Testimonio de una convición

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Testimonio de una Convicción En 1936, mi padre, Joaquín Ataz Hernández, trabajaba como fogonero en la compañía de ferrocarriles Madrid-Zaragoza-Alicante (MZA). Era un oficio duro, hoy casi desaparecido, que consistía en alimentar la caldera de la locomotora de vapor con grandes briquetas de carbón mineral (entonces llamado “carbón de piedra”), a base de pala y músculos. Era Secretario del Sindicato ferroviario de UGT de Murcia, un sindicato poderoso porque tenía muchos afiliados, la mayoría personal de tracción y de talleres, gente decidida, y contaba con mayores recursos económicos que los demás sindicatos. Por este puesto, figuraba en la Ejecutiva del PSOE de Murcia. Cuando se crearon los Tribunales Especiales Populares, por Decreto de agosto de 1936 (parto “genial” de mi paisano el Catedrático de Derecho Penal D. Mariano Ruiz-Funes), su partido socialista lo designó miembro del Jurado de este Tribunal que contaba con tres jueces de derecho (Magistrados) y 14 jueces de hecho (los designados por los partidos políticos del Frente Popular). El TP de Murcia, se constituyó el 2 o el 3 de septiembre, y el día 4 ya estaba funcionando porque el Decreto fundacional disponía que los Jueces Especiales de Instrucción (en Murcia, eran dos para toda la provincia) tenían que remitir al TP las causas al quinto día como máximo, desde que hubieran firmado la primera diligencia. Y los juicios también tenían que desarrollarse con la mayor rapidez. Por eso, llamaban a estos procedimientos “sumarísimos”. El 11 de septiembre, el Tribunal dictó sus primeras sentencias: De 27 procesados, condenó a muerte a 10, a 8 les impuso cadena perpetua, y, al resto, penas de muchos años de prisión. Los condenados a muerte fueron fusilados en el patio de la cárcel de Murcia, la mañana del domingo 13 de septiembre de 1.936. Pero este asesinato merece párrafo aparte. Entre los condenados a muerte, estaba el primer Jefe provincial de la Falange murciana, Federico Servet Clemencín, varios falangistas de la provincia, otras personas cuyo delito era tener una posición económica acomodada y el Párroco de la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen, D. Sotero González Lerma, en la que yo había sido bautizado. Años después, mi padre me dijo que en el poco tiempo que había actuado en el TP, sólo había votado con bola negra a favor de la pena de muerte solicitada por el Fiscal dos veces: una , la de Federico Servet, por orden expresa, tajante e inexorable de su partido y, otra, en un juicio posterior contra un miliciano de la FAI que había violado a una mujer y matado a un cabo y a un guardia de Asalto, cuando fueron a detenerlo, veredictos que fueron ratificados por la sección de Derecho del Tribunal. Mi padre conocía a Federico desde que eran muchachos, casi niños. No eran amigos, pero se caían bien y se respetaban. Por ello, cuando terminó el juicio, mi padre se acercó al que acababa de votar su muerte y empezó a decirle: “Federico, lo siento mucho...” Sin dejarle terminar, Federico le interrumpió: “No te preocupes, Joaquín, yo hubiera hecho lo mismo contigo, dame un cigarro”

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Me he permitido la osadía de recopilar un artículo de Don José Ataz Hernández, por su valor humano y en especial por su aclaración sobre la memoria histórica.

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Testimonio de una Convicción

En 1936, mi padre, Joaquín Ataz Hernández, trabajaba como fogonero en la compañía de ferrocarriles Madrid-Zaragoza-Alicante (MZA). Era un oficio duro, hoy casi desaparecido, que consistía en alimentar la caldera de la locomotora de vapor con grandes briquetas de carbón mineral (entonces llamado “carbón de piedra”), a base de pala y músculos. Era Secretario del Sindicato ferroviario de UGT de Murcia, un sindicato poderoso porque tenía muchos afiliados, la mayoría personal de tracción y de talleres, gente decidida, y contaba con mayores recursos económicos que los demás sindicatos. Por este puesto, figuraba en la Ejecutiva del PSOE de Murcia.

Cuando se crearon los Tribunales Especiales Populares, por Decreto de agosto de 1936 (parto “genial” de mi paisano el Catedrático de Derecho Penal D. Mariano Ruiz-Funes), su partido socialista lo designó miembro del Jurado de este Tribunal que contaba con tres jueces de derecho (Magistrados) y 14 jueces de hecho (los designados por los partidos políticos del Frente Popular). El TP de Murcia, se constituyó el 2 o el 3 de septiembre, y el día 4 ya estaba funcionando porque el Decreto fundacional disponía que los Jueces Especiales de Instrucción (en Murcia, eran dos para toda la provincia) tenían que remitir al TP las causas al quinto día como máximo, desde que hubieran firmado la primera diligencia. Y los juicios también tenían que desarrollarse con la mayor rapidez. Por eso, llamaban a estos procedimientos “sumarísimos”. El 11 de septiembre, el Tribunal dictó sus primeras sentencias: De 27 procesados, condenó a muerte a 10, a 8 les impuso cadena perpetua, y, al resto, penas de muchos años de prisión. Los condenados a muerte fueron fusilados en el patio de la cárcel de Murcia, la mañana del domingo 13 de septiembre de 1.936. Pero este asesinato merece párrafo aparte.

Entre los condenados a muerte, estaba el primer Jefe provincial de la Falange murciana, Federico Servet Clemencín, varios falangistas de la provincia, otras personas cuyo delito era tener una posición económica acomodada y el Párroco de la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen, D. Sotero González Lerma, en la que yo había sido bautizado. Años después, mi padre me dijo que en el poco tiempo que había actuado en el TP, sólo había votado con bola negra a favor de la pena de muerte solicitada por el Fiscal dos veces: una , la de Federico Servet, por orden expresa, tajante e inexorable de su partido y, otra, en un juicio posterior contra un miliciano de la FAI que había violado a una mujer y matado a un cabo y a un guardia de Asalto, cuando fueron a detenerlo, veredictos que fueron ratificados por la sección de Derecho del Tribunal. Mi padre conocía a Federico desde que eran muchachos, casi niños. No eran amigos, pero se caían bien y se respetaban. Por ello, cuando terminó el juicio, mi padre se acercó al que acababa de votar su muerte y empezó a decirle: “Federico, lo siento mucho...” Sin dejarle terminar, Federico le interrumpió: “No te preocupes, Joaquín, yo hubiera hecho lo mismo contigo, dame un cigarro”

