cada idea.

La relación de la obra de Lozano frente a los espacios la podemos apreciar por la

definición de lo que él denomina como homelands. Este término, que literalmente puede

equivaler a “territorio que se habita”, suele traducirse como “patria”. Para el autor

abulense, ese territorio o casa que se habita tiene una mayor intensidad cultural que

material, por lo que viene a definir el concepto como (2006: 13):

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[…] aquel lugar o aquellos lugares en los que tenemos nuestra morada

cultural, el locus standi o lugar donde se está o al que se acude para mirar el

mundo y entender, como Santayana dijo precisamente de Ávila y de Boston.

Estos lugares no se corresponden con los lugares que han confluido en la

trayectoria vital del autor, no son todos los lugares o los espacios más importantes de

una autobiografía. El término suele hacer referencia a geografías que han incidido de

forma fundamental en la vida intelectual del autor, cualquiera que sea. Lozano habla

varias veces del ejemplo de Santayana, el abulense de Boston que, pese a haber pasado

poco tiempo en Ávila, recurre siempre a ella como una manera de explicar su

trayectoria como pensador y filósofo. No es óbice, pues, para una formulación

contemporánea o moderna del pensamiento y la vida literaria, la pertenencia a una gran

ciudad o a un lugar que, por avatares de la historia, se convierta en un símbolo de la

modernidad o la actualidad. La ciudad, como hemos venido diciendo, no es el espacio

imprescindible para escribir; a menudo ocurre todo lo contrario y la vida en la gran

ciudad evita, precisamente el pensamiento “fuerte” que hace de la literatura una

transmisión del saber. Al igual que para Martín Heidegger era importante Messkirch

que “puede ser, de hecho, un mejor punto de partida para el filosofar contemporáneo

que Nueva York” (2006: 14):

Para Jiménez Lozano, el homeland no es necesariamente el lugar de nacimiento.

Citando a Joyce, reconoce la importancia de su obra literaria como monumento a su

ciudad natal, pero niega que Dublín sea su auténtico homeland.

Estos espacios marcan trayectorias, no sólo vitales, sino también literarias. El

descubrimiento de éstos lugares supone siempre una búsqueda personal que no

necesariamente implica el viaje o el conocimiento de lugares lejanos. Los viajeros

anteriores al XVIII, dice Lozano, siempre viajaban sabiendo que iban a encontrar algo

importante. A partir de entonces, el viajero se convierte en turista que sale de su casa

para admirar edificios o el valor humano de levantarlos. De esta manera, puede hallarse

el lugar, la patria, el la misma casa, en el mismo lugar que se habita (2006: 15):

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Así que ahora entiendo, por ejemplo, que no andaba yo muy equivocado,

cuando de niño me traían a Ávila, que a mí me pareciera Constantinopla,

aunque yo no supiera a ciencia cierta lo que Constantinopla era, pero sí algo

muy hermoso y muy importante; y desde luego, ésta resultó ser, más tarde, la

más importante de mis rutas, y un homeland, ciertamente.

La importancia que tienen los viajes en la construcción de una identidad espacial

es grande. Y decimos identidad espacial porque la idea de homeland necesariamente va

unida a la identidad personal. Al igual que la patria supone una identificación personal

con el espacio común del país o la nación, el homeland es una implicación individual

con ese lugar. Podríamos decir que es una “patria individual” que a nuestra vida

intelectual se refiere y, no sólo eso; también la conforma. El viaje lo convierte, bien que

conozcamos ese lugar, bien que lo identifiquemos en el propio espacio de vida, en el

lugar en que vivimos. Lozano, que es un gran viajero, ha huido siempre de la gran

ciudad.

Sin embargo, la gran ciudad encierra sus paradojas. El hombre actual vive en esos

enormes espacios consagrados a la modernidad, pero siente una profunda nostalgia de

los viejos lugares históricos. Hasta las propias estancias indican cómo en los grandes

edificios de cristal siempre existe un lugar para lo antiguo, para el recuerdo de un

espacio que ha desaparecido en el tiempo. En un ensayo titulado Los ojos del icono,

publicado para la exposición Las Edades del Hombre que tuvo lugar en Salamanca, se

nos explica el fracaso de la arquitectura contemporánea de las grandes ciudades.

Ciudades que están construidas para albergar millones de personas que huyen de ellas

en cuanto tienen una ocasión (1988b: 12):

El hombre, sin embargo, muestra una obstinada nostalgia muy profunda

por los viejos habitats urbanos con calles serpenteantes y algo oscuras, y con

casas de fachadas desconchadas o empalidecidas; experimenta una súbita

alegría con el rastro y la huella de la historia o el mero mordisco del tiempo

sobre la ciudad, peregrina de vez en cuando a esos viejos, esplendorosos

hábitats urbanos que todavía se conservan, y, cuando posée una vivienda

luminosa y de escueta geometría, la llena, en seguida, de muebles y cachivaches

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que compiten en abundancia y en valor material con los que había en el interior

burgués de fin de siglo. Y, junto a los muebles funcionales –incómodos con

frecuencia como el sillón de Rietveld- encontramos siempre un viejo mueble

que ofrece comodidad o prestancia social, y, en cualquier caso, ensancha el

tiempo hacia atrás: sostiene la memoria de lo humano de algún modo.

Esta unión extraña entre lo antiguo y lo moderno convierte a esas antigüedades, a

esos restos pasados implicados en la construcción de la ciudad moderna en auténticos

iconos, en memoria del tiempo que lleva la vida a las estancias gélidas de la

modernidad. Son, eso sí, iconos mudos, pulidos, privados de memoria, esterilizados del

recuerdo que evocarían, tanto en las paredes de la casa, como en los espacios

museísticos, como en la propia organización urbana de la ciudad, como ocurre hoy con

los deshabitados cascos históricos de las ciudades viejas, convertidos más en parques

temáticos que en auténticos espacios vitales.

