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Hna. Rosa María Vázquez Tlapale

Misionera del Sagrado Corazón de Jesús Ad gentes

Testimonio Misionero

La misión implica a todos, todo y siempre

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Una vida tengo para entregarla a ti Señor, y si dos vidas tuviera las dos entregaría a esta misión.

En el año 1997 llegó para mí la hora esperada. La Iglesia de México y la Congregación de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús Ad gentes confiaron en mí para partir hacia Angola. Fue en el VIII Congreso Nacional de la Infancia y Adolescencia Misionera que se celebró en Aguascalientes en donde me enviaron a Anunciar la Buena Nueva al continente africano.

Luanda fue la tierra madre que me adoptó como hija y en donde con gran ímpetu compartí mi fe y entusiasmo a mis hermanos angoleños. Los primeros 5 años que viví en este país fueron años de incertidumbre a causa de la guerra, pero también porque en la mayoría de las comunidades no había miembros de la Iglesia Católica. Pero mi fe y mi confianza que siempre estuvieron depositadas en Dios, me ayudaron a esperar días mejores. A pesar de la guerra, mis hermanas y yo no podíamos estar estáticas, era necesario ponernos al servicio de Dios, pues de qué hubiera valido ir de tan lejos.

En las mañanas cooperaba como secretaria con los padres Misioneros de Guadalupe, quienes estaban al frente del Seminario Arquidiocesano de Luanda. Ahí se acrecentó mi deseo de trabajar en las misiones sobre todo cuando veía cómo los jóvenes llenos de alegría seguían la voz del Pastor para iniciar su formación sacerdotal. Por las tardes, junto con otras hermanas llevábamos el anuncio del Evangelio a comunidades cercanas a la parroquia de Catete. Durante este tiempo viajamos diariamente hasta lugares lejanos y fui testigo de cómo Dios en su misericordia, iba congregando poco a poco a personas que querían ser miembros de la Iglesia.

El trabajo fue intenso porque sus tradiciones se oponían a las de la Iglesia, como lo fue: la poligamia. En una ocasión nuestro Obispo nos animó diciéndonos: «Aunque estos hermanos nuestros tengan situaciones difíciles de resolver según los criterios de la Iglesia, animémoslos a que sean como las campanas de la Iglesia que por su propio medio llaman a otros. Y a pesar que ahora sólo estén haciendo ruido, Dios se encargará de indicarnos el camino a nosotros y a ellos».

Uno de los momentos en que más nos beneficiamos fue cuando la Iglesia de Angola convino con el gobierno y logramos adherirnos a la campaña de registro civil. De esta manera aprovechamos para comenzar a evangelizarlos, brindamos atención a enfermos, ancianos y los auxiliamos con medicina y con agua, que es escasa porque el río está a varios kilómetros de distancia. También alfabetizamos e impartimos catequesis.

Construcción de la Iglesia para Angola

Después de muchos esfuerzos las madres superioras nos concedieron permiso para crear una comunidad de hermanas que atendieran estos pueblos. Con gran cariño nos dispusimos a la construcción de nuestra casa. Y así, poco a poco, logramos tener un lugar estable y seguro para atender a la juventud ofreciéndoles cursos de computación. A las mujeres les enseñamos corte, costura y fueron alfabetizadas.

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Con motivo de los 50 años de la fundación de nuestro Instituto recibimos la visita del Sr. Nuncio Apostólico de Angola, quién al ver que el número de católicos que participaban era numeroso y no teníamos una capilla, nos animó a solicitar ayuda a Roma para la construcción de la misma. Nuestro párroco con gran celo misionero y teniendo en cuenta que en ese momento la Iglesia de Angola nos pedía este servicio, se dispuso a que juntos realizáramos esta petición, la cual, gracias a Dios tuvo una respuesta afirmativa.

Mis hermanas y yo junto con el pueblo no nos quedamos con los brazos cruzados, pues en tanto recibíamos la ayuda de Roma comenzamos a trabajar en el campo, sembramos lo que estuvo a nuestro alcance y con las ganancias compramos cemento y otros materiales. Doy gracias a Dios por ver el milagro hecho realidad. Para mí, colocar cada tabique fue como si así se hiciera con un bautizado. Pensé que cuando un tabique se rompiera sería como cuando un bautizado se retira de la Iglesia. Ese sería un vacío que nunca será sustituido por otro. Yo sentía como las columnas representaban a los catequistas y las varillas amarradas entre sí eran los sacerdotes, hermanas y Obispos que sostienen toda la construcción. Pero nunca olvidé que el centro de la Iglesia era Cristo, quien siempre tiene a su lado a María.

Dios que todo lo lleva con peso y medida puso en nuestro camino a las personas que necesitábamos. No puedo dejar de mencionar que la capilla fue construida por un albañil y todos los católicos de la comunidad. Recuerdo con cariño cómo los niños siempre estuvieron dispuestos a cargar piedras, arena y todo lo necesario. Las mujeres nos ayudaron preparando los alimentos y acarreando agua del río.