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Antes he calificado de asesinato el fusilamiento de Federico Servet y los otros condenados a muerte, porque los acontecimientos de aquel domingo, día 13 de septiembre de 1936, en plena Feria de Septiembre murciana (con corrida de toros por la tarde) me marcaron para toda la vida. Por la mañana, muy temprano, me despertó el ruido de muchos camiones, llenos de hombres y mujeres huertanos, de los que algunos hacían sonar las caracolas, como cuando avisaban de que venía la riada, y otros gritaban “U.H.P. la cabeza de Servet”. Esta muchedumbre, más la que iba entrando por otros accesos de la ciudad, se concentró ante la Cárcel Provincial, porque “alguien” había hecho correr el rumor de que el Gobierno iba a indultar a los condenados a muerte, “y el pueblo estaba dispuesto a tomarse la justicia por su mano” (reseña de los periódicos locales). De la Prisión avisaron al Gobernador Civil que la multitud iba a asaltarla y, para “resolver la situación”, la máxima autoridad provincial dispuso que se fusilara a los condenados allí mismo, en el patio de la cárcel, y que se abrieran las puertas para que el pueblo comprobara que se había cumplido la “justicia popular”. Estas órdenes se ejecutaron inmediatamente, a pesar de que el Gobernador sabía perfectamente que las sentencias no se habían aprobado por el Gobierno y que, de acuerdo con la legalidad vigente, cuando en las resoluciones de los Tribunales Populares figuraban penas de muerte, se remitía copia literal –por telegrama urgente- al Gobierno por conducto del Ministro de la Guerra, quien una vez vista la sentencia decretaba o no su conmutación. Por consiguiente, la ejecución fue completamente ilegal porque no contaba con el preceptivo “Enterado, cúmplase” y, en teoría, ¡sólo en teoría, claro!, alguna pena de muerte se podría haber conmutado por reclusión perpetua. Por eso, no hubo ejecución sino asesinato, y, además, el permitir la entrada de las hordas en la cárcel que profanaron, mutilaron y se ensañaron ferozmente con los cadáveres, es una dejación de autoridad que transforma, al que no reacciona como es su obligación, en un miserable y criminal de la peor especie.

Yo lo vi, cuando todavía no había cumplido nueve años, y, desde entonces, aborrecí al sistema político que azuzaba., alentaba o permitía esas atrocidades. Que la primera autoridad provincial, ceda ante la presión del populacho, si es que no la provocó con unos intencionados rumores, la deslegitima y convierte en un rufián de la peor especie a quien, teniendo el remedio en su mano, lo permite. Y no hay incontrolados que valgan. Han pasado casi 70 años y lo tengo retratado en mi mente como si lo estuviera viviendo otra vez: A media mañana de ese nefasto domingo, estaba yo jugando en la calle cuando vi y oí venir a un vociferante gentío, que parecía arrastrar algo con unas cuerdas de las que tiraban hombres y mujeres. Con la curiosidad y agilidad, propias de un niño, me acerqué y lo que vi me hizo vomitar y ponerme enfermo. Era un cuerpo sanguinolento, hecho jirones del choque con los adoquines del empedrado, que venían arrastrando desde la cárcel, a unos dos kilómetros desde donde yo estaba. Recuerdo que se adivinaba que estaba en ropa interior de felpa, con calzoncillos largos y camiseta de mangas largas. Cuando me recuperé (ninguna de aquellas viragos intentó detenerme para que no viera lo que una criatura no debe ver, ni tampoco me hicieron el menor caso cuando devolví y caí inconsciente al suelo), me fui a casa llorando. Mi madre me consoló y cuando vino mi padre le

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preguntó qué cómo se toleraba que se cometieran esas salvajadas. Casi no respondió porque estaba avergonzado y eso que, en aquel momento, no sabíamos, que al cadáver que yo había visto, el de Don Sotero González Lerma, cura párroco de la Iglesia del Carmen, le habían cortado los testículos, se los habían puesto en la boca, y las piltrafas que quedaban de su maltrecho cuerpo, las colgaron de una farola de brazo colocada en la pared de su Iglesia, las rociaron de gasolina y les pegaron fuego, después de que un “heroico” miliciano le cortara una oreja y se metiera en una taberna para que se la hicieran a la plancha y comérsela acompañada de un vaso de vino.

Mi padre se dedicó en cuerpo y alma a librar de la injusticia de aquellos tiempos a todos los que pudo, y lo sé no sólo porque me lo dijera años después, sino porque tengo mi evidencia personal, por manifestaciones de los propios interesados, de que salvó la vida, amparó de la persecución y libró de la cárcel, a muchos perseguidos.

Aunque no se lo confesara ni a sí mismo, las convicciones de mi padre se vieron muy afectadas por los crímenes, atropellos e injusticias que se cometieron en aquellos meses de 1936, de los que fue testigo de excepción, desconcertado y, lo que es peor, impotente para evitarlos en la mayoría de los casos, como le hubiera gustado, no solo por su hombría de bien sino porque su sentido común le decía que por aquél camino ni se iba a ganar la guerra, ni se merecía ganarla.

Ni que decir tiene que su puesto en el Tribunal Popular le pesaba como una losa de plomo y que estaba deseando salir de allí. Por eso, aprovechó la creación por el Ministerio de García Oliver, mediante Decreto de 26 de diciembre de 1936, de los Campos de Trabajo, también llamados de Concentración, que querían cambiar los principios penitenciarios vigentes hasta el momento, que eran los de la ejemplaridad del castigo y el control de todas las desviaciones frente al régimen republicano (se llegó hasta tipificar como delito, ¡con efectos retroactivos!, la “desafección”, creando los Tribunales Especiales de los Desafectos a la República), que intentaban encubrir, obviamente, la represión en la retaguardia queriendo justificarla y legitimarla, con los instrumentos judiciales creados al efecto en el que primara la utilidad de los campos de trabajo, tanto para la sociedad como para el individuo recluido en particular, centrando sus principios de funcionamiento en el trato humano, la disciplina, la reparación social, la reforma individual, etc. En definitiva, la normativa jurídica que regulaba los campos de trabajo aspiraba (por lo menos, sobre el papel) a la dignificación social del penado y del régimen penitenciario.