La arquitectura “de la muerte” es la arquitectura de la ciudad actual, irracional y

hermética. En esa ciudad posmoderna los hombres no son capaces de cercar esa historia

del pasado porque la razón, tal como la venimos entendiendo desde el XVIII está en

crisis (1998: 117):

Hoy la noche se cierne en las ciudades cristalinas hiperracionales, con la

promesa de una angustia como jamás ha conocido el ser humano; y el hombre

post-moderno, lleno de hastío y miedo, trata de ocultarse en otros tantos

epifenómenos de la confusión: la ecología y el historicismo, el eclecticismo y la

macrobiótica, la moral patriarcal y la acupuntura china.

Y, volviendo a la esencia del pensamiento de Jiménez Lozano, Simone Weil al

fondo, el relato de la ciudad vuelve a ser el relato de los perdedores que, en esencia, son

los habitantes de los grandes espacios urbanos. El icono del pasado ha perdido en ellos

sus significados ya no “emite” sentido alguno y se han venido a transformar también en

“un espantoso juicio sobre los habitantes de las torres de cristal del sistema el hecho de

que esa belleza no resulte significativa ni devastadora: que los ojos del icono hayan

quedado enceguecidos” (1998: 118).

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La construcción moderna ha roto la idea absoluta del “paisaje”. Unamuno decía

“para mí no hay paisaje feo” (2004e: 371); pero todavía hablaba desde el siglo XIX y la

Castilla de la que habla era un paisaje esencialmente intacto desde el siglo XVI. Pero el

paisaje en cualquier lugar de Europa, está hoy contaminado por la construcción

moderna. Cada pequeño lugar ha derribado espacios tradicionales, casas antiguas para,

como el viejo París bajo la frialdad de los bulevares, levantar su propia estructura

moderna. Lo dice Jiménez Lozano de Olmedo (2006: 17): “El tiempo, la incuria, la

especulación y el mal gusto urbanístico, aquí como en tantos otros lugares, han herido

mucho o destruido sencillamente iglesias, conventos, monasterios y edificios

históricamente importantes de la villa”. El frío de la modernidad ha ido mostrándose en

cualquier lugar de lo que era, hace no muchos años, un paisaje. Y así, podemos

preguntarnos, con Jiménez Lozano (1998b: 90):

¿Qué ha podido ocurrir, en efecto, para que el paisaje más admirable

sobre el que se levanta una edificación moderna, perfectamente planificada

incluso, deje de ser un paisaje y se convierta, en el mejor de los casos, en

decoración versallesca o ámbito utilitario de descanso?

Ha ocurrido que el hombre contemporáneo, perdiendo de vista el lugar natural en

el que trabajaba, ha perdido, también el “equilibrio, [la] familiaridad profunda que

ligaba al hombre (trabajador) con el medio natural en que se insertaba y sobre el que

dominaba” (1998b: 90). El campesino unamuniano que completaba el dibujo de las

viejas ciudades de Castilla, junto al guerrero y el fraile, simplemente ha sido borrado del

esquema.

Por eso, quizá por eso, la verdadera búsqueda de los particulares homelands, valga

la redundancia, no dependa sólo de los viajes por el mundo, sino por lo que Jiménez

Lozano suele denominar habitualmente “los adentros”; o, lo que es lo mismo, la

búsqueda debe ser una búsqueda individual de carácter intelectual o espiritual, más allá

de la percepción espacial. Los lugares que, para Jiménez Lozano pueden convertirse en

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esas patrias personales, lo hacen por la vinculación histórica y meditativa entre el

hombre y el lugar (2006: 20):

Y es que, en estos lugares, si no nuestro homeland encontramos las

necesarias meditaciones. Un homeland, como les decía, tarda mucho en

encontrarse. Hay que andar mucho mundo y dar muchas vueltas por los

adentros.

Y el espacio urbano que no se encuentra en esta categoría se transforma bajo las

lentes de la literatura. La gran ciudad y el cosmopolitismo que emana de ella se estudia

como una metáfora del hombre moderno, lejano, sin embargo, a una comprensión

eficaz. Así, la ciudad de Madrid (1992: 71):

El otro día, al atravesar Madrid y ver desde lo lejos un rascacielos,

encendido, cuajado de luces, dijo X: “ ¡A lo mejor a Teresa de Jesús la habría

parecido su Castillo encantado!”. Pero luego, de más cerca, todos pensamos que

parecía, más bien, el castillo de Kafka, o la Torre de Babel.

Frente a ello, las ciudades pequeñas de Castilla guardan la esencia de las

verdaderas ciudades, que decía Unamuno (1992: 111): “Paseo nocturno por Segovia,

con A.: las juderías y las canonjías, pero también hasta el Parral, cuya memoria

histórica, que A. agita, como en todo el resto del recorrido, aparece como una

melancolía. […] Pero Segovia, para mí la más encantadora de las ciudades castellanas,

todavía está aquí”. Esas ciudades de Castilla, en contraposición a los grandes espacios

cosmopolitas del mundo contemporáneo se sintetizan en la expresión de lo sencillo,

cuando no de lo literario o lo lírico. La ciudad de Ávila provoca evocaciones pasadas de

infancia más que solapamientos literarios (1992: 199):

Estuve trabajando en un libro sobre Ávila, la Constantinopla de mi

infancia.

Los mercadillos de los viernes, con su colorido oriental, me fascinaban

tanto como las murallas, que todavía, en un día de niebla me siguen pareciendo

cosa de una antigua fábula.