Así quedó terminada la capilla de 200 m2 en nombre de la Iglesia de México que era a quien nosotros representamos ante los angolanos. Ya han pasado 8 años y hasta el momento no se ha cambiado ni un vidrio al edificio, esto habla de nuestros hermanos que se sienten realmente Iglesia, miembros de Cristo en donde todos somos responsables de que siga en pie. Sin duda las palabras de San Pablo se hacen realidad «cada día: unos siembran, otros riegan y otros recogen la cosecha». Y por ello construimos 5 salones para impartir catequesis, pues compete a todos los que somos bautizados hacer crecer la Iglesia en todas sus dimensiones.

De regreso a Angola

En 2003 mis superioras me pidieron apoyo para colaborar con la pastoral vocacional y acompañar a las hermanas junioras en México, aquí pasé dos años antes de que en 2006 Dios, por medio de las madres, decidiera mi regreso a la misión en Angola. Entonces me incorporé al Secretariado Arquidiocesano de Catequesis en Luanda donde acompañé la edificación final de las instalaciones donde ahora se editan los catecismos para los niños, jóvenes y adultos y en donde también se organizan los cursos para catequistas de la Diócesis que llegan a ser alrededor de 3.000.

En los últimos 4 años que estuve en la misión de Angola Dios me permitió un inolvidable acontecimiento: la celebración de los 25 años de 8 de las Congregaciones que fuimos enviadas en el II COMLA realizado en Tlaxcala, México en 1983. Por este motivo tuvimos la gracia de recibir en dos ocasiones la presencia de la Iglesia mexicana representada en los señores Obispos y el Director de las

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OMPE, el Pbro. Guillermo Alberto Morales Martínez. Ellos nos acompañaron a la apertura del Año Jubilar y a la clausura del mismo en 2008 y 2009. La fiesta fue muy bonita, en la celebración y en la comida estuvieron reunidos por lo menos 13 Obispos: 5 de México y 8 de Angola. Sé por la boca de los mismos sacerdotes y de las hermanas que trabajamos en Angola que esta visita nos fortaleció y animó a seguir dando lo mejor de cada uno por la extensión del Reino de Dios.

Otra gran satisfacción que viví fue la convivencia con los misioneros mexicanos por lo menos, los que más podíamos unirnos de los 120 que somos, 70 compartimos nuestro amor a la madre de Guadalupe en su fiesta, retiros espirituales bimestrales, formación permanente bimestral y ejercicios espirituales anuales.

Experiencias que marcaron

Mentiría si dijera que en la misión todo es alegría. También llegan momentos de desánimos, de impotencia por la carencia económica, por la falta de conocimiento para enfrentarse a las realidades que son ajenas por nuestro contexto de vida.

Aún recuerdo una de las experiencias más bellas pero también más fuertes que viví en la misión; fue al lado de una joven de 14 años que las hermanas bautizaron como Tierra María, a la que estuvimos

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acompañando durante 9 meses en el hospital porque sufrió la amputación de una pierna a causa de una infección en la rodilla que mantuvo por 10 años. En ese tiempo ella dio testimonio de fe firme y sincera. Recuerdo una ocasión en que me pidió que le regalara un pan con un trozo de carne, pues decía que nunca había comido eso y quería probarlos. Yo, con el corazón partido fui a toda prisa a buscar lo que pedía para cumplir su deseo. Cuando regresé llevé conmigo también la comunión y entonces me dijo: «hermana, ya no quiero el pan, mejor dame a Jesús. Quiero recibirlo porque Él es el único que me fortalece, con Él mis dolores disminuyen». Qué bien lo dice el Evangelio «de los más pequeños es el reino de los cielos». Unos días antes de morir me confesó: «por ustedes conocí a Dios. Ustedes me llevaron a Él».

Lo que sí es un hecho, es lo que nuestro fundador decía: «el misionero debe saber y estar preparado para todo y esta fuerza sólo se saca del Corazón de Jesús y es Él nuestra única fuerza». Así lo comprobé cuando el Señor quiso acrisolarme y al primer año que llegué a misión perdí a un hermano y el último año de mi estancia en Angola, Dios llamó a mi padre a su casa.

La vida de un misionero

A veces escucho opiniones acerca de que la misión es subir y bajar montañas, y en parte es verdad, pero quisiera que tuviéramos en cuenta que la vida religiosa misionera tiene su centro de vida y fortaleza en los momentos diarios de oración y vida fraterna. También es importante alimentar nuestro espíritu de Dios, para estar prontas a las dificultades y necesidades que se vayan presentando.

Nuestro fundador nos aconsejaba tener corazón de pajarito para ser libres y siempre tender al cielo donde está la verdadera recompensa y espalda de burro, para no cansarnos de trabajar para la Gloria de Dios.

Sé que en Luanda no hice sino lo que debía y que mis esfuerzos, sacrificios, alegrías y sinsabores serán para la Gloria de Jesús misionero a quien le debo este llamado. Pues tengo seguridad que la misión por ser obra de Dios seguirá dando frutos abundantes porque sólo somos instrumentos que el Señor elige para continuar su obra redentora.

Finalmente agradezco a Dios: por la vida, por la vocación, por las experiencias que me permitió vivir; por el pueblo angolano que ahora es parte de mi existir. Gente sencilla, acogedora, abierta y fiel al mensaje del Evangelio.

Ahora y aquí en México, quiero seguir con la gracia de Dios cumpliendo mi misión en la encomienda que la congregación me ha pedido: ecónoma general. Y que las palabras de San Pablo sigan siendo motivación en mí «Ay de mí si no evangelizo» (1 Cor 9,16).

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