El primer Campo de Trabajo que empezó a funcionar en el territorio no alzado, fue el de Totana (Murcia), a finales de abril de 1937, disputándose los puestos del funcionariado todos los partidos y sindicatos murcianos. Mi padre consiguió ser nombrado oficialmente Jefe de Servicio del Cuerpo de Prisiones y la plantilla se completó entre los nuevos funcionarios de extracción política y los de carrera que pertenecían a este cuerpo por oposición. El Director era un funcionario de prisiones de carrera, cuyo nombre no recuerdo, pero que debía

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mandar bien poco porque el jefe de hecho era mi padre, aunque oficialmente su categoría estaba por debajo de la del Director y de la del Subdirector. Yo no sé como se articulaba esto en la práctica, pues en estos centros la única plantilla era la oficial, en la que todos eran formalmente funcionarios, sin distinción entre los de “nuevo cuño” y los de oposición, y sin que, desde luego, tuviera existencia oficial el puesto de comisario político. Pero de una manera o de otra, de hecho o de derecho, el que mandaba en el Campo era mi padre y allí no se tomaba ninguna decisión sin que él la aprobara.

No recuerdo cuando nos fuimos a vivir a Totana, dejando la casa en la que habíamos nacido los cuatro hermanos. Debió de ser a principios de 1937, porque mi padre, estoy seguro, querría controlar la adaptación de un gran Colegio religioso, incautado o requisado, como se decía entonces, a su nueva finalidad de campo de trabajo.

He leído que por el Campo de Trabajo de Totana pasaron casi dos mil hombres, la mayoría condenados por los Tribunales Populares de Murcia y Cartagena, a penas muy altas, cadena perpetua y reclusión de 30 años. El trato dado por el personal del Campo a los condenados fue humanitario, bueno e indulgente, según constata la Causa General de Murcia, lo que, indudablemente, contribuyó a hacer más llevaderas las inevitables carencias y las precarias condiciones de vida en este tipo de establecimientos, sobre todo con una cruenta guerra en España. Desde luego, mi padre se esforzó en que fuera así.

Mi familia no pasó hambre durante la guerra porque Totana era un pueblo agrícola y aunque sufrimos la carencia de muchos artículos de los que disfrutábamos antes, éramos unos privilegiados porque teníamos pan (que amasaba mi madre, como casi toda la gente del pueblo), legumbres y hortalizas. En esta época iba a la escuela pública y como ya había superado la enseñanza primaria, en junio de 1938, fui a Murcia en donde me examiné de ingreso y primero de Bachiller, aprobando todas las asignaturas.

Llegó el día 30 ó 31 de marzo, o el 1 de abril de 1939. No sé exactamente el día en que Totana se liberó a sí misma, porque allí no entraron tropas nacionales, pero el día antes, el mismo día o el día después, de que entrara en Murcia la Cuarta Brigada de Navarra, al mando de Don Camilo Alonso Vega, en Totana empezaron a repicar las campanas de todas sus Iglesias y a oírse cohetes, desde la mañana muy temprano. A mis hermanos y a mí nos despertaron estos insólitos sonidos y fuimos al dormitorio de nuestros padres, donde vimos a mi padre peinándose tranquilamente, mientras mi madre lloraba. Al preguntar yo qué pasaba mi padre nos dijo “Nada, hijos, que se ha acabado la guerra y yo tengo que irme de viaje por unos días”. Terminó de vestirse y se fue. Y los días se convirtieron en años.

Pronto empezaron a llegar noticias preocupantes para nosotros, procedían de Alicante en donde se decía que habían llegado las tropas nacionales cuando todavía quedaban muchas personas sin embarcar, por lo que algunos se habían suicidado y los demás habían sido apresados. Yo le

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pregunté a mi madre si sabía algo de papá y me dijo que había podido embarcar en el último instante y que iba rumbo a Méjico. A mí no me cuadraban muy bien las fechas, pero como era lo que quería oír, no insistí.

A los pocos días, vino una hermana de mi padre y nos llevó a todos a Alcantarilla, a la casa de mis abuelos. Esta casa, situada en frente de la estación de MZA, era muy grande, y mis abuelos tenían allí una Casa de huéspedes. A mí, siempre me había gustado porque tenía tres patios unidos de mucha profundidad, el último de los cuáles lo compartía con otra casa de dos plantas, que formaba parte de la finca y que daba a una calle posterior. Allí, más mal que bien, fuimos tirando unos pocos meses, hasta que aquel otoño falleció inesperadamente mi abuelo de un infarto. Como éramos muchas bocas que alimentar, mi madre decidió que nos fuéramos a vivir a Murcia, a casa de una hermana suya. Empecé a trabajar de pinche en un bar, luego de aprendiz de carpintero y después de listero en un almacén de materiales de construcción.

Mientras tanto, uno de los favorecidos por mi padre ofreció que yo volviera a empezar el Bachiller y en mis ratos libres, llevara la cuenta de los cupones de las cartillas de racionamiento de la panadería que tenía. Aceptamos de todo corazón, sobre todo porque mi colocación en la panadería nos permitió mitigar el hambre insaciable que padecíamos.

Y ahora empieza mi testimonio como observador y sujeto directo de la parcela de la posguerra que viví personalmente y que nadie me la ha contado ni, mucho menos, manipulado. Quizá he sido muy prolijo en lo que llevo escrito, pero mi intención era dejar bien claro que yo fui uno de los niños de la guerra, hijo de un rojo muy significado, que jamás, nunca, sufrí la menor discriminación y que siempre fui tratado como un muchacho más de los de mi generación: sin ningún tipo de recriminaciones y, menos todavía, humillaciones o vejaciones.

Entre mis compañeros de bachillerato, que empecé en octubre de 1940, había una parte de hijos de asesinados (con o sin juicio, es decir de personas a las que les habían dado el típico “paseo”, hasta los ejecutados según sentencia, pasando por los oficiales de Marina y Guardias Civiles del Tercio de Albacete, que habían sido arrojados vivos al mar, de dos en dos, con una bala de cañón al cuello, en Cartagena, desde los barcos prisión “Río Sil”(10 asesinados cuando los llevaban al penal y 52 tirados al agua) y “España nº 3” (152 hombres que “…los llevaron a popa, amarrados de dos en dos y lastrados, fueron arrojados al agua”, informe del entonces Comandante Militar de Marina del puerto de Cartagena al Comandante General del Arsenal); otro grupo hijos de perseguidos con más o menos intensidad; otro grupo, el mayoritario, de hijos de profesionales, comerciantes y huertanos, que no habían tenido más intervención en la guerra que la obligada por las movilizaciones, y, finalmente, el grupo más pequeño: los que éramos hijos de los vencidos. Lógicamente, esta clasificación es puramente didáctica, sin que tuviera el menor reflejo en la realidad.