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La imagen de Ávila como una Constantinopla infantil aparece en alguna novela

que, si bien no podemos considerar autobiográfica, contiene elementos que podemos

considerar extraídos de la vida propia y que se diseminan en la prosa de manera muy

escasa. Nos referimos a Relación topográfica, que, como se dice en la contraportada de

la obra es (2003b: 243):

un relato o informe sobre una ciudad a la que se ha pedido cuenta y razón

de su caserío, asentamiento y disposición, su entorno, sus aconteceres, sus

memorias, sus hombres y su vivir de cada día. Y es la narración, por lo tanto de

lo sucedido a la ciudad y a sus habitantes.

La ciudad se presenta en la novela como “Y a Constantinopla se la imaginaba

también como Ávila o Soria, aunque con tejados de oro, y entonces no se acordaba de

las chicas de los cafés cantantes”.

La imagen que quiere transmitir Jiménez Lozano de Ávila no es la tópica que nos

ha transmitido la historia literaria reciente. Al hablar de Constantinopla está negando

toda esa nefanda e intrascendente simbolización lírica de Unamuno y Azorín. Muy al

contrario, está recogiendo una historia demostrable históricamente de una ciudad de la

que la propia Santa Teresa tuvo que apartarse para huir del ruido mundano; de un

espacio que estaba saturado de polución de tintes y batanes. Por todo lo cual, Lozano

explica que (1988a: 63):

Ávila era ruidosa y una fiesta para los ojos: un teatrillo de prodigiosas

figuras en una caja con almenas: una Constantinopla. Aunque, naturalmente ya

ha quedado dicho que tenía sus chamizos donde vivían los tintoreros y en otras

partes […] tenía problemas de polución y ruido y malos olores, procedentes,

sobre todo, del gran basurero que estaba junto a la muralla.

Esta es la imagen de Jiménez Lozano, que trata de escapar, y lo consigue, de la

tópica decimonónica de la “ciudad muerta”.

“A cualquier visión hay que aplicar un ojo adaptado a lo que debe verse”, que

decía Plotino, y habría que considerar hasta qué punto la personal opción de nuestro

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autor, centrada en una opción determinada de la concepción histórica en la que el

objetivo de análisis es siempre la clase desfavorecida, no lleva también a adaptar la

mirada al entorno urbano e histórico. Porque la obra de Jiménez Lozano es, ante todo,

una contemplación intelectual. Y su acercamiento al entorno urbano, concretamente de

Ávila, está sometido al conflicto entre el tópico y la verdad.

Este es el caso de su particular enfrentamiento a la representación tópica que

introduce la novela de Enrique Larreta La gloria de don Ramiro. La profusión de

imágenes sensuales de la novela que se presentan en la segunda parte de la novela,

centrada en los trasuntos de la ciudad morisca, son los que le hacen ver a Jiménez

Lozano la ciudad como una “Constantinopla” en Castilla (1988a: 80):

Así que no tiene nada de extraño que, a mí, Ávila me pareciera

Constantinopla en mi niñez y adolescencia. En las calles mismas de es Barrio de

las Vacas, viejo barrio morisco de San Nicolás y Santiago, aseguraba Larreta

“veíanse neblíes de dedos luengos y finos que miraban con altivo desprecio el

varal y querían ser llevados siempre en la misma mano” […]. Pero lo seguro es

que eso sí que no era, ni había sido nunca Ávila; “ni Dios que lo fundó”, como

se dice en esta tierra para mostrar una negación enérgica.

Porque toda mirada requiere una interpretación. Los “homelands” de Jiménez

Lozano son patrias intelectuales. Ávila no se integra en la obra última de Lozano como

uno de esos “homelands”, porque la propia evolución cultural de un escritor modifica

también la imagen de los lugares a medida que cambia la interpretación. Pero sí debió

de serlo en su infancia y adolescencia.

La lectura de La gloria de don Ramiro influyó en esa imagen de la ciudad y

modificó o intensificó la idea que se tenía de ella.

Jiménez Lozano aprecia, con razón, que el método de Larreta para escribir es el

método realista y naturalista de Zola. Ya hemos adelantado en la primera parte de este

trabajo que Larreta recoge materiales a la manera de, por ejemplo, Galdós. Textos de la

época, planos, documentos históricos, estudios… son la base de una manera de “ver” la

ciudad. Pero que da como resultado una novela que incide en los tópicos decimonónicos

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de las ciudades muertas. Todo lo cual extraña al Jiménez Lozano maduro y adulto que

se pregunta (1988a: 81): “¿Es que no veían don Ramiro, o don Enrique Larreta mismo?

¿O cómo es que Zola y su método de novelar habían dado tan extraños resultados en

Ávila?”

Lógicamente, el autor y sus lecturas han evolucionado hacia una perspectiva

nueva que fija su punto de atención en la humildad de los espacios, en las estancias

interiores como reflejo de la intimidad de esa sociedad – la estancia carmelitana y las

pobres, sobrias, casas castellanas son buena muestra de ello – y que implican también la

vida de escritor en aquellos años de adolescencia y juventud, años de posguerra. Las

estancias describen, metonímicamente a la ciudad entera, lo que aporta un nuevo matiz

a la interpretación retórica del espacio urbano. Son “mezquitillas”, casitas que el autor

encuentra por doquier y que nada tienen que ver con las descripciones palaciegas y las

iglesias grises que implica el tópico (1988: 90): “Son cosas del Ávila esencial, si es que

esta fórmula no se entiende retóricamente, sino muy en serio”.