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En los dos primeros cursos, 1940/1941 y 1941/1942, me hice muy popular entre mis compañeros, porque a pesar de ser un “empollón” y estar entre los tres primeros de la clase, siempre ayudaba a los demás en lo que podía y siempre me sumaba con entusiasmo a las propuestas de fumarnos la clase para ir al cine, a jugar “a la pelota”, o simplemente a realizar carreras de caracoles en el próximo parque. Estaba totalmente integrado y nunca hablábamos de política ni de la guerra recién acabada, aunque todos conocíamos perfectamente los antecedentes políticos de los familiares de los demás. En estos dos cursos estudié Religión, de la que yo no tenía la menor idea porque no había ido a la Iglesia nada más que cuando me llevaron a bautizar, con un padrino que según las normas canónicas no podía serlo (estaba excomulgado ferendae sententiae, pero esto es otra historia), ni, por supuesto, sabía el padrenuestro, ni había confesado ni comulgado jamás. La estudié con la misma intensidad que cualquier otra asignatura, pero aunque asistía a las Misas del Instituto, los domingos no iba, porque aunque me atraía la belleza del cristianismo y envidiaba a los creyentes, no me llegaba la fe. En el verano de 1942, preparé el 3º de Bachiller, que superé satisfactoriamente y en octubre de 1942, inicié el 4º curso que fue el que determinó mi conocimiento y mi incondicional adhesión intelectual a la doctrina de Jesús y a la de José Antonio. Yo no sé si lo que he dicho es irreverente porque parezca que equiparo a estas dos inalcanzables figuras de la Humanidad. Mi propósito no es ese. Ya sé que Jesús es Dios y José Antonio un mortal como quedó acreditado con su temprana muerte, y esa diferencia es insalvable. Pero así como los incrédulos no sectarios, como Renán, aún negando la naturaleza divina del Señor, tienen que reconocer que fue el Hombre más admirable de la Humanidad, yo, desde el receloso acercamiento inicial a la doctrina y al magisterio vital de José Antonio llegué a la misma conclusión, al identificarme totalmente con su pensamiento, por el camino de la inteligencia, que no por el de la fiebre emocional. Y es que su insuperable integración de los imperecederos valores morales con los de una exigible justicia social auténtica, pensé entonces, principios de 1943, y sigo pensando ahora, diciembre de 2005, sin haber desfallecido jamás, inasequible al desaliento y sin “cambiar de bandera”, que José Antonio fue un hombre irrepetible e inigualable que hizo de su vida un servicio y sacrificio permanente a España, como demostró con sus hechos además de con sus palabras.

Mi curiosidad se despertó cuando en la clase Formación del Espíritu Nacional, una “maría” como la de Educación Física, oí comentar que José Antonio, en su discurso fundacional, había considerado justo el nacimiento del socialismo. Me extrañó tanto este insólito reconocimiento del adversario, que me entregué con avidez a la lectura de sus Obras Completas. Me entusiasmé, me sedujeron y su testamento me conmovió hasta las entrañas. Había encontrado el norte de mi vida.

Tuve que sostener una grave lucha interior para asumir esta fulgurante revelación, porque de alguna manera sentía que estaba traicionando los ideales por los que mi padre había luchado, con la mayor honradez, toda su vida. Pero, gracias a Dios, pude comentarlo personalmente con él, porque como yo intuía no se había exiliado a México. La mañana que se marchó de

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casa se fue a la de un amigo de mi abuelo de absoluta confianza, que vivía en Totana. Estuvo oculto unos días y una noche tomó el tren de Granada- Murcia, se apeó en Alcantarilla, y se escondió en casa de sus padres, en las cámaras de esa casa de dos plantas que estaba al final del último patio. Allí estuvo como “topo” desde abril de 1939 hasta octubre de 1948, ¡Más de nueve años! Entró cuando tenía 41 años de edad y salió cuando ya había cumplido los cincuenta. Aguantó como lo que era, un hombre de la cabeza a los pies. Leía, escuchaba la radio, tomaba mucho café y fumaba más que una máquina.

A mí me lo dijo mi madre a finales de 1940 y a mis hermanos se lo íbamos descubriendo cuando iban siendo mayores.. Nadie fuera de la familia lo sabía y para no despertar sospechas, lo veíamos turnándonos los domingos. Yo hablé con él de todo lo divino y lo humano y mucho de política. Obviamente, le comenté mi descubrimiento de José Antonio, del que él sólo conocía que era hijo de Don Miguel Primo de Rivera, que era el fundador de la Falange y que Indalecio Prieto, su ídolo, lo apreciaba mucho, pero, naturalmente, no sabía nada de su doctrina. Le hice leer el discurso del cine Madrid y su testamento y quedó impresionado por su altura intelectual y humana. Me dijo que sabía que su condena a muerte era inevitable porque lo había ordenado Moscú, y que Largo Caballero se había negado a canjearlo por su propio hijo porque los rusos se lo habían prohibido terminantemente.

Le planteé mi problema de conciencia y me contestó con la generosidad y nobleza que yo esperaba de él: “Mira, hijo, yo no tengo ninguna autoridad moral para aconsejarte en una materia en la que mis aciertos o errores, los estáis pagando vosotros, que estáis creciendo con faltas en lo más elemental y pasando auténtica hambre. Una persona sola, puede ir hasta donde le empujen sus ideales, sin límite, pero un hombre con mujer e hijos no debe comprometer la supervivencia de su familia. Haz lo que te dicte tu corazón, pero procura no comprometer a otros con tus decisiones y siempre, me oyes Pepe, siempre, actúa con honradez y coherencia”. No puedo jurar que éstas fueran sus palabras literales, pero las ideas, que se me quedaron grabadas indeleblemente, sí que lo son.

Libre de mi preocupación con la autorización del único hombre al que yo le reconocía autoridad sobre mí, me afilié al Frente de Juventudes a mediados de 1943, y pude vestir con orgullo mi primera camisa azul. Nadie me dijo nada y sólo mis familiares más cercanos y algún íntimo amigo de mi padre, me preguntaron “¿ Por qué te has hecho falangista?. Por convicción, era mi lacónica contestación, pero dicho con un tono de seguridad y firmeza que nadie se atrevía a seguir preguntando. Mi madre fue la única que me insistió en que lo dejara, pero no por ir por un camino distinto al de mi padre, sino porque su amarga experiencia de la política, que le echó encima la inmensa carga de sacar adelante, sin ningún ingreso seguro, a cuatro hijos pequeños, le hacía odiar la política fuera del color que fuese.

Mientras cursaba el bachillerato, fui Jefe de Escuadra, de Falange y de Centuria. Asistí a los Campamentos Nacionales de Mandos del Frente de Juventudes, de Riaño y de Covaleda, y obtuve los títulos nacionales de Jefe de

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Falange y de Centuria. Adelanté otro curso, el 6º de bachillerato, y lo terminé en 1945, obteniendo la calificación de sobresaliente en el Examen de Estado y empezando la carrera de Derecho en la Universidad de Murcia, en octubre de 1945. Fui Delegado de Curso, de Facultad y en 1949, fui nombrado Jefe del SEU del Distrito Universitario de Murcia. Durante la carrera asistí a unos cursos en los que logré el título de Jefe de Campamento del SEU y estuve dos veranos en el Campamento de la Milicia Universitaria de Ronda, de donde salí Alférez de Complemento, en 1948. Estudié varios cursos con becas de la Universidad de Murcia y el SEU me facilitó los libros de la carrera por el sistema de préstamo, es decir para utilizarlos durante el curso y devolverlos al terminar éste. En 1950 terminé la carrera y fui como Jefe de la Escuadra de Murcia, a la peregrinación nacional que hizo el SEU, andando de Asís a Roma, con motivo del Año Santo de 1950. En Castelgandolfo recibió el Papa Pío XII a nuestra centuria peregrina, y al verlo abrir los brazos para impetrar la divina bendición, caímos todos de rodillas porque parecía que aquella impresionante figura papal estaba hablando con el mismo Dios.

Mi padre, harto ya de su encierro, decidió a finales de 1948, salir de él pasara lo que pasara. Le preparamos una documentación a su verdadero nombre, y su fotografía, pero imitando una cédula oficial, y una noche tomó el correo Cartagena-Madrid, en Alcantarilla, y se vino a trabajar, como encargado, a una tienda de lámparas eléctricas sita en la Puerta del Sol, al principio de Arenal. En ese centro de España, lo vieron muchos amigos y conocidos que, francamente contentos, le preguntaban donde había estado durante esos años. A todos les contestó que en México pero que acogiéndose a los indultos de Franco, había regresado a España. En esa tienda estuvo año y medio aproximadamente, y confiando en que no había pasado nada quiso volver a Murcia, para poder hacer la vida de familia que tanto había añorado en sus muchos años de soledad. Una vez más, uno de sus innumerables favorecidos le contrató como encargado de una fábrica de conservas en Alcantarilla, a donde todos los días iba y regresaba en autobús. Así estuvo más de un año y, naturalmente, sabiéndolo todo el mundo y sin que nadie se metiera con él.

Una tarde de octubre de 1951, cuando yo estaba terminando las prácticas de Alférez en el Regimiento Sevilla nº 40, de guarnición en Cartagena, dos primos carnales míos fueron a la Residencia de Oficiales donde yo vivía, para decirme que a mi padre lo habían detenido y que estaba en el Cuartel de la Guardia Civil de Alcantarilla. Inmediatamente me presenté en el pabellón del Coronel, pidiendo verlo por una cuestión urgentísima y muy grave para mí. Me recibió enseguida y le dije que habían venido a buscarme porque mi padre estaba gravísimamente enfermo. Me dio permiso y añadió que no me preocupara y que si no podía regresar para darme la licencia, me la haría llegar por el Gobierno Militar de Murcia. Cumplió como lo que era, un caballero, y me mandaron la cartilla militar con las prácticas de Alférez aprobadas, y mi licencia provisional.

Mis primos y yo nos volvimos en el taxi que los había llevado y entonces me informaron que un encargado al que había despedido mi padre porque lo sorprendió llevándose una gran cantidad de hojalata, lo había denunciado por

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su pasado político. En el cuartelillo de la Guardia Civil me recibieron amable y disciplinadamente, iba de uniforme y el comandante del puesto era Brigada, y pude hablar todo el tiempo que quise con mi padre. A la salida le pregunté al Brigada por la dirección del denunciante que, lógicamente, se negó a darme, pero de lo que si me informó es de que ellos sabían que mi padre había vuelto a Alcantarilla, que investigaron y al comprobar que no había iniciado ni reanudado ninguna relación política y que todo el mundo les decía que era una gran persona, lo dejaron en paz.

Al día siguiente, ya de paisano, fui a ver al Jefe del Frente de Juventudes del Distrito Universitario de Murcia, que era mi jefe directo, y le presenté mi dimisión irrevocable. No quería aceptarla de ninguna manera y telefoneó al Jefe Nacional del SEU, Jorge Jordana, y con el Delegado Nacional del Frente de Juventudes, José Antonio Elola, que tampoco querían admitirla. Hablé con ellos y les pedí que me quitaran la tentación de aprovechar mi cargo para luchar por mi padre, porque iba a hacer todo lo posible y lo imposible por conseguir su libertad. Tanto insistí que, al final, aceptaron a regañadientes mi dimisión, ofreciéndome toda la ayuda que ellos me pudieran prestar y aquel mismo día, sin que yo lo supiera, iniciaron los trámites para concederme el Víctor de Plata del SEU que, efectivamente me impusieron unos meses más tarde.

Del cuartelillo de la Guardia Civil de Alcantarilla llevaron a mi padre a la Cárcel Provincial de Murcia, en donde estuvo en prisión preventiva unos tres o cuatro meses que a nosotros nos parecieron eternos. Conseguimos su libertad provisional, le nombraron Defensor a un Teniente de Artillería que era Licenciado en Derecho, y se señaló fecha para el Consejo de Guerra. Lo convocaron para una mañana de la primavera de 1952, en el Cuartel de Artillería de Murcia, donde fuimos a acompañarlo los tres hermanos varones. Como sabíamos que el Fiscal Militar pedía pena de muerte, yo fui con un maletín para si se confirmaba, salir zumbando a Valencia para hablar con el Auditor, con el Capitán General de la Región o con quién fuera, de allí o de Madrid, porque a lo que no estaba dispuesto era volver a Murcia sin el indulto de mi padre.