La escritura autobiográfica de Jiménez Lozano redimensiona la percepción de la

ciudad en función de su propia visión que es la de la intimidad de la historia. Y la

encuentra, no en la ciudad alta y monumental, sino en ese viejo barrio morisco en el que

(1988a: 91):

la vida ha sido por mucho tiempo, y en parte todavía lo es, más vida de

aldea que ciudadana, o se ha repechado y demorado la antigua vida de la

ciudad que fue; y aunque la modernidad urbanizadora lleva camino de

transformar todo muy rápidamente, todavía de un huerto o corral de una casa de

éstas puede escaparse un aguilucho que un mozalbete está criando e irse a

acoger una higuera de otro corral o huerto donde una muchacha está preparando

sus exámenes de literatura.

Y esta nueva perspectiva lleva a romper el tópico histórico de la ciudad

eclesiástica, el cronotopo de la ciudad-celda. Para Jiménez Lozano, Ávila fue también la

ciudad de los caballeros ilustrados corrompidos por leer libros prohibidos y de los

canónigos que guardaban en el cabildo la Enciclopedia. Canónigos como los hermanos

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Cuesta “antiabsolutistas y algo jansenistas”, o del propio José de Somoza. Y la ciudad

romántica (1988: 130): “Y Ávila fue muy romántica: a las pelucas y casacas de los

“caballeritos” sucedieron las levitas y los miriñaques y, desde luego, los rostros

demacrados en damas y caballeros”. Y fue la ciudad de Santayana. O de Claudio

Sánchez Albornoz y Aranguren.

En resumen, Jiménez Lozano evita el tópico o los tópicos sobre la ciudad de Ávila

desde su propio conocimiento de la ciudad, pero también a partir de su propia literatura

autobiográfica. El libro Ávila es una demolición de ese tópico a partir de una nueva

forma de entender la creación literaria. De esta manera se cierra el libro (1988a: 164):

“Esto es: Ávila, la casa. Sin más literaturas”.

2.3.6.- Breves reflexiones acerca del espacio en estas narraciones

Si Teresa de Jesús enuncia cierto tipo de escritos autobiográficos que preludian la

autoficción, con ella, los espacios que recorre en su trayectoria vital, se ven salpicados

por una formulación que roza la ficcionalidad. El paso de Teresa Sánchez de Cepeda a

Teresa de Jesús es, a partir del cambio nominal, la conversión de una identidad en otra.

Esa narración incluye además, un problema añadido y es la intervención divina en la

vida propia que ha de narrarse, lo que priva al “yo” de una intervención directa en la

construcción identitaria. El espacio monástico carmelitano, formulación metonímica del

propio cuerpo femenino, supone, con el propio discurso narrativo, la intención femenina

de ganar lugares urbanos para su propia definición, para su expresión identitaria. De

esta manera, la adquisición y unión de diferentes casas para la construcción conventual

está simbolizando la adquisición paralela de espacios de poder e independencia

femeninos, de manera que, cuando Teresa de Jesús trata en sus obras más

autobiográficas de la fundación de estos conventos, está tratando también de su

progresivo proceso de autoafirmación a través de la reconstrucción espacial y a través

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de la imposición de una “regla” monástica que es su propia concepción de una vida

femenina, independientemente de su sometimiento a ciertas imposiciones religiosas.

Pero si la irrupción de la narración femenina se produce en el siglo XVI de la

mano de Teresa de Ávila y de otras religiosas de ésta y otras órdenes, la escritura

autobiográfica, tal como hoy la conocemos, habrá de esperar al siglo XVIII y, en el

tratamiento exclusivo de la ciudad de Ávila, hasta finales del XIX y principios del XX.

Cuando Unamuno, Azorín o Baroja traten de ella. Hemos hablado anteriormente de

Unamuno, Sánchez Albornoz y Santayana, porque en su obra podemos apreciar un

mayor peso del ensayismo frente a la pura narración autobiográfica. En este epígrafe

hemos podido comprobar que otros autores de su época también están poderosamente

influidos por las lecturas simbolistas de la época y, fundamentalmente por la tradición

de las “ciudades muertas”. No se puede explicar de otra manera que un post-romántico

como Gustavo Adolfo Bécquer se encuentre en posiciones más cercanas a Baudelaire

que autores posteriores como Azorín.

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CONCLUSIONES

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Hemos tratado de exponer cómo la ciudad aparece ya en la segunda mitad del

siglo XIX como una protagonista más de la escritura autobiográfica. Bien es cierto que,

anteriormente, podemos hallar textos donde los espacios urbanos tienen cierta

relevancia. Pero será a partir de la configuración de la ciudad moderna cuando, como es

lógico, ésta pase a formar parte indisoluble de la nueva literatura. Está claro que la

ciudad, como espacio de desarrollo de una trama, es un signo fundamental en la historia

literaria; así lo vino a demostrar el ruso Bajtín, quien, sin embargo, no dio a su aparición

en la escritura autobiográfica importancia alguna.

Para nosotros, el fenómeno tiene un matiz tremendamente interesante. Desde el

momento en que la ciudad supone la aparición de una nueva identidad, o, lo que es de

igual interés, la búsqueda de una identidad en ella, la literatura autobiográfica se volverá

extraordinariamente importante. En primer lugar, porque la ciudad determina una

experiencia vital y, por lo tanto literaria, nueva. En segundo, porque esa búsqueda de la

identidad va a requerir de nuevos moldes de expresión literaria; moldes que van a

aparecer a partir de la ruptura de los viejos. Creemos que la aparición de la nueva

ciudad va a ser determinante en la construcción de nuevos moldes autobiográficos, en la

“autobiografización” de viejos géneros como la novela y en la ficcionalización de las

propias autobiografías, y que podemos hablar de una autobiografía urbana en dos

sentidos: el de un autor que se busca en ella, y el de una ciudad que busca interpretarse

en la literatura que en ella se produce. Y esto va a provocar la aparición de una cierta

irrealidad espacial, una interpretación del espacio urbano como un espacio

literaturizado.