Se inició el Consejo de Guerra con la Sala absolutamente llena de amigos y favorecidos de mi padre, por nosotros y algún otro allegado, destacando entre todos el Catedrático de Derecho Mercantil de la Universidad de Murcia, Don Salvador Martínez-Moya, Subsecretario de Justicia en el gobierno Lerroux al que mi padre, jugándose el tipo, había conseguido que le conmutaran la pena de muerte por cadena perpetua, y que con su apasionada y lúcida intervención como testigo, contribuyó mucho a aclarar los hechos.

Declararon los testigos, todos personas de relieve en la sociedad murciana, detallando cada uno lo que mi padre había hecho por ellos. No hubo ningún testigo de la acusación, porque no los había, y tampoco compareció el denunciante. A pesar de todo, el Capitán jurídico que actuaba de fiscal ratificó su petición de pena de muerte, por lo que, de acuerdo con el Código de Justicia Miliar vigente en la época, todos los asistentes al juicio: los cinco miembros del Tribunal, el fiscal, el defensor, el reo y todo el público tuvimos que ponernos en

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pie, para oír la sacramental frase “En nombre de la Ley, solicito se imponga al acusado la pena de muerte”. No es agradable, desde luego. Después de informar el defensor, el presidente ordenó que se desalojara la Sala para que el Tribunal deliberara.

Salimos a la plaza de Armas del cuartel, y al cabo de una media hora, nos volvieron a llamar. El presidente dijo que se condenaba al acusado a la pena de 30 años de reclusión mayor, con aplicación automática de todos los indultos dictados hasta la fecha, por lo que quedaba en libertad desde ese momento. Desbordantes de alegría nos fuimos a celebrarlo.

Un poco tiempo más tarde, entré de pasante al bufete de Don Salvador Martínez-Moya, al que algo después que yo se incorporó el hijo mayor de Federico Servet, el Jefe Provincial de Falange asesinado en septiembre de 1936. Se llamaba Ramón y nos llevábamos muy bien. Nunca hablamos de nuestros padres, pero los dos sabíamos la relación que habían tenido. Se sentía muy desengañado porque no veía que en España se estuvieran cumpliendo los sueños por los que su padre había dado la vida (Estábamos en 1952). Al final se marchó a México y nunca volví a saber de él.

Mi hermano Paco había ingresado por oposición en el Cuerpo General de la Hacienda Pública, Escala Auxiliar, en abril de 1947, pero tuvo que esperar hasta septiembre, en que cumplió los 18 años, para tomar posesión de su puesto en la Delegación de Hacienda de Murcia. Años después, mi hermano Joaquín también ingresó por oposición en el Ayuntamiento de Murcia. Ninguno de los dos tuvo la menor dificultad ni el más mínimo rechazo para opositar.

En el verano de 1952, mi hermano Paco me dijo que habían convocado oposiciones para la Escala Técnica de su Cuerpo y me propuso que las preparáramos juntos. Así los hicimos y en 1953 las aprobamos los dos. Él se quedó en Murcia porque no consumía plaza y a mí me destinaron a Albacete. Al año siguiente me trasladaron a Murcia, me di de alta en el Colegio de Abogados y simultaneaba el ejercicio libre de la profesión, con mi puesto en la Delegación de Hacienda de Murcia. Me casé, nacieron mis tres hijas, y yo trabajaba hasta catorce horas diarias porque empecé a preparar opositores para Hacienda, pero lo primero para mí era la Jefatura de la Sección del Patrimonio del Estado que entonces desempeñaba y la interinidad como Abogado del Estado, por nombramiento del Director General de lo Contencioso del Estado, dada la insuficiencia de plantilla.

Al parecer cumplí satisfactoriamente con lo que yo consideraba un puesto de servicio, pues fui elegido para el primer curso de Perfeccionamiento de Funcionarios de Hacienda, que se celebró en 1962, durante un par de meses, en el Instituto de Estudios Fiscales de Madrid, y para el que fuimos seleccionados 16 funcionarios de toda España, de la Administración Central y la Provincial. Aunque no nos lo dijeron, creo que, en cierto modo, fuimos unos conejillos de Indias, porque nos pusieron al día en las últimas técnicas administrativas de objetivos, medición de tiempos, recursos humanos, etc.etc., con profesores de distintos Ministerios pero, sobre todo, unos psicólogos de la

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Presidencia del Gobierno que, previo nuestro permiso, nos sometieron a distintos pruebas y cuestionarios para valorar nuestras capacidades intelectivas y nuestras dotes de mando.

Cuento todo esto porque fue el pórtico de una fulgurante carrera administrativa, no sé si merecida o inmerecida, pero que objetivamente fue muy rápida e inusual. En 1964, me llamó a Madrid el entonces Subsecretario de Hacienda, Fernando Benzo, y me dijo que por los informes de mis superiores y por el resultado del cursillo, yo podía ser un buen Delegado de Hacienda, pero que si quería hacer carrera en el Ministerio tenía que salir de Murcia y, naturalmente, dejar el ejercicio libre de la abogacía porque a esos niveles era incompatible. Inmediatamente le contesté que yo estaba dispuesto, pero que tenía que consultarlo con mi mujer porque mi decisión afectaba a ella y a mis hijas ya que sabía que la carrera implicaba un incesante peregrinar de una provincia a otra, con dispersión de la familia cuando los hijos se casaban en una ciudad en la que se quedaban a vivir y los padres tenían que seguir con sus traslados, porque entonces un Delegado no podía permanecer más de 10 años en una misma provincia, para no adquirir arraigo. Mi mujer dijo que estaba dispuesta a seguirme por ese camino un tanto errático, pues aunque íbamos a perder dinero (el despacho estaba creciendo de una forma que yo ya me había planteado pedir la excedencia) sabía que mi afán de servicio primaba sobre cualquiera otra consideración.

Acepté, y me nombraron Segundo Jefe de la Delegación de Hacienda de Córdoba, porque para ser Delegado se requería ser funcionario de uno de los cuerpos superiores de Hacienda y tener 15 años de servicios y yo sólo tenía 11. Estando en Córdoba, se redujo el período de servicios de 15 a 10 años, y al poco tiempo me nombraron Delegado de Hacienda en Burgos, por lo que durante varios años fui el Delegado más joven de España, y en 6 años, me fueron nombrando Delegado en provincias cada vez más importantes, Cádiz, La Coruña y Sevilla. En 1974, siendo Ministro de Hacienda Antón Barrera de Irímo, me trajo a Madrid de Subdirector General. Debo destacar que ninguno de los Ministros de Hacienda que conocí era falangista, por lo que mis ascensos se me concedieron a pesar de yo sí serlo.

En todos estos años seguí en contacto con mis camaradas. Fui fundador y primer presidente de la Agrupación de los Antiguos Miembros del Frente de Juventudes en Murcia. En Córdoba y Burgos, además de las visitas protocolarias a los Gobernadores y demás autoridades, me presenté a los respectivos Subjefes provinciales del Movimiento, porque los Jefes eran los Gobernadores poco o nada falangistas normalmente. En Cádiz formé parte del Consejo provincial de la Juventud, y en Sevilla me hicieron una entrevista para el periódico local del Movimiento, que se publicó en la doble página central, que mereció la felicitación de la Vieja Guardia sevillana porque “en estos tiempos (principios de 1973), es rarísimo que alguien se muestre orgulloso de su formación y de su militancia falangista”.

Años después, mi hermano Paco también fue Delegado de Hacienda en Cuenca, Guadalajara, Ciudad Real y Albacete, en donde se jubiló porque los

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socialistas de Felipe González expropiaron, mejor dicho requisaron porque no hubo indemnización, a todos los funcionarios de España cinco años de su vida profesional, anticipando la edad de jubilación de los 70 a los 65 años. Con esta medida echaron a la calle a magníficos e insustituibles catedráticos, magistrados, y a alto personal de la Administración, cuya selección y preparación exige varios años. Luego rectificaron, claro, pero ya habían conseguido su objetivo de eliminar (ahora de los escalafones, en la guerra había sido peor porque los borraron de la vida) a los más “fascistas” porque eran los que más tiempo habían servido a España siendo Franco Jefe del Estado español. A mí no me afectó este despropósito porque estaba excedente, pero a la hora de mi jubilación me tenían preparada otra: La de la limitación de las pensiones públicas que, “por razones de solidaridad”, no podían exceder de determinado límite, aunque, como en mi caso, por los años cotizados y la cuantía de mis cotizaciones por Clases Pasivas y Seguridad Social, lo rebasaban me “rebanaran” un 20% de lo que me correspondía por “pensiones contributivas” y no por actos graciables del Gobierno a presos, a los supuestos perseguidos por Franco, a los combatientes del Frente Popular y otros elementos marginales.

Después de la muerte de Franco, observé que el Ministerio de Hacienda que siempre había sido muy profesional y con una reconocida solera de prestigio y eficacia, empezaba a politizarse y no porque, como después ocurrió, renacieran las cesantías, sobre todo con el partido socialista, que empezó a sustituir funcionarios por adictos ajenos al Ministerio, sin cesar a los primeros porque no podían, pero dejándolos sin funciones y nombrando paralelamente a su gente, con lo que el gasto público se duplicaba y labores muy especializadas, como la de los Abogados del Estado, se las encargaban a muchachos recién salidos de la Universidad e, incluso, sin título académico alguno. La politización de entonces, 1976, venía porque cuando el Director General, o el Subsecretario de turno, me encargaba un borrador de Orden Ministerial, de Decreto o, alguna vez, formaba parte de una comisión interministerial para preparar un proyecto de Ley, como ocurrió con la Ley de Bases de las Haciendas Locales, en la que llevábamos trabajando varios meses dos funcionarios de Gobernación y dos de Hacienda, al llevar nuestros trabajos, nos daban las gracias pero nos decían que ya no servían porque habían cambiado los criterios políticos. ¡Y trabajar para la papelera nunca me ha gustado!

Pedí la excedencia voluntaria y, previa la aprobación que me concedió un despacho de “cazatalentos”, me contrataron de Director General en una empresa privada de promoción inmobiliaria, en la que me pagaban cuatro veces más que en el Ministerio. Pero aquello no me gustaba. Me tocó la crisis económica, sobre todo en el sector de la construcción, de 1977/78, y cuando tenía que renegociar los préstamos bancarios de varios cientos de millones de pesetas o retrasar el pago a constructores o proveedores, porque los compradores de las viviendas tampoco podían pagar los plazos previstos, sufría tanto como si fuese personalmente el afectado. Y es que, aunque ese no sea un buen método en el mundo empresarial, yo siempre me he implicado en los asuntos que he llevado, sea dirigir una unidad administrativa, sea un pleito

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o sea una deuda de mi empresa.

Me marché voluntariamente sin pedir ninguna indemnización porque era mi decisión, y otra vez, previo examen personal del Presidente del Banco y del Consejero-Director General, me contrataron como Jefe de los Servicios Jurídicos en el Banco Rural y Mediterráneo, banco que había sido de los Sindicatos Verticales y entonces pertenecía al Ministerio de Trabajo. Curiosamente en esta entidad, “fascista” por definición, estaba toda la plana mayor de la Federación Socialista Madrileña. Me tocó recuperar la deuda que tenían tres ex-ministros de Franco, que no eran importantes cuantitativamente porque los préstamos se habían solicitado y concedido para comprar sus viviendas. Negocié con ellos el plazo de pago, sin condonación de principal ni de intereses, y cumplieron rigurosamente, saldando por completo sus débitos. A uno de ellos, muy famoso y con fama infundada de hombre acaudalado, lo visité en su domicilio porque en aquel momento estaba enfermo, y también pagó hasta su última peseta. El Banco, por decisión política del que correspondiera, creo que fue Adolfo Suárez a propuesta de los Ministros de Hacienda y Trabajo, fue absorbido por el Banco Exterior de España, que era propiedad al cien por cien del Ministerio de Hacienda, a través de la Dirección General del Patrimonio del Estado. Todos los que quisimos nos integramos en el BEX. Y los compañeros de la Asesoría Jurídica me acogieron con los brazos abiertos, desmintiendo el axioma de las fusiones, de que en el ámbito del personal directivo, estas reestructuraciones de empresas son muy dolorosas porque en la práctica, se traducen un problema que nunca falta: “Son dos culos para un mismo asiento”. Es claro que no pasé de jefe máximo, pero al poco tiempo me hicieron Subdirector General del Banco, jefe del área contenciosa, y ví como se recuperaban unos créditos concedidos a UCD, mediante la ejecución de unas garantías hipotecarias de unos pisos en la calle Arlabán, sede central de la UCD, y de otros en Cedaceros, que era la sede de Madrid del mismo partido. Los pisos se los quedó el BEX y en los de Cedaceros nos instalamos los Servicios Jurídicos del Banco, tanto el área consultiva a cargo de otro Subdirector General y la contenciosa de mi competencia. Aquí renegocié varios créditos sindicales de más de 500 millones de pesetas, pero al intentar ejecutarlos por incumplimiento, la superioridad recabó el expediente y yo nunca más supe “oficialmente” de ese asunto, aunque me enteré por fuera de lo que había pasado, pero el secreto profesional me impide ser más explícito.