En estos términos, nos encontramos con un punto intermedio. Analizar la

importancia de las grandes ciudades hubiera sido extremadamente complejo. Así, hemos

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decidido trabajar a la manera de un biólogo o un astrólogo: buscando, no el fenómeno,

sino sus consecuencias más visibles. El signo de la ciudad de Ávila es muy útil, porque,

como decíamos en la introducción a esta tesis, podemos encontrarla como referente

urbano en las primeras manifestaciones de autobiografías en la literatura española. Por

otro lado, porque, en pleno proceso de desarrollo urbano de las grandes ciudades

españolas, Ávila se convierte en el contraejemplo de ese mismo desarrollo, con lo que

serán muchos los autores que la consignen en sus obras desde la melancolía, la

metaforización, la simbolización, o la expresión metonímica de sus propias oposiciones

íntimas a esa nueva estructura urbana y social. Ahí estarán, como es lógico, Unamuno o

Azorín; pero también, de otra manera, Sánchez Albornoz o George Santayana quienes,

como decía Ridruejo y citábamos a modo de lema “no la inventan”. Y es esa invención

la que nos da la clave de nuestro trabajo: ¿qué invención si estamos hablando de

autobiografía? ¿Qué autobiografía podemos hallar en los autores que están

ficcionalizando algo tan importante en una obra como es el signo del espacio, en

palabras de Bajtín, su cronotopo? Cuando Santayana habla de un oppidum in agris está

tallando la ciudad en su justa medida, eliminando todo aquel polvo lírico y ficcional que

los Larreta, los Unamuno, Azorín… habían ido depositando en su nombre. Y todo ello

nos lleva a considerar nuestra idea primera: el signo de la ciudad en la literatura

autobiográfica aparece ficcionalizado. Y por otro lado, la ciudad está formando una

nueva forma de exponer el “yo” en los escritos autobiográficos, de manera que se nos

hace muy difícil deslindar dónde está la línea que separa la vivencia personal en ella de

la pura invención.

Cuando a finales del siglo XIX se va formando la imagen del flâneur, de la mano

de los escritos de Baudelaire y de Walter Benjamin, la interpretación de la ciudad

comienza a filtrarse en la literatura con una presencia tan intensa que ya será imposible

desligarla de su condición de signo literario. La aparición de estudios al respecto, como

los de Bajtín, han ido dotando al signo del espacio – y del espacio urbano en concreto –

de una gran producción teórica. Claro está que no todas las ciudades han conseguido

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alcanzar un cierto interés literario como para convertirse en ejemplos de espacio urbano

literario; pero algunas de ellas, por mor del interés de unos autores y una época, han

conseguido alzarse como auténticos símbolos de muy diferente significación. Es el caso

de algunas ciudades de Castilla, como Salamanca, Segovia, Toledo o Ávila, que fueron

objeto de atención de los autores decimonónicos y terminaron por ser la visión

simbólica contrapuesta a las grandes ciudades de los escritores modernistas. Símbolo

que se convierte en tópico, en lugar común que va a ser repetido hasta la saciedad por

muchos autores que, lejos ya de esa idea primera de espacio anti-moderno, lejano al

progreso, ya fueron sólo epígonos de esa mentalidad burguesa pero, aunque parezca

paradójico, antiurbana.

Decíamos en la introducción a este trabajo que intentábamos analizar cómo se

forjó la imagen de la ciudad en la literatura autobiográfica, es decir, cómo el signo

narrativo del espacio urbano había ido convirtiéndose en una imagen literaria de tal

calado que la propia escritura autobiográfica terminaba por asumirlo como propio, lo

cual viene a decir que los significados que aportaba un signo literario podían convertirse

en convenciones sociales. Decíamos también que, en el caso de algunas ciudades muy

marcadas por determinadas obras literarias, esa imagen cobra tal importancia que, para

quienes pretenden escribir sobre ellas, es muy difícil no involucrarse ante los tópicos

culturales que se han formado. Por ello existe un camino de ida y vuelta que consiste en

la creación de un símbolo o una imagen a través de una o varias obras literarias. El éxito

de aquellas obras intensifica de tal manera la visión del espacio urbano real que ese

símbolo termina formando parte de lo que Bajtín denomina el “cronotopo” literario de

ella. Cuando se pretende, desde un texto autobiográfico, dar una imagen de esas

ciudades, el cronotopo termina apareciendo, involucrando al espacio e incluso al tiempo

de la narración autobiográfica. Esa es la razón de que podamos analizar el espacio

urbano en algunas modalidades autobiográficas como si fuera un signo de ficción. Ello

es posible por todo lo anteriormente expuesto, además de porque dichas modalidades

van de la ficción a la autobiografía sin unas lindes especialmente definitorias.

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Lógicamente no es aplicable ni a todas las obras autobiográficas ni a todas las ciudades

implicadas en este juego de ficcionalización. El caso de Ávila, como puede ser el de

otras muchas ciudades de Castilla sí es un ejemplo válido por cuanto responde a un

proceso como el que hemos explicado antes. La literatura simbolista construyó, a partir

de un conjunto de obras, entre las que se encuentra la del escritor suizo Brujas la

muerta, un símbolo que ha sido denominado como de las “ciudades muertas”. Creemos

que existe un verdadero cronotopo de estas ciudades, es decir, una vinculación entre un

buen número de obras que responde a la visión del espacio y del tiempo que se crea en

este símbolo. Lógicamente puede achacársenos que estamos hablando de una confusión

entre la realidad y su ficcionalización, pero es precisamente eso lo que queríamos traer a

este estudio. En la literatura autobiográfica es donde se produce esa definitiva confusión

entre la realidad y la ficción literaria cuando comienza a aparecer el cronotopo de esas

ciudades. Por decirlo de otra manera, el signo espacial referido a determinadas ciudades,

es una prueba más de la débil frontera entre géneros.