Toda esta larga exposición, quiere testimoniar de un modo directo, por las vivencias de mis hermanos y las mías propias, aunque Joaquín sea socialista (cosa que no entenderé nunca porque es inteligente y honrado) que en contra de lo que ahora se escribe, los hijos de los “rojos” jamás fuimos discriminados por los “franquistas” y que los éxitos o los fracasos, dependían de uno mismo: de su trabajo, de su capacidad y de su dedicación. Que dentro de las limitaciones económicas propias de una nación devastada por la guerra, el Estado concedía las escasas ayudas que podía dar, a tirios y troyanos, sin distinción de colores. Que los niños de la guerra no tuvimos que reconciliarnos con nadie porque nunca estuvimos enfrentados. Que, por el contrario, se dieron de una forma callada y anónima, comportamientos de una generosidad

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y de una grandeza de alma, que ahora serían inconcebibles, pues, por ejemplo, cuando en el entierro de mi padre vi a Manolo Servet (amigo mío del Frente de Juventudes y compañero de trabajo en el Ayuntamiento de mi hermano Joaquín), segundo hijo de Federico, el condenado a muerte con la participación de mi padre, venir a darme un abrazo de pésame, tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para que no me brotaran las lágrimas. Que en el Frente de Juventudes nos enseñaron y enseñé, que la unidad de los hombres y de las tierras de España es innegociable; que el hombre es portador de valores eternos; que en casa del famélico no se pueden pregonar hipotéticos derechos porque antes hay que darle de comer con la dignidad que merece todo ser humano; que la justicia social es una obligación legalmente exigible por la comunidad, sin que la pueda sustituir ni la caridad que es una virtud y una exigencia moral, ni la solidaridad que es la traducción laica de la caridad, pero sin ser una virtud ni una exigencia moral, por lo que se queda en un mero globo de humo. Que, por lo menos, desde el año 1952 no había presos políticos en las cárceles por hechos ocurridos antes de 1 de abril de 1939, y que si después los hubo, serían por actos coetáneos o posteriores cometidos contra el Estado español que, como todos los Estados del mundo, tiene como primer derecho y como primera obligación, la de defenderse de sus enemigos interiores y exteriores. ¿O acaso al Teniente Coronel Tejero Molina y a sus compañeros del 23-F los condenaron, con un desmesurado e inusitado rigor, por dar vivas a Cartagena?.

El único caso que conozco directamente por el protagonista, de irracional e inhumana discriminación se produjo en Cehegin (Murcia) en septiembre de 1936. Un chico de 13 años, Antonio Corbalán Carreño, cuyo padre habían metido en la cárcel por “fascista” (tenía unas pocas tierras e iba a Misa los domingos), fue al Colegio donde había estudiado los dos primeros cursos de bachiller (requisado a los religiosos que lo habían fundado y convertido en público) y se encontró que en el tablón de anuncios del Centro, había una lista, en la que él figuraba, a los que se les denegaba la matrícula “por desafectos a la República”. Por increíble que parezca es verdad y el interesado, gracias a Dios, todavía vive y está dispuesto a confirmarlo. ¡Ah, lo que se denegaba no era una matrícula gratuita, sino el poder estudiar! O sea, que por ser hijo de “fascista” se le condenaba al analfabetismo.

Debo añadir, por último, que a mí tampoco nadie me utilizó como argumento de propaganda. Todos sabíamos y todos callábamos. Eran cuestiones personales que sólo afectaban a los implicados porque la guerra había terminado, por lo menos, para nosotros los jóvenes y para todos los hombres de buena voluntad. Es cierto que De Gaulle dijo que las guerras civiles son imperdonables porque cuando acaban, no empieza la paz, pero para mí es una verdad a medias, porque cuando una guerra civil es inevitable porque la mitad de su población no se resigna a morir a manos de la otra mitad, las heridas tardan mucho tiempo en restañarse, pero cuando antes se olvida el resentimiento, el revanchismo, el juego sucio, el sectarismo, antes se produce la convivencia y la paz social. Los niños habíamos visto muchas cosas y todas las teníamos muy frescas en la memoria, pero si te educan hablándote de que cuando se produzca la “vuelta de la tortilla” los que ahora han vencido

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van a ver lo que es bueno, es evidente que el odio se acrecienta como una espuma inagotable. Pero si lo que te enseñan es que la Patria es de todos y no patrimonio exclusivo de ningún partido ni de ninguna persona; que la opresión de las personas y su explotación por el capital es una injusticia aberrante que no se puede tolerar de ninguna manera; que antes que murcianos, vascos, castellanos o catalanes, somos españoles, y que frente a la gaita que disuelve está la lira que une. Si todos reconocemos que la convivencia no se puede producir por consenso ni por disposiciones en el Boletín Oficial del Estado, sino por la íntima convicción de que hay que analizar porqué ocurrió, lo que realmente pasó, si no olvidamos la verdad, la reconocemos y aceptamos en lo bueno y en lo malo, en lo que nos gusta y en lo que desearíamos que hubiera sido diferente y las asumimos porque es irreversible; el sentido común, el individual y el colectivo, nos llevarán al único camino posible para evitar la repetición de unos hechos tan abominables: el poner cada uno lo mejor que tenga dentro de sí, jugar limpio porque el juego sucio descompone y encoleriza, no negar la evidencia porque eso es un insulto y un agravio para el que escucha, terminar con el revanchismo y con el victimísmo… no pido santos, eso está fuera de nuestras manos. Solo pido honradez y afán de servicio al bien común y, finalmente, lo que deseaba José Antonio como último remedio, que si “Dios no nos concede gobernantes capaces, por lo menos que sean honrados”.

Madrid, diciembre de 2005.

José Ataz Hernández