Decíamos que nos hemos fijado en Ávila porque encaja a la perfección en la

novelística de las “ciudades muertas”, sobre todo a partir de la publicación de la novela

de Enrique Larreta La gloria de Don Ramiro y de algunas obras de Miguel de Unamuno

y de Azorín. Esta formulación que llevan a cabo los simbolistas españoles estará

presente en todas las obras posteriores que se refieren a la ciudad de Ávila, de manera

que, bien sea para avanzar en el tópico literario, bien sea para situarse contra él, todos

los autores tendrán en cuenta estas significaciones.

Los estudios sobre los signos de espacio y tiempo en la narrativa, referidos, en un

principio a la ficción, llevan también hacia diferentes modalidades autobiográficas en el

momento en que se convierten en tópicos. Lo hemos apreciado en diferentes autores que

han escritos sobre la ciudad de Ávila. Se ha pretendido en este estudio hacer un

recorrido suficientemente amplio como para mostrar este punto.

Hemos comenzado, no podía ser de otra manera, por los autores de fin de siglo,

por cuanto coinciden temporalmente con dos factores que son en extremo importantes:

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la superación definitiva de las viejas estructuras urbanas y la creación de nuevas y

modernas ciudades por todo el mundo, como Barcelona, París, Buenos Aires… Y por

otro lado, la culminación de los movimientos simbolistas que construyen literariamente

esas ciudades. El proceso viene del siglo XVIII y eso también tiene reflejo en la

expresión autobiográfica y en las diferentes modalidades que la representan. Así, las

viejas autobiografías de los autores de este siglo representan la ciudad como el lugar del

desarrollo vital y de costumbres más opuesto al viejo régimen, a las viejas estructuras

morales y religiosas. Estos autores ya contemplan la ciudad nueva como opuesta al

campo – no a la naturaleza, sino a la sociedad rural, claro está – y la proyectan en sus

escritos como un ideal de la nueva civilización.

Esta modernidad se extenderá durante todo el XIX, y el Romanticismo dará lugar

a expresiones líricas de muy diferentes intencionalidades. Cuando Bécquer escribe

sobre Ávila se fija en sus costumbres, pero cuando lo hace un poeta como Tassara

comienza ya a señalar los valores patrios y la religiosidad mística que más tarde serán la

base de los escritores simbolistas.

Recordemos que Gustav Rodenbach lo explica en Brujas la muerta de esta

manera (1896: 31):

Les villes surtout ont ainsi une personalité, un esprit autonome, un

caractère presque extériorisé qui correspond à la joie, à l’amour nouveau, au

renoncement, au veuvage. Toute cité est un état d’âme et (…) cet état d’âme se

communique, se propage á nous en un fluide qui s’inocule et qu’on incorpore

avec la nuance de l’air.

La idea de que “cualquier ciudad es un estado de ánimo” está personificando el

espacio de manera que puede representar al autor en cualquier tipo de texto. Esta

reivindicación de la ciudad como expresión de la persona irá calando de forma

importante en la literatura española, como hemos dicho, a través de su trasposición a

determinadas novelas como hemos visto en la obra de Larreta.

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A partir de este momento, si la ciudad es un estado de ánimo, un estado del alma,

los textos autobiográficos también recogerán la intimidad personal en textos muy

variopintos. Esa será la razón para que las ciudades se conviertan en símbolos de

identidad personal, en lo que Jiménez Lozano denomina “homelands”. El “homeland”

es una patria espiritual, un territorio al que una persona se siente adscrito y vinculado

por razones no siempre habituales, como nacimiento o residencia. Simplemente hay una

relación espiritual, anímica o cultural, o todas estas razones a un tiempo para que esa

ciudad sea sentida como propia.

Las motivaciones culturales y literarias son las que pueden hacer de esa ciudad un

espacio idealizado. De tal manera, la vinculación entre autor y espacio puede ser sólo de

carácter literario y llegar a aparecer en textos autobiográficos con los matices

autobiográficos que ha ido ganando en la historia literaria. Pensemos que ciudades

como Nueva York o París son hoy impensables sin los acontecimientos culturales que la

han ido convirtiendo en iconos de la sociedad actual, que es imposible no reconocer

Maniatan en las películas de Woody Allen o en las novelas de Paul Auster. Nuestra

mirada se ha ido adaptando a un mundo previo que somos capaces de volcar en los

espacios, de manera que, a menudo, los reconocemos más que de conocerlos. La

iconicidad de las ciudades no es, sin embargo, propia sólo del tiempo de la televisión. Si

nuestra forma de contemplar las ciudades está hoy condicionada por nuestra propia

impresión estética, fundamentalmente visual, ya los últimos años del XIX y el siglo XX

tenían su condicionamiento literario.

Esto nos lleva a pensar en Ávila como uno de esos lugares que ha llegado a

adquirir ciertos significados connotativos que la han convertido, para bien y para mal,

en la ciudad mística que hoy todo el mundo reconoce.

Hemos seguido, en principio, la idea de la “ciudad muerta” siguiendo alguno de

los libros de Lozano Marco (2000) en los que analiza el recorrido que tuvo este tópico

por la literatura española. Estamos de acuerdo con él en que, en términos cuantitativos,

no fueron muchas las repercusiones de la novela de Rodenbach en España. Sin

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embargo, para el tema que nos ha ocupado, sí creemos que tuvo una importancia

cualitativa. Pensamos que este tópico está detrás de las convenciones históricas y

literarias de las ciudades castellanas. Y que es fundamental en la creación del tópico de

lo “abulense” en la tradición cultural española.

Por ello hemos querido comprobar en los poetas españoles del siglo XX cómo se

desarrolla esta idea y hasta qué punto fragua en la escritura autobiográfica como

muestra de la consolidación social del tópico. Hemos estudiado cómo el régimen

nacional-católico sirve para consolidar, interesadamente, esa imagen. De manera que

serán muchos los poetas que, hasta los años cincuenta se sirven de la ciudad de Ávila

como expresión para la exposición de su condición espiritual. Este fue el caso, por

ejemplo de Panero o de Vivanco, por no hablar de algunos poetas como Pemán. Son

obras de corte autobiográfico vertidas en el molde – y seguimos aquí la terminología del

profesor Romera Castillo – del género poético, pero también en algunos textos

diarísticos, como los de Vivanco.

Por todo ello nos ha parecido muy interesante la aportación que el escritor José

Jiménez Lozano ha hecho a los estudios de la perspectiva personal acerca de los

espacios urbanos. Si ya habíamos visto que el flâneur ejecutaba una disección de la

nueva ciudad en un plano sincrónico, es decir, contemplando su forma contemporánea,

admirando sus novedades, sus lujos, pero también sus miserias, mirando, como

Baudelaire, a los pobres de París a través de los ventanales de un moderno café.

Pero también hemos visto cómo existe una mirada de la ciudad en un plano

diacrónico, observando la historia que la ha ido configurando. Esa es la imagen que

buscan los escritores de fin de siglo como Unamuno o Azorín. Es otro tipo de flâneur

que se mueve por los canales de la historia como los modernistas por las avenidas y los

bulevares. Eso es lo que lleva a Unamuno a buscar en Ávila un misterioso cauce que

unía al heterodoxo Prisciliano con Santa Teresa, cauce que no es sino un paseo por el

tiempo, en lugar de por las avenidas.

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También hemos comprobado cómo algunos escritores reflejan en sus

autobiografías esa permanencia de la ciudad como espacio al que estar vinculado. Son,

casi siempre, autobiografías de un exilio o de una vida alejada por motivos más o menos

personales. Elegimos, para ello, los testimonios de Sánchez Albornoz y de Jorge

Santayana. En ellos hallamos la ciudad como una patria lejana, a menudo perdida, que

queda como un resquicio de su propia vida, generalmente como evocación de una

juventud perdida. En ellos aparece esa ciudad icónica, representación del propio autor

en mejores tiempos. En el caso de Santayana, Ávila es la imagen familiar de su

hermana, católica ortodoxa, pero también los paseos por el campo. Es decir, la idea

tradicional y hasta reaccionaria frente a la más íntima o literaria, representada por la

presencia de su padre, contrario a toda exaltación religiosa. Eso presenta a la

autobiografía de Santayana como una contraposición espacial que es también familiar.

Por lo que le confiere la forma de ser un oppidum in agris, frente a las grandes ciudades

que llevan el campo dentro de ellas como un paisaje ajardinado. La imagen de uno y

otro es la de un habitante de la pequeña ciudad, un “paisano” más que la conoce desde

dentro, pero que ha asumido, también, la significación literaria de la ciudad mística y

guerrera y contribuye a esa idea general.

También nos hemos acercado a los textos autobiográficos de algunos españoles

que llegan a Ávila y dejan escritas sus experiencias íntimas, más que sus relatos de

viajes. No nos interesan, pues los relatos de viajes, sino la impresión emocional que un

espacio deja en la narración de la ciudad. Por ello hemos considerado la terminología de

“visitantes”, mejor que la de viajeros. En estos casos, no se trata sólo de literatura o

diarios sobre un trayecto más o menos largo en el que una de sus paradas o etapas sea

Ávila. De hecho, hemos dejado fuera de nuestro estudio todos aquellos diarios que

hacen la función de simples “guías” o recomendaciones para viajeros. Es obvio que en

ellos, aunque puedan primar elementos autobiográficos, sólo vamos a apreciar la

construcción de una relación de espacios curiosos presentados con una intensidad

afectiva mayor o menor. Pero en ningún caso se reflejará una intimidad personal o una

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emoción personal que logre unir autor y ciudad. Sólo hemos aportado aquellos casos en

los que estos textos demuestran esa diferencia entre uno y otro tipo de textos. E incluso

en alguna de las narraciones, caso de La España negra, de Gutiérrez Solana, cuya

adscripción genérica es sumamente difícil, hemos aceptado que eso que denominamos

“lo solanesco” es una forma de intimidad entre las ciudades y los pueblos de España con

su particular modo de interpretar emocionalmente el espacio.

Así, nos han parecido interesantes algunos textos de los soldados franceses

destinados a Ávila, así como algunos relatos de visitantes a la ciudad que se inclinaron a

destacar algunos aspectos más íntimos del espacio. Pero, sobre todo, hemos destacado

las narraciones de dos escritores catalanes, Agustí Calvet, “Gaziel” y Pere Corominas.

Porque en sus textos se nos muestran dos concepciones opuestas de la ciudad

correspondientes a dos formas de ver España. El llamado “castellanismo”, en palabras

de Cansinos-Assens había aportado la consideración espiritual y mística de las ciudades

castellanas como garantes de una pretendida esencia española. Frente a ello, las nuevas

ciudades europeas son una marca de desintegración de esos valores. La novedad urbana

que, para Unamuno, era sinónimo de vacuidad y de snobismo, para cualquier otro

representa una modernidad que Castilla se muestra incapaz de alcanzar. Ávila será, para

estos autores catalanes la voluntad de no incorporarse a la vida urbana. Gaziel será

quien aporte una teoría más interesante: el “irracionalismo” como esencia de Castilla. Y

hemos tratado ese “irracionalismo” como una teoría que demuestra la abierta oposición

entre la cultura urbanita y la cultura “castellanista”. El irracionalismo demostraría que

Castilla como espacio intelectual es, en realidad, un recurso lingüístico. El mismo que

utilizaría Cervantes para nombrar la Mancha y convertirla en una realidad transformada.

De la misma manera que una aldeana puede convertirse en Dulcinea del Toboso por la

pura nominación, para Gaziel, los castellanos pudieron modificar la imagen de sus

pueblos de adobe en villas de carácter noble y evocador como, por ejemplo, Madrigal de

las Altas Torres. En ellas, Gaziel sólo contempla espacios muertos sin remedio sólo

sostenidos por unos nombres. Y estamos hablando ya de los años 50 del siglo XX.

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Toda esta formulación del espacio que surge en la escritura autobiográfica tiene

también su repercusión en textos poéticos que dan testimonio de la tensión religiosa o

espiritual de los poetas de los años de posguerra. Esta escritura poética resume un

argumentario que es la reproducción literal de ese tópico. Hasta que llegamos a los

primeros poetas que comienzan a publicar hacia los años setenta y que se han

denominado bajo epígrafes variados como “venecianistas”, “culturalistas”,

“novísimos”… Entre ellos, Guillermo Carnero, quien evoca la ciudad desde una

perspectiva intimista y lejana a todo espejismo finisecular. Si decíamos en la primera

parte de este trabajo que la reflexión autobiográfica se producía en muchas ocasiones

como una écfrasis, figura en la que el autor se retrata a través de una imagen interpuesta.

Esa función ecfrásica se nos aparece en algún poema de Carnero en el que, a través de la

identificación con una ciudad o alguno de sus lugares, la descripción de ese espacio sea

una definición propia, la invención de que “hemos vivido” (2005:15). La ciudad – Ávila

en los cuatro poemas abulenses - cumple una función especular a través de la cual el

autor se reconoce y se describe como medio de autoconocimiento y de comunicación –

aunque vamos a obviar ahora la polémica que en la época llevó a enfrentar los

conceptos de comunicación y conocimiento como dialéctica poética.

Por esta dimensión cultural de la ciudad, el signo narrativo de la ciudad puede

convertirse en ese espejo en el que pueden interpretarse los hechos de la vida. Algo que

ya ocurría en los autores de fin de siglo. Lógicamente, en el caso de Guillermo Carnero,

nos encontramos ante la evidencia de que la ciudad es contemplada como el referente

cultural, más que como un espacio físico. Así que todo espacio urbano lleva implícita su

historia literaria. En Carnero no encontramos la excepción, sino la confirmación de que

la ciudad es un signo literario que ha de ser interpretado desde la literatura y desde la

vida. Esta idea de la ciudad podría vincularse a ciertos cambios sociales y literarios

asociados al resurgir culturalista de los años 70 en virtud de cierta crisis de las ideas

materialistas que, según García Vázquez afectaron a la interpretación de la ciudad en

estos años y que le devolvieron su interés puramente cultural e historicista.

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Por todo ello, podemos apreciar cómo se va transformando, literariamente este

espacio en la escritura de algunos autores, recogiendo los cambios sociales oportunos,

incluyendo aquellos que han desembocado en la ciudad del siglo XXI, que se puede leer

como un libro y no como un único relato, como una superposición de capas culturales, a

la manera de un “hojaldre”.

En resumen, y para terminar, creemos que la ciudad se convierte en un signo

literario a partir de determinadas visiones particulares que se han ido expresando tanto

en la narración – en sus diferentes modalidades – como en otras formas de escritura

autobiográfica. Los espacios urbanos pueden simbolizarse hasta el punto de invocar, de

forma permanente, unas significaciones culturales, de manera que la expresión literaria

puede difícilmente escapar de ellas. Así, ese signo, vertido en las autobiografías,

añadirá, en gran parte, ciertos matices ficcionales, por cuanto la imagen recuperada de

esa ciudad nunca responderá a una verdad física, sino a otra literaria. La ciudad

mostraría, de esta manera, la débil frontera que existe entre ficción y autobiografía. En

el caso que nos ha ocupado como ejemplo, la ciudad de Ávila sería una de estas

ciudades ficcionalizadas y evocada literariamente desde esos presupuestos de irrealidad.

Ávila, considerada como lugar místico y medieval, como otras muchas ciudades de

Castilla, habría sido la imagen española de las ciudades muertas de los simbolistas

europeos y esa simbolización se incorporó de tal manera a su historia reciente que se

convirtió en una ficción más, redundada en muchos y muy variados textos

autobiográficos. Y, por otro lado, nuestro estudio ha intentado ahondar en la propia

historia de esa ficcionalización, amparados en los textos de muchos de los autores que

han intentado acercarse a ella. Hemos dejado fuera, ya decíamos antes, otros muchos

textos. Pero todos los que hemos estudiado son, en nuestra opinión, los que han

construido la imagen literaria de Ávila y que son ejemplo de lo que cualquier otro

espacio urbano puede llegar a ser en su particular historia literaria.

Hemos creído que las plumas que han escrito sobre ella han ido construyendo,

de manera más o menos consciente, un verdadero símbolo de la espiritualidad, la

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intimidad y la emoción propias, obviando los procesos históricos reales que ha ido

sufriendo en sus sucesivas transformaciones. La historia cultural de este espacio urbano

sería ya impensable sin estas incorporaciones literarias. A ellas les debe Ávila su interés

y su importancia; también las pequeñas miserias que conlleva haberse convertido en el

reflejo de una visión particular y deformada de esta expresión literaria. Sea de una o de

otra manera, quien se acerque a ella obtendrá, sin duda alguna, la visión literaria de

muchos y grandes autores de nuestro tiempo. Interpretarla es, indudablemente, leerla y

descifrar los textos de quienes la han leído y escrito previamente.

Con todo lo cual hemos creído cumplir con el propósito que se consignaba en el

título y la introducción de este trabajo.